Derecho Penitenciarios8

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DERECHO PENITENCIARIO

ELABORADO POR: DIEGO ARMANDO


Universidad grupo isima plantel toluca
Catedrático: Mayra Monserrat Zea lopez
Elaborado por: diego armando de la cruz alonso
Tema: prisión de Lecumberri e islas marias
Producto: investigación
7° grupo F
licenciatura en criminología y criminalística

INTRODUCCIÓN ;

El sistema penitenciario en México se ha transformado radicalmente para el bien de los internos;


ha pasado de un lastimoso castigo para las personas que delinquen a un proceso de readaptación
social integral en el que se les dota de herramientas para enfrentarse a su libertad al haber
cumplido su condena.

El artículo 18 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, que establece los
fundamentos del Sistema Penitenciario Nacional, señala que éste se organizará sobre la base del
respeto a los derechos humanos, del trabajo y su capacitación, la educación, la salud y el deporte
como medios para lograr la reinserción de los sentenciados a la sociedad y procurar que no
reincidan, de conformidad con los beneficios que para estos prevé la ley. También establece que
las mujeres compurgarán sus penas en lugares separados de los destinados a los hombres.
Contrariamente a lo estipulado en la Carta Magna, las instituciones no han logrado consolidar el
sistema penitenciario para favorecer a los sentenciados. Se ha establecido un sistema de
readaptación social, desde la perspectiva de los derechos humanos, ya que los internos por el sólo
hecho de ser personas, poseen los mismos derechos humanos que quien no ha delinquido.

México ha adoptado medidas en materia penitenciaria, como las Reglas Mínimas para el
Tratamiento de los Reclusos, Reglas Mínimas de las Naciones Unidas para el Tratamiento de los
Reclusos (Reglas Mandela), Las Reglas de las Naciones Unidas para el Tratamiento de las
Reclusas y Medidas no Privativas de la Libertad para las Mujeres Delincuentes (Reglas de
Bangkok), entre otros, a pesar de ello, las estrategias no han arrojado resultados contundentes en
el país.
De acuerdo a la evaluación, hay una sobrepoblación de 947 personas.
La evaluación ubica al Centro de Reinserción Social Benito Juárez de Cancún es el penúltimo a
nivel nacional, por encima de la Cárcel Pública Municipal de Bahía de Banderas en Nayarit. Los
otros dos CERESOS se ubican dentro de los seis últimos lugares.

La atención especial que se ha dado a internos que viven con VIH-SIDA y pertenecientes a la
diversidad sexual es apenas una pequeña acción que promueve una estancia digna; no obstante,
estas disposiciones son insuficientes.

TEMA: lecumberri
El proyecto carcelario de Lecumberri La cárcel de Lecumberri conocida también
como el Palacio Negro, es una prisión erigida en la Ciudad de México en los
albores del siglo XX, que se convirtió en un sitio de condena, purgación y
expiación, pero también, donde se vivieron momentos negros en la historia
penitenciaria del país; en ese sitio se coartaron las libertades, se reprimieron
ideales, se cometieron diversas injusticias; sin embargo, esta cárcel también fue el
sitio que marcó un parteaguas en el modo de vida y desarrollo de las cárceles del
país. Si bien, no fue la primera penitenciaria construida exprofeso, si fue la de
mayor relevancia por sus dimensiones, capacidad y ubicación.
De igual manera, un cambio fundamental en la historia penitenciaria se presentó
en esta periodicidad, al iniciarse la abolición de la pena capital en México,
propiciando que los sentenciados se convirtieran en prisioneros; en consecuencia
se requería una mayor cantidad de espacios de encierro y concentración para
purgar las condenas, y no sólo de estadía como los existentes, para los que eran
llevados al patíbulo.
Cabe recordar que hasta esa época, aunque existían prisiones en la modalidad de
espacios correctivos, éstos eran una minoría, los lugares se enfocaban en recluir a
los individuos, mientras se les dictaba sentencia, esperaban la muerte o un
encierro temporal por faltas menores. Igualmente es importante citar que previo a
este tiempo las penas recibidas en la reclusión incluían sanciones corporales
como azotes, tormentos o trabajos forzados que en ocasiones resultaron en
esclavitud incluso con marcas.
“Hasta la reforma de 1901, la primera parte del artículo 23 de la Constitución
[decía]: “Para la abolición de la pena de muerte, queda a cargo del poder
administrativo el establecer, a la mayor brevedad, el régimen penitenciario”.
(…) Quedaba pendiente la supresión del patíbulo hasta que el gobierno
reuniese recursos de todo género y erigiera el sistema penitenciario, que es
más que construir cárceles monumentales. Y ni siquiera podía darse el lujo
de hacer este género de monumentos” (García, 2000, pág. 832).
Anteriormente, la gran mayoría de las cárceles de México se situaban en sitios
erigidos previamente con otros fines, que se adaptaban para alojar a los
condenados. En ocasiones se tenían celdas en edificios gubernamentales,
cuarteles militares, algunos otros recintos públicos, pero también en sitios de
carácter privado como algunas haciendas; siendo estancias cortas principalmente
las que se purgaban en dichos sitios o bien, puntos de tránsito para traslados ya
fueran para una cárcel mayor o hacia la ejecución.
Existieron diversas cárceles en la ciudad de México a lo largo de su historia tanto
en la época virreinal como en el México Independiente, algunos vinculados a
tribunales otros al Santo Oficio, teniendo diversas sedes para acoger a los
acusados, situación que se replicó en todo el territorio nacional. (García, 2000,
pág. 835).
Sin embargo, por sus características espaciales y dimensionales los espacios
más empleados para la reclusión, fueron los lugares religiosos; los cuales
quedaron en abandono primordialmente tras la implementación de las leyes de
Reforma, momento histórico en el que se despojó al clero de sus bienes, dejando
los sitios en abandono provocándoles un estado ruinoso que empeoró con la
implementación del uso carcelario y que a la postre los condujera a la
desaparición del patrimonio histórico, condenado por la transformación de sus
espacios y el sinsentido de existencia de los emplazamientos.

“Preocupado en abolir la pena de muerte, Gamboa invocó la posibilidad de


adaptar, inmediatamente, diversas construcciones para fines penitenciarios. Con
ello consagró una idea y una práctica que hemos observado puntualmente en el
curso de muchos años: improvisar prisiones de cualquier modo. Para Gamboa, los
edificios a la mano eran los viejos conventos,
“Locales ya existen –dijo a sus colegas del Constituyente-: hay mil
conventos casi abandonados por falta de religiosos, con todos los tamaños,
con todas las condiciones necesarias para buenas penitenciarias…”. De este
modo se recuperaba, por lo demás, la etapa inicial de las penitenciarías, que
son una reproducción civil de los monasterios” (García, 2000, pág. 833).
Las sanciones y condenas establecidas fueron transformándose paulatinamente entre el
siglo XIX y el XX, desapareciendo la pena capital, pero también los castigos corporales,
todo en búsqueda e implementación de un nuevo modelo penitenciario, que fomentaba
un trato más humano y respetuoso hacia los derechos de los reclusos.
“La historia penitenciaria debió aguardar tiempos menos turbulentos. Tiempos, pues, de
don Porfirio. Pacificada la nación y disuadidos los ánimos más exaltados por la sanción
capital –en sus diversas versiones porfirianas: “mátalos en caliente”, ley fuga y patíbulo en
toda forma –o por otros métodos igualmente aleccionadores- la transportación a Valle
Nacional o a Quintana Roo-, había llegado la hora de iniciar el establecimiento de
modernas prisiones. Es decir, fortalezas que trajeran a México, en la víspera del siglo XX,
los avances que el penitenciarismo “piadoso” aportó casi un siglo antes” (García, 2000,
pág. 833).
Cabe hacer mención que mientras se concebía la implantación de un nuevo modelo
penitenciario para la ciudad, que incorporaba orden y progreso, dignificando a los presos
e incluso rehabilitándolos para su futura reincorporación a la sociedad, se vivía también
una gran inequidad social.
En aquella época la sociedad aparecía claramente estratificada, quedando en un lado la
pudiente y minoritaria aristocracia, con ínfulas burguesas que trataban de emular la vida y
costumbres de ciudades europeas o norteamericanas en boga y en el otro extremo estaba
el grueso de la población, de origen indígena, perteneciente a la clase trabajadora pero
también con grandes rezagos económicos que redundaba en una gran pobreza que se
reflejaba en sus barrios y calles. La pobreza se convirtió en un estereotipo que se vinculó
con lo más vil y ruin de la sociedad, siendo en consecuencia sinónimo de suciedad, fetidez,
vicio, embriaguez, delincuencia e incluso enfermedad; esta situación generó un mayor
sesgo social, condenando a la ignominia pueblos o barrios de la ciudad en los que pululaba
la pobreza, como si esta fuese contagiosa.
Estas condiciones de pobreza y sus connotaciones sociales fueron motivo de preocupación
constante para las autoridades quienes trataron de atenuarlas estableciendo orden,
fomentando la disciplina, toda vez que se establecía que la única forma de acabar con los
aspectos negativos de la sociedad era reeducándola e instruyéndola para el beneficio de la
comunidad, ideas bases de la rehabilitación de la penitenciaria.
“Desde luego, fue necesario reconocer la enorme desigualdad social entre los sectores
pudientes y los menos favorecidos, y admitir las manifestaciones sociales más graves que
esa situación originaba: la mendicidad y la vagancia. -101- en 1782, Baltasar Ladrón de
Guevara, observó que en el centro [de la ciudad de México] su fisonomía era hermosa, de
acuerdo con el carácter y la presencia de quienes lo habitaban, mientras que en su
periferia y en sus barrios la irregularidad de los trazos era una extensión física del aspecto
de sus moradores.
El signo de éstos era su diversidad, debido a que los integraba “la inmensa plebe de todas
castas”. Los barrios más populosos eran motivo de enorme preocupación para las
autoridades porque representaban los mayores peligros para el orden social y político.
Entre ellos destacaban los de Santo Tomás, San Lázaro y La Soledad, al este de la ciudad.
La cantidad de tabernas los convertían en espacios naturales para la reunión y el refugio
de malhechores y bandidos” (Padilla, 2001, pág. 21).

Si bien, la pobreza no era condenada, puesto que no era delito ser pobre, si llegaba a ser
mal vista debido a las connotaciones negativas que tenía consigo, producto de algunos
parias, mendigos y vagos pertenecientes a dicho círculo social que opacaban a la gente
trabajadora y responsable del mismo estrato y que en consecuencia sufrían vejaciones,
maltratos y discriminaciones. “La elite política no dejó de asociar el tema de la pobreza
con el problema de la criminalidad.
Hasta ya muy entrado el siglo XIX mantuvo la opinión de que las clases pobres eran clases
criminales, pero la distinción de grupos de pobres también permitió establecer en cuales
sectores se acentuaba la criminalidad. En ese sentido hubo una actitud optimista en torno
a la posibilidad de encontrar las causas de la criminalidad y proponer medidas para
disminuirla”. (Padilla, 2001, pág. 321).
Una de las medidas para contrarrestar y normar la vida social consistió en establecer
normativas que fungieran como instrumentos de ayuda para el pueblo en el que se
dictaran algunos estatutos que iban desde comportamiento hasta vestimenta.
“También se diseñaron otros instrumentos de control, como la expedición
de reglamentos que intentaban normar la vida social. Por ejemplo, se publicó
uno que regulaba el funcionamiento de pulquerías, prohibía fiestas y
reuniones que, en opinión de las autoridades, podían motivar una vida de
disipación, desorden y ocio. Además se dictaron varias disposiciones para
remediar la desnudez del pueblo (…) Estos “reiterados esfuerzos “tenían,
según las autoridades, el propósito de mejorar “la condición de esta clase de
la sociedad” (Padilla, 2001, pág. 23).
No obstante las distintas medidas y políticas encaminadas a lograr un control social, la
presencia de trúhanes prevaleció, situación que no era nueva ni exclusiva de dicha época,
sino más bien una condición humana, que debe ser analizada con mayor profundidad en
un estudio antropológico y psicológico; pero para estos personajes “el sistema
penitenciario se convertía en instrumento principal de control social, de pena ejemplar
para atemorizar a la población pobre que quisiera violentar una moral y un orden social
que había logrado paz y progreso”. (Padilla, 2001, pág. 271)

La construcción de la penitenciaria
La concepción de una moderna penitenciaria para la Ciudad de México se empezó a gestar
durante la presidencia de Manuel González y el gobierno de la ciudad de Ramón
Fernández (Brinkman-Clark, 2012, pág. 134).
“En su concepto, habría que adoptar el modelo de Filadelfia, el más estricto, por cierto, de
los regímenes clásicos: soledad y silencio. Y añadió una convocatoria expedida el 7 de
octubre de 1848, bajo su firma, para el concurso destinado a “la formación del plano
conforme al cual haya de edificarse en esta ciudad la cárcel para reclusión de detenidos y
presos”, que la puerta del nuevo edificio estaría flanqueado por las estatuas de Howard y
Bentham. He ahí sus inspiradores y sus inspiraciones. Recogía Otero –y recogería el
penitenciarismo mexicano, hasta la introducción práctica de la corriente positiva- el
humanitarismo y el utilitarismo que condujeron la reforma penitenciaria. De Howard, la
filantropía; de Bentham, el buen ejercicio de las prisiones, desde la arquitectura hasta el
reglamento”. (García, 2000, pág. 831)
Es de resaltar que varios años antes del proyecto de Lecumberri de Torres Torrija, existió
una propuesta para construir una cárcel para la Ciudad de México en 1850, encargo que le
fue asignado a Lorenzo de la Hidalga, quien entregó “una serie de láminas y un minucioso
programa al que titularía “paralelo de las penitenciarías”. en él concluía sobre las
bondades del sistema circular, siempre y cuando se aplicara como principio para resolver
una cárcel pequeña, no más de 100 celdas” (Rodríguez, 2016, pág. web).

El proyecto no se concretó, no obstante, sirvió de referencia para el proyecto que torres


Torrija desarrollaría tiempo después.
Ilustración 1.- Paralelo y proyecto de penitenciaria de Lorenzo de la Hidalga. Fuente:
(Mapoteca Orozco y Berra, 1850)
Durante la presidencia del Gral. Porfirio Díaz, se realizaron diversas obras de
infraestructura en el país, se incentivó el desarrollo de las vías de comunicación como el
ferrocarril y algunas carreteras; se inició tanto el telégrafo como el teléfono; también el
alumbrado; además se erigieron diversos inmuebles de carácter público que satisficieron
las demandas de la sociedad, tales como el Gran Canal del Desagüe, el Manicomio de la
Castañeda, o la Penitenciaria del Distrito Federal, que posteriormente sería conocida
como el Palacio de Lecumberri.
“Era la hora de Lecumberri. Pocos años más tarde se diría, según el testimonio Creelman,
que era también la hora de la democracia. Tal, el contexto. La comisión designada por el
gobierno del Distrito Federal, con anuencia de la Secretaria de Gobernación, para formular
el proyecto de penitenciaria, entregó su trabajo el 30 de diciembre de 1882. Se integró
con los licenciados Joaquín M. Alcalde, José María Castillo Velasco, José Y. Limantour, Luis
Malanco y Miguel Macedo, los generales Pedro Rincón Gallardo y José Ceballos, los
ingenieros Remigio Sáyago, Antonio Torres Torrija, Miguel Quintana y Francisco P. Vera, y
el señor Agustín Rovalo. Comenzó la obra en 1885. Fue dirigida, en diversas etapas, por los
ingenieros Antonio Torres Torrija, Miguel Quintana y Antonio M. Anza. Costó dos y medio
millones de pesos. Al principio se previó que tendría 724 celdas; el número subió a 1000”
(García, 2000, págs. 836-837).
El emplazamiento elegido para la construcción de la penitenciaría de Lecumberri fue en la
zona oriente de la ciudad de México en una llanura cercana al Gran Canal de desagüe; “se
escogió una vasta planicie situada al oriente de la ciudad, en terrenos del rancho de San
Jerónimo Atlixco, e inmediato a la calzada de la Coyuya, con una superficie de 150,000
metros cuadrados, por los que se pagaron $181,185.10 (García G. , 1911, pág. 220); pero
que además al igual que la zona centro de la ciudad tenía origen lacustre, por lo que el
terreno presentaba altos niveles de humedad y un elevado índice de compactación del
subsuelo por lo que se requirió establecer un sistema de cimentación profundo que diera
solidez a la estructura, evitando que el peso mismo produjera hundimientos que afectaran
la construcción, para ello se recurrió a un sistema de pilotaje que soportara los muros de
mampostería y cantera del conjunto penitenciario.
“En vista de la escasísima resistencia del terreno, formado de arcilla y turba vegetal hasta
la profundidad de cuarenta y dos metros cincuenta centímetros, en que se encontró
tepetate, fue preciso asentarla, a fin de prevenir posibles hundimientos, sobre
emparrillados de madera de cedro, haciéndolos descansar a su vez, sobre pilotes elevados
a golpe por medio de un martinete que, con peso de mil libras y desprendiéndose de una
altura de ocho metros producía fuerza equivalente a cuarenta y una toneladas. La
cimentación se prolongó por más de un año; aparte de las dificultades indicadas, la
cantidad presupuestada resultó insuficiente. Se puede decir que este paso inicial concluyó
en 1887 y siempre con la dirección del general Quintana” (SEGOB, 1994, pág. 59).
El 29 de septiembre del año de 1900 en la zona de San Lázaro, en un terreno de
características pantanosas el Gral. Porfirio Díaz inauguró la penitenciaría de la ciudad o
Palacio de Lecumberri; erigido con una estructura metálica recubierta con piedra, que
según dicen algunas personas, se tornó negra por su exposición al canal de desagüe
situado en la colindancia, enmugreciendo las piezas, matiz que le valió también el nombre
de Palacio Negro, aunque también se le refiere así por las oscuras historias que se tejieron
en su interior. El nombre de Lecumberri que refiere a la penitenciaría corresponde al
apellido de un personaje español que era el propietario de las tierras donde fue
establecida la cárcel.
“No fue tarea fácil la construcción de la penitenciaria. En el viejo potrero de San Lázaro, en
la “tierra buena y nueva”, tierra fértil que había quedado al retirarse las aguas que la
cubrían, resultó preciso resolver primero complicados problemas de drenaje. Se aguardó a
que concluyeran las obras del Gran Canal, al que tributarían las aguas negras de la
penitenciaria. En la edificación participaron –como en otras labores de la república-
contratistas estadunidenses, especializados –siempre especializados- en asuntos que los
mexicanos no dominaban.
Se consumó un enorme inmueble bajo los conceptos de la arquitectura funcional: nada de
adaptaciones en conventos, iglesias, casonas, cuarteles; aquélla era una auténtica
penitenciaria, a la altura de los tiempos. Otro orgullo de la dictadura, siempre cuidadosa
de lo que pensarían las “naciones extranjeras”” (García, 2000, pág. 837).
La edificación de la penitenciaría de Lecumberri tuvo un costo de $2’396,914.84,
desplantándose sobre una superficie de 32,700 metros cuadrados (SEGOB, 1994, pág. 34),
bajo el diseño de Torres Torrija quien se inspiró en el esquema del panóptico propuesto
por Jeremías Bentham, pero que también retomaría los trabajos de Lorenzo de la Hidalga
para las penitenciarías, primando en su diseño la funcionalidad y el orden que la
composición que el panóptico brindaba.
Ilustración 2.- Viviendas tipo vecindad en las inmediaciones de la penitenciaria. Fuente:
(Fototeca Nacional del INAH, s.d.)

“el principio [del panóptico] era: en la periferia un edificio circular; en el centro una torre;
está aparece atravesada por amplias ventanas que se abren sobre la cara interior del
círculo. El edificio periférico está dividido en celdas, cada una de las cuales ocupa todo el
espesor del edificio estas celdas tienen dos ventanas: una abierta hacia el interior que se
corresponde con las ventanas de la torre; y otra hacia el exterior que deja pasar la luz de
un lado al otro de la celda. Basta pues citar un vigilante en la torre central y encerrar en
cada celda un loco, un enfermo, un condenado, un obrero o un alumno. Mediante el
efecto de contra-luz se pueden captar desde la torre las siluetas prisioneras en las celdas
de la periferia proyectadas y recortadas en la luz. En suma, se invierte el principio de la
mazmorra. La plena luz y la mirada de un vigilante captan mejor que la sombra que en
último término cumplía una función protectora” (Bentham, 1984, pág. 10).

La solución ideada por Bentham del panóptico generaba la posibilidad de vigilar en


cualquier momento, pero también establecía en el subconsciente la idea de que se era
observado en todo momento, situación que psicológicamente propiciaba la buena
conducta; de igual manera esta sensación era recíproca, dado que los vigilantes también
eran observados, tal como anota Michelle Perrot: “El funcionamiento del panóptico es,
desde este punto de vista un tanto contradictorio.

Islas marias
El artículo 18 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos señala
que: “el sistema penitenciario se organizará sobre la base del respeto a los
derechos humanos, del trabajo, la capacitación para el mismo, la educación, la
salud y el deporte como medios para lograr la reinserción del sentenciado a la
sociedad y procurar que no vuelva a delinquir, observando los beneficios que para
él prevé la ley…”, así como que “los sentenciados, en los casos y condiciones que
establezca la ley, podrán compurgar sus penas en los centros penitenciarios más
cercanos a su domicilio, a fin de propiciar su reintegración a la comunidad como
forma de reinserción social…”

Estas consideraciones existían en Islas Marías, donde las personas se


trasladaban de manera voluntaria en busca de un régimen penitenciario de
semilibertad que les permitiera condiciones de vida mejores que las existentes en
los centros de régimen cerrado.

En los últimos Diagnósticos de Supervisión Penitenciaria emitidos por la Comisión


Nacional de los Derechos Humanos, se pudo observar que en este espacio se
encontraban los centros mejor evaluados de la República Mexicana, con una
tendencia ascendente.

Por lo anterior, no se entiende su desincorporación, vulnerando significativamente


el Sistema Penitenciario Nacional, ya que se ha perdido un espacio reconocido por
expertos y especialistas como el lugar que permitió brindar mayores oportunidades
de reinserción social, en virtud del régimen de semilibertad en el que se
compurgaba una pena de prisión de conformidad además con los estándares
internacionales que así lo señalan, encontrándose con una prisión que por su
naturaleza y organización se asemejaba a una vida similar a un régimen en
libertad, tal y como se planteaba con el fin de preparar a las personas privadas de
la libertad para el momento de su egreso.

Las calificaciones más altas obtenidas lo han demostrado, así como los programas
y testimonios de quienes han egresado de este penal, por lo que la disminución de
expectativas que permitan un modelo de reinserción social efectiva preocupa de
manera significativa.

Por lo anterior, se considera que esta desincorporación implica una gran regresión
dentro del Sistema Penitenciario Nacional al perder un modelo que permitía
observar buenas prácticas y alcanzar con mayores probabilidades el fin de la pena
de prisión

Presos en "semilibertad"
En las Islas Marías muchos vivieron en semilibertad, es decir, confinados a la isla,
pero sin estar tras las rejas y trabajando al aire libre en las distintas empresas que
allí había, entre ellas una camaronera o un aserradero en las últimas etapas.

También algunos vivían con su familia, por lo que hubo etapas en la que en la isla
había cientos de niños, hasta unos 600. Las familias podían quedarse por
periodos de semanas o meses de visita.
Pero en las últimas etapas las familias fueron disminuyendo. En el desalojo
final salieron siete familias, en las que había cinco niñas y cinco niños.

Uno de los cuatro complejos que se cerraron este mes era un centro de alta
seguridad. Ahí, en celdas de escasos metros cuadrados vivían confinados los
presos de dos en dos. Apenas cabía una litera metálica, dos bancos y una letrina.
En este espacio, los presos apenas podían recibir un poco de sol en un espacio
enrejado al que podían salir si su comportamiento era considerado bueno.

Comían en unas mesas que estaban justo afuera de sus celdas y donde el olor a
excremento, aún después de una semana de que sus últimos habitantes fueran
desalojados, es penetrante.

Todos los reos que llegaban a las Islas Marías pasaban por ahí al menos 30 días
antes de ser clasificados para alguno de los otros complejos.

"Los muros de agua"


Entre los presos más célebres que pasaron por la isla María Madre está el
pensador José Revueltas, que se inspiró en sus dos estancias (entre 1932 y 1935)
en la cárcel, donde fue enviado por comunista, para escribir su novela "Los muros
de agua".

Precisamente ese nombre eligió el gobierno de AMLO para llamar al "centro de


educación ambiental y cultural" que planean establecer en la isla tras el cierre de
la prisión.

El escritor recibe tributo también con un mural que muestra su cara y su obra y
una placa con un fragmento escrito por él.

"Las noches de la isla son palpitantes y llenas de misterio. Del océano salen
sombras oscuras y cálidas, que se detienen en el aire adhiriéndose a los hombres
y penetrando en sus sueños. Entonces aparecen mareas difusas, llamamientos
que vienen de muy lejos y referencias interiores que vuelven el espíritu hacia sus
propis orígenes".

"Nadie puede resistir el influjo y se experimenta la necesidad de ir hacia el mar,


desde la playa, como hacia un viejo dios, no para oír palabras ni rumores, sino
para no oír nada, y quedarse en la oscuridad, donde cielo y agua se adivinan,
también, todos los recuerdos, el amor ausente, la vida infructuosa, las anhelos sin
utilidad y los esfuerzos sin gloria".

Entre las presas más conocidas está la "madre Conchita", como era conocida la
monja Concepción Acevedo. Estuvo en la prisión entre 1929 y 1940 acusada de
ser la autora intelectual del asesinato en 1928 del entonces presidente
electo, Álvaro Obregón.

Entre los cientos de historias que se funden con la leyenda, hay está materializada
en el panteón.

El "Sapo" era el supuesto asesino confeso de más de 150 personas. Llegó a Islas
Marías en 1960 y ahí se acercó a la religión gracias al sacerdote Juan Manuel
Martínez conocido como "Trampitas".

Irónicamente el "Sapo" fue asesinado por otros reclusos cuando se había


convencido de ser bueno y ya no portar machetes o puñales.

El religioso se sintió culpable al grado de pedir que, a su muerte, fuera enterrado


junto a su amigo.

Motín en 2013
En uno de los episodios violentos más recordados de la isla está el motín de
febrero de 2013 en el que los presos se rebelaron porque eran tratados mal,
siendo la comida y el agua insuficientes y de pésima calidad. Murieron cinco
presos y un custodio, según las autoridades.

También hay decenas de historias de intentos y probables fugas. Una de las más


sonadas fue en 2011 cuando seis presos de entre 28 y 39 años improvisaron una
balsa con bidones de plástico y madera y consiguieron alejarse casi 30 kilómetros
de la isla, pero fueron recapturados.

También hay historias sobre los "remontados": los reos que decidían irse a vivir a
las zonas salvajes de la isla para escapar de la autoridad. Algunos, dicen los
custodios, "remontaban" cuando les llegaba el momento de salir libres. Dicen
que querían seguir viviendo en la isla.
FUENTES CONSULTADAS

 López A. (04/01/2016). Cárceles mexicanas, llenas de


inocente
 Derecho a la participación para las personas privadas de
libertad en Panamá. UNODC para Centroamérica y el Caribe,
Opinión Técnica Consultiva No. 005/2013, dirigida a la
Dirección General del Sistema Penitenciario de Panamá, 2013
 https://penitenciario.cdmx.gob.mx/trabajo-penitenciario
 https://www.cndh.org.mx/programa/38/sistema-
penitenciario

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