Uta Hagen - La Expectativa
Uta Hagen - La Expectativa
Uta Hagen - La Expectativa
La expectativa
Los actores suelen tener miedo a anticiparse cuando el guión predetermina que aquello que
va a ocurrir tiene que sorprenderlos. Es por ejemplo el caso de alguien que espera un
telegrama que pasará por debajo de la puerta. A fin de evitar mirar al suelo y buscar el
telegrama, la persona mira hacia otro lado, normalmente hacia el techo, porque hace
esfuerzos por no anticiparse, por no mirar al suelo en ningún momento. Su atención debe
centrarse precisamente en el suelo, por la lógica razón de que tiene que suceder cualquier
cosa excepto descubrir el telegrama. De esta manera, se sorprenderá. Al principio de El
jardín de los cerezos, Varya interrumpe su discurso mientras está hablando con Anya
porque se da cuenta de que: «Oh, llevas un broche nuevo con forma de abeja!». Si su
campo de visión no abarca el escote de Anya ni a Anya, se verá obligado a anticipar e
ilustrar superficialmente que se sorprende dirigiendo forzadamente su atención hacia ella.
En una obra de teatro, cada vez que el actor anticipa lo que va a ver, oir, sentir, y lo que
los demás van a hacer (porque desde el primer día de ensayo los ha oído y visto mil veces
haciendo lo mismo y ha sentido siempre lo mismo) es porque no ha conseguido integrar
las expectativas lógicas que condicionan sus acciones, o porque lo ha hecho de boquilla
(sólo “de palabra”).
En general, el problema de la anticipación surge desde el primer momento en que hemos
terminado de leer la obra y vamos a empezar a trabajar en ella. ¡Ya sabemos cómo acaba!
Con frecuencia, dejamos que el conocimiento de los hechos nos influya y condicionen en
cada fase de la evolución de nuestro personaje en escena. Casi todas las obras de Chéjov,
por citar un ejemplo, están condenadas desde el comienzo porque los personajes actúan (y
están dirigidos) en función del desenlace final. En la obra Las tres hermanas, Olga, Masha
e Irma luchan constantemente por huir de sus sofocantes vidas de provincia. Están
desesperadas por irse a Moscú. Nunca, en ningún momento de la obra, deberían saber lo
que el autor sabía cuando la escribió, aquello que los personajes y el público no deben saber
hasta el final de la obra: que su sueño nunca se va a cumplir. En otras palabras, si hacen
observaciones sobre la intención del autor, normalmente no se ocupan de nada más que de
lamentarse de su desgracia. Y entonces, ¿a quién le importa? Normalmente, cuando voy a
ver El jardín de los cerezos, la obra nunca funciona porque los personajes ya saben desde el
comienzo que su querida casa y su huerto se venderán al final de la obra, de manera que
cuando Lyubov y su hija regresan de París, en la primera escena, en lugar de mostrarse
efusivas y contentas por su llegada, se sumen en un estado terriblemente nostálgico y se
comportan como si todo estuviera ya perdido. De este modo la obra se hace aburrida y
pierde todo el dramatismo, y se convierte en una vieja reliquia sin valor de la que podemos
prescindir totalmente. Si, de otra manera, los personajes viven el presente y están llenos de
esperanza y de expectativas de futuro, el público podrá identificarse con su problemática y
adaptarla a su tiempo y a su persona.
En contra de los críticos que afirman que nunca pasa nada en las obras de Chéjov, un sabio
replicó: «Nada, excepto que cuando muere una era, nace una nueva». Esto ocurrió
realmente al final del siglo pasado. El genio de Chéjov, al familiarizarnos con las flaquezas
y debilidades humanas que persiguen a ciegas sus deseos en medio de unos cambios
perturbadores, pone en evidencia el doloroso siglo que nos ha llegado. Actualmente, casi
todos somos conscientes de los trastornos sociales, de las amenazas que acechan al
medioambiente, al aire que respiramos y al agua que bebemos, incluso de la posibilidad de
que se destruya el planeta entero. Al igual que hacían los contemporáneos de Chéjov hace
cien años, unos pocos intentan hoy poner freno a las catástrofes que se avecinan, pero casi
nadie lo torna como el objetivo primordial de su vida. Los que están sumidos en la miseria
luchan día a día simplemente por sobrevivir. La mayoría ignora lo que se avecina. Los que
están mejor posicionados hacen oídos sordos, no quieren saber nada. Algunos intelectuales
se adormecen teorizando mientras la alta sociedad, la realeza de nuestros días y aquellos
que aspiran a formar parte de ella, luchan por alcanzar un estatus y se enorgullecen de
seguir enriqueciéndose y de poder mantener este tipo de vida materialista. Evidentemente,
nuestra vida está plenamente influida por los tiempos tau fluctuantes que vivimos y con los
que lidiamos como los personajes de Chéjov, cada uno a su manera. Con nosotros y con
nuestra conducta ocurre algo muy parecido. Es comparable a nuestro comportamiento
cuando vivimos una tragedia a nivel personal, como por ejemplo un incendio, la muerte de
un ser querido, o un accidente muy grave. Sólo pensamos en superar cada pequeño
momento, pero nos mostramos incapaces de hacernos cargo de las consecuencias de la
desgracia. Nuestras acciones son el resultado de nuestras necesidades y expectativas. No
podemos saber ni prever con certidumbre qué ocurrirá el momento después, por no hablar
del futuro menos inmediato.
Si ha quedado claro que la anticipación del desenlace de la obra no hace más que fomentar
comentarios y juicios perjudiciales en lugar de provocar acciones humanas genuinas y
espontáneas, es evidente que debe aplicarse el mismo principio a cada acto, escena y
momento de la vida en un escenario. En los ensayos tenemos que descubrir y poner a
prueba las acciones necesarias momento a momento, conjuntamente con aquello que
esperamos de ellas. En el escenario, se pondrá a prueba definitivamente si la validez de
nuestras realidades escogidas dan solidez a nuestro personaje en cada momento de la obra.
Muchos actores con talento encuentran el secreto durante los ensayos porque incorporan a
sus acciones de manera intuitiva las suposiciones, especulaciones y expectativas de su
personaje respecto a lo que va a ocurrir. La intuición suele respaldarlos, al igual que me
ocurría a mí en las primeras fases de mi carrera, en los preestrenos y en las primeras
semanas de la función. Pero a través de la repetición y los constantes ensayos, los propios
actores declaran que el texto se hace «rancio», «mecánico» y que se «cansan». Se
quejan a menudo, Dios nos ampare, de que se «aburren» del trabajo o de que están «hartos»
del papel. Hace años, cuando me sentía como ellos, el único placer que experimentaba en
repetir la misma obra muchas veces era observar mi comportamiento y ver cómo mis
acciones eran cada vez más «efectivas» o demostrar al público que sabía llorar justo a
tiempo o «calcular la duración de mis carcajadas». (He llegado a ver a un actor
prolongando una pausa a conciencia hasta que el público se ponía nervioso. La prueba es
que el actor le pidió al regidor que calculara el tiempo desde bambalinas. Todavía es más
triste pensar que la pausa había tenido, en un principio, una causa orgánica.) A pesar de lo
placenteros que le puedan resultar a algunos actores tales despliegues de vanidad, éstos no
tienen nada que ver con los motivos que me han llevado a ser actriz, ni tampoco con el
profundo deseo de revelar un alma viva en un escenario.
Mi pasión por la actuación renació, para no volver a abandonarme, cuando entendí cómo
dejar aparcados temporalmente mis conocimientos sobre lo que iba a ocurrir al
desenterrar las expectativas del personaje. Finalmente aprendí a utilizar mi imaginación
con el fin de desplegar la inocencia y la fe que uno necesita para mostrarse fresco y vivo en
cada ensayo y para actuar con espontaneidad y realizar una acción tras otra en escena con
espontaneidad, sorprendiéndome a mi misma a cada instante. Sólo así la función se
convierte en un reto, en una aventura que vives por primera vez, y no en una mera
repetición de lo que fue la noche anterior. Puedo, honestamente, jactarme de estar más viva
en el escenario después de un año entero de actuar que al principio de la temporada. El
esfuerzo no me agota, sino que me entusiasma! Si quieres volar alto, inténtalo: sorpréndete
a ti mismo.