La Última Noche Del Mundo
La Última Noche Del Mundo
La Última Noche Del Mundo
Ray Bradbury
241
–No se trata de merecerlo o no. Es así, simplemente. Tú misma no has tratado de
negarlo. ¿Por qué?
–Creo tener una razón.
–¿La que tenían todos en la oficina?
La mujer asintió.
–No quise decirte nada. Fue anoche. Y hoy las vecinas hablaban de
eso entre ellas. Todas soñaron lo mismo. Pensé que era sólo una
coincidencia -- la mujer levantó de la mesa el diario de la tarde–. Los
periódicos no dicen nada.
–Todo el mundo lo sabe. No es necesario – el hombre se reclinó en su silla mirándola
– ¿Tienes miedo?
– No. Siempre pensé que tendría mucho miedo, pero no.
–¿Dónde está ese instinto de autoconservación del que tanto se habla?
–No lo sé. Nadie se excita demasiado cuando todo es lógico. Y esto
es lógico. De acuerdo con nuestras vidas, no podía pasar otra cosa.
–No hemos sido tan malos, ¿no es cierto?
–No, pero tampoco demasiado buenos. Me parece que es eso. No
hemos sido casi nada, excepto nosotros mismos, mientras que casi
todos los demás han sido muchas cosas, muchas cosas
abominables.
En el vestíbulo las niñas se reían.
–Siempre pensé que cuando esto ocurriera la gente se pondría a gritar en las calles.
–Pues no. La gente no grita ante la realidad de las cosas.
–¿Sabes?, te perderé a ti y a las chicas. Nunca me gustó la ciudad ni
mi trabajo ni nada, excepto ustedes tres. No me faltará nada más.
Salvo, quizás, los cambios de tiempo, y un vaso de agua helada
cuando hace calor, y el sueño. ¿Cómo podemos estar aquí, sentados,
hablando de este modo?
–No se puede hacer otra cosa.
–Claro, eso es; pues si no estaríamos haciéndolo. Me imagino que
hoy, por primera vez en la historia del mundo, todos saben qué van a
hacer de noche.
–Me pregunto, sin embargo, qué harán los otros, esta tarde, y durante
las próximas horas.
–Ir al teatro, escuchar la radio, mirar la televisión, jugar a las cartas,
acostar a los niños, acostarse. Como siempre.
–En cierto modo, podemos estar orgullosos de eso... como siempre.
El hombre permaneció inmóvil durante un rato y al fin se sirvió otro café.
–¿Por qué crees que será esta noche?
–Porque sí.
–¿Por qué no alguna otra noche del siglo pasado, o de hace cinco siglos o diez?
–Quizá porque nunca fue 19 de octubre de 2069, y ahora sí. Quizá
porque esa fecha significa más que ninguna otra. Quizá porque este
año las cosas son como son, en todo el mundo, y por eso es el fin.
–Hay bombarderos que esta noche estarán cumpliendo su vuelo de
ida y vuelta a través del océano y que nunca llegarán a tierra.
–Eso también lo explica, en parte.
–Bueno –dijo el hombre incorporándose–, ¿qué hacemos ahora?
¿Lavamos los platos?
Lavaron los platos, y los apilaron con un cuidado especial. A las ocho
y media acostaron a las niñas y les dieron el beso de buenas noches
y apagaron las luces del cuarto y entornaron la puerta.
–No sé... –dijo el marido al salir del dormitorio, mirando hacia atrás, con la pipa entre
242
los labios.
–¿Qué?
–¿Cerraremos la puerta del todo, o la dejaremos así, entornada, para que entre un
poco de luz?
–¿Lo sabrán también las chicas?
–No, naturalmente que no.
El hombre y la mujer se sentaron y leyeron los periódicos y hablaron y
escucharon un poco de música, y luego observaron, juntos, las brasas
de la chimenea mientras el reloj daba las diez y media y las once y las
once y media. Pensaron en las otras gentes del mundo, que también
habían pasado la velada cada uno a su modo.
–Bueno –dijo el hombre al fin.
Besó a su mujer durante un rato.
–Nos hemos llevado bien, después de todo –dijo la mujer.
–¿Tienes ganas de llorar? –le preguntó el hombre.
–Creo que no.
Recorrieron la casa y apagaron las luces y entraron en el dormitorio. Se
desvistieron en la fresca oscuridad de la noche y retiraron las colchas.
–Las sábanas son tan limpias y frescas…
–Estoy cansada.
–Todos estamos cansados. Se
metieron en la cama.
–Un momento – dijo la mujer.
El hombre oyó que su mujer se levantaba y entraba en la cocina. Un
momento después estaba de vuelta.
–Me había olvidado de cerrar los grifos.
Había ahí algo tan cómico que el hombre tuvo que reírse.
La mujer también se rió. Sí, lo que había hecho era cómico de veras. Al fin dejaron de
reírse, y se tendieron inmóviles en el fresco lecho nocturno, tomados de la mano y con
las cabezas muy juntas.
–Buenas noches –dijo el hombre después de un rato.
–Buenas noches –dijo la mujer.
Bloque
Vestíbulo. Espacio de la casa que da entrada a los cuartos.
Comprendes y analizas las características del
Autoconservación. Mantener algo ocuento
cuidar su permanencia.
V
bombas. Lecho. Cama.
243
1. ¿El autor logró captar tu atención con esta breve historia?
2. ¿Qué aspectos de la historia te parecieron más interesantes?
3. ¿La historia anterior te parece posible? ¿Por qué?
4. ¿Qué características del cuento ves reflejadas en el texto?
5. ¿Qué parte de la historia fue la más impactante?
245
La fórmula de tiempo y
espacio suele ser genérica e El uso del tiempo y el
indeterminada, ya que no espacio suele variar,
sitúa la historia en un lugar o buscando reflejar una
Tiempo épo- ca específica. Esto se creatividad en su uso. En
y espacio puede notar en el uso de el caso del tiempo, se
fórmulas como Érase una utilizan fórmu- las como
vez, En un país lejano, Hace los saltos en el tiempo,
mucho tiempo, Cuentan por las anticipaciones,
ahí… En cuanto a la alteración del orden
presentación de los hechos, cronológico, entre otros.
se sustenta en un modelo En el caso del espacio,
lineal (plan- teamiento, hay una ma- yor
desarrollo y desenlace) sin especificidad, la cual
alteración del orden permite identificar la
cronológico, de modo que el época y el lugar en los
lector siga con claridad la que se desarrollan los
historia. hechos.
El gigante egoísta
Todas las tardes, a la salida de la escuela, los niños se iban a jugar al jardín del
gigante.
Era un jardín amplio y hermoso, con arbustos de flores y cubierto de césped verde y
suave. Por aquí y por allá, entre la hierba, se abrían flores luminosas como estrellas,
y había doce albaricoqueros que durante la primavera se cubrían con delicadas flores
color rosa y nácar, y al llegar el otoño se cargaban de ricos frutos aterciopelados. Los
pájaros se demoraban en el ramaje de los árboles, y cantaban con tanta dulzura, que
los niños dejaban de jugar para escuchar sus trinos.
—¡Qué felices somos aquí! —se decían unos a otros.
Pero un día el gigante regresó. Había ido a visitar a su amigo el Ogro de Cornish, y
se había quedado con él durante los últimos siete años. Durante ese tiempo ya se
habían dicho todo lo que se tenían que decir, pues su conversación era limitada, y el
gigante sintió el deseo de volver a su mansión. Al llegar, lo primero que vio fue a los
niños jugando en el jardín.
—¿Qué hacen aquí? —surgió con su voz retumbante.
Los niños escaparon corriendo en desbandada.
—Este jardín es mío. Es mi jardín propio —dijo el gigante—; todo el mundo debe
entender eso y no dejaré que nadie se meta a jugar aquí.
Enseguida, puso un cartel que decía:
“ENTRADA ESTRICTAMENTE PROHIBIDA BAJO LAS PENAS
CONSIGUIENTES”.
Era un gigante egoísta...
Los pobres niños se quedaron sin tener donde jugar. Hicieron la prueba de ir a jugar
en la carretera, pero estaba llena de polvo, estaba plagada de pedruscos, y no les
gustó.
A menudo rondaban alrededor del muro que ocultaba el jardín del gigante y
recordaban nostálgicamente cómo habían sido felices allí
Los únicos que ahí se sentían a gusto eran la nieve y la escarcha que, observando
que la primavera se había olvidado de aquel jardín, estaban dispuestas a quedarse
allí el resto del año...
La nieve cubrió la tierra con su gran manto blanco y la escarcha cubrió de plata los
árboles. Y en seguida invitaron a su triste amigo el viento del norte para que
pasara con ellos el resto de la temporada. Y llegó el viento del norte. Venía envuelto
en pieles y anduvo rugiendo por el jardín durante todo el día, desganchando las
plantas y derribando las chimeneas.
—¡Qué lugar más agradable! —dijo—. Tenemos que decirle al granizo que venga a
estar con nosotros también.
Y también llegó el granizo. Todos los días se pasaba tres horas tamborileando en los
tejados de la mansión, hasta que rompió la mayor parte de las tejas. Después se
ponía a dar vueltas alrededor, corriendo lo más rápido que podía. Se vestía de gris y
su aliento era como el hielo
Mientras tanto, el gigante egoísta, al asomarse a la ventana de su casa, vio que su
jardín todavía estaba cubierto de gris y blanco. Y pensó:
—No entiendo por qué la primavera se demora tanto en llegar aquí. Espero que
pronto cambie el tiempo.
Pero la primavera no llegó nunca, ni tampoco el verano. El otoño dio frutos dorados
en todos los jardines, pero al jardín del gigante no le dio ninguno.
—Es un gigante demasiado egoísta —decían los frutales.
De esta manera, el jardín del gigante quedó para siempre sumido en el invierno, y el
viento del norte y el granizo y la escarcha y la nieve bailoteaban lúgubremente entre
los árboles.
Una mañana, el gigante estaba en la cama todavía cuando oyó que una música muy
hermosa llegaba desde afuera. Sonaba tan dulce en sus oídos, que pensó que tenía
que ser el rey de los elfos que pasaba por allí. En realidad, era sólo un jilguero que
estaba cantando frente a su ventana, pero hacía tanto tiempo que el gigante no
escuchaba cantar ni un pájaro en su jardín, que le pareció escuchar la música más
bella del mundo. Entonces el granizo detuvo su danza, y el viento del norte dejó de
rugir y un perfume delicioso penetró por entre las persianas abiertas.
—¡Qué bueno! Parece que al fin llegó la primavera —dijo el gigante y saltó de la
cama para correr a la ventana.
¿Y qué es lo que vio?
Ante sus ojos había un espectáculo maravilloso. A través de una brecha del muro
habían entrado los niños, y se habían trepado a los árboles. En cada árbol había un
niño, y los árboles estaban tan felices de tenerlos nuevamente con ellos, que se
habían cubierto de flores y balanceaban suavemente sus ramas sobre sus cabecitas
infantiles. Los pájaros revoloteaban cantando alrededor de ellos, y los pequeños
reían. Era realmente un espectáculo muy bello. Sólo en un rincón el invierno
reinaba. Era el rincón más apartado del jardín y en él se encontraba un niñito. Pero
era tan pequeñín que no lograba alcanzar a las ramas del árbol, y el niño daba
vueltas alrededor del viejo tronco llorando amargamente. El pobre árbol estaba
todavía completamente cubierto de escarcha y nieve, y el viento del norte soplaba y
rugía sobre él, sacudiéndole las ramas que parecían a punto de quebrarse.
—¡Sube a mí, niñito! —decía el árbol, inclinando sus ramas todo lo que podía. Pero el
niño era demasiado pequeño.
El gigante sintió que el corazón se le derretía.
—¡Cuán egoísta he sido! —exclamó—. Ahora sé por qué la primavera no quería venir
hasta aquí. Subiré a ese pobre niñito al árbol y después voy a botar el muro. Desde
hoy mi jardín será para siempre un lugar de juegos para los niños.
Estaba de veras arrepentido por lo que había hecho.
Bajó entonces la escalera, abrió cautelosamente la puerta de la casa, y entró en el
jardín. Pero en cuanto lo vieron los niños se aterrorizaron, salieron a escape y el
jardín quedó en invierno otra vez. Sólo aquel pequeñín del rincón más alejado no
escapó, porque tenía los ojos tan llenos de lágrimas que no vio venir al gigante.
Entonces el gigante se le acercó por detrás, lo tomó gentilmente entre sus manos, y
lo subió al árbol. Y el árbol floreció de repente, y los pájaros vinieron a cantar en sus
ramas, y el niño abrazó el cuello del gigante y lo besó. Y los otros niños, cuando
vieron que el gigante ya no era malo, volvieron corriendo alegremente. Con ellos la
primavera regresó al jardín.
—Desde ahora el jardín será para ustedes, hijos míos —dijo el gigante, y tomando un
hacha enorme, echó abajo el muro Al mediodía, cuando la gente se dirigía al
mercado, todos pudieron ver al gigante jugando con los niños en el jardín más
hermoso que habían visto jamás.
Estuvieron allí jugando todo el día, y al llegar la noche los niños fueron a despedirse
del gigante.
—Pero ¿dónde está el más pequeñito? —preguntó el gigante—, ¿ese niño que subí
al árbol del rincón?
El gigante lo quería más que a los otros, porque el pequeño le había dado un
beso.
—No lo sabemos —respondieron los niños—, se marchó solito.
—Díganle que vuelva mañana —dijo el gigante.
Pero los niños contestaron que no sabían donde vivía y que nunca lo habían visto
antes. El gigante se quedó muy triste.
Todas las tardes, al salir de la escuela, los niños iban a jugar con el gigante. Pero al
más chiquito, a ese que el gigante más quería, no lo volvieron a ver nunca más. El
gigante era muy bueno con todos los niños pero echaba de menos a su primer
amiguito y muy a menudo se acordaba de él.
—¡Cómo me gustaría volverle a ver! —repetía.
Fueron pasando los años, y el gigante se puso viejo y sus fuerzas se debilitaron. Ya
no podía jugar; pero, sentado en un enorme sillón, miraba jugar a los niños y
admiraba su jardín.
—Tengo muchas flores hermosas —se decía—, pero los niños son las flores más
hermosas de todas.
Una mañana de Invierno, miró por la ventana mientras se vestía. Ya no odiaba el
invierno, pues sabía que el invierno era simplemente la primavera dormida, y que las
flores estaban descansando.
Sin embargo, de pronto se restregó los ojos, maravillado, y miró, miró...
Era realmente maravilloso lo que estaba viendo. En el rincón más lejano del jardín,
había un árbol cubierto por completo de flores blancas. Todas sus ramas eran
doradas, y de ellas colgaban frutos de plata. Debajo del árbol estaba parado el
pequeñito a quien tanto había echado de menos.
Lleno de alegría, el gigante bajó corriendo las escaleras y entró en el jardín. Pero
cuando llegó junto al niño, notó que tenía heridas de clavos en las manos y en los
pies. Su rostro enrojeció de ira y rugió:
—¿Quién se atrevió a herirte? Dímelo para tomar la espada y matarlo.
—¡No! —respondió el niño—. Son las heridas del amor.
—¿Quién eres tú, mi pequeño niñito? —preguntó el gigante. Un extraño temor lo
invadió y cayó de rodillas ante el pequeño.
Entonces el niño sonrió al gigante, y le dijo:
—Una vez tú me dejaste jugar en tu jardín; hoy jugarás conmigo en el mío, que es el
Paraíso.
Cuando los niños llegaron esa tarde encontraron al gigante muerto debajo del
árbol.
Parecía dormir y estaba entero cubierto de flores blancas