03a - Leccion Tono Atmosfera

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Taller de escritura creativa

Lección
La actitud del narrador:
el tono y la atmósfera

Aunque digan que todo está ya dicho, por alguna razón no nos hemos can-
sado de escribirnos ni de leernos nunca. Quizás sea porque la esencia de la
diversa magia literaria habita el mismo espacio que la humana: la extensión
inacabable y misteriosa de la mirada.
Cada autor arrastra en su visión de las cosas experiencias propias e irrepeti-
bles. Por eso, porque cada mirada y cada vivencia es diferente de la de los
demás, también el modo de expresarlas y el resultado —la obra— es siempre dis-
tinta. La Literatura es tan inagotable como peculiar e irrepetible es cada uno de
sus autores.
Toda historia comienza cuando el narrador entra en el relato y, desde dentro,
comienza a contarnos. Para hacerlo adopta, como sabemos, un punto de vista
determinado, un punto de partida mediante el que poder enfocar y desarrollar
la historia. El narrador va seleccionando lo que quiere decir y lo que, por distin-
tas razones, prefiere no dar a conocer. Para todo ello ha de arrancar, irremedia-
blemente, de su propia mirada: subjetiva y particularísima.
Mientras el narrador cuenta su historia, se entiende que está mirando alre-
dedor, recordando e imaginando para contarnos. Según hacia qué o hacia quién
dirija su mirada, y según su propio modo de entender esa franja del mundo y su
contexto significativo, expresará la historia y su desarrollo de un modo especí-
fico.
Así pues, hablaremos en este capítulo de la actitud del narrador, de esa mira-
da peculiar y concreta que toma forma en un texto. Para ello, nos centraremos
en ver cómo esa actitud se define a través de dos conceptos escurridizos que
intentaremos describir y diferenciar: el tono y la atmósfera.
Definimos como tono la actitud emocional que el narrador mantiene hacia
el tema y hacia los personajes. Atmósfera será la masa de aire que envuelve el
relato.
Es importante saber que el tono surge del fondo de la personalidad del
narrador mientras que la atmósfera, en cambio, nace del exterior, nace de sus
sentidos. Ambos aspectos derivan directamente de la figura del narrador y
contribuyen de manera esencial a la unidad del relato. Recubren la trama con
una piel que todo lo rodea y cohesiona. Su misión es, por tanto, dar una forma
—única, concreta y cargada de sentido— a esa mirada personal que el narra-
dor mantiene sobre la historia.

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La actitud del narrador:
el tono y la atmósfera

EL TONO

Cuando participamos en una conversación, tenemos muy en cuenta el tono


de la voz que nos habla para comprender lo que se nos quiere decir. Sabemos
que una frase dicha en tono irónico no significa lo mismo que la misma frase
pronunciada con tono neutro. El tono existe en el lenguaje escrito del mismo
modo que existe en el lenguaje oral. Lógicamente, ambos se construyen con ele-
mentos distintos e indican, de formas distintas también, la actitud del narrador.
El tono es, en narrativa, la actitud emocional que el narrador mantiene
hacia el tema y hacia cada uno de sus personajes. Es importante que esta acti-
tud sea coherente con el punto de vista narrativo escogido, ya que éste controla
la organización de todos los componentes del texto y las relaciones existentes
entre ellos. Los puntos de vista de los narradores protagonista o testigo son los
más propensos a mantener una unidad tonal, pero también los narradores
omnisciente o cuasi-omnisciente pueden conseguirla.
La extensión de la novela hace que sea éste el género más propicio para mos-
trar diferentes tonos; no obstante, también en el cuento es posible encontrar
casos de politonalidad magníficamente desarrollada.

TIPOS DE TONO

En realidad, hay tantos tonos como actitudes narrativas posibles, y tantas


actitudes como matizaciones hay en la expresión del narrador. Con el ánimo de
establecer una clasificación general que nos pueda orientar, hablaremos a con-
tinuación del tono frío, del formal, del apelativo, del irónico, del indeciso y del
confidencial, así como de las principales características de cada uno de ellos. No
olvidemos, no obstante, que rara vez los encontraremos en estado puro, ni olvi-
demos tampoco que la mezcla, la fusión de tonalidades, enriquece notablemen-
te los textos.

Tono frío

—El sujeto de la enunciación está casi totalmente ausente.


—En la frase prima el valor informativo: se busca, ante todo, la claridad y la
concisión.
—Se prescinde (en lo posible) de la adjetivación.

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—Predomina la oración simple.


—Los enunciados afirman: son axiomáticos.
Veamos un ejemplo tomado del relato titulado El amor, de Quim Monzó:

La archivera es una mujer alta, guapa, con rasgos faciales grandes y vivos. Es inteligente, diverti-
da y tiene lo que la gente llama carácter. El futbolista es un hombre alto, guapo, con rasgos faciales
grandes y vivos. Es inteligente, divertido y tiene lo que la gente llama carácter.

La archivera trata al futbolista con desdén. Se muestra seca, displicente. De tanto en tanto, cuan-
do él la llama (siempre es él quien la llama, ella a él no lo llama nunca), aunque no tenga nada que
hacer le dice que ese día no le va bien que se vean. Da a entender que tiene otros amantes, para que
el futbolista no se crea con ningún derecho. (...) Cada vez que la archivera decide que se acuesten, el
futbolista se pone tan contento que le cuesta creerlo y llora de alegría, como con ninguna otra mujer.
¿Por qué? No lo sabe, pero cree que el desprecio con que lo trata la archivera no lo es todo. De nin-
guna manera es el factor decisivo. Sabe que en el fondo ella lo quiere, y sabe que si finge dureza es
para no caer en la trampa, para no enamorarse de él tanto como él está enamorado de ella.

Tono formal

—Es el tono distante que predomina en las relaciones burocráticas y en la


correspondencia de carácter oficial.

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—El sujeto puede hacerse explícito, pero nunca alcanza un papel preferente;
podemos decir que el texto se encuentra deshumanizado, impersonalizado.
—Se busca también, como en el tono frío, eliminar cualquier posible ambi-
güedad para que en la expresión no quede resquicio de duda.
Las Instrucciones para llorar, de Julio Cortázar, son un ejemplo muy signi-
ficativo.

Dejando de lado los motivos, atengámonos a la manera correcta de llorar, entendiendo por esto
un llanto que no ingrese en el escándalo, ni que insulte a la sonrisa con su paralela y torpe semejan-
za. El llanto medio u ordinario consiste en una contracción general del rostro y un sonido espasmó-
dico acompañado de lágrimas y mocos, estos últimos al final, pues el llanto se acaba en el momento
que uno se suena enérgicamente.
Para llorar, dirija la imaginación hacia usted mismo, y si esto le resulta imposible por haber con-
traído el hábito de creer en el mundo exterior, piense en un pato cubierto de hormigas o en esos gol-
fos del estrecho de Magallanes en los que no entra nadie, nunca.
Llegado el llanto, se tapará con decoro el rostro usando ambas manos con la palma hacia dentro.
Los niños llorarán con la manga del saco contra la cara, y de preferencia en un rincón del cuarto.
Duración media del llanto, tres minutos.

Tono apelativo

—El sujeto del enunciado no afirma (como en los tonos frío y formal), sino
que establece una consulta, apela al destinatario del texto y entra, así, en rela-
ción directa con él.
—El tono apelativo abarca desde el diálogo explícito, la pregunta directa
hacia el lector, hasta la apelación oblicua y nebulosa donde la pregunta aparece
encubierta, expresada tan sólo mediante la manifestación de la duda. También
las interpelaciones que no buscan, en el fondo, respuesta alguna sino establecer
un diálogo con el lector, son una expresión del tono apelativo.

El ejemplo que sigue es un brevísimo fragmento tomado de la novela La tre -


gua, de Mario Benedetti.

De modo que si siempre estuviera expresando el máximo, ¿qué dejaría para esos momentos (hay
cuatro o cinco en cada vida, en cada individuo) en que uno debe apelar al corazón en pleno?... Al que
llora todos los días, ¿qué le queda por hacer cuando le toque un gran dolor, un dolor para el cual sean
necesarias las máximas defensas?...

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Tono irónico

—Supone una burla encubierta, disimulada, contra aquél a quien se dirige.


—La distancia entre el sujeto que enuncia (el narrador) y la situación o per-
sona objeto de la burla es menor y diferente de la que se manifiesta en el tono
frío o en el tono formal, puesto que la ironía siempre implica una intención.
—Por debajo de las palabras y del tono empleado podremos encontrar, casi
siempre, un escalón que sube desde el fondo a la forma y que transgrede lo
puramente superficial. Y es que el tono irónico expresa siempre, mediante una
agudeza y sorna que no deja lugar a duda sobre el verdadero sentido de lo que
trata de decir, lo contrario de lo que dice.

En el mismo relato de Quim Monzó que antes proponíamos como ejemplo


del tono frío, encontramos que esa frialdad va derivando hacia la ironía:

Alguna vez ha cavilado (tampoco mucho, no fuera a darse cuenta de que se estaba equivocando)
y llegado a la conclusión de que lo trata con desdén porque en el fondo lo quiere mucho y teme que,
si no lo tratara con desdén, caería en la trampa y se enamoraría de él tanto como él está enamorado
de ella.

Tono indeciso

—El sujeto está presente pero, al igual que en el tono apelativo, se trata de un
sujeto poco definido o definido por su indecisión, por su carácter indetermina-
do.
—Las oraciones suelen comenzar con acaso, tal vez, mientras..., y se utilizan
a menudo los condicionales.
—Frente a la aserción del tono frío, el tono indeciso se sirve de moralizado-
res, de expresiones que matizan y atenúan las circunstancias (a veces, en ciertos
casos...).

Veamos como ejemplo otro breve texto de Cortázar, Aplastamiento de las


gotas:

Yo no sé, mira, es terrible cómo llueve. Llueve todo el tiempo, afuera tupido y gris, aquí contra el
balcón con goterones cuajados y duros, que hacen plaf y se aplastan como bofetadas uno detrás de
otro qué hastío. Ahora aparece una gotita en lo alto del marco de la ventana; se queda temblequean-
do contra el cielo que la triza en mil brillos apagados, va creciendo y se tambalea, ya va a caer y no
se cae, todavía no se cae.

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Está prendida con todas la uñas, no quiere caerse y se la ve que se agarra con los dientes mien-
tras le crece la barriga; ya es una gotaza que cuelga majestuosa, y de pronto zup, ahí va, plaf, deshe-
cha, nada, una viscosidad en el mármol.
Pero las hay que se suicidan y se entregan enseguida, brotan en el marco y ahí mismo se tiran; me
parece ver la vibración del salto, sus piernitas desprendiéndose y el grito que las emborracha en esa
nada del caer y aniquilarse. Tristes gotas, redondas, inocentes gotas. Adiós gotas. Adiós.

Tono confidencial

—El sujeto ocupa el primer plano del discurso. Lo esencial en la narración es


él mismo: su subjetividad.
—La información puede ser ambigua e imprecisa.
—Se utiliza una adjetivación abundante, con el fin de matizarlo todo (sensa-
ciones, sentimientos...).
—Se pretende rozar el fondo, adentrarse en lo más íntimo del personaje.
—Predominan las oraciones largas, reflexivas, subordinadas y lentas.

A continuación encontraréis un caso clarísimo que procede de los últimos


párrafos de la novela Cuando ya no importe, de Juan Carlos Onetti. Se trata de
uno de los múltiples ejemplos que podríamos encontrar en cualquiera de las
obras del escritor uruguayo.

Onetti, en la cama: libros y píldoras

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Ahora, definitivamente, para siempre en Monte, persisto en redactar apuntes porque absurdamen-
te siento que debo hacerlo como cumpliendo un juramento sagrado que nunca hice pero que lo sien-
to impuesto.
(...) Me escondo porque aquí hay personas, sobre todo mujeres, cuyas caras y renuncias me niego
a conocer después de tantos años. Por iguales motivos me disgusta muchísimo mostrarles mi cara de
hoy, permitir que sospechen o adivinen algo de mis pensamientos, pequeñas infamias.
Escribí la palabra muerte deseando que no sea más que eso, una palabra dibujada con dedos tem-
blones. No puedo decir que el cuerpo me haya traicionado nunca ni que haya reclamado venganza
por mis malos tratos. Apenas, en esta etapa comienza a sugerir análisis, palpaciones, compañías quí-
micas.
Sé muy bien que terminará rebelándose y que usará dolores de intensidad escalonada para obli-
garme a tenerlo en cuenta, justamente cuando ya no importe demasiado al mezclarse con hastío y
resignación.
Otra vez, la palabra muerte sin que sea necesario escribirla. Hay en esta ciudad un cementerio
marino más hermoso que el poema. Y hay o había o hubo allí, entre verdores y el agua, una tumba
en cuya lápida se grabó el apellido de mi familia. Luego, en algún día repugnante del mes de agosto,
lluvia, frío y viento, iré a ocuparlo con no sé qué vecinos. La losa no protege totalmente de la lluvia
y, además, como ya fue escrito, lloverá siempre.

Fusión de tonos

Como ya hemos dicho, en una narración no suele haber un único tono y, pre-
cisamente, esa mezcla de tonalidades es la que puede proporcionarnos una
enorme riqueza.
El narrador se puede permitir variantes cada vez que su mirada gira de una
situación a otra, de un personaje a otro, o de una emoción a otra emoción; pero
ha de procurar siempre no resultar contradictorio. Observad cómo el último
párrafo del ejemplo anterior, de Onetti, introduce con total naturalidad ciertos
apuntes de tono indeciso: «Y hay o había o hubo; con no sé qué vecinos» que
completan sus pensamientos, sus confesiones, tan precisas y detalladas como
subjetivas. La duda viene a mezclarse con la confesión, porque es parte de ella.
Bien es verdad que en el cuento apenas tenemos espacio para desarrollar
tonos diferentes; y, sin embargo, precisamente este género tiene la ventaja de
permitir variantes muy acentuadas, especialmente significativas y originales,
que pueden interesaros a la hora de plantear una historia.

En ciertos casos resulta muy conveniente establecer un marcado contraste


entre el tono y el tema. Contar, por ejemplo, una historia de pasión desenfrenada
en tono frío, casi al modo de un artículo periodístico, o incluir en una carta de des-
pido a un empleado (escrita con tono formal) retazos de una historia de amor,

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pueden ser recursos impactantes. Las posibilidades, pues, son infinitas, como
decíamos al principio, y los resultados de este arte de la combinación —podéis
estar seguros— serán sorprendentes.

LA ATMÓSFERA

La atmósfera responde —según ya mencionamos— a los estímulos senso-


riales del narrador. Por eso nunca es una cuestión objetiva ya que, al igual
que el tono, parte de una actitud personal del narrador. La atmósfera, por tanto,
no es sino la objetivación, mediante elementos visibles, de los sentimientos del
narrador; es la metáfora de un estado emocional.
Dice Cortázar que la atmósfera es el aura que pervive en el relato y poseerá
al lector como antes había poseído, en el otro extremo del puente, al autor.
Sórdida, asfixiante, angustiosa, o alegre, desenfadada, frívola... Sea cual sea la
elegida, vuestros personajes estarán respirando siempre ese aire que se estanca
en el cuento y que hace de él un todo unitario y autónomo, un mundo que exis-
te por su cuenta.
Muchos elementos en el texto pueden ayudarnos a crear atmósfera. El tiem-
po y el lugar, el ritmo de la narración y el vocabulario, son los que vamos a estu-
diar aquí. No obstante, conviene no olvidar que hay otros más generales, como
la propia idea del relato, la caracterización de los personajes, el estilo... que tam-
bién ayudarán a su construcción.

El tiempo y el espacio

El tiempo y el espacio contribuyen muchas veces a la creación de una atmós-


fera de época. No queremos decir con esto que se trate de describir cómo se ves-
tían las cortesanas del siglo XVIII o cómo se amueblaban sus casas. Habría que
saber lo que recogerían nuestros sentidos si paseáramos por las calles en ese
tiempo y ese espacio: olores, ruidos, sentimientos de paz o de angustia... Pensad
un momento en cómo describiríais la atmósfera de nuestro siglo en una gran
ciudad: la prisa, la impaciencia, el barullo humano...
Aparte de esta atmósfera de época, el espacio concreto, los objetos y las líne-
as que rodean al personaje pueden ayudarnos a objetivar sus sentimientos, a
crear un aura que le envuelva y a la vez sea un espejo de su interior.
Observemos a Emma Bovary: acaba de asistir al baile de La Vaubyessard y,

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después de la música, los lujosos vestidos, las luces, su vida le parece aún más
tediosa e insoportable que antes. Pero Flaubert no nos dice «se sentía hastia-
da»; en lugar de emplear una expresión resumida, directa, simplificada,
Flaubert crea a su alrededor un aire enfermizo de decadencia y dejadez, a través
de cuya descripción representa el estado de ánimo de Emma:

No se oían pájaros, todo parecía dormir, el espaldar cubierto de paja y la parra como una gran
serpiente enferma bajo la albardilla del muro, donde, acercándose, se veía acercarse unas cochinillas
de muchas patas. En las picas, junto al seto, el cura del tricornio, que leía el breviario, había perdido
el pie derecho y hasta el yeso, desconchándose con la helada, le había puesto en la cara una sarna
blanca.

A menudo os será de gran ayuda recurrir a esta identificación entre el espa-


cio y el alma del personaje; pero siempre hay que usarla con pudor para no caer
en tópicos como los de esas lluvias y truenos que acompañan una escena dramá-
tica o trágica, o, por el contrario, el canto de pajarillos al sol coincidiendo, curio-
samente, con la felicidad de los enamorados.
Hay también espacios en donde la memoria colectiva crea por sí sola una
atmósfera: la atmósfera romántica de un bosque a la luz de la luna, la atmósfe-
ra de terror y misterio de un castillo abandonado, la paz en un valle iluminado
por el sol... Descartad todo aquello que implique estas identificaciones colecti-
vas, tan desgastadas por el uso que han terminado por no significar nada, tan
generales que son incapaces de expresar nada concreto, nada personal, nada
verosímil.
La atmósfera ha de ser intransferible: ha de nacer de la trama y de los per-
sonajes. Es preciso crear un espacio lleno de objetos, de gestos personales y de
detalles. Flaubert no dice «una estatua desconchándose»; escribe, en cambio:
«En las picas, junto al seto, el cura del tricornio, que leía el breviario, había per-
dido el pie derecho y hasta el yeso, desconchándose con la helada, le había pues-
to en la cara una sarna blanca».

El ritmo

La longitud de las frases, según la puntuación, contribuye también a crear


una atmósfera que ayuda al narrador a expresar su actitud.
Un ritmo rápido —frases cortas, pocos adjetivos, muchos verbos...— contri-
buirá a construir una atmósfera de viveza, tal vez de alegría, tal vez de violencia,

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o hasta de pasión. Un ritmo lento, por el contrario, plagado de oraciones subor-


dinadas y de adjetivos, contiene en sí mismo una lectura lenta, una atmósfera
de rutina, de espera, un aire que deja oír el ruido del reloj.

Veamos ahora un ejemplo de ritmo ágil que refleja perfectamente —a través


de la voz del narrador— el pensamiento desbocado del personaje, rápido y frac-
cionado, y también ralentizado por medio de la abundante puntuación. Es un
breve fragmento de El lugar sin límites, de José Donoso:

Los bocinazos, entonces, anoche. No, no iba a misa. No estaba para aguantar impertinencias en la calle.
Hacía demasiado frío. Dios la perdonaría esta vez. Se iba a resfriar. A su edad, mejor acostarse. Sí. Acostarse.
Olvidarse del vestido de española. Acostarse si la Japonesita no le decía que hiciera algo, qué sé yo, algún
trabajo de esos que a veces le gritaba que hiciera...

Vocabulario

Desarrollaremos más a fondo el estudio del vocabulario a través del análisis


de un relato de Edgar Allan Poe. El vocabulario es uno de los aspectos más
importantes para la creación de atmósferas, puesto que impregna el texto ente-
ro de un aliento propio. Nadie como Poe lo supo manejar.
Si en algún cuento la atmósfera se hace eco del estado emocional del narra-
dor, ese cuento es, precisamente, La caída de la Casa Usher. Os aconsejamos
que lo leáis y que lo analicéis, completo y a fondo, vosotros mismos; os asegura-
mos que vale la pena.

Edgar Allan Poe, mal conservado

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La verdadera protagonista de este relato es la atmósfera densa e irrespirable


de la Casa Usher, de tal manera que los tres personajes de la historia pasan a ser
tres simples figuras que habitan ese estado de ánimo en forma de casa, muebles,
penumbra, y muchos otros elementos siniestros.
Veamos cómo comienza:

Durante todo un día de otoño, triste, oscuro, silencioso, cuando las nubes se cernían bajas y pesa-
das en el cielo, crucé solo a caballo una región singularmente lúgubre del país; y, al fin, al acercarse
las sombras de la noche, me encontré a la vista de la melancólica Casa Usher.

Cada adjetivo de este pasaje nos da ya la clave del estado de ánimo del narra-
dor según se acerca a la casa. Hasta aquí, como el propio narrador dice, todo es
melancolía, pero cuando la casa comienza a tomar forma, a ser descrita, se
introduce el otro aspecto de la atmósfera: lo inquietante, aquello que pone en
relación el principio con el final, la muerte con la desaparición:

Miré el escenario que tenía delante —la casa y el sencillo paisaje del dominio, las paredes desnu-
das, las ventanas como ojos vacíos, los ralos y siniestros juncos, y los escasos troncos de árboles agos-
tados—...

La atmósfera de este cuento es una gran y elaborada premonición. Poe deja


caer constantemente esos adjetivos cargados de decrepitud y tristeza, y también
de misterio e inquietud y, a través de ellos, va creando el final ante nuestros ojos
antes de que éste llegue, como una premonición. Los propios personajes hablan
de esa atmósfera como algo que palpan, como si de otro personaje invisible se
tratara:
El narrador la siente así:

Una atmósfera sin afinidad con el aire del cielo, exhalada por los árboles marchitos, por los muros
grises, por el estanque silencioso, un vapor pestilente y místico, opaco, pesado, apenas perceptible, de
color plomizo.

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Habitación de Poe en el Bronx; sólo la cama es original, el resto


fue vendido para comprar comida

Roderik Usher llega todavía más lejos dando por sentado que la atmósfera es
el elemento desencadenante de la tragedia, es la mano que mueve los hilos y
atrapa a los personajes:

Su evidencia —la evidencia de esa sensibilidad— podía probarse, dijo (y al oírlo me estremecí),
en la gradual pero segura condensación de una atmósfera propia en torno a las aguas y los muros. El
resultado era discernible, añadió, en esa silenciosa, mas importuna y terrible influencia que durante
siglos había modelado los destinos de la familia, haciendo de él eso que ahora estaba yo viendo, eso
que él era.

Y de tal manera está unido el destino de los Usher a esa casa y todo lo que la
rodea que la grieta que observa el narrador antes de entrar en la casa, «esa grie-
ta casi imperceptible que, en el frente del edificio, se extendía desde el techo,
pared abajo, abriéndose camino en zig-zag hasta perderse en las hoscas aguas
de la laguna...», coincide con el inicio del derrumbamiento del propio Roderik
Usher, y la muerte de los dos hermanos, con el hundimiento de la casa cuando
la grieta se abre:

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El resplandor venía de la luna llena, roja como la sangre, que brillaba ahora a través de aquella
fisura casi imperceptible, dibujada en zig-zag desde el tejado del edificio hasta la base. Mientras la
contemplaba, la fisura se ensanchó rápidamente, pasó un furioso soplo del torbellino, todo el disco
del satélite irrumpió de pronto ante mis ojos y mi espíritu vaciló al ver desmoronarse los poderosos
muros, y hubo un largo y tumultuoso clamor como la voz de mil torrentes, y a mis pies el profundo
y corrompido estanque se cerró sombrío, silencioso, sobre los restos de la Casa Usher.

Merece la pena que nos detengamos en el vocabulario de este último pasaje.


Al leerlo habréis notado que frente a la penumbra de todo el relato hay en esta
descripción resplandor y brillo; frente a la falta de colores, el rojo como la san-
gre; frente a los sonidos apagados y tenues se abre un largo y tumultuoso cla-
mor como la voz de mil torrentes; y, frente a la inmovilidad que envuelve toda
la Casa Usher, se agolpan expresiones como «rápidamente», «torbellino», «de
pronto», adjetivos como «furioso» o «poderoso» en contraste con la decrepitud
y debilidad del mundo que interviene a lo largo del cuento.
Si nos fijamos bien, veremos que este pasaje es el último peldaño de una
escalera que se ha empezado a formar páginas atrás. Poe crea un crescendo a
través del contraste de sensaciones que conduce hasta el clímax, y nos arrastra
al final. Y la última frase del relato («...y a mis pies el profundo y corrompido
estanque se cerró sombrío, silencioso, sobre los restos de la Casa Usher») cierra
el círculo, nos deja caer desde la cima hasta el fondo y retroceder hasta el prin-
cipio («Un día de otoño triste oscuro, silencioso»)...

Perdonemos a Poe su romántico fragor de tormentas, la reiteración de adje-


tivos como lúgubre, siniestro... y su exageración a la hora de crear ambientes
tenebrosamente góticos. Todo eso pertenece a su tiempo, y tal vez chirríe en
éste, pero a través de los años, su cuento sigue respirando porque contiene ese
aura de la que nos hablaba Cortázar, capaz de poseer al lector como antes pose-
yó al escritor. Posesiones, todas, que pertenecen al territorio de la mirada.

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