Clase 17 Lenguaje C¿sexto Ayb
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En Navidad los niños volvieron a pedir un bote1 de remos. -De acuerdo -dijo el
papá, lo compraremos cuando volvamos a Cartagena. Totó, de nueve años, y
Joel, de siete, estaban más decididos de lo que sus padres creían. -No -dijeron a
coro-. Nos hace falta ahora y aquí. -Para empezar -dijo la madre-, aquí no hay
más aguas navegables que la que sale de la ducha. Tanto ella como el esposo
tenían razón. En la casa de Cartagena de Indias había un patio con un muelle
sobre la bahía, y un refugio para dos yates grandes. En cambio aquí en Madrid
vivían apretados en el piso quinto del número 47 del Paseo de la Castellana. Pero
al final ni él ni ella pudieron negarse, porque les habían prometido un bote de
remos con su sextante7 y su brújula si se ganaban el laurel del tercer año de
primaria, y se lo habían ganado. Así que el papá compró todo sin decirle nada a su
esposa, que era la más reacia9 a pagar deudas de juego. Era un precioso bote de
aluminio con un hilo dorado en la línea de flotación. La noche del miércoles, como
todos los miércoles, los padres se fueron al cine. Los niños, dueños y señores de
la casa, cerraron puertas y ventanas, y rompieron la bombilla encendida de una
lámpara de la sala. Un chorro de luz dorada y fresca como el agua empezó a salir
de la bombilla rota, y lo dejaron correr hasta que el nivel llegó a cuatro palmos.
Entonces cortaron la corriente, sacaron el bote, y navegaron a placer por entre las
islas de la casa. Esta aventura fabulosa fue el resultado de una ligereza mía
cuando participaba en un seminario sobre la poesía de los utensilios domésticos.
Totó me preguntó cómo era que la luz se encendía con sólo apretar un botón, y yo
no tuve el valor de pensarlo dos veces. -La luz es como el agua -le contesté: uno
abre el grifo, y sale. De modo que siguieron navegando los miércoles en la noche,
aprendiendo el manejo del sextante y la brújula, hasta que los padres regresaban
del cine y los encontraban dormidos como ángeles de tierra firme. Meses después,
ansiosos de ir más lejos, pidieron un equipo de pesca submarina. Los padres no
dijeron al fin ni que sí ni que no. Pero Totó y Joel, que habían sido los últimos en
los dos años anteriores, se ganaron en julio las dos gardenias de oro y el
reconocimiento público del rector. Esa misma tarde, sin que hubieran vuelto a
pedirlos, encontraron en el dormitorio los equipos de buzos en su empaque
original. De modo que el miércoles siguiente, mientras los padres veían El último
tango en París, llenaron el apartamento hasta la altura de dos brazas bucearon
como tiburones mansos por debajo de los muebles y las camas, y rescataron del
fondo de la luz las cosas que durante años se habían perdido en la oscuridad.
En la premiación final los hermanos fueron aclamados como ejemplo para la
escuela, y les dieron 35 diplomas de excelencia. Esta vez no tuvieron que pedir
nada, porque los padres les preguntaron qué querían. Ellos fueron tan razonables,
que sólo quisieron una fiesta en casa para agasajar a los compañeros de curso. El
papá, a solas con su mujer, estaba radiante. -Es una prueba de madurez -dijo. -
Dios te oiga -dijo la madre. El miércoles siguiente, mientras los padres veían La
Batalla de Argel, la gente que pasó por la Castellana vio una cascada de luz que
caía de un viejo edificio escondido entre los árboles. Salía por los balcones, se
derramaba a raudales por la fachada, y se encauzó por la gran avenida en un
torrente dorado que iluminó la ciudad hasta el Guadarrama. Llamados de
urgencia, los bomberos forzaron la puerta del quinto piso, y encontraron la casa
rebosada de luz hasta el techo. Los utensilios domésticos, en la plenitud de su
poesía, volaban con sus propias alas por el cielo de la cocina. Los instrumentos de
la banda de guerra, que los niños usaban para bailar, flotaban al garete entre los
peces de colores liberados de la pecera de mamá, que eran los únicos que
flotaban vivos y felices en la vasta ciénaga iluminada. Al final del corredor, flotando
entre dos aguas, Totó estaba sentado en la popa del bote, aferrado a los remos y
con la máscara puesta, buscando el faro del puerto, y Joel flotaba en la proa
buscando todavía la altura de la estrella polar con el sextante, y flotaban por toda
la casa sus treinta y siete compañeros de clase, eternizados en el instante de
hacer pipí en la maceta de geranios, de cantar el himno de la escuela con la letra
cambiada por versos de burla contra el rector, de beberse a escondidas un vaso
de brandy de la botella de papá. Pues habían abierto tantas luces al mismo tiempo
que la casa se había rebosado, y todo el cuarto año elemental de la escuela de
San Julián el Hospitalario se había ahogado en el piso quinto del número 47 del
Paseo de la Castellana. En Madrid de España, una ciudad remota de veranos
ardientes y vientos helados, sin mar ni río, y cuyos aborígenes de tierra firme
nunca fueron maestros en la ciencia de navegar en la luz.