Rodríguez Huéscar Antonio Con Ortega y Otros Escritos
Rodríguez Huéscar Antonio Con Ortega y Otros Escritos
Rodríguez Huéscar Antonio Con Ortega y Otros Escritos
A N TO N IO R O D R IG U EZ H U E S C A R
on O r t e g a , título que abarca el
C primer grupo de ensayos reuni
dos por Rodríguez Huéscar en este
volumen, ilumina bastante acerca
de su contenido. La primera y más
próxima «circunstancia» con que
en él se enfrenta es la de su maes
tro, Ortega y Gasset, con quien
coincide en esa combinación de
actualidad y perennidad, propia
del «pensar circunstancial», en el
sentido profundo en que él lo de
finió y practicó.
Con ello ya quedan indicados los
dos rasgos genéricos de una obra,
que se advierten en el conjunto de
sus escritos: Preocupación meta
física y circunstancialidad o actua
lidad. Algunos de ellos se refieren
a temas y, sobre todo, han recibi
do un tratamiento, más «profesio
nalmente» filosófico que los demás.
En la Advertencia preliminar que
encabeza el volumen, el autor nos
explica en qué sentido hay que en
tender la unidad del mismo, y ese
sentido no es otro que la actitud
filosófica, desde la cual ha sido
pensado. Más concretamente : una
actitud filosófica que tiene la filia
ción precisa del movimiento inte
lectual que se viene conociendo ya
desde hace años, sobre todo fuera
de España, con el nombre de ((Es
cuela de Madrid».
A través de la «varia lección»
que nos da en sus ensayos, Rodrí
guez Huéscar, profesor de Filoso
fía en la Universidad de Puerto
Rico, revela, o deja traslucir, se
gún la ocasión, esa misma preocu
pación fundamental. Y como así
sucede desde el más antiguo en fe
cha de ellos (1939) hasta los más
recientes (1963), podemos decir que
C ON O R T E G A
Y OTROS ESCRITOS
© 1964 by T aurus E dicion es , S. á .
Número de Registro: 609/1964
Depósito legal: M-2066/1964
CON ORTEGA
Y OTROS ESCRITOS
TAURUS
Claudio Coello, 69 B
M A D R I D . l
A mis m aestros d e filo so fía : Ju lián B esteiro, Ma
nuel G arcía M orente y Jo s é Ortega y Gasset (in me-
moriam ); Juan Zaragüeta, Lucio G il Fagoaga, Xavier
Zubiri y Jo s é Gaos.
INDICE
Paga.
(21) “Es amor a la verdad una curiosidad severa que haee del
hombre pupila hambrienta de ver cosas, que saca al individuo de
sus propios goznes y lo pone a arder en un entusiasmo visual. La
tenacidad con que se oírecen las metáforas de la visión para desig
nar los actos intelectuales, la operación científica, no es un azar.
Ningún sentido nos presenta los objetos tan desligados de nuestra
propia actividad.” (Obras Completas, I, 444.)
(22) Obras Completas, I, 444.—Este es el antecedente del “amor
intelectual” a las cosas de las M editaciones, de cuya doctrina nos
ocupamos en otro lugar.
al conjunto de las normas, que es la cultura. Esto pa
rece bastante diáfano. Pero ¿es suficiente? No, en mi
entender. Apretemos un poco más la cuestión. Decir que
a las «cosas» se opone el y o, el sujeto, sin más, sería
casi repetir en la tercera oposición de nuestro esquema
el segundo término de la segunda: «subjetividad».
Planteeemos, pues, de nuevo el problema en los térmi
nos de la más vieja tradición filosófica — que, en este
pimío, sigue siendo válida— . En última instancia, aquí
—como en cualquier doctrina de la verdad— donde hay
que hacer pie es en la idea de la realidad en que la
noción de verdad va sustentada. Es, pues, ineludible
apelar siempre, como a un último estrato fundamenta-
dor, a lo que tradicionalmente se vino llamando «verdad
ontològica». E l problema de la verdad nace, como es
sabido, con la metafísica misma y es inseparable de ella,
o, lo que es lo mismo, nace con la escisión de la reali
dad en dos vertientes o m undos: uno aparente, inmedia
tamente dado, y por lo visto insuficiente por sí mismo,
inconsistente de algún modo; otro latente, oculto, no
d ado (puesto que hay que buscarlo), su ficien te y consis
tente. El primero es, a la vez, denunciador y encubridor
del segundo —en el cual, por otra parte, reposa y con
siste— , y éste, el segundo, por ser base y fundamento
de aquél, consistencia suya, y, además, por ser consis
tente, suficiente, en sí mismo, por reposar en sí, es
considerado como el «verdadero ser» o la «realidad ver
dadera», Así, desde Parménides. La verdad, pues, lo
es primeramente d e l ser o de la realidad, y sólo porque
hay v erdadero ser, se puede hablar luego de una verdad
del pensar (del vosïv y del Xofo* ) que asume este atri
buto, justamente, cuando, descubriéndolo ( alaj&eta ), lo
ve ( voe'v ) y lo expresa (’.Xdjos). El carácter veritativo
le es, pues, com unicado al pensamiento por el ser, por
la realidad (o, dicho en términos de la escuela, la «ver
dad lógica» tiene su fundamento y razón de ser en la
«verdad ontològica»). En la verdad, pues, com unican el
ser y el pensar, y en el cóm o de esa radical com unidad
estriba la aporia genuina, el problema nuclear de la
verdad. Decimos que esa comunidad es radical, porque,
en efecto, se trata de una convergencia-límite, que no
admite un «más hondo» o un «más allá» (23), pues, de ad
mitirlo, la verdad estaría en ese «más allá» y no en cu al
quier aproxim ación a él. Esta convergencia o con-ver-
sión d e pensam iento y ser, es, en efecto, tan íntima y
profunda que, en puros términos de esencia, la de la
verdad exige entenderla como una con vertibilidad (en
el sentido lógico-metafísico en que, en la doctrina clá
sica de los trascendentales se dice que el Ser y el Bien
o que el Ser y la Verdad «se convierten»), es decir, como
una identificación . Lo cual fue visto ya por Parménides.
y de una vez para siempre, al acuñar su famosa expre
sión: «El ser y el pensar son lo mismo ( Taurov )». Con
esta fórmula, Parménides no dio una solución, por su
puesto, pero planteó definitivamente el problema radical
de la verdad, que no es otro que este de la identifica
ción, mismidad o «tautonía» (24) del elvat y el vosiv-
* * *
* * *
* * *
II
La estra ñ eza
III
La pregu n ta
IV
N uevas c u e s t io n e s
s
das a un tema capital y de candente actualidad, que
yo denominaría, definiendo ya una situación, «la des
humanización de la ciencia».
Pero la entrada en este tema habría de ser objeto
de una nueva meditación.
FILOSOFIA Y VIDA INDIVIDUAL
II
III
IV
*
Las cuatro notas precedentes convergen todas hacia
el mismo resultado, que resumiré en dos conclusiones:
1.a En el cogito cartesiano, origen y «principio» de
ti
todo el idealismo, hay envuelta una p etitio prin cipií o
supuesto incuestionado perfectamente arbitrario —-la in
terpretación de la existencia como pensamiento— y, co
rrelativamente, un no menos arbitrario qu id pro quo
consistente en mutilar lo primariamente d ad o de la rea
lidad, el «dato» originario —yo viviendo con las cosas
y con los otros hombres, «tratando» con ellos—, supri
miendo «lo otro que yo» o reduciéndolo al yo (no im
porta que Descartes, inconsecuente con su propio princi
pio, intentase luego su «salida» al mundo —a través de
Dios— ).
2.a Pero, por otra parte, el cogito contiene dentro
de sí el germen de la superación del propio idealismo
—y, con ella, también de la del realismo sustancialista—
Hubiera bastado para ello seguir fielmente y sin miedo
el camino que el cogito mismo muestra; es decir, haber
caído en la cuenta de que el punto inicial de que parte
y el término final a que nos remite el cogito es el «p en
sar» directo, y que éste no es sino el vivir mismo, en el
que corren parejas los derechos del yo y los de lo otro
qu e yo, llámese «cosas», «mundo» o como se llamare, y
en el que, además, carece de sentido concebir cualquiera
de estos términos sin el otro. La vida es —como decía el
Cusano de la divinidad— com plicatio om nium (sin que
esto signifique ni remotamente su deificación o absolu-
tización).
FRANCISCO ROMERO Y LA IDEA DE LA
REALIDAD EN SU «TEORIA DEL HOMBRE» (*)
INTRODUCCION
L a m etafísica d e la trascendencia.
Recuérdese que nuestro propósito era presentar el
«cuadro» mismo de la «metafísica de la trascendencia»,
tal como aparece en el repetido § 3 del capítulo V I de
la T eoría d el h om bre. He aquí su abreviatura (en la
que el lector reconocerá, ya en su nivel de plena ma
durez, las principales ideas transcritas en las páginas
anteriores): «El elemento positivo de la realidad, lo que
la dinamiza, acaso su ser mismo, es la trascendencia.
Dos nociones han llegado a ser inevitables para pensar
la realidad: la de estructura y la de evolución o desen
volvimiento. Ambas, rectamente entendidas, suponen la
trascendencia; ambas muestran al ente saliendo fuera
de sí, trascendiendo. La estructura es un todo que im
porta novedad respecto a sus partes; tal novedad no
puede concebirse sino admitiendo que las partes se tras
ciendan al componer estructura, rebosan de sí y se fun
den en una síntesis original. E l desarrollo, la evolución
en cuanto cabal desenvolvimiento, es un trascender en
la dirección del tiempo, un derramarse del ente hacia
adelante. Todo lo real es actuante y todo actuar es tras
cender» (p. 206) (18). El mecanismo, científico y fi-
L os planos d e la realidad.
ta
momentos iniciales y discontinuos de lo que induda
blemente es raíz y origen de todo comportamiento in
teligente», a saber, la intencionalidad. En apoyo de su
tesis apela Romero al testimonio de psicólogos que se han
ocupado del psiquismo animal tan notables como Thorn-
dike, A. Miller y David Katz. Lo propio del psiquismo
animal son, pues, los «estados», «hechos psíquicos sin
carácter intencional, esto es, sin dirección objetiva»,
modificaciones meramente «vividas», donde aún no apa
rece la diferenciación sujeto-objeto, donde no hay, por
tanto, todavía propiamente conciencia —puesto que ésta
es siempre conciencia d e— . «El campo de estados es,
en cierto modo, una mezcla confusa de lo subjetivo y
lo objetivo, pero sin que existan todavía ni el sujeto
ni el objeto» (p. 18). El flujo vivido de los estados es,
ciertamente, «la sustancia primigenia de toda vida psí
quica», la masa difusa, indivisa, oscura, «caótica», de
la preconciencia; pero ella sirve sólo de m ateria afecti -
vo-impulsiva sobre la cual se estructurará la conciencia,
que es siempre «conciencia objetivante», intencional,
cognoscitiva (22). Siendo, pues, lo configurativo, lo «for
mal» o estructural, en su grado o nivel, la ley esencial
de la conciencia —respondiendo una vez más a la se
ñalada oposición genérica entre materia y legalidad—, es
claro que su aparición no se puede explicar por el «ne
buloso psiquismo animal», por los oscuros «movimien
tos afectivos e impulsivos», que son sólo, como queda
dicho, su materia. La intencionalidad, la conciencia es,
pues, también un novum en la ascensión de la trascen
dencia, y da lugar a la constitución de otro plano o
grado suyo. Pero antes de pasar a este nuevo estadio
E l espíritu.
El psiquismo intencional prepara, por así decirlo,
la espiritualidad, tiende hacia ella, la lleva en sí como
en germen o «en potencia»; constituye el necesario ba
samento sobre el cual —siguiendo esa especie de ley ge-
Realidad
ít
extremos de la novela llamada «fantástica» o «de pura
imaginación») de tal manera qu e parezca realidad, que
produzca la impresión —si se quiere, la ilusión—■ de
realidad. Sólo a este precio podrá cumplirse la exigencia
de que la ficción constituya un m undo. O viceversa, da
lo mismo: sólo al constituir un m undo cobra la ficción
calidad, vigencia, fuerza de realidad. Mundo y realidad
se condicionan, se complementan mutuamente, son, en
rigor, dos aspectos o modalidades de la peculiar unidad
intuitiva que es la ficción novelesca. Mundo quiere decir
aquí sólo esto: un ámbito organizado que haga posible
nuestra inmersión en él, nuestra situación en él. A esa
cualidad subyugadora, absorbente, del mundo noveles
co —cuando la novela es buena— la llamó Ortega «her
metismo», es decir, cualidad de un «mundo cerrado»,
sin comunicación o poro abierto al mundo exterior a la
novela, al mundo real en que vivimos; y al estado del
lector sumergido en él lo comparó con la «hipnosis» o
el «sonambulismo» (13). Un tratamiento a fondo de este
punto tendría que abordar el problema de determinar
en qué consiste concretamente nuestra situación —la si
tuación del lector— dentro del mundo de la novela;
cómo estam os o qué papel desempeñamos nosotros, lec
tores, en ese mundo. ¿Somos simples «espectadores»?
Pero entonces habría que preguntar: espectadores ¿des
de dónde? Ya dije que la novela no es espectáculo. En
el teatro, somos espectadores desd e nuestra butaca; en
el cine, desd e la cámara. Pero no tendría sentido decir
que en la novela lo somos desde la butaca de nuestro
cuarto, donde estamos leyendo. Ni nuestra butaca per
tenece al mundo de la novela, ni ese mundo lo tenemos
delante. Ya hemos dicho que estam os en él. Sólo queda
una solución: que seamos espectadores desd e dentro del
mundo novelesco mismo, que desempeñemos en ese
(18) Aquí podría tener quizá aplicación la sutil idea que Ma
rías propone con la expresión “calidad de página”, y que, según, él
mismo advierte, “envuelve”, entre otros, “el problema de los gé
neros literarios” (Vid. Marías, Ensayos d e convivencia, Buenos
Aires, 1955, pp. 155 a 157).
Ya se habrá advertido, por lo dicho, que lo que lla
mamos «amplitud» se relaciona directamente con la
«densidad», en la novela. Pero fuera de ella, en otros
géneros, se dan separadamente. Por ejemplo, en la épica
hay amplitud sin densidad. E l cuento, donde siempre
falta el carácter de amplitud, puede alcanzar un cierto
grado de densidad, que en ocasiones puede aproximar
se a la de una novela «tenue» —sobre todo, en el «cuen
to largo», que a veces es difícil diferenciar de la «novela
corta» (en cuyo caso habrá que aplicar el criterio de
la amplitud)— ; pero lo normal es que en el cuento
falten la una y la otra. Siguiendo con el símil pictórico,
podríamos decir que si la novela es la gran composición
—el «gran cuadro» acabado—■, la épica sería el mural,
y el cuento sería el apunte, el croquis, el bosquejo o,
en el caso de mayor densidad, el «estudio». La densi
dad consiste en el tratamiento minucioso, prolijo, insis
tente, polifacético, del tema o materia novelescos; en
lo que Ortega, en su repetido ensayo, designaba con las
expresiones «género moroso» y «género tupido», refe
ridas a la novela (19). Sin densidad no hay m undo ni
impresión de realidad. Pero, tal como yo la entiendo,
la densidad se refiere también a lo que en la novela
hay de «pensamiento», de intuición trascendente, de ca
pacidad de penetración, de adentramiento en la selva
oscura de la vida, de la realidad —lo que constituye,
según hemos visto, otra dimensión distinta de la del
«mundo de la ficción» en sí— .
5.° C om p lejid ad y construcción.—La realidad, la
vida, es complejísima; tiene una complejidad ilimitada,
puesto que es «complicación de todas las complejidades»
n
y de lo otro no proceden tan sólo, como podría creerse,
de que sea mucho más difícil escribir una novela —no
digamos ya publicarla— que pintar un cuadro. Si hubié
ramos de perseguir dichas razones —y no vamos a hacer
lo, porque no hay lugar— , encontraríamos nuevamente
su origen y manadero en la tantas veces mentada dimen
sión de verdad que la novela entraña. Cuando la verdad
anda en juego, anda en juego también nuestra vida, y es
menos fácil —no digo que no sea posible, y hasta, en
ciertas coyunturas, fácil también, pero m enos— dar gato
por liebre.
7.° P oesía.—-Sólo a través de un clima en alguna
manera p oético puede alcanzar la novela su primordial
virtud, que es, en mi entender, como vengo repitiendo,
esa toma de contacto con zonas de la realidad, con es
tructuras de la vida humana a donde no pueden llegar,
ni la filosofía sensu stricto, ni ningún otro instrumento
cognoscitivo ni expresivo, sean o no literarios. Sin em
bargo, tampoco la poesía debe ser propósito expreso ni
alcanzar plasmación formal en la novela. E l novelista no
puede proponerse hacer p oesía, exactamente como decía
mos que no puede proponerse hacer teoría. Tanto lo uno
como lo otro serían inadmisibles «traslaciones a otro gé
nero». Pero la poesía debe llenar como una atmósfera el
ámbito de la novela. La novela es póiesis, en el sentido
griego originario de la palabra (producción o «crea
ción»), y en el derivado de nuestra voz p oesía, traduc
ción literal de aquélla. Y el novelista sólo puede ser un
«descubridor» en tanto en cuanto consigue ser un «crea
dor» —si entendemos bien la palabra, no hay inconve
niente en decir: un «poeta»— . Lo que él «crea», produ
ce o fabrica es ese deleitable instrumento de exploración,
esa mágica lente multicolor, en una palabra, ese compli
cado artefacto «poético» que llamamos novela. Sin esa
magia difusa, para la que no veo que pueda reservarse
otro nombre que el de p oesía, no logrará la novela sus
fines esenciales; es decir, no será plenamente novela.
Otra cuestión es la manera como se logre el efecto
«poético»; para ello puede utilizar el novelista los me
dios expresivos y las modalidades estilísticas más dispa
res; con frecuencia, incluso, los más alejados en apa
riencia de lo que convencionalmente entendemos por
«expresión poética», los más «prosaicos», «feos», «bas
tardos», «suburbanos»...; no importa: la cualidad «poé
tica» puede brotar de ellos (y aun muchas veces sólo de
ellos), si son sabiamente manejados, en toda su pureza
y eficacia comunicativa (pensad en el Faulkner de San
tuario o de M ientras agonizo, en el Caldwell de E l p red io
de Dios, en el Steinbeclc de Las uvas de la ira, en el
Graham Greene de L a roca d e B righton, en el Kafka de
La m etam orfosis, etc., etc.). Lo importante es suscitar
en el lector un tem ple afectivo en el que resuene el que
guía a todo novelista en su excursión reveladora. El ór
gano de la intuición novelesca es primordialmente afec
tivo y sólo secundariamente «intelectual» si queremos
usar las categorías gnoseológicas establecidas (20).
Estos son, a mi juicio, los requisitos esenciales, «ge
néricos», de la creación literaria que llamamos novela.
Si los reuniésemos, apretadamente, en una especie de
definición, ésta rezaría así: «Novela significa creación
de un mundo o espacio de vida ficticio, cerrado, com
plejo y denso, por medio de técnicas narrativas, con su
ficientes virtualidades poéticas para descubrirnos pers
pectivas nuevas, facetas y estructuras inéditas del mundo
y de la vida reales, inasequibles a cualquier otro medio
de conocimiento y de expresión.» No hay que decir que
dentro de esta definición caben muchas y distintas for
mas específicas de novela, e igualmente muy diversos
grados de aproximación a sus exigencias ideales.
(20) Como es sabido, Scheler hizo de la intuición afectiva o
emocional el órgano del conocimiento de los valores. Aquí, sin em
bargo, uso el término en una acepción más amplia.
De todos los caracteres enumerados, me importa des
tacar los dos primeros —y todavía, entre ellos, especial
mente el segundo— , no sólo por creer que son los deci
sivos, y determinantes para los demás, sino también por
que son los más relevantes para el propósito que desde
un principio ha guiado los presentes pensamientos, y
que no es otro que el de mostrar la fecundidad de la no
vela como una forma de arte que no termina en serlo,
sino que se prolonga en un verdadero modo de indaga
ción de la realidad o, según la expresión de Marías, en
un «método de conocimiento» (21). La marcha evolutiva
del género ha seguido, efectivamente, el compás y la di
rección de la de las actitudes filosóficas, de la de las
concepciones de la realidad que se han ido sucediendo,
y ha llegado a estar hoy más cerca que nunca de éstas.
El hecho de que los filósofos —«especialistas en reali
dades»— no sólo se interesen en nuestros días más que
nunca por la creación literaria, por la literatura de fic
ción, sino que la hagan —Unamuno, Sartre, Marcel— ,
así como el hecho inverso —pero del mismo sentido—
de que los literatos se interesen por la filosofía, la teo
ría, el ensayo, la crítica, y también se aventuren en su
campo —Lawrence, T. Mann, Huxley, Gide, Valery,
Camus, para citar sólo algunos de los nombres más ilus
tres— ; estos dos hechos conexos, manifestaciones de una
misma actitud espiritual, constituyen la expresión más
palmaria de dicho acercamiento. Pero, aun sin ellos,
toda la novelística contemporánea —y, en la medida más
limitada de sus posibilidades, también el teatro— acusa
inequívocamente esta «conversión a la realidad», esta
(22) Una razón más que agregar a las que Ortega expone en su
ensayo.
(23) La preocupación que lleva a Huxley, por ejemplo, a inten
tar “la musicalización de la novela”, o a T. Mann a plantearse el
problema extremo de si es posible “narrar el tiempo” puro.
formas de presencia con que puede aparecer en la nove
la; un realismo que no es de escuela, sino de esencia
—de esencia de la novela cuando ésta alcanza un nivel
suficiente de autenticidad— , y que, por tanto, no es de
hoy, sino de siempre, pero que acaso sólo hoy ha llega
do a cobrar plena conciencia de sí mismo y de sus posi
bilidades, liberándose de las trabas y censuras internas
que venían confinando su esfera de acción dentro de
límites demasiado angostos; un realismo que no vacila
en incorporar los elementos irracionales, y aun incons
cientes, que operan de mil maneras en el trasfondo de la
vida humana, y hasta en elevarlos, a veces, al rango de
factores primarios suyos.
Estamos ya de vuelta del optimismo racionalista que
abre el gran ciclo histórico de la Edad Moderna y del
optimismo progresista y positivista, que lo cierra en el
siglo pasado. La novela está hoy vocada al conocimiento
y a la verdad como en ningún otro momento de su his
toria, porque ya no basta con la razón teórica para des
cifrar la realidad, que se nos ha revelado como esencial
mente misteriosa, multívoca y tan inasequible a la razón
pura como a los avances de las ciencias empíricas. Se han
rasgado las bambalinas «racionales» que limitaban la vi
sión humana dándonos una imagen controlable y domés
tica del mundo y de la vida, y a través de esos desgarro
nes ha irrumpido... la tiniebla, lo enigmático de la
existencia, abriéndose en horizontes y en dimensiones
quizá como nunca insondables. La penetración de la rea
lidad requiere hoy —siempre, pero hoy con más urgen
cia— el concurso de todas las fuerzas espirituales del
hombre. La novela se ha sentido llamada, y ahí está,
tratando de sumergirse en el torrente multiforme, indo
mable e infinitamente tornasolado de la vida, de auscul
tar sus más hondas palpitaciones, de asistir a su incesan
te transfiguración. No es, pues, extraño que la novela
nos conduzca hoy a los umbrales mismos del misterio ra
dical de la existencia; más todavía: que nos haga pene
trar en él y, con frecuencia, nos permita retornar de esas
excursiones enriquecidos con la experiencia de haber
palpado, si no desvelado, alguno de sus negros rincones
vírgenes; que nos sitúe, en fin, también, en el paisaje
arcano de las ultimidades, enfrentándonos incluso con lo
preternatural y con lo divino.
Pero la tarea de esos pilotos de lo tenebroso que son
hoy los novelistas es dura y penosa como pocas. Desde
Dostoyewski y Proust, por lo menos, tenemos ya una
rica serie de ejemplos de lo que puede ser esa labor ex
tenuante. Las incursiones grandiosas del propio Dosto
yewski en las zonas de lo demoníaco y de lo divino, sin
salirse de lo más acendradamente humano. La retrospec
ción analítica en el mismo Proust, decidido a recobrar,
a re-crear, el tiem po p erd id o —es decir, pasado— , «pes
cándolo» en la retícula microscópica, agotadoramente
minuciosa —única apta para atrapar a pez tan sutil— de
una reconstrucción psicológica sin precedentes (ni posi
bles émulos). La técnica complicadísima de la simulta
neidad y de las perspectivas múltiples, combinada con
la de las correspondencias y simbolismos, el monólogo
interior, etc., para obtener una tasación micrométrica
del presente ■—ahora es el tiempo presente el que impor
ta capturar— , en el Ulises de Joyce, ese libro único, casi
monstruoso, en el que el tiempo narrativo se dilata has
ta rebasar ampliamente el tiempo «real» de la acción,
mapamundi literario en que se nos ofrece, traducida a
imágenes y nexos verbales —a veces, puram ente verba
les— , la versión exhaustiva (o con pretensión de tal, y,
desde luego, con máxima aproximación) de una concien
cia cualquiera en las veinticuatro horas de un día cual
quiera, con todos sus ingredientes: acontecimientos,
datos, estructuras, constelaciones, complejos, implicacio
nes, supuestos, intenciones, reflejos, matices. La valora
ción de los contenidos oníricos, de los márgenes u «orlas»
extralógicos de la conciencia, para ahondar en las entra
ñas de la angustia religiosa y metafísica del hombre, en
los extrañísimos y agobiantes climas que llenan los libros
de Kafka (para mi gusto, el más original de los novelis
tas contemporáneos). La rebelión contra la angustia
—esto es, contra el espíritu, del cual emana— , en nom
bre de la vida elemental, y en definitiva..., en nombre
del espíritu, en Lawrence, el típico hombre de encruci
jada, cuyos libros son quizá la primera muestra de lite
ratura existencial. Las variadas manifestaciones de esta
literatura, ya con su etiqueta expresa, por ejemplo, en
un Sartre, desolador rapsoda del asco metafísico — de la
náusea—■, o en un Camus, ardiente mensajero del absur
do trascendental. Las largas, morosas, torturadas explo
raciones en los limbos de la locura, del crimen, de la
anormalidad bajo todas sus formas; la constante trans
gresión de los límites de las zonas claras y com pren sibles
del hombre, en Faulkner. La sátira polifacética, culta y
penetrante de un Huxley, en sus incomparables cuadros
de com ed ia humana. Las resonancias de lo eterno en lo
temporal, buscadas con ahinco en la novela descarnada
y abstracta de Unamuno — que Marías ha llamado «per
sonal», con buen acierto, porque lo que se pretende
aislar en ella, utópicamente, es la persona pura— . La
lucha contra la ternura del humanísimo Steinbeck, jun
to a la desesperada «objetividad» de Erskine Caldwell.
E l macizo constructivismo de Thomas Mann, junto a la
hiperestesia lúcida e imaginativa de Hermann Hesse. El
afanoso esfuerzo por acercarse al equilibrio «clásico»,
a la depurada disciplina estética de los «modelos», sin
hurtarse al torbellino de la crisis, en la novela concep
tual de Gide —o, en otra escala, en Valery— . La asom
brosa facundia de Ramón Gómez de la Serna, truchimán
inspirado e irreemplazable del lenguaje innumerable y
secreto de las cosas. E l apasionado testimonio confesio
nal, concretamente, católico, en las dos versiones ma
gistrales y trémulas de Bernanos y de Graham Greene.
La novela que pudiéramos llamar testifical en un sentido
más amplio y superficial (por llamarla de algún modo,
pues toda la novela contemporánea lo es, en uno u otro
plano), que abarcaría, junto con lo social y lo político,
diversas manifestaciones de la desorbitada vida del hom
bre actual, en una especie de film abigarrado, y en la
que habría que incluir, al lado de algunos de los nom
bres ya citados, otros de muy dispar linaje literario, que
irían desde Gorki hasta Pasternak, pasando por John
dos Passos, Sinclair Lewis, Malraux, Koestler, Van der
Meersch, Axel Munthe, Malaparte, Vicky Baum, Pearl
S. Buck, Hemingway, Baroja, en parte Andreiev, en par
te Wassermann, y Wells, y Orwell, y Saint Exupery, y
Jean Giono, y hasta Kazantzakis, y muchos más. Hay,
por supuesto, abismos entre estos hombres, grandes dis
tancias de temática, de estilo, hasta de calidad; pero to
dos ellos nos dan, en tan variadas experiencias, testimo
nio unánime de un mismo afán por enfrentarse con la
dislocada lógica del proceso histórico en que representa
su drama incomprensible el destino del hombre actual
(la gran Esfinge). Y aún habría que seguir agregando
nombres representativos, vinculados a actitudes origi
nales y a hallazgos importantes dentro de la novela con
temporánea, que harían interminable este ya recargado
ejemplario.
(1) Vida con una diosa, Madrid, Ediciones Puerta del Sol, 1954.
ras». ¡Qué le vamos a hacer! Habrá que esperar y vol
ver a la viña en sazón más otoñal. Si, por lo menos, el
camino de la viña ha quedado descubierto, ya es algo.
Todo el curso de estos pensamientos ha discurrido por
el cauce de una convicción fundamental: que la novela
es un instrumento de aprehensión, de penetración de la
realidad. Este es el núcleo mismo, el núcleo primitivo,
de toda mi «teoría» ■—y el motor activo de mi «prácti
ca»— de la novela. Pero, ¿cómo, y por qué, y hasta
dónde, y en qué forma concreta lo es? Esta es la cues
tión, o cuestiones, que una consideración teórica del
tema debería resolver, y que, en efecto, me asaltaron
una y otra vez desde mi mocedad, sin que nunca pu
diera entregarm e a ellas, como indico más arriba, aun
que en diversas ocasiones me pusiese a borronear cuar
tillas sobre ellas. Hasta que un día leí el Miguel de
Unamuno, de Julián Marías, y quedé gratamente sor
prendido al encontrar allí la misma idea — así me lo
pareció—, pero desarrollada «en forma», y, lo que es
mejor, con una solución a los problemas que ella plan
teaba. No recuerdo exactamente la fecha de esta lec
tura (creo que fue bastantes meses después de salir el
libro). Pero esto no importa, pues no aspiro a prioridad
alguna sobre dicha idea, que, por lo demás, está desde
hace muchos años «en el aire» de nuestro tiempo — co
mo se puede ver por el testimonio de tantos novelistas
(empezando por el del propio Unamuno, según subraya
Marías en su libro), y más aún por la significación de
sus obras— ; más que de nadie en particular, se trata,
pues, de una idea «de la época». Ahora bien, esto es
otra cuestión, las «ideas de una época» necesitan ser
pensadas y expuestas responsablemente por alguien,
para que adquieran realidad histórica plena. Y debo
decir que, con respecto a esta que nos ocupa, el primer
desarrollo verdaderamente riguroso que conozco es el
de Marías —prescindiendo, claro está, de todo lo que
de ella hay en nuestra común fuente orteguiana (y no me
refiero sólo a sus Ideas sobre la novela, sino a la obra
entera de Ortega)— . Ese desarrollo tuvo su continua
ción en otros escritos, alcanzando su última y más de
purada expresión en L a im agen d e la vida humana. E l
hecho es que la lectura del Unamuno me admiró primero
para desilusionarme después. Entiéndaseme bien: el mo
tivo de mi admiración, y ésta misma, por tanto, siguen
en pie, sin que sufrieran entonces ni hayan sufrido des
pués menoscabo alguno — antes al contrario, se han he
cho, si cabe, más firmes con lecturas sucesivas— . Aque
llo estaba, evidentemente, mucho «mejor pensado» que
lo que yo había borrajeado en mis cuartillas: era pre
ciso, estaba firmemente articulado en un contexto de
rica y bien perfilada conceptuación, mientras que mi
pensamiento era fragmentario, carecía de una armazón
lógica adecuada. En una palabra, Marías me resolvía
todo un importante aspecto del problema. Y eso ha
quedado ahí, incólume. Sin embargo, pasado ese primer
impacto de satisfacción que siempre produce el encon
trarse ante un buen hallazgo intelectual, comencé a echar
de menos algo. M ejor dicho ■ —pues no había nada que
echar de menos en el tema que Marías abordaba ni en
su tratamiento—, comencé a darme cuenta de que ese
tema no acababa de coincidir con el que a mí me pre
ocupaba. De ahí mi desilusión. La idea que al principio
parecía la m ism a, al cabo, al estar vista desde otro
ángulo, resultaba ser otra. Y era otra, sobre todo, en
cuanto al alcance «cognoscitivo» que otorgaba a la no
vela —o, al menos, que le interesaba destacar en ella— ,
lo que se me revelaba, sobre todo, en el hecho de ser
precisamente la de Unamuno la que a Marías le parecía
«entre las novelas todas...» «un modo eminente de ellas,
en las que se da en su máxima pureza y hondura la
representación imaginativa o figurativa de la realidad
humana» (2 )... «Es decir, la novela como tal tiende ya
a ser lo que es en Unamuno, si bien en este lo es de
modo extremado» (3 )... «surge con nuestro siglo, en
íntima concordancia con la marcha de la filosofía, un
nuevo tipo de novela, cuyo ejemplo extremado y deci
sivo encontramos en Unamuno. Es la que pudiéramos
llamar la novela person al» (4). Etc. Ahora bien, a mí
me parecía la novela de Unamuno —aparte otros valo
res que pudiese tener— una de las menos representa
tivas de esas virtudes de aprehensión de la realidad que
a mí más me interesaban; se me antojaba un tipo de
novela abstracta y, por tanto, mínimamente eficiente
para darnos ese sin fin de notas peculiares, insustitui
bles, irrepetibles, únicas, cuyo complejo entramado ca
racteriza precisamente a la realidad concreta. Había,
pues, algo que, dentro de su común raigambre, orienta
ba el brillante y bien elaborado pensamiento de Marías
en una dirección distinta de la que seguía el mío —aún
relativamente informe, y más intuitivo que resuelto en
nexos lógicos continuos— . Pero el mismo Marías, a cuya
perspicacia no podía escapar tan destacado rasgo de la
novela unamunesca, daba después la clave exacta de su
insuficiencia en el capítulo V de su libro: «Y la existen
cia humana» —dice allí— «incluye inexorablemente un
m undo, una circunstancia, que no es en modo alguno un
mundo aparencial de muertas cosas, sino el mundo en
que está el hombre, la circum -stantia que está en torno
a ese hombre real, que de verdad vive. ¿No olvida Una
muno el esencial elemento que es la circunstancia?»
«Indudablemente se excede cuando pretende supri-
ls
tnir lo que llama bambalinas o decoraciones, y eso sig
nifica una esencial mutilación del hombre mismo, cuya
pureza trata de mantener»... «Y esta es la grave defi
ciencia que amenaza a los relatos de Unamuno: la pér
dida de la circunstancia o mundo, y por tanto de una
dimensión esencial del personaje viviente, porque el
sentido de su vivir sólo parcialmente queda iluminado
para nosotros, es decir, sólo en parte está creado por
su autor» (5).
Estas palabras interpretaban fielmente mi opinión
sobre las novelas de Unamuno, y definían la abstrac
ción que les es peculiar: abstracción, nada menos, del
m undo o circunstancia. Ahora bien, ¿cómo entonces
podía parecerle a Marías este tipo de relato tan eficaz,
incluso máximamente eficaz, en orden al conocimiento
% &
Este pueblo, robusta y sana
mente misoneísta, sabe que no
hay cosa nueva bajo el sol. (Una-
mimo: Ensayos, t. II, p. 169.)
$ * *
* * *
(4 ) Ibid., p. 262 .
(5) Ibid ., p p . 25 5-2 56 .
metafísica de Uuamuno -—cuya raigambre espinosista es
manifiesta— es que un ser que consiste en anhelar, en
querer, en necesitar — «y la suprema n ecesidad humana
es la de no morir, la de gozar por siempre la plenitud
de la propia limitación individual» (6)— , no puede de
ja r de ser, siempre que ese anhelar, querer y necesi
tar abarquen, como su terminus ad qu em , un tiempo
inacabable, infinito. Pues, en efecto, el dejar de ser,
el acabar, es algo contradictorio con la idea misma de
tal ser. Se trata, como se ve, de una especie de «ar
gumento ontológico» al revés —pues no entra en cuen
ta aquí el ser tal que no puede pensarse más perfecto
o suficiente, sino aquel que no puede pensarse más
necesitado o indigente— . Según eso, la inmortalidad es
taría garantizada en tanto en cuanto la necesidad— y la
consiguiente voluntad — de no morir sea absoluta y sin
concesiones— inflexible, aun ante una presunta voluntad
divina— . Si en lo último del pensamiento —y aún, quizá
más, del sentimiento— de Unamuno no estuviese ope
rando vivazmente esta convicción, ¿para qué la lucha
a ultranza contra el destino? Esta sólo se justifica si
ha de tener alguna eficacia. Unamuno no formula el
argumento —le horrorizaba todo ergotizar— , pero a
veces se aproxima a él, si bien cuidando de advertir
previamente que está sólo «imaginando» y no «racioci
nando». Por ejemplo: «¿Quiénes se salvan? Ahora otra
imaginación... y es que sólo se salven los que anhela
ron salvarse, que sólo se eternicen los que vivieron aque
jados de terrible hambre de eternidad y de eterniza
ción. El que anhela no morir nunca, y cree no haberse
nunca de morir en espíritu, es porque lo merece, o más
bien, sólo anhela la eternidad personal el que la lleva
ya dentro. No deja de anhelar con pasión su propia
inmortalidad, y con pasión avasalladora de toda razón,
sino aquel que no la merece, y porque no la merece
no la anhela. Y no es injusticia no darle lo que no sabe
desear, porque pedid y se os dará» (7). Es, al fin y al
cabo, una argumentación, si no en forma, y si no meta
física, sí por lo menos moral. Pero su trasfondo es la
idea metafísica según la cual una voluntad de ser que
abarca intencionalmente un tiempo sin fin, no puede
morir, pues voluntad abarcadora de un tiempo sin fin
sólo puede serlo una voluntad sin fin en el tiempo.
Ahora bien, no hay voluntad de inmortalidad cuan
do nos olvidamos, o hacemos lo posible por olvidarnos,
de la muerte. Sólo encarándose con la muerte hay al
guna esperanza de superarla. El olvido de la muerte es
la deserción de la vida misma, la traición suprema al
yo personal.
Todo esto vale para la muerte «individual». Pero
¿qué ocurrirá ante el fenómeno insólito de la «muerte
colectiva»?
Lo primero que tendríamos que preguntarnos es si
la expresión «muerte colectiva» significa algo coherente,
si es posible el hecho mismo a que apunta, si no traduce
una idea contradictoria. Ya es dudoso que la expresión
«vida colectiva» tenga pleno sentido, pues la vida, la
verdadera vida, la auténtica, es siempre individual, es
siempre la mía. Sin embargo, puede hablarse de una
vida colectiva, en tanto en cuanto en la mía —en la
de cada cual— entran (y por cierto necesariamente y en
enorme proporción) ingredientes comunes con otras vi
das, módulos de pensamiento y de acción de los que
nadie en particular es autor ni, por tanto, responsable.
Pero si hay algo que no se puede compartir, algo úl
timamente mío, radicalmente individual, es, por exce
lencia, el acto de morir. La vida humana es soledad
(todo esto lo ha hecho ver Ortega con máxima eviden
cia), pero la muerte es el último acendramiento de la
más irremisible y absoluta soledad. Ortega expresaba
este hecho sutilmente, diciendo que, más que quedarse
solos los muertos — según la exclamación del poeta—
son los vivos los que se quedan solos del que muere,
con lo que daba a entender que no hay soledad en abs
tracto, sino que toda soledad lo es de alguien — donde
ese d e tiene el valor de un genitivo a la vez subjetivo
y objetivo— . Mas si los que han de morir son todos,
¿quién se quedará solo d e los que mueren, puesto que
nadie qu ed ará? La «muerte colectiva», en cuanto alguien
puede imaginarla, sería entonces el superlativo de la
soledad (y, por tanto, vista así, lo menos colectivo que
cabe imaginar), la soledad elevada a la máxima poten
cia; soledad de todos y cada uno, d e todos los demás;
pero, por otra parte, una soledad que, al alcanzar ya
ese grado supremo, se puede transmutar en «solidari
dad» y, por consiguiente, en una extraña suerte de co
munidad o «compañía». La «muerte colectiva» sólo
puede significar, en el mejor de los casos, ese fenómeno
paradójico que podríamos llamar la «soledad solidaria».
Pero, adviértase, sólo «en el mejor de los casos». Es
decir, sólo a condición de que todos y cada uno viva
m os esa nuestra posible muerte, inscrita en el ámbito
unitario de la muerte de todos, como un hecho en el
que nos cabe responsabilidad —responsabilidad también
«solidaria»— ; un hecho, pues, que hemos de asum ir,
ante el que hemos de «tomar posición». Y la posición
a tomar se mueve en el terreno de la voluntad, o sea,
dentro de esta alternativa: ¿querem os o no querem os
la muerte colectiva? Ante ella no hay evasión posible,
pues el mismo intento de esquivarla significa ya caer
en uno de sus extremos. Dicho de otra manera: tratar
de eludirla, no querer saber de la muerte colectiva
—cuando está a la vista— , significa precisamente q u e
rerla, elegir la nada. Y no sólo ya la propia nada, sino
la nada absoluta —eso «mil veces más pavoroso que la
nada»— de «un universo sin conciencia», puesto que lo
que ahora está en juego es, con la propia, la aniquila
ción total de la humanidad (8).
¿Qué añade a la voluntad de no morir el hecho po
sible de que los que muramos seamos todos? No vale
decir —como, con viejo lugar común, se suele— : «Si
yo muero, ¿qué importancia tiene ya que, además, mue
ran los otros o que sigan viviendo? Para el que muere,
¿no es ya indiferente lo que a los demás acontezca?
Unamuno se hubiera rebelado airadamente • —de hecho,
se rebeló— contra semejante salida del «sentido común»
(siempre oponía él al «sentido común» el «sentido pro
pio»), Así com o, según Unamuno, «el problema de la
inmortalidad personal implica el porvenir de la espe
cie humana toda», podría decirse, a la inversa, muy
unamuníanamente, que e l p roblem a d e la m uerte d e la
hum anidad implica el porvenir, la suerte, el destino
personal de cada individuo. Y no sólo, claro es, porque
cada individuo esté implicado como parte en el todo
de la humanidad —si fuera sólo por eso, el mencionado
lugar común sería perfectamente sostenible— , sino por
que la posibilidad «a la vísta» de la muerte colectiva
es acaso la única situación de la vida humana en la que
puede llenarse de un nuevo e insospechado sentido aque
lla otra «imaginación» o «grandioso ensueño» que tam
bién acarició Unamuno (el «ensueño cósmico de Bonne-
Paga.