CABODEVILLA, J. M., Aun Es Posible La Alegria, 3 Ed., 1962
CABODEVILLA, J. M., Aun Es Posible La Alegria, 3 Ed., 1962
CABODEVILLA, J. M., Aun Es Posible La Alegria, 3 Ed., 1962
AUN ES P O S I B L E
LA A L E G R I A
TAURUS
Claudio Coello, 69 B
MADRID-1
I N D I C E
Páginas
Nihil obstat
Dr. Antonio Romanos, Censor
Imprimatur
Casimiro, Arzobispo de Zaragoza
21 de noviembre de 1958
9
te, seguramente menos exacjta. Elegí el tono epistolar
por parecerme el más coloquial y directo, el más apto
para desarrollar un tema tan vivo y poco asible como
es el de la alegría humana, la multiforme alegría de los
hombres que vivimos en este mundo.
Para estas cartas he escogido veintiún destinatarios di
ferentes, creo que bastante diferentes—tipos todos ellos
reales, pero suficientemente desfigurados y fundidos en
la experiencia de otros tipos afines—, y he tratado de
empalmar el tema de la alegría con la cultura, el amor
conyugal, el dinero, la oración, el progreso técnico, la
muerte, el pecado, la infancia, la desesperación, la cas
tidad, el destierro, el estudio de la teología o de la his
toria... Es muy probable que, después de leer el libro,
no sepa el lector dar una aceptable definición de la ale
gría; adrede van disueltos y mezclados, a lo largo de
toda la obra, varios intentos de definición, lo que Orte
ga llamaría «jaques a la verdad».
Afirma el Kempis que más vale sentir la contrición
que saber su definición. Yo daría por bien empleado mi
trabajo si alguien, tras la lectura de estas páginas, aun
que no supiese en qué consiste propiamente la alegría,
sintiera al menos deseos de sentirla.
Estas cartas, por lo demás, constituyen la introduc
ción a un posible Tratado sobre la alegría, que nunca
jamás escribiré.
“Siento casi vergüenza de todo el
tiempo que he pasado djciéndome que
la alegría es imposible. Era una cobar
día” (Jacques Riviére).
I
13
Esto es uu hecho. Un hecho doloroso en eslos momen
tos para ti, que, a pesar de todas las manifestaciones de
duelo que estos días te han abrumado* te encuentras
solo, solo, solo. Este adjetivo puede definir al hom
bre : solo. No sólo se muere uno solo. También se sufre
en soledad, ya que todo sufrimiento es una muerte
parcial. Te sientes sobre manera solo. Y no es única
mente la soledad de haber perdido a tu mujer, es tam
bién la soledad de haberla perdido tú sólo.
Perdóname que en lugar de unas ardientes palabras
de adhesión a tu pena, te escriba estas otras palabras,
expresivas de una rara pena muy personal: la pena de
no sentir la adhesión que yo quisiera sentir. Perdóname
que yo, tan vinculado a ti por razones hondas y sagra
das, en vez de decirte que no encuentro palabras capa
ces de significar mi total adhesión, te diga que casi to
das las palabras me sobran, excepto las que demuestran
mi verdad, temblorosas, puras, humildísimas: mi pobre
esfuerzo humano para acercarme a tu soledad, para sus
citar en mi alma la adhesión que no sé si necesijtas, pero
sí, al menos, mereces. Acaso simplemente el esfuerzo
para avergonzarme de mi insensibilidad y para discernir
qué hay en ella de fenómeno natural y de culpa, resul
tado de un insuficiente desvelo en el amor. Me parece
andar como en esos preámbulos de la fe : quiero creer.
Quiero. Esto sí, de verdad. No es «quisiera». Esta
confesión que te hago, nada brillante, muestra ya de
alguna manera que no es vano mi querer. Alguien me
dirá que esto basta, que el sentimiento no importa, que
únicamente la voluntad es lo que decide y califica el
nivel de un hombre y que sólo de nuestros actos vo-
lutarios se nos pedirá cuenta en el último día. Pero
esto es claro nada más en los libros. Yo desconfío de las
soluciones demasiado simples y temo mucho, cada día
más, el juicio de Dios. Nadie podrá demostrarme—algu-
14
nos lo intentarán, sí, con laudable misericordia, pero no
saben que a veces consolar es tan fácil como ilícito—■
que la ausencia de mis actuales sentimientos no tiene
su raíz precisamente en una antigua ¿alta de voluntad.
El pecado es extirpado del alma. Permanece, sin embar
go, en la sangre, o en una turbia propensión a la cobar
día, o en una inclinación tenaz a buscar excusas a los
nuevos pecados.
Comprendo que no vienen m u y a cuento estas decla
raciones en una carta que debía ser de «pésame». Pero
yo necesitaba acusarme alguna vez y lo bago ahora, acu
sándome además de haber elegido tan desacertadamente
el momento y ocasión de hacerlo. Llevo ya mucho tiem-
po experimentando la angustia de una posible insólida-
ridad con los dolores humanos, el terror a habituarme
al dolor con el que diariamente entro en contacto. Cuan
do fui ordenado sacerdote, recuerdo que al final de
la ceremonia el Pontífice nos dirigió unas palabras, re
sumiendo así su despedida y su consigna : «No os acos
tumbréis jamás a decir misa.» ¡Ah, si siempre celebrá
semos con la misma alegría y temor santo, con el mismo
tremendo asombro del primer día! Pienso que una cau
tela similar debería conducimos a mantener siempre en
perenne carne viva el corazón ante las desgracias de
nuestros hermanos para no llegar nunca a acostumbrar
nos a ellas, para no conocer jamás el alivio que propor
ciona lo consabido, lo inevitable o frecuente. Sólo así
es posible cumplir el mandamiento de llorar con los que
lloran.
Hay, por otra parte, unas palabras turbadoras: Si
vuestra fe es grande, podréis trasladar montañas. Claro
que los milagros son por definición excepcionales. Tan
excepcionales como los hombres de fe robusta y ope
rante. Si el número de éstos creciese, tal vez los mila
gros fuesen sucesos más visibles, cotidianos y convincen-
15
tes. £1 hecho de que hoy el mundo resulte más inteli
gible es una consecuencia de esa hipertrofia de lo racio-
nal que nosotros padecemos, pero esta consecuencia
es a la vez premio y castigo. ¿Milagros? La ciencia, al
avanzar, va ganando terreno a lo inexplicable, y el fan-
tasma de lo milagroso se repliega hacia las sombras im
posibles de lo absurdo. Porque son pocos, de muy débil
voz, los que presienten el milagro en el mismo corazón
de la ciencia y de lo aparentemente claro, en la capaci
dad de reacción de un cuerpo que parecía muerto, tan
misteriosa y asistida por singular intervención divina
como la misma resurrección de un verdadero cadáver.
Con la sorpresa comenzó no sólo la fe, sino también la
filosofía y todo legítimo discurso. Comenzó y acabará,
porque toda esta vida es víspera, alegría en peligro, tris
teza con esperanza, conocimiento impregnado de igno
rancia, amor amenazado. Un mundo perfectamente en
tendido sería aquí decepcionante y, además, inhabitable
para el corazón del hombre.
¿Un milagro? Será voluntad de Dios que ella no vuel
va ya a la vida, será acaso que tú necesitas esta desgra
cia para tu purificación y consiguientemente para tu
felicidad auténtica, tan incompatible ahora para ti con
tu particular idea de felicidad. Será, puede ser también,
que nosotros no tenemos fe. Será que yo no tengo fe,
que m¿ falta verdadera fe en la misma medida en que
me sobra falsa habilidad para descubrir en mí una fe
que yo juzgo grande, mayor, por no fundarse en con
suelo ninguno, en ningún dato de milagro. Trasladar
montañas, resucitar a una mujer muerta, dar alegría a
un hombre desolado, santificar su tristeza, acrecentar la
propia fe..., ¿qué es lo más difícil?
16
como nadie aquella etimología que algunos atribuyen al
dolor: viene de dolendo, que es partir en dos. Cual
quier alegría supone una unión, posesión o abrazo, mien
tras que toda pena y desdicha alude a alguna sepa
ración, desde las formas veladas o súbitas del desampa
ro del alma cuando Dios se marcha hasta el abandono
del cuerpo por el alma en el momento de expirar.
Se ha separado de ti la que durante algunos años ha
estado casi constantemente a tu lado. Por eso el dolor
de esta separación es un dolor de vacío, un vacío por
dentro, el advertir que no sólo desaparece una antigua
compañía y toda posibilidad de compañía futura, sino
también algo de tu mismo ser, ¿u vivir mismo en cuanto
hasta ahora había consistido precisamente, en tan alta
y entrañable medida, en ese convivir, en esa compañía.
Has perdido cosas valiosas, cuya ausencia notas aho
ra patéticamente: la ternura que te envolvía como un
clima, con sus detalles pequeñitos, la satisfacción de tu
más honda necesidad, las incesantes, modestas y prodi
giosas soluciones de los conflictos domésticos. Y algo
más, el sentido de tu trabajo, la ilusión de tus esfuerzos.
Como no tienes ya a quien brindar tus éxitos profesio
nales, con quién comentar tus obras, con quién com
partir por la noche la alegría de los menudos hallazgos,
de las intuiciones rápidas, de las frases bien construidas,
piensas ya que ha acabado también tu carrera y ambi
ción. Un amigo común me transmitió ayer cierta frase
con la que aludías a las conferencias tuyas en que ella
estaba presente : «cuando mi auditorio, aunque exiguo,
estaba completo». Me impresionó profundamente. Mu
chas veces habíamos hablado de la energía que te pro
porcionaban aquellos ojos en primera fila, aquella mi
rada agradecida y orgullosa que te aplaudía, que te ase
guraba que todo iba bien y te daba aplomo; y aquellas
levísimas referencias en clave, la elección de palabras
17
Al IM POCini i:
cargadas de sentido para ambos, como la complicidad
de un tierno secreto pronunciado delante de tanta gente
sin que nadie lo entendiera... Después, ya solos los dos,
la dulzura de la vanidad compartida en el amor quitaba
pecado a toda complacencia orgullosa.
Por otra parte, ¡qué difícil es mantener uno solo la
confianza en sí mismo! Tus acciones futuras las adi
vinas mediocres, vacías, sin destinatario concreto. Ha
blar a una pared. Balbucear palabras de un idioma ya
inservible. Y todo igual. Y para siempre.
A quien no te conozca, a quien no conozca la difícil
y absoluta sinceridad que ha presidido nuestra amistad,
forzosamente le parecerán estas consideraciones total
mente impropias del momento, incluso de una crueldad
innecesaria y repugnante. Porque yo solo sé que no te
hiero al hablarte así, porque conozco tu pasión por lle
gar al fondo de todo sufrimiento, y únicamente ilumi
nando éste cesa tal pasión de ser morbosa, por eso repa
so contigo el camino que tú solo recorrerías demasiado
inerme ante la desesperación. Y también acaso porque
necesito hacerlo; porque si no somos dueños de pro
vocar nuestros sentimientos puede ser que tampoco lo
seamos de dominar los oscuros y pobres recursos 'que el
corazón posee para suscitar los sentimientos que anhela.
18
al puro dolor: amortiguándolo con talaos consuelos y
exacerbándolo violentamente a fin de poder perderse
en él.
No tendría ninguna nobleza tu deseo de morir. Que·
dan los hijos. Supones que ellos no han perdido tanto
como tú, y seguramente así es. Pero ellos ahora te ne>
cesitan más que nunca, a ti que eres hoy el único eje
afectivo que les queda. Para ellos eres el padre más el
recuerdo de la madre, el padre más ese tesoro de recuer
dos en el cual algún día entrarán a saco. Ese botín les
pertenece a ellos también y tú tienes que custodiarlo.
Enseñarles, además, a valorarlo mucho, tú, a quien ima
gino hermano mayor de tus hijos, no más huérfanos que
tú, es cierto, pero tampoco menos interesados que tú en
la conservación de algo que después les servirá, muy
oculto, muy entrañado, de subsuelo y fundamento de
sus mejores actos.
No es menester extenderse mucho en probarte que
los hijos han de ser para ti una poderosa razón de per-
vivencia, un gran vínculo que te conserve ligado a los
quehaceres y proyectos de esta .tierra. En ellos, sobre
todo, te apoyas para alcanzar esas ganas de vivir, mer
ced a las cuales la vida no se padece, sino que se hace.
Pero existe también otra razón para que ames la vida,
esta vida de soledad que te ha sido deparada : el amor
a tu mujer. Si la certeza de saberse necesarios prolonga
la vida de los hombres enfermos, tú debes persuadirte
de algo muy misterioso, pero que la fe por ti profesada
afirma sin ambages : la oculta interacción entre vivos
y muertos, el dogma de la Comunión de los Santos. ; Ah,
si supieras hasta qué punto ella te necesita! El cuidado
de su tumba es nada más, a lo sumo, una ilustración o
acaso el riesgo de que toda tu solicitud acabe ahí. Me
refiero a la circulación de méritos que puede maravi
llosamente ligarte a ella y mejorar su estado, salvarla
19
cargadas de sentido para ambos, como la complicidad
de un tierno secreto pronunciado delante de tanta gente
sin que nadie lo entendiera... Después, ya solos los dos,
la dulzura de la vanidad compartida en el amor quitaba
pecado a toda complacencia orgullosa.
Por otra parte, ¡qué difícil es mantener uno solo la
confianza en sí mismo! Tus acciones futuras las adi
vinas mediocres, vacías, sin destinatario concreto. Ha
blar a una pared. Balbucear palabras de un idioma ya
inservible. Y todo igual. Y para siempre.
A quien no te conozca, a quien no conozca la difícil
y absoluta sinceridad que ba presidido nuestra amistad,
forzosamente le parecerán estas consideraciones total
mente impropias del momento, incluso de una crueldad
innecesaria y repugnante. Porque yo solo sé que no te
hiero al hablarte así, porque conozco tu pasión por lle
gar al fondo de todo sufrimiento, y únicamente ilumi
nando éste cesa tal pasión de ser morbosa, por eso repa
so contigo el camino que tú solo recorrerías demasiado
inerme ante la desesperación. Y también acaso porque
necesito hacerlo; porque si no somos dueños de pro
vocar nuestros sentimientos puede ser que tampoco lo
seamos de dominar los oscuros y pobres recursos que el
corazón posee para suscitar los sentimientos que anhela.
18
al puro dolor: amortiguándolo con falso« consuelo« y
exacerbándolo violentamente a fin de poder perderse
en él.
No tendría ninguna nobleza tu deseo de morir. Que
dan los hijos. Supones que ellos no han perdido tanto
como tú, y seguramente así es. Pero ellos ahora te ne
cesitan más que nunca, a ti que eres hoy el único eje
afectivo que les queda. Para ellos eres e) padre más el
recuerdo de la madre, el padre más ese tesoro de recuer
dos en el cual algún día entrarán a saco. Ese botín les
pertenece a ellos también y tú tienes que custodiarlo.
Enseñarles, además, a valorarlo mucho, tú. a quien ima
gino hermano mayor de tus hijos, no más huérfanos que
tú, es cierto, pero tampoco menos interesados que tú en
la conservación de algo que después les servirá, muy
oculto, muy entrañado, de subsuelo y fundamento de
sus mejores actos.
No es menester extenderse mucho en probarte que
los hijos han- de ser para ti una poderosa razón de per-
vivencia, un gran vínculo que te conserve ligado a los
quehaceres y proyectos de esta jtierra. En ellos, sobre
todo, te apoyas para alcanzar esas ganas de vivir, mer
ced a las cuales la vida no se padece, sino que se hace.
Pero existe también otra razón para que ames la vida,
esta vida de soledad que te ha sido deparada : el amor
a tu mujer. Si la certeza de saberse necesarios prolonga
la vida de los hombres enfermos, tú debes persuadirte
de algo muy misterioso, pero que la fe por ti profesada
afirma sin ambages : la oculta interacción entre vivos
y muertos, el dogma de la Comunión de los Santos. ¡ Ah,
si supieras hasta qué punto ella te necesita! El cuidado
de su tumba es nada más, a lo sumo, una ilustración o
acaso el riesgo de que toda tu solicitud acabe ahí. Me
refiero a la circulación de méritos que puede maravi
llosamente ligarte a ella y mejorar su estado, salvarla
19
pronto. Los sufragios constituyen nada más un capítu
lo, un dato sólo de esa actitud tuya que ha de abarcar
la conducta entera, perfeccionándola día tras día, a fin
de que los méritos crezcan y el Señor los contemple con
benevolencia, unidos a los infinitos méritos de su Hijo,
y en atención a ellos conceda o acelere la concesión de
tus intenciones. Tu intención será ahora única, la inten
ción que el amor debería siempre perseguir aquí abajo
si el egoísmo del amante no lo impurificase y torciese
su rumbo: hacerla a ella feliz. La separación facilita
la pureza y vigor de este amor y endereza su intención.
Amala, por tanto, a tu manera, según el modo doloroso
que ahora su ausencia impone, pero con el mismo cora
zón de siempre, que no tiene por qué quedarse inactivo.
Amala, para que sea feliz. Perfecciónate, para que tu
amor sea aceptable y eficaz. Así, el mismo amor que
te ha dejado vacía 1a vida te la llena ahora de sentido,
en la misma dirección, aunque en otro plano. Alguna
vez lo habíamos dicho antes : la muerte es una anécdota
más y no interrumpe nada.
No se ama en balde. Y tu amor de ahora, tu amor de
ahora en adelante, si es fiel y puro, a ella le facilitará
antes la dicha y a ti te reservará un singular gozo no
previsto: «porque el gozo es producido por el amor, ya
a causa de la presencia del bien amado, ya también por
que el objeto que es amado goza de eu bien propio y lo
conserva» (1).
20
que no voy a cometer la vileza de pretender consolarte
restituyendo las cosas a su sitio, completando y rectifi
cando la evocación con los datos de sus flaquezas y cul
pas personales, ahora que únicamente recuerdas sn cos
tado amable, decorado por esas excelentes tintas con ¡que
todo ser muerto queda bañado; ahora que sólo se te
ocurre reprocharle el mero hecho de haber muerto, en
los instantes en que su muerte te parece una traición al
amor que te juró. Yo no voy a manchar su recuerdo
con sombras ciertas, irrefutables, pero inoportunas; se
ría innoble, aunque fuese justo. Y no quisiera que llega
ra para ti el momento de buscar consuelo a tu pérdida
rebajando el valor de lo que perdiste. Mal momento ese,
y es fácil que el demonio ande cerca. Mal momento tam
bién el del sacerdote que trata de hacer más llevadero
su celibato poniendo ante los ojos las inevitables taras
de la vida matrimonial. No, tú conserva el mayor tiem
po posible una imagen blanca, luminosa, y lucha por
defenderla de todo detractor; lucha, sobre todo, llegado
el tiempo, contra ti mismo.
Tu comportamiento, en cambio, respecto de ella nun
ca te había parecido tan ruin como ahora. Si todo amor
es ciego, el más ciego de todos es el amor propio. Hoy
tus pecados cobran un relieve inusitado, y acaso esta cla
rividencia sea uno de los muchos, de los mejores dones
que ella te ha hecho. Pero no te irrites contra ti mismo
y saca la conclusión de que sabemos amar muy mal y que
la vida es corta para aprender a hacerlo bien y urge,
por tanto, macerarse mucho en la pureza v desasimiento
propios.
No sé si en ese repaso de faltas has advertido algo que
en vuestra vida yo juzgué grave. Me refiero a tu costum
bre de interpretar sutilmente y censurar a continuación
los actos que tu mujer con tanta simplicidad ejecutaba.
Créeme, casi nunca había en esa actitud tuya, que tú
21
considerabas lúcida, otra cosa que soberbia y crueldad.
Argumentabas sofísticamente, con una finura transida
de desprecio, para descubrir en su actuación secretas in
tenciones vituperables, y ella 110 sabía qué responderte
y acababa sintiéndose culpable. Esto contribuyó a mal-
perder demasiadas jornadas que debieron haber sido vi
vidas en el amor. Y aún ocasionó otro daño peor: por
que tú, analista complicado, no sabes que hay seres ma
ravillosamente simples, y trasladar a ellos la complica
ción es el peor crimen.
22
Es menester ahora extraer, del lacerante espectáculo
de aquel orgullo, urgentes lecciones de humildad. Apren
der a valorar mucho el amor, el amor humilde, lo que
él tiene de expresivo de una fundamental insuficiencia
en cada hombre, que necesita apoyarse en otro corazón.
Cuando se llega al fondo de ese amor se vence más fá
cilmente cualquier tentación de autonomía íntima. Tu
mayor derivación hacia los hijos, con lo que ellos tienen
de prolongación de ti mismo, corroboró en ti una mala
personalidad desmesurada. ¿Sigues ahora prefiriendo el
gozo altivo de la paternidad a las precarias y hermosas
satisfaciones del amor conyugal?
Has llorado. No te avergüences de llorar. Hay lágri
mas, profundamente humanas, santificadas por el uso
que de ellas hizo el hombre Cristo. El lloró cuando Lá
zaro había muerto. Su llanto por la ciudad de Jerusalén
ostenta un carácter—si tuviéramos, para hablar así, al
gún derecho a comparar con nuestras escalas actos que
todos ellos procedían de una persona divina—más me-
siánico, más ((divino». Pero las lágrimas que Jesús de
rramó ante la tumba de su amigo abren bellísimas posi
bilidades a los más humanos dolores. Las lágrimas, las
tentaciones, la fatiga, el miedo: todo quedó santificado
por el Hijo del Hombre. Se nos repite demasiado que
la primera bienaventuranza recompensa exclusivamente
la pobreza de espíritu. Cabría también atribuir de modo
único motivos de índole espiritual al llanto sancionado
en la bienaventuranza tercera. ¿Sólo los que lloran por
sus pecados recibirán consuelo? No; Jesús misericordio
so, afligido y pobre, está también cerca de los que de
ploran muertes y humillaciones mundanas, de los que
viven en la opresión y la miseria, aunque irnos y otros,
en una amargura rebelde que yo jamás me atrevería a
calificar de culpable, vivan ignorantes de esa divina cer
canía, de esa predilección misteriosa.
23
Llora. Acepta esta soberana intervención de Dios en
tu vida, que te ha arrebatado el pan y la sal. No enten
demos apenas nada. Acaso lo que Dios ha hecho no ha
sido precisamente llevarse lejos aquello que tú más que
rías, sino concederte la posibilidad de una fusión más
pura y estrecha. Cris.to les aseguraba a los apóstoles, de
masiado apegados a su presencia física: «Os conviene
que Yo me vaya.» Se fué, pero su marcha les condujo
a metas de intimidad antes ni siquiera imaginadas. Pue
de ser que en la muerte de tu mujer palpite la oscura
oportunidad de un abrazo más apretado, de una pose
sión más alta.
No te inquiete mucho el no entender todavía. Basta
acaso por hoy que no cedas al pensamiento de conside
rar su muerte como ocasión de blasfemia, de odio contra
el Señor absoluto de todo, que se ha apoderado violen
tamente de tu mujer. Sí, es posible que te ronden unos
tenebrosos celos de Dios. Antes, en la mejor época, cuan
do ella estaba ausente, me decías que experimentabas
celos del aire lejano que en ese momento la envolvía.
Ahora es Dios quien la posee por entero. Pero no temas
nada de su poder y trascendencia. La fidelidad a Sí mis
mo le impide disputarte el regalo que un día te hizo.
Su mano, que se cierne, a pesar de toda apariencia, con
infinita suavidad sobre los seres, mejora todo cuanto
toca. El alma de tu mujer, juzgada ya y probablemente
perdonada, vive con vida perdurable y está más cerca
de ti que nunca, más atenta que nunca a tu amor.
Es muy posible, sin embargo, que todas estas refle
xiones te parezcan inanes, pertenecientes a un orden de
consolación que no te afecta, como si a un hambriento
se le ofreciese el regalo de un gratísimo perfume o de un
paisaje impar. ¡Su alma! Pero ¡lo que yo quiero es su
cuerpo, su cuerpo vivo y próximo, lo que era mío, lo
que me había sido entregado al pie del altar! Te entien-
24
do bien, y quisiera que a través de esta queja llegaras
a una honda y cristiana reconciliación con lo corporal.
25
del fallecimiento había sido demasiado brusco, y las
mil atenciones sociales y molestísimas de aquel día te
impidieron una serena concentración en esas palabras
tan extrañas y verdaderas. Ahora, ya m¿s tranquilo, tie
nes que ahondar en tu fe, humildemente, pacientemen
te, diariamente, a fin de que esas palabras no las en
cuentres irritantes, sino persuasivas.
£1 cuerpo también se mudará, alcanzando una exis
tencia gloriosa, libre de todas las miserias que aquí lo
asedian. Por medio de la descomposición, la semilla
dará un día su fruto. El cuerpo, que aquí ha padecido
todos los rigores que una conducta cristiana le imponía
y que ha colaborado con el alma en todas las abstinen
cias y aun en todos los pensamientos, los más espiritua
les y delgados, merece su premio específico, su reivin
dicación bienaventurada. Alma y cuerpo están destina
dos a una vida conjunta. El alma es la forma sustancial
del cuerpo y reclama a éste para su información; el esta
do de separación no es natural. Dios, al fin, restablecerá
la integridad que al principio estableció, la naturaleza
tuta quanta que exulta en uno de los más rotundos ter
cetos de Dante.
La muerte corporal se introdujo en el mundo por el
pecado de Adán. Pero vino el segundo Adán para des
truir el pecado y vencer a la muerte. Por tanto, para
que esta victoria sea total, digna del poder de Dios, hay
que deducir la necesidad de la resurrección corporal.
Toda la vida del Salvador se orienta a este triunfo últi
mo. Por medio de la encarnación del Hijo, la tierra se
hace partícipe de la divinidad en la caro deificata; su
resurrección es prenda de la nuestra y su ascensión se
ñala el camino a nuestros ojos primero, a nuestro cora
zón, a nuestro propio cuerpo al fin, ágil ya, impasible,
claro. Toda la vida cristiana suspira por esa situación
gloriosa. El bautismo es la incorporación del hombre a
26
Jesucristo; en la confirmación el £spíritu toma pose
sión del hombre total; comulgando con el cuerpo del
Señor, el cuerpo del cristiano se serena y aprende in
mortalidad. Aquel cuerpo futuro, dotado de todos los
recursos para una completa felicidad, será, sin embargo,
éste que aquí se cansa y sufre hambre, se sacia y se cansa.
Con la recuperación de nuestros cuerpos, hay <qne ci
tar también la recuperación de nuestros afectos terrenos,
debidamente purgados. En el cielo los hombres no se
casarán, serán como los ángeles de Dios. £1 matrimonio,
sin embargo, que es una organización de salvación, con
servará allí toda la fisonomía compatible con el nuevo
estado, en el cual la visión del Señor colmará las ape
tencias del beato, pero no anulará los suplementos de
placer que de las criaturas circundantes provengan, como
enseña una sabia apologética que tiene en cuenta la ac
tual situación del corazón humano, temeroso de una fe
licidad sin conexión con los datos que la felicidad te
rrena le ofrece. La vida del cielo puede concebirse como
mero disfrute de Dios, en cuya contemplación y amor
queda el bienaventurado sumido, y al modo de Cristo
en esta vida, que viviendo en inalterable visión del Pa
dre dirigía, no obstante, su atención a los seres que le
rodeaban. Feliz manera de entender la convivencia de
los que se aman aquí abajo: como preparación y mere
cimiento de su futura convivencia en los cielos.
Es preciso, a la luz que emana de la resurrección de
Dios Hombre, corregir nuestra noción de Dios, conce
bido puramente como espíritu puro, y nuestra idea del
hombre, restringido su cuerpo a los limites provisiona
les, caducos, de carne de pecado. La esperanza exige es
fuerzo cuando todo convida a la desesperación o a la
proclamación del absurdo. Hay que esforzarse para que
el corazón no se rebele ante el Dios de la muerte ni la
cabeza se escandalice frente al Dios de la resurrección de
la carne. Creo, creo de veras que con estos ojos veré a
mi Salvador.
«El no es Dios de muertos, sino de vivos» (4). No lo
olvides. No caigas en la tristeza natural, prohibida a los
que han sido iniciados en la doctrina de la salud. «En
orden a los difuntos no queremos, hermanos, dejaros en
ignorancia, porque no os entristezcáis, del modo que
suelen los demás hombres que no tienen esperanza» (5).
El pensamiento de la resurrección es la gran invitación
a la alegría, la única que yo puedo brindarte y una de
las pocas que tú tienes derecho a aceptar. El saludo a la
Madre de Dios, durante todo el tiempo pascual, consis
te en la alabanza de su alegría, fundada en la resurrec
ción de Jesucristo, y en el agradecimiento por la alegría
que tal resurrección proporcionó a los hombres.
Esa alegría, esa alegría, para colocarla junto a tu do
lor. Para meterla dentro del corazón de tu dolor, en lo
más hondo de tu herida, no para que ésta desaparezca,
sino para que no se infecte.
28
te parecía que se amortiguaba, que no era tan intenso
o explícito, me aseguraste que deseabas Je ocurriese al
guna desgracia para que esa ternura se acrecentara de
nuevo y recobrase el antiguo ardor al parecer perdido;
después supiste que ningún sentimiento sobrevive al
mero deseo de sobrevivir: nada bay, ningún amor hay
más profundo que el amor de uno mismo. Puede suce
der que cuando una persona amada muere, facilite la
muerte del que 6e queda, quitándole en cierta medida el
miedo a morir; pero es un becbo bastante menos fre
cuente de lo que se cree, siendo mucho más ordinario
otro fenómeno: la inexplicable insinceridad de los que
van a morir, su extraña preocupación por la compostura.
Santo Tomás, con una exactitud casi despiadada, como
si manejase sustancias químicas en un laboratorio, for
mulaba así: ccComo el sentimiento de lo presente obra
con más intensidad que la memoria de lo pasado, y el
amor de sí mismo es más duradero que el amor de otro,
de aquí que la delectación concluye por desechar la tris
teza» (6). No te rebeles ni llegues tampoco a despreciar
te cuando compruebes, dentro de algún tiempo, prime
ro que recuperas el buen apetito y el sueño normal, des
pués que en la mesa no te resulta tan obsesiva su ausen
cia y que, al despertar, tarda unos segundos en acudir
su pensamiento a tu memoria; más tarde, en el trabajo
encontrarás casi el mismo sabor y placer de antes; final
mente... Ocurre una cosa, y es que el hombre es tam
bién un animal bien organizado.
Sé humilde, acepta tu propia naturaleza con humil
dad, sus limitaciones, sus defensas nada gloriosas. La
alegría es un secreto de los humildes.
29
“ Todo el bien que puedas hacer, haz
lo alegremente" (Eccle., 9, 10).
SI
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lodo hom bre alrgri* obra td bl*n y pl«*n«a mi »1 b i*n » ( 1).
34
de un esfuerzo por vencer la tentación de soberbia o des
esperación que permanece apostada junto a todas las
angustias. La alegría es el sejlo que garantiza la legi
timidad de cualquier virtud, la señal de cooperación y
aprobación divinas en los actos morales, basta el punto
de que una castidad triste constituye una desfiguración
del rostro de Jesucristo tan grave como la humillación
de los pobres. ;,No es, por ventura, la alegría el único
fundamental deber de los cristianos?
San Francisco de Asís se calificaba a sí mismo y a sus
hermanos como joculntores Dei, y la traducción de «ju
glares» no sería justa si no entrañase una ineludible re
ferencia al juego y regocijo originales. Y el capítulo sép
timo de la primera Regla franciscana prohíbe la tristeza
a los frailes, denominándola «enfermedad babilónica»,
porque despertaba en ellos el amor del mundo, de aque
lla Babel abandonada el día en que fueron dóciles a la
tremenda invitación de Dios a la alegría.
Porque de Dios se dice que salió al encuentro del que
estaba alegre (2). Cristo poseyó como nadie la alegría.
El mismo Isaías nos anticipó un delicioso perfil de Aquel
cuyo nacimiento había de ser anunciado por los ángeles
como motivo de gran gozo: «no será triste» (3). Un
evangelio apócrifo cuenta que los vecinos de Nazareth
llamaban a Jesús suavitas, y éste fué el origen de la frase :
Eamus ad Suavitatem ut hilares fiamus: vayamos al que
es suavidad para estar contentos. Cuando El tomó la pa
labra por vez primera en público fué para leer un men
saje de dicha (4).
35
conduce a Dios». Pocas cosas, por el contrario, alejan
al hombre de El como la tristeza, mal del alma adverti
do ya enérgicamente por los monjes egipcios del siglo IV.
La tristeza fué durante mucho tiempo el octavo pe
cado capital, hasta que San Gregorio Magno lo fundió
con la pereza, pero dando a este vicio conjunto el nom
bre de tristeza, nombre que luego iué transmutado de
finitivamente por el de pereza. El cambio de nombre,
1a desaparición del término «tristeza» de los catálogos
de moral, ha contribuido a reducir y casi extinguir la
importancia de los pecados contra la alegría, que los
penitenciales de la primera Edad Media castigaban se
veramente.
La tristeza agosta el espíritu, marchitando toda vida
interior. Acarrea consigo el tedio y fastidio de las prác
ticas piadosas y la repugnancia al ejercicio de cualquier
virtud. Hace al alma sumamente vulnerable a los ata
ques del demonio. Por eso San Francisco de Asís califi
caba la alegría de «segurísimo remedio contra las mil
insidias del enemigo» (5). Del alma sumida en tristeza
va apoderándose, como una niebla, el desaliento, y to
mar un libro o recitar el padrenuestro se le antoja em
presa muy ardua. En su Tratado del amor de Dios, casi
al fin, incluye San Francisco de Sales un capítulo muy
luminoso, que titula así: «La tristeza es casi siempre
inútil y contraria al servicio del amor divino.»
En esa depresión, que puede ser angustiosa o suave,
nacen las perversas sugestiones y se alzan las voces que
convelan a lo* dfrleites mundanos, ya que «no puede ja
más el alma vivir sin algún contento, pues o se deleita
con las cosas altas o con las ínfimas» (6). La carne, des
gobernada, reclama su parte en el festín que hasta ahora
36
le había sido vedado por engañoso y nocivo, pero que
en esos momentos en que toda luz superior queda amor
tiguada, ella se encarga de describir y augurar como
ocasión de desconocidas alegrías. ¿Y quién desoye una
voz que llama hacia esa región tan larga, tan doloro
samente suspirada, la alegría? Porque la alegría sigue
manteniendo su seducción siempre, y todo se reduce a
acertar con ella, a elegir el camino y seguirlo. Pero ocu
rre que el hombre equivoca su ruta: busca el amor y se
detiene en el placer, busca el placer y encuentra el vacío.
Ahí, en ese vacío, espera a menudo Dios al hombre.
Y le dará su paz y alegría a condición de que no ame
ese vacío y no prefiera anonadarse en la tristeza. Mien
tras la tristeza resulte al corazón inhóspita, hay un ca
ble tendido hasta Dios. Existe, sin embargo, otra tris
teza, que es la peor, la que más víctimas causa, esa tris
teza tibia que promete una secreta dulzura a quien se
decida a cultivarla. A veces es tremenda, casi irresisti
ble la tentación de hacerse daño uno mismo, en forma
benigna o gravísima, desde el meticuloso cuidado en dis
poner las cosas para que pase desapercibido de los se
res que amamos la fecha de nuestro cumpleaños hasta
esas palabras irrevocables, en cuya formulación late un
extraño y retorcido deleite, que destruyan para siem
pre o socavan sin remedio el amor más estimado. ¡Qué
difícil defenderse de uno mismo! ¡Ah, esa tendencia
dulce a amar la tristeza...! Se llega a amarla con verda
dera pasión. Pero ¿cómo vivir mucho tiempo en esa
tristeza sin pecar contra la esperanza?
La tristeza convierte al hombre en desabrido y áspero,
y dificulta el desarrollo de la alegría en los demás. «No
conviene que el siervo de Dios se muestre malhumorado
y triste anjte los hombres, sino que debe estar siempre
de buen humor. Examina tus culpas en tu celda y llora
y gime en la presencia de Dios, pero cuando vuelvas a
37
estar con los hermanos deja la tristeza y sé alegre con
los demás» (7).
El origen de la tristeza suele ser una soberbia exa
cerbada, la aguda conciencia de unos derechos que en la
desgracia resultan lesionados. Acusa otras veces falta
de mortificación de las pasiones, la cual hace al hombre
impaciente, impaciencia que se funda igualmente en la
soberbia. Supone un desagradecimiento y olvido de los
favores recibidos. Irritarse por no encontrar taxi una
tarde de lluvia entraña una seria falta de gratitud por
dones muy superiores: la posesión de unos miembros
en su normal ejercicio, que permiten a ese hombre des
plazarse de un sitio a otro en busca de taxi. Advertir
cada día, agradecidamente, que poseemos muchas más
eo¿as y más fundamentales que aquellas de que care
cemos es un buen camino para conservar o recobrar la
alegría. Puede la tristeza también ser una forma degra
dada de la ira o un fruto de la carne utilizada sin ley.
En último término, enseña Santo Tomás que «la tristeza
mala proviene del desordenado amor de sí mismo, el
cual no e9 un pecado especial, sino la raíz general de
todos los pecados (8).
38
teza. Jesús dijo una vez: «Mi alma está triste harta la
muerte» (10). Y su Madre bendita no sólo es invocada
como aCausa de nuestra alegría», sino también como
Madre dolorosa, en cuyo regazo debe el hombre depo
sitar sus lágrimas más nobles. A Ella, pálida y afli
gida, vestida de luto, iluminada por las velas de la
muerte, le suplica el alma ardorosamente el viernes de
Pasión: «Haz que llore contigo durante toda mi vida.»
Fn el seno de esa bella trisjteza redentora cabe refu
giar todo dolor humano casto y generoso. El dolor de
cuantos deploran su condición de peregrinos, su estado
precario de criaturas vacilantes y ansiosas, su amor en
peligro, que no ha conseguido aún plenamente el objeto
de su amor, y su conocimiento tan imperfecto de la ver
dad ; lamentan que se prolongue esa situación en la
cual el amor se ve amenazado de cansancio, su tristeza
puéde impurificarse y su alegría orientarse hacia la va
nidad de las cosas caducas. Lágrimas saludables son- las
que tienden a lavar los propios pecados. «Porque si con
la carta os entristecí, no me pesa. Y si estaba pesaroso
viendo que aquella carta, aunque por un momento, os
había contristado, ahora me alegro no porque os entris
tecisteis, sino porque os entristecisteis para penitencia.
Os contristasteis según Dios, para que no recibieseis
daño alguno de nuestra parte. Pues la tristeza según
Dios es causa de penitencia saludable, de que jamás
hay por qué arrepentirse; mientras que la tristeza se
gún el mundo lleva a la muerte» (11). Hay una frase de
León Bloy que resume espléndidamente: «Sólo hay una
tristeza, y es la de no ser santos.»
En'conexión con ella, existe una tristeza apostólica,
la que San Pablo sin rubor proclamó: «Siento nna gran
39
tristeza» (12). Es menester suscitarla, es preciso arrodi
llarse delante del santocristo y repasar una a una las
espinas y los clavos, las cinco llagas, las innumerables
llagas de ese cuerpo deshecho, los siete dolores de la Do
lorosa , su inmensa pena, y hacerles compañía, y reparar
tantas ofensas que a diario les son infligidas por lo·
pecadores. Como premio a esta adhesión y a las incesan
tes súplicas, tal vez seamos recompensados con el don
de lágrimas. Es bueno y laudable ofrecerse al cielo en
holocausto, entregar el alma entera para ser minucio
sa y duramente victimada, y el cuerpo con todos sus
sentidos, crucificado como el de El, como el de aquel
santo de tantos dolores y tan inalterable alegría, San
Francisco de Asís, que corría por los bosques llorando
y gritando : «El Amor no es amado.»
Tristeza de los que se compadecen de sus hermanos,
tristeza santa también. Basta aproximarse a los que su
fren, a los despreciados y perseguidos; basta leer con
corazón limpio las estadísticas del hambre y los estra
gos de la guerra para que se levante del fondo del alma
la tristeza misericordiosa y la tristeza de advertir has
ta qué punto es egoísta nuestra dicha. La tristeza tam
bién— ¿quién sabe?—del que no acierta a compartir
en mayor medida los sufrimientos ajenos...
Existe, además, una tristeza natural, cierta melan
colía que nace de buscar en las cosas lo que las cosas
no pueden dar, el absoluto. Al contacto con la tristitia
rerum el alma siente la decepción, se abre al vacío, y
este vacío puede dejar disponible al hombre para una
apetencia superior de algo que colme sus deseos. Tris
teza prologa], prólogo de algunas eximias biografías
que acaban en Dios.
(12) Rom. 9, 2.
40
Hay muchas almas en las cuales se ha cebado la des
gracia; para ellas la alegría no ofrece hoy otra posibi
lidad ni fórmula que un esfuerzo paciente hacia la con
secución de una futura alegría. Y puede darse una extra
ña auténtica felicidad en la cordial aceptación de la in
felicidad. En este valle de lágrimas semejante dicha
debía ser bastante general si el hombre se resolviera a
reducir sus aspiraciones al único esquema legítimo: ser
perdonado y aprender a amar.
Es cosa bien comprobada que nos sentimos inclina
dos a entender la alegría negativamente, como carencia
de penas. Tal vez sea porque manejamos con mayor
comodidad las ideas negativas y, según esto, conce
bimos la libertad como liberación y el cielo simplemen
te desprovisto de notas aflictivas : sin dolor, sin tedio,
6Ín fatiga, sin fin. Pero seguramente esta tendencia a
entender la alegría por referencia a la tristeza estriba
en· la mayor y más rica experiencia que acerca de ésta
poseemos. Psichari, cuando recorría el desierto, se dió
cuenta de que el oasis es un punto perdido en la inmen
sidad del espacio lo mismo que el placer es un ponto
insignificante dentro de la inmensidad del tiempo.
Con todo, la consigna de la alegría, de esa alegría
positiva que inunda todos los rincones del ser, continúa
vigente. «Alegraos siempre en el Señor, otra vez os lo
digo, alegraos» (13). A pesar de todos los pesares, a
pesar de todas las apariencias que a veces es difícil su
perar, a pesar de todas las tentativas fracasadas«com o
tristes, pero siempre alegres» (14). A pesar de la muerte
de Cristo... La alegría es fundamentalmente esperan
za, vivencia del dolor con proyección a la gloria, com
pasión con Jesús en la seguridad de nuestra próxima oo-
r«‘surrección.
(13) Philip. 4. 4.
(14) H Cor. 6, 10.
41
Y la esperanza, como toda virtud, exige un cultivo
esmerado, estado de alerta y coraje. A la desesperación
siempre «se cede». La alegría que, después de todo,
reporta la esperanza, es para las almas experimentadas
el fruto de una renuncia al descanso que la desespera
ción prometía.
42
placer engañoso y mortal. Carnus proclama en Noces:
«No hay por qué avergonzarse de ser dichoso.» Pero
más tarde, en La peste, reconoce que «es vergonzoso
ser dichoso uno solo». Y además de vergonzoso, ¿no
es imposible?
Sucede con la alegría como con el fuego: si no se
propaga, se apaga. Cuando uno, por el contrario, co
munica este supremo don, su propia alegría se conso-
lida. Esa grave dificultad que el hombre experimenta
para ser él solo dichoso rodeado de desdichados, ¿no
será una preciosa defensa cor* que Dios lo ha dotado
contra el demonio del egoísmo9 En el seno de la única
alegría cristiana, de la alegría comunicativa, se conci
llan y reconcilian el amor del prójimo y el amor de
uno mismo. Dios lo hizo todo bien : la perfección mo
ral de los seres coincide con su perfección ontológica.
La oda de Schiller a la alegría es un himno a la ale
gría universa], la alegría de los corazones unidos, un
formidable himno coral. Bajo la dulce mirada mágica
de esa alegría, todos los hombres son hermanos. El que
vaya solo por su camino, que se sume a nuestro grupo
y una su voz a las nuestras para cantar juntos a la po
derosa alegría. «Nosotros cantamos al amor, a la ale
gría, y los ángeles cantan a Dios». Y ellos y nosotros,
acaso sin saberlo, cantamos lo mismo.
43
III
45
delante de él y, si fuera preciso, permanecer toda la
vida tirada a su lado para que él te pisoteara y te gri
tase a la cara tu ignominia. Cualquier cosa con tal de
que él viviera. Cualquier afrenta con tal de que él res
pirase, aunque &u aliento te incendiara las entrañas.
Ocurre que los hombres somos a menudo mucho más
vulgares de lo que nos juzgamos, y nos faltan energías
tanto para el bien como para el mal. El demonio nos
entorpece la marcha hacia Dios, y Dios se interpone a
veces violentamente en nuestro camino hacia el abismo,
ya que no podemos saber hasta qué límites concretos
respeta la libertad humana. No estamos nosotros solos
interesados en nuestra propia ruina o salvación, y tanto
como luchadores somos campo de batalla. Por otra
parte, el amor de uno mismo y sus infinitas oscuras ra
mificaciones impiden o retardan la conquista de las ci
mas lo mismo que el descenso completo y la abomina
ción absoluta. Tu dolor justo por el hijo muerto es tan
natural como lo sería tu injusta resistencia a sacrificar
lo por el reino de Dios.
Dolor natural mayor que toda la artificial maldad
de tu antiguo deseo asesino. Y me complace saber que
este noble fruto de ahora no lo atribuyes a tu espíritu,
rescatado por tus méritos, sino a tu naturaleza, pre
servada por Dios. Dolor natural puesto que ha muerto
carne de tu carne y sangre de tu sangre. La conciencia
materna, avasallada antes por la depravación, ha surgi
do, al fin, clamorosa, intacta.
Ha muerto también, y no lo debes olvidar, carne de
su carne, carne de la carne de su padre. Me decías al
guna vez que a ratos los ojos de tu hijo te daban miedo
porque eran como los de él, vivos y terriblemente dul
ces, porque eran simplemente como los de él, negros y
grandes; a ratos, por el contrario, te producían un ex
traño gozo porque casi prolongaban la posesión de otros
46
tiempos, aquella alegría falsa, aunque suficiente. ¿Te
acuerdas cuando murió el padre? No te explica* por
qué aquella muerte, en situación tan irregular y emba
razosa, fué para ti de mucho mayor sosiego y consuelo
interior que esta otra muerte del hijo, que ha desperta
do en tu alma como una ferocidad imprevista y ha ve
nido a ser una vigorosa, eficaz llamada de Dios. ¿Qué
sabemos de las misteriosas fuerzas que operan sobre
nosotros?
¿Qué sabemos de la agonía? Acaso tu paz inexplica
ble de entonces la mereció él para ti, con su muerte tan
contrita y generosa. ¿Te acuerdas? Atrajo junto a sí al
hijo, de meses nada más, y le pidió perdón. Luego se
deshizo de él y pronunció unas palabras incomprensi
bles. Incomprensibles para ti, pero creo que ya es hora,
es hora oportuna, de que te las explique. Hasta hoy
te he ocultado su verdadero sentido, no sé si por táctica
o por cobardía. Aquellas palabras, las últimas que pro
nunció, las últimas que debió en justicia proferir, con
tenían la más pesarosa y ardiente declaración de amor
a su mujer, abandonada tan lejos. ¿Por qué misteriosa
piedad de Dios las interpretaste tú como una última
predilección, cansada, pero fiel, hacia ti? Después hube
de relacionarme con ella, y no te será fácil adivinar
cuánta resignación y amor había en su alma, qué per
dón tan total y qué dolor tan inmenso le produjo la no
ticia de la muerte de su marido. Mucho menos podrás
concebir cómo, olvidando la injusticia de tu seducción,
prescindiendo de tu pecado y abandonándolo a los jui
cios divinos, te estaba profundamente agradecida por los
cuidados que le dispensaste a él durante los últimos
tiempos.
Nada más quería sugerirte alguna pista para que com
prendas tal vez el posible origen heroico de aqueHa
suave paz que inmerecidamente entonces te embargó.
47
; Y tu dolor brutal de ahora? Un dolor saludable, no lo
dudes, un dolor para expiar tus criminales deseos, un
dolor que representa igualmente otra misericordia del
Señor. Un dolor que puedes ir mereciéndolo a medida
que lo vives.
48
singular ardor al cual la mayoría de los seres humanos
no tiene acceso.
Bien pronto, no obstante, topaste con el hastío. Es
taba el dinero, el atroz dinero, en el cual, por encima
de sus posibilidades de inversión, llegaste a encontrar
un tenebroso deleite, una sensación de complicidad cen
sual que no te proporcionaban los mismos acto« con los
que lo habías ganado. Pero en el pecado bien pronto
se disolvió todo placer, mucho antes de que hiciese su
aparición el asco o la amargura. Simplemente la insi
pidez. Esta insipidez puede darse también como resul
tado de una vida pecadora en muchos hombres; tal
insipidez, sin embargo, no constituye motivo alguno
para abandonar semejante vida, puesto que el hábito,
a la vez de insípido, va tornándose invencible, y su pri
vación se hace tan dura como la privación del pan y del
agua, aunque el seguir disfrutando de los placeres sen
suales no reporte más placer que comer pan o beber
agua; la serie de sensaciones es muy limitada, sólo es
inagotable la imaginación. Cuando el frenesí pasa, que
da la necesidad y el aburrimiento, más la resistencia a
confesar éste y la inclinación a exagerar aquélla.
El pecado no puede conducir a la felicidad aunque
produzca placer. Dios, además de dictar sus manda
mientos, ha establecido sus normas físicas y de ordi
nario las respeta. Según esto, un acto pecaminoso pue
de ocasionar sensaciones placenteras. Pero el placer es
el fruto más inmediato y pobre de todo el proyecto hu
mano de felicidad, que solamente puede culminar en
Dios. Buscar el placer al margen de la voluntad di
vina imposibilita, ya desde los primeros pasos, la mar
cha hacia la verdadera felicidad y equivale a comer la
mondadura y arrojar el fruto.
Cabe, no obstante, una administración sagaz del pla
cer que no embote la sensibilidad, sino que la man·
49
tenga siempre despierta y sedienta, al mismo .tiempo
que la adiestra en la renuncia a todo otro deleite que
rebase su propia esfera. Cabe, sí, tan terrible castigo.
El pecador, bien instalado en esa depravación sabia
mente regulada, anda muy lejos de considerar castigo
tamaña situación. Cree estar devorando la pulpa jugosa
del fruto y renuncia al hueso: a la ridicula austeridad,
a la inexistente alegría de los continentes. Y así como
nosotros fácilmente reputamos falsa su dicha, dictada
su declaración por el orgullo y el miedo a la humilla
ción, también él cree falaz nuestra alegría, y nuestra
apologética, basada únicamente en el resentimiento de
los impotentes. Estamos, pues, atribuyéndonos mutua
mente el papel de zorra en la 'famosa fábula de las uvas
verdes. Sería preciso que ellos trataran de hacerse
permeables a nuestros programas de felicidad al mis
mo tiempo que nosotros reconocemos la innegable sa
tisfacción que el placer, aun prohibido, lleva consigo.
Que ellos reconozcan también que la ley de Dios, que
no logra impedir los pecados, los hace en cierta medi
da desabridos o amargos, mientras nosotros nos apres
tamos a reconocer que la misericordia divina, que tam
poco consigue extirpar del mundo el pecado, respeta
misteriosamente el margen de placer que la naturaleza
reclama del acto pecaminoso. Porque tampoco es lícito
precipitarse a coDceder carácter paradójicamente puni
tivo a todo deleite que se deduce del pecado. ¿Es que
no puede considerarse la «alegría»—eso sí, te ruego
que al menos toleres estas comillas—del pecador como
una recompensa de las muchas indudables obras bue
nas que ha realizado y sigue, a pesar de todo, realizan
do? Esta vida y la otra... Bástenos saber que en una y
otra, en el conjunto de una y otra, la justicia—la mi
sericordiosa justicia—del Señor alcanza perfecto cum
plimiento para todo hombre, bueno o malo.
50
Placer y pecado integran una trama cuyos hilos re
sulta muy difícil discernir. Merton denuncia inteligen
temente la engañosa dialéctica de estos dos elementos
en el proceso de una vida pecadora: «La teología mo
ral del demonio parte del principio: el placer es pe
cado. Luego desarrolla el principio invirtiendo los tér
minos : todo pecado es placer. Después, señala que el
placer es prácticamente inevitable y que tenemos una
tendencia natural a hacer lo que nos place, de lo que
concluye que nuestras tendencias naturales son malas y
que nuestra naturaleza es mala de por sí. Y nos con
duce a la conclusión de que nadie puede evitar el pe
cado, puesto que el placer es inevitable. Luego, para
asegurarse de que nadie intente escapar al pecado, aña
de que lo que es inevitable no puede ser pecado. Des
pués todo el concepto de pecado es arrojado por la
ventana como impertinente, y la gente decide que no
queda sino vivir par?* el placer, y de este modo placeres
que son naturalmente buenos vuélvense malos por de
gradación y se desperdician vidas en la infelicidad y el
pecado» (1).
51
humillación tardó más en llegar. Ahora, terminado el
frenesí hace mucho tiempo y no habiéndose despertado
todavía el apetito de venganza o de ese pecado horri
ble que es el odio contra el amor, deploras enérgica
mente tu estado. Estás arrepentida. Pero quiero que
comprendas que este arrepentimiento es demasiado hu
mano. Lo noto en esa subestimación tuya de la castidad.
Te parece el sacrificio de los puros totalmente inane,
ya que supone la abstinencia de realidades muy po
co consistentes, de placeres muy desabridos a la lar
ga. El hombre puro, sin embargo, no renuncia tanto
a estas pobres realidades cuanto a sus imaginaciones,
que visten y adornan la realidad con mantos suntuo
sos! no sacrifica uu fruto de carne amarga, sino un
fruto de maravilloso aspecto. Cuídate mucho de me
nospreciar sacrificios cuyo verdadero mérito ignoras.
Y esfuérzate en adquirir, con vistas a una contrición
noble, el concepto auténtico de pecado: el pecado es
primordialmente una ofensa a Dios, no un fracaso del
hombre. Aprovecha, no obstante, esta desengañada ex
periencia de tu vida de pecado para apoyar tu incipien
te conversión a Dios, al amor, a la alegría. Reconocer
humildemente la precariedad de nuestros móviles en
cuanto dicen relación con Dios es comenzar a purificar
lo· y engrandecerlos. Contra el endurecimiento y la di
ficultad de desandar un largo camino que todo hábito
pecaminoso lleva consigo puedes valerte de tu hastío, de
tu a=co, como de un arma no muy brillante, pero sí bás
tante eficaz.
Te preocupa, sobre todo, el modo como resolverás
tu vida de ahora en adelante. ¿Adonde ir a trabajar,
en dónde presentarse con tales informes? ¡Ah, la so
ciedad! La sociedad escoge sus víctimas, las utiliza y
después las arroja al borde de la carretera. Tiene su·
leyes de honestidad, sus códigos implacables, su corree-
52
ción podrida y altanera, su horrorosa mentira. Pero
Dios usa de ella misteriosamente, como se sirve tam
bién del demonio, para la obtención de unos fines que
escapan totalmente a nuestra previsión. Líbrate de juz
garla.
Y principalmente, por favor, por lo que más quie
ras, guárdate de una cosa : guárdate del odio. La gran
tentación de las víctimas no es sucumbir a las propo
siciones del verdugo, sino consentir en el odio, en esa
interior, sorda y amarga venganza que es el odio. Guár
date de odiar a los hombres, porque este pecado arras
tra una cohorte de demonios indeciblemente más nu
merosos y fuertes que los que acompañan a la triste lu
juria.
Bien sé que, así como hay una lujuria desarmada y
hasta humilde, existe también un tipo de impureza
penetrado de odio. Gracias a este odio, la lujuria com
pensa su creciente insipidez con el saboreo del dolor
infligido a los otros, el orgullo de su incalculable po
der para sembrar celos y luchas, para desunir lo que
el amor hermosamente, trabajosamente, había unido.
Tú no conociste esta especie terrible de lujuria. Tú
amabas el pecado a pesar de sus consecuencias destruc
toras. Llegabas a sentir, cuando pecabas, una invenci
ble compasión por la esposa entonces burlada, y esta
compasión era como una mínima victoria parcial sobre
el diablo en el seno de la misma gran derrota. Tu mis
ma naturaleza, radicalmente sana, que te obligaba a
descubrir en el cómplice algún aspecto de desamparo
o alguna bella cualidad que bastase a hacerte menos
pecaminoso el pecado, te ha llevado siempre a detestar
la maldad por la maldad, el mal moral que todo bien
físico irregular contiene, como una tara o una carcoma.
Estimabas sobre todo a aquellos muchachos inhábiles,
hasta entonces puros, que habían caído en el pecado
53
por efectos del vértigo, como los que se lanzan desde
una torre por no saber superar el vértigo, por no so
portar el miedo a caer; los amabas buscando en ellos
frenéticamente, sin saberlo, tu pureza perdida. Recuer
do tu interés generoso por las confidencias que aquellos
hombres te hacían, incapaces de resistir la propensión
a hablar de uno mismo que después del pecado se ex
perimenta ; llegaste a ayudarlos en sus desgracias y, en
la9 otras confesiones de glorias y grandezas, no percibías
vanidad alguna, sino un modesto esfuerzo por hacerte
más deseable su intimidad o siquiera más soportable
aquella hora; incluso cuando te confesaban delitos o
ruindades— ¿quién podrá comprender el signo de esas
confidencias tan poco brillantes?—creías ver en el fon
do de todo ello la búsqueda de una complicidad sen
timental que te acercara a ellos. ¡Y aquel sentimiento
absnrdo, ridículo, de seguir amando a los que habían
abusado de ti y te habían olvidado tan pronto!
De la Magdalena aseguró Jesús que había amado
mucho y por eso se le perdonaba mucho. ¿Se refería
únicamente al amor divino? ¿O hay algo salvable y
puro en todo amor humano por desarreglado que sea,
en esa entrega confiada a otro ser, en esa secreta mí
nima deposición de la soberbia que cualquier amor, el
más inmundo, aun el más interesado, necesariamente
comporta? Es seguro que en ese linaje de amores nada
subsiste ordinariamente que pueda ser mirado con com
placencia por el Padre, pero al menos ese amor suele
respetar la última fibra del corazón que así ama, la
fibra donde se refugia la humildad y el sentimiento de
culpa, la fibra que en los corazones inactivos se corrom
pe y llega a persuadir al hombre de que ama a Dios
por la simple, blasfema razón de que no ama a ningún
otro ser.
Tu corazón, que te ha conducido a tantos desórdenes,
54
te lia librado, sin embargo, de caer en la maldad abso
luta, lo mismo que ha provocado ahora, con la muerte
de tu hijo, la más bella posibilidad de resurrección.
Pero esmérate mucho en defenderte del odio a los
hombres, del odio a la sociedad. Ciertamente que ésta
es injusta cuando perdona las liviandades del hombre
libertino, «y hasta ríe con sus gracias, e incluso aplaude
tales desmanes como pruebas de virilidad insigne, mien
tras inconsecuentemente os persigue a vosotras, os hu
milla con la reclusión y los atroces registros sanitarios,
con los mayores oprobios e ignominias. Defiéndete del
odio con todas tus energía?, es mi consigna más 6anta,
la que más ardorosamente pronuncio para ti. No es el
peor mal, la mayor baza del diablo, vuestro común pe·
cado de impureza, ni el pecado contra la caridad por
parte de los hombres que se burlan de vosotras, sino el
riesgo tremendo del odio que él ha puesto sagazmente
a medio metro de vuestra amargura.
No odies. Olvida, Pide a Dios la valentía de ofrecer
tus sufrimientos por ellos, por los culpables de esta si
tuación tuya. Al menos no te detengas a pensar que los
hombres son malos; dedícate más bien a pensar que
Dios es bueno, aunque con un género de misteriosa bon
dad que en tu momento actual no te es fácil comprobar,
pero sí te es obligatorio creer.
Ten piedad de ti misma. Comienza por acusarte en
silencio ampliamente. No repares en el margen de cul
pa que otros han tenido en tu vida de pecado. Aunque
ello sea innegable objetivamente, resulta impertinente
su consideración a la hora de tu propio examen. Pien
sa que otras muchachas son más excusables que tú, ni
ñas violadas por sus mismos padres, xhujeres engañadas
y abandonadas, o despedidas, en el peor trance, de la
casa en que servían por señoras muy honestas que no
podían permitir tal crimen, tal espectáculo para sus
55
castas hijas... Piensa en esa larga fila de mujeres que
caminan delante de ti, con mayores derechos que tú,
hacia el gran descanso en el regazo de Dios, que escu
driña con candelas hasta el último brote de culpa, pero
a quien no se oculta .tampoco ninguna miseria, ninguna
humillación o desamparo. Reconoce que tú vas detrás,
que en el origen de tu desorden no hay disculpa algu
na. Acúsate en soledad, acúsate mucho. Nuestro Señor
asistirá a esa acusación aunque tú no lo llames, y es
posible que en premio te conceda pronunciar su nom
bre y dirigirte a El. El pan se santifica cuando es ben
decido, el hombre en el momnto de ser bautizado, el
pensamiento cuando se lo convierte en diálogo con Aquel
que lo llena todo con su presencia.
Dios es infinitamente poderoso. Y es también infini
tamente misericordioso hasta el punto de que una ora
ción de la liturgia penitencial afirma que la máxima
demostración de la omnipotencia divina consiste en su
misericordia y su perdón.
Puede ser que llegues de un salto al puro amor de
Dios. Puede ser que únicamente te sobrecoja un gran
terror, un dolor de haber pecado y un pesar por haber
merecido las mayores sanciones. Acéptalo. El limpio
amor de Dios, aparte de lo que tiene de gracia divina,
está sometido también al mecanismo psicológico del
alma y no se improvisa fácilmente. Y la atrición con
confesión libera y, si es verdaderamente humilde, sue
le conducir a la contrición.
56
tu que el corazón se con-vierta cada noche al Señor des
pués de haberse di-vertido cada día y dispersado en e]
amor de las criaturas. Asimismo es menester buscar dia
riamente a Dios, ya porque El gusta de llamar y escon
derse en los procesos purgativos, ya porque su rostro
siempre permanece parcialmente velado a la potencia
limitada de nuestros ojos y siempre es posible profun
dizar en la intimidad cristiana, ya también porque, así
como una sincera búsqueda entraña ya el encuentro,
el sentimiento de haber asegurado definitivamente nues
tra conquista constituye el riesgo más próximo y temi
ble de perderla otra vez. Hay que buscar incansable
mente para no perder lo encontrado, hay que vivir en
continuo temor a fin de no pecar contra la esperanza.
Representa un grave misterio el perdón divino : la
facilidad con que lo obtenemos puede convertirse en es
tímulo de pecado mientras provoca en otras almas la
idea de una indiferencia de Dios respecto de nuestras
obras, tan liberalmente absueltas que parece que no
le atañen lo más mínimo. Diríamos que a Dios le trai
ciona su bondad. Y a nosotros nos pierde la suma lige
reza de nuestros pensamientos. Es preciso recordar mu
cho la encarnación y pasión de Jesucristo, tratando de
penetrar más y más en aquellos acerbísimos dolores, en
aquel atroz anonadamiento que supuso el hecho de to
mar el Verbo carne humana, de permitir ser limitado
el Inmenso por una modesta figura y ocupar un poco
de espacio, de empezar a vivir de alguna forma el
Eterno, que no había tenido comienzo alguno.
Hace falta, igualmente, calibrar más la tremenda in
gratitud de las recaídas, cuya gravedad viene acentuada
por el desprecio de una fácil misericordia repetidas ve
ces experimentada. Que el ejemplo de María Magda
lena te inspire la humilde confianza de alcanzar la ab
solución de tu vida, pero no deduzcas de él la orgullosa
57
confianza de poder pecar impunemente cuanto quieras.
El perdón de aquella pecadora fué proporcional a su
amor, pero acaso nuestra condenación guarde la pro·
porción de nuestra ingratitud al amor. Si su amor y
gratitud fueron tan grandes como su pecado, a menudo
nuestro pecado es mayor, tan grande como nuestra in
gratitud. Y cuando, por la insondable misericordia de
Jesucristo, seamos tal vez perdonados, el perdón que
sobre nosotros se ejerza tendrá que ser mayor, pues si
es posible que hayamos pecado tanto como ella, es tam
bién seguro que no hemos amado en la medida que
ella amó.
58
ya no sois de vosotros mismos, porque habéis sido com
prados a gran precio? Glorificad, pues, a Dios en vnes-
tros cuerpos» (2).
Carne que ha pecado mucho y, sin embargo, está
llamada a la gran glorificación, a la prodigiosa convi
vencia con la carne del Hijo de Dios. Fruto de la carne
de pecado, ese hijo tuyo que hoy está en el cielo y cuya
carne, al fin de los siglos, brillará eternamente. Mira-
biliter, mirabilius... La Iglesia afirma una graduación
de adverbios. Maravilloso lo que hace Dios, más mara
villoso lo que rehace.
Con este cuerpo tuyo, a golpe de ese dolor que es
menester conservar y purgar, sobre una humildad que
viene facilitada por tus muchas humillaciones, tienes
que levantar una casa para El. Acaso preferirías que
todos definitivamente te despreciaran, para poder con
más derecho despreciarte tú. ¡Oh, es demasiado fácil
despreciarse uno mismo! En el fondo de ese desprecio
es probable encontrar una última paz estéril y el des
engañado bienestar que trae la renuncia a todo esfuer
zo ulterior. Pero hay que amarse, a pesar de todo,
porque también uno ha sido redimido con la sangre
de Jesús.
No puedo despreciarte. Y esjta estima mía no es un
paso metódico inspirado por mi deseo de ganarte para
el Señor, sino una apreciación real, objetiva, de tu alma
y tu ser entero. Ni me fundo en las singulares e indes
cifrables prerrogativas de los grandes pecadores ante
Dios, porque ¿quién es más pecador? En el mejor de
los casos, podemos comparar los pecados de dos almas.
Pero ¿y el otro platillo?, ¿las gracias recibidas, que
escapan a todo cálculo humano? Aquél ama más que
r>9
llena mejor eu capacidad de amar, aunque ésta tea muy
escasa y pobre.
61
la noticia escueta, filtrada para la sala capitular, a
fin de que la salud del Sanjto Padre y las persecuciones
de China tuviesen eco impetratorio o expiatorio en las
oraciones de la comunidad. Ningún contacto que pue
da turbar la paz, conseguida a costa de muchos penosos
kilómetros y al precio de grandes desasimientos. La mi·
sión específica de ustedes no es apostólica, sino con
templativa. Ni siquiera el apostolado que pueda dima
nar para los visitantes del espectáculo de esa alta vida
contemplativa, de ese silencio y retraimiento. Su misión
es la pura alabanza de Dios, mediante el ora et labora,
la plegaria privada, el canto coral o los estudios bí
blicos.
Monasterio, apartamiento, facilidad para la oración.
Cierto que la soledad espiritual puede encontrarse en
medio del tráfago de la vida y en los quehaceres mun
danos, en las villas y ciudades, pero también es cierto
que el aislamiento físico facilita la consecución de la
soledad interior y ésta, si es auténtica, pugna por ro
dearse de unas condiciones exteriores que la defien
dan, lo mismo que la verdadera pobreza afectiva, po
sible en una existencia acomodada, tiende a realizarse
de una u otra manera en pobreza efectiva.
62
recomienda al mayordomo del monasterio que cumpla
escrupulosamente en todo «a íin de que nadie se con·
triste» (1). ¿Por qué tristeza? Dios, que permanece
siempre fiel a su palabra, ha prometido: «Les daré
alegría en la casa de la oración» (2).
La oración es un manantial de alegría. «¿Está triste
alguno de vosotros? Haga oración» (3). La plegaria
ensancha los senos del alma y la capacita para recibir
al Espíritu Santo, uno de cuyos frutos es el gozo,
desaloja las sucias tristezas que el amor propio en cada
fracaso acumula y revela el fondo de miserias que cons
tituyen su haber, despertando en el alma esa saluda
ble tristeza que acaba diluyéndose en la contempla
ción de la divina misericordia, en el presentimiento y
experiencia de esta misericordia como único acceso a
la alegría.
Pero la alegría no es sólo efecto de la plegaria, sino
también condición indispensable para su correcta y
eficaz realización. «¿Por qué no llega al altar la ora
ción del hombre triste? Porque la tristeza e*tá asentada
en su espíritu; y la tristeza, mezclada con la oración,
no deja subir a ésta limpia hasta el altar de Dios.
Porque así como el vino mezclado con vinagre no tiene
el mismo sabor, así la tristeza mezclada con el Espí
ritu Santo, no tiene la misma fuerza de súplica» (4).
Existe, por tanto, una tristeza que impide la comuni
cación favorable con el Señor, que cierra los poros del
alma a su acción bienhechora. Así como la alegría
implica siempre una forma de efusión, la tristeza lleva
consigo un grado mayor o menor de impermeabilidad.
Por eso la Sagrada Escritura, cuando ordena las ple-
63
gañas públicas y reglamenta el culto, exhorta repeti
das veces a la alegría. La Ley mandaba que todos de
bían asistir a las fiestas sacras contentos (5) y que el
pueblo celebrase durante siete días la fiesta de los Ta
bernáculos con regocijo (6).
El concepto de culto justifica la celebración de la
fiesta y la cesación del trabajo, hasta el punto de que,
en la mentalidad de todo pueblo, es posible advertir
secretos hilos que enlazan cualquier paréntesis de des
canso con la idea de un cierto culto tributado a la
divinidad. Porque la idea de fiesta es al tiempo lo que
el templo representa para el espacio: una zona que
no se aprovecha prácticamente, que se ofrenda a Dios
por El mismo, sin intenciones utilitarias. Si sustraemos
a la fiesta esta superior acepción, rebajamos su signi
ficación a una pura utilidad: descansar del trabajo y
almacenar fuerzas para un nuevo trabajo, con lo cual
la vida cobra un aire de irreparable pesadumbre y aflic
ción.
El recinto que las paredes del templo rodean no tie
ne utilidad. La fiesta que periódicamente ha de cele
brar el hombre carece igualmente de utilidad. La litur
gia tampoco posee utilidad, lo que posee es sentido,
porque su objeto no es el hombre, sino Dios. La utili
dad pedagógica que los ritos pueden ostentar no es esen
cial al concepto de liturgia. La liturgia es «un juego
delante de El» (7). Las palabras del invitatorio convi
dan todos los días, antes de la celebración del culto,
a la exultación y al júbilo: «¡Venid, cantemos jubilo
samente a Yavé! ¡Cantemos gozosos a la roca de nues
tra salvación!» (8).
64
La alegría, que ha de impregnar la fiesta, la liturgia,
Ja oración, nace del reconocimiento de la majestad y
misericordia divinas y de la seguridad de ser escucha
dos. Clemente de Alejandría cita el Génesis: «El rey
vió a Isaac entreteniéndose con su esposa», e interpreta
así: ((El rey contempla y el espíritu de sus hijos en
Cristo se regocija. ¿Qué cosa conviene más a un ver
dadero sabio que entretenerse, ser alegre con pacien
cia y honestidad, en una fiesta que se festeja ante
Dios? Cristo es el rey que ve desde lo alto nuestra ale
gría» (9).
65
través de la Muerte, ha de reflejarse en cada biografía
cristiana. El cuerpo místico de Cristo sigue la misma
trayectoria de su cuerpo físico. El Salterio, que en cier
tos momentos le proporcionó a El fórmulas de oración
personal, traza también, para cada uno de sus seguido·
res, el itinerario seguro, los modelos de oración justa
v eficaz.
No existe, con todo, contradicción alguna entre este
predominio del tema doloroso en el Salterio y la obli
gación de orar con alegría: la alegría que aquí se pos
tula no brota de la propia experiencia de realidades
placenteras, sino que está inspirada en la suma feli
cidad de Dios vivo y poderoso y en la esperanza firme,
inconmovible, que posee todo el que ora bien, de par
ticipar algún día de esa felicidad, con tal de que siga la
pauta que marcan los salmos, las huellas que dejó en
la tierra el Hijo del Hombre. No hay un solo versículo
que pueda cuartear esa esperanza e impedir esa honda,
subterránea alegría. Ni el Dios mío, Dios mío, ¿por
qué me has desamparado? debe arrojar a la desespera
ción, a la tristeza absoluta, a nadie que haya asimilado
suficientemente en su corazón, mediante la oración asi
dua y humilde, los sentimientos de Jesucristo.
66
vas, por medio de las cuales Dios va eliminando las
escorias que el alma con su sola acción» por esforzada
que sea, no consigue hacer desaparecer.
Estas noches, llamadas del sentido, no afectan sola
mente a los sentidos externos e internos, sino también
al apetito sensitivo y al entendimiento, en cuanto dis
cursivo y menesteroso del concurso de la imaginación, y
provocan largas, persistentes sequedades en el alma, des
poseyéndola de todo consuelo sensible, igual que la ma
dre que desteta al hijo ya crecido, según la deliciosa y
ya canonizada expresión de San Juan de la Cruz.
Existe el peligro de confundir semejantes arideces que
ridas por Dios con la sequedad e inapetencia que cali
fica a las almas por su culpa disipadas, a las enfermas o
asediadas por el demonio. Pero los maestros han conse
guido señalar varias normas de discernimiento : la aridez
por las cosas divinas va aliada en las almas disipadas
con una poderosa inclinación a los deleites del mundo,
y en cuanto a las almas sometidas a indisposición corpo
ral, que no encuentran gusto en nada, ni a derecha
ni a izquierda, tampoco experimentan deseos de ser
vir a Dios ni pena por lo baladí de sus servicios, mien
tras que las almas castigadas por purificaciones pasivas
sienten esos deseos y esa congoja en alto grado, lo cual
descarta asimismo la intervención del diablo, incapaz
por naturaleza de inspirar sentimientos tan saludables.
Se impone una consigna de tenaz perseverancia en
la oración, al modo de Jesús, que, cuando estaba hundi
do en la agonía y el desamparo, oraba con redoblado
íervor (10). Los procedimientos, sin embargo, de ora
ción que el alma ha de seguir en esta fase de su des
arrollo serán muv diversos de los que practicaba en su
etapa de meditación discursiva; su actitud ha de redu
67
cirse a lo que San Juan denomina ((advertencia sencilla
y amorosa a Dios», sin querer sentirle.
Sólo en casos muy contados las almas que han atrave
sado felizmente la noche del sentido llegan algún día
a sumirse en la noche del espíritu, y, tras haberla supe
rado, tienen acceso a la «unión transformativa» o último
grado clasificable de perfección. La noche del espíritu
es atroz. Los doctores afirman que se asemeja mucho a
la pena de daño del infierno, pues la situación del alma
durante esta tremenda noche viene originada por el más
lúcido y doloroso conocimiento de sus propias miserias
y de la santidad de Dios, reflejada en ese rostro exigen
te e inmaculado que la contemplación infusa le ha per
mitido entrever; a este conocimiento acompaña la idea
de que nunca será posible conciliar tales sombras con
luz tan preclara, y, por tanto, el alma se siente condena
da a la pérdida definitiva de su Señor. Cuando la noche
termina, el sol vence y Dios se desposa con el alma así
quebrantada en unas íntimas bodas de suavidad y rega
lo inenarrables.
68
propia industria, para el propio provecho y consolación.
No es fácil comprender que un ser que ha renunciado a
todo para vivir en soledad, ha renunciado en primer
término al deseo de cultivar morbosamente cierta sen*
sación de soledad.
Acaso sea éste uno de los peores riesgos, uno de los
costados desfavorables de una vida en soledad. Por eso
no puede permitirse que el hombre se abandone y se re
pliegue en sí mismo. Necesitará, aun en el caso de extre.
ma soledad, y tal vez más en ese caso que en cualquier
otro, de alguien que vigile su trabajo interior, que ten
ga acceso a su cámara más oculta y pueda luego aconse
jarle en las complicadas y espinosas dificultades que se
plantean a las almas retiradas.
Junto a este riesgo de encerrarse en su última soledad
y extraer de ella sabores corrompidos, hay que citar
también el descontento por no hallar la total soledad que
el corazón anhela. A la vez que el hombre, entra con él
en el monasterio todo su mundo de recuerdos, todos los
seres que ha despreciado o escarnecido, sobre todo los
que ha amado y aun aquellos que, sin ser correspondi
dos, le han amado a él. Esta larga comparsa probable
mente ha de acompañarle mucho tiempo y hasta duran
te toda la vida. No se suprime el pasado de un manota
zo. No se construye la soledad en el aire, sino 6obre la
tierra, sobre la memoria.
Puede este mundo de recuerdos serenarse pronto y
puede también durar su fermentación y desazonar al
monje. Habría que sopesar despacio las razones que
obran en pro y en contra de su permanencia en el mo
nasterio.
69
gro más grave que amenaza a su alma en esta nueva vida
que ha adoptado, y voy a serle claro y leal.
No creo que sea ninguno de los arriba apuntados. Tie
ne usted una naturaleza sana, poco propicia a abando
narse a sentimientos retorcidos y morbosos. El mayor
peligro para usted, ahora que ha ingresado en la Or
den, me parece a la vez obvio y sutil, y acaso usted en
un principio no le conceda valor alguno por ser exce
sivamente grueso, demasiado evidente. Con el tiempo,
no obstante, a lo mejor me da la razón, cuando Dios ten
ga a bien revelarle los abismos, las malignas derivacio
nes que usted—así lo deseo y espero—haya felizmente
superado, y en las cuales otros muchos, incontables, han
caído, las derivaciones delgadísimas y multiformes de un
peligro que hoy juzga usted patente y demasiado claro;
por tanto, poco peligroso.
Me refiero al desprecio del mundo y de los hombres
que en él han quedado.
¿Conoce usted la génesis de la palabra fariseo? Signi
fica en principio el «separado». El origen de los fariseos
es muy honroso: ellos se separaban con el fin de re
chazar las influencias gentiles, para defender lo que el
segundo libro de los Macabeos llama amixia: ausencia
de mezcla con los paganos. Después, la misma degenera
ción de la palabra fariseo arguye la degradación de aque
llos que ostentaban tal calificativo.
¿Separarse? Sí. Pero ¿cuál es el motivo que influye
en la retirada?
Ya el sentido usual, peyorativo, de este vocablo nos
introduce en el problema y puede dilucidar la legítima
y falsa postura que a un hombre es dado adoptar ante
un proyecto de vida solitaria.
Retirada significa de ordinario una claudicación, una
deserción del puesto de combate, deponer las armas y
huir. En nuestro caso, zafarse de la lucha contra el mal,
70
fugarse del enemigo mundo. Si el hombre que acude al
monasterio va animado de este cobarde espíritu, su in
greso en religión es una retirada en la peor y más vitu
perable acepción; no sabe, por otra parte, que si se
libra de un enemigo, otros enemigos más feroces e irre
ductibles le siguen, envalentonados por tal huida.
La vida monástica es precisamente todo lo contrario:
comprometerse a fondo en la guerra, empleo de las ar
mas más delicadas y pojtentes. Y no se trata sólo de sol
ventar cada monje su lucha personal, pues en la vasta
pugna del bien y del mal la victoria o fracaso de cada
criatura no son primordialmente más que datos, anéc
dotas de esa lucha gigantesca entre el Cuerpo Místico de
Cristo y lo que Orígenes llamaba, paralelamente, «cuer
po del demonio)) (11).
Aquí, en esta grandiosa peripecia del Cuerpo Místico
es donde hay que encuadrar todo proyecto de salvación
individual. Cualquier otra concepción atentaría contra
los soberanos planes de Dios. ¿No es absurdo asear los
pies con la intención de que reluzcan más que el rostro?
Las luces y gracias concedidas por Dios a cada miembro
son para servicio de todos.
Jesús no sufrió para batir una marca inaudita en la
historia del sufrimiento humano. Jesús no sufrió para sí.
Sus dolores constituyen un tesoro común para enriqueci
miento de todos los hermanos. Igualmente los santos v
los cristianos que han abrazado las más duras formas de
vida abstinente. Quéffélec, el gran biógrafo de San An
tonio, dice que la verdadera celda de este eremita no es
taba hecha tanto de tablas y de piedras como de las lá
grimas de los hombres.
Querido amigo, la santidad es una empresa colectiva.
Y esto por dos motivos : porque los frutos de santidad
71
que cada alma alcanza aprovechan a todos y porque ta
les frutos no se obtienen si cada alma no es lo bastante
generosa para desprenderse de sus bajas codicias espi
rituales.
Creer que la santidad estriba en refugiarse en un mo
nasterio para saborear mejor la belleza de la liturgia,
creer que la santidad consiste en aislarse entre cuatro
paredes para dedicarse a la gustosa lectura de los libros
de teología, es comenzar a andar en dirección contraria
y prostituir las más nobles calidades de los instrumentos
de santificación. ¿Aislarse de qué o de quién? ¿Del
mundo, de sus pompas y engaños? ¿No será más bien,
en algunos casos, pretender aislarse de I09 hombres ne
cios e ignorantes, de «los que no tienen sensibilidad para
las cosas del espíritu»? Sí, aislarse de los que no saben,
de los que no entienden, de los que juzgan que la reli
gión consiste en encender velas a una imagen de la Mi
lagrosa... Aislarse de la inmensa plebe sucia e ignorante.
Separarse. Extravío del fariseísmo: comienzan recta
mente rechazando la contaminación, continúan apartán
dose de los contaminados y terminan pronunciando jui
cio de contaminación sobre todo el pueblo.
Como explicación de la apostasía de las masa9, Pío XII
ha dicho unas palabras inolvidables : «No han sido bas
tante amados.» Acaso convendría que estas palabras so
nasen de cuando en cuando en los cenáculos de las aba
días, allí donde se pronuncian consignas sobre el más
exquisito silencio y se desentraña el sentido de las an
tífonas del domingo venidero.
Que estas frases no le sirvan a usted de turbación, sino
de estímulo. Que no le turbe pasar revista, durante sus
ratos de oración, al mundo que ha dejado tras de sí.
A la hora en que usted se recoge para la plegaria, piense
que muchos hombres sufren, dentro de un quirófano o
al lado de un quirófano—me imagino que no habrá ol-
72
vidado lo maravilloso que e§ amar a una persona de car
ne y hueso y cuánto se sufre viéndola sufrir— , muchos
hombres padecen hambre y sed, esperan largas horas
delante de una panadería, se matan en las montañas del
Irak, y los obreros que marchan en el tranvía de Cara·
banchel, con su tortilla debajo del brazo. Piense que a
esa hora muchos están pecando, y piense que en su pe
cado todos hemos tenido algo de parte. Piense, al me
nos, que el alma que no pecó es más deudora a Dios.
Piense también en los ocultos delitos contra la caridad,
en los terribles pecados de soberbia... Trate de desagra
viar a Dios por los pecados de este linaje cometidos en
ciertos actos públicos de desagravio. Que todo el mundo,
de Norte a Sur, de Este a Oeste, que los hombres todos
quepan en su oración, los puros y los manchados, los
manchados y los que se creen puros.
Que su oración sea general y abarcadora. Que su espe
ranza congregue en su corazón a todos los que aún son
capaces de ella, a todos los vivos: «Espero, Señor, que
nos darás la vida eterna y aquello que para conseguirla
nos sea necesario». Pida a Dios, para todos ellos, el pan,
el amor, es decir, la alegría. Esa alegría que usted alcan
za en la oración, pídala para todos aquellos que no sa
ben orar. O renuncie a su propia alegría en beneficio
de los miserables. Sí, la alegría es el denario de la ora
ción. Pero ¿no entendió usted aún la parábola? Aquellos
trabajadores que habían marchado a la heredad al rom
per el día y los que fueron a la hora undécima, a pesar
de ser retribuidos todos ellos con el denario, su premio
no fue el mismo : ¿cree usted que no es ya un plus con
siderable el mero hecho de estar más horas en la viña
del Señor, por penoso que sea el trabajo? ¿No le parece
que la oración es ya una recompensa en sí misma?
Pida mucho a Dios, con gran fervor, 1a alegría para
los hombres.
73
El fariseísmo—teórico: yo no puedo juzgar ni mucho
menos prejuzgar—*jue he tratado de describir y del cual
he querido prevenirle es, diríamos, un fariseísmo de cía.
se. un fariseísmo colectivo. Pero dentro de toda colec
tividad leligiosa es muy probable que se filtren tipos
individuales; farisaicos que asuman y acentúen, con re
lación al resto de la comunidad, el estilo que la casta de
los fariseos ostenta respecto del pueblo.
Es ello muy posible. Es también posible que sean
advertidos de tan serio peligro. Entonces ellos ¿qué ha
cen? En lugar de reconocerse culpables se sienten ofendi
dos ; pero como son santos, traducen así: «perseguidos
por causa de la justicia». Luego, porque son santos, no
toman ninguna venganza, sino que ejecutan actos de re
paración. Y los desastres van sucediéndose en cadena y
el alma se endurece. ¿Quién podrá liberarlos de esa co
rrupción tan entrañada? En ocasiones, eso que nada ni
nadie lo ha podido conseguir, lo ha logrado tan sólo el
pecado, un pecado muy humillante. El misterio nos
envuelve y nos impregna hasta los huesos.
En el fariseo se da presunción, proclamación de vir
tudes, a veces burda y a veces sumamente hábil, como
suele ser cierta ostentación muy bien administrada de
ía humildad. El fariseo practica el lavatorio externo y
descuida la pureza de su corazón; es, con terrible ca
lificación divina, un sepulcro blanqueado. Observa es
crupulosamente los preceptos menores y quebranta con
gran facilidad los de mayor importancia. Fustiga los
pecados públicos y se lava la9 manos. (No hace mucho
que una pobre muchacha quedó embarazada, y para
ocultar su deshonra, cuando nació su hijo lo mató y arro
jó el cadáver al r ío : un pecado seguido de otro, mucho
más monstruoso. Pero entre uno y otro pecado, ¿no
hay un tercer pecado? El pecado contra la caridad, el
pecado de una sociedad farisaica que grava con afren-
74
tas innecesarias, con crueldad puritana, la deshonra de
una mujer. ¿Sólo la madre fue culpable del asesinato
de su hijo?)
En el fariseo no puede haber alegría. El mismo la re
chaza como sospechosa; él mismo la aleja de sí al va
ciar de todo contenido jugoso sus prácticas religiosas y
quedarse únicamente con la corteza áspera. Pero Cristo
recomendó vivamente: «Cuando ayunéis, no pongáis la
cara triste como los hipócritas, que demudan su rostro
para que los hombres vean que ayunan; en verdad os
digo, ya recibieron su recompensa. Tú, cuando ayunes,
úngete la cabeza y lava tu cara» (12). Y ya recordará
usted que San Benito quiere que los monjes, en cuares
ma, se mortifiquen espontáneamente más de lo prescri
to, pero «con gozo» (13).
Es fariseo el que cumple externamente y por dentro
carece de espíritu. Todas las virtudes son susceptibles
de uso descaminado. Junto a la caridad practicada por
la mano derecha sin que la izquierda tenga noticia de
ello, está la caridad ruidosa, publicitaria. Junto a la
humildad escondida, que se desconoce a sí misma, exis
te la humildad cuyos golpes de pecho resuenan en todo
el templo. Al lado de la justicia que perdona, está la
justicia que condena, y junto a la justicia que reprende
y cura, la justicia que arroja a todos al abismo. Junto
a la huida del mundo por odio, la huida por amor. Jun
to a la mortificación alegre, la penitencia triste. Junto
a la alegría auténtica, la falsa alegría. Junto a la alegría
profunda que origina la victoria sobre el pecado, aque
lla otra alegría superficial que San Juan Crisóstomo te
mía de sus h ijos: «Veo que algunos están muy alegres
porque han superado ya la mitad de los ayunos. Pero
no es de esto de lo que deben alegrarse; tienen que con-
(12) Mt. 6, 16-17.
(13) Regla, 49, 6.
75
siderar si han desterrado ya la mitad de sus pecados,
único motivo de gozo» (14). Al lado de todas las formas
genuinas de vida cristiana, las formas deformadas, las
actitudes viciosas. Codo con codo con el santo, el fari
seo, su parásito, la excrecencia de todo organismo re
ligioso.
Es fariseo el que finge escándalo. Es fariseo el que
lo interpreta todo maliciosamente. Es fariseo el que
adopta en su vida una intransigencia que no concuerda
con el tono del Evangelio. Tenga mucho cuidado, se lo
ruego, sobre cierto espíritu de intolerancia que quizá
llegue a apoderarse de su espíritu y agostarlo. Ante al
gunas inobservancias que acaso se den en el monasterio,
es posible que se alce en el fondo de su corazón una
queja agria, una amarga censura sin discernimiento ni
tacto que puede llevarle a juicios descarriados o a un re
sentimiento estéril. La inhumana rigidez, la aspereza
intolerante desencadenan resultados tal vez más desas
trosos que la misma laxitud de conciencia. Si ningún
hombre tiene derecho a proponerse a sí mismo, repitien
do la frase de Jesús, como modelo de suavidad y manse
dumbre en el cual puedan los demás aprender, mucho
menos está autorizado a apropiarse aquellas otras pala
bras de Dios: «Apartaos de Mí, malditos», palabras
que serán pronunciadas en un tono que hoy no podemos
siquiera imaginar nosotros, tan inclinados a convertir
la justicia en venganza, palabras que las manos de Cris
to rubricarán con un rechazo infinito. Pero ¿quién pue
de adivinar la dureza de unas manos ensangrentadas?
La santidad libra al hombre de juzgar a los demás,
le impide condenarlos. Un santo es misericordioso, mi
sericordiosamente justo. El gran fruto de la santidad no
consiste en hacer amable el fondo de la propia alma,
76
sino, al contrario, en revelar al santo qué amplio mar
gen de amabilidad subsiste en todo hombre, por malva·
do que parezca.
Hay una frase injusta de Sartre: «El infierno son los
otros.» Pero esta frase puede ser válida referida a un
misterioso adelanto del infierno en esta vida, en un sen
tido muy distinto del que le otorga el filósofo existen·
cialista. El pecado-—sobre todo el pecado en sus formas
más puras, el odio, la soberbia—causa una lastimosa ce
guera para todos los valores del prójimo, anticipando el
negro espectáculo que tendrán que soportar los répro-
bos cuando, a la visión de la absoluta miseria de los de
más, se añada la visión lacerante, intolerable de la pro
pia maldad. La tortura del condenado,con relación a
los otros réprobos estribará en no poder dar rienda suel
ta a sus tremendas y radicales ten d en ciasen no poder
huir de sí mismo y de los demás, en no poder hurtarse
al espectáculo de los otros y del suyo propio. El mira
y se sabe mirado. El odia y se siente odiado. El odia
en los demás lo que odia en sí mismo y lo que conoce
que los demás odian en él. A la maravillosa, estreme·
cedora definición de Bernanos: «el infierno es haber
dejado de amar», no se le puede poner excepción algu
na, puesto que el reprobo odia hasta su propio odio.
¿Cómo no odiar un odio que no reporta compensación
alguna, que carece de toda satisfacción? En este mundo
todo odio, aun el más profundo, es un odio vacilante,
un odio que puede ser dulce.
77
jas que dentro del redil contagian su enfermedad. Doblo
solicitud pastoral: buscar la oveja perdida y expulsar
la infecciosa.
Contra los fariseos pronuncia Jesús los ataques más
despiadados, las palabras más duras que pueden escu-
charse. Hay algunos pasajes del Evangelio que a mu
chas almas no habituadas a su uso costará en principio
gran trabajo aceptar: las tentaciones de Cristo, su mie
do en Getsemaní, su desamparo en la cruz, algunas de
las frases que dirigió a María, sus invectivas terribles, sin
remisión, contra los fariseos. Los llama hipócritas, hijos
del diablo e imitadores de su padre, víboras, ladrones,
homicidas, sepulcros exteriormente blanqueados. Hay
exégetas que señalan el decidido contraste entre el ser
món de la montaña y el sermón del templo, el sermón
de las ocho bienaventuranzas v el sermón de las ocho
*
78
rior, que han falseado las esencias y pecado contra la
verdad, tendrán su castigo específico. Dante, en el ca
pítulo veintitrés del Infierno, los condena a soportar
pesadísimas capas de plomo recubiertas de oro.
79
Sí, la humildad consiste en conocernos; en conocer
nuestra falta de humildad. La humildad es la simplici
dad, la sencillez; pero ¿es que hay ya para muchas al
mas otra sencillez posible que la sencilla aceptación de
su complicación?
San Bernardo distingue doce grados en la soberbia.
Uno de ellos es la «vana alegría» que nace de atender
exclusivamente a las propias excelencias y a los defec
tos ajenos (19). Frente a esta «vana alegría» tiene usted
que cultivar la alegría sólida y verdadera de amar a
Dios a pesar de todo y extraer alegría del pensamiento
de que los otros le aman más que usted.
En definitiva, la consigna tradicional, siempre in
exhausta, despeja todo camino: lo que importa no es
merecer, sino amar. Amando así, desasidos de toda codi
cia, obtenemos aquello que los más ambiciosos deseos
no podrían alcanzamos: la alegría, el cumplimiento de
la voluntad de Dios en nosotros.
80
V
81
de leso amor olvidar. «Caía en domingo.» «Se oía el
tren de las nueve.» «Tú me escribiste sólo tres cuartillas,
yo te había escrito cuatro, y además tienes una letra
grandísima.» «En la plaza de toros, allí arriba; parecías
ya mayor.» «Hasta Alhama, ya son kilómetros; sólo
para que oyeras desde la cama el claxon.» Es preciso
salvar todos los pormenores, todos los pequeños pre-
ciosos datos, y apuntalar con ellos la vida. «¿Te acuer
das?» «¿Te acuerdas?» Y la boda. «Por fin salió todo
bien.»
¿Os acordáis? ¿Os acordáis cuánto sol había al salir
de la iglesia? Esperaba mucha gente en la calle y os me
tisteis en el coche como si fuese un refugio. Nada apenas
se había desplanchado, las flores estaban bien frescas y
la madrina acabó entera, con todos los huesos en su si
tio, contra toda previsión. ¿Os acordáis qué bien so
naba el órgano, qué suave? ¿Os acordáis que empezamos
sólo con un cuarto de hora de retraso? Sin embargo, a
pesar del inevitable aparato, hubo una gran sencillez,
una digna sobriedad en .todo, como lo habíamos pro»
vectado despacio los tres. Me dijisteis al final, por todo
comentario, y yo lo agradecí a Dios en el alma, que
San Pablo os había interesado más que Gounod. Sí, El
os premió los tres meses que habíais pasado tratando
de penetrar en la Epístola, buscando todo su sentido,
esforzándoos por transportar a vuestro momento psico
lógico, a vuestro trémulo corazón expectante, incluso
las disquisiciones de los críticos y los matices más ni
mios de una exégesis científica que en vuestra oración
y vuestro diálogo se transformaban en vida, en gozo, en
susto, en primavera. Habíais elegido vuestro slogan para
esos meses y lo llevabais escrito en la cartera, cada uno
con letra del otro: «La boda es un sacramento.» Mu
cho tiempo atrás os habíais impuesto, para estímulo
y freno, para acicate y cautela, para íntimo gobierno
82
de vuestras relaciones, una frase entresacada de la lectu
ra común de San Juan de la Cruz: «A la caída de la
tarde seremos examinados sobre el amor.» Esta asigna
tura os exigía un largo y cuidadoso aprendizaje, re
clamaba de vosotros la diaria victoria del amor mutuo y
la incesante derrota del amor propio, el saber conciliar
castidad y ternura, esperanza y temor, paciencia y pro
greso. ¡Lo hicisteis bien, amigos! Os digo de verdad
que pocos gozos me ha reservado el Señor, en mi vida
de sacerdote, tan grandes y limpios como el de asistir
maravillado al crecimiento y purgación de vuestro afre
to. ¿ Qué puede haber, exceptuando la renuncia al amor,
tan admirable como el amor? Y dentro de usa vocación
decididamente conyugal, ¿puede haber algo más grato
al cielo que ese amor de la tierra?
Dios os lo ha recompensado ampliamente, elevando,
como eleva el pan y el vino a la categoría de su Cuerpo
y Sangre, vuestro amor humano al plano del amor sa
cramental, dejándoos las especies, el color y sabor de
las satisfacciones carnales, queridas también por El.
¿Os acordáis?... Pues id recordándolo sin prisas, con
sumiendo en esta meticulosa y asombrada evocación I09
días que habíais pensado gastar en la admiración de
los múltiples paisajes. Todo, tanto como los montes o
la9 islas, es obra del Señor. Repasad despacio los mue
bles y enseres de la casa. Ordenad los regalos. Cuidad,
sobre todo, de conceder el mayor rango a vuestras cosas,
a vuestras cosas entrañables, historiadas ya en el alma
con minuciosa caligrafía. Bien visibles esas cosas, con la
alusión a flor de piel, la referencia a la anécdota concre
ta que les sirvió de pretexto, los muñecos de cada cum
pleaños, la deliciosa Virgen María de Labra que coronó
aquella enfermedad, aquella hermosa resignación a todo,
al aplazamiento indefinido...; la sala de estar, con to
dos sus estupendos trastos, costeada con el pequeño
83
March que merecisteis juntos, en tan bella y sacrificada
colaboración, uno estudiando hasta las tres, la otra pa
sando el trabajo a limpio en las horas m¿s gratas de la
tarde, cuando a través del balcón se veían las parejas
de novios caminando. ¡ Y la música! Administradla
bien, meted en cada disco un recuerdo, una hora de
paz o de nostalgia, por si algún día os hace falta recu
rrir a esa ayuda. Discos, música en conserva, vida en
conserva; no la desbaratéis. Creo que pronto os podré
mandar los espirituales negros que os prometí. Y a ver
cuándo puedo ir a bendeciros la casa—bendeciros todo,
con la9 debidas fórmulas : el pan y las medicinas, la
biblioteca y el lecho nupcial, y, andando el tiempo, un
triciclo—, a expulsar los demonios que hoy os imagináis
de papel, pero que algún día tal vez empiecen a en
sombreceros la existencia, ahora tan radiante.
84
la presentís sólida y duradera, sin que hoy por hoy nin
gún fantasma venga a poneros objeciones.
Si os pregunto qué es la alegría, tenéis la respuesta a
mano: la alegría es esto. No tengo inconveniente en
aceptar ¿an contundente definición. Sí, ésa es efectiva
mente la alegría, toda la alegría que os cabe en el alma
y en el cuerpo en es.ta fase de vuestra vida. Mucha gen
te os daría la razón. Yo también os la concedo gustoso.
Es el momento en que más fácil resulta fundir dichas
de tan diverso linaje como son la paz del espíritu, la
satisfacción de la carne, la fe en el porvenir. Es como
una cima o un quicio. El proyecto se ha realizado, el
cansancio no ha hecho su aparición. Un milagro de pie·
nitud entre dos abismos, dos pendientes, dos adverbios :
ya sí, todavía no. Cuerpo y alma se encuentran hoy y
cooperan, no hay castigo ni insurrección, sólo mutuo
aplauso, una meta común : el amor entero y verdadero.
Para llegar a él no hace falta torcerse provisionalmente
en busca del placer ni es preciso tampoco tomar un
atajo áspero que sortee los amenos lugares y verduras.
El camino es llano, real y deleitoso, y el más recto.
Dios está presente, entre los dos, aprobando este amor,
regalando esta alegría, haciendo expedito el sendero del
cuerpo al alma. Cuerpo y alma colaboran. Los dos tér
minos son esenciales. Muchas uniones han sido cuartea
das por el desacuerdo sexual— «¡serán los dos una sola
carne!» (1}—y otras muchas se han petrificado y han
muerto por basarse exclusivamente en algo tan fugaz
como es la atracción de los sentidos. Cuerpo y alma.
Dos cuerpos y dos almas. Y Dios envolviéndolo todo, pe
netrándolo todo. Incluso el ejercicio de las virtudes se
os ha facilitado súbitamente. La caridad señala el mismo
objetivo que la ternura apetece. La fe lo abarca todo,
(1) Gn. 2, 24
8.r>
demorándose en el pensamiento de la futura conviven
cia sin fin de los cielos. La castidad ya no es más que
fidelidad, un mandamiento que es como anillo al dedo.
Dios es bueno, infinitamente bueno, el Dios que juntó
a Abrahán con Sara, a Isaac con Rebeca, a Jacob con
Raquel.
86
ainado siempre así, ¿cómo va a perder, por el mero he
cho de casarse, hábito tan arraigado?
Por favor, no equivocarse con la alegría. Otros amo
res, el amor maternal, el amor de amistad, el amor
filial, no pueden de ordinario proporcionar alegría si no
existe en ello3 una base de abnegación, alguna victoria
sobre el amor propio. Este amor, en cambio, aun den
tro del exclusivo campo de los sexos, ocasiona gozos no
desdeñables sin que el hombre se haya elevado un cen
tímetro sobre su miseria habitual.
Porque en el amor conyugal es posible encontrar por
algún tiempo frujtos que se dan con total independencia
de la perfección de los que aman. Basta que liguen las
tendencias, que se complementen los deseos. Basta que
uno busque poseer y otro prefiera la dulzura de rendir
se. Basta que uno tenga afán de mando y otro quiera
perder toda responsabilidad. Basta que uno desee ser
admirado y el otro posea suficiente fuerza de abstrac
ción para limitarse a contemplar largamente un míni
mo rasgo admirable. Basta que uno haya sido huérfano
y el otro tenga unas geniales aptitudes de padre o de ma
dre. Es suficiente incluso una buena concordia sexual.
Estas y otras compatibilidades pueden de su\ro, sin ele
vación moral alguna, engendrar descanso, bienestar y
hasta mil formas de eso que, por carecer de otra pala
bra más adecuada, solemos denominar alegría.
Todo esto, sin embargo, comprendéis que es esencial
mente fugaz. Pues no hay cosa más vulnerable al tiem
po que el amor de dos seres que sólo se aman a sí mis
mos y al aspecto provechoso del otro. Basta..., basta lo
que arriba queda dicho más unos años, unos días de con
vivencia.
87
enlaces de lamentable desenlace, tantísimas vidas vacia·
das pronto de todo contenido y conservando tan sólo una
digna apariencia social, que vale preguntarse como Cer
vantes : ¿no es mejor el camino que la posada?
¿No es mejor la ilusión que la realidad? ¿No es mejor
el sábado que el domingo? ¿No es más maravilloso el no*
viazgo que.el matrimonio?
Uno se da cuenta, poco a poco o súbitamente, de que
el ser amado disminuye entre las manos, se empobrece,
dista muchas leguas de aquel ideal que ]¿os sueños ha
bían forjado y el corazón, con más fe que datos de evi
dencia, adoraba en soledad. Puede llegar un momento
en que a la vida matrimonial sólo se le atribuya una
ventaja: libramos de estar constantemente pensando el
uno en el otro, una dulce obsesión antes, aunque para·
lizante, al fin y al cabo incómoda. Si la presencia nos
pareció un día mucho más deseable que la ausencia, hoy
nos parece simplemente más soportable. Porque, aun
que se os antoje extraño, a veces convivir es más lleva
dero que tener lejos a quien antes se amó, por la mera
razón de que un mueble inútil es más tolerable que una
idea fija. ¿Que se arregla todo con no pensar? He co
nocido bastante gente más hábil para desentenderse de
una persona que para extirpar su recuerdo.
La presencia constante del ser amado acaba desvelan
do su auténtica fisonomía, subrayando más y más impla
cablemente sus aristas y sus limitaciones. Lo despoja
del halo espléndido que la lejanía le había concedido.
Casi todos los hombres son como casi todas las pinturas :
es mejor mirarlos a distancia. Y aún existen hombres,
como algunas estatuas, que examinados de cerca reve
ían no 6Ólo las deficiencias de su configuración, sino
también la escasa nobleza del material en que están ta
llados.
Pero este descubrimiento de los defectos, provocado
88
por la presencia real y asidua, no origina ios mismos
resultados en la mujer y en el hombre. La mujer» en el
nacimiento y desarrollo de su amor, funciona indepen
dientemente de las razones de amar. El corazón mascu
lino, en cambio, está más ligado a la cabeza y necesita,
para ponerse en marcha, que ésta suscriba con datos fa
vorables su asentimiento. £1 amor de la mujer es ciego,
pero sólo su amor; su entendimiento se conserva despe
jado para observar fríamente aquello que ama. El afec
to del varón no es ciego, sopesa el pro y el oontra, aun
que tampoco goza de perfecta perspicacia, porque los
discursos de su cabeza se ven entorpecidos por las par
cialidades o engaños que en ella introduce el amor. Pue
de, pues, la mujer juzgar serenamente al hombre amado
y puede, sea cualquiera el resultado de ese juicio, con
tinuar amándolo a pesar de todas sus taras. El hombre,
por el contrario, pondrá en peligro su amor si, a través
de las cortinas que éste tiende ante los defectos de la
mujer amada, llega a descubrirlos o presentirlos.
No es, con todo, la mujer totalmente insensible a las
deficiencias del hombre a quien ama, sobre todo si en
tre és.tas se encuentra la de pretender disimularlas, con
lo cual demuestra no conocer el funcionamiento del amor
femenino y se hace acreedor al desprecio o a la compa
sión. Estos dos sentimientos destruyen por igual el amor
específicamente conyugal, a menos que la compasión sea
tan fuerte y creadora que vaya redimiendo al ser amado
de todas sus miserias. Lo cual, por otra parte, supone
en éste una docilidad a la redención proporcional a la
energía redentora del otro.
Todo esto exige dos cosas. Primero, una capacidad
de readaptación, capacidad alimentada tal ves con los
residuos de un amor más o menos burlado: adaptar el
amor de la imagen ideal antes forjada a la realidad in
ferior que la convivencia impone. Después—a la ve»*—,
89
una «ctitud respetuosa ante la persona amada, que evi
te llegar a zonas vedadas a todo pie humano, esos me
tros de tierra fangosa donde únicamente puede florecer
el perdón de Dios. Es innecesario advertir que debe dar
se asimismo esa actitud que mejor que respetuosa lla
maríamos inteligente : la que tiene en cuenjta la natura
leza de los seres y sabe adoptar ante ellos las oportunas
distancias. No es razonable pretender admirar la cate
dral de Reims atendiendo de cerca a la porosidad de sus
sillares, ni es h'cito observar un alma humana con lupa
inhumana. Hace falta renunciar a entender totalmente
al ser amado. El hombre no es tanto un teorema como
un misterio. Y el amor ha de tener esto en cuenta, el
amor humano. También al amor humano se le exigen
actos de fe. El castigo de un amor demasiado ((curioso»
consiste en su misma destrucción: la muerte de la ga
llina que ponía huevos de oro.
90
triunfal crucero, os sentéis, en el mismo sofá de ahora
cien veces tapizado, para repasar juntos los días de bo
nanza y de mar gruesa, días siempre, siempre, de gloria
y de amor. Una cosa es cierta: eso sólo depende de
vosotros. Defended vuestro amor.
El amor humano, esa cosa débil y maravillosa. Des
de luego, lo mismo que la respiración necesita una at
mósfera, el amor precisa de una erosfera, un aire acon
dicionado en el que pueda subsistir, crecer y al fin trans
figurarse. Es Dios. Por eso hombre y mujer tienen que
amarse en Dios. Existe el peligro de no saber amar a
Dios «sobre todas las cosas» : cuando se ama a Dios más
que a todas las cosas y las cosas son amadas menos que
El, pero al lado de El, fuera de El, con otro amor inde
pendiente. No podemos, ni metafísica ni psicológicamen
te, confundir los seres de este mundo con Dios, pero
tampoco podemos separarlos de El. Todo lo que no es
Dios tiene que ser amado en Dios.
Y amando cada día más a Dios os amaréis más el uno
al otro. El místico Osuna decía que «el amor de Dios es
más ensanchador que ocupador». Así, cuando estéis jun
tos seréis mejores. Pero aún más: cuando seáis mejores,
estaréis más el uno dentro del otro. Porque todo pecado
es egoísmo y el egoísmo es impermeabilidad.
Gran cosa esta del amor humano en todo su volumen,
cuerpo y alma comprometidos. Se da a veces un falso
idealismo que desprecia la carne; este desprecio no pue
de proceder del espíritu recto, sino del mismo instinto
sojuzgado artificiosamente, violentamente transpuesto a
planos antinaturales, o de una sensualidad impotente y
malsana. El espíritu que sacrifica algo reconoce el va
lor de los que sacrifica. La castidad no es menosprecio
del cuerpo, sino respeto al cuerpo, cuyos atropellos y
excesos alcanzan para ella el nivel de la profanación,
nombre que nos remite a una esfera sagrada. Muchas
91
personas vírgenes que no tienen del instinto génesico
otra noticia que la proporcionada por sus propias ten·
taciones, por un código prohibitivo o por las informacio
nes del confesionario, reveladoras nada m¿s del aspecto
negativo e inmundo, del pecado y la .tristeza, corren el
peligro de no ver en la carne más que la carne especí
ficamente tarada, el tercer enemigo, el sucio y obsesio
nante enemigo «doméstico». Esas personas, si no oran
como es debido, no podrán entender nunca que en el
amor humano plenario y normal la carne y el espíritu,
el acto físico y el don de sí constituyen una sola cosa,
y no se puede separar lo que Dios ha unido.
92
tan en su propio amor y que, por estar enmascarado de
caridad mutua, es el más difícil de descubrir y comba
tir. Si queréis conservar la intimidad de vuestro afecto,
dadle proyección apostólica. Si queréis mantener la ale
gría, difundidla. Hay una palabra francesa cuya ambi
valencia me ba gustado siempre: foyer. Significa hogar
y foco.
VI
95
Pero no: todo sigue idéntico, es decir, mezquino y
vulgar. Nada se ha mudado, sólo tú has cambiado.
Todo sigue igual y, sin embargo, si volvieras, todo lo
encontrarías extraño. ¿Por qué? Seguramente porque tú
ya no eres el mismo, aunque creas lo contrario. Tan
tos años de vida azarosa, tantos años de rebeldía y nos
talgia han ido modificando lentamente tu corazón, jtu ser
entero. No eres el mismo precisamente porque sigues
siendo el mismo en exceso, porque tu estatura interior
no ha crecido. Un hombre desarrollado normalmente es
más idéntico a sí mismo, a su niñez normal, que otro
que, por haber sufrido un trastorno en su crecimiento,
se haya mantenido en las dimensiones corporales de eu
infancia. Tú no eres igual precisamente porque no eres
ya igualmente variable. La velejta que no gira ya no es
la misma veleta de antes. Con esto no aludo a tus con
vicciones, las convicciones que provocaron tu destierro
y que son, por humanas, tan discutibles como las de tus
enemigos, discusión que yo jamás abordaré, porque estoy
divinamente convencido de que mi papel no está en el
plano de las convicciones humanas; lo sabes tú muy bien.
Las metáforas del hombre contrahecho y de la veleta
oxidada, con ser en algún aspecto desestimativas, no
implican ninguna reprobación de tu conducta. Grandeza
y servidumbre de las metáforas, que ilustran una idea,
pero que, llevadas más allá de sus límites, la pueden fal
sear. Yo simplemente me refería al hecho de que tú
has anclado tu corazón, con todos sus afanes, en el año
cero de tu expulsión de la patria.
Tú mira3 hacia atrás, hacia el pasado. En esto se nota
que eres exilado forzoso, pues el que emigró volunta
riamente mira hacia el porvenir, hacia formas de vida
nueva. Si sueñas con el futuro, con una posible repa
triación, concibes ésta sobre todo como una justifica-
96
ción de tu pasado o al menos como una oportunidad de
llevar a cabo esa justificación.
Miras bacía atrás. Tu alma ge ha ido endulzando, por
obra del tiempo. El ansia de revancha desapareció ya,
junto con las manifestaciones agudas de rebeldía. Queda
ahora la melancolía y la tentación de resentimiento;
queda, de tu antigua esperanza de liberación, poco más
que tu repulsa, tu repugnancia a toda especie de intran
sigencia.
Quisiera que todo esto lo fueses destilando aún más y
llegases a esa forma victoriosa y superior de la resigna·
ción que es la alegría en los pesares. Aparentemente no
es un consejo, éste de la resignación, muy propio para
hombres de temple esforzado. Sin embargo, sabemos
cómo fortalece el alma la resignación y la capacita para
muy altas empresas, y cómo acaba de extenuarla la re·
beldía. Sabemos, sobre todo, que en demasiadas oca
siones es la aceptación de la infelicidad la única, es·
plendorosa y grave felicidad reservada a los hombres de
este continente y del otro, a todos los desterrados hijos
de Eva.
(1) Eccli. 8, 8.
97
AUN ES P O Sim f — 1
necen al propio bien, el cual ama el hombre más que
odia el mal ajeno» (2).
Vamos a descartar primeramente esa alegría. Vamos
a desalojar del corasón todo género de odio. No odiando
al enemigo, ya la mitad del odio desaparece, mientras
que la otra mitad va necesariamente cediendo por no
encontrar resistencia donde apoyarse, a no ser que el
perdón se manifieste tan desmañadamente que equivalga
al desprecio.
Vamos después a suprimir de nuestro corazón el sen
timiento de que nos encontramos frente a un enemigo,
lo cual exige coraje. El que cree estar ante un enemigo
se protege y adopta las medidas de defensa convenientes.
El que rechaza, en cambio, tal sentimiento, depone las
armas y avanza a pecho descubierto. Esta resolución
¿tiene nada más valor metodológico como astucia para
desarmar también al adversario, o supone la radical
seguridad de que uno no puede jamás ser de verdad
herido por nadie? Sí, en última instancia sólo uno mismo
puede hacerse verdadero daño, verdadero mal, ya que
los males físicos reciben esta denominación por su rela
ción al auténtico mal, al pecado. Sólo devolviendo odio
al enemigo logra éste que su odio obtenga los efectos
que se propuso.
El perdón está inspirado en la valentía. El perdón
provocado por el miedo—el miedo lo que hace nada más
es embotar provisionalmente el odio, que surge después
con la impunidad—no es un perdón íntimo, no puede
ser un perdón generoso. El verdadero amor nada tiene
que ver con la fuerza, pero tampoco con esa debilidad
que viene a ser un recurso dotado de armas tan terrena
les como las de la fuerza y desprovisto de la gallardía
que a ésta caracteriza. Esa debilidad usa armas quizá
98
más innobles que la misma fuerza, como ton 3a adula
ción o las urgente», cobardes llamadas a una compasión
innecesaria.
El perdón supone valentía y gran desprendimiento,
porque renuncia a las satisfacciones sociales y psicoló
gicas que se deducen de una viril venganza. El que venga
una afrenta se granjea fama de hombre entero y po
deroso—pocas personas de una sociedad tan mediocre
como la actual pueden comprender aquella frase de
Goethe : ccla más alta venganza consiste en no tomar
venganza»—y, a sus propios ojos, se realza con la humi
llación del enemigo.
Sin embargo, el perdón que se apoya en estas razones
puede no ser todavía un perdón cristiano. El lema de
Goethe, que abdica de toda venganza, sigue pronun
ciando la palabra venganza. La renuncia a las venganzas
humanas puede, a ciertos espíritus más refinados, pro
porcionar una satisfacción tan humana como la produ
cida en el ánimo de un papú por las más sangrientas
venganzas. No hemos ascendido aún a la esfera cristiana.
El perdón cristiano alude a Cristo y está inspirado en la
novísima economía de valores que El estableció sobre
la tierra.
Antiguamente se decía: ojo por ojo y diente por
diente, amor al amigo y aborrecimiento del enemigo.
Pero he aquí que Jesús toma la palabra y dice unas cosas
extrañas, desconcertantes: Si te abofetean, ofrece la
otra mejilla; al que te quiera robar la túnica, dale
también el manto; es preciso amar a los enemigos y
orar por los perseguidores.
Queda con estas asombrosas consignas sofocada la últi
ma objeción que se podía poner a la absolución de los
enemigos: la justicia ha sido violada v es menester
repararla. Es preciso restituir, mediante una compen
sación punitiva, el equilibrio roto por el pecado. Claro
99
que es fácil y razonable renunciar a la justicia privada
y personal: para algo está, decimos, la autoridad, para
algo está, en última instancia, la justicia divina.
Sí, para algo está la justicia divina: por ejemplo,
para vengar las venganzas humanas, para vengar ese
margen de injusticia que se da en toda justicia, ya que
la pura justicia es siempre justicia impura. La única
pura justicia es la misericordiosa justicia de Dios, que
no es justicia atemperada por la misericordia, sino una
misericordia que sanciona con justicia. Si fuese posible
desglosar y ordenar cronológicamente los acjtos divi
nos—los distintos aspectos del único acto indivisible de
Dios—, diríamos que no es la misericordia la que llega
luego a mitigar las sanciones impuestas por la justicia,
sino al revés, es la misericordia la que precede, la que
presenta ante la justicia el cuadro completo de un com
portamiento humano para que ésta pueda fallar recta
mente.
El perdón restablece el equilibrio en un orden nue
vo, no soñado por la justicia. Y el hombre que .trata
de asimilarse los criterios de Cristo no puede ejercer
un perdón que consista en la mera renuncia a vengarse
personalmente y en remitir a la justicia divina la repa
ración de la ofensa sufrida, sino un perdón magnáni
mo y total que le lleve a orar en favor del enemigo, a
disculparle en su corazón v a felicitarse de que la justi
cia divina no sea afortunadamente como la justicia de
este mundo.
Un verdadero perdón elimina, desde luego, el odio y
el apetito de venganza. Pero tiende todavía a mayor ge
nerosidad : a olvidar. No entiendo a esos seres que con
fiesan no guardar ningún rencor, pero andan a todas
horas recordando la ofensa sufrida; no los entiendo,
como no sea que obren así para procurarse continua
mente—igual que los que se colocan por propia volun
100
tad en situaciones de peligro para su castidad, a fin de
que ésta se fortifique—los dudosos méritos de una victo
ria diariamente, dudosamente renovada. N o; hace falta
olvidar, es menester esforzarse en olvidar—sobre la me
moria podemos ejercer un dominio que los psicólogos
llaman «político»— . Para que el perdón sea total ha
de ser puro: rechazando la satisfacción espiritual que
de él proceda, y esto se logra sólo olvidando el ultraje,
no deliberadamente prescindiendo a cada paso de la re
paración que se nos debe, sino ignorando que se nos
deba ninguna reparación. No sólo la cabeza puede mo
delar el corazón, también el corazón puede influir en
la cabeza.
Te suplico, por favor, que cuando leas lo que respecto
a la justicia humana y sus inevitables injusticias arriba
queda dicho, no pienses en la injusticia real de que eres
objeto, sino en la posible injusticia que cometerías si te
abandonases a una reacción de mera justicia. Si tu per
dón no fuese perdón cristiano.
Por último—todas las virtudes andan trabadas como
en un tejido, las virtudes separadas sólo se dan en los
distintos capítulos de la Moral: caridad y humildad,
humildad y esperanza, todas se compenetran— , y para
tu uso más íntimo, recuerda aquella parábola del sier
vo, al cual el rey perdonó diez mil talentos y él se negó
a condonar cien denarios a un deudor suyo.
101
damental, es en sí buena. Utilízala tú—no hace falta ser
un lince para descubrir en tus últimas cartas un pro
gresivo debilitamiento de energías—para el bien. Haz por
bondad lo que tienes que hacer por debilidad, ahora que
no puedes hacer ya por valentía cristiana lo que en otro
tiempo hubieses hecho por vigor natural. La auténtica
resignación cristiana significa nada más—nada menos—
la resignación a santificarse con unos medios aparente
mente precarios. ¿No te he dicho también que muchas
veces la auténtica alegría no es sino la aceptación alegre
de una tristeza en la que la voluntad no tiene parte, es
decir, no tiene culpa?
Es preciso, al mismo tiempo que se expone el lado
glorioso y batallador del programa cristiano, dignificar
la literatura que en torno a los valores «pobres» del
hombre ha versado secularmente. No sólo se han de
hacer resaltar los aspectos positivos de la religión; tam
bién hay que descubrir y airear el positivo contenido
de los otros aspectos que podrían denominarse negati
vos. Concretamente, el sufrimiento y sus posibilidades
redentoras han sido ampliamente comentadas por los
maestros de espíritu. El miedo, en cambio, ha sido casi
siempre soslayado. ¿Por qué?
El valor es una condición cristiana, pero observemos
que el valor meritorio no consiste en no sentir miedo,
sino en vencer el miedo que se siente. Apresurémonos
a declarar que esta victoria no se obtiene sobre algo in
trínsecamente malo—como sería la caridad concebida
como victoria sobre el odio—, ya que acerca de Jesús,
en el cual por esencia no cabía ni sombra de pecado,
poseemos un precioso dato, que estremece tanto como
consuela: Jesús tuvo miedo. ¿Cómo avergonzarse, pues,
de sentir algo que Dios asumió e hizo propio? Nada de
lo que es humano—excepto el pecado—desdice del hom
bre, ya que no desdijo de la persona divina de Cristo,
102
la cual, ¿alvo el pecado, incorporó todas las miserias hu
manas. £1 miedo es humano. Cuando no hay peligro
puede uno formular propósitos de suma valentía y des
pués, llegado el caso, temblar; pues así como entonces
no me parece menos sincero tampoco me parece después
menos hombre. La victoria sobre el miedo hay que en
tenderla más bien como una determinada utilización del
miedo : la santificación del miedo.
El miedo no es pecado, aunque ciertamente es una
consecuencia del pecado, hasta el punto de que San
Agusjtín hace arrancar toda su disquisición acerca del mal
partiendo psicológicamente de la vivencia del temor (po
dría hacerse una distinción técnica entre temor y mie
do, como también entre hombre temeroso y tímido, pero
se me antoja aquí improcedente): «O es un mal lo que
tememos o el que temamos es ya un mal» (3). Puede
también el miedo—cuando significa un temor desman
dado—ser origen del pecado, pues, aunque primordial
mente atenúa la culpabilidad, otras veces ocasiona desór
denes en el alma y a menudo es la razón que explica
ciertas tibiezas que tienen su raíz en una secreta falta
de confianza, en ese miedo al salto en el vacío que pos
tula toda consagración más generosa, itodo desasimiento
de las seguridades terrenas.
Pero también el dolor es consecuencia del pecado, y
la fatiga y la muerte. Y si cabe en ellos una ocasión
de pecado, no es menos cierto que se prestan también
a un uso santo.
Vamos a aceptar el miedo para poder ofrecérselo al
Señor. Hay muchas almas que malogran su perfección
por querer servirse de medios inadecuados a su nativa
flaqueza—por querer tensar demasiado las cuerdas de
su cítara, según la deliciosa imagen de San Gregorio— ,
103
cuando lo que tenían que hacer es aceptar la pobreza
de sus propios instrumentos. Decir, por ejemplo : «Ten
go miedo, Señor.» Y en ese miedo tratar de descansar*
abandonándose en los brazos del Padre, invisibles—de
ahí el miedo—, pero ciertos, ciertamente acogedores
—de ahí la confianza—.
El reino de Dios es ese reposo, esa paz, paz y alegría
en el Espíritu Santo. Y el reino consumado será, para
el gran Cristo y cada uno de sus miembros cansados, la
perfecta quies in óptimo, el descanso perfecto en el su
premo bien, la alegría extática o impertubable.
No toda paz, sin embargo, es buena. Un pecador en
durecido en sus malos hábitos puede llegar a experi
mentar cierta paz, paz superficial, paz falsa, lo mismo
que antes sintió un falsa alegría, antes de que los bri
llos y gozos del pecado muriesen a manos de la insipi
dez que trae consigo la costumbre. Alegría y paz mun
danas que siguen un orden inverso a la paz muy inte
rior con que Dios obsequia al alma que lucha por El
y a la alegría que germina cualquier día de esa paz,
cuando las sucesivas victorias le van ¡granjeando trofeos
cada vez más brillantes y valiosos. La paz del pecador
es posible merced a la defensa que monta el diablo a 6U
alrededor. El demonio custodia meticulosamente esa
paz, porque ella es la que guarda su presa, el alma dor
mida en el pecado, hasta que la infinita piedad del Se
ñor se acerca alguna vez a agitar esa alma por medio
de los remordimientos.
Hay otra paz mala, más misteriosa todavía: la del
justo que vive en tibieza. Al fin y al cabo, Dios está
en esa alma, un alma que no comete pecados morta
les, pero sucumbe a todas las pequeñas insinuaciones
diarias de la carne, de la vanidad, de la sucia tristeza.
Esa paz, esas cenizas, ese silencio de Dios, ¿cómo en
tenderlos?
104
¿Cómo entender» en general, el pecado? ¿Por qué
permite Dios e] pecado?
La primera respuesta tiene que apoyarse en el domi
nio y trascendencia divinos: El es señor absoluto de sus
acitos y no tiene por qué rendimos cuenta de lo que hace
y lo que permite; en las postrimerías del mundo, no
obstante, se justificará con inenarrable majestad en pre
sencia de toda la creación.
Su inmanencia, su presencia y su amor a todo lo crea
do sugieren también pertinentes contestaciones. Dios
respeta siempre la libertad del hombre y todo lo que a
ejla concierne, el actual estado de cosas que en la tierra
la mar y el aire—todo para el hombre—provocó en un
principio el uso de la libertad humana. Dios respeta
la voluntad y sus frutos, la convivencia del trigo y la
cizaña, mientras llega la hora de la gran cosecha defini
tiva. Relucen, por otra parte, la sabiduría y el poder
del Señor en la permisión del mal, ya que de éste saca
mayor bien. Incluso en favor del mismo pecador, que
se lanza a los brazos de Dios desde su misma miseria,
utilizándola como trampolín. ¡Cuántas veces, al final
de los más tortuosos caminos, en el fondo de la mayor
abyección, aguarda paciente, implorante, el rostro de
Nuestro Señor> esa mirada que, cuando El decide reve
lar a medias, resulta totalmente insostenible desde una
postura de desamor! En otras ocasiones, del pecado de
uno Dios saca provecho para otro : si no hubiese per
seguidores, no habría mártires; si no hubiese verdugos,
no habría víctimas. Y si no hubiese injusticias, no ha
bría «justos», en el sentido pleno que la Escritura atri
buye a esta palabra y que incluye la fortaleza varonil
ante toda suerte de injusticias.
Pero, con todo, la injusticia y el pecado siguen sien
do un misterio. Y el misterio exige una actitud de in
finito respeto a todo el que quiera acercarse a él. El oficio
105
de la inteligencia se reduce a demostrar que tal proble
ma, aunque insoluble, no es absurdo, y en invitar al
corazón a ponerse de rodillas, a fin de que el proble
ma insoluble se convierta en misterio insondable, a fin
de que la noticia de los datos se transmute, abarcando
lo verdadero y lo inverosímil, en lo que San Agustín
llamaba «noticia amorosa». Por otra parte, acaso el
mal cumpla en favor del corazón el papel que el miste
rio ejerce en favor del entendimiento: suscitar, a pesar
de todo, la caridad y la fe, las virtudes sobrenaturales.
La existencia histórica de Cristo ha facilitado en cier
to modo la comprensión del mal y de su efecto más her
moso y trágico: el sufrimiento de los inocentes. El re
cuerdo de los dolores redentores de Jesús ilumina estos
dolores de aquí abajo, los hace más soportables y, des
de luego, más inteligibles. Reaccionar como reaccionó
Job ante tal cúmulo de desgracias, cuando la fecundidad
de la mujer y de los ganados eran señal de bendición y
complacencia divina, poseyó un mérito que ahora no
podemos fácilmente concebir. Explicar los sufrimientos
del justo y, aclarada así la principal dificultad, escribir
un libro sobre la alegría, es tarea relativamente fácil
después que han sido escritos los libros del Nuevo Tes
tamento.
Dios aflige a los santos para purificarlos de todo afec
to menos recto, para que su amor gane quilates amándo
le a El no porque da consuelos, sino aunque no los dé.
Para ofrecerles ocasión de luchar y vencer y acumular
merecimientos. Para librarlos de sufrir en el otro mun
do. Para vigorizar en nuestras almas la fe en una remu
neración futura. Rieux, el médico «honrado» que apa
rece en La peste como una lastimosa, aunque bellísima,
reducción a dos dimensiones de la santidad cristiana,
rehúsa creer en un Dios que hace sufrir a los inocentes.
Lo comprendo. Camus ha confesado no haber entrado
106
nunca en contacto con el Evangelio. Si una vez se ha
acercado a Cristo—aquel par de páginas impresionantes
de La caída—ha sido precisamente para echarle en cara
la matanza de inocentes que llevó a cabo Herodes. Es
que hace falta penetrar más hondo en el mensaje cris
tiano para llegar a entender por qué los inocentes son
acreedores a esa inmensa gracia de ser asociados a la pu
reza y eficacia de la muerte del Inocente.
¿Qué es mejor, sufrir con culpa o sin ella? ¿Cómo se
sufre más fácilmente? Con culpa, el recuerdo de ésta
tiñe de amargura el puro dolor, a la vez que se tiene
la grata impresión de ir borrándola mediante la pena,
algo así como ir devolviendo la armonía a un trozo del
universo. El que sufre sin culpa participa más profun
damente de los sufrimientos de Jesús, pero también es
más vulnerable a la tentación de la rebeldía, al furioso
clamor estéril contra la injusticia, a la soberbia de con
siderarse inmune de toda culpa. ¿Es que hay algún hom
bre absolutamente inocente?
Hace falta sufrir con humildad, al lado de todos los
pecadores, junto al único Inocente, hecho pecado por
nosotros. Es preciso sufrir reconociéndose uno solida
rio de todos los dolores del mundo y de las razones pe
nales que los motivaron. Sabiendo, sin embargo, cada
uno de nosotros que nuestro propio dolor no es algo
que no9 viene de fuera, a través de esas corrientes que
la caridad establece, sino más bien una supuración que
nos nace de dentro, del mismo tuétano de nuestro ser
herido por la culpa. Eso se llama santidad. Eso se llama
también alegría.
¿No sabes en qué consiste la «perfecta alegría»?
107
viento y con un frío riguroso que les molestaba mucho,
llamó a tray León, que iba un poco delante, y le d ijo :
— ¡Fray León! Aunque los frailes menores diesen en
toda la tierra grande ejemplo de santidad y mucha edi
ficación, escribe y advierte claramente que no está en
eso la perfecta alegría.
Y andando un poco más, le llamó San Francisco por
segunda vez, diciendo;
— ¡Oh fray León! Aunque el fraile menor dé vista a
los ciegos, y sane a los tullidos, y arroje a los demonios,
y haga oír a los sordos, hablar a los mudos y, lo que es
más, resucite al muerto de cuatro días, escribe que no
está en eso la perfecta alegría.
Otro poco más adelante, San Francisco levantó la voz
y d ijo :
— ¡Oh fray León! Si el fraile menor supiese todas las
lenguas, y todas las ciencias, y .todas las escrituras, de
modo que supiese profetizar y revelar no sólo las cosas
futuras, sino también los secretos de las conciencias y de
las almas, escribe que no está en eso la perfecta alegría.
Caminando algo más, San Francisco llamó otra vez
en alta voz :
— ¡Oh fray León, ovejuela de Dios! Aunque el fraile
menor hable la lengua de los ángeles, y sepa el curso
de las estrellas, y las virtudes de las hierbas, y le sean
descubiertos todos los tesoros de la tierra, y conozca la
naturaleza de las aves, y de los peces, y de todos los ani
males, y de los hombres, y las propiedades de los árbo
les, piedras, raíces, y de las aguas, escribe que no está
en eso la perfecta alegría.
Y habiendo andado otro trecho, San Francisco llamó
fuertemente:
— ¡Oh fray León! Si el fraile menor supiese predicar
tan bien que convirtiese a todos los infieles a la fe de
Cristo, escribe que no está en eso la perfecta alegría.
108
Y continuando este modo de hablar por espacio de
más de dos leguas, le dijo fray León, muy admirado :
—Padre, te ruego en nombre de Dios que me digas
en qué consiste la perfecta alegría.
—Figúrate—le respondió San Francisco— que al llegar
nosotros a Santa María de los Angeles empapados de la
lluvia, helados de frío, cubiertos de lodo y desfallecien
do de hambre, llamamos a la puerta del convento y vie
ne el portero incomodado y pregunta: «¿Quiénes sois
vosotros?» Y diciendo nosotros : «Somos dos hermanos
vuestros», responde é l : «No decís verdad, sois dos bri
bones que andáis engañando al mundo y robando las
limosnas de los pobres; marchaos de aquí»; y no nos
abre, y nos hace estar fuera a la nieve y a la lluvia, su
friendo el frío y el hambre hasta la noche; si toda esta
crueldad, injurias y repulsas las sufrimos nosotros pa-
ciertamente, sin alteramos ni murmurar, pensando hu
milde y caritativamente que aquel portero conoce real
mente nuestra indignidad y que Dios le hace hablar así
contra nosotros, escribe, ¡oh hermano León!, que en
esto está la perfecta alegría. Y si perseverando nosotros
en llamar sale él afuera airado y nos echa de allí con
injurias y a bofetadas, como a unos bribones importu
nos, diciendo : «Fuera de aquí, ladronzuelos vilísimos;
id al hospital, que aquí no se os dará comida ni alber
gue» ; si nosotros sufrimos esto pacientemente y con
alegría y amor, escribe, ¡oh hermano fray León!, que
en esto está la perfecta alegría. Y si nosotros, obligados
por el hambre, el frío y la noche, volvemos a llamar y
suplicamos por amor de Dios y con grande llanto que
nos abran y metan dentro, y él, más irritado, dice :
« ¡ Cuidado si son importunos estos bribones!, yo los tra
taré como merecen», y sale afuera con un palo nudoso
y, asiéndonos por la capucha, nos revuelca entre la nie
ve y nos golpea con el palo; si nosotros llevamos todas
109
estas cosas con paciencia y alegría, pensando en las pe·
ñas de Cristo bendito, las cuales nosotros debemos su
frir por su amor, escribe, ¡oh fray León!, que en esto
está la perfecta alegría» (4).
110
¡Ojalá fuesen, más o menos, todos los obreros como
tú! Mejores o peores, ojalá todos mejores, lo cual pien
so que no es pedir mucho, porque para ser mejor que
tú no hace falta ser un santo ni mucho menos : basta
ser como tú y además escribir más a menudo a los ami
gos o perdonar a los amigos cuando no contestan con di
ligencia a tus cartas. Pero no es eso. Me refiero ahora a
tu temple, a tu peculiar estilo de vivir, de hacer y so
portar trabajos.
Hoy me ha tocado en el tranvía junto a un obrero que
realiza tu misma tarea y que acaso la cumpla con
mayor destreza y perfección práctica. Un obrero que tal
vez nunca haya provocado un desorden, jamás haya in
fringido las más mínimas leyes de puntualidad o eficacia,
nunca haya proporcionado el menor motivo de descon
tento a la empresa. Tal vez. Y, sin embargo, ese obre
ro no me ha gustado: tenía demasiada mugre en el
traje y demasiada amargura en el alma. Ya sé que esto
no es decir mucho, y si no añadiese nada a continua
ción, sería muy lógico filiar mi disgusto como disgusto
burgués y atribuirlo a una frívola sensibilidad de hom
bre que tiene medios para reemplazar con mayor fre
cuencia sus vestidos y esquivar con facilidad las diarias,
penosas amarguras que rodean las vidas indefensas. Pero
no, aquella mugre, aquella amargura revelaban algo
más que escases de fortuna, algo más también que una
existencia desde siempre afligida. Denotaban en el fon
do complicidad con lo sucio, abandono y rencor estéril.
No se me ocurre, gracias a Dios, juzgar. Un hombre
que posee agua en abundancia para lavarse y una edu·
cación del aseo—inmerecida—que se remonta a la ni
ñez, un hombre que si no carece de aflicciones e incluso
no tiene mucha habilidad para sobreponerse a ellas, pe
ro posee al menos cultura para entenderlas e interpretar'
las. no tiene ningún derecho a juzgar la suciedad y las
aflicciones que nunca ha compartido. Esto no obstante,
tampoco me considero culpable de la sensación de dis
gusto que tal espectáculo ha suscitado en· mí, sensación
tan natural e irresponsable como natural y sin mérito es
mi hábito de limpieza y mi antigua y con demasiada fa
cilidad aprendida concepción de la vida y sus pesares. Si
de algo me acuso no es de falta de solidaridad con la
áspera amargura de mi compañero de viaje, sino de no
haber sabido reconocerme en gran parte culpable de las
oscuras, difusas razones que han desencadenado tal amar
gura en su alma y en el alma de todos sus hermanos.
Me decía el pobre que nada valía la pena, que su mu
jer es una furia, que a casa por su gusto no volvería
nunca, que el jornal sólo podía tener dos inversiones dig
nas : gastarlo en vino y mujeres o en aniquilar a todos
los patronos del mundo. Me decía que en la cárcel se
come mejor que en su casa, y que no iba a la cárcel por
no hacer el esfuerzo, siquiera de imaginación, para me
recerla. Sólo un programa : dejarse llevar por la vida.
Su tartera cayó al suelo y se la acercó con el pie. Las
luces grises de la amanecida no ponían ni quitaban co
lor a la escena. Al final del trayecto, no sé por qué,
no me atreví a decirle que lo iba a encomendar en la
misa. Temí irritarlo. Tal vez me porté como un es
túpido.
112
Fui pensando después en ti, pensando que te debía
una larga carta, pensando que ojalá todos los obreros
fuesen como tú. Ni pobres ni ricos, sino todo lo contra
rio : felices. Felices con su suerte, con su salario y su
esperanza, con su paciencia y su afán de mejorar. Fe
lices con su mujer y sus hijos. Me acordaba de tu mu
jer, que te guarda todas las cosas tan limpias, que se
queda mirándote mucho rato cuando vuelves cansado,
que te va contando cada noche los pequeños maravillo
sos éxitos de vuestros hijos—hoy tomé su cucharada sin
protestar, mejor nota en caligrafía, el otro ha caminado
ya solo dos metros—, que te ayuda a rezar, a perdonar
y a esperar, que ha puesto dos tiestos de geranio en la
ventana. Me acordaba de ti« de tu gran ilusión por lle
var cada quince días al cine a tu mujer, de la misa que
oís juntos, codo con codo, del periódico que compras
a medias con otro compañero para estar enterado, para
saber qué pasa en Egipto, para entender algo de músi
ca y qué es eso de la Academia o si el cáncer lleva cami
no de curarse.
Me acordaba, sobre todo, de tu entusiasmo por el
trabajo, de tu gran amor al trabajo.
Yo no sé, pero acaso el secreto de la alegría para las
tres cuartas partes de la humanidad estribe en amar el
trabajo, en saber extraer de su propio trabajo una veta
de felicidad.
La verdad es que tiene mala literatura el trabajo. La
palabra ostenta ya una molesta etimología, emparentada
para unos con lo que traba u obstaculiza, para otros con
el célebre tormento de tres palos. Labor significa en latín
tanto trabajo como sufrimiento, y el Larousse define la
acción de trabajar como tomarse la pena de ejecutar
algo.
El trabajo así concebido, así padecido, es una cnrz
eou mucha pena y sin ninguna gloria, sin otro acceso po-
113
AUN ES POS1BI F.
sible a la gloria que aquel que todo dolor contiene, la
trabajosa transfiguración del sufrimiento actual en glo·
ria futura. Cabe entonces pensar en el trabajo como en
un mal menor, un mal que nos libra de otros males más
insoportables, como son el hambre y la sed, la intempe
rie del cuerpo y del alma, la carencia de techo y de
mujer. La única utilización sobrenatural de una vida
tan inferior y humillada, con tan escasa sensibilidad para
otras razones de signo positivo, jocundo y estimulante,
consiste en aceptar tal estado de cosas, ese asco hondísi-
mo que el trabajo manual y su terrible monotonía pro
vocan a la larga; aceptarlo y convertirlo después en
descontento de uno mismo, transformar las invitaciones
a la rebeldía que de ahí se desprenden en acicates de
lucha contra la parte fea y condenable de la propia alma.
Pero éste es un programa indeciblemente triste, un
proyecto de vida inhumana. Supone rebajar el trabajo
al nivel de la esclavitud: se trabaja para subsistir, para
continuar viviendo, sin otro objetivo que la mera pervi-
vencia día tras día y, en el mejor de los casos, la con
quista de la eternidad. Parece, a primera vista, esta
referencia a la vida ulterior fundamentar una actitud
suficientemente cristiana, pero no es así.
£1 cristiano no sólo debe salvar su alma, sino también
la tierra, e¿ta tierra llamada a ser una tierra nueva, con
cuyo destino va emparejado el destino de su propia sal
vación, según los conmovedores argumentos de afini
dad que Santo Tomá3 empleaba para llegar al universal
rescate de la creación (1). El cristiano ha de entender
y practicar una «teología de las realidades terrestres».
El cristiano ha de hacer una vida no sólo recta sino
también apologética. El cristiano no sólo debe suspirar
por la alegría eterna, sino que debe ofrecer a los demás
114
con su propia existencia datos lo bastante elocuente» para
que esa alegría futura, y no patente, de alguna manera
be anticipe aquí abajo, a fin de que tal fe tenga, ya que
no evidencia, sí al menos cierta «credibilidad» sufi
ciente. Ejecutar el trabajo como mera pena es degradar
la vida a una existencia de galeras y desfigurar la ama
ble providencia del Señor.
El trabajo es anterior al pecado, anterior, por tanto,
al concepto de pena consiguiente al pecado. Este vino
a añadir al trabajo el costoso atributo del sudor y la
fatiga; pero, así como la concupiscencia no impide la
castidad, tampoco el cansancio ba de impedir, aunque
los dificulte, los hermosos y venturosos frutos inheren
tes al trabajo.
¿Y en qué consiste la principal excelencia del trabajo
humano? En que el hombre, trabajando, imita a Dios.
Todos los seres, según su ser, copian algún reflejo de la
faz del Señor y en esa copia estriba su realidad, su ver
dad, su bondad y su belleza; también el hombre, de
manera más alta y excepcional, con luz no usada, ya
que no es sólo vestigio, sino también imagen y semejan
za. Pero también según su trabajo y operación imitan
las criaturas a su Creador: «[Dios] quiso comunicar
su semejanza a las cosas no sólo para que existieran, sino
también para que fueran causa6 de otras cosas, pues de
estas dos maneras consiguen las criaturas la divina seme
janza» (2). Y el hombre alcanza esta similitud de forma
extraordinaria, puesto que su trabajo ostenta una ex
traordinaria semejanza con el de Dios.
115
fase de su construcción. Preguntó a un obrero que allí
estaba tallando piedra :
— ¿Tú qué haces?
—Sudando. Ya lo ves : sudando.
A la misma pregunta contestó otro operario:
—Ganando el pan de mis hijos.
Ln tercer obrero dio al fin una gran respuesta :
—Estoy levantando una catedral para Dios.
Esta última explicación explica de modo acabado todo
trabajo humano, ya sea tallar piedra, arreglar huesos»
combinar átomos o escribir octavas reales. Todos—tú
también, al frente de un torno; mi compañero de tran
vía de esta mañana también, al frente de otro torno
igual—estamos construyendo para Dios la gigantesca ca
tedral del universo.
Trabajar así es cosa distinta de trabajar para cumplir
una pena. Trabajar así es además cumplir la pena, pero
cumplirla con otro estilo más adecuado al corazón del
hombre y más grato al Señor que impuso la pena. Tra
bajar así es vivir en la alegría. Porque El no quiere
penados que expíen su culpa sino hijos que demuestren
su amor. El quiere colaboradores .
Si la redención del hombre estriba en gran parte en
?u trabajo, acaso la redención del trabajo consista preci
samente en dotarlo de ese sentido profundo y bellísimo:
trabajar es colaborar con Dios. Y «lo más divino de
todo es ser cooperador de Dios» (3). Porque Dios trabaja
sin descanso, es puro hacer, Acto Puro, reposo infinita
mente activo.
El Hijo de Dios en su vida mortal también trabajó,
hasta el punto de ser reconocido por sus contemporáneos
como «el hijo del carpintero». Cristo tuvo en sus manos
el cepillo y la garlopa, instruido desde niño en el uso
116
de las herramientas por un hombre que ba llegado a
ser, en los catálogos de la Iglesia, invocado como Patro
no del Trabajo. Cuando, al emprender su vida pública,
abandonó el taller paterno, no se desdeña de describir
su excepcional, novísimo ministerio de salud como tarea
de segador, de médico, de pastor y viñador, sembrador
y alfarero. Simultáneamente, recomienda a los hombres
el cultivo paciente y generoso de la propia alma, tarea
que es jguerrera, caminante y, en su mejor fase, nupcial;
pero también, e ilustrada con particular detalle, labor
de agricultura o de edificación.
117
corporar al hombre a sus divinas operaciones e inmensos
efectos, que ha querido respetar en el trabajo humano,
junto a la fatiga y la sensación de pena, el núcleo in·
tacto generador de alegría, con tal de que el hombre ten
ga el coraje y la humildad de explotarlo.
Hay, pues, en las labores humanas una aleación de
alegría y pena, una pena que va haciéndose menor, una
alegría que va creciendo a medida que el trabajo reco
bra para el hombre su verdadera fisonomía, a medida
que el trabajo se convierte en acción. De ahí que los
trabajos que más fácilmente pueden despertar alegría
sean aquellos de naturaleza más «activa», mientras que
la pena y servidumbre resaltan más en los trabajos pa
sivos, en los cuales la máquina sustituye con ventaja al
hombre y éste adopta la pasividad de la máquina. jPor-
que la alegría del trabajo no está en función de la ma
yor o menor facilidad de su ejecución, sino en función
del margen activo, creador, imitador de Dios, que todo
trabajo entraña.
«La alegría del alma está en la acción», confiesa Shel-
ley. La absorción de todas las energías que un gran tra
bajo presupone explica psicológicamente la vivencia ar
dorosa de una alegría plena, al no quedar ninguna fuer
za del alma desocupada y ociosa, apta para que en ella
se cebe la melancolía, que surge siempre al advertir la
desproporción entre nuestro ser potencial y nuestro ser
actual.
La perfecta adecuación entre ambos seres tiene lugar
cuando el trabajo que un hombre realiza corresponde a
su interior vocación. Resulta asombroso que, siendo el
trabajo la ocupación que mayor número de horas consu
me en una vida ordinaria, se tome con tanta frivolidad
la decisión de elegir esta o la otra profesión. No sólo
queda así comprometida la eficacia social de tal traba
jo, sino también la felicidad del que va a desempeñarlo.
118
Cunde de esa manera el disgusto, el tedio, la repugnan
cia a la tarea que se trae entre manos, la prisa por aca
barla y huir pronto. La dicha o desdicha de muchas per
sonas consiste en gran parte en el carácter placentero
o penoso—adaptado o inadaptado a su naturaleza y a su
destino íntimo— del trabajo que ejecutan. Cuando coin
ciden vocación—aptitud más inclinación—y profesión,
esa armonía se llama alegría.
Cierto que hay profesiones de contenido muy especí
fico hacia las cuales es fácil discernir una proclividad
temperamental o suscitar una inclinación decidida: mé
dico, militar, juez, escritor, arquitecto, algunas más,
por no citar la profesión del ministerio sacerdotal. En
ellas es donde más acusadamente se da la armonía o
desarmonía entre vocación y ocupación, y la felicidad
o infelicidad que de aquéllas dimanan. Pocas vidas tan
plenarias y satisfechas, tan llenas de gozo—gozo a veces
doloroso, pero no por eso menor gozo— , como la vida
de un artista gastada sobre las cuartillas o sobre el ta
blero, y acaso ninguna existencia tan desafortunada, tan
gravemente desgarrada como la que ha de sobrellevar
un médico o un sacerdote a quienes el contacto humano
repele, para quienes la empresa de restaurar cuerpos y
conciencias no representa una aventura emocionante.
La vocación hacia otras profesiones no es tan cuali
ficada, pero es posible despertarla luego durante el des
empeño de la profesión. El cariño invencible a la tierra,
al ganado, a la mar, e incluso a la madera, llega en cier
tas ocasiones a obsesión íntima, que necesita apoyarse
en datos exteriores, en sensaciones olfativas, para que
pueda vivir, dormir o morir tranquilo y feliz el que du
rante tanto tiempo ha estado vinculado a esos quehace
res. Otras veces, por el contrario, es muy improbable
(pie el hombre llegue a amar su trabajo, si éste resulta,
más que penoso, impersonal. Cabe, sin embargo, aun en
119
los odiosos trabajos que hay que practicar en serie, po
ner un margen de voluntad que haga atractiva la tarea :
cumplir ésta con perfección, con una innecesaria perfec
ción que surja de adentro, por lujo espontáneo.
120
que los servicios prestados por su lacayo. Unicamente
por la perfección de sus obras, sean éstas lecciones de
analítica o surcos en la tierra parda, será juzgado y ca
lificado el hombre. Todos los trabajos son iguales; so~
lamente varía la perfección con que han sido ejecutados.
Sé que tú, atado mañana y tarde a un tom o, me en
tiendes perfectamente. Sé también de sobra que el obre
ro que esta mañana ha viajado conmigo no me enten
dería. Me respondería simplemente que hubiese prefe
rido, para este teatro de la vida, vestir ropas de rey a
usar un mono qu¿ su mujer no lava nunca. ¿Cuál será
la perfección que Dios exija a los trabajos de esos hom
bres que únicamente piensan en burlar la vigilancia de
su capataz? ¿Cuál será la responsabilidad de esos miles
y miles de obreros que no han sabido vivir con alegría
sus interminables jornadas de trabajo?
No lo sé. ¿Cómo voy a saberlo yo? Sólo sé una cosa :
que cualquiera que sea la bondad o maldad de un hom
bre, hay algo que merece todos mis respetos : la fatiga
de ese hombre después de trabajar. Acaso toda la li
teratura en tomo al trabajo, todas las tentativas litera
rias por embellecer el trabajo y liberarlo de su mera
condición de pena, acaso no valgan la mitad de ese tre
mendo cansancio que obliga al jornalero, cuando vuel
ve a casa, a sentarse en una silla, sin fuerzas ni ilusión
para sonreír a sus hijos, sin fuerzas para otra cosa que
no sea cerrar los ojos y soñar con una vida distinta, pa
recida a la que llevan los patronos.
VIII
123
oes aquello que me dijiste un día, medio en broma me
dio en serio: «De los veinte a los treinta años hay mu
cho más que diez años, hay diez años de luz.» Lo que
queráis, pero mientras tenga fuelle y piernas me vais a
tener que aguantar. Y espero que después también, por
que si yo a los cuarenta habré perdido ya mucho brío,
también vosotros a los treinta habréis ganado compren
sión y me seguiréis aceptando en la pandilla; alguien
habrá incluso tan bueno que cargue con mi mochila, en
la que no faltará un paquete de bicarbonato.
Cuando por las noches, en la montaña, nos sentamos
alrededor del fuego para cantar, cuando uno de vosotros
saca la armónica y empieza a tocar, suave, suave, mien
tras los demás miramos a las estrellas o a las llamas,
he comprendido bien aquella frase de iBernanos ; «Lo
contrario de un pueblo cristiano es un pueblo triste,
un pueblo de viejos.» En lo hondo del valle se oía a
menudo alguna leve esquila, y en esos momentos no
nos faltaba nada para llorar. Dios andaba cerca, un Dios
estupendo y camarada al que siempre nos ha gustado
invocar con el título que le otorgó San Agustín : «Dios
es más joven que todos» (2).
124
Tú has mirado siempre hacia adelante, tú que en el
pasado cuentas con una hora de mucha aflicción; pero
jamás te has abandonado a ella. Para otros, en cambio,
un pasado triste significa una remora invencible y no
pueden nunca sacudir su recuerdo, hasta el punto de
quedar paralizados para toda empresa. Tú no, tú has
tenido siempre la costumbre de enfilar Ja proa hacia
el futuro, hacia los minúsculos quehaceres del día
siguiente, hacia la cruz y la gloria de nn porvenir que
ha ocupado nueve décimas partes de tus ratos de ensue
ño. Bien sabes que he dado un valor muy relativo a tu
condición de huérfano. Haber perdido a tu madre en
tan temprana edad, a los seis años recién cumplidos, no
ha supuesto para ti tragedia mayor; el vacío de su au
sencia lo has sabido llenar admirablemente con su ima
gen más limpia y fiel y, sobre todo, con la esperanza
curiosa, firmísima, de recuperar a tu propia madre
en la mujer que un día te dará Dios por esposa. Siem
pre mirando a los días venideros. Jamás he conocido
dolor que haya cicatrizado tan rápida y piadosamente.
Muchas veces he podido contrastar tu orfandad, la más
mansa, llevadera y grata, con la desgracia de otros mu
chachos que conservan siempre la llaga en carne viva,
que no han sabido resignarse a la falta de ternura, que
han mantenido hasta el fin una oquedad tremenda en
el corazón. La huella de tal pérdida ha tarado ya su
vida entera. No puedes imaginarte tú cómo haber care
cido durante la niñez de alguien que se inclinara sobre
la cama para arreglar el embozo antes de apagar la luz
llega a ejercer una influencia decisiva en la vida de nn
hombre. No puedes imaginarte cómo no haber tenido
infancia—el sufrimiento suprime la niñez y trasplanta
súbitamente a la persona a una prematura madurez—
representa para algunos una amputación mucho más
grave que la mutilación de un miembro principal. Re
125
cuerdo un muchacho que me preguntó por qué Cristo,
que había querido pasar por todas las amarguras hu
manas, se había evitado una de las más atroces : la de
perder a su madre. La respuesta obvia, que fundamenta
precisamente en la supervivencia de María, en su asis
tencia a la muerte del Hijo, nuestra confianza en la pro
pia muerte igualmente asistida y aliviada por tan dulce
presencia, no satisfizo a aquella alma tan terriblemente
herida por la orfandad.
Existe un verso medieval que describe a9Í la hora pos
trera de Jesús:
Ab amicis relictas,
a Patre derelictusy
a Matre ploratus.
126
monio místico—no tienen por qué producir anos efec
tos específicamente idénticos a los producidos por ios
agentes humanos correspondientes que les sirven de ilus
tración, ilustración precaria, pero, al fin y al cabo, más
inteligible y sensible? Hay fibras en el corazón humano,
de vibración muy cualificada, que permanecen inactivas
y ha6ta expectantes por muy copioso que sea el caudal
de las divinas consolaciones.
Bien; no es éste tu caso. Tú has sabido superarlo todo
con una facilidad milagrosa, pues de un misericordioso
milagro de Dios se trata. Tú miras hacia adelante, hacia
el futuro, donde alguien que aún no conoces te guarda
la9 manos, los ojos, la ternura acumulada de tu madre.
Contigo es fácil hablar de alegría, como es fácil hablar
de tierras con un labrador o de dineros con un hombre
opulento y sumamente generoso.
ra Be el i. 6, 14-17.
Jp7
ble axioma, supone o hace iguales a los seres que enla
za—es causa del gozo (4), y pone ejemplos: «como el
hombre al hombre y el joven al joven». En otra ocasión,
prueba que el amigo es siempre remedio en la triste
za (5). Ya es confortador pensar que un santo, a la hora
de enumerar métodos para combatir la tristeza, inclu
ya, junto a la oración y la contemplación de la verdad,
el regalo valiosísimo de la amistad humana. San Juan
—que puesto un día a definir a Dios lo definió como
amor—fué también sensible en extremo a los regocijos
y consuelos de la amistad, sensible a la alegría de los en.
cuentros y las pláticas interminables y entrañables. Un
día, al final de una carta, escribe: «Mucho más tendría
que escribiros, pero no he querido hacerlo con papel y
tinta, porque espero ir a vosotros y hablaros cara a cara,
para que sea completo nuestro gozo» (6).
Feliz el que ha sabido encontrar grandes amigos y,
en cada uno de ellos, ha encontrado una parte de sí
mismo, que así quedó salvada para siempre; porque
cada amistad despierta una faceta de nuestra persona
lidad. que, de otra manera, sin ese excitante, hubiese
quedado latente y dormida. Feliz el que en sus amigos
ha hallado comprensión, y esta comprensión le ha ayu
dado a comprenderse a sí mismo. Feliz el hombre que
—como la esposa que a través de su propio amor con
yugal ha entendido los místicos desposorios con Dios,
o como el pensador que, apoyado en los vestigios de la
creación, se ha alzado para entender al Creador—, gra
cia? a los datos de una firme y sabrosa amistad, ha sabi
do concebir como amor de amistad el amor que entre
su alma y su Señor debe mediar. San Francisco de Sales
lo explica así: «Esta amistad es una verdadera amistad.
128
porque es recíproca, ya que Dios ha amado desde toda
ila eternidad a quien le ha amado, le ame o le amará en
el tiempo; es declarada y reconocida mutuamente, por
que Dios no puede ignorar el amor que hacia El tene
mos, puesto que El mismo nos le da, ni podemos tampoco
nosotros ignorar el que El nos tiene, pues que de tan
tos modos nos lo ha manifestado, y reconocemos que todo
cuanto tenemos es efecto verdadero de su benevolencia.
Y, finalmente, estamos en perpetua comunicación con
El, que no cesa de hablar a nuestros corazones por sus
inspiraciones, mociones y llamamientos santos» (7).
129
da, que es lógico encuentren más favorable eco en las
almas sumidas en la tristeza y menesterosas de alguna
luz, genuina o engañosa. Alegría y victoria integran una
fórmula reversible, sabia y gratísima.
Con alegría vencerás siempre. Vencerás l&s tentacio
nes y esa viciosa impaciencia y malestar que puede ser
desgraciado atributo de una vida muy tentada. En la
alegría se te revelarán los incontables beneficios que
supone toda tentación vencida. La tentación purga nues
tras almas, destilando más y más nuestra humildad y
nuestra confianza en los auxilios divinos; nos obliga a
estar alerta, a mortificar las pasiones, a echar mano de
una oración más asidua y amorosa; acrecienta nuestra
experiencia para ulteriores guerras y nos prohíbe desen
tendemos de la suerte y peligros de nuestros prójimos;
madura nuestro espíritu, facilita su desarrollo y progre
so, ya que el pájaro vuela no sólo por el impulso de su9
alas sino también por la resistencia que le ofrece el
aire. Y así como el abismo llama al abismo, la ciencia
a la sabiduría, el agua a la verdura y la verdura al agua,
así la alegría que antecede a la tentación y prepara la
victoria es germen del gozo doblado en que se cierra el
ciclo de una tentación vencida.
Teniendo alegría tienes ya la baza en tus manos. Te
niendo alegría y practicando el deporte. El alpinismo
sobre todo, que tanto nos gusta, el deporte duro y es
forzado que reemplaza ventajosamente a las viejas for
ma? de maceración solitaria—el «asceta» fué primera
mente el atleta—, porque añade al castigo de la carne
las ganancias de una vida fraterna y asomada a las ma
ravillas que Dios hizo para que el hombre las visitase,
les pusiera nombre y alusiones a Nuestra Señora, «Seño
ra de las cosas». No quiero dejar de copiarte aquí, para
que las leas de nuevo, para que las reces una vez más,
130
<t( t
las ocho bienaventuranzas que siempre .jregeíittüi^^l
emprender una marcha o comenzar un p í i r t i ^ ;
*·, * » * r
... - ^ -
1. Bienaventurados los que cultivan su cuerpo, por
que es teriiplo de] Espíritu Santo.
2. Bienaventurados los que luchan por ganar un tro
feo, porque se esforzarán más por el premio que no
perece.
3. Bienaventurados los que al aire se divierten, por
que no pudren su corazón.
4. Bienaventurados los que juegan con coraje y sin
ira, porque se están haciendo hombres.
5. Bienaventurados los que aceptan la derrota sin
venganza, porque se están haciendo cristianos.
6. Bienaventurados los que saben jugar en equipo,
porque a la vida hemos de ir juntos.
7. Bienaventurado el que disciplina su cuerpo en el
deporte, porque a la vez templa su espíritu contra la
tentación.
8. Bienaventurados los que en el juego y en la vida
se consideran espectáculo de los hombres y de Dios.
131
Dios sin descanso poseer un corazón alegre y un cuer
po robusto; debe haber una interacción mutua, porque
ia Escritura afirma que ocla tristeza seca los huesos» (8).
Amigo: Gaudeamus igitur, juvenes dum sumus. Es
decir, traduciendo libremente, cristianamente: «alegré
monos para ser siempre jóvenes». La alegría no es sólo
atributo de juventud, sino fuente de juventud inmarce
sible. «En la alegría del varón está su longevidad» (9).
Porque ni la juventud ni la vejez son conceptos biológi
cos, sino disposiciones temperamentales condicionadas
por la presencia o ausencia de la alegría. Viejo, como
poeta, no se hace: se nace.
Es menester vivir con coraje y optimismo, viendo en
la existencia que aún queda por delante, más que una
cadena de amenazas que la limitan o pueden aniquilar
la, una incesante, cotidiana aventura cargada de las más
ricas e imprevistas promesas, reservadas solamente a
los hombres que se esfuerzan en desvelarlas y alcanzar
las. La vida ha de ser ímpetu y acción, alegría y lucha
y lucha por la alegría. Lo mismo que el árbol, el hom
bre, mientras dure su juventud—mientras dure su vi
da—, tiene que dar fruto, sin permitir que su utilidad
se degrade hasta el nivel de las industrias aplicadas y
postumas, la leña para cebar el fuego o la madera para
fabricar ajtaúdes.
La existencia cristiana es un elogio a la violencia. Sólo
los violentos, j o s esforzados, consiguen—«arrebatan»— e l
Reino de los cielos (10). La alegría surge aquí de la
victoria y la aceptación intrépida del riesgo, y se pro
longa, mediante la esperanza, hasta la muerte o triunfo
definitivo, la entrada en «el gozo del Señor».
Cuidando, sin embargo—ninguna violencia, si es legí-
133
negarán. Si tú amas menos, ellos dejarán de amar. Si
tu alegría decae, la suya se extinguirá. Pero si tú estás
siempre alegre, la tristeza del mundo decrecerá en una
medida muy superior a la meramente expresada por tu
victoria personal. Y si tú eres de verdad alegre, si con
servas una indefectible alegría, seguro que los demás
hombres acabarán siendo mejores. Amén.
ix 5v
135
el sermón. Veremos si el pulso aguanta y la cabeza no
empieza pronto a darme vueltas.
Ya has dicho tu Primera Misa. Todo seguramente ha
sido espléndido y radiante. Habrás vivido estas horas
en un extraordinario trance, solicitado a la vez por los
más fuertes y desconocidos consuelos interiores y por
las mil minuciosas rúbricas ¡que te exigían un ánimo aler
ta y te prohibían abandonarte a las dulzuras de tu de
voción personal. Probablemente te habrás equivocado
más de una vez, quizá no lias recordado todas las pa
labras de la incensación o no te has arrodillado siem
pre después de quitar la palia al cáliz. Es inevitable, no
te inquietes; los ángeles lo arreglan todo. Mañana cele
brarás mejor, ya verás, con más paz, con mayor exac
titud litúrgica, aunque también acaso con más fe, con
más exclusiva fe, con una fe más desasida de todos esos
datos sensibles y brillos excepcionales de la Misa nueva.
Cuando de las cien luces de hoy sólo queden dos velas;
de la muchedumbre de hoy, apenas media docena de
personas; de las copiosas consolaciones de esta mañana,
quizá tan sólo la consoladora certeza de que nada im
portan los consuelos. Pero mañana, ya verás, aún dirás
mejor la misa, más centrado en el misterio. Y al otro
día, y al otro, y al otro. Misas y misas, misas lentas,
jugosas y correctísimas. Después, un día hará calor. Y
otro día llegará hasta el altar, desde la calle, una música
fácilmente reconocible. Y otro día, mientras estés cele
brando, pensarás en la tesis 35 de los próximos exáme
nes quinquenales, y otro día irás de prisa, porque hay
que tomar el tren y el tren no espera. Todo eso ha de
venir, es ineludible como el invierno. Pero yo sólo quie
ro decirte que lo que hoy has vivido tan explícitamente,
lo que hoy sientes con tanta intensidad y lo asocias con
la alegría y la cruz y tus primeras ilusiones infantiles
y una decisiva plática del P. Espiritual y la última
136
cena de Cristo, todo eso, aun entonces, y más tarde,
cuandp celebres en la tierra por última vez, seguirá
siendo verdad.
Abora, con el sabor incomparable de las primicias, te
resistes a creer en épocas de desolación y a admitir el
peligro de pequeñas o grandes traiciones. No seas iluso,
no tengas la ingenuidad de juzgarlo ya todo resuelto, ten
sólo esa ingenuidad que resulta incompatible con el he
cho del pecado, pero no esa otra que rechaza con es
cándalo su posibilidad. Es probable que, desde esta
cima de la Misa Nueva y después de una carrera jtan fa
tigosa se apodere de ti la sensación predominante de
haber coronado la vida. No : la ordenación sacerdotal,
más que una meta, es un punto de partida. Ahora es
cuando comienza propiamente la historia: capítulo I,
capítulo II... Todo lo que ha precedido es tan sólo un
prólogo, una víspera larga y laboriosa.
Porque no olvides que el sacerdocio es, sobre todo,
una misión, que tiene como fin glorificar al Padre y sal
var a los hermanos, una misión sagrada y humana. No se
ordena uno para ser capellán de sí mismo. Ten muy
presentes aquellas palabras del ángel, la mañana de la
Ascensión, a los apóstoles arrobados : «Varones de Ga
lilea, ¿qué hacéis ahí mirando al cielo?» Estas palabras
te exhortan a abandonar el éxtasis y acometer la tarea,
una tarea que será sin duda áspera.
Ya te adelanto que vas al Calvario. Agradece a los
que te desean muchas felicidades, pero desconfía de aque
llos que te las auguran. Si insisten, ya sabes quién ha
bla por boca de ellos: Jesús increpó a Pedro con el
nombre de Satanás cuando pretendió disuadirle de su
pasión y muerte.
En el Calvario es donde ha dado cita Jesucristo a to
dos sus seguidores. Si le eres fiel, también a ti te inva
dirán todas las tristezas específicamente apostólicas, pro
137
porcionales siempre a tu capacidad de compasión* a tu
santidad. De El afirma Santo Tom¿s que padeció la m¿9
profunda tristeza que haya padecido criatura alguna (1).
Y todos sus discípulos han corrido idéntica suerte. Las
frases que en diversos pasajes utiliza San Pablo para
expresar su inmensa tristeza son impresionantes; llega a
confesar que esa tristeza es continua en su corazón ^2).
Cierto que semejante tristeza convive con la alegría ca
racterística que deriva de los frutos de su apostolado.
A los fieles de Filipo y a los de Tesalónica los Дата así,
su alegría, su gozo y su gloria. Y ésta ha de ser precisa
mente tu alegría, la alegría a la cual debes tender, la que
has de anhelar y preferir: la alegría apostólica de ex
tender unos metros más el Reino de Dios, de consoli
darlo en las almas encomendadas a tu solicitud pasto
ral. Tu alegría ya la encareció el mismo Jesús en profecía
de gran aflicción : «Alegraos y regocijaos, porque vues
tra recompensa en los cielos será grande, pues así per
siguieron a los profetas que hubo antes de vosotros» (3).
Paralelamente, tu tristeza tendrá idéntico signo apos
tólico : tristeza de compasión con Cristo abrumado por
las culpas de los hombres. Tristeza de advertir la cizaña
en tu heredad, tristeza de perder una o muchas ovejas,
tristeza de comprobar cada día, cada noche, la existen
cia y proliferación del pecado en la comunidad cristia
na que tienes el encargo de velar, nutrir y adoctrinar y
un día devolver al Padre.
Al trazar ya hoy las líneas de tu futura tristeza no
quiero que pases por alto un motivo que también la
acrecentará y contribuirá a hacerla especialmente amar
ga : la tristeza por tus propios pecados. Considera que
138
la ordenación sacerdotal no representa ninguna garantía
de santidad—San Pedro pecó, y pecó muy poco después
de haber sido ordenado—, advierte que el sacerdote si
gue siendo hombre, flaco e inclinado al mal, expuesto a
mil riesgos, el menor de los cuales no es cierta viciosa
facilidad que el estudio de la Moral puede proporcionar
para descubrir excusas y justificaciones a las propias
culpas.
No se te ocurra creerte santo por el mero hecho de
conservar tu celibato íntegro. Es seguro que si llegas
a esa falsa apreciación, también tu castidad será de muy
escaso valor, tal vez incontaminada, pero triste y hue
ra, minada por la soberbia, por el resentimiento o por
nostalgias inconfesables. Yo no sé qué es peor : si sus
pirar desde el barro por la pureza perdida, por el Se
ñor perdido, o añorar, creyendo todavía poseer a Dios,
la impureza no gustada. ¿Que se puede continuar toda
vía haciendo bien a las almas? Sí, también puede se
guir iluminando la tierra un astro que hace siglos se
apagó. Acaso la ejemplaridad de algunos sacerdotes con
sista nada más en el eco, que aún dura, de una fe que
ellos ya han perdido.
139
Dios impone al alma como pena, más o menos duradera,
por haberse hecho indigna de la alegría.
Del fracaso, de la caída, hay que tratar de levan
tarse inmediatamente y ser en adelante más humilde y
más cauto. Pedir perdón, lo primero. Pedir perdón mu
chas veces, no por falta de confianza en la misericordia
divina, sino por desconfianza en la legitimidad de las
propias disposiciones para obtener dicha misericordia.
Aun después de todos los pecados, la puerta a las más
secretas predilecciones del Señor continúa abierta. Y des
pués del perdón, entre tu alma perdonada y aquella
alma virgen de seminarista, cuando a los doce años pro
metías a la Señora no beber agua los sábados durante
el recreo, no habrá apenas ninguna diferencia, tan sólo
unas cicatrices... No olvides esto: «Aun si no le fuéra
mos fieles. El permanecerá fiel» (4). No olvides tampo
co que después de tanto tiempo pasado junto a Cristo,
tras una intimidad tan larga, a pesar de todas las nega
ciones. queramos o no queramos, se nos tiene que notar
el acento galileo.
Pero de la caída debemos alzarnos no sólo más hu
mildes y más precavidos, sino también, como señalan los
manuales de ascética, más fervorosos. Confía: Dios des
truye el mal que has hecho. Pero ten en cuenta : Dios
no suple el bien que no has hecho. No podrás concebir
fácilmente la gran trascendencia de los pecados de omi
sión. Bien vendrá ahora, ahora que con el mayor ardor
vas a comenzar tu ministerio, que te resuelvas a dedicar
en el diario examen un margen generoso a esta pregun
ta : ¿qué no he hecho hoy? Y que la pena por haber
hecho el mal no te paralice, no te robe el tiempo que
debes dedicar a hacer el bien.
140
De tus pecados deduce también una gran comprensión
para los pecados ajenos. Dice Camus que únicamente
confesamos nuestras culpas ante aquel que las comparte,
porque así añadimos, al bienestar y desahogo que toda
confesión lleva consigo, la tranquilidad de poder se
guir pecando, ya que el que se halla tarado con esos
pecados no posee autoridad moral para censurarlos y
disuadirnos de cometerlos. Vamos a pasar por alto lo
que tiene de mauvaise pensée este pensamiento de Ca
mus. Ni el confesor está de ordinario gravado con los
pecados que escucha en confesión, ni, para que su ex
hortación sea persuasiva y eficaz, tiene que apoyarla en
su propia biografía exenta de tales pecados, sino en la
palabra tremendamente pura y exigente del Salvador.
Pero sí es cierto que declaramos más fácilmente nuestras
culpas ante alguien que, para entenderlas, dispone de su
personal historia como ilustración suficiente, de sus ten
taciones y reacciones. ¿Cómo iba a comprender nuestra
situación un ser impecable y angélico? Porque el hecho
de comprender—palabra de feliz ambivalencia, intelec
tual y moral—entraña alguna solidaridad con lo com
prendido. Comprender significa una cierta forma, una
forma pura y purificadora de compartir.
Con todo, no desprendas de ahí la necesidad de pe
car para entender el pecado. Un santo—un santo quiere
decir un hombre santo—comprende el pecado hasta don
de puede ser humanamente comprendido, merced al do
lor de sus expiaciones corredentoras y a los dolorosos
estímulos que en su alma provocan los ataques del ene
migo. La fundamental humanidad, fundamentalmente
herida y vacilante, que tales estímulos denotan, basta
para que el santo se abra a la más generosa comprensión
del pecador. Su procedencia humana, ese ex hominibus
que tan humillante y gloriosamente define al sacerdote,
basta para que conciba bien el otro ablativo que San
m
Pablo utiliza en el mismo verso (5), el pro hominibus
de su misión salvadora y piadosa. De todo esto deduce
tú la necesidad de amar al prójimo como a ti mismo, de
perdonarlo como a ti te gustaría ser perdonado.
Cierto que el confesionario sigue siendo un tribunal y
el sacerdote desempeña funciones de juez. Cierto que
el confesor administra justicia. Pero afortunadamente
no se trata de justicia terrena, en la cual la complicidad
del juez con el reo—complicidad no precisamente en el
delito que entonces se ventila, sino complicidad en el
mal, en las múltiples y secretas variantes del mal uni
versal—conduce a menudo al juez al fallo condenato
rio por un misterioso instinto de venganza, de venganza
contra sí mismo, contra su propia humillante maldad.
Se trata, gracias a Dios, de una justicia que no es de
este mundo, de una extraña justicia que no atiende la
magnitud del pecado, sino exclusivamente la disposi
ción del pecador. Se trata de un juez que simultánea
mente es médico, de un juez que a la vez es padre.
¡Cuánto me gustaría hablarte de la paternidad del
sacerdote! Quiero, sin embargo, en vez de cantar sus
excelencias, poner de relieve una desviación : el pater*
nalismo, que es una degeneración de la sana paternidad.
El patemalismo constituye una actitud altanera, injusta
y superlativa, incluye un exceso de superioridad y unas
atribuciones desmedidas. Me dolería mucho que incu
rrieses en este defecto. De él se escapa cultivando, a la
vez que una correcta conciencia de paternidad, la dimen
sión fraterna que el buen amor paternal del sacerdote
ha de contener siempre, como complemento y a veces
como contrapeso. Recuerda que no sólo eres padre de
tus almas, sino también hermano. Trae a las mientes con
frecuencia tu miseria, tu extracción humana, tus apelli-
(5) Hebr. 5, 1.
142
dos, ese reato de culpa y pena que te nivela con todoa
los hombres, los pecados personales por loa cuales ase
gura San Pablo que el sacerdote tiene que ofrecer sacri
ficios igual que por los de su pueblo (6). Acepta el do
lor y sobre todo sus motivos penales, válidos para ti lo
mi-mo que para todos. Antes que fecundo para salvar
las almas, tu dolor ha de ser para ti principalmente do
lor merecido. Convendría que más que en sus efectos sa
ludables pensaras en su raíz penal.
Concilla bien y sin alternancias la solicitud paternal
con el amor fraterno. A las almas, a todas las almas que
te sean adjudicadas, quiérelas mucho y de verdad. De
cía el cardenal Suhard que ir progresando en la santi
dad no significa otra cosa que ir creciendo cada día en
la capacidad de amar a nuevos seres o a los mismos con
mayor profundidad. La primera disciplina pastoral de
todo párroco es ésta, y su índice de valoración, mucho
más hondo que aquel que califica sus dotes de predica
ción, organización o penetración social, es simplemente
la energía, perseverancia y pureza de su amor a los hijos,
a los hermanos.
143
Dios y no te importe que ellas, al amar a Dios, no le
amen a través de ti. No concedas demasiada importancia
a ese discutible principio táctico de pastoral que reco
mienda al sacerdote demostrar bien claro su amor a los
fieles a fin de que éstos se le entreguen para Dios. San
ta Teresa de Lissieux confesó que su amor a las almas
era totalmente puro, puesjto que no deseaba en absoluto
ni siquiera que tuviesen conocimiento de él. Sé que la
posición del párroco es otra y muy distinta su gestión
salvadora, pero sé también que las maravillas que un
amor oculto suele obrar son muy superiores a las que
otro amor, excesivamente preocupado por hacerse explí
cito, llega a conseguir. Por otra parte, ni el amor ni el
odio, si de veras son operantes, pueden permanecer toda
la vida desconocidos cuando se ejercen sobre personas
que no ignoran el origen de los servicios o daños produ
cidos por el carácter operativo de tales sentimientos. Y
si la correspondencia llega, si te envuelve el cariño, no
te eches tampoco a temblar. Agradéceselo al Señor, para
lo cual no tendrás que servirte de potencias extrañamen
te espirituales y asépticas. Darás gracias a Dios con el
mismo corazón que ha amado a las gentes y por ellas
ha sido amado, este débil corazón nuestro, tan desvali
do. No tenemos más que un solo corazón para todos los
menesteres.
Quiere a todos mucho. Trata de llorar con los que
lloran y regocijarte con los que se alegran. Procura de
volver la alegría a los tristes y purificar la alegría de
I o í alegres. Procura a la vez ser comprensivo con cier
144
Cuando, al final de los Ejercicios de San Ignacio, se
llega a las meditaciones de Cristo glorioso, ¿por qué el
Director, en lugar de decir: «No confundan ustedes la
alegría espiritual con la alegría mundana de volver al
mundo», no enseña el medio de espiritualizar la natu
ral, humanísima alegría de haber terminado con la gra
cia de Dios unas jomadas de silencio y penitencia? Aca
so lo primero sea más seguro. 0 más fácil.
145
AUN KS PO SIBLE...— 10
caso cuándo termina el deber de facilitar una confiden
cia y cuándo comienza la obligación de no forzarla.
Observarás pronto que casi todas las confidencias re
velan sólo penas, dolores y sufrimientos. Es natural, el
que revela algo intimo suele buscar consuelo para su
dolor, no participación de su alegría; somos así. Con lo
cual fácilmente juzgarás que el papel del sacerdote, al
ser depositario de tantas penas, no consiste en repartir
la alegría sino en compartir la tristeza, de la misma for
ma que la caridad cristiana, íntima y auténtica, no ha
de preocuparse tanto de repartir la riqueza como de com
partir la pobreza. Esto no es cierto, el paralelismo no es
legítimo. La pobreza es un bien que nos asemeja a Cris
to pobre, mientras que la tristeza—excepto la famosa
tristeza única de Bloy—es un mal, que es preciso curar.
Después de una confidencia, el sacerdote no tiene por
qué quedar más triste—<n ciertas zonas del alma puede
ser que sí—, sino el confidente más alegre o, al menos,
más convencido de que su misión es tender a la alegría.
146
se apacienta. Mira : alégrate mucho de que las cosas
sean así y en seguida, inmediatamente, extirpa de tu a l
ma ese brote de sutil nostalgia, la nostalgia de pensar
que en el mundo, en el amor, podías haberte santificado
igualmente; desecha la idea de que la vocación, la fide
lidad a la vocación no consiste en encontrar el sitio, sino
en hallar el modo de estar en cualquier sitio. No, tu
vocación es la que has abrazado, una vida que puede
ser todo lo áspera que te la imagines en los instantes de
mayor desolación, pero una vida también que tiene que
ser tan radiante y alegre, más radiante y más alegre que
los más ambiciosos sueños de alegría que puedas forjar
en tus días de consuelo. No olvides que el Pontífice deseó
para ti en la ordenación de subdiácono, a la hora en
que te despedías de los halagos y regocijos del amor
humano: «El Señor te vista la túnica del gozo y el
manto de la alegría.»
No pienses que tú, con tanta capacidad de ternura—ya
la irás advirtiendo, dolorosamente, felizmente, ya ve
rás—, debías haberte encaminado hacia el cielo por el
uso y disfrute de tal riqueza afectiva en el matrimonio.
¡Ah amigo, si supieras cuánta ternura necesita también
nuestro pobre Cristo!
147
Para la hora de esas decepciones, para los momentos en
que tengas que saborear tu impotencia, ten presente esto:
que nosotros no tenemos oro ni plata y sólo podemos
ofrecer la remisión de los pecados. Unicamente nos co
rresponde prometer la bienaventuranza de los cielos y,
para esta vida, conceder una alegría interior, cierta y
a. la vez problemática, que de suyo no suele tener con la
alegría del mundo otra conexión que no sea indirecta y
negativa : en cuanto declaramos inútiles los empeños que
para obtenerla se llevan a cabo y liberamos a las almas de
ellos, generadores de casi toda la angustia que hoy ator
menta al pueblo. Todo lo demás, si acaso por piedad di
vina nos es concedido conceder, trasciende nuestra es
tricta competencia.
148
dile, diJe también; concédeme, Señor, la alegría, pero
no permitas que me haga indigno de tu sagrada Pasión;
no retires de mi camino ]a inmensa gracia de los fraca
sos, padecimientos y penas, pero no me dejes caer en
la desesperación ni en el despecho contra loe que
triunfan.
Después, duerme en paz. Mañana será otro día.
X
151
jueves y sábado«. 0 ir a la escuela desde el caserío, dos
kilómetros en bicicleta, montado en la parrilla, mientras
el padre canta camino también del pueblo, camino de la
serrería... ¿Es que sabemos acaso mucho sobre la alegría
de vivir?
Ni rico ni pobre, pobre a la vez que rico, viene a
ocupar usted un puesto intermedio. Del pobre tiene la
escasez, que le impide ahorrar, que no le permite lujo
ninguno. Del rico posee la seguridad, suficientemente
basada en un sueldo estable y en un sistema de seguros
que le ampara, siquiera teóricamente, hasta el fin de
la vida.
Pero las características de la riqueza y la pobreza
son sumamente variables, fluctuantes y hasta equívocas.
En cierto sentido, vivir en pobreza significa carecer de
lo superfluo, en contraposición a lo que técnicamente,
atrozmente, podría denominarse miseria o carencia de
lo necesario. Distinción sobremanera arbitraria, prác
ticamente imposible. Yo quisiera saber si el vino, que
sirve tanto para acompañar las comidas como para ol
vidar que no se ha comido, o si la música, esa radio hu
milde que despega al obrero de su mundo sórdido para
llevarlo de la mano hasta una esfera de sueños elemen
tales, quisiera saber si son bienes necesarios o super-
fluos.
Alguien asegura que vivir en pobreza es vivir del pro
pio trabajo, con lo cual el número de pobres aumenta
enormemente y prescinde, en cambio, de aquellos que,
por razones más o menos válidas“—¡qué difícil precisar
con delicadeza el grado de culpa o disculpa de los que,
venidos a menos, sienten una invencible vergüenza a
emplearse en cualquier trabajo público!—, pueden vivir
o tienen que vivir de unas rentas que en muchos casoe
son increíblemente exiguas y decrecientes como valor de
adquisición. Según otro criterio, ser pobre significa vi-
152
vir de limosna, y, por tanto, sólo los mendigos son po
bres, mientras existen comunidades que se niegan a acep
tar limosnas y donaciones y llevan una vida austerísima
y despojada, fruto de Jas escasas horas de trabajo ren
table que permite un severo régimen de oración y es
tudio.
En cierjto sentido podría decirse también que vivir en
pobreza es vivir diariamente el riesgo. Pero ¿la existen
cia del que tiene comprometidos 6us millones al golpe
de un azar puede merecer el calificativo gloriosamente
oprobioso de pobre? Y los religiosos cuya mesa esta
asegurada para siempre, ¿han de cargar con el título
más injurioso que glorioso de ricos?
Precisamente el voto de pobreza de las Ordenes apro
badas por la Iglesia no nos facilita mucho la solución
del problema. Para las personas ligadas con ese voto la
pobreza no representa tanto un nivel mínimo de dis
frute cuanto un nivel nulo de posesión. Sus efectos aflic
tivos nótanse más en el alma que en el cuerpo, pues es
posible concebir incluso con todo derecho el voto de
pobreza como un aspecto más del voto de obediencia,
como un desasimiento de sí mismo en lo que atañe a
las cosas materiales. Un religioso que sabe que, sea cual
quiera el estado de su salud, el rendimiento de su tra
bajo y hasta el signo político, mientras sea sólo nacio
nal, del país en que reside, va a tener siempre dispuesta
la comida, el vestido y el lecho, es difícil que comprenda
hasta el fondo las congojas de un padre de familia que
desde el jueves hasta el sábado por la noche tiene que
hacer malabarismos con las escasas pesetas que quedan
en casa. Pero tal vez más difícil es que una persona del
siglo, dueña absoluta de sus cinco duros, entienda la
secreta amargura del fraile que debe desprenderse de sus
libros y efectos más personales y entrañables, que ha de
pedir permiso para hacer un regalo o que no puede co-
153
rresponder con otro regalo a un favor recibido, o el
tormento del que, muy entregado de corazón a la po
breza, pero imposibilitado por enfermedad o exigencias
del cargo para practicarla en toda su amplitud, tiene
que someterse a una ley de excepción tan grata para la
carne como odiosa para el espíritu.
La verdad es que no nos ofrece mucha luz, para el,
discernimiento de la pobreza en general, la compara
ción de la pobreza de los religiosos con la pobreza de
los que viven en el mundo. Sólo cabe suplicar a éstos
respeto para lo que no están en condiciones de entender,
y a aquéllos, un poco más de interés en hacer explícita
y elocuente una pobreza que no dudamos existe en grado
sumo en su corazón y en el interior de los conventos.
154
f
l.>6
tiempo necesaria con necesidad de medio, de recurso a
veces único.
Las obras satisfactorias, según la Escritura proclama
muchas veces, son: ayuno, oración y limosna. Puede
ocurrir que el ayuno sea una medida de salud práctica
mente irrealizable para el rico, incluso inconcebible.
«Cavar no puedo». Puede igualmente suceder que para
la oración no tenga el espíritu bien templado, que no
posea humildad. «Mendigar me da vergüenza.» ¿Qué
hacer entonces? Queda la limosna, que, aunque no con
duzca al propio ayuno, tiende a mitigar el ayuno ajeno,
y es ya una especie de plegaria : «Encierra la limosna
en el corazón del pobre y ella rogará por ti para li
brarte de todo mal» (3).
El rico «ya sabe lo que ha de hacer para que cuando
se le destituya de la mayordomía sea bien acogido en los
eternos tabernáculos». Al rico está reservada, a la vez
que los incontables peligros de un tráfico que suele aca
bar oprimiendo a los necesitados, la posibilidad de una
santa usura : «A Yavé presta el que da al pobre» (4).
Pero ya la mera formulación de este consejo, tan inteli
gible y adecuada al espíritu del que a diario maneja
sus dineros, ¿no revela de sobra el nivel inferior, la po
bre calidad de los móviles que operan sobre tal espíritu?
¿Puede brotar en él, en esa tierra tan reseca, la fuente
de la Verdadera alegría, la alegría que San Pablo exige
acompañe a toda dádiva para que merezca la aproba
ción amorosa de Dios?
157
Byron, en su Caí«, pone en labios del fratricida esta
pregunta dirigiéndose a Satanás:
—¿Eres feliz?
—No—contesta—, pero soy poderoso.
En esta respuesta queda expresamente declarada la
tajante distinción entre felicidad y poder, y sentado el
hecho de un gran poder que no confiere felicidad. Sin
embargo, esa partícula adversativa, ese pero debe ha
cernos pensar. La contestación no hubiese sido redacta
da correctamente de haber sido esta otra : «No, pero
soy infeliz». El pero, pues, de Satanás no equivale a por
el contrario, ni el poder que confiesa poseer representa
directamente ninguna forma de infelicidad. ¿Sólo esto
cabe deducir? ¿No es lícito adivinar en esas palabras
algo más que una mera no coincidencia de conceptos?
¿No nos sugiere tal respuesta que el poderío es una apro
ximación o una precaria sustitución de la felicidad? «No
soy benévolo, pero soy justo». «No fui a Oviedo, pero
llegué hasjta Gijón».
¿Puede significar acaso el poder o la riqueza—la ri
queza no es más que un aumento de la potencialidad de
un ser u oportunidad para su más amplia y profunda
realización—un acceso a la felicidad o un aceptable su
cedáneo de ella? Los pobres así lo creen, los ricos lo
niegan. Pero la inexperiencia del pobre no resta valor
a su afirmación, ya que el poder no es en la tierra una
categoría absoluta, sino un favorable contraste con la
impotencia relativa del que no lo posee, con lo cual se
presiente una infeliz concepción de la felicidad como si
tuación de ventaja entre otros estados más infelices. La
negativa del rico no tiene tampoco validez ninguna para
el pobre desde el momento en que aquél se esfuerza de
nodadamente, simultáneamente, en ser feliz y acumular
mayores riquezas.
Podría decirse que la felicidad del rico consiste en el
158
contraste con el espectáculo de desdicha que la vida del
pobre le suministra y su infelicidad en el agotamiento
efectivo, creciente, de las posibilidades felicitarías« que
conservan toda su validez virgen para el hambre y sed
del pobre.
No está la felicidad en la posesión de muchas cosas,
sino en Ja capacidad de disfrutarlas. Un desharrapado
con apetito goza más con un mendrugo de pan que un
opulento inapetente ante la mesa mejor abastecida. Pero
ocurre que la facultad de gozar de las riquezas abarca
otras potencias mucho má9 insaciables que el escaso mar
gen fruitivo que pueda darse en la acción de comer y
beber, mientras que las dificultades que el pobre en
cuentra para satisfacer sus menguados anhelos no son
menores que las que tiene que vencer el rico para reali
zar sus sueños más suntuosos.
¿Esto es todo? No, la riqueza supone otro favor: im
plica la oportunidad de formar con calma y medios su
ficientes el espíritu para una más honda y acertada com
prensión de la verdadera felicidad, para una más cómoda
aceptación de la infelicidad. Esto es importante. A me
nudo olvidamos que los libros donde se exponen las
excelencias de la pobreza los pobres no los leen, porque
cuesta dinero adquirirlos o, más generalmente, porque
su pobreza les ha vedado en principio esa formación que
exige la lectura de tales libros. Y es que acaso la autén
tica pobreza necesita, lo mismo que la humildad, des
conocerse a sí misma, ignorar sus perfecciones.
¿Quién es más pobre, el que después de haber renun
ciado a las riquezas lee plácidamente en su desnuda ha
bitación los capítulos que tratan de la pobreza espiri
tual, «necesaria para que sea meritoria la pobreza real»,
o el obrero que a esa misma hora suda delante de un
horno, sin haber tenido jamás un cultivo espiritual que
le proporcione ahora otro consuelo que no sea ese en el
159
que está pensando: el cine del domingo? ¿Quién es más
pobre? ¿Quién es, quiero decir, más meritoriamente
pobre?
160
bargo, esta corrupción del genuino amor tan grave como
lo es aquélla. El pobre sigue siendo más permeable al
amor, a esa sustancia inefable que liga a unos seres con
otros. La propia desgracia suele suscitar interés por la
desgracia ajena; coloca al hombre en inmejorable con
dición para compartir otras desgracias, al menos para
advertirlas; el rico, si no es muy santo o muy depravado,
no descubre la profunda aflicción de la pobreza, como
ciertos bacilos que no penetran jamás en el cuerpo si
no es a través de una llaga. Por otra parte, la gratitud
es lo que más facilita en esta vida el amor. «Yo llamo
amigo al que me da dinero», definía crudamente León
Bloy, siempre mendigo, nunca mendigo ingrato.
161
AUN ES POSIBLE...— 11
hoy como ayer, prefiere su riqueza, prefiere, en el mejor
de los casos, una buena conciencia sin complicaciones.
Pero hay una misteriosa tristeza consignada en el Evan
gelio : el joven rico que rehusó seguir a Jesús «se mar
chó triste».
Es menester comparar esta tristeza con la amargura
de otro muchacho acaudalado descrito en las sagradas
páginas, un hijo pródigo que dilapidó su cuantiosa he·
rencia viviendo disolutamente. Tal amargura fué luego
trocada en gozo. Fué suficiente arrojarse en brazos del
padre. Fué bastante, como primer principio, como luz
muy auroral, sentir hambre. Si el hijo prófugo hubiese
conservado su herencia, si la hubiese administrado sa
gazmente y la hubiese hecho fructificar, ¿se habría con
vertido, habría vuelto a la casa paterna?
Inescrutables son los designios de Jesucristo, que pro
voca la tristeza en un corazón puro, pero satisfecho, y
concede la máxima alegría a un hombre corrompido,
pero hambriento.
Aquel a quien se le perdona_más, ama más. Pero ¿aca
so no ama más también el que, poseyendo más, entrega
más? Seguramente será así. Con todo, la lectura del Evan
gelio sólo nos persuade de una cosa : de que el hombre
que posee más se resiste más.
162
ofrecer que no sea el atroz vacío de su corazón y su
cabeza, donde únicamente han ido acumulándose las
burlas y los desprecios del mundo. £1 pobre, en cambio,
el hombre más pobre puede consagrar al Señor sus exi
guas propiedades, sus céntimos, su camastro, su flaca
ilusión. Así como también puede la persona más pobre
de todas apegarse viciosamente a los cuatro palmos de
tierra sobre los que cada noche tiende su cuerpo. La
más hermosa santidad llega a frustrarse porque una mon
ja clarisa no ha sabido desasirse de su santocristo, escu
dilla o cortaplumas.
El pobre puede enredarse en un hilo, en una mezqui
na posesión, en una esperanza sórdida. ¡ Qué fácil ca
mino para engañar al pobre : sustituir la esperanza de)
cielo por las esperanzas de aquí abajo! Sólo hay otra
manera tan fácil y tan culpable de engañarlo: adorme
ciéndolo blandamente con piadosas canciones. De las dos
formas se corrompe al pobre, hurtándole su mejor y más
bello horizonte y matando el coraje que le es precito
para moverse en la tierra.
El pobre puede fácilmente ser humillado hasta el pun
to de hacerlo sensible a la ridicula vanidad de lograr
algún contacto con el rico. Tiene que soportar consejos e
inspecciones, ha de escuchar de su bienhechor la reco
mendación de invertir la limosna en gastos que no sean
superfluos y debe tolerar a veces la más indiscreta super
visión de su vida casi íntima.
El pobre puede desbaratar todas las posibilidades de
santificación que laten en su desgracia. No tiene por
qué sorprendernos que la pobreza no realice frecuente
mente mayores obras de perfeccionamiento moral. Nos
otros pensamos en la pobreza del pobre, pero él no pien
sa en su pobreza, sino en el modo de huir de ella. La
auténtica fecundidad de la pobreza únicamente tiene lu
gar cuando el hombre «se desposa» con ella. Cabe, sin
163
embargo, imaginar que Dios no permitirá la total este
rilidad de una coyunda que, aunque no deseada, es plena
v constante. Dios ama al hombre mucho más de lo que
el hombre puede amar sus riquezas o detestar su po
breza.
Cierto que la muerte iguala a todos. También el do
lor, pero no tanto. Los analgésicos cuestan dinero. ¿O
acaso la carne del pobre sufre menos porque está más
entrenada en el sufrimiento? La resignación no cuesta
dinero, pero sí cuesta la formación espiritual que tal vez
contribuya a fundar, ampliar y fortalecer la resignación.
¿O tal vez la resignación sólo se aprende sufriendo, como
el movimiento andando? Irrefutable: Nuestro Señor Je
sucristo es el que da liberalmente, como se le antoja,
las gracias abundantes para padecer y superar los pade
cimientos; y la enfermedad y la pobreza y las afrentas
son gracias del cíelo. También indiscutible : decir esto
desde cierta situación social y vital suena demasiadas ve
ces a hueco o a ironía.
La maldad de los pobres, los que viven en la miseria
por una pereza inconfesable, los que utilizan la pobreza
como arma para suscitar el odio... Bien, no lo niego.
Sólo pido que para juzgar al pobre se tenga antes la
honradez de documentarse suficientemente. Y para com.
prender a un hombre, para valorar con cierta equidad
sus méritos y deméritos, es menester usar del único mé
todo que nos concede acceso a su fondo íntimo : el amor.
Y amar al pobre es más difícil de lo que se cree. La com
pasión de suyo no es amor.
164
rico puede obtener sin tanta dificultad las cosas prohi
bidas, también sabemos que los mayores crímenes del
odio o de la lujuria se perpetran ya en la cámara más
secreta del corazón, en la fuente del mal deseo, la cual
está siempre accesible, gratuitamente ofrecida a todos los
hijos de Eva. Si la desesperación amenaza más violen
tamente al humillado, al maltrecho, no se nos oculta
tampoco que las formas más terribles e incurables de
desesperanza suceden a fases de aguda presunción, lo mis
mo que esas tremendas alternativas de temperatura que
se producen en el desierto.
Todos, ricos y pobres, cometemos los delitos que po
drían concebirse más fácil o profundamente arraigados
en el estado de riqueza o de pobreza, del mismo modo
que todos somos a menudo reos de los pecados propios
del hijo pródigo y del hijo fiel; dentro del recinto de
la casa paterna hemos tenido ocasión de entregamos a
las peores liviandades y también, después de haber hui
do y regresado, después de haber gozado las dulzuras del
retorno, nos ha irritado el perdón que Dios otorgaba a
los pródigos que volvían después de nosotros.
Y a todos, pobres y ricos, nos precede y nos sigue, nos
asedia en todas las coyunturas la amorosa providencia del
Señor. Esa providencia que es «sombra durante el día y
luz de estrellas en la noche» (5). De noche, en 1a adver
sidad, en la pobreza y aflicción, el alivio de una9 es
trellas para que el hombre no desespere y siga caminan
do. De día, para que el corazón no se distraiga del todo
en los festines de la abundancia, para que sienta nostal
gia de lo absoluto, de lo que no tiene lugar, para que
también siga caminando hacia su meta, un «velamento»,
un velo que amortigua con una saludable tristeza inven
cible la más radiante alegría de este mundo. Como opor-
165
tunamente suplica la oración litúrgica: «a fin de que,
entre las mudanzas de las cosas humanas, nuestras almas
estén fijas allí donde .los gozos son verdaderos» (6).
166
queremos indicar que se complazca en una organización
terrena que mantenga a sus hijos más amados en esa
zona de opresión humana que coincide con las máximas
bendiciones divinas; esa organización no deja de ser a
menudo objetivamente injusta y en sus raíces enérgica
mente reprobada por el Señor. Pero es menester confe
sar que, si «es preciso que haya herejes» (8), parece tam
bién necesario que existan siempre ricos—al menos ricos,
neutralmente ricos, sin ponernos a explorar el origen de
6us riquezas—, a fin de que se cumpla la palabra de
Jesús : «siempre habrá pobres entre vosotros» (9).
El mensaje cristiano no atiende directamente a estas
estructuras mundanas; predica la esperanza, promete y
concede la alegría de la esperanza. El spe gaudentes (10)
es el lema más alto y calificado de un tratado sobre la
alegría cristiana. En cierta manera, ¿oda alegría, todo
placer radican siempre en la esperanza, en el futuro;
cualquier bien presente, que mientras fué futuro alimen
tó la alegría del corazón, se reduce increíblemente bajo
la mano presta ya a gozar. El gozo de un momento de
terminado dice siempre relación esencial a los momen
tos sucesivos y en función de ellos crece o disminuye.
Pero la alegría cristiana se nutre de un bien venidero
que está al otro lado del tiempo, eterno, cuya consecu
ción no debilitará el gozo, sino que lo potenciará sin
límites, ya que resiste a toda experiencia y la trasciende
infinitamente.
Felicidad de la esperanza : felicidad de la pobreza y
del dolor. Cristo no enseña a sus fieles un remedio con
tra el sufrimiento y la pobreza, sino que les concede una
plenitud interior, una proyección hacia la vida eterna
beata, que hace inútil la búsqueda de ese remedio.
167
San Francisco da esta consigna a sus fr a ile s « E n me
dio de la pobreza cantar alegres como las alondras, tra
bajar alegres por ganar el pan cotidiano, ir alegres por
la limosna, volver alegres de la mendicación» (11).
168
atestigua la existencia de la ciudad gloriosa. Para que
las gentes crean que amamos a los hombres en Dios hace
falta que vean que amamos a Dios en los hombres.
Es menester perfeccionar este mundo, es preciso que
disminuya el dolor y la miseria. De cada tres personas,
una sufre hambre. Cuarenta millones de hombres mue
ren anualmente de inanición y hay mil quinientos miUo>
nes de hermanos nuestros subalimentados. E l cristiano
tiene como misión propia propagar la fe y la esperanza
en Dios, pero no menos la caridad con el prójimo. El
cristiano profesa la esperanza teologal, pero no es cris
tiano un mundo en que cada mañana tenga el hombre que
asirse a una áspera, descarnada esperanza teologal sin
alusiones ni anticipaciones terrenas, sin algún cumpli
miento de sus esperanzas humanas.
Sí, los cristianos tienen que dar a los pobres algo más
grande y difícil que la riqueza : la alegría de su pobreza,
la esperanza de las riquezas que ni la polilla roe ni el
ladrón se apropia. Pero sin un mínimum de bienestar es
improbable que el corazón pueda suplicar a Dio«, con
un mínimum de esperanza, el pan de cada día.
XI
171
El, y «la amistad, para repartir todo por la mitad».
Y tú, Señor, que has hecho todo esto, ¿por qué has hecho
la noche tan larga, tan larga, tan larga para mí? La mú
sica poco a poco empapa el alma, la pacifica, la suaviza.
¡La noche! Mientras otros leen, mientras otros se
inclinan sobre una cuna o un tapete verde; mientras
otros se aman; mientras otros velan algún cadáver o
preparan las maletas para un viaje de placer; mientras
algunos encuentran ocasión propicia para cruzar con el
Señor una conversación rápida o lenta, sincera o formu
laria, pero apta para suscitar en el espíritu la engañó
se ficción del deber cumplido, la ficción que de modo
misterioso otorga una paz precaria aunque suficiente;
mientras el vigilante de la sala y la mayoría de los hom
bres duermen, tú te quedas solo, más solo todavía, a
solas con tus pensamientos. Unicamente a la madrugada
te sobreviene una ligera somnolencia que es nada más
un poco de niebla interpuesta entre ti y las cosas cir
cundantes, que es como el premio que exige todo can
sancio excesivo o acaso la tregua que concede un rival
demasiado cruel y seguro de su victoria. ¡Y tener que
amar ese fugaz alivio de la mañana! Te causa pavor la
noche. Lo comprendo. Trato de imaginarme en este mo
mento lo que estarás sufriendo, la congoja que te ace
chará o ya se habrá apoderado de ti.
Tu sufrimiento además se acrecienta por otras muchas
causas. Te veo en cama, pero en la cama número 35 de
la sala B. Un hospital sórdido y desmantelado. No hay
cretonas en las ventanas, no hay flores en ninguna par
te, los cristales a duras penas transparentan los humos
de una factoría, las paredes tienen desconchados y hasta
un cromo de San José, más a propósito para excitar el
tedio del mundo que el deseo del cielo. Todo esto lasti
ma profundamente tu sensibilidad, hecha para cosas muy
distintas. Estás solo. Y solo quiere decir no únicamente
172
soledad física, ausencia de alguien que en los peores mo
mentos te diga: «no temas, estoy aquí, estoy siempre
contigo», sino sobre todo falta de referencias íntimas,
imposibilidad de pensar alguna vez que en ese instante
alguien piensa en ti y está de veras comprometido en tu
suerte. No es lo peor sufrir, es saber que ese sufrimiento
no interesa a nadie. Acaso esto haga más fácil la muerte,
pues el alma no encontrará tanta resistencia al vuelo
cuando sólo tenga que desasirse del cuerpo, cuando a
esta esencial dificultad biológica no se añade ningún
lazo de otra especie, ninguna lágrima, ninguna mirada
ansiosa. Con todo, habrá que despedirse de algo, de esta
luz, de estos ruidos, de ese biombo que colocan alrede
dor de la cama para la hora postrera, de todo lo que
es costumbre de vivir. No creas tampoco que los que van
extinguiéndose entre los cuidados más solícitos se ven
libres completamente de ese dolor de soledad. Antes que
el enfermo se habitúe a sufrir, generalmente los que
le rodean ya se han habituado a verle sufrir; y tiene
que ser un amor no sólo muy intenso, sino además su-
mámente hábil para que la persona que vela junto al
lecho no deje traslucir los momentos de debilidad en que
se abandona a los proyectos—amargos al principio, tan
to más tolerables luego cuanto más acariciados-—para
la vida de después. Siempre he creído yo que vivir, en
su más noble y alto grado, era convivir; pero quizá
vivir sea—definición humillante, pero en el instante crí
tico universalmente preferida—sobrevivir.
No es el puro dolor lo más doloroso, es su cortejo de
sombras. Es la soledad. Es el alejamiento de las tareas,
la imposibilidad de realizar los planes. Es la depen
dencia a que nos obliga. Es la impotencia a que nos re
duce. ¡Tus manos inválidas! Cuando la parálisis pro
gresó hasta el punto de inutilizarte las manos, recuer
do muy bien que lloraste como jamás lo habías hecho.
173
Sentirse del todo impotente, sentirse por entero a mer
ced de los demás, cuando los demás no tienen interés
en escuchar tus súplicas, en interpretar tu resistencia a
suplicar nada. Esos seres que, según dicen, están siem-
pre mirando a los ojos o consultando el rostro de uno
para adivinar los pensamientos, para anticiparse a ellos...
Querido amigo : cosas que acontecen el 31 de febrero.
¡Las manos! Me gustaría recitar contigo una letanía
de las manos. Manos para trabajar, para guiar, para
tocar el piano, para señalar a Sirio y Orion, para escri
bir, para jugar, para acariciar, para levantar el vaso,
para apoyar la frente, para saber si la frente arde y la
fiebre es alta... Tú irías respondiendo: 31 de febrero,
31 de febrero...
¿Cruel? ¿Soy de veras cruel? Siempre me ha parecido
la peor crueldad repartir imposibles esperanzas que na
da cuestan. No hay peor piedad que la que hace vacilar
la mano del verdugo y le obliga a dar diez tímidos tajos
cuando con uno solo, contundente y liberador, hubiese
bastado. Incluso me parece incorrecto mencionar a Dios
ante un alma que sufre y todavía no ha recibido el im
pulso interior que le mueva a buscarlo y anhelarlo. Es
demasiado fácil cantar las excelencias del dolor cuando
uno está sano, y es una tentación sutil creerse uno
emisario del Señor para proclamar sus derechos, cier
tos, pero todavía no evidentes, y anunciar sus consue
los, más problemáticos de lo que una fe superficial o
una falsa caridad puede suponer. Es peligroso antici
parse a la hora de Dios; basta para ello que el apóstol
se considere indispensable o carezca de tacto o, simple
mente, tenga prisa por salir cuanto antes de una coyun
tura ingrata con la inapreciable sensación de haber he
cho el bien, de haberlo arreglado ya todo. El demonio
gana la partida, porque no sólo se pierde con una baza
menor, sino también, y sobre todo, rebasando el siete
*174
y medio. Todavía no me he curado de las preocupado*
nes que me atormentaron a raíz de aquella primera vi
sita que te hice, después de haberte hablado prematura
mente de Cristo y sus necesidades, cuando acaso mi deber
hubiera sido nada más regalarte las flores y los libros
y haberme interesado más a fondo en el asunto de tu
cuñada. En fin, El quiso tener compasión de tu alma y
de la mía y todo fué enderezándose, una vez perdona
das tu irritación y mi torpeza. Hoy, por la gracia divina,
podemos hablar limpiamente de tu próxima muerte, de
tu tremenda desolación, querida por Dios, y no nos re
sulta violento platicar sobre el dolor sin hallarle ningún
motivo inteligible—aquella hermosa resistencia de Iván,
en los Karamazov, a aceptar un orbe de prodigiosas ma
ravillas que costara una lágrima a un niño—que no se
apoye en la fe, en la fe desnuda, en la fe obligatoria.
Podemos hablar del dolor, de esta aparente objeción
a la alegría y al progreso del mundo. Un hombre ate
nazado por el dolor es un hombre que no produce frutos.
Y Jesús mandó valorar a los hombres como a los ár
boles : por sus frutos. Pero hay árboles cuyo fruto es
despreciable y exiguo y, sin embargo, su utilidad es
suma. Se dan especies de pino cuya raquítica piña para
nada sirve; su resina, en cambio, constituye una rique
za incalculable. También el destino marca a ciertos
hombres para una extraña misión, obligándolos a una
visible esterilidad y a una fecundidad misteriosa única
mente condicionada a su pasividad : a dejarse sangrar.
Al que sufre no se le pide que actúe, sino que acepte.
En ciertos momenjtos puede el hombre doliente santifi
carse por el mero hecho de existir : por su repulsa a una
difusa invitación íntima al suicidio.
Te sientes, ya lo sé, ya te lo he dicho, tremendamente
solo. El enfermo está solo. Se encuentra extraño al jú
bilo de la naturaleza, insolidario de la pujanza de esa
4 175
savia siempre en acción, enclave de la muerte en un rei
no de vida. Sin acceso al mundo del arte; ¡ qué difícil
percibir la oculta armonía de los ritmos inmortales del
alma con las disonancias de un organismo en ruinas!
Halla frecuentemente cerrado el mundo del amor, el
amor en su verificación concreta, corporal, referencia y
apoyo inestimable para el otro amor, e incluso a menu
do todo otro amor, raras veces suficientemente fuerte
para soportar a la larga un espectáculo penoso o para
tolerar una despedida hasta el otro lado de la vida. El
enfermo está solo. Pero ¡no, no está solo! Ya no hay
cruces solitarias. Christo confixus sum cruci (1). Lástima
que ese prefijo, ese con de tanta elocuencia en las coyun
das latinas, no tenga traducción correcta y usual al cas
tellano. En la cruz está uno siempre crucificado con
otro, los pies con los pies, las manos con las manos, la
boca en 1a boca : Jesús está tendido, hasta el fin de los
siglos, en todas las cruces de la tierra. Ningún enfermo,
ningún derrotado, ningún moribundo está solo. ¿Qué
importa que se sienta solo? ¿Qué importa que se sien
ta inútil? No está solo. No es inútil. Está completando
la Pasión con su pasión personal, siempre mínima y siem
pre indispensable. ¿Qué importa que el enfermo no ten
ga noticia de su enorme eficacia en la economía de la
salvación? El ignorará siempre el bien inmenso, la salu
dable humillación que ha infligido al visitante que venía
a verlo para hablarle de 1a resignación cristiana y la
alegría en el dolor...
176
La euforia la definen los diccionarios como predispo
sición a resistir cualquier enfermedad. La euforia, una
indiscutible especie de alegría o al menos una predis
posición a albergar cualquier alegría. E l dolor y la ale
gría tienen sus órbitas propias; sin embargo, inciden la
una en la otra de dos maneras : el dolor ahuyenta del
espíritu determinadas formas de alegría y el dolor puede
transformarse en una paradójica razón de alegría muy
singular, no por imprevisible menos cierta ni por in
verosímil menos verdadera. «Me uno a ti en las alegrías
dolorosos de Nuestra Señora», me escribía hace unos
días Van der Meér, haciendo explícita la extraña coyun
da maravillosa de sustantivo y adjetivo.
Existe un verso litúrgico que se repite durante la ado
ración de la cruz el día de Viernes Santo : «Por el ma
dero vino la alegría al universo.» Por la cruz, por los
tormentos, por el dolor, antesala de la resurrección. Pero
este gozo que la crucifixión de Cristo procuró al mundo
no está sólo fundado negativamente en la destrucción del
pecado, sino también en un aspecto positivo: los sufri
mientos del Hijo de Dios no fueron tanto aniquilación
del pecado cuanto, primordialmente, obediencia al Pa
dre, y por cumplir su voluntad murió en primer tér
mino y para mostrar a los elegidos la excelsa calidad de
su amor infinito hacia El.
Esta es la principal razón de tu alegría en los sufri
mientos, su primera y más hermosa posibilidad: Dios
no necesita de tu salud, sino de tu amor.
177
AUN ES POSIBLE...— 12
de fortuna debilitan la codicia y contribuyen a despegar
al hombre de las solicitudes terrenales; las humillacio
nes facilitan el camino de la humildad; 1a enfermedad
castiga la carne y amortigua el ardor de los miembros.
El fracaso o la enfermedad pueden ser la segunda tabla
de salvación para aquellos que no han sabido servirse
de la primera, los que han malversado su salud en los
afanes mundanos o han despreciado jlas oportunidades
que una situación feliz les brindaba para el amor acti
vo. Pascal suplica, en su Oración para pedir a Dios el
buen uso de las enfermedades: «Puesto que la corrup
ción de mi naturaleza es tal que convierte en perniciosos
vuestros favores, haced que vuestra gracia todopoderosa
trueque en saludables vuestros castigos».
El dolor, además, ilumina. Proporciona muchas ve
ces el conocimiento de Dios, que a menudo se oculta al
alma en las épocas de dicha y, por el contrario, revela
su rostro—su rostro más amable, irresistible desde una
situación que no sea el amor recíproco—cuando las co
sas del mundo han perdido todo su brillo. En el sufri
miento también se alcanza el verdadero conocimiento de
los hombres, de su adhesión, de su fidelidad. Y el co
nocimiento de uno mismo, de nuestra ruindad y de núes'
tras insospechadas potencias, ignoradas hasta ese mo
mento. La Escritura dice que «el que no ha sido probado
sabe muy poco» (2). Unamuno, con evidente hipérbole,
llega a afirmar: «quien no hubiere sufrido, poco o mu
cho, no tendría conciencia de sí».
178
presagia ya y prepara su actitud eterna. Opuestas reac
ciones ante el mismo dolor: Job y su mujer, el buen
ladrón y el mal ladrón. Números pares e impares de
las camas existentes en una sala de hospital.
Por eso convendría acaso hablar con mayor cautela,
abstenerse de una desconsiderada apología de lo que en
sí es neutro, susceptible de uso bueno y malo. En la
adversidad hay también vientos adversos, insinuaciones
torcidas, presencias terribles. Hace falta una cierta des
treza para capear el temporal y, navegando en línea que
brada, aprovechando los vientos del demonio, llegar al
abrazo de Dios. Difícil. Por fortuna, suele El ir ya en
la barca.
Existen casos en que la aceptación del sufrimiento vie
ne urgida por razones graves de índole moral inexcusa
ble : cuando se plantea al hombre el dilema de sufrir o
pecar, bien sea en forma contundente y claramente ex
presada—el fiel puesto en trance de optar entre la apos-
tasía y el martirio—;, bien de manera más solapada y len
ta, pero no menos clara a lo largo de toda una experien
cia ascética personal, como cuando llega uno a la per
suasión de que sin mortificar la carne no puede alcanzar
el dominio de sus pasiones. En otras ocasiones, por el
contrario, la elección del dolor, del mayor dolor, requie
re una madura consideración de todas las circunstancias.
No debemos olvidar que no son los sufrimientos en sí
mismos los que califican el grado de amor a Dios del pa
ciente, sino su intención voluntaria, su mayor o menor
entrega a los designios divinos. Y esta intención y esta
entrega pueden hacerse más generosas si el alma, miti
gados los dolores, halla un paréntesis de bienestar en que
la oración sea más fácil y la voz de Dios más percepti
ble. Cuando el sufrimiento se atenúa, se produce una
distensión orgánica y psíquica, un clima interior más
apto para el nacimiento y desarrollo de mejores impul-
179
sos. Estos impulsos son con frecuencia entorpecidos y las
fuerzas morales debilitadas más de lo conveniente por
un sufrimiento cuya intensidad no se ha tenido la pre
caución de calcular y humildemente contrastar con las
reservas de energía, con la capacidad de aceptación que
le queda al pobre corazón extenuado.
No creamos tanto en la capacidad santificadora del do
lor; podría ser soberbia. Creamos más bien en la mise
ricordia del Padre.
180
decir que sí, demasiado fácil decir que no. La cosa es mu.
cho más complicada que todo eso. ¿No podría concebirse
como un síntoma esa tendencia natural, por tanto queri
da por Dios, del enfermo a ser engañado? Pero enga
ñado ¿hasta qué punto, hasta qué momento?
Creo que, lo mismo que cuando se trata de adoctrinar
a los adolescentes sobre materia de castidad, es un pro
blema de formación, no de información. Se requiere ir
formando progresivamente—labor de meses o labor de
horas—ese ánimo desfallecido para que reciba con sere
nidad la noticia, para que no 6e asuste o, al contrario,
para que acepte también tal espanto, tal negación de la
paz sensible, tal rebelión de las fuerzas inferiores incon
troladas.
Pero, claro, es más sencillo seguir hablando de la ci
güeña que viene, cuando nadie la ve, de París. ¿Quién
va a ser capaz de destrozar tan bella inocencia? El res
peto a la inocencia, la piedad con el enfermo... Cobardía
se llama, muchas veces, esa figura.
Contigo nadie tuvo el cuidado de prepararte para tran
ce tan difícil. En general, nadie considera delicado y di
fícil más que lo que le afecta a uno mismo. No hay opo
siciones a notarías tan fuertes como el propio examen de
reválida. No hay operación de corazón tan importante
como la extracción de una muela propia. No existe viude
dad tan acongojante como la pequeña fricción habida
esta mañana con la propia mujer, Pero en tu caso ni si
quiera hubo lugar a tácitas comparaciones. Eras el en
fermo de la cama 35. Ni tenías nombre : sólo unas inicia
les, F. L. No había nadie interesado en descifrar tales
letras. No había por qué tener miramientos en descorrer
un velo detrás del cual, a pocos metros de distancia, no
había más que un cadáver sin historia. «Amigo, esto no
tiene remedio.» Amigo..., palabra de un idioma ininte
ligible. Tú te quedabas solo, solo, a solas con un cuerpo
181
casi listo ya para el ataúd. Ni terror siquiera en aquel
momento. Solamente algún dato estúpido sobrenadaba en
la conciencia: llevaba el doctor corbata azul, la Herma
na hablaba ya con el enfermo de la cama 36. Después sí,
después fué subiendo desde muy abajo como una nube
negra, una solicitación al vacío que era imposible des·
atender. Y un súbito recuerdo de la infancia para ilumi
nar la oscuridad, es decir, sólo para que la oscuridad se
hiciera visible, aterradora, concreta, personal.
Mal día aquél, malo. Más tarde han ido alternando, en
danza loca, el miedo a morir y el deseo de morir. Super
poniéndose, fundiéndose, creando un barro viscoso, una
miseria humana que sólo la infinita ternura del Salvador
puede acoger sobre su corazón y transfigurar con su con
tacto. Prevaleciendo, sobre todo, el miedo. Miedo, mie
do, miedo a morir. De cuando en cuando, miedo a vivir,
a que se prolongue vida tan intolerable, y ese miedo,
por vulgar mecánica del espíritu, se transformaba en
deseo de morir.
Quisiera que no ite desalentaras. Pido con toda el alma
a Jesucristo que aceptes, que aceptes tanto dolor y so
ledad, que sepas aceptar también esa tan menguada ca
pacidad de aceptación de tu naturaleza rebelde. No ten
gas miedo del miedo, no te avergüences de él, que no es
tan vil como los valientes declaran, no es tan vergonzoso
como eáos abortos de miedo estrangulado en que consis
ten ciertas valentías demasiado aireadas.
El temor a la muerte es natural, porque la muerte re
pugna a la naturaleza, porque la muerte significa un paso
dado hacia lo desconocido, hacia lo nada más creído. Se
da este miedo aun en las almas más santas, en aquellas
cuya agonía se parece más a la desamparada, nada glorio
sa agonía del Hijo del Hombre. Faber, el eximio autor
ascético, considera incluso señal más segura de buen es
píritu el temor a la muerte que el deseo de morir.
182
Frecuentemente el deso de morir no
claudicación, un deseo suicida. Otras veces,
ta un deseo pecaminoso, simplemente es un ansia de
escapar de los dolores y llegar al descanso. Tu caso se
clasifica aquí, jte lo he dicho muchas veces, y en nom
bre de Dios te conmino a que no te tortures más investi
gando el probable matiz de culpa que pueda latir en ese
deseo tuyo. Basta que, después de la diaria recitación de
la Aceptación de la Muerte, hagas también una cordial
aceptación de la vida. Basta que digas, una detrás de
otra, las palabras rituales.
Hay también un anhelo de morir que es santo, que las
almas muy avanzadas en las vías de la perfección lo han
llegado a sentir agudamente. Es más deseo de Dios que
de muerte. Para demostrar que es genuino y casto suele
en ciertos momentos ceder el paso al deseo de padecer
más y más por amor de El.
183
siones en que la fe torna superflua la curación. Aquel pa.
ralítieo a quien fueron perdonados sus pecados y des
pués, dada la incredulidad de los que presenciaban la
escena, le fué devuelto el normal ejercicio de sus miem
bros ya secos. Te gustaría ser objeto de un clamoroso mi
lagro. Pero todos esos hombres que te rodean creen ya en
la fácil remisión del pecado. Por la Pascua suelen confe.
sarse todos, más o menos, no necesitan de ningún pro
digio para corroborar una fácil fe, cómoda y grata, que
les permite pecar sin tener que quemar las naves, sa
biendo que a cualquier hora está expedito el camino de
retorno...
Acaso sea necesaria otra apologética. Necesaria para
la conversión de ellos y para tu paz perfecta. Lo primero,
ten tú mucha fe, una gran fe. Más o menos pura, pero
grande, robusta. Tal vez con ella consigas más de lo que
te habías propuesto. El que con una gran fe pide a Dios
su curación, es probable que obtenga algo mucho más
portentoso que la más repentina y patente de las curacio
nes : una disposición tan generosa de alma que renuncie
a cualquier posibilidad milagrosa de curación. Novísima
apologética, vieja como la historia no registrada de la
santidad en la tierra.
184
ccY los discípulos se alegraron cuando vieron al Se-
ñor» (3>.
Quisieras para tu agonía, y es un legítimo anhelo,
verte envuelto en todas las gracias sacramentales, especí
ficas y tiernas que la Iglesia tiene preparadas para el
último y más difícil trance de sus hijos. Sin embargo,
acaso esto también te sea negado. Tal vez te mueras solo,
sin que nadie lo advierta, sin que nadie lo haya pre
sentido. Desearás para tus últimos momentos un sacerdo.
te santo y ardoroso, un sacerdote creyente, y a lo mejor
llega para asistirte un sacerdote que, simplemente, tiene
prisa porque a continuación ha de dar una clase de grie
go. Pobre hijo mío : en el fondo, ¿qué más da?
185
X II
187
verdaderamente acción personal, realización de las ín
timas posibilidades personales y cumplimiento de la
personal vocación. Pero existe un trabajo particular,
cuyo efecto no es sólo la genérica alegría que acompaña
a todo quehacer hecho :, es la alegría singular experi
mentada por aquel en cuya casa entra y se hospeda la
sabiduría (3). Es la recompensa del más excelente tra
bajo, el íruto de la acción más alta, de esa contempla
ción que a la vez constituye la negación y el corona
miento de la acción intelectual. Santo Tomás demuestra
que la beatitud de los cielos estriba en una operación, y
cita la operación de los contemplativos aquí abajo como
la más excelsa operación y como la analogía más adecua
da que encuentra a mano para describir la unidad y
continuidad, notas esenciales del acto beato (4).
A propósito estoy mezclando a los contemplativos y
a los teólogos. Cierto que no todos los contemplativos
saben teología académica y que muchos de los teólogos
jamás llegan a ser contemplativos en el sen.tido técnico
sancionado por esa misma teología. Pero cabe hablar
de una gustosa contemplación no mística reservada a los
que se empeñan humildemente en el conocimiento de
Dios, de la misma forma que es posible comprobar
cuánta profundidad y cuánta exactitud se da a veces en
los escritos de los contemplativos que no han frecuenta
do las aulas de teología. Y—a lo que iba—cabría hablar
sobre todo de si no es destino en cierto modo frustrado
el de aquellos que, después de emplear muchos años en
el estudio de los divinos atributos, no han sabido incor
porar el resultado de tales tareas a su oración personal.
Por supuesto, vida frustrada, vida terriblemente malo
grada es la de todos los que no han dado el paso de la
188
«ciencia» a la «sabiduría», ese paso que San Buenaven
tura denomina sin ambajes santidad (5).
189
ignorancia. Por cuya razón el hombre encuentra mayor
deleite en lo nuevo que halla o aprende» (7).
Desde que comenzaron los discursos humanos, andan
repartidas las opiniones concernientes al placer, mayor
o menor, que reporta la contemplación de las verdades o
su adquisición, su posesión o su búsqueda, la sofía
o la filosofía, la filosofía como amor de la sabiduría o
como «tarea infinita»». ¿Dónde hay más placer, dónde
se encuentra más posibilitada la alegría? Anotemos que
es considerable la fatiga originada por la búsqueda de
la verdad en estas precarias condiciones en que se des
envuelve el pensamiento humano; añadamos también
que los hallazgos son en sí mismos demasiado problemá
ticos y afectados ya de la viciosa concépción que de ellos
tiene el hombre, considerándolos exclusivamente como
conquista, no como don.
Nietzsche, cuando todavía era un muchacho, le escribía
a su hermana: «Si quieres el reposo del alma y la feli
cidad, cree; si quieres ser un discípulo de la verdad,
entonces busca.» ¿Quién le había dicho a Nietzsche que
en la fe sólo cabe felicidad y reposo? ¿Por qué estable
cía el dilema de creer o buscar? ¿No cabe búsqueda
en el alma del creyente?
Usted sabe muy bien que hay un hallazgo en su vida,
un primer principio en su cabeza acerca del cual no es
posible dudar. Prescindir de esta certeza primordial,
que a usted le fué gratuitamente ofrecida en la etapa
más inicial de su vida consciente, y ponerse a buscar
llevado de una duda que no sea metódica, sería rene
gar de El, ya que renunciar un momento a la elección
es haber elegido ya al Adversario. Usted tiene fe, usted
posee la indiscutible felicidad de la fe. Sin embargo,
la fe no puede ser un pretexto para abstenerse de per-
190
seguir la razón de lo que enseña la fe, sino un motivo
más, una responsabilidad mayor para intentar con todo
coraje una sistematización de lo creído y la demostración
más contundente de la compatibilidad y hasta mutua
exigencia existente entre la fe y la razón. Porque si la fe
no es racional, no por eso deja de ser razonable. Usted
sabe también que este trabajo de profundizar intelec
tualmente en las verdades reveladas y aceptadas repre
senta una tarea que, utilizando el calificativo que Kant
eligió para la labor filosófica, también podría denomi
narse «tarea infinita», con imas metas que no es dado
pisar al hombre en esta vida ni siquiera al conjunto de
los hombres durante todo el desarrollo indefinido de la
teología futura. San Agustín señaló ya la única actitud
correcta y fértil que ha de adoptar .todo teólogo: ((bus
quemos para encontrar, encontremos para buscar más
y más» (8).
£1 mismo San Agustín, en otro pasaje, da la razón
de esta interminable dialéctica : «Está oculto para que,
antes de encontrarlo, lo busquemos; y para que lo
busquemos también una vez encontrado, es inmenso...
En aquel que lo ha encontrado produce un ensancha
miento para que desee de nuevo llenarlo» (9).
¿Reposo en la fe? Sí, el reposo y la seguridad de
quien sabe que, a la vueljta del trabajo diario, le espera
el hogar y la ternura, pero no el reposo cómodo y estéril
del que se queda inactivo en casa sin salir nunca a tra
bajar. Usted sabe, debe saber, que la. fe del carbonero
sólo puede salvar al carbonero.
¿Felicidad en la fe? Usted sabe, o con el tiempo sabrá
que existen agudas aflicciones características del alma
creyente, y tal vez aprenda experimentalmente aquella
hermosa y amarga definición de Newman : «Fe significa
(8) De Trin. 9, 1: M L 42, 961.
(9) Tract. 63 in lo. Evang.: M L 35, 1803.
191
ser capaz de soportar dudas.» Por otra parte, una fe «in
forme», por intensa y documentada que sea—por eso
precisamente más—, una fe no «formada» por la cari
dad, ¿puede hacer feliz al hombre? Y una fe unida a la
más alta caridad, ¿concederá reposo o más bien celo?
¿Engendrará otra clase de alegría que no sea la ale
gría inestable, amenazada y transida de preocupaciones
del alma que, merced a su gran amor, descubre cada
día la pequenez de su amor? No se alarme, pues, si la
teología inquieta santamente su corazón. Por el contra
rio, échese a temblar si, después de entender mejor a
Jesucristo, no se ve provocado a amarle más y no le des
vela el pensamiento de que le ama infinitamente poco.
192
Tres grados o fases, sucesivas en cierto mentido, pero
también de alguna manera mutuamente implicadas,
comprende el conocimiento de Dios: creer, entender,
saber.
Se comienza creyendo, dando el entendimiento, mo
vido por la voluntad, su adhesión a las verdades conte
nidas en el depósito de la revelación. Se empieza reci
tando el credo antes de sentarse a la mesa y tomar los
libros en la mano. «Cree para que entiendas» (10). La
fe, fides quaerem intellectum, tiene una clara e incon
tenible proyección hacia la comprensión de los dogmas
propuestos, hasta el límite designado a tal criatura y a
la criatura humana en general. La fe pretende funda
mentarse a sí misma, en la medida de lo posible, en es
tructuras aceptables a la mente, así como ésta, si no
es entorpecida, tiende a coronarse con unos conocimien
tos suprarracionales : inteUectus quaerens fidem.
Entender, después. Esforzarse pacientemente en en
tender, en disolver las objeciones que provienen de los
libros concebidos al margen de la fe de aquellas que pro
ceden de la propia cabeza, sagazmente secundada por la
carne. Ir, poco a poco, avanzando, dando la ra'zón a la
Biblia, reconociendo lo ya conocido por la fe.
Es preciso este estudio, es necesaria esta etapa para
que el Señor nos alcance el saber del último estadio: el
sabor. Hace falta llenar las tinajas de agua para que lúe"
go El las transforme en vino. E l milagro de Cana no con
sistió en la creación de una cierta cantidad de vino,
sino en Ja conversión en vino de un agua que existía ya
y llenaba los odres.
El sabor secreto y preciosísimo de la teología se alcan
za cuando, colmadas ya las vasijas y cumplida la pala
bra de Jesús, se cierne la bendición divina sobre la obra
193
AUN E S PO SIBLE...— 13
humana y se produce la compenetración del hombre con
Dios mediante la caridad, después que el corazón ha
colaborado con sus medios propios e insustituibles. San
Buenaventura invita al teólogo «al gemido de la oración
por medio de Cristo crucificado, cuya sangre nos lava
las manchas de los pecados, no sea que piense que le
basta la lección sin la unción, la especulación sin la de
voción, la investigación sin la admiración, la circuns
pección sin la exultación, la industria sin la piedad, la
ciencia sin la caridad, la inteligencia sin la humildad,
el estudio sin la gracia, el espejo sin la sabiduría divi
namente inspirada» (11).
La recompensa del sabor o sabiduría exige que pre
viamente el hombre haya estudiado : San Juan de la
Cruz, discípulo de Guevara en la Universidad de Sala
manca, y, por lo que se refiere a San Pablo, asegura
el Doctor Seráfico : «por esto San Pablo fué profundo,
porque él mismo había aprendido la ley a los pies de
Gamalieb) (12). Pero después el hombre, a fin de obte
ner la sabiduría por la que se afanó en los libros, ha de
renunciar misteriosamente a los conocimientos adquiri
dos, porque, según enseñanza del mismo San Juan de
la Cruz, «todo lo que el entendimiento puede alcanzar,
antes le sirve de impedimento que de medio, si a ello se
quisiere asir» (13). Y San Pablo : «Si alguno de entre
vosotros piensa que es sabio en este mundo, venga a ser
ignorante para llegar a ser sabio» (14). >
Para un fructuoso estudio de la teología se han de
observar, según San Buenaventura, cuatro condiciones :!
orden, asiduidad, gusto y medida (15). Respecto a la
194
medida, declara este escritor pocas páginas más adelan
te, con la abundancia de citas deliciosas en él acostum
brada : «En cuarto lugar está la medida, para que no
se quiera saber sobre jas fuerzan, sino saber dentro
de los límites de la moderación. De donde dice el Sal
mo : ¿Hallaste miel?, come lo que te basta; no sea que
ahito de ella tengas que vomitarla. No intentes más de
lo que tu talento puede subir ni permanezcas por bajo.
Así, para significar esto, como dice San Dionisio, los
Serafines volaban con las alas de en medio, para que ni
se pare el hombre más bajo de lo que puede ni suba
más alto de lo que puede; así como los que cantan so
bre sus fuerzas, nunca hacen buena armonía» (16).
No quisiera que estas observaciones sobre la medida
que es menester respetar en el estudio de Dios le des
alentaran en absoluto. Trabaje usted con todo ahin
co, que semejante tarea vale la pena, y acaso las tenta
ciones de fastidio y pereza, las especiosas razones para
abandonar la labor se le presenten con más frecuencia
que esas otras tentaciones que trata de prevenir y sofo
car el santo. Lo que sí debe hacer es cuidar mucho de
compensar con un conveniente desarrollo del am or a
Dios su progreso en el conocimiento de Dios, con prác
ticas de humildad sus éxitos en la cátedra, con ratos de
oración intensiva sus horas de prolongado estudio. No
olvide que, en esta materia, aprender es ser enseñado,
pensar es ser iluminado, estudiar a Dios es sobre todo
orar.
Sólo así podrá llegar a buen término. Unicamente así
logrará saber y tendrá acceso a esa última y victoriosa
fase de contacto con la verdad que no es ya el simple
conocimiento de la verdad, sino el abrazo con la verdad,
aquel amplexus veritatis (17), en el cual la alegría se da
(16) Ib. 19, 19: ib. p. 423.
(17) S an A g u s t í n . De lib. arb. 2, 13, 35: ML 32, 1260.
195
como fruto maduro y merecido. La precisa alegría que
tan inútilmente anheló Miguel de Unamuno, incapaz su
razón de hacer de la verdad consuelo, incapaz su senti
miento de hacer del consuelo verdad, incapaz el hom
bre—históricamente incapaz—de lograr concordia y ma
ridar fecundamente.
196
tica que otras, pero sí más menesterosa, más urgente
mente necesitada de «traducciones». Traduzca ia teo
logía abstracta—es decir, abstraída del ham bre y la sed
(le los hombres—a palabras y concepciones inteligibles
y amables, impulsoras, además, de la fe y del am or.
¿Jar forma moderna a 1a teología es demasiado poco,
sería minimizar un problema que es colosal y cada día
más acuciante. Hace falta encarnar la teología.
£1 dilema de cruz o pensamiento se supera plantando
la cruz en el mismo corazón del pensamiento, hacién
dolo girar todo en torno a la cruz, enseñando a los hom
bres a convertir el dolor paralizante en dolor fecundo,
la angustia del pecado en angustia de salvación, la an
gustia mortal en angustia estimulante, en temor espe
ranzado, en esperanza temerosa, genuina, activa.
Interpretar los dolores humanos, darles salida, expli
car su vinculación a lo¿ dolores del Hijo de Dios : tarea
que la teología no puede relegar al apartado ínfimo de
los corolarios. No sólo desde el punto de vista del modo,
del método, por sus conocimientos diríamos en borra
dor, es la teología un pensamiento de víspera, sino tam-
bi<?n debe serlo por su contenido, por su referencia más
generosa a la condición humana en trance de camino.
Porque la teología, lo mismo que los sacramentos, es
«para los hombres». Siempre la teología versará sobre
Di<^s, pero que sea desde aquí, desde esta coyuntura,
con los datos que la misericordia de Dios reveló a hom
bres dolientes. Escribir teología habría de ser escribir
en Sábado Santo.
197
rea. ¿La más noble? No dej-e por eso de ir algún día
por Pizarrera, el suburbio cercano a esa Universidadj
Para que su teología, para que la alegría de su inves·1
tigación se haga dolor. Y para que el dolor de ellos s í
haga alegría.
I
I
XIII
199
mano. Siempre pondrá algo de sí, siempre quedarán en
su obra las preciosas o viles contaminaciones de su san
gre, de esos filtros íntimos y personales. Después de
todo, efectivamente, no se ve con el ojo, sino a Jtravésj
del ojo. Pero no deberá por programa licuar lo sólido,!
amansar lo abrupto. Que sea simplemente él; que suI
obra sea sencillamente suya, dulce o patética. La fideli·/
dad a sí mismo es el primer mandamiento de todo artis
ta. Que no falsee la realidad, pero que la interprete. \
Y que sus interpretaciones sirvan después para quej
los hombres descubran belleza donde antes sólo había
visto utilidad y dimensiones métricas. Un cuadro no deb
ser únicamente un objeto bello, tiene que ser ademá
algo vivo tpie se incorpore a la sensibilidad para enri
quecerla, para que esa sensibilidad vibre ante el especji
táculo real que el cuadro reprodujo o ante espectáculos
afines. Si los cuadros sólo están en los museos, de poco
sirven. Han de estar también para siempre vivos en él
alma de quien un día los vió y se sobrecogió con ellos.
E¿to es lo que tú, en gran medida difícil de pagará
has hecho conmigo. Tus temas son casi siempre humilr
dísimos. Recuerdo unas caras vulgares, un charco en |a
carretera, un despertador, un tranvía con niebla, bote
llas, un hule a cuadros, una silla vieja entre sol y soúi-
b~a. Pero en esas cosas existía cierta palpitación o lla
mada a una atención más afectuosa, una gracia reser
vada pero deseosa de entregarse. En aquellos rostros,
detrás de aquellos ojos, que eran los ojos de mis alumnos,
de mi portera, del guardia de tráfico que hace su servi
cio de nueve a una, había algo que yo hasta entonces no
me había tomado la molestia de indagar, una dulzura,
una esperanza o un cansancio infinito.
Cierto que todo artista acaba su obra con una sensa
ción siquiera mínima de fracaso, que puede coexistir
con la certeza del éxito más radiante. Siempre hay un
200
toque que falta o que sobra, una página oscura o tedio-
sa, una huella de aquel momento de vanidad o de fa
tiga. Siempre la creación humana es inferior al ¿ueño
que la proyectó. Por eso puede decirse que el arte es
igual a la naturaleza—la naturaleza que vemos o idea
mos—menos x. Desventurada ecuación en la que x re
presenta. la insuficiencia de nuestra facultad de expre
sión. Pero esa inevitable insatisfacción, ese residuo in
finitesimal que se da en el 99 período de la obra más
genial y admirable, ese sentimiento que desazona ínti
mamente al autor estimulándole a superarse en nuevos
planes, no pertenece a la obra en sí y no impide sus
efectos redentores.
Porque de verdadera redención se podría hablar. La
misión del arte no es tan sólo corroborar la tradicional
belleza que ciertos seres poseen por plebiscito univer
sal, sino también rescatar y poner de relieve la herm o
sura oculta de otras muchas realidades postergadas. Fren,
te a las pulidas marinas, brillantes, majestuosas, que
disuelven nuestro ánimo en una estéril ensoñación- yo
prefiero ese cuadro con una carretera llovida, la carre
tera por la que desde ahora camino con un temple dis
tinto, con una sutil alegría insospechada.
Gracias: no sólo me has revelado las cosas, mis pobres
cosas, las cosas de mi coniomo, sino que me has recon
ciliado con ellas.
201
provocando un desorden físico. Todaa las cosas, que fue
ron criadas para el hombre, le acompañaron en su des
censo. «Sabemos que la creación entera hasta ahora
gime)) (1).
Pero gime con dolores de parto. Es un sufrimiento im
buido de esperanza. Esta tierra está proyectada hacia
lo que Isaías llama «la tierra nueva» (2), el universo
purificado que será entregado al Padre y que éste res
petará por amor al hombre, por las relaciones de se
mejanza que el mundo terrenal guarda con la natura
leza humana.
Mundo éste caído y manchado. Sin embargo, aun
ahora es preciso advertir que no se halla en la misérri
ma situación en que lo dejó postrado la prevaricación
del primer Adán. Vino, a su hora, el segundo Adán y,
si no restituyó a las cosas su pureza primitiva, depositó
en ellas la simiente de un futuro esplendoroso, noví
simo, y las dignificó sobre toda medida, asociándolas
a la gran mística sacramental.
Por eso los Salmos repiten una y mil veces la invita
ción a la alegría, para que se alegre la tierra, la mar,
los montes, las islas. ¡Ah, qué gran tarea incumbe al
artista! El artista no debe escamotear ningún testimo
nio de dolor que provenga del mundo en torno, no pue
de crear un orbe ficticio que no guarde las.proporciones
y el sabor de este pobre corazón nuestro. Pero jtampoco
tiene derecho a desoír las ocultas voces de júbilo que
laten en los seres. Tentación de lo trágico absoluto, de
la desesperanza sin remedio, a la que sucumben tantos
artistas. Tentación opuesta a la que acecha al teólogo,
proclive casi siempre a las cómodas abstracciones asép
ticas. Tierra nuestra humillada, pero ya gloriosa, glori
ficada por el contacto del Verbo al encarnarse. ¿Cómo
(í) R om . 8, 22.
(2) Is. 65, 17.
202
puede ser maldita una tierra sobre la que se tendió el
Hijo de Dios? Tierra con vocación de eternidad, con in
cesantes consignas de alegría, escenario futuro de un
amor inacabable y perfecto. Tierra sembrada, grávida.
Toda la tierra es tierra de promisión. Misión excepcio
nal del artista : anunciar el misterio del gran parto que
se avecina.
No puedo olvidar aquellos versos de Valéry al sol:
203
que pocos kilómetros más abajo se llamará el Bidasoa,
un río que canta siempre para que las gentes canten
casi siempre y que lleva hasta la mar mil historias de
amor y frontera. El aire trae los olores penetrantes del
monte, de ios helechos, de la hierba que segaron ayer.
Todo es verde, indefectiblemente verde. Dieciocho tonos
de verde. Josecho señala en el mapa la ruta distinta de
cada jornada hacia términos de gran ventura, placidez
y cortesía. Treinta v dos sucursales de la gloria en las
treinta y dos puntas de la rosa. Aquí y allí hay una
Virgen del Rosario, con ojos de cristal, que pro'tege las
almas de los pelotaris, curas y contrabandistas y el alma
inmensa v temerosa de ese muchacho que embarca en
Pasajes hacia su incierta, personal América para vol
ver al fin a la casa natal, a la tierra de sus muertos.
En Garrausenea se come el mejor queso del país y la
fachada de Echebeltzea aparece en cuché en las geo
grafías de alto copete. El agua de Apexturri cura el
reuma, la nostalgia y los dolores pertinaces de cabeza.
Fray Vicente ocupa medio mapa y es como esas ilus
traciones fantásticas de las viejas cartografías para ex
presar la bonanza y la ciencia que todo lo abarca. El
sol se pone despacio, como con pena.
Ya sé, no todo monte es igual que el Abartán ni todo
el Abartán es tampoco orégano. Hay cielos inclementes,
hay tierras calcinadas. Sin embargo, una cosa es cierta :
por todos los rincones y provincias del mundo ha pa
sado Dios y ha tenido que dejar alguna huella, por
minúscula que sea. Descubrirla, revelar el aspecto bue
no y hermoso que en todo paraje debe existir, es tarea
del artista, análoga a la que nos conduce a sorprender
la veta de pureza o magnanimidad, el vestigio de una
infancia remota, en el hombre más ruin y perverso.
Es verdad que en literatura cristiana hay abundan
tes páginas que execran con la mej.or intención esta
20 i
tierra de destierro. También el cuerpo hum ano ha so
portado dicterios sin cuento. Mucho antes de que San
Francisco redactara el Himno al Sol ya había compues
to San Antonio el Grande su Reproche al Sol. P ero no
existe contradición alguna. No se trata tampoco de
páginas que son distintas porque fueron tan diversos
los paisajes que las inspiraron. Se trata de dos m enta
lidades diferentes, de dos temperamentos bien opuestos
y que, no obstante, conviven y se compenetran dentro
de la amplia Iglesia Católica, católica por más de una
razón.
Todo estriba en qué costado se carga el acento. P or
que las cosas son, a la vez, espejo y velo de Dios. Pue
den llevar hasita El, pueden interceptar la marcha del
alma hacia El. No podemos abstenemos de señalar que
la belleza—incluida la más sacra belleza : la belleza in
mensa, por ejemplo, de la liturgia—es un arma de do
ble filo, es una criatura que debe someterse también
al tanto cuanto.
El mismo sentido de la vista, conducto por el que
llega al alma casi todo el arte, a unos sirve para reve
larles las pistas que conducen a Dios, mientras para
otros ha sido pretexto de descarrío y fuente de prevari
cación, ya que no han sabido arrancar su ojo cuando
les escandalizaba. En la ceguera han encontrado algu
nos el impedimento que les ha vedado toda fecundidad
interior; otros, en cambio, se han valido de ella para
una profunditzación incalculable, ahorrada casi la fase
purgativa de la renuncia, impuesta por Dios violenta
mente la máxima oportunidad de diálogo y unión.
¿Qué es preferible? A nosotros no nos es dado p re
ferir. La elección está hecha por Aquel que conoce
nuestra mayor y menor conveniencia y dispone am oro
samente de todas las gracias. Esas gracias no podemos
los hombres elegirlas; debemos secundarlas. E l sentido
205
de la vista, el sentido del oído, el sentido del arte.
Y nosotros, los que gozamos del normal funcionamiento
de todas las facultades, tenemos que agradecérselo al Se
ñor, agradeciéndole también fervientemente que nos
haya facilitado este agradecimiento al concedernos do
nes en los cuales la misericordia divina reluce de modo
más directo que en la negación de esos mismos dones.
Nosotros, los que vemos, los que vemos las cosas, para
cumplir el deber de agradecimiento que nos incumbe,
hemos de esforzarnos en ver a Dios en las cosas, en per
cibir su huella, en cantar su obra. Y si es cierto que
en el infierno los réprobos serán particularmente ator
mentados en los sentidos y potencias de los cuales en
mayor grado se sirvieron para pecar, resulta lícito de
ducir que, en premio al empeño puesto en ver a Dios
en las cosas, nos será otorgado el mayor deleite de ver
las cosas en Dios.
Reconozcan los ciegos la voz divina en las oscuridades
insondables de su corazón. A nosotros nos corresponde,
sin renunciar a perfeccionarnos cada día en el ejercicio
del silencio y la soledad, percibir y amplificar esa voz,
esa revelación primera que vibra en la naturaleza y
que, al hacerse incapaces los hombres de percibirla, se
vió el Señor obligado a completarla mediante su segunda
Revelación, la revelación bíblica.
206
ba no tiene otra posibilidad intrínseca que la santidad,
el hombre, dotado de libertad, puede frustrar su des
tino y hacer añicos el espejo de Dios que lleva entre
manos. Su naturaleza no le coacciona a la santidad.
Tiene, pues, que poner de su parte algo que en cierto
modo está por encima de su propia naturaleza. El hom
bre, si sólo es hombre, no es santo. El hombre, «i sólo
es hombre, no es siquiera hombre, pues es un hom bre
malogrado.
¿Recuerdas aquella venerable definición de Bacon que
se nos daba en clase de estética? Ars est homo additús
naturae. No sé si le juego una mala partida al célebre
experimentador inglés si traslado su principio al cam
po de la santidad y defino el arte de la perfección moral
como la adición de naturaleza y hombre, humanidad
natural básica y aportación libre de eso que a la vez
rebasa y remata dicha humanidad.
El arte : hazte a ti mismo. Porque hombre no se nace,
se hace. ¿No es acaso la ética un ramo de la estética
universal, un ejercicio concreto postulado por la ar
monía del universo?
207
el octaedro. Eran los tiempos en que nos aprendíamos
de memoria la Prim era Elegía de D uino:
Pues de lo terrible ,
lo bello no es más que ese grado
que aún soportamos. Y si lo admiramos
es porque en su calma desdeña destruirnos.
208
Tras los misterios gozosos y dolorosos, los gloriosos.
Yo me despegué de aquellos afanes, pero sé muy bien
que tú fundiste admirablemente arte y vida, fusión que
se denomina, honrosamente, fidelidad. Todavía eres
muy joven—Ja prueba es que aún no has sacudido la
juvenil intemperancia de creerte ya muy mayor—y tu
síntesis, tu convicción de que la ventaja está de parte
del amor y la alegría, se verá amenazada de nuevas,
renovadas antítesis. Porque toda síntesis en esta vida,
en este vaivén de la vida, es poco más que una tesis,
una tesis algo más madura, pero todavía vulnerable a
la antítesis. Sólo al final coronamos estas sucesivas al
ternancias con una fe humilde : con un escepticismo tan
total y saludable que mire escépticamente el mismo es
cepticismo y desemboque en el vacío colmado, en el
reposo en Dios.
En la raíz de todo arte hay indiscutiblemente un ele
mento doloroso. Todo canto es el canto de una priva
ción, todo arte es el testimonio de un paraíso perdido
y fugazmente entrevisto en las pálidas intuiciones del
arte. Una naturaleza sensible al arte significa una na
turaleza más consciente de su destierro en lo imperfecto,
en lo bruto y manchado.
La idea del dolor y el holocausto empapa los orí
genes del arte, de forma que los instrumentos que acom
pañaban los primitivos cantos religiosos debían estar
hechos con despojos de animales sacrificados. Con hue
sos se fabricaban flautas; con cuernos, trom petas; con
intestinos, cuerdas; con la piel, tambores. San Agustín
recoge esta antigua idea cuando osa comparar el cuerpo
de Jesucristo con un tambor de sacrificio: se extiende,
se pone tenso sobre la cruz para convertirse en un tam
bor doloroso donde resuene la dulce música de la gra
cia (3).
(3) Serm. 363, 4: ML 39, 1638.
209
AUN ES POSIBLE...— 14
Pero si el origen del arte pertenece a los dominios del
dolor, su fin es la alegría. En la introducción a La Novia
de Mesina, cuando dicta sus normas sobre el uso del
coro en la tragedia, Schiller declara que «todo arte, por
serlo, está consagrado a la alegría». Porque el arte no
es sólo la elegía del paraíso perdido, sino también la
oda de un paraíso venidero. La belleza de aquí abajo
no es únicamente huella fugitiva del paso de Dios por
estos sotos, que «con sola su figura, vestidos los dejó
de su hermosura»; es además la prueba de un futuro,
enorme espectáculo—uno de los nombres de Dios es
Belleza—para satisfacción de un anhelo del hombre que
no puede quedar frustrado. La belleza, tal vez más que
residuo de un ingente expolio, resulte ser esbozo de un
don que sobrepasará toda ambición. El mundo es un
proyecto de mundo.
Un paraíso perdido, un paraíso futuro... ¿Y entre
tanto? ¿No existe un paraíso ya recobrado, o un paraíso
ya anticipado? En cierta manera, ¿no consistirá la pér
dida del paraíso en una pérdida de la facultad de re
conocerlo? La nube que ocultó a los apóstoles la visión
de Jesús cuando ascendía al Padre, ¿fué una nube real
o fué el llanto en los ojos? El arte ciertamente no pue
de ser la tarea propia del séptimo día : contemplar las
cosas y ver que son buenas. Aquel séptimo día duró muy
poco; los paleontólogos no lo saben, pero todos los hom
bres, aun los paleontólogos, lo experimentan. Sin em
bargo, en este octavo día que vivimos, en este día que
comenzó con el pecado, ¿no es posible ya comprobar y
certificar la bondad de las cosas? Sí, sí. Porque el na
cimiento y muerte de Nuestro Señor Jesucristo corres
ponde también a este octavo día.
Contra ascesis frigia, ascesis paulina. Contra tristeza,,
alegría. Contra maniqueísmo, arte.
210
Si haces arte, harás apologética, aun sin q uerer. Con
tal de que tu arte sea bueno, sea verdadero.
Si haces arte, en tu mano tienes además una bellísim a
posibilidad de santificación.
Prudencio, Aurelio Prudencio, fue, como sabes, un
eximio poeta del siglo iv. Desde H oracio hasta D ante
llena casi él solo una serie de siglos de escaso relieve
para las historia* de la poesía occidental. Pues bien,
Prudencio rezaba así a Dios : «Un hom bre piadoso te
presenta el ofertorio de los bienes de su conciencia, otro
acaudalado distribuye sus riquezas entre los pobres;
mas yo, sin hacienda y sin santidad, te ofrezco ligeros
yámbicos y troqueos redondos.» Y luego se retiraba con
gran consuelo a su celda y se ponía a versificar. Como
glosa a sus encendidas estrofas, escribía unos breves a r
gumentos en los que probaba que la poesía serve para
la santificación personal, para la salvación de los de
más y para la puntual alabanza del Señor. Se pasó la
vida obsequiando a Dios con la más ardiente y depurada
poesía. No se atrevía él a llam arla obseqiüum y la deno
m inaba, en emocionante dim inutivo, que aún hoy nos
deja transida de ternura el alm a, obsequella...
211
creía que yo miraba al firmamento pensando en el ver
dadero cielo; pero n o : yo miraba simplemente este
cielo material, ya que el otro está cada vez más cerrado
para mí.»
Acaso, andando el tiempo, pienses que para ti tam
bién el otro cielo está cada vez más cerrado e impene
trable, cada día más inaccesible. Bien; trata de admirad
con ánimo generoso este cielo de estrellas y lo que este
cielo cobija, esta tierra nuestra. Aguanta. Espera.
Y mientras tanto, pinta.
XIV
213
tos ni atenuaciones. Pero la naturaleza es indulgente en
el fondo: desesperar totalmente es tan difícil como es
perar sin flaqueza durante toda una vida. Siquiera, si
quiera esperas sufrir menos no esperando nada. A esa
esperanza residual, invencible y paradójica, que acaba
burlándose de tus proyectos meticulosos de desespera
ción, quiero atenerme y fundar en ella mi mínima e in
mensa esperanza de salvarte. Tu carta quiere ser una
definitiva expresión de victoria sobre mis pobres, te
naces planes de regeneración. Pero hay demasiada so
berbia en ella. Y bastante dignidad todavía en tu alma
para que aceptes este reproche mío sin contestar, sin
tratar de probarme aún que no has cedido a la tentación
de la soberbia, tan grosera como cualquier otra tenta
ción. Mientras sigamos hablando seguiré esperando. Y
aunque te encierres en un hosco silencio, y aunque me
niegues el acceso a tu celda, seguiré esperando : Dios
está por encima de los dos y acaso quiera felizmente hu
millarme con un inesperado triunfo suyo conseguido al
margen de mis gestiones, a mí que tal vez he puesto
excesivo amor propio en este asunto.
Me dices que preferías la pena capital, porque ello
hubiese sido el reconocimiento de la magnitud de tu
crimen, perpetrado en plena lucidez, en pleno odio lú-
r-iflo; que ello hubiese sido el mejor elogio de tu mal
dad. Te molestan esos subterfugios del derecho penal,
te han molestado las maniobras de los amigos porque
las atribuyes a compasión. ¡Sé muy bien lo que cuesta
aceptar la compasión sin rebelarse! Pero ¿no es sober
bia todo eso? Y soberbia bien humillante : tanto inte
rés en probar valor, ¿no revela un enorme, subterráneo
miedo? Tienes miedo a m orir: por eso te mofas de la
muerte cuando la muerte ya está alejada todo lo posi
ble, evitadas mediante una condena perpetua las opor
tunidades de un nuevo crimen que jjte acarrease alguna
214
vez la ejecución. Tienes miedo de s u f r ir : p o r eso des
esperas, porque la esperanza te parece un constante m a r
tirio insoportable. Tienes miedo de d esesp erar: p o r eso
me escribes, aunque te empeñes en persuadirte de Jo
contrario, aunque tal vez hayas llegado ya a creer lo con
trario. Tienes miedo a la pureza, que acabaría a rra n
cándote esos fondos podridos de tu alm a tan com plicada :
por eso te has negado siem pre a rezar el avem aria dia
ria pidiendo a Nuestra Señora la santa sim plicidad.
Tienes miedo, miedo. Miedo a reconocer tu miedo, a
darle beligerancia, a quedarte a solas con ese miedo.
¡Bendito miedo que, si Dios quisiera, si tu Angel te
atormentase cada noche un poco más con la nostalgia
de una lejana infancia feliz, podría obrar milagros!
Tienes miedo a la terrible perspectiva de una vida
encarcelada para siempre. La atroz miseria de la p ri
sión. La aspereza de los trabajos que no corona la d u l
zura de volver al hogar. La desnudez de la celda, las
paredes manchadas con palotes, semanas ya transcurri
das, y con los signos de una suntuosa lu ju ria imposible.
El aislam iento, las muchas horas con el pensam iento en
blanco, aptas para que germinen las ideas más incómo
das y lacerantes. E l aislam iento o las compañías n au
seabundas, los miserables sobornos p ara conseguir un
cigarrillo o una postal de burdel. El frío, los días de
lluvia. La risa de las muchachas, que a veces una ráfaga
de viento arrastra hasta el interior de la celda. La vida
pasada, su recuerdo im placable, el recuerdo de aquella
distracción fatídica que ocasionó tu detención y todo el
desastre consiguiente. El vicio triste, metódico...
¡ Pero n o ! Si ésa ha sido .tu vida en la cárcel otras
veces, tu vida de ahora puede ser distinta, tiene que ser
muy diferente. ¿Tú sabes que puedes hacerte santo en
la cárcel lo mismo que una religiosa en el coro, casi
tan fácil como un niño en sus juegos, acaso más fácil
215
que un juez en la sala de la Audiencia? Sé que eso no
te interesa nada, pero al menos, siquiera, ¿crees que eso
es posible?
216
la escasa fuerza persuasiva de mis palabras. Temo m u
cho, temo mucho el día del juicio. Pero te ruego que
aceptes mi respuesta siquiera tácticam ente, po r sí a l
guna vez, cuando menos lo pienses, se te revela su d u l
ce, esplendorosa verdad.
Dios perm ite, por tu bien, que la sociedad te condene.
Es m á s: aunque sean los hom bres los que directam ente
decreten contra ti la sanción, todo, absolutam ente todo
procede de El, Padre de toda tribulación lo mismo que
de todai/consolación. Dios es e n últim o térm ino el cau
sante de cualquier to rtu ra, el que inspira todo castigo,
puesto que de El depende el ser y obrar de todas sus
criaturas, a las cuales utiliza como le place. E l perm ite
la tentación y la injusticia, quiere los beneficios que de
ahí se siguen para las almas tentadas u oprim idas. Quie
re la justicia y los castigos justos, quiere el bien y la
regeneración de los injustos m ediante la aplicación de
la justicia. Perm ite la tristeza, pero quiere los suplem en
tos de m érito, la superior calidad que la alegría alcanza
cuando vence a la tristeza.
Sí, Dios es el que sanciona. P orque, a pesar de todo,
aún nos am a. Por eso utiliza castigos saludables. ¿No
sería el peor castigo para un ciego quitarle los obstáculos
cuando camina hacia el abismo? Porque am a, castiga
amorosamente. San Pablo form ula una estremecedora
demostración de nuestra filiación divina basándose en el
castigo: «Porque el Señor, a quien am a, le reprende y
azota a todo el que recibe por hijo. Soportad la correc
ción. Dios se porta con vosotros como con hijos. Pues
¿qué hijo hay a quien su padre no corrija? Pero, si no
os alcanzase la corrección, argum ento sería de que erais
bastardos y no legítimos» (1).
217
Toda pena en esta vida es pena medicinal. Pero ¿qué
utilidad tiene una pena que dura toda la vida? ¿Para
qué sirve una pena que, cuando puede llegar a curar,
el paciente ya ha muerto?
Toda pena en esta vida es pena que tiende a la correc
ción y salvación del delincuente. En esta vida. Para sal
vación del pecador en la otra vida, para que el pecador,
que sucumbe a la muerte primera, no perezca en la
muerte segunda, en la cual ya no cabe rectificación nin
guna, la pena queda reducida exclusivamente a su trági
co aspecto vindicativo y el réprobo glorifica a Dios con
tra su propia voluntad. El carácter definitivo de tu
condena no puede impedirte que la consideres provisio
nal : sólo mientras dura esta vida. El haber desespe
rado ya de toda ayuda humana no puede inducirte a
desesperar de la misericordia divina. Acaso, por el con
trario, sea menester desesperar antes de todo lo que no
es Dios a fin de poder esperar con total pureza en Dios.
Esperar contra toda esperanza. Esperar incluso cuando
la naturaleza, artificiosamente amordazada, no demues
tra ya ninguna capacidad de esperanza.
Acéptame, te lo ruego, siquiera metódicamente, con
todas las reservas que tu desastrosa situación actual de
alma te impone, al menos como se aceptan las tiernas,
tímidas orientaciones de un ciego cuando todos los demás
se niegan a darlas, acéptame esta explicación, para ava
lar la cual no dispongo de otras razones válidas para ti
que no sean mi propia experiencia dolorosa, aliviada
por tal fe, y la extraña e intensa amistad que desde hace
algunos años no3 liga.
Estamos sumergidos en el misterio. Afirmarlo, creerlo,
es abrir un horizonte a la esperanza. La desesperación
concienzuda, que tú te ufanas de haber alcanzado, pro
viene de reducir el misterio a problema, de degradar
lo insondable al plano de lo insoluble, de suprimir la
218
tercera dimensión liberadora. Porque nos envuelve y
empapa el misterio, desconocemos la misteriosa respon
sabilidad de los que se em peñan en negarlo o prosti
tuirlo; ignoramos tam bién hasta qué misteriosos lím ites
respeta Dios la libertad hum ana cuando su divina piedad
se vuelca, cuando aniquila toda resistencia de la criatura
con un raudal de gracias irresistibles. Muchas veces he
pensado si no serán los mayores dolores, los castigos
más terribles la versión norm al y frecuente, la versión
disimulada para evitar el desconcierto de los tratadistas,
de aquel compelle intrare , aquella misteriosa violencia de
que tuvo que usar el seriado sobre los desconocidos
de la villa para que la" mesa de su señor contase con el
número completo <íe comensales. ¿Qué es preferible :
recibir una corsés invitación del señor para la cena o
sufrir la violencia de un siervo que por la fuerza obliga
a penetrar en la sala del festín? No lo sabemos. Tan
sólo sabemos una cosa : que es m ejor entrar por coacción
que enviar una cédula excusándonos de asistir.
Cadena perpetua. El criado, ciertam ente, ha utilizado
unos modales sobre m anera violentos, inusitados. Pero
tal vez incluso antes de llegar a la puerta de la sala
—¿qué más da que haya muchos metros de pasillo, que
te queden aún cuarenta años de am argura?, ¿qué má*
da que yo m uera antes de que me lo puedas contar?—
oigas ya en el alm a la inefable música que anuncia la
cena.
219
en la pared de la celda que sean como jalones de suce
sivas victorias sobre el tiempo, sobre el dolor .temporal.
Hay un adjetivo del dolor más esencial que el de inten
so o leve, llevadero o insoportable: dolor pasajero.
Pasa el dolor, no pasa el haberlo padecido. No pasa el
mérito contraído mientras se padecía ni la madurez que
granjea todo dolor vivido decorosamente. No pasa tam
poco, sino que crece el alivio de comprobar la transito-
riedad del dolor, sentimiento de ordinario mucho más
fuerte que la congoja de advertir que grandes épocas de
posible alegría han sido malversadas en el sufrimiento.
Si no es pervertido mediante las artes e industrias de un
masoquismo que rebasa ampliamente el campo especí
fico de lo sexual, dispone la naturaleza de un gran re
pertorio de defensas bastante bien articulado para resis
tir al dolor e incluso, cuando esas defensas se revelan
al corazón v el corazón no se escandaliza, resistir a la
soberbia en su expresión más estúpida.
El dolor pasa. Y por eso el hombre que sufre np está
inmóvil, cambia de postura en el lecho, es aliviado. La
tragedia del infierno es la certidumbre de su perennidad,
el dolor inmutable, la eternidad que aquí el entendimien
to puede probar, pero la sensibilidad se niega a concebir
adecuadamente. Tu desesperación jte ha hecho creerte un
reo nato, carne de cadena aquí y allí. Pero esa desespe
ración iio acoge en sí al infierno, sino a la pálida imagen
que te forjas de él. Con el infinito se juega en una piza
rra, nada más. Si alguien levantara para ti tan sólo una
punta del velo que oculta el infierno, seguramente des
de ese momento serías santo. Sin embargo, Dios no está
obligado a enviar nuevas pruebas a los que han des
oído la voz de Moisés y los Profetas.
Sólo el que ama el infierno perecerá en él. Pero ¿qu'én
es capaz de amar el infierno, de proponerse el verda
dero infierno como objeto de su amor? ¿No amará más
220
bien un cielo invertido, la dicha retorcida de una des
gracia demasiado personalm ente im aginada? ¡ A h, la
tendencia indestructible a la felicidad! Nos entorpece
con excesiva frecuencia la m archa hacia el bien, pero
también acaso nos libre alguna vez de caer en la abyec
ción que no tiene nom bre.
¿Y am ar a Dios? ¿Es que amamos verdaderam ente a
Dios o a los ídolos levantados en nuestro espíritu con
nombres sancionados p o r la Iglesia? P or fortuna, por
singular m isericordia divina, Dios se ha hecho pequeño,
dulcemente pequeño, para albergarse en nuestro corazón,
en nuestros sagrarios, en nuestra irreductible sensación
de orfandad, en los hom bres que están a nuestro lado,
en los asesinos condenados a cárcel sin fin, en los curas
que tratan de hacer el bien con manos manchadas.
221
¿Cómo puede persistir así la certeza de que la libertad
es el gran don, el don maravilloso del hombre?
Las leyes, por eso, a la vez que coartan la libertad,
garantizan su conservación. Con todo, hay que advertir
que esta reducción mayor o menor de la libertad no
viene condicionada por el rigor mayor o menor de la
ley, por los límites concretos, reales y legislados que se
imponen a la libertad en su realización; depende más
bien del grado en que dichas leyes pueden ser asimi
ladas por el súbdito, es decir, si éste es capaz de com
prender la razón de utilidad que las ha inspirado y el
principio de amor de que han emanado. ¿Es que los
límites materiales de un barco pueden considerarse lími
tes de la libertad del viajero? ¿La supresión de alimen
tos repugnantes hay quien ose concebirla como limitación
del placer de la mesa? Cuando la ley se ha incorporado
al ser de uno mismo, la libertad, lejos de verse restrin
gida, es elevada a su plenitud. El «ama y haz cuanto
quieras» designa esa fase de madurez en que el amor se
ha identificado con la ley y ha descartado del horizonte
del alma las posibilidades de violarla.
Quisiera que tu espíritu madurara hasta el punto de
considerar no sólo la existencia de penas como necesidad
de una sociedad integrada por sujetos defectibles, sino
también tu propia pena, .tu propio castigo como intrínse
ca derivación de tu culpa, castigo no impuesto desde
el exterior, sino propuesto y cordialmente aceptado en
la intimidad de un corazón lúcido y consecuente.
La palabra «pena» posee una elocuente ambivalencia
—tristeza y castigo—que nos revela el origen de toda
aflicción : el pecado, la infracción de una orden, mejor
dicho, de un orden amoroso. Lo que importa es enten
der que la tristeza y el dolor nacen del pecado como la
carcoma nace de la madera y que, al igual que aquélla
222
destruye ésta, así tam bién la pena aniquila la culpa, la
borra felizmente.
La pena es un mal muy inferior a la culpa, ya que
la razón de m al no estriba propiam ente en la pena, sino
en la culpa que la motivó y, m ientras la pena supone
la privación de un bien de la criatura, la culpa se opone
de modo directo al Creador, al sumo bien. Incluso la
pena ha de interpretarse como un bien, pues contribu
ye, m ediante el régimen de compensaciones punitivas,
a la arm onía y al equilibrio.
Conviene, sin em bargo, insistir en que la m era tole
rancia de la pena, cuando sólo se somete la carne, pero
no la voluntad, no es suficiente para b orrar la culpa si
se trata de culpas que afectan al am or y suponen un
quebranto de leyes de am or, es decir, cuando lesionan
los derechos al am or de un Dios amoroso. El perdón di
vino se alcanza más fácilm ente, puesto que basta recti
ficar la voluntad, pero tam bién su consecución es más
difícil, pues hace falta para ello rectificar la voluntad.
Mediante tu docilidad exterior al castigo que ha sido
dictado contra ti conseguirás al fin de tu vida ponerte
en paz con la sociedad. P ero para obtener el perdón
divino, para recuperar el equilibrio de la balanza d i
vina alterada, es necesario poner el corazón en el p la
tillo, hace falta no sólo sufrir, sino concebir como me
recido ese sufrim iento, es m enester añadir, al dolor de
la carne, el dolor de corazón. No olvides que tanto el
buen ladrón como el malo soportaron idéntica p en a;
sin em bargo, uno fué justificado y el otro no.
Tu desesperación, tu devoción a l m al ladrón... M ira,
vuélvete a la cruz del centro, m ira a esa pared de tu cel
da, m anchada con los más tristes pecados, como el
rostro del Salvador cubierto de salivas e ignom inia, y
dile, dile despacio siquiera e s to : «Señor, no tengo es
peranza.» Está El muy cerca de ti, tu suerte la conoce
223
muy bien. Casi la reconoce... Porque más que como
mártir, murió como un criminal común, tan despreciado
como tú, más ridículo que tú.
225
ATTXI CQ p n cim B —
porque en ejla el coeficiente de vanidad e8 mínimo com
parado con la humillante demostración que uno hace
de su íntima necesidad de abrigo, de su insuficiencia,
de la falta de energía para vivir interiormente solo.
Bien. Pero aunque el telegrama—mínimo esfuerzo,
máxima felicitación—llegue a tiempo, quiero escribirle
a usted, señora, esta carta para decirle lo que en un te
legrama no cabe y en una conversación—me hubiese
gustado tanto acudir personalmente a la fiesta, pero
me ha sido absolutamente imposible—no habríamos po
dido tampoco seguramente decir, por falta de orden y
exceso de tema, solicitados por mil caminillos de sa
brosa desviación.
226
más e n tra ñ a b le : tra e r de nuevo al corazón. Si los bue
nos vinos exigen, p ara que su degustación sea com pleta,
hablar de ellos después de beberlos, tam poco se h a lle
gado a vivir del todo un episodio m ientras no se agrega
después esa últim a fase que consiste, al menos, en reco r
darlo. Tal vez m ejor que d e c ir : recordar es vivir dos
veces, sea a f ir m a r : vivir sin recordar es vivir a m edias.
Sin em bargo, cuando se concibe la m em oria como
refugio, cuando el recuerdo supone una fuga proyectada
y deliberada de la realidad, entonces recordar no es
vivir, sino zafarse de la vida. Ü6ted ha cedido dem asia
do a la fascinación del recuerdo. Usted se ha evadido
con excesiva frecuencia al m undo de los recuerdos.
¿Por qué? ¿T al vez porque el contorno de las cosas
reales, de su situación actual en aquel m om ento, era
demasiado áspero? ¿O no sería más bien a l revés, no
sería acaso que la realidad resultaba inhabitable p o r
que no le prestaba usted* suficiente atención, esa aten
ción que pródigam ente dedicaba a los recuerdos? ¿Es
la geografía la que modela el ser del hom bre o es el
hom bre el que im prim e su m archam o a la geografía
circundante?
Sí, usted se encontraba m uy sola. El m arido siem pre
estaba fuera de casa. Como el diálogo no era posible,
había que refugiarse en un monólogo soportable, lleva
dero. Estaba el diario, un confidente que nunca discu
te, que en todo m om ento da la razón, la razón sobre
todo, tan necesaria al que escribe, de que es preciso se
guir escribiendo. Y como los sucesos de cada día eran
triviales y poco gratos, principalm ente quedaban an o ta
dos los sueños, el recuerdo de los recuerdos, los recu er
dos mejorados. P orque «de toda la m em oria, sólo vale
el don preclaro de evocar los sueños», afirm ó M achado
magistralm ente.
Aquel diario es el testim onio de muchas cosas. Pero
227
sobre todo el testimonio de una enorme debilidad. Por
él desfilan muchos rostros y, sin embargo, yo veo en
todas las páginas un monótono autorretrato, su propia
figura siempre evadida, siempre cansada de un trabajo
que jamás comenzó. Es verdad, el marido siempre esta
ba fuera de casa...
¿Y ahora? Ahora él no sale, ahora le gusta quedarse
con usted. A usted también le place y, poco a poco, por
obra del recuerdo, van reinventando entre los dos el
amor. Yo no puedo ya reprochar esa evocación común,
esa tarea específica de los años últimos. Me quejo tan
sólo de la vida que usted hizo anteriormente, cuando su
misión era vivir de verdad, acumular materia más sóli
da para el recuerdo de después. Ahora eso está bien.
Repasar la vida es una de las pocas maneras de coro
narla, la única que de ordinario está en manos del hom
bre corriente.
Permanecen ahora los dos mucho tiempo juntos. Es
natural, los quebrantos de la edad obligan a buscarse
mutuamente, a pedir cada uno el apoyo del otro. Los
achaques, la desaparición de los amigos, el abandono
de la tarea profesional, el hábito de la convivencia, más
o menos continua, pero siempre más asidua que cual
quier otra convivencia. El va venciendo la antigua
timidez altiva, el pudor viril y absurdo de hablar de los
entrañables acontecimientos pequeñitos que han tejido
la vida común. Aporta su colaboración, suma detalles
que usted, cosa rara, había olvidado.
Le ha sorprendido agradablemente eso, se ha llevado
una gran sorpresa viendo con qué exactitud recuerda él
sucesos que usted creía los había vivido superficial
mente, deseoso de acabar pronto para reanudar su vida
personal, su vida equívoca.
Bien sabe usted que aquella crisis no tuvo importan
cia mayor. Realmente, ha sido el de ustedes un matri-
228
monio norm al, entendiendo norm al como o rd in ario y
casi tam bién como sujeto a norm a, a u na n o rm a o rd in a
ria. P rim ero el apasionam iento que luego h a b ía de ir
apagándose. Esta segunda época, la fase prim era de esta
segunda época, coincidió con la triste crisis m encionada
en la que, como ya sabemos, no pasó nada. Sin e m b a r
go, dejó su huella, im puso u n silencio en to m o al suceso
que tam poco usted hizo grandes esfuerzos p o r su p erar.
La intim idad se agrietó p o r culpa de los dos; y es que
iiay que ser muy generoso o m uy h áb il para m antener
una intim idad sahiendo que existe un punto que no se
puede tocar. Tuvo usted al menos la elegancia de no
com partir esa tristeza con sus hijos, a los cuales hubiese
sido demasiado fácil atraerlos a su bando. No obstante,
piense si en todo aquello, en la raíz, no hubo por su
parte algo en lo que hasta ahora no h a reflexionado, un
margen de responsabilidad sagazmente envuelta en la¿
apariencias más favorables, incluso más m eritorias. Me
refiero a su vida espiritual, que, como sabe, nunca me
ha parecido insuficiente, pero sí insuficientem ente en
derezada y recta. Piense si no es culpable de un cierto
desvío en aquel tiem po, de una indiferencia que tenía
que resultar muy poco atractiva a su m arido, una cons
tante desatención a las voces poderosas del estado con
yugal, originada acaso por haber agotado en una vida
espiritual m al entendida cierta especie de ternura que
debía haber sido em pleada en realizaciones hum anas,
en una vigilancia cuidadosa y dulce.
Gracias a Dios, a la piadosa providencia del Señor,
que repara todas nuestras equivocaciones y prem ia con
dádivas adecuadas a nuestro corazón las ofrendas que
le hacemos poco inteligentem ente, se ha ido restable
ciendo el mutuo entendim iento, se ha facilitado al fin
como nunca la reapertura de almas y todo ha quedado
felizmente zanjado. Incluso ha surgido el diálogo más
229
caluroso, las muestras más explícitas de un viejo afecto
silencioso. Un amigo mío dice que en el amor maduro
va no hay necesidad de palabras: simplemente se emite
y se recibe. Esto es verdad, pero también es verdad q u e.
tal fase, mientras el hombre permanezca en esta vida a
merced de los datos exteriores, incluye alguna vez la
emisión y recepción de palabras que, aunque no sean
necesarias para corroborar el afecto, lo son en cierta
medida para gozar mejor de él.
Me alegro infinitamente de esta recuperación, de este
perfeccionamiento. Siento un gran gozo contemplando
las rosas florecidas en otoño. Que el círculo acabe ce
rrándose en la paz, en el amor tranquilo, en la alegría
mansa que ya nada puede turbar. Buen momento éste
para volver la vista atrás y recomponer, pieza por pieza,
la gran biografía común.
Recuerdo muy bien una exposición de Alberto Ferre-
ro en Roma el año 51. II poema della vita , en once cua
dros. La historia humana de punta a punta o, mejor
dicho, su circuito completo, enlazando el fin con los
orígenes en una sinfonía majestuosa, gozosa y afligida,
imparcial. 1. Alba: un paisaje de azules puros, solemne
preludio de algo, conteniendo el germen latente de algo.
2. Primavera: dos adolescentes, juntos, todavía en po
sesión de un lujo inconcebible, la inocencia. 3. Subida:
una escalada, la voz de la altura; él conduce y da la
cara al viento. 4. Pecado: ha debido haber una esencial
perturbación; la mujer está sentada en el suelo, tran
sida de una inmensa tristeza, la tristeza fontal que irá
transmitiéndose de generación en generación como una
herencia de deudas. 5. Fuga: huida de la mujer, hacia
donde sea; al fondo, unos pinares sombríos. 6. Reconci
liación: de nuevo unidos, bajo el signo del amor. 7. Fe
cundación: está ella sola y tumbada y, sin embargo,
activa; es la hora del misterio operante en las entrañas.
230
8. Ultimo rayo: el poniente en un lago; a Ja orilla, t r e s ;
él, ella y el h ijo . 9. Nocturno: es la n o ch e; después del
oro, la p la ta ; recostados en u n buey m agnífico, negro
con lunares blancos, duerm en los tres. 10. Suprema des
pedida: sobraba quizá un exceso de veracidad en la des
cripción de la vejez. 11. Purificación: una tela sin figu
ras, como la p rim e ra ; pero los azules no son puros,
aunque acaso sean más bellos, son unos azules p u rifica
dos. Esjto es Jodo. Este es el relato de la vida del
hom bre. Alberto F errero, p in to r, historiador.
Buen rem ate para cada vida hum ana si el décimo cua
dro contiene ya una anticipación del siguiente, si el
hom bre se esfuerza a su m anera en purificar su propia
existencia y reconciliarse con su origen. E l am or tam
bién se salva m ediante la purificación, el retorno a la
prim era pureza, y la aceptación sin rebeldía, sin orgu
lloso desprecio, de todo el ciclo y del espectáculo que
al final la propia vida ofrece. T al vez sea verdad que
amar a una persona es aceptar envejecer con ella.
231
llegar a su plenitud, que no contrae sobre él responsa
bilidades inmediatas. Sabe además que ese nieto lleva
ya otra sangre, que no le pertenece por entero a él, que
son cuatro las caras que unos y otros, con igual dere
cho, tratan de identificar en un rostro todavía sin hacer.
La bondad es ese cariño desinteresado que no exige ex
clusividad en la posesión, ese cariño sonriente que lo
tolera todo porque no es misión suya impedir nada. La
alegría de ese amor sin rigor es la alegría dispuesta para
los corazones ya cansados de bregar.
Y la alegría, la delectación de la memoria. Santo To
más establece una escala del placer : el placer por la
realidad presente, el placer por la esperanza y el placer
por la memoria (1). Escala de más a menos. La delec
tación que el recuerdo ocasiona es la más débil, pues
no la produce el objeto en sí, ni en acto ni en potencia,
6ino su reproducción mental, siempre pálida. Pero la
memoria dispone de su táctica propia para acrecentar
el placer exiguo de la pura rememoración. Mejora la
realidad lejana, construye un orbe en el que han des
aparecido todos los aspectos duros y las cualidades bue
nas son aureoladas con prestigios insospechados. La dis
tancia lima todas las aristas y rodea todas las cosas de un
halo de hermosura. Tutto il vero e bruto, confiesa Leo
pardi. Por eso la memoria va cerniendo la verdad hasta
conservar sólo el grano de bondad y belleza que inte
resa al corazón, esa verdad a medias que constituye la
perdonable mentira de una naturaleza más misericor
diosa que justa. La niñez aparece radiante, una vez eli
minados los detalles desagradables, los exámenes, los
odios incipientes, las precoces adivinaciones de las fisuras
existentes entre los padres. La juventud es una marcha
triunfal, una primavera sin nubes, una época sin obje-
232
ciones, porque ya la m em oria ha rem ovido o p ortuna
mente todas las perplejidades y rem ordim ientos, todas
las amistades ¿rastradas y la penosa incom prensión de
los padres. De cualquier viaje conservamos tan sólo una
tarjeta postal en colores.
Guárdese usted de m enospreciar esas alegrías que la
memoria, sabia colaboradora del olvido, proporciona.
Porque es íácil que una persona que ha vivido siem pre
cultivando excesivamente, m orbosam ente, sus recuerdos,
desangrándose por la m em oria, aborrezca a l fin como
hábito culpable tan entrañada costum bre y se resuelva
en vano a proyectar una vida im propia de su edad. ISo
se repara el pecado de hab er anticipado una época con
trariando dos veces la naturaleza.
233
necesita en todo momento el amor en la tierra, ya que
el amor puro sólo puede darse en Dios, que es amor
puro por ser amor omnipotente. Esas gangas no arguyen
nada contra el amor, a no ser que contengan una canti
dad excesiva de impureza o constituyan un motivo para
que el hombre desprecie el amor. Con toda alegría su
cede más o menos lo mismo, y para que sea pura—le
gítima, santa—sólo hace falta que no sea demasiado
impura o no pretenda ser totalmente pura.
234
te deberá suplicar al cielo. Si aprender es reco rd ar,
como dijo P latón, descubridor de una prehistoria meta-
histórica, más cierto es que recordar es aprender, a p re n
der a evitar en la vida de los que amamos los yerros de
la propia vida. A dm inistrando bien inform ación y silen
cio, exactitud y sonrisa, planteam iento de rigurosos da
tos y concesión a lo que la vida debe tener de poesía,
de improvisación y riesgo; lo que tiende a facilitar la
vida y lo que im pide la solución prem atura de unas d i
ficultades que exigen solución personal a su hora. No
perm ita que se haga ilusiones, pero tampoco le prohíba
vivir con ilusión. Procure prevenirle contra ciertos gol
pes y desencantos, pero en otros aspectos no la desen
gañe antes de tiem po. Respete en ese joven corazón los
engaños provisionales que la misma naturaleza dicta,
porque hacen su papel inapreciable; el mismo curso
de la vida la desengañará cuando tales engaños ya no
sean necesarios. Hay que m antener hasta donde sea
posible la ignorancia de los niños en lo que concierne
a la noche de Reyes, a fin de no precipitarlos p ara
siempre en esa terrible ignorancia irreparable del que
desconoce el flanco de belleza que ostentan todas las
cosas, la parte im portantísim a de verdad que es inac
cesible a los métodos de un naturalista.
Su h ija se va a casar. Su única h ija, la últim a de una
breve lista de herm anos, la que ha vivido siem pre a su
lado, la persona en la que ha cifrado usted toda su es
peranza. Por la prim avera se casa, y se m archa lejos.
Considera usted injusto que un desconocido llegue y se
la arrebate, después de todas las preocupaciones y sin
sabores que su vida le ha ocasionado, los desvelos p o r
perfeccionar su carácter, las noches pasadas a la vera
de su lecho. No perm ita, señora, que ese desconocido
so la arrebate : entregúesela de buen grado. R ecuerde
el principio de Bacon. Hay que ser para los jóvenes un
235
apoyo, no un obstáculo; un amigo, no un adversario;
» n a madre, no otra cosa, a fin de que el desconocido
se convierta en un hijo y la hija continúe siendo hija.
Recuerde la consigna de Bacon, y, si no, basta que re
cuerde su propio pasado. Los incomprensivos no son los
perfectos, son simplemente los que no hacen examen
de conciencia.
Alegría de dar, de darse a sí misma, de ofrecer esa
parte tan amada de su propio ser que es la hija. Ale
gría de dar, no tristeza de verse despojada.
Alegría también de dar alegría o, al menos, de evitar
la tristeza en torno suyo. Alegría de superar la propia
tristeza, de ocultarla cuidadosamente, de impedir que la
melancolía del propio pasado debilite la alegría de los
seres que tienen, sobre todo, futuro. Basta de historias
de la Regencia, los balnearios y el tendido de vías para
el ferrocarril Barcelona-Mataró. Basta de contrastar los
precios antiguos con los precios actuales. Basta de dar
le la razón a Jorge Manrique.
¿Cualquier tiempo pasado fué mejor? Eso creen los
viejos, los impotentes. ¿Cualquier tiempo futuro será
mejor? Eso piensan los jóvenes, los ignorantes. Así no
cabe continuidad ninguna. Seguramente que la conti
nuidad histórica fecunda deberá contener un cierto ele
mento de tensión mutua, de benijgna lucha entre dos
generaciones sucesivas. Pero la fecundidad exige, sobre
todo, entendimiento recíproco, colaboración estrecha y
cordial.
Que ellos, los jóvenes, observen las reglas del juego,
Por lo que a usted toca, guárdese mucho—bajo el pre
texto de podar «ilusiones» parásitas e inútiles—de matar
la «ilusión» de los que empiezan a vivir. Sería un pe
cado tremendo contra la vida. Un pecado con su peni
tencia, porque esparcir la tristeza de unos recuerdos,
del recuerdo de unos hechos que se declaran superiores
236
en alegría a todas las promesas del fu(uro, es hacerse
indigno de la suave alegría reservada a la evocación
íntima.
239
ted, que no comparte nuestras ideas, aunque sí al menos
coincide con nosotros en sentir el dolor y suspirar por
la alegría.
Reconozco que fuera de la Iglesia existen grandes p ar
celas de bondad y de belleza donde florece una alegría
auténtica. Yo me alegro de esa alegría que nada tiene
que ver con la lluvia que Dios envía indistintamente
sobre buenos y malos, sabiendo que un día llegará el
momento de la cosecha y la consiguiente selección, sino
con la lluvia que el Padre universal, que mira compla
cido también el amor de los que le aman sin saberlo,
derrama sobre toda el alma de la Iglesia, bastante más
extensa sin duda que su cuerpo. Me alegro muy de veras
de esa alegría. Es más, como aquella madre del juicio
de Salomón, yo preferiría renunciar a la gloria de la
maternidad, al nombre de alegría cristiana antes que
permitir que la alegría desapareciese del mundo. Nada,
ningún éxito clamoroso de conversión a la Iglesia, me
produce tanta satisfacción como la certeza de que Nuestro
Señor tiene un interés personal, infinitamente superior
al que pueda sentir el católico más santo, en salvar a
todos los hombres. Ni me preocupa mucho que grandes
conquistas del arte y de la ciencia o excelentes obras
de amor al prójimo se hayan realizado al margen de eso
que llamamos la Iglesia y no lleven su impronta visi
ble. Más me preocupa la duda de si, en nuestras ges
tiones de salvación, no buscamos tanto la gloria de
Dios cuanto nuestro triunfo; es decir, si no procuramos
tanto el bien como apuntamos un tanto haciendo el
bien.
240
describen la expansión del cristianismo y allí donde el
cristianismo hace tiempo que perdió ya toda su vitalidad
(¿toda?, ¿no concederemos demasiado a los detractores?,
¿no nos estará jugando un mal papel nuestra «afición
a las catacumbas», nuestro moderno y cultísimo recelo
por las grandes cifras y las actitudes equívocas?).
Perdóneme este paréntesis, este inevitable acento ga-
lileo, esta oscura resistencia a renunciar a toda apolo
gética. No me avergüenzo de ello. ¿Cómo voy a aver
gonzarme, Dios mío? Supondría traicionar todas mis
convicciones, por las cuales y para las cuales vivo, y su
pondría también una ofensa a usted, a l creerlo suscep
tible y mezquino hasta el punto de concebir una carta
de amistad como una partida de poker con su regla
mento y sus trampas.
En fin, acuérdese de aquel antiguo amigo nuestro que
era sumamente ingenuo: tan ingenuo que creía disim u
lar su ingenuidad y dárselas de avisado sim plem ente
confesando que era ingenuo. Presum ir de astuto es su
prema ingenuidad, pero reconocer la propia ingenuidad,
y aun utilizar su proclamación como un sagaz recurso,
no significa todavía superar la ingenuidad, perder la
ingenuidad...
241
insaciables, anhelan siempre algo más, algo que procu·
ran identificar con la sucesión indefinida de esos goces;
algo, sin embargo, que todas las criaturas juntas no
pueden ofrecer, como tampoco puede poseer ninguna
estabilidad una serie de cuerpos sostenidos el uno en el
otro. Hace falta un último apoyo, un terreno firme,
una sustentación sustantiva, un «motor inmóvil».
Sentimos necesidad de amparo, de descanso, de paz,
de un objetivo en el que alguna vez repose nuestro deseo,
de una meta, no sólo de un norte. Nos aflige el ansia de
eternizar nuestro fugaz momento de placer. Es Dios, es
el Creador el que nos liga a El mediante el indestructible
afán de felicidad que ha sembrado en nosotros. Podría
probarse la existencia de Dios por el apetito innato del
hombre a la felicidad perfecta: no puede quedar frus
trada sin culpa una aspiración natural. No puede ser
esa aspiración un puro estímulo para vivir y crecer. No
es suficiente un bien sucesivo que sucesivamente de
frauda ; lo indefinido no es lo infinito ni lo abstracto es
lo absoluto. Dios es lo concreto sumo que sacia la ape
tencia de la criatura a la felicidad sin nombre. Dios es
su nombre. Tampoco es legítima la reducción del ape
tito—esa artificial y trabajosa mutilación que a veces
se lleva a cabo invocando teorías estéticas y hasta éti
cas—a la prosecución de las modestas realidades que
la vida cotidiana brinda. Algunos han llegado a ver en
la aspiración humana a la dicha completa como una
«sexta vía» para demostrar la existencia de Dios.
Esa ansiedad por la felicidad, esa insatisfacción por
las insuficientes felicidades, reviste a veces la forma de
una angustia intelectual. El que no cree en Dios tiene
dudas, se rebela contra sus dudas, las califica con adje
tivos afrentosos, lucha contra ellas violenta o minucio
samente, pero esas dudas subsisten, esas dudas siguen
impidiéndole el reposo que tanto codicia: la certeza de
242
la nada. Dudas que constituyen un em ocionante argu
mento de la operación de Dios en el alm a. C uando esas
dudas llegan alguna vez a desaparecer, ¿h a abandonado
Di os decididam ente al hom bre? No, Dios es celoso y, al
final, suele conceder o im poner al alm a la oportunidad
de una apuesta definitiva, la opción no entre el sosiego
de la nada o el desasosiego, sino entre lo que Pascal
denom inaba Ríen o Infini.
243
a soñar en otro género de felicidad muy dis.tinta, más
de pájaro tn mano que de ciento volando, más en con-
sonancia con las felicidades que de cuando en cuando
llega aquí £ experimentar. Estas dichas de la tierra son
sofocadas por una moral que afecta incluso al más íntimo
dominio del pensamiento y el deseo, y a la vez sufren
una lógica depreciación al negarles acceso a una descrip
ción de la felicidad perfecta. El cristianismo, pues, ha
ensombrecido la tierra.
Es cierto que a veces la conducta de los cristianos ha
dado pie a tales reproches y que también por escrito
en alguna ocasión se han corroborado semejantes acusa
ciones. El mismo Bossuet jtiene un párrafo ambiguo, cuya
más benigna calificación sería la de excesivamente ora
torio, excesivamente ligado al momento de su declama
ción : «La pasión, sin duda, más engañosa de todas es
la alegría, aunque sea la más ardientemente deseada;
y la Sabiduría no ha hablado jamás en otro sentido de
ella que no sea el que ofrece el Eclesiastés, cuando juzga
la risa un desatino y la alegría un fraude. Y la razón,
si no me equivoco, es que, después de la desobediencia
del hombre, Dios ha querido alejar de él todas las só
lidas satisfacciones que había derramado sobre la tierra
en la inocencia de los comienzos, para entregárselas un
día a sus bienaventurados. Y porque la pequeña gota d.e
alegría que nos ha dejado después de tan gran expolio
no puede satisfacer al alma, por eso Jesús ha dejado al
mundo la alegría como un don que El menosprecia y
ha fijado para sus hijos como herencia la tristeza sa
ludable» (2).
Pero **ste texto habría que comentarlo con relación
a todo el contexto del sermón. Este sermón sería con-
244
veniente situarlo y estudiarlo dentro de Ja extensa y
variada obra de Bossuet. Y la postura del obispo de
Meaux liaría falta encuadrarla en su marco Histórico y
referirla a los acontecim ientos anteriores que influye
ron sobre ella y a la reacción que la Iglesia adoptó des
pués sobre esa época. Hay un delicioso libro de A m bro
sio de Lombez, Tratado de la alegría del alma, que ad
quirió mucha celebridad, defendiendo la alegría contra
el jansenismo tétrico. No es lícito valorar aisladam ente
los hechos—cada punto es nada más un momento de
la línea— , como tampoco hay derecho a enjuiciar en
bloque la alegría del mundo por unas manifestaciones
parciales que parecen contradecir la definición de una
alegría superior.
La verdad es que, al estudiar la teología cristiana
— ¡ qué interesante sería a este respecto contrastar la
teología católica con la protestante, como hace K arl
Adam con la alegría de Baviera o Renania católicas y
el fondo últim o de pesimismo reinante en las regiones
protestantes de Sajonia y T u rin g ia!—el problem a de
la felicidad, pasa con pie ligero por las cuestiones psico
lógicas y subjetivas para dem orarse gustosamente en la
indagación del contenido de la felicidad perfecta y,
mientras prescinde casi sistem áticamente del térm ino
felicitas, emplea m il veces el de beatitudo , palabra de
resonancias poco seductoras en el oído de los hom bres.
245
muera será una invitación a entrar en el gozo de su
Señor.
Esta perspectiva—que no sólo es norte, sino también,
meta; que no significa un horizonte siempre huidizo,
sino una ciudad concreta cuya puerta se halla en un
momento histórico definido para cada hombre—exhorta
ya a la alegría aquí abajo.
No será ocioso recordar que la moral católica en su
versión más canonizada y segura ha sido calificada de
moral eudem o n ística, al identificar el fin último de los
actos humanos con la felicidad, hasta el punto de que
ha sido tachada por algunos de moral interesada, fun
dada en el predominio del amor de concupiscencia o
egoísta sobre el amor de amistad o desprendido. Esta
acusación fácilmente se disuelve aduciendo el inmenso
acopio de doctrina que los autores más impugnados des
de ese punto de vista presentan sobre la primacía de la
caridad considerada en sí misma y definida tajantemen
te como «amor de amistad o benevolencia».
La misma moral revelada de la Escritura propone
en innumerables ocasiones la felicidad futura como mo
tivo santo de cualquier operación humana, y los Con
cilios así lo han sancionado contra los defensores de
otras morales más austeras y despegadas. El reino de
los cielos, la posesión del gozo, la herencia, el premio
que no tendrá fin, el banquete de bodas y las cien me
táforas placenteras. Esta inclinación a la eudemonía
parece ser no un aditamento desengañado, exterior y
posterior, sino perteneciente a la médula y esencia de
la auténtica moral cristiana, en expresivo contraste con
Ja triste severidad que respira la amoral del deber».
¿Por qué amamos nosotros a Dios y a los demás hom
bres? «Amamos a Dios porque es la causa de nuesjtra
bienaventuranza y al prójimo porque está destinado a
246
participar de esta última bienaventuranza ju n tam en te
con nosotros» (4).
En esta vida el gozo será siem pre im perfecto, pues va
aliado siempre con el deseo y es amenazado en todo
momento por el temor : el deseo que esencialm ente ex
cluye, mientras existe, la quieta posesión plena de lo
que se apetece y el tem or de perder lo que ya se posee
incoadamente por medio de la esperanza. Gozo im p e r
fecto porque coexiste con las inevitables aflicciones del
hombre aún viador. Pero, porque el hom bre viador ya
camina, el programa cristiano ofrece un progreso, una
sabrosa ilación de virtudes que culm inan dichosam en
te : «La tribulación produce la paciencia; la paciencia,
una virtud probada, y la virtud probada, la esperanza,
y la esperanza no quedará confundida» (5). Santo To
más hace explícito el últim o eslab ó n : «De la espe
ranza procede la alegría» (6), ya que, si bien aflige
la esperanza en cuanto carece de la presencia real del
bien apetecido, tam bién produce gozo en cuanto estima
presente ese bien futuro (7). Expectatio justorum laeti-
tia (8). La alegría es la esperanza de los justos y la es
peranza es su alegría; fruto y germen.
Alegría para el cristiano ya aquí, en este m undo. San
Ignacio de Antioquía saluda siem pre así a las Iglesias :
«A todos muchísima, perfecta e irreprochable alegría.»
San Ignacio muestra un deseo y San Pedro deja cons
tancia : les escribe a los extranjeros elegidos de la dis
persión y menciona a Jesucristo, «a quien amáis sin h a
berle visto, a quien ahora creéis sin verle y os regocijáis
con un gozo inefable y glorioso» (9). Os regocijáis ya
(4) S a n t o T o m á s , Sum. Teol. 11-11. 26. 2.
(5) R om . 5. 3-5.
(6) Sum. Teol II-IT. 28, t.
(7) Ib. M I, 32, 3.
(8) Prov. 10, 28.
(9) I Petr. 1, 8.
247
aquí, en la tierra, donde, según la promesa del Señor,
el alma es recompensada con el ciento por uno.
El sacerdote suplica a Dios para el niño que va a in
gresar en el número de sus fieles mediante el bautism o:
«que siempre te sirva alegre en tu Iglesia». Alegre...
¿Es posible vivir alegre dentro de una comunidad pre
sidida por Aquel que Ibsen llamó «el pálido Galileo, que
se alegra cuando gimen sus secuaces, cuyo9 deleites ha
hollado»? ¿Es posible la alegría en un mundo sobre el
cual la Iglesia ha lanzado sus tremendos veredictos, un
mundo definido como destierro y valle de lágrimas, ilu
minado despiadadamente por esa fe que descubre a plena
luz los míseros pero confortables reductos donde el
hombre había refugiado sus pobres alegrías?
¡ Oh, no, la luz de la fe no quema nada! No destruye
nada, sólo hace que la nada revele su nada. La fe pone
orden y concierto, valora, jerarquiza. La naturaleza, la
gracia, la gloria de los hombres, la gloria personal de
Dios. Cuatro comunicaciones divinas. Orden majestuoso
V exquisito. San Pablo describía esta escala : «Todo es
vuestro, vosotros de Cristo y Cristo de Dios» (10).
Todo es nuestro. Ninguna alegría queda fuera de
nuestros proyectos. Ninguna alegría dejará de integrarse
en la soberana recapitulación final de las cosas én Je
sucristo. Unicamente las alegrías inanes, las alegrías
tristes, la alegría del pecado. Es decir, la sombra, el
error, la nada. Porque todo pecado—no sólo el pecado
de omisión—es en rigor metafísico nada, no es hacer,
sino dejar de hacer, es simplemente, tristemente, des
amor.
248
dad gratuita de los puros, de los que nada saben, o la
hum ildad laboriosa de los sabios, de los que han llegado
a saber bien que no saben nada—para aceptar y am ar
la hum ildad de un Dios que quiso encarnarse no sólo
en un cuerpo .terreno, sino tam bién después en una Igle
sia terrestre, jurídica, con sus leyes y prontuarios, con
sus manuales de teología y sus debilidades hum anas. Con
su desconcertante facilidad para dar a todas las objecio
nes respuesta rápida, a todos los dolores consuelo teó
rico...
Tal vez irrite a algunos esta facilidad, tal vez se Ies
haga insultante o sospechoso este tener siem pre a mano
unas contestaciones que, al ser de cierta m anera reci
tadas, suenan a cantilena aprendida de mem oria y nada
más. No sé, la verdad, qué responder. Decir que la
santidad y origen divino de la Iglesia no se ven afecta
dos por las flaquezas de sus miembros aquí abajo acaso
sea añadir una respuesta más al catálogo de respuestas
irritantes. No obstante, hay que decirlo. A firm ar que
no nos es lícito abdicar de nuestras certidum bres divi
namente infalibles para solidarizarnos m ejor con la
problemática angustiosa del siglo, probablem ente p a
recerá a muchos una dimisión de nuestra condicción h u
mana terrenal, siempre en trance de camino y búsque
da. Sin embargo, es menester afirm arlo.
Pero queda tam bién otra resp u esta; nuestro sufri
miento. Concédame que entre ustedes y nosotros sub
siste una últim a y honda fraternidad : no tienen uste
des fe, ni esperanza, ni los mismos móviles para ejercer
la carid ad ; pero jtodos, ustedes y nosotros, sufrimos, p a
decemos dolores V miserias sin cuento, incluyendo en este
inmenso ejército de los dolientes al que sufrió más que
nadie, al H ijo del H om bre, nacido hace cerca de dos
mil años.
Me dirá usted que la fe que profesamos nos im pide
249
llegar al fondo del sufrimiento, vivirlo en su integri
dad. Ya le decía antes que la tradicional acusación que
se venía haciendo a la Iglesia por su presunta acción
devastadora en las alegrías de la tierra con su constante
amenaza del infierno, llega más bien hasta ayer... Hoy
el reproche ha cambiado de signo. Hoy se nos achaca
generalmente que> con nuestra seguridad en un futuro
paraíso celeste, con nuestras gratas soluciones prefabri
cadas, empobrecemos al hombre matando su profundo,
valioso sentido trágico.
Sobre el primer cargo queda ya bastante dicho. Sobre
el segundo, bastaría la biografía íntima, sincera, no «edi
ficante», de cualquier cristiano dotado de una rica hu
manidad, hijo del cielo y de la tierra y cuidadoso de
no separar lo que Dios ha unido. La fe nos suministra
una última certeza inapelable, pero también nos hace
vivir más hondamente el riesgo, en un estrato inima
ginable para el no creyente. La fe es lodo lo contrario
de una póliza de seguro. La fe no suprime los proble
mas : los convierte en misterios.
San Agustín escribió algo que no es precisamente un
himno triu n fal: «Nuestra paz consiste en estar con Dios,
aquí por la fe, después cara a cara. Pero esta nuestra
paz actual es más bien consuelo en la miseria que ale
gría en la felicidad. Hasta en nuestra justificación, ver
dadera puesto que nos lleva a la vida eterna, influye
en mayor parte el perdón de los pecados que la perfec
ción de las virtudes» (11). El mismo consuelo prometi
do por Di os a sus seguidores es bien problemático en
sus efectos sensibles. El ciento por uno o recompensa
para esta vida no tiene por qué ser de la misma sustan
cia de I03 gozos terrenos, que también nosotros anhela
mos y agradecemos. ¡Ah, ese vino demasiado fuerte,
250
esa alegría demasiado divina, esa desproporción entre
lo que creemos y lo que concebimos, entre lo que debe
mos apetecer y lo que diariam ente nos vemos tentados
a buscar!
Así como nos £>on perm itidas todas las alegrías, salvo
las que entrañan pecado, tam bién tienen acceso b asta
el centro de nuestra alma todas las tristezas, excepto
la tristeza incompatible con la esperanza.
251
XVII
253
Como sabes, yo lo he tratado solamente tres años, es
tos tres últimos años. Procuré entenderlo; era un mu
chacho difícil. Sin embargo, considero que lo compren
dí suficientemente y, a través de él, comprendí los aspec
tos complementarios de la vida familiar que tanto tú
como tu mujer omitíais en vuestras declaraciones, creo
que indeliberadamente. Me parece que conozco más o
menos vuestra casa, quizá no lo bastante para acertar del
todo en el diagnóstico, pero sí para sentirme obligado en
conciencia a darlo.
Tus relaciones con el hijo eran, bien lo recuerdas,
frías de ordinario; a veces, tirantes, violentas. Un mu
chacho de dieciséis años tiene ya bastante fuerza para
tirar enérgicamente hacia sí, para crear una situación
tirante.
El fué en principio tu gran ilusión : anhelabas reali
zarte a ti mismo en él, evitando en su vida los fallos
de tu propia vida; no tanto para ahorrarle por amor
fracasos y errores como para conseguir tú, tú mismo, en>
ti mismo, en una prolongación inequívoca de tu ser, la
perfección humana que no supiste alcanzar en tu exis-
cia personal, concebida excesivamente como borrador de
esa segunda parte, esa segunda vida que pretendías sa
car en limpio, completa e impecable.
Sí, el padre es él mismo más su hijo. Pero no tanto.
Pero de otra manera de como lo entendías tú. El padre
es él mismo más su hijo; es decir, más esa parte alícuo
ta de mérito que le corresponde por su labor educadora
paterna, más esa responsabilidad en las culpas del hijo
—que tienen a veces un tremendo peso retrospectivo so
bre la conciencia de los padres—. El padre es él mismo
más su hijo : sobre todo, más ese amor fuerte y desinte
resado que le obliga a oscurecerse, a renunciar a la fir
ma en la obra del hijo, en esa personalidad nueva que
exige ser una personalidad autónoma.
251
El padre y el liijo. Así, el hijo. Quisiste que fuese
hijo único. Creías que tu perseverante voluntad de ex
cluir cualquier posibilidad de tener más hijos poseía,
aunque en sus medios de realización fuese vituperable,
un origen n o b le ; de esa forma podías concentrarte en
el hijo único, sin distraer esfuerzos, para lograr en él
tu más alta ambición paterna. Pero semejantes subter
fugios no aguantan en el alma ni siquiera cinco m inutos
de sinceridad íntima. En seguida aparece tu tem or a
sufrir, tu horror a las molestias y las complicaciones.
¿Más hijos? ¿No está ya el mundo bastante habitado?
En todo caso, ya están para eso los pobres, que están
más acostumbrados a sufrir; además, que, en una p ru
dente organización del mundo, hace falta un núm ero
muy superior de manos que trabajen que de cabezas
que dirijan o, al menos, que de manos que disfruten y
despilfarren...
Pensaste que, a pesar de los desvíos-—pero ¿de qué
se desviaba, de su propio camino o del tuyo?—, po
drías entenderte con él. Treinta años de diferencia no
son tantos años. Hay muchos sucesos que caen dentro
de las dos órbitas, en gran m edida coincidentes. Existe
además una sangre común, una seria probabilidad de
que sean idénticas las tendencias y las aversiones, las
tentaciones y los estilos de am ar y odiar. Pero un día
cualquiera comprueba el padre que su hijo le es extra
ño, que se despega. Porque, aunque hayan vivido los
dos los mismos acontecimientos, su reacción ante ellos
ha sido diversa : no hay cosas más distintas que las ver
siones de un mismo hecho basadas en una actitud de
recuerdo o de esperanza, contadas m irando al pasado o
al futuro. Treinta años son muchos años. Además, ¿qué
vale el privilegio de poder transm itir la naturaleza com
parado con la imposibilidad de legar la propia perso
nalidad? Mucho va en la 6angre, inclinaciones y repug-
255
naneias quizá, pero también la semilla de la voluntad
de autonomía, la capacidad de resistencia a aceptar esa
sangre y ihantenerla inalterada.
256
cilitado el am or a ese Dios, suyo en más de u n sentido.
El mismo am or que profesabas a tu h ijo , ya te b e
anticipado antes que convendría analizarlo cuidadosa
mente.
Partiendo de unas bases honrosas, am ar m ucho es
fácil. Amar inteligentem ente ya es más difícil. .A m ar
desinteresadam ente es sobre m anera difícil. No es fre
cuente, no, el desinterés en los padres. Y aun en los
casos en que el padre prescinde por com pleto de su p ro
pio provecho al trazar los más gloriosos planes p a ra la
vida del hijo, éste acabará experim entando un matiz
irritante en los cuidados que aquél le dispensa y en la
vigilancia que sobre él ejerce p ara que tales planes
lleguen a feliz coronam iento : sentirá casi que su vida
está hipotecada por los proyectos de su padre y surgirá
algo así como una relación de acreedor—deudor en la
entraña misma de la relación' de acreedor. Pocos p a
dres saben com portarse, no digo sin agobiar a l h ijo con
la confesión reticente de los grandes favores que le han
hecho y los sudores que les ha costado, pero sí con la
generosa discreción que en todo m om ento oculta cual
quier síntoma que tienda a hacer deliberadam ente ex
plícita la generosidad em pleada con el hijo.
Frecuentem ente el interés y el egoísmo im pregnan el
amor paterno y lo pervierten sin rem edio. Incluso en
los padres que entregan sus hijos al sem inario, es dable
observar muchas veces que su actitud no es tan p u ra
como debiera; no es que persigan con esa entrega ven
tajas m ateriales, pero sí anhelan en lo secreto de sus
intenciones una sutil com pensación: la ilusión de ase
gurarse en el h ijo sacerdote el refugio de un corazón
sin com partir. No digamos que tal ilusión es grosera,
condenable a b u lto ; es m enester, sin em bargo, declarar
que im purifica más de lo debido tal ofrenda y nos rem i
te al problem a general de la pureza en el am or paterno.
257
Kti tu cano, el diagnóstico no predi* do un inntrumeti·
tal muy delirado. lo lo he dicho ante·, te lo dije repe.
tifian vece« mientra« vivía tu h ijo : t« quería« a ti mi«mo
m él. Era lodo <rotno unu pequeña, ridicula y abomina
ble caricatura del amor divino, «1 amor de un Dio· que
rii última inntancia «ólo puede timar»» a «í mUmo. ( JAh,
lo« de«con«tderadon, banto« intento« do imitación! Crear
ul hijo, amarlo ante» de nacer para que e«e amor «ea
creador, Hacer a mientra imagen y «emejanzu, hacer obra
«terna, imprimir huella, amar«« a «í minino en la pro·
pía obra,.. ¡Qué copia·» tan deleznable* t No iiay, por
«upue«to, ni niquiera bianfemia en ella*. Sólo hay cari-
<tttura, re*ttltadon fallido«, «oberbia o impropiedad de
lenguaje.)
258
ojo* 1an puro« taiadra»en lo« luyo· ba«ta «r«rígiM r de*
lito« in c o n t a b le « ; no ere tampoco miedo a no «aber
»alvar con tu· palabra» Ja diferencie entre Ja metería del
arlo у Ь belleza de «u «ignificaeíón y «u» con*ccuenci*·.
j\i uuu co»u ní otra, ni tan grue»o ni Un «útil, ni lempo*
со convencimiento de que ei mejor que cada ano per«o-
nalmente «e reaueJva ei miaterio como pueda. N o , «ím-
plemcnte com odidad; te trataba de Anteponer te como*
didad а e«o* dudo«o« debere» que ahora a )o« pedagogo»
le« ha dado por inventar y proclamar, cJ deber de íni-
ciar Jo« pudre» а «им hijo« en la« rain grave« cuestione«
de Ja vida, el deber de intentar una «incera compren*
híóij, un ruara vi JJo*o programa de confianza y amíatad
entre padre» e h ijo »,., Sít aería bonito, Qurf reconocía·
cri e»a» valiente« y «en«ata« razone· un viejo, hermono
ншто tuyo, frustrado por eJ rautifmo en que muy pron
to *e encerró tu hijo. ¿Fue de vera« la culpa del hijo?
Kra la comodidad, era en cierto modo la cobardía, eran
también Ja» «uce»iva» decepcione« que ei bíjo había ido
acarreando a tu alma, a la parte má» «u«eeptible de fu
olma, donde «e mantenía aún Ja antigua ilueión de per·
feccionartc a ti minmo en aquella cera ya no tan virgen.
Juzga«!.* que el único culpable era él. Tú, un padre
amoroeo y «olícito; él, un hijo ingrato y di«col o. Me
acuerdo muy bien de «u fuga el año pa«ado. ¡U n hijo
pródigo! No deja de «er una cómoda interpretación de
mucha» co«<t*. Pero yo te digo einceramente que má«
me pareció un <\f«dido que un de«ertor. Te digo tam
bién que la gran de«gracia que aqueJJa breve huida oca
sionó no fue otru que la de corroborar en ti a«a con*
cicneia de padre ultrajado, dolorido y clemente, e«a
conciencia de victima—~la conciencia má» «utilmente
»oberbia de toda» y la m6» difícil de deaarraigar, pue*
«e mezcla pronto con cierta» intencione« expiatoria*
aparentemente genero*«»— , e«a costumbre de exentarte.
№
ese instinto repelente, esa maldad retorcida que Dios
sólo podrá destruir acaso mediante alguna humillación
grave o por medio de un dolor acerbo. ¿La muerte de
tu hijo? ¡Oh, bendita muerte si nos ha traído esta re
surrección !
260
injusticia, el título colorado y honorable que les asegu
raba un medio tranquilo de resarcirse. Tas sanciones
llegaron a ser excesivas y resaltaba muy improbable
deducir un principio de amor del cual hubiesen emana
do. El al principio se sometía, pero no podía hallar pro
porción lógica entre castigo y delito, lo cual acabó por
inducirle «i la idea de la arbitrariedad primero, de la
crueldad después, como toda explicación posible.
Para que esté permitido a un padre castigar es nece
sario que a él le duela el castigo más que a su h ijo ; sólo
entonces le es lícito imponer el castigo, porque única
mente en esas condiciones puede sortear sin temeridad
el peligro de ser despiadado. Cabe aquí an lamentable en
gaño, y tú caíste alguna vez en él. Casi siempre castigabas
por orgullo, por miseria íntima, porque necesitabas de
ese triste recurso para seguir persuadido de que conser
vabas el poder y la autoridad, pero alguna vez lo hicis
te para vengar en tu hijo tus propias defecciones, para
hacerte sufrir, para suscitar desesperadamente un sufri
miento que ya no acudía a tu alma; esa autopunición,
nutrida por el convencimiento de que el hijo era parte
de tu mismo ser, se parecía a las sinceras prácticas de
penitencia personal tanto como el amor propio de los
hombres puede parecerse al esencial amor que Dios se
profesa a Sí mismo a través del amor que dispensa a sus
criaturas.
Dime la verdad: ¿preferías inspirar admiración o
amor? ¿Querías que tu hijo te considerase un hombre
fuerte y seguro de sí, un modelo, o que te amase con
ese amor caliente y confortador con que se aman y se
dejan amar los hombres deseosos de prestar ayuda y
conscientes de que ellos mismos la necesitan? ¿Admira
ción o amor? Acabaste provocando nada más resenti
miento y miedo (creo francamente que odio, no), un
miedo que abortaba cualquier diálogo, sobre todo el diá-
261
logo salvador en que él hubiese hablado de su miedo, y,
con sola su declaración, tal vez ese miedo hubiese des
aparecido. Pero el miedo es lo último de lo que habla el
que está poseído por él, prefiere hablar del valor o,
mejor, simularlo. ¡El diálogo! Es quizá pedir dema
siado que mostrases un interés entusiasta por aquellos
mínimos— ¿mínimos?—problemas de tu hijo, pero sí
que se te podía exigir un mínimo—sí, mínimo^—esfuerzo
de adaptación, una sincera o tácita deposición de tus
armas. ¿Te extrañas de que tuviese aquella rigurosa fide
lidad a sus amigos, de que fuese capaz de hacer por ellos
mucho más del doble de lo que estaba dispuesto a hacer
por ti?
262
entendió, por ejemplo, que lo que él necesitaba, al re
tornar a casa después de su íuga del año pasado, era
fundamentalmente cariño. No supo alumbrar en aquel
frágil corazón la veta de niño que yacía aún intacta y
contenía el germen de la más bella regeneración. Se pre
ocupó buscando ademanes y palabras para el momento
del encuentro, y fué peor. Simplemente, ella debía ha
ber dado rienda suelta al placer del encuentro y mos
trado interés por su ropa, su régimen de alimentación,
sus grandes penas insignificantes. No acertó a reavivar la
única relación fructuosa y dulce entre madre e h ijo :
madre y niño.
Juzgó que era bastante sufrir. En realidad, su dolor
era más que suficiente para hacerte a ti reflexionar y
vibrar de contrición, pero no era bastante para devolver
la armonía a la vida familiar.
263
camente tengo una duda: ¿te perdonó al fin? ¡Me hu
biese gustado tanto asistir a su agonía! Quiero creer
que sí, que te concedió después el perdón más absoluto
y, si no supo hallar la manera de expresártelo, sería
sencillamente porque no estaba ejercitado para ningún
género de efusión.
Te atormenta el dolor de que haya muerto. Y de que
haya muerto sin antes haber mediado una explicación
entre vosotros. Tienes un gran dolor en el corazón.
Lo que hace falta es que tengas también lo que técnica
mente se llama «dolor de corazón», pena de haber vi
vido hasta ahora así, de haber ofendido tanto a Dios
en tu comportamiento habitual respecto del hijo.
Pena también de haberlo ofendido por tu criminal ac
titud, mantenida durante dieciséis años, en lo que con
cierne a otros posibles hijos a los cuales negaste por
principio el derecho a nacer. Ahora que has perdido
«el hijo de la promesa», queda para ti, merced al dolor
natural que te embarga, facilitado el dolor sobrenatural
y la titánica esperanza de Abrahán.
264
XV III
265
filósofos aciertan cuando dicen que el tiempo es un «ente
de razón», pues yo al menos no llego a percibir su rea
lidad : yo no tengo tiempo para casi nada. Esta inter
pretación incorrecta, personal e interesada que doy a
la definición filosófica confirma mi angustiosa situación,
ya que demuestra bien a las claras que no dispongo de
tiempo para comprobar el verdadero sentido de tal
definición y la radical ilicitud de falsear ese sentido.
No he tenido nunca tiempo de preocuparme por la
prehistoria y casi tampoco por la historia, pues acapara
todo mi tiempo y toda la energía de mi ser el hombre
actual, el hombre vivo, el hombre de carne y hueso al
que tengo que servir y en cuyo servicio debo encontrar
mi salvación. Por esto mismo, por esta mi dedicación
«profesional» al hombre, me resisto un poco a aceptar
las modernas teorías que estiran indefinidamente la ve
jez del mundo. Nos va a ocurrir con el tiempo como le
sucedió a Galileo con el espacio. Lo mismo que la tie
rra, la sede del hombre, es tan sólo un punto insigni
ficante dentro de un inmenso sistema, así la historia hu
mana viene a ser—con la importancia creciente que co
bra lo prehistórico, lo paleontológico y aun lo geológi
co—un momento mínimo en la inconmensurable dura
ción del tiempo.
Sin embargo, aunque esta estimación sea científica
mente irrefutable, es menester afirmar que, por muchos
ceros que se añadan a la cifra expresiva de la edad de
la tierra, la breve historia de la humanidad no pierde
relieve alguno. Todos los milenios anteriores al hombre
tienen nada más un precario carácter de víspera y pró
logo. No es solamente que el mundo estuviera incomple
to hasta el advenimiento de Adán; es que estaba ex
pectante. Los animales buscaban a su señor, las nubes
iban y venían sin objeto, los árboles reservaban su me
jor fruto, su mejor sombra, esperando que los hombres
266
se tendieran bajo sus ramas, esperando que Adán gra
base en su corteza una A y una E entrelazadas. Todo
suspiraba por la llegada de aquel ser para cuya creación
no bastaría la mera voz de mando del Creador, sino que
el mismo Dios con sus manos, según paciente artesanía,
había de modelarlo a su imagen y semejanza.
267
como de las suaves sonrisas que van acentuándose en el
rostro de las Vírgenes góticas. Grandiosa empresa para
cien hombres de exquisita sensibilidad histórica. Impor
ta conocer la fecha y las cláusulas exactas de una alian
za, pero aún es más interesante saber si en aquel mo
mento era alegría o tristeza lo que se respiraba princi
palmente en el aire.
Con todo, hay algo todavía más importante. No se
trata de estudiar cómo los hombres de cada época han
concebido y vivido la alegría, sino de averiguar hasta
qué punto el espectáculo de la historia nos autoriza a
nosotros, los hombres de hoy, a buscar la alegría y dis
frutar de ella. Historia de la alegría, no; alegría de
la historia, esto sí. El doble aspecto que mencionába
mos; y más que la historia como realización de un pro
yecto humano, logrado o fallido, ese otro aspecto con
secuente y principal que consiste en esclarecer, a la luz
de la historia, las íntimas posibilidades humanas.
Rechazamos, en primer lugar, el fatalismo, el escep
ticismo «dogmático», la idea astronómica e inalterable
del ciclo. Hay quien ha elegido, bien lo sabe usted, la
circunferencia como la figura más apta para simboli
zar el desenvolvimiento de la historia. Es una vieja pro
pensión a contemplar los procesos históricos como un
trote desengañado y circular de potros fatigados en un
redondel taurino de sol y sombra, de florecimientos y
decadencias. Puede pensarse que la maldad de Caín y
la magnanimidad de Guzmán el Bueno se han de re
petir una y mil veces hasta el cabo de los siglos. Aris
tóteles, en sus Problemas, hace constar que está escri
biendo en un momento que confiesa ser posterior y
anterior a la guerra de Troya : posterior a la guerra cier
ta pasada, anterior a cierta guerra futura, igualmente
cierta, que en Troya volverá a tener lugar. Y tal vez
estos sucesos—podríamos añadir nosotros—vayan reite-
268
rándose según una periodicidad que no tardaríamos en
conocer si nos esforzáramos un poco en hallar el dos pi
erre de la historia. En el espacio viene a ocurrir cosa
parecida: algún ingeniero debería empeñarse no en
fabricar la locomotora más veloz, sino en lograr algún
artefacto que supiera elevarse y sustraerse a la fuerza
de la rotación terráquea para luego dejarse caer en el
meridiano oportuno.
Esta identificación del tiempo cósmico y el tiempo hu
mano induce a una visión desesperanzada y triste, ya
que la mera repetición de la misma órbita, en lo cual
viene a consistir nada más el tiempo, no permite otra
novedad que la de una degeneración paulatina, una de*
gradación o desgaste inevitables.
Otros pueblos, otras mentes, a esta marcha circular
han opuesto un rectum iter como único esquema histo-
riográfico válido. El punto de arranque y el fin de esa
línea recta son distintos con arreglo a los diversos pos
tulados o creencias de los que así conciben la historia,
tan generosamente abiertos a una novedad constante.
Tal vez, sin embargo, podría elegirse un símbolo geo
métrico intermedio que satisfaga igualmente— o descon
tente por igual—a los partidarios de la órbita cerrada y
a los defensores del avance rectilíneo. Me refiero a la
espiral que, al ir ampliando su radio, conquista ince
santemente regiones inexploradas. Este símbolo, a la
vez que permite conservar la teoría de las constantes
históricas—zonas fijas de sol y sombra que va atrave
sando la punta de la espiral, horas buenas y malas, o
clásicas y barrocas, o ahorrativas y gastadoras, o con
predominio de la idea cíclica y de la rectilínea— , nos
concede acceso a la noción esperanzada de un progreso,
al ansia de unos horizontes siempre nuevos. Junto a la
espiral de los Bernouilli, inventores del cálculo infini
tesimal, campeaba esta leyenda: Eadem mutata resur-
269
go. Sigo siendo la misma, pero modificada. Vendrán los
mismos gozos y las mismas aflicciones, pero serán gozos
distintos, diferentes aflicciones.
Hace falta conservar a todo trance la conciencia de
que la novedad, a pesar de todas las inexcusables reite
raciones, es siempre posible. Esta esperanza constituye
el aspecto dinámico de la alegría en el hombre viador,
histórico, sometido al tiempo, a la vez que el carácter
extático, tranquilo y seguro de la alegría viene expre
sado por la certeza de que cualquier novedad no es ja
más azarosa, sino prevista por Dios.
270
que se derive de él. Partiendo del principio que asigna
al mal carácter histórico, un origen en el tiempo, una
defección voluntaria de la criatura, defección a la vez
prevista, permitida y no querida por el Creador; que
rida en cierto modo consecuentemente a su previsión.
Sobre este postulado de suprema trascendencia y liber
tad divinas, ya la historia puede concebirse, en sus
constantes y avalares, como el tremendo drama del hom
bre solicitado por Satán—historia maldita—y por su
Dios—historia de salud— . Agregando el otro principio
de libertad humana, es lícito también considerar como
los dos grandes protagonistas de la historia a Dios y al
diablo. Cualquier hora de paz, amor y alegría significa
una victoria explícita del Señor. En los momentos de
odio y corrupción, por el contrario, la indefectible vic
toria constante de Dios—todo acaece según sus cálculos,
la violación de las leyes entraña a la vez una radical
observancia del orden de libertad impuesto por El—
queda oculta por una aparente victoria del Príncipe de
las tinieblas; dos hombres enemigos que luchan por odio
son en el fondo aliados, dóciles a la alianza con Satán
en guerra profunda contra el Señor. Los pecados per
sonales se sueldan y originan algo compacto, como una
unidad de batalla que va renovándose históricamente.
Orígenes hablaba en este sentido de un «cuerpo del
diablo» (1).
La historia real, efectiva, la que narran los libros, es
una historia querida por Dios en cuanto prevista y per
mitida y asistida por su concurso. Pero no es la que
El prefería. Aun contando con el desastre inicial del
pecado de Adán, 1a historia ideal hubiese sido muy di
ferente. Este proyecto de historia es incesantemente mor
dido, frustrado por los sucesivos pecados del hombre.
271
Sobre cada vida humana tiene que trazar Dios un doble
destino: el destino puro, primitivo, hipotético, verda
deramente querido, y el destino desmejorado, pobre y
triste, querido con pena, que será el que el hombre, día
tras día, realice. El desajuste entre estos dos proyectos
superpuestos significa el pecado, la traición, los argu
mentos de la historia maldita. A su vez estos pecados
dan pie para que los siguientes pecados, los pecados de
otra vida posterior, vayan acrecentando la distancia en
tre la realidad y el plan primigenio. Por lo menos in
fluyen en la marcha de los sucesos. Todo pecado, además
de constituir un episodio personal o materia concreta
para el juicio particular de cada hombre, tiene una re
percusión social e histórica. «Yo soy Yavé, tu Dios, un
Dios celoso, que castiga en los hijos las iniquidades de
los padres hasta la tercera y cuarta generación» (2).
Puede pensarse lo que hubiera sido la historia tejida
por unas vidas humanas fieles a los proyectos ideales.
Pues seguramente yo no estaría escribiendo ni usted vi
viría para leer esta imposible carta, ya que con toda
probabilidad para esta fecha somos todos, todos los hom
bres que hoy habitamos la tierra y hacemos la historia,
bijos de un pecado, de algún pecado actual además del
gran pecado original que preside toda concepción carnal
del hombre. Otros seres, puros, santos, bien hechos,
hubiesen realizado otra historia, la historia con la que
nos e3 lícito soñar sólo mientras no nos expongamos te
merariamente a las tentaciones de desesperación, la ten
tación de decretar ya imposible la alegría.
Vivimos instalados en un orden y debemos amarlo y
sentirnos ligados, no sólo por nuestra naturaleza, sino
también por nuestra conducta, a este inmenso proceso
histórico. Cabe que un historiador se limite a narrar
272
hechos objetivos, es su misión. Pero cabe que después
se lave las manos, es su tendencia a la irresponsabilidad.
Es menester que todo el que escribe historia pasada se
persuada de que sobre todo «escribe» ya con su vida la
historia del futuro.
273
\UN ES PO SIB LE ...— 18
Sobre cada vida humana tiene que trazar Dios un doble
destino: el destino puro, primitivo, hipotético, verda
deramente querido, y el destino desmejorado, pobre y
triste, querido con pena, que será el que el hombre, día
tras día, realice. El desajuste entre estos dos proyectos
superpuestos significa el pecado, la traición, los argu
mentos de la historia maldita. A su vez estos pecados
dan pie para que los siguientes pecados, los pecados de
otra vida posterior, vayan acrecentando la distancia en
tre la realidad y el pian primigenio. Por lo menos in
fluyen en la marcha de los sucesos. Todo pecado, además
de constituir un episodio personal o materia concreta
para el juicio particular de cada hombre, tiene una re
percusión social e histórica. «Yo soy Yavé, tu Dios, un
Dios celoso, que castiga en los hijos las iniquidades de
los padres hasta la tercera y cuarta generación» (2).
Puede pensarse lo que hubiera sido la historia tejida
por imas vidas humanas fieles a los proyectos ideales.
Pues seguramente yo no estaría escribiendo ni usted vi
viría para leer esta imposible carta, ya que con toda
probabilidad para esta fecha somos todos, todos los hom
bres que hoy habitamos la tierra y hacemos la historia,
hijos de un pecado, de algún pecado actual además del
gran pecado original que preside toda concepción carnal
del hombre. Otros seres, puros, santos, bien hechos,
hubiesen realizado otra historia, la historia con la que
nos e3 lícito soñar sólo mientras no nos expongamos te
merariamente a las tentaciones de desesperación, la ten
tación de decretar ya imposible la alegría.
Vivimos instalados en un orden y debemos amarlo y
sentirnos ligados, no sólo por nuestra naturaleza, sino
también por nuestra conducta, a este inmenso proceso
histórico. Cabe que un historiador se limite a narrar
272
hechos objetivos, es su misión. Pero cabe que después
se lave las manos, es su tendencia a la irresponsabilidad.
Es menester que todo el que escribe historia pasada se
persuada de que sobre todo «escribe» ya con su vida la
historia del futuro.
273
AUN ES P O Sim .F ---- 1R
no admite subdivisiones sustanciales. En esta edad ha
ocurrido algo que es el auceso principal de la historia,
el que parte en dos mitades definitivas la historia, pues
todo es ya «antes» y «después» : antes y después del
nacimiento de ¡Nuestro Señor Jesucristo. Lo que acae
ció autes Unía una esencial proyección a ese momento,
era lo que San Pablo llamaba «pedagogía hacia Cris
to», introducción, época de tutores, minoría de eda<!:
el paralelismo con la narración <?enesis nos acaba
vrc uirecer el significado prologal de los cinco primeros
días, orientados por esencia al sexto. Todo lo que ocu
rrió después de la Encarnación, todo lo que ocurra has
ta el fin de los siglos, está vuelto hacia ese momento,
verdadero quicio de la historia, y constituye una unidad
sin fisura, sin posible novedad sustancial que altere la
tranquila esperanza de las accidentales novedades his
tóricas.
La proposición «sin Cristo no se entiende la histo
ria» puede entrañar un sentido débil, insuficiente, que
falsee, al amortiguarla, la recta interpretación de todo
el curso histórico desde sus orígenes hasta su culmina
ción. Sin Cristo no se comprende la historia : no quere
mos decir que resulta imposible prescindir de Cristo y
su obra al estudiar la historia de la humanidad, de la
misma manera que si tacháramos el nombre de Sócra
tes, acaso el personaje más decisivo en la evolución del
pensamiento humano. No; afirmamos otra cosa muy
distinta, nada menos que la historia es nada más el
desarrollo de Cristo, cuya vida no comprende tan sólo
las tres décadas que los manuales atribuyen a la exis
tencia mortal de Cristo, sino la inmensidad del tiempo
total, antes y después.
La historia es una sucesión de kairoi, de crisis y re
surgimientos, reflejos de la kairos por excelencia, la
muerte y resurrección de Jesús. Persecuciones y exalta -
274
ciones de la Iglesia, derrotas y triunfos, herejía y teolo
gía, ciencia orgujlosa y ciencia sumisa, verdad y error,
verdad fundamental y error hecho de muchas verdades
terrenas sin ensamblar, sin transfigurar; Cristo y Sa
tán luchando en cada encrucijada de la cultura y la
política, en cada corazón humano vacilante hasta el fin.
Capítulos y capítulos. Mueren los Apóstoles, surgen nue
vos fieles para las felices dedicatorias de las cartas apos
tólicas. La sabiduría <L·-] mnnrlo se ríe de San Pablo
en el Areópago y la ciencia se bautiza luego a Xa vez
que el imperio. Se derrumba el imperio, comienzan a
brillar tímidos focos cristianos al Norte, nombres bár
baros se incorporan al santoral latino. Tiranías, extre
ma rudeza, se crea el derecho de gentes empezando con
la invocación a la Trinidad Santísima. Media cristian
dad se desgaja, media tierra es descubierta, se exporta
la rosa y la cruz. La Enciclopedia y la novísima reduc
ción de las ciencias a la Teología. La Iglesia es llamada
retrógrada, es calificada de demagoga. Pone sal y acei
te en las heridas. Propaganda Fide, la Virgen María
se aparece, desaparece y reaparece, hay profesores de
analítica que viven en pobreza, castidad y obediencia.
Jesús muere y resucita cada día. La historia, sin utili
zar denominaciones santas, registra todas estas visici-
tudes del gran Cristo. Será éste hasta el fin un mundo
caído, entregado a todas las posibilidades de catástrofe
y ruina, pero esta situación, esta beligerancia del Malo,
durará «poco»—*■modicum (3 ); los historiadores deberían
dedicar más atención a este curioso cómputo de Jesús— .
Además, este mundo es ya un mundo rescatado y santi
ficado por la presencia de Aquel que prometió estar con
nosotros hasta la consumación de los siglos. Por una par.
te, el cristianismo, sus propias realizaciones historiables,
275
se inserta dentro de la historia profana, lo mismo que
el nacimiento del Señor, ocurrido en el año 752 de la
fundación de Roma, 42 del imperio de Octavio Augusto,
en la olimpiada 194. Pero en el fondo es la historia pro
fana la que entra en la historia sagrada, es toda ella
historia sagrada, no hay tiempo laico. Del Génesis al
Apocalipsis, todo queda incluido.
276
narratio plena, con el llamamiento de los elegidos; ee
remonta su origen a la creación del mundo y acabará
con el establecimiento de la «tierra nueva», dos aconte
cimientos de alcance cósmico. Prehistoria: prehistoria
sagrada.
X IX
279
grado compromiso. Puede presentarse con el tiempo, en
los sacerdotes que lian de vivir solos, la preocupación
de su soledad y la consecuente tentación de aliviarla me
diante ciertas fórmulas que rozan más o menos directa
mente el plano de la pureza; me refiero a la pureza de
corazón, mucho más difícil e importante, ya que la
otra, la física, se halla a esa edad suficientemente con
solidada por su misma ininterrumpida observancia; Jo
cual, por otra parte, hace que la castidad espiritual se
ve« más desguarnecida ante peligros que la carne no
comparte, pues acaso las antenas de esa pureza física se
han ido atrofiando por innecesarias. De ordinario, sin
embargo, salve deserciones de última hora muy excep
cionales, las dificultades que la soledad de los años ma
duros plantea al sacerdote son briosamente superadas
por un alma que, a lo largo de un asiduo trato con
Nuestro Señor, ha aprendido la dulzura de tan alta
y exigente intimidad. Otras veces, de manera menos ga
llarda, tales dificultades son sagazmente sorteadas mer
ced a la destreza que la interiorización otorga para con
ciliar una indiscutible, aunque menos exquisita, pureza
con los regalos de una vida, desde el punto de vista
afectivo, colmada lo bastante. Sin que, naturalmente,
esto presuponga que en el primer caso el sacerdote per
manezca insensible, ni siquiera inactivo, ante las voces
de la amistad ni tampoco, en el segundo caso, la amis
tad ampliamente ejercitada ocasione un grave quebranto
a esa soledad que, en última instancia, sólo llena Dios;
no es precisamente la castidad la que en estos casos se
arriesga, sino más bien el espíritu de fe, una fe vaci
lante, temblorosa, ante un exclusivo amor divino que
se concibe sin demasiada repercusión en esas fibras del
corazón qne el amor humano pone violentamente en
juego.
Es, pues, al comienzo cuando el celibato viril se hace
280
más arduo y más difícil de vivir; no digo de sobrellevar,
porque esto denunciaría una actitud tan remisa y des
preciable que resulta esencialmente pasajera y acaba tris
temente muy pronto por la peor salida, pues sin amor
de Dios no hay castidad ni hay palacio que se defienda
mucho tiempo del enemigo sin una buena guarnición
dentro.
La mujer, en cambio, tiene otro ritmo en su corazón.
Los comienzos son fáciles y sabrosos. Empieza encon
trando la mujer en la virginidad, a cansa de su poten
te pudor, una radiante seducción que puede competir
ventajosamente con los prestigios de una maternidad
nada más que entrevista. Incluso desde el punto de vis
ta social, la virgen conserva, a pesar de todo, en nuestros
días una rara gloria indiscutible, un halo de respeto que
ni el más depravado pone en duda. El amor divino llena
con creces toda la capacidad afectiva de la mujer virgen,
anulando las improbables llamadas del instinto. Pero
esta mujer crece, esta mujer va envejeciendo. Y llega
para ella un momento, cuando el cuerpo principia a
marchitarse y el alma a comprobar algunas calidades en
gañosas que adornaron la primera total entrega, en que
las tentaciones de desaliento, las concesiones a la aspe
reza y a la envidia, la sensación de haber defraudado y
haber sido defraudada, van surgiendo en el corazón cada
día más poderosas. Puede degenerar .todo ello en un
oscuro arrepentimiento por haber permanecido al mar
gen del amor humano, el único que se juzga auténtico,
mientras el otro amor queda velado por excesiva lite
ratura, por excesiva fe, por la propia biografía triste,
vacía. ¡Qué violenta y hasta ridicula ahora la consigna
de la alegría! Y, sin embargo, «alégrate, estéril, tú que
no tienes hijos» (1).
281
Se acuerda usted de los niños innumerables que, du
rante su anterior destino en el Asilo, alimentó, vistió y
cuidó. ¡Con qué dedicación tan absoluta! Lo sé, fué
entonces cuando la conocí y quedé desde el principio
maravillado. Sólo la apenaba no poder consagrarse por
entero a todos ellos, a cada uno de ellos. Sé también lo
que ocurrió después. Los niños son crueles. Para ellos
usted era todo, para usted ellos lo eran también todo;
pero, aunque el cariño creciese cada día y se ampliase
inHf>fiTii^flin<>ntaT cada uno de ellos era nada más una
parte de ese todo, al menos en lo que atañe a la pres
tación de los servicios. La atención y esperanza de cada
uno de ellos se centraba en usted; pero el amor y de
dicación de usted se repartía entre todos ellos, decenas,
centenares...
¿La gratitud? ¿Es que usted esperaba satisfacer su
corazón con una gratitud humana compuesta por la suma
de muchas gratitudes pequeñitas?
Hemos de renunciar a toda recompensa aquí abajo.
Una de las peticiones del padrenuestro suplica a Dios
el perdón de nuestras deudas, correlativo al perdón que
nosotros ejercitamos sobre nuestros deudores. Ordina
riamente este perdón, que juzgamos suficiente para ha
cemos acreedores al perdón divino, lo solemos restrin
gir a la mera absolución de las ofensas que nos han po
dido inferir. Pero su amplitud es mayor y su verdadero
significado encierra otras exigencias. Postula, aparte del
olvido de Jas injurias recibidas, el olvido de los favores
otorgados. Exige la renuncia al agradecimiento, a esos su
tiles derechos que ningún código sanciona, pero que
todo benefactor afirma en su interior poseer sobre aque
llos que se han beneficiado de sus dones, por muy libe
rales y desinteresados que éstos hayan sido.
El desagradecimiento duele. ¿Qué signo tiene este do
lor? Lo hemos sentido en el alma muchas veces, tal vez
282
— ¡a y !—lo hemos provocado muchas más. Al experi
mentarlo, puede que hayamos padecido la tentación de
despreciar a los destinatarios de nuestros favores o de
cesar en el ejercicio de la caridad. Puede ser también
que, instruidos por una larga experiencia de la vida, lo
consideremos un fenómeno tan natural e inevitable como
el endurecimiento de las arcillas compactas tras la llu
via, y pasemos de largo. Puede asimismo ocurrir que le
otorguemos valor sobrenatural, interpretándolo como do
lor purísimo, ocasionado por el espectáculo de un he
cho que, se refiera o no a nosotros, desagrada a Dios.
En esta última posibilidad cabe un peligroso engaño
que es preciso vigilar.
Bien sé que usted no peca por exigir o anhelar bur
damente el agradecimiento. Su falta, por el contrario,
acaso radique en no entender correctamente el desinte
rés cristiano.
Recomienda Jesús : «Cuando hagas una comida o una
cena, no llames a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a
los parientes, ni a los vecinos ricos, no sea que ellos
a su vez te inviten y tengas ya tu recompensa. Cuando
hagas una comida, llama a los pobres, a los tullidos,
a los cojos y a los ciegos, y tendrás la dicha de que
no puedan pagarte, porque recibirás la recompensa en
la resurrección de los justos» (2). Los servicios que us
ted tan desinteresadamente prestó fueron dispensados a
niños pobres, a gente pobre de la cual sería iluso espe
rar recompensas materiales que, por otra parte, sus
votos religiosos la obligan a rehusar. ¿Sus votos? Sí,
su voto de pobreza. Pero ¿y el voto de castidad? Aquí
estriba el equívoco. Usted se obsesionó con las meticulo
sas exigencias de la pureza, lo cual le produjo una
crisis de la cual sospecho que no se ha repuesto todavía.
283
El amor de agradecimiento, único agradecimiento que
a los pobres es dado ofrecer, le pareció que afectaba
de cierta manera a su castidad. ¡La ternura! Ha teni
do usted siempre un miedo cerval a la ternura. Ha creí
do que, aun prescindiendo de las oscuras llamadas que
en la ternura laten a la participación de la carne, era
una concesión al egoísmo. ¿Con qué derecho olvidar el
desamparo de los miserables para gozar, aunque no fue
se más que unos instantes, la delicia de h a lla r eco al
propio amor?
Para defenderse de esta contaminación de la ternura,
luchó usted a brazo partido contra todas sus dulces ame
nazas, pero creo que no muy inteligentemente. Temía
impurezas en la simpatía, en el afecto ordenado pero
humano, en las veleidades de la bondad, en las ineludi
bles predilecciones y hasta en su propia mirada tímida
que podía suscitar una equívoca piedad. Sin paz, inquie
ta, se dedicó a extirpar en seguida cualquier brote, pero
con una dureza que no era natural. Y la naturaleza se
revolvió en contra. Vino a continuación el resentimiento,
y una mala tristeza, fruto del desasosiego. Al dar cabida
a esta tristeza, se cuidó usted mucho de no lesionar la
virtud de la esperanza, pero no se daba cuenta de que
faltaba a las normas no escritas de la convivencia cris
tiana, que ha de ser grata y apacible si queremos ser
testigos de x4.quel que fué todo dulzura y mansedumbre.
Esta tristeza áspera fué lo que desvirtuó la caridad,
una caridad que usted había ansiado totalmente pura.
No sabía que la auténtica caridad tiene que ser alegre.
«Ofrece todos tus dones con rostro risueño» (3). Y, San
Pablo, tratando de la caridad, adjetiva esta virtud con
la misma palabra del Eclesiástico, con ese hilaris que
denota una alegría honda pero exteriorizada, una invi
tación a la risa «el que practica la caridad, hágalo con
(3) Eccli. 35, 11.
284
alegría» (4). E9ta caridad alegre acrecienta en su ejer
cicio la alegría, pues suele ser la alegría, una alegría
mayor, más firme e inconmovible, el premio habitual
del que cultiva humildemente su alegría, su alegre gene
rosidad. «Al amor de caridad—defiende Santo Tomás—
sigue necesariamente el gozo» (5); «la consecuencia de la
caridad es el gozo» (6). El beatitus est nuigis dore quam
accipere (7), la mayor dicha que acompaña a la dádiva,
a la entrega, dicha superior en el donante que en el
donatario, tiene que tener aquí, en la tierra, su pequeño
reflejo, su anticipación estimulante. Existe, al menos,
una manera irrefutable de disminuir la propia desdicha :
disminuyendo la desdicha de los demás.
Muchas veces he pensado en aquellas palabras de Jesús
que nos describen el Juicio. Los hombres son separados
en dos grandes grupos, los bienaventurad«» y los mal
ditos. Para decidir el destino de unos y otros, Cristo
emplea un único criterio: si han amado o no a sus
hermanos, si los han alimentado, si los han visitado en
la cárcel, si han curado sus llagas. Este único criterio,
esta exclusiva suprema razón inapelable puede descon
certarnos. Dios había promulgado antes sus leyes, que
abarcaban todas las facetas de la vida, desde el culto
hasta la piedad con los padres. Luego el Hijo, en sermo
nes y polémicas, interpretó los puntos oscuros, explican
do claramente cómo el perdón cristiano se ha de ejercer
hasta setenta veces siete, o cómo la lujuria impregna
también los deseos interiores; fundó después su Iglesia,
dotándola del poder de dictar normas y precisar con
ulterior detalle las leyes divinas, mediante un compli-
285
cado aparato legislativo al cual todo fiel debe sumisión
completa,
Pero he aquí que Cristo, interrogado un día sobre
cómo ocurriría el Juicio, a la hora solemne de legarnos
su más esencial resumen, asegura simplemente que el
Juicio versará nada más sobre la caridad. Pero ¿cómo?
¿Todo lo demás sobra? ¿Sobra la oración, sobra la cas
tidad, sobra la alegría?
No, todo sigue en pie- I·*»« p alab ras de Jesús, sin
embargo, que describen el Juicio irradian, para todo el
que quiera acogerlas con buen espíritu, una luz potente,
estremecedora. Estas palabras arguyen una tajante jerar
quía de valores : la caridad es un fin y todo lo demás
son medios para conseguir ese fin. La plegaria dispondrá
el alma para la práctica de la caridad; la castidad
regulará el ejercicio de ciertos actos específicos para que
no comprometan la salud espiritual del prójimo, pro
hibiendo incluso todo mal pensamiento, porque los malos
pensamientos hacen el aire irrespirable y dificultan secre.
tamente la salvación de los hermanos—«inocente)) es el
que no hace daño— ; la alegría contribuirá al normal
desarrollo de la caridad. Caridad sin oración es imposi
ble, porque filantropía no es caridad; caridad sin cas
tidad no es caridad, ya que la mera satisfacción de las
pasiones, aun utilizando indebidamente el vocabulario
amoroso, aun buscando en el placer dar a la vez que
recibir, no puede ser caridad; caridad sin alegría no
es caridad porque quien no da alegría junto con lo que
da, no da nada. A la caridad cristiana se llega a través
de todas las demás virtudes. Las demás virtudes, si no
culminan en la caridad, son virtudes truncas, ineficaces,
muertas, «informes». Oración sin caridad, castidad sin
caridad, alegría sin caridad no son más que abortos de
oración, de castidad y de alegría.
286
Reverenda Madre : ¿qué valor puede tener la pureza
de cuerpo y de alma si no hay caridad? San Pablo
asegura que, aunque arrojase su cuerpo al fuego, si
no poseyera caridad, de nada le aprovecharía (8). ¿De
qué puede aprovechar tener toda la vida el cuerpo en
llamas, devorado por una incesante tentación jamás sa-
tisfecha? Ni el martirio del fuego, ni el martirio de la
castidad, que es el que más se le aproxima, si no existe
caridad, no acarrean otra cosa que el más rotundo fra
caso para esos mártires en caricatura y el mayor des
crédito para la Iglesia.
Creo que en las páginas anteriores he mostrado sufi
cientemente mi convicción de que usted ha vivido y se
ha desvivido siempre en una línea bien alta de caridad.
Esto no obstante, modestamente opino que, no por falta
de buena voluntad, sino por un desacertado enfoque del
problema, por no haber sabido superar a tiempo unos
escrúpulos obsesivos que procedían de alguien que tenía
un criminal interés en destrozar la primera rica armonía
de su alma c tal vez por no haber aceptado la naturaleza
sin empeñarse en ((purificarla», empobreciéndola arti
ficialmente—no olvide que todo lo demasiado puro es
impuro—-, por todo ello usted no ha sabido lograr una
perfecta conjunción de caridad y virginidad, la conjun
ción que únicamente es posible en un clima de verdade
ra alegría interior.
Ahora, en su nuevo destino, rigiendo una ca9a dedi
cada a la rehabilitación de mujeres descarriadas, urge
mucho que usted ahonde en la alegría, en la humildad
y en una caridad bien entendida.
Su alegría limpia, sin mancha, es muy necesaria para
restaurar esas vidas sumidas hoy en la tristeza y dema
siado experimentadas en la falsa alegría. Su alegría
287
será uno de los principales argumentos apologéticos que
desvelen a las almas pecadoras el misterio de nuestra
religión, que es una religión de gozo basado en el pro
pio vencimiento, una religión de> vida a través de la
muerte. Su alegría ha de estar hecha de paz, de fuerza
serena, de claridad y de una generosa comprensión de
todas las legítimas alegrías terrestres que Dios respeta
v
*
ama. _
Su humildad requerirá cuidado» exquisitos. El mayor
peligro que entraña el trato de almas puras con grandes
pecadores no consiste quizá en la específica contamina
ción que ese; contacto pueda ocasionar, sino en el mero
contraste de unas vidas y otras y el riesgo consiguiente
de que las almas puras, después de compararse con las
pecadoras, se juzguen excesivamente puras. Le suplico
que repase a menudo aquellas extrañas palabras de
Jesús : «las prostitutas os precederán en el Reino» (9).
Es casi seguro que su castidad no se verá muy conmo
vida por los impactos que le produzcan la noticia y tra
tamiento de esas vidas extraviadas. Sin embargo, no tan
to para fortalecer su castidad como para desarrollar
su humildad, rodéese de todas las cautelas convenientes.
Y caridad, mucha caridad. Caridad que ha de rema
tar en alegría y fundarse en profunda humildad. No se
puede amar verdaderamente si uno no es humilde. La
caridad busca niveles de igualdad, exige condescender
para poder luego levantar.
Cuando Jesucristo multiplicó los panes, no se compa
deció de aquella muchedumbre sólo porque eran como
ovejas sin pastor, sino además porque padecían hambre.
De lo contrario les hubiese repartido tan §ólo el pan
de su palabra, de la cual también vive el hombre. Las
obras de misericordia corporales se orientan ciertamente
288
a las obras espirituales, pero son a menudo necesarias
para que éstas se realicen y tengan efecto.
No aludo con esto a los servicios propiamente ma
teriales que usted y las demás religiosas prestarán con
tanto sacrificio a las muchachas ahí recluidas. No, esto
es demasiado obvio y sobrentendido. Me refiero a otro
aspecto más sutil, a otras obras de misericordia que
no son rigurosamente corporales, pero que no pertene
cen tampoco al ámbito de lo espiritual si éste 6e entien
de en su acepción más sobrenatural, más netamente
«espiritual». No atiendo la división técnica que el ca
tecismo establece en esta materia. Simplemente quiero
decir que, así como la compasión de Jesús tuvo en
cuenta no sólo la indigencia de aquellas almas, faltas
de doctrina divina, sino también otras necesidades más
«humanas», así .también tenga usted presente no sola
mente el pecado que ha corroído esos corazones a su
solicitud encomendados, sino también su dignidad per
sonal humillada, escarnecida por tantos abusos. Tal vez
esta consideración sea un primer paso metódico que
conduzca más rápidamente a la intimidad donde ya será
fácil explotar motivos de orden sobrenatural. No olvide
la primera providencia que tomó la vizcondesa de Jor-
balán—fundadora de un Instituto destinado a la regene
ración de muchachas caídas—cuando, en Bruselas, se
lanzó» a la espléndida tarea que hoy usted prolonga :
quitó a las mujeres manchadas la infamante collereta que
tenían que llevar siempre consigo, tratando de librarlas
de la desestimación social. Razones de higiene o de pú
blica sanción no son tan poderosas que nos distraigan de
recordar aquella advertencia de Cristo a los judíos ante
la pecadora acusada: «El que de vosotros esté sin peca
do, arrójele el primero la piedra» (10).
(10) lo. 8, 7.
289
Aprenderá usted pronto que ordinariamente la culpa
mayor no es de ellas, sino de los hombres que las pros·
tituveron valiéndose de la fuerza o de la mentira, aca-
so de un padre o de una madre que se resolvieron
un día a especular eon lo más sagrado, casi siempre de
ese monstruo sin ojos ni oídos que es la sociedad, la
sociedad hipócrita y canalla. Y una parte no pequeña
de culpa es fácil que grave también la conciencia de
algunas señoras muy honestas que cooperan económi
camente al sostenimiento de esa Casa, pero que miran
a las pobres muchachas perdidas con una mezcla de asco
y de complacencia, porque éstas defienden lo que tales
señoras consideran la castidad de sus hij as.
Entre las mujeres internadas encontrará usted algu
nas que han llegado ahí piadosamente engañadas, sin
arrepentimiento de ningún género, endurecidas en el
mal. Por favor, no se impaciente, no se irrite. Ni busque
para reducirlas otro sistema que el que Dios le sugiera,
no los que le inspire su amor propio, más deseoso de vic
toria personal que de gloria divina. Póngase en lugar de
ellas, lo cual no es fácil, porque usted forzosamente ima.
gina y espera de esas muchachas una reacción conforme
a la vida y formación que usted ha recibido, pero de la
que ellas han carecido. Piense que no es tarea sencilla
despertar una sensibilidad moral que tal vez esté hoy muy
latente y entorpecida, embotada por una larga vida de
pecado. Hábitos muy arraigados son capaces de. con
vertir el pecado más agudo, para el alma que de ese
modo peca, por costumbre, por profesión casi, en algo
insípido, cotidiano y moralmente neutro, en una dis
tribución más del día. Cabe una rutina triste del mal,
así como del bien. Muchas causas atenuantes han podi-
de influir en la iniciación y mantenimiento de esas vi
das destrozadas. Conocí a una mujer que seguía pe
cando porque, si cesaba, el «patrón» le negaba toda
290
noticia referente a su hijo, al cual tenía él e sca n d id ^ ^
rehenes. Reverenda Madre, usted que ha ignorada^^in-
pre el sabor incalificable del pecado camal, t r a n q u e
ha vivido siempre rodeada de toda especie de ilel&ipasC
usted que estos días preside en la capilla la £olokp$e^to~
vena de la Inmaculada, ¿usted se atrevería a ju&$n^¿L
esa alma?
291
y la sangre, para tener así un tremendo motivo, irre
vocable, de humillación. Suele cooperar en esta infeliz
decisión el deseo de solidarizarse con la desgracia del
pecador. Antes le he dicho que era preciso con-descen*
der para poder luego subir resucitando al muerto, como
Elíseo, con el contacto. Pero cualquiera dotado de me
diana inteligencia comprenderá en seguida que este con
descender es espiritual y puro, a fin de poder purificar,
y está inspirado por la caridad, no por la carne o la
locura.
Por otra parte, semejante pecado de impureza, si no
es debido a una momentánea enajenación o a una grave
deformación de conciencia, llevará pronto a la soberbia.
La soberbia de acusar a Dios de injusticia y crueldad,
por sumirnos en un mundo de pecado. O la soberbia—la
impureza reduce increíblemente el horizonte del alma—
fácilmente provocada por la propia situación: cuando
la insatisfacción del placer nos hace rebelamos contra
el autor de esta naturaleza, tan escasamente equipada
para el goce, o cuando las sucesivas, pobres satisfac
ciones de la carne—no pedimos más que esto: limosnas
sucesivas, placer para este rato, para este día—llegan
a dar un vacío sosiego físico que nos puede inducir a
retar a Dios : «esto me basta».
Sin llegar a este extremo ni por ese camino, la sober
bia puede causar estragos en las almas castas. Sólo las
vírgenes seguirán al Cordero. Pero ¿quiénes son esas
vírgenes? Ciertamente que no son todas aquellas que
han conservado intacto su c u e r p o d e las diez vírgenes
de la parábola cinco fueron condenadas, y no por ha
berse abandonado en brazos de otros hombres mientras
el esposo estaba ausente; nada más por no tener en-·
cendida su lámpara cuando éste llegó. ¿Qué significa el
aceite de esas lámparas que se consume mientras el
alma duerme? Vigile, vigile usted siempre. Tenga la
292
humildad de no creerse nunca con el descanso asegu
rado y dispensada de examinar cada hora el nivel del
aceite en su lámpara. Ame mucho, humildemente, al
Esposo y que todas las noches le desvele el pensamien
to de que ama demasiado poco. «No te digo (a una
virgen): Sé como aquella que mereció o í r : le spn per
donados sus muchos pecados porque amó mucho, pero
temo que sí crees que se %e perdona poco, sea porque
poco amas» (12). Lo mismo que el mayor sabio se
juzga más ignorante, porque tiene más acusada con
ciencia de la insignificancia de sus conocimientos com
parados con lo mucho que le resta por conocer, así
el que ama más teme más, ya que descubre con mayor
perspicacia la flojedad de su amor en contraste con el
sumo amor de Dios.
293
Su situación de Superiora, su papel activo al lado de
las muchachas, le sugerirá a usted la idea de que gran
parte de esos frutos se deben a su desvelo. Por eso es
posible que su alegría sea algo impuro y fugaz que
venga acompañando la secreta sensación de un mérito
propio, de un triunfo personal. Cuidado.
Pero también es posible^—no quiero ofenderla, quie
ro prevenirla contra todo peligro y exhortarla a que
no descarte, orgullosamente de su alma la posibilidad
de ninguna miseria—que en esos momentos la alegría
110 haga aparición en su alma. Todo puede ser. Si esos
corazones vuelven, como el hijo pródigo, a las manos
del Padre, ¿cuál será la reacción de usted? ¿El gozo
de los ángeles, superior al que experimenta por la
perseverancia de noventa y nueve hermanas de su Con
gregación, o, por el contrario, el resentimiento del hijo
que se quedó en casa?
Una última pregunta: ¿es que hay alguna alegría
para el hijo «fiel»?
294
XX
295
dialéctico, es materia para el examen personal, en sole
dad con Dios, sincero, llegando a capas bastante más
hondas que las que se exploran en los exámenes ordi
narios y maquinales. ¡
Casas para el hombre, para su bien corporal ^ es
piritual. Y, abarcando ambos bienes, un adjetivo dé; pri
mera importancia : casas alegres. La arquitectura es, mi
tad ciencia, mitad arte, porque contiene a partes iguales
análisis y síntesis. En su aspecto indiscutible de &rte
—todo arte está consagrado a la alegría, proclaknó
Schiller— , la arquitectura tiene una gran misión de
alegría de la cual no puede prescindir. 1
Construid, por favor, casas alegres, casas donde la
alegría de vivir encuentre un clima propicio que favo
rezca su defensa y desarrollo. Me objetarás..:, se edifica
lo que se pide y luego cada familia hace de su casa su
orbe propio, lleno de luz o de sordidez según sea el
temperamento y la historia de sus moradores. Pero no,
el arquitecto tiene en sus manos posibilidades enormes,
insospechadas desde una actitud de rutina y pasividad,
y existe, por tanto, para él el deber—cuya obligatorie
dad habría que matizar con tanto cuidado como gene
rosidad sería precisa para aceptarla—de orientar, de
reeducar tácitamente, de enseñar a considerar inviola
bles ciertos detalles decorativos, humildes pero eficaces
para crear una atmósfera de alegría, de modesto bienes
tar.
296
Lo que en la historia de Ja medicina es explícito, en los
otros saberes es, aunque menos patente, igualmente cier
to. La geometría dicen que nació en el antiguo Egipto
p|ara evi.tar los conflictos de propiedad agrícola origi
nados por un imperfecto trazado de lindes; el derecho
tendió en principio a hacer menos peligroso el contacto
humano, mientras que la astronomía quería impedir,
reduciendo lo inconmensurable a números, a nociones
inteligibles y, por tanto, inofensivas, el pavor suscitado
por la inmensidad en el ánimo de los hombres. Toda
ciencia en sus orígenes ha sido motivada por el ansia
de ahuyentar lo oscuro, es decir, lo que causa aflicción
y desasosiego. La gran hazaña del ángel que acompa
ñaba a Tobías fué sacar a flote el pez, hacer visibles
las dimensiones de aquel pez que en su turbio elemento
parecía gigantesco y llegó a atemorizar al viajero poco
avisado.
El progreso contribuye a la alegría no 6Ólo comba
tiendo directamente el sufrimiento y disminuyendo la
fatiga del trabajo, sino también, de manera indirecta
pero muy valiosa, difundiendo una cultura que ayuda,
en lo íntimo del alma, a hacer llevadera y decorosa una
tristeza o un dolor.
Existe mucha miseria, incontables tribulaciones. Es
fácil desconocer todo ese mundo doloroso si uno se per
trecha en su torre de marfil—o de barro; un dolor pue
de aislar del dolor ajeno tanto como una satisfacción o
una alegría1—. La miseria hay que verla. Se puede hacer
sufrir a distancia, pero es menester suprimir la distan
cia cuando se trata de aliviar el sufrimiento, simplemen
te cuando se trata de reconocer su existencia, pues es
frecuente tener del sufrimiento una noticia muy incom
pleta y estéril: una idea abstracta más o menos apoyada
en un dolor exclusivamente personal.
Cuando, por el contrario, se entra en contacto eon la
miseria, espolea el alma un deseo ardiente de progreso
universal, salvador. Así como el cristiano no puede
prescindir de Dios en sus esperanzas terrenas, sino quje
debe fundarlas en El, tampoco tiene derecho a consu
mir en una improcedente apología de la vida futura las
energías que es menester emplear en el perfecciona
miento de esta vida presente. Hay toda una larga fase
de operación cristiana en la cual el fiel tiene que
dedicarse a socorrer activamente la miseria, no a pro
clamar sus excelencias y ventajas para el alma. Marx
pedía: «No se trata de entender el mundo, sino de
cambiarlo.» Cierto que para cambiar el mundo en un
sentido cristianamente correcto y fecundo es necesario
antes entenderlo con módulos cristianos, que presupo
nen, entre otras cosas, la renuncia a entenderlo del todo
mediante el mero pensamiento humano; pero esto no
autoriza a restringir el significado amplio de «cambiar»
a la exclusiva acepción religiosa de «convertir», a li
mitar la tarea del cristiano a la pura acción aspiritual
de proyectar las realidades de este mundo a un mundo
superior donde ellas alcanzan justa y feliz comprensión.
No puede el cristiano sumirse en su alma y exponérse
a los reproches y acusaciones de los hombres sin fe
afanados en mejorar la faz de la tierra. Se expondría
a hacer ineficaz su mensaje de salud; tiene que colabo
rar codo con codo, tiene que enrolarse en la gran bri
gada de los hombres honrados que trabajan por apunta
lar la alegría y disminuir el número de lágrimas. Enten
der el mundo como Dios manda es convencerse de
que hace falta esforzarse por cambiarlo.
El cristiano tiene que levantar casas, construir puen
tes, fletar buques, roturar esta .tierra cuya fertilidad no
depende tan sólo de la lluvia que el Señor concede en
atención a las oraciones de sus elegidos. El cristiano
tiene que impulsar toda clase de progreso y no por una
298
condescendencia despectiva con los afanes materialis
tas de unos hombres insensibles a otro género de ilu
siones, sino porque él mismo, tanto como estos otros,
está comprometido en la suerte del mundo, y porque
a él, mucho más que a los otros, le será exigida cuenta
de su amor a esta tierra tan amada por el Salvador.
£1 cristiano no puede estar ausente de ninguna em
presa que tienda a perfeccionar el mundo. No le es
lícito abrigar recelo alguno contra el progreso y la cien
cia. La ciencia, cuanto más profunda, es una aliada más
segura de la verdad cristiana. Verdad revelada y verdad
científica son dos caras de la misma verdad, lo mismo
que el acto de fe y la investigación natural de la ver
dad significan dos etapas conjugadas en la actividad
cognoscitiva del hombre. Desconfiar de la ciencia su
pondría desconfiar de la revelación, pues semejante
desconfianza entraña el temor a una posible incompati
bilidad de las conclusiones científicas con los datos gra
tuitamente ofrecidos por Dios. El carbono catorce ates
tigua la verdad de lo que el Exodo dejó escrito. Los
científicos son los exegetas de esa primera revelación que
es la naturaleza, sus fenómenos y sus leyes.
El progreso en las ciencias obliga a distribuir y tro
cear bien los mil campos del saber humano, pero a la
vez va sugiriendo nuevas v fecundas líneas de conexión
para empalmar un reino con otro con mayor firmeza de
la que prometían las viejas Artes Magnas. La suprema
unidad del mundo creado— el mismo esquema en el áto
mo y en los vastos sistemas siderales—resplandece cada
día más. Gravitación, atracción, luz, calor, leyes y
leyes, leyes constantes y exactas, no son sino parciales
síntesis expresivas de la unidad en cada uno de los sec
tores de observación, síntesis aptas para integrarse en
la gran síntesis de todos los seres—cuya esencia consiste
en su unidad—, espejo de la superior unidad de Dios.
299
Todas las criaturas descienden del Creador y en todas
ellas late una oscura vocación al retorno. Del átomo a
la molécula, de la materia inerte a la materia viva, de
la biosfera a la noosfera, del animal al hombre, del
hombre a Dios, del conocimiento fragmentario a la con
cepción abarcadora, de la pura noticia a la «noticia
amorosa», y del discurso a la visión, cuando nos sea
dado comprender del todo por qué sale a mover guerra
el cierzo, por qué el sol en las noches de estío viene
tan presuroso, por qué nos impacienta y desvela en esta
vida el deseo de saber.
300
Por otra parte, la técnica jamás llegará a los resulta·
dos que el corazón humano más ansiosamente anhela.
Ha inventado instrumentos que abrevian y casi borran
las distancias, ha cortado los istmos que obligaban antes
a una circunnavegación penosa. Ha hecho avanzar la
medicina y la cirugía hasta el punto de mitigar muchos
dolores, suprimir muchas enfermedades, prolongar no
tablemente la vida humana media. Ha acarreado incon
tables facilidades que permiten al hombre exonerarse de
las tareas más rudas y dedicar más tiempo al ejercicio
de sus vocaciones placenteras.
Pero ¿qué interés existe en llegar antes a un lugar
tan inhóspito para lgs deseos íntimos como el país que
se acaba de abandonar? ¿Para qué vale un colosal apa
rato de invenciones prodigiosas, la mitad de las cuales
se destina a producir otras catástrofes distintas de las
que la segunda mitad ha logrado hacer desaparecer?
¿De qué sirve crear una química que cura junto a una
química que mata? ¿Qué alivio reporta una más pro
longada diversión en la que el corazón no descansa ni
encuentra lo que busca?
El progreso técnico ha aligerado muchos sufrimientos,
ha liberado a la humanidad de muchas servidumbres,
pero no puede cambiar el corazón humano. Ha dotado
de maravillosos recursos a un hombre que sigue siendo
enemigo del hombre. Ha abastecido ampliamente una
mesa ante la cual los comensales continúan inapetentes.
La técnica es un juguete peligroso en poder de un
niñ o: dominar la naturaleza no significa todavía do
minar la propia condición humana. La técnica es un
suculento manjar en manos de un enfermo : poseer no
quiere decir todavía disfrutar.
¿Por qué esto? ¿Por qué este sordo terror del hom·
301
bre que ha llegado a subyugar casi por completo la na·
turaleza? ¿Por qué este vacío del hombre rico?
Por haber sido dócil a la tentaciónseréÍ9 como dio
ses. Por haber roto su ligazón con lo sagrado, por lia·
berlo decretado inútil, propio de otros tiempos felizmen
te superados. El progreso ha permitido conocer muchos
fenómenos hasta ahora ocultos, no deja apenas nada
sin explicación, nada imprevisto; suprime el margen
de la plegaria. La oración era antiguamente un me
dio de importancia capital, y los malos la temían,
y los emperadores la reclamaban de sus súbditos para
el buen éxito de sus gestiones temporales. Hoy, no. Na
die atribuye un terremoto a las prevaricaciones de los
que habitan la ciudad asolada—ciudad «castigada» j re
miniscencias de un lenguaje en trance de sucumbir— ,
nadie piensa en el demonio cuando existen pertinentes
explicaciones neuropáticas, y no se peocupa mucho de
implorar a Dios la lluvia sobre sus campos aquel que
dispone de un adecuado sistema de irrigación artificial.
Secularización también de la alegría. Edad de las vir
tudes laicas : las cualidades del hombre que triunfa en
la tierra. D ios: un capítulo de la historia, una no
ción que evidentemente fué útil en su día.
Pero el que se emancipa de Dios se hace esclavo de
las fuerzas inferiores. El que reniega de Dios abdica de
su más alta investidura, se sustrae a la gran protección
para abandonarse a su propio instinto destructor. El
que descarta a Dios de sus aspiraciones se condena a
vivir en perpetua, angustiosa insatisfacción.
Entonces el progreso ¿es malo? El progreso extravia
do, sí. El progreso recto, no. Todo es cuestión de man
tenerse y progresar dentro del verdadero camino. Cuan
do reprobamos el mal progreso, no se nos ocurre pro
pugnar un retroceso, sino alentar el auténtico progreso,
el que llega hasta el final. No queremos volver a una
302
visión precien tilica, sino avanzar, por limpias sendas,
hacia una concepción postcientífica, supracientífica, en
la cual la ciencia, una vez descalza, se postre ante la
zarza en llamas. No hay por qué temer a la ciencia; la
ciencia temible es la ciencia trunca, la que se detiene
en sí misma, la ciencia orgullosa; pero la gran ciencia
que camina, que investiga sin fatiga ni prejuicio, llega
adonde tiene que llegar : a desposarse con el misterio.
Una ciencia que no mantiene su fundamental apertura
a lo suprarracional no es razonable, no es ni ciencia.
Tampoco un hombre que sólo es hombre; que no es re
ligioso, que ha cortado su re-ligación con lo que está por
encima de él, no es siquiera hombre, es un muñón de
hombre.
Y la alegría que sólo es terrena, que únicamente se
nutre de estas realidades perecederas, ¿qué es, a la
postre? La moderna psiquiatría tendrá para ella su de
nominación precisa, exacta, irreprochable. Tal vez in
cluso la considere una especie más de alegría, acaso le
conceda el nombre de alegría.
Arquitecto, no lo olvides: «Si el Señor no edifica la
casa, en vano trabajan los que la construyen» (1).
303
tiado que le pedía ayuda para poder continuar : tenía
la carreta atascada en un bache. El hoyo era profundo
y la operación les llevó más tiempo de lo previsto.
Cuando todo se hubo arreglado, San Demetrio apresuró
el paso, corrió, voló. Sin embargo, cuando llegó al lugar
de la cita, era ya tarde y Dios se había marchado.
jNí o , Dios espera. Dios espera con los brazos abiertos
al que ha empleado su tiempo en desatascar carros, en
asistir ai prójimo. Rysbroeck, el gran místico, asegu-
raba que, si en medio de la más alta oración escuchase
el lamento de un mendigo, al punto abandonaría el éx
tasis para acudir en su socorro. Los más grandes con
templativos tienen una brillante hoja de servicios en fa
vor de la humanidad. ¿Para qué, si no, iba a servir la
oración? La oración sirve «para alcanzar amor»—y San
Juan sale al paso de la presunta objeción: «e.l que no
ama a su hermano, a quien ve, no sabrá amar a Dios,
a quien no ve» (2)— . La plegaria capacita el corazón
para que pueda compartir los dolores ajenos, para que
sepa difundir la alegría, para que colabore con genero
sidad en los magnánimos proyectos de este mundo.
Arquitecto: levantando con pureza de intención la
ciudad terrena se construye también la ciudad celeste.
Piedra a piedra. Con tu compás y tus cálculos. Al ser
vicio de ese grandioso programa que consiste, según be
llísima e inmortal expresión de San Pablo, én «edificar
el cuerpo de Jesucristo» (3). Para ello haz oración, tra
baja con todo coraje, contribuye con tus manos y tu ta
lento a hacer más habitable este mundo; construye, por
amor de Dios, casas alegres, para que los niños que en
ellas nazcan sean más alegres—es decir, mejores—que
sus padres.
(2) I lo . 4, 20.
(3) Ephes. 4, 12.
V)í
XXI
305
A 1 7V Y r> n /\ O ir v r
Que ya no me duelen las muelas. Que he visto un ele
fante. Que se me ha perdido la pipa. Que tu hermano
coma más y que no os olvidéis de rezar ninguna noche.
Y ahora, si quieres, vuelves a meter estos papeles en
el sobre y que mamá te los guarde para cuando seas
mayor, para cuando puedas entender lo que te voy a
decir. Porque desde ahora en esta carta te voy a hablar
en chino.
306
escondida fuente de la alegría verdadera? Reconocer que
somos criaturas pequeñísimas, enfermas e impotentes,
que a nada tenemos acceso, que únicamente podemos
levantar los brazos para ser aupados. Reconocerlo sin
disgusto, sin rebeldía, sin quejarnos de nuestra fragi
lidad, sin odiarla ni despreciarla. Reconocerlo sabien
do que esta debilidad tiene remedio, pues abrigamos la
confianza de que Dios nos va a asistir en cualquier con
tratiempo, nos está asistiendo ya para suscitar y desarro,
llar en nuestra alma la confianza en su asistencia. Dios
tiene un nombre: Padre. La alegría entonces mana in
contenible, se difunde por todo el ser y baña esos ojos
que para sustraerse a todo espectáculo doloroso sólo
necesitan mirar hacia arriba.
Sin embargo, hay otra cosa que es preciso reconocer
también. No sólo debemos persuadimos de la pequenez
de nuestras fuerzas y de la grandeza omnipotente de
Dios, sino también de la extrema pequenez de nuestro
amor. Reconocer nuestra flaqueza; pero reconocer tam
bién que a menudo dejamos de reconocerla y nos en
greímos y llegamos a renegar de Dios. Se deja de ser
niño cuando ya la presencia paterna no es útil, cuando
estorba, cuando nos valemos por nuestras manos y juz
gamos un abuso la influencia tutelar que sobre nos
otros se venía ejerciendo. Cuando lo que protegía llega
a oprimir. El momento de la indiferencia o tránsito de
lo conveniente a inconveniente es casi nada más un
paso teórico, sin existencia real. Del amor a la repulsa
no va nada: ¿no es acaso el desamor una forma tre
menda de repulsa? Ya el instante en que el alma aban
dona la niñez significa el primer pecado. San Ireneo
defendía que los primeros padres fueron creados en es-
lado de infancia y que pecaron cuando se hicieron
adultos (2).
(2) Adv. baer. 3. 22. 4: MG 7, 959.
307
De este doble reconocimiento nace la única actitud
correcta que el hombre puede adoptar ante Dios. £1 re
conocimiento de nuestra impotencia y de la solícita om
nipotencia del Señor es la íuente de nuestra alegría. £1
segundo reconocimiento, el de nuestros pecados, no im-
purifica esa alegría, pero sí mezcla en el agua unas sa
les amargas que califican la alegría de esta vida, de estos
hombres de niñez intermitente. San Agustín extrajo la
fórmula exacta: «Con secreta alegría mezclada de te
mor y con secreta tristeza mezclada de esperanza» (3).
Cada día habrá que reconocer nuevos fallos. Y cada
día, mediante este humilde, cotidiano reconocimiento,
podrá uno persuadirse de que tales fallos existirán siem
pre, pero también de que siempre, a pesar de todos los
fallos, será posible fundar la alegría en una tenaz espe
ranza. Versión cristiana de Sísifo diariamente derrota
do : un Sísifo que al fin corona el monte sin que la
piedra se eche a rodar. El hombre que recomienza cada
día su trabajo, pero rehusando creer en la esterilidad
de su esfuerzo. El hombre que, a pesar de todos los
dolores, a pesar de .todos sus pecados, cree que puede
ser dichoso y que algún día tendrá la plena alegría por
la que hoy suspira. Sí, nuestro .trabajo es el de Sísifo:
arrepentimos de los mismos pecados después de cada
jornada, es decir, fortalecer el propósito de buscar la
alegría a pesar de la diaria tentativa fallida. Pascal
escribió una tremenda verdad, una verdad que por la
mañana nos asusta, pero que, a la noche, cuando nos
acostamos cansados y decepcionados, nos consuela ex
trañamente : «Cristo quiere que luchemos con El, no
que venzamos con El».
308
Alegría salada, alegría esforzada, la única que nos es
permitida a nosotros, los pecadores. Alegría que es me
nester deducir de la misma entraña de 1a tristeza salu
dable. Que el arrepentido se entristezca simpre, pero
que siempre se regocije de su tristeza (4). Esa tristeza,
provocada por el arrepentimiento, engendra la alegría
de la esperanza. El Pastor Hermas recomienda alejar
del alma la tristeza, porque ésta expulsa al Espíritu
Santo; pero añade a continuación : «si bien ella tam
bién le recupera» (5).
Sin embargo, no todas las tristezas que nacen del pe
cado, de la dolorosa comprobación del pecado, con
ducen a la alegría y son santas. A menudo la tristeza
es efecto del amor propio, una especie sorda y cobarde
del en ojo: cuando el pecado no se considera tanto
ofensa a Dios como fracaso personal, cuando las virtu
des se juzgan victorias del alma—virtudes «adquiridas»,
palabra que a muchos desorienta—mejor que dones del
cielo. El hombre que se ama a sí mismo quisiera verse
libre de toda imperfección, porque las imperfecciones
le humillan; el hombre, en cambio, que ama a Dios
ama también esas imperfecciones, porque le hacen hu
millarse. En ese amor de su propia miseria encuentra
el santo un medio de perfeccionamiento mucho más efi
caz que en la más cuidadosa y tensa de las vigilancias, un
medio de compensar esa misma miseria de modo sobre
abundante. Se postra ante Dios como los mendigos:
mostrando bien sus deformidades para excitar mejor la
compasión; y Dios se goza así teniendo oportunidad
de perdonar y ejercer su misericordia, ese glorioso atri
buto que, a juicio de El mismo, está por encima de to
das sus otras perfecciones.
309
Sor M. Consolata Betrone ha sido una mujer italiana
de este siglo. Murió el año 46 en el monasterio de Mo-
riondo (Testona). Murió después de haber hecho una
vida sencilla, sumamente oscura, de monja capuchina.
Murió después de haber recibido del Señor las m¿s
hermosas y desconcertantes revelaciones. Acaba de pu
blicarse una recopilación de sus apuntes íntimos. En
unos cuadernos de papel pautado ella iba anotando
con escrupulosa fidelidad las palabras de la divina mi
sericordia, que luego habían de constituir un asombro
so mensaje.
El 7 de diciembre de 1935 hablaba Dios así a la pobre
m onja:
310
»Sírvete de piadosos engaños; en este caso mi Cora*
zón tiene necesidad de creer que no es cierto que mis
criaturas son tan ingratas, y si tú tratas de disuadirme,
diciéndome que no es cierto que tai o cual alma es
tan mala, infiel, ingrata, yo al momento te lo creo.
»¡Q ué quieres, mi Corazón tiene necesidad de con
fortarse de esjta manera, tiene necesidad de hacer siem
pre misericordia, jamás justicia!» (6).
311
debilita la confianza y cierra caminos a la esperanza
genuina:, extravíos frecuentes hacia la desesperación y
hacia la presunción. Sísifo negándose a cargar de nue
vo con la roca o creyendo, en el abismo, haber coronado
definitivamente la cúspide. Alegrías pulverizadas y ale
grías podridas.
Señor, Señor, ¿dónde está la alegría legítima, la ale
gría que Tú reclamas de nosotros?
—La alegría no la exijo, la regalo yo. Sólo exijo dis
ponerse para recibirla. Por lo demás, toma tu cruz y
sígueme. Carga con tu piedra un día y otro y no juz
gues nunca haber llegado para siempre a lo alto del
monte. En esto conocerás que has llegado : en la cima
se sufre más, allí te crucifican y el Padre Je desampa
ra. Ten confianza. Tendrás confianza en Mí en la me
dida en que desconfíes de ti mismo, de tus esfuerzos,
de tus hallazgos, de tus pobres métodos para suscitar
sagazmente en tu alma una confianza que sólo es bue
na si la concedo yo.
312
que jamás le será arrebatada a la criatura si tiene la
generosidad de despertarla en su alma. Hace falta ge
nerosidad, es decir, desinterés. Me refiero al gozo pro
ducido por la convicción de que Dios es feliz.
La alegría espiritual del alma, por lo que a Dios res
pecta, es doble: en cuanto que se goza del bien divino
participado por ella y en cuanto que se goza del bien
divino considerado en sí mismo. El primer gozo con
tiene un elemento personal, puesto que supone una per
sonal participación en el bien de Dios; ahora bien : esta
participación puede ser impedida por alguna causa con
traria y de ahí que la alegría a que da lugar corra tam
bién riesgo de disminuir o desaparecer: es la alegría
hasta ahora proclamada, teñida siempre por la tristeza
de comprobar cómo es de exigua nuestra participación,
tan a menudo estorbada por el pecado y sus asechan
zas. El segundo gozo, por el contrario, es un goao firme
e inalterable, sin que jamás se mezcle a él tristeza algu
na, ya que el bien del cual se goza excluye todo m al:'
Dios es siempre el bien perfecto y permanece inmutable,
sin sombras, trascendiendo infinitamente los episodios
gratos o penosos de las criaturas.
Esta alegría, como su causa, es igualmente inconmo
vible y sólida, inasequible a los efectos del pecado, ya
sean pecados propios o ajenos. Los pecados nada modi
fican en D ios: Dios conserva en todo momento su in
accesible felicidad, lo mismo que el sol su majestuosa
pureza y paso igual, sea cualquiera la región amena o
árida que alumbre.
Alegría: la que procura al corazón humano el con
vencimiento de que Cristo sigue glorificando suficien
temente al Padre.
Pocas almas, e9 cierto, llegan a un grado de desinterés
íntimo que les permita disfrutar de esta nobilísima ale
gría. Es que vivimos encerrados dentro de nosotros mis-
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mos y cuando nos dirigimos a Dios es a través de los
cables que nuestra indigencia tiende: pensamos en su
providencia solícita, en su inmensa misericordia, en su
bondad, es decir, en la divina bondad en cuanto se
ejerce sobre nosotros y tiene manifestaciones bondado·
sas. No pensamos en su bondad secreta e inexpresable,
en su santidad ontológica, en la eterna felicidad inmu
table que constituye su clima propio, al margen de
toda participación en sus criaturas, independientemen
te de esa anécdota de la creación. Imagen de Dios for
jada al calor de una espiritualidad deficiente: aquella
de la que han sido inconscientemente suprimidas las
perfecciones que sólo a El atañen.
El desinterés del alma que ha sabido desprenderse
de las propias apetencias encuentra su premio en la
alegría que nada ni nadie puede turbar. Porque la ale
gría del que ama y es por sí mismo feliz tiende a
esparcir su felicidad entre todos aquellos a quiénes ama;
pero la alegría simple que brota de ver feliz al amado
no necesita participar en esta felicidad: le basta el
convencimiento de que su amado es feliz y no se pre
ocupa de la correspondencia; a un alma así nadie pue
de hurtarle semejante felicidad.
Sobre esta tranquila, subterránea alegría podrán acu
mularse, en estratos más o menos superficiales, otras
alegrías transitorias, otros dolores pasajeros. No impor
ta. El alma sabe que todo es igual, que lo único que
vale es esa presencia inmortal de Dios, ese contacto
que puede ser gozoso o aflictivo según las modalidades
siempre variables del contacto. Entonces es perfecto el
amor, cuando la dulzura o aspereza del contacto provo
ca el mismo agradecimiento. F’ntonces es invulnerable
la alegría.
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Acato, después de todo, la única alegría que merezca
este nombre sea la alegría perfecta. Tal vez la primera
tarea debiera consistir en una denodada lucha por la
pureza de los conceptos: sensualidad no es amor, filan-
tropía no es caridad, orgullo no es pureza, guerra fría
no es paz, muchas cosas no son alegría. Bemanos dis
cierne hasta donde se puede discernir : «Hay nna ale
gría en Dios y otra alegría más pobre, de la cual cada
uno tiene una idea.»
En eJ mejor de los casos, la alegría de aquí abajo es
a la Alegría lo que es la gracia a la gloria: un germen
diariamente amenazado por los temporales. Sí, la ale
gría para el hombre viador consiste en nna constante
aspiración hacia ella. O, mejor, en las briosas, fallidas
y renovadas tentativas para hacerse digno de tal ale
gría. El hombre mediocre trata de vivir en la alegría;
el hombre noble intenta merecerla.
Esta vida es fe que tiende a la visión, esperanza que
pretende la posesión, caridad aún mudable y arries
gada, alegría de víspera con algunas nubes que acaso
traigan tormenta e impidan la fiesta. Alegría caminan
te, ascendente. Decía Nietzsche que la esencia de la
vida es anhelar más vida; también la esencia de la ver
dadera alegría de este mundo consiste en suspirar por
la Alegría.
Porque la gracia anticipa en cierto modo la gloria,
porque la naturaleza se abre deseosa a la gracia, por
todo ello ya es posible la alegría. Sin embargo, para
mejor inteligencia de los hombres, tan inclinados a en
tender mal las cosas, tan proclives a la presunción y a
la desesperación, acaso sea preferible formular eso mis
mo de esta otra manera : aún es posible la alegría. Aún :
no porque estos tiempos sean más funestos que otros,
sino sencillamente porque aún vivimos. La alegría es
posible en las épocas de mayor angustia de la misma
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forma que es posible el amor para un cristiano en un
mundo de seres absolutamente odiosos: porque es obli
gatoria. Del mandamiento de la esperanza, el precepto
de la alegría, la posibilidad de la alegría.
La alegría es aún posible ; todavía vivimos, aún po
demos rectificarlo todo y recuperar nuestra infancia.
Quedan residuos de la niñez en nuestro miedo de cada
noche, en nuestro pobre amor sin cálculo, en los es
fuerzos que hacemos para trabar amistad con los niños,
hasta en nuestros pecados: en la escasa habilidad para
agotarlos, en su tristeza.
ORACION PARA SUPLICAR LA ALEGRIA
A NUESTRA SEÑORA