CABODEVILLA, J. M., Aun Es Posible La Alegria, 3 Ed., 1962

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omo libro «obre 1· alegría podrí·

C haberse eaerito uno en plan muy


sistemático, definiendo, dividiendo,
subdividiendo. Dar la definición da
alegría, distinguiéndola tal ves del re·
gocijo, de la exultación, del júbilo,
<lel goto..., explicar roa causa« y ex·
poner ni· múltiple· efecto·: contras­
tarla luego eon la triatesa, precisando
acaso el matiz que diversifica la tria·
teza de la mesticia, la pena de la me­
lancolía. el pesar de la pesadumbre,
v exhortar, finalmente, al cultivo de
la alegría. E«lf podría haber sido un
«■»quema de la obra. Pero el autor ha
preferido trazar el libro de otra ma­
nera más vital, menos científica; tal
vez más penetrante, seguramente me·
no« exacta. Ha elegido el tono epia-
tolar porque es el más coloquial y
directo de tratar los temas y el más
apto para desarrollar un tema tan
vivo y poco asible como es el de la
alegría humana, la multiforme ale­
gría de los hombres que vivimos en
este mundo. A través de veintiún des­
tinatarios diferentes, perfectamente
diferenciados por sus circunstancias,
trata de empalmar el tema de la ale­
gría eon la cultura, el amor conyugal,
el dinero, la oración, el progreso téc­
nico, la muerte, el pecado, la infan·
cía, la desesperación, la castidad, el
deatierro, el estudio de la teología o
de la historia... Todo ello en m tono
directo, entrafiable, vivo, actual,
evangélico, valiente, que se lee sin es­
fuerzo y va dejando en el fondo del
alma un substrato indefinible que ter»
mina por convertirse en paz y alegría,
tranquilamente, sin estridencias.
AUN ES POSIBLE LA ALEGRIA
JOSE M.‘ CABODEVILLA

AUN ES P O S I B L E
LA A L E G R I A

TAURUS
Claudio Coello, 69 B
MADRID-1
I N D I C E

Páginas

N ota preliminar .........................................................................................


Cap. I. “Saltarán de gozo los huesos humillados” ...... 13
II. ‘Todo el bien que puedas hacer, hazlo ale­
gremente” ................................................................ 31
III. “ No te alegres, Israel, como las gentes, porque
has fornicado lejos de tu Dios. Fuiste en busca del
salario por toda era de trigo” ............................... 45
IV. “Les daré alegría en la casa de la oración” ... 61
V. “Alégrate con la mujer de tu juventud” ----- 81
VI. “ No te alegres de la muerte de tu enemigo” ... 95
VII. “ Y vendrán con gran gozo trayendo sus ga­
villas” ...................................................................... 111
VIII. “Al Dios que alegra mi juventud” ............. 123
IX. “Hermanos míos queridos y muy deseados, mi
alegría y mi corona” .............................................. 135
X. “ Vean los pobres y alégrense” ................. 151
XI. “Alegraos en la medida en que participáis
de los dolores de Cristo” ...................................... 171
XII. “ Lo que hemos visto y oído os lo anuncia­
mos a vosotros, a fin de que viváis también en co­
munión con nosotros. Y esta comunión nuestra es
con el Padre y con su hijo Jesucristo. Os escribi­
mos esto para que sea completa vuestra alegría” ... 187
XIII. “Alégrese la tierra, salten de regocijo las
islas” ...................................................................... 199
XIV. “Alegres por la esperanza” ........................ 213
XV. “ La voz del gozo y de la alegría, la voz del
esposo y de la esposa” .......................................... 225
XVI. “Jesucristo, a quien amáis sin haberle visto,
en quien ahora creéis sin verle, y os regocijáis con
un gozo inefable y glorioso” ............................... 239
XVII. “Tú te alegrarás en tus hijos, porque todos
serán benditos y se reunirán con el Señor” .......... 253
XVIII. “ Hizo andar a su pueblo gozoso y a sus
1.a ed. noviembre 1958
rI
.* ed. abril 1959
.* ed. noviembre 1962

Nihil obstat
Dr. Antonio Romanos, Censor

Imprimatur
Casimiro, Arzobispo de Zaragoza

21 de noviembre de 1958

© 1962 by TAURUS EDICIONES S. A.

N.° Registro: 5276-58.


Depósito legal M. 12.709.-1958
ORATICAS NEBRUA. s A.—Iblza. 11.- Telefono 273 56 78 —Madrid.
Dedico este libro a José Ignacio TeUechea,
hombre sapientísimo, de vasto y cordial ma­
gisterio en sitios muy principales y remotos,
y que tiene su m e j o r cátedra montada en
Ituren, junto a un río que siempre lleva
agua. Aún anda este sabio por los treinta
años recién cumplidos, pero con el tiempo
será un hombre que los presuntos bachille’
res tendrán que conocer para no salir mal-
parados en reválida elemental. El, que hace
historia del siglo XVI, fácilmente argüirá de
error metodológico a quienes pretendemos ha­
cer ya historia del siglo XXI. No importa.
NOTA PRELIMINAR

Como siempre ocurre, escribo este prólogo después


de haber acabado de redactar el libro. No trato, pues,
de anticipar un proyecto que irremisiblemente se cum­
pliría. Es fácil predecir cuando todo está ya dicho y
hecho. Es más difícil hacer balance de una empresa, feliz
o infelizmente terminada, señalar el debe y el haber y
arrostrar los resultados con buen temple. Pero esto no
es de mi incumbencia. Mi propósito abora es nada más
añadir alguna aclaración en esta nota que llamo preli­
minar, sólo porque, cuando el libro se tire, ha de
figurar en primera plana, y, si el lector no se pasa de
listo, leerá a primera hora. En rigor, es una nota adi­
cional última, como una postdata.
Una postdata más bien. Porque este libro es una colec­
ción de cartas. Un libro sobre la alegría podía haberse
escrito en plan muy sistemático, definiendo, dividiendo
y gubdividiendo. Dar la definición de alegría, distin­
guiéndola tal vez del regocijo, de la exultación, del jú­
bilo, del gozo ; explicar sus causas y exponer sus
múltiples efectos; contrastarla luego con la tristeza
—precisando acaso el matiz que diversifica la tristeza de
la mesticia; la pena, de la melancolía; el pesar, de
la pesadumbre—y exhortar, finalmente, al cultivo de la
alegría, ya que sus frutos— pacientemente enumerados
y demostrados—son excelentes. Este podía haber sido
un esquema de la obra.
Preferí, por el contrario, trazar el libro de otra ma­
nera, más vita), menos científica; tal vez más penetran­

9
te, seguramente menos exacjta. Elegí el tono epistolar
por parecerme el más coloquial y directo, el más apto
para desarrollar un tema tan vivo y poco asible como
es el de la alegría humana, la multiforme alegría de los
hombres que vivimos en este mundo.
Para estas cartas he escogido veintiún destinatarios di­
ferentes, creo que bastante diferentes—tipos todos ellos
reales, pero suficientemente desfigurados y fundidos en
la experiencia de otros tipos afines—, y he tratado de
empalmar el tema de la alegría con la cultura, el amor
conyugal, el dinero, la oración, el progreso técnico, la
muerte, el pecado, la infancia, la desesperación, la cas­
tidad, el destierro, el estudio de la teología o de la his­
toria... Es muy probable que, después de leer el libro,
no sepa el lector dar una aceptable definición de la ale­
gría; adrede van disueltos y mezclados, a lo largo de
toda la obra, varios intentos de definición, lo que Orte­
ga llamaría «jaques a la verdad».
Afirma el Kempis que más vale sentir la contrición
que saber su definición. Yo daría por bien empleado mi
trabajo si alguien, tras la lectura de estas páginas, aun­
que no supiese en qué consiste propiamente la alegría,
sintiera al menos deseos de sentirla.
Estas cartas, por lo demás, constituyen la introduc­
ción a un posible Tratado sobre la alegría, que nunca
jamás escribiré.
“Siento casi vergüenza de todo el
tiempo que he pasado djciéndome que
la alegría es imposible. Era una cobar­
día” (Jacques Riviére).
I

“Saltarán de gozo lo* huesos humi­


llados" (Ps. 50, 10).

Lo sé. Cuando te han entregado esta carta sé que no


has podido reprimir la misma desengañada exclamación :
¡Una carta más! Sí, los mismos párrafos, idénticas
muestras de condolencia. Y todas igual, calcadas, mo­
nótonas, formularias. Todas las cartas contienen ade­
más igual protesta de sinceridad, parecida resistencia
a que puedan ser por alguien consideradas formula·
rias. Y es que la literatura social es terriblemente li­
mitada. En el colegio nos enseñaban a redactar modelos
de felicitación, de pésame, también de negocios. Hasta
de amistad. ccNo puedo expresarle hasta qué punto me
ha afectado tan dolorosa pérdida...» Margen a la iz­
quierda, fechas quizá alteradas, palabras excesivas dic­
tadas por un viejo prontuario.
Palabras dictadas por algo más hondo, por una oscu­
ra ley de vida, acaso por sutiles ramificaciones del ins­
tinto de conservación. No resulta saludable comprome­
terse a fondo en los dolores ajenos. No sólo el vocabula­
rio es limitado, lo es también la capacidad del corazón
para compartir sufrimientos. La vida tiene sus exigen­
cias. Es preciso seguir, desentenderse, acudir a las her­
mosas urgencias de la vida que no cesa, al sol benéfico
de la calle, a las palabras huecas, pero útiles, y al mun­
do pequeño de uno, refugio más que nunca cuando al­
rededor han caído rayos.

13
Esto es uu hecho. Un hecho doloroso en eslos momen­
tos para ti, que, a pesar de todas las manifestaciones de
duelo que estos días te han abrumado* te encuentras
solo, solo, solo. Este adjetivo puede definir al hom­
bre : solo. No sólo se muere uno solo. También se sufre
en soledad, ya que todo sufrimiento es una muerte
parcial. Te sientes sobre manera solo. Y no es única­
mente la soledad de haber perdido a tu mujer, es tam­
bién la soledad de haberla perdido tú sólo.
Perdóname que en lugar de unas ardientes palabras
de adhesión a tu pena, te escriba estas otras palabras,
expresivas de una rara pena muy personal: la pena de
no sentir la adhesión que yo quisiera sentir. Perdóname
que yo, tan vinculado a ti por razones hondas y sagra­
das, en vez de decirte que no encuentro palabras capa­
ces de significar mi total adhesión, te diga que casi to­
das las palabras me sobran, excepto las que demuestran
mi verdad, temblorosas, puras, humildísimas: mi pobre
esfuerzo humano para acercarme a tu soledad, para sus­
citar en mi alma la adhesión que no sé si necesijtas, pero
sí, al menos, mereces. Acaso simplemente el esfuerzo
para avergonzarme de mi insensibilidad y para discernir
qué hay en ella de fenómeno natural y de culpa, resul­
tado de un insuficiente desvelo en el amor. Me parece
andar como en esos preámbulos de la fe : quiero creer.
Quiero. Esto sí, de verdad. No es «quisiera». Esta
confesión que te hago, nada brillante, muestra ya de
alguna manera que no es vano mi querer. Alguien me
dirá que esto basta, que el sentimiento no importa, que
únicamente la voluntad es lo que decide y califica el
nivel de un hombre y que sólo de nuestros actos vo-
lutarios se nos pedirá cuenta en el último día. Pero
esto es claro nada más en los libros. Yo desconfío de las
soluciones demasiado simples y temo mucho, cada día
más, el juicio de Dios. Nadie podrá demostrarme—algu-

14
nos lo intentarán, sí, con laudable misericordia, pero no
saben que a veces consolar es tan fácil como ilícito—■
que la ausencia de mis actuales sentimientos no tiene
su raíz precisamente en una antigua ¿alta de voluntad.
El pecado es extirpado del alma. Permanece, sin embar­
go, en la sangre, o en una turbia propensión a la cobar­
día, o en una inclinación tenaz a buscar excusas a los
nuevos pecados.
Comprendo que no vienen m u y a cuento estas decla­
raciones en una carta que debía ser de «pésame». Pero
yo necesitaba acusarme alguna vez y lo bago ahora, acu­
sándome además de haber elegido tan desacertadamente
el momento y ocasión de hacerlo. Llevo ya mucho tiem-
po experimentando la angustia de una posible insólida-
ridad con los dolores humanos, el terror a habituarme
al dolor con el que diariamente entro en contacto. Cuan­
do fui ordenado sacerdote, recuerdo que al final de
la ceremonia el Pontífice nos dirigió unas palabras, re­
sumiendo así su despedida y su consigna : «No os acos­
tumbréis jamás a decir misa.» ¡Ah, si siempre celebrá­
semos con la misma alegría y temor santo, con el mismo
tremendo asombro del primer día! Pienso que una cau­
tela similar debería conducimos a mantener siempre en
perenne carne viva el corazón ante las desgracias de
nuestros hermanos para no llegar nunca a acostumbrar­
nos a ellas, para no conocer jamás el alivio que propor­
ciona lo consabido, lo inevitable o frecuente. Sólo así
es posible cumplir el mandamiento de llorar con los que
lloran.
Hay, por otra parte, unas palabras turbadoras: Si
vuestra fe es grande, podréis trasladar montañas. Claro
que los milagros son por definición excepcionales. Tan
excepcionales como los hombres de fe robusta y ope­
rante. Si el número de éstos creciese, tal vez los mila­
gros fuesen sucesos más visibles, cotidianos y convincen-

15
tes. £1 hecho de que hoy el mundo resulte más inteli­
gible es una consecuencia de esa hipertrofia de lo racio-
nal que nosotros padecemos, pero esta consecuencia
es a la vez premio y castigo. ¿Milagros? La ciencia, al
avanzar, va ganando terreno a lo inexplicable, y el fan-
tasma de lo milagroso se repliega hacia las sombras im­
posibles de lo absurdo. Porque son pocos, de muy débil
voz, los que presienten el milagro en el mismo corazón
de la ciencia y de lo aparentemente claro, en la capaci­
dad de reacción de un cuerpo que parecía muerto, tan
misteriosa y asistida por singular intervención divina
como la misma resurrección de un verdadero cadáver.
Con la sorpresa comenzó no sólo la fe, sino también la
filosofía y todo legítimo discurso. Comenzó y acabará,
porque toda esta vida es víspera, alegría en peligro, tris­
teza con esperanza, conocimiento impregnado de igno­
rancia, amor amenazado. Un mundo perfectamente en­
tendido sería aquí decepcionante y, además, inhabitable
para el corazón del hombre.
¿Un milagro? Será voluntad de Dios que ella no vuel­
va ya a la vida, será acaso que tú necesitas esta desgra­
cia para tu purificación y consiguientemente para tu
felicidad auténtica, tan incompatible ahora para ti con
tu particular idea de felicidad. Será, puede ser también,
que nosotros no tenemos fe. Será que yo no tengo fe,
que m¿ falta verdadera fe en la misma medida en que
me sobra falsa habilidad para descubrir en mí una fe
que yo juzgo grande, mayor, por no fundarse en con­
suelo ninguno, en ningún dato de milagro. Trasladar
montañas, resucitar a una mujer muerta, dar alegría a
un hombre desolado, santificar su tristeza, acrecentar la
propia fe..., ¿qué es lo más difícil?

Ahora que ha muerto tu mujer puedes comprender

16
como nadie aquella etimología que algunos atribuyen al
dolor: viene de dolendo, que es partir en dos. Cual­
quier alegría supone una unión, posesión o abrazo, mien­
tras que toda pena y desdicha alude a alguna sepa­
ración, desde las formas veladas o súbitas del desampa­
ro del alma cuando Dios se marcha hasta el abandono
del cuerpo por el alma en el momento de expirar.
Se ha separado de ti la que durante algunos años ha
estado casi constantemente a tu lado. Por eso el dolor
de esta separación es un dolor de vacío, un vacío por
dentro, el advertir que no sólo desaparece una antigua
compañía y toda posibilidad de compañía futura, sino
también algo de tu mismo ser, ¿u vivir mismo en cuanto
hasta ahora había consistido precisamente, en tan alta
y entrañable medida, en ese convivir, en esa compañía.
Has perdido cosas valiosas, cuya ausencia notas aho­
ra patéticamente: la ternura que te envolvía como un
clima, con sus detalles pequeñitos, la satisfacción de tu
más honda necesidad, las incesantes, modestas y prodi­
giosas soluciones de los conflictos domésticos. Y algo
más, el sentido de tu trabajo, la ilusión de tus esfuerzos.
Como no tienes ya a quien brindar tus éxitos profesio­
nales, con quién comentar tus obras, con quién com­
partir por la noche la alegría de los menudos hallazgos,
de las intuiciones rápidas, de las frases bien construidas,
piensas ya que ha acabado también tu carrera y ambi­
ción. Un amigo común me transmitió ayer cierta frase
con la que aludías a las conferencias tuyas en que ella
estaba presente : «cuando mi auditorio, aunque exiguo,
estaba completo». Me impresionó profundamente. Mu­
chas veces habíamos hablado de la energía que te pro­
porcionaban aquellos ojos en primera fila, aquella mi­
rada agradecida y orgullosa que te aplaudía, que te ase­
guraba que todo iba bien y te daba aplomo; y aquellas
levísimas referencias en clave, la elección de palabras
17
Al IM POCini i:
cargadas de sentido para ambos, como la complicidad
de un tierno secreto pronunciado delante de tanta gente
sin que nadie lo entendiera... Después, ya solos los dos,
la dulzura de la vanidad compartida en el amor quitaba
pecado a toda complacencia orgullosa.
Por otra parte, ¡qué difícil es mantener uno solo la
confianza en sí mismo! Tus acciones futuras las adi­
vinas mediocres, vacías, sin destinatario concreto. Ha­
blar a una pared. Balbucear palabras de un idioma ya
inservible. Y todo igual. Y para siempre.
A quien no te conozca, a quien no conozca la difícil
y absoluta sinceridad que ha presidido nuestra amistad,
forzosamente le parecerán estas consideraciones total­
mente impropias del momento, incluso de una crueldad
innecesaria y repugnante. Porque yo solo sé que no te
hiero al hablarte así, porque conozco tu pasión por lle­
gar al fondo de todo sufrimiento, y únicamente ilumi­
nando éste cesa tal pasión de ser morbosa, por eso repa­
so contigo el camino que tú solo recorrerías demasiado
inerme ante la desesperación. Y también acaso porque
necesito hacerlo; porque si no somos dueños de pro­
vocar nuestros sentimientos puede ser que tampoco lo
seamos de dominar los oscuros y pobres recursos 'que el
corazón posee para suscitar los sentimientos que anhela.

Crees ahora que igual da morirse, crees que en el fon­


do prefieres morirte. Bien; aquí, en esta atroz idea, en
este afán de completa derrota, de exterminación, que
impida <1 espectáculo de la derrota, que te libre del
cautiverio de los pensamientos, de la compasión y del
deber de rehacerte para afrontar una nueva lucha y la
posibilidad de una nueva derrota, aquí te esperaba yo
para decirte que a esto no tienes ningún derecho. Por­
que hay dos maneras ilegítimas de pretender escapar

18
al puro dolor: amortiguándolo con talaos consuelos y
exacerbándolo violentamente a fin de poder perderse
en él.
No tendría ninguna nobleza tu deseo de morir. Que·
dan los hijos. Supones que ellos no han perdido tanto
como tú, y seguramente así es. Pero ellos ahora te ne>
cesitan más que nunca, a ti que eres hoy el único eje
afectivo que les queda. Para ellos eres el padre más el
recuerdo de la madre, el padre más ese tesoro de recuer­
dos en el cual algún día entrarán a saco. Ese botín les
pertenece a ellos también y tú tienes que custodiarlo.
Enseñarles, además, a valorarlo mucho, tú, a quien ima­
gino hermano mayor de tus hijos, no más huérfanos que
tú, es cierto, pero tampoco menos interesados que tú en
la conservación de algo que después les servirá, muy
oculto, muy entrañado, de subsuelo y fundamento de
sus mejores actos.
No es menester extenderse mucho en probarte que
los hijos han de ser para ti una poderosa razón de per-
vivencia, un gran vínculo que te conserve ligado a los
quehaceres y proyectos de esta .tierra. En ellos, sobre
todo, te apoyas para alcanzar esas ganas de vivir, mer­
ced a las cuales la vida no se padece, sino que se hace.
Pero existe también otra razón para que ames la vida,
esta vida de soledad que te ha sido deparada : el amor
a tu mujer. Si la certeza de saberse necesarios prolonga
la vida de los hombres enfermos, tú debes persuadirte
de algo muy misterioso, pero que la fe por ti profesada
afirma sin ambages : la oculta interacción entre vivos
y muertos, el dogma de la Comunión de los Santos. ; Ah,
si supieras hasta qué punto ella te necesita! El cuidado
de su tumba es nada más, a lo sumo, una ilustración o
acaso el riesgo de que toda tu solicitud acabe ahí. Me
refiero a la circulación de méritos que puede maravi­
llosamente ligarte a ella y mejorar su estado, salvarla

19
cargadas de sentido para ambos, como la complicidad
de un tierno secreto pronunciado delante de tanta gente
sin que nadie lo entendiera... Después, ya solos los dos,
la dulzura de la vanidad compartida en el amor quitaba
pecado a toda complacencia orgullosa.
Por otra parte, ¡qué difícil es mantener uno solo la
confianza en sí mismo! Tus acciones futuras las adi­
vinas mediocres, vacías, sin destinatario concreto. Ha­
blar a una pared. Balbucear palabras de un idioma ya
inservible. Y todo igual. Y para siempre.
A quien no te conozca, a quien no conozca la difícil
y absoluta sinceridad que ba presidido nuestra amistad,
forzosamente le parecerán estas consideraciones total­
mente impropias del momento, incluso de una crueldad
innecesaria y repugnante. Porque yo solo sé que no te
hiero al hablarte así, porque conozco tu pasión por lle­
gar al fondo de todo sufrimiento, y únicamente ilumi­
nando éste cesa tal pasión de ser morbosa, por eso repa­
so contigo el camino que tú solo recorrerías demasiado
inerme ante la desesperación. Y también acaso porque
necesito hacerlo; porque si no somos dueños de pro­
vocar nuestros sentimientos puede ser que tampoco lo
seamos de dominar los oscuros y pobres recursos que el
corazón posee para suscitar los sentimientos que anhela.

Crees ahora que igual da morirse, crees que en el fon­


do prefieres morirte. Bien; aquí, en esta atroz idea, en
este afán de completa derrota, de exterminación, que
impida »1 espectáculo de la derrota, que te libre del
cautiverio de los pensamientos, de la compasión y del
deber de rehacerte para afrontar una nueva lucha y la
posibilidad de una nueva derrota, aquí te esperaba yo
para decirte que a esto no tienes ningún derecho. Por-
fjue hay do* maneras ilegítimas de pretender escapar

18
al puro dolor: amortiguándolo con falso« consuelo« y
exacerbándolo violentamente a fin de poder perderse
en él.
No tendría ninguna nobleza tu deseo de morir. Que­
dan los hijos. Supones que ellos no han perdido tanto
como tú, y seguramente así es. Pero ellos ahora te ne­
cesitan más que nunca, a ti que eres hoy el único eje
afectivo que les queda. Para ellos eres e) padre más el
recuerdo de la madre, el padre más ese tesoro de recuer­
dos en el cual algún día entrarán a saco. Ese botín les
pertenece a ellos también y tú tienes que custodiarlo.
Enseñarles, además, a valorarlo mucho, tú. a quien ima­
gino hermano mayor de tus hijos, no más huérfanos que
tú, es cierto, pero tampoco menos interesados que tú en
la conservación de algo que después les servirá, muy
oculto, muy entrañado, de subsuelo y fundamento de
sus mejores actos.
No es menester extenderse mucho en probarte que
los hijos han- de ser para ti una poderosa razón de per-
vivencia, un gran vínculo que te conserve ligado a los
quehaceres y proyectos de esta jtierra. En ellos, sobre
todo, te apoyas para alcanzar esas ganas de vivir, mer­
ced a las cuales la vida no se padece, sino que se hace.
Pero existe también otra razón para que ames la vida,
esta vida de soledad que te ha sido deparada : el amor
a tu mujer. Si la certeza de saberse necesarios prolonga
la vida de los hombres enfermos, tú debes persuadirte
de algo muy misterioso, pero que la fe por ti profesada
afirma sin ambages : la oculta interacción entre vivos
y muertos, el dogma de la Comunión de los Santos. ¡ Ah,
si supieras hasta qué punto ella te necesita! El cuidado
de su tumba es nada más, a lo sumo, una ilustración o
acaso el riesgo de que toda tu solicitud acabe ahí. Me
refiero a la circulación de méritos que puede maravi­
llosamente ligarte a ella y mejorar su estado, salvarla

19
pronto. Los sufragios constituyen nada más un capítu­
lo, un dato sólo de esa actitud tuya que ha de abarcar
la conducta entera, perfeccionándola día tras día, a fin
de que los méritos crezcan y el Señor los contemple con
benevolencia, unidos a los infinitos méritos de su Hijo,
y en atención a ellos conceda o acelere la concesión de
tus intenciones. Tu intención será ahora única, la inten­
ción que el amor debería siempre perseguir aquí abajo
si el egoísmo del amante no lo impurificase y torciese
su rumbo: hacerla a ella feliz. La separación facilita
la pureza y vigor de este amor y endereza su intención.
Amala, por tanto, a tu manera, según el modo doloroso
que ahora su ausencia impone, pero con el mismo cora­
zón de siempre, que no tiene por qué quedarse inactivo.
Amala, para que sea feliz. Perfecciónate, para que tu
amor sea aceptable y eficaz. Así, el mismo amor que
te ha dejado vacía 1a vida te la llena ahora de sentido,
en la misma dirección, aunque en otro plano. Alguna
vez lo habíamos dicho antes : la muerte es una anécdota
más y no interrumpe nada.
No se ama en balde. Y tu amor de ahora, tu amor de
ahora en adelante, si es fiel y puro, a ella le facilitará
antes la dicha y a ti te reservará un singular gozo no
previsto: «porque el gozo es producido por el amor, ya
a causa de la presencia del bien amado, ya también por­
que el objeto que es amado goza de eu bien propio y lo
conserva» (1).

Hoy alternan los recuerdos de su9 delicadezas y de su


generosa pasión con la memoria terca, incómoda, de tus
desvíos, de tus exigencias desmedidas, y todo tu pecado
se alza como una montaña obsesionante. Ya comprendes

(1) Santo Tomás, Sum. Teol., I H I , 28, 1.

20
que no voy a cometer la vileza de pretender consolarte
restituyendo las cosas a su sitio, completando y rectifi­
cando la evocación con los datos de sus flaquezas y cul­
pas personales, ahora que únicamente recuerdas sn cos­
tado amable, decorado por esas excelentes tintas con ¡que
todo ser muerto queda bañado; ahora que sólo se te
ocurre reprocharle el mero hecho de haber muerto, en
los instantes en que su muerte te parece una traición al
amor que te juró. Yo no voy a manchar su recuerdo
con sombras ciertas, irrefutables, pero inoportunas; se­
ría innoble, aunque fuese justo. Y no quisiera que llega­
ra para ti el momento de buscar consuelo a tu pérdida
rebajando el valor de lo que perdiste. Mal momento ese,
y es fácil que el demonio ande cerca. Mal momento tam­
bién el del sacerdote que trata de hacer más llevadero
su celibato poniendo ante los ojos las inevitables taras
de la vida matrimonial. No, tú conserva el mayor tiem­
po posible una imagen blanca, luminosa, y lucha por
defenderla de todo detractor; lucha, sobre todo, llegado
el tiempo, contra ti mismo.
Tu comportamiento, en cambio, respecto de ella nun­
ca te había parecido tan ruin como ahora. Si todo amor
es ciego, el más ciego de todos es el amor propio. Hoy
tus pecados cobran un relieve inusitado, y acaso esta cla­
rividencia sea uno de los muchos, de los mejores dones
que ella te ha hecho. Pero no te irrites contra ti mismo
y saca la conclusión de que sabemos amar muy mal y que
la vida es corta para aprender a hacerlo bien y urge,
por tanto, macerarse mucho en la pureza v desasimiento
propios.
No sé si en ese repaso de faltas has advertido algo que
en vuestra vida yo juzgué grave. Me refiero a tu costum­
bre de interpretar sutilmente y censurar a continuación
los actos que tu mujer con tanta simplicidad ejecutaba.
Créeme, casi nunca había en esa actitud tuya, que tú

21
considerabas lúcida, otra cosa que soberbia y crueldad.
Argumentabas sofísticamente, con una finura transida
de desprecio, para descubrir en su actuación secretas in­
tenciones vituperables, y ella 110 sabía qué responderte
y acababa sintiéndose culpable. Esto contribuyó a mal-
perder demasiadas jornadas que debieron haber sido vi­
vidas en el amor. Y aún ocasionó otro daño peor: por­
que tú, analista complicado, no sabes que hay seres ma­
ravillosamente simples, y trasladar a ellos la complica­
ción es el peor crimen.

Sientes ahora la gran pena de haber desaprovechado


tantas horas, de haber vivido lejos de ella tantos días.
Te has dado cuenta de que lo verdaderamente importan­
te no era soñar, proyectar, sino consumir humildemen­
te la limosna de Dios cada día, gozar de la presencia, las
manos enlazadas, ver juntos cómo amanece un nuevo día
y aceptar cada noche la invitación que Dios hace a los
hombres, cuando se pone el sol, a la intimidad más en­
trañable. ¡ Cómo agotarías hoy unos pobres residuos :
una prueba trivial de afecto, el escuchar nada más sus
pasos en la galería!
Todavía no, porque tienes miedo, pero sé que leerás
¿us libros preferidos, oirás muchas veces los discos que
ella amaba. Con su madre apenas tenías relación, pero
has ido a hablar con ella largamente. Era preciso adi­
vinar la mirada de tu mujer en esos ojo9 que, la gente
a*í lo aseguraba, eran exactos a los de la hija. Era preci­
so saber más y más cosas acerca de ella, cosas principal­
mente de los años primeros, los que tú no compartiste.
Fuiste a recuperar cosas que eran de tu más exclusiva
propiedad, a llevártelo todo en el alma para que no se
perdiese nada.
¡Y tantos, tantos días desaprovechados...!

22
Es menester ahora extraer, del lacerante espectáculo
de aquel orgullo, urgentes lecciones de humildad. Apren­
der a valorar mucho el amor, el amor humilde, lo que
él tiene de expresivo de una fundamental insuficiencia
en cada hombre, que necesita apoyarse en otro corazón.
Cuando se llega al fondo de ese amor se vence más fá­
cilmente cualquier tentación de autonomía íntima. Tu
mayor derivación hacia los hijos, con lo que ellos tienen
de prolongación de ti mismo, corroboró en ti una mala
personalidad desmesurada. ¿Sigues ahora prefiriendo el
gozo altivo de la paternidad a las precarias y hermosas
satisfaciones del amor conyugal?
Has llorado. No te avergüences de llorar. Hay lágri­
mas, profundamente humanas, santificadas por el uso
que de ellas hizo el hombre Cristo. El lloró cuando Lá­
zaro había muerto. Su llanto por la ciudad de Jerusalén
ostenta un carácter—si tuviéramos, para hablar así, al­
gún derecho a comparar con nuestras escalas actos que
todos ellos procedían de una persona divina—más me-
siánico, más ((divino». Pero las lágrimas que Jesús de­
rramó ante la tumba de su amigo abren bellísimas posi­
bilidades a los más humanos dolores. Las lágrimas, las
tentaciones, la fatiga, el miedo: todo quedó santificado
por el Hijo del Hombre. Se nos repite demasiado que
la primera bienaventuranza recompensa exclusivamente
la pobreza de espíritu. Cabría también atribuir de modo
único motivos de índole espiritual al llanto sancionado
en la bienaventuranza tercera. ¿Sólo los que lloran por
sus pecados recibirán consuelo? No; Jesús misericordio­
so, afligido y pobre, está también cerca de los que de­
ploran muertes y humillaciones mundanas, de los que
viven en la opresión y la miseria, aunque irnos y otros,
en una amargura rebelde que yo jamás me atrevería a
calificar de culpable, vivan ignorantes de esa divina cer­
canía, de esa predilección misteriosa.

23
Llora. Acepta esta soberana intervención de Dios en
tu vida, que te ha arrebatado el pan y la sal. No enten­
demos apenas nada. Acaso lo que Dios ha hecho no ha
sido precisamente llevarse lejos aquello que tú más que­
rías, sino concederte la posibilidad de una fusión más
pura y estrecha. Cris.to les aseguraba a los apóstoles, de­
masiado apegados a su presencia física: «Os conviene
que Yo me vaya.» Se fué, pero su marcha les condujo
a metas de intimidad antes ni siquiera imaginadas. Pue­
de ser que en la muerte de tu mujer palpite la oscura
oportunidad de un abrazo más apretado, de una pose­
sión más alta.
No te inquiete mucho el no entender todavía. Basta
acaso por hoy que no cedas al pensamiento de conside­
rar su muerte como ocasión de blasfemia, de odio contra
el Señor absoluto de todo, que se ha apoderado violen­
tamente de tu mujer. Sí, es posible que te ronden unos
tenebrosos celos de Dios. Antes, en la mejor época, cuan­
do ella estaba ausente, me decías que experimentabas
celos del aire lejano que en ese momento la envolvía.
Ahora es Dios quien la posee por entero. Pero no temas
nada de su poder y trascendencia. La fidelidad a Sí mis­
mo le impide disputarte el regalo que un día te hizo.
Su mano, que se cierne, a pesar de toda apariencia, con
infinita suavidad sobre los seres, mejora todo cuanto
toca. El alma de tu mujer, juzgada ya y probablemente
perdonada, vive con vida perdurable y está más cerca
de ti que nunca, más atenta que nunca a tu amor.
Es muy posible, sin embargo, que todas estas refle­
xiones te parezcan inanes, pertenecientes a un orden de
consolación que no te afecta, como si a un hambriento
se le ofreciese el regalo de un gratísimo perfume o de un
paisaje impar. ¡Su alma! Pero ¡lo que yo quiero es su
cuerpo, su cuerpo vivo y próximo, lo que era mío, lo
que me había sido entregado al pie del altar! Te entien-

24
do bien, y quisiera que a través de esta queja llegaras
a una honda y cristiana reconciliación con lo corporal.

¡Ah, el pobre cuerpo humano! Llegaste a enfurecerle


contra él porque, a pesar de todos sus intensos disfrute*,
resultaba inhábil para manifestar el amor entero. Sus
dones constituían una expresión externa mediocre Óe
esos potentes clamores del alma. Pero no, él cumplía su
misión. El cuerpo es bueno. El cuerpo ejercita la cari­
dad a su manera : aproxima los corazones distanciados,
o al menos hace olvidar la distancia que los separa, cu­
bre el abismo y forja la maravillosa ilusión del amor.
En el mejor de los casos, su papel consiste en una base
de alusión, en un apoyo importante. Pedirle más es mar­
chitarlo todo. Pedirle más de lo que puede dar es el
primer paso que conduce hacia su desprecio, hacia su
secreta abominación. Querer aisladamente, sin integrar
los seres en la general armonía, amputándoles sus secre­
tas referencias, es lo que constituye el pecado. San Agus­
tín, como de pasada, definió bellamente el pecado:
cuando «se ama en la parte una falsa unidad» (2).
El cuerpo es bueno, y a su capacidad santa alude el
salmo: «De Ti está sedienta mi alma y ¡ de cuántas ma­
neras lo está también este mi cuerpo!» (3). Este cuerpo
humano, ese cuerpo que tú has visto arruinarse súbita­
mente, ese cuerpo humillado con todas sus lozanías agos­
tadas en pocas horas, ese cuerpo inmóvil, insensible a
tus apremiantes llamadas, se alzará algún día del polvo
con una vida novísima y plenaria. Allí, en el primer
puesto del banco de duelo, durante la misa exequial,
oíste unas palabras muy sencillas, meramente informati­
vas : «la vida se muda, pero no desaparece». El golpe
(2) Confes. III, 8. 16; ML 32. 690.
O) Ps. 62, 2.

25
del fallecimiento había sido demasiado brusco, y las
mil atenciones sociales y molestísimas de aquel día te
impidieron una serena concentración en esas palabras
tan extrañas y verdaderas. Ahora, ya m¿s tranquilo, tie­
nes que ahondar en tu fe, humildemente, pacientemen­
te, diariamente, a fin de que esas palabras no las en­
cuentres irritantes, sino persuasivas.
£1 cuerpo también se mudará, alcanzando una exis­
tencia gloriosa, libre de todas las miserias que aquí lo
asedian. Por medio de la descomposición, la semilla
dará un día su fruto. El cuerpo, que aquí ha padecido
todos los rigores que una conducta cristiana le imponía
y que ha colaborado con el alma en todas las abstinen­
cias y aun en todos los pensamientos, los más espiritua­
les y delgados, merece su premio específico, su reivin­
dicación bienaventurada. Alma y cuerpo están destina­
dos a una vida conjunta. El alma es la forma sustancial
del cuerpo y reclama a éste para su información; el esta­
do de separación no es natural. Dios, al fin, restablecerá
la integridad que al principio estableció, la naturaleza
tuta quanta que exulta en uno de los más rotundos ter­
cetos de Dante.
La muerte corporal se introdujo en el mundo por el
pecado de Adán. Pero vino el segundo Adán para des­
truir el pecado y vencer a la muerte. Por tanto, para
que esta victoria sea total, digna del poder de Dios, hay
que deducir la necesidad de la resurrección corporal.
Toda la vida del Salvador se orienta a este triunfo últi­
mo. Por medio de la encarnación del Hijo, la tierra se
hace partícipe de la divinidad en la caro deificata; su
resurrección es prenda de la nuestra y su ascensión se­
ñala el camino a nuestros ojos primero, a nuestro cora­
zón, a nuestro propio cuerpo al fin, ágil ya, impasible,
claro. Toda la vida cristiana suspira por esa situación
gloriosa. El bautismo es la incorporación del hombre a

26
Jesucristo; en la confirmación el £spíritu toma pose­
sión del hombre total; comulgando con el cuerpo del
Señor, el cuerpo del cristiano se serena y aprende in­
mortalidad. Aquel cuerpo futuro, dotado de todos los
recursos para una completa felicidad, será, sin embargo,
éste que aquí se cansa y sufre hambre, se sacia y se cansa.
Con la recuperación de nuestros cuerpos, hay <qne ci­
tar también la recuperación de nuestros afectos terrenos,
debidamente purgados. En el cielo los hombres no se
casarán, serán como los ángeles de Dios. £1 matrimonio,
sin embargo, que es una organización de salvación, con­
servará allí toda la fisonomía compatible con el nuevo
estado, en el cual la visión del Señor colmará las ape­
tencias del beato, pero no anulará los suplementos de
placer que de las criaturas circundantes provengan, como
enseña una sabia apologética que tiene en cuenta la ac­
tual situación del corazón humano, temeroso de una fe­
licidad sin conexión con los datos que la felicidad te­
rrena le ofrece. La vida del cielo puede concebirse como
mero disfrute de Dios, en cuya contemplación y amor
queda el bienaventurado sumido, y al modo de Cristo
en esta vida, que viviendo en inalterable visión del Pa­
dre dirigía, no obstante, su atención a los seres que le
rodeaban. Feliz manera de entender la convivencia de
los que se aman aquí abajo: como preparación y mere­
cimiento de su futura convivencia en los cielos.
Es preciso, a la luz que emana de la resurrección de
Dios Hombre, corregir nuestra noción de Dios, conce­
bido puramente como espíritu puro, y nuestra idea del
hombre, restringido su cuerpo a los limites provisiona­
les, caducos, de carne de pecado. La esperanza exige es­
fuerzo cuando todo convida a la desesperación o a la
proclamación del absurdo. Hay que esforzarse para que
el corazón no se rebele ante el Dios de la muerte ni la
cabeza se escandalice frente al Dios de la resurrección de
la carne. Creo, creo de veras que con estos ojos veré a
mi Salvador.
«El no es Dios de muertos, sino de vivos» (4). No lo
olvides. No caigas en la tristeza natural, prohibida a los
que han sido iniciados en la doctrina de la salud. «En
orden a los difuntos no queremos, hermanos, dejaros en
ignorancia, porque no os entristezcáis, del modo que
suelen los demás hombres que no tienen esperanza» (5).
El pensamiento de la resurrección es la gran invitación
a la alegría, la única que yo puedo brindarte y una de
las pocas que tú tienes derecho a aceptar. El saludo a la
Madre de Dios, durante todo el tiempo pascual, consis­
te en la alabanza de su alegría, fundada en la resurrec­
ción de Jesucristo, y en el agradecimiento por la alegría
que tal resurrección proporcionó a los hombres.
Esa alegría, esa alegría, para colocarla junto a tu do­
lor. Para meterla dentro del corazón de tu dolor, en lo
más hondo de tu herida, no para que ésta desaparezca,
sino para que no se infecte.

Todavía una advertencia más. Pensarás, sin duda, que


el resto de tu vida va a ser ya definitivamente sombrío,
sin hallar otra felicidad que no sea de alivio o tibieza,
y que cualquier dicha «quedará envenenada por los re-
cnerdos. Tal vez, sí; tal vez, no. Ni lo primero supone
mayor fidelidad ni lo segundo arguye más entereza o ca­
pacidad de reacción. Puede ser que uno y otro resultado
no rocen siquiera la esfera de lo ético o lo decoroso.
Tal vez, pasado el tiempo, te sobrevenga una nueva
pena, muy llevadera, casi intelectual: el advertir que
tampoco la pena dura, que el tiempo cicatriza toda
llaga. En algunos momentos en que el amor de tu mujer
(4) Mt. 22, 32.
(5) I Tbev 4, 13.

28
te parecía que se amortiguaba, que no era tan intenso
o explícito, me aseguraste que deseabas Je ocurriese al­
guna desgracia para que esa ternura se acrecentara de
nuevo y recobrase el antiguo ardor al parecer perdido;
después supiste que ningún sentimiento sobrevive al
mero deseo de sobrevivir: nada bay, ningún amor hay
más profundo que el amor de uno mismo. Puede suce­
der que cuando una persona amada muere, facilite la
muerte del que 6e queda, quitándole en cierta medida el
miedo a morir; pero es un becbo bastante menos fre­
cuente de lo que se cree, siendo mucho más ordinario
otro fenómeno: la inexplicable insinceridad de los que
van a morir, su extraña preocupación por la compostura.
Santo Tomás, con una exactitud casi despiadada, como
si manejase sustancias químicas en un laboratorio, for­
mulaba así: ccComo el sentimiento de lo presente obra
con más intensidad que la memoria de lo pasado, y el
amor de sí mismo es más duradero que el amor de otro,
de aquí que la delectación concluye por desechar la tris­
teza» (6). No te rebeles ni llegues tampoco a despreciar­
te cuando compruebes, dentro de algún tiempo, prime­
ro que recuperas el buen apetito y el sueño normal, des­
pués que en la mesa no te resulta tan obsesiva su ausen­
cia y que, al despertar, tarda unos segundos en acudir
su pensamiento a tu memoria; más tarde, en el trabajo
encontrarás casi el mismo sabor y placer de antes; final­
mente... Ocurre una cosa, y es que el hombre es tam­
bién un animal bien organizado.
Sé humilde, acepta tu propia naturaleza con humil­
dad, sus limitaciones, sus defensas nada gloriosas. La
alegría es un secreto de los humildes.

(6) Sum. Teol. MI, 38, 1.

29
“ Todo el bien que puedas hacer, haz­
lo alegremente" (Eccle., 9, 10).

Le escribo a usted para darle las gracias de parte de


los hombres.
La primera vez que le conocí— ¿recuerda?—fue entre
bastidores, cuando usted había acabado su número y las
carcajadas resonaban aún en el graderío como la mejor
ovación. Me pareció usted honrado: ni pretendió hacer·
me gracia prolongando así su actuación en la pista ni
prefirió el aire patético para que el contraste me impre­
sionase; simplemente me reveló su necesidad, me pidió
un favor con toda sencillez y hablamos luego de las pla­
zas que aún le quedaban por visitar en aquellos últimos
días de temporada. Ni la célebre tragedia del payaso
que desde el escenario corre a la cama de su hijo agoni­
zante me hubiese podido ofrecer más conmovedor es­
pectáculo de humanidad que aquellas simples palabras
humanísimas que usted me dirigió, tan parecidas a las
que pronuncian el empresario, la taquillera, el doma­
dor y ese señor que ocupa la segunda butaca de la fila
dieciséis. Más tarde nos hemos visto muchas veces, y yo
bendigo a Dios porque me ha deparado tan original y
beneficiosa amistad con un gran payaso de categoría.
Permítame que le exprese de buenas a primeras, en esta
carta en que voy a hablarle de la alegría, de eso que us­
ted tan a fondo conoce y de lo cual hemos tratado a me·

SI
Hw<lu, mi o|»litUWt «нЬгп u«MmI i iuMmI r· un Ituuiliri* I»110*
no. C rru i|U0 iiaiIm jhmIiU itfM'Irw iiiAi «»1оц1о«о, ii| 111A1
wiii'HIt· \ fund*wi'iitul. lUtei! «« tin liuuibrc bunio. J’or
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llf* «Ir» l ll l c o r n t t t t l l grtÜ 'lO tU , О ·) III n i l й I ' i l l i d l l l l «Ir» n t n
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V u W v r I r t l l l b i r n l I l l o l M I · « la griM*ÍM й Й р п И п й Г · * * ( I r ft(j(| P ·
I U « л IfttM«» d r « « M i d « · p n r I n r v r » · « t i It i ti l «1« ib» l o d * nuildftd.
V r| b n m b r r i|tit* р г о у п г и г«|ч г * 1й«1о liM a ñ u d l d n l i n e n g n ·
l a · «ti «lf n l r g r í« d r l i n u n d o i l i « c n n l r l b i i l d n й Iiü
rrf ittÁ« Ь м Ь Н м М « г И й li< r r « , niá« Н йгй 1й r v n r u i ' l ó n i1t*l
| м г й ( м » •1« ' й | > й г г м й ! о у η t u« « r g i i n t 1й й 1н м 1Л|| d r d р и г й Ы »
iri< i r r t n «In г л а П м п й , I m i ltt г I о н и ! п я т ( п я т о * (IkikIo го*
«I«·«»· m u l l í « * · . I·',« г l i o u i b r r «f» Ь й в ы т и ^ ж Ь » и Ι ) Ι η · , <1й ( 1п г
Μ- toila .ilrjrrU , rríbn lor «ln f o d « pniitt, l l i w r r Jlnnir I1 1 «
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VI
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vlmip i »nr un preámbulo fn»«tim*blA p » r* «H i t i w i *
Tungo jitfr* mí (|un no pu*d# »#r m#lo i»f homfer# <fti*
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011 de«dl<ili«, V aquello* uiAoi qu#d*b«n dur»»!* un««
lll»rHN IJttlfjf’MlllIN y li( riiiiin«(l»i twtt lodo« lo· flIAot «i*
no» y íeliee« del mundo, lignito« lodo· #*n I«· má· pura·
fuente« ili* In vid*, ejereifjindo m i <W#*eho» a 1« nlrgri«.
e·« eleinmí«! alegría 11 U nuil i»ofl«*ili» iw'kimi rl olvido
ilr* uno mUtno y «le «u d*«graela,
NI lo« hombre« rlr*»r*ii má·, »erlan iw jo r # « , «J*orifu#*
lodo hom bre alrgri* obra td bl*n y pl«*n«a mi »1 b i*n » ( 1).

I«n alegría e« un tema erUtlano, p rro 1« verdad e« q»»#


11 ti tenido pora |»Mnatt lorio«» *e 1« I»« m irado ron mi··
pleaela y lian nrtthado iotroduri¿ndo«e en titttrba«» df*
IIIMmImiIm« lOOrírlirl«·, (hIhii y terrible· p re iro l i miento»
«i’i’ri'K d»' «ii inrompalihilidad con un· aot¿ntí«a «rtíiud
rr ligio*«, Mueede u veré* t*n «lnuno« «*»'li**iá«tirot
que <*1 hombre Iemperamen1«!m*nte alegrr y qun «mwijm«*
ra ron «u buen humor n lubrificar U vid · d* U eomunl>
dad y haeer má« grata 1« e«Utrn«’ia rn el Internado, *e
ronvlerte en vlelitua y blanco de toda« I·· suspiraría· i
«e duda de «ii vid« interior y de 1« »oriedad di* *u vm**«
rírin. Se me argllirA dlriendo que «u alegría no e· alegría
('•plriiunt. Tal veni pero demostrarlo r · tti&· dlf(H) que
fueglirarlo y iiillrho UiA« d lfírll también que probar *1

(I) I*A«I Hh«m M«nd 10 Mí i : 441


origen no divino de la tristeza y enojo habituales de sus
detractores.
Desde muchos ángulos distintos ha sido prostituido el
concepto de alegría. Hay quienes la consideran como un
privilegio de los afortunados y la identifican con la po­
sesión cuantitativa, con la vida de los amos y las fábu­
las del cine; por eso tienen de ella un criterio de fruto
prohibido o de realidad injusta que ayuda a la escisión
y desequilibrio de los hombres. Hay quienes, sobreva-
lorando la angustia existencial hasta el nivel de única
categoría decorosa, propia de hombres maduros y con­
secuentes, desprecian la alegría como si fuera un residuo
para seres débiles, de muy baja talla humana. Están
también los que reniegan de ella porque la juzgan peca­
minosa, enemiga de la virtud, pompa y vanidad del si­
glo. Paralelamente, hay otros que rehuyen cualquier
compromiso religioso, ya que suponen que en su seno
la alegría muere, lo mismo que a cierta altura sobre el
nivel del mar desaparece toda vegetación; las iglesias
son oscuras, ios santos llorosos o iracundos, el pensa­
miento de otra vida es el aguafiestas de ésta y la oración,
como ciertas plantas, crece únicamente allí donde no
hay sol.
Pero la alegría es otra cosa. La alegría no es prerro­
gativa de ningún linaje ni clima ni posición social, por­
que no constituye una herencia, sino una conquista per­
sonal, ni exige acompañamiento precioso y complicado,
sino que se ofrece liberalmente a quien tenga hambre y
un trozo de pan, a quien tenga ojos y un árbol delante,
o también, más inverosímil, pero no menos verdadera­
mente, a quien teniendo hambre y careciendo de pan,
aprende por su cuenta las bienaventuranzas, lo mismo
que a todo ciego que posea perspicacia interior. La ale­
gría, cuando no es un don que el Salvador concede a los
sencillos, puede ser el premio de los héroes, el premio

34
de un esfuerzo por vencer la tentación de soberbia o des­
esperación que permanece apostada junto a todas las
angustias. La alegría es el sejlo que garantiza la legi­
timidad de cualquier virtud, la señal de cooperación y
aprobación divinas en los actos morales, basta el punto
de que una castidad triste constituye una desfiguración
del rostro de Jesucristo tan grave como la humillación
de los pobres. ;,No es, por ventura, la alegría el único
fundamental deber de los cristianos?
San Francisco de Asís se calificaba a sí mismo y a sus
hermanos como joculntores Dei, y la traducción de «ju­
glares» no sería justa si no entrañase una ineludible re­
ferencia al juego y regocijo originales. Y el capítulo sép­
timo de la primera Regla franciscana prohíbe la tristeza
a los frailes, denominándola «enfermedad babilónica»,
porque despertaba en ellos el amor del mundo, de aque­
lla Babel abandonada el día en que fueron dóciles a la
tremenda invitación de Dios a la alegría.
Porque de Dios se dice que salió al encuentro del que
estaba alegre (2). Cristo poseyó como nadie la alegría.
El mismo Isaías nos anticipó un delicioso perfil de Aquel
cuyo nacimiento había de ser anunciado por los ángeles
como motivo de gran gozo: «no será triste» (3). Un
evangelio apócrifo cuenta que los vecinos de Nazareth
llamaban a Jesús suavitas, y éste fué el origen de la frase :
Eamus ad Suavitatem ut hilares fiamus: vayamos al que
es suavidad para estar contentos. Cuando El tomó la pa­
labra por vez primera en público fué para leer un men­
saje de dicha (4).

Pero la alegría, como la teología, «explica a Dios y


(2) Is. 64, 5.
(3) Is. 42, 4.
(4) Le. 4, 17-21.

35
conduce a Dios». Pocas cosas, por el contrario, alejan
al hombre de El como la tristeza, mal del alma adverti­
do ya enérgicamente por los monjes egipcios del siglo IV.
La tristeza fué durante mucho tiempo el octavo pe­
cado capital, hasta que San Gregorio Magno lo fundió
con la pereza, pero dando a este vicio conjunto el nom­
bre de tristeza, nombre que luego iué transmutado de­
finitivamente por el de pereza. El cambio de nombre,
1a desaparición del término «tristeza» de los catálogos
de moral, ha contribuido a reducir y casi extinguir la
importancia de los pecados contra la alegría, que los
penitenciales de la primera Edad Media castigaban se­
veramente.
La tristeza agosta el espíritu, marchitando toda vida
interior. Acarrea consigo el tedio y fastidio de las prác­
ticas piadosas y la repugnancia al ejercicio de cualquier
virtud. Hace al alma sumamente vulnerable a los ata­
ques del demonio. Por eso San Francisco de Asís califi­
caba la alegría de «segurísimo remedio contra las mil
insidias del enemigo» (5). Del alma sumida en tristeza
va apoderándose, como una niebla, el desaliento, y to­
mar un libro o recitar el padrenuestro se le antoja em­
presa muy ardua. En su Tratado del amor de Dios, casi
al fin, incluye San Francisco de Sales un capítulo muy
luminoso, que titula así: «La tristeza es casi siempre
inútil y contraria al servicio del amor divino.»
En esa depresión, que puede ser angustiosa o suave,
nacen las perversas sugestiones y se alzan las voces que
convelan a lo* dfrleites mundanos, ya que «no puede ja­
más el alma vivir sin algún contento, pues o se deleita
con las cosas altas o con las ínfimas» (6). La carne, des­
gobernada, reclama su parte en el festín que hasta ahora

(5) Thom. Cel., II, 125.


(6) San G r e g o r io M a g n o , M oral . 18, 9: ML 76, 46.

36
le había sido vedado por engañoso y nocivo, pero que
en esos momentos en que toda luz superior queda amor­
tiguada, ella se encarga de describir y augurar como
ocasión de desconocidas alegrías. ¿Y quién desoye una
voz que llama hacia esa región tan larga, tan doloro­
samente suspirada, la alegría? Porque la alegría sigue
manteniendo su seducción siempre, y todo se reduce a
acertar con ella, a elegir el camino y seguirlo. Pero ocu­
rre que el hombre equivoca su ruta: busca el amor y se
detiene en el placer, busca el placer y encuentra el vacío.
Ahí, en ese vacío, espera a menudo Dios al hombre.
Y le dará su paz y alegría a condición de que no ame
ese vacío y no prefiera anonadarse en la tristeza. Mien­
tras la tristeza resulte al corazón inhóspita, hay un ca­
ble tendido hasta Dios. Existe, sin embargo, otra tris­
teza, que es la peor, la que más víctimas causa, esa tris­
teza tibia que promete una secreta dulzura a quien se
decida a cultivarla. A veces es tremenda, casi irresisti­
ble la tentación de hacerse daño uno mismo, en forma
benigna o gravísima, desde el meticuloso cuidado en dis­
poner las cosas para que pase desapercibido de los se­
res que amamos la fecha de nuestro cumpleaños hasta
esas palabras irrevocables, en cuya formulación late un
extraño y retorcido deleite, que destruyan para siem­
pre o socavan sin remedio el amor más estimado. ¡Qué
difícil defenderse de uno mismo! ¡Ah, esa tendencia
dulce a amar la tristeza...! Se llega a amarla con verda­
dera pasión. Pero ¿cómo vivir mucho tiempo en esa
tristeza sin pecar contra la esperanza?
La tristeza convierte al hombre en desabrido y áspero,
y dificulta el desarrollo de la alegría en los demás. «No
conviene que el siervo de Dios se muestre malhumorado
y triste anjte los hombres, sino que debe estar siempre
de buen humor. Examina tus culpas en tu celda y llora
y gime en la presencia de Dios, pero cuando vuelvas a

37
estar con los hermanos deja la tristeza y sé alegre con
los demás» (7).
El origen de la tristeza suele ser una soberbia exa­
cerbada, la aguda conciencia de unos derechos que en la
desgracia resultan lesionados. Acusa otras veces falta
de mortificación de las pasiones, la cual hace al hombre
impaciente, impaciencia que se funda igualmente en la
soberbia. Supone un desagradecimiento y olvido de los
favores recibidos. Irritarse por no encontrar taxi una
tarde de lluvia entraña una seria falta de gratitud por
dones muy superiores: la posesión de unos miembros
en su normal ejercicio, que permiten a ese hombre des­
plazarse de un sitio a otro en busca de taxi. Advertir
cada día, agradecidamente, que poseemos muchas más
eo¿as y más fundamentales que aquellas de que care­
cemos es un buen camino para conservar o recobrar la
alegría. Puede la tristeza también ser una forma degra­
dada de la ira o un fruto de la carne utilizada sin ley.
En último término, enseña Santo Tomás que «la tristeza
mala proviene del desordenado amor de sí mismo, el
cual no e9 un pecado especial, sino la raíz general de
todos los pecados (8).

«La tristeza mala.» Luego ¿hay alguna tristeza buena?


Sí, es menester hablar de una excepcional tristeza, ex-
cepcionaimente santa. No toda tristeza es mala. Ya San
Francisco de Sales, fustigando la tristeza, señala a ésta
sei9 efectos lamentables: angustia, pereza, indignación,
celos, envidia e impaciencia; pero reconoce dos efectos
buenos: misericordia y penitencia (9).
Nos ha quedado constancia de una preciosísima tris·

(7) S a n F r a n c is c o d e Asís, en Thom. Cel II, 128.


(8) Sum. Teol., IMI, 28, 4.
(9) lntrod. a la vida devota, IV, 12.

38
teza. Jesús dijo una vez: «Mi alma está triste harta la
muerte» (10). Y su Madre bendita no sólo es invocada
como aCausa de nuestra alegría», sino también como
Madre dolorosa, en cuyo regazo debe el hombre depo­
sitar sus lágrimas más nobles. A Ella, pálida y afli­
gida, vestida de luto, iluminada por las velas de la
muerte, le suplica el alma ardorosamente el viernes de
Pasión: «Haz que llore contigo durante toda mi vida.»
Fn el seno de esa bella trisjteza redentora cabe refu­
giar todo dolor humano casto y generoso. El dolor de
cuantos deploran su condición de peregrinos, su estado
precario de criaturas vacilantes y ansiosas, su amor en
peligro, que no ha conseguido aún plenamente el objeto
de su amor, y su conocimiento tan imperfecto de la ver­
dad ; lamentan que se prolongue esa situación en la
cual el amor se ve amenazado de cansancio, su tristeza
puéde impurificarse y su alegría orientarse hacia la va­
nidad de las cosas caducas. Lágrimas saludables son- las
que tienden a lavar los propios pecados. «Porque si con
la carta os entristecí, no me pesa. Y si estaba pesaroso
viendo que aquella carta, aunque por un momento, os
había contristado, ahora me alegro no porque os entris­
tecisteis, sino porque os entristecisteis para penitencia.
Os contristasteis según Dios, para que no recibieseis
daño alguno de nuestra parte. Pues la tristeza según
Dios es causa de penitencia saludable, de que jamás
hay por qué arrepentirse; mientras que la tristeza se­
gún el mundo lleva a la muerte» (11). Hay una frase de
León Bloy que resume espléndidamente: «Sólo hay una
tristeza, y es la de no ser santos.»
En'conexión con ella, existe una tristeza apostólica,
la que San Pablo sin rubor proclamó: «Siento nna gran

(10) Mt. 26, 38.


(11) II Cor. 7, 8-10.

39
tristeza» (12). Es menester suscitarla, es preciso arrodi­
llarse delante del santocristo y repasar una a una las
espinas y los clavos, las cinco llagas, las innumerables
llagas de ese cuerpo deshecho, los siete dolores de la Do­
lorosa , su inmensa pena, y hacerles compañía, y reparar
tantas ofensas que a diario les son infligidas por lo·
pecadores. Como premio a esta adhesión y a las incesan­
tes súplicas, tal vez seamos recompensados con el don
de lágrimas. Es bueno y laudable ofrecerse al cielo en
holocausto, entregar el alma entera para ser minucio­
sa y duramente victimada, y el cuerpo con todos sus
sentidos, crucificado como el de El, como el de aquel
santo de tantos dolores y tan inalterable alegría, San
Francisco de Asís, que corría por los bosques llorando
y gritando : «El Amor no es amado.»
Tristeza de los que se compadecen de sus hermanos,
tristeza santa también. Basta aproximarse a los que su­
fren, a los despreciados y perseguidos; basta leer con
corazón limpio las estadísticas del hambre y los estra­
gos de la guerra para que se levante del fondo del alma
la tristeza misericordiosa y la tristeza de advertir has­
ta qué punto es egoísta nuestra dicha. La tristeza tam­
bién— ¿quién sabe?—del que no acierta a compartir
en mayor medida los sufrimientos ajenos...
Existe, además, una tristeza natural, cierta melan­
colía que nace de buscar en las cosas lo que las cosas
no pueden dar, el absoluto. Al contacto con la tristitia
rerum el alma siente la decepción, se abre al vacío, y
este vacío puede dejar disponible al hombre para una
apetencia superior de algo que colme sus deseos. Tris­
teza prologa], prólogo de algunas eximias biografías
que acaban en Dios.

(12) Rom. 9, 2.

40
Hay muchas almas en las cuales se ha cebado la des­
gracia; para ellas la alegría no ofrece hoy otra posibi­
lidad ni fórmula que un esfuerzo paciente hacia la con­
secución de una futura alegría. Y puede darse una extra­
ña auténtica felicidad en la cordial aceptación de la in­
felicidad. En este valle de lágrimas semejante dicha
debía ser bastante general si el hombre se resolviera a
reducir sus aspiraciones al único esquema legítimo: ser
perdonado y aprender a amar.
Es cosa bien comprobada que nos sentimos inclina­
dos a entender la alegría negativamente, como carencia
de penas. Tal vez sea porque manejamos con mayor
comodidad las ideas negativas y, según esto, conce­
bimos la libertad como liberación y el cielo simplemen­
te desprovisto de notas aflictivas : sin dolor, sin tedio,
6Ín fatiga, sin fin. Pero seguramente esta tendencia a
entender la alegría por referencia a la tristeza estriba
en· la mayor y más rica experiencia que acerca de ésta
poseemos. Psichari, cuando recorría el desierto, se dió
cuenta de que el oasis es un punto perdido en la inmen­
sidad del espacio lo mismo que el placer es un ponto
insignificante dentro de la inmensidad del tiempo.
Con todo, la consigna de la alegría, de esa alegría
positiva que inunda todos los rincones del ser, continúa
vigente. «Alegraos siempre en el Señor, otra vez os lo
digo, alegraos» (13). A pesar de todos los pesares, a
pesar de todas las apariencias que a veces es difícil su­
perar, a pesar de todas las tentativas fracasadas«com o
tristes, pero siempre alegres» (14). A pesar de la muerte
de Cristo... La alegría es fundamentalmente esperan­
za, vivencia del dolor con proyección a la gloria, com­
pasión con Jesús en la seguridad de nuestra próxima oo-
r«‘surrección.
(13) Philip. 4. 4.
(14) H Cor. 6, 10.

41
Y la esperanza, como toda virtud, exige un cultivo
esmerado, estado de alerta y coraje. A la desesperación
siempre «se cede». La alegría que, después de todo,
reporta la esperanza, es para las almas experimentadas
el fruto de una renuncia al descanso que la desespera­
ción prometía.

Pero la verdadera alegría, además de esta radical


conexión con la esperanza y su fundamento, la fe, os­
tenta otra nota muy importante, y usted ha tenido oca­
sión de percibirla como pocos: ha de ser caritativa. No
existe mayor alegría que la que se obtiene procurándo­
la a los demás. El emblema de la alegría podría ser
el de aquel caballero munífico ; un pozo y esta leyen­
da : «Cuanto más doy, más tengo.»
Así como la gracia es germen de la gloria, la alegría
cristiana de este mundo tiene que mirar a la alegría de
los cielos y proyectarse hacia ella como a su fruto na­
tural, conteniendo ya de manera embrional todas sus
características. Pues bien; existe una deliciosa pintura
de la vida beata : allí los bienaventurados serán socio·
liter gaudentes. Su gozo será social, común, unánime.
San Buenaventura describe: «Contempla a tu lado el
colegio de todos los santos, congregados para colmo de
tu felicidad por la divina clemencia; porque no es jo ­
cunda la posesión de un bien cuando se goza de él a
solas» (15).
Por tanto, la alegría, como el bien, ha de ser difu­
siva. No existe la alegría solitaria, porque en el egoís­
mo únicamente cabe una satisfacción sórdida que des­
aparece en el momento en que Dios se vuelve hacia esa
alma y tiene con ella la misericordia de sustraerle todo
(15) Soliloq. IV, 13: D. S. Bonav. Opera Omnia (Quaracchi),
vol. 8, p. 60.

42
placer engañoso y mortal. Carnus proclama en Noces:
«No hay por qué avergonzarse de ser dichoso.» Pero
más tarde, en La peste, reconoce que «es vergonzoso
ser dichoso uno solo». Y además de vergonzoso, ¿no
es imposible?
Sucede con la alegría como con el fuego: si no se
propaga, se apaga. Cuando uno, por el contrario, co­
munica este supremo don, su propia alegría se conso-
lida. Esa grave dificultad que el hombre experimenta
para ser él solo dichoso rodeado de desdichados, ¿no
será una preciosa defensa cor* que Dios lo ha dotado
contra el demonio del egoísmo9 En el seno de la única
alegría cristiana, de la alegría comunicativa, se conci­
llan y reconcilian el amor del prójimo y el amor de
uno mismo. Dios lo hizo todo bien : la perfección mo­
ral de los seres coincide con su perfección ontológica.
La oda de Schiller a la alegría es un himno a la ale­
gría universa], la alegría de los corazones unidos, un
formidable himno coral. Bajo la dulce mirada mágica
de esa alegría, todos los hombres son hermanos. El que
vaya solo por su camino, que se sume a nuestro grupo
y una su voz a las nuestras para cantar juntos a la po­
derosa alegría. «Nosotros cantamos al amor, a la ale­
gría, y los ángeles cantan a Dios». Y ellos y nosotros,
acaso sin saberlo, cantamos lo mismo.

Sólo quería felicitarle a usted por su inapreciable


colaboración en esta sinfonía del mundo. Sólo quería
darle las gracias de parte de los hombres.

43
III

“ No te alegres, Israel, como las gen­


tes, porque has fornicado lejos de tu
Dios. Fuiste en busca del salario por
toda era de trigo” (Os., 9, 1).

Sí, por fin ha prevalecido el dolor. Antes tratabas


de convencerte de que era mejor, lo más deseable, que
el niño muriese cuanto antes. Y fuiste sincera al expli­
carme la razón de tan extraño e inhumano deseo: «No
vaya a creer que es por librarle del baldón, del máxi­
mo insulto que un hombre puede recibir y que alguna
vez él ineludiblemente recibirá ¡ hijo de una mujer
pública; no, es por egoísmo, por no soportar la mira­
da que me dirigirá el día en que se entere de la verdad
de su origen. Yo no sabría aguantar esa mirada, no po­
dría tolerar dos segundos ese reproche, el único que
aún me puede herir. Acabaría matándolo con mis pro­
pias manos. Es preferible que se muera él solo antes.
Esto ofrece menos complicaciones». También este pos­
trero, titánico esfuerzo por ahogar la amargura en iro­
nía, fué sincero. Has sido siempre sincera, y por eso
he creído siempre en tu regeneración, en tu última so­
terrada capacidad de alegría.
También ha sido sincera tu carta de ayer. Me comu­
nicas la muerte repentina de tu hijo y confiesas que el
dolor ha superado toda previsión, anulando por com­
pleto la antigua ansiedad y hasta su recuerdo. Ahora
querrías resucitar aquel hijo del pecado, arrodillarte

45
delante de él y, si fuera preciso, permanecer toda la
vida tirada a su lado para que él te pisoteara y te gri­
tase a la cara tu ignominia. Cualquier cosa con tal de
que él viviera. Cualquier afrenta con tal de que él res­
pirase, aunque &u aliento te incendiara las entrañas.
Ocurre que los hombres somos a menudo mucho más
vulgares de lo que nos juzgamos, y nos faltan energías
tanto para el bien como para el mal. El demonio nos
entorpece la marcha hacia Dios, y Dios se interpone a
veces violentamente en nuestro camino hacia el abismo,
ya que no podemos saber hasta qué límites concretos
respeta la libertad humana. No estamos nosotros solos
interesados en nuestra propia ruina o salvación, y tanto
como luchadores somos campo de batalla. Por otra
parte, el amor de uno mismo y sus infinitas oscuras ra­
mificaciones impiden o retardan la conquista de las ci­
mas lo mismo que el descenso completo y la abomina­
ción absoluta. Tu dolor justo por el hijo muerto es tan
natural como lo sería tu injusta resistencia a sacrificar­
lo por el reino de Dios.
Dolor natural mayor que toda la artificial maldad
de tu antiguo deseo asesino. Y me complace saber que
este noble fruto de ahora no lo atribuyes a tu espíritu,
rescatado por tus méritos, sino a tu naturaleza, pre­
servada por Dios. Dolor natural puesto que ha muerto
carne de tu carne y sangre de tu sangre. La conciencia
materna, avasallada antes por la depravación, ha surgi­
do, al fin, clamorosa, intacta.
Ha muerto también, y no lo debes olvidar, carne de
su carne, carne de la carne de su padre. Me decías al­
guna vez que a ratos los ojos de tu hijo te daban miedo
porque eran como los de él, vivos y terriblemente dul­
ces, porque eran simplemente como los de él, negros y
grandes; a ratos, por el contrario, te producían un ex­
traño gozo porque casi prolongaban la posesión de otros

46
tiempos, aquella alegría falsa, aunque suficiente. ¿Te
acuerdas cuando murió el padre? No te explica* por
qué aquella muerte, en situación tan irregular y emba­
razosa, fué para ti de mucho mayor sosiego y consuelo
interior que esta otra muerte del hijo, que ha desperta­
do en tu alma como una ferocidad imprevista y ha ve­
nido a ser una vigorosa, eficaz llamada de Dios. ¿Qué
sabemos de las misteriosas fuerzas que operan sobre
nosotros?
¿Qué sabemos de la agonía? Acaso tu paz inexplica­
ble de entonces la mereció él para ti, con su muerte tan
contrita y generosa. ¿Te acuerdas? Atrajo junto a sí al
hijo, de meses nada más, y le pidió perdón. Luego se
deshizo de él y pronunció unas palabras incomprensi­
bles. Incomprensibles para ti, pero creo que ya es hora,
es hora oportuna, de que te las explique. Hasta hoy
te he ocultado su verdadero sentido, no sé si por táctica
o por cobardía. Aquellas palabras, las últimas que pro­
nunció, las últimas que debió en justicia proferir, con­
tenían la más pesarosa y ardiente declaración de amor
a su mujer, abandonada tan lejos. ¿Por qué misteriosa
piedad de Dios las interpretaste tú como una última
predilección, cansada, pero fiel, hacia ti? Después hube
de relacionarme con ella, y no te será fácil adivinar
cuánta resignación y amor había en su alma, qué per­
dón tan total y qué dolor tan inmenso le produjo la no­
ticia de la muerte de su marido. Mucho menos podrás
concebir cómo, olvidando la injusticia de tu seducción,
prescindiendo de tu pecado y abandonándolo a los jui­
cios divinos, te estaba profundamente agradecida por los
cuidados que le dispensaste a él durante los últimos
tiempos.
Nada más quería sugerirte alguna pista para que com­
prendas tal vez el posible origen heroico de aqueHa
suave paz que inmerecidamente entonces te embargó.

47
; Y tu dolor brutal de ahora? Un dolor saludable, no lo
dudes, un dolor para expiar tus criminales deseos, un
dolor que representa igualmente otra misericordia del
Señor. Un dolor que puedes ir mereciéndolo a medida
que lo vives.

¿Por qué, después de morir aquel hombre, te lan­


zaste a la vida? ¿Por qué? ¿Por qué prostituiste el don
divino de aquella paz degradándolo hasta el punto de
considerarlo aprobación superior de todo placer, com­
probación de tu incapacidad nativa para el arrepenti­
miento, puerta abierta a todo descarrío? ¿Por qué, Se­
ñor, abusamos de tus mismas gracias, por qué emplea­
mos el aire que nos regalas para convertirlo en blas­
femia?
¿Por qué te sumiste en seguida en el pecado como
régimen de vida? ¿Por qué? Mi respuesta podría ser :
para mantener a tu hijo. Tu respuesta sólo puede ser:
por amor al placer. Ambas respuestas son hasta cierto
punto benignas : no buscabas el mal por el mal, puesto
que de este horrendo pecado ya nos libra ordinaria­
mente nuestro mismo ser, sano en su última fibra a
pesar de todos los estragos. Pero una y otra respuesta
son también acusatorias, pues el amor de Dios exige ina­
pelablemente todo sacrificio : la abstención de todo de­
leite prohibido e incluso la vida de cualquier criatura.
Y no quiero suponerte en tan miserable estado de con­
ciencia, en tan estúpida y desesperada búsqueda de ex­
cusas, que sigas defendiendo que la vida de tu hijo no
podía sostenerse de otra forma, con otra conducta.
Amaba» el placer. Reconozco que posees una natura­
leza particularmente apasionada, pero esto significa al
mismo tiempo un deber de mayor gratitud a Di oí por
haberte concedido la oportunidad de amarle con un

48
singular ardor al cual la mayoría de los seres humanos
no tiene acceso.
Bien pronto, no obstante, topaste con el hastío. Es­
taba el dinero, el atroz dinero, en el cual, por encima
de sus posibilidades de inversión, llegaste a encontrar
un tenebroso deleite, una sensación de complicidad cen­
sual que no te proporcionaban los mismos acto« con los
que lo habías ganado. Pero en el pecado bien pronto
se disolvió todo placer, mucho antes de que hiciese su
aparición el asco o la amargura. Simplemente la insi­
pidez. Esta insipidez puede darse también como resul­
tado de una vida pecadora en muchos hombres; tal
insipidez, sin embargo, no constituye motivo alguno
para abandonar semejante vida, puesto que el hábito,
a la vez de insípido, va tornándose invencible, y su pri­
vación se hace tan dura como la privación del pan y del
agua, aunque el seguir disfrutando de los placeres sen­
suales no reporte más placer que comer pan o beber
agua; la serie de sensaciones es muy limitada, sólo es
inagotable la imaginación. Cuando el frenesí pasa, que­
da la necesidad y el aburrimiento, más la resistencia a
confesar éste y la inclinación a exagerar aquélla.
El pecado no puede conducir a la felicidad aunque
produzca placer. Dios, además de dictar sus manda­
mientos, ha establecido sus normas físicas y de ordi­
nario las respeta. Según esto, un acto pecaminoso pue­
de ocasionar sensaciones placenteras. Pero el placer es
el fruto más inmediato y pobre de todo el proyecto hu­
mano de felicidad, que solamente puede culminar en
Dios. Buscar el placer al margen de la voluntad di­
vina imposibilita, ya desde los primeros pasos, la mar­
cha hacia la verdadera felicidad y equivale a comer la
mondadura y arrojar el fruto.
Cabe, no obstante, una administración sagaz del pla­
cer que no embote la sensibilidad, sino que la man·

49
tenga siempre despierta y sedienta, al mismo .tiempo
que la adiestra en la renuncia a todo otro deleite que
rebase su propia esfera. Cabe, sí, tan terrible castigo.
El pecador, bien instalado en esa depravación sabia­
mente regulada, anda muy lejos de considerar castigo
tamaña situación. Cree estar devorando la pulpa jugosa
del fruto y renuncia al hueso: a la ridicula austeridad,
a la inexistente alegría de los continentes. Y así como
nosotros fácilmente reputamos falsa su dicha, dictada
su declaración por el orgullo y el miedo a la humilla­
ción, también él cree falaz nuestra alegría, y nuestra
apologética, basada únicamente en el resentimiento de
los impotentes. Estamos, pues, atribuyéndonos mutua­
mente el papel de zorra en la 'famosa fábula de las uvas
verdes. Sería preciso que ellos trataran de hacerse
permeables a nuestros programas de felicidad al mis­
mo tiempo que nosotros reconocemos la innegable sa­
tisfacción que el placer, aun prohibido, lleva consigo.
Que ellos reconozcan también que la ley de Dios, que
no logra impedir los pecados, los hace en cierta medi­
da desabridos o amargos, mientras nosotros nos apres­
tamos a reconocer que la misericordia divina, que tam­
poco consigue extirpar del mundo el pecado, respeta
misteriosamente el margen de placer que la naturaleza
reclama del acto pecaminoso. Porque tampoco es lícito
precipitarse a coDceder carácter paradójicamente puni­
tivo a todo deleite que se deduce del pecado. ¿Es que
no puede considerarse la «alegría»—eso sí, te ruego
que al menos toleres estas comillas—del pecador como
una recompensa de las muchas indudables obras bue­
nas que ha realizado y sigue, a pesar de todo, realizan­
do? Esta vida y la otra... Bástenos saber que en una y
otra, en el conjunto de una y otra, la justicia—la mi­
sericordiosa justicia—del Señor alcanza perfecto cum­
plimiento para todo hombre, bueno o malo.

50
Placer y pecado integran una trama cuyos hilos re­
sulta muy difícil discernir. Merton denuncia inteligen­
temente la engañosa dialéctica de estos dos elementos
en el proceso de una vida pecadora: «La teología mo­
ral del demonio parte del principio: el placer es pe­
cado. Luego desarrolla el principio invirtiendo los tér­
minos : todo pecado es placer. Después, señala que el
placer es prácticamente inevitable y que tenemos una
tendencia natural a hacer lo que nos place, de lo que
concluye que nuestras tendencias naturales son malas y
que nuestra naturaleza es mala de por sí. Y nos con­
duce a la conclusión de que nadie puede evitar el pe­
cado, puesto que el placer es inevitable. Luego, para
asegurarse de que nadie intente escapar al pecado, aña­
de que lo que es inevitable no puede ser pecado. Des­
pués todo el concepto de pecado es arrojado por la
ventana como impertinente, y la gente decide que no
queda sino vivir par?* el placer, y de este modo placeres
que son naturalmente buenos vuélvense malos por de­
gradación y se desperdician vidas en la infelicidad y el
pecado» (1).

A ti muy pronto te llegó el tedio, que no dudo tuvo


incluso su aspecto grato de blando sosiego y saciedad,
con el cual te creiste suficientemente compensada de la
aspereza de tu vida anterior y hasta del hambre y la
fatiga de toda tu ascendencia, pobre y hostigada de ge­
neración en generación. Tal vez no sea la oportunidad
de solucionar una situación aguda de indigencia me­
diante la entrega momentánea al vicio el mayor y más
grave peligro que 1a lujuria presenta a 1a pobreza.
Y, detrás del tedio, la amargura. El sentimiento de

(1) SemUlas de contemplación (Edit. Sudamer., Bs. As.), p. 70.

51
humillación tardó más en llegar. Ahora, terminado el
frenesí hace mucho tiempo y no habiéndose despertado
todavía el apetito de venganza o de ese pecado horri­
ble que es el odio contra el amor, deploras enérgica­
mente tu estado. Estás arrepentida. Pero quiero que
comprendas que este arrepentimiento es demasiado hu­
mano. Lo noto en esa subestimación tuya de la castidad.
Te parece el sacrificio de los puros totalmente inane,
ya que supone la abstinencia de realidades muy po­
co consistentes, de placeres muy desabridos a la lar­
ga. El hombre puro, sin embargo, no renuncia tanto
a estas pobres realidades cuanto a sus imaginaciones,
que visten y adornan la realidad con mantos suntuo­
sos! no sacrifica uu fruto de carne amarga, sino un
fruto de maravilloso aspecto. Cuídate mucho de me­
nospreciar sacrificios cuyo verdadero mérito ignoras.
Y esfuérzate en adquirir, con vistas a una contrición
noble, el concepto auténtico de pecado: el pecado es
primordialmente una ofensa a Dios, no un fracaso del
hombre. Aprovecha, no obstante, esta desengañada ex­
periencia de tu vida de pecado para apoyar tu incipien­
te conversión a Dios, al amor, a la alegría. Reconocer
humildemente la precariedad de nuestros móviles en
cuanto dicen relación con Dios es comenzar a purificar­
lo· y engrandecerlos. Contra el endurecimiento y la di­
ficultad de desandar un largo camino que todo hábito
pecaminoso lleva consigo puedes valerte de tu hastío, de
tu a=co, como de un arma no muy brillante, pero sí bás­
tante eficaz.
Te preocupa, sobre todo, el modo como resolverás
tu vida de ahora en adelante. ¿Adonde ir a trabajar,
en dónde presentarse con tales informes? ¡Ah, la so­
ciedad! La sociedad escoge sus víctimas, las utiliza y
después las arroja al borde de la carretera. Tiene su·
leyes de honestidad, sus códigos implacables, su corree-

52
ción podrida y altanera, su horrorosa mentira. Pero
Dios usa de ella misteriosamente, como se sirve tam­
bién del demonio, para la obtención de unos fines que
escapan totalmente a nuestra previsión. Líbrate de juz­
garla.
Y principalmente, por favor, por lo que más quie­
ras, guárdate de una cosa : guárdate del odio. La gran
tentación de las víctimas no es sucumbir a las propo­
siciones del verdugo, sino consentir en el odio, en esa
interior, sorda y amarga venganza que es el odio. Guár­
date de odiar a los hombres, porque este pecado arras­
tra una cohorte de demonios indeciblemente más nu­
merosos y fuertes que los que acompañan a la triste lu­
juria.
Bien sé que, así como hay una lujuria desarmada y
hasta humilde, existe también un tipo de impureza
penetrado de odio. Gracias a este odio, la lujuria com­
pensa su creciente insipidez con el saboreo del dolor
infligido a los otros, el orgullo de su incalculable po­
der para sembrar celos y luchas, para desunir lo que
el amor hermosamente, trabajosamente, había unido.
Tú no conociste esta especie terrible de lujuria. Tú
amabas el pecado a pesar de sus consecuencias destruc­
toras. Llegabas a sentir, cuando pecabas, una invenci­
ble compasión por la esposa entonces burlada, y esta
compasión era como una mínima victoria parcial sobre
el diablo en el seno de la misma gran derrota. Tu mis­
ma naturaleza, radicalmente sana, que te obligaba a
descubrir en el cómplice algún aspecto de desamparo
o alguna bella cualidad que bastase a hacerte menos
pecaminoso el pecado, te ha llevado siempre a detestar
la maldad por la maldad, el mal moral que todo bien
físico irregular contiene, como una tara o una carcoma.
Estimabas sobre todo a aquellos muchachos inhábiles,
hasta entonces puros, que habían caído en el pecado

53
por efectos del vértigo, como los que se lanzan desde
una torre por no saber superar el vértigo, por no so­
portar el miedo a caer; los amabas buscando en ellos
frenéticamente, sin saberlo, tu pureza perdida. Recuer­
do tu interés generoso por las confidencias que aquellos
hombres te hacían, incapaces de resistir la propensión
a hablar de uno mismo que después del pecado se ex­
perimenta ; llegaste a ayudarlos en sus desgracias y, en
la9 otras confesiones de glorias y grandezas, no percibías
vanidad alguna, sino un modesto esfuerzo por hacerte
más deseable su intimidad o siquiera más soportable
aquella hora; incluso cuando te confesaban delitos o
ruindades— ¿quién podrá comprender el signo de esas
confidencias tan poco brillantes?—creías ver en el fon­
do de todo ello la búsqueda de una complicidad sen­
timental que te acercara a ellos. ¡Y aquel sentimiento
absnrdo, ridículo, de seguir amando a los que habían
abusado de ti y te habían olvidado tan pronto!
De la Magdalena aseguró Jesús que había amado
mucho y por eso se le perdonaba mucho. ¿Se refería
únicamente al amor divino? ¿O hay algo salvable y
puro en todo amor humano por desarreglado que sea,
en esa entrega confiada a otro ser, en esa secreta mí­
nima deposición de la soberbia que cualquier amor, el
más inmundo, aun el más interesado, necesariamente
comporta? Es seguro que en ese linaje de amores nada
subsiste ordinariamente que pueda ser mirado con com­
placencia por el Padre, pero al menos ese amor suele
respetar la última fibra del corazón que así ama, la
fibra donde se refugia la humildad y el sentimiento de
culpa, la fibra que en los corazones inactivos se corrom­
pe y llega a persuadir al hombre de que ama a Dios
por la simple, blasfema razón de que no ama a ningún
otro ser.
Tu corazón, que te ha conducido a tantos desórdenes,

54
te lia librado, sin embargo, de caer en la maldad abso­
luta, lo mismo que ha provocado ahora, con la muerte
de tu hijo, la más bella posibilidad de resurrección.
Pero esmérate mucho en defenderte del odio a los
hombres, del odio a la sociedad. Ciertamente que ésta
es injusta cuando perdona las liviandades del hombre
libertino, «y hasta ríe con sus gracias, e incluso aplaude
tales desmanes como pruebas de virilidad insigne, mien­
tras inconsecuentemente os persigue a vosotras, os hu­
milla con la reclusión y los atroces registros sanitarios,
con los mayores oprobios e ignominias. Defiéndete del
odio con todas tus energía?, es mi consigna más 6anta,
la que más ardorosamente pronuncio para ti. No es el
peor mal, la mayor baza del diablo, vuestro común pe·
cado de impureza, ni el pecado contra la caridad por
parte de los hombres que se burlan de vosotras, sino el
riesgo tremendo del odio que él ha puesto sagazmente
a medio metro de vuestra amargura.
No odies. Olvida, Pide a Dios la valentía de ofrecer
tus sufrimientos por ellos, por los culpables de esta si­
tuación tuya. Al menos no te detengas a pensar que los
hombres son malos; dedícate más bien a pensar que
Dios es bueno, aunque con un género de misteriosa bon­
dad que en tu momento actual no te es fácil comprobar,
pero sí te es obligatorio creer.
Ten piedad de ti misma. Comienza por acusarte en
silencio ampliamente. No repares en el margen de cul­
pa que otros han tenido en tu vida de pecado. Aunque
ello sea innegable objetivamente, resulta impertinente
su consideración a la hora de tu propio examen. Pien­
sa que otras muchachas son más excusables que tú, ni­
ñas violadas por sus mismos padres, xhujeres engañadas
y abandonadas, o despedidas, en el peor trance, de la
casa en que servían por señoras muy honestas que no
podían permitir tal crimen, tal espectáculo para sus

55
castas hijas... Piensa en esa larga fila de mujeres que
caminan delante de ti, con mayores derechos que tú,
hacia el gran descanso en el regazo de Dios, que escu­
driña con candelas hasta el último brote de culpa, pero
a quien no se oculta .tampoco ninguna miseria, ninguna
humillación o desamparo. Reconoce que tú vas detrás,
que en el origen de tu desorden no hay disculpa algu­
na. Acúsate en soledad, acúsate mucho. Nuestro Señor
asistirá a esa acusación aunque tú no lo llames, y es
posible que en premio te conceda pronunciar su nom­
bre y dirigirte a El. El pan se santifica cuando es ben­
decido, el hombre en el momnto de ser bautizado, el
pensamiento cuando se lo convierte en diálogo con Aquel
que lo llena todo con su presencia.
Dios es infinitamente poderoso. Y es también infini­
tamente misericordioso hasta el punto de que una ora­
ción de la liturgia penitencial afirma que la máxima
demostración de la omnipotencia divina consiste en su
misericordia y su perdón.
Puede ser que llegues de un salto al puro amor de
Dios. Puede ser que únicamente te sobrecoja un gran
terror, un dolor de haber pecado y un pesar por haber
merecido las mayores sanciones. Acéptalo. El limpio
amor de Dios, aparte de lo que tiene de gracia divina,
está sometido también al mecanismo psicológico del
alma y no se improvisa fácilmente. Y la atrición con
confesión libera y, si es verdaderamente humilde, sue­
le conducir a la contrición.

Puede ocurrir también que después de una primera


conversión y antes de la completa rehabilitación que
sólo en la muerte santa se consigue, caiga de nuevo el
alma en el pecado. Es posible, es probable. Creemos
que sólo se da una conversión, siendo así que hace fal-

56
tu que el corazón se con-vierta cada noche al Señor des­
pués de haberse di-vertido cada día y dispersado en e]
amor de las criaturas. Asimismo es menester buscar dia­
riamente a Dios, ya porque El gusta de llamar y escon­
derse en los procesos purgativos, ya porque su rostro
siempre permanece parcialmente velado a la potencia
limitada de nuestros ojos y siempre es posible profun­
dizar en la intimidad cristiana, ya también porque, así
como una sincera búsqueda entraña ya el encuentro,
el sentimiento de haber asegurado definitivamente nues­
tra conquista constituye el riesgo más próximo y temi­
ble de perderla otra vez. Hay que buscar incansable­
mente para no perder lo encontrado, hay que vivir en
continuo temor a fin de no pecar contra la esperanza.
Representa un grave misterio el perdón divino : la
facilidad con que lo obtenemos puede convertirse en es­
tímulo de pecado mientras provoca en otras almas la
idea de una indiferencia de Dios respecto de nuestras
obras, tan liberalmente absueltas que parece que no
le atañen lo más mínimo. Diríamos que a Dios le trai­
ciona su bondad. Y a nosotros nos pierde la suma lige­
reza de nuestros pensamientos. Es preciso recordar mu­
cho la encarnación y pasión de Jesucristo, tratando de
penetrar más y más en aquellos acerbísimos dolores, en
aquel atroz anonadamiento que supuso el hecho de to­
mar el Verbo carne humana, de permitir ser limitado
el Inmenso por una modesta figura y ocupar un poco
de espacio, de empezar a vivir de alguna forma el
Eterno, que no había tenido comienzo alguno.
Hace falta, igualmente, calibrar más la tremenda in­
gratitud de las recaídas, cuya gravedad viene acentuada
por el desprecio de una fácil misericordia repetidas ve­
ces experimentada. Que el ejemplo de María Magda­
lena te inspire la humilde confianza de alcanzar la ab­
solución de tu vida, pero no deduzcas de él la orgullosa

57
confianza de poder pecar impunemente cuanto quieras.
El perdón de aquella pecadora fué proporcional a su
amor, pero acaso nuestra condenación guarde la pro·
porción de nuestra ingratitud al amor. Si su amor y
gratitud fueron tan grandes como su pecado, a menudo
nuestro pecado es mayor, tan grande como nuestra in­
gratitud. Y cuando, por la insondable misericordia de
Jesucristo, seamos tal vez perdonados, el perdón que
sobre nosotros se ejerza tendrá que ser mayor, pues si
es posible que hayamos pecado tanto como ella, es tam­
bién seguro que no hemos amado en la medida que
ella amó.

La carne se opone al espíritu. Se opone por su horror


al sufrimiento, entorpeciendo nuestra perfección, y por
su sed desmesurada de placer, dificultando nuestra sal­
vación. La batalla que en el corazón de cada hombre
diariamente se libra entre la carne y el espíritu da op­
ción a la tristeza y a la alegría. El tradicional axioma
que afirma la tristeza de la carne, consecuente a su uso,
tiene validez para la tristeza del alma, humillada por
el abuso de la carne. No sin razón los padres griegos
vieron en la alegría el primer efecto de la continencia.
Pero de su colaboración en favor del triunfo de la
tristeza no es lícito argüir la maldad constitutiva de
toda carne. La carne que lucha contra el espíritu no
es pura carne, es carne impurificada por el mal espí­
ritu, que sólo él confiere maldad a las cosas. Y esta
carne, un día pura, más tarde impura, ha sido también
purificada y enaltecida sin tasa, carne que es hoy al­
bergue de la Trinidad Santísima. «¿No sabéis que vues­
tro cuerpo es miembro de Cristo? ¿No sabéis que vues­
tro cuerpo es templo del Espíritu Sanjto, que está en
vosotros, que habéis recibido de Dios, y que vosotros

58
ya no sois de vosotros mismos, porque habéis sido com­
prados a gran precio? Glorificad, pues, a Dios en vnes-
tros cuerpos» (2).
Carne que ha pecado mucho y, sin embargo, está
llamada a la gran glorificación, a la prodigiosa convi­
vencia con la carne del Hijo de Dios. Fruto de la carne
de pecado, ese hijo tuyo que hoy está en el cielo y cuya
carne, al fin de los siglos, brillará eternamente. Mira-
biliter, mirabilius... La Iglesia afirma una graduación
de adverbios. Maravilloso lo que hace Dios, más mara­
villoso lo que rehace.
Con este cuerpo tuyo, a golpe de ese dolor que es
menester conservar y purgar, sobre una humildad que
viene facilitada por tus muchas humillaciones, tienes
que levantar una casa para El. Acaso preferirías que
todos definitivamente te despreciaran, para poder con
más derecho despreciarte tú. ¡Oh, es demasiado fácil
despreciarse uno mismo! En el fondo de ese desprecio
es probable encontrar una última paz estéril y el des­
engañado bienestar que trae la renuncia a todo esfuer­
zo ulterior. Pero hay que amarse, a pesar de todo,
porque también uno ha sido redimido con la sangre
de Jesús.
No puedo despreciarte. Y esjta estima mía no es un
paso metódico inspirado por mi deseo de ganarte para
el Señor, sino una apreciación real, objetiva, de tu alma
y tu ser entero. Ni me fundo en las singulares e indes­
cifrables prerrogativas de los grandes pecadores ante
Dios, porque ¿quién es más pecador? En el mejor de
los casos, podemos comparar los pecados de dos almas.
Pero ¿y el otro platillo?, ¿las gracias recibidas, que
escapan a todo cálculo humano? Aquél ama más que

(2) 1 Cor. 6, 15, 19-20.

r>9
llena mejor eu capacidad de amar, aunque ésta tea muy
escasa y pobre.

Ten, finalmente, presente una cosa : lo que importa


no es ser amados, sino amar. Ni interesa tanto sentir la
alegría como esforzarse en merecerla. O creer, al me­
nos, en ella.
IV

“Les daré alegría en ia casa de la orar


ción” (Is., 56, 7).

Me ha gustado siempre e9a abadía y me parece mara­


villoso que, a la hora de elegir «casa paterna», se haya
decidido usted por un monasterio tan querido a mi co­
razón. He pasado ahí muchas temporadas felices, asistien­
do a los oficios, participando de la mesa conventual,
paseando despacio por la huerta hasta la fuente de San
Jerónimo para beber el agua m¿s clara y fresca del mun­
do. gozando del rumor del aire, del sonoro silencio
que únicamente en los monasterios es posible disfrutar.
Resultaba fácil descubrir, a través de] bellísimo aparato
litúrgico, la faz del «Dios escondido» y, en las mues­
tras de hospitalidad benedictina, las más limpias esen­
cias de la caridad discreta y cordial. Hasta en la fe­
racidad de la campiña y en los animales y en el suave
menearse de los árboles con el viento, no costaba gran
trabajo percibir ese pío universal de las cosas que de­
lata a «Cristo pimpollo», en cuyo parto todos los seres
andan comprometidos.
Siempre me ha gustado esa abadía, tan retirada y
apartada. Deliberadamente han querido los Superiores
que se conserve siempre así, con acceso difícil e igno­
rada de todas las guías turísticas. Han tenido cons­
tante, positivo interés en mantenerse sin contacto ape­
nas con el mundo, sólo con ese contacto espiritual de

61
la noticia escueta, filtrada para la sala capitular, a
fin de que la salud del Sanjto Padre y las persecuciones
de China tuviesen eco impetratorio o expiatorio en las
oraciones de la comunidad. Ningún contacto que pue­
da turbar la paz, conseguida a costa de muchos penosos
kilómetros y al precio de grandes desasimientos. La mi·
sión específica de ustedes no es apostólica, sino con­
templativa. Ni siquiera el apostolado que pueda dima­
nar para los visitantes del espectáculo de esa alta vida
contemplativa, de ese silencio y retraimiento. Su misión
es la pura alabanza de Dios, mediante el ora et labora,
la plegaria privada, el canto coral o los estudios bí­
blicos.
Monasterio, apartamiento, facilidad para la oración.
Cierto que la soledad espiritual puede encontrarse en
medio del tráfago de la vida y en los quehaceres mun­
danos, en las villas y ciudades, pero también es cierto
que el aislamiento físico facilita la consecución de la
soledad interior y ésta, si es auténtica, pugna por ro­
dearse de unas condiciones exteriores que la defien­
dan, lo mismo que la verdadera pobreza afectiva, po­
sible en una existencia acomodada, tiende a realizarse
de una u otra manera en pobreza efectiva.

Suelen las gentes del siglo pensar que en las casas


religiosas reina una tristeza grande y que el «morir
tenemos—ya lo sabemos», fórmula de saludo que ima­
ginan usual entre los monjes, crea un clima de tor­
tura difícilmente soportable. Suponen que los monjes
se acuestan arropados en su propia mortaja y que cada
día cavan y cuidan su propia fosa.
La verdad, sin embargo, es muy otra. Atendiendo a
los más nimios detalles, que pueden hacer incómoda la
vida del monje, usted sabe muy bien que San Benito

62
recomienda al mayordomo del monasterio que cumpla
escrupulosamente en todo «a íin de que nadie se con·
triste» (1). ¿Por qué tristeza? Dios, que permanece
siempre fiel a su palabra, ha prometido: «Les daré
alegría en la casa de la oración» (2).
La oración es un manantial de alegría. «¿Está triste
alguno de vosotros? Haga oración» (3). La plegaria
ensancha los senos del alma y la capacita para recibir
al Espíritu Santo, uno de cuyos frutos es el gozo,
desaloja las sucias tristezas que el amor propio en cada
fracaso acumula y revela el fondo de miserias que cons­
tituyen su haber, despertando en el alma esa saluda­
ble tristeza que acaba diluyéndose en la contempla­
ción de la divina misericordia, en el presentimiento y
experiencia de esta misericordia como único acceso a
la alegría.
Pero la alegría no es sólo efecto de la plegaria, sino
también condición indispensable para su correcta y
eficaz realización. «¿Por qué no llega al altar la ora­
ción del hombre triste? Porque la tristeza e*tá asentada
en su espíritu; y la tristeza, mezclada con la oración,
no deja subir a ésta limpia hasta el altar de Dios.
Porque así como el vino mezclado con vinagre no tiene
el mismo sabor, así la tristeza mezclada con el Espí­
ritu Santo, no tiene la misma fuerza de súplica» (4).
Existe, por tanto, una tristeza que impide la comuni­
cación favorable con el Señor, que cierra los poros del
alma a su acción bienhechora. Así como la alegría
implica siempre una forma de efusión, la tristeza lleva
consigo un grado mayor o menor de impermeabilidad.
Por eso la Sagrada Escritura, cuando ordena las ple-

(1) Regla, 31, 19.


(2) Is. 56, 7.
(3) Jac. 5, 13.
(4) P a s t . H e r m . . M a n d . 10: MG 2. 941.

63
gañas públicas y reglamenta el culto, exhorta repeti­
das veces a la alegría. La Ley mandaba que todos de­
bían asistir a las fiestas sacras contentos (5) y que el
pueblo celebrase durante siete días la fiesta de los Ta­
bernáculos con regocijo (6).
El concepto de culto justifica la celebración de la
fiesta y la cesación del trabajo, hasta el punto de que,
en la mentalidad de todo pueblo, es posible advertir
secretos hilos que enlazan cualquier paréntesis de des­
canso con la idea de un cierto culto tributado a la
divinidad. Porque la idea de fiesta es al tiempo lo que
el templo representa para el espacio: una zona que
no se aprovecha prácticamente, que se ofrenda a Dios
por El mismo, sin intenciones utilitarias. Si sustraemos
a la fiesta esta superior acepción, rebajamos su signi­
ficación a una pura utilidad: descansar del trabajo y
almacenar fuerzas para un nuevo trabajo, con lo cual
la vida cobra un aire de irreparable pesadumbre y aflic­
ción.
El recinto que las paredes del templo rodean no tie­
ne utilidad. La fiesta que periódicamente ha de cele­
brar el hombre carece igualmente de utilidad. La litur­
gia tampoco posee utilidad, lo que posee es sentido,
porque su objeto no es el hombre, sino Dios. La utili­
dad pedagógica que los ritos pueden ostentar no es esen­
cial al concepto de liturgia. La liturgia es «un juego
delante de El» (7). Las palabras del invitatorio convi­
dan todos los días, antes de la celebración del culto,
a la exultación y al júbilo: «¡Venid, cantemos jubilo­
samente a Yavé! ¡Cantemos gozosos a la roca de nues­
tra salvación!» (8).

(5) Deut. 12, 7; 14, 26.


(6) Ib. 16, 15.
(7) Prov. 8, 30.
(8) Ps. 94, 1.

64
La alegría, que ha de impregnar la fiesta, la liturgia,
Ja oración, nace del reconocimiento de la majestad y
misericordia divinas y de la seguridad de ser escucha­
dos. Clemente de Alejandría cita el Génesis: «El rey
vió a Isaac entreteniéndose con su esposa», e interpreta
así: ((El rey contempla y el espíritu de sus hijos en
Cristo se regocija. ¿Qué cosa conviene más a un ver­
dadero sabio que entretenerse, ser alegre con pacien­
cia y honestidad, en una fiesta que se festeja ante
Dios? Cristo es el rey que ve desde lo alto nuestra ale­
gría» (9).

¿Por qué, sin embargo, el tema del dolor aparece


tantas veces en el Salterio?
El Salterio es el gran arsenal para la oración del
hombre. El Salterio nos enseña a orar. Y la oración
hace que informemos toda nuestra vida terrena de una
significación trascendente, que la dotemos de una orien­
tación a la otra vida, a la vida perdurable. La vida fu­
tura está configurada para el cristiano como existencia
felicitaría, y a ella encamina sus pasos a través de las
alegrías de este mundo, dignificándolas con su régimen
personal, y a través también de los sufrimientos, sopor­
tándolos con buen temple, amándolos con recta inten­
ción o deseándolos con ardor santo, según sea el nivel
de su generosidad. Pero los sufrimientos constituyen
la página más repetida de nuestra vida, mientras que,
por otra parte, la genuina alegría cristiana no suele
conseguirse precisamente cuando tratamos de sobrena-
turalizar nuestros gozos humanos, sino cuando, sumi­
dos dolorosamente en nuestra nada, alcanzamos el todo
que es Dios. La historia de Jesús, que llegó a la Vida a

(9) Paedagog., 1. 5: MG 8. 276-7.

65
través de la Muerte, ha de reflejarse en cada biografía
cristiana. El cuerpo místico de Cristo sigue la misma
trayectoria de su cuerpo físico. El Salterio, que en cier­
tos momentos le proporcionó a El fórmulas de oración
personal, traza también, para cada uno de sus seguido·
res, el itinerario seguro, los modelos de oración justa
v eficaz.
No existe, con todo, contradicción alguna entre este
predominio del tema doloroso en el Salterio y la obli­
gación de orar con alegría: la alegría que aquí se pos­
tula no brota de la propia experiencia de realidades
placenteras, sino que está inspirada en la suma feli­
cidad de Dios vivo y poderoso y en la esperanza firme,
inconmovible, que posee todo el que ora bien, de par­
ticipar algún día de esa felicidad, con tal de que siga la
pauta que marcan los salmos, las huellas que dejó en
la tierra el Hijo del Hombre. No hay un solo versículo
que pueda cuartear esa esperanza e impedir esa honda,
subterránea alegría. Ni el Dios mío, Dios mío, ¿por
qué me has desamparado? debe arrojar a la desespera­
ción, a la tristeza absoluta, a nadie que haya asimilado
suficientemente en su corazón, mediante la oración asi­
dua y humilde, los sentimientos de Jesucristo.

En un alma de oración puede cebarse, ciertamente,


el dolor, la tristeza de verse privada de bienes espiritua­
les, no de los bienes esenciales, como es la gracia, sino
de otro género de bienes que constituyen las llamadas
«variaciones» de la vida espiritual. Pueden estas almas
atravesar verdaderas noches, que son necesarias para re­
correr las diversas etapas de la vida interior.
Las noches del sentido marcan el tránsito nocturno,
aflictivo, a la oración contemplativa de los «aprovecha­
dos». Constan de una larga serie de purificaciones pasi­

66
vas, por medio de las cuales Dios va eliminando las
escorias que el alma con su sola acción» por esforzada
que sea, no consigue hacer desaparecer.
Estas noches, llamadas del sentido, no afectan sola­
mente a los sentidos externos e internos, sino también
al apetito sensitivo y al entendimiento, en cuanto dis­
cursivo y menesteroso del concurso de la imaginación, y
provocan largas, persistentes sequedades en el alma, des­
poseyéndola de todo consuelo sensible, igual que la ma­
dre que desteta al hijo ya crecido, según la deliciosa y
ya canonizada expresión de San Juan de la Cruz.
Existe el peligro de confundir semejantes arideces que­
ridas por Dios con la sequedad e inapetencia que cali­
fica a las almas por su culpa disipadas, a las enfermas o
asediadas por el demonio. Pero los maestros han conse­
guido señalar varias normas de discernimiento : la aridez
por las cosas divinas va aliada en las almas disipadas
con una poderosa inclinación a los deleites del mundo,
y en cuanto a las almas sometidas a indisposición corpo­
ral, que no encuentran gusto en nada, ni a derecha
ni a izquierda, tampoco experimentan deseos de ser­
vir a Dios ni pena por lo baladí de sus servicios, mien­
tras que las almas castigadas por purificaciones pasivas
sienten esos deseos y esa congoja en alto grado, lo cual
descarta asimismo la intervención del diablo, incapaz
por naturaleza de inspirar sentimientos tan saludables.
Se impone una consigna de tenaz perseverancia en
la oración, al modo de Jesús, que, cuando estaba hundi­
do en la agonía y el desamparo, oraba con redoblado
íervor (10). Los procedimientos, sin embargo, de ora­
ción que el alma ha de seguir en esta fase de su des­
arrollo serán muv diversos de los que practicaba en su
etapa de meditación discursiva; su actitud ha de redu­

(10) Le. 22. 43.

67
cirse a lo que San Juan denomina ((advertencia sencilla
y amorosa a Dios», sin querer sentirle.
Sólo en casos muy contados las almas que han atrave­
sado felizmente la noche del sentido llegan algún día
a sumirse en la noche del espíritu, y, tras haberla supe­
rado, tienen acceso a la «unión transformativa» o último
grado clasificable de perfección. La noche del espíritu
es atroz. Los doctores afirman que se asemeja mucho a
la pena de daño del infierno, pues la situación del alma
durante esta tremenda noche viene originada por el más
lúcido y doloroso conocimiento de sus propias miserias
y de la santidad de Dios, reflejada en ese rostro exigen­
te e inmaculado que la contemplación infusa le ha per­
mitido entrever; a este conocimiento acompaña la idea
de que nunca será posible conciliar tales sombras con
luz tan preclara, y, por tanto, el alma se siente condena­
da a la pérdida definitiva de su Señor. Cuando la noche
termina, el sol vence y Dios se desposa con el alma así
quebrantada en unas íntimas bodas de suavidad y rega­
lo inenarrables.

Está después la soledad. El aspecto positivo y negati­


vo de la soledad.
La mirada profana sólo ve tormentos bastos en el mo­
nasterio, en la vida de oración y soledad. Una mirada
no^ffica, desde un mundo incómodo, únicamente des-
eubr M cías espirituales en esa oración v esa soledad.
Per«-'· unos ojo,? penetrantes, un alma experimentada, ad-
viri'· - -utilmente no sólo cómo Dios atempera y hace
su friros aquellos tormentos, sino también hasta qué
punto las delicias reservadas a la soledad y a la oración
monástica están secretamente traspasadas de terribles
pruebas, de tedios largos, y amenazadas por la tentación
de prolongar esas mismas delicias artificiosamente, por

68
propia industria, para el propio provecho y consolación.
No es fácil comprender que un ser que ha renunciado a
todo para vivir en soledad, ha renunciado en primer
término al deseo de cultivar morbosamente cierta sen*
sación de soledad.
Acaso sea éste uno de los peores riesgos, uno de los
costados desfavorables de una vida en soledad. Por eso
no puede permitirse que el hombre se abandone y se re­
pliegue en sí mismo. Necesitará, aun en el caso de extre.
ma soledad, y tal vez más en ese caso que en cualquier
otro, de alguien que vigile su trabajo interior, que ten­
ga acceso a su cámara más oculta y pueda luego aconse­
jarle en las complicadas y espinosas dificultades que se
plantean a las almas retiradas.
Junto a este riesgo de encerrarse en su última soledad
y extraer de ella sabores corrompidos, hay que citar
también el descontento por no hallar la total soledad que
el corazón anhela. A la vez que el hombre, entra con él
en el monasterio todo su mundo de recuerdos, todos los
seres que ha despreciado o escarnecido, sobre todo los
que ha amado y aun aquellos que, sin ser correspondi­
dos, le han amado a él. Esta larga comparsa probable­
mente ha de acompañarle mucho tiempo y hasta duran­
te toda la vida. No se suprime el pasado de un manota­
zo. No se construye la soledad en el aire, sino 6obre la
tierra, sobre la memoria.
Puede este mundo de recuerdos serenarse pronto y
puede también durar su fermentación y desazonar al
monje. Habría que sopesar despacio las razones que
obran en pro y en contra de su permanencia en el mo­
nasterio.

Sin embargo, usted me ha escrito preguntándome cuál


me parece, después de todas sus declaraciones, el peli­

69
gro más grave que amenaza a su alma en esta nueva vida
que ha adoptado, y voy a serle claro y leal.
No creo que sea ninguno de los arriba apuntados. Tie­
ne usted una naturaleza sana, poco propicia a abando­
narse a sentimientos retorcidos y morbosos. El mayor
peligro para usted, ahora que ha ingresado en la Or­
den, me parece a la vez obvio y sutil, y acaso usted en
un principio no le conceda valor alguno por ser exce­
sivamente grueso, demasiado evidente. Con el tiempo,
no obstante, a lo mejor me da la razón, cuando Dios ten­
ga a bien revelarle los abismos, las malignas derivacio­
nes que usted—así lo deseo y espero—haya felizmente
superado, y en las cuales otros muchos, incontables, han
caído, las derivaciones delgadísimas y multiformes de un
peligro que hoy juzga usted patente y demasiado claro;
por tanto, poco peligroso.
Me refiero al desprecio del mundo y de los hombres
que en él han quedado.
¿Conoce usted la génesis de la palabra fariseo? Signi­
fica en principio el «separado». El origen de los fariseos
es muy honroso: ellos se separaban con el fin de re­
chazar las influencias gentiles, para defender lo que el
segundo libro de los Macabeos llama amixia: ausencia
de mezcla con los paganos. Después, la misma degenera­
ción de la palabra fariseo arguye la degradación de aque­
llos que ostentaban tal calificativo.
¿Separarse? Sí. Pero ¿cuál es el motivo que influye
en la retirada?
Ya el sentido usual, peyorativo, de este vocablo nos
introduce en el problema y puede dilucidar la legítima
y falsa postura que a un hombre es dado adoptar ante
un proyecto de vida solitaria.
Retirada significa de ordinario una claudicación, una
deserción del puesto de combate, deponer las armas y
huir. En nuestro caso, zafarse de la lucha contra el mal,

70
fugarse del enemigo mundo. Si el hombre que acude al
monasterio va animado de este cobarde espíritu, su in­
greso en religión es una retirada en la peor y más vitu­
perable acepción; no sabe, por otra parte, que si se
libra de un enemigo, otros enemigos más feroces e irre­
ductibles le siguen, envalentonados por tal huida.
La vida monástica es precisamente todo lo contrario:
comprometerse a fondo en la guerra, empleo de las ar­
mas más delicadas y pojtentes. Y no se trata sólo de sol­
ventar cada monje su lucha personal, pues en la vasta
pugna del bien y del mal la victoria o fracaso de cada
criatura no son primordialmente más que datos, anéc­
dotas de esa lucha gigantesca entre el Cuerpo Místico de
Cristo y lo que Orígenes llamaba, paralelamente, «cuer­
po del demonio)) (11).
Aquí, en esta grandiosa peripecia del Cuerpo Místico
es donde hay que encuadrar todo proyecto de salvación
individual. Cualquier otra concepción atentaría contra
los soberanos planes de Dios. ¿No es absurdo asear los
pies con la intención de que reluzcan más que el rostro?
Las luces y gracias concedidas por Dios a cada miembro
son para servicio de todos.
Jesús no sufrió para batir una marca inaudita en la
historia del sufrimiento humano. Jesús no sufrió para sí.
Sus dolores constituyen un tesoro común para enriqueci­
miento de todos los hermanos. Igualmente los santos v
los cristianos que han abrazado las más duras formas de
vida abstinente. Quéffélec, el gran biógrafo de San An­
tonio, dice que la verdadera celda de este eremita no es­
taba hecha tanto de tablas y de piedras como de las lá­
grimas de los hombres.
Querido amigo, la santidad es una empresa colectiva.
Y esto por dos motivos : porque los frutos de santidad

(11) Comm. in Epist. ad Rom. 5: M G 14, 1046.

71
que cada alma alcanza aprovechan a todos y porque ta­
les frutos no se obtienen si cada alma no es lo bastante
generosa para desprenderse de sus bajas codicias espi­
rituales.
Creer que la santidad estriba en refugiarse en un mo­
nasterio para saborear mejor la belleza de la liturgia,
creer que la santidad consiste en aislarse entre cuatro
paredes para dedicarse a la gustosa lectura de los libros
de teología, es comenzar a andar en dirección contraria
y prostituir las más nobles calidades de los instrumentos
de santificación. ¿Aislarse de qué o de quién? ¿Del
mundo, de sus pompas y engaños? ¿No será más bien,
en algunos casos, pretender aislarse de I09 hombres ne­
cios e ignorantes, de «los que no tienen sensibilidad para
las cosas del espíritu»? Sí, aislarse de los que no saben,
de los que no entienden, de los que juzgan que la reli­
gión consiste en encender velas a una imagen de la Mi­
lagrosa... Aislarse de la inmensa plebe sucia e ignorante.
Separarse. Extravío del fariseísmo: comienzan recta­
mente rechazando la contaminación, continúan apartán­
dose de los contaminados y terminan pronunciando jui­
cio de contaminación sobre todo el pueblo.
Como explicación de la apostasía de las masa9, Pío XII
ha dicho unas palabras inolvidables : «No han sido bas­
tante amados.» Acaso convendría que estas palabras so­
nasen de cuando en cuando en los cenáculos de las aba­
días, allí donde se pronuncian consignas sobre el más
exquisito silencio y se desentraña el sentido de las an­
tífonas del domingo venidero.
Que estas frases no le sirvan a usted de turbación, sino
de estímulo. Que no le turbe pasar revista, durante sus
ratos de oración, al mundo que ha dejado tras de sí.
A la hora en que usted se recoge para la plegaria, piense
que muchos hombres sufren, dentro de un quirófano o
al lado de un quirófano—me imagino que no habrá ol-

72
vidado lo maravilloso que e§ amar a una persona de car­
ne y hueso y cuánto se sufre viéndola sufrir— , muchos
hombres padecen hambre y sed, esperan largas horas
delante de una panadería, se matan en las montañas del
Irak, y los obreros que marchan en el tranvía de Cara·
banchel, con su tortilla debajo del brazo. Piense que a
esa hora muchos están pecando, y piense que en su pe­
cado todos hemos tenido algo de parte. Piense, al me­
nos, que el alma que no pecó es más deudora a Dios.
Piense también en los ocultos delitos contra la caridad,
en los terribles pecados de soberbia... Trate de desagra­
viar a Dios por los pecados de este linaje cometidos en
ciertos actos públicos de desagravio. Que todo el mundo,
de Norte a Sur, de Este a Oeste, que los hombres todos
quepan en su oración, los puros y los manchados, los
manchados y los que se creen puros.
Que su oración sea general y abarcadora. Que su espe­
ranza congregue en su corazón a todos los que aún son
capaces de ella, a todos los vivos: «Espero, Señor, que
nos darás la vida eterna y aquello que para conseguirla
nos sea necesario». Pida a Dios, para todos ellos, el pan,
el amor, es decir, la alegría. Esa alegría que usted alcan­
za en la oración, pídala para todos aquellos que no sa­
ben orar. O renuncie a su propia alegría en beneficio
de los miserables. Sí, la alegría es el denario de la ora­
ción. Pero ¿no entendió usted aún la parábola? Aquellos
trabajadores que habían marchado a la heredad al rom­
per el día y los que fueron a la hora undécima, a pesar
de ser retribuidos todos ellos con el denario, su premio
no fue el mismo : ¿cree usted que no es ya un plus con­
siderable el mero hecho de estar más horas en la viña
del Señor, por penoso que sea el trabajo? ¿No le parece
que la oración es ya una recompensa en sí misma?
Pida mucho a Dios, con gran fervor, 1a alegría para
los hombres.

73
El fariseísmo—teórico: yo no puedo juzgar ni mucho
menos prejuzgar—*jue he tratado de describir y del cual
he querido prevenirle es, diríamos, un fariseísmo de cía.
se. un fariseísmo colectivo. Pero dentro de toda colec­
tividad leligiosa es muy probable que se filtren tipos
individuales; farisaicos que asuman y acentúen, con re­
lación al resto de la comunidad, el estilo que la casta de
los fariseos ostenta respecto del pueblo.
Es ello muy posible. Es también posible que sean
advertidos de tan serio peligro. Entonces ellos ¿qué ha­
cen? En lugar de reconocerse culpables se sienten ofendi­
dos ; pero como son santos, traducen así: «perseguidos
por causa de la justicia». Luego, porque son santos, no
toman ninguna venganza, sino que ejecutan actos de re­
paración. Y los desastres van sucediéndose en cadena y
el alma se endurece. ¿Quién podrá liberarlos de esa co­
rrupción tan entrañada? En ocasiones, eso que nada ni
nadie lo ha podido conseguir, lo ha logrado tan sólo el
pecado, un pecado muy humillante. El misterio nos
envuelve y nos impregna hasta los huesos.
En el fariseo se da presunción, proclamación de vir­
tudes, a veces burda y a veces sumamente hábil, como
suele ser cierta ostentación muy bien administrada de
ía humildad. El fariseo practica el lavatorio externo y
descuida la pureza de su corazón; es, con terrible ca­
lificación divina, un sepulcro blanqueado. Observa es­
crupulosamente los preceptos menores y quebranta con
gran facilidad los de mayor importancia. Fustiga los
pecados públicos y se lava la9 manos. (No hace mucho
que una pobre muchacha quedó embarazada, y para
ocultar su deshonra, cuando nació su hijo lo mató y arro­
jó el cadáver al r ío : un pecado seguido de otro, mucho
más monstruoso. Pero entre uno y otro pecado, ¿no
hay un tercer pecado? El pecado contra la caridad, el
pecado de una sociedad farisaica que grava con afren-

74
tas innecesarias, con crueldad puritana, la deshonra de
una mujer. ¿Sólo la madre fue culpable del asesinato
de su hijo?)
En el fariseo no puede haber alegría. El mismo la re­
chaza como sospechosa; él mismo la aleja de sí al va­
ciar de todo contenido jugoso sus prácticas religiosas y
quedarse únicamente con la corteza áspera. Pero Cristo
recomendó vivamente: «Cuando ayunéis, no pongáis la
cara triste como los hipócritas, que demudan su rostro
para que los hombres vean que ayunan; en verdad os
digo, ya recibieron su recompensa. Tú, cuando ayunes,
úngete la cabeza y lava tu cara» (12). Y ya recordará
usted que San Benito quiere que los monjes, en cuares­
ma, se mortifiquen espontáneamente más de lo prescri­
to, pero «con gozo» (13).
Es fariseo el que cumple externamente y por dentro
carece de espíritu. Todas las virtudes son susceptibles
de uso descaminado. Junto a la caridad practicada por
la mano derecha sin que la izquierda tenga noticia de
ello, está la caridad ruidosa, publicitaria. Junto a la
humildad escondida, que se desconoce a sí misma, exis­
te la humildad cuyos golpes de pecho resuenan en todo
el templo. Al lado de la justicia que perdona, está la
justicia que condena, y junto a la justicia que reprende
y cura, la justicia que arroja a todos al abismo. Junto
a la huida del mundo por odio, la huida por amor. Jun­
to a la mortificación alegre, la penitencia triste. Junto
a la alegría auténtica, la falsa alegría. Junto a la alegría
profunda que origina la victoria sobre el pecado, aque­
lla otra alegría superficial que San Juan Crisóstomo te­
mía de sus h ijos: «Veo que algunos están muy alegres
porque han superado ya la mitad de los ayunos. Pero
no es de esto de lo que deben alegrarse; tienen que con-
(12) Mt. 6, 16-17.
(13) Regla, 49, 6.

75
siderar si han desterrado ya la mitad de sus pecados,
único motivo de gozo» (14). Al lado de todas las formas
genuinas de vida cristiana, las formas deformadas, las
actitudes viciosas. Codo con codo con el santo, el fari­
seo, su parásito, la excrecencia de todo organismo re­
ligioso.
Es fariseo el que finge escándalo. Es fariseo el que
lo interpreta todo maliciosamente. Es fariseo el que
adopta en su vida una intransigencia que no concuerda
con el tono del Evangelio. Tenga mucho cuidado, se lo
ruego, sobre cierto espíritu de intolerancia que quizá
llegue a apoderarse de su espíritu y agostarlo. Ante al­
gunas inobservancias que acaso se den en el monasterio,
es posible que se alce en el fondo de su corazón una
queja agria, una amarga censura sin discernimiento ni
tacto que puede llevarle a juicios descarriados o a un re­
sentimiento estéril. La inhumana rigidez, la aspereza
intolerante desencadenan resultados tal vez más desas­
trosos que la misma laxitud de conciencia. Si ningún
hombre tiene derecho a proponerse a sí mismo, repitien­
do la frase de Jesús, como modelo de suavidad y manse­
dumbre en el cual puedan los demás aprender, mucho
menos está autorizado a apropiarse aquellas otras pala­
bras de Dios: «Apartaos de Mí, malditos», palabras
que serán pronunciadas en un tono que hoy no podemos
siquiera imaginar nosotros, tan inclinados a convertir
la justicia en venganza, palabras que las manos de Cris­
to rubricarán con un rechazo infinito. Pero ¿quién pue­
de adivinar la dureza de unas manos ensangrentadas?
La santidad libra al hombre de juzgar a los demás,
le impide condenarlos. Un santo es misericordioso, mi­
sericordiosamente justo. El gran fruto de la santidad no
consiste en hacer amable el fondo de la propia alma,

(14) Hom. 18 ad pop. Antioch.: MG 49, 179.

76
sino, al contrario, en revelar al santo qué amplio mar­
gen de amabilidad subsiste en todo hombre, por malva·
do que parezca.
Hay una frase injusta de Sartre: «El infierno son los
otros.» Pero esta frase puede ser válida referida a un
misterioso adelanto del infierno en esta vida, en un sen­
tido muy distinto del que le otorga el filósofo existen·
cialista. El pecado-—sobre todo el pecado en sus formas
más puras, el odio, la soberbia—causa una lastimosa ce­
guera para todos los valores del prójimo, anticipando el
negro espectáculo que tendrán que soportar los répro-
bos cuando, a la visión de la absoluta miseria de los de­
más, se añada la visión lacerante, intolerable de la pro­
pia maldad. La tortura del condenado,con relación a
los otros réprobos estribará en no poder dar rienda suel­
ta a sus tremendas y radicales ten d en ciasen no poder
huir de sí mismo y de los demás, en no poder hurtarse
al espectáculo de los otros y del suyo propio. El mira
y se sabe mirado. El odia y se siente odiado. El odia
en los demás lo que odia en sí mismo y lo que conoce
que los demás odian en él. A la maravillosa, estreme·
cedora definición de Bernanos: «el infierno es haber
dejado de amar», no se le puede poner excepción algu­
na, puesto que el reprobo odia hasta su propio odio.
¿Cómo no odiar un odio que no reporta compensación
alguna, que carece de toda satisfacción? En este mundo
todo odio, aun el más profundo, es un odio vacilante,
un odio que puede ser dulce.

Conrra la Iglesia se han levantado dos tipos de perse­


cución : los tiranos y los herejes. ¿No es posible agre­
gar una tercera, acaso la más destructora?
Son los fariseos. Los fariseos que, en el mismo seno
de la Iglesia, proliferan y corrompen su vida santa, ove­

77
jas que dentro del redil contagian su enfermedad. Doblo
solicitud pastoral: buscar la oveja perdida y expulsar
la infecciosa.
Contra los fariseos pronuncia Jesús los ataques más
despiadados, las palabras más duras que pueden escu-
charse. Hay algunos pasajes del Evangelio que a mu­
chas almas no habituadas a su uso costará en principio
gran trabajo aceptar: las tentaciones de Cristo, su mie­
do en Getsemaní, su desamparo en la cruz, algunas de
las frases que dirigió a María, sus invectivas terribles, sin
remisión, contra los fariseos. Los llama hipócritas, hijos
del diablo e imitadores de su padre, víboras, ladrones,
homicidas, sepulcros exteriormente blanqueados. Hay
exégetas que señalan el decidido contraste entre el ser­
món de la montaña y el sermón del templo, el sermón
de las ocho bienaventuranzas v el sermón de las ocho
*

maldiciones, ese capítulo veintitrés de San Mateo, que


pone el alma en vilo. La Iglesia ha recogido tembloro­
sa la herencia de esa extraña, santa ira, y no ha podido
menos de dedicar nueve evangelios, a lo largo del ciclo
litúrgico, a repetir incansablemente esos textos.
¿Cuál es, en su raíz, el pecado farisaico? Es un pe­
cado contra la verdad. La oposición más violenta y fron­
tal entre el demonio, padre de la mentira (15), y Jesu­
cristo, que vino a dar testimonio de la verdad (16).
;Y en qué consigte la verdad para el hombre? En
que reconozca su pecado. Dice el Concilio de Cartago que
cuando al rezar el padrenuestro pedimos a Dios que per­
done nuestros pecados, esto se dice «no sólo humilde­
mente, .»¡no verazmente» (17). Por eso la humildad,
antítesis del fariseísmo, es la verdad.
Los fariseos, que han abusado de la legalidad exte-

(15) lo. 8. 44.


(16 Jo. 18, 37.
(17) Denz. 106.

78
rior, que han falseado las esencias y pecado contra la
verdad, tendrán su castigo específico. Dante, en el ca­
pítulo veintitrés del Infierno, los condena a soportar
pesadísimas capas de plomo recubiertas de oro.

Pero hay otro fariseísmo aún peor. ¿Es posible? So­


bre él quiero advertirle con particular energía, a fin de
que se rodee de las pertinentes cautelas.
Es el fariseísmo más sutil y solapado : el fariseísmo
del publicano. Usted sabe que el fariseo que Jesús des­
cribió rezaba así a su D ios: «Gracias te doy, Señor, por­
que no eoy como este publicano.» Una meditación frí­
vola de la parábola es capaz de invitarle a usted a po­
nerse de rodillas y orar a s í« G r a c ia s te doy, Señor,
porque soy como este publicano.» ¿Quién le ha sugerido
esta plegaria? ¿Quién le ha dicho a usted que puede
arrogarse la humildad de aquel publicano?
La lectura de las invectivas dirigidas por Cristo con­
tra los fariseos, la terminante exposición a plena luz
de su secreta maldad, puede inducir al pecador a creer­
se mejor que el fariseo, lo mismo que a adjudicarse las
magníficas disposiciones del hijo pródigo devuelto a su
casa, muy superiores a las de su hermano. Y es que no
acabamos de entender que en nuestra alma se funden
siempre loá delitos confesados del publicano con la mal­
dad inconfesada del fariseo, la depravación del pródigo
con el orgullo y dureza del primogénito.
J Qué cosa, Señor, tan delicada, tan frágil, tan huidi­
za la humildad! En cuanto se advierte, se invierte. Y la
soberbia de la humildad es la figura más grave de la so­
berbia. San Agustín dice que toda la humildad cris­
tiana está en que el alma se conozca a sí misma (18).

OH) Tr. in loan.. 25. 16: M L 35. 1604.

79
Sí, la humildad consiste en conocernos; en conocer
nuestra falta de humildad. La humildad es la simplici­
dad, la sencillez; pero ¿es que hay ya para muchas al­
mas otra sencillez posible que la sencilla aceptación de
su complicación?
San Bernardo distingue doce grados en la soberbia.
Uno de ellos es la «vana alegría» que nace de atender
exclusivamente a las propias excelencias y a los defec­
tos ajenos (19). Frente a esta «vana alegría» tiene usted
que cultivar la alegría sólida y verdadera de amar a
Dios a pesar de todo y extraer alegría del pensamiento
de que los otros le aman más que usted.
En definitiva, la consigna tradicional, siempre in­
exhausta, despeja todo camino: lo que importa no es
merecer, sino amar. Amando así, desasidos de toda codi­
cia, obtenemos aquello que los más ambiciosos deseos
no podrían alcanzamos: la alegría, el cumplimiento de
la voluntad de Dios en nosotros.

(19) De duod. grad. hum. ct sup., 12, 40: ML 182, 963.

80
V

“Alégrate con la mujer de tu juven­


tud” (Prov., 5, 18).

¿Ya estáis en casa? Vuestra carta me ha sorprendido.


Os creía aún por esos mundos de Dios, enviando irri­
tantes postales a los amigos, recorriendo de prisa mu­
seos, contemplando despacio puestas de sol. Me decís
que os habéis hartado pronto de ver cosas y trotar de
aquí para ajlá; que el inventor del viaje de bodas care­
cía en absoluto de imaginación, y que «como en casa,
en ninguna parte». Con todo, por temor de parecerme
demasiado originales, añadís que os ha tocado una tem­
porada de lluvias muy molesta.
No teníais necesidad de acudir a la meteorología para
justificar ante mí vuestra decisión de abreviar el viaje.
Comprendo y comparto vuestra manera de pensar. Yo
tampoco entiendo por qué, a la hora en que ha de re­
sultar más apetecible la intimidad, recién inaugurada,
han de estar marido y mujer discutiendo itinerarios que
permitan visitar a tía Carlota o comprobar si el centro
de gravedad de la torre de Pisa cae efectivamente dentro
del área de sustentación. ¿Por qué? Es mejor, creo yo,
decís vosotros, sentarse en dos butacas—bueno, bien, en
un sofá— , en el sofá de casa, y hablar. O callar, que
viene a ser lo mismo. Sentarse a recordar cosas, fechas,
a competir en la deliciosa tarea de exhumar mínimos
detalles que no pueden extraviarse, que sería un crimen

81
de leso amor olvidar. «Caía en domingo.» «Se oía el
tren de las nueve.» «Tú me escribiste sólo tres cuartillas,
yo te había escrito cuatro, y además tienes una letra
grandísima.» «En la plaza de toros, allí arriba; parecías
ya mayor.» «Hasta Alhama, ya son kilómetros; sólo
para que oyeras desde la cama el claxon.» Es preciso
salvar todos los pormenores, todos los pequeños pre-
ciosos datos, y apuntalar con ellos la vida. «¿Te acuer­
das?» «¿Te acuerdas?» Y la boda. «Por fin salió todo
bien.»
¿Os acordáis? ¿Os acordáis cuánto sol había al salir
de la iglesia? Esperaba mucha gente en la calle y os me­
tisteis en el coche como si fuese un refugio. Nada apenas
se había desplanchado, las flores estaban bien frescas y
la madrina acabó entera, con todos los huesos en su si­
tio, contra toda previsión. ¿Os acordáis qué bien so­
naba el órgano, qué suave? ¿Os acordáis que empezamos
sólo con un cuarto de hora de retraso? Sin embargo, a
pesar del inevitable aparato, hubo una gran sencillez,
una digna sobriedad en .todo, como lo habíamos pro»
vectado despacio los tres. Me dijisteis al final, por todo
comentario, y yo lo agradecí a Dios en el alma, que
San Pablo os había interesado más que Gounod. Sí, El
os premió los tres meses que habíais pasado tratando
de penetrar en la Epístola, buscando todo su sentido,
esforzándoos por transportar a vuestro momento psico­
lógico, a vuestro trémulo corazón expectante, incluso
las disquisiciones de los críticos y los matices más ni­
mios de una exégesis científica que en vuestra oración
y vuestro diálogo se transformaban en vida, en gozo, en
susto, en primavera. Habíais elegido vuestro slogan para
esos meses y lo llevabais escrito en la cartera, cada uno
con letra del otro: «La boda es un sacramento.» Mu­
cho tiempo atrás os habíais impuesto, para estímulo
y freno, para acicate y cautela, para íntimo gobierno

82
de vuestras relaciones, una frase entresacada de la lectu­
ra común de San Juan de la Cruz: «A la caída de la
tarde seremos examinados sobre el amor.» Esta asigna­
tura os exigía un largo y cuidadoso aprendizaje, re­
clamaba de vosotros la diaria victoria del amor mutuo y
la incesante derrota del amor propio, el saber conciliar
castidad y ternura, esperanza y temor, paciencia y pro­
greso. ¡Lo hicisteis bien, amigos! Os digo de verdad
que pocos gozos me ha reservado el Señor, en mi vida
de sacerdote, tan grandes y limpios como el de asistir
maravillado al crecimiento y purgación de vuestro afre­
to. ¿ Qué puede haber, exceptuando la renuncia al amor,
tan admirable como el amor? Y dentro de usa vocación
decididamente conyugal, ¿puede haber algo más grato
al cielo que ese amor de la tierra?
Dios os lo ha recompensado ampliamente, elevando,
como eleva el pan y el vino a la categoría de su Cuerpo
y Sangre, vuestro amor humano al plano del amor sa­
cramental, dejándoos las especies, el color y sabor de
las satisfacciones carnales, queridas también por El.
¿Os acordáis?... Pues id recordándolo sin prisas, con­
sumiendo en esta meticulosa y asombrada evocación I09
días que habíais pensado gastar en la admiración de
los múltiples paisajes. Todo, tanto como los montes o
la9 islas, es obra del Señor. Repasad despacio los mue­
bles y enseres de la casa. Ordenad los regalos. Cuidad,
sobre todo, de conceder el mayor rango a vuestras cosas,
a vuestras cosas entrañables, historiadas ya en el alma
con minuciosa caligrafía. Bien visibles esas cosas, con la
alusión a flor de piel, la referencia a la anécdota concre­
ta que les sirvió de pretexto, los muñecos de cada cum­
pleaños, la deliciosa Virgen María de Labra que coronó
aquella enfermedad, aquella hermosa resignación a todo,
al aplazamiento indefinido...; la sala de estar, con to­
dos sus estupendos trastos, costeada con el pequeño

83
March que merecisteis juntos, en tan bella y sacrificada
colaboración, uno estudiando hasta las tres, la otra pa­
sando el trabajo a limpio en las horas m¿s gratas de la
tarde, cuando a través del balcón se veían las parejas
de novios caminando. ¡ Y la música! Administradla
bien, meted en cada disco un recuerdo, una hora de
paz o de nostalgia, por si algún día os hace falta recu­
rrir a esa ayuda. Discos, música en conserva, vida en
conserva; no la desbaratéis. Creo que pronto os podré
mandar los espirituales negros que os prometí. Y a ver
cuándo puedo ir a bendeciros la casa—bendeciros todo,
con la9 debidas fórmulas : el pan y las medicinas, la
biblioteca y el lecho nupcial, y, andando el tiempo, un
triciclo—, a expulsar los demonios que hoy os imagináis
de papel, pero que algún día tal vez empiecen a en­
sombreceros la existencia, ahora tan radiante.

He mencionado a los diablos. He aludido a probables


desgracias, a posibles disgustos. ¿Tengo derecho a ello,
en esta primera carta que escribo al «matrimonio))? Sí,
tengo derecho de hacerlo porque os quiero; y tengo el
deber de hacerlo porque os quiero bien (hay en italia­
no una gran fórmula : ti voglio bene, que no significa
en su origen tanto amar rectamente cuanto amar y de­
sear la ideal bondad de lo que se ama). Porque os quie­
ro miedo hablaros de esto sin miedo a caer en la cruel­
dad o la envidia; porque os quiero sacerdotalmente ten­
go que hablaros así, con claridad y sin pesimismo.
Vivís ahora una felicidad suma, sin grietas, como nun­
ca 1a habíais sentido. Todo contribuye a esta felicidad,
desde el instinto, profundamente satisfecho, hasta las
más aéreas muestras de delicadeza, pendientes el uno
del otro. Esta felicidad se acrecienta por la amplia di­
mensión temporal que os adelantáis a concederle, pues

84
la presentís sólida y duradera, sin que hoy por hoy nin­
gún fantasma venga a poneros objeciones.
Si os pregunto qué es la alegría, tenéis la respuesta a
mano: la alegría es esto. No tengo inconveniente en
aceptar ¿an contundente definición. Sí, ésa es efectiva­
mente la alegría, toda la alegría que os cabe en el alma
y en el cuerpo en es.ta fase de vuestra vida. Mucha gen­
te os daría la razón. Yo también os la concedo gustoso.
Es el momento en que más fácil resulta fundir dichas
de tan diverso linaje como son la paz del espíritu, la
satisfacción de la carne, la fe en el porvenir. Es como
una cima o un quicio. El proyecto se ha realizado, el
cansancio no ha hecho su aparición. Un milagro de pie·
nitud entre dos abismos, dos pendientes, dos adverbios :
ya sí, todavía no. Cuerpo y alma se encuentran hoy y
cooperan, no hay castigo ni insurrección, sólo mutuo
aplauso, una meta común : el amor entero y verdadero.
Para llegar a él no hace falta torcerse provisionalmente
en busca del placer ni es preciso tampoco tomar un
atajo áspero que sortee los amenos lugares y verduras.
El camino es llano, real y deleitoso, y el más recto.
Dios está presente, entre los dos, aprobando este amor,
regalando esta alegría, haciendo expedito el sendero del
cuerpo al alma. Cuerpo y alma colaboran. Los dos tér­
minos son esenciales. Muchas uniones han sido cuartea­
das por el desacuerdo sexual— «¡serán los dos una sola
carne!» (1}—y otras muchas se han petrificado y han
muerto por basarse exclusivamente en algo tan fugaz
como es la atracción de los sentidos. Cuerpo y alma.
Dos cuerpos y dos almas. Y Dios envolviéndolo todo, pe­
netrándolo todo. Incluso el ejercicio de las virtudes se
os ha facilitado súbitamente. La caridad señala el mismo
objetivo que la ternura apetece. La fe lo abarca todo,

(1) Gn. 2, 24

8.r>
demorándose en el pensamiento de la futura conviven­
cia sin fin de los cielos. La castidad ya no es más que
fidelidad, un mandamiento que es como anillo al dedo.
Dios es bueno, infinitamente bueno, el Dios que juntó
a Abrahán con Sara, a Isaac con Rebeca, a Jacob con
Raquel.

Cuidado, sin embargo. Puede ocurrir que la fe tam­


balee cuando este cielo tan azul se nuble. Puede suceder
que la fidelidad se ponga a prueba muy dura cuando
razones de índole moral o física impidan la posesión o,
al contrario, cuando ésta, repetida, monótona, no logre
interesar ya al pensamiento. Es posible también que
la práctica de la ternura no constituya un ejercicio de
la caridad; es posible que, en el amor marital más ar­
doroso, en las pruebas de afecto aparentemente más
desinteresado, el hombre siga únicamente amándose a
sí mismo.
El matrimonio no improvisa nada, nada más solucio­
na, en cierta medida, los problemas de la carne ham­
brienta v largamente contrariada. Los otros conflictos,
los serios, los del amor específicamente humano, per­
manecen insolubles, mejor dicho, continúan esperando
solución. Durante las primeras jornadas de vida común
es tal la riqueza de los dones, tan absorbente la maravi­
lla, que esos problemas parecen haber desaparecido;
quedan, no obstante, ahí, latentes, esperando la prime­
ra fricción para saltar. Uno que ha estado toda su vida
amándose a sí mismo, amando a lo sumo al prójimo en
función de su propio provecho, en función de la utili­
dad que tal amistad le reportaba o de la repercusión
que de tal amor se seguía en su carne o en las fibras
más bastas y elementales de su corazón, un ser que ha

86
ainado siempre así, ¿cómo va a perder, por el mero he­
cho de casarse, hábito tan arraigado?
Por favor, no equivocarse con la alegría. Otros amo­
res, el amor maternal, el amor de amistad, el amor
filial, no pueden de ordinario proporcionar alegría si no
existe en ello3 una base de abnegación, alguna victoria
sobre el amor propio. Este amor, en cambio, aun den­
tro del exclusivo campo de los sexos, ocasiona gozos no
desdeñables sin que el hombre se haya elevado un cen­
tímetro sobre su miseria habitual.
Porque en el amor conyugal es posible encontrar por
algún tiempo frujtos que se dan con total independencia
de la perfección de los que aman. Basta que liguen las
tendencias, que se complementen los deseos. Basta que
uno busque poseer y otro prefiera la dulzura de rendir­
se. Basta que uno tenga afán de mando y otro quiera
perder toda responsabilidad. Basta que uno desee ser
admirado y el otro posea suficiente fuerza de abstrac­
ción para limitarse a contemplar largamente un míni­
mo rasgo admirable. Basta que uno haya sido huérfano
y el otro tenga unas geniales aptitudes de padre o de ma­
dre. Es suficiente incluso una buena concordia sexual.
Estas y otras compatibilidades pueden de su\ro, sin ele­
vación moral alguna, engendrar descanso, bienestar y
hasta mil formas de eso que, por carecer de otra pala­
bra más adecuada, solemos denominar alegría.
Todo esto, sin embargo, comprendéis que es esencial­
mente fugaz. Pues no hay cosa más vulnerable al tiem­
po que el amor de dos seres que sólo se aman a sí mis­
mos y al aspecto provechoso del otro. Basta..., basta lo
que arriba queda dicho más unos años, unos días de con­
vivencia.

Hemos conocido tantas historias deplorables, tantos

87
enlaces de lamentable desenlace, tantísimas vidas vacia·
das pronto de todo contenido y conservando tan sólo una
digna apariencia social, que vale preguntarse como Cer­
vantes : ¿no es mejor el camino que la posada?
¿No es mejor la ilusión que la realidad? ¿No es mejor
el sábado que el domingo? ¿No es más maravilloso el no*
viazgo que.el matrimonio?
Uno se da cuenta, poco a poco o súbitamente, de que
el ser amado disminuye entre las manos, se empobrece,
dista muchas leguas de aquel ideal que ]¿os sueños ha­
bían forjado y el corazón, con más fe que datos de evi­
dencia, adoraba en soledad. Puede llegar un momento
en que a la vida matrimonial sólo se le atribuya una
ventaja: libramos de estar constantemente pensando el
uno en el otro, una dulce obsesión antes, aunque para·
lizante, al fin y al cabo incómoda. Si la presencia nos
pareció un día mucho más deseable que la ausencia, hoy
nos parece simplemente más soportable. Porque, aun­
que se os antoje extraño, a veces convivir es más lleva­
dero que tener lejos a quien antes se amó, por la mera
razón de que un mueble inútil es más tolerable que una
idea fija. ¿Que se arregla todo con no pensar? He co­
nocido bastante gente más hábil para desentenderse de
una persona que para extirpar su recuerdo.
La presencia constante del ser amado acaba desvelan­
do su auténtica fisonomía, subrayando más y más impla­
cablemente sus aristas y sus limitaciones. Lo despoja
del halo espléndido que la lejanía le había concedido.
Casi todos los hombres son como casi todas las pinturas :
es mejor mirarlos a distancia. Y aún existen hombres,
como algunas estatuas, que examinados de cerca reve­
ían no 6Ólo las deficiencias de su configuración, sino
también la escasa nobleza del material en que están ta­
llados.
Pero este descubrimiento de los defectos, provocado

88
por la presencia real y asidua, no origina ios mismos
resultados en la mujer y en el hombre. La mujer» en el
nacimiento y desarrollo de su amor, funciona indepen­
dientemente de las razones de amar. El corazón mascu­
lino, en cambio, está más ligado a la cabeza y necesita,
para ponerse en marcha, que ésta suscriba con datos fa­
vorables su asentimiento. £1 amor de la mujer es ciego,
pero sólo su amor; su entendimiento se conserva despe­
jado para observar fríamente aquello que ama. El afec­
to del varón no es ciego, sopesa el pro y el oontra, aun­
que tampoco goza de perfecta perspicacia, porque los
discursos de su cabeza se ven entorpecidos por las par­
cialidades o engaños que en ella introduce el amor. Pue­
de, pues, la mujer juzgar serenamente al hombre amado
y puede, sea cualquiera el resultado de ese juicio, con­
tinuar amándolo a pesar de todas sus taras. El hombre,
por el contrario, pondrá en peligro su amor si, a través
de las cortinas que éste tiende ante los defectos de la
mujer amada, llega a descubrirlos o presentirlos.
No es, con todo, la mujer totalmente insensible a las
deficiencias del hombre a quien ama, sobre todo si en­
tre és.tas se encuentra la de pretender disimularlas, con
lo cual demuestra no conocer el funcionamiento del amor
femenino y se hace acreedor al desprecio o a la compa­
sión. Estos dos sentimientos destruyen por igual el amor
específicamente conyugal, a menos que la compasión sea
tan fuerte y creadora que vaya redimiendo al ser amado
de todas sus miserias. Lo cual, por otra parte, supone
en éste una docilidad a la redención proporcional a la
energía redentora del otro.
Todo esto exige dos cosas. Primero, una capacidad
de readaptación, capacidad alimentada tal ves con los
residuos de un amor más o menos burlado: adaptar el
amor de la imagen ideal antes forjada a la realidad in­
ferior que la convivencia impone. Después—a la ve»*—,

89
una «ctitud respetuosa ante la persona amada, que evi­
te llegar a zonas vedadas a todo pie humano, esos me­
tros de tierra fangosa donde únicamente puede florecer
el perdón de Dios. Es innecesario advertir que debe dar­
se asimismo esa actitud que mejor que respetuosa lla­
maríamos inteligente : la que tiene en cuenjta la natura­
leza de los seres y sabe adoptar ante ellos las oportunas
distancias. No es razonable pretender admirar la cate­
dral de Reims atendiendo de cerca a la porosidad de sus
sillares, ni es h'cito observar un alma humana con lupa
inhumana. Hace falta renunciar a entender totalmente
al ser amado. El hombre no es tanto un teorema como
un misterio. Y el amor ha de tener esto en cuenta, el
amor humano. También al amor humano se le exigen
actos de fe. El castigo de un amor demasiado ((curioso»
consiste en su misma destrucción: la muerte de la ga­
llina que ponía huevos de oro.

Queridos amigos, ¿es más maravilloso el noviazgo que


el matrimonio? Una respuesta general sería meramente
estadística, no nos interesa. JLo que interesa es que si
esa pregunta tiene respuesta afirmativa en la mayoría
de los casos, vuestro caso debe ser bellamente, altamen­
te excepcional. Sólo de vosotros depende. No de la fa­
tiga ni de los hijos ni de las enfermedades, no del sol
ni de la lluvia. De vosotros únicamente depende : vos­
otros tenéis que fundar y enriquecer en la vida real el
ideal acariciado, vosotros mismos tenéis que convertir
en suntuoso castillo la posada que soñabais a lo largo
del camino.
¿Cuándo es uno más feliz, al realizar un viaje o al
proyectarlo? Yo quisiera, yo deseo muy de veras que
vuestra mayor felicidad, por ser siempre creciente, tu­
viese lugar al final de la vida, cuando, después del más

90
triunfal crucero, os sentéis, en el mismo sofá de ahora
cien veces tapizado, para repasar juntos los días de bo­
nanza y de mar gruesa, días siempre, siempre, de gloria
y de amor. Una cosa es cierta: eso sólo depende de
vosotros. Defended vuestro amor.
El amor humano, esa cosa débil y maravillosa. Des­
de luego, lo mismo que la respiración necesita una at­
mósfera, el amor precisa de una erosfera, un aire acon­
dicionado en el que pueda subsistir, crecer y al fin trans­
figurarse. Es Dios. Por eso hombre y mujer tienen que
amarse en Dios. Existe el peligro de no saber amar a
Dios «sobre todas las cosas» : cuando se ama a Dios más
que a todas las cosas y las cosas son amadas menos que
El, pero al lado de El, fuera de El, con otro amor inde­
pendiente. No podemos, ni metafísica ni psicológicamen­
te, confundir los seres de este mundo con Dios, pero
tampoco podemos separarlos de El. Todo lo que no es
Dios tiene que ser amado en Dios.
Y amando cada día más a Dios os amaréis más el uno
al otro. El místico Osuna decía que «el amor de Dios es
más ensanchador que ocupador». Así, cuando estéis jun­
tos seréis mejores. Pero aún más: cuando seáis mejores,
estaréis más el uno dentro del otro. Porque todo pecado
es egoísmo y el egoísmo es impermeabilidad.
Gran cosa esta del amor humano en todo su volumen,
cuerpo y alma comprometidos. Se da a veces un falso
idealismo que desprecia la carne; este desprecio no pue­
de proceder del espíritu recto, sino del mismo instinto
sojuzgado artificiosamente, violentamente transpuesto a
planos antinaturales, o de una sensualidad impotente y
malsana. El espíritu que sacrifica algo reconoce el va­
lor de los que sacrifica. La castidad no es menosprecio
del cuerpo, sino respeto al cuerpo, cuyos atropellos y
excesos alcanzan para ella el nivel de la profanación,
nombre que nos remite a una esfera sagrada. Muchas

91
personas vírgenes que no tienen del instinto génesico
otra noticia que la proporcionada por sus propias ten·
taciones, por un código prohibitivo o por las informacio­
nes del confesionario, reveladoras nada m¿s del aspecto
negativo e inmundo, del pecado y la .tristeza, corren el
peligro de no ver en la carne más que la carne especí­
ficamente tarada, el tercer enemigo, el sucio y obsesio­
nante enemigo «doméstico». Esas personas, si no oran
como es debido, no podrán entender nunca que en el
amor humano plenario y normal la carne y el espíritu,
el acto físico y el don de sí constituyen una sola cosa,
y no se puede separar lo que Dios ha unido.

Tenéis razón : la alegría nace del amor. También de


ese amor vuestro terreno en el cual la tierra y el cielo
se reconcilian. «Alégrate con la mujer de tu juven­
tud» (2).
Alegraos en vuestro amor, alegraos el uno en el otro.
Que cada uno busque la felicidad en hacer feliz al ojtro.
No es esto sólo la felicidad recta, sino la única felici­
dad. Hay un circuito misterioso y santo. Unicamente el
que pierde su alma la encontrará.
Pero os ruego, os exijo que penséis en los innumera­
bles dolores del mundo, en la tristeza de los abandona­
dos, en la tristeza consiguiente al pecado de los que
abandonan, en la tristeza de los que han sacrificado su
amor sin entender su sacrificio. Ahora, en vuestra ale­
gría, en vuestro refugio de ternura y paz sin límites, re­
cordad también toda la tristeza que pesa sobre los hom­
bres. Defended vuestra alegría de ese adversario sutil
que tiene maneras y apariencias de aliado, ese egoísmo
que e§ el peor de todos, el egoísmo de dos que se enquis-

(2) Prov. 5, 18.

92
tan en su propio amor y que, por estar enmascarado de
caridad mutua, es el más difícil de descubrir y comba­
tir. Si queréis conservar la intimidad de vuestro afecto,
dadle proyección apostólica. Si queréis mantener la ale­
gría, difundidla. Hay una palabra francesa cuya ambi­
valencia me ba gustado siempre: foyer. Significa hogar
y foco.
VI

uNo te alegres de la muerte de tu


enemigó” (Eccli., 8, 8).

Sí, todo sigue igual. El sol se pone por Aguirrechea.


Los domingos, chicos y chicas van paseando hasta el
puente de Unzalu y traen, si es tiempo, ramos de zarzal
florido. La semana de Pasión predican los capuchinos
de Zubillaga y por San Lorenzo hay hogueras, estrellas
y pañuelos de colores. El alcalde reparte a todos queso
y vino. Los manzanos de Goñi dan manzanas por el oto­
ño y las tapias son inútiles; luego el cura les dice a
los chavales que ccel que roba, tiene que restituir», y a
Goñi le dice que «a ver, que no es para tanto». Todo si­
gue lo mismo, fiel a las crónicas de hace tres siglos,
fiel a tu minuciosa, apasionada evocación.
¿Todo sigue lo mismo? Para ti, que estás tan lejos,
con tanta agua y tantos años de por medio, todo está
barnizado de un prestigioso tinte. La distancia en el
tiempo y en el espacio ha embellecido sin tasa la humil­
de realidad y ha cribado los recuerdos, dejándote sólo
los detalles gratos y excelentes. Ya no te acuerdas de
las atroces nevadas, del tedio inacabable, de las renci­
llas míseras que alzaban pared de cal y canto entre fa*
milia y familia. Recuerdas únicamente las fogatas en
la chimenea, con los perros al lado y largo palique de
caza y pesca, sueñas sólo con la hermandad, la concor­
dia y el milenario rito de cruzarse «presentes» con oca­
sión del matacherri. Y así, claro, ubi patria, ibi bene.

95
Pero no: todo sigue idéntico, es decir, mezquino y
vulgar. Nada se ha mudado, sólo tú has cambiado.
Todo sigue igual y, sin embargo, si volvieras, todo lo
encontrarías extraño. ¿Por qué? Seguramente porque tú
ya no eres el mismo, aunque creas lo contrario. Tan­
tos años de vida azarosa, tantos años de rebeldía y nos­
talgia han ido modificando lentamente tu corazón, jtu ser
entero. No eres el mismo precisamente porque sigues
siendo el mismo en exceso, porque tu estatura interior
no ha crecido. Un hombre desarrollado normalmente es
más idéntico a sí mismo, a su niñez normal, que otro
que, por haber sufrido un trastorno en su crecimiento,
se haya mantenido en las dimensiones corporales de eu
infancia. Tú no eres igual precisamente porque no eres
ya igualmente variable. La velejta que no gira ya no es
la misma veleta de antes. Con esto no aludo a tus con­
vicciones, las convicciones que provocaron tu destierro
y que son, por humanas, tan discutibles como las de tus
enemigos, discusión que yo jamás abordaré, porque estoy
divinamente convencido de que mi papel no está en el
plano de las convicciones humanas; lo sabes tú muy bien.
Las metáforas del hombre contrahecho y de la veleta
oxidada, con ser en algún aspecto desestimativas, no
implican ninguna reprobación de tu conducta. Grandeza
y servidumbre de las metáforas, que ilustran una idea,
pero que, llevadas más allá de sus límites, la pueden fal­
sear. Yo simplemente me refería al hecho de que tú
has anclado tu corazón, con todos sus afanes, en el año
cero de tu expulsión de la patria.
Tú mira3 hacia atrás, hacia el pasado. En esto se nota
que eres exilado forzoso, pues el que emigró volunta­
riamente mira hacia el porvenir, hacia formas de vida
nueva. Si sueñas con el futuro, con una posible repa­
triación, concibes ésta sobre todo como una justifica-

96
ción de tu pasado o al menos como una oportunidad de
llevar a cabo esa justificación.
Miras bacía atrás. Tu alma ge ha ido endulzando, por
obra del tiempo. El ansia de revancha desapareció ya,
junto con las manifestaciones agudas de rebeldía. Queda
ahora la melancolía y la tentación de resentimiento;
queda, de tu antigua esperanza de liberación, poco más
que tu repulsa, tu repugnancia a toda especie de intran­
sigencia.
Quisiera que todo esto lo fueses destilando aún más y
llegases a esa forma victoriosa y superior de la resigna·
ción que es la alegría en los pesares. Aparentemente no
es un consejo, éste de la resignación, muy propio para
hombres de temple esforzado. Sin embargo, sabemos
cómo fortalece el alma la resignación y la capacita para
muy altas empresas, y cómo acaba de extenuarla la re·
beldía. Sabemos, sobre todo, que en demasiadas oca­
siones es la aceptación de la infelicidad la única, es·
plendorosa y grave felicidad reservada a los hombres de
este continente y del otro, a todos los desterrados hijos
de Eva.

Para llegar a esa alegría de la aceptación y del perdón


es menester, lo primero, ahogar una pecaminosa alegría :
«no te alegres de la muerte de tu enemigo» (1). ¿Es posi­
ble esta alegría? Lo es, merced a la relativa depravación
del que así se goza. Porque su espíritu no es bueno,
puede yo encontrar gozo en ello; porque no es totalmente
malo, puede todavía hallar alguna alegría. «Vencer, re­
futar, castigar—formula Santo Tomás— , no proporciona
gozo en cuanto mal para otros sino en cuanto perte-

(1) Eccli. 8, 8.

97
AUN ES P O Sim f — 1
necen al propio bien, el cual ama el hombre más que
odia el mal ajeno» (2).
Vamos a descartar primeramente esa alegría. Vamos
a desalojar del corasón todo género de odio. No odiando
al enemigo, ya la mitad del odio desaparece, mientras
que la otra mitad va necesariamente cediendo por no
encontrar resistencia donde apoyarse, a no ser que el
perdón se manifieste tan desmañadamente que equivalga
al desprecio.
Vamos después a suprimir de nuestro corazón el sen­
timiento de que nos encontramos frente a un enemigo,
lo cual exige coraje. El que cree estar ante un enemigo
se protege y adopta las medidas de defensa convenientes.
El que rechaza, en cambio, tal sentimiento, depone las
armas y avanza a pecho descubierto. Esta resolución
¿tiene nada más valor metodológico como astucia para
desarmar también al adversario, o supone la radical
seguridad de que uno no puede jamás ser de verdad
herido por nadie? Sí, en última instancia sólo uno mismo
puede hacerse verdadero daño, verdadero mal, ya que
los males físicos reciben esta denominación por su rela­
ción al auténtico mal, al pecado. Sólo devolviendo odio
al enemigo logra éste que su odio obtenga los efectos
que se propuso.
El perdón está inspirado en la valentía. El perdón
provocado por el miedo—el miedo lo que hace nada más
es embotar provisionalmente el odio, que surge después
con la impunidad—no es un perdón íntimo, no puede
ser un perdón generoso. El verdadero amor nada tiene
que ver con la fuerza, pero tampoco con esa debilidad
que viene a ser un recurso dotado de armas tan terrena­
les como las de la fuerza y desprovisto de la gallardía
que a ésta caracteriza. Esa debilidad usa armas quizá

(2) Sum. Teol. MI, 32, 6.

98
más innobles que la misma fuerza, como ton 3a adula­
ción o las urgente», cobardes llamadas a una compasión
innecesaria.
El perdón supone valentía y gran desprendimiento,
porque renuncia a las satisfacciones sociales y psicoló­
gicas que se deducen de una viril venganza. El que venga
una afrenta se granjea fama de hombre entero y po­
deroso—pocas personas de una sociedad tan mediocre
como la actual pueden comprender aquella frase de
Goethe : ccla más alta venganza consiste en no tomar
venganza»—y, a sus propios ojos, se realza con la humi­
llación del enemigo.
Sin embargo, el perdón que se apoya en estas razones
puede no ser todavía un perdón cristiano. El lema de
Goethe, que abdica de toda venganza, sigue pronun­
ciando la palabra venganza. La renuncia a las venganzas
humanas puede, a ciertos espíritus más refinados, pro­
porcionar una satisfacción tan humana como la produ­
cida en el ánimo de un papú por las más sangrientas
venganzas. No hemos ascendido aún a la esfera cristiana.
El perdón cristiano alude a Cristo y está inspirado en la
novísima economía de valores que El estableció sobre
la tierra.
Antiguamente se decía: ojo por ojo y diente por
diente, amor al amigo y aborrecimiento del enemigo.
Pero he aquí que Jesús toma la palabra y dice unas cosas
extrañas, desconcertantes: Si te abofetean, ofrece la
otra mejilla; al que te quiera robar la túnica, dale
también el manto; es preciso amar a los enemigos y
orar por los perseguidores.
Queda con estas asombrosas consignas sofocada la últi­
ma objeción que se podía poner a la absolución de los
enemigos: la justicia ha sido violada v es menester
repararla. Es preciso restituir, mediante una compen­
sación punitiva, el equilibrio roto por el pecado. Claro

99
que es fácil y razonable renunciar a la justicia privada
y personal: para algo está, decimos, la autoridad, para
algo está, en última instancia, la justicia divina.
Sí, para algo está la justicia divina: por ejemplo,
para vengar las venganzas humanas, para vengar ese
margen de injusticia que se da en toda justicia, ya que
la pura justicia es siempre justicia impura. La única
pura justicia es la misericordiosa justicia de Dios, que
no es justicia atemperada por la misericordia, sino una
misericordia que sanciona con justicia. Si fuese posible
desglosar y ordenar cronológicamente los acjtos divi­
nos—los distintos aspectos del único acto indivisible de
Dios—, diríamos que no es la misericordia la que llega
luego a mitigar las sanciones impuestas por la justicia,
sino al revés, es la misericordia la que precede, la que
presenta ante la justicia el cuadro completo de un com­
portamiento humano para que ésta pueda fallar recta­
mente.
El perdón restablece el equilibrio en un orden nue­
vo, no soñado por la justicia. Y el hombre que .trata
de asimilarse los criterios de Cristo no puede ejercer
un perdón que consista en la mera renuncia a vengarse
personalmente y en remitir a la justicia divina la repa­
ración de la ofensa sufrida, sino un perdón magnáni­
mo y total que le lleve a orar en favor del enemigo, a
disculparle en su corazón v a felicitarse de que la justi­
cia divina no sea afortunadamente como la justicia de
este mundo.
Un verdadero perdón elimina, desde luego, el odio y
el apetito de venganza. Pero tiende todavía a mayor ge­
nerosidad : a olvidar. No entiendo a esos seres que con­
fiesan no guardar ningún rencor, pero andan a todas
horas recordando la ofensa sufrida; no los entiendo,
como no sea que obren así para procurarse continua­
mente—igual que los que se colocan por propia volun­

100
tad en situaciones de peligro para su castidad, a fin de
que ésta se fortifique—los dudosos méritos de una victo­
ria diariamente, dudosamente renovada. N o; hace falta
olvidar, es menester esforzarse en olvidar—sobre la me­
moria podemos ejercer un dominio que los psicólogos
llaman «político»— . Para que el perdón sea total ha
de ser puro: rechazando la satisfacción espiritual que
de él proceda, y esto se logra sólo olvidando el ultraje,
no deliberadamente prescindiendo a cada paso de la re­
paración que se nos debe, sino ignorando que se nos
deba ninguna reparación. No sólo la cabeza puede mo­
delar el corazón, también el corazón puede influir en
la cabeza.
Te suplico, por favor, que cuando leas lo que respecto
a la justicia humana y sus inevitables injusticias arriba
queda dicho, no pienses en la injusticia real de que eres
objeto, sino en la posible injusticia que cometerías si te
abandonases a una reacción de mera justicia. Si tu per­
dón no fuese perdón cristiano.
Por último—todas las virtudes andan trabadas como
en un tejido, las virtudes separadas sólo se dan en los
distintos capítulos de la Moral: caridad y humildad,
humildad y esperanza, todas se compenetran— , y para
tu uso más íntimo, recuerda aquella parábola del sier­
vo, al cual el rey perdonó diez mil talentos y él se negó
a condonar cien denarios a un deudor suyo.

He hablado de la debilidad, de la sucia y artera de­


bilidad que lucha a su manera contra la fuerza, con imas
armas tan sutiles que a veces consisten en el mero hecho
de presentarse sagazmente desarmada. Esa debilidad es
mala, es condenable. Mejor dicho, es malo el uso que se
hace de esa debilidad, porque toda debilidad, lo mismo
que toda fuerza, igual que toda pasión o situación fun-

101
damental, es en sí buena. Utilízala tú—no hace falta ser
un lince para descubrir en tus últimas cartas un pro­
gresivo debilitamiento de energías—para el bien. Haz por
bondad lo que tienes que hacer por debilidad, ahora que
no puedes hacer ya por valentía cristiana lo que en otro
tiempo hubieses hecho por vigor natural. La auténtica
resignación cristiana significa nada más—nada menos—
la resignación a santificarse con unos medios aparente­
mente precarios. ¿No te he dicho también que muchas
veces la auténtica alegría no es sino la aceptación alegre
de una tristeza en la que la voluntad no tiene parte, es
decir, no tiene culpa?
Es preciso, al mismo tiempo que se expone el lado
glorioso y batallador del programa cristiano, dignificar
la literatura que en torno a los valores «pobres» del
hombre ha versado secularmente. No sólo se han de
hacer resaltar los aspectos positivos de la religión; tam­
bién hay que descubrir y airear el positivo contenido
de los otros aspectos que podrían denominarse negati­
vos. Concretamente, el sufrimiento y sus posibilidades
redentoras han sido ampliamente comentadas por los
maestros de espíritu. El miedo, en cambio, ha sido casi
siempre soslayado. ¿Por qué?
El valor es una condición cristiana, pero observemos
que el valor meritorio no consiste en no sentir miedo,
sino en vencer el miedo que se siente. Apresurémonos
a declarar que esta victoria no se obtiene sobre algo in­
trínsecamente malo—como sería la caridad concebida
como victoria sobre el odio—, ya que acerca de Jesús,
en el cual por esencia no cabía ni sombra de pecado,
poseemos un precioso dato, que estremece tanto como
consuela: Jesús tuvo miedo. ¿Cómo avergonzarse, pues,
de sentir algo que Dios asumió e hizo propio? Nada de
lo que es humano—excepto el pecado—desdice del hom­
bre, ya que no desdijo de la persona divina de Cristo,

102
la cual, ¿alvo el pecado, incorporó todas las miserias hu­
manas. £1 miedo es humano. Cuando no hay peligro
puede uno formular propósitos de suma valentía y des­
pués, llegado el caso, temblar; pues así como entonces
no me parece menos sincero tampoco me parece después
menos hombre. La victoria sobre el miedo hay que en­
tenderla más bien como una determinada utilización del
miedo : la santificación del miedo.
El miedo no es pecado, aunque ciertamente es una
consecuencia del pecado, hasta el punto de que San
Agusjtín hace arrancar toda su disquisición acerca del mal
partiendo psicológicamente de la vivencia del temor (po­
dría hacerse una distinción técnica entre temor y mie­
do, como también entre hombre temeroso y tímido, pero
se me antoja aquí improcedente): «O es un mal lo que
tememos o el que temamos es ya un mal» (3). Puede
también el miedo—cuando significa un temor desman­
dado—ser origen del pecado, pues, aunque primordial­
mente atenúa la culpabilidad, otras veces ocasiona desór­
denes en el alma y a menudo es la razón que explica
ciertas tibiezas que tienen su raíz en una secreta falta
de confianza, en ese miedo al salto en el vacío que pos­
tula toda consagración más generosa, itodo desasimiento
de las seguridades terrenas.
Pero también el dolor es consecuencia del pecado, y
la fatiga y la muerte. Y si cabe en ellos una ocasión
de pecado, no es menos cierto que se prestan también
a un uso santo.
Vamos a aceptar el miedo para poder ofrecérselo al
Señor. Hay muchas almas que malogran su perfección
por querer servirse de medios inadecuados a su nativa
flaqueza—por querer tensar demasiado las cuerdas de
su cítara, según la deliciosa imagen de San Gregorio— ,

(3) Confes. 7. 5. 7: MI. 32. 736.

103
cuando lo que tenían que hacer es aceptar la pobreza
de sus propios instrumentos. Decir, por ejemplo : «Ten­
go miedo, Señor.» Y en ese miedo tratar de descansar*
abandonándose en los brazos del Padre, invisibles—de
ahí el miedo—, pero ciertos, ciertamente acogedores
—de ahí la confianza—.
El reino de Dios es ese reposo, esa paz, paz y alegría
en el Espíritu Santo. Y el reino consumado será, para
el gran Cristo y cada uno de sus miembros cansados, la
perfecta quies in óptimo, el descanso perfecto en el su­
premo bien, la alegría extática o impertubable.
No toda paz, sin embargo, es buena. Un pecador en­
durecido en sus malos hábitos puede llegar a experi­
mentar cierta paz, paz superficial, paz falsa, lo mismo
que antes sintió un falsa alegría, antes de que los bri­
llos y gozos del pecado muriesen a manos de la insipi­
dez que trae consigo la costumbre. Alegría y paz mun­
danas que siguen un orden inverso a la paz muy inte­
rior con que Dios obsequia al alma que lucha por El
y a la alegría que germina cualquier día de esa paz,
cuando las sucesivas victorias le van ¡granjeando trofeos
cada vez más brillantes y valiosos. La paz del pecador
es posible merced a la defensa que monta el diablo a 6U
alrededor. El demonio custodia meticulosamente esa
paz, porque ella es la que guarda su presa, el alma dor­
mida en el pecado, hasta que la infinita piedad del Se­
ñor se acerca alguna vez a agitar esa alma por medio
de los remordimientos.
Hay otra paz mala, más misteriosa todavía: la del
justo que vive en tibieza. Al fin y al cabo, Dios está
en esa alma, un alma que no comete pecados morta­
les, pero sucumbe a todas las pequeñas insinuaciones
diarias de la carne, de la vanidad, de la sucia tristeza.
Esa paz, esas cenizas, ese silencio de Dios, ¿cómo en­
tenderlos?

104
¿Cómo entender» en general, el pecado? ¿Por qué
permite Dios e] pecado?
La primera respuesta tiene que apoyarse en el domi­
nio y trascendencia divinos: El es señor absoluto de sus
acitos y no tiene por qué rendimos cuenta de lo que hace
y lo que permite; en las postrimerías del mundo, no
obstante, se justificará con inenarrable majestad en pre­
sencia de toda la creación.
Su inmanencia, su presencia y su amor a todo lo crea­
do sugieren también pertinentes contestaciones. Dios
respeta siempre la libertad del hombre y todo lo que a
ejla concierne, el actual estado de cosas que en la tierra
la mar y el aire—todo para el hombre—provocó en un
principio el uso de la libertad humana. Dios respeta
la voluntad y sus frutos, la convivencia del trigo y la
cizaña, mientras llega la hora de la gran cosecha defini­
tiva. Relucen, por otra parte, la sabiduría y el poder
del Señor en la permisión del mal, ya que de éste saca
mayor bien. Incluso en favor del mismo pecador, que
se lanza a los brazos de Dios desde su misma miseria,
utilizándola como trampolín. ¡Cuántas veces, al final
de los más tortuosos caminos, en el fondo de la mayor
abyección, aguarda paciente, implorante, el rostro de
Nuestro Señor> esa mirada que, cuando El decide reve­
lar a medias, resulta totalmente insostenible desde una
postura de desamor! En otras ocasiones, del pecado de
uno Dios saca provecho para otro : si no hubiese per­
seguidores, no habría mártires; si no hubiese verdugos,
no habría víctimas. Y si no hubiese injusticias, no ha­
bría «justos», en el sentido pleno que la Escritura atri­
buye a esta palabra y que incluye la fortaleza varonil
ante toda suerte de injusticias.
Pero, con todo, la injusticia y el pecado siguen sien­
do un misterio. Y el misterio exige una actitud de in­
finito respeto a todo el que quiera acercarse a él. El oficio

105
de la inteligencia se reduce a demostrar que tal proble­
ma, aunque insoluble, no es absurdo, y en invitar al
corazón a ponerse de rodillas, a fin de que el proble­
ma insoluble se convierta en misterio insondable, a fin
de que la noticia de los datos se transmute, abarcando
lo verdadero y lo inverosímil, en lo que San Agustín
llamaba «noticia amorosa». Por otra parte, acaso el
mal cumpla en favor del corazón el papel que el miste­
rio ejerce en favor del entendimiento: suscitar, a pesar
de todo, la caridad y la fe, las virtudes sobrenaturales.
La existencia histórica de Cristo ha facilitado en cier­
to modo la comprensión del mal y de su efecto más her­
moso y trágico: el sufrimiento de los inocentes. El re­
cuerdo de los dolores redentores de Jesús ilumina estos
dolores de aquí abajo, los hace más soportables y, des­
de luego, más inteligibles. Reaccionar como reaccionó
Job ante tal cúmulo de desgracias, cuando la fecundidad
de la mujer y de los ganados eran señal de bendición y
complacencia divina, poseyó un mérito que ahora no
podemos fácilmente concebir. Explicar los sufrimientos
del justo y, aclarada así la principal dificultad, escribir
un libro sobre la alegría, es tarea relativamente fácil
después que han sido escritos los libros del Nuevo Tes­
tamento.
Dios aflige a los santos para purificarlos de todo afec­
to menos recto, para que su amor gane quilates amándo­
le a El no porque da consuelos, sino aunque no los dé.
Para ofrecerles ocasión de luchar y vencer y acumular
merecimientos. Para librarlos de sufrir en el otro mun­
do. Para vigorizar en nuestras almas la fe en una remu­
neración futura. Rieux, el médico «honrado» que apa­
rece en La peste como una lastimosa, aunque bellísima,
reducción a dos dimensiones de la santidad cristiana,
rehúsa creer en un Dios que hace sufrir a los inocentes.
Lo comprendo. Camus ha confesado no haber entrado

106
nunca en contacto con el Evangelio. Si una vez se ha
acercado a Cristo—aquel par de páginas impresionantes
de La caída—ha sido precisamente para echarle en cara
la matanza de inocentes que llevó a cabo Herodes. Es
que hace falta penetrar más hondo en el mensaje cris­
tiano para llegar a entender por qué los inocentes son
acreedores a esa inmensa gracia de ser asociados a la pu­
reza y eficacia de la muerte del Inocente.
¿Qué es mejor, sufrir con culpa o sin ella? ¿Cómo se
sufre más fácilmente? Con culpa, el recuerdo de ésta
tiñe de amargura el puro dolor, a la vez que se tiene
la grata impresión de ir borrándola mediante la pena,
algo así como ir devolviendo la armonía a un trozo del
universo. El que sufre sin culpa participa más profun­
damente de los sufrimientos de Jesús, pero también es
más vulnerable a la tentación de la rebeldía, al furioso
clamor estéril contra la injusticia, a la soberbia de con­
siderarse inmune de toda culpa. ¿Es que hay algún hom­
bre absolutamente inocente?
Hace falta sufrir con humildad, al lado de todos los
pecadores, junto al único Inocente, hecho pecado por
nosotros. Es preciso sufrir reconociéndose uno solida­
rio de todos los dolores del mundo y de las razones pe­
nales que los motivaron. Sabiendo, sin embargo, cada
uno de nosotros que nuestro propio dolor no es algo
que no9 viene de fuera, a través de esas corrientes que
la caridad establece, sino más bien una supuración que
nos nace de dentro, del mismo tuétano de nuestro ser
herido por la culpa. Eso se llama santidad. Eso se llama
también alegría.
¿No sabes en qué consiste la «perfecta alegría»?

«Yendo una vez San Francisco desde Perusa a Santa


María de los Angeles con fray León, en tiempo de in-

107
viento y con un frío riguroso que les molestaba mucho,
llamó a tray León, que iba un poco delante, y le d ijo :
— ¡Fray León! Aunque los frailes menores diesen en
toda la tierra grande ejemplo de santidad y mucha edi­
ficación, escribe y advierte claramente que no está en
eso la perfecta alegría.
Y andando un poco más, le llamó San Francisco por
segunda vez, diciendo;
— ¡Oh fray León! Aunque el fraile menor dé vista a
los ciegos, y sane a los tullidos, y arroje a los demonios,
y haga oír a los sordos, hablar a los mudos y, lo que es
más, resucite al muerto de cuatro días, escribe que no
está en eso la perfecta alegría.
Otro poco más adelante, San Francisco levantó la voz
y d ijo :
— ¡Oh fray León! Si el fraile menor supiese todas las
lenguas, y todas las ciencias, y .todas las escrituras, de
modo que supiese profetizar y revelar no sólo las cosas
futuras, sino también los secretos de las conciencias y de
las almas, escribe que no está en eso la perfecta alegría.
Caminando algo más, San Francisco llamó otra vez
en alta voz :
— ¡Oh fray León, ovejuela de Dios! Aunque el fraile
menor hable la lengua de los ángeles, y sepa el curso
de las estrellas, y las virtudes de las hierbas, y le sean
descubiertos todos los tesoros de la tierra, y conozca la
naturaleza de las aves, y de los peces, y de todos los ani­
males, y de los hombres, y las propiedades de los árbo­
les, piedras, raíces, y de las aguas, escribe que no está
en eso la perfecta alegría.
Y habiendo andado otro trecho, San Francisco llamó
fuertemente:
— ¡Oh fray León! Si el fraile menor supiese predicar
tan bien que convirtiese a todos los infieles a la fe de
Cristo, escribe que no está en eso la perfecta alegría.

108
Y continuando este modo de hablar por espacio de
más de dos leguas, le dijo fray León, muy admirado :
—Padre, te ruego en nombre de Dios que me digas
en qué consiste la perfecta alegría.
—Figúrate—le respondió San Francisco— que al llegar
nosotros a Santa María de los Angeles empapados de la
lluvia, helados de frío, cubiertos de lodo y desfallecien­
do de hambre, llamamos a la puerta del convento y vie­
ne el portero incomodado y pregunta: «¿Quiénes sois
vosotros?» Y diciendo nosotros : «Somos dos hermanos
vuestros», responde é l : «No decís verdad, sois dos bri­
bones que andáis engañando al mundo y robando las
limosnas de los pobres; marchaos de aquí»; y no nos
abre, y nos hace estar fuera a la nieve y a la lluvia, su­
friendo el frío y el hambre hasta la noche; si toda esta
crueldad, injurias y repulsas las sufrimos nosotros pa-
ciertamente, sin alteramos ni murmurar, pensando hu­
milde y caritativamente que aquel portero conoce real­
mente nuestra indignidad y que Dios le hace hablar así
contra nosotros, escribe, ¡oh hermano León!, que en
esto está la perfecta alegría. Y si perseverando nosotros
en llamar sale él afuera airado y nos echa de allí con
injurias y a bofetadas, como a unos bribones importu­
nos, diciendo : «Fuera de aquí, ladronzuelos vilísimos;
id al hospital, que aquí no se os dará comida ni alber­
gue» ; si nosotros sufrimos esto pacientemente y con
alegría y amor, escribe, ¡oh hermano fray León!, que
en esto está la perfecta alegría. Y si nosotros, obligados
por el hambre, el frío y la noche, volvemos a llamar y
suplicamos por amor de Dios y con grande llanto que
nos abran y metan dentro, y él, más irritado, dice :
« ¡ Cuidado si son importunos estos bribones!, yo los tra­
taré como merecen», y sale afuera con un palo nudoso
y, asiéndonos por la capucha, nos revuelca entre la nie­
ve y nos golpea con el palo; si nosotros llevamos todas

109
estas cosas con paciencia y alegría, pensando en las pe·
ñas de Cristo bendito, las cuales nosotros debemos su­
frir por su amor, escribe, ¡oh fray León!, que en esto
está la perfecta alegría» (4).

Esta noche es Nochebuena y siempre me ha gustado


en este día recurrir a San Francisco para que me ayude
a vivir el gran suceso con corazón devoto, a ponerme en
corro delante del Niño, ya que no junto a San José y
la Señora, sí al menos con la muía y el buey, los pas­
tores de entonces y los miserables de siempre, para ofre­
cerle yo también al recién nacido mi pobre ternura hu­
mana. San Francisco amaba mucho este inefable pasaje
de la vida de Jesús. Por Navidad mandaba dar doble
ración de cebada a los animales, para que participasen
también del regocijo universal, y prohibía a sus frailes
ayunar ese día, aunque cayera en viernes.
Es Nochebuena, y me he acordado mucho de ti. El
Señor ha querido que viniera a pasarla en tu casa, al
calor de la chimenea donde tú has escuchado muchas
veces las suaves canciones de Gabon y Eguberri y has
soñado con el Olentzero, el fantoche de paja. A lo me­
jor vendrá luego Pedro José de Goñi y nos traerá man­
zanas.
Ya sé que tú en esta noche, casi inventada para el
amor, la paz y la alegría, vas a sufrir más. Mira, Yavé
le dijo una vez a Abrahán : «Abandona tu tierra, tu fa­
milia y la casa de tu padre, por la tierra que te mos­
traré» (5). Cosas que se le ocurren a Dios. ¡ Qué le vas
a hacer!

<4> Florecillas de San Francisco, p. I, c. 7.


(5) Gén. 12, 1.

110
¡Ojalá fuesen, más o menos, todos los obreros como
tú! Mejores o peores, ojalá todos mejores, lo cual pien­
so que no es pedir mucho, porque para ser mejor que
tú no hace falta ser un santo ni mucho menos : basta
ser como tú y además escribir más a menudo a los ami­
gos o perdonar a los amigos cuando no contestan con di­
ligencia a tus cartas. Pero no es eso. Me refiero ahora a
tu temple, a tu peculiar estilo de vivir, de hacer y so­
portar trabajos.
Hoy me ha tocado en el tranvía junto a un obrero que
realiza tu misma tarea y que acaso la cumpla con
mayor destreza y perfección práctica. Un obrero que tal
vez nunca haya provocado un desorden, jamás haya in­
fringido las más mínimas leyes de puntualidad o eficacia,
nunca haya proporcionado el menor motivo de descon­
tento a la empresa. Tal vez. Y, sin embargo, ese obre­
ro no me ha gustado: tenía demasiada mugre en el
traje y demasiada amargura en el alma. Ya sé que esto
no es decir mucho, y si no añadiese nada a continua­
ción, sería muy lógico filiar mi disgusto como disgusto
burgués y atribuirlo a una frívola sensibilidad de hom­
bre que tiene medios para reemplazar con mayor fre­
cuencia sus vestidos y esquivar con facilidad las diarias,
penosas amarguras que rodean las vidas indefensas. Pero
no, aquella mugre, aquella amargura revelaban algo
más que escases de fortuna, algo más también que una
existencia desde siempre afligida. Denotaban en el fon­
do complicidad con lo sucio, abandono y rencor estéril.
No se me ocurre, gracias a Dios, juzgar. Un hombre
que posee agua en abundancia para lavarse y una edu·
cación del aseo—inmerecida—que se remonta a la ni­
ñez, un hombre que si no carece de aflicciones e incluso
no tiene mucha habilidad para sobreponerse a ellas, pe­
ro posee al menos cultura para entenderlas e interpretar'
las. no tiene ningún derecho a juzgar la suciedad y las
aflicciones que nunca ha compartido. Esto no obstante,
tampoco me considero culpable de la sensación de dis­
gusto que tal espectáculo ha suscitado en· mí, sensación
tan natural e irresponsable como natural y sin mérito es
mi hábito de limpieza y mi antigua y con demasiada fa­
cilidad aprendida concepción de la vida y sus pesares. Si
de algo me acuso no es de falta de solidaridad con la
áspera amargura de mi compañero de viaje, sino de no
haber sabido reconocerme en gran parte culpable de las
oscuras, difusas razones que han desencadenado tal amar­
gura en su alma y en el alma de todos sus hermanos.
Me decía el pobre que nada valía la pena, que su mu­
jer es una furia, que a casa por su gusto no volvería
nunca, que el jornal sólo podía tener dos inversiones dig­
nas : gastarlo en vino y mujeres o en aniquilar a todos
los patronos del mundo. Me decía que en la cárcel se
come mejor que en su casa, y que no iba a la cárcel por
no hacer el esfuerzo, siquiera de imaginación, para me­
recerla. Sólo un programa : dejarse llevar por la vida.
Su tartera cayó al suelo y se la acercó con el pie. Las
luces grises de la amanecida no ponían ni quitaban co­
lor a la escena. Al final del trayecto, no sé por qué,
no me atreví a decirle que lo iba a encomendar en la
misa. Temí irritarlo. Tal vez me porté como un es­
túpido.

112
Fui pensando después en ti, pensando que te debía
una larga carta, pensando que ojalá todos los obreros
fuesen como tú. Ni pobres ni ricos, sino todo lo contra­
rio : felices. Felices con su suerte, con su salario y su
esperanza, con su paciencia y su afán de mejorar. Fe­
lices con su mujer y sus hijos. Me acordaba de tu mu­
jer, que te guarda todas las cosas tan limpias, que se
queda mirándote mucho rato cuando vuelves cansado,
que te va contando cada noche los pequeños maravillo­
sos éxitos de vuestros hijos—hoy tomé su cucharada sin
protestar, mejor nota en caligrafía, el otro ha caminado
ya solo dos metros—, que te ayuda a rezar, a perdonar
y a esperar, que ha puesto dos tiestos de geranio en la
ventana. Me acordaba de ti« de tu gran ilusión por lle­
var cada quince días al cine a tu mujer, de la misa que
oís juntos, codo con codo, del periódico que compras
a medias con otro compañero para estar enterado, para
saber qué pasa en Egipto, para entender algo de músi­
ca y qué es eso de la Academia o si el cáncer lleva cami­
no de curarse.
Me acordaba, sobre todo, de tu entusiasmo por el
trabajo, de tu gran amor al trabajo.
Yo no sé, pero acaso el secreto de la alegría para las
tres cuartas partes de la humanidad estribe en amar el
trabajo, en saber extraer de su propio trabajo una veta
de felicidad.
La verdad es que tiene mala literatura el trabajo. La
palabra ostenta ya una molesta etimología, emparentada
para unos con lo que traba u obstaculiza, para otros con
el célebre tormento de tres palos. Labor significa en latín
tanto trabajo como sufrimiento, y el Larousse define la
acción de trabajar como tomarse la pena de ejecutar
algo.
El trabajo así concebido, así padecido, es una cnrz
eou mucha pena y sin ninguna gloria, sin otro acceso po-

113
AUN ES POS1BI F.
sible a la gloria que aquel que todo dolor contiene, la
trabajosa transfiguración del sufrimiento actual en glo·
ria futura. Cabe entonces pensar en el trabajo como en
un mal menor, un mal que nos libra de otros males más
insoportables, como son el hambre y la sed, la intempe­
rie del cuerpo y del alma, la carencia de techo y de
mujer. La única utilización sobrenatural de una vida
tan inferior y humillada, con tan escasa sensibilidad para
otras razones de signo positivo, jocundo y estimulante,
consiste en aceptar tal estado de cosas, ese asco hondísi-
mo que el trabajo manual y su terrible monotonía pro­
vocan a la larga; aceptarlo y convertirlo después en
descontento de uno mismo, transformar las invitaciones
a la rebeldía que de ahí se desprenden en acicates de
lucha contra la parte fea y condenable de la propia alma.
Pero éste es un programa indeciblemente triste, un
proyecto de vida inhumana. Supone rebajar el trabajo
al nivel de la esclavitud: se trabaja para subsistir, para
continuar viviendo, sin otro objetivo que la mera pervi-
vencia día tras día y, en el mejor de los casos, la con­
quista de la eternidad. Parece, a primera vista, esta
referencia a la vida ulterior fundamentar una actitud
suficientemente cristiana, pero no es así.
£1 cristiano no sólo debe salvar su alma, sino también
la tierra, e¿ta tierra llamada a ser una tierra nueva, con
cuyo destino va emparejado el destino de su propia sal­
vación, según los conmovedores argumentos de afini­
dad que Santo Tomá3 empleaba para llegar al universal
rescate de la creación (1). El cristiano ha de entender
y practicar una «teología de las realidades terrestres».
El cristiano ha de hacer una vida no sólo recta sino
también apologética. El cristiano no sólo debe suspirar
por la alegría eterna, sino que debe ofrecer a los demás

(1) Sum. Teol., Suppl. 91, 1.

114
con su propia existencia datos lo bastante elocuente» para
que esa alegría futura, y no patente, de alguna manera
be anticipe aquí abajo, a fin de que tal fe tenga, ya que
no evidencia, sí al menos cierta «credibilidad» sufi­
ciente. Ejecutar el trabajo como mera pena es degradar
la vida a una existencia de galeras y desfigurar la ama­
ble providencia del Señor.
El trabajo es anterior al pecado, anterior, por tanto,
al concepto de pena consiguiente al pecado. Este vino
a añadir al trabajo el costoso atributo del sudor y la
fatiga; pero, así como la concupiscencia no impide la
castidad, tampoco el cansancio ba de impedir, aunque
los dificulte, los hermosos y venturosos frutos inheren­
tes al trabajo.
¿Y en qué consiste la principal excelencia del trabajo
humano? En que el hombre, trabajando, imita a Dios.
Todos los seres, según su ser, copian algún reflejo de la
faz del Señor y en esa copia estriba su realidad, su ver­
dad, su bondad y su belleza; también el hombre, de
manera más alta y excepcional, con luz no usada, ya
que no es sólo vestigio, sino también imagen y semejan­
za. Pero también según su trabajo y operación imitan
las criaturas a su Creador: «[Dios] quiso comunicar
su semejanza a las cosas no sólo para que existieran, sino
también para que fueran causa6 de otras cosas, pues de
estas dos maneras consiguen las criaturas la divina seme­
janza» (2). Y el hombre alcanza esta similitud de forma
extraordinaria, puesto que su trabajo ostenta una ex­
traordinaria semejanza con el de Dios.

Refiere una leyenda que cierto viajero acertó a pasar


por Chartres cuando la catedral estaba en la primera

(2) S a n to Tomás, Sun. c. Gent. 3, 70.

115
fase de su construcción. Preguntó a un obrero que allí
estaba tallando piedra :
— ¿Tú qué haces?
—Sudando. Ya lo ves : sudando.
A la misma pregunta contestó otro operario:
—Ganando el pan de mis hijos.
Ln tercer obrero dio al fin una gran respuesta :
—Estoy levantando una catedral para Dios.
Esta última explicación explica de modo acabado todo
trabajo humano, ya sea tallar piedra, arreglar huesos»
combinar átomos o escribir octavas reales. Todos—tú
también, al frente de un torno; mi compañero de tran­
vía de esta mañana también, al frente de otro torno
igual—estamos construyendo para Dios la gigantesca ca­
tedral del universo.
Trabajar así es cosa distinta de trabajar para cumplir
una pena. Trabajar así es además cumplir la pena, pero
cumplirla con otro estilo más adecuado al corazón del
hombre y más grato al Señor que impuso la pena. Tra­
bajar así es vivir en la alegría. Porque El no quiere
penados que expíen su culpa sino hijos que demuestren
su amor. El quiere colaboradores .
Si la redención del hombre estriba en gran parte en
?u trabajo, acaso la redención del trabajo consista preci­
samente en dotarlo de ese sentido profundo y bellísimo:
trabajar es colaborar con Dios. Y «lo más divino de
todo es ser cooperador de Dios» (3). Porque Dios trabaja
sin descanso, es puro hacer, Acto Puro, reposo infinita­
mente activo.
El Hijo de Dios en su vida mortal también trabajó,
hasta el punto de ser reconocido por sus contemporáneos
como «el hijo del carpintero». Cristo tuvo en sus manos
el cepillo y la garlopa, instruido desde niño en el uso

(3) D io n is io A r e o p a g ., De caelest. hier. 3, 2: MG 3, 165.

116
de las herramientas por un hombre que ba llegado a
ser, en los catálogos de la Iglesia, invocado como Patro­
no del Trabajo. Cuando, al emprender su vida pública,
abandonó el taller paterno, no se desdeña de describir
su excepcional, novísimo ministerio de salud como tarea
de segador, de médico, de pastor y viñador, sembrador
y alfarero. Simultáneamente, recomienda a los hombres
el cultivo paciente y generoso de la propia alma, tarea
que es jguerrera, caminante y, en su mejor fase, nupcial;
pero también, e ilustrada con particular detalle, labor
de agricultura o de edificación.

El trabaj.o humano contiene además una dimensión


social que contribuye a engrandecerlo sin tasa. Mediante
el trabajo de todos, bien tejido con las mil aportaciones
personales de aquí y de allí, va la humanidad progre­
sando hacia metas en las que la mutua solidaridad, al
desplazar antiguas maneras autóctonas de vida sumamen.
te tosca, afianza la idea de una fraternidad básica que,
para ser de veras cordial y sincera, dispone ya de una
premisa valiosa ; tal fraternidad y compenetración son
al menos útiles.
Merced al trabajo humano, el mundo se hace más
grato y va desvelando las ocultas posibilidades de una
tierra que será nueva al fin de los siglos. El hombre,
cuando trabaja, imita a Dios. Y Dios le premia conce­
diéndole la prerrogativa de una aproximación a sus re­
sultados creadores: el hombre puede inventar, palabra
que contiene en su raíz una clara llamada a la humil­
dad—inventar es «encontrar»—para corregir cualquier
vicioso engreimiento, pero palabra también que, para
provocar una humilde, genuina alegría, significa cierto
relativo acercamiento a los atributos divinos, una piado­
sísima misericordia del Señor que ha tenido a bien in-

117
corporar al hombre a sus divinas operaciones e inmensos
efectos, que ha querido respetar en el trabajo humano,
junto a la fatiga y la sensación de pena, el núcleo in·
tacto generador de alegría, con tal de que el hombre ten­
ga el coraje y la humildad de explotarlo.
Hay, pues, en las labores humanas una aleación de
alegría y pena, una pena que va haciéndose menor, una
alegría que va creciendo a medida que el trabajo reco­
bra para el hombre su verdadera fisonomía, a medida
que el trabajo se convierte en acción. De ahí que los
trabajos que más fácilmente pueden despertar alegría
sean aquellos de naturaleza más «activa», mientras que
la pena y servidumbre resaltan más en los trabajos pa­
sivos, en los cuales la máquina sustituye con ventaja al
hombre y éste adopta la pasividad de la máquina. jPor-
que la alegría del trabajo no está en función de la ma­
yor o menor facilidad de su ejecución, sino en función
del margen activo, creador, imitador de Dios, que todo
trabajo entraña.
«La alegría del alma está en la acción», confiesa Shel-
ley. La absorción de todas las energías que un gran tra­
bajo presupone explica psicológicamente la vivencia ar­
dorosa de una alegría plena, al no quedar ninguna fuer­
za del alma desocupada y ociosa, apta para que en ella
se cebe la melancolía, que surge siempre al advertir la
desproporción entre nuestro ser potencial y nuestro ser
actual.
La perfecta adecuación entre ambos seres tiene lugar
cuando el trabajo que un hombre realiza corresponde a
su interior vocación. Resulta asombroso que, siendo el
trabajo la ocupación que mayor número de horas consu­
me en una vida ordinaria, se tome con tanta frivolidad
la decisión de elegir esta o la otra profesión. No sólo
queda así comprometida la eficacia social de tal traba­
jo, sino también la felicidad del que va a desempeñarlo.

118
Cunde de esa manera el disgusto, el tedio, la repugnan­
cia a la tarea que se trae entre manos, la prisa por aca­
barla y huir pronto. La dicha o desdicha de muchas per­
sonas consiste en gran parte en el carácter placentero
o penoso—adaptado o inadaptado a su naturaleza y a su
destino íntimo— del trabajo que ejecutan. Cuando coin­
ciden vocación—aptitud más inclinación—y profesión,
esa armonía se llama alegría.
Cierto que hay profesiones de contenido muy especí­
fico hacia las cuales es fácil discernir una proclividad
temperamental o suscitar una inclinación decidida: mé­
dico, militar, juez, escritor, arquitecto, algunas más,
por no citar la profesión del ministerio sacerdotal. En
ellas es donde más acusadamente se da la armonía o
desarmonía entre vocación y ocupación, y la felicidad
o infelicidad que de aquéllas dimanan. Pocas vidas tan
plenarias y satisfechas, tan llenas de gozo—gozo a veces
doloroso, pero no por eso menor gozo— , como la vida
de un artista gastada sobre las cuartillas o sobre el ta­
blero, y acaso ninguna existencia tan desafortunada, tan
gravemente desgarrada como la que ha de sobrellevar
un médico o un sacerdote a quienes el contacto humano
repele, para quienes la empresa de restaurar cuerpos y
conciencias no representa una aventura emocionante.
La vocación hacia otras profesiones no es tan cuali­
ficada, pero es posible despertarla luego durante el des­
empeño de la profesión. El cariño invencible a la tierra,
al ganado, a la mar, e incluso a la madera, llega en cier­
tas ocasiones a obsesión íntima, que necesita apoyarse
en datos exteriores, en sensaciones olfativas, para que
pueda vivir, dormir o morir tranquilo y feliz el que du­
rante tanto tiempo ha estado vinculado a esos quehace­
res. Otras veces, por el contrario, es muy improbable
(pie el hombre llegue a amar su trabajo, si éste resulta,
más que penoso, impersonal. Cabe, sin embargo, aun en

119
los odiosos trabajos que hay que practicar en serie, po­
ner un margen de voluntad que haga atractiva la tarea :
cumplir ésta con perfección, con una innecesaria perfec­
ción que surja de adentro, por lujo espontáneo.

La alegría está en la acción. Aquí, en es.te mundo, la


esperanza católica es una esperanza operativa, alimen*
lada por buenas acciones que tienden a perfeccionar el
alma, en contraste con la esperanza protestante, que es
inactiva, porque sabe que ningún mérito ni demérito
puede mejorar o estropear lo que es naturaleza funda­
mentalmente corrompida. La legítima alegría cristiana
es dinámica, tan amenazada como anhelante, preparan­
do la futura alegría o bienaventuranza que ha de con­
sistir también en una «operación», en la fruición del
que es, antes que nada, Acto Puro.
Para tener acceso a aquella dicha es menester traba­
jar, entregando todas nuestras fuerzas al presente, esta
maravilla, la única que poseemos y que desbaratamos
con una dispersión de energías torpemente dedicadas a
un pasado que ya no existe y a un futuro que segura­
mente no existirá.

Finalmente, para uso de todos aquellos a quienes el


destino ha adjudicado una ocupación humanamente nada
gloriosa, quisiera decir mi última palabra. Todos los
trabajos están al mismo nivel. El del investigador y el
del picapedrero, el de brocha gorda y el de pincel fino.
Todo—fuerza física, habilidad manual, sensibilidad es­
tética, agudeza de ingenio—constituye una serie de va­
lores sin ninguna jerarquía. Porque, como decía Segis­
mundo, «sueña el rey que es rey». Y en rigor sólo es
rey en las tables. Y su gestión real no es más excelente

120
que los servicios prestados por su lacayo. Unicamente
por la perfección de sus obras, sean éstas lecciones de
analítica o surcos en la tierra parda, será juzgado y ca­
lificado el hombre. Todos los trabajos son iguales; so~
lamente varía la perfección con que han sido ejecutados.
Sé que tú, atado mañana y tarde a un tom o, me en­
tiendes perfectamente. Sé también de sobra que el obre­
ro que esta mañana ha viajado conmigo no me enten­
dería. Me respondería simplemente que hubiese prefe­
rido, para este teatro de la vida, vestir ropas de rey a
usar un mono qu¿ su mujer no lava nunca. ¿Cuál será
la perfección que Dios exija a los trabajos de esos hom­
bres que únicamente piensan en burlar la vigilancia de
su capataz? ¿Cuál será la responsabilidad de esos miles
y miles de obreros que no han sabido vivir con alegría
sus interminables jornadas de trabajo?
No lo sé. ¿Cómo voy a saberlo yo? Sólo sé una cosa :
que cualquiera que sea la bondad o maldad de un hom­
bre, hay algo que merece todos mis respetos : la fatiga
de ese hombre después de trabajar. Acaso toda la li­
teratura en tomo al trabajo, todas las tentativas litera­
rias por embellecer el trabajo y liberarlo de su mera
condición de pena, acaso no valgan la mitad de ese tre­
mendo cansancio que obliga al jornalero, cuando vuel­
ve a casa, a sentarse en una silla, sin fuerzas ni ilusión
para sonreír a sus hijos, sin fuerzas para otra cosa que
no sea cerrar los ojos y soñar con una vida distinta, pa­
recida a la que llevan los patronos.
VIII

“Al Dios que alegra mi juventud"


(Ps., 42, 4).

«Os escribo a vosotros, jóvenes, porque sois fuer­


tes)) (1)·
Te escribo a ti, que eres joven y fuerte, la carta más
sencilla de todas, que es como una tregua o un descanso»
la carta en que para hacer el elogio de la alegría no es
menester circunloquio ni sutileza alguna, porque eres
joven y fuerte, porque eres alegre, con tina especie de
alegría que se pregona a sí misma y no necesita co­
mentario.
Para escribirte voy a valerme de una ayuda inestima­
ble:, la música de las marchas campestres que tantas
veces hemos cantado juntos y que esta tarde va a sonar
en mi tocadiscos como fondo constante. Tengo a mano
también las últimas fotos que me enviaste, las de la es­
calada al Pico Azul. Si todo esto se mete en un matraz
y se le añade sol y agua a partes iguales, vacaciones y
amistad, y una flor de edelweis, que es decir monte y
es decir pureza; si el conjunto se agita durante un par
de horas, lo que sale se llama una carta sobre 1a alegría.
0 alegría sin más, con tal que se tenga la precaución
de separar los malos elementos, refractarios a la combi­
nación, que haya podido introducir en tal carta eso que
llamáis mi irremediable vejez. Recuerdo demasiadas ve­

il) I lo. 2, 14.

123
oes aquello que me dijiste un día, medio en broma me­
dio en serio: «De los veinte a los treinta años hay mu­
cho más que diez años, hay diez años de luz.» Lo que
queráis, pero mientras tenga fuelle y piernas me vais a
tener que aguantar. Y espero que después también, por­
que si yo a los cuarenta habré perdido ya mucho brío,
también vosotros a los treinta habréis ganado compren­
sión y me seguiréis aceptando en la pandilla; alguien
habrá incluso tan bueno que cargue con mi mochila, en
la que no faltará un paquete de bicarbonato.
Cuando por las noches, en la montaña, nos sentamos
alrededor del fuego para cantar, cuando uno de vosotros
saca la armónica y empieza a tocar, suave, suave, mien­
tras los demás miramos a las estrellas o a las llamas,
he comprendido bien aquella frase de iBernanos ; «Lo
contrario de un pueblo cristiano es un pueblo triste,
un pueblo de viejos.» En lo hondo del valle se oía a
menudo alguna leve esquila, y en esos momentos no
nos faltaba nada para llorar. Dios andaba cerca, un Dios
estupendo y camarada al que siempre nos ha gustado
invocar con el título que le otorgó San Agustín : «Dios
es más joven que todos» (2).

Te escribo a ti, que eres joven y fuerte, que eres


fuerte por ser joven. Y no me refiero al vigor físico
propio de tus años mozos, sino a la fortaleza caracte­
rística del que, por ser joven, mira sobre todo de cara
al futuro. El que es joven y no ha sido aún suficiente­
mente desengañado por la experiencia, cuenta con el
tiempo como si fuera un aliado, y esta seguridad, que
puede arrastrarle a despreciar cautelas y conducirle,
por tanto, a incontables fracasos reales, lo hace íntima­
mente invulnerable.
(2) De Gen. ad litt. 8, 26? 48: ML 34, 392.

124
Tú has mirado siempre hacia adelante, tú que en el
pasado cuentas con una hora de mucha aflicción; pero
jamás te has abandonado a ella. Para otros, en cambio,
un pasado triste significa una remora invencible y no
pueden nunca sacudir su recuerdo, hasta el punto de
quedar paralizados para toda empresa. Tú no, tú has
tenido siempre la costumbre de enfilar Ja proa hacia
el futuro, hacia los minúsculos quehaceres del día
siguiente, hacia la cruz y la gloria de nn porvenir que
ha ocupado nueve décimas partes de tus ratos de ensue­
ño. Bien sabes que he dado un valor muy relativo a tu
condición de huérfano. Haber perdido a tu madre en
tan temprana edad, a los seis años recién cumplidos, no
ha supuesto para ti tragedia mayor; el vacío de su au­
sencia lo has sabido llenar admirablemente con su ima­
gen más limpia y fiel y, sobre todo, con la esperanza
curiosa, firmísima, de recuperar a tu propia madre
en la mujer que un día te dará Dios por esposa. Siem­
pre mirando a los días venideros. Jamás he conocido
dolor que haya cicatrizado tan rápida y piadosamente.
Muchas veces he podido contrastar tu orfandad, la más
mansa, llevadera y grata, con la desgracia de otros mu­
chachos que conservan siempre la llaga en carne viva,
que no han sabido resignarse a la falta de ternura, que
han mantenido hasta el fin una oquedad tremenda en
el corazón. La huella de tal pérdida ha tarado ya su
vida entera. No puedes imaginarte tú cómo haber care­
cido durante la niñez de alguien que se inclinara sobre
la cama para arreglar el embozo antes de apagar la luz
llega a ejercer una influencia decisiva en la vida de nn
hombre. No puedes imaginarte cómo no haber tenido
infancia—el sufrimiento suprime la niñez y trasplanta
súbitamente a la persona a una prematura madurez—
representa para algunos una amputación mucho más
grave que la mutilación de un miembro principal. Re­

125
cuerdo un muchacho que me preguntó por qué Cristo,
que había querido pasar por todas las amarguras hu­
manas, se había evitado una de las más atroces : la de
perder a su madre. La respuesta obvia, que fundamenta
precisamente en la supervivencia de María, en su asis­
tencia a la muerte del Hijo, nuestra confianza en la pro­
pia muerte igualmente asistida y aliviada por tan dulce
presencia, no satisfizo a aquella alma tan terriblemente
herida por la orfandad.
Existe un verso medieval que describe a9Í la hora pos­
trera de Jesús:

Ab amicis relictas,
a Patre derelictusy
a Matre ploratus.

Los amigos lo abandonaron; el Padre lo desamparó;


la Madre lo lloró y permaneció a su lado. ¿Por qué El,
que quiso gustar toda la hiel de un infinito desamparo,
no probó el acíbar de la orfandad? ¿Por qué permitió
que su corazón encontrase, en el corazón de aquella cria,
tura que era su Madre, un consuelo humillante, pero
suavísimo?
La contestación resulta fácil hallarla en los textos ma-
riológicos que versan sobre la Corredención y hasta en
los dictados de cualquier alma provista de una mínima
capacidad de condolencia. Más difícil es responder a
esta otra pregunta : ¿por qué cierto dolor puede llevar
a algunos hombres al mayor egoísmo, a un egoísmo do­
loroso y despiadado? O esta otra: ¿por qué la indiscu­
tible maternidad universal de la Virgen no compensa la
ausencia de la propia madre de carne y hueso? O mejor
dicho: ¿por qué las almas no han aprendido todavía
que los dones del cielo—la filiación divina o mariana
del cristiano, el vino que engendra vírgenes, el matri-

126
monio místico—no tienen por qué producir anos efec­
tos específicamente idénticos a los producidos por ios
agentes humanos correspondientes que les sirven de ilus­
tración, ilustración precaria, pero, al fin y al cabo, más
inteligible y sensible? Hay fibras en el corazón humano,
de vibración muy cualificada, que permanecen inactivas
y ha6ta expectantes por muy copioso que sea el caudal
de las divinas consolaciones.
Bien; no es éste tu caso. Tú has sabido superarlo todo
con una facilidad milagrosa, pues de un misericordioso
milagro de Dios se trata. Tú miras hacia adelante, hacia
el futuro, donde alguien que aún no conoces te guarda
la9 manos, los ojos, la ternura acumulada de tu madre.
Contigo es fácil hablar de alegría, como es fácil hablar
de tierras con un labrador o de dineros con un hombre
opulento y sumamente generoso.

Tienes, además, una maravillosa y excepcional facili­


dad para la amistad.
En la Biblia hay cuatro versículos que contienen las
más encantadoras laudes del amigo verdadero : «Un ami­
go fiel es poderoso protector; el que lo encuentra halla
un tesoro. Nada vale tanto como un amigo fiel; su pre­
cio es incalculable. Un amigo fiel es saludable remedio;
los que temen al Señor lo encontrarán. El que teme al
Señor es fiel a la amistad, y como fiel es élr así lo será
su amigo» (3).
Has tenido, no cabe duda, una inmensa suerte con los
amigos. Has aprendido de ellos fidelidad sin tacha y
lealtad sin fingimiento. Has sabido encontrar en su tra­
to una inagotable fuente de alegría. Santo Tomás de­
muestra que la semejanza—y la amistad, según venera­

ra Be el i. 6, 14-17.

Jp7
ble axioma, supone o hace iguales a los seres que enla­
za—es causa del gozo (4), y pone ejemplos: «como el
hombre al hombre y el joven al joven». En otra ocasión,
prueba que el amigo es siempre remedio en la triste­
za (5). Ya es confortador pensar que un santo, a la hora
de enumerar métodos para combatir la tristeza, inclu­
ya, junto a la oración y la contemplación de la verdad,
el regalo valiosísimo de la amistad humana. San Juan
—que puesto un día a definir a Dios lo definió como
amor—fué también sensible en extremo a los regocijos
y consuelos de la amistad, sensible a la alegría de los en.
cuentros y las pláticas interminables y entrañables. Un
día, al final de una carta, escribe: «Mucho más tendría
que escribiros, pero no he querido hacerlo con papel y
tinta, porque espero ir a vosotros y hablaros cara a cara,
para que sea completo nuestro gozo» (6).
Feliz el que ha sabido encontrar grandes amigos y,
en cada uno de ellos, ha encontrado una parte de sí
mismo, que así quedó salvada para siempre; porque
cada amistad despierta una faceta de nuestra persona­
lidad. que, de otra manera, sin ese excitante, hubiese
quedado latente y dormida. Feliz el que en sus amigos
ha hallado comprensión, y esta comprensión le ha ayu­
dado a comprenderse a sí mismo. Feliz el hombre que
—como la esposa que a través de su propio amor con­
yugal ha entendido los místicos desposorios con Dios,
o como el pensador que, apoyado en los vestigios de la
creación, se ha alzado para entender al Creador—, gra­
cia? a los datos de una firme y sabrosa amistad, ha sabi­
do concebir como amor de amistad el amor que entre
su alma y su Señor debe mediar. San Francisco de Sales
lo explica así: «Esta amistad es una verdadera amistad.

(4) Sum. Teol. M I, 32, 7.


(5) Ib. 38, 3.
(6) II lo. 12.

128
porque es recíproca, ya que Dios ha amado desde toda
ila eternidad a quien le ha amado, le ame o le amará en
el tiempo; es declarada y reconocida mutuamente, por­
que Dios no puede ignorar el amor que hacia El tene­
mos, puesto que El mismo nos le da, ni podemos tampoco
nosotros ignorar el que El nos tiene, pues que de tan­
tos modos nos lo ha manifestado, y reconocemos que todo
cuanto tenemos es efecto verdadero de su benevolencia.
Y, finalmente, estamos en perpetua comunicación con
El, que no cesa de hablar a nuestros corazones por sus
inspiraciones, mociones y llamamientos santos» (7).

No sabes cuánto me alegro de tu alegría, no sabéis


cómo agradezco a Dios vuestra alegría, esa energía co­
losal que poseéis para vencer. Ser triste no es práctico.
Con alegría se triunfa mucho más fácilmente. También
desde el punto de Vista espiritual, una vida triste es ex­
traordinariamente frágil.
Se suelen ponderar con frecuencia los frutos de gozo
interior y exterior que la victoria sobre las tentaciones
reporta. Bienaventurados, felices, sin duda, los limpios
de corazón. Se acostumbra exhortar a la virtud prome­
tiendo a los jóvenes, como un botín, la alegría, la sa­
tisfacción impar que trae consigo cualquier derrota del
demonio o de la carne. Pero no se insiste lo bastante
en la proposición inversa, tan legítima como la directa
y no menos interesante como medida estratégica. No se
reclama suficientemente de la juventud una actitud de
inconmovible alegría, no se le expone con claridad su
derecho y su deber de alegría a título de instrumento
precioso para vencer con facilidad las asechanzas del
enemigo, sus invitaciones a una falsa alegría corrompi-

*(7) Tratado del amor de Dios, 2, 22.

129
da, que es lógico encuentren más favorable eco en las
almas sumidas en la tristeza y menesterosas de alguna
luz, genuina o engañosa. Alegría y victoria integran una
fórmula reversible, sabia y gratísima.
Con alegría vencerás siempre. Vencerás l&s tentacio­
nes y esa viciosa impaciencia y malestar que puede ser
desgraciado atributo de una vida muy tentada. En la
alegría se te revelarán los incontables beneficios que
supone toda tentación vencida. La tentación purga nues­
tras almas, destilando más y más nuestra humildad y
nuestra confianza en los auxilios divinos; nos obliga a
estar alerta, a mortificar las pasiones, a echar mano de
una oración más asidua y amorosa; acrecienta nuestra
experiencia para ulteriores guerras y nos prohíbe desen­
tendemos de la suerte y peligros de nuestros prójimos;
madura nuestro espíritu, facilita su desarrollo y progre­
so, ya que el pájaro vuela no sólo por el impulso de su9
alas sino también por la resistencia que le ofrece el
aire. Y así como el abismo llama al abismo, la ciencia
a la sabiduría, el agua a la verdura y la verdura al agua,
así la alegría que antecede a la tentación y prepara la
victoria es germen del gozo doblado en que se cierra el
ciclo de una tentación vencida.
Teniendo alegría tienes ya la baza en tus manos. Te­
niendo alegría y practicando el deporte. El alpinismo
sobre todo, que tanto nos gusta, el deporte duro y es­
forzado que reemplaza ventajosamente a las viejas for­
ma? de maceración solitaria—el «asceta» fué primera­
mente el atleta—, porque añade al castigo de la carne
las ganancias de una vida fraterna y asomada a las ma­
ravillas que Dios hizo para que el hombre las visitase,
les pusiera nombre y alusiones a Nuestra Señora, «Seño­
ra de las cosas». No quiero dejar de copiarte aquí, para
que las leas de nuevo, para que las reces una vez más,

130
<t( t
las ocho bienaventuranzas que siempre .jregeíittüi^^l
emprender una marcha o comenzar un p í i r t i ^ ;
*·, * » * r
... - ^ -
1. Bienaventurados los que cultivan su cuerpo, por­
que es teriiplo de] Espíritu Santo.
2. Bienaventurados los que luchan por ganar un tro­
feo, porque se esforzarán más por el premio que no
perece.
3. Bienaventurados los que al aire se divierten, por­
que no pudren su corazón.
4. Bienaventurados los que juegan con coraje y sin
ira, porque se están haciendo hombres.
5. Bienaventurados los que aceptan la derrota sin
venganza, porque se están haciendo cristianos.
6. Bienaventurados los que saben jugar en equipo,
porque a la vida hemos de ir juntos.
7. Bienaventurado el que disciplina su cuerpo en el
deporte, porque a la vez templa su espíritu contra la
tentación.
8. Bienaventurados los que en el juego y en la vida
se consideran espectáculo de los hombres y de Dios.

Bienaventurado tú si no sólo te esfuerzas por conse­


guir la corona de los cielos como se esfuerzan por su
trofeo los corredores en el estadio, sino que, además,
conviertes tu fatiga de haber corrido en pos de premios
mundanos en méritos irrefutables de gloria eterna.
Bendice mucho a Dios por haberte dado un cuerpo
sano y apto para los más ásperos y bellos ejercicios.
Dale gracias muchas veces por esc* tan simple y elemen­
tal y tan inapreciable : que tengas todos los huesos en
su sitio y la sangre te circule regularmente. (T e voy a
mandar un delicioso librito de Guardini, Voluntad y
verdad, en que dedica unos capítulos a la respiración
como preparación para la oración mental.) Agradece a

131
Dios sin descanso poseer un corazón alegre y un cuer­
po robusto; debe haber una interacción mutua, porque
ia Escritura afirma que ocla tristeza seca los huesos» (8).
Amigo: Gaudeamus igitur, juvenes dum sumus. Es
decir, traduciendo libremente, cristianamente: «alegré­
monos para ser siempre jóvenes». La alegría no es sólo
atributo de juventud, sino fuente de juventud inmarce­
sible. «En la alegría del varón está su longevidad» (9).
Porque ni la juventud ni la vejez son conceptos biológi­
cos, sino disposiciones temperamentales condicionadas
por la presencia o ausencia de la alegría. Viejo, como
poeta, no se hace: se nace.
Es menester vivir con coraje y optimismo, viendo en
la existencia que aún queda por delante, más que una
cadena de amenazas que la limitan o pueden aniquilar­
la, una incesante, cotidiana aventura cargada de las más
ricas e imprevistas promesas, reservadas solamente a
los hombres que se esfuerzan en desvelarlas y alcanzar­
las. La vida ha de ser ímpetu y acción, alegría y lucha
y lucha por la alegría. Lo mismo que el árbol, el hom­
bre, mientras dure su juventud—mientras dure su vi­
da—, tiene que dar fruto, sin permitir que su utilidad
se degrade hasta el nivel de las industrias aplicadas y
postumas, la leña para cebar el fuego o la madera para
fabricar ajtaúdes.
La existencia cristiana es un elogio a la violencia. Sólo
los violentos, j o s esforzados, consiguen—«arrebatan»— e l
Reino de los cielos (10). La alegría surge aquí de la
victoria y la aceptación intrépida del riesgo, y se pro­
longa, mediante la esperanza, hasta la muerte o triunfo
definitivo, la entrada en «el gozo del Señor».
Cuidando, sin embargo—ninguna violencia, si es legí-

(8) Prov. 17, 22.


(9) Eccli. 30, 23.
(10) Mt. 11, 12.
tima, podrá deshacer este tímido y tan interesante pa­
réntesis— , de no caer en la desaforada apología del gri­
to y la virilidad a ultranza, con menosprecio de los
valores «pobres», esos matices ineludibles, sacratísimos,
que acaban de dibujar el verdadero perfil de la concien­
cia cristiana, la cual sin ellos quedaría tosca e injusta,
falseada e inadmisible. Aquellas palabras de Jesús que
exhortan a la dulzura o recomiendan entregar la túnica
al que se apropia del manto, o aquellas otras que expre­
saron su tremendo pavor personal, extraño tesoro para
uso de los hermanos pequeños, no menos desvalidos y
amenazados... Aquella bienaventuranza de los que llo­
ran y son perseguidos, contrapunto indispensable de la
violencia que es necesaria para conseguir la eterna bien­
aventuranza, violencia que a menudo y principalmente
incluirá la violencia contra uno mismo, contra la ten­
dencia a la desesperación o al odio de los perseguidores.

Pero, hoy por hoy, tú no te compliques. Bástale a


cada día su afán y a cada época de la vida su corres­
pondiente y particular vivencia de la alegría. Bien está
que sepas que es necesario pulir la alegría, pero por
ahora no te metas en adornos que contribuyan a des­
mocharla o deteriorarla.
Vive con la máxima intensidad tu juventud y sus her­
mosas responsabilidades. Eres capitán de grupo y. si tu
temperamento es mirar hacia adelante, tu vocación es
ir delante, rompiendo brecha, derrochando un gratuito
y acaso innecesario suplemento de esfuerzo, levantando
unos centímetros el punto de mira a fin de que el dis­
paro—los hombres son como las escopetas viejas— dé
certeramente en el blanco. Si tú eres como los demás,
los demás serán peores. Si tú te retardas, ellos se deten'
drán. Si tú flaqueas, ellos se rendirán. Si tú dudas, ellos

133
negarán. Si tú amas menos, ellos dejarán de amar. Si
tu alegría decae, la suya se extinguirá. Pero si tú estás
siempre alegre, la tristeza del mundo decrecerá en una
medida muy superior a la meramente expresada por tu
victoria personal. Y si tú eres de verdad alegre, si con­
servas una indefectible alegría, seguro que los demás
hombres acabarán siendo mejores. Amén.
ix 5v

“Hermanos míos queridos y muy de­


seados, mi alegría y mi corona” (Phil.,
4, 1).

En fin, Dios lo ha querido así. Dios ha querido que


el día de tu Primera Misa no estuviésemos juntos. Tan­
to soñar en este día, tanto pensar y proyectar, total para
esto: para que una mala fiebre repentina me tenga pos­
trado en cama, mientras tú entonas el Tedeum, al final
de la augusta y entrañable ceremonia, en presencia de
todos. De todos menos uno. No sabemos, a lo m ejor esta
enfermedad mía y esta gran pena habrán contribuido,
según la misteriosa circulación de méritos y gracias, si
no a que tu entrega al Señor haya sido más plena y
generosa, sí al menos a que el prefacio, el prefacio
sollemnioT que tanto te preocupaba, te haya salido per­
fecto, sin pausas indebidas ni titubeos. ¿Qué sabemos
nosotros de la oculta providencia que regula las vidas
humanas, de su secreta interdependencia, de sus influ­
jos imprevisibles? Acaso las oraciones de una mujer del
Vietnam no hayan sido del todo ajenas al éxito de Itu
misa y tal vez tu misa haya tenido una insospechada
fecundidad en el corazón de un cargador de muelle de
Hamburgo.
Incorporado malamente en el lecho y vencido por la
añoranza de esta jornada tan largamente acariciada en
sueños, voy a ver si te escribo unas líneas para decirte
más o menos algo de lo que tenía pensado decirte en

135
el sermón. Veremos si el pulso aguanta y la cabeza no
empieza pronto a darme vueltas.
Ya has dicho tu Primera Misa. Todo seguramente ha
sido espléndido y radiante. Habrás vivido estas horas
en un extraordinario trance, solicitado a la vez por los
más fuertes y desconocidos consuelos interiores y por
las mil minuciosas rúbricas ¡que te exigían un ánimo aler­
ta y te prohibían abandonarte a las dulzuras de tu de­
voción personal. Probablemente te habrás equivocado
más de una vez, quizá no lias recordado todas las pa­
labras de la incensación o no te has arrodillado siem­
pre después de quitar la palia al cáliz. Es inevitable, no
te inquietes; los ángeles lo arreglan todo. Mañana cele­
brarás mejor, ya verás, con más paz, con mayor exac­
titud litúrgica, aunque también acaso con más fe, con
más exclusiva fe, con una fe más desasida de todos esos
datos sensibles y brillos excepcionales de la Misa nueva.
Cuando de las cien luces de hoy sólo queden dos velas;
de la muchedumbre de hoy, apenas media docena de
personas; de las copiosas consolaciones de esta mañana,
quizá tan sólo la consoladora certeza de que nada im­
portan los consuelos. Pero mañana, ya verás, aún dirás
mejor la misa, más centrado en el misterio. Y al otro
día, y al otro, y al otro. Misas y misas, misas lentas,
jugosas y correctísimas. Después, un día hará calor. Y
otro día llegará hasta el altar, desde la calle, una música
fácilmente reconocible. Y otro día, mientras estés cele­
brando, pensarás en la tesis 35 de los próximos exáme­
nes quinquenales, y otro día irás de prisa, porque hay
que tomar el tren y el tren no espera. Todo eso ha de
venir, es ineludible como el invierno. Pero yo sólo quie­
ro decirte que lo que hoy has vivido tan explícitamente,
lo que hoy sientes con tanta intensidad y lo asocias con
la alegría y la cruz y tus primeras ilusiones infantiles
y una decisiva plática del P. Espiritual y la última

136
cena de Cristo, todo eso, aun entonces, y más tarde,
cuandp celebres en la tierra por última vez, seguirá
siendo verdad.
Abora, con el sabor incomparable de las primicias, te
resistes a creer en épocas de desolación y a admitir el
peligro de pequeñas o grandes traiciones. No seas iluso,
no tengas la ingenuidad de juzgarlo ya todo resuelto, ten
sólo esa ingenuidad que resulta incompatible con el he­
cho del pecado, pero no esa otra que rechaza con es­
cándalo su posibilidad. Es probable que, desde esta
cima de la Misa Nueva y después de una carrera jtan fa­
tigosa se apodere de ti la sensación predominante de
haber coronado la vida. No : la ordenación sacerdotal,
más que una meta, es un punto de partida. Ahora es
cuando comienza propiamente la historia: capítulo I,
capítulo II... Todo lo que ha precedido es tan sólo un
prólogo, una víspera larga y laboriosa.
Porque no olvides que el sacerdocio es, sobre todo,
una misión, que tiene como fin glorificar al Padre y sal­
var a los hermanos, una misión sagrada y humana. No se
ordena uno para ser capellán de sí mismo. Ten muy
presentes aquellas palabras del ángel, la mañana de la
Ascensión, a los apóstoles arrobados : «Varones de Ga­
lilea, ¿qué hacéis ahí mirando al cielo?» Estas palabras
te exhortan a abandonar el éxtasis y acometer la tarea,
una tarea que será sin duda áspera.
Ya te adelanto que vas al Calvario. Agradece a los
que te desean muchas felicidades, pero desconfía de aque­
llos que te las auguran. Si insisten, ya sabes quién ha­
bla por boca de ellos: Jesús increpó a Pedro con el
nombre de Satanás cuando pretendió disuadirle de su
pasión y muerte.
En el Calvario es donde ha dado cita Jesucristo a to­
dos sus seguidores. Si le eres fiel, también a ti te inva­
dirán todas las tristezas específicamente apostólicas, pro­

137
porcionales siempre a tu capacidad de compasión* a tu
santidad. De El afirma Santo Tom¿s que padeció la m¿9
profunda tristeza que haya padecido criatura alguna (1).
Y todos sus discípulos han corrido idéntica suerte. Las
frases que en diversos pasajes utiliza San Pablo para
expresar su inmensa tristeza son impresionantes; llega a
confesar que esa tristeza es continua en su corazón ^2).
Cierto que semejante tristeza convive con la alegría ca­
racterística que deriva de los frutos de su apostolado.
A los fieles de Filipo y a los de Tesalónica los Дата así,
su alegría, su gozo y su gloria. Y ésta ha de ser precisa­
mente tu alegría, la alegría a la cual debes tender, la que
has de anhelar y preferir: la alegría apostólica de ex­
tender unos metros más el Reino de Dios, de consoli­
darlo en las almas encomendadas a tu solicitud pasto­
ral. Tu alegría ya la encareció el mismo Jesús en profecía
de gran aflicción : «Alegraos y regocijaos, porque vues­
tra recompensa en los cielos será grande, pues así per­
siguieron a los profetas que hubo antes de vosotros» (3).
Paralelamente, tu tristeza tendrá idéntico signo apos­
tólico : tristeza de compasión con Cristo abrumado por
las culpas de los hombres. Tristeza de advertir la cizaña
en tu heredad, tristeza de perder una o muchas ovejas,
tristeza de comprobar cada día, cada noche, la existen­
cia y proliferación del pecado en la comunidad cristia­
na que tienes el encargo de velar, nutrir y adoctrinar y
un día devolver al Padre.
Al trazar ya hoy las líneas de tu futura tristeza no
quiero que pases por alto un motivo que también la
acrecentará y contribuirá a hacerla especialmente amar­
ga : la tristeza por tus propios pecados. Considera que

(1) Sum. Teol. III, 46, 6.


(2) Rom . 9, 2.
(3) Mt. 5, 12.

138
la ordenación sacerdotal no representa ninguna garantía
de santidad—San Pedro pecó, y pecó muy poco después
de haber sido ordenado—, advierte que el sacerdote si­
gue siendo hombre, flaco e inclinado al mal, expuesto a
mil riesgos, el menor de los cuales no es cierta viciosa
facilidad que el estudio de la Moral puede proporcionar
para descubrir excusas y justificaciones a las propias
culpas.
No se te ocurra creerte santo por el mero hecho de
conservar tu celibato íntegro. Es seguro que si llegas
a esa falsa apreciación, también tu castidad será de muy
escaso valor, tal vez incontaminada, pero triste y hue­
ra, minada por la soberbia, por el resentimiento o por
nostalgias inconfesables. Yo no sé qué es peor : si sus­
pirar desde el barro por la pureza perdida, por el Se­
ñor perdido, o añorar, creyendo todavía poseer a Dios,
la impureza no gustada. ¿Que se puede continuar toda­
vía haciendo bien a las almas? Sí, también puede se­
guir iluminando la tierra un astro que hace siglos se
apagó. Acaso la ejemplaridad de algunos sacerdotes con­
sista nada más en el eco, que aún dura, de una fe que
ellos ya han perdido.

De todas formas, si fracasas—hablo de verdaderos fra­


casos, porque ¿quién se atreverá a llamar fracaso a la
calumnia o a la torcida interpretación de los Superio­
res, quién osará llamar fracaso a la cruz?— , guárdate
mucho de embellecer tu fracaso con tintas literarias, con
cuidados morbosos, con recursos al paisaje o a una mú­
sica cómplice. Guárdate de la tristeza que se cierra en
sí misma y se alimenta de sí misma. Sólo hay una tris­
teza buena, y es la que aún queda después de realizar el
máximo esfuerzo por desecharla, la tristeza residual que

139
Dios impone al alma como pena, más o menos duradera,
por haberse hecho indigna de la alegría.
Del fracaso, de la caída, hay que tratar de levan­
tarse inmediatamente y ser en adelante más humilde y
más cauto. Pedir perdón, lo primero. Pedir perdón mu­
chas veces, no por falta de confianza en la misericordia
divina, sino por desconfianza en la legitimidad de las
propias disposiciones para obtener dicha misericordia.
Aun después de todos los pecados, la puerta a las más
secretas predilecciones del Señor continúa abierta. Y des­
pués del perdón, entre tu alma perdonada y aquella
alma virgen de seminarista, cuando a los doce años pro­
metías a la Señora no beber agua los sábados durante
el recreo, no habrá apenas ninguna diferencia, tan sólo
unas cicatrices... No olvides esto: «Aun si no le fuéra­
mos fieles. El permanecerá fiel» (4). No olvides tampo­
co que después de tanto tiempo pasado junto a Cristo,
tras una intimidad tan larga, a pesar de todas las nega­
ciones. queramos o no queramos, se nos tiene que notar
el acento galileo.
Pero de la caída debemos alzarnos no sólo más hu­
mildes y más precavidos, sino también, como señalan los
manuales de ascética, más fervorosos. Confía: Dios des­
truye el mal que has hecho. Pero ten en cuenta : Dios
no suple el bien que no has hecho. No podrás concebir
fácilmente la gran trascendencia de los pecados de omi­
sión. Bien vendrá ahora, ahora que con el mayor ardor
vas a comenzar tu ministerio, que te resuelvas a dedicar
en el diario examen un margen generoso a esta pregun­
ta : ¿qué no he hecho hoy? Y que la pena por haber
hecho el mal no te paralice, no te robe el tiempo que
debes dedicar a hacer el bien.

(4) JI Tim. 2, 13.

140
De tus pecados deduce también una gran comprensión
para los pecados ajenos. Dice Camus que únicamente
confesamos nuestras culpas ante aquel que las comparte,
porque así añadimos, al bienestar y desahogo que toda
confesión lleva consigo, la tranquilidad de poder se­
guir pecando, ya que el que se halla tarado con esos
pecados no posee autoridad moral para censurarlos y
disuadirnos de cometerlos. Vamos a pasar por alto lo
que tiene de mauvaise pensée este pensamiento de Ca­
mus. Ni el confesor está de ordinario gravado con los
pecados que escucha en confesión, ni, para que su ex­
hortación sea persuasiva y eficaz, tiene que apoyarla en
su propia biografía exenta de tales pecados, sino en la
palabra tremendamente pura y exigente del Salvador.
Pero sí es cierto que declaramos más fácilmente nuestras
culpas ante alguien que, para entenderlas, dispone de su
personal historia como ilustración suficiente, de sus ten­
taciones y reacciones. ¿Cómo iba a comprender nuestra
situación un ser impecable y angélico? Porque el hecho
de comprender—palabra de feliz ambivalencia, intelec­
tual y moral—entraña alguna solidaridad con lo com­
prendido. Comprender significa una cierta forma, una
forma pura y purificadora de compartir.
Con todo, no desprendas de ahí la necesidad de pe­
car para entender el pecado. Un santo—un santo quiere
decir un hombre santo—comprende el pecado hasta don­
de puede ser humanamente comprendido, merced al do­
lor de sus expiaciones corredentoras y a los dolorosos
estímulos que en su alma provocan los ataques del ene­
migo. La fundamental humanidad, fundamentalmente
herida y vacilante, que tales estímulos denotan, basta
para que el santo se abra a la más generosa comprensión
del pecador. Su procedencia humana, ese ex hominibus
que tan humillante y gloriosamente define al sacerdote,
basta para que conciba bien el otro ablativo que San

m
Pablo utiliza en el mismo verso (5), el pro hominibus
de su misión salvadora y piadosa. De todo esto deduce
tú la necesidad de amar al prójimo como a ti mismo, de
perdonarlo como a ti te gustaría ser perdonado.
Cierto que el confesionario sigue siendo un tribunal y
el sacerdote desempeña funciones de juez. Cierto que
el confesor administra justicia. Pero afortunadamente
no se trata de justicia terrena, en la cual la complicidad
del juez con el reo—complicidad no precisamente en el
delito que entonces se ventila, sino complicidad en el
mal, en las múltiples y secretas variantes del mal uni­
versal—conduce a menudo al juez al fallo condenato­
rio por un misterioso instinto de venganza, de venganza
contra sí mismo, contra su propia humillante maldad.
Se trata, gracias a Dios, de una justicia que no es de
este mundo, de una extraña justicia que no atiende la
magnitud del pecado, sino exclusivamente la disposi­
ción del pecador. Se trata de un juez que simultánea­
mente es médico, de un juez que a la vez es padre.
¡Cuánto me gustaría hablarte de la paternidad del
sacerdote! Quiero, sin embargo, en vez de cantar sus
excelencias, poner de relieve una desviación : el pater*
nalismo, que es una degeneración de la sana paternidad.
El patemalismo constituye una actitud altanera, injusta
y superlativa, incluye un exceso de superioridad y unas
atribuciones desmedidas. Me dolería mucho que incu­
rrieses en este defecto. De él se escapa cultivando, a la
vez que una correcta conciencia de paternidad, la dimen­
sión fraterna que el buen amor paternal del sacerdote
ha de contener siempre, como complemento y a veces
como contrapeso. Recuerda que no sólo eres padre de
tus almas, sino también hermano. Trae a las mientes con
frecuencia tu miseria, tu extracción humana, tus apelli-

(5) Hebr. 5, 1.

142
dos, ese reato de culpa y pena que te nivela con todoa
los hombres, los pecados personales por loa cuales ase­
gura San Pablo que el sacerdote tiene que ofrecer sacri­
ficios igual que por los de su pueblo (6). Acepta el do­
lor y sobre todo sus motivos penales, válidos para ti lo
mi-mo que para todos. Antes que fecundo para salvar
las almas, tu dolor ha de ser para ti principalmente do­
lor merecido. Convendría que más que en sus efectos sa­
ludables pensaras en su raíz penal.
Concilla bien y sin alternancias la solicitud paternal
con el amor fraterno. A las almas, a todas las almas que
te sean adjudicadas, quiérelas mucho y de verdad. De­
cía el cardenal Suhard que ir progresando en la santi­
dad no significa otra cosa que ir creciendo cada día en
la capacidad de amar a nuevos seres o a los mismos con
mayor profundidad. La primera disciplina pastoral de
todo párroco es ésta, y su índice de valoración, mucho
más hondo que aquel que califica sus dotes de predica­
ción, organización o penetración social, es simplemente
la energía, perseverancia y pureza de su amor a los hijos,
a los hermanos.

La pureza del amor sacerdotal no significa tan sólo


un amor casto, sino también y más sutilmente un amor
desinteresado. Es decir, un amor que se desentiende por
completo de cualquier retribución, aun la más espiri­
tual. San Pablo trazó una consigna altísima, bien her­
mosa y difícil: «No busco vuestras cosas, sino única­
mente a vosotros mismos» (7). Renuncia tú no sólo a la
leche y la lana, sino además a toda forma de cariño, a
esa moneda de agradecimiento que es la amistad, la
comprensión y hasta la compasión. Ama a las almas en
(6) Hebr. 5, 3.
(7) II Cor. 12, 14.

143
Dios y no te importe que ellas, al amar a Dios, no le
amen a través de ti. No concedas demasiada importancia
a ese discutible principio táctico de pastoral que reco­
mienda al sacerdote demostrar bien claro su amor a los
fieles a fin de que éstos se le entreguen para Dios. San­
ta Teresa de Lissieux confesó que su amor a las almas
era totalmente puro, puesjto que no deseaba en absoluto
ni siquiera que tuviesen conocimiento de él. Sé que la
posición del párroco es otra y muy distinta su gestión
salvadora, pero sé también que las maravillas que un
amor oculto suele obrar son muy superiores a las que
otro amor, excesivamente preocupado por hacerse explí­
cito, llega a conseguir. Por otra parte, ni el amor ni el
odio, si de veras son operantes, pueden permanecer toda
la vida desconocidos cuando se ejercen sobre personas
que no ignoran el origen de los servicios o daños produ­
cidos por el carácter operativo de tales sentimientos. Y
si la correspondencia llega, si te envuelve el cariño, no
te eches tampoco a temblar. Agradéceselo al Señor, para
lo cual no tendrás que servirte de potencias extrañamen­
te espirituales y asépticas. Darás gracias a Dios con el
mismo corazón que ha amado a las gentes y por ellas
ha sido amado, este débil corazón nuestro, tan desvali­
do. No tenemos más que un solo corazón para todos los
menesteres.
Quiere a todos mucho. Trata de llorar con los que
lloran y regocijarte con los que se alegran. Procura de­
volver la alegría a los tristes y purificar la alegría de
I o í alegres. Procura a la vez ser comprensivo con cier­

tas formas de alegría que tú no puedes compartir. Exis­


ten alegrías terrestres que en verdad no necesitan puri­
ficación, sino bendición en nombre de Cristo, que mul­
tiplicó el vino de unas bodas. Aquellos, en cambio, que
pretenden purificarlas necesitan a menudo combatir en
«u alma algunas tentaciones de resentimiento.

144
Cuando, al final de los Ejercicios de San Ignacio, se
llega a las meditaciones de Cristo glorioso, ¿por qué el
Director, en lugar de decir: «No confundan ustedes la
alegría espiritual con la alegría mundana de volver al
mundo», no enseña el medio de espiritualizar la natu­
ral, humanísima alegría de haber terminado con la gra­
cia de Dios unas jomadas de silencio y penitencia? Aca­
so lo primero sea más seguro. 0 más fácil.

Tras los primeros temores a la responsabilidad o al


error en las respuestas, sentirás luego una emocionada
inclinación a escuchar confidencias, a adentrarte en la
selva rica y pavorosa de las almas. No hay aventura
—ni la investigación científica ni el descubrimiento de
novísimas Antillas—comparable a la conmovedora em­
presa de internarse en una conciencia hasta zonas que
jamás han sido olladas. Es posible que en esa tarea, en
esos impresionantes contactos humanos, llegues a sentir a
Dios más cerca que cuando lo tienes entre los dedos, so­
bre el altar. Pero puede ocurrir también que te llegue
el día del cansancio, el momento en que todo eso te
resulte terriblemente monótono e insípido, x^prenderás
quizá que escuchar una confidencia es frecuentemente
más penoso que hacerla— ¡cuántas veces en la confesión
dé los mayores delitos funciona el orgullo, una secreta
complacencia!—porque el espectáculo de la vulgaridad
hastía pronto. Un consejo : piensa si, en vez de sobrarte
experiencia, no te íalta f e ; o simplemente experiencia
para llegar a ese estrato personalísimo, único, irrepeti­
ble, que sólo se alcanza después de perforar las espesas
capas de los convecionalismos. de las rutinas, de las
vanidades más estúpidas, de las más mediocres estrate­
gias de defensa.
Otro consejo : esmérate mucho en advertir en cada

145
AUN KS PO SIBLE...— 10
caso cuándo termina el deber de facilitar una confiden­
cia y cuándo comienza la obligación de no forzarla.
Observarás pronto que casi todas las confidencias re­
velan sólo penas, dolores y sufrimientos. Es natural, el
que revela algo intimo suele buscar consuelo para su
dolor, no participación de su alegría; somos así. Con lo
cual fácilmente juzgarás que el papel del sacerdote, al
ser depositario de tantas penas, no consiste en repartir
la alegría sino en compartir la tristeza, de la misma for­
ma que la caridad cristiana, íntima y auténtica, no ha
de preocuparse tanto de repartir la riqueza como de com­
partir la pobreza. Esto no es cierto, el paralelismo no es
legítimo. La pobreza es un bien que nos asemeja a Cris­
to pobre, mientras que la tristeza—excepto la famosa
tristeza única de Bloy—es un mal, que es preciso curar.
Después de una confidencia, el sacerdote no tiene por
qué quedar más triste—<n ciertas zonas del alma puede
ser que sí—, sino el confidente más alegre o, al menos,
más convencido de que su misión es tender a la alegría.

El trato con las almas del siglo te proporcionará sin


duda preciosos datos sobre la santidad matrimonial. En­
contrarás bastantes esposos que viven espléndidamente
el programa cristiano, que son santos además de ser fe­
lices, que han sabido utilizar su intimidad humana para
penetrar mejor, de la mano los dos, en la intimidad di­
vina. Comprobarás que su camino propio, venturoso y
suficiente, hacia las más altas metas de perfección con­
siste precisamente en eso a lo cual tú has renunciado.
Si en el amor humano sólo vieses pecados y desventajas,
sin dificultad huirías de él para refugiarte en tu virgini­
dad más exquisita. Pero sucede que también en el seno
de la existencia conyugal crecen las más maravillosas
plantas para gloria del Señor, que no sólo entre lirios

146
se apacienta. Mira : alégrate mucho de que las cosas
sean así y en seguida, inmediatamente, extirpa de tu a l­
ma ese brote de sutil nostalgia, la nostalgia de pensar
que en el mundo, en el amor, podías haberte santificado
igualmente; desecha la idea de que la vocación, la fide­
lidad a la vocación no consiste en encontrar el sitio, sino
en hallar el modo de estar en cualquier sitio. No, tu
vocación es la que has abrazado, una vida que puede
ser todo lo áspera que te la imagines en los instantes de
mayor desolación, pero una vida también que tiene que
ser tan radiante y alegre, más radiante y más alegre que
los más ambiciosos sueños de alegría que puedas forjar
en tus días de consuelo. No olvides que el Pontífice deseó
para ti en la ordenación de subdiácono, a la hora en
que te despedías de los halagos y regocijos del amor
humano: «El Señor te vista la túnica del gozo y el
manto de la alegría.»
No pienses que tú, con tanta capacidad de ternura—ya
la irás advirtiendo, dolorosamente, felizmente, ya ve­
rás—, debías haberte encaminado hacia el cielo por el
uso y disfrute de tal riqueza afectiva en el matrimonio.
¡Ah amigo, si supieras cuánta ternura necesita también
nuestro pobre Cristo!

Otras muchas veces, por el contrario, sorprenderás


la infelicidad, la amargura, el vacío. Hay innumerables
uniones desastrosas que no han ensamblado bien o que
se realizaron bajo un signo precario y esencialmente
fugaz. Acudirán a ti pidiendo una solución, reclamando
la alegría que por sus propias manos son incapaces de
conseguir.
Sí, a menudo te pedirán las gentes alegría. Y el pan
y la sal de esta tierra. Tú te esforzarás por satisfacer sus
anhelos y frecuentemente tus tentativas se verán fallidas.

147
Para la hora de esas decepciones, para los momentos en
que tengas que saborear tu impotencia, ten presente esto:
que nosotros no tenemos oro ni plata y sólo podemos
ofrecer la remisión de los pecados. Unicamente nos co­
rresponde prometer la bienaventuranza de los cielos y,
para esta vida, conceder una alegría interior, cierta y
a. la vez problemática, que de suyo no suele tener con la
alegría del mundo otra conexión que no sea indirecta y
negativa : en cuanto declaramos inútiles los empeños que
para obtenerla se llevan a cabo y liberamos a las almas de
ellos, generadores de casi toda la angustia que hoy ator­
menta al pueblo. Todo lo demás, si acaso por piedad di­
vina nos es concedido conceder, trasciende nuestra es­
tricta competencia.

Termino ya. Has celebrado tu Primera Misa. Todavía


el barullo es grande. Pero que no acabe el día sin pos­
trarte a los pies de Nuestro Señor Jesucristo para darle
gracias cordialísimas por todo. Principalmente porque
una vez te llamó por tu nombre y te dió fuerzas para
seguirle. Entrégale todo cuanto eres y posees : tu cuerpo
con sus sentidos, quiebras y energías; tu entendimiento,
decidido a ejercitarse siempre en la consideración de los
divinos misterios; tu voluntad, dispuesta a continuar en­
tre los hombres la tremenda tarea de salud que el Padre
le encomendó a El y no pudo terminar completamente.
Hazle generosa entrega de todo lo que te pertenece :
tus bienes personales, la amistad de tus compañeros, tus
ilusiones y congojas pequeñitas, tus libros, el afecto que
hoy todavía te rodea, la dulzura que el recuerdo del
Seminario dejó para siempre en tu corazón. A cambio
de todo e3to, pídele un alma tranquila y fiel, devoción
a la Virgen María y una vida sacerdotal limpia, noble,
llevada con lealtad hasta sus últimas consecuencias. Y

148
dile, diJe también; concédeme, Señor, la alegría, pero
no permitas que me haga indigno de tu sagrada Pasión;
no retires de mi camino ]a inmensa gracia de los fraca­
sos, padecimientos y penas, pero no me dejes caer en
la desesperación ni en el despecho contra loe que
triunfan.
Después, duerme en paz. Mañana será otro día.
X

“Vean los pobres y alégrense” (Ps.,


68, 33).

No sé qué es más difícil ni más espinoso: escribir


sobre el tema de la riqueza a un rico o a un pobre.
Usted me ha mostrado muchas veces preocupación
espiritual por este problema, seguramente el más fluido
y menos susceptible de soluciones exactas y contunden­
tes de ese vasto conjunto que San Ignacio llama el «uso
de las criaturas». En definitiva, salud y enfermedad,
vida larga y corta son dones que Dios concede o retira
libérrimamente, ante los cuales sólo cabe al hombre una
postura de aceptación o de repulsa íntima. El mismo
dilema de honor y deshonor raras veces se plantea des­
nudamente a la conciencia, pues viene de ordinario
implieado en las exigencias de la humildad, bastante
claras de por sí en un plano intelectual práctico. Las
cuestiones, en cambio, que origina ese bivio tremendo
de la riqueza y la pobreza son oscuras y complicadas, y
a la vez continuas, diarias, ya que en todo momento
queda abierta la opción entre gasto y abstención, auste­
ridad personal o caridad sonriente, ejemplaridad y peda­
gogía dura o cuidado de algo muy sutil y trascendental:
que los hijos respiren un clima de relativo bienestar que
les permita la alegría de vivir, premisa casi indispensa­
ble para una humanidad fuerte, vigorosa y emprende­
dora. La alegría de vivir... Tener piano los martes,

151
jueves y sábado«. 0 ir a la escuela desde el caserío, dos
kilómetros en bicicleta, montado en la parrilla, mientras
el padre canta camino también del pueblo, camino de la
serrería... ¿Es que sabemos acaso mucho sobre la alegría
de vivir?
Ni rico ni pobre, pobre a la vez que rico, viene a
ocupar usted un puesto intermedio. Del pobre tiene la
escasez, que le impide ahorrar, que no le permite lujo
ninguno. Del rico posee la seguridad, suficientemente
basada en un sueldo estable y en un sistema de seguros
que le ampara, siquiera teóricamente, hasta el fin de
la vida.
Pero las características de la riqueza y la pobreza
son sumamente variables, fluctuantes y hasta equívocas.
En cierto sentido, vivir en pobreza significa carecer de
lo superfluo, en contraposición a lo que técnicamente,
atrozmente, podría denominarse miseria o carencia de
lo necesario. Distinción sobremanera arbitraria, prác­
ticamente imposible. Yo quisiera saber si el vino, que
sirve tanto para acompañar las comidas como para ol­
vidar que no se ha comido, o si la música, esa radio hu­
milde que despega al obrero de su mundo sórdido para
llevarlo de la mano hasta una esfera de sueños elemen­
tales, quisiera saber si son bienes necesarios o super-
fluos.
Alguien asegura que vivir en pobreza es vivir del pro­
pio trabajo, con lo cual el número de pobres aumenta
enormemente y prescinde, en cambio, de aquellos que,
por razones más o menos válidas“—¡qué difícil precisar
con delicadeza el grado de culpa o disculpa de los que,
venidos a menos, sienten una invencible vergüenza a
emplearse en cualquier trabajo público!—, pueden vivir
o tienen que vivir de unas rentas que en muchos casoe
son increíblemente exiguas y decrecientes como valor de
adquisición. Según otro criterio, ser pobre significa vi-

152
vir de limosna, y, por tanto, sólo los mendigos son po­
bres, mientras existen comunidades que se niegan a acep­
tar limosnas y donaciones y llevan una vida austerísima
y despojada, fruto de Jas escasas horas de trabajo ren­
table que permite un severo régimen de oración y es­
tudio.
En cierjto sentido podría decirse también que vivir en
pobreza es vivir diariamente el riesgo. Pero ¿la existen­
cia del que tiene comprometidos 6us millones al golpe
de un azar puede merecer el calificativo gloriosamente
oprobioso de pobre? Y los religiosos cuya mesa esta
asegurada para siempre, ¿han de cargar con el título
más injurioso que glorioso de ricos?
Precisamente el voto de pobreza de las Ordenes apro­
badas por la Iglesia no nos facilita mucho la solución
del problema. Para las personas ligadas con ese voto la
pobreza no representa tanto un nivel mínimo de dis­
frute cuanto un nivel nulo de posesión. Sus efectos aflic­
tivos nótanse más en el alma que en el cuerpo, pues es
posible concebir incluso con todo derecho el voto de
pobreza como un aspecto más del voto de obediencia,
como un desasimiento de sí mismo en lo que atañe a
las cosas materiales. Un religioso que sabe que, sea cual­
quiera el estado de su salud, el rendimiento de su tra­
bajo y hasta el signo político, mientras sea sólo nacio­
nal, del país en que reside, va a tener siempre dispuesta
la comida, el vestido y el lecho, es difícil que comprenda
hasta el fondo las congojas de un padre de familia que
desde el jueves hasta el sábado por la noche tiene que
hacer malabarismos con las escasas pesetas que quedan
en casa. Pero tal vez más difícil es que una persona del
siglo, dueña absoluta de sus cinco duros, entienda la
secreta amargura del fraile que debe desprenderse de sus
libros y efectos más personales y entrañables, que ha de
pedir permiso para hacer un regalo o que no puede co-

153
rresponder con otro regalo a un favor recibido, o el
tormento del que, muy entregado de corazón a la po­
breza, pero imposibilitado por enfermedad o exigencias
del cargo para practicarla en toda su amplitud, tiene
que someterse a una ley de excepción tan grata para la
carne como odiosa para el espíritu.
La verdad es que no nos ofrece mucha luz, para el,
discernimiento de la pobreza en general, la compara­
ción de la pobreza de los religiosos con la pobreza de
los que viven en el mundo. Sólo cabe suplicar a éstos
respeto para lo que no están en condiciones de entender,
y a aquéllos, un poco más de interés en hacer explícita
y elocuente una pobreza que no dudamos existe en grado
sumo en su corazón y en el interior de los conventos.

Repito que no sé qué es más difícil, si escribir sobre


la pobreza a un rico o a un pobre.
Al rico probablemente ha de molestarle el menospre­
cio que el Evangelio hace de las riquezas, su grosera
vinculación con Mammón, su calidad de supremo peli­
gro para la salvación de las almas, la metáfora del came­
llo y la aguja y las malaventuranzas que entre líneas su­
gieren las bienaventuranzas pronunciadas por Jesús. El
pobre se sentirá igualmente molesto y defraudado cuan­
do, en vez de las palabras demagógicas que él espera,
pronunciemos esa9 otras, tan divinas, tan inequívocas,
que prometen la pervivencia de los pobres hasta el fin
de los siglos. No e3, la verdad, método muy indicado
para granjearse la estima del pobre que desea ver con­
firmada su presunta relación entre rectitud moral del
hombre y complacencia divina expresada mediante re­
compensas terrestres, ir a asegurarle, con gran copia de
argumentos, que una de las más señaladas gracias con­
cedidas por la predilección de Dios al hombre consiste

154
f

en esa semejanza con Cristo que la pobreza procura al


hombre realmente pobre.
Cierto que la riqueza y abundancia han sido en algu­
nos casos premio indiscutible del Señor a la fidelidad de
sus siervos. «Abrahán era muy rico en plata y oro» (1).
Un texto bíblico posterior indica expresamente la corres­
pondencia entre bendiciones divinas y bienes terrenos
en la vida del patriarca: ccYavé ha bendecido largamen­
te a mi señor y le ha engrandecido, dándole ovejas y
bueyes, plata y oro, siervos y siervas, camellos y as­
nos» (2). El Antiguo Testamento es fecundo en testimo­
nios de este género. La buena nueva, en cambio, que
predica Cristo, va adelgazando y elevando más y más el
concepto de premio y aprobación divina desasiéndolo de
manifestaciones mundanas, restringiéndolo cada vez más
a las dotes del corazón y haciéndolo finalmente consistir
en la paradoja de la pobreza, el dolor y los martirios.
Los comentadores señalan certeramente el cambio de
óptica que se da entre ambos Testamentos acerca de
la alegría del hombre; la alegría cristiana llega a ser ej
fruto imprevisible de los sufrimientos.

Tal vez el mejor beneficio de la riqueza es que otor­


ga una cierta impunidad. Ofrece, es cierto, sus flancos
vulnerables, cuya custodia exige mil cautelas y moles­
tias, de las cuales el pobre, que abarca con la mano todo
cuanto posee, está felizmente exento. .Pero, a pesar de
todas esas características congojas, el rico es impune
en cuanto que dispone de medios para sustraerse a la
observación y juicio de los demás, puede refugiarse en
fortalezas inaccesibles, puede cerrarse con llave. Puede
defender su intimidad y vacar a ella con sosiego.
(0 Gn. 13, 2.
(2) Ib. 24, 35.
Existe dentro de la pobreza una tara grave, una tara
que por el mero hecho de no ser distintamente valo­
rada por aquellos que la padecen, no por eso deja de
hacer sentir sus efectos, difusos pero terribles: la impo­
sibilidad de recatar suficientemente ese tesoro tan frágil
de la intimidad, esa delicia de aislarnos con los seres
que más amamos y aquellas cosas mínimas y conmove­
doras, cuyo poder de alusión, como los barnices, des­
aparece con la intemperie. No hace falta que esta servi­
dumbre llegue a sus formas extremas—a esa situación
límite, pero bastante frecuente, en que ni siquiera el
amor tiene viabilidad decorosa—para que los pobres su­
fran, tal vez sin saberlo, sin saber filiar ni discernir su
incomodidad, la más amarga desazón, el más penoso
hastío de la vida.
Los ricos son autónomos, hasta donde una criatura
puede serlo. Disponen de servidores para todas las labo­
res enojosas. Poseen la oportuna organización de servi­
cios que permita, a la vez que disfrutar de los goces de
la paternidad o maternidad, prescindir de sus molestas
consecuencias, como también, llegado el caso, abstenerse
de los más desagradables espectáculos y tareas que la
muerte, cuando entra en casa, exige; no diré para de­
dicarse al olvido, pero sí a un recuerdo más plácido y
exquisito... ¡Ah la intimidad, la defensa y protección
de ciertos sentimientos, de algunos dolores!

El rico tiene en su mano un poderoso medio de santi­


ficación. E 9 la limosna. No sólo le es obligatoria, sino
conveniente en extremo grado. Diremos casi—sin atener­
nos al perfecto rigor de la terminología—que no sola­
mente le es necesaria con necesidad de precepto, por im.
posición de exigencias bien evidentes, sino al mismo

l.>6
tiempo necesaria con necesidad de medio, de recurso a
veces único.
Las obras satisfactorias, según la Escritura proclama
muchas veces, son: ayuno, oración y limosna. Puede
ocurrir que el ayuno sea una medida de salud práctica­
mente irrealizable para el rico, incluso inconcebible.
«Cavar no puedo». Puede igualmente suceder que para
la oración no tenga el espíritu bien templado, que no
posea humildad. «Mendigar me da vergüenza.» ¿Qué
hacer entonces? Queda la limosna, que, aunque no con­
duzca al propio ayuno, tiende a mitigar el ayuno ajeno,
y es ya una especie de plegaria : «Encierra la limosna
en el corazón del pobre y ella rogará por ti para li­
brarte de todo mal» (3).
El rico «ya sabe lo que ha de hacer para que cuando
se le destituya de la mayordomía sea bien acogido en los
eternos tabernáculos». Al rico está reservada, a la vez
que los incontables peligros de un tráfico que suele aca­
bar oprimiendo a los necesitados, la posibilidad de una
santa usura : «A Yavé presta el que da al pobre» (4).
Pero ya la mera formulación de este consejo, tan inteli­
gible y adecuada al espíritu del que a diario maneja
sus dineros, ¿no revela de sobra el nivel inferior, la po­
bre calidad de los móviles que operan sobre tal espíritu?
¿Puede brotar en él, en esa tierra tan reseca, la fuente
de la Verdadera alegría, la alegría que San Pablo exige
acompañe a toda dádiva para que merezca la aproba­
ción amorosa de Dios?

Y en este mundo, en esta vida que termina aquí aba­


jo, ¿contribuyen las riquezas a levantar la alegría y fe«·
licidad de sus posesores?
(3) E c c l. 29. 15.
(4) Prov. 19, 17.

157
Byron, en su Caí«, pone en labios del fratricida esta
pregunta dirigiéndose a Satanás:
—¿Eres feliz?
—No—contesta—, pero soy poderoso.
En esta respuesta queda expresamente declarada la
tajante distinción entre felicidad y poder, y sentado el
hecho de un gran poder que no confiere felicidad. Sin
embargo, esa partícula adversativa, ese pero debe ha­
cernos pensar. La contestación no hubiese sido redacta­
da correctamente de haber sido esta otra : «No, pero
soy infeliz». El pero, pues, de Satanás no equivale a por
el contrario, ni el poder que confiesa poseer representa
directamente ninguna forma de infelicidad. ¿Sólo esto
cabe deducir? ¿No es lícito adivinar en esas palabras
algo más que una mera no coincidencia de conceptos?
¿No nos sugiere tal respuesta que el poderío es una apro­
ximación o una precaria sustitución de la felicidad? «No
soy benévolo, pero soy justo». «No fui a Oviedo, pero
llegué hasjta Gijón».
¿Puede significar acaso el poder o la riqueza—la ri­
queza no es más que un aumento de la potencialidad de
un ser u oportunidad para su más amplia y profunda
realización—un acceso a la felicidad o un aceptable su­
cedáneo de ella? Los pobres así lo creen, los ricos lo
niegan. Pero la inexperiencia del pobre no resta valor
a su afirmación, ya que el poder no es en la tierra una
categoría absoluta, sino un favorable contraste con la
impotencia relativa del que no lo posee, con lo cual se
presiente una infeliz concepción de la felicidad como si­
tuación de ventaja entre otros estados más infelices. La
negativa del rico no tiene tampoco validez ninguna para
el pobre desde el momento en que aquél se esfuerza de­
nodadamente, simultáneamente, en ser feliz y acumular
mayores riquezas.
Podría decirse que la felicidad del rico consiste en el

158
contraste con el espectáculo de desdicha que la vida del
pobre le suministra y su infelicidad en el agotamiento
efectivo, creciente, de las posibilidades felicitarías« que
conservan toda su validez virgen para el hambre y sed
del pobre.
No está la felicidad en la posesión de muchas cosas,
sino en Ja capacidad de disfrutarlas. Un desharrapado
con apetito goza más con un mendrugo de pan que un
opulento inapetente ante la mesa mejor abastecida. Pero
ocurre que la facultad de gozar de las riquezas abarca
otras potencias mucho má9 insaciables que el escaso mar­
gen fruitivo que pueda darse en la acción de comer y
beber, mientras que las dificultades que el pobre en­
cuentra para satisfacer sus menguados anhelos no son
menores que las que tiene que vencer el rico para reali­
zar sus sueños más suntuosos.
¿Esto es todo? No, la riqueza supone otro favor: im­
plica la oportunidad de formar con calma y medios su­
ficientes el espíritu para una más honda y acertada com­
prensión de la verdadera felicidad, para una más cómoda
aceptación de la infelicidad. Esto es importante. A me­
nudo olvidamos que los libros donde se exponen las
excelencias de la pobreza los pobres no los leen, porque
cuesta dinero adquirirlos o, más generalmente, porque
su pobreza les ha vedado en principio esa formación que
exige la lectura de tales libros. Y es que acaso la autén­
tica pobreza necesita, lo mismo que la humildad, des­
conocerse a sí misma, ignorar sus perfecciones.
¿Quién es más pobre, el que después de haber renun­
ciado a las riquezas lee plácidamente en su desnuda ha­
bitación los capítulos que tratan de la pobreza espiri­
tual, «necesaria para que sea meritoria la pobreza real»,
o el obrero que a esa misma hora suda delante de un
horno, sin haber tenido jamás un cultivo espiritual que
le proporcione ahora otro consuelo que no sea ese en el

159
que está pensando: el cine del domingo? ¿Quién es más
pobre? ¿Quién es, quiero decir, más meritoriamente
pobre?

He dicho antes que la riqueza entrañaba en su favor


cierta impunidad y autonomía. Representa también una
mayor soledad.
jNo creo que valga la pena referirse a esa dificultad de
encontrar verdaderos amigos en tiempos de prosperidad;
dificultad ciertamente mayor que aquella que el prover­
bio clásico establece para los momentos de ruina y des­
gracia, puesto que no es verdadero amigo el que tiene Ja
piedad de compartir nuestros pesares, sino el que posee,
cosa mucho más difícil y pura, la generosidad de par­
ticipar sin envidia de nuestra alegría y nuestros éxitos.
Para lo primero basta no estar demasiado pervertido,
basta incluso que su satisfacción de vernos heridos adop­
te una forma hábil, aunque bajísima, de compasión;
para lo segundo hace falta estar muy purificado, es me­
nester haber vencido previamente muchas turbias incli­
naciones. Pero todo esto no implica gran desgracia para
el hombre rico, cuya suspicacia alterna con una rara in­
genuidad, pues ve en sus aduladores, en los momentos
en que no los considera presuntos enemigos, los más sin­
ceros y radiantes amigos, y su efusión solícita colma con
creces su menguada capacidad de amistad.
Existe, no obstante, una soledad característica del hom­
bre rico. Para él amar de veras al prójimo es en el fon­
do más difícil, ya que tiende a confundir el amor con
una condescendencia despectiva. También el amor del
pobre ofrece su peculiar dificultad, pues ha de despo*
jarse de toda mira interesada, tiene que vencer la ten­
dencia de ir descubriendo antes que nada en las per­
sonas amadas el aspecto de su utilidad. No es, sin ein-

160
bargo, esta corrupción del genuino amor tan grave como
lo es aquélla. El pobre sigue siendo más permeable al
amor, a esa sustancia inefable que liga a unos seres con
otros. La propia desgracia suele suscitar interés por la
desgracia ajena; coloca al hombre en inmejorable con­
dición para compartir otras desgracias, al menos para
advertirlas; el rico, si no es muy santo o muy depravado,
no descubre la profunda aflicción de la pobreza, como
ciertos bacilos que no penetran jamás en el cuerpo si
no es a través de una llaga. Por otra parte, la gratitud
es lo que más facilita en esta vida el amor. «Yo llamo
amigo al que me da dinero», definía crudamente León
Bloy, siempre mendigo, nunca mendigo ingrato.

Junto a este riesgo de degradar el amor al nivel de


una estéril compasión, se dan en la vida holgada otros
innumerables peligros.
El peligro, desde luego, de la autosuficiencia, el no
conceder margen ninguno a la intervención misericor­
diosa de Dios, decretada de una vez para siempre inne­
cesaria; el no experimentar nunca necesidad de orar.
¿Pedir el pan de cada día? Está ya asegurado el de ma­
ñana y el de pasado mañana. ¿Suplicar el perdón de
nuestras deudas? No interesa un problemático perdón
que viene condicionado por la absolución de unas deu­
das reales, improrrogables, que es preciso cobrar a fin
de me3.
¿Y después vender la heredad, repartir el dinero en­
tre los pobres y seguirle? ¿Quién puede comprender la
alegría prometida a semejante desvarío?
No obstante, a pesar de todos los ruidos que produce
una vida agitada por los negocios. Nuestro Señor hace
oír su voz, suplicante o imperiosa— ¿quién podrá discer­
nir esos matices del amor de predilección?—. y el rico,

161
AUN ES POSIBLE...— 11
hoy como ayer, prefiere su riqueza, prefiere, en el mejor
de los casos, una buena conciencia sin complicaciones.
Pero hay una misteriosa tristeza consignada en el Evan­
gelio : el joven rico que rehusó seguir a Jesús «se mar­
chó triste».
Es menester comparar esta tristeza con la amargura
de otro muchacho acaudalado descrito en las sagradas
páginas, un hijo pródigo que dilapidó su cuantiosa he·
rencia viviendo disolutamente. Tal amargura fué luego
trocada en gozo. Fué suficiente arrojarse en brazos del
padre. Fué bastante, como primer principio, como luz
muy auroral, sentir hambre. Si el hijo prófugo hubiese
conservado su herencia, si la hubiese administrado sa­
gazmente y la hubiese hecho fructificar, ¿se habría con­
vertido, habría vuelto a la casa paterna?
Inescrutables son los designios de Jesucristo, que pro­
voca la tristeza en un corazón puro, pero satisfecho, y
concede la máxima alegría a un hombre corrompido,
pero hambriento.
Aquel a quien se le perdona_más, ama más. Pero ¿aca­
so no ama más también el que, poseyendo más, entrega
más? Seguramente será así. Con todo, la lectura del Evan­
gelio sólo nos persuade de una cosa : de que el hombre
que posee más se resiste más.

¿Es realmente una nota negativa de la pobreza el he­


cho de que le sea negado al pobre el mérito de aban­
donar las riquezas por amor de Dios?
Muchas veces he pensado en una rara insigne santidad
reservada a los incapaces mentales; siempre he creído
que será excelsa, incomparable la gloria que el Salvador
tiene preparada para aquellos a los cuales ha despojado
de la facultad de obtenerla con sus propios medios. Pero
no es legítimo el paralelo. El imbécil nada tiene que

162
ofrecer que no sea el atroz vacío de su corazón y su
cabeza, donde únicamente han ido acumulándose las
burlas y los desprecios del mundo. £1 pobre, en cambio,
el hombre más pobre puede consagrar al Señor sus exi­
guas propiedades, sus céntimos, su camastro, su flaca
ilusión. Así como también puede la persona más pobre
de todas apegarse viciosamente a los cuatro palmos de
tierra sobre los que cada noche tiende su cuerpo. La
más hermosa santidad llega a frustrarse porque una mon­
ja clarisa no ha sabido desasirse de su santocristo, escu­
dilla o cortaplumas.
El pobre puede enredarse en un hilo, en una mezqui­
na posesión, en una esperanza sórdida. ¡ Qué fácil ca­
mino para engañar al pobre : sustituir la esperanza de)
cielo por las esperanzas de aquí abajo! Sólo hay otra
manera tan fácil y tan culpable de engañarlo: adorme­
ciéndolo blandamente con piadosas canciones. De las dos
formas se corrompe al pobre, hurtándole su mejor y más
bello horizonte y matando el coraje que le es precito
para moverse en la tierra.
El pobre puede fácilmente ser humillado hasta el pun­
to de hacerlo sensible a la ridicula vanidad de lograr
algún contacto con el rico. Tiene que soportar consejos e
inspecciones, ha de escuchar de su bienhechor la reco­
mendación de invertir la limosna en gastos que no sean
superfluos y debe tolerar a veces la más indiscreta super­
visión de su vida casi íntima.
El pobre puede desbaratar todas las posibilidades de
santificación que laten en su desgracia. No tiene por
qué sorprendernos que la pobreza no realice frecuente­
mente mayores obras de perfeccionamiento moral. Nos­
otros pensamos en la pobreza del pobre, pero él no pien­
sa en su pobreza, sino en el modo de huir de ella. La
auténtica fecundidad de la pobreza únicamente tiene lu­
gar cuando el hombre «se desposa» con ella. Cabe, sin

163
embargo, imaginar que Dios no permitirá la total este­
rilidad de una coyunda que, aunque no deseada, es plena
v constante. Dios ama al hombre mucho más de lo que
el hombre puede amar sus riquezas o detestar su po­
breza.
Cierto que la muerte iguala a todos. También el do­
lor, pero no tanto. Los analgésicos cuestan dinero. ¿O
acaso la carne del pobre sufre menos porque está más
entrenada en el sufrimiento? La resignación no cuesta
dinero, pero sí cuesta la formación espiritual que tal vez
contribuya a fundar, ampliar y fortalecer la resignación.
¿O tal vez la resignación sólo se aprende sufriendo, como
el movimiento andando? Irrefutable: Nuestro Señor Je ­
sucristo es el que da liberalmente, como se le antoja,
las gracias abundantes para padecer y superar los pade­
cimientos; y la enfermedad y la pobreza y las afrentas
son gracias del cíelo. También indiscutible : decir esto
desde cierta situación social y vital suena demasiadas ve­
ces a hueco o a ironía.
La maldad de los pobres, los que viven en la miseria
por una pereza inconfesable, los que utilizan la pobreza
como arma para suscitar el odio... Bien, no lo niego.
Sólo pido que para juzgar al pobre se tenga antes la
honradez de documentarse suficientemente. Y para com.
prender a un hombre, para valorar con cierta equidad
sus méritos y deméritos, es menester usar del único mé­
todo que nos concede acceso a su fondo íntimo : el amor.
Y amar al pobre es más difícil de lo que se cree. La com­
pasión de suyo no es amor.

A pesar de las específicas tentaciones que crecen más


fácilmente al calor de uno y otro estado, en riqueza y
en pobreza, podemos advertir que no existen pecados
privativos de esta o aquella modalidad de vida. Si el

164
rico puede obtener sin tanta dificultad las cosas prohi­
bidas, también sabemos que los mayores crímenes del
odio o de la lujuria se perpetran ya en la cámara más
secreta del corazón, en la fuente del mal deseo, la cual
está siempre accesible, gratuitamente ofrecida a todos los
hijos de Eva. Si la desesperación amenaza más violen­
tamente al humillado, al maltrecho, no se nos oculta
tampoco que las formas más terribles e incurables de
desesperanza suceden a fases de aguda presunción, lo mis­
mo que esas tremendas alternativas de temperatura que
se producen en el desierto.
Todos, ricos y pobres, cometemos los delitos que po­
drían concebirse más fácil o profundamente arraigados
en el estado de riqueza o de pobreza, del mismo modo
que todos somos a menudo reos de los pecados propios
del hijo pródigo y del hijo fiel; dentro del recinto de
la casa paterna hemos tenido ocasión de entregamos a
las peores liviandades y también, después de haber hui­
do y regresado, después de haber gozado las dulzuras del
retorno, nos ha irritado el perdón que Dios otorgaba a
los pródigos que volvían después de nosotros.
Y a todos, pobres y ricos, nos precede y nos sigue, nos
asedia en todas las coyunturas la amorosa providencia del
Señor. Esa providencia que es «sombra durante el día y
luz de estrellas en la noche» (5). De noche, en 1a adver­
sidad, en la pobreza y aflicción, el alivio de una9 es­
trellas para que el hombre no desespere y siga caminan­
do. De día, para que el corazón no se distraiga del todo
en los festines de la abundancia, para que sienta nostal­
gia de lo absoluto, de lo que no tiene lugar, para que
también siga caminando hacia su meta, un «velamento»,
un velo que amortigua con una saludable tristeza inven­
cible la más radiante alegría de este mundo. Como opor-

(5 ) vSap. 10, 17.

165
tunamente suplica la oración litúrgica: «a fin de que,
entre las mudanzas de las cosas humanas, nuestras almas
estén fijas allí donde .los gozos son verdaderos» (6).

Sin embargo, después de todas las ventajas y desven­


tajas, que podrían matizarse y subdividirse indefinida­
mente, existentes en ambos modos de vida, vida pobre
y vida holgada, subsiste una extraña, inapelable y tenaz
preferencia de Cristo en favor de los pobres.
El Espíritu del Señor estuvo en El para llevar la sal­
vación a los pobres (7). Dios, Padre de todos, provee y
socorre a todas las criaturas; pero son innumerables,
desproporcionadamente numerosos los lugares en que la
Biblia afirma el particular desvelo con que Dios cuida
de sus pobres y llega a vengarlos con extrema dureza.
Los pobres son ciudadanos de la patria inmortal por
derecho propio y únicamente los servicios que el rico
presta al pobre pueden nacionalizar a aquél; los ricos
sólo existen para administrar los bienes de los pobres.
A éstos los amó Jesús con indecible ternura : porque los
trataba más, porque se parecían más a El y a su Madre
bendita, porque le procuraban la alegría de ser inmedia­
tamente útil al suministrarles pan o esperanza. Tam­
bién porque facilitaban, al provocar la caridad, la sal­
vación de los ricos, la inclusión de éstos, de los extran­
jeros, en el programa de salvación universal. Las bien­
aventuranzas parecen reflejar algo más que un premio
de consolación, revelan una predilección honda y sis­
temática que acaba introduciéndonos en el misterio.
No es que Dios pretenda la absoluta e inoperante
conformidad del pobre con su estado, no es que prefie­
ra que su deplorable situación sea definitiva, ni siquiera
<6) Or. Dom. IV post Pasch.
(7) Le. 4, 18.

166
queremos indicar que se complazca en una organización
terrena que mantenga a sus hijos más amados en esa
zona de opresión humana que coincide con las máximas
bendiciones divinas; esa organización no deja de ser a
menudo objetivamente injusta y en sus raíces enérgica­
mente reprobada por el Señor. Pero es menester confe­
sar que, si «es preciso que haya herejes» (8), parece tam­
bién necesario que existan siempre ricos—al menos ricos,
neutralmente ricos, sin ponernos a explorar el origen de
6us riquezas—, a fin de que se cumpla la palabra de
Jesús : «siempre habrá pobres entre vosotros» (9).
El mensaje cristiano no atiende directamente a estas
estructuras mundanas; predica la esperanza, promete y
concede la alegría de la esperanza. El spe gaudentes (10)
es el lema más alto y calificado de un tratado sobre la
alegría cristiana. En cierta manera, ¿oda alegría, todo
placer radican siempre en la esperanza, en el futuro;
cualquier bien presente, que mientras fué futuro alimen­
tó la alegría del corazón, se reduce increíblemente bajo
la mano presta ya a gozar. El gozo de un momento de­
terminado dice siempre relación esencial a los momen­
tos sucesivos y en función de ellos crece o disminuye.
Pero la alegría cristiana se nutre de un bien venidero
que está al otro lado del tiempo, eterno, cuya consecu­
ción no debilitará el gozo, sino que lo potenciará sin
límites, ya que resiste a toda experiencia y la trasciende
infinitamente.
Felicidad de la esperanza : felicidad de la pobreza y
del dolor. Cristo no enseña a sus fieles un remedio con­
tra el sufrimiento y la pobreza, sino que les concede una
plenitud interior, una proyección hacia la vida eterna
beata, que hace inútil la búsqueda de ese remedio.

(8) I C o r . 11, 19.


(9) Mt. 26, 11.
(10) Rom. 12, 12.

167
San Francisco da esta consigna a sus fr a ile s « E n me­
dio de la pobreza cantar alegres como las alondras, tra­
bajar alegres por ganar el pan cotidiano, ir alegres por
la limosna, volver alegres de la mendicación» (11).

Sin embargo, la esperanza teologal no está reñida con


las esperanzas terrenas. Es más; el cristiano no se ve
inducido a una artificiosa yuxtaposición de esperanzas
de valor eterno y temporal, a una doble esperanza. Su
esperanza, que debe abarcar el cielo y la tierra, las dos
ciudades, todo el Reino del Padre que comienza ya aquí
abajo, constituye una esperanza continuada, una espe­
ranza total.
No es verdadera esperanza cristiana la que se despega
de los proyectos de este mundo. El esfuerzo desarrollado
para la realización de las legítimas esperanzas tempo­
rales es un índice de la profundidad y calidad de nuestra
esperanza eterna, así como las tentativas para conquistar
y difundir en esta vida la alegría testimonian, en su per­
severancia y en su pureza, la medida de nuestra fe en la
alegría venidera.
¿Cuál es el punto de conexión de las esperanzas huma­
nas con ia esperanza teologal? Es la caridad, el combate
de la caridad. Por la esperanza teologal, el cristiano es­
pera alcanzar a Dios, espera los bienes eternos, pero
sabe que la práctica de la caridad, al mismo tiempo que
un medio insustituible para la justa repartición y multi­
plicación de los bienes perecederos, es condición nece­
saria para obtener aquellos bienes eternos. Así empalma
de forma bien articulada, de manera viva y orgánica,
una esperanza con otra : en el nudo de la caridad, en
ese estilo cristiano de luchar por la ciudad terrestre que

(11) Tom. Cel. 2, 76.

168
atestigua la existencia de la ciudad gloriosa. Para que
las gentes crean que amamos a los hombres en Dios hace
falta que vean que amamos a Dios en los hombres.
Es menester perfeccionar este mundo, es preciso que
disminuya el dolor y la miseria. De cada tres personas,
una sufre hambre. Cuarenta millones de hombres mue­
ren anualmente de inanición y hay mil quinientos miUo>
nes de hermanos nuestros subalimentados. E l cristiano
tiene como misión propia propagar la fe y la esperanza
en Dios, pero no menos la caridad con el prójimo. El
cristiano profesa la esperanza teologal, pero no es cris­
tiano un mundo en que cada mañana tenga el hombre que
asirse a una áspera, descarnada esperanza teologal sin
alusiones ni anticipaciones terrenas, sin algún cumpli­
miento de sus esperanzas humanas.
Sí, los cristianos tienen que dar a los pobres algo más
grande y difícil que la riqueza : la alegría de su pobreza,
la esperanza de las riquezas que ni la polilla roe ni el
ladrón se apropia. Pero sin un mínimum de bienestar es
improbable que el corazón pueda suplicar a Dio«, con
un mínimum de esperanza, el pan de cada día.
XI

“Alegraos en la medida en que parti­


cipáis de los dolores de Crista?’ (I Petr.,
4, 13).

Es de noche. Me gusta trabajar de noche, no lo puedo


remediar. Durante la noche, majestuosa, callada, me en­
cuentro más fácil a mí mismo y a Aquel que vela con­
migo, mendigándome unas palabras de afecto, esperando
con ilusión casi humana que den las doce para que yo le
conceda la oportunidad de un diálogo, para que yo le
cuente las mínimas cosas que he hecho a lo largo del
día, el mal que he hecho, lo mal que he hecho el bien,
los pecados, las penas, los brotes de alegría frustrada,
mi fatiga y mi miedo. Yo pongo contrición y E l pone
esperanza, yo pongo tristeza y E l pone alegría, yo pongo
miseria y El pone misericordia. Creo que nos entende­
mos. Es por la noche. Me gusta mucho la noche.
A ti, en cambio, sé que te produce horror. No en vano
llevas ya varios años en cama y demasiados meses insom­
ne. De noche las asechanzas de la amargura, de la des­
esperación y la rebeldía, y hasta las más duras batidas
del dolor físico, encuentran libre hasta el centro mismo
de tu ser el camino que durante el día estorban las ins­
pecciones sanitarias, las voces que no consuelan pero dis­
traen, la misma luz piadosa del sol. De noche, me di­
ces, todo es oscuro. ¿Conoces el disco de Duval? Ya
enumerando y agradeciendo los dones de Dios, que ha
creado la nieve y el amor, la paz y el gozo de estar con

171
El, y «la amistad, para repartir todo por la mitad».
Y tú, Señor, que has hecho todo esto, ¿por qué has hecho
la noche tan larga, tan larga, tan larga para mí? La mú­
sica poco a poco empapa el alma, la pacifica, la suaviza.
¡La noche! Mientras otros leen, mientras otros se
inclinan sobre una cuna o un tapete verde; mientras
otros se aman; mientras otros velan algún cadáver o
preparan las maletas para un viaje de placer; mientras
algunos encuentran ocasión propicia para cruzar con el
Señor una conversación rápida o lenta, sincera o formu­
laria, pero apta para suscitar en el espíritu la engañó­
se ficción del deber cumplido, la ficción que de modo
misterioso otorga una paz precaria aunque suficiente;
mientras el vigilante de la sala y la mayoría de los hom­
bres duermen, tú te quedas solo, más solo todavía, a
solas con tus pensamientos. Unicamente a la madrugada
te sobreviene una ligera somnolencia que es nada más
un poco de niebla interpuesta entre ti y las cosas cir­
cundantes, que es como el premio que exige todo can­
sancio excesivo o acaso la tregua que concede un rival
demasiado cruel y seguro de su victoria. ¡Y tener que
amar ese fugaz alivio de la mañana! Te causa pavor la
noche. Lo comprendo. Trato de imaginarme en este mo­
mento lo que estarás sufriendo, la congoja que te ace­
chará o ya se habrá apoderado de ti.
Tu sufrimiento además se acrecienta por otras muchas
causas. Te veo en cama, pero en la cama número 35 de
la sala B. Un hospital sórdido y desmantelado. No hay
cretonas en las ventanas, no hay flores en ninguna par­
te, los cristales a duras penas transparentan los humos
de una factoría, las paredes tienen desconchados y hasta
un cromo de San José, más a propósito para excitar el
tedio del mundo que el deseo del cielo. Todo esto lasti­
ma profundamente tu sensibilidad, hecha para cosas muy
distintas. Estás solo. Y solo quiere decir no únicamente

172
soledad física, ausencia de alguien que en los peores mo­
mentos te diga: «no temas, estoy aquí, estoy siempre
contigo», sino sobre todo falta de referencias íntimas,
imposibilidad de pensar alguna vez que en ese instante
alguien piensa en ti y está de veras comprometido en tu
suerte. No es lo peor sufrir, es saber que ese sufrimiento
no interesa a nadie. Acaso esto haga más fácil la muerte,
pues el alma no encontrará tanta resistencia al vuelo
cuando sólo tenga que desasirse del cuerpo, cuando a
esta esencial dificultad biológica no se añade ningún
lazo de otra especie, ninguna lágrima, ninguna mirada
ansiosa. Con todo, habrá que despedirse de algo, de esta
luz, de estos ruidos, de ese biombo que colocan alrede­
dor de la cama para la hora postrera, de todo lo que
es costumbre de vivir. No creas tampoco que los que van
extinguiéndose entre los cuidados más solícitos se ven
libres completamente de ese dolor de soledad. Antes que
el enfermo se habitúe a sufrir, generalmente los que
le rodean ya se han habituado a verle sufrir; y tiene
que ser un amor no sólo muy intenso, sino además su-
mámente hábil para que la persona que vela junto al
lecho no deje traslucir los momentos de debilidad en que
se abandona a los proyectos—amargos al principio, tan­
to más tolerables luego cuanto más acariciados-—para
la vida de después. Siempre he creído yo que vivir, en
su más noble y alto grado, era convivir; pero quizá
vivir sea—definición humillante, pero en el instante crí­
tico universalmente preferida—sobrevivir.
No es el puro dolor lo más doloroso, es su cortejo de
sombras. Es la soledad. Es el alejamiento de las tareas,
la imposibilidad de realizar los planes. Es la depen­
dencia a que nos obliga. Es la impotencia a que nos re­
duce. ¡Tus manos inválidas! Cuando la parálisis pro­
gresó hasta el punto de inutilizarte las manos, recuer­
do muy bien que lloraste como jamás lo habías hecho.

173
Sentirse del todo impotente, sentirse por entero a mer­
ced de los demás, cuando los demás no tienen interés
en escuchar tus súplicas, en interpretar tu resistencia a
suplicar nada. Esos seres que, según dicen, están siem-
pre mirando a los ojos o consultando el rostro de uno
para adivinar los pensamientos, para anticiparse a ellos...
Querido amigo : cosas que acontecen el 31 de febrero.
¡Las manos! Me gustaría recitar contigo una letanía
de las manos. Manos para trabajar, para guiar, para
tocar el piano, para señalar a Sirio y Orion, para escri­
bir, para jugar, para acariciar, para levantar el vaso,
para apoyar la frente, para saber si la frente arde y la
fiebre es alta... Tú irías respondiendo: 31 de febrero,
31 de febrero...
¿Cruel? ¿Soy de veras cruel? Siempre me ha parecido
la peor crueldad repartir imposibles esperanzas que na­
da cuestan. No hay peor piedad que la que hace vacilar
la mano del verdugo y le obliga a dar diez tímidos tajos
cuando con uno solo, contundente y liberador, hubiese
bastado. Incluso me parece incorrecto mencionar a Dios
ante un alma que sufre y todavía no ha recibido el im­
pulso interior que le mueva a buscarlo y anhelarlo. Es
demasiado fácil cantar las excelencias del dolor cuando
uno está sano, y es una tentación sutil creerse uno
emisario del Señor para proclamar sus derechos, cier­
tos, pero todavía no evidentes, y anunciar sus consue­
los, más problemáticos de lo que una fe superficial o
una falsa caridad puede suponer. Es peligroso antici­
parse a la hora de Dios; basta para ello que el apóstol
se considere indispensable o carezca de tacto o, simple­
mente, tenga prisa por salir cuanto antes de una coyun­
tura ingrata con la inapreciable sensación de haber he­
cho el bien, de haberlo arreglado ya todo. El demonio
gana la partida, porque no sólo se pierde con una baza
menor, sino también, y sobre todo, rebasando el siete

*174
y medio. Todavía no me he curado de las preocupado*
nes que me atormentaron a raíz de aquella primera vi­
sita que te hice, después de haberte hablado prematura­
mente de Cristo y sus necesidades, cuando acaso mi deber
hubiera sido nada más regalarte las flores y los libros
y haberme interesado más a fondo en el asunto de tu
cuñada. En fin, El quiso tener compasión de tu alma y
de la mía y todo fué enderezándose, una vez perdona­
das tu irritación y mi torpeza. Hoy, por la gracia divina,
podemos hablar limpiamente de tu próxima muerte, de
tu tremenda desolación, querida por Dios, y no nos re­
sulta violento platicar sobre el dolor sin hallarle ningún
motivo inteligible—aquella hermosa resistencia de Iván,
en los Karamazov, a aceptar un orbe de prodigiosas ma­
ravillas que costara una lágrima a un niño—que no se
apoye en la fe, en la fe desnuda, en la fe obligatoria.
Podemos hablar del dolor, de esta aparente objeción
a la alegría y al progreso del mundo. Un hombre ate­
nazado por el dolor es un hombre que no produce frutos.
Y Jesús mandó valorar a los hombres como a los ár­
boles : por sus frutos. Pero hay árboles cuyo fruto es
despreciable y exiguo y, sin embargo, su utilidad es
suma. Se dan especies de pino cuya raquítica piña para
nada sirve; su resina, en cambio, constituye una rique­
za incalculable. También el destino marca a ciertos
hombres para una extraña misión, obligándolos a una
visible esterilidad y a una fecundidad misteriosa única­
mente condicionada a su pasividad : a dejarse sangrar.
Al que sufre no se le pide que actúe, sino que acepte.
En ciertos momenjtos puede el hombre doliente santifi­
carse por el mero hecho de existir : por su repulsa a una
difusa invitación íntima al suicidio.
Te sientes, ya lo sé, ya te lo he dicho, tremendamente
solo. El enfermo está solo. Se encuentra extraño al jú ­
bilo de la naturaleza, insolidario de la pujanza de esa

4 175
savia siempre en acción, enclave de la muerte en un rei­
no de vida. Sin acceso al mundo del arte; ¡ qué difícil
percibir la oculta armonía de los ritmos inmortales del
alma con las disonancias de un organismo en ruinas!
Halla frecuentemente cerrado el mundo del amor, el
amor en su verificación concreta, corporal, referencia y
apoyo inestimable para el otro amor, e incluso a menu­
do todo otro amor, raras veces suficientemente fuerte
para soportar a la larga un espectáculo penoso o para
tolerar una despedida hasta el otro lado de la vida. El
enfermo está solo. Pero ¡no, no está solo! Ya no hay
cruces solitarias. Christo confixus sum cruci (1). Lástima
que ese prefijo, ese con de tanta elocuencia en las coyun­
das latinas, no tenga traducción correcta y usual al cas­
tellano. En la cruz está uno siempre crucificado con
otro, los pies con los pies, las manos con las manos, la
boca en 1a boca : Jesús está tendido, hasta el fin de los
siglos, en todas las cruces de la tierra. Ningún enfermo,
ningún derrotado, ningún moribundo está solo. ¿Qué
importa que se sienta solo? ¿Qué importa que se sien­
ta inútil? No está solo. No es inútil. Está completando
la Pasión con su pasión personal, siempre mínima y siem­
pre indispensable. ¿Qué importa que el enfermo no ten­
ga noticia de su enorme eficacia en la economía de la
salvación? El ignorará siempre el bien inmenso, la salu­
dable humillación que ha infligido al visitante que venía
a verlo para hablarle de 1a resignación cristiana y la
alegría en el dolor...

Alegría en el dolor. ¿Es posible? ¿Es posible hablar


a.sí sin adoptar un tono de despiadada, repelente iro­
nía?

fl) Gal. 2, 19.

176
La euforia la definen los diccionarios como predispo­
sición a resistir cualquier enfermedad. La euforia, una
indiscutible especie de alegría o al menos una predis­
posición a albergar cualquier alegría. E l dolor y la ale­
gría tienen sus órbitas propias; sin embargo, inciden la
una en la otra de dos maneras : el dolor ahuyenta del
espíritu determinadas formas de alegría y el dolor puede
transformarse en una paradójica razón de alegría muy
singular, no por imprevisible menos cierta ni por in­
verosímil menos verdadera. «Me uno a ti en las alegrías
dolorosos de Nuestra Señora», me escribía hace unos
días Van der Meér, haciendo explícita la extraña coyun­
da maravillosa de sustantivo y adjetivo.
Existe un verso litúrgico que se repite durante la ado­
ración de la cruz el día de Viernes Santo : «Por el ma­
dero vino la alegría al universo.» Por la cruz, por los
tormentos, por el dolor, antesala de la resurrección. Pero
este gozo que la crucifixión de Cristo procuró al mundo
no está sólo fundado negativamente en la destrucción del
pecado, sino también en un aspecto positivo: los sufri­
mientos del Hijo de Dios no fueron tanto aniquilación
del pecado cuanto, primordialmente, obediencia al Pa­
dre, y por cumplir su voluntad murió en primer tér­
mino y para mostrar a los elegidos la excelsa calidad de
su amor infinito hacia El.
Esta es la principal razón de tu alegría en los sufri­
mientos, su primera y más hermosa posibilidad: Dios
no necesita de tu salud, sino de tu amor.

La tribulación tiene sus ventajas considerables. No lo


dudes. Basta que lo creas, aunque no lo experimentes.
El dolor de esta vida, debidamente aceptado, suprime
o abrevia el purgatorio. Purga las culpas pasadas y pu­
rifica el alma para evitar futuros pecados. Los reveses

177
AUN ES POSIBLE...— 12
de fortuna debilitan la codicia y contribuyen a despegar
al hombre de las solicitudes terrenales; las humillacio­
nes facilitan el camino de la humildad; 1a enfermedad
castiga la carne y amortigua el ardor de los miembros.
El fracaso o la enfermedad pueden ser la segunda tabla
de salvación para aquellos que no han sabido servirse
de la primera, los que han malversado su salud en los
afanes mundanos o han despreciado jlas oportunidades
que una situación feliz les brindaba para el amor acti­
vo. Pascal suplica, en su Oración para pedir a Dios el
buen uso de las enfermedades: «Puesto que la corrup­
ción de mi naturaleza es tal que convierte en perniciosos
vuestros favores, haced que vuestra gracia todopoderosa
trueque en saludables vuestros castigos».
El dolor, además, ilumina. Proporciona muchas ve­
ces el conocimiento de Dios, que a menudo se oculta al
alma en las épocas de dicha y, por el contrario, revela
su rostro—su rostro más amable, irresistible desde una
situación que no sea el amor recíproco—cuando las co­
sas del mundo han perdido todo su brillo. En el sufri­
miento también se alcanza el verdadero conocimiento de
los hombres, de su adhesión, de su fidelidad. Y el co­
nocimiento de uno mismo, de nuestra ruindad y de núes'
tras insospechadas potencias, ignoradas hasta ese mo­
mento. La Escritura dice que «el que no ha sido probado
sabe muy poco» (2). Unamuno, con evidente hipérbole,
llega a afirmar: «quien no hubiere sufrido, poco o mu­
cho, no tendría conciencia de sí».

Pero el dolor prueba también. El dolor discierne el


metal de cada corazón. A unos eleva, a otros abate. A al­
gunos salva, a otros los sume en una desesperación que

(2) E ccli. 34. 10.

178
presagia ya y prepara su actitud eterna. Opuestas reac­
ciones ante el mismo dolor: Job y su mujer, el buen
ladrón y el mal ladrón. Números pares e impares de
las camas existentes en una sala de hospital.
Por eso convendría acaso hablar con mayor cautela,
abstenerse de una desconsiderada apología de lo que en
sí es neutro, susceptible de uso bueno y malo. En la
adversidad hay también vientos adversos, insinuaciones
torcidas, presencias terribles. Hace falta una cierta des­
treza para capear el temporal y, navegando en línea que­
brada, aprovechando los vientos del demonio, llegar al
abrazo de Dios. Difícil. Por fortuna, suele El ir ya en
la barca.
Existen casos en que la aceptación del sufrimiento vie­
ne urgida por razones graves de índole moral inexcusa­
ble : cuando se plantea al hombre el dilema de sufrir o
pecar, bien sea en forma contundente y claramente ex­
presada—el fiel puesto en trance de optar entre la apos-
tasía y el martirio—;, bien de manera más solapada y len­
ta, pero no menos clara a lo largo de toda una experien­
cia ascética personal, como cuando llega uno a la per­
suasión de que sin mortificar la carne no puede alcanzar
el dominio de sus pasiones. En otras ocasiones, por el
contrario, la elección del dolor, del mayor dolor, requie­
re una madura consideración de todas las circunstancias.
No debemos olvidar que no son los sufrimientos en sí
mismos los que califican el grado de amor a Dios del pa­
ciente, sino su intención voluntaria, su mayor o menor
entrega a los designios divinos. Y esta intención y esta
entrega pueden hacerse más generosas si el alma, miti­
gados los dolores, halla un paréntesis de bienestar en que
la oración sea más fácil y la voz de Dios más percepti­
ble. Cuando el sufrimiento se atenúa, se produce una
distensión orgánica y psíquica, un clima interior más
apto para el nacimiento y desarrollo de mejores impul-

179
sos. Estos impulsos son con frecuencia entorpecidos y las
fuerzas morales debilitadas más de lo conveniente por
un sufrimiento cuya intensidad no se ha tenido la pre­
caución de calcular y humildemente contrastar con las
reservas de energía, con la capacidad de aceptación que
le queda al pobre corazón extenuado.
No creamos tanto en la capacidad santificadora del do­
lor; podría ser soberbia. Creamos más bien en la mise­
ricordia del Padre.

Tú sabes ya que eres incurable y que la muerte está


cercana. Cada vez con mayor rapidez y seguridad, sin
pausas ni retrocesos, va plantando esta dama negra
— ¡hermana Muerte, que dicen que decía San Francis­
co!—en cada uno de tus miembros maltrechos sus negros
jalones victoriosos. Te ríes de los que piadosamente in­
tentan mentirte. Te ríes de esas palabras falsas, que no
sabemos si son dictadas por la compasión o por la como­
didad, que no sabemos si merecen agradecimiento o des­
precio. Procura interpretarlas benignamente, siquiera pa­
ra no hacerte más daño a ti mismo. Y no seas tan ra­
dical, tan inflexible, tan amargo. El engaño al enfermo
es una cuestión más honda que no puede ventilarse sólo
a la luz del octavo mandamiento.
¿Es lícito engañar al enfermo acerca de su próximo fin?
¿O acaso significa amor verdadero, acaso es caridad enga­
ñarlo? Humanamente es demasiado fácil decir que sí : se
le ahorra la atroz certidumbre, que sospechamos angus­
tiosa y paralizante, de su fin inminente. Desde el punto
de vista sobrenatural, es demasiado fácil decir que no : se
impide así, al suministrarle tal certeza, la dispersión de
su espíritu en inútiles esperanzas humanas y se le facilita
la concentración de todas sus escasas fuerzas en la mejor
preparación de una hora tan decisiva. Demasiado fácil

180
decir que sí, demasiado fácil decir que no. La cosa es mu.
cho más complicada que todo eso. ¿No podría concebirse
como un síntoma esa tendencia natural, por tanto queri­
da por Dios, del enfermo a ser engañado? Pero enga­
ñado ¿hasta qué punto, hasta qué momento?
Creo que, lo mismo que cuando se trata de adoctrinar
a los adolescentes sobre materia de castidad, es un pro­
blema de formación, no de información. Se requiere ir
formando progresivamente—labor de meses o labor de
horas—ese ánimo desfallecido para que reciba con sere­
nidad la noticia, para que no 6e asuste o, al contrario,
para que acepte también tal espanto, tal negación de la
paz sensible, tal rebelión de las fuerzas inferiores incon­
troladas.
Pero, claro, es más sencillo seguir hablando de la ci­
güeña que viene, cuando nadie la ve, de París. ¿Quién
va a ser capaz de destrozar tan bella inocencia? El res­
peto a la inocencia, la piedad con el enfermo... Cobardía
se llama, muchas veces, esa figura.
Contigo nadie tuvo el cuidado de prepararte para tran­
ce tan difícil. En general, nadie considera delicado y di­
fícil más que lo que le afecta a uno mismo. No hay opo­
siciones a notarías tan fuertes como el propio examen de
reválida. No hay operación de corazón tan importante
como la extracción de una muela propia. No existe viude­
dad tan acongojante como la pequeña fricción habida
esta mañana con la propia mujer, Pero en tu caso ni si­
quiera hubo lugar a tácitas comparaciones. Eras el en­
fermo de la cama 35. Ni tenías nombre : sólo unas inicia­
les, F. L. No había nadie interesado en descifrar tales
letras. No había por qué tener miramientos en descorrer
un velo detrás del cual, a pocos metros de distancia, no
había más que un cadáver sin historia. «Amigo, esto no
tiene remedio.» Amigo..., palabra de un idioma ininte­
ligible. Tú te quedabas solo, solo, a solas con un cuerpo

181
casi listo ya para el ataúd. Ni terror siquiera en aquel
momento. Solamente algún dato estúpido sobrenadaba en
la conciencia: llevaba el doctor corbata azul, la Herma­
na hablaba ya con el enfermo de la cama 36. Después sí,
después fué subiendo desde muy abajo como una nube
negra, una solicitación al vacío que era imposible des·
atender. Y un súbito recuerdo de la infancia para ilumi­
nar la oscuridad, es decir, sólo para que la oscuridad se
hiciera visible, aterradora, concreta, personal.
Mal día aquél, malo. Más tarde han ido alternando, en
danza loca, el miedo a morir y el deseo de morir. Super­
poniéndose, fundiéndose, creando un barro viscoso, una
miseria humana que sólo la infinita ternura del Salvador
puede acoger sobre su corazón y transfigurar con su con­
tacto. Prevaleciendo, sobre todo, el miedo. Miedo, mie­
do, miedo a morir. De cuando en cuando, miedo a vivir,
a que se prolongue vida tan intolerable, y ese miedo,
por vulgar mecánica del espíritu, se transformaba en
deseo de morir.
Quisiera que no ite desalentaras. Pido con toda el alma
a Jesucristo que aceptes, que aceptes tanto dolor y so­
ledad, que sepas aceptar también esa tan menguada ca­
pacidad de aceptación de tu naturaleza rebelde. No ten­
gas miedo del miedo, no te avergüences de él, que no es
tan vil como los valientes declaran, no es tan vergonzoso
como eáos abortos de miedo estrangulado en que consis­
ten ciertas valentías demasiado aireadas.
El temor a la muerte es natural, porque la muerte re­
pugna a la naturaleza, porque la muerte significa un paso
dado hacia lo desconocido, hacia lo nada más creído. Se
da este miedo aun en las almas más santas, en aquellas
cuya agonía se parece más a la desamparada, nada glorio­
sa agonía del Hijo del Hombre. Faber, el eximio autor
ascético, considera incluso señal más segura de buen es­
píritu el temor a la muerte que el deseo de morir.

182
Frecuentemente el deso de morir no
claudicación, un deseo suicida. Otras veces,
ta un deseo pecaminoso, simplemente es un ansia de
escapar de los dolores y llegar al descanso. Tu caso se
clasifica aquí, jte lo he dicho muchas veces, y en nom­
bre de Dios te conmino a que no te tortures más investi­
gando el probable matiz de culpa que pueda latir en ese
deseo tuyo. Basta que, después de la diaria recitación de
la Aceptación de la Muerte, hagas también una cordial
aceptación de la vida. Basta que digas, una detrás de
otra, las palabras rituales.
Hay también un anhelo de morir que es santo, que las
almas muy avanzadas en las vías de la perfección lo han
llegado a sentir agudamente. Es más deseo de Dios que
de muerte. Para demostrar que es genuino y casto suele
en ciertos momentos ceder el paso al deseo de padecer
más y más por amor de El.

Y no te irrites contra esa débilísima, pero pertinaz, es­


peranza que aún te queda de curar. Es tan biológica como
los reflejos musculares. Tal vez se trate de una última
misericordia de la naturaleza.
Curarse, recobrar de nuevo la salud y el movimiento,
caminar por las calles, mentir que las manos se reaniman
y pueden sostener una revista con fotos, con muchas fo­
tos de la vida» de ciudades y caballos, y acercar a los
labios el cigarrillo. Las manos, y en las manos un billete
de ferrocarril con destino maravilloso: el mundo, ea
decir, el paraíso. E l otro, el Paraíso que trasciende toda
descripción, ;,ya estará hecho a la medida de este cora­
zón humano?
Con una gran fe aseguró Cristo que se podían trasladar
montañas. ¿Si tuvieses suficiente fe te curarías? Hay oca-

183
siones en que la fe torna superflua la curación. Aquel pa.
ralítieo a quien fueron perdonados sus pecados y des­
pués, dada la incredulidad de los que presenciaban la
escena, le fué devuelto el normal ejercicio de sus miem­
bros ya secos. Te gustaría ser objeto de un clamoroso mi­
lagro. Pero todos esos hombres que te rodean creen ya en
la fácil remisión del pecado. Por la Pascua suelen confe.
sarse todos, más o menos, no necesitan de ningún pro­
digio para corroborar una fácil fe, cómoda y grata, que
les permite pecar sin tener que quemar las naves, sa­
biendo que a cualquier hora está expedito el camino de
retorno...
Acaso sea necesaria otra apologética. Necesaria para
la conversión de ellos y para tu paz perfecta. Lo primero,
ten tú mucha fe, una gran fe. Más o menos pura, pero
grande, robusta. Tal vez con ella consigas más de lo que
te habías propuesto. El que con una gran fe pide a Dios
su curación, es probable que obtenga algo mucho más
portentoso que la más repentina y patente de las curacio­
nes : una disposición tan generosa de alma que renuncie
a cualquier posibilidad milagrosa de curación. Novísima
apologética, vieja como la historia no registrada de la
santidad en la tierra.

Ya te adelanto que, cuando vayas a morir, experimen­


tarás la sensación de que tu espíritu no está a la altura
del momento. Tendrás seguramente, por la gracia de
Dios, dolor de tus culpas, y al mismo tiempo, por la
gracia de Dios, sólo que más misteriosa, te parecerá
que ese dolor no le empapa el alma, que se queda en
la superficie como el agua sobre un terreno helado. No
te importe. A pesar de todo, sé fiel. Y te será concedida
luégo la gran alegría, la absoluta alegría de ver a Dios.

184
ccY los discípulos se alegraron cuando vieron al Se-
ñor» (3>.
Quisieras para tu agonía, y es un legítimo anhelo,
verte envuelto en todas las gracias sacramentales, especí­
ficas y tiernas que la Iglesia tiene preparadas para el
último y más difícil trance de sus hijos. Sin embargo,
acaso esto también te sea negado. Tal vez te mueras solo,
sin que nadie lo advierta, sin que nadie lo haya pre­
sentido. Desearás para tus últimos momentos un sacerdo.
te santo y ardoroso, un sacerdote creyente, y a lo mejor
llega para asistirte un sacerdote que, simplemente, tiene
prisa porque a continuación ha de dar una clase de grie­
go. Pobre hijo mío : en el fondo, ¿qué más da?

(3) lo. 20, 20.

185
X II

“Lo que hemos visto y oído os lo


anunciamos a vosotros, a fin de que
viváis también en comunión con nos­
otros. Y esta comunión nuestra es con
el Padre y con su Hijo Jesucristo. Os
escribimos esto para que sea completa
vuestra alegría?’ (I lo., 1, 3-4).

Feliz usted que va a dedicar sil vida a la teología.


Feliz porque su vida de ahora en adelante va a ser, de
una forma nueva y maravillosa, específica, no común,
como un sabroso entrenamiento para la bienaventuranza,
la cual consistirá en conocer a Dios y al que envió a este
mundo, Jesucristo.
Feliz usted. ¿No aseguraba San Agustín que única­
mente en la investigación de la verdad puede tal vez en­
contrarse la dicha? (1). Y ya sabemos cuál es la verdad :
la Verdad. Al menos después de Cristo, la pregunta de
Pilato: ¿qué es la verdad?, la pregunta que todo hom­
bre se hace algún día en la intimidad de su corazón,
debería formularse mejor a sí: ¿Quién es la verdad? E l
mismo San Agustín, de vuelta ya de sus inquietudes in­
telectuales, con el corazón y la cabeza de acuerdo, afir­
mó que sólo hay una sabiduría, y es la sabiduría de
Dios (2).
El trabajo engendra felicidad y alegría cuando e3

(1) Contra academ. 1, 2, 5 : M L 32. 908.


(2) De beata vita 4, 34: ML 32, 975.

187
verdaderamente acción personal, realización de las ín­
timas posibilidades personales y cumplimiento de la
personal vocación. Pero existe un trabajo particular,
cuyo efecto no es sólo la genérica alegría que acompaña
a todo quehacer hecho :, es la alegría singular experi­
mentada por aquel en cuya casa entra y se hospeda la
sabiduría (3). Es la recompensa del más excelente tra­
bajo, el íruto de la acción más alta, de esa contempla­
ción que a la vez constituye la negación y el corona­
miento de la acción intelectual. Santo Tomás demuestra
que la beatitud de los cielos estriba en una operación, y
cita la operación de los contemplativos aquí abajo como
la más excelsa operación y como la analogía más adecua­
da que encuentra a mano para describir la unidad y
continuidad, notas esenciales del acto beato (4).
A propósito estoy mezclando a los contemplativos y
a los teólogos. Cierto que no todos los contemplativos
saben teología académica y que muchos de los teólogos
jamás llegan a ser contemplativos en el sen.tido técnico
sancionado por esa misma teología. Pero cabe hablar
de una gustosa contemplación no mística reservada a los
que se empeñan humildemente en el conocimiento de
Dios, de la misma forma que es posible comprobar
cuánta profundidad y cuánta exactitud se da a veces en
los escritos de los contemplativos que no han frecuenta­
do las aulas de teología. Y—a lo que iba—cabría hablar
sobre todo de si no es destino en cierto modo frustrado
el de aquellos que, después de emplear muchos años en
el estudio de los divinos atributos, no han sabido incor­
porar el resultado de tales tareas a su oración personal.
Por supuesto, vida frustrada, vida terriblemente malo­
grada es la de todos los que no han dado el paso de la

(3) Sap. 8, 16.


(4) Sum. Teol. H I, 3, 2.

188
«ciencia» a la «sabiduría», ese paso que San Buenaven­
tura denomina sin ambajes santidad (5).

Si el fruto de la investigación de la verdad es la ale­


gría, no menos cierto es también que la alegría constitu­
ye en algún sentido premisa difícilmente reemplazable
para el hallazgo de la verdad. Lo mismo que acontece
con la práctica de la caridad, efecto y causa de la alegría.
La alegría predispone para lo bueno y lo verdadero. Si
hay alegría en su corazón, créame que no sólo su co­
razón será mejor, sino también su pensamiento más cía·
ro, su imaginación más ágil y su inteligencia más pe­
netrante. En la fase más auroral de la Iglesia, cuando
aún estaban a medio trazar las líneas elementales del
conocimiento sistemático de Dios y de la psicología cris­
tiana, ya el Pastor Hermas recomendaba encarecida­
mente : «Echa de ti la tristeza, porque es hermana de
la duda» (6).

Santo Tomás, tratando de las causas de la delectación,


escribe: «En la delectación hay dos cosas, a saber: la
quietud en el bien y la aprehensión de la misma. Bajo
el primer concepto, siendo más perfecto contemplar la
verdad conocida que adquirir la desconocida, la con­
templación de las cosas sabidas es, propiamente hablan­
do, más deleitable que las investigaciones de las ignora­
das; sin embargo, éstas son a veces accidentalmente
más deleitables, por cuanto es mayor el deseo de que
proceden, motivado por el conocimiento de la propia

(5) In Hexaém, Coll. 19, 3 ; o. c., vol. 5, p. 420,


(6) Mand. 10: MG. 2. 940.

189
ignorancia. Por cuya razón el hombre encuentra mayor
deleite en lo nuevo que halla o aprende» (7).
Desde que comenzaron los discursos humanos, andan
repartidas las opiniones concernientes al placer, mayor
o menor, que reporta la contemplación de las verdades o
su adquisición, su posesión o su búsqueda, la sofía
o la filosofía, la filosofía como amor de la sabiduría o
como «tarea infinita»». ¿Dónde hay más placer, dónde
se encuentra más posibilitada la alegría? Anotemos que
es considerable la fatiga originada por la búsqueda de
la verdad en estas precarias condiciones en que se des­
envuelve el pensamiento humano; añadamos también
que los hallazgos son en sí mismos demasiado problemá­
ticos y afectados ya de la viciosa concépción que de ellos
tiene el hombre, considerándolos exclusivamente como
conquista, no como don.
Nietzsche, cuando todavía era un muchacho, le escribía
a su hermana: «Si quieres el reposo del alma y la feli­
cidad, cree; si quieres ser un discípulo de la verdad,
entonces busca.» ¿Quién le había dicho a Nietzsche que
en la fe sólo cabe felicidad y reposo? ¿Por qué estable­
cía el dilema de creer o buscar? ¿No cabe búsqueda
en el alma del creyente?
Usted sabe muy bien que hay un hallazgo en su vida,
un primer principio en su cabeza acerca del cual no es
posible dudar. Prescindir de esta certeza primordial,
que a usted le fué gratuitamente ofrecida en la etapa
más inicial de su vida consciente, y ponerse a buscar
llevado de una duda que no sea metódica, sería rene­
gar de El, ya que renunciar un momento a la elección
es haber elegido ya al Adversario. Usted tiene fe, usted
posee la indiscutible felicidad de la fe. Sin embargo,
la fe no puede ser un pretexto para abstenerse de per-

(7) Sum. Tea!. M I, 32, 8.

190
seguir la razón de lo que enseña la fe, sino un motivo
más, una responsabilidad mayor para intentar con todo
coraje una sistematización de lo creído y la demostración
más contundente de la compatibilidad y hasta mutua
exigencia existente entre la fe y la razón. Porque si la fe
no es racional, no por eso deja de ser razonable. Usted
sabe también que este trabajo de profundizar intelec­
tualmente en las verdades reveladas y aceptadas repre­
senta una tarea que, utilizando el calificativo que Kant
eligió para la labor filosófica, también podría denomi­
narse «tarea infinita», con imas metas que no es dado
pisar al hombre en esta vida ni siquiera al conjunto de
los hombres durante todo el desarrollo indefinido de la
teología futura. San Agustín señaló ya la única actitud
correcta y fértil que ha de adoptar .todo teólogo: ((bus­
quemos para encontrar, encontremos para buscar más
y más» (8).
£1 mismo San Agustín, en otro pasaje, da la razón
de esta interminable dialéctica : «Está oculto para que,
antes de encontrarlo, lo busquemos; y para que lo
busquemos también una vez encontrado, es inmenso...
En aquel que lo ha encontrado produce un ensancha­
miento para que desee de nuevo llenarlo» (9).
¿Reposo en la fe? Sí, el reposo y la seguridad de
quien sabe que, a la vueljta del trabajo diario, le espera
el hogar y la ternura, pero no el reposo cómodo y estéril
del que se queda inactivo en casa sin salir nunca a tra­
bajar. Usted sabe, debe saber, que la. fe del carbonero
sólo puede salvar al carbonero.
¿Felicidad en la fe? Usted sabe, o con el tiempo sabrá
que existen agudas aflicciones características del alma
creyente, y tal vez aprenda experimentalmente aquella
hermosa y amarga definición de Newman : «Fe significa
(8) De Trin. 9, 1: M L 42, 961.
(9) Tract. 63 in lo. Evang.: M L 35, 1803.

191
ser capaz de soportar dudas.» Por otra parte, una fe «in­
forme», por intensa y documentada que sea—por eso
precisamente más—, una fe no «formada» por la cari­
dad, ¿puede hacer feliz al hombre? Y una fe unida a la
más alta caridad, ¿concederá reposo o más bien celo?
¿Engendrará otra clase de alegría que no sea la ale­
gría inestable, amenazada y transida de preocupaciones
del alma que, merced a su gran amor, descubre cada
día la pequenez de su amor? No se alarme, pues, si la
teología inquieta santamente su corazón. Por el contra­
rio, échese a temblar si, después de entender mejor a
Jesucristo, no se ve provocado a amarle más y no le des­
vela el pensamiento de que le ama infinitamente poco.

Es más propio del hombre buscar la verdad que en­


contrarla... Sí, mientras el hombre no acabe su etapa
viadora, así es. Así es si tal incesante búsqueda no se
presupone ya como una búsqueda loca e infructuosa, si
no se considera incompatible con los sucesivos hallazgos
y con un punto de partida seguro e irrefutable. Y cuando
el hombre que busca, encuentra, ¿qué deberá hacer?
¿Habrá de disimular para no dimitir de su más honda
humanidad? Porque para todo hombre, si tiene ánimo
alerta, sensibilidad v capacidad de contrición, aun para
el que ha nacido junto al altar, respirando desde siem­
pre las más puras esencias cristianas, llegará un día
el momento de encontrarse—puede que ningún encuen­
tro sea tan maravilloso como el reencuentro—con aque­
llo que, por fidelidad a su condición humana, tenaz­
mente busca. ¿Tendrá que fingir?
Amigo: con tal que su paz no sea estéril ni su alegría
resulte insultante, no se avergüence usted jamás de su
paz y su alégría.

192
Tres grados o fases, sucesivas en cierto mentido, pero
también de alguna manera mutuamente implicadas,
comprende el conocimiento de Dios: creer, entender,
saber.
Se comienza creyendo, dando el entendimiento, mo­
vido por la voluntad, su adhesión a las verdades conte­
nidas en el depósito de la revelación. Se empieza reci­
tando el credo antes de sentarse a la mesa y tomar los
libros en la mano. «Cree para que entiendas» (10). La
fe, fides quaerem intellectum, tiene una clara e incon­
tenible proyección hacia la comprensión de los dogmas
propuestos, hasta el límite designado a tal criatura y a
la criatura humana en general. La fe pretende funda­
mentarse a sí misma, en la medida de lo posible, en es­
tructuras aceptables a la mente, así como ésta, si no
es entorpecida, tiende a coronarse con unos conocimien­
tos suprarracionales : inteUectus quaerens fidem.
Entender, después. Esforzarse pacientemente en en­
tender, en disolver las objeciones que provienen de los
libros concebidos al margen de la fe de aquellas que pro­
ceden de la propia cabeza, sagazmente secundada por la
carne. Ir, poco a poco, avanzando, dando la ra'zón a la
Biblia, reconociendo lo ya conocido por la fe.
Es preciso este estudio, es necesaria esta etapa para
que el Señor nos alcance el saber del último estadio: el
sabor. Hace falta llenar las tinajas de agua para que lúe"
go El las transforme en vino. E l milagro de Cana no con­
sistió en la creación de una cierta cantidad de vino,
sino en Ja conversión en vino de un agua que existía ya
y llenaba los odres.
El sabor secreto y preciosísimo de la teología se alcan­
za cuando, colmadas ya las vasijas y cumplida la pala­
bra de Jesús, se cierne la bendición divina sobre la obra

(10) S an A g u s tín . Serm. 43, 9 : ML 38, 253.

193
AUN E S PO SIBLE...— 13
humana y se produce la compenetración del hombre con
Dios mediante la caridad, después que el corazón ha
colaborado con sus medios propios e insustituibles. San
Buenaventura invita al teólogo «al gemido de la oración
por medio de Cristo crucificado, cuya sangre nos lava
las manchas de los pecados, no sea que piense que le
basta la lección sin la unción, la especulación sin la de­
voción, la investigación sin la admiración, la circuns­
pección sin la exultación, la industria sin la piedad, la
ciencia sin la caridad, la inteligencia sin la humildad,
el estudio sin la gracia, el espejo sin la sabiduría divi­
namente inspirada» (11).
La recompensa del sabor o sabiduría exige que pre­
viamente el hombre haya estudiado : San Juan de la
Cruz, discípulo de Guevara en la Universidad de Sala­
manca, y, por lo que se refiere a San Pablo, asegura
el Doctor Seráfico : «por esto San Pablo fué profundo,
porque él mismo había aprendido la ley a los pies de
Gamalieb) (12). Pero después el hombre, a fin de obte­
ner la sabiduría por la que se afanó en los libros, ha de
renunciar misteriosamente a los conocimientos adquiri­
dos, porque, según enseñanza del mismo San Juan de
la Cruz, «todo lo que el entendimiento puede alcanzar,
antes le sirve de impedimento que de medio, si a ello se
quisiere asir» (13). Y San Pablo : «Si alguno de entre
vosotros piensa que es sabio en este mundo, venga a ser
ignorante para llegar a ser sabio» (14). >
Para un fructuoso estudio de la teología se han de
observar, según San Buenaventura, cuatro condiciones :!
orden, asiduidad, gusto y medida (15). Respecto a la

(11) Itiner. ment. in Deum. Prol. 4 ; o. c., vol. 5, p, 296,


(12) In Hexaém., Coll 19, 8 ; o. c., vol. 5, p. 421.
(13) Subida al Monte Carmelo, 2, 8, 1.
(14) I Cor. 3, 18.
(15) In Hexaém., Coll. 19, 6 ; o. c., vol. 5, p. 421.

194
medida, declara este escritor pocas páginas más adelan­
te, con la abundancia de citas deliciosas en él acostum ­
brada : «En cuarto lugar está la medida, para que no
se quiera saber sobre jas fuerzan, sino saber dentro
de los límites de la moderación. De donde dice el Sal­
mo : ¿Hallaste miel?, come lo que te basta; no sea que
ahito de ella tengas que vomitarla. No intentes más de
lo que tu talento puede subir ni permanezcas por bajo.
Así, para significar esto, como dice San Dionisio, los
Serafines volaban con las alas de en medio, para que ni
se pare el hombre más bajo de lo que puede ni suba
más alto de lo que puede; así como los que cantan so­
bre sus fuerzas, nunca hacen buena armonía» (16).
No quisiera que estas observaciones sobre la medida
que es menester respetar en el estudio de Dios le des­
alentaran en absoluto. Trabaje usted con todo ahin­
co, que semejante tarea vale la pena, y acaso las tenta­
ciones de fastidio y pereza, las especiosas razones para
abandonar la labor se le presenten con más frecuencia
que esas otras tentaciones que trata de prevenir y sofo­
car el santo. Lo que sí debe hacer es cuidar mucho de
compensar con un conveniente desarrollo del am or a
Dios su progreso en el conocimiento de Dios, con prác­
ticas de humildad sus éxitos en la cátedra, con ratos de
oración intensiva sus horas de prolongado estudio. No
olvide que, en esta materia, aprender es ser enseñado,
pensar es ser iluminado, estudiar a Dios es sobre todo
orar.
Sólo así podrá llegar a buen término. Unicamente así
logrará saber y tendrá acceso a esa última y victoriosa
fase de contacto con la verdad que no es ya el simple
conocimiento de la verdad, sino el abrazo con la verdad,
aquel amplexus veritatis (17), en el cual la alegría se da
(16) Ib. 19, 19: ib. p. 423.
(17) S an A g u s t í n . De lib. arb. 2, 13, 35: ML 32, 1260.

195
como fruto maduro y merecido. La precisa alegría que
tan inútilmente anheló Miguel de Unamuno, incapaz su
razón de hacer de la verdad consuelo, incapaz su senti­
miento de hacer del consuelo verdad, incapaz el hom­
bre—históricamente incapaz—de lograr concordia y ma­
ridar fecundamente.

Hasta que por fin, superfluos ya los espejos de este


mundo, pueda usted ver a Dios como es en Sí mismo,
una vez elevada sin tasa la potencia de sus ojos natura­
les mediante la «luz de la gloria». Quizá encuentre allí,
después de haberse esmerado en esta vida con gran hu­
mildad y pureza en el conocimiento de las cosas celes­
tiales, como una luz y dulzura ya pregustadas aquí aba­
jo, un lejano parentesco, una mínima continuidad que
tanto el entendimiento como el corazón agradecerán de
veras, pues suspiran por una confirmación de sus ha­
llazgos y también por la recuperación de una casa nati­
va, de un paisaje sobrentendido, perdidos antes de nacer.
Representa una ventaja andar metido en esas tareas,
estar trabajando con tan ricos materiales. Que el pen­
samiento, familiarizado con las cosas de Dios, vaya en­
derezándose para todos los menesteres según esos cá­
nones bien considerados, profundamente incorporados
a la conducta, a la vida, a la sangre y al sueño. Pensar
largamente en Dios. Y de objeto de pensamiento trans­
formarlo en manera de pensar, en sustancia consabida
y norma de todo pensamiento, pues El es la verdad que
confiere verdad a .todas las cosas.

Un último ruego, una súplica que me nace del alma :


por favor, no haga usted teología sonriente, sin cone­
xión con los dolores de la hora actual, no más apocalíp­

196
tica que otras, pero sí más menesterosa, más urgente­
mente necesitada de «traducciones». Traduzca ia teo­
logía abstracta—es decir, abstraída del ham bre y la sed
(le los hombres—a palabras y concepciones inteligibles
y amables, impulsoras, además, de la fe y del am or.
¿Jar forma moderna a 1a teología es demasiado poco,
sería minimizar un problema que es colosal y cada día
más acuciante. Hace falta encarnar la teología.
£1 dilema de cruz o pensamiento se supera plantando
la cruz en el mismo corazón del pensamiento, hacién­
dolo girar todo en torno a la cruz, enseñando a los hom ­
bres a convertir el dolor paralizante en dolor fecundo,
la angustia del pecado en angustia de salvación, la an­
gustia mortal en angustia estimulante, en temor espe­
ranzado, en esperanza temerosa, genuina, activa.
Interpretar los dolores humanos, darles salida, expli­
car su vinculación a lo¿ dolores del Hijo de Dios : tarea
que la teología no puede relegar al apartado ínfimo de
los corolarios. No sólo desde el punto de vista del modo,
del método, por sus conocimientos diríamos en borra­
dor, es la teología un pensamiento de víspera, sino tam-
bi<?n debe serlo por su contenido, por su referencia más
generosa a la condición humana en trance de camino.
Porque la teología, lo mismo que los sacramentos, es
«para los hombres». Siempre la teología versará sobre
Di<^s, pero que sea desde aquí, desde esta coyuntura,
con los datos que la misericordia de Dios reveló a hom ­
bres dolientes. Escribir teología habría de ser escribir
en Sábado Santo.

Feliz usted que va a consagrar su vida a la teología.


Le envidio. Un poco como se envidia a los ricos. Y le
ruego preste atención suficiente a esta comparación.
Va a dedicarse al estudio de Dios, a la más noble ta­

197
rea. ¿La más noble? No dej-e por eso de ir algún día
por Pizarrera, el suburbio cercano a esa Universidadj
Para que su teología, para que la alegría de su inves·1
tigación se haga dolor. Y para que el dolor de ellos s í
haga alegría.
I
I
XIII

“Alégrese la tierra, salten de regocijo


las islas” (Ps., 96, 1).

i Vi tu última exposición. Anduve buscándote, me di-


eron que estabas de viaje. Quería darte las gracias más

! ervorosas. Mi felicitación hubiese sido simplemente una


xpresión de sincera gratitud.
) Hace itiempo que con tus cuadros me vienes rindiendo
\m servicio inestimable : me has revelado las cosas hu­
mildes, modestas, cotidianas. «La naturaleza copia al
alrte.» Esta frase de Wílde tiene un sentido mucho más
hondo, bastante menos frívolo y desafortunado que el
'que demuestra el elogio de unas manzanas tan perfectas,
lian consumadas «que parecen pintadas». Wilde sugie-
ré algo muy distinto : existen en la realidad ciertas co-
s^s que no las percibimos hasta que no las vemos asi­
miladas por el artista. Y el oficio y beneficio de éste no
e\ precisamente reducir los vastos y tremendos espectácu­
lo^ del mundo a dimensiones tolerables, a versiones be­
nignas, no es siquiera de suyo someterlos a orden y
concierto; la tarea del artista no es domesticar la reali­
dad para hacerla inteligible, de modo parecido a lo que
hace la madre con los alimentos sólidos, demasiado
fuertes, que su hijo no puede asimilar : transformarlos
en leche, en sustancia apta para una capacidad digestiva
débil y primeriza. No, el artista tiene que transm itim os
fielmente todo el volumen de realidad, de verdad y de
belleza que puede pasar por su pensamiento y por su

199
mano. Siempre pondrá algo de sí, siempre quedarán en
su obra las preciosas o viles contaminaciones de su san­
gre, de esos filtros íntimos y personales. Después de
todo, efectivamente, no se ve con el ojo, sino a Jtravésj
del ojo. Pero no deberá por programa licuar lo sólido,!
amansar lo abrupto. Que sea simplemente él; que suI
obra sea sencillamente suya, dulce o patética. La fideli·/
dad a sí mismo es el primer mandamiento de todo artis­
ta. Que no falsee la realidad, pero que la interprete. \
Y que sus interpretaciones sirvan después para quej
los hombres descubran belleza donde antes sólo había
visto utilidad y dimensiones métricas. Un cuadro no deb
ser únicamente un objeto bello, tiene que ser ademá
algo vivo tpie se incorpore a la sensibilidad para enri
quecerla, para que esa sensibilidad vibre ante el especji
táculo real que el cuadro reprodujo o ante espectáculos
afines. Si los cuadros sólo están en los museos, de poco
sirven. Han de estar también para siempre vivos en él
alma de quien un día los vió y se sobrecogió con ellos.
E¿to es lo que tú, en gran medida difícil de pagará
has hecho conmigo. Tus temas son casi siempre humilr
dísimos. Recuerdo unas caras vulgares, un charco en |a
carretera, un despertador, un tranvía con niebla, bote­
llas, un hule a cuadros, una silla vieja entre sol y soúi-
b~a. Pero en esas cosas existía cierta palpitación o lla­
mada a una atención más afectuosa, una gracia reser­
vada pero deseosa de entregarse. En aquellos rostros,
detrás de aquellos ojos, que eran los ojos de mis alumnos,
de mi portera, del guardia de tráfico que hace su servi­
cio de nueve a una, había algo que yo hasta entonces no
me había tomado la molestia de indagar, una dulzura,
una esperanza o un cansancio infinito.
Cierto que todo artista acaba su obra con una sensa­
ción siquiera mínima de fracaso, que puede coexistir
con la certeza del éxito más radiante. Siempre hay un

200
toque que falta o que sobra, una página oscura o tedio-
sa, una huella de aquel momento de vanidad o de fa­
tiga. Siempre la creación humana es inferior al ¿ueño
que la proyectó. Por eso puede decirse que el arte es
igual a la naturaleza—la naturaleza que vemos o idea­
mos—menos x. Desventurada ecuación en la que x re­
presenta. la insuficiencia de nuestra facultad de expre­
sión. Pero esa inevitable insatisfacción, ese residuo in­
finitesimal que se da en el 99 período de la obra más
genial y admirable, ese sentimiento que desazona ínti­
mamente al autor estimulándole a superarse en nuevos
planes, no pertenece a la obra en sí y no impide sus
efectos redentores.
Porque de verdadera redención se podría hablar. La
misión del arte no es tan sólo corroborar la tradicional
belleza que ciertos seres poseen por plebiscito univer­
sal, sino también rescatar y poner de relieve la herm o­
sura oculta de otras muchas realidades postergadas. Fren,
te a las pulidas marinas, brillantes, majestuosas, que
disuelven nuestro ánimo en una estéril ensoñación- yo
prefiero ese cuadro con una carretera llovida, la carre­
tera por la que desde ahora camino con un temple dis­
tinto, con una sutil alegría insospechada.
Gracias: no sólo me has revelado las cosas, mis pobres
cosas, las cosas de mi coniomo, sino que me has recon­
ciliado con ellas.

Lo sé, después del pecado éste es un mundo caído.


Hay lina tristeza del agua y del hierro. Sunt lacrimae
reruni canta el verso inmortal de Virgilio que nos indujo
a buscar en las cosas una complicidad para las penas de
nuestra adolescencia ilustrada. San Pablo dió con la clave
de una cosmología afligida que data del desorden in­
troducido en el universo por el pecado. Desorden moral

201
provocando un desorden físico. Todaa las cosas, que fue­
ron criadas para el hombre, le acompañaron en su des­
censo. «Sabemos que la creación entera hasta ahora
gime)) (1).
Pero gime con dolores de parto. Es un sufrimiento im­
buido de esperanza. Esta tierra está proyectada hacia
lo que Isaías llama «la tierra nueva» (2), el universo
purificado que será entregado al Padre y que éste res­
petará por amor al hombre, por las relaciones de se­
mejanza que el mundo terrenal guarda con la natura­
leza humana.
Mundo éste caído y manchado. Sin embargo, aun
ahora es preciso advertir que no se halla en la misérri­
ma situación en que lo dejó postrado la prevaricación
del primer Adán. Vino, a su hora, el segundo Adán y,
si no restituyó a las cosas su pureza primitiva, depositó
en ellas la simiente de un futuro esplendoroso, noví­
simo, y las dignificó sobre toda medida, asociándolas
a la gran mística sacramental.
Por eso los Salmos repiten una y mil veces la invita­
ción a la alegría, para que se alegre la tierra, la mar,
los montes, las islas. ¡Ah, qué gran tarea incumbe al
artista! El artista no debe escamotear ningún testimo­
nio de dolor que provenga del mundo en torno, no pue­
de crear un orbe ficticio que no guarde las.proporciones
y el sabor de este pobre corazón nuestro. Pero jtampoco
tiene derecho a desoír las ocultas voces de júbilo que
laten en los seres. Tentación de lo trágico absoluto, de
la desesperanza sin remedio, a la que sucumben tantos
artistas. Tentación opuesta a la que acecha al teólogo,
proclive casi siempre a las cómodas abstracciones asép­
ticas. Tierra nuestra humillada, pero ya gloriosa, glori­
ficada por el contacto del Verbo al encarnarse. ¿Cómo
(í) R om . 8, 22.
(2) Is. 65, 17.

202
puede ser maldita una tierra sobre la que se tendió el
Hijo de Dios? Tierra con vocación de eternidad, con in­
cesantes consignas de alegría, escenario futuro de un
amor inacabable y perfecto. Tierra sembrada, grávida.
Toda la tierra es tierra de promisión. Misión excepcio­
nal del artista : anunciar el misterio del gran parto que
se avecina.
No puedo olvidar aquellos versos de Valéry al sol:

Tú impides a los hombres que conozcan


que el universo no es más que un defecto
en la pureza del fio-ser.

No puedo dejar de contrastarlos con el Himno al H er­


mano Sol del hombre que, suspirando como nadie por
el cielo, guardó mayor fidelidad a la tierra. El sol es
bueno y jocundo, y merece alabanza. Triste viene de
tétrico, oscuro, negro. El mundo es bueno. El mundo
vale. Los prados, el río, la madera. Quedarse quieto m i­
rando el monte. Ver cómo el viento menea las ramas.
Tocar, tocar el suelo, acostarse sobre la tierra. No pue­
de ser bueno permanecer largo tiempo sin contacto con
la tierra.

Sí, cierto, te escribo desde el Baztán, este valle suave


y gratísimo donde tú y yo hemos pasado días inolvida­
bles y que constituye como una reliquia más que a r­
queológica del paraíso perdido. Un valle que limita al
Norte y al Sur, al Este y al Oeste, con el mundo más
ordenado y limpio. Desde mi cuarto veo el Abartán, bajo
un cielo propicio y recién lavado, y la torre de G arzáin,
donde juegan al trapecio los innumerables ángeles que
integran la escolta de María Joshepa, la ciega m aravilla­
da y maravillosa de Elraamendía. Oigo las aguas de lo

203
que pocos kilómetros más abajo se llamará el Bidasoa,
un río que canta siempre para que las gentes canten
casi siempre y que lleva hasta la mar mil historias de
amor y frontera. El aire trae los olores penetrantes del
monte, de ios helechos, de la hierba que segaron ayer.
Todo es verde, indefectiblemente verde. Dieciocho tonos
de verde. Josecho señala en el mapa la ruta distinta de
cada jornada hacia términos de gran ventura, placidez
y cortesía. Treinta v dos sucursales de la gloria en las
treinta y dos puntas de la rosa. Aquí y allí hay una
Virgen del Rosario, con ojos de cristal, que pro'tege las
almas de los pelotaris, curas y contrabandistas y el alma
inmensa v temerosa de ese muchacho que embarca en
Pasajes hacia su incierta, personal América para vol­
ver al fin a la casa natal, a la tierra de sus muertos.
En Garrausenea se come el mejor queso del país y la
fachada de Echebeltzea aparece en cuché en las geo­
grafías de alto copete. El agua de Apexturri cura el
reuma, la nostalgia y los dolores pertinaces de cabeza.
Fray Vicente ocupa medio mapa y es como esas ilus­
traciones fantásticas de las viejas cartografías para ex­
presar la bonanza y la ciencia que todo lo abarca. El
sol se pone despacio, como con pena.
Ya sé, no todo monte es igual que el Abartán ni todo
el Abartán es tampoco orégano. Hay cielos inclementes,
hay tierras calcinadas. Sin embargo, una cosa es cierta :
por todos los rincones y provincias del mundo ha pa­
sado Dios y ha tenido que dejar alguna huella, por
minúscula que sea. Descubrirla, revelar el aspecto bue­
no y hermoso que en todo paraje debe existir, es tarea
del artista, análoga a la que nos conduce a sorprender
la veta de pureza o magnanimidad, el vestigio de una
infancia remota, en el hombre más ruin y perverso.
Es verdad que en literatura cristiana hay abundan­
tes páginas que execran con la mej.or intención esta

20 i
tierra de destierro. También el cuerpo hum ano ha so­
portado dicterios sin cuento. Mucho antes de que San
Francisco redactara el Himno al Sol ya había compues­
to San Antonio el Grande su Reproche al Sol. P ero no
existe contradición alguna. No se trata tampoco de
páginas que son distintas porque fueron tan diversos
los paisajes que las inspiraron. Se trata de dos m enta­
lidades diferentes, de dos temperamentos bien opuestos
y que, no obstante, conviven y se compenetran dentro
de la amplia Iglesia Católica, católica por más de una
razón.
Todo estriba en qué costado se carga el acento. P or­
que las cosas son, a la vez, espejo y velo de Dios. Pue­
den llevar hasita El, pueden interceptar la marcha del
alma hacia El. No podemos abstenemos de señalar que
la belleza—incluida la más sacra belleza : la belleza in­
mensa, por ejemplo, de la liturgia—es un arma de do­
ble filo, es una criatura que debe someterse también
al tanto cuanto.
El mismo sentido de la vista, conducto por el que
llega al alma casi todo el arte, a unos sirve para reve­
larles las pistas que conducen a Dios, mientras para
otros ha sido pretexto de descarrío y fuente de prevari­
cación, ya que no han sabido arrancar su ojo cuando
les escandalizaba. En la ceguera han encontrado algu­
nos el impedimento que les ha vedado toda fecundidad
interior; otros, en cambio, se han valido de ella para
una profunditzación incalculable, ahorrada casi la fase
purgativa de la renuncia, impuesta por Dios violenta­
mente la máxima oportunidad de diálogo y unión.
¿Qué es preferible? A nosotros no nos es dado p re­
ferir. La elección está hecha por Aquel que conoce
nuestra mayor y menor conveniencia y dispone am oro­
samente de todas las gracias. Esas gracias no podemos
los hombres elegirlas; debemos secundarlas. E l sentido

205
de la vista, el sentido del oído, el sentido del arte.
Y nosotros, los que gozamos del normal funcionamiento
de todas las facultades, tenemos que agradecérselo al Se­
ñor, agradeciéndole también fervientemente que nos
haya facilitado este agradecimiento al concedernos do­
nes en los cuales la misericordia divina reluce de modo
más directo que en la negación de esos mismos dones.
Nosotros, los que vemos, los que vemos las cosas, para
cumplir el deber de agradecimiento que nos incumbe,
hemos de esforzarnos en ver a Dios en las cosas, en per­
cibir su huella, en cantar su obra. Y si es cierto que
en el infierno los réprobos serán particularmente ator­
mentados en los sentidos y potencias de los cuales en
mayor grado se sirvieron para pecar, resulta lícito de­
ducir que, en premio al empeño puesto en ver a Dios
en las cosas, nos será otorgado el mayor deleite de ver
las cosas en Dios.
Reconozcan los ciegos la voz divina en las oscuridades
insondables de su corazón. A nosotros nos corresponde,
sin renunciar a perfeccionarnos cada día en el ejercicio
del silencio y la soledad, percibir y amplificar esa voz,
esa revelación primera que vibra en la naturaleza y
que, al hacerse incapaces los hombres de percibirla, se
vió el Señor obligado a completarla mediante su segunda
Revelación, la revelación bíblica.

En cada cosa, en cada menudo ser palpita Dios, por­


que todo cuanto existe imita a Dios. Una hierba, una
brizna de hierba refleja un aspecto de la realidad y
bondad divinas. Esa hierba es santa. Su constitución ín­
tima, irrenunciable, es la santidad, ya que ésta no con­
siste más que en la imitación relativa de Dios.
El hombre imita también a su Creador, aunque de
manera diferente y más insigne. Pero así como la hier-

206
ba no tiene otra posibilidad intrínseca que la santidad,
el hombre, dotado de libertad, puede frustrar su des­
tino y hacer añicos el espejo de Dios que lleva entre
manos. Su naturaleza no le coacciona a la santidad.
Tiene, pues, que poner de su parte algo que en cierto
modo está por encima de su propia naturaleza. El hom ­
bre, si sólo es hombre, no es santo. El hombre, «i sólo
es hombre, no es siquiera hombre, pues es un hom bre
malogrado.
¿Recuerdas aquella venerable definición de Bacon que
se nos daba en clase de estética? Ars est homo additús
naturae. No sé si le juego una mala partida al célebre
experimentador inglés si traslado su principio al cam­
po de la santidad y defino el arte de la perfección moral
como la adición de naturaleza y hombre, humanidad
natural básica y aportación libre de eso que a la vez
rebasa y remata dicha humanidad.
El arte : hazte a ti mismo. Porque hombre no se nace,
se hace. ¿No es acaso la ética un ramo de la estética
universal, un ejercicio concreto postulado por la ar­
monía del universo?

Conforme íbamos avanzando en la historia de las teo­


rías estéticas, la problemática sustituía a las form ula­
ciones claras y tranquilas. Conforme íbamos creciendo
—en edad, sabiduría y dolor—nos compenetrábamos me­
jor con la creciente angustia que impregnaba las mo­
dernas teorías, más vitales que exactas, más próximas
al poema que al teorema, más accesibles al corazón que
a la cabeza. También más personales que generales,
más cerca de la biografía que de la biología. Tú y yo,
siempre con el lápiz en la mano, preferíamos lo difí­
cil, aunque fuese trunco, amábamos más el viento que

207
el octaedro. Eran los tiempos en que nos aprendíamos
de memoria la Prim era Elegía de D uino:

Pues de lo terrible ,
lo bello no es más que ese grado
que aún soportamos. Y si lo admiramos
es porque en su calma desdeña destruirnos.

Rilke nos acompañaba día y noche. Vivíamos en sa­


broso peligro. Amar las cosas era solidarizarnos con su
suerte. Amarás el riesgo sobre todas las cosas y a las
cosas como a ti mismo. Había más bosque que jardín,
más movimiento que extática, y la geología era, desde
luego, geodinámica. A la puerta de nuestro estudio
—aquel entrañable palomar atiborrado cuya nostalgia
después siempre me ha gobernado más o menos a la
hora de tener que disponer mi cuarto, mi despacho, mi
casa—colgamos un gran letrero : «No entre quien sepa
demasiada geometría». Nos interesaba todo y, sobre to­
do, la decepción consiguiente del que se interesa por
todo. Nos habían asegurado que la definición de lo
bello es fácil: es lo que desespera. Era sencillo enton­
ces desesperarse, cuando nuestra desesperación no tenía
motivos, sino pretextos.
Dios no nos dejó de su mano. Nos libró por medio de
Goethe, por su libro sobre los colores, por su rigor y
su sosiego. Escribir un capítulo de física entre dos ca­
pítulos del Werther era dar al mundo una lección so­
berana. Aprendimos a amar el orden, los números, la
Academia. A fin de que después, después de la tesis y
la antítesis, llegara la síntesis.

Después de la alegría y el dolor, la otra alegría, recu­


peración y a la vez superación de la alegría primera.

208
Tras los misterios gozosos y dolorosos, los gloriosos.
Yo me despegué de aquellos afanes, pero sé muy bien
que tú fundiste admirablemente arte y vida, fusión que
se denomina, honrosamente, fidelidad. Todavía eres
muy joven—Ja prueba es que aún no has sacudido la
juvenil intemperancia de creerte ya muy mayor—y tu
síntesis, tu convicción de que la ventaja está de parte
del amor y la alegría, se verá amenazada de nuevas,
renovadas antítesis. Porque toda síntesis en esta vida,
en este vaivén de la vida, es poco más que una tesis,
una tesis algo más madura, pero todavía vulnerable a
la antítesis. Sólo al final coronamos estas sucesivas al­
ternancias con una fe humilde : con un escepticismo tan
total y saludable que mire escépticamente el mismo es­
cepticismo y desemboque en el vacío colmado, en el
reposo en Dios.
En la raíz de todo arte hay indiscutiblemente un ele­
mento doloroso. Todo canto es el canto de una priva­
ción, todo arte es el testimonio de un paraíso perdido
y fugazmente entrevisto en las pálidas intuiciones del
arte. Una naturaleza sensible al arte significa una na­
turaleza más consciente de su destierro en lo imperfecto,
en lo bruto y manchado.
La idea del dolor y el holocausto empapa los orí­
genes del arte, de forma que los instrumentos que acom­
pañaban los primitivos cantos religiosos debían estar
hechos con despojos de animales sacrificados. Con hue­
sos se fabricaban flautas; con cuernos, trom petas; con
intestinos, cuerdas; con la piel, tambores. San Agustín
recoge esta antigua idea cuando osa comparar el cuerpo
de Jesucristo con un tambor de sacrificio: se extiende,
se pone tenso sobre la cruz para convertirse en un tam ­
bor doloroso donde resuene la dulce música de la gra­
cia (3).
(3) Serm. 363, 4: ML 39, 1638.

209
AUN ES POSIBLE...— 14
Pero si el origen del arte pertenece a los dominios del
dolor, su fin es la alegría. En la introducción a La Novia
de Mesina, cuando dicta sus normas sobre el uso del
coro en la tragedia, Schiller declara que «todo arte, por
serlo, está consagrado a la alegría». Porque el arte no
es sólo la elegía del paraíso perdido, sino también la
oda de un paraíso venidero. La belleza de aquí abajo
no es únicamente huella fugitiva del paso de Dios por
estos sotos, que «con sola su figura, vestidos los dejó
de su hermosura»; es además la prueba de un futuro,
enorme espectáculo—uno de los nombres de Dios es
Belleza—para satisfacción de un anhelo del hombre que
no puede quedar frustrado. La belleza, tal vez más que
residuo de un ingente expolio, resulte ser esbozo de un
don que sobrepasará toda ambición. El mundo es un
proyecto de mundo.
Un paraíso perdido, un paraíso futuro... ¿Y entre
tanto? ¿No existe un paraíso ya recobrado, o un paraíso
ya anticipado? En cierta manera, ¿no consistirá la pér­
dida del paraíso en una pérdida de la facultad de re­
conocerlo? La nube que ocultó a los apóstoles la visión
de Jesús cuando ascendía al Padre, ¿fué una nube real
o fué el llanto en los ojos? El arte ciertamente no pue­
de ser la tarea propia del séptimo día : contemplar las
cosas y ver que son buenas. Aquel séptimo día duró muy
poco; los paleontólogos no lo saben, pero todos los hom­
bres, aun los paleontólogos, lo experimentan. Sin em­
bargo, en este octavo día que vivimos, en este día que
comenzó con el pecado, ¿no es posible ya comprobar y
certificar la bondad de las cosas? Sí, sí. Porque el na­
cimiento y muerte de Nuestro Señor Jesucristo corres­
ponde también a este octavo día.
Contra ascesis frigia, ascesis paulina. Contra tristeza,,
alegría. Contra maniqueísmo, arte.

210
Si haces arte, harás apologética, aun sin q uerer. Con
tal de que tu arte sea bueno, sea verdadero.
Si haces arte, en tu mano tienes además una bellísim a
posibilidad de santificación.
Prudencio, Aurelio Prudencio, fue, como sabes, un
eximio poeta del siglo iv. Desde H oracio hasta D ante
llena casi él solo una serie de siglos de escaso relieve
para las historia* de la poesía occidental. Pues bien,
Prudencio rezaba así a Dios : «Un hom bre piadoso te
presenta el ofertorio de los bienes de su conciencia, otro
acaudalado distribuye sus riquezas entre los pobres;
mas yo, sin hacienda y sin santidad, te ofrezco ligeros
yámbicos y troqueos redondos.» Y luego se retiraba con
gran consuelo a su celda y se ponía a versificar. Como
glosa a sus encendidas estrofas, escribía unos breves a r ­
gumentos en los que probaba que la poesía serve para
la santificación personal, para la salvación de los de­
más y para la puntual alabanza del Señor. Se pasó la
vida obsequiando a Dios con la más ardiente y depurada
poesía. No se atrevía él a llam arla obseqiüum y la deno­
m inaba, en emocionante dim inutivo, que aún hoy nos
deja transida de ternura el alm a, obsequella...

No quiero term inar, a la vez que te reitero mi grati­


tud por la últim a exposición, sin recom endarte más y
más que sigas pintando y ennobleciendo este hum ilde
mundo de nuestro contorno. Y sin exhortarte con redo­
blada energía a que ames cada día más este m undo.
Poco antes de m orir Santa Teresa de Lissieux, un gru­
po de monjas hablaba del cielo en la .terraza del con­
vento. Teresa se quedó absorta m irando el firm am ento
estrellado, limpísim o. Alguien le d i j o : « ¡ Con cuánto
amor m iráis al cielo!», y ella entonces sonrió. P ero
más tarde confesó a su herm ana P a u lin a : « ¡A h !, ella

211
creía que yo miraba al firmamento pensando en el ver­
dadero cielo; pero n o : yo miraba simplemente este
cielo material, ya que el otro está cada vez más cerrado
para mí.»
Acaso, andando el tiempo, pienses que para ti tam­
bién el otro cielo está cada vez más cerrado e impene­
trable, cada día más inaccesible. Bien; trata de admirad
con ánimo generoso este cielo de estrellas y lo que este
cielo cobija, esta tierra nuestra. Aguanta. Espera.
Y mientras tanto, pinta.
XIV

“Alegres por la esperanza?’ (Rom.,


12, 12).

Cadena perpetua, por fin, después de tantos días de


ansiedad. Cuando me escribiste p ara darm e la noticia
del fallo me quedé helado. Siempre espera uno en es­
tos casos que el abogado defensor tenga una actuación
prodigiosa, que el régimen político vigente se desplome
la víspera del juicio o que sea lo que Dios quiera, con­
tando con que quiere lo que nosotros querem os. Siem pre
espera uno.
Tú, dices, ya no esperas nada. Con un género de
desesperación tranquila, fría, como fabricada despacio
a mano. La peor desesperación. Porque es serena, p a ­
rece no sospechosa; porque es racional, parece incon­
movible. Una sabia aleación de am or propio y desprecio
de sí mismo, todo moderado, destilando algunas gotas de
satisfacción, de alegría sosegada y corrom pida. Nada
de odios violentos, nada de odiarse a sí mismo, nada
frenético. Esa otra bárbara, aguda desesperación, mez­
cla de grandes cantidades, cruce del am or desarreglado,
el odio de terribles intermitencias y una alegría salvaje,
esa desesperación que tú fustigas como indecorosa, está
mucho más cerca de la esperanza de lo que se cree, m u­
cho más cerca de la salvación. Pero esta desesperanza
tuya...
¿De verdad que no esperas nada? Te creo, aunque me
cuesta esfuerzo, cuando me dices que no esperas indul-

213
tos ni atenuaciones. Pero la naturaleza es indulgente en
el fondo: desesperar totalmente es tan difícil como es­
perar sin flaqueza durante toda una vida. Siquiera, si­
quiera esperas sufrir menos no esperando nada. A esa
esperanza residual, invencible y paradójica, que acaba
burlándose de tus proyectos meticulosos de desespera­
ción, quiero atenerme y fundar en ella mi mínima e in­
mensa esperanza de salvarte. Tu carta quiere ser una
definitiva expresión de victoria sobre mis pobres, te­
naces planes de regeneración. Pero hay demasiada so­
berbia en ella. Y bastante dignidad todavía en tu alma
para que aceptes este reproche mío sin contestar, sin
tratar de probarme aún que no has cedido a la tentación
de la soberbia, tan grosera como cualquier otra tenta­
ción. Mientras sigamos hablando seguiré esperando. Y
aunque te encierres en un hosco silencio, y aunque me
niegues el acceso a tu celda, seguiré esperando : Dios
está por encima de los dos y acaso quiera felizmente hu­
millarme con un inesperado triunfo suyo conseguido al
margen de mis gestiones, a mí que tal vez he puesto
excesivo amor propio en este asunto.
Me dices que preferías la pena capital, porque ello
hubiese sido el reconocimiento de la magnitud de tu
crimen, perpetrado en plena lucidez, en pleno odio lú-
r-iflo; que ello hubiese sido el mejor elogio de tu mal­
dad. Te molestan esos subterfugios del derecho penal,
te han molestado las maniobras de los amigos porque
las atribuyes a compasión. ¡Sé muy bien lo que cuesta
aceptar la compasión sin rebelarse! Pero ¿no es sober­
bia todo eso? Y soberbia bien humillante : tanto inte­
rés en probar valor, ¿no revela un enorme, subterráneo
miedo? Tienes miedo a m orir: por eso te mofas de la
muerte cuando la muerte ya está alejada todo lo posi­
ble, evitadas mediante una condena perpetua las opor­
tunidades de un nuevo crimen que jjte acarrease alguna

214
vez la ejecución. Tienes miedo de s u f r ir : p o r eso des­
esperas, porque la esperanza te parece un constante m a r­
tirio insoportable. Tienes miedo de d esesp erar: p o r eso
me escribes, aunque te empeñes en persuadirte de Jo
contrario, aunque tal vez hayas llegado ya a creer lo con­
trario. Tienes miedo a la pureza, que acabaría a rra n ­
cándote esos fondos podridos de tu alm a tan com plicada :
por eso te has negado siem pre a rezar el avem aria dia­
ria pidiendo a Nuestra Señora la santa sim plicidad.
Tienes miedo, miedo. Miedo a reconocer tu miedo, a
darle beligerancia, a quedarte a solas con ese miedo.
¡Bendito miedo que, si Dios quisiera, si tu Angel te
atormentase cada noche un poco más con la nostalgia
de una lejana infancia feliz, podría obrar milagros!
Tienes miedo a la terrible perspectiva de una vida
encarcelada para siempre. La atroz miseria de la p ri­
sión. La aspereza de los trabajos que no corona la d u l­
zura de volver al hogar. La desnudez de la celda, las
paredes manchadas con palotes, semanas ya transcurri­
das, y con los signos de una suntuosa lu ju ria imposible.
El aislam iento, las muchas horas con el pensam iento en
blanco, aptas para que germinen las ideas más incómo­
das y lacerantes. E l aislam iento o las compañías n au ­
seabundas, los miserables sobornos p ara conseguir un
cigarrillo o una postal de burdel. El frío, los días de
lluvia. La risa de las muchachas, que a veces una ráfaga
de viento arrastra hasta el interior de la celda. La vida
pasada, su recuerdo im placable, el recuerdo de aquella
distracción fatídica que ocasionó tu detención y todo el
desastre consiguiente. El vicio triste, metódico...
¡ Pero n o ! Si ésa ha sido .tu vida en la cárcel otras
veces, tu vida de ahora puede ser distinta, tiene que ser
muy diferente. ¿Tú sabes que puedes hacerte santo en
la cárcel lo mismo que una religiosa en el coro, casi
tan fácil como un niño en sus juegos, acaso más fácil

215
que un juez en la sala de la Audiencia? Sé que eso no
te interesa nada, pero al menos, siquiera, ¿crees que eso
es posible?

Aseguras que te hizo hervir la sangre el hecho de que


dictarán contra ti sentencia desde un tribunal presidido
por un crucifijo, por Aquel que había dicho a la peca­
dora : «Yo tampoco te condeno.» Mucho temo—perdó­
name—que esto haya sido nada más una idea culta con
que hacer más patética y amarga una carta que me re*
sulta demasiado elaborada. (¡Qué difícil, Señor, es es­
cribir con sencillez, sin buscarse uno a sí mismo! Bas­
tante más difícil que escribir con verdad, que ya es
difícil. Seguramente que, cuando llegue la hora final de
purificar la tierra, los ángeles tendrán que atizar el fue-
so en los lugares donde los hombres han redactado sus
obras con tanta energía como en los prostíbulos o en
las trincheras.) Mucho temo que entonces sólo experi­
mentases odio o pavor, o tal vez nada— ¡pobre mecanis­
mo psicológico, de resistencia tan limitada!—, sólo sen­
sación de mucho calor, de que el cuello de la camisa
estaba demasiado ajustado. En fin, perdóname.
Sí, Cristo había impedido aquella tarde la reproba­
ción pública de la adúltera. El mismo la perdonó. Esta
vez no han ocurrido las cosas así. Sin embargo, Cristo
no ha cambiado de actitud. El te perdona, no te con­
dena, aunque quiere que I03 hombres te condenen.
¿Por qué?
Acéptame, por favor, esta contestación: por tu bien.
Acéptala, aunque no la entiendas, aunque te suene ex­
cesivamente a esos mediocres recursos de consuelo que
los seminaristas aprenden en clase de pastoral, a muchos
kilómetros del mundo. Lo sé, sólo un santo puede hablar
de Dios sin irritar nunca. Dios me juzgará un día sobre

216
la escasa fuerza persuasiva de mis palabras. Temo m u­
cho, temo mucho el día del juicio. Pero te ruego que
aceptes mi respuesta siquiera tácticam ente, po r sí a l­
guna vez, cuando menos lo pienses, se te revela su d u l­
ce, esplendorosa verdad.
Dios perm ite, por tu bien, que la sociedad te condene.
Es m á s: aunque sean los hom bres los que directam ente
decreten contra ti la sanción, todo, absolutam ente todo
procede de El, Padre de toda tribulación lo mismo que
de todai/consolación. Dios es e n últim o térm ino el cau­
sante de cualquier to rtu ra, el que inspira todo castigo,
puesto que de El depende el ser y obrar de todas sus
criaturas, a las cuales utiliza como le place. E l perm ite
la tentación y la injusticia, quiere los beneficios que de
ahí se siguen para las almas tentadas u oprim idas. Quie­
re la justicia y los castigos justos, quiere el bien y la
regeneración de los injustos m ediante la aplicación de
la justicia. Perm ite la tristeza, pero quiere los suplem en­
tos de m érito, la superior calidad que la alegría alcanza
cuando vence a la tristeza.
Sí, Dios es el que sanciona. P orque, a pesar de todo,
aún nos am a. Por eso utiliza castigos saludables. ¿No
sería el peor castigo para un ciego quitarle los obstáculos
cuando camina hacia el abismo? Porque am a, castiga
amorosamente. San Pablo form ula una estremecedora
demostración de nuestra filiación divina basándose en el
castigo: «Porque el Señor, a quien am a, le reprende y
azota a todo el que recibe por hijo. Soportad la correc­
ción. Dios se porta con vosotros como con hijos. Pues
¿qué hijo hay a quien su padre no corrija? Pero, si no
os alcanzase la corrección, argum ento sería de que erais
bastardos y no legítimos» (1).

(1) Hebr. 12, 6-8.

217
Toda pena en esta vida es pena medicinal. Pero ¿qué
utilidad tiene una pena que dura toda la vida? ¿Para
qué sirve una pena que, cuando puede llegar a curar,
el paciente ya ha muerto?
Toda pena en esta vida es pena que tiende a la correc­
ción y salvación del delincuente. En esta vida. Para sal­
vación del pecador en la otra vida, para que el pecador,
que sucumbe a la muerte primera, no perezca en la
muerte segunda, en la cual ya no cabe rectificación nin­
guna, la pena queda reducida exclusivamente a su trági­
co aspecto vindicativo y el réprobo glorifica a Dios con­
tra su propia voluntad. El carácter definitivo de tu
condena no puede impedirte que la consideres provisio­
nal : sólo mientras dura esta vida. El haber desespe­
rado ya de toda ayuda humana no puede inducirte a
desesperar de la misericordia divina. Acaso, por el con­
trario, sea menester desesperar antes de todo lo que no
es Dios a fin de poder esperar con total pureza en Dios.
Esperar contra toda esperanza. Esperar incluso cuando
la naturaleza, artificiosamente amordazada, no demues­
tra ya ninguna capacidad de esperanza.
Acéptame, te lo ruego, siquiera metódicamente, con
todas las reservas que tu desastrosa situación actual de
alma te impone, al menos como se aceptan las tiernas,
tímidas orientaciones de un ciego cuando todos los demás
se niegan a darlas, acéptame esta explicación, para ava­
lar la cual no dispongo de otras razones válidas para ti
que no sean mi propia experiencia dolorosa, aliviada
por tal fe, y la extraña e intensa amistad que desde hace
algunos años no3 liga.
Estamos sumergidos en el misterio. Afirmarlo, creerlo,
es abrir un horizonte a la esperanza. La desesperación
concienzuda, que tú te ufanas de haber alcanzado, pro­
viene de reducir el misterio a problema, de degradar
lo insondable al plano de lo insoluble, de suprimir la

218
tercera dimensión liberadora. Porque nos envuelve y
empapa el misterio, desconocemos la misteriosa respon­
sabilidad de los que se em peñan en negarlo o prosti­
tuirlo; ignoramos tam bién hasta qué misteriosos lím ites
respeta Dios la libertad hum ana cuando su divina piedad
se vuelca, cuando aniquila toda resistencia de la criatura
con un raudal de gracias irresistibles. Muchas veces he
pensado si no serán los mayores dolores, los castigos
más terribles la versión norm al y frecuente, la versión
disimulada para evitar el desconcierto de los tratadistas,
de aquel compelle intrare , aquella misteriosa violencia de
que tuvo que usar el seriado sobre los desconocidos
de la villa para que la" mesa de su señor contase con el
número completo <íe comensales. ¿Qué es preferible :
recibir una corsés invitación del señor para la cena o
sufrir la violencia de un siervo que por la fuerza obliga
a penetrar en la sala del festín? No lo sabemos. Tan
sólo sabemos una cosa : que es m ejor entrar por coacción
que enviar una cédula excusándonos de asistir.
Cadena perpetua. El criado, ciertam ente, ha utilizado
unos modales sobre m anera violentos, inusitados. Pero
tal vez incluso antes de llegar a la puerta de la sala
—¿qué más da que haya muchos metros de pasillo, que
te queden aún cuarenta años de am argura?, ¿qué má*
da que yo m uera antes de que me lo puedas contar?—
oigas ya en el alm a la inefable música que anuncia la
cena.

Años y años sufriendo. P ero un año más de dolor es


un año menos de dolor. La fugacidad de la vida consue­
la tanto como desconsuela. N uestro sufrim iento de m a­
ñana ya no será este sufrim iento de hoy. Decía León
Bloy que el sufrir pasa, el haber sufrido no pasa jam ás.
El sufrir pasa, es m ensurable, se pueden trazar rayas

219
en la pared de la celda que sean como jalones de suce­
sivas victorias sobre el tiempo, sobre el dolor .temporal.
Hay un adjetivo del dolor más esencial que el de inten­
so o leve, llevadero o insoportable: dolor pasajero.
Pasa el dolor, no pasa el haberlo padecido. No pasa el
mérito contraído mientras se padecía ni la madurez que
granjea todo dolor vivido decorosamente. No pasa tam­
poco, sino que crece el alivio de comprobar la transito-
riedad del dolor, sentimiento de ordinario mucho más
fuerte que la congoja de advertir que grandes épocas de
posible alegría han sido malversadas en el sufrimiento.
Si no es pervertido mediante las artes e industrias de un
masoquismo que rebasa ampliamente el campo especí­
fico de lo sexual, dispone la naturaleza de un gran re­
pertorio de defensas bastante bien articulado para resis­
tir al dolor e incluso, cuando esas defensas se revelan
al corazón v el corazón no se escandaliza, resistir a la
soberbia en su expresión más estúpida.
El dolor pasa. Y por eso el hombre que sufre np está
inmóvil, cambia de postura en el lecho, es aliviado. La
tragedia del infierno es la certidumbre de su perennidad,
el dolor inmutable, la eternidad que aquí el entendimien­
to puede probar, pero la sensibilidad se niega a concebir
adecuadamente. Tu desesperación jte ha hecho creerte un
reo nato, carne de cadena aquí y allí. Pero esa desespe­
ración iio acoge en sí al infierno, sino a la pálida imagen
que te forjas de él. Con el infinito se juega en una piza­
rra, nada más. Si alguien levantara para ti tan sólo una
punta del velo que oculta el infierno, seguramente des­
de ese momento serías santo. Sin embargo, Dios no está
obligado a enviar nuevas pruebas a los que han des­
oído la voz de Moisés y los Profetas.
Sólo el que ama el infierno perecerá en él. Pero ¿qu'én
es capaz de amar el infierno, de proponerse el verda­
dero infierno como objeto de su amor? ¿No amará más

220
bien un cielo invertido, la dicha retorcida de una des­
gracia demasiado personalm ente im aginada? ¡ A h, la
tendencia indestructible a la felicidad! Nos entorpece
con excesiva frecuencia la m archa hacia el bien, pero
también acaso nos libre alguna vez de caer en la abyec­
ción que no tiene nom bre.
¿Y am ar a Dios? ¿Es que amamos verdaderam ente a
Dios o a los ídolos levantados en nuestro espíritu con
nombres sancionados p o r la Iglesia? P or fortuna, por
singular m isericordia divina, Dios se ha hecho pequeño,
dulcemente pequeño, para albergarse en nuestro corazón,
en nuestros sagrarios, en nuestra irreductible sensación
de orfandad, en los hom bres que están a nuestro lado,
en los asesinos condenados a cárcel sin fin, en los curas
que tratan de hacer el bien con manos manchadas.

No olvides tam poco, al margen de tu personal aven­


tura de culpa y pena, la dimensión social que todo cas­
tigo, al hacerse público, ostenta y que consiste en su
utilidad como medio de represión de futuros delitos.
Convengo contigo en que la libertad es el gran atri­
buto del hom bre. Pero, a fin de que la libertad subsista,
es menester que la libetad se lim ite, y no tanto para
reducir la posibilidad de fricciones, la fricción de dos
libertades que persiguen el mismo objetivo, cuando p a­
ra im pedir que en el espíritu de los responsables surja
la duda de si la libertad es realm ente un bien o no. Si
la libertad es tan am plia que dificulta la convivencia,
mientras los que carecen de escrúpulos abusan, los co­
razones delicados, sobrecargados con un exceso de res­
ponsabilidad, no se atreven a usar, con lo cual nace en
el espíritu de estos últim os la idea de la incom patibili­
dad entre posesión de libertad y disfrute de libertad.

221
¿Cómo puede persistir así la certeza de que la libertad
es el gran don, el don maravilloso del hombre?
Las leyes, por eso, a la vez que coartan la libertad,
garantizan su conservación. Con todo, hay que advertir
que esta reducción mayor o menor de la libertad no
viene condicionada por el rigor mayor o menor de la
ley, por los límites concretos, reales y legislados que se
imponen a la libertad en su realización; depende más
bien del grado en que dichas leyes pueden ser asimi­
ladas por el súbdito, es decir, si éste es capaz de com­
prender la razón de utilidad que las ha inspirado y el
principio de amor de que han emanado. ¿Es que los
límites materiales de un barco pueden considerarse lími­
tes de la libertad del viajero? ¿La supresión de alimen­
tos repugnantes hay quien ose concebirla como limitación
del placer de la mesa? Cuando la ley se ha incorporado
al ser de uno mismo, la libertad, lejos de verse restrin­
gida, es elevada a su plenitud. El «ama y haz cuanto
quieras» designa esa fase de madurez en que el amor se
ha identificado con la ley y ha descartado del horizonte
del alma las posibilidades de violarla.
Quisiera que tu espíritu madurara hasta el punto de
considerar no sólo la existencia de penas como necesidad
de una sociedad integrada por sujetos defectibles, sino
también tu propia pena, .tu propio castigo como intrínse­
ca derivación de tu culpa, castigo no impuesto desde
el exterior, sino propuesto y cordialmente aceptado en
la intimidad de un corazón lúcido y consecuente.
La palabra «pena» posee una elocuente ambivalencia
—tristeza y castigo—que nos revela el origen de toda
aflicción : el pecado, la infracción de una orden, mejor
dicho, de un orden amoroso. Lo que importa es enten­
der que la tristeza y el dolor nacen del pecado como la
carcoma nace de la madera y que, al igual que aquélla

222
destruye ésta, así tam bién la pena aniquila la culpa, la
borra felizmente.
La pena es un mal muy inferior a la culpa, ya que
la razón de m al no estriba propiam ente en la pena, sino
en la culpa que la motivó y, m ientras la pena supone
la privación de un bien de la criatura, la culpa se opone
de modo directo al Creador, al sumo bien. Incluso la
pena ha de interpretarse como un bien, pues contribu­
ye, m ediante el régimen de compensaciones punitivas,
a la arm onía y al equilibrio.
Conviene, sin em bargo, insistir en que la m era tole­
rancia de la pena, cuando sólo se somete la carne, pero
no la voluntad, no es suficiente para b orrar la culpa si
se trata de culpas que afectan al am or y suponen un
quebranto de leyes de am or, es decir, cuando lesionan
los derechos al am or de un Dios amoroso. El perdón di­
vino se alcanza más fácilm ente, puesto que basta recti­
ficar la voluntad, pero tam bién su consecución es más
difícil, pues hace falta para ello rectificar la voluntad.
Mediante tu docilidad exterior al castigo que ha sido
dictado contra ti conseguirás al fin de tu vida ponerte
en paz con la sociedad. P ero para obtener el perdón
divino, para recuperar el equilibrio de la balanza d i­
vina alterada, es necesario poner el corazón en el p la­
tillo, hace falta no sólo sufrir, sino concebir como me­
recido ese sufrim iento, es m enester añadir, al dolor de
la carne, el dolor de corazón. No olvides que tanto el
buen ladrón como el malo soportaron idéntica p en a;
sin em bargo, uno fué justificado y el otro no.
Tu desesperación, tu devoción a l m al ladrón... M ira,
vuélvete a la cruz del centro, m ira a esa pared de tu cel­
da, m anchada con los más tristes pecados, como el
rostro del Salvador cubierto de salivas e ignom inia, y
dile, dile despacio siquiera e s to : «Señor, no tengo es­
peranza.» Está El muy cerca de ti, tu suerte la conoce

223
muy bien. Casi la reconoce... Porque más que como
mártir, murió como un criminal común, tan despreciado
como tú, más ridículo que tú.

¿La alegría después? Probablemente no. Pero, en tu


mano está, si no la alegría, sí al meno9 la posibilidad
de dar alegría al pobre Cristo.
XV

“La voz del gozo y de la alegría, la


voz del esposo y de la esposcT (Jer.,
3 3 , 11).

Acabo de colgar el teléfono después de dictar el te­


legrama que llevará basta ustedes la expresión de mi
adhesión más cordial y alborozada con motivo de sus
bodas de oro en el m atrim onio. Espero que aún llegará
a tiem po, antes de que se acabe el bullicio del día y so*
brevenga la paz en que resulta inevitable ir enum eran­
do las omisiones, los nom bres de los amigos que se h an
olvidado de felicitar. Tengo confianza en la celeridad
de los servicios telegráficos de España y, si éstos falla­
sen, todavía me queda la confianza en su benevolencia,
en las benignas explicaciones que darán ustedes a mi
silencio. «Está siem pre tan ocupado.» «H abrá caído otra
vez en cama.» Y aún adivino la generosa sugerencia de
su m a r i d o « S e r á conveniente llam ar m añana, por si le
pasa algo». Uno es así. piensa bien de todos, acaso sim ­
plemente por miedo a que se derrum be ese m aravillo­
so mundo de tácitos afectos más o menos indestructibles,
ese mundo que, si en realidad a lo m ejor no existe, m i
pobre corazón se apresura a crear de la nada p o r p u ro
instinto de conservación. Uno es así, y juzga contra toda
lógica que, el día de las bodas de oro, los protagonistas
de la fiesta van a andar preocupados por la ausencia de
un espectador. ¡Q ué se le va a hacer! Después de todo,
la petulancia de eer amado es la más excusable de todas,

225
ATTXI CQ p n cim B —
porque en ejla el coeficiente de vanidad e8 mínimo com­
parado con la humillante demostración que uno hace
de su íntima necesidad de abrigo, de su insuficiencia,
de la falta de energía para vivir interiormente solo.
Bien. Pero aunque el telegrama—mínimo esfuerzo,
máxima felicitación—llegue a tiempo, quiero escribirle
a usted, señora, esta carta para decirle lo que en un te­
legrama no cabe y en una conversación—me hubiese
gustado tanto acudir personalmente a la fiesta, pero
me ha sido absolutamente imposible—no habríamos po­
dido tampoco seguramente decir, por falta de orden y
exceso de tema, solicitados por mil caminillos de sa­
brosa desviación.

A usted siempre le ha gustado recordar. Siempre, ya


desde los primeros tiempos, cuando aún el recuerdo
contaba con muy exigua materia. Pero no importa, por­
que el recuerdo sólo hace lamer los huesos, enterrarlos
por la noche y desenterrarlos cada mañana. No puede
uno alimentarse de recuerdos, pero puede engañar su
hambre.
Creo que hace falta ser fiel a los recuerdos; creo tam ­
bién que un hombre sin facultad de revivir su pasado
es un hombre incompleto, y cielo imcompleto sería una
bienaventuranza que empezase en blanco, sin memoria
de la tierra; si la muerte no interrumpe nada no es sólo
porque la gracia anticipa precariamente la gloria, sino
también perqué la gloria recobra, debidamente purifi­
cadas, las aventuras de la gracia en esta vida, la evoca­
ción que aumente el agradecimiento hacia ese Dios cu­
yos brillantes atributos quedan allí desvelados y su mi­
sericordia principalmente.
Recordar viene a ser, en el mejor de los casos, vivir
dos veces y su etimología nos introduce en el significado

226
más e n tra ñ a b le : tra e r de nuevo al corazón. Si los bue­
nos vinos exigen, p ara que su degustación sea com pleta,
hablar de ellos después de beberlos, tam poco se h a lle ­
gado a vivir del todo un episodio m ientras no se agrega
después esa últim a fase que consiste, al menos, en reco r­
darlo. Tal vez m ejor que d e c ir : recordar es vivir dos
veces, sea a f ir m a r : vivir sin recordar es vivir a m edias.
Sin em bargo, cuando se concibe la m em oria como
refugio, cuando el recuerdo supone una fuga proyectada
y deliberada de la realidad, entonces recordar no es
vivir, sino zafarse de la vida. Ü6ted ha cedido dem asia­
do a la fascinación del recuerdo. Usted se ha evadido
con excesiva frecuencia al m undo de los recuerdos.
¿Por qué? ¿T al vez porque el contorno de las cosas
reales, de su situación actual en aquel m om ento, era
demasiado áspero? ¿O no sería más bien a l revés, no
sería acaso que la realidad resultaba inhabitable p o r­
que no le prestaba usted* suficiente atención, esa aten­
ción que pródigam ente dedicaba a los recuerdos? ¿Es
la geografía la que modela el ser del hom bre o es el
hom bre el que im prim e su m archam o a la geografía
circundante?
Sí, usted se encontraba m uy sola. El m arido siem pre
estaba fuera de casa. Como el diálogo no era posible,
había que refugiarse en un monólogo soportable, lleva­
dero. Estaba el diario, un confidente que nunca discu­
te, que en todo m om ento da la razón, la razón sobre
todo, tan necesaria al que escribe, de que es preciso se­
guir escribiendo. Y como los sucesos de cada día eran
triviales y poco gratos, principalm ente quedaban an o ta­
dos los sueños, el recuerdo de los recuerdos, los recu er­
dos mejorados. P orque «de toda la m em oria, sólo vale
el don preclaro de evocar los sueños», afirm ó M achado
magistralm ente.
Aquel diario es el testim onio de muchas cosas. Pero

227
sobre todo el testimonio de una enorme debilidad. Por
él desfilan muchos rostros y, sin embargo, yo veo en
todas las páginas un monótono autorretrato, su propia
figura siempre evadida, siempre cansada de un trabajo
que jamás comenzó. Es verdad, el marido siempre esta­
ba fuera de casa...
¿Y ahora? Ahora él no sale, ahora le gusta quedarse
con usted. A usted también le place y, poco a poco, por
obra del recuerdo, van reinventando entre los dos el
amor. Yo no puedo ya reprochar esa evocación común,
esa tarea específica de los años últimos. Me quejo tan
sólo de la vida que usted hizo anteriormente, cuando su
misión era vivir de verdad, acumular materia más sóli­
da para el recuerdo de después. Ahora eso está bien.
Repasar la vida es una de las pocas maneras de coro­
narla, la única que de ordinario está en manos del hom­
bre corriente.
Permanecen ahora los dos mucho tiempo juntos. Es
natural, los quebrantos de la edad obligan a buscarse
mutuamente, a pedir cada uno el apoyo del otro. Los
achaques, la desaparición de los amigos, el abandono
de la tarea profesional, el hábito de la convivencia, más
o menos continua, pero siempre más asidua que cual­
quier otra convivencia. El va venciendo la antigua
timidez altiva, el pudor viril y absurdo de hablar de los
entrañables acontecimientos pequeñitos que han tejido
la vida común. Aporta su colaboración, suma detalles
que usted, cosa rara, había olvidado.
Le ha sorprendido agradablemente eso, se ha llevado
una gran sorpresa viendo con qué exactitud recuerda él
sucesos que usted creía los había vivido superficial­
mente, deseoso de acabar pronto para reanudar su vida
personal, su vida equívoca.
Bien sabe usted que aquella crisis no tuvo importan­
cia mayor. Realmente, ha sido el de ustedes un matri-

228
monio norm al, entendiendo norm al como o rd in ario y
casi tam bién como sujeto a norm a, a u na n o rm a o rd in a ­
ria. P rim ero el apasionam iento que luego h a b ía de ir
apagándose. Esta segunda época, la fase prim era de esta
segunda época, coincidió con la triste crisis m encionada
en la que, como ya sabemos, no pasó nada. Sin e m b a r­
go, dejó su huella, im puso u n silencio en to m o al suceso
que tam poco usted hizo grandes esfuerzos p o r su p erar.
La intim idad se agrietó p o r culpa de los dos; y es que
iiay que ser muy generoso o m uy h áb il para m antener
una intim idad sahiendo que existe un punto que no se
puede tocar. Tuvo usted al menos la elegancia de no
com partir esa tristeza con sus hijos, a los cuales hubiese
sido demasiado fácil atraerlos a su bando. No obstante,
piense si en todo aquello, en la raíz, no hubo por su
parte algo en lo que hasta ahora no h a reflexionado, un
margen de responsabilidad sagazmente envuelta en la¿
apariencias más favorables, incluso más m eritorias. Me
refiero a su vida espiritual, que, como sabe, nunca me
ha parecido insuficiente, pero sí insuficientem ente en­
derezada y recta. Piense si no es culpable de un cierto
desvío en aquel tiem po, de una indiferencia que tenía
que resultar muy poco atractiva a su m arido, una cons­
tante desatención a las voces poderosas del estado con­
yugal, originada acaso por haber agotado en una vida
espiritual m al entendida cierta especie de ternura que
debía haber sido em pleada en realizaciones hum anas,
en una vigilancia cuidadosa y dulce.
Gracias a Dios, a la piadosa providencia del Señor,
que repara todas nuestras equivocaciones y prem ia con
dádivas adecuadas a nuestro corazón las ofrendas que
le hacemos poco inteligentem ente, se ha ido restable­
ciendo el mutuo entendim iento, se ha facilitado al fin
como nunca la reapertura de almas y todo ha quedado
felizmente zanjado. Incluso ha surgido el diálogo más

229
caluroso, las muestras más explícitas de un viejo afecto
silencioso. Un amigo mío dice que en el amor maduro
va no hay necesidad de palabras: simplemente se emite
y se recibe. Esto es verdad, pero también es verdad q u e.
tal fase, mientras el hombre permanezca en esta vida a
merced de los datos exteriores, incluye alguna vez la
emisión y recepción de palabras que, aunque no sean
necesarias para corroborar el afecto, lo son en cierta
medida para gozar mejor de él.
Me alegro infinitamente de esta recuperación, de este
perfeccionamiento. Siento un gran gozo contemplando
las rosas florecidas en otoño. Que el círculo acabe ce­
rrándose en la paz, en el amor tranquilo, en la alegría
mansa que ya nada puede turbar. Buen momento éste
para volver la vista atrás y recomponer, pieza por pieza,
la gran biografía común.
Recuerdo muy bien una exposición de Alberto Ferre-
ro en Roma el año 51. II poema della vita , en once cua­
dros. La historia humana de punta a punta o, mejor
dicho, su circuito completo, enlazando el fin con los
orígenes en una sinfonía majestuosa, gozosa y afligida,
imparcial. 1. Alba: un paisaje de azules puros, solemne
preludio de algo, conteniendo el germen latente de algo.
2. Primavera: dos adolescentes, juntos, todavía en po­
sesión de un lujo inconcebible, la inocencia. 3. Subida:
una escalada, la voz de la altura; él conduce y da la
cara al viento. 4. Pecado: ha debido haber una esencial
perturbación; la mujer está sentada en el suelo, tran­
sida de una inmensa tristeza, la tristeza fontal que irá
transmitiéndose de generación en generación como una
herencia de deudas. 5. Fuga: huida de la mujer, hacia
donde sea; al fondo, unos pinares sombríos. 6. Reconci­
liación: de nuevo unidos, bajo el signo del amor. 7. Fe­
cundación: está ella sola y tumbada y, sin embargo,
activa; es la hora del misterio operante en las entrañas.

230
8. Ultimo rayo: el poniente en un lago; a Ja orilla, t r e s ;
él, ella y el h ijo . 9. Nocturno: es la n o ch e; después del
oro, la p la ta ; recostados en u n buey m agnífico, negro
con lunares blancos, duerm en los tres. 10. Suprema des­
pedida: sobraba quizá un exceso de veracidad en la des­
cripción de la vejez. 11. Purificación: una tela sin figu­
ras, como la p rim e ra ; pero los azules no son puros,
aunque acaso sean más bellos, son unos azules p u rifica­
dos. Esjto es Jodo. Este es el relato de la vida del
hom bre. Alberto F errero, p in to r, historiador.
Buen rem ate para cada vida hum ana si el décimo cua­
dro contiene ya una anticipación del siguiente, si el
hom bre se esfuerza a su m anera en purificar su propia
existencia y reconciliarse con su origen. E l am or tam ­
bién se salva m ediante la purificación, el retorno a la
prim era pureza, y la aceptación sin rebeldía, sin orgu­
lloso desprecio, de todo el ciclo y del espectáculo que
al final la propia vida ofrece. T al vez sea verdad que
amar a una persona es aceptar envejecer con ella.

¿Alegrías de esta edad postrera? Sí, desde luego, la


alegría de I 09 nietos. La alegría de ser bondadosos. La
bondad de los abuelos, que es pura bondad, que carece
de la im prescindible severidad que h a de contener toda
bondad paterna, es una fuente de gozo para los mismos
que la practican. En sus últimos años experim enta el
hombre la fugacidad de la vida y, suscitadas entonces
con mayor nitidez por un norm al proceso psicológico las
vivencias de la propia infancia, desea que la infancia de
su9 nietos alcance la máxima felicidad; desea tam bién
dejar, ahora que contempla próxim o su fin, una imagen
de sí lo más dulce posible, el rostro más grato, la m ejor
memoria. Al mismo tiem po, se halla bastante despega­
do del objeto de su cariño, sabe que no podrá verlo

231
llegar a su plenitud, que no contrae sobre él responsa­
bilidades inmediatas. Sabe además que ese nieto lleva
ya otra sangre, que no le pertenece por entero a él, que
son cuatro las caras que unos y otros, con igual dere­
cho, tratan de identificar en un rostro todavía sin hacer.
La bondad es ese cariño desinteresado que no exige ex­
clusividad en la posesión, ese cariño sonriente que lo
tolera todo porque no es misión suya impedir nada. La
alegría de ese amor sin rigor es la alegría dispuesta para
los corazones ya cansados de bregar.
Y la alegría, la delectación de la memoria. Santo To­
más establece una escala del placer : el placer por la
realidad presente, el placer por la esperanza y el placer
por la memoria (1). Escala de más a menos. La delec­
tación que el recuerdo ocasiona es la más débil, pues
no la produce el objeto en sí, ni en acto ni en potencia,
6ino su reproducción mental, siempre pálida. Pero la
memoria dispone de su táctica propia para acrecentar
el placer exiguo de la pura rememoración. Mejora la
realidad lejana, construye un orbe en el que han des­
aparecido todos los aspectos duros y las cualidades bue­
nas son aureoladas con prestigios insospechados. La dis­
tancia lima todas las aristas y rodea todas las cosas de un
halo de hermosura. Tutto il vero e bruto, confiesa Leo­
pardi. Por eso la memoria va cerniendo la verdad hasta
conservar sólo el grano de bondad y belleza que inte­
resa al corazón, esa verdad a medias que constituye la
perdonable mentira de una naturaleza más misericor­
diosa que justa. La niñez aparece radiante, una vez eli­
minados los detalles desagradables, los exámenes, los
odios incipientes, las precoces adivinaciones de las fisuras
existentes entre los padres. La juventud es una marcha
triunfal, una primavera sin nubes, una época sin obje-

(1) Sum. Teol. MI, 32, 3.

232
ciones, porque ya la m em oria ha rem ovido o p ortuna­
mente todas las perplejidades y rem ordim ientos, todas
las amistades ¿rastradas y la penosa incom prensión de
los padres. De cualquier viaje conservamos tan sólo una
tarjeta postal en colores.
Guárdese usted de m enospreciar esas alegrías que la
memoria, sabia colaboradora del olvido, proporciona.
Porque es íácil que una persona que ha vivido siem pre
cultivando excesivamente, m orbosam ente, sus recuerdos,
desangrándose por la m em oria, aborrezca a l fin como
hábito culpable tan entrañada costum bre y se resuelva
en vano a proyectar una vida im propia de su edad. ISo
se repara el pecado de hab er anticipado una época con­
trariando dos veces la naturaleza.

Esta sumisión a los atributos característicos de cada


edad representa uno de los principales postulados de
la misma fidelidad al amor. El am or conyugal tiene que
luchar contra ese terrible enemigo que es el tiem po, y
ha de em plear en la lucha precisam ente los recursos d i­
versos que el tiem po le va sum inistrando. Bacon de­
fine que ano se manda a la naturaleza más que obe­
deciéndola».
En este apartado de la estrategia del am or hay que ir
enumerando las armas tan distintas que corresponden a
cada é p o ca: la pasión en sus m últiples formas, la am·
bición por conseguir una alta meta común, el agradeci­
miento recíproco, las m il operaciones de la ternura, la
sensación de no bastarse uno con sus propias manos,
el placer de evocar juntos las horas pretéritas, las tibias
alegrías de la m em oria... El am or quizá en el fondo siga
siendo el mismo, pero va revistiendo diferentes form as,
va mezclándose con sucesivas im purezas, con metales
menos nobles, para conseguir esa aleación resistente que

233
necesita en todo momento el amor en la tierra, ya que
el amor puro sólo puede darse en Dios, que es amor
puro por ser amor omnipotente. Esas gangas no arguyen
nada contra el amor, a no ser que contengan una canti­
dad excesiva de impureza o constituyan un motivo para
que el hombre desprecie el amor. Con toda alegría su­
cede más o menos lo mismo, y para que sea pura—le­
gítima, santa—sólo hace falta que no sea demasiado
impura o no pretenda ser totalmente pura.

Si los jóvenes supieran... Si los mayores pudieran...


¿Por qué estas ignorancias y estas impotencias? ¿Por
qué, sobre todo, el mutuo reproche de estas ignorancias
e impotencias? Los viejos se llaman prudentes, los jóve­
nes los llaman impotentes; los jóvenes se llaman a sí
mismos valientes, osados, los viejos dicen de ellos que
son inconscientes, ignorantes. ¿Habrá que seguir siem­
pre así, por ley de vida? ¿No será posible una sincera
cooperación?
Y como es más fácil—de resultado más probable, más
fácil de obtener, aunque el esfuerzo que presuponga sea
mayor—tratar de convertirse uno a sí mismo que inten­
tar convertir a los demás, empéñese con enérgica vo­
luntad, se lo ruego, en cumplir su propia tarea antes
de pretender que los demás realicen la suya : ponga
más interés en enseñar a los jóvenes que en recabar
de ellos su parte de colaboración. Esfuércese en librar­
los de la ignorancia mejor que en reclamar de ellos la
ayuda que le permita abandonar su impotencia. Es más
fácil; es decir, resulta más fácil de percibir la obliga­
ción que debe inducirle a usted a realizar aquello que
no a ejecutar esto otro.
Instruya a su hija. Con prudencia, con tacto, asistida
por las luces de su experiencia y por las que diariamen-

234
te deberá suplicar al cielo. Si aprender es reco rd ar,
como dijo P latón, descubridor de una prehistoria meta-
histórica, más cierto es que recordar es aprender, a p re n ­
der a evitar en la vida de los que amamos los yerros de
la propia vida. A dm inistrando bien inform ación y silen­
cio, exactitud y sonrisa, planteam iento de rigurosos da­
tos y concesión a lo que la vida debe tener de poesía,
de improvisación y riesgo; lo que tiende a facilitar la
vida y lo que im pide la solución prem atura de unas d i­
ficultades que exigen solución personal a su hora. No
perm ita que se haga ilusiones, pero tampoco le prohíba
vivir con ilusión. Procure prevenirle contra ciertos gol­
pes y desencantos, pero en otros aspectos no la desen­
gañe antes de tiem po. Respete en ese joven corazón los
engaños provisionales que la misma naturaleza dicta,
porque hacen su papel inapreciable; el mismo curso
de la vida la desengañará cuando tales engaños ya no
sean necesarios. Hay que m antener hasta donde sea
posible la ignorancia de los niños en lo que concierne
a la noche de Reyes, a fin de no precipitarlos p ara
siempre en esa terrible ignorancia irreparable del que
desconoce el flanco de belleza que ostentan todas las
cosas, la parte im portantísim a de verdad que es inac­
cesible a los métodos de un naturalista.
Su h ija se va a casar. Su única h ija, la últim a de una
breve lista de herm anos, la que ha vivido siem pre a su
lado, la persona en la que ha cifrado usted toda su es­
peranza. Por la prim avera se casa, y se m archa lejos.
Considera usted injusto que un desconocido llegue y se
la arrebate, después de todas las preocupaciones y sin­
sabores que su vida le ha ocasionado, los desvelos p o r
perfeccionar su carácter, las noches pasadas a la vera
de su lecho. No perm ita, señora, que ese desconocido
so la arrebate : entregúesela de buen grado. R ecuerde
el principio de Bacon. Hay que ser para los jóvenes un

235
apoyo, no un obstáculo; un amigo, no un adversario;
» n a madre, no otra cosa, a fin de que el desconocido
se convierta en un hijo y la hija continúe siendo hija.
Recuerde la consigna de Bacon, y, si no, basta que re­
cuerde su propio pasado. Los incomprensivos no son los
perfectos, son simplemente los que no hacen examen
de conciencia.
Alegría de dar, de darse a sí misma, de ofrecer esa
parte tan amada de su propio ser que es la hija. Ale­
gría de dar, no tristeza de verse despojada.
Alegría también de dar alegría o, al menos, de evitar
la tristeza en torno suyo. Alegría de superar la propia
tristeza, de ocultarla cuidadosamente, de impedir que la
melancolía del propio pasado debilite la alegría de los
seres que tienen, sobre todo, futuro. Basta de historias
de la Regencia, los balnearios y el tendido de vías para
el ferrocarril Barcelona-Mataró. Basta de contrastar los
precios antiguos con los precios actuales. Basta de dar­
le la razón a Jorge Manrique.
¿Cualquier tiempo pasado fué mejor? Eso creen los
viejos, los impotentes. ¿Cualquier tiempo futuro será
mejor? Eso piensan los jóvenes, los ignorantes. Así no
cabe continuidad ninguna. Seguramente que la conti­
nuidad histórica fecunda deberá contener un cierto ele­
mento de tensión mutua, de benijgna lucha entre dos
generaciones sucesivas. Pero la fecundidad exige, sobre
todo, entendimiento recíproco, colaboración estrecha y
cordial.
Que ellos, los jóvenes, observen las reglas del juego,
Por lo que a usted toca, guárdese mucho—bajo el pre­
texto de podar «ilusiones» parásitas e inútiles—de matar
la «ilusión» de los que empiezan a vivir. Sería un pe­
cado tremendo contra la vida. Un pecado con su peni­
tencia, porque esparcir la tristeza de unos recuerdos,
del recuerdo de unos hechos que se declaran superiores

236
en alegría a todas las promesas del fu(uro, es hacerse
indigno de la suave alegría reservada a la evocación
íntima.

Donde hay resentim iento o envidia—conviene a veces


poner nom bre a ciertas cosas innom inadas—, no cabe
la paz.
La paz es la perfección de la alegría. Enseña Santo
T om ás: «La perfección del gozo es la paz bajo dos as­
pectos : el prim ero, por la quietud respecto de las p er­
turbaciones exteriores, pues nadie puede perfectaente
gozar del bien amado cuando en su goce es perturbado
por otras cosas... P or un segundo aspecto, en cuanto a
calmar el deseo fluctuante, pues no goza perfectam ente
de algo aquel a quien no le basta lo que goza. Ahora
bien, la paz lleva consigo estas dos cosas: que no sea­
mos perturbados por las circunstancias exteriores y que
nuestros deseos descansen en un solo objeto» (2).
Esta paz o plenitud del gozo sólo podrá alcanzarse
en la otra vida, cuando Dios y las cosas en Dios sean el
objeto único de nuestro deseo, de nuestra visión, am or
y disfrute. Sin embargo, es posible adelantar en cierta
manera unas horas ese gozo, la paz de una somnolen'
cia que prepara el sueño perfecto y sin fin. La imagen
del sueño no es muy estimada po r Santo Tomás a la
hora de describir la bienaventuranza, operación que
postula actividad suma de todas las potencias, a la vez
saciadas y siempre ham brientas, incansables. No obstan­
te, al dirigirm e a usted, tan cansada, tan fatigada ya de
todo, creo que me aproxim o a su personal in terp reta­
ción del cielo como descanso cuando le brindo, para
mejor inteligencia y consuelo, la idea del com pleto des­
canso que un sueño profundo, inalterable, sugiere.
(2) Sum. Teol. MI, 70, 3.
Pero es necesario, hasta que Dios quiera, seguir vi­
viendo. Esta fecha jubilar de sus bodas de oro alude al
júbilo, pero no puede invitar a la jubilación. Hasta el
fin es menester luchar, crecer, vivir en vigilia. Que
la voluntad se perfeccione más y más en la caridad, que
el entendimiento coopere al progreso en la fe, que la
memoria sea curada por la esperanza.
Que los recuerdos se transmuten en esperanzas, a fin
de que el cumplimiento de las esperanzas guarde co­
nexión con estos recuerdos. Continuidad de la misma
alegría aquí y en los cielos : suprema aspiración del
cristiano, que, para conseguir la vida venidera, perma­
nece fiel a ésta.
XVJ

“Jesucristo, a quien amáis sin haberle


visto, en quien ahora creéis sin verle,
y os regocijáis con un gozo inefable y
glorioso” (I Petr., 1, 8).

Esta carta, como usted desea, no será una carta apo­


logética, sino meramente expositiva. Y no p o r estrate­
gia, aconsejado por esa táctica elem ental de lucha que
consiste en ocultar las armas o al dictado de una apolo­
gética tan sagaz que encubra todo su aparato apologéti­
co, no, sino nada más porque usted lo quiere así, porque
así me lo ha pedido. Creo que no hay m ejor apolo­
gética de nues.tra religión que la caridad, po r la mis­
ma razón por la que debe estar im pecablem ente escrita
la carta de una persona que solicita plaza de secreta­
rio : por razones esenciales. Creo igualm ente que la
caridad es* antes que nada, respeto; es decir, que hay
que practicar la caridad caritativam ente, por la misma
razón que prohíbe estudiar hortografia: por razones
esenciales.
Por respeto—que no significa versión laica del celo
inteligente—será esjta carta una m era exposición de al­
gunos aspectos de la alegría; n i siquiera una exposi­
ción ordenada, prolija y medio com pleta, sino otra cosa
muy d istin ta: una carta en que yo le hablo, conforme
me vaya saliendo, de la alegría y la felicidad según nos­
otros la entendemos—irán citas venerables, venerables
para nosotros, ya ve qué apologética tan astuta—a ue-

239
ted, que no comparte nuestras ideas, aunque sí al menos
coincide con nosotros en sentir el dolor y suspirar por
la alegría.
Reconozco que fuera de la Iglesia existen grandes p ar­
celas de bondad y de belleza donde florece una alegría
auténtica. Yo me alegro de esa alegría que nada tiene
que ver con la lluvia que Dios envía indistintamente
sobre buenos y malos, sabiendo que un día llegará el
momento de la cosecha y la consiguiente selección, sino
con la lluvia que el Padre universal, que mira compla­
cido también el amor de los que le aman sin saberlo,
derrama sobre toda el alma de la Iglesia, bastante más
extensa sin duda que su cuerpo. Me alegro muy de veras
de esa alegría. Es más, como aquella madre del juicio
de Salomón, yo preferiría renunciar a la gloria de la
maternidad, al nombre de alegría cristiana antes que
permitir que la alegría desapareciese del mundo. Nada,
ningún éxito clamoroso de conversión a la Iglesia, me
produce tanta satisfacción como la certeza de que Nuestro
Señor tiene un interés personal, infinitamente superior
al que pueda sentir el católico más santo, en salvar a
todos los hombres. Ni me preocupa mucho que grandes
conquistas del arte y de la ciencia o excelentes obras
de amor al prójimo se hayan realizado al margen de eso
que llamamos la Iglesia y no lleven su impronta visi­
ble. Más me preocupa la duda de si, en nuestras ges­
tiones de salvación, no buscamos tanto la gloria de
Dios cuanto nuestro triunfo; es decir, si no procuramos
tanto el bien como apuntamos un tanto haciendo el
bien.

Bondad, hermosura y alegría en el mundo, más allá


también de las fronteras de la Iglesia, en las zonas to­
davía no coloreadas dentro de los grandes mapas que

240
describen la expansión del cristianismo y allí donde el
cristianismo hace tiempo que perdió ya toda su vitalidad
(¿toda?, ¿no concederemos demasiado a los detractores?,
¿no nos estará jugando un mal papel nuestra «afición
a las catacumbas», nuestro moderno y cultísimo recelo
por las grandes cifras y las actitudes equívocas?).
Perdóneme este paréntesis, este inevitable acento ga-
lileo, esta oscura resistencia a renunciar a toda apolo­
gética. No me avergüenzo de ello. ¿Cómo voy a aver­
gonzarme, Dios mío? Supondría traicionar todas mis
convicciones, por las cuales y para las cuales vivo, y su­
pondría también una ofensa a usted, a l creerlo suscep­
tible y mezquino hasta el punto de concebir una carta
de amistad como una partida de poker con su regla­
mento y sus trampas.
En fin, acuérdese de aquel antiguo amigo nuestro que
era sumamente ingenuo: tan ingenuo que creía disim u­
lar su ingenuidad y dárselas de avisado sim plem ente
confesando que era ingenuo. Presum ir de astuto es su­
prema ingenuidad, pero reconocer la propia ingenuidad,
y aun utilizar su proclamación como un sagaz recurso,
no significa todavía superar la ingenuidad, perder la
ingenuidad...

Bueno, reconozca usted ahora que, a pesar de todas


las legítimas alegrías mundanas, queda siem pre en el
alma una ansiedad, una sed que ninguna criatura basta
a apagar. Sabemos que existen hom bres perfectam ente
anclados en esta tierra y satisfechos del todo con sus
dones, son hombres a veces que han estudiado a fondo
el equilibrio del mundo clásico y su íntim a m iseria no
es de orden mental. Usted los desprecia; debía com pa­
decerlos. Pero la generalidad de los corazones, ta n sen­
sibles a las dádivas del mundo, pero tan elásticos, tan

241
insaciables, anhelan siempre algo más, algo que procu·
ran identificar con la sucesión indefinida de esos goces;
algo, sin embargo, que todas las criaturas juntas no
pueden ofrecer, como tampoco puede poseer ninguna
estabilidad una serie de cuerpos sostenidos el uno en el
otro. Hace falta un último apoyo, un terreno firme,
una sustentación sustantiva, un «motor inmóvil».
Sentimos necesidad de amparo, de descanso, de paz,
de un objetivo en el que alguna vez repose nuestro deseo,
de una meta, no sólo de un norte. Nos aflige el ansia de
eternizar nuestro fugaz momento de placer. Es Dios, es
el Creador el que nos liga a El mediante el indestructible
afán de felicidad que ha sembrado en nosotros. Podría
probarse la existencia de Dios por el apetito innato del
hombre a la felicidad perfecta: no puede quedar frus­
trada sin culpa una aspiración natural. No puede ser
esa aspiración un puro estímulo para vivir y crecer. No
es suficiente un bien sucesivo que sucesivamente de­
frauda ; lo indefinido no es lo infinito ni lo abstracto es
lo absoluto. Dios es lo concreto sumo que sacia la ape­
tencia de la criatura a la felicidad sin nombre. Dios es
su nombre. Tampoco es legítima la reducción del ape­
tito—esa artificial y trabajosa mutilación que a veces
se lleva a cabo invocando teorías estéticas y hasta éti­
cas—a la prosecución de las modestas realidades que
la vida cotidiana brinda. Algunos han llegado a ver en
la aspiración humana a la dicha completa como una
«sexta vía» para demostrar la existencia de Dios.
Esa ansiedad por la felicidad, esa insatisfacción por
las insuficientes felicidades, reviste a veces la forma de
una angustia intelectual. El que no cree en Dios tiene
dudas, se rebela contra sus dudas, las califica con adje­
tivos afrentosos, lucha contra ellas violenta o minucio­
samente, pero esas dudas subsisten, esas dudas siguen
impidiéndole el reposo que tanto codicia: la certeza de

242
la nada. Dudas que constituyen un em ocionante argu­
mento de la operación de Dios en el alm a. C uando esas
dudas llegan alguna vez a desaparecer, ¿h a abandonado
Di os decididam ente al hom bre? No, Dios es celoso y, al
final, suele conceder o im poner al alm a la oportunidad
de una apuesta definitiva, la opción no entre el sosiego
de la nada o el desasosiego, sino entre lo que Pascal
denom inaba Ríen o Infini.

No es posible escapar de Dios. Cabe salir de la órbita


de su am or para ser objeto de su santa ira, cabe situarse
en uno «i otro lado de su trem enda acción amorosa bi-
fronte. Cabe lo que San Agustín llam aba m archar de
Dios plácido a Dios airado (1). Pero jam ás es posible
salir del radio de acción del Señor.
Esta divina presencia inevitable, esta vigilancia que
6obre todos nuestros actos ejerce Dios, ¿no coartará la
libertad, no m architará muchas form as de alegría? Se
trata además de un Dios crucificado, en cuyos ojos mo­
ribundos resulta im probable sorprender una sincera
aprobación de la alegría. «El enemigo de la alegría, de
mano3 exangües», así describía a Cristo Anatole France.
Parecidos dicterios h an ido tejiendo a lo largo de la
historia la acusación constante del m undo; desde los
orígenes—M inucio Félix com prueba ya la fama de los
prim eros cristianos, tristes y taciturnos—hasta hoy o,
m ejor, hasta ayer. Se ha señalado a m enudo que e l
cristianism o deriva su m ayor eficacia de ser «religión
amenazadora», no de ser «religión prom etedora», ya que,
m ientras en el infierno se incluye nna elocuente pena
de sentido , la recom pensa que prom ete, tan pura y pie-
naria, no seduce mucho a los corazones acostum brados

(1) Confess. 4, 9, 14; ML 32, 699.

243
a soñar en otro género de felicidad muy dis.tinta, más
de pájaro tn mano que de ciento volando, más en con-
sonancia con las felicidades que de cuando en cuando
llega aquí £ experimentar. Estas dichas de la tierra son
sofocadas por una moral que afecta incluso al más íntimo
dominio del pensamiento y el deseo, y a la vez sufren
una lógica depreciación al negarles acceso a una descrip­
ción de la felicidad perfecta. El cristianismo, pues, ha
ensombrecido la tierra.
Es cierto que a veces la conducta de los cristianos ha
dado pie a tales reproches y que también por escrito
en alguna ocasión se han corroborado semejantes acusa­
ciones. El mismo Bossuet jtiene un párrafo ambiguo, cuya
más benigna calificación sería la de excesivamente ora­
torio, excesivamente ligado al momento de su declama­
ción : «La pasión, sin duda, más engañosa de todas es
la alegría, aunque sea la más ardientemente deseada;
y la Sabiduría no ha hablado jamás en otro sentido de
ella que no sea el que ofrece el Eclesiastés, cuando juzga
la risa un desatino y la alegría un fraude. Y la razón,
si no me equivoco, es que, después de la desobediencia
del hombre, Dios ha querido alejar de él todas las só­
lidas satisfacciones que había derramado sobre la tierra
en la inocencia de los comienzos, para entregárselas un
día a sus bienaventurados. Y porque la pequeña gota d.e
alegría que nos ha dejado después de tan gran expolio
no puede satisfacer al alma, por eso Jesús ha dejado al
mundo la alegría como un don que El menosprecia y
ha fijado para sus hijos como herencia la tristeza sa­
ludable» (2).
Pero **ste texto habría que comentarlo con relación
a todo el contexto del sermón. Este sermón sería con-

(2) Oeuvres Completes de Bossuet (París, Bloud e t Barral), vo


iumen 7, p. 149-150.

244
veniente situarlo y estudiarlo dentro de Ja extensa y
variada obra de Bossuet. Y la postura del obispo de
Meaux liaría falta encuadrarla en su marco Histórico y
referirla a los acontecim ientos anteriores que influye­
ron sobre ella y a la reacción que la Iglesia adoptó des­
pués sobre esa época. Hay un delicioso libro de A m bro­
sio de Lombez, Tratado de la alegría del alma, que ad ­
quirió mucha celebridad, defendiendo la alegría contra
el jansenismo tétrico. No es lícito valorar aisladam ente
los hechos—cada punto es nada más un momento de
la línea— , como tampoco hay derecho a enjuiciar en
bloque la alegría del mundo por unas manifestaciones
parciales que parecen contradecir la definición de una
alegría superior.
La verdad es que, al estudiar la teología cristiana
— ¡ qué interesante sería a este respecto contrastar la
teología católica con la protestante, como hace K arl
Adam con la alegría de Baviera o Renania católicas y
el fondo últim o de pesimismo reinante en las regiones
protestantes de Sajonia y T u rin g ia!—el problem a de
la felicidad, pasa con pie ligero por las cuestiones psico­
lógicas y subjetivas para dem orarse gustosamente en la
indagación del contenido de la felicidad perfecta y,
mientras prescinde casi sistem áticamente del térm ino
felicitas, emplea m il veces el de beatitudo , palabra de
resonancias poco seductoras en el oído de los hom bres.

La felicidad perfecta es la bienaventuranza. Bien. ¿Y


por qué no form ularlo al revés? La bienaventuranza es
felicidad perfecta. La vida de los cielos es a le g ría : «no
es otra cosa que gozar, gozar de Ti, para Ti y por Ti» (3).
La palabra de alabanza que escuchará el justo cuando

(3) San A g u s t ín , Confss. 10, 22, 32: ML 32, 793.

245
muera será una invitación a entrar en el gozo de su
Señor.
Esta perspectiva—que no sólo es norte, sino también,
meta; que no significa un horizonte siempre huidizo,
sino una ciudad concreta cuya puerta se halla en un
momento histórico definido para cada hombre—exhorta
ya a la alegría aquí abajo.
No será ocioso recordar que la moral católica en su
versión más canonizada y segura ha sido calificada de
moral eudem o n ística, al identificar el fin último de los
actos humanos con la felicidad, hasta el punto de que
ha sido tachada por algunos de moral interesada, fun­
dada en el predominio del amor de concupiscencia o
egoísta sobre el amor de amistad o desprendido. Esta
acusación fácilmente se disuelve aduciendo el inmenso
acopio de doctrina que los autores más impugnados des­
de ese punto de vista presentan sobre la primacía de la
caridad considerada en sí misma y definida tajantemen­
te como «amor de amistad o benevolencia».
La misma moral revelada de la Escritura propone
en innumerables ocasiones la felicidad futura como mo­
tivo santo de cualquier operación humana, y los Con­
cilios así lo han sancionado contra los defensores de
otras morales más austeras y despegadas. El reino de
los cielos, la posesión del gozo, la herencia, el premio
que no tendrá fin, el banquete de bodas y las cien me­
táforas placenteras. Esta inclinación a la eudemonía
parece ser no un aditamento desengañado, exterior y
posterior, sino perteneciente a la médula y esencia de
la auténtica moral cristiana, en expresivo contraste con
Ja triste severidad que respira la amoral del deber».
¿Por qué amamos nosotros a Dios y a los demás hom­
bres? «Amamos a Dios porque es la causa de nuesjtra
bienaventuranza y al prójimo porque está destinado a

246
participar de esta última bienaventuranza ju n tam en te
con nosotros» (4).
En esta vida el gozo será siem pre im perfecto, pues va
aliado siempre con el deseo y es amenazado en todo
momento por el temor : el deseo que esencialm ente ex­
cluye, mientras existe, la quieta posesión plena de lo
que se apetece y el tem or de perder lo que ya se posee
incoadamente por medio de la esperanza. Gozo im p e r­
fecto porque coexiste con las inevitables aflicciones del
hombre aún viador. Pero, porque el hom bre viador ya
camina, el programa cristiano ofrece un progreso, una
sabrosa ilación de virtudes que culm inan dichosam en­
te : «La tribulación produce la paciencia; la paciencia,
una virtud probada, y la virtud probada, la esperanza,
y la esperanza no quedará confundida» (5). Santo To­
más hace explícito el últim o eslab ó n : «De la espe­
ranza procede la alegría» (6), ya que, si bien aflige
la esperanza en cuanto carece de la presencia real del
bien apetecido, tam bién produce gozo en cuanto estima
presente ese bien futuro (7). Expectatio justorum laeti-
tia (8). La alegría es la esperanza de los justos y la es­
peranza es su alegría; fruto y germen.
Alegría para el cristiano ya aquí, en este m undo. San
Ignacio de Antioquía saluda siem pre así a las Iglesias :
«A todos muchísima, perfecta e irreprochable alegría.»
San Ignacio muestra un deseo y San Pedro deja cons­
tancia : les escribe a los extranjeros elegidos de la dis­
persión y menciona a Jesucristo, «a quien amáis sin h a ­
berle visto, a quien ahora creéis sin verle y os regocijáis
con un gozo inefable y glorioso» (9). Os regocijáis ya
(4) S a n t o T o m á s , Sum. Teol. 11-11. 26. 2.
(5) R om . 5. 3-5.
(6) Sum. Teol II-IT. 28, t.
(7) Ib. M I, 32, 3.
(8) Prov. 10, 28.
(9) I Petr. 1, 8.

247
aquí, en la tierra, donde, según la promesa del Señor,
el alma es recompensada con el ciento por uno.
El sacerdote suplica a Dios para el niño que va a in­
gresar en el número de sus fieles mediante el bautism o:
«que siempre te sirva alegre en tu Iglesia». Alegre...
¿Es posible vivir alegre dentro de una comunidad pre­
sidida por Aquel que Ibsen llamó «el pálido Galileo, que
se alegra cuando gimen sus secuaces, cuyo9 deleites ha
hollado»? ¿Es posible la alegría en un mundo sobre el
cual la Iglesia ha lanzado sus tremendos veredictos, un
mundo definido como destierro y valle de lágrimas, ilu­
minado despiadadamente por esa fe que descubre a plena
luz los míseros pero confortables reductos donde el
hombre había refugiado sus pobres alegrías?
¡ Oh, no, la luz de la fe no quema nada! No destruye
nada, sólo hace que la nada revele su nada. La fe pone
orden y concierto, valora, jerarquiza. La naturaleza, la
gracia, la gloria de los hombres, la gloria personal de
Dios. Cuatro comunicaciones divinas. Orden majestuoso
V exquisito. San Pablo describía esta escala : «Todo es
vuestro, vosotros de Cristo y Cristo de Dios» (10).
Todo es nuestro. Ninguna alegría queda fuera de
nuestros proyectos. Ninguna alegría dejará de integrarse
en la soberana recapitulación final de las cosas én Je­
sucristo. Unicamente las alegrías inanes, las alegrías
tristes, la alegría del pecado. Es decir, la sombra, el
error, la nada. Porque todo pecado—no sólo el pecado
de omisión—es en rigor metafísico nada, no es hacer,
sino dejar de hacer, es simplemente, tristemente, des­
amor.

Reconozco que hace falta cierta madurez—la humil-

(10) I Cor. 3, 22-23,

248
dad gratuita de los puros, de los que nada saben, o la
hum ildad laboriosa de los sabios, de los que han llegado
a saber bien que no saben nada—para aceptar y am ar
la hum ildad de un Dios que quiso encarnarse no sólo
en un cuerpo .terreno, sino tam bién después en una Igle­
sia terrestre, jurídica, con sus leyes y prontuarios, con
sus manuales de teología y sus debilidades hum anas. Con
su desconcertante facilidad para dar a todas las objecio­
nes respuesta rápida, a todos los dolores consuelo teó­
rico...
Tal vez irrite a algunos esta facilidad, tal vez se Ies
haga insultante o sospechoso este tener siem pre a mano
unas contestaciones que, al ser de cierta m anera reci­
tadas, suenan a cantilena aprendida de mem oria y nada
más. No sé, la verdad, qué responder. Decir que la
santidad y origen divino de la Iglesia no se ven afecta­
dos por las flaquezas de sus miembros aquí abajo acaso
sea añadir una respuesta más al catálogo de respuestas
irritantes. No obstante, hay que decirlo. A firm ar que
no nos es lícito abdicar de nuestras certidum bres divi­
namente infalibles para solidarizarnos m ejor con la
problemática angustiosa del siglo, probablem ente p a­
recerá a muchos una dimisión de nuestra condicción h u ­
mana terrenal, siempre en trance de camino y búsque­
da. Sin embargo, es menester afirm arlo.
Pero queda tam bién otra resp u esta; nuestro sufri­
miento. Concédame que entre ustedes y nosotros sub­
siste una últim a y honda fraternidad : no tienen uste­
des fe, ni esperanza, ni los mismos móviles para ejercer
la carid ad ; pero jtodos, ustedes y nosotros, sufrimos, p a­
decemos dolores V miserias sin cuento, incluyendo en este
inmenso ejército de los dolientes al que sufrió más que
nadie, al H ijo del H om bre, nacido hace cerca de dos
mil años.
Me dirá usted que la fe que profesamos nos im pide

249
llegar al fondo del sufrimiento, vivirlo en su integri­
dad. Ya le decía antes que la tradicional acusación que
se venía haciendo a la Iglesia por su presunta acción
devastadora en las alegrías de la tierra con su constante
amenaza del infierno, llega más bien hasta ayer... Hoy
el reproche ha cambiado de signo. Hoy se nos achaca
generalmente que> con nuestra seguridad en un futuro
paraíso celeste, con nuestras gratas soluciones prefabri­
cadas, empobrecemos al hombre matando su profundo,
valioso sentido trágico.
Sobre el primer cargo queda ya bastante dicho. Sobre
el segundo, bastaría la biografía íntima, sincera, no «edi­
ficante», de cualquier cristiano dotado de una rica hu­
manidad, hijo del cielo y de la tierra y cuidadoso de
no separar lo que Dios ha unido. La fe nos suministra
una última certeza inapelable, pero también nos hace
vivir más hondamente el riesgo, en un estrato inima­
ginable para el no creyente. La fe es lodo lo contrario
de una póliza de seguro. La fe no suprime los proble­
mas : los convierte en misterios.
San Agustín escribió algo que no es precisamente un
himno triu n fal: «Nuestra paz consiste en estar con Dios,
aquí por la fe, después cara a cara. Pero esta nuestra
paz actual es más bien consuelo en la miseria que ale­
gría en la felicidad. Hasta en nuestra justificación, ver­
dadera puesto que nos lleva a la vida eterna, influye
en mayor parte el perdón de los pecados que la perfec­
ción de las virtudes» (11). El mismo consuelo prometi­
do por Di os a sus seguidores es bien problemático en
sus efectos sensibles. El ciento por uno o recompensa
para esta vida no tiene por qué ser de la misma sustan­
cia de I03 gozos terrenos, que también nosotros anhela­
mos y agradecemos. ¡Ah, ese vino demasiado fuerte,

(11) De Civit. Dei, 20, 27: ML 41, 657.

250
esa alegría demasiado divina, esa desproporción entre
lo que creemos y lo que concebimos, entre lo que debe­
mos apetecer y lo que diariam ente nos vemos tentados
a buscar!
Así como nos £>on perm itidas todas las alegrías, salvo
las que entrañan pecado, tam bién tienen acceso b asta
el centro de nuestra alma todas las tristezas, excepto
la tristeza incompatible con la esperanza.

¿Algo más? Sí, algo que no se puede o m itir: «Quien


d o ama a Cristo, sea anatema» (12). Al cristiano no le
es lícito ocultar este verso. Pero a su generosidad es
propuesto completarlo mediante este o tr o : «Quisiera ser
incluso anatema en íavor de mis hermanos» (13).

(12) I Cor. 16, 22.


(13) Rom. 9, 3.

251
XVII

“Tú te alegrarás en tus hijos, porque


todos serán benditos y se reunirán con
el Señor (Tob., 13, 17).

Recibí el icono que me regaló tu h ijo al m orir. H e


querido dejar pasar tiem po antes de contestar, pues me
parecía muy duro poner sólo cuatro letras acusando r e ­
cibo. Y si me extendía, hubiese sido ta l vez más duro,
ya que puedes tener p o r cosa cierta que no hubiese sa­
bido escribir en otro sentido distinto de este en que lo
voy a hacer ahora, con ánimo de decir las cosa6 claras,
decidido a no dejarm e nada en el tintero. Hoy lo puedo
hacer sin escrúpulos o, m ejor dicho, puedo creer que lo
debo hacer ya para librarm e de los escrúpulos que me
atorm entan por no haberlo hecho antes. Hoy estás ya
más sereno, más dispuesto a reflexionar, después
del triste percance, aquel incom prensible y al p a­
recer tan leve accidente de moto que, al día siguiente,
le costaba la vida a tu hijo.
Conozco el tierno testam ento que, poco antes de mo­
rir, hi'zo de todas sus cosas. £1 álbum de fotos p ara su
madre, más los trofeos del colegio. E l pequeño crucifijo
que llevaba siem pre consigo, para la abuela. P ara m í
el icono de su cuarto. La cartera nueva de viaje, el re­
loj. la raqueta, los esquís, los libros..., para sus amigos.
A ti no te dejó nada. ¿P or qué? Decir que porque no
te quería sería decir dem asiado; decir que porque no se
acordó sería decir demasiado poco.

253
Como sabes, yo lo he tratado solamente tres años, es­
tos tres últimos años. Procuré entenderlo; era un mu­
chacho difícil. Sin embargo, considero que lo compren­
dí suficientemente y, a través de él, comprendí los aspec­
tos complementarios de la vida familiar que tanto tú
como tu mujer omitíais en vuestras declaraciones, creo
que indeliberadamente. Me parece que conozco más o
menos vuestra casa, quizá no lo bastante para acertar del
todo en el diagnóstico, pero sí para sentirme obligado en
conciencia a darlo.
Tus relaciones con el hijo eran, bien lo recuerdas,
frías de ordinario; a veces, tirantes, violentas. Un mu­
chacho de dieciséis años tiene ya bastante fuerza para
tirar enérgicamente hacia sí, para crear una situación
tirante.
El fué en principio tu gran ilusión : anhelabas reali­
zarte a ti mismo en él, evitando en su vida los fallos
de tu propia vida; no tanto para ahorrarle por amor
fracasos y errores como para conseguir tú, tú mismo, en>
ti mismo, en una prolongación inequívoca de tu ser, la
perfección humana que no supiste alcanzar en tu exis-
cia personal, concebida excesivamente como borrador de
esa segunda parte, esa segunda vida que pretendías sa­
car en limpio, completa e impecable.
Sí, el padre es él mismo más su hijo. Pero no tanto.
Pero de otra manera de como lo entendías tú. El padre
es él mismo más su hijo; es decir, más esa parte alícuo­
ta de mérito que le corresponde por su labor educadora
paterna, más esa responsabilidad en las culpas del hijo
—que tienen a veces un tremendo peso retrospectivo so­
bre la conciencia de los padres—. El padre es él mismo
más su hijo : sobre todo, más ese amor fuerte y desinte­
resado que le obliga a oscurecerse, a renunciar a la fir­
ma en la obra del hijo, en esa personalidad nueva que
exige ser una personalidad autónoma.

251
El padre y el liijo. Así, el hijo. Quisiste que fuese
hijo único. Creías que tu perseverante voluntad de ex­
cluir cualquier posibilidad de tener más hijos poseía,
aunque en sus medios de realización fuese vituperable,
un origen n o b le ; de esa forma podías concentrarte en
el hijo único, sin distraer esfuerzos, para lograr en él
tu más alta ambición paterna. Pero semejantes subter­
fugios no aguantan en el alma ni siquiera cinco m inutos
de sinceridad íntima. En seguida aparece tu tem or a
sufrir, tu horror a las molestias y las complicaciones.
¿Más hijos? ¿No está ya el mundo bastante habitado?
En todo caso, ya están para eso los pobres, que están
más acostumbrados a sufrir; además, que, en una p ru ­
dente organización del mundo, hace falta un núm ero
muy superior de manos que trabajen que de cabezas
que dirijan o, al menos, que de manos que disfruten y
despilfarren...
Pensaste que, a pesar de los desvíos-—pero ¿de qué
se desviaba, de su propio camino o del tuyo?—, po­
drías entenderte con él. Treinta años de diferencia no
son tantos años. Hay muchos sucesos que caen dentro
de las dos órbitas, en gran m edida coincidentes. Existe
además una sangre común, una seria probabilidad de
que sean idénticas las tendencias y las aversiones, las
tentaciones y los estilos de am ar y odiar. Pero un día
cualquiera comprueba el padre que su hijo le es extra­
ño, que se despega. Porque, aunque hayan vivido los
dos los mismos acontecimientos, su reacción ante ellos
ha sido diversa : no hay cosas más distintas que las ver­
siones de un mismo hecho basadas en una actitud de
recuerdo o de esperanza, contadas m irando al pasado o
al futuro. Treinta años son muchos años. Además, ¿qué
vale el privilegio de poder transm itir la naturaleza com­
parado con la imposibilidad de legar la propia perso­
nalidad? Mucho va en la 6angre, inclinaciones y repug-

255
naneias quizá, pero también la semilla de la voluntad
de autonomía, la capacidad de resistencia a aceptar esa
sangre y ihantenerla inalterada.

Te quejabas de que él no te quería, de que no corres­


pondía al gran amor que tú sentías hacia él. jAh, es
tan fácil amar a los hijos! Casi tan fácil como amarse
uno a sí mismo. ¿No es el hij.o la prolongación del pa­
dre? Esta verdad, esta relativa verdad, no implica sólo
unos derechos, sino también una jgrata, natural facili­
dad para el amor, facilidad que a su vez invita a refle­
xionar sobre qué exiguo margen de mérito se da en cier­
tos amores paternales. El agua de los ríos va río abajo.
No es que amar a los padres sea difícil, pero es menos
fácil. Exige, en primer lugar, un acto de f e : éste es
mi padre. El acto de fe que también comporta el
amor paterno—sé que éste es hijo de mi mujer, creo
que es también hijo mío—queda reducido a expresión
inapreciable por la evidencia gozosa del amor conyugal
o, al menos, por la conciencia de un dominio exclusivo,
cuya sola duda supondría una humillación que uno no
está dispuesto a soportar. Amar al padre no es tan fácil
como amar al hijo. No puede olvidarse que la continui­
dad de un mismo perfil temperamental, hasta de unas
mismas brillantes dotes intelectuales o morales, el hijo
tiene que reconocerla, no sólo como regalo apto para
suscitar el agradecimiento, sino también como imposi­
ción ajena que de alguna forma limita el sentimiento
de su propio ser y valer. Precisamente porque el amor
filial no está exento de ciertas dificultades, la providen­
cia exquisita de Dios ha dispuesto que el cristiano, a la
vez que el deber de invocar y amar al Padre, contraiga
la obligación de alumbrar, mediante la caridad, en los
senos de su alma al propio Dios a fin de que quede fa·

256
cilitado el am or a ese Dios, suyo en más de u n sentido.
El mismo am or que profesabas a tu h ijo , ya te b e
anticipado antes que convendría analizarlo cuidadosa­
mente.
Partiendo de unas bases honrosas, am ar m ucho es
fácil. Amar inteligentem ente ya es más difícil. .A m ar
desinteresadam ente es sobre m anera difícil. No es fre ­
cuente, no, el desinterés en los padres. Y aun en los
casos en que el padre prescinde por com pleto de su p ro ­
pio provecho al trazar los más gloriosos planes p a ra la
vida del hijo, éste acabará experim entando un matiz
irritante en los cuidados que aquél le dispensa y en la
vigilancia que sobre él ejerce p ara que tales planes
lleguen a feliz coronam iento : sentirá casi que su vida
está hipotecada por los proyectos de su padre y surgirá
algo así como una relación de acreedor—deudor en la
entraña misma de la relación' de acreedor. Pocos p a ­
dres saben com portarse, no digo sin agobiar a l h ijo con
la confesión reticente de los grandes favores que le han
hecho y los sudores que les ha costado, pero sí con la
generosa discreción que en todo m om ento oculta cual­
quier síntoma que tienda a hacer deliberadam ente ex­
plícita la generosidad em pleada con el hijo.
Frecuentem ente el interés y el egoísmo im pregnan el
amor paterno y lo pervierten sin rem edio. Incluso en
los padres que entregan sus hijos al sem inario, es dable
observar muchas veces que su actitud no es tan p u ra
como debiera; no es que persigan con esa entrega ven­
tajas m ateriales, pero sí anhelan en lo secreto de sus
intenciones una sutil com pensación: la ilusión de ase­
gurarse en el h ijo sacerdote el refugio de un corazón
sin com partir. No digamos que tal ilusión es grosera,
condenable a b u lto ; es m enester, sin em bargo, declarar
que im purifica más de lo debido tal ofrenda y nos rem i­
te al problem a general de la pureza en el am or paterno.

257
Kti tu cano, el diagnóstico no predi* do un inntrumeti·
tal muy delirado. lo lo he dicho ante·, te lo dije repe.
tifian vece« mientra« vivía tu h ijo : t« quería« a ti mi«mo
m él. Era lodo <rotno unu pequeña, ridicula y abomina­
ble caricatura del amor divino, «1 amor de un Dio· que
rii última inntancia «ólo puede timar»» a «í mUmo. ( JAh,
lo« de«con«tderadon, banto« intento« do imitación! Crear
ul hijo, amarlo ante» de nacer para que e«e amor «ea
creador, Hacer a mientra imagen y «emejanzu, hacer obra
«terna, imprimir huella, amar«« a «í minino en la pro·
pía obra,.. ¡Qué copia·» tan deleznable* t No iiay, por
«upue«to, ni niquiera bianfemia en ella*. Sólo hay cari-
<tttura, re*ttltadon fallido«, «oberbia o impropiedad de
lenguaje.)

Tu ob*e*íón por educarlo. La educación no e« un corrí-


pigmento accidental de la procreación; mk* bien é*fa
podría eoncebirne como fundamento y símbolo de la
gran larra educadora que abarca largo« año«. Kl innlíin-
te del nacimiento fínico en imagen de en« otro nacimien­
to que el hombre alcarr/a el día de «u emancipación,
denpuén de haber vivido durante uno« año« en un clima
de ttbrigo, de amor, de certidumbre del amor ex i«tente
entre Mi* padre«, época de enpírifiial y difícil gemación.
Tii ob*!e«ión por educarlo ¿Realmente era a«í? Nun­
ca llegante u hablar con él de anunto« íntimo«, nunca
o*a»te mencionar ante él cierto« tema«. El tema, por
ejemplo, del origen de la vida y «ti fninumínión. Vanan-
te cualquier día del temor de anticipar acontecimiento«,
del temor de denflorar quizá prematuramente m u inocen­
cia, panante broncamente, «¡n tranníeión, a la córnoda,
abnoluta «egurldad de que ya nada era necesario, ptie«
todo lo había aprendido «abe Dio» por qué conducto«.
No e« que hubiera por tu parte miedo a que aquello/i

258
ojo* 1an puro« taiadra»en lo« luyo· ba«ta «r«rígiM r de*
lito« in c o n t a b le « ; no ere tampoco miedo a no «aber
»alvar con tu· palabra» Ja diferencie entre Ja metería del
arlo у Ь belleza de «u «ignificaeíón y «u» con*ccuenci*·.
j\i uuu co»u ní otra, ni tan grue»o ni Un «útil, ni lempo*
со convencimiento de que ei mejor que cada ano per«o-
nalmente «e reaueJva ei miaterio como pueda. N o , «ím-
plemcnte com odidad; te trataba de Anteponer te como*
didad а e«o* dudo«o« debere» que ahora a )o« pedagogo»
le« ha dado por inventar y proclamar, cJ deber de íni-
ciar Jo« pudre» а «им hijo« en la« rain grave« cuestione«
de Ja vida, el deber de intentar una «incera compren*
híóij, un ruara vi JJo*o programa de confianza y amíatad
entre padre» e h ijo »,., Sít aería bonito, Qurf reconocía·
cri e»a» valiente« y «en«ata« razone· un viejo, hermono
ншто tuyo, frustrado por eJ rautifmo en que muy pron­
to *e encerró tu hijo. ¿Fue de vera« la culpa del hijo?
Kra la comodidad, era en cierto modo la cobardía, eran
también Ja» «uce»iva» decepcione« que ei bíjo había ido
acarreando a tu alma, a la parte má» «u«eeptible de fu
olma, donde «e mantenía aún Ja antigua ilueión de per·
feccionartc a ti minmo en aquella cera ya no tan virgen.
Juzga«!.* que el único culpable era él. Tú, un padre
amoroeo y «olícito; él, un hijo ingrato y di«col o. Me
acuerdo muy bien de «u fuga el año pa«ado. ¡U n hijo
pródigo! No deja de «er una cómoda interpretación de
mucha» co«<t*. Pero yo te digo einceramente que má«
me pareció un <\f«dido que un de«ertor. Te digo tam ­
bién que la gran de«gracia que aqueJJa breve huida oca­
sionó no fue otru que la de corroborar en ti a«a con*
cicneia de padre ultrajado, dolorido y clemente, e«a
conciencia de victima—~la conciencia má» «utilmente
»oberbia de toda» y la m6» difícil de deaarraigar, pue*
«e mezcla pronto con cierta» intencione« expiatoria*
aparentemente genero*«»— , e«a costumbre de exentarte.


ese instinto repelente, esa maldad retorcida que Dios
sólo podrá destruir acaso mediante alguna humillación
grave o por medio de un dolor acerbo. ¿La muerte de
tu hijo? ¡Oh, bendita muerte si nos ha traído esta re­
surrección !

Frente a tu sistemática declaración de méritos, de pa­


dre ofendido e irreprochable, él fué cobrando y deján­
dose aniquilar por una obsesiva sensación de culpa
constante, al mismo tiempo que iba considerando su per­
manencia en la vida como una gratuita e inmerecida
misericordia tuya reiteradamente, diariamente otorgada.
Más tarde, cuando se hubo desarrollado su facultad
de juzgar, usó de todas las normas meticulosas con que
tú lo abrumabas para aplicarlas sobre tu comportamien­
to, para juzgarte a ti implacablemente. El sentimiento
de culpa propia fué reemplazado por un conflicto inte­
rior bastante más decisivo de lo que puedes imaginar.
Si Dios no le hubiera proporcionado al correr de los
años, por medio de otros contactos saludables, oportu­
nidad de restablecimiento, tu hijo quedaba incapacitado
para la vida. Me confesó que jamás se casaría. No era,
por supuesto, el temor que a algunos hijos culpables
los disuade del matrimonio, el temor a tener un hijo que
le¿ haga pagar las deudas de ingratitud y desafecto con­
traídas con sus propios padres. Era un temor muy dis­
tinto, un pavor difícilmente curable a prolongar en un
hijo propio la tragedia que a él le había tocado vivir te­
niendo a su padre como antagonista.
Con todo, aún hubo una consecuencia todavía más
funesta: su irreparable falta de fe en la justicia, su
sólida persuasión de que la justicia era un mito, nada
más que una tapadera de la injusticia de los poderosos
o la revancha de los que un día fueron víctimas de la

260
injusticia, el título colorado y honorable que les asegu­
raba un medio tranquilo de resarcirse. Tas sanciones
llegaron a ser excesivas y resaltaba muy improbable
deducir un principio de amor del cual hubiesen emana­
do. El al principio se sometía, pero no podía hallar pro­
porción lógica entre castigo y delito, lo cual acabó por
inducirle «i la idea de la arbitrariedad primero, de la
crueldad después, como toda explicación posible.
Para que esté permitido a un padre castigar es nece­
sario que a él le duela el castigo más que a su h ijo ; sólo
entonces le es lícito imponer el castigo, porque única­
mente en esas condiciones puede sortear sin temeridad
el peligro de ser despiadado. Cabe aquí an lamentable en­
gaño, y tú caíste alguna vez en él. Casi siempre castigabas
por orgullo, por miseria íntima, porque necesitabas de
ese triste recurso para seguir persuadido de que conser­
vabas el poder y la autoridad, pero alguna vez lo hicis­
te para vengar en tu hijo tus propias defecciones, para
hacerte sufrir, para suscitar desesperadamente un sufri­
miento que ya no acudía a tu alma; esa autopunición,
nutrida por el convencimiento de que el hijo era parte
de tu mismo ser, se parecía a las sinceras prácticas de
penitencia personal tanto como el amor propio de los
hombres puede parecerse al esencial amor que Dios se
profesa a Sí mismo a través del amor que dispensa a sus
criaturas.
Dime la verdad: ¿preferías inspirar admiración o
amor? ¿Querías que tu hijo te considerase un hombre
fuerte y seguro de sí, un modelo, o que te amase con
ese amor caliente y confortador con que se aman y se
dejan amar los hombres deseosos de prestar ayuda y
conscientes de que ellos mismos la necesitan? ¿Admira­
ción o amor? Acabaste provocando nada más resenti­
miento y miedo (creo francamente que odio, no), un
miedo que abortaba cualquier diálogo, sobre todo el diá-

261
logo salvador en que él hubiese hablado de su miedo, y,
con sola su declaración, tal vez ese miedo hubiese des­
aparecido. Pero el miedo es lo último de lo que habla el
que está poseído por él, prefiere hablar del valor o,
mejor, simularlo. ¡El diálogo! Es quizá pedir dema­
siado que mostrases un interés entusiasta por aquellos
mínimos— ¿mínimos?—problemas de tu hijo, pero sí
que se te podía exigir un mínimo—sí, mínimo^—esfuerzo
de adaptación, una sincera o tácita deposición de tus
armas. ¿Te extrañas de que tuviese aquella rigurosa fide­
lidad a sus amigos, de que fuese capaz de hacer por ellos
mucho más del doble de lo que estaba dispuesto a hacer
por ti?

Resulta imprescindible mencionar a su madre. Ella


quería fervientemente a su hijo, pero también te ama
a ti con verdadera pasión. Un discutible sentido de hon­
radez le prohibió erigirse en apoyo independiente, en
confidente secreto. Creyó que era suficiente sufrir, que
su papel debía reducirse al sufrimiento. Tu actitud des­
pótica la hacía sufrir por él, la aversión de él la hacía
sufrir por ti. Pero sufrir no basta, es necesario dar un
cauce fecundo al sufrimiento. Es menester que el amor,
que permite a los hombres soporitar cualquier dolor,
tome a veces también otras iniciativas más directas, me­
nos pasivas-
La sumisión de ella a todos tus planes y pautas, hizo
que la conducta dura y áspera que mantenías indefecti­
blemente ante él influyese en el comportamiento de
ella, más cuidadosa de secundar ciegamente tu actitud
que de compensarla con prudéncia mediante una inten­
sificación de su ternura específicamente maternal. Re­
primió sus naturales manifestaciones de cariño conside­
rándolas como una oscura complicidad no decorosa. No

262
entendió, por ejemplo, que lo que él necesitaba, al re­
tornar a casa después de su íuga del año pasado, era
fundamentalmente cariño. No supo alumbrar en aquel
frágil corazón la veta de niño que yacía aún intacta y
contenía el germen de la más bella regeneración. Se pre­
ocupó buscando ademanes y palabras para el momento
del encuentro, y fué peor. Simplemente, ella debía ha­
ber dado rienda suelta al placer del encuentro y mos­
trado interés por su ropa, su régimen de alimentación,
sus grandes penas insignificantes. No acertó a reavivar la
única relación fructuosa y dulce entre madre e h ijo :
madre y niño.
Juzgó que era bastante sufrir. En realidad, su dolor
era más que suficiente para hacerte a ti reflexionar y
vibrar de contrición, pero no era bastante para devolver
la armonía a la vida familiar.

Mi carta, lo veo, lo preveía, ha resultado flagelatoria.


Creo que era mi deber escribirla. Creo que sigue siendo
mi deber enviártela sin pulir ningún párrafo, sin paliar
un solo adjetivo. Creo también que en el fondo eres bue­
no, sólo que resulta un fondo demasiado sepultado por
formas malas, por costumbres culpables, por capas muy
recias de soberbia y egoísmo. Y a un muchacho, aunque
sea hijo, no se le puede pedir que tenga la paciencia
de penetrar tantos estratos de apariencias y viciosos há­
bitos superpuestos hasta llegar al núcleo de bondad au­
téntica. Es más, es la última palabra que no puedo si­
lenciar : no hay derecho a comportarse de tal forma que
se reclame del hijo el heroísmo de tener que vencer cons­
tantemente la tentación de desear la muerte de su padre.
Sólo me resta decirte que tu hijo era de una excelen­
te madera, que poseía una inmensa capacidad de afecto
y de lealtad y que además era puro como un ángel. Uni-

263
camente tengo una duda: ¿te perdonó al fin? ¡Me hu­
biese gustado tanto asistir a su agonía! Quiero creer
que sí, que te concedió después el perdón más absoluto
y, si no supo hallar la manera de expresártelo, sería
sencillamente porque no estaba ejercitado para ningún
género de efusión.
Te atormenta el dolor de que haya muerto. Y de que
haya muerto sin antes haber mediado una explicación
entre vosotros. Tienes un gran dolor en el corazón.
Lo que hace falta es que tengas también lo que técnica­
mente se llama «dolor de corazón», pena de haber vi­
vido hasta ahora así, de haber ofendido tanto a Dios
en tu comportamiento habitual respecto del hijo.
Pena también de haberlo ofendido por tu criminal ac­
titud, mantenida durante dieciséis años, en lo que con­
cierne a otros posibles hijos a los cuales negaste por
principio el derecho a nacer. Ahora que has perdido
«el hijo de la promesa», queda para ti, merced al dolor
natural que te embarga, facilitado el dolor sobrenatural
y la titánica esperanza de Abrahán.

Sé que no he mentado aún en esta carta la palabra


alegría. Es la palabra, junto con la de tristeza, que
desde hace algún tiempo me viene con mayor frecuen­
cia a los puntos de la pluma; pero esta vez ha sido to­
talmente desplazada. Sin embargo, debo al final refe­
rirme a ella, copiarte un texto para esta hora: «Tú te
alegrarás en tus hijos, porque todos serán benditos y se
reunirán con el Señor» (1). Tus hijos... Los que quizá,
todavía, aguardan. Y si no, al menos el hijo que ha
muerto. Porque la bondad de Dios es infinitamente ma­
yor que tu maldad.

(1) Tob. 13, 17.

264
XV III

“Hizo andar a su pueblo gozoso y a


sus elegidos llenos de alegría. Y les
asignó las tierras de las gentes” (Ps.,
104, 43-44).

He leído su ensayo sobre prehistoria, del cual tuvo


usted la gentileza de enviarme un ejemplar dedicado.
No tengo competencia ninguna para valorar los mé­
ritos intrínsecos, propiamente científicos, de la obra.
De la prehistoria yo poseía más bien una idea prehis­
tórica, muy anterior a estos últimos hallazgos; en resu­
midas cuentas, me satisfacía ampliamente la explicación
de una tierra escasamente habitada en la que figuraban
algunos letreros—Cromagnon, Neanderthal..., quizá la
dama de Elche o mejor algún antepasado suyo— , con
caligrafía infantil y meticulosa, para quijtar monotonía
al mapa. Acerca de la fijación cronológica de tales épo­
cas no abrigaba yo un deseo de mayor rigor: prehisto­
ria era simplemente lo que ocurrió en el mundo hace
aproximadamente muchísimos siglos. Como ve, no estoy
en condiciones de suministrarle, tras la lectura de su li­
bro, un juicio muy apreciable. Sin embargo, no be de
renunciar a expresarle mi admiración más sincera por el
vivo y creciente interés que ha sabido usted darle a un
tema de suyo tan árido; lo atestigua el puro hecho de ha­
ber leído yo toda la obra íntegra, hazaña para la cual no
me suelen bascar razones inspiradas en la fiel amistad
que mantengo con este o aquel autor. Parece ser que los

265
filósofos aciertan cuando dicen que el tiempo es un «ente
de razón», pues yo al menos no llego a percibir su rea­
lidad : yo no tengo tiempo para casi nada. Esta inter­
pretación incorrecta, personal e interesada que doy a
la definición filosófica confirma mi angustiosa situación,
ya que demuestra bien a las claras que no dispongo de
tiempo para comprobar el verdadero sentido de tal
definición y la radical ilicitud de falsear ese sentido.
No he tenido nunca tiempo de preocuparme por la
prehistoria y casi tampoco por la historia, pues acapara
todo mi tiempo y toda la energía de mi ser el hombre
actual, el hombre vivo, el hombre de carne y hueso al
que tengo que servir y en cuyo servicio debo encontrar
mi salvación. Por esto mismo, por esta mi dedicación
«profesional» al hombre, me resisto un poco a aceptar
las modernas teorías que estiran indefinidamente la ve­
jez del mundo. Nos va a ocurrir con el tiempo como le
sucedió a Galileo con el espacio. Lo mismo que la tie­
rra, la sede del hombre, es tan sólo un punto insigni­
ficante dentro de un inmenso sistema, así la historia hu­
mana viene a ser—con la importancia creciente que co­
bra lo prehistórico, lo paleontológico y aun lo geológi­
co—un momento mínimo en la inconmensurable dura­
ción del tiempo.
Sin embargo, aunque esta estimación sea científica­
mente irrefutable, es menester afirmar que, por muchos
ceros que se añadan a la cifra expresiva de la edad de
la tierra, la breve historia de la humanidad no pierde
relieve alguno. Todos los milenios anteriores al hombre
tienen nada más un precario carácter de víspera y pró­
logo. No es solamente que el mundo estuviera incomple­
to hasta el advenimiento de Adán; es que estaba ex­
pectante. Los animales buscaban a su señor, las nubes
iban y venían sin objeto, los árboles reservaban su me­
jor fruto, su mejor sombra, esperando que los hombres

266
se tendieran bajo sus ramas, esperando que Adán gra­
base en su corteza una A y una E entrelazadas. Todo
suspiraba por la llegada de aquel ser para cuya creación
no bastaría la mera voz de mando del Creador, sino que
el mismo Dios con sus manos, según paciente artesanía,
había de modelarlo a su imagen y semejanza.

La historia realmente importante es la historia del


hombre. La historia de su inocencia, de su pecado, de
su redención, de sus caídas y recaídas, de su fatiga y
su esperanza, la historia de sus dolores y alegrías. La
historia en su doble aspecto: realización y explicación
del hombre; porque la historia no sólo nos relata la
obra del hombre, también nos explica lo que el hom­
bre es.
Historia de los dolores humanos. £1 dolor, la misma
enfermedad han tejido la gran historia en una medida
que no podemos fácilmente calcular. Ni el Imperio ro­
mano hubiese sido lo que fué sin la ((enfermedad sagra­
da» de Julio César, ni la trayectoria religiosa de Egipto
se explica sin los trastornos de Amenophis IV, el Rey
Hereje, ni el pensamiento de Dostoyevski o de Nietzsche
hubieran tenido .tan vasta influencia mundial desasistido
de la luz genial que el aura de la epilepsia le propor­
cionaba, ni probablemente la historia actual de Europa
sería la que vivimos si la enfermedad del gran estadista
alemán Gustavo Stressemann hubiera tenido otra reper­
cusión distinta en el desenvolvimiento del nacionalso­
cialismo.
Historia también de la alegría, realidad mucho menos
historiable. Aquí habría que situar un estudio muy pro­
fundo, muy imparcial del Renacimiento junto a una
reivindicación de la alegría medieval; una serena in­
vestigación no tanto de los regocijos del amor couftois

267
como de las suaves sonrisas que van acentuándose en el
rostro de las Vírgenes góticas. Grandiosa empresa para
cien hombres de exquisita sensibilidad histórica. Impor­
ta conocer la fecha y las cláusulas exactas de una alian­
za, pero aún es más interesante saber si en aquel mo­
mento era alegría o tristeza lo que se respiraba princi­
palmente en el aire.
Con todo, hay algo todavía más importante. No se
trata de estudiar cómo los hombres de cada época han
concebido y vivido la alegría, sino de averiguar hasta
qué punto el espectáculo de la historia nos autoriza a
nosotros, los hombres de hoy, a buscar la alegría y dis­
frutar de ella. Historia de la alegría, no; alegría de
la historia, esto sí. El doble aspecto que mencionába­
mos; y más que la historia como realización de un pro­
yecto humano, logrado o fallido, ese otro aspecto con­
secuente y principal que consiste en esclarecer, a la luz
de la historia, las íntimas posibilidades humanas.
Rechazamos, en primer lugar, el fatalismo, el escep
ticismo «dogmático», la idea astronómica e inalterable
del ciclo. Hay quien ha elegido, bien lo sabe usted, la
circunferencia como la figura más apta para simboli­
zar el desenvolvimiento de la historia. Es una vieja pro­
pensión a contemplar los procesos históricos como un
trote desengañado y circular de potros fatigados en un
redondel taurino de sol y sombra, de florecimientos y
decadencias. Puede pensarse que la maldad de Caín y
la magnanimidad de Guzmán el Bueno se han de re­
petir una y mil veces hasta el cabo de los siglos. Aris­
tóteles, en sus Problemas, hace constar que está escri­
biendo en un momento que confiesa ser posterior y
anterior a la guerra de Troya : posterior a la guerra cier­
ta pasada, anterior a cierta guerra futura, igualmente
cierta, que en Troya volverá a tener lugar. Y tal vez
estos sucesos—podríamos añadir nosotros—vayan reite-

268
rándose según una periodicidad que no tardaríamos en
conocer si nos esforzáramos un poco en hallar el dos pi
erre de la historia. En el espacio viene a ocurrir cosa
parecida: algún ingeniero debería empeñarse no en
fabricar la locomotora más veloz, sino en lograr algún
artefacto que supiera elevarse y sustraerse a la fuerza
de la rotación terráquea para luego dejarse caer en el
meridiano oportuno.
Esta identificación del tiempo cósmico y el tiempo hu­
mano induce a una visión desesperanzada y triste, ya
que la mera repetición de la misma órbita, en lo cual
viene a consistir nada más el tiempo, no permite otra
novedad que la de una degeneración paulatina, una de*
gradación o desgaste inevitables.
Otros pueblos, otras mentes, a esta marcha circular
han opuesto un rectum iter como único esquema histo-
riográfico válido. El punto de arranque y el fin de esa
línea recta son distintos con arreglo a los diversos pos­
tulados o creencias de los que así conciben la historia,
tan generosamente abiertos a una novedad constante.
Tal vez, sin embargo, podría elegirse un símbolo geo­
métrico intermedio que satisfaga igualmente— o descon­
tente por igual—a los partidarios de la órbita cerrada y
a los defensores del avance rectilíneo. Me refiero a la
espiral que, al ir ampliando su radio, conquista ince­
santemente regiones inexploradas. Este símbolo, a la
vez que permite conservar la teoría de las constantes
históricas—zonas fijas de sol y sombra que va atrave­
sando la punta de la espiral, horas buenas y malas, o
clásicas y barrocas, o ahorrativas y gastadoras, o con
predominio de la idea cíclica y de la rectilínea— , nos
concede acceso a la noción esperanzada de un progreso,
al ansia de unos horizontes siempre nuevos. Junto a la
espiral de los Bernouilli, inventores del cálculo infini­
tesimal, campeaba esta leyenda: Eadem mutata resur-

269
go. Sigo siendo la misma, pero modificada. Vendrán los
mismos gozos y las mismas aflicciones, pero serán gozos
distintos, diferentes aflicciones.
Hace falta conservar a todo trance la conciencia de
que la novedad, a pesar de todas las inexcusables reite­
raciones, es siempre posible. Esta esperanza constituye
el aspecto dinámico de la alegría en el hombre viador,
histórico, sometido al tiempo, a la vez que el carácter
extático, tranquilo y seguro de la alegría viene expre­
sado por la certeza de que cualquier novedad no es ja­
más azarosa, sino prevista por Dios.

La historia humana tiene su protohistoria en los pla­


nes divinos y, antes que ser una ejecución de proyectos
humanos, constituye el puntual cumplimiento de unos
inefables designios superiores que lo abarcan itodo, el
deseo de los hombres y su realización, el deseo y su
frustración.
Existe un orden ejemplar eternp reflejado en el curso
temporal. Y cada hora histórica, cada pueblo que en
un momento u otro pasa a asumir un papel rector, a
desempeñar nna función cualquiera en el gran tablado,
refleja con mayor o menor fortuna alguna perfección
divina. Será la fuerza, la demostración de un gran po­
der ; será la sabiduría o el esplendor de la belleza; será
acaso su equilibrio o profunda intimidad.
Viene a ser la historia como una colosal teodicea, una
justificación de Dios a gran escala. La visión vasta, abar-
cadora, del acontecer histórico explica ya muchos
sucesos que en sí mismos, en su pura anécdota, perma­
necen oscuros y desconcertantes. ¿Cómo explicar el pro­
blema del mal?
Partiendo de unas bases históricas que permitan afir­
mar que sólo existe el mal en el orden moral y en lo

270
que se derive de él. Partiendo del principio que asigna
al mal carácter histórico, un origen en el tiempo, una
defección voluntaria de la criatura, defección a la vez
prevista, permitida y no querida por el Creador; que­
rida en cierto modo consecuentemente a su previsión.
Sobre este postulado de suprema trascendencia y liber­
tad divinas, ya la historia puede concebirse, en sus
constantes y avalares, como el tremendo drama del hom ­
bre solicitado por Satán—historia maldita—y por su
Dios—historia de salud— . Agregando el otro principio
de libertad humana, es lícito también considerar como
los dos grandes protagonistas de la historia a Dios y al
diablo. Cualquier hora de paz, amor y alegría significa
una victoria explícita del Señor. En los momentos de
odio y corrupción, por el contrario, la indefectible vic­
toria constante de Dios—todo acaece según sus cálculos,
la violación de las leyes entraña a la vez una radical
observancia del orden de libertad impuesto por El—
queda oculta por una aparente victoria del Príncipe de
las tinieblas; dos hombres enemigos que luchan por odio
son en el fondo aliados, dóciles a la alianza con Satán
en guerra profunda contra el Señor. Los pecados per­
sonales se sueldan y originan algo compacto, como una
unidad de batalla que va renovándose históricamente.
Orígenes hablaba en este sentido de un «cuerpo del
diablo» (1).
La historia real, efectiva, la que narran los libros, es
una historia querida por Dios en cuanto prevista y per­
mitida y asistida por su concurso. Pero no es la que
El prefería. Aun contando con el desastre inicial del
pecado de Adán, 1a historia ideal hubiese sido muy di­
ferente. Este proyecto de historia es incesantemente mor­
dido, frustrado por los sucesivos pecados del hombre.

(1) Comm. in Epist. ad Rom. 5: MG 14, 1046.

271
Sobre cada vida humana tiene que trazar Dios un doble
destino: el destino puro, primitivo, hipotético, verda­
deramente querido, y el destino desmejorado, pobre y
triste, querido con pena, que será el que el hombre, día
tras día, realice. El desajuste entre estos dos proyectos
superpuestos significa el pecado, la traición, los argu­
mentos de la historia maldita. A su vez estos pecados
dan pie para que los siguientes pecados, los pecados de
otra vida posterior, vayan acrecentando la distancia en­
tre la realidad y el plan primigenio. Por lo menos in­
fluyen en la marcha de los sucesos. Todo pecado, además
de constituir un episodio personal o materia concreta
para el juicio particular de cada hombre, tiene una re­
percusión social e histórica. «Yo soy Yavé, tu Dios, un
Dios celoso, que castiga en los hijos las iniquidades de
los padres hasta la tercera y cuarta generación» (2).
Puede pensarse lo que hubiera sido la historia tejida
por unas vidas humanas fieles a los proyectos ideales.
Pues seguramente yo no estaría escribiendo ni usted vi­
viría para leer esta imposible carta, ya que con toda
probabilidad para esta fecha somos todos, todos los hom­
bres que hoy habitamos la tierra y hacemos la historia,
bijos de un pecado, de algún pecado actual además del
gran pecado original que preside toda concepción carnal
del hombre. Otros seres, puros, santos, bien hechos,
hubiesen realizado otra historia, la historia con la que
nos e3 lícito soñar sólo mientras no nos expongamos te­
merariamente a las tentaciones de desesperación, la ten­
tación de decretar ya imposible la alegría.
Vivimos instalados en un orden y debemos amarlo y
sentirnos ligados, no sólo por nuestra naturaleza, sino
también por nuestra conducta, a este inmenso proceso
histórico. Cabe que un historiador se limite a narrar

(2) Ex. 20, 5.

272
hechos objetivos, es su misión. Pero cabe que después
se lave las manos, es su tendencia a la irresponsabilidad.
Es menester que todo el que escribe historia pasada se
persuada de que sobre todo «escribe» ya con su vida la
historia del futuro.

Pero la historia es además una monumental enseñan·


za, dada ±a ftntre ]08 j og aspectos que, com o
señalábamos, presenta el acontecer
el historiador asume un delicado papel de pedagogo:
es un profeta del pasado con el oficio de descifrar los
enigmas del tiempo pretérito.
Se ha hablado de tres sucesivas revelaciones de Dios
a los hombres : la naturaleza, la Biblia y la historia.
San Agustín, utilizando la Biblia como historia, distin­
guía seis etapas en esta grandiosa lección pedagógica,
correspondientes a los seis días del Génesis: de Adán
a Noé, de Noé a Abrahán, de Abrahán a David, de Da­
vid al destierro, del destierro a Cristo, de Cristo al fin
del mundo; seis fases, seis días con su mañana y su
tarde, siendo representada la tarde por algún desastre:
el diluvio, la confusión de lenguas, la caída de Saúl, el
destierro, la reprobación del pueblo judío.
Pero San Agustín, además de rendir el acostumbrado
tributo a la simbología. vivió en época muy temprana,
si no temprana absolutamente o con referencia a la pura
cronología total, sí al menos en lo que respecta al des­
arrollo del pensamiento historiográfico. ¿No será po­
sible añadir otras etapas, intercalar alguna fase en ese
sexto día, que, si hasta hoy no representa un lapso de
tiempo muy dilatado en años, contiene por lo menos
una lista de acontecimientos de primera magnitud, una
serie de jalones bien claros y decisivos?
No. La sexta edad está fundamentalmente completa y

273
\UN ES PO SIB LE ...— 18
Sobre cada vida humana tiene que trazar Dios un doble
destino: el destino puro, primitivo, hipotético, verda­
deramente querido, y el destino desmejorado, pobre y
triste, querido con pena, que será el que el hombre, día
tras día, realice. El desajuste entre estos dos proyectos
superpuestos significa el pecado, la traición, los argu­
mentos de la historia maldita. A su vez estos pecados
dan pie para que los siguientes pecados, los pecados de
otra vida posterior, vayan acrecentando la distancia en­
tre la realidad y el pian primigenio. Por lo menos in­
fluyen en la marcha de los sucesos. Todo pecado, además
de constituir un episodio personal o materia concreta
para el juicio particular de cada hombre, tiene una re­
percusión social e histórica. «Yo soy Yavé, tu Dios, un
Dios celoso, que castiga en los hijos las iniquidades de
los padres hasta la tercera y cuarta generación» (2).
Puede pensarse lo que hubiera sido la historia tejida
por imas vidas humanas fieles a los proyectos ideales.
Pues seguramente yo no estaría escribiendo ni usted vi­
viría para leer esta imposible carta, ya que con toda
probabilidad para esta fecha somos todos, todos los hom­
bres que hoy habitamos la tierra y hacemos la historia,
hijos de un pecado, de algún pecado actual además del
gran pecado original que preside toda concepción carnal
del hombre. Otros seres, puros, santos, bien hechos,
hubiesen realizado otra historia, la historia con la que
nos e3 lícito soñar sólo mientras no nos expongamos te­
merariamente a las tentaciones de desesperación, la ten­
tación de decretar ya imposible la alegría.
Vivimos instalados en un orden y debemos amarlo y
sentirnos ligados, no sólo por nuestra naturaleza, sino
también por nuestra conducta, a este inmenso proceso
histórico. Cabe que un historiador se limite a narrar

(2) Ex. 20, 5.

272
hechos objetivos, es su misión. Pero cabe que después
se lave las manos, es su tendencia a la irresponsabilidad.
Es menester que todo el que escribe historia pasada se
persuada de que sobre todo «escribe» ya con su vida la
historia del futuro.

Pero la historia es además una monumental enseñan­


za, dada la cuucit;/,n entre los dos aspectos que, com o
señalábamos, presenta el acontecer Justorico. ¿rv,.*-
el historiador asume un delicado papel de pedagogo:
es un profeta del pasado con el oficio de descifrar los
enigmas del tiempo pretérito.
Se ha hablado de tres sucesivas revelaciones de Dios
a los hombres : la naturaleza, la Biblia y la historia.
San Agustín, utilizando la Biblia como historia, distin­
guía seis etapas en esta grandiosa lección pedagógica,
correspondientes a los seis días del Génesis: de Adán
a Noé, de Noé a Abrahán, de Abrahán a David, de Da­
vid al destierro, del destierro a Cristo, de Cristo al fin
del mundo; seis fases, seis días con su mañana y su
tarde, siendo representada la tarde por algún desastre :
el diluvio, la confusión de lenguas, la caída de Saúl, el
destierro, la reprobación del pueblo judío.
Pero San Agustín, además de rendir el acostumbrado
tributo a la simbología, vivió en época muy temprana,
si no temprana absolutamente o con referencia a la pura
cronología total, sí al menos en lo que respecta al des­
arrollo del pensamiento historiográfieo. ¿No será po­
sible añadir otras etapas, intercalar alguna fase en ese
sexto día, que, si hasta hoy no representa un lapso de
tiempo muy dilatado en años, contiene por lo menos
una lista de acontecimientos de primera magnitud, una
serie de jalones bien claros y decisivos?
No. La sexta edad está fundamentalmente completa y

273
AUN ES P O Sim .F ---- 1R
no admite subdivisiones sustanciales. En esta edad ha
ocurrido algo que es el auceso principal de la historia,
el que parte en dos mitades definitivas la historia, pues
todo es ya «antes» y «después» : antes y después del
nacimiento de ¡Nuestro Señor Jesucristo. Lo que acae­
ció autes Unía una esencial proyección a ese momento,
era lo que San Pablo llamaba «pedagogía hacia Cris­
to», introducción, época de tutores, minoría de eda<!:
el paralelismo con la narración <?enesis nos acaba
vrc uirecer el significado prologal de los cinco primeros
días, orientados por esencia al sexto. Todo lo que ocu­
rrió después de la Encarnación, todo lo que ocurra has­
ta el fin de los siglos, está vuelto hacia ese momento,
verdadero quicio de la historia, y constituye una unidad
sin fisura, sin posible novedad sustancial que altere la
tranquila esperanza de las accidentales novedades his­
tóricas.
La proposición «sin Cristo no se entiende la histo­
ria» puede entrañar un sentido débil, insuficiente, que
falsee, al amortiguarla, la recta interpretación de todo
el curso histórico desde sus orígenes hasta su culmina­
ción. Sin Cristo no se comprende la historia : no quere­
mos decir que resulta imposible prescindir de Cristo y
su obra al estudiar la historia de la humanidad, de la
misma manera que si tacháramos el nombre de Sócra­
tes, acaso el personaje más decisivo en la evolución del
pensamiento humano. No; afirmamos otra cosa muy
distinta, nada menos que la historia es nada más el
desarrollo de Cristo, cuya vida no comprende tan sólo
las tres décadas que los manuales atribuyen a la exis­
tencia mortal de Cristo, sino la inmensidad del tiempo
total, antes y después.
La historia es una sucesión de kairoi, de crisis y re­
surgimientos, reflejos de la kairos por excelencia, la
muerte y resurrección de Jesús. Persecuciones y exalta -

274
ciones de la Iglesia, derrotas y triunfos, herejía y teolo­
gía, ciencia orgujlosa y ciencia sumisa, verdad y error,
verdad fundamental y error hecho de muchas verdades
terrenas sin ensamblar, sin transfigurar; Cristo y Sa­
tán luchando en cada encrucijada de la cultura y la
política, en cada corazón humano vacilante hasta el fin.
Capítulos y capítulos. Mueren los Apóstoles, surgen nue­
vos fieles para las felices dedicatorias de las cartas apos­
tólicas. La sabiduría <L·-] mnnrlo se ríe de San Pablo
en el Areópago y la ciencia se bautiza luego a Xa vez
que el imperio. Se derrumba el imperio, comienzan a
brillar tímidos focos cristianos al Norte, nombres bár­
baros se incorporan al santoral latino. Tiranías, extre­
ma rudeza, se crea el derecho de gentes empezando con
la invocación a la Trinidad Santísima. Media cristian­
dad se desgaja, media tierra es descubierta, se exporta
la rosa y la cruz. La Enciclopedia y la novísima reduc­
ción de las ciencias a la Teología. La Iglesia es llamada
retrógrada, es calificada de demagoga. Pone sal y acei­
te en las heridas. Propaganda Fide, la Virgen María
se aparece, desaparece y reaparece, hay profesores de
analítica que viven en pobreza, castidad y obediencia.
Jesús muere y resucita cada día. La historia, sin utili­
zar denominaciones santas, registra todas estas visici-
tudes del gran Cristo. Será éste hasta el fin un mundo
caído, entregado a todas las posibilidades de catástrofe
y ruina, pero esta situación, esta beligerancia del Malo,
durará «poco»—*■modicum (3 ); los historiadores deberían
dedicar más atención a este curioso cómputo de Jesús— .
Además, este mundo es ya un mundo rescatado y santi­
ficado por la presencia de Aquel que prometió estar con
nosotros hasta la consumación de los siglos. Por una par.
te, el cristianismo, sus propias realizaciones historiables,

(3) Apoc. 12, 12.

275
se inserta dentro de la historia profana, lo mismo que
el nacimiento del Señor, ocurrido en el año 752 de la
fundación de Roma, 42 del imperio de Octavio Augusto,
en la olimpiada 194. Pero en el fondo es la historia pro­
fana la que entra en la historia sagrada, es toda ella
historia sagrada, no hay tiempo laico. Del Génesis al
Apocalipsis, todo queda incluido.

Esta historia, este inmenso espectáculo, ¿a qué nos in­


duce? No se trata de averiguar si los hombres de hoy
viven más gozosos o más angustiados, simplemente se
pretende saber si estos hombres pueden superar su an­
gustia, si .tienen razones válidas para vivir en alegría.
La contestación consiste en la mera definición cristiana
de historia : historia salutis. La crónica de la libera­
ción de Israel es un relato de validez universal y per­
manente : Hizo andar a su pueblo gozoso y a sus elegi­
dos llenos de alegría, para asignarles al fin las tierras
pingües y grasas. Toda la historia es una historia de
salvación centrada en un hecho que los ángeles anun­
ciaron como «gran gozo» y coronada al fin de los tiem­
pos con el ingreso en el «gozo del Señor», cuando el
tiempo se disuelva en la eternidad.
Sin embargo, la vida eterna está presente ya ahora,
porque el Reino de Dios está entre nosotros. Desde este
punto de vista, el cristianismo no sólo ocupa la totalidad
de la historia, sino que la trasciende. La alegría está
ya dentro de nosotros porque la gracia fundamenta cier­
ta esperanza que constituye una posesión incoada, mis­
teriosa, indiscutible; porque la esperanza no es tan sólo
una promesa de amor y alegría, sino que es ya un efecto
de ese amor y esa alegría.
Ni comienza tampoco la historia cristiana, en su

276
narratio plena, con el llamamiento de los elegidos; ee
remonta su origen a la creación del mundo y acabará
con el establecimiento de la «tierra nueva», dos aconte­
cimientos de alcance cósmico. Prehistoria: prehistoria
sagrada.
X IX

“Alégrate, estéril, tú que no tienes


hijo/· (Is., 54, 1).

He recibido, Reverenda Madre, su carta, en la q u e


me promete la más cordial acogida a la machadla des­
carriada de la cual le hablé y me expone después sus
intimas cruces, que tanto la han hecho sufrir última­
mente.
En cuanto a lo primero, se lo agradezco en el alma,
pues bien sé que no andan sobradas de local y que las
solicitudes son muchas. Respecto de lo segando, quisie­
ra, con la luz del Señor, llegar a la raíz de esos sufri­
mientos sayos y ayudarla a interpretarlos y vencerlos de
la mejor manera posible.

Hay algo fundamental en su caso, y es la edad. La


edad en que el problema de la virginidad presenta sos
más duras aristas, su aspecto más espinoso. Este pro­
blema es completamente distinto en el hombre y en la
mujer.
La castidad masculina ofrece sos mayores dificultades
al principio, en los primeros años. O más bien en loa
segundos, cuando las pasiones reclaman más imperiosa­
mente que nunca su satisfacción y se ha entibiado, por
un proceso más explicable que excusable, el fervor que
acompañó a la formulación del voto. Con los años, el
creciente silencio de los sentidos y el hábito de vencerse
siempre facilita considerablemente la guarda de tan s&-

279
grado compromiso. Puede presentarse con el tiempo, en
los sacerdotes que lian de vivir solos, la preocupación
de su soledad y la consecuente tentación de aliviarla me­
diante ciertas fórmulas que rozan más o menos directa­
mente el plano de la pureza; me refiero a la pureza de
corazón, mucho más difícil e importante, ya que la
otra, la física, se halla a esa edad suficientemente con­
solidada por su misma ininterrumpida observancia; Jo
cual, por otra parte, hace que la castidad espiritual se
ve« más desguarnecida ante peligros que la carne no
comparte, pues acaso las antenas de esa pureza física se
han ido atrofiando por innecesarias. De ordinario, sin
embargo, salve deserciones de última hora muy excep­
cionales, las dificultades que la soledad de los años ma­
duros plantea al sacerdote son briosamente superadas
por un alma que, a lo largo de un asiduo trato con
Nuestro Señor, ha aprendido la dulzura de tan alta
y exigente intimidad. Otras veces, de manera menos ga­
llarda, tales dificultades son sagazmente sorteadas mer­
ced a la destreza que la interiorización otorga para con­
ciliar una indiscutible, aunque menos exquisita, pureza
con los regalos de una vida, desde el punto de vista
afectivo, colmada lo bastante. Sin que, naturalmente,
esto presuponga que en el primer caso el sacerdote per­
manezca insensible, ni siquiera inactivo, ante las voces
de la amistad ni tampoco, en el segundo caso, la amis­
tad ampliamente ejercitada ocasione un grave quebranto
a esa soledad que, en última instancia, sólo llena Dios;
no es precisamente la castidad la que en estos casos se
arriesga, sino más bien el espíritu de fe, una fe vaci­
lante, temblorosa, ante un exclusivo amor divino que
se concibe sin demasiada repercusión en esas fibras del
corazón qne el amor humano pone violentamente en
juego.
Es, pues, al comienzo cuando el celibato viril se hace

280
más arduo y más difícil de vivir; no digo de sobrellevar,
porque esto denunciaría una actitud tan remisa y des­
preciable que resulta esencialmente pasajera y acaba tris­
temente muy pronto por la peor salida, pues sin amor
de Dios no hay castidad ni hay palacio que se defienda
mucho tiempo del enemigo sin una buena guarnición
dentro.
La mujer, en cambio, tiene otro ritmo en su corazón.
Los comienzos son fáciles y sabrosos. Empieza encon­
trando la mujer en la virginidad, a cansa de su poten­
te pudor, una radiante seducción que puede competir
ventajosamente con los prestigios de una maternidad
nada más que entrevista. Incluso desde el punto de vis­
ta social, la virgen conserva, a pesar de todo, en nuestros
días una rara gloria indiscutible, un halo de respeto que
ni el más depravado pone en duda. El amor divino llena
con creces toda la capacidad afectiva de la mujer virgen,
anulando las improbables llamadas del instinto. Pero
esta mujer crece, esta mujer va envejeciendo. Y llega
para ella un momento, cuando el cuerpo principia a
marchitarse y el alma a comprobar algunas calidades en­
gañosas que adornaron la primera total entrega, en que
las tentaciones de desaliento, las concesiones a la aspe­
reza y a la envidia, la sensación de haber defraudado y
haber sido defraudada, van surgiendo en el corazón cada
día más poderosas. Puede degenerar .todo ello en un
oscuro arrepentimiento por haber permanecido al mar­
gen del amor humano, el único que se juzga auténtico,
mientras el otro amor queda velado por excesiva lite­
ratura, por excesiva fe, por la propia biografía triste,
vacía. ¡Qué violenta y hasta ridicula ahora la consigna
de la alegría! Y, sin embargo, «alégrate, estéril, tú que
no tienes hijos» (1).

(1) Is. 54, 1.

281
Se acuerda usted de los niños innumerables que, du­
rante su anterior destino en el Asilo, alimentó, vistió y
cuidó. ¡Con qué dedicación tan absoluta! Lo sé, fué
entonces cuando la conocí y quedé desde el principio
maravillado. Sólo la apenaba no poder consagrarse por
entero a todos ellos, a cada uno de ellos. Sé también lo
que ocurrió después. Los niños son crueles. Para ellos
usted era todo, para usted ellos lo eran también todo;
pero, aunque el cariño creciese cada día y se ampliase
inHf>fiTii^flin<>ntaT cada uno de ellos era nada más una
parte de ese todo, al menos en lo que atañe a la pres­
tación de los servicios. La atención y esperanza de cada
uno de ellos se centraba en usted; pero el amor y de­
dicación de usted se repartía entre todos ellos, decenas,
centenares...
¿La gratitud? ¿Es que usted esperaba satisfacer su
corazón con una gratitud humana compuesta por la suma
de muchas gratitudes pequeñitas?
Hemos de renunciar a toda recompensa aquí abajo.
Una de las peticiones del padrenuestro suplica a Dios
el perdón de nuestras deudas, correlativo al perdón que
nosotros ejercitamos sobre nuestros deudores. Ordina­
riamente este perdón, que juzgamos suficiente para ha­
cemos acreedores al perdón divino, lo solemos restrin­
gir a la mera absolución de las ofensas que nos han po­
dido inferir. Pero su amplitud es mayor y su verdadero
significado encierra otras exigencias. Postula, aparte del
olvido de Jas injurias recibidas, el olvido de los favores
otorgados. Exige la renuncia al agradecimiento, a esos su­
tiles derechos que ningún código sanciona, pero que
todo benefactor afirma en su interior poseer sobre aque­
llos que se han beneficiado de sus dones, por muy libe­
rales y desinteresados que éstos hayan sido.
El desagradecimiento duele. ¿Qué signo tiene este do­
lor? Lo hemos sentido en el alma muchas veces, tal vez

282
— ¡a y !—lo hemos provocado muchas más. Al experi­
mentarlo, puede que hayamos padecido la tentación de
despreciar a los destinatarios de nuestros favores o de
cesar en el ejercicio de la caridad. Puede ser también
que, instruidos por una larga experiencia de la vida, lo
consideremos un fenómeno tan natural e inevitable como
el endurecimiento de las arcillas compactas tras la llu­
via, y pasemos de largo. Puede asimismo ocurrir que le
otorguemos valor sobrenatural, interpretándolo como do­
lor purísimo, ocasionado por el espectáculo de un he­
cho que, se refiera o no a nosotros, desagrada a Dios.
En esta última posibilidad cabe un peligroso engaño
que es preciso vigilar.
Bien sé que usted no peca por exigir o anhelar bur­
damente el agradecimiento. Su falta, por el contrario,
acaso radique en no entender correctamente el desinte­
rés cristiano.
Recomienda Jesús : «Cuando hagas una comida o una
cena, no llames a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a
los parientes, ni a los vecinos ricos, no sea que ellos
a su vez te inviten y tengas ya tu recompensa. Cuando
hagas una comida, llama a los pobres, a los tullidos,
a los cojos y a los ciegos, y tendrás la dicha de que
no puedan pagarte, porque recibirás la recompensa en
la resurrección de los justos» (2). Los servicios que us­
ted tan desinteresadamente prestó fueron dispensados a
niños pobres, a gente pobre de la cual sería iluso espe­
rar recompensas materiales que, por otra parte, sus
votos religiosos la obligan a rehusar. ¿Sus votos? Sí,
su voto de pobreza. Pero ¿y el voto de castidad? Aquí
estriba el equívoco. Usted se obsesionó con las meticulo­
sas exigencias de la pureza, lo cual le produjo una
crisis de la cual sospecho que no se ha repuesto todavía.

(2) Le. 14, 12-14.

283
El amor de agradecimiento, único agradecimiento que
a los pobres es dado ofrecer, le pareció que afectaba
de cierta manera a su castidad. ¡La ternura! Ha teni­
do usted siempre un miedo cerval a la ternura. Ha creí­
do que, aun prescindiendo de las oscuras llamadas que
en la ternura laten a la participación de la carne, era
una concesión al egoísmo. ¿Con qué derecho olvidar el
desamparo de los miserables para gozar, aunque no fue­
se más que unos instantes, la delicia de h a lla r eco al
propio amor?
Para defenderse de esta contaminación de la ternura,
luchó usted a brazo partido contra todas sus dulces ame­
nazas, pero creo que no muy inteligentemente. Temía
impurezas en la simpatía, en el afecto ordenado pero
humano, en las veleidades de la bondad, en las ineludi­
bles predilecciones y hasta en su propia mirada tímida
que podía suscitar una equívoca piedad. Sin paz, inquie­
ta, se dedicó a extirpar en seguida cualquier brote, pero
con una dureza que no era natural. Y la naturaleza se
revolvió en contra. Vino a continuación el resentimiento,
y una mala tristeza, fruto del desasosiego. Al dar cabida
a esta tristeza, se cuidó usted mucho de no lesionar la
virtud de la esperanza, pero no se daba cuenta de que
faltaba a las normas no escritas de la convivencia cris­
tiana, que ha de ser grata y apacible si queremos ser
testigos de x4.quel que fué todo dulzura y mansedumbre.
Esta tristeza áspera fué lo que desvirtuó la caridad,
una caridad que usted había ansiado totalmente pura.
No sabía que la auténtica caridad tiene que ser alegre.
«Ofrece todos tus dones con rostro risueño» (3). Y, San
Pablo, tratando de la caridad, adjetiva esta virtud con
la misma palabra del Eclesiástico, con ese hilaris que
denota una alegría honda pero exteriorizada, una invi­
tación a la risa «el que practica la caridad, hágalo con
(3) Eccli. 35, 11.

284
alegría» (4). E9ta caridad alegre acrecienta en su ejer­
cicio la alegría, pues suele ser la alegría, una alegría
mayor, más firme e inconmovible, el premio habitual
del que cultiva humildemente su alegría, su alegre gene­
rosidad. «Al amor de caridad—defiende Santo Tomás—
sigue necesariamente el gozo» (5); «la consecuencia de la
caridad es el gozo» (6). El beatitus est nuigis dore quam
accipere (7), la mayor dicha que acompaña a la dádiva,
a la entrega, dicha superior en el donante que en el
donatario, tiene que tener aquí, en la tierra, su pequeño
reflejo, su anticipación estimulante. Existe, al menos,
una manera irrefutable de disminuir la propia desdicha :
disminuyendo la desdicha de los demás.
Muchas veces he pensado en aquellas palabras de Jesús
que nos describen el Juicio. Los hombres son separados
en dos grandes grupos, los bienaventurad«» y los mal­
ditos. Para decidir el destino de unos y otros, Cristo
emplea un único criterio: si han amado o no a sus
hermanos, si los han alimentado, si los han visitado en
la cárcel, si han curado sus llagas. Este único criterio,
esta exclusiva suprema razón inapelable puede descon­
certarnos. Dios había promulgado antes sus leyes, que
abarcaban todas las facetas de la vida, desde el culto
hasta la piedad con los padres. Luego el Hijo, en sermo­
nes y polémicas, interpretó los puntos oscuros, explican­
do claramente cómo el perdón cristiano se ha de ejercer
hasta setenta veces siete, o cómo la lujuria impregna
también los deseos interiores; fundó después su Iglesia,
dotándola del poder de dictar normas y precisar con
ulterior detalle las leyes divinas, mediante un compli-

(4) Rom. 12, 8.


(5) Sum. TecK. MI, 70, 3.
(6) Ib.
(7) Act. 20, 35.

285
cado aparato legislativo al cual todo fiel debe sumisión
completa,
Pero he aquí que Cristo, interrogado un día sobre
cómo ocurriría el Juicio, a la hora solemne de legarnos
su más esencial resumen, asegura simplemente que el
Juicio versará nada más sobre la caridad. Pero ¿cómo?
¿Todo lo demás sobra? ¿Sobra la oración, sobra la cas­
tidad, sobra la alegría?
No, todo sigue en pie- I·*»« p alab ras de Jesús, sin
embargo, que describen el Juicio irradian, para todo el
que quiera acogerlas con buen espíritu, una luz potente,
estremecedora. Estas palabras arguyen una tajante jerar­
quía de valores : la caridad es un fin y todo lo demás
son medios para conseguir ese fin. La plegaria dispondrá
el alma para la práctica de la caridad; la castidad
regulará el ejercicio de ciertos actos específicos para que
no comprometan la salud espiritual del prójimo, pro­
hibiendo incluso todo mal pensamiento, porque los malos
pensamientos hacen el aire irrespirable y dificultan secre.
tamente la salvación de los hermanos—«inocente)) es el
que no hace daño— ; la alegría contribuirá al normal
desarrollo de la caridad. Caridad sin oración es imposi­
ble, porque filantropía no es caridad; caridad sin cas­
tidad no es caridad, ya que la mera satisfacción de las
pasiones, aun utilizando indebidamente el vocabulario
amoroso, aun buscando en el placer dar a la vez que
recibir, no puede ser caridad; caridad sin alegría no
es caridad porque quien no da alegría junto con lo que
da, no da nada. A la caridad cristiana se llega a través
de todas las demás virtudes. Las demás virtudes, si no
culminan en la caridad, son virtudes truncas, ineficaces,
muertas, «informes». Oración sin caridad, castidad sin
caridad, alegría sin caridad no son más que abortos de
oración, de castidad y de alegría.

286
Reverenda Madre : ¿qué valor puede tener la pureza
de cuerpo y de alma si no hay caridad? San Pablo
asegura que, aunque arrojase su cuerpo al fuego, si
no poseyera caridad, de nada le aprovecharía (8). ¿De
qué puede aprovechar tener toda la vida el cuerpo en
llamas, devorado por una incesante tentación jamás sa-
tisfecha? Ni el martirio del fuego, ni el martirio de la
castidad, que es el que más se le aproxima, si no existe
caridad, no acarrean otra cosa que el más rotundo fra­
caso para esos mártires en caricatura y el mayor des­
crédito para la Iglesia.
Creo que en las páginas anteriores he mostrado sufi­
cientemente mi convicción de que usted ha vivido y se
ha desvivido siempre en una línea bien alta de caridad.
Esto no obstante, modestamente opino que, no por falta
de buena voluntad, sino por un desacertado enfoque del
problema, por no haber sabido superar a tiempo unos
escrúpulos obsesivos que procedían de alguien que tenía
un criminal interés en destrozar la primera rica armonía
de su alma c tal vez por no haber aceptado la naturaleza
sin empeñarse en ((purificarla», empobreciéndola arti­
ficialmente—no olvide que todo lo demasiado puro es
impuro—-, por todo ello usted no ha sabido lograr una
perfecta conjunción de caridad y virginidad, la conjun­
ción que únicamente es posible en un clima de verdade­
ra alegría interior.
Ahora, en su nuevo destino, rigiendo una ca9a dedi­
cada a la rehabilitación de mujeres descarriadas, urge
mucho que usted ahonde en la alegría, en la humildad
y en una caridad bien entendida.
Su alegría limpia, sin mancha, es muy necesaria para
restaurar esas vidas sumidas hoy en la tristeza y dema­
siado experimentadas en la falsa alegría. Su alegría

(8) I Cor. 13, 3.

287
será uno de los principales argumentos apologéticos que
desvelen a las almas pecadoras el misterio de nuestra
religión, que es una religión de gozo basado en el pro­
pio vencimiento, una religión de> vida a través de la
muerte. Su alegría ha de estar hecha de paz, de fuerza
serena, de claridad y de una generosa comprensión de
todas las legítimas alegrías terrestres que Dios respeta
v
*
ama. _
Su humildad requerirá cuidado» exquisitos. El mayor
peligro que entraña el trato de almas puras con grandes
pecadores no consiste quizá en la específica contamina­
ción que ese; contacto pueda ocasionar, sino en el mero
contraste de unas vidas y otras y el riesgo consiguiente
de que las almas puras, después de compararse con las
pecadoras, se juzguen excesivamente puras. Le suplico
que repase a menudo aquellas extrañas palabras de
Jesús : «las prostitutas os precederán en el Reino» (9).
Es casi seguro que su castidad no se verá muy conmo­
vida por los impactos que le produzcan la noticia y tra­
tamiento de esas vidas extraviadas. Sin embargo, no tan­
to para fortalecer su castidad como para desarrollar
su humildad, rodéese de todas las cautelas convenientes.
Y caridad, mucha caridad. Caridad que ha de rema­
tar en alegría y fundarse en profunda humildad. No se
puede amar verdaderamente si uno no es humilde. La
caridad busca niveles de igualdad, exige condescender
para poder luego levantar.
Cuando Jesucristo multiplicó los panes, no se compa­
deció de aquella muchedumbre sólo porque eran como
ovejas sin pastor, sino además porque padecían hambre.
De lo contrario les hubiese repartido tan §ólo el pan
de su palabra, de la cual también vive el hombre. Las
obras de misericordia corporales se orientan ciertamente

(9) Mt. 21, 31.

288
a las obras espirituales, pero son a menudo necesarias
para que éstas se realicen y tengan efecto.
No aludo con esto a los servicios propiamente ma­
teriales que usted y las demás religiosas prestarán con
tanto sacrificio a las muchachas ahí recluidas. No, esto
es demasiado obvio y sobrentendido. Me refiero a otro
aspecto más sutil, a otras obras de misericordia que
no son rigurosamente corporales, pero que no pertene­
cen tampoco al ámbito de lo espiritual si éste 6e entien­
de en su acepción más sobrenatural, más netamente
«espiritual». No atiendo la división técnica que el ca­
tecismo establece en esta materia. Simplemente quiero
decir que, así como la compasión de Jesús tuvo en
cuenta no sólo la indigencia de aquellas almas, faltas
de doctrina divina, sino también otras necesidades más
«humanas», así .también tenga usted presente no sola­
mente el pecado que ha corroído esos corazones a su
solicitud encomendados, sino también su dignidad per­
sonal humillada, escarnecida por tantos abusos. Tal vez
esta consideración sea un primer paso metódico que
conduzca más rápidamente a la intimidad donde ya será
fácil explotar motivos de orden sobrenatural. No olvide
la primera providencia que tomó la vizcondesa de Jor-
balán—fundadora de un Instituto destinado a la regene­
ración de muchachas caídas—cuando, en Bruselas, se
lanzó» a la espléndida tarea que hoy usted prolonga :
quitó a las mujeres manchadas la infamante collereta que
tenían que llevar siempre consigo, tratando de librarlas
de la desestimación social. Razones de higiene o de pú­
blica sanción no son tan poderosas que nos distraigan de
recordar aquella advertencia de Cristo a los judíos ante
la pecadora acusada: «El que de vosotros esté sin peca­
do, arrójele el primero la piedra» (10).

(10) lo. 8, 7.

289
Aprenderá usted pronto que ordinariamente la culpa
mayor no es de ellas, sino de los hombres que las pros·
tituveron valiéndose de la fuerza o de la mentira, aca-
so de un padre o de una madre que se resolvieron
un día a especular eon lo más sagrado, casi siempre de
ese monstruo sin ojos ni oídos que es la sociedad, la
sociedad hipócrita y canalla. Y una parte no pequeña
de culpa es fácil que grave también la conciencia de
algunas señoras muy honestas que cooperan económi­
camente al sostenimiento de esa Casa, pero que miran
a las pobres muchachas perdidas con una mezcla de asco
y de complacencia, porque éstas defienden lo que tales
señoras consideran la castidad de sus hij as.
Entre las mujeres internadas encontrará usted algu­
nas que han llegado ahí piadosamente engañadas, sin
arrepentimiento de ningún género, endurecidas en el
mal. Por favor, no se impaciente, no se irrite. Ni busque
para reducirlas otro sistema que el que Dios le sugiera,
no los que le inspire su amor propio, más deseoso de vic­
toria personal que de gloria divina. Póngase en lugar de
ellas, lo cual no es fácil, porque usted forzosamente ima.
gina y espera de esas muchachas una reacción conforme
a la vida y formación que usted ha recibido, pero de la
que ellas han carecido. Piense que no es tarea sencilla
despertar una sensibilidad moral que tal vez esté hoy muy
latente y entorpecida, embotada por una larga vida de
pecado. Hábitos muy arraigados son capaces de. con­
vertir el pecado más agudo, para el alma que de ese
modo peca, por costumbre, por profesión casi, en algo
insípido, cotidiano y moralmente neutro, en una dis­
tribución más del día. Cabe una rutina triste del mal,
así como del bien. Muchas causas atenuantes han podi-
de influir en la iniciación y mantenimiento de esas vi­
das destrozadas. Conocí a una mujer que seguía pe­
cando porque, si cesaba, el «patrón» le negaba toda

290
noticia referente a su hijo, al cual tenía él e sca n d id ^ ^
rehenes. Reverenda Madre, usted que ha ignorada^^in-
pre el sabor incalificable del pecado camal, t r a n q u e
ha vivido siempre rodeada de toda especie de ilel&ipasC
usted que estos días preside en la capilla la £olokp$e^to~
vena de la Inmaculada, ¿usted se atrevería a ju&$n^¿L
esa alma?

Vigile mucho, le repito, su humildad. Desdichados los


que ceden a la tentación. Pero más desdichadas aún
los que se vanaglorian de no ceder a la tentación, ce­
diendo así a otra tentación peor. «Puedes salvarte sin
la virginidad, pero no sin la humildad. Puede agra­
dar la humildad que llora la virginidad perdida; mas
sin humildad, me atrevo a decirlo, ni aun la virginidad
de María hubiera agradado a Dios» (11). Porque en
lugar de las groseras voces de la carne, ya muy mace­
rada, en lugar de las músicas del mundo, que queda
muy extramuros del convento, acaso escuche cualquier
día una invitación terriblemente dulce: «seréis como
dioses». El origen de esta invitación hoy lo reconoce
fácilmente y rechaza esa voz sin mayor dificultad. Pero
cuando, en la tranquila oración de la tarde, piense en
la pureza como virtud angélica que nos asemeja a Dios,
¿está usted segura de saber advertir siempre a tiempo
la sutil llamada del enemigo?
Vigile muchísimo su humildad. Porque puede ocu'
rrir incluso que esta humildad no se quiebre, pero sí
se extravíe y conduzca al alma hasta el abismo. No su­
cede muchas veces, pero tampoco sería la primera vez :
,que el alma, huyendo del peligro de la soberbia, bajase
hasta la abyección, hasta el consentimiento con la carne.

<11) San bernardo: Hom. super “Missus esf\ 5: ML 183,

291
y la sangre, para tener así un tremendo motivo, irre­
vocable, de humillación. Suele cooperar en esta infeliz
decisión el deseo de solidarizarse con la desgracia del
pecador. Antes le he dicho que era preciso con-descen*
der para poder luego subir resucitando al muerto, como
Elíseo, con el contacto. Pero cualquiera dotado de me­
diana inteligencia comprenderá en seguida que este con­
descender es espiritual y puro, a fin de poder purificar,
y está inspirado por la caridad, no por la carne o la
locura.
Por otra parte, semejante pecado de impureza, si no
es debido a una momentánea enajenación o a una grave
deformación de conciencia, llevará pronto a la soberbia.
La soberbia de acusar a Dios de injusticia y crueldad,
por sumirnos en un mundo de pecado. O la soberbia—la
impureza reduce increíblemente el horizonte del alma—
fácilmente provocada por la propia situación: cuando
la insatisfacción del placer nos hace rebelamos contra
el autor de esta naturaleza, tan escasamente equipada
para el goce, o cuando las sucesivas, pobres satisfac­
ciones de la carne—no pedimos más que esto: limosnas
sucesivas, placer para este rato, para este día—llegan
a dar un vacío sosiego físico que nos puede inducir a
retar a Dios : «esto me basta».
Sin llegar a este extremo ni por ese camino, la sober­
bia puede causar estragos en las almas castas. Sólo las
vírgenes seguirán al Cordero. Pero ¿quiénes son esas
vírgenes? Ciertamente que no son todas aquellas que
han conservado intacto su c u e r p o d e las diez vírgenes
de la parábola cinco fueron condenadas, y no por ha­
berse abandonado en brazos de otros hombres mientras
el esposo estaba ausente; nada más por no tener en-·
cendida su lámpara cuando éste llegó. ¿Qué significa el
aceite de esas lámparas que se consume mientras el
alma duerme? Vigile, vigile usted siempre. Tenga la

292
humildad de no creerse nunca con el descanso asegu­
rado y dispensada de examinar cada hora el nivel del
aceite en su lámpara. Ame mucho, humildemente, al
Esposo y que todas las noches le desvele el pensamien­
to de que ama demasiado poco. «No te digo (a una
virgen): Sé como aquella que mereció o í r : le spn per­
donados sus muchos pecados porque amó mucho, pero
temo que sí crees que se %e perdona poco, sea porque
poco amas» (12). Lo mismo que el mayor sabio se
juzga más ignorante, porque tiene más acusada con­
ciencia de la insignificancia de sus conocimientos com ­
parados con lo mucho que le resta por conocer, así
el que ama más teme más, ya que descubre con mayor
perspicacia la flojedad de su amor en contraste con el
sumo amor de Dios.

No quiero, por fin, dejar de advertirle sobre un po­


sible peligro: del espectáculo de esas vidas maltrechas
no deduzca usted que todo amor carnal es malo. El
amor al que esas mujeres se han entregado o han sido
violentamente arrojadas no es más que una degenera­
ción del recto amor humano, carnal, que el Señor
aprueba y. mediante un sacramento, santifica. No haga
conclusiones precipitadas. Porque también dé cada diez
vírgenes cinco suelen ser necias. Y las vírgenes deben
su virginidad y su existencia al amor camal. ¿Lo ha
pensado alguna vez?

La rehabilitación de esas mujeres, si se convierten fer­


vorosamente a Nuestro Señor, le inundará sin duda de
alegría. Pero examine también la calidad de esa alegría.

(12) San A gu stís: De sancta virgir. 37: ML 40, 418.

293
Su situación de Superiora, su papel activo al lado de
las muchachas, le sugerirá a usted la idea de que gran
parte de esos frutos se deben a su desvelo. Por eso es
posible que su alegría sea algo impuro y fugaz que
venga acompañando la secreta sensación de un mérito
propio, de un triunfo personal. Cuidado.
Pero también es posible^—no quiero ofenderla, quie­
ro prevenirla contra todo peligro y exhortarla a que
no descarte, orgullosamente de su alma la posibilidad
de ninguna miseria—que en esos momentos la alegría
110 haga aparición en su alma. Todo puede ser. Si esos
corazones vuelven, como el hijo pródigo, a las manos
del Padre, ¿cuál será la reacción de usted? ¿El gozo
de los ángeles, superior al que experimenta por la
perseverancia de noventa y nueve hermanas de su Con­
gregación, o, por el contrario, el resentimiento del hijo
que se quedó en casa?
Una última pregunta: ¿es que hay alguna alegría
para el hijo «fiel»?

Laetare, sterilis... «Alégrate tú, estéril, que no tienes


hijos».
Alégrese usted, sin hij os, porque un día renunció a
ellos en aras del mayor amor, alégrese en la presencia
de Dios junto con esa mujer que le recomendé y que lle­
gará ahí la semana próxima, muy junto a ella, sin hijos
también, pues tres veces quedó encinta y tres le hicie­
ron abortar. Reverenda Madre : alégrese con ella, las
dos juntas, que a las dos las acoge la misma infinita
misericordia.

294
XX

“Todo el pueblo lanzaba gritos jubi­


losos, alabando a Yavé, porque se po -
1 nían los cimientos de la casa de Yavé"
(Esd., 3, 11).

Bien. Ya eres arquitecto. Ya liay en tu cajón un cen­


tenar de tarjetas de visita con tu nombre y apellidos, y
debajo la palabra más codiciada: «arquitecto». Tu ale­
gría hoy es eso, haber llegado a la meta, ostentar el
título durante tantos años apetecido, trasladar a escala
altísima—las ciencias exactas no tienen acceso a los sue­
ños—tus construcciones de niño con tarugos de ma­
dera.
Tu alegría es eso más el deseo de aumentar un poco
la alegría del mundo. Pienso que a los arquitectos les
incumbe en gran parte esta hermosa y saludable tarea.
Hacer casas para los hombres. Casas que sirvan al bien
corporal, que sean sólidas, aireadas, salubres. Casas que
sean suficientes y bien distribuidas, implicándose en ello
a menudo el bien espiritual de sus habitantes. Las ad­
vertencias sobre vuestra responsabilidad en una nata­
lidad decreciente, influida más o menos por la angos­
tura de las viviendas, y en una prematura y desangelada
iniciación, provocada por el hacinamiento de los niños
en los misterios de la vida, esas advertencias son tan co­
nocidas para vosotros como para nosotros lo son vuestras
respuestas acerca de la escasa iniciativa que en seme­
jante terreno es permitida al arquitecto. No es asunto

295
dialéctico, es materia para el examen personal, en sole­
dad con Dios, sincero, llegando a capas bastante más
hondas que las que se exploran en los exámenes ordi­
narios y maquinales. ¡
Casas para el hombre, para su bien corporal ^ es­
piritual. Y, abarcando ambos bienes, un adjetivo dé; pri­
mera importancia : casas alegres. La arquitectura es, mi­
tad ciencia, mitad arte, porque contiene a partes iguales
análisis y síntesis. En su aspecto indiscutible de &rte
—todo arte está consagrado a la alegría, proclaknó
Schiller— , la arquitectura tiene una gran misión de
alegría de la cual no puede prescindir. 1
Construid, por favor, casas alegres, casas donde la
alegría de vivir encuentre un clima propicio que favo­
rezca su defensa y desarrollo. Me objetarás..:, se edifica
lo que se pide y luego cada familia hace de su casa su
orbe propio, lleno de luz o de sordidez según sea el
temperamento y la historia de sus moradores. Pero no,
el arquitecto tiene en sus manos posibilidades enormes,
insospechadas desde una actitud de rutina y pasividad,
y existe, por tanto, para él el deber—cuya obligatorie­
dad habría que matizar con tanto cuidado como gene­
rosidad sería precisa para aceptarla—de orientar, de
reeducar tácitamente, de enseñar a considerar inviola­
bles ciertos detalles decorativos, humildes pero eficaces
para crear una atmósfera de alegría, de modesto bienes­
tar.

En general, hay que hacer que todo el progreso mun­


dano contribuya a la auténtica alegría de los hombres.
Hasta cierto punto podría asegurarse que cualquier cien­
cia y todos los ramos del saber han tenido, siquiera
negativamente, un origen acorde con esta bella ambi­
ción : han surgido de la necesidad de alejar el dolor.

296
Lo que en la historia de Ja medicina es explícito, en los
otros saberes es, aunque menos patente, igualmente cier­
to. La geometría dicen que nació en el antiguo Egipto
p|ara evi.tar los conflictos de propiedad agrícola origi­
nados por un imperfecto trazado de lindes; el derecho
tendió en principio a hacer menos peligroso el contacto
humano, mientras que la astronomía quería impedir,
reduciendo lo inconmensurable a números, a nociones
inteligibles y, por tanto, inofensivas, el pavor suscitado
por la inmensidad en el ánimo de los hombres. Toda
ciencia en sus orígenes ha sido motivada por el ansia
de ahuyentar lo oscuro, es decir, lo que causa aflicción
y desasosiego. La gran hazaña del ángel que acompa­
ñaba a Tobías fué sacar a flote el pez, hacer visibles
las dimensiones de aquel pez que en su turbio elemento
parecía gigantesco y llegó a atemorizar al viajero poco
avisado.
El progreso contribuye a la alegría no 6Ólo comba­
tiendo directamente el sufrimiento y disminuyendo la
fatiga del trabajo, sino también, de manera indirecta
pero muy valiosa, difundiendo una cultura que ayuda,
en lo íntimo del alma, a hacer llevadera y decorosa una
tristeza o un dolor.
Existe mucha miseria, incontables tribulaciones. Es
fácil desconocer todo ese mundo doloroso si uno se per­
trecha en su torre de marfil—o de barro; un dolor pue­
de aislar del dolor ajeno tanto como una satisfacción o
una alegría1—. La miseria hay que verla. Se puede hacer
sufrir a distancia, pero es menester suprimir la distan­
cia cuando se trata de aliviar el sufrimiento, simplemen­
te cuando se trata de reconocer su existencia, pues es
frecuente tener del sufrimiento una noticia muy incom­
pleta y estéril: una idea abstracta más o menos apoyada
en un dolor exclusivamente personal.
Cuando, por el contrario, se entra en contacto eon la
miseria, espolea el alma un deseo ardiente de progreso
universal, salvador. Así como el cristiano no puede
prescindir de Dios en sus esperanzas terrenas, sino quje
debe fundarlas en El, tampoco tiene derecho a consu­
mir en una improcedente apología de la vida futura las
energías que es menester emplear en el perfecciona­
miento de esta vida presente. Hay toda una larga fase
de operación cristiana en la cual el fiel tiene que
dedicarse a socorrer activamente la miseria, no a pro­
clamar sus excelencias y ventajas para el alma. Marx
pedía: «No se trata de entender el mundo, sino de
cambiarlo.» Cierto que para cambiar el mundo en un
sentido cristianamente correcto y fecundo es necesario
antes entenderlo con módulos cristianos, que presupo­
nen, entre otras cosas, la renuncia a entenderlo del todo
mediante el mero pensamiento humano; pero esto no
autoriza a restringir el significado amplio de «cambiar»
a la exclusiva acepción religiosa de «convertir», a li­
mitar la tarea del cristiano a la pura acción aspiritual
de proyectar las realidades de este mundo a un mundo
superior donde ellas alcanzan justa y feliz comprensión.
No puede el cristiano sumirse en su alma y exponérse
a los reproches y acusaciones de los hombres sin fe
afanados en mejorar la faz de la tierra. Se expondría
a hacer ineficaz su mensaje de salud; tiene que colabo­
rar codo con codo, tiene que enrolarse en la gran bri­
gada de los hombres honrados que trabajan por apunta­
lar la alegría y disminuir el número de lágrimas. Enten­
der el mundo como Dios manda es convencerse de
que hace falta esforzarse por cambiarlo.
El cristiano tiene que levantar casas, construir puen­
tes, fletar buques, roturar esta .tierra cuya fertilidad no
depende tan sólo de la lluvia que el Señor concede en
atención a las oraciones de sus elegidos. El cristiano
tiene que impulsar toda clase de progreso y no por una

298
condescendencia despectiva con los afanes materialis­
tas de unos hombres insensibles a otro género de ilu­
siones, sino porque él mismo, tanto como estos otros,
está comprometido en la suerte del mundo, y porque
a él, mucho más que a los otros, le será exigida cuenta
de su amor a esta tierra tan amada por el Salvador.
£1 cristiano no puede estar ausente de ninguna em­
presa que tienda a perfeccionar el mundo. No le es
lícito abrigar recelo alguno contra el progreso y la cien­
cia. La ciencia, cuanto más profunda, es una aliada más
segura de la verdad cristiana. Verdad revelada y verdad
científica son dos caras de la misma verdad, lo mismo
que el acto de fe y la investigación natural de la ver­
dad significan dos etapas conjugadas en la actividad
cognoscitiva del hombre. Desconfiar de la ciencia su­
pondría desconfiar de la revelación, pues semejante
desconfianza entraña el temor a una posible incompati­
bilidad de las conclusiones científicas con los datos gra­
tuitamente ofrecidos por Dios. El carbono catorce ates­
tigua la verdad de lo que el Exodo dejó escrito. Los
científicos son los exegetas de esa primera revelación que
es la naturaleza, sus fenómenos y sus leyes.
El progreso en las ciencias obliga a distribuir y tro­
cear bien los mil campos del saber humano, pero a la
vez va sugiriendo nuevas v fecundas líneas de conexión
para empalmar un reino con otro con mayor firmeza de
la que prometían las viejas Artes Magnas. La suprema
unidad del mundo creado— el mismo esquema en el áto­
mo y en los vastos sistemas siderales—resplandece cada
día más. Gravitación, atracción, luz, calor, leyes y
leyes, leyes constantes y exactas, no son sino parciales
síntesis expresivas de la unidad en cada uno de los sec­
tores de observación, síntesis aptas para integrarse en
la gran síntesis de todos los seres—cuya esencia consiste
en su unidad—, espejo de la superior unidad de Dios.

299
Todas las criaturas descienden del Creador y en todas
ellas late una oscura vocación al retorno. Del átomo a
la molécula, de la materia inerte a la materia viva, de
la biosfera a la noosfera, del animal al hombre, del
hombre a Dios, del conocimiento fragmentario a la con­
cepción abarcadora, de la pura noticia a la «noticia
amorosa», y del discurso a la visión, cuando nos sea
dado comprender del todo por qué sale a mover guerra
el cierzo, por qué el sol en las noches de estío viene
tan presuroso, por qué nos impacienta y desvela en esta
vida el deseo de saber.

El progreso moderno ha obrado últimamente mara­


villas en cuya alabanza el cristiano tiene que participar
con ánimo sincero.
La máquina, increíblemente perfeccionada, ayuda al
hombre, haciendo disminuir su esfuerzo, multiplicando
los resultados de su trabajo, sustituyéndolo en las la­
bores más ingratas y automáticas. La máquina a la vez
prestigia al hombre destacando las profesiones más ca­
lificadas, las más inteligentes, aquellas en que la in­
tervención humana específica, insustituible, alcanza su
punto de máxima honra, mientras lp libera de los tra­
bajos viles y monótonos en los cuales la participación
de la inteligencia y los más gloriosos atributos es nula
o exigua.
Pero también la técnica tiene su aspecto negativo y
vituperable. La máquina, doblegando al hombre a su
ritmo, produce en él otro tipo de fatiga que desgasta so­
bremanera, que lo embrutece hasta hacerle perder el
sentido de su trabajo y la alegría creadora. Degrada la
detreza profesional y, al convertirse el hombre en vi­
gilante de la tarea que la máquina realiza casi exclusi­
vamente, se transforma éste en auxiliar de la máquina.

300
Por otra parte, la técnica jamás llegará a los resulta·
dos que el corazón humano más ansiosamente anhela.
Ha inventado instrumentos que abrevian y casi borran
las distancias, ha cortado los istmos que obligaban antes
a una circunnavegación penosa. Ha hecho avanzar la
medicina y la cirugía hasta el punto de mitigar muchos
dolores, suprimir muchas enfermedades, prolongar no­
tablemente la vida humana media. Ha acarreado incon­
tables facilidades que permiten al hombre exonerarse de
las tareas más rudas y dedicar más tiempo al ejercicio
de sus vocaciones placenteras.
Pero ¿qué interés existe en llegar antes a un lugar
tan inhóspito para lgs deseos íntimos como el país que
se acaba de abandonar? ¿Para qué vale un colosal apa­
rato de invenciones prodigiosas, la mitad de las cuales
se destina a producir otras catástrofes distintas de las
que la segunda mitad ha logrado hacer desaparecer?
¿De qué sirve crear una química que cura junto a una
química que mata? ¿Qué alivio reporta una más pro­
longada diversión en la que el corazón no descansa ni
encuentra lo que busca?
El progreso técnico ha aligerado muchos sufrimientos,
ha liberado a la humanidad de muchas servidumbres,
pero no puede cambiar el corazón humano. Ha dotado
de maravillosos recursos a un hombre que sigue siendo
enemigo del hombre. Ha abastecido ampliamente una
mesa ante la cual los comensales continúan inapetentes.
La técnica es un juguete peligroso en poder de un
niñ o: dominar la naturaleza no significa todavía do­
minar la propia condición humana. La técnica es un
suculento manjar en manos de un enfermo : poseer no
quiere decir todavía disfrutar.

¿Por qué esto? ¿Por qué este sordo terror del hom·

301
bre que ha llegado a subyugar casi por completo la na·
turaleza? ¿Por qué este vacío del hombre rico?
Por haber sido dócil a la tentaciónseréÍ9 como dio­
ses. Por haber roto su ligazón con lo sagrado, por lia·
berlo decretado inútil, propio de otros tiempos felizmen­
te superados. El progreso ha permitido conocer muchos
fenómenos hasta ahora ocultos, no deja apenas nada
sin explicación, nada imprevisto; suprime el margen
de la plegaria. La oración era antiguamente un me­
dio de importancia capital, y los malos la temían,
y los emperadores la reclamaban de sus súbditos para
el buen éxito de sus gestiones temporales. Hoy, no. Na­
die atribuye un terremoto a las prevaricaciones de los
que habitan la ciudad asolada—ciudad «castigada» j re­
miniscencias de un lenguaje en trance de sucumbir— ,
nadie piensa en el demonio cuando existen pertinentes
explicaciones neuropáticas, y no se peocupa mucho de
implorar a Dios la lluvia sobre sus campos aquel que
dispone de un adecuado sistema de irrigación artificial.
Secularización también de la alegría. Edad de las vir­
tudes laicas : las cualidades del hombre que triunfa en
la tierra. D ios: un capítulo de la historia, una no­
ción que evidentemente fué útil en su día.
Pero el que se emancipa de Dios se hace esclavo de
las fuerzas inferiores. El que reniega de Dios abdica de
su más alta investidura, se sustrae a la gran protección
para abandonarse a su propio instinto destructor. El
que descarta a Dios de sus aspiraciones se condena a
vivir en perpetua, angustiosa insatisfacción.
Entonces el progreso ¿es malo? El progreso extravia­
do, sí. El progreso recto, no. Todo es cuestión de man­
tenerse y progresar dentro del verdadero camino. Cuan­
do reprobamos el mal progreso, no se nos ocurre pro­
pugnar un retroceso, sino alentar el auténtico progreso,
el que llega hasta el final. No queremos volver a una

302
visión precien tilica, sino avanzar, por limpias sendas,
hacia una concepción postcientífica, supracientífica, en
la cual la ciencia, una vez descalza, se postre ante la
zarza en llamas. No hay por qué temer a la ciencia; la
ciencia temible es la ciencia trunca, la que se detiene
en sí misma, la ciencia orgullosa; pero la gran ciencia
que camina, que investiga sin fatiga ni prejuicio, llega
adonde tiene que llegar : a desposarse con el misterio.
Una ciencia que no mantiene su fundamental apertura
a lo suprarracional no es razonable, no es ni ciencia.
Tampoco un hombre que sólo es hombre; que no es re­
ligioso, que ha cortado su re-ligación con lo que está por
encima de él, no es siquiera hombre, es un muñón de
hombre.
Y la alegría que sólo es terrena, que únicamente se
nutre de estas realidades perecederas, ¿qué es, a la
postre? La moderna psiquiatría tendrá para ella su de­
nominación precisa, exacta, irreprochable. Tal vez in­
cluso la considere una especie más de alegría, acaso le
conceda el nombre de alegría.
Arquitecto, no lo olvides: «Si el Señor no edifica la
casa, en vano trabajan los que la construyen» (1).

Con todo, con todas las puntualizaciones y matices


de esta última página, sigue en pie la consigna de apo­
yar el progreso, de combatir el dolor, de mitigar el
hambre y la sed.
Corre una leyenda eslava equivocada y peligrosa. Cuen­
ta que un día San Demetrio recibió de Dios la orden de
reunirse con El en la estepa, a una hora determinada.
San Demetrio se puso en camino con presteza. Pero a
mitad de su marcha se encontró con un viajero angus-

(1) Ps. 126. 1.

303
tiado que le pedía ayuda para poder continuar : tenía
la carreta atascada en un bache. El hoyo era profundo
y la operación les llevó más tiempo de lo previsto.
Cuando todo se hubo arreglado, San Demetrio apresuró
el paso, corrió, voló. Sin embargo, cuando llegó al lugar
de la cita, era ya tarde y Dios se había marchado.
jNí o , Dios espera. Dios espera con los brazos abiertos
al que ha empleado su tiempo en desatascar carros, en
asistir ai prójimo. Rysbroeck, el gran místico, asegu-
raba que, si en medio de la más alta oración escuchase
el lamento de un mendigo, al punto abandonaría el éx­
tasis para acudir en su socorro. Los más grandes con­
templativos tienen una brillante hoja de servicios en fa­
vor de la humanidad. ¿Para qué, si no, iba a servir la
oración? La oración sirve «para alcanzar amor»—y San
Juan sale al paso de la presunta objeción: «e.l que no
ama a su hermano, a quien ve, no sabrá amar a Dios,
a quien no ve» (2)— . La plegaria capacita el corazón
para que pueda compartir los dolores ajenos, para que
sepa difundir la alegría, para que colabore con genero­
sidad en los magnánimos proyectos de este mundo.
Arquitecto: levantando con pureza de intención la
ciudad terrena se construye también la ciudad celeste.
Piedra a piedra. Con tu compás y tus cálculos. Al ser­
vicio de ese grandioso programa que consiste, según be­
llísima e inmortal expresión de San Pablo, én «edificar
el cuerpo de Jesucristo» (3). Para ello haz oración, tra­
baja con todo coraje, contribuye con tus manos y tu ta­
lento a hacer más habitable este mundo; construye, por
amor de Dios, casas alegres, para que los niños que en
ellas nazcan sean más alegres—es decir, mejores—que
sus padres.

(2) I lo . 4, 20.
(3) Ephes. 4, 12.

V)í
XXI

“Nosotros tenemos alegría porque so­


mos débiles" (II Cor., 13, 9).

Con motivo de una fecha ian solemne—quinto aniver­


sario de tu llegada a este mundo—se me ocurre escri­
birte una carta, aunque sé que por ahora no has de
entender de ella apenas nada. Justamente podrás unir
las letras y silabear. Pero te escribo para que el cartero
se entere de que en tu casa no es sólo papá la persona
importante. Además, escribirte una larga carta me pa­
rece—qué le vamos a hacer, no ha llegado a tiempo el
equipo de cowboy que te prometí—la única forma de
corroborar nuestra gran amistad y a la vez agradecerte
el inmenso beneficio que me has hecho: permitirme ju­
gar todos los jueves con tu tren eléctrico y haberme pues­
to en contacto con ese amigo tuyo que es ya amigo co­
mún de los dos, el Niño Jesús, el Hijo de la Virgen, que
comía lo que le daban sin protestar y después se hizo
grande y lo mataron los malos y resucitó y nos quiere
mucho y es el Señor del cielo, adonde van a parar los
que se portan bien. Quiero darte las gracias por todo
esto y porque en ciertos momentos fugaces me has he­
cho vivir una alegría rara y purísima cuya nostalgia me
duraba mucho rato; cuando volvía de tu casa en el
tranvía, yo era mejor, cedía el paso, decía palabras ama­
bles, me gustaban las cosas, las luces de colores de la
calle, y pensaba que Dios es. sobre todo, bueno. Gracias.
También he de decirte que en esta ciudad hace calor.

305
A 1 7V Y r> n /\ O ir v r
Que ya no me duelen las muelas. Que he visto un ele­
fante. Que se me ha perdido la pipa. Que tu hermano
coma más y que no os olvidéis de rezar ninguna noche.
Y ahora, si quieres, vuelves a meter estos papeles en
el sobre y que mamá te los guarde para cuando seas
mayor, para cuando puedas entender lo que te voy a
decir. Porque desde ahora en esta carta te voy a hablar
en chino.

Se dice que los niños, en general, son felices. ¿Es


esto cierto? Desde luego, tienen ellos sus pequeños
grandes sufrimientos, proporcionados a su capacidad.
Por otra parte, se puede preguntar :¡ ¿es posible ser
feliz sin saberlo? Aunque me parece más razonable esta
otra pregunta: ¿es posible ser feliz sabiéndolo, tenien­
do, por tanto, conciencia de la fugacidad de esa dicha,
de su problematicidad, de sus invisibles, constantes pe­
ligros?
El niño vive más contento porque su alegría está de­
fendida de toda preocupación, de esos fantasmas del
pasado y del futuro, esos incómodos recuerdos y esos
temores que impiden la tranquila posesión del presen­
te. El niño goza sin estorbos de la hora de plenitud que
tiene entre las manos, del sol, de la tierra y el ajgua que,
al mezclarse, producen esa fecunda maravilla que es el
barro, dócil a los dedos. Sus penas cicatrizan pronto.
Sus temores huyen en cuanto se enciende una lámpara.
El niño, principalmente, sabe que está protegido, co­
noce su debilidad, pero también el poder y amor de sus
padres. Aquí es donde hay que insertar una preciosa
cita de San Pablo: «Nosotros tenemos alegría porque
somos débiles» (1).
¿No será este reconocimiento de nuestra flaqueza la
(1) II Cor. 11. 9.

306
escondida fuente de la alegría verdadera? Reconocer que
somos criaturas pequeñísimas, enfermas e impotentes,
que a nada tenemos acceso, que únicamente podemos
levantar los brazos para ser aupados. Reconocerlo sin
disgusto, sin rebeldía, sin quejarnos de nuestra fragi­
lidad, sin odiarla ni despreciarla. Reconocerlo sabien­
do que esta debilidad tiene remedio, pues abrigamos la
confianza de que Dios nos va a asistir en cualquier con­
tratiempo, nos está asistiendo ya para suscitar y desarro,
llar en nuestra alma la confianza en su asistencia. Dios
tiene un nombre: Padre. La alegría entonces mana in­
contenible, se difunde por todo el ser y baña esos ojos
que para sustraerse a todo espectáculo doloroso sólo
necesitan mirar hacia arriba.
Sin embargo, hay otra cosa que es preciso reconocer
también. No sólo debemos persuadimos de la pequenez
de nuestras fuerzas y de la grandeza omnipotente de
Dios, sino también de la extrema pequenez de nuestro
amor. Reconocer nuestra flaqueza; pero reconocer tam­
bién que a menudo dejamos de reconocerla y nos en­
greímos y llegamos a renegar de Dios. Se deja de ser
niño cuando ya la presencia paterna no es útil, cuando
estorba, cuando nos valemos por nuestras manos y juz­
gamos un abuso la influencia tutelar que sobre nos­
otros se venía ejerciendo. Cuando lo que protegía llega
a oprimir. El momento de la indiferencia o tránsito de
lo conveniente a inconveniente es casi nada más un
paso teórico, sin existencia real. Del amor a la repulsa
no va nada: ¿no es acaso el desamor una forma tre­
menda de repulsa? Ya el instante en que el alma aban­
dona la niñez significa el primer pecado. San Ireneo
defendía que los primeros padres fueron creados en es-
lado de infancia y que pecaron cuando se hicieron
adultos (2).
(2) Adv. baer. 3. 22. 4: MG 7, 959.

307
De este doble reconocimiento nace la única actitud
correcta que el hombre puede adoptar ante Dios. £1 re­
conocimiento de nuestra impotencia y de la solícita om­
nipotencia del Señor es la íuente de nuestra alegría. £1
segundo reconocimiento, el de nuestros pecados, no im-
purifica esa alegría, pero sí mezcla en el agua unas sa­
les amargas que califican la alegría de esta vida, de estos
hombres de niñez intermitente. San Agustín extrajo la
fórmula exacta: «Con secreta alegría mezclada de te­
mor y con secreta tristeza mezclada de esperanza» (3).
Cada día habrá que reconocer nuevos fallos. Y cada
día, mediante este humilde, cotidiano reconocimiento,
podrá uno persuadirse de que tales fallos existirán siem­
pre, pero también de que siempre, a pesar de todos los
fallos, será posible fundar la alegría en una tenaz espe­
ranza. Versión cristiana de Sísifo diariamente derrota­
do : un Sísifo que al fin corona el monte sin que la
piedra se eche a rodar. El hombre que recomienza cada
día su trabajo, pero rehusando creer en la esterilidad
de su esfuerzo. El hombre que, a pesar de todos los
dolores, a pesar de .todos sus pecados, cree que puede
ser dichoso y que algún día tendrá la plena alegría por
la que hoy suspira. Sí, nuestro .trabajo es el de Sísifo:
arrepentimos de los mismos pecados después de cada
jornada, es decir, fortalecer el propósito de buscar la
alegría a pesar de la diaria tentativa fallida. Pascal
escribió una tremenda verdad, una verdad que por la
mañana nos asusta, pero que, a la noche, cuando nos
acostamos cansados y decepcionados, nos consuela ex­
trañamente : «Cristo quiere que luchemos con El, no
que venzamos con El».

(3) Confess. 10, 4, 6: ML 32,' 781.

308
Alegría salada, alegría esforzada, la única que nos es
permitida a nosotros, los pecadores. Alegría que es me­
nester deducir de la misma entraña de 1a tristeza salu­
dable. Que el arrepentido se entristezca simpre, pero
que siempre se regocije de su tristeza (4). Esa tristeza,
provocada por el arrepentimiento, engendra la alegría
de la esperanza. El Pastor Hermas recomienda alejar
del alma la tristeza, porque ésta expulsa al Espíritu
Santo; pero añade a continuación : «si bien ella tam­
bién le recupera» (5).
Sin embargo, no todas las tristezas que nacen del pe­
cado, de la dolorosa comprobación del pecado, con­
ducen a la alegría y son santas. A menudo la tristeza
es efecto del amor propio, una especie sorda y cobarde
del en ojo: cuando el pecado no se considera tanto
ofensa a Dios como fracaso personal, cuando las virtu­
des se juzgan victorias del alma—virtudes «adquiridas»,
palabra que a muchos desorienta—mejor que dones del
cielo. El hombre que se ama a sí mismo quisiera verse
libre de toda imperfección, porque las imperfecciones
le humillan; el hombre, en cambio, que ama a Dios
ama también esas imperfecciones, porque le hacen hu­
millarse. En ese amor de su propia miseria encuentra
el santo un medio de perfeccionamiento mucho más efi­
caz que en la más cuidadosa y tensa de las vigilancias, un
medio de compensar esa misma miseria de modo sobre­
abundante. Se postra ante Dios como los mendigos:
mostrando bien sus deformidades para excitar mejor la
compasión; y Dios se goza así teniendo oportunidad
de perdonar y ejercer su misericordia, ese glorioso atri­
buto que, a juicio de El mismo, está por encima de to­
das sus otras perfecciones.

(4) San A g u s t ín : Enarr. in Ps. 50, 5: ML 36, 588.


(5) Mand. 10: MG 2, 940.

309
Sor M. Consolata Betrone ha sido una mujer italiana
de este siglo. Murió el año 46 en el monasterio de Mo-
riondo (Testona). Murió después de haber hecho una
vida sencilla, sumamente oscura, de monja capuchina.
Murió después de haber recibido del Señor las m¿s
hermosas y desconcertantes revelaciones. Acaba de pu­
blicarse una recopilación de sus apuntes íntimos. En
unos cuadernos de papel pautado ella iba anotando
con escrupulosa fidelidad las palabras de la divina mi­
sericordia, que luego habían de constituir un asombro­
so mensaje.
El 7 de diciembre de 1935 hablaba Dios así a la pobre
m onja:

«Una verdadera madre, por feo que sea su hijo, no


lo considera tal; para ella es siempre hermoso, y así
lo verá siempre en su corazón.
»Así, exactamente así, es mi Corazón con las almas;
por feas que sean, por enfangadas y sucias que estén,
mi amor siempre las juzga hermosas.
»Y sufro cuando se me dan nuevas pruebas de su
fealdad, y en cambio gozo, penetrado de mis sentimien­
tos maternales, cuando se me disuade de su fealdad,
se me dice que no es cierto, y que son hermosas todavía.
»Sé que e9 un piadoso engaño; sin embargo, qué quie­
res, tengo necesidad de creerlo así. ¡Las almas son mías,
por ellas he dado toda mi sangre!
»Tú jamás juzgues a nadie; no profieras nunca una
palabra severa contra ninguna, sino consuela mi Cora­
zón, aparta mis tristezas, hazme ver, con los recursos
de la caridad, sólo el lado bueno de un alma culpable;
y vo te creeré y después escucharé tu oración en su fa­
vor y la despacharé favorablemente. ¡Si supieses cuán­
to sufro al hacer justicia!

310
»Sírvete de piadosos engaños; en este caso mi Cora*
zón tiene necesidad de creer que no es cierto que mis
criaturas son tan ingratas, y si tú tratas de disuadirme,
diciéndome que no es cierto que tai o cual alma es
tan mala, infiel, ingrata, yo al momento te lo creo.
»¡Q ué quieres, mi Corazón tiene necesidad de con­
fortarse de esjta manera, tiene necesidad de hacer siem­
pre misericordia, jamás justicia!» (6).

Antes, el 3 de octubre de 1934, sor M. Consolata ha­


bía escuchado de labios del Padre esta sorprendente
súplica : «Honra a Dios con tu confianza; ¡ júrame creer
siempre, en cualquier situación en que tu alma pueda
encontrarse, que hay un paraíso abierto para ti!» (7).
Estas palabras fueron una noche pronunciadas por
Dios. Nos causan a nosotros una suprema admiración.
Sin embargo, es sólo su formulación vigorosa lo que
puede considerarse una relativa novedad, un novísimo
llamamiento a la confianza ilimitada; en el fondo, nada
añaden a los datos que la teología y las historias de Je­
sús nos revelan acerca del amor salvador.
Las palabras de la capuchina no alteran nada las
tradicionales consignas de Dios ni reflejan ningún cam­
bio de actitud. Prometen el más generoso de los per­
dones y garantiza la más insigne y pertinaz misericor­
dia. Pero dejan intactas las condiciones de antiguo exi­
gidas al alma, hacen más explícita una condición cnyo
cumplimiento a primera vista parece fácil: la con­
fianza. No obstante, sabemos hasta qué punto una exis­
tencia pecadora—incluyendo en primer término las vi­
das «puras» con exacerbada conciencia de su pureza—

(6) P. L oren zo S a le s : El corazón de Jesús al mundo.


(Edic. Paulinas), p. 44.
(7) Ib., p. 50.

311
debilita la confianza y cierra caminos a la esperanza
genuina:, extravíos frecuentes hacia la desesperación y
hacia la presunción. Sísifo negándose a cargar de nue­
vo con la roca o creyendo, en el abismo, haber coronado
definitivamente la cúspide. Alegrías pulverizadas y ale­
grías podridas.
Señor, Señor, ¿dónde está la alegría legítima, la ale­
gría que Tú reclamas de nosotros?
—La alegría no la exijo, la regalo yo. Sólo exijo dis­
ponerse para recibirla. Por lo demás, toma tu cruz y
sígueme. Carga con tu piedra un día y otro y no juz­
gues nunca haber llegado para siempre a lo alto del
monte. En esto conocerás que has llegado : en la cima
se sufre más, allí te crucifican y el Padre Je desampa­
ra. Ten confianza. Tendrás confianza en Mí en la me­
dida en que desconfíes de ti mismo, de tus esfuerzos,
de tus hallazgos, de tus pobres métodos para suscitar
sagazmente en tu alma una confianza que sólo es bue­
na si la concedo yo.

La auténtica alegría supone siempre una mayor o


menor impregnación de tristeza : la que se desprende
de una visión mayor o menor—*nás o menos nítida:
el amor da perspicacia; más o menos llevadera: el
amor aumenta la paciencia con lo que más puede im­
pacientarnos, con nosotros mismos—del propio pecado.
La verdadera alegría entraña también otra veta de tris­
teza, porque somos conscientes de que tal alegría es
en extremo frágil y está amenazada a diario por tenta­
ciones de efecto devastador. El pasado, pues, y el fu­
turo introduciéndose en la hora presente y matizando
la alegría del hombre, de este niño crecido cuya niñez
es siempre problemática.
Hay, sin embargo, una peculiar alegría hermosísima

312
que jamás le será arrebatada a la criatura si tiene la
generosidad de despertarla en su alma. Hace falta ge­
nerosidad, es decir, desinterés. Me refiero al gozo pro­
ducido por la convicción de que Dios es feliz.
La alegría espiritual del alma, por lo que a Dios res­
pecta, es doble: en cuanto que se goza del bien divino
participado por ella y en cuanto que se goza del bien
divino considerado en sí mismo. El primer gozo con­
tiene un elemento personal, puesto que supone una per­
sonal participación en el bien de Dios; ahora bien : esta
participación puede ser impedida por alguna causa con­
traria y de ahí que la alegría a que da lugar corra tam­
bién riesgo de disminuir o desaparecer: es la alegría
hasta ahora proclamada, teñida siempre por la tristeza
de comprobar cómo es de exigua nuestra participación,
tan a menudo estorbada por el pecado y sus asechan­
zas. El segundo gozo, por el contrario, es un goao firme
e inalterable, sin que jamás se mezcle a él tristeza algu­
na, ya que el bien del cual se goza excluye todo m al:'
Dios es siempre el bien perfecto y permanece inmutable,
sin sombras, trascendiendo infinitamente los episodios
gratos o penosos de las criaturas.
Esta alegría, como su causa, es igualmente inconmo­
vible y sólida, inasequible a los efectos del pecado, ya
sean pecados propios o ajenos. Los pecados nada modi­
fican en D ios: Dios conserva en todo momento su in­
accesible felicidad, lo mismo que el sol su majestuosa
pureza y paso igual, sea cualquiera la región amena o
árida que alumbre.
Alegría: la que procura al corazón humano el con­
vencimiento de que Cristo sigue glorificando suficien­
temente al Padre.
Pocas almas, e9 cierto, llegan a un grado de desinterés
íntimo que les permita disfrutar de esta nobilísima ale­
gría. Es que vivimos encerrados dentro de nosotros mis-

313
mos y cuando nos dirigimos a Dios es a través de los
cables que nuestra indigencia tiende: pensamos en su
providencia solícita, en su inmensa misericordia, en su
bondad, es decir, en la divina bondad en cuanto se
ejerce sobre nosotros y tiene manifestaciones bondado·
sas. No pensamos en su bondad secreta e inexpresable,
en su santidad ontológica, en la eterna felicidad inmu­
table que constituye su clima propio, al margen de
toda participación en sus criaturas, independientemen­
te de esa anécdota de la creación. Imagen de Dios for­
jada al calor de una espiritualidad deficiente: aquella
de la que han sido inconscientemente suprimidas las
perfecciones que sólo a El atañen.
El desinterés del alma que ha sabido desprenderse
de las propias apetencias encuentra su premio en la
alegría que nada ni nadie puede turbar. Porque la ale­
gría del que ama y es por sí mismo feliz tiende a
esparcir su felicidad entre todos aquellos a quiénes ama;
pero la alegría simple que brota de ver feliz al amado
no necesita participar en esta felicidad: le basta el
convencimiento de que su amado es feliz y no se pre­
ocupa de la correspondencia; a un alma así nadie pue­
de hurtarle semejante felicidad.
Sobre esta tranquila, subterránea alegría podrán acu­
mularse, en estratos más o menos superficiales, otras
alegrías transitorias, otros dolores pasajeros. No impor­
ta. El alma sabe que todo es igual, que lo único que
vale es esa presencia inmortal de Dios, ese contacto
que puede ser gozoso o aflictivo según las modalidades
siempre variables del contacto. Entonces es perfecto el
amor, cuando la dulzura o aspereza del contacto provo­
ca el mismo agradecimiento. F’ntonces es invulnerable
la alegría.

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Acato, después de todo, la única alegría que merezca
este nombre sea la alegría perfecta. Tal vez la primera
tarea debiera consistir en una denodada lucha por la
pureza de los conceptos: sensualidad no es amor, filan-
tropía no es caridad, orgullo no es pureza, guerra fría
no es paz, muchas cosas no son alegría. Bemanos dis­
cierne hasta donde se puede discernir : «Hay nna ale­
gría en Dios y otra alegría más pobre, de la cual cada
uno tiene una idea.»
En eJ mejor de los casos, la alegría de aquí abajo es
a la Alegría lo que es la gracia a la gloria: un germen
diariamente amenazado por los temporales. Sí, la ale­
gría para el hombre viador consiste en nna constante
aspiración hacia ella. O, mejor, en las briosas, fallidas
y renovadas tentativas para hacerse digno de tal ale­
gría. El hombre mediocre trata de vivir en la alegría;
el hombre noble intenta merecerla.
Esta vida es fe que tiende a la visión, esperanza que
pretende la posesión, caridad aún mudable y arries­
gada, alegría de víspera con algunas nubes que acaso
traigan tormenta e impidan la fiesta. Alegría caminan­
te, ascendente. Decía Nietzsche que la esencia de la
vida es anhelar más vida; también la esencia de la ver­
dadera alegría de este mundo consiste en suspirar por
la Alegría.
Porque la gracia anticipa en cierto modo la gloria,
porque la naturaleza se abre deseosa a la gracia, por
todo ello ya es posible la alegría. Sin embargo, para
mejor inteligencia de los hombres, tan inclinados a en­
tender mal las cosas, tan proclives a la presunción y a
la desesperación, acaso sea preferible formular eso mis­
mo de esta otra manera : aún es posible la alegría. Aún :
no porque estos tiempos sean más funestos que otros,
sino sencillamente porque aún vivimos. La alegría es
posible en las épocas de mayor angustia de la misma

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forma que es posible el amor para un cristiano en un
mundo de seres absolutamente odiosos: porque es obli­
gatoria. Del mandamiento de la esperanza, el precepto
de la alegría, la posibilidad de la alegría.
La alegría es aún posible ; todavía vivimos, aún po­
demos rectificarlo todo y recuperar nuestra infancia.
Quedan residuos de la niñez en nuestro miedo de cada
noche, en nuestro pobre amor sin cálculo, en los es­
fuerzos que hacemos para trabar amistad con los niños,
hasta en nuestros pecados: en la escasa habilidad para
agotarlos, en su tristeza.
ORACION PARA SUPLICAR LA ALEGRIA
A NUESTRA SEÑORA

Santa M ARIA ¥ Dulzura nuestra ¥ Madera oloro­


sa ¥ Cielo con pájaros ¥ Vacaciones ¥ Talla románi­
ca ¥ Plaza con niños y bicicletas ¥ Carta de casa ¥
Ventana con sol ¥ Mano para guiar ¥ M ano para ap o ­
yar la frente ¥ M ano suavísima ¥ Silla baia ¥ Candela
bendita ¥ Huerta de recreo ¥ Señora de los Santos A n ­
geles ¥ Volver a casa ¥ Casa con las luces encendidas
¥ Campana en el valle ¥ Alivio en la agonía ¥ Aceite
claro ¥ Fruta ¥ Zafiro ¥ Seda ¥ G o z o y adorno sin
par ¥ «Buenas noches» con sueño ¥ Pan ¥ Agua ¥
Vino ¥ Flor de Albérchigo ¥ Palomica quieta ¥ V aso
de exquisita ternura ¥ Esposa ¥ Hermana ¥ M adre
amable:

Dígnate concedem os una templada alegría, amor a


los hombres y conocimiento de las cosas. Amén.

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