CASTRO LAZAROFF de Generaciones
CASTRO LAZAROFF de Generaciones
CASTRO LAZAROFF de Generaciones
De generaciones
Soledad Castro Lazaroff
13 noviembre, 2020
La Mojigata, 2002
En la discusión alrededor de las ciencias sociales que van y vuelven en nuestro sur
del sur, autores como el argentino Fernando Longa reivindican el concepto
de generación política para analizar determinados ciclos de los movimientos
sociales en nuestra historia, evitando priorizar aspectos biológicos y empíricos,
pero observando ciertos sentidos «que los propios actores –autorreconociéndose
en aquellas “experiencias que crean lazos”– asignan a su acción política dentro del
movimiento social».2 En la izquierda uruguaya, la última utilización sostenida del
concepto de generación política refiere a la «generación del 83», aquella que
protagonizó la resistencia a la dictadura a partir del plebiscito de 1980 y que debió
retirarse de los liderazgos cuando volvieron los exiliados y los presos fueron
liberados,3 lo que supuso una discontinuidad y una brecha de consecuencias que
aún nos resulta difícil dimensionar. Pero para quienes nacimos a inicios de los años
ochenta, fuimos adolescentes en los noventa y vivimos el ciclo de los progresismos
latinoamericanos mientras entrábamos en la madurez, todavía no existe una forma
clara de denominación. ¿Cuál es nuestra generación? ¿Cómo hacemos para
nombrarnos? ¿Hacerlo tendría sentido?
Las redes sociales parecen insistir en que nos denominemos generación
X y millennials, como si una categoría global que esquiva la práctica de situarnos
política y geográficamente fuera suficiente para delinear los procesos colectivos de
subjetivación que han signado nuestras vidas. Hasta en eso se puede rastrear el
rapto capitalista de nuestra posibilidad de construcción de una identidad política
compartida. En una charla virtual que mantuvimos hace poco por la celebración de
los 35 años de este semanario, comentando lo sucedido en Chile en torno a la
aprobación del diseño de una nueva Constitución que pueda sustituir la creada por
la dictadura de Pinochet, la escritora y socióloga María Pía López propuso una
coordenada de lectura: dijo que las luchas de los movimientos sociales en el campo
popular latinoamericano no siguen una linealidad en términos de triunfos y
derrotas, sino que funcionan como un compost. Se trata de una serie de hechos
históricos, de imaginarios de emancipación y de resistencias compartidas que se
transmiten de generación en generación y se van acumulando en capas, y que, en
algún momento de la historia, toman la potencia suficiente como para servir de
base al advenimiento de cambios sociales concretos. El trazado de un eje de
continuidad entre lógicas de organización del movimiento social pasadas y
presentes puede servir para explicar la construcción de nuestra sensibilidad
militante a lo largo del tiempo, y trae nuevas preguntas a este texto: ¿qué
aportamos nosotros, quienes fuimos jóvenes en los noventa y los dos mil, al
compost de las luchas de nuestros pueblos?; ¿tenemos algún logro del cual
enorgullecernos?; ¿qué información podemos transmitir a las y los jóvenes de
ahora, que tendrán que encarar desafíos nuevos, pero también enfrentar otros que
parecen reeditarse sin cesar, como si se tratara de traumas o fantasmas que no
somos capaces de dejar atrás?
La década del 90, en la historia uruguaya contada por la izquierda en las mesas
familiares, es aquella «en la que el neoliberalismo fue hegemónico y todo el
sistema político se corrió a la derecha. En este proceso, las narraciones sobre la
apertura, el cierre y la contracultura quedaron ensambladas en un solo
ochentismo, que en realidad terminó de cuajar ya bien entrados los años
noventa».4 La caída del muro de Berlín funcionó como golpe de gracia y no
permitió que recibiéramos las herencias procedimentales que la lucha colectiva de
generaciones anteriores podía habernos dejado. Pasamos de dormir abajo de las
camperas en los comités de base a ver a muchos de nuestros padres de izquierda
caminar por las góndolas de los supermercados de gran superficie, ir a pasear a
los shoppings, llenar la casa de electrodomésticos, comer en McDonald’s y entregar
a las cajeras flamantes tarjetas de crédito. La incorporación de nuevos rituales
culturales relacionados con la economía de mercado implicó una afección directa
sobre los cuerpos y los vínculos, sobre la construcción del sentido común (o de
comunidad). La arquitectura neoliberal y globalizadora tuvo consecuencias: el
nuevo sujeto progresista trajo consigo el vaciamiento en la transmisión
generacional y la pérdida de incidencia de la memoria oral, afectiva, en nuestros
relatos. Ya no parecía necesario que supiéramos los particulares y creativos modos
con los que se habían construido, en el pasado, el diseño de pedagogías para la
educación política, los procedimientos para la autogestión, los métodos de
incitación para el desorden social. ¿Cuánto llegamos a saber, las y los jóvenes de los
noventa, acerca de las experiencias concretas del comunismo en el mundo y en el
Uruguay, cuando el estudio de nuestra propia dictadura no estaba presente en los
programas curriculares? Nadie quería habitar la gris y aburrida cultura de
izquierda, poblada de comités «de viejos» que nos resultaban ridículos y
expulsivos. Así, muchos y muchas nos entregamos a la resignación y a formas de
hedonismo que tuvieron a las drogas como utilería perfecta en aquellas largas
tardes que pasábamos, improductivos y bajoneados, en las esquinas. También
hubo mucha muerte.