CASTRO LAZAROFF de Generaciones

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EDICIÓN 1824

LOS JÓVENES DE LOS NOVENTA Y LA DIFICULTAD DE CONSTRUIR UNA


IDENTIDAD COLECTIVA

De generaciones
Soledad Castro Lazaroff
13 noviembre, 2020

Se va a acabar, se va a acabar la democracia militar. 1

Jorge Lazaroff, 1985

¿Qué podés esperar de la cultura de un país que gobiernan abogados y


doctores?

La Mojigata, 2002
En la discusión alrededor de las ciencias sociales que van y vuelven en nuestro sur
del sur, autores como el argentino Fernando Longa reivindican el concepto
de generación política para analizar determinados ciclos de los movimientos
sociales en nuestra historia, evitando priorizar aspectos biológicos y empíricos,
pero observando ciertos sentidos «que los propios actores –autorreconociéndose
en aquellas “experiencias que crean lazos”– asignan a su acción política dentro del
movimiento social».2 En la izquierda uruguaya, la última utilización sostenida del
concepto de generación política refiere a la «generación del 83», aquella que
protagonizó la resistencia a la dictadura a partir del plebiscito de 1980 y que debió
retirarse de los liderazgos cuando volvieron los exiliados y los presos fueron
liberados,3 lo que supuso una discontinuidad y una brecha de consecuencias que
aún nos resulta difícil dimensionar. Pero para quienes nacimos a inicios de los años
ochenta, fuimos adolescentes en los noventa y vivimos el ciclo de los progresismos
latinoamericanos mientras entrábamos en la madurez, todavía no existe una forma
clara de denominación. ¿Cuál es nuestra generación? ¿Cómo hacemos para
nombrarnos? ¿Hacerlo tendría sentido?
Las redes sociales parecen insistir en que nos denominemos generación
X y millennials, como si una categoría global que esquiva la práctica de situarnos
política y geográficamente fuera suficiente para delinear los procesos colectivos de
subjetivación que han signado nuestras vidas. Hasta en eso se puede rastrear el
rapto capitalista de nuestra posibilidad de construcción de una identidad política
compartida. En una charla virtual que mantuvimos hace poco por la celebración de
los 35 años de este semanario, comentando lo sucedido en Chile en torno a la
aprobación del diseño de una nueva Constitución que pueda sustituir la creada por
la dictadura de Pinochet, la escritora y socióloga María Pía López propuso una
coordenada de lectura: dijo que las luchas de los movimientos sociales en el campo
popular latinoamericano no siguen una linealidad en términos de triunfos y
derrotas, sino que funcionan como un compost. Se trata de una serie de hechos
históricos, de imaginarios de emancipación y de resistencias compartidas que se
transmiten de generación en generación y se van acumulando en capas, y que, en
algún momento de la historia, toman la potencia suficiente como para servir de
base al advenimiento de cambios sociales concretos. El trazado de un eje de
continuidad entre lógicas de organización del movimiento social pasadas y
presentes puede servir para explicar la construcción de nuestra sensibilidad
militante a lo largo del tiempo, y trae nuevas preguntas a este texto: ¿qué
aportamos nosotros, quienes fuimos jóvenes en los noventa y los dos mil, al
compost de las luchas de nuestros pueblos?; ¿tenemos algún logro del cual
enorgullecernos?; ¿qué información podemos transmitir a las y los jóvenes de
ahora, que tendrán que encarar desafíos nuevos, pero también enfrentar otros que
parecen reeditarse sin cesar, como si se tratara de traumas o fantasmas que no
somos capaces de dejar atrás?

La década del 90, en la historia uruguaya contada por la izquierda en las mesas
familiares, es aquella «en la que el neoliberalismo fue hegemónico y todo el
sistema político se corrió a la derecha. En este proceso, las narraciones sobre la
apertura, el cierre y la contracultura quedaron ensambladas en un solo
ochentismo, que en realidad terminó de cuajar ya bien entrados los años
noventa».4 La caída del muro de Berlín funcionó como golpe de gracia y no
permitió que recibiéramos las herencias procedimentales que la lucha colectiva de
generaciones anteriores podía habernos dejado. Pasamos de dormir abajo de las
camperas en los comités de base a ver a muchos de nuestros padres de izquierda
caminar por las góndolas de los supermercados de gran superficie, ir a pasear a
los shoppings, llenar la casa de electrodomésticos, comer en McDonald’s y entregar
a las cajeras flamantes tarjetas de crédito. La incorporación de nuevos rituales
culturales relacionados con la economía de mercado implicó una afección directa
sobre los cuerpos y los vínculos, sobre la construcción del sentido común (o de
comunidad). La arquitectura neoliberal y globalizadora tuvo consecuencias: el
nuevo sujeto progresista trajo consigo el vaciamiento en la transmisión
generacional y la pérdida de incidencia de la memoria oral, afectiva, en nuestros
relatos. Ya no parecía necesario que supiéramos los particulares y creativos modos
con los que se habían construido, en el pasado, el diseño de pedagogías para la
educación política, los procedimientos para la autogestión, los métodos de
incitación para el desorden social. ¿Cuánto llegamos a saber, las y los jóvenes de los
noventa, acerca de las experiencias concretas del comunismo en el mundo y en el
Uruguay, cuando el estudio de nuestra propia dictadura no estaba presente en los
programas curriculares? Nadie quería habitar la gris y aburrida cultura de
izquierda, poblada de comités «de viejos» que nos resultaban ridículos y
expulsivos. Así, muchos y muchas nos entregamos a la resignación y a formas de
hedonismo que tuvieron a las drogas como utilería perfecta en aquellas largas
tardes que pasábamos, improductivos y bajoneados, en las esquinas. También
hubo mucha muerte.

Ese corte en la construcción de sentido en la militancia de base tuvo como


resultado el entendimiento de que lo único que se podía disputar eran las
elecciones, porque recuperar todo lo demás era demodé, no servía para enfrentar
un mundo nuevo en el que las grandes decisiones económicas y sociales se
tomaban cada vez más lejos de los barrios. Organizarse, participar de asambleas,
realizar trabajos conjuntos para sostener y reivindicar los bienes comunes fueron
instancias que dejaron de tener lugar en nuestras vidas, ahora convocadas a una
posmodernidad impuesta.

Resistimos la represión del hospital Filtro en 1994, ocupamos liceos y facultades


contra la reforma de Germán Rama a partir de 1996, pero la generación política de
quienes hoy estamos entre los 35 y los 45 años es aquella que no merece nombre,
que parece no tener memorias de heroicidad, que solamente cuenta como un logro
el haber sobrevivido a la crisis de principios de siglo. Una generación que transitó
una época en la que el movimiento obrero y el estudiantil parecían desmantelados,
que avanzó casi sin deseo hacia el triunfo electoral de la coalición de izquierda en
una democracia que se sentía rota, incapaz de responder a nuestras necesidades y
reclamos. Pero, si seguimos la idea de María Pía López, tal vez hubo algo que
supimos guardar, que estaba hibernando y que ahora, después de la irrupción de
los transfeminismos interseccionales y de los movimientos ambientalistas y
antiespecistas –entre otros hitos recientes–, vuelve a renacer. Nuestras lógicas de
resistencia eran muy otras, eran pocas y fragmentadas, estaban arrasadas por la
naturalización de la pobreza, pero estaban ahí, tal vez en forma de rechazo punk o
de letra de murga joven. También nos rebelamos contra el sentimiento de que
nacer en Uruguay era una mierda, y fuimos pogo en los recitales de uno de los
momentos más creativos e influyentes del rock nacional.

Pero, además, y leyendo ese tiempo desde el presente, estuvieron nuestras


resistencias como mujeres jóvenes, que sin duda fueron compost para lo que iba a
suceder en la segunda década del siglo XXI, muy especialmente a partir de la lucha
por la legalización del aborto y de la marcha del 3 de junio de 2015, cuando en las
calles de las capitales de América Latina salimos a decir ni una menos. Aun sin
saberlo, para muchas de nosotras, adolescentes de los noventa, ser mujeres y
drogarnos juntas tuvo que ver con romper lógicas de obediencia y ocultamiento
del placer que habían padecido nuestras madres. Es cierto que, en los años
ochenta, algunas se habían desbundado y habían transitado su sexualidad con
libertad, pero estoy segura de que muchas de nosotras, muchachitas de clase
media, fuimos, en nuestras familias, las primeras mujeres que nos fuimos con
alguien de un boliche, las primeras en acostarnos la primera noche, las primeras en
irnos a vivir solas, con amigas, sin la necesidad de tener un tipo al lado. Nosotras le
pusimos el cuerpo a la violencia patriarcal cuando no había nada de información, y
elegimos experimentarlo todo entregando a cambio nuestros cuerpos. Fueron esos
sufrimientos, nacidos de los permisos que nos dimos, los que nos permitieron
reconocernos entre nosotras y a las que vinieron después.

Es claro que el ejercicio de nombrarse, de pensarse como generación, si bien


siempre tiene un criterio excluyente, también implica una decisión política. Como
enseñan los feminismos, «lo que no se nombra no existe». Y defender la memoria
también tiene que ver con hacer un recuento de los fracasos, perdonarnos algunos
desencuentros, estar dispuestos a dar de vuelta.

1. De la canción «Dame un mate», del disco Tangatos.

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