La Interpretacion de Los Sueños PDF
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1898-9 [1900]
(1900)
A
L proponerme exponer la interpretación de los sueños no creo haber
trascendido los ámbitos del interés neuropatológico, pues, el examen
psicológico nos presenta el sueño como primer eslabón de una serie de
fenómenos psíquicos anormales, entre cuyos elementos subsiguientes, las fobias
histéricas y las formaciones obsesivas y delirantes, conciernen al médico por
motivos prácticos. Desde luego, como ya lo demostraremos, el sueño no puede
pretender análoga importancia práctica; pero tanto mayor es su valor teórico
como paradigma, al punto que quien no logre explicarse la génesis de las
imágenes oníricas, se esforzará en vano por comprender las fobias, las ideas
obsesivas, los delirios, y por ejercer sobre estos fenómenos un posible influjo
terapéutico.
Mas precisamente esta vinculación, a la que nuestro tema debe toda su
importancia, es también el motivo de los defectos de que adolece el presente
trabajo, pues el frecuente carácter fragmentario de su exposición corresponde a
otros tantos puntos de contacto, a cuyo nivel los problemas de la formación
onírica toman injerencia en los problemas más amplios de la psicopatología, que
no pudieron ser considerados en esta ocasión y que serán motivo de trabajos
futuros, siempre que para ello alcancen el tiempo, la energía y el nuevo material
de observación.
Además, esta publicación me ha sido dificultada por particularidades del
material que empleo para ilustrar la interpretación de los sueños. La lectura
misma del trabajo permitirá advertir por qué no podían servir para mis fines los
sueños narrados en la literatura o recogidos por personas desconocidas; debía
elegir, pues, entre mis propios sueños y los de mis pacientes en tratamiento
psicoanalítico. La utilización de este último material me fue vedada por la
circunstancia de que estos procesos oníricos sufren una complicación
inconveniente debida a la intervención de características neuróticas. Por otra
parte, la comunicación de mis propios sueños implicaba inevitablemente someter
las intimidades de mi propia vida psíquica a miradas extrañas, en medida mayor
de la que podía serme grata y de la que, en general, concierne a un autor que no
es poeta, sino hombre de ciencia. Esta circunstancia era penosa pero inevitable,
de modo que me sometí a ella para no tener que renunciar, en principio, a la
demostración de mis resultados psicológicos. Sin embargo, no pude resistir,
naturalmente, a la tentación de truncar muchas indiscreciones, omitiendo y
suplantando algunas cosas; cada vez que procedí de tal manera no puede menos
de perjudicar sensiblemente el valor de los ejemplos utilizados. Sólo me queda
expresar la esperanza de que los lectores de este trabajo comprenderán mi difícil
situación, aceptándola benévolamente, y espero, además, que todas las personas
que se sientan afectadas por los sueños comunicados no pretenderán negar la
libertad del pensamiento también a la vida onírica.
(1908)
1911
1914
1921
1929
E N el lapso que media entre la última, séptima edición de este libro (1922),
y la presente revisión, fueron editadas mis Obras completas por el
Internationaler Psychoanalytischer Verlag, de Viena. En éstas el segundo tomo
contiene el texto restablecido de la primera edición, mientras que todas las
adiciones ulteriores están reunidas en el tercer tomo. En cambio, las traducciones
aparecidas mientras tanto se ajustan a las publicaciones independientes de este
libro, cabiendo mencionar la francesa, de 1. Meyerson, publicada en 1926 con el
título La Science des Rêves, por la Bibliothèque de Philosophie Contemporaine;
la sueca (Drömtydning), efectuada en 1927 por John Landquist, y la castellana,
de Luis López-Ballesteros y de Torres, que constituye los tomos VI y VII de las
Obras completas. La traducción húngara, cuya inminente publicación anuncié ya
en 1918, aún no ha aparecido.
También en la presente revisión de La interpretación de los sueños he tratado
la obra esencialmente como documento histórico, introduciendo tan sólo
aquellas modificaciones que me parecían imprescindibles para el aclaramiento y
la profundizaron de mis propias opiniones. De acuerdo con esta posición, he
abandonado definitivamente el propósito de incluir en este libro la bibliografía
aparecida desde su primera edición, excluyendo, pues, las secciones
correspondientes que contenían las ediciones anteriores. Además, faltan aquí los
dos trabajos «Sueño y poesía» y «Sueño y mito» que el doctor Otto Rank aportó
a las ediciones precedentes.
1931
FREUD.
E
N las páginas que siguen aportaré la demostración de la existencia de
una técnica psicológica que permite interpretar los sueños, y merced a la
cual se revela cada uno de ellos como un producto psíquico pleno de
sentido, al que puede asignarse un lugar perfectamente determinado en la
actividad anímica de la vida despierta. Además, intentaré esclarecer los procesos
de los que depende la singular e impenetrable apariencia de los sueños y deducir
de dichos procesos una conclusión sobre la naturaleza de aquellas fuerzas
psíquicas de cuya acción conjunta u opuesta surge el fenómeno onírico.
Conseguido esto, daré por terminada mi exposición, pues habré llegado en ella al
punto en el que el problema de los sueños desemboca en otros más amplios,
cuya solución ha de buscarse por el examen de un distinto material.
Si comienzo por exponer aquí una visión de conjunto de la literatura
existente hasta el momento sobre los sueños y del estado científico actual de los
problemas oníricos, ello obedece a que en el curso de mi estudio no se me han de
presentar muchas ocasiones de volver sobre tales materias. La comprensión
científica de los sueños no ha realizado en más de diez siglos sino escasísimos
progresos; circunstancia tan generalmente reconocida por todos los que de este
tema se han ocupado, que me parece inútil citar aquí al detalle opiniones
aisladas. En la literatura onírica hallamos gran cantidad de sugestivas
observaciones y un rico e interesantísimo material relativo al objeto de nuestro
estudio; pero, en cambio, nada o muy poco que se refiera a la esencia de los
sueños o resuelva definitivamente el enigma que los mismos nos plantean. Como
es lógico, el conocimiento que de esas cuestiones ha pasado al núcleo general de
hombres cultos, pero no dedicados a la investigación científica, resulta aún más
incompleto.
Cuál fue la concepción que en los primeros tiempos de la Humanidad se
formaron de los sueños los pueblos primitivos, y qué influencia ejerció el
fenómeno onírico en su comprensión del mundo y del alma, son cuestiones de
tan alto interés, que sólo obligadamente y a disgusto me he decidido a excluir su
estudio del conjunto del presente trabajo y a limitarme a remitir al lector a las
conocidas obras de sir J. Lubbock, H. Spencer, E. B. Taylor y otros, añadiendo
únicamente por mi cuenta que el alcance de estos problemas y especulaciones no
podrá ofrecérsenos comprensible hasta después de haber llevado a buen término
la labor que aquí nos hemos marcado, o sea, la de «interpretación de los sueños».
Un eco de la primitiva concepción de los sueños se nos muestra
indudablemente como base en la idea que de ellos se formaban los pueblos de la
antigüedad clásica[259]. Admitían éstos que los sueños, se hallaban en relación
con el mundo de seres sobrehumanos de su mitología y traían consigo
revelaciones divinas o demoníacas, poseyendo, además, una determinada
intención muy importante con respecto al sujeto; generalmente, la de anunciarle
el porvenir. De todos modos, la extraordinaria variedad de su contenido y de la
impresión por ellos producida hacía muy difícil llegar a establecer una
concepción unitaria, y obligó a constituir múltiples diferenciaciones y
agrupaciones de los sueños, conforme a su valor y autenticidad. Naturalmente, la
opinión de los filósofos antiguos sobre el fenómeno onírico hubo de depender de
la importancia que cada uno de ellos concedía a la adivinación.
En los dos estudios que Aristóteles consagra a esta materia pasan ya los
sueños a constituir objeto de la Psicología. No son de naturaleza divina, sino
demoníaca, pues la Naturaleza es demoníaca y no divina; o dicho de otro modo:
no corresponden a una revelación sobrenatural, sino que obedecen a leyes de
nuestro espíritu humano, aunque desde luego éste se relaciona a la divinidad.
Los sueños quedan así definidos como la actividad anímica del durmiente
durante el estado de reposo[260].
Aristóteles muestra conocer algunos de los caracteres de la vida onírica. Así,
el de que los sueños amplían los pequeños estímulos percibidos durante el estado
de reposo («una insignificante elevación de temperatura en uno de nuestros
miembros nos hace creer en el sueño que andamos a través de las llamas y
sufrimos un ardiente calor»), y deduce de esta circunstancia la conclusión de que
los sueños pueden muy bien revelar al médico los primeros indicios de una
reciente alteración física, no advertida durante el día[261].
Los autores antiguos anteriores a Aristóteles no consideraban el sueño como
un producto del alma soñadora, sino como una inspiración de los dioses, y
señalaban ya en ellos las dos corrientes contrarias que habremos de hallar
siempre en la estimación de la vida onírica. Se distinguían dos especies de
sueños: los verdaderos y valiosos, enviados al durmiente a título de advertencia
o revelación del porvenir, y los vanos, engañosos y fútiles, cuyo propósito era
desorientar al sujeto o causar su perdición.
Gruppe (Griechische Mithologie und Religionsgeschichte, pág. 390)
reproduce una tal visión de los sueños, tomándola de Macrobio y Artemidoro:
«Dividíanse los sueños en dos clases. A la primera, influida tan sólo por el
presente (o el pasado), y falta, en cambio, de significación con respecto al
porvenir, pertenecían los ένόπνια, insomnia, que reproducen inmediatamente la
representación dada o su contraria; por ejemplo, el hambre o su satisfacción, y
los φανααματα, que amplían fantásticamente la representación dada; por
ejemplo, la pesadilla, ephialtes. La segunda era considerada como determinante
del porvenir, y en ella se incluían: 1.º, el oráculo directo, recibido en el sueño
(χοηματιμό, oraculum); 2.º la predicción de un suceso futuro (ὅραμα, visio), y
3.º, el sueño simbólico, necesidad de interpretación (ὅνειροὀ, somnium). Esta
teoría se ha mantenido en vigor durante muchos siglos».
De esta diversa estimación de los sueños surgió la necesidad de una
«interpretación onírica». Considerándolos en general como fuentes de
importantísimas revelaciones, pero no siendo posible lograr una inmediata
comprensión de todos y cada uno de ellos, ni tampoco saber si un determinado
sueño incomprensible entrañaba o no algo importante, tenía que nacer el impulso
o hallar un medio de sustituir su contenido incomprensible por otro inteligible y
pleno de sentido. Durante toda la antigüedad se consideró como máxima
autoridad en la interpretación de los sueños a Artemidoro de Dalcis, cuya
extensa obra, conservada hasta nuestros días, nos compensa de las muchas otras
del mismo contenido que se han perdido[262].
La concepción precientífica de los antiguos sobre los sueños se hallaba
seguramente de completo acuerdo con su total concepción del Universo, en la
que acostumbraban proyectar como realidad en el mundo exterior aquello que
sólo dentro de la vida anímica la poseía. Esta concepción del fenómeno onírico
tomaba, además, en cuenta la impresión que la vida despierta recibe del recuerdo
que del sueño perdura por la mañana, pues en este recuerdo aparece el sueño en
oposición al contenido psíquico restante, como algo ajeno a nosotros y
procedente de un mundo distinto. Sería, sin embargo, equivocado suponer que
esta teoría del origen sobrenatural de los sueños carece ya de partidarios en
nuestros días. Haciendo abstracción de los escritores místicos y piadosos que
obran consecuentemente, defendiendo los últimos reductos de lo sobrenatural
hasta que los procesos científicos consigan desalojarlos de ellos—, hallamos
todavía hombres de sutil ingenio, e inclinados a todo lo extraordinario, que
intentan apoyar precisamente en la insolubilidad del enigma de los sueños su fe
religiosa en la existencia y la intervención de fuerzas espirituales sobrehumanas
(Haffner). La valoración dada a la vida onírica por algunas escuelas filosóficas
—así, la de Schelling— es un claro eco del origen divino que en la antigüedad se
reconocía a los sueños. Tampoco la discusión sobre el poder adivinatorio y
revelador del porvenir atribuido a los sueños puede considerarse terminada,
pues, no obstante la inequívoca inclinación del pensamiento científico a
rechazarla hipótesis afirmativa. las tentativas de hallar una explicación
psicológica valedera para todo el considerable material reunido no han permitido
establecer aún una conclusión definitiva.
La dificultad de escribir una historia de nuestro conocimiento científico de
los problemas oníricos estriba en que, por valioso que el mismo haya llegado a
ser con respecto a algunos extremos, no ha realizado progreso alguno en
determinadas direcciones. Por otro lado, tampoco se ha conseguido establecer
una firme base de resultados indiscutibles sobre la que otros investigadores
pudieran seguir construyendo, sino que cada autor ha comenzado de nuevo y
desde el origen el estudio de los mismos problemas. De este modo, si quisiera
atenerme al orden cronológico de los autores y exponer sintéticamente las
opiniones de cada uno de ellos, tendría que renunciar a ofrecer al lector un claro
cuadro de conjunto del estado actual del conocimiento de los sueños, y, por
tanto, he preferido adaptar mi exposición a los temas y no a los autores,
indicando en el estudio de cada uno de los problemas oníricos el material que
para la solución del mismo podemos hallar en obras anteriores. Sin embargo, y
dado que no me ha sido posible dominar toda literatura existente sobre esta
materia —literatura en extremo dispersa, y que se extiende muchas veces a
objetos muy distintos—, he de rogar al lector se dé por satisfecho, con la
seguridad de que ningún hecho fundamental ni ningún punto de vista importante
dejarán de ser consignados en mi exposición.
Hasta hace poco se han visto impulsados casi todos los autores a tratar
conjuntamente el estado de reposo y de los sueños, así como a agregar al estudio
de estos últimos el de estados y fenómenos análogos, pertenecientes ya a los
dominios de la Psicopatología (alucinaciones, visiones, etc.). En cambio, en los
trabajos más modernos aparece una tendencia a seleccionar un tema restringido,
y no tomar como objeto sino uno sólo de los muchos problemas de la vida
onírica; transformación en la que quisiéramos ver una expresión del
convencimiento de que en problemas tan oscuros sólo por medio de una serie de
investigaciones de detalle puede llegarse a un esclarecimiento y a un acuerdo
definitivos. Una de tales investigaciones parciales y de naturaleza especialmente
psicológica es lo que aquí me propongo ofreceros. No habiendo tenido gran
ocasión de ocuparme del problema del estado de reposo —problema
esencialmente fisiológico, aunque en la característica de dicho estado tenga que
hallarse contenida la transformación de las condiciones de funcionamiento del
aparato anímico—, quedará desde luego descartada de mi exposición la literatura
existente sobre tal problema.
El interés científico por los problemas oníricos en sí conduce a las
interrogaciones que siguen, interdependientes en parte:
a) Relación del sueño con la vida despierta.
El ingenuo juicio del individuo despierto acepta que el sueño, aunque ya no
de origen extraterreno, sí ha raptado al durmiente a otro mundo distinto. El viejo
fisiólogo Burdach, al que debemos una concienzuda y sutil descripción de los
problemas oníricos, ha expresado esta convicción en una frase, muy citada y
conocida (pág. 474): «… nunca se repite la vida diurna, con sus trabajos y
placeres, sus alegrías y dolores; por lo contrario, tiende el sueño a libertarnos de
ella. Aun en aquellos momentos en que toda nuestra alma se halla saturada por
un objeto, en que un profundo dolor desgarra nuestra vida interior, o una labor
acapara todas nuestras fuerzas espirituales, nos da el sueño algo totalmente ajeno
a nuestra situación; no toma para sus combinaciones sino significantes
fragmentos de la realidad, o se limita a adquirir el tono de nuestro estado de
ánimo y simboliza las circunstancias reales». J. H. Fichte (1-541) habla en el
mismo sentido de sueños de complementos (Ergaenzugtraüme) y los considera
como uno de los secretos beneficiosos de la Naturaleza, autocurativa del espíritu.
Análogamente se expresa también L. Strümpell en su estudio sobre la naturaleza
y génesis de los sueños (pág. 16), obra que goza justamente de un general
renombre: «El sujeto que sueña vuelve la espalda al mundo de la conciencia
despierta…» Página 17: «En el sueño perdemos por completo la memoria con
respecto al ordenado contenido de la conciencia despierta y de su
funcionamiento normal…» Página 19: «La separación, casi desprovista de
recuerdo, que en los sueños se establece entre el alma y el contenido y el curso
regulares de la vida despierta…»
La inmensa mayoría de los autores concibe, sin embargo, la relación de
sueños con la vida despierta en una forma totalmente opuesta. Asi, Haffner (pág.
19): «Al principio continúa el sueño de la vida despierta. Nuestros sueños se
agregan siempre a las representaciones que poco antes han residido en la
conciencia, y una cuidadosa observación encontrará casi siempre el hilo que los
enlaza a los sucesos del día anterior». Weygandt (pág. 6) contradice directamente
la afirmación de Burdach antes citada, pues observa que «la mayoría de los
sueños nos conducen de nuevo a la vida ordinaria en vez de libertarnos de ella».
Maury (pág. 56) dice en una sintética fórmula: Nous rêvons de ce que nous a
avons vu dit, désiré ou fait, y Jessen, en su Psicología (1855, pág. 530),
manifiesta, algo más ampliamente: «En mayor o menor grado, el contenido de
los sueños queda siempre determinado por la personalidad individual, por la
edad, el sexo, la posición, el grado de cultura y el género de vida habitual del
sujeto, y por los sucesos y enseñanzas de su pasado individual».
El filósofo J. G. E. Maas (Sobre las pasiones, 1805) es quien adopta con
respecto a esta cuestión una actitud más inequívoca: «La experiencia confirma
nuestra afirmación de que el contenido más frecuente de nuestros sueños se halla
constituido por aquellos objetos sobre los que recaen nuestras más ardientes
pasiones. Esto nos demuestra que nuestras pasiones tienen que poseer una
influencia sobre la génesis de nuestros sueños. El ambicioso sueña con los
laureles alcanzados (quizá tan sólo en su imaginación) o por alcanzar, y el
enamorado, con el objeto de sus tiernas esperanzas… Todas las ansias o repulsas
sexuales que dormitan en nuestro corazón pueden motivar, cuando son
estimuladas por una razón cualquiera, la génesis de un sueño compuesto por las
representaciones a ellas asociadas, o la intercalación de dichas representaciones
en un sueño ya formado…» (Comunicado por Winterstein en la Zhl.für
Psychoanalyse.)
Idénticamente opinaban los antiguos sobre la relación de dependencia
existente entre el contenido del sueño y la vida. Radestock (pág. 139) nos cita el
siguiente hecho: «Cuando Jerjes, antes de su campaña contra Grecia, se veía
disuadido de sus propósitos bélicos por sus consejeros, y, en cambio, impulsado
a realizar por continuos sueños alentadores, Artabanos, el racional onirocrítico
persa, le advirtió ya acertadamente que las visiones de los sueños contenían casi
siempre lo que el sujeto pensaba en la vida despierta».
En el poema didáctico de Lucrecio titulado De rerum natura hallamos los
siguientes versos (IV, v. 959):
APÉNDICE DE 1909.
APÉNDICE DE 1914.
La justificación que antecede fue descrita en 1909. Desde esta fecha han
variado mucho las cosas. Mi aportación a la interpretación de los sueños no es
omitida ya en los nuevos trabajos sobre esta materia. Pero la nueva situación me
hace imposible continuar la información precedente. La Interpretación de los
sueños ha hecho surgir toda una serie de nuevos problemas y afirmaciones, que
han sido muy diversamente discutidos, y, como es lógico, no puedo analizar los
trabajos de esta índole hasta haber desarrollado aquéllas de mis opiniones a que
los autores se refieren. De lo que en esta literatura me ha parecido más valioso
trato en los capítulos de la presente edición.
CAPÍTULO II
EL MÉTODO DE LA INTERPRETACIÓN
ONÍRICA
EJEMPLO DEL ANÁLISIS DE UN SUEÑO
E
L título dado a la presente obra revela ya a qué concepción de la vida
onírica intenta incorporarse. Me he propuesto demostrar que los sueños
son susceptibles de interpretación, y mi estudio tenderá, con exclusión de
todo otro propósito, hacia este fin, aunque claro está que en el curso de mi labor
podrán surgir accesoriamente interesantes aportaciones al esclarecimiento de los
problemas oníricos señalados en el capítulo anterior. La hipótesis de que los
sueños son interpretables me sitúa ya enfrente de la teoría onírica dominante e
incluso de todas las desarrolladas hasta el día, excepción hecha de la de
Scherner, pues «interpretar un sueño» quiere decir indicar su «sentido», o sea,
sustituirlo por algo que pueda incluirse en la concatenación de nuestros actos
psíquicos como un factor de importancia y valor equivalentes a los demás que la
integran. Pero, como ya hemos visto, las teorías científicas no dejan lugar alguno
al planteamiento de este problema de la interpretación de los sueños, no viendo
en ellos un acto anímico, sino un proceso puramente somático, cuyo desarrollo
se exterioriza en el aparato psíquico por medio de determinados signos. En
cambio, la opinión profana se ha manifestado siempre en un sentido opuesto.
Haciendo uso de su perfecto derecho a la inconsecuencia, no puede resolverse a
negar a los sueños toda significación, aunque reconoce que son incomprensibles
y absurdos, y, guiada por un oscuro presentimiento, se inclina a aceptar que
poseen un sentido, si bien oculto, a título de sustitutivos de un diferente proceso
mental. De este modo todo quedaría reducido a desentrañar acertadamente la
sustitución y penetrar así hasta el significado oculto.
En consecuencia, la opinión profana se ha preocupado siempre de
«interpretar» los sueños, intentándolo por dos procedimientos esencialmente
distintos. El primero toma el contenido de cada sueño en su totalidad y procura
sustituirlo por otro contenido, comprensible y análogo en ciertos aspectos. Es
ésta la interpretación simbólica de los sueños, que, naturalmente, fracasa en
todos aquellos que a más de incomprensibles se muestran embrollados y
confusos. La historia bíblica nos da un ejemplo de este procedimiento en la
interpretación dada por José al sueño del Faraón. Las siete vacas gordas,
sucedidas por otras siete flacas, que devoraban a las primeras, constituye una
sustitución simbólica de la predicción de siete años de hambre, que habrían de
consumir la abundancia que otros siete de prósperas cosechas produjeran en
Egipto. La mayoría de los sueños artificiales creados por los poetas se hallan
destinados a una tal interpretación, pues reproducen el pensamiento concebido
por el autor bajo un disfraz, correspondiente a los caracteres que de los sueños
nos son conocidos por experiencia personal[287]. Un resto de la antigua creencia
en la significación profética de los sueños perdura aún en la opinión popular de
que se refieren principalmente al porvenir, anticipando su contenido, y de este
modo el sentido descubierto por medio de la interpretación simbólica es
generalmente transferido a un futuro más o menos lejano.
Naturalmente, no es posible indicar norma alguna para llevar a cabo una tal
interpretación simbólica. Esta depende tan sólo del ingenio y de la inmediata
intuición del interpretador; razón por la cual pudo elevarse la interpretación por
medio de símbolos a la categoría de arte, para el que se precisaba una especial
aptitud[288]: En cambio, el segundo de los métodos populares, a que antes
aludimos, se mantiene muy lejos de semejantes aspiraciones. Pudiéramos
calificarlo de método descifrador, pues considera el sueño como una especie de
escritura secreta, en la que cada signo puede ser sustituido, mediante una clave
prefijada, por otro de significación conocida. Si, por ejemplo, hemos soñado con
una «carta» y luego con un «entierro», y consultamos una de las popularísimas
«claves de los sueños», hallaremos que debemos sustituir «carta» por «disgusto»
y «entierro» por «esponsales». A nuestro arbitrio queda después construir con las
réplicas halladas un todo coherente, que habremos también de transferir al
futuro. En el libro de Artemidoro de Dalcis[289], sobre la interpretación de los
sueños, hallamos una curiosa variante de este «método descifrador» que corrige
en cierto modo su carácter de mera traducción mecánica. Consiste tal variante en
atender no sólo el contenido del sueño, sino a la personalidad y circunstancias
del sujeto; de manera que el mismo elemento onírico tendrá para el rico, el
casado o el orador diferente significación que para el pobre, el soltero, o por
ejemplo, el comerciante. Lo esencial de este procedimiento es que la labor de
interpretación no recae sobre la totalidad del sueño, sino separadamente sobre
cada uno de los componentes de su contenido, como si el sueño fuese un
conglomerado, en el que cada fragmento exigiera una especial determinación.
Los sueños incoherentes y confusos son con seguridad los que han incitado a la
creación del método descifrador[290].
De la imposibilidad de utilizar cualquiera de los dos métodos populares
reseñados en un estudio científico de la interpretación de los sueños, no cabe
dudar un solo instante. El método simbólico es de aplicación limitada y nada
susceptible de una exposición general. En el «descifrador» dependería todo de
que pudiésemos dar crédito a la «clave» o «libro de los sueños», cosa para la que
carecemos de toda garantía. Así, pues, parece que deberemos inclinarnos a dar la
razón a los filósofos y psiquiatras y a prescindir con ellos del problema de la
interpretación onírica, considerándolo como puramente imaginario y ficticio[291].
Mas por mi parte he llegado a un mejor conocimiento. Me he visto obligado
a reconocer que se trata nuevamente de uno de aquellos casos, nada raros, en los
que una antiquísima creencia popular, hondamente arraigada, parece hallarse
más próxima a la verdad objetiva que los juicios de la ciencia moderna. Debo,
pues, afirmar que los sueños poseen realmente un significado, y que existe un
procedimiento científico de interpretación onírica, a cuyo descubrimiento me ha
conducido el proceso que sigue:
Desde hace muchos años me vengo ocupando, guiado por intenciones
terapéuticas, de la solución de ciertos productos psicopatológicos, tales como las
fobias histéricas, las representaciones obsesivas, etc. A esta labor hubo de
incitarme la importante comunicación de J. Breuer de que la solución de estos
productos, sentidos como síntomas patológicos, equivale a su supresión[292]. En
el momento en que conseguimos referir una de las tales representaciones
patológicas a los elementos que provocaron su emergencia en la vida anímica del
enfermo logramos hacerla desaparecer, quedando el sujeto libre de ella. Dada là
impotencia de nuestros restantes esfuerzos terapéuticos, y ante el enigma de
estos estados, me pareció atractivo continuar el camino iniciado por Breuer hasta
llegar a un completo esclarecimiento, no obstante, las grandes dificultades que a
ello se oponían. En otro lugar expondré detalladamente cómo la técnica del
procedimiento fue perfeccionándose hasta su forma actual, y cuáles han sido los
resultados de mi labor. La interpretación de los sueños surgió en el curso de estos
trabajos psicoanalíticos. Mis pacientes, a los que comprometía a referirme todo
lo que con respecto a un tema dado se les ocurriera, me relataban también sus
sueños, y hube de comprobar que un sueño puede hallarse incluido en la
concatenación psíquica, que puede perseguirse retrocediendo en la memoria del
sujeto a partir de la idea patológica. De aquí a considerar los sueños como
síntomas patológicos y aplicarles el método de interpretación para ellos
establecido no había más que un paso.
La realización de esta labor exige cierta preparación psíquica del enfermo.
Dos cosas perseguimos en él: una intensificación de su atención sobre sus
percepciones psíquicas y una exclusión de la crítica, con la que acostumbra
seleccionar las ideas que en él emergen. Para facilitarle concentrar toda su
atención en la labor de autoobservación es conveniente hacerle cerrar los ojos y
adoptar una postura descansada. El renunciamiento a la crítica de los productos
mentales percibidos habremos de imponérselo expresamente. Le diremos, por
tanto, que el éxito del psicoanálisis depende de que respete y comunique todo lo
que atraviese su pensamiento y no se deje llevar a retener unas ocurrencias por
creerlas insignificantes o faltas de conexión con el tema dado, y otras, por
parecerle absurdas o desatinadas. Habrá de mantenerse en una perfecta
imparcialidad con respecto a sus ocurrencias, pues la crítica que sobre las
mismas se halla habituado a ejercer es precisamente lo que le ha impedido hasta
el momento hallar la buscada solución del sueño, de la idea obsesiva, etc.
En mis trabajos psicoanalíticos he observado que la disposición de ánimo del
hombre que reflexiona es totalmente distinta de la del que observa sus procesos
psíquicos. En la reflexión entra más intensamente en juego una acción psíquica
que en la más atenta autoobservación; diferencia que se revela en la tensión
expresa la fisonomía del hombre que reflexiona, contrastando con la serenidad
mímica del autoobservador. En muchos casos tiene que existir una concentración
de la atención; pero el sujeto sumido en la reflexión ejercita, además, una crítica,
a consecuencia de la cual rechaza una parte de las ocurrencias emergentes
después de percibirlas, interrumpe otras en el acto, negándose a a seguir los
caminos que abren a su pensamiento, y reprime otras antes que hayan llegado a
la percepción, no dejándolas devenir conscientes. En cambio, el auto-observador
no tiene que realizar más esfuerzo que el de reprimir la crítica, y si lo consigue
acudirá a su conciencia una infinidad de ocurrencias, que de otro modo hubieran
permanecido inaprehensibles. Con ayuda de estos nuevos materiales,
conseguidos por su autopercepción, se nos hace posible llevar a cabo la
interpretación de las ideas patológicas y de los productos oníricos. Como vemos,
se trata de provocar un estado que tiene de común con el de adormecimiento
anterior al reposo —y seguramente también con el hipnótico— una cierta
analogía en la distribución de la energía psíquica (de la atención móvil). En el
estado de adormecimiento surgen las «representaciones involuntarias» por el
relajamiento de una cierta acción voluntaria —y seguramente también crítica—
que dejamos actuar sobre el curso de nuestras representaciones; relajamiento que
solemos atribuir a la «fatiga». Estas representaciones involuntarias emergentes
se transforman en imágenes visuales y acústicas. (Cf. las observaciones de
Schleiermacher y otros autores, incluidas en el capítulo anterior.)[293]. En el
estado que provocamos para llevar a cabo el análisis de los sueños, y de las ideas
patológicas renuncia el sujeto, intencionada y voluntariamente, a aquella
actividad crítica y emplea la energía psíquica ahorrada o parte de ella en la atenta
persecución de los pensamientos emergentes, los cuales conservan ahora su
carácter de representaciones. De este modo se convierte a las representaciones
«involuntarias» en «voluntarias».
Para muchas personas no parece ser fácil adoptar esta disposición a las
ocurrencias, «libremente emergentes» en apariencia, y renunciar a la crítica que
sobre ellas ejercen en todo otro caso. Los «pensamientos involuntarios»
acostumbran desencadenar una violentísima resistencia, que trata de impedirles
emerger. Si hemos de dar crédito a F. Schiller, nuestro gran filósofo poeta, es
también una tal disposición condición de la producción poética. En una de sus
cartas a Körner, cuidadosamente estudiadas por Otto Rank, escribe Schiller,
contestando a las quejas de su amigo sobre su falta de productividad: «El motivo
de tus quejas reside, a mi juicio, en la coerción que tu razón ejerce sobre tus
facultades imaginativas. Expresaré mi pensamiento por medio de una
comparación plástica. No parece ser provechoso para la obra creadora del alma
el que la razón examine demasiado penetrantemente, y en el mismo momento en
que llegan ante la puerta las ideas que van acudiendo. Aisladamente considerada,
puede una idea ser harto insignificante o aventurada, pero es posible que otra
posterior le haga adquirir importancia, o que uniéndose a otras, tan insulsas
como ella, forme un conjunto nada despreciable. = La razón no podrá juzgar
nada de esto si no retiene las ideas hasta poder contemplarlas unidas a las
posteriormente surgidas. En los cerebros creadores sospecho que la razón ha
retirado su vigilancia de las puertas de entrada; deja que las ideas se precipiten
pêle-mêle al interior, y entonces es cuando advierte y examina el considerable
montón que han formado. = Vosotros, los señores críticos, o como queráis
llamaros, os avergonzáis o asustáis del desvarío propio de todo creador original,
cuya mayor o menor duración distingue al artista pensador del soñador. De aquí
la esterilidad de que os quejáis. Rechazáis demasiado pronto las ideas y las
seleccionáis con excesiva severidad». (Carta del 1 de diciembre de 1788.)
Sin embargo, una adopción del estado de autoobservación exenta de crítica o,
como describe Schiller, la «supresión de la vigilancia a las puertas de la
conciencia», no es nada difícil. La mayoría de los pacientes la consiguen a la
primera indicación, y yo mismo la logro perfectamente cuando en el análisis de
fenómenos propios voy redactando por escrito mis ocurrencias. El montante de
energía, en el que de este modo se disminuye la actividad psíquica, y con el que
se puede elevar la intensidad de la autoobservación, oscila considerablemente
según el tema sobre el que la atención debe recaer.
Los primeros ensayos de aplicación de este procedimiento nos enseñan que
el objeto sobre el que hemos de concentrar nuestra atención no es el sueño en su
totalidad, sino separadamente cada uno de los elementos de su contenido. Si a un
paciente aún inexperimentado le preguntamos qué es le ocurre con respecto a un
sueño, no sabrá aprehender nada en su campo de visión espiritual. Tendremos,
pues, que presentarle el sueño fragmentariamente, y entonces producirá, con
relación a cada elemento, una serie de ocurrencias que podremos calificar de
«segundas intenciones» de aquella parte del sueño. En esta primera condición,
importantísima, se aparta ya, como vemos, nuestro procedimiento de
interpretación onírica del método popular, histórica y fabulosamente famoso, de
la interpretación por medio del simbolismo, y se acerca, en cambio, al otro de los
métodos populares, o sea, al de la «clave». Como este último constituye una
interpretación en détail y no en masse, y ve en los sueños, desde un principio,
algo complejo, un conglomerado de productos psíquicos.
En el curso de mis psicoanálisis de individuos neuróticos he llegado a
interpretar muchos millares de sueños: pero es éste un material que no quisiera
utilizar aquí para la introducción a la técnica y a la teoría de la interpretación
onírica. Aparte de la probable objeción de que se trataba de sueños de
neurópatas, que no autorizaban deducción alguna sobre los del hombre normal,
existe otra razón que me aconseja prescindir de dicho material. El tema sobre el
que tales sueños recae es siempre, naturalmente, la enfermedad del sujeto, y de
este modo habríamos de anteponer a cada análisis una extensa información
preliminar y un esclarecimiento de la esencia y condiciones etiológicas de las
psiconeurosis, cuestiones tan nuevas y singulares que desviarían nuestra atención
de los problemas oníricos. Mi propósito es, por lo contrario, crear, con la
solución de los sueños, una labor preliminar para la de los más intrincados
problemas de la psicología de la neurosis. Mas si renuncio a los sueños de los
neuróticos, que constituyen la parte principal del material por mi reunido, no
podré ya aplicar a la parte restante un severo criterio de selección. Sólo me
quedan aquellos sueños que me han sido ocasionalmente relatados por personas
de mi amistad, y los que a título de paradigmas aparecen incluidos en la
literatura de la vida onírica. Pero ninguno de tales sueños ha sido sometido al
análisis, sin lo cual no me es posible hallar su sentido.
Mi procedimiento no es tan cómodo como el del popular método
«descifrador», que traduce todo contenido onírico dado conforme a una clave
fija. Por lo contrario, sé que un mismo sueño puede presentar diferentes sentidos,
según quien lo sueñe o el estado individual al que se relacione. De este modo se
me imponen mis propios sueños como el material de que mejor puedo hacer uso
en esta exposición, pues reúne las condiciones de ser suficientemente amplio,
proceder de una persona aproximadamente normal y referirse a las más diversas
circunstancias de la vida diurna. Seguramente se me objetará que tales
«autoanálisis» carecen de una firme garantía y que en ellos queda abierto el
campo a la arbitrariedad. A mi juicio, carece esta objeción de fundamento pues
se desarrolla la auto-observación en circunstancias más favorables que las que
presiden a la observación de una persona ajena; pero aunque así no fuese,
siempre sería lícito tratar de averiguar hasta qué punto podemos avanzar en la
interpretación de los sueños por medio del autoanálisis. Muy otras son las
dificultades que se oponen a tal empresa. Habréis, en efecto, de dominar
enérgicas resistencias interiores: la comprensible aversión a comunicar
intimidades de mi vida anímica y el temor a que los extraños las interpreten
equivocadamente. Pero es preciso sobreponerse a todo esto. Tout psychologiste
—escribe Delboeuf— est obligé de faire l’aveu même de ses faiblesses s’il croit
par là jeter le jour sur quelque problème obscur. Asimismo debo esperar que el
lector habrá de sustituir la curiosidad inicial que le inspiren las indiscreciones
que me veo obligado a cometer por un interés exclusivamente orientado hacia la
comprensión de los problemas psicológicos, que de este modo quedarán
esclarecidos.
Escogeré, pues, uno de mis sueños y explicaré en él, prácticamente, mi
procedimiento de interpretación. Cada uno de estos sueños precisa de una
información preliminar. Habré de rogar al lector haga suyos, durante algún
tiempo, mis intereses y penetre atentamente conmigo en los más pequeños
detalles de mi vida, pues el descubrimiento del oculto sentido de los sueños
exige imperiosamente una tal transferencia.
C
UANDO por una angosta garganta desembocamos de repente en una
altura de la que parten diversos caminos y desde la que se nos ofrece un
variado panorama en distintas direcciones, habremos de detenernos un
momento y meditar hacia dónde debemos volver primero nuestros ojos.
Análogamente nos sucede ahora, después de llevar a término la primera
interpretación onírica. Nos hallamos envueltos en la luminosidad de un súbito
descubrimiento: el sueño no es comparable a los sonidos irregulares producidos
por un instrumento musical bajo el ciego impulso de una fuerza exterior y no
bajo la mano del músico. No es desatinado, ni absurdo, ni presupone que una
parte de nuestro acervo de representaciones duerme, en tanto que otra comienza
a despertar. Es un acabado fenómeno psíquico, y precisamente una realización
de deseos; debe ser incluido en el conjunto de actos comprensibles demuestra
vida despierta y constituye el resultado de una actividad intelectual altamente
complicada. Pero en el mismo instante en que comenzamos a regocijarnos de
nuestro descubrimiento nos vemos agobiados por un cúmulo de interrogaciones.
Si, como la interpretación onírica lo demuestra, nos presenta el sueño un deseo
cumplido, ¿de dónde procede la forma singular y desorientadora en la que tal
realización de deseos queda expresada? ¿Qué transformación han sufrido las
ideas oníricas hasta constituir el sueño manifiesto, tal y como al despertar lo
recordamos? ¿En qué forma y por qué caminos se ha llevado a cabo esta
transformación? ¿De dónde procede el material cuya elaboración ha dado cuerpo
al sueño? ¿Cuál es el origen de alguna de las peculiaridades que hemos podido
observar en las ideas oníricas; por ejemplo, la de que pueden contradecirse unas
a otras? (Véase la historia del caldero, a finales del capítulo anterior.) ¿Puede el
sueño revelarnos algo sobre nuestros procesos psíquicos internos, y puede su
contenido rectificar opiniones que durante el día mantenemos? Creo conveniente
prescindir por el momento de todas estas interrogaciones y seguir un único
camino. Nuestro primer análisis nos ha revelado que el sueño nos presenta el
cumplimiento de un deseo, y ante todo habremos de investigar si es éste un
carácter general del fenómeno onírico o, por el contrario, única y casualmente
del contenido del sueño con el que hemos iniciado nuestra labor analítica (el de
la inyección de Irma); pues aun sosteniendo que todo sueño posee un sentido y
un valor psíquico, no podemos negar a priori la posibilidad de que tal sentido no
sea el mismo en todos los sueños. El primero que analizamos era una realización
de deseos; otro podrá, quizá, presentarse como la realización de un temor; el
contenido de un tercero pudiera ser una reflexión, y otros, por último, limitarse
sencillamente a reproducir un recuerdo. Nuestra labor se dirigirá, pues, en primer
lugar, a averiguar si existen o no sueños distintos de los realizados de deseos.
Fácilmente puede demostrarse que los sueños evidencian frecuentemente, sin
disfraz alguno, el carácter de realización de deseos, hasta el punto de que nos
asombra cómo el lenguaje onírico no ha encontrado comprensión hace ya mucho
tiempo. Hay, por ejemplo, un sueño, que puedo provocar siempre en mí, a
voluntad y como experimentalmente. Cuando en la cena tomo algún plato muy
salado, siento por la noche intensa sed, que llega a hacerme despertar. Pero antes
que esto suceda tengo siempre un sueño de idéntico contenido: el de que bebo
agua a grandes tragos y con todo el placer del sediento. Sin embargo, despierto
después y me veo en la necesidad de beber realmente. El estímulo de este
sencillo sueño ha sido la sed, que al despertar continúo sintiendo; sensación de la
que emana el deseo de beber. El sueño me presenta realizado este deseo,
cumpliendo, al hacerlo así, una función que se me revela en seguida. Mi reposo
es, generalmente, profundo y tranquilo, y ninguna necesidad física suele
interrumpirlo. Si soñando que bebo logro engañar mi sed, me habré evitado tener
que despertar para satisfacerla. Se trata, por tanto, de un «sueño de comodidad»
(Bequemlichkeitstraum). El sueño se sustituye a la acción, como sucede también
en la vida despierta. Desgraciadamente, mi necesidad de agua para calmar mi
sed no puede ser satisfecha por medio de un sueño, como mi sed de venganza
contra mi amigo Otto y contra el doctor M., pero en ambos casos existe una
idéntica buena voluntad por arte del fenómeno onírico.
Este mismo sueño se presentó modificado en una reciente ocasión. Antes de
conciliar el reposo, sentí ya sed y agoté el vaso de agua que había encima de mi
mesa de noche. Horas después se renovó mi sed y con ella la excitación
consiguiente. Para procurarme agua, hubiera tenido que levantarme y coger el
vaso que quedaba lleno en la mesa de noche de mi mujer. Adecuadamente a esta
circunstancia, soñé que mi mujer me dada a beber en un cacharro de forma poco
corriente, que reconocí era un vaso cinerario etrusco, traído por mí de un viaje a
Italia y que recientemente había regalado. Pero el agua sabía tan salada —
seguramente a causa de la ceniza contenida en el vaso— que desperté en el acto.
Obsérvese con qué minucioso cuidado lo dispone todo el sueño para la
mayor comodidad del sujeto. Siendo su exclusivo propósito el de realizar un
deseo, puede mostrarse absolutamente egoísta. El amor a la comodidad propia es
inconciliable con el respeto a la de otras personas. La intervención del vaso
cinerario constituye también una realización de deseos. Me disgusta no poseerlo
ya, del mismo modo que me disgusta tener que levantarme para coger el vaso de
encima de la mesilla de noche. Por su especial destinación —la de contener
cenizas— se adapta, además, al resabor salado que ha provocado en mí la sed
que habrá de acabar por despertarme[302].
Estos sueños de comodidad eran en mí muy frecuentes durante mis años
juveniles. Acostumbrado desde siempre a trabajar hasta altas horas de la noche,
me era luego muy penoso tener que despertarme temprano, y solía soñar que me
había levantado ya y estaba lavándome. Al cabo de un rato, no podía menos de
reconocer que aún me hallaba en el lecho; pero, entre tanto, había logrado
continuar durmiendo unos minutos más. Un análogo sueño de pereza,
especialmente chistoso, me ha sido comunicado por uno de mis colegas que, por
lo visto, comparte mi afición al reposo matinal.
La dueña de la pensión en que vivía tenía el encargo severísimo de
despertarle con tiempo para llegar al hospital a la hora marcada, encargo cuyo
cumplimiento no dejaba de entrañar graves dificultades. Una mañana dormía mi
colega con especial delectación, cuando la patrona le gritó desde la puerta:
«¡Levántese usted, don José, que es ya la hora de ir al hospital!» A continuación
soñó que ocupaba una de las salas del hospital, un lecho sobre el cual colgaba un
tarjetón con las palabras: «José H., cand., méd., veintidós años». Viendo esto, se
dijo en sueños: «Si estoy ya en el hospital, no tengo por qué levantarme para ir».
Y dándose la vuelta continuó durmiendo. Con su razonamiento se había
confesado sin disfraz alguno el motivo de su sueño.
He aquí otro sueño cuyo estímulo actúa también durante el reposo: una de
mis pacientes, que había tenido que someterse a una operación en la mandíbula,
operación cuyo resultado fue desgraciadamente negativo, debía llevar de
continuo, sobre la mejilla operada, un determinado aparato. Mas por las noches,
en cuanto se dormía, lo arrojaba lejos de sí. Se me pidió que le amonestara por
aquella desobediencia al consejo de los médicos, pero ante mis reproches se
disculpó la enferma, alegando que la última vez lo había hecho sin darse cuenta
y en el transcurso de un sueño. «Soñé que estaba en un palco de la Opera y que
la representación me interesaba extraordinariamente. En cambio, Carlos Meyer
se hallaba en el sanatorio y padecía horribles dolores de cabeza. Entonces me
dije que, como a mí no me dolía nada, no necesitaba ya el aparato, y lo tiré».
Este sueño de la pobre enferma parece la representación plástica de una frase
muy corriente que acude a nuestros labios en las situaciones desagradables:
«¡Vaya una diversión! ¡Como no encuentre nunca otra más agradable…!» El
sueño, solícito a los deseos de la durmiente, le proporcionaba la mejor diversión
anhelada. El Carlos Meyer al que traslada sus dolores es aquel de sus amigos que
menos simpatías le inspira.
Con igual facilidad descubrimos la realización de deseos en algunos otros de
los sueños de personas sanas por mí reunidos. Un amigo mío, que conoce mi
teoría onírica y se la ha explicado a su mujer, me dijo un día: «Mi mujer ha
soñado ayer que tenía el período. ¿Qué puede esto significar?» La respuesta es
sencilla: si la joven casada ha soñado que tenía el periodo es, indudablemente,
porque aquel mes le ha faltado o se le retrasa, y hemos de suponer que le sería
grato verse libre, aún, durante algún tiempo, de los cuidados y preocupaciones
de la maternidad. Resulta, pues, que al comunicar su sueño a su marido le
anuncia sin saberlo, de una manera delicada, su primer embarazo.
Otro amigo me escribió que su mujer había soñado que advertía en su camisa
manchas de leche; también esto es un anuncio de embarazo, pero no ya del
primero, pues el sueño realiza el deseo de la durmiente de poder criar a su
segundo hijo con más facilidad que al primero.
Una casada joven a la que una enfermedad infecciosa de un hijo suyo había
apartado durante algunas semanas de toda relación social, soñó, días después del
feliz término de la enfermedad, que se hallaba en una reunión de la que
formaban parte A. Daudet, Bourget, Prévost y otros escritores conocidos,
mostrándose todos muy amables para con ella. Daudet y Bourget aparecen en el
sueño tal y como la durmiente los conoce por retratos; en cambio, Prévost, del
que nunca ha visto ninguno, toma la figura del empleado que había venido el día
anterior a desinfectar el cuarto del enfermo y que había sido la primera persona
extraña a la casa que desde el comienzo de la enfermedad de su hijo había visto
la sociable señora. Este sueño puede quizá interpretarse, sin dejar laguna
ninguna, por el pensamiento siguiente de la sujeto: «Ya es hora de que pueda
dedicarme a algo más divertido que esta labor de enfermera».
Bastará quizá esta selección para demostrar cómo con gran frecuencia y en
las más diversas circunstancias hallamos sueños que se nos muestran
comprensibles a título de realizaciones de deseos y evidencian sin disfraz alguno
su contenido. Son éstos, en su mayor parte, sueños sencillos y cortos, que se
apartan, para descanso del investigador, de las embrolladas y exuberantes
composiciones oníricas, que han atraído casi exclusivamente la atención de los
autores. A pesar de su sencillez, merecen ser examinados con detención, pues
nos proporcionan inestimables datos sobre la vida onírica. Los sueños de forma
más sencilla habrán de ser, indudablemente, los de los niños, cuyos rendimientos
psíquicos son, con seguridad, menos complicados que los de personas adultas. A
mi juicio, la psicología infantil está llamada a prestarnos, con respecto a la
psicología del adulto, idénticos servicios que la investigación de la anatomía o el
desarrollo de los animales inferiores ha prestado para la de la estructura de
especies zoológicas superiores. Pero hasta el presente no han surgido sino muy
escasas tentativas de utilizar para tal fin la psicología infantil.
Los sueños de los niños pequeños son con frecuencia simples realizaciones
de deseos, y al contrario de los de personas adultas, muy poco interesantes. No
presentan enigma ninguno que resolver, pero poseen un valor inestimable para la
demostración de que por su última esencia significa el sueño una realización de
deseos. Los sueños de mis propios hijos me han proporcionado material
suficiente de este género.
A una excursión desde Aussee a Hallstatt,realizada durante el verano de
1896, debo dos ejemplos de estos sueños: uno, de mi hija, que tenía por entonces
ocho años y medio, y otro de uno de mis hijos, niño de cinco años y tres meses.
Como información preliminar expondré que en aquel verano vivíamos en una
casa situada sobre una colina cercana a Aussee, desde la cual se dominaba un
espléndido panorama. En los días claros se veía en último término la Dachstein,
y con ayuda de un anteojo de larga vista se divisaba la Simonyhuette, cabaña
emplazada en la cumbre de dicha montaña. Los niños habían mirado varias
veces con el anteojo, pero no sé si habían logrado ver algo. Antes de emprender
la excursión, de la que se prometían maravillas, les había dicho yo que Hallstatt
se hallaba al pie de la Dachstein. Desde Hallstatt nos dirigimos al valle de
Escher, cuyos variados panoramas entusiasmaron a los chicos. Sólo uno de ellos
—el de cinco años— parecía disgustado. Cada vez que aparecía a su vista una
nueva montaña me preguntaba si era la Dachstein, y a medida que recibía
respuestas negativas se fue desanimando, y terminó por enmudecer y rehusar
tomar parte en una pequeña ascensión que los demás hicieron para ver una
cascada. Le creí fatigado; pero a la mañana siguiente vino a contarme, rebosando
alegría, que aquella noche había subido en sueños a la Simonyhuette, y entonces
comprendí que al oírme hablar de la Dachstein, antes de la excursión, había
creído que subiríamos a esta montaña y visitaríamos la cabaña de que tanto
hablaban los que miraban por el anteojo. Luego, cuando se dio cuenta de que
nuestro itinerario era distinto, quedó defraudado y se puso de mal humor. El
sueño le compensó de su descanso. Los detalles que de él pudo darme eran, sin
embargo, muy pobres: «Para llegar a la cabaña hay que subir escaleras durante
seis horas», circunstancia de la que, sin duda, había oído hablar en alguna
ocasión.
También en la niña de ocho años y medio despertó esta excursión un deseo,
que no habiéndose realizado, tuvo que ser satisfecho por el sueño. Habíamos
llevado con nosotros a un niño de doce años, hijo de unos vecinos nuestros, que
supo conquistarse en poco tiempo todas las simpatías de la niña. A la mañana
siguiente vino ésta a contarme un sueño que había tenido: «Figúrate que he
soñado que Emilio era uno de nosotros; os llamaba “papá” y “mamá”, y dormía
con nosotros en la alcoba grande. Entonces venía mamá y echaba un puñado de
bombones, envueltos en papeles verdes y azules, debajo de las camas». Los
hermanos de la pequeña, a los que, indudablemente, no ha sido transmitido por
herencia el conocimiento de la interpretación onírica, declararon, como cualquier
investigador, que aquel sueño era un disparate. Pero la niña defendió parte del
mismo, y es muy interesante para la teoría de las neurosis saber cuál: «Que
Emilio vivía con nosotros puede ser un disparate; pero lo de los bombones, no».
Para mí era precisamente esto lo que me parecía oscuro, pero mi mujer me
proporcionó la explicación. En el camino desde la estación a casa se habían
detenido los niños ante una máquina de la que, echando una moneda, salían
bombones envueltos en brillantes papeles de colores. Mi mujer, pensando con
razón que aquel día había traído ya consigo suficientes realizaciones de deseos,
dejó la satisfacción de este último para el sueño, y ordenó a los niños que
continuaran adelante. Toda esta escena había pasado inadvertida para mí. La
parte de su sueño que mi hija aceptaba como desatinada me era, en cambio,
comprensible sin necesidad de explicación alguna. Durante la excursión había
oído cómo nuestro pequeño invitado aconsejaba, lleno de formalidad, a los niños
que esperasen hasta que llegasen el papá o la mamá. Esta sumisión interina
quedó convertida por el sueño en una adopción duradera. La ternura de mi hija
no conocía aún otras formas de la vida común que aquellas fraternales que su
sueño le mostraba: por qué los bombones eran arrojados por la mamá
precisamente debajo de las camas constituía un detalle imposible de esclarecer
sin interrogar a la niña analíticamente.
Un amigo mío me ha comunicado un sueño totalmente análogo al de mi hijo,
soñado por una niña de ocho años. Su padre la había llevado de paseo con otros
niños, y cuando se hallaban ya cerca del lugar que se habían propuesto como fin,
lo avanzado de la hora los obligó a emprender el regreso, consolándose los
infantiles excursionistas con la promesa de volver otro día con más tiempo.
Luego, en el camino, atrajo su atención un nombre, inscrito en un poste
indicador, y expresaron su deseo de ir al lugar a que correspondía; pero por la
misma razón de tiempo tuvieron que contentarse con una nueva promesa. A la
mañana siguiente, lo primero que la niña dijo a su padre fue que había soñado
que iba con él, tanto al lugar que no habían alcanzado la víspera como a aquel
otro al que después había prometido llevarlos. Su impaciencia había anticipado,
por tanto, la realización de las promesas de su padre[303].
Igualmente sincero es otro sueño que la belleza del paisaje de Aussee
provocó en otra hija mía de tres años y tres meses. Había hecho por primera vez
una travesía en bote sobre el lago, y el tiempo había pasado tan rápidamente para
ella, que al volver a tierra se echó a llorar con amargura, resistiéndose a
abandonar el bote. A la mañana siguiente me contó: «Esta noche he estado
paseando por el lago». Esperemos que la duración de este paseo nocturno la
satisficiera más.
Mi hijo mayor, que por esta época tenía ocho años, soñó ya una vez con la
realización de una fantasía. En su sueño acompañó a Aquiles en el carro de
guerra que Diomedes guiaba. La tarde anterior le había apasionado la lectura de
un libro de leyendas mitológicas, regalado a su hermana mayor.
Admitiendo que las palabras que los niños suelen pronunciar dormidos
pertenecen también al círculo de los sueños, comunicaré aquí uno de los
primeros sueños de la colección por mí reunida. Teniendo mi hija menor
diecinueve meses, hubo que someterla a dieta durante todo un día, pues había
vomitado repetidamente por la mañana. A la noche se le oyó exclamar
enérgicamente en sueños: «Ana F(r)eud, f(r)ésas, f(r)ambuesas, bollos, papilla».
La pequeña utilizaba su nombre para expresar posesión, y el menú que a
continuación detalla contiene todo lo que podía parecerle una comida deseable.
El que la fruta aparezca en él repetida constituye una rebelión contra nuestra
policía sanitaria casera, y tenía su motivo en la circunstancia, advertida
seguramente por la niña, de que la niñera había achacado su indisposición a un
excesivo consumo de fresas. Contra esta observación y sus naturales
consecuencias toma ya en sueños su desquite[304].
Si consideramos dichosa a la infancia por no conocer aún al deseo sexual,
tenemos, en cambio, que reconocer cuán rica fuente de desencanto y
renunciamiento, y con ello de génesis de sueños, constituye para ella el otro de
los dos grandes instintos vitales[305].
Expondré aquí un segundo ejemplo de este género. Un sobrino mío, de
veintidós meses, recibió el encargo de felicitarme el día de mi cumpleaños y
entregarme como regalo un cestillo de cerezas, fruta rara aún en esta época. Su
cometido le debió de parecer harto penoso de cumplir, pues, señalado el cestillo,
se limitaba a repetir: «Dent(r)o hay cerezas», sin que por nada del mundo se
decidiese a entregármelo. Obligado a ello, supo después hallar una
compensación. Hasta aquel día solía contar todas las mañanas que había soñado
con el «soldado blanco», un oficial de la Guardia imperial que le inspiró una
gran admiración un día que le vio por la calle; pero al día siguiente a mi
cumpleaños se despertó diciendo alegremente: «Ge(r)mán, comido todas las
cerezas», afirmación que no podía hallarse fundada sino en un sueño[306].
Ignoro con qué soñarán los animales. Un proverbio parece, sin embargo,
saberlo, pues pregunta: «¿Con qué sueña el ganso?», y responde: «Con el
maíz[307]». Toda la teoría que atribuye al sueño el carácter de realización de
deseos se halla contenida en estas dos frases[308].
Observamos ahora que hubiéramos llegado a nuestra teoría del sentido oculto
de los sueños por el camino más corto con sólo consultar el uso vulgar del
lenguaje. La sabiduría popular habla a veces con bastante desprecio de los
sueños, parece querer dar la razón a la Ciencia cuando juzga en un proverbio que
«los sueños son vana espuma»; mas para el lenguaje corriente es
predominantemente el sueño el benéfico realizador de deseos. «Esto no me lo
hubiera figurado ni en sueños», exclama encantado aquel que encuentra
superada por la realidad sus esperanzas.
CAPÍTULO IV
LA DEFORMACIÓN ONÍRICA
S
É desde luego que ante mi afirmación de que todo sueño es una
realización de deseos y que no existen por tanto, sino sueños optativos,
habrán de alzarse rotundas negativas. Se me objetará que la existencia de
sueños interpretables como realizaciones de deseos no es cosa nueva y ha sido
observada ya por un gran número de autores (cf. Radestock, págs. 137 y 138;
Volkelt, págs. 110 y 111; Purkinje, pág. 456; Tissié, pág. 70; M. Simón, pág. 42
—sobre los sueños de hambre del barón de Trenck durante su encarcelamiento
—; Griesinger, pág. 111)[309], pero que el negar en absoluto la posibilidad de otro
género de sueños no es sino una injustificada generalización, fácilmente
controvertible por fortuna. Existen, en efecto, muchos sueños de contenido
penoso que no muestran el menor indicio de una realización de deseos. E. V.
Hartman, el filósofo pesimista, es quien más se aleja de esta percepción de la
vida onírica. En su Filosofía de lo inconsciente escribe (segunda parte, pág.
344):
«Con los sueños pasan al estado de reposo todos los cuidados de la vida
despierta, y no, en cambio, aquello que puede reconciliar al hombre culto con la
existencia: el goce científico y artístico…» Pero también observadores menos
pesimistas han hecho resaltar la circunstancia de que en los sueños son más
frecuentes el dolor y el displacer que el placer (cf. Scholz, pág. 33; Volkelt,
página 80, y otros). Las «señoras Sarah Weed y Florence Hallam han formado
una estadística de sus sueños, y deducido de ella una expresión numérica para el
predominio del displacer en la vida onírica —un 58 por 100 de sueños penosos y
un 28,6 por 100 de sueños agradables—. Por otra parte, además de estos sueños,
que continúan durante el reposo los diversos sentimientos penosos de la vida
despierta, existen sueños de angustia, en los que esta sensación, la más terrible
de todas las displacientes, se apodera de nosotros hasta que su misma intensidad
nos hace despertar, y se da el caso de que los niños, en cuyos sueños se nos ha
mostrado la realización de deseos sin disfraz alguno, se hallan sujetos con gran
frecuencia a tales pesadillas angustiosas» (cf. las observaciones de Debacker
sobre el pavor nocturnas.)
Los sueños de angustia parecen realmente excluir la posibilidad de una
generalización del principio que los análisis incluidos en el capítulo anterior nos
llevaron a deducir, o sea, el de que los sueños son una realización de deseos, y
hasta demostrar su total absurdo. Sin embargo, no es muy difícil sustraerse a
estas objeciones, aparentemente incontrovertibles. Obsérvese tan sólo que
nuestra teoría no reposa sobre los caracteres del contenido manifiesto, sino que
se basa en el contenido ideológico que la labor de interpretación nos descubre
detrás del sueño. Confrontemos, en efecto, el contenido manifiesto con el
latente. Es cierto que existen sueños en los que el primero es penosísimo. Pero
¿se ha intentado nunca interpretar estos sueños y descubrir el contenido
ideológico latente de los mismos? Desde luego, no; y por tanto, no pueden
alcanzarnos ya las objeciones citadas, y cabe siempre la posibilidad de que
también los sueños penosos y los de angustia se revelen después de la
interpretación como realizaciones de deseos[310].
En la investigación científica resulta a veces ventajoso, cuando un problema
presenta difícil solución, acumular a él otro nuevo; del mismo modo que nos es
más fácil cascar dos nueces apretándolas una contra otra que separadamente.
Así, a la interrogación planteada de cómo los sueños penosos y los de angustia
pueden constituir realizaciones de deseos, podemos agregar, deduciéndola de las
características de la vida onírica hasta ahora examinadas, la de por qué los
sueños de contenido indiferente, que resultan ser realizaciones de deseos, no
muestran abiertamente este significado. Tomemos el sueño examinado antes con
todo detalle de la inyección de Irma; no es de carácter penoso, y la interpretación
nos lo ha revelado como una amplia realización de deseos. Mas ¿por qué precisa
de interpretación? ¿Por qué no expresa directamente su sentido? A primera vista
no nos hace tampoco la impresión de presentar realizado un deseo del durmiente,
y sólo después del análisis es cuando nos convencemos de ello. Dando a este
comportamiento del sueño, cuyos motivos ignoramos aún, el nombre de
«deformación onírica» (Traumentstellung), surge en nosotros la segunda
interrogación: ¿de dónde proviene esta deformación de los sueños?
Si para contestar a esta pregunta echamos mano a las primeras ocurrencias
que por su estímulo surgen en nuestro pensamiento, podremos proponer varias
soluciones verosímiles; por ejemplo, la de que durante el reposo no existe el
poder de crear una expresión correspondiente a las ideas del sueño. Pero el
análisis de determinados sueños nos obliga a aceptar una distinta explicación de
la deformación onírica. Para demostrarlo expondré la interpretación de otro
sueño propio; interpretación que, si bien me fuerza a cometer de nuevo multitud
de indiscreciones, compensa este sacrificio personal con un acabado
esclarecimiento del problema planteado.
Información preliminar. —En la primavera de 1897 supe que dos profesores
de nuestra Universidad me habían propuesto para el cargo de profesor
extraordinario; hecho que, a más de sorprenderme por inesperado, me causó una
viva alegría, pues suponía una prueba de estimación, independiente de toda
relación personal, por parte de dos hombres de altos merecimientos científicos.
Pero en el acto me dije que no debía fundar esperanza alguna en la propuesta de
que había sido objeto, pues durante los últimos años había hecho el Ministerio
caso omiso de todas las que le habían sido dirigidas, y muchos de mis colegas,
de más edad, y por lo menos de iguales merecimientos que yo, esperaban en
vano su promoción. Careciendo de motivos para esperar mejor suerte, decidí
resignarme a que mi nombramiento quedase sin efecto. «Después de todo —me
dije—, no soy ambicioso, y ejerzo con éxito mi actividad profesional sin
necesidad de título honorífico ninguno, aunque también es verdad que en este
caso no se trata de que las uvas estén verdes o maduras, pues lo indudable es que
se hallan fuera de mi alcance».
Así las cosas, recibí una tarde la visita de un colega, con el que me unían
vínculos de amistad, y que se contaba precisamente entre aquéllos cuya suerte
me había servido de advertencia. Candidato desde hacía mucho tiempo al
nombramiento de profesor, que hace del médico en nuestra sociedad moderna
una especie de semidiós ante los ojos de los enfermos, y menos resignado que
yo, solía visitar de cuando en cuando las oficinas del ministerio para activar la
resolución de su empeño. De una de tales visitas venía la tarde a que me refiero,
y me relató que esta vez había puesto en un aprieto al alto empleado que le
recibió, preguntándole sin ambages si el retraso de su nombramiento dependía
realmente de consideraciones confesionales. La respuesta fue que, en efecto,
dadas las corrientes de opinión dominantes, no se hallaba S. E., por el momento,
en situación, etc., etc. «Por lo menos sé ya a qué atenerme», dijo mi amigo al
final de su relato, con el cual no me había revelado nada nuevo, aunque si me
había afirmado en mi resignación, pues las consideraciones confesionales
alegadas eran también aplicables a mi caso[311].
A la madrugada siguiente a esta visita tuve un sueño de contenido y formas
singulares. Se componía de dos ideas y dos imágenes, en sucesión alternada; mas
para el fin que aquí perseguimos nos bastará con comunicar su primera mitad, o
sea, una idea y una imagen.
I.Mi amigo R. es mi tío. Siento un gran cariño por él.
II.Veo ante mí su rostro, pero algo cambiado y como alargado, resaltando con
especial precisión la rubia barba que lo encuadra. A continuación sigue la
segunda mitad del sueño, compuesta de otra idea y otra imagen, de las que
prescindo, como antes indiqué.
La interpretación de este sueño se desarrolló en la forma siguiente:
Al recordarlo por la mañana me eché a reír, exclamando: «¡Qué disparate!»
Pero no pude apartar de él mi pensamiento en todo el día, y acabé por dirigirme
los siguientes reproches: «Si cualquiera de tus enfermos tratase de rehuir la
interpretación de uno de sus sueños, tachándolo de disparatado, pensarías que
detrás de dicho sueño se escondía alguna historia desagradable, cuya percatación
intentaba evitarse. Por tanto, debes proceder contigo mismo como con un tal
enfermo procederías. Tu opinión de que este sueño es un desatino no significa
sino una resistencia interior contra la interpretación y no debes dejarte vencer
por ella. Estos pensamientos me movieron a emprender el análisis.
»R. es mi tío». ¿Qué puede esto significar? No he tenido más que un tío, mi
tío José[312], protagonista por cierto de una triste historia. Llevado por el ansia de
dinero, se dejó inducir a cometer un acto que las leyes castigan severamente y
cayó bajo el peso de las mismas. Mi padre, que por entonces (de esto hace ya
más de treinta años) encaneció del disgusto, solía decir que tío José no había
sido nunca un hombre perverso, y sí únicamente un imbécil. De este modo, al
pensar en mi sueño que mi amigo R. es mi tío José, no quiero decir otra cosa
sino que R. es un imbécil. Esto, aparte de serme muy desagradable, me parece al
principio inverosímil. Mas para confirmarlo acude el alargado rostro, encuadrado
por una cuidada barba rubia, que a continuación veo en mi sueño. Mi tío tenía
realmente cara alargada, y llevaba una hermosa barba rubia. En cambio, mi
amigo R. ha sido muy moreno; pero, como todos los hombres morenos, paga
ahora, que comienza a encanecer, el atractivo aspecto de sus años juveniles, pues
su barba va experimentando, pelo a pelo, transformaciones de color nada
estéticas, pasando primero al rojo sucio y luego al gris amarillento antes de
blanquear definitivamente. En uno de estos cambios se halla ahora la barba de
mi amigo R., y, según advierto con desagrado, también la mía. El rostro que en
sueños he visto es al mismo tiempo el de R. y el de mi tío José, como si fuese
una de aquellas fotografías en que Galton obtenía los rasgos característicos de
una familia, superponiendo en una misma placa los rostros de varios de sus
individuos. Así, pues, habré de aceptar que en mi sueño quiero, efectivamente,
decir que mi amigo R. es un imbécil, como mi tío José.
Lo que no sospecho aún es para qué habré podido establecer una tal
comparación, contra la que todo en mí se rebela, aunque he de reconocer que no
pasa de ser harto superficial, pues mi tío José era un delincuente, y R. es un
hombre de conducta intachable. Sin embargo, también él ha sufrido los rigores
de la Ley por haber atropellado a un muchacho, yendo en bicicleta. ¿Me referiré
acaso en mi sueño a este delito? Sería llevar la comparación hasta lo ridículo.
Pero recuerdo ahora una conversación mantenida hace unos días con N., otro de
mis colegas, y que versó sobre el mismo tema de la detallada en la información
preliminar. N., al que encontré en la calle, se halla también propuesto para el
cargo de profesor, y me felicitó por haber sido objeto de igual honor; felicitación
que yo rechacé, diciendo: «No sé por qué me da usted la enhorabuena
conociendo mejor que nadie, por experiencia propia, el valor de tales
propuestas». A estas palabras mías, bromeando, repuso N. : «¿Quién sabe? Yo
tengo quizá algo especial en contra mía. ¿Ignora usted acaso que fui una vez
objeto de una denuncia? Naturalmente, se trataba de una vulgar tentativa de
chantaje, y todavía me costó Dios y ayuda librar a la denunciante del castigo
merecido. Pero ¿quién me dice que en el Ministerio no toman este suceso como
pretexto para negarme el título de profesor? En cambio, a usted no tienen “pero”
que ponerle».
Con el recuerdo de esta conversación se me revela el delincuente de que
precisaba para completar la comprensión del paralelo establecido en mi sueño, y
al mismo tiempo todo el sentido y la tendencia de este último. Mi tío José —
imbécil y delincuente— representa en mi sueño a mis dos colegas, que no han
alcanzado aún el nombramiento de profesor, y por el hecho mismo de
representarlos tacha al uno de imbécil, y de delincuente al otro. Asimismo, veo
ahora con toda claridad para qué me es necesario todo esto. Si efectivamente es a
razones «confesionales» a lo que obedece el indefinido retraso de la promoción
de mis dos colegas, puedo estar seguro de que la propuesta hecha a mi favor
habrá de correr la misma suerte. Por lo contrario, si consigo atribuir a motivos
distintos, y que no pueda alcanzarme el veto opuesto a ambos por las altas
esferas oficiales, no tendré por qué perder la esperanza de ser nombrado. En este
sentido actúa, pues, mi sueño, haciendo de R. un imbécil, y de N., un
delincuente. En cambio, yo, libre de ambos reproches, no tengo ya nada común
con mis dos colegas, puedo esperar confiado mi nombramiento y me veo libre de
la objeción revelada a mi amigo R. por el alto empleado del Ministerio; objeción
que es perfectamente aplicable a mi caso.
A pesar de los esclarecimientos logrados, no puedo dar aquí por terminada la
interpretación, pues siento que falta aún mucho que explicar y sobre todo no he
conseguido todavía justificar ante mis propios ojos la ligereza con que me he
decidido a denigrar a dos de mis colegas, a los que respeto y estimo, sólo por
desembarazar de obstáculos mi camino hacia el Profesorado. Claro es que el
disgusto que tal conducta me inspira queda atenuado por mi conocimiento del
valor que debe concederse a los juicios que en nuestros sueños formamos. No
creo realmente que R. sea un imbécil, ni dudo un solo instante de la explicación
que N. me dio del enojoso asunto en que se vio envuelto, como tampoco podía
creer en realidad que Irma se hallaba gravemente enferma a causa de una
inyección de un preparado a base de propilena que Otto le había administrado.
Lo que tanto en un caso como en otro expresa mi sueño no es sino mi deseo de
que así fuese. La afirmación por medio de la cual se realiza este deseo parece
más absurda en el sueño de Irma que en el últimamente analizado, pues en éste
quedan utilizados con gran habilidad varios puntos de apoyo efectivos,
resultando así como una diestra calumnia, en la que «hay algo de verdad». En
efecto, mi amigo R. fue propuesto con el voto en contra de uno de los profesores,
y N. me proporcionó por sí mismo, inocentemente, en la conversación relatada,
material más que suficiente para denigrarle. Repito, no obstante, que me parece
necesario más amplio esclarecimiento.
Recuerdo ahora que el sueño contenía aún otro fragmento, del que hasta
ahora no me he ocupado en la interpretación. Después de ocurrírseme que R. es
mi tío, experimento en sueños un tierno cariño hacia él. ¿De dónde proviene este
sentimiento? Mi tío José no me inspiró nunca, naturalmente, cariño alguno; R.
es, desde hace años, un buen amigo mío, al que quiero y estimo, pero si me
oyera expresarle mi afecto en términos aproximadamente correspondientes al
grado que él mismo alcanza en mi sueño, quedaría con seguridad un tanto
sorprendido. Tal afecto me parece, pues, tan falso y exagerado —aunque esto
último en sentido inverso— como el juicio que sobre sus facultades intelectuales
expreso en mi sueño al fundir su personalidad con la de mi tío. Pero esta misma
circunstancia me hace entrever una posible explicación. El cariño que por R.
siento en mi sueño no pertenece al contenido latente; esto es, a los pensamientos
que se esconden detrás del sueño. Por el contrario, se halla en oposición a dicho
contenido, y es muy apropiado para encubrirse su sentido. Probablemente no es
otro su destino. Recuerdo qué enérgica resistencia se opuso en mí a la
interpretación de este sueño, y cómo fui aplazándola una y otra vez hasta la
noche siguiente, con el pretexto de que todo él no era sino un puro disparate.
Por mi experiencia psicoanalítica sé cómo han de interpretarse estos juicios
condenatorios. Su valor no es el de un conocimiento, sino tan sólo el de una
manifestación afectiva. Cuando mi hija pequeña no quiere comer una manzana
que le ofrecen afirma que está agria sin siquiera haberla probado. En aquellos
casos en que mis pacientes siguen esta conducta infantil comprendo en seguida
que se trata de una representación que quieren reprimir. Esto mismo sucede en
mi sueño. Me resisto a interpretarlo, porque la interpretación contiene algo
contra lo cual me rebelo, y que una vez efectuada aquélla, demuestra ser la
afirmación de que R. es un imbécil. El cariño que por R. siento no puedo
referirlo a las ideas latentes de mi sueño, pero sí, en cambio, a ésta, mi
resistencia. Si mi sueño, comparado con su contenido latente, aparece deformado
hasta la inversión, con respecto a este punto habré de deducir que el cariño en él
manifiesto sirve precisamente a dicha deformación; o dicho de otro modo: que la
deformación demuestra ser aquí intencionada, constituyendo un medio de
disimulación. Mis ideas latentes contienen un insulto contra R., y para evitar que
yo me dé cuenta de ello llega al contenido manifiesto todo lo contrario; esto es,
un cariñoso sentimiento hacia él.
Podía ser éste un descubrimiento de carácter general. Como hemos visto por
los ejemplos incluidos en el capítulo III, existen sueños que constituyen f raneas
realizaciones de deseos. En aquellos casos en que tal realización aparece
disfrazada e irreconocible habrá de existir una tendencia opuesta al deseo de que
se trate, y a consecuencia de ella no podría el deseo manifestarse sino encubierto
y disfrazado. La vida social nos ofrece un proceso paralelo a este que en la vida
psíquica se desarrolla, mostrándonos una análoga deformación de un acto
psíquico. En efecto, siempre que en la relación social entre dos personas se halle
una de ellas investida de cualquier poder, que imponga a la otra determinadas
precauciones en la expresión de sus pensamientos, se verá obligada esta última a
deformar sus actos psíquicos, al exteriorizarlos; o dicho de otro modo: a
disimular. La cortesía social que estamos habituados a observar cotidianamente
no es en gran parte sino tal disimulo. Asimismo, al comunicar aquí a mis lectores
las interpretaciones de mis sueños me veo forzado a llevar a cabo tales
deformaciones. De esta necesidad de disfrazar nuestro pensamiento se lamentaba
también el poeta: Lo mejor que saber puede/no te es dado decírselo a los
niños[313].
En análoga situación se encuentra el escritor político que quiere decir unas
cuantas verdades desagradables al Gobierno. Si las expresa sin disfraz alguno, la
autoridad reprimirá su exteriorización, a posteriori, si se trata de manifestaciones
verbales, o preventivamente, si han de hacerse públicas por medio de la
imprenta. De este modo el escritor, temeroso de la censura, atenuará y deformará
la expresión de sus opiniones. Según la energía y la susceptibilidad de esta
censura, se verá obligado a prescindir simplemente de algunas formas de ataque,
a hablar por medio de alusiones y no directamente o a ocultar sus juicios bajo un
disfraz, inocente en apariencia, refiriendo, por ejemplo, los actos de dos
mandarines del Celeste Imperio cuando intente publicar los dos altos personajes
de su patria. Cuanto más severa es la censura, más chistosos son con frecuencia
los medios de que el escritor se sirve para poner a sus lectores sobre la pista de la
significación verdadera de su artículo[314].
La absoluta y minuciosa coincidencia de los fenómenos de la censura con los
de la deformación onírica nos autoriza a atribuir a ambos procesos condiciones
análogas de la formación de los sueños, dos poderes psíquicos del individuo
(corrientes, sistemas), uno de los cuales forma el deseo expresado por el sueño,
mientras que el otro ejerce una censura sobre dicho deseo y le obliga de este
modo a deformar su exteriorización. Sólo nos quedaría entonces por averiguar
qué es lo que confiere a esta segunda instancia el poder mediante el cual le es
dado ejercer la censura. Si recordamos que las ideas latentes del sueño no son
conscientes antes del análisis, y, en cambio, el contenido manifiesto de ellas
emanado si es recordado como consciente, podemos sentar la hipótesis de que el
privilegio de que dicha segunda instancia goza es precisamente el del acceso a la
conciencia. Nada del primer sistema puede llegar a la conciencia sin antes pasar
por la segunda instancia, y ésta no deja pasar nada sin ejercer sobre ello sus
derechos e imponer a los elementos que aspiran a llegar a la conciencia aquellas
transformaciones que le parecen convenientes. Entrevemos aquí una
especialísima concepción de la «esencia» de la conciencia; el devenir consciente
es para nosotros un especial acto psíquico, distinto e independiente de los
procesos de inteligir o representar, y la conciencia se nos muestra como un
órgano sensorial, que percibe un contenido dado en otra parte. No es nada difícil
demostrar que la psicopatología no puede prescindir en absoluto de estas
hipótesis fundamentales, cuyo detenido estudio habremos de llevar a cabo más
adelante.
Conservando esta representación de las dos instancias psíquicas y de sus
relaciones con la conciencia, se nos muestra una analogía por completo
congruente entre la singular ternura qué en mi sueño experimento hacia mi
amigo R. —tan denigrado luego en la interpretación— y la vida política del
hombre. Supongámonos, en efecto, trasladados a un Estado en el que un rey
absoluto, muy celoso de sus prerrogativas, y una activa opinión pública luchan
entre sí. El pueblo se rebela contra un ministro que no le es grato y pide su
destitución. Entonces el monarca, con el fin de mostrar que no tiene por qué
doblegarse a la voluntad popular, hará precisamente objeto a su ministro de una
alta distinción, para la cual no existía antes el menor motivo. Del mismo modo,
si mi segunda instancia, que domina el acceso a la conciencia, distingue a mi
amigo R. con una exagerada efusión de ternura, es precisamente porque las
tendencias optativas del primer sistema quisieran denigrarle, calificándole de
imbécil, en persecución de un interés particular, del que dependen[315].
Sospechamos aquí que la interpretación onírica puede proporcionarnos,
sobre la estructura de nuestro aparato anímico, datos que hasta ahora habíamos
esperado en vano de la filosofía. Pero no queremos seguir ahora este camino,
sino que, después de haber esclarecido la deformación onírica, volvemos a
nuestro punto de partida. Nos preguntamos cómo los sueños de contenido
penoso podían ser interpretados como realizaciones de deseos, y vemos ahora
que ello es perfectamente posible cuando ha tenido efecto una deformación
onírica; esto es, cuando el contenido penoso no sirve sino de disfraz de otro
deseado. Refiriéndose a nuestras hipótesis sobre las dos instancias psíquicas,
podremos, pues, decir que los sueños penosos contienen, efectivamente, algo que
resulta penoso para la segunda instancia, pero que al mismo tiempo cumplen un
deseo de la primera. Son sueños optativos, en tanto en cuanto todo sueño parte
de la primera instancia, no actuando la segunda, con respecto al sueño, sino
defensivamente, y no con carácter creador[316]. Si nos limitamos a tener en
cuenta aquello que la segunda instancia aporta al sueño no llegaremos jamás a
comprenderlo, y permanecerán en pie todos los enigmas que los autores han
observado en el fenómeno onírico.
El análisis nos demuestra en todo caso que el sueño posee realmente un
sentido y que éste es el de una realización de deseos. Tomaré, pues, algunos
sueños de contenido penoso e intentaré su análisis. En parte son sueños de
sujetos histéricos, que exigen una larga información preliminar y nos obligan a
adentrarnos a veces en los procesos psíquicos de la histeria. Pero no me es
posible eludir estas complicaciones de mi exposición.
En el tratamiento analítico de un psiconeurótico constituyen siempre sus
sueños, como ya hubimos de indicar, uno de los temas sobre los que han de
versar las conferencias entre médico y enfermo. En ellas comunico al sujeto
todos aquellos esclarecimientos psicológicos con ayuda de los cuales he llegado
a la comprensión de los síntomas; pero estas explicaciones son siempre objeto,
por parte del enfermo, de una implacable crítica, tan minuciosa y severa como la
que de un colega pudiera yo esperar. Sin excepción alguna se niegan los
pacientes a aceptar el principio de que todos los sueños son realizaciones de
deseos, y suelen apoyar su negativa con el relato de sueños que, a su juicio,
contradicen rotundamente tal teoría. Expondré aquí algunos de ellos:
«Dice usted que todo sueño es un deseo cumplido —me expone una
ingeniosa paciente—. Pues bien: le voy a referir uno que es todo lo contrario. En
él se me niega precisamente un deseo. ¿Cómo armoniza usted esto con su
teoría?» El sueño a que la enferma alude es el siguiente:
«Quiero dar una comida, pero no dispongo sino de un poco de salmón
ahumado. Pienso en salir para comprar lo necesario, pero recuerdo que es
domingo y que las tiendas están cerradas. Intento luego telefonear a algunos
proveedores, y resulta que el teléfono no funciona. De este modo, tengo que
renunciar al deseo de dar una comida».
Como es natural, respondo a mi paciente que tan sólo el análisis puede
decidir sobre el sentido de sus sueños, aunque concedo, desde luego, que a
primera vista se muestra razonable y coherente, y parece constituir todo lo
contrario de una realización de deseos. «Pero ¿de qué material ha surgido este
sueño? Ya sabe usted que el estímulo de un sueño se halla siempre entre los
sucesos del día inmediatamente anterior».
Análisis. Su marido, un honrado y laborioso carnicero, le había dicho el día
anterior que estaba demasiado grueso e iba a comenzar una cura de
adelgazamiento. Se levantaría temprano, haría gimnasia, observaría un severo
régimen en las comidas y, sobre todo, no aceptaría ya más invitaciones a comer
fuera de su casa. A continuación relata la paciente, entre grandes risas, que un
pintor, al que su marido había conocido en el café, hubo de empeñarse en
retratarle, alegando no haber hallado nunca una cabeza tan expresiva. Pero el
buen carnicero había rechazado la proposición, diciendo al pintor, con sus rudas
maneras acostumbradas, que, sin dejar de agradecerle mucho su interés, estaba
seguro de que el más pequeño trozo del trasero de una muchacha bonita habría
de serle más agradable de pintar que toda su cabeza, por muy expresiva que
fuese. La sujeto se halla muy enamorada de su marido y gusta de embromarle de
cuando en cuando. Recientemente le ha pedido que no le traiga nunca caviar.
¿Qué significa esto?
Hace ya mucho tiempo que tiene el deseo, de tomar caviar como entremés en
las comidas, pero no quiere permitirse el gasto que ello supondría. Naturalmente,
tendría el caviar deseado en cuanto expresase su deseo a su marido. Pero, por el
contrario, le ha pedido que no se lo traiga nunca para poder seguir
embromándole con este motivo.
(Esta última razón me parece harto inconsciente. Detrás de tales
explicaciones, poco satisfactorias, suelen esconderse motivos inconfesados.
Recuérdese a los hipnotizados de Bernheim, que llevan a cabo un encargo post-
hipnótico y, preguntados luego por los motivos de su acto, no manifiestan
ignorar por qué han hecho aquello, sino que inventan un fundamento cualquiera
insuficiente. Algo análogo debe de suceder aquí con la historia del caviar.
Observo además que mi paciente se ve obligada a crearse en la vida un deseo
insatisfecho. Su sueño le muestra también realizada la negación de un deseo.
Mas ¿para qué puede precisar de un deseo insatisfecho?)
Las ocurrencias que hasta ahora han surgido en el análisis no bastan para
lograr la interpretación del sueño. Habré, pues, de procurar que la sujeto
produzca otras nuevas. Después de una corta pausa, como corresponde al
vencimiento de la resistencia, declara que ayer fue a visitar a una amiga suya de
la que se halla celosa, pues su marido la celebra siempre extraordinariamente.
Por fortuna, está muy seca y delgada y a su marido le gustan las mujeres de
formas llenas. ¿De qué habló su amiga durante la visita? Naturalmente, de su
deseo de engordar. Además, le preguntó: «¿Cuándo vuelve usted a convidarnos a
comer? En su casa se come siempre maravillosamente».
Llegado el análisis a este punto, se me muestra ya con toda claridad el
sentido del sueño y puedo explicarlo a mi paciente. «Es como si ante la pregunta
de su amiga hubiera usted pensado: “¡Cualquier día te convido yo, para que
engordes hartándote de comer a costa mía y gustes luego más a mi marido!” De
este modo, cuando a la poche siguiente sueña usted que no puede dar una
comida, no hace su sueño sino realizar su deseo de no colaborar al
redondeamiento de las formas de su amiga. La idea de que comer fuera de su
casa engorda le ha sido sugerida por el propósito que su marido le comunicó de
rehusar en adelante toda invitación de este género, como parte del régimen al
que pensaba someterse para adelgazar». Fáltanos ahora tan sólo hallar una
coincidencia cualquiera que confirme nuestra solución. Observando que el
análisis no nos ha proporcionado aún dato alguno sobre el «salmón ahumado»,
mencionado en el contenido manifiesto, pregunto a mi paciente: «¿Por qué ha
escogido usted en su sueño precisamente este pescado?» «Sin duda —me
responde— porque es el plato preferido de mi amiga». Casualmente conozco
también a esta señora y puedo confirmar que le sucede con este plato lo mismo
que a mi paciente con el caviar; esto es, que, gustándole mucho, se priva de él
por razones de economía.
Este mismo sueño es susceptible de otra interpretación más sutil, que incluso
queda hecha necesaria para una circunstancia accesoria. Tales dos
interpretaciones no se contradicen, sino que se superponen, constituyendo un
ejemplo del doble sentido habitual de los sueños y, en general, de todos los
demás productos psicopatológicos. Ya hemos visto que contemporáneamente a
este sueño, que parecía negarle un deseo, se ocupaba la sujeto en crearse, en la
realidad, un deseo no satisfecho (el caviar). También su amiga había
exteriorizado un deseo, el de engordar, y no nos admiraría que nuestra paciente
hubiera soñado que a su amiga le había sido negado un deseo. Su deseo propio
es, efectivamente, que no se realiza un deseo de su amiga. Pero, en lugar de esto,
sueña que no se le realiza a ella otro suyo. Obtendremos, pues, una nueva
interpretación si aceptamos que la sujeto no se refiere en su sueño a sí misma,
sino a su amiga, sustituyéndose a ella en el contenido manifiesto o, como
también podríamos decir, identificándose con ella.
A mi juicio es esto, en efecto, lo que ha llevado a cabo, y como signo de tal
identificación se ha creado, en la realidad, un deseo insatisfecho. Pero ¿qué
sentido tiene la identificación histérica? Para esclarecer este punto se nos hace
precisa una minuciosa exposición. La identificación es un factor importantísimo
del mecanismo de los síntomas histéricos, y constituye el medio por el que los
enfermos logran expresar en sus síntomas los estados de toda una amplia serie de
personas y no únicamente los suyos propios. De este modo sufren por todo un
conjunto de hombres y les es posible representar todos los papeles de una obra
dramática con sólo sus medios personales. Se me objetará que esto no es sino la
conocida imitación histérica, o sea, la facultad que los histéricos poseen de
imitar todos los síntomas que en otros enfermos les impresionan, facultad
equivalente a una compasión elevada hasta la reproducción. Pero con esto no se
hace sino señalar el camino recorrido por el proceso psíquico en la imitación
histérica, y no debemos olvidar que una cosa es el acto anímico y otra el camino
que el mismo sigue. El primero es algo más complicado de lo que gustamos de
representarnos la imitación de los histéricos y equivale a un proceso deductivo
inconsciente, como veremos en el siguiente ejemplo: el médico que tiene en su
clínica una enferma que presenta determinadas contracciones y advierte una
mañana que este especial síntoma histérico ha encontrado numerosas imitadoras
entre las demás ocupantes de la sala, no se admirará en modo alguno y se
limitará a decir: «La han visto durante un ataque y ahora la imitan. Es la
infección psíquica». Está bien; pero tal infección se desarrolla en la forma
siguiente: las enfermas saben, por lo general, bastante más unas de otras que el
médico sobre cada una de ellas, y se preocupan de sus asuntos respectivos,
cambiando impresiones después de la visita. Si una de ellas tiene un día un
ataque, las demás se enteran en seguida de que la causa del mismo ha sido una
carta que ha recibido de su casa, una renovación de sus disgustos amorosos, etc.
Estos hechos despiertan su compasión, y entonces se desarrolla en ellas, aunque
sin llegar a su conciencia, el siguiente proceso deductivo: «Si tales causas
provocan ataques como ése, también yo puedo tenerlos, pues tengo idénticos
motivos». Si esta conclusión fuera capaz de conciencia, conduciría quizá al
temor de padecer tales ataques; mas como tiene efecto en un distinto terreno
psíquico, conduce a la realización del síntoma temido. Así, pues, la
identificación no es una simple imitación, sino una apropiación basada en la
misma causa etiológica, expresa una equivalencia y se refiere a una comunidad
que permanece en lo inconsciente.
La identificación es utilizada casi siempre en la histeria para la expresión de
una comunidad sexual. La histérica se identifica ante todo —aunque no
exclusivamente— en sus síntomas con aquellas personas con las que ha
mantenido comercio sexual o con aquellas otras que lo mantienen con las
mismas personas que ella. Tanto en la fantasía histérica como en el sueño basta
para la identificación que el sujeto piense en relaciones sexuales, sin necesidad
de que las mismas sean reales. Así, pues, mi paciente no hace más que seguir las
reglas de los procesos intelectuales histéricos cuando expresa los celos que su
amiga le inspira (celos que reconoce injustificados), sustituyéndose a ella en el
sueño e identificándose con ella por medio de la creación de un síntoma (el
deseo prohibido). Si tenemos en cuenta la forma expresiva idiomática,
podríamos explicar el proceso en la forma que sigue: la sujeto ocupa en su sueño
el lugar de su amiga porque ésta ocupa en el ánimo de su marido el lugar que a
ella le corresponde y porque quisiera ocupar en la estimación del mismo el lugar
que aquélla ocupa[317].
De un modo más sencillo, aunque siempre conforme al mismo principio de
que la no realización de un deseo significa la realización de otro, quedó rebatida
la contradicción opuesta a mi teoría onírica por otra de mis pacientes, la más
ingeniosa de todas ellas cuyos sueños he analizado. Al día siguiente de haberle
comunicado que los sueños eran realizaciones de deseos, me relató haber soñado
aquella noche que salía de viaje con su suegra para el punto en que habían
acordado pasar juntas el verano. Sabía yo que mi paciente se había resistido con
toda energía a ir a veranear con su suegra y había logrado por fin eludir la temida
compañía alquilando, hacía pocos días, una casa de campo en un lugar muy
lejano a la residencia de aquélla. Y ahora el sueño deshacía esta solución tan
deseada. ¿Cabía una más absoluta contradicción a mi teoría de la realización de
deseos? Mas para hallar la interpretación de este sueño no había más que deducir
su consecuencia. Según él, no tenía yo razón. El deseo de la paciente era
precisamente éste: el de que yo no tuviese razón —y el sueño se lo muestra
realizado—. Pero este deseo de que yo no tuviese razón, realizado con relación
al tema de la residencia veraniega, se refería en realidad a un tema distinto y
mucho más importante. Por aquellos días había yo deducido del material que los
análisis me proporcionaban el hecho de que en un determinado período de la
vida le había sucedido algo muy importante para la adquisición de su
enfermedad, deducción que ella había rechazado por no hallar en su memoria
nada correspondiente. Al poco tiempo quedó, sin embargo, demostrado que tenía
yo razón. Su deseo de que no la tuviese, transformado en el sueño que la muestra
saliendo de veraneo en compañía de su suegra, correspondía, por tanto, al deseo
justificado de que aquellos sucesos a que yo me había referido y que aún no
habían obtenido confirmación no hubiesen sucedido jamás.
Sin análisis, solamente por una sospecha, me permití interpretar un sueño de
un amigo mío que durante ocho años había sido condiscípulo mío en segunda
enseñanza. Un día me oyó pronunciar una conferencia sobre mi nuevo
descubrimiento de que el sueño constituía una realización de deseos. Aquella
noche soñó que perdía todos sus pleitos —era abogado— y vino a relatarme su
sueño como prueba de la inexactitud de mi teoría. Por mi parte, salí del paso con
la evasiva de que no todos los pleitos se pueden ganar, pero en el fondo me dije:
«Un hombre que ha sido condiscípulo mío durante ocho años, y que estaba
siempre entre los medianos mientras yo era el primero de la clase, ¿no habrá
conservado de estos años de colegio el deseo de verme alguna vez en ridículo?»
Una muchacha joven, a la que tenía sometida al tratamiento analítico, me
relató —también como prueba de la inexactitud de mis afirmaciones— otro
sueño más sombrío: «Recordará usted —me dijo— que mi hermana no tiene ya
más que un hijo: Carlos. El mayor, Otto, se le murió cuando todavía vivía yo con
ellos. Otto era mi preferido; podía decirse que era yo quien había cuidado de él y
le había educado. Naturalmente, también quiero al pequeño, pero no tanto como
quise a su hermano. Pues bien: esta noche he soñado que Carlos había muerto, y
le veía ante mí, colocado ya en su pequeño ataúd, con las manos cruzadas y
rodeado de velas, tal y como vi a Otto, cuya muerte me causó tan profundo
dolor. ¿Qué puede significar este sueño? Usted me conoce y sabe que no soy tan
perversa como para desear que mi hermana pierda el único hijo que le queda. ¿O
querrá decir que hubiera preferido que muriera Carlos en lugar de Otto, mucho
más querido por mí?»
Esta interpretación debía desecharse, desde luego, y así se lo comuniqué a la
paciente. Una corta reflexión me reveló luego, sin necesidad de análisis, el
verdadero sentido del sueño, sentido que la sujeto aceptó y confirmó al dárselo a
conocer. Claro está que si pude prescindir del análisis fue tan sólo porque me
hallaba previamente en posesión de todos los antecedentes necesarios.
Al quedar huérfana siendo aún muy joven, se fue a vivir con una hermana
suya mucho mayor que ella, en cuya casa conoció a un hombre que impresionó
profundamente su corazón. Durante algún tiempo pareció que aquellas
relaciones, apenas manifestadas, iban a terminar en boda. Pero la hermana
estorbó este feliz desenlace, sin que hayan llegado nunca a verse claramente los
motivos que para ello pudo tener. Después de la ruptura dejó el pretendiente de
visitar la casa, y la muchacha concentró toda su ternura en el pequeño Otto.
Muerto éste, abandonó la casa de su hermana y se fue a vivir sola. Pero su
amorosa inclinación hacia el amigo de su hermana continuó viva en ella. Su
orgullo le ordenaba evitarle, pero le era imposible transferir su amor a otro de los
pretendientes que luego la solicitaron. Cuando el hombre amado, que era un
conocido literato, daba alguna conferencia, se la hallaba siempre entre los
oyentes, y no dejaba pasar ocasión alguna que de verle de lejos se le ofreciera. El
día inmediatamente anterior a su sueño me había relatado que pensaba asistir a
un concierto en el que seguramente podría gozar de la vista de su amor. Este
concierto estaba anunciado para el día mismo en que acudió a relatarme el sueño
antes detallado. Con todos estos antecedentes no era difícil hallar la
interpretación exacta del mismo. Para confirmarla pregunté a la paciente si
recordaba algún suceso acaecido después de la muerte de Otto, obteniendo en el
acto la respuesta siguiente: «Sí, el profesor (título que poseía su amado) fue a
casa de mi hermana, después de una larga ausencia, y pude verle junto a la caja
del pobre Otto». Esto era precisamente lo que yo esperaba, y mediante ello pude
ya dar por terminada la interpretación, expresándola como sigue: «Si ahora
muriese el otro niño se repetiría la misma escena. Pasaría usted el día en casa de
su hermana, el profesor iría seguramente a dar el pésame y volvería usted a verle
en situación idéntica a la de entonces. El sueño no significa sino éste su deseo de
volver a ver al hombre amado, deseo contra el cual lucha usted interiormente.
Sé, además, que lleva usted en el bolsillo el billete para el concierto de hoy. Su
sueño es, por tanto, un sueño de impaciencia, que anticipa algunas horas el
encuentro que hoy debía realizarse».
Con objeto de encubrir su deseo había escogido la sujeto una triste situación,
en la que el mismo había de quedar reprimido, pues es natural que el dolor que
experimentamos ante la pérdida de una persona querida aleje nuestro
pensamiento de nuestros amores. Sin embargo, es muy posible que tampoco en
la situación real que luego el sueño copia, esto es, cuando la muerte de Otto, al
que tanto quería, consiguiese la muchacha dominar por completo los tiernos
sentimientos que la presencia del hombre amado había de inspirarle.
Otra paciente mía, que antes de enfermar se había distinguido por su vivo
ingenio y buen humor, cualidades que aún emergían en sus ocurrencias durante
las sesiones del tratamiento, tuvo un sueño muy semejante al anterior, pero de
muy distinto sentido. En él vio, entre otras muchas cosas, a su única hija, una
muchacha de quince años muerta y metida en una caja que no tenía forma de
ataúd, sino la de aquellas que se usan para guardar objetos. Le hubiera gustado
presentarme este sueño como prueba de la inexactitud de mis teorías, pero la
detenía la sospecha de que el singular detalle de la «caja» había de indicar el
camino de otra distinta interpretación del sueño[318]. Durante el análisis recordó
que en una reunión de la que el día anterior había formado parte, recayó la
conversación sobre la palabra inglesa box y lo vario de sus significados, pues
puede traducirse por caja, palco, cajón, bofetada, etc. De otros elementos del
mismo sueño se deducía que la sujeto se había dado cuenta de la afinidad de
dicha palabra inglesa con la alemana Büchse (estuche) y había recordado que
esta última era empleada vulgarmente para designar los genitales femeninos.
Teniendo en cuenta la impresión de sus conocimientos de anatomía topográfica,
podía, por tanto, suponerse que la niña en la «caja» significaba el feto en la
matriz. Cuando le comuniqué esta explicación no negó ya que la imagen onírica
correspondía realmente a un deseo suyo. Como tantas otras mujeres jóvenes,
consideraba cada nuevo embarazo como una desgracia, y se confesaba más de
una vez el deseo de que el feto muriese antes del nacimiento. En una ocasión que
tuvo un grave disgusto con su marido, llegó a golpearse el vientre, poseída por la
cólera, para matar al hijo que en su seno llevaba. El niño muerto de su sueño era,
pues, realmente, una realización de deseos, pero de un deseo rechazado hacía ya
más de quince años. No debemos, pues, de extrañar que la realización de un
deseo tan pretérito resultase irreconocible. En el intervalo tiene que haberse
modificado mucho.
Al tratar de los sueños típicos volveremos a ocuparnos del grupo al que
pertenecen los dos últimamente consignados, cuyo contenido es la muerte de
personas queridas, y demostraremos con nuevos ejemplos que, a pesar de su
contenido indeseado, han de ser interpretados, sin excepción alguna, como
realizaciones de deseos. No un enfermo, sino un inteligentísimo jurisconsulto
conocido mío, me relató el siguiente sueño, también con la intención de
detenerme en una prematura generalización de la teoría del sueño, realizador de
deseos: «Sueño —me relata— que llego a mi casa llevando del brazo a una
señora. Un coche cerrado me espera ante la puerta. Se me acerca un señor y,
después de justificar su personalidad de agente de Policía, me invita a seguirle.
Le pido únicamente que me dé tiempo para ordenar mis asuntos. ¿Cree usted que
puedo desear ser detenido?» «Claro que no —tengo que contestarle—. Pero
¿sabe usted por qué le detenían?» «Sí; creo que por infanticidio». «¿Infanticidio?
Demasiado sabe usted que. no puede hablarse de este delito más que con
respecto a la madre que mata a su hijo recién nacido». «Exacto[319]». «¿Cuáles
son las circunstancias que rodearon su sueño? ¿Qué hizo usted la tarde antes?»
«Perdóneme usted; pero preferiría no contarlo. Se trata de algo muy personal y
delicado». «Siendo así, tendremos que renunciar a la interpretación de su
sueño». «Óigame, entonces: no he pasado la noche en mi casa, sino en la de una
señora que significa mucho para mí. Al despertar por la mañana hubo de nuevo
algo entre nosotros, y después volví a dormirme soñando entonces lo que acabo
de contarle». «¿Es una mujer casada?» «Sí». «Y, naturalmente, no querrá usted
provocar un embarazo». «No; eso podría delatarnos». «Por tanto, no practica
usted con ella el coito normal». «Tomo la precaución de retirarme antes de la
eyaculación». «¿Debo suponer que aquella noche realizó usted esta habilidad
varias veces y que, en cambio, no quedó usted por la mañana muy seguro de
haberlo conseguido?» «Pudiera ser». «Entonces su sueño es una realización de
deseos, pues le tranquiliza a usted mostrándose que no ha engendrado un hijo, o
lo que es aproximadamente lo mismo, que ha matado usted a un hijo. El proceso
deductivo que me ha llevado a esta conclusión es fácilmente evidenciable.
Recuerde usted que hace algunos días hablamos sobre la disminución de los
nacimientos y sobre la inconsecuencia que supone el haberse permitido realizar
el coito en forma que evite la fecundación, mientras que cuando la semilla y el
óvulo se han encontrado y han formado un feto es castigada severamente toda
intervención. En relación con esto recordamos también la discusión que en la
Edad Media se desarrolló sobre el momento en que el alma entraba en el feto,
pues sólo a partir de él podía hablarse de asesinato. Seguramente conoce usted
también la escalofriante poesía de Lenáu, en la que se equiparan el infanticidio y
la evitación de la fecundidad». «Precisamente he estado pensando en Lenáu, sin
saber por qué, esta misma mañana». «Sin duda, un nuevo eco de su sueño. Por
último, quiero hacerle ver a usted otra pequeña realización de deseo, accesoria,
que su sueño presenta. En él llega usted a su casa, llevando a la señora del brazo;
esto es, la trae usted a su casa en lugar de[320], como realmente ha sucedido, ir
usted a pasar la noche en la de ella. El que la realización de deseos que
constituye el nódulo del sueño se oculte bajo una apariencia tan desagradable,
obedece quizá a más de una razón. En mi estudio sobre la etiología de la
neurosis de angustia podrá usted ver que considero el coitus interruptus como
uno de los factores causales de la génesis de la angustia neurótica. No me
extrañaría, por tanto, que después de un repetido coito de este género
permaneciera usted en desagradable estado de ánimo, que pasa a su sueño como
elemento de la composición del mismo. De este malestar se sirve usted también
para ocultarse la realización de deseos. Pero lo que aún no me parece
suficientemente esclarecida es la acusación de infanticidio. ¿Cómo llega usted a
la idea de este delito, esencialmente femenino?» «Le confesaré a usted que hace
años me encontré envuelto en un asunto de este género. Tuve la culpa de que una
muchacha intentase borrar por medio del aborto las consecuencias de sus
relaciones conmigo. Desde luego, no intervine para nada en la realización de tal
propósito, pero durante mucho tiempo tuve el natural temor de que aquello
pudiera descubrirse». «Ahora queda ya todo aclarado, pues este recuerdo nos
proporciona otro motivo de que la sospecha de no haber interrumpido el coito en
el momento oportuno le fuera a usted penosa».
Esta interpretación onírica debió de impresionar vivamente a un joven
médico que la oyó relatar, pues tuvo en seguida un sueño de forma totalmente
análoga, aunque sobre distinto tema. Días antes había presentado en las oficinas
de Hacienda la declaración jurada de sus ingresos y siendo éstos aún muy
pequeños, no había razón alguna que hubiera podido impulsarle a una
ocultación. En su sueño vio a un amigo suyo que había asistido a la sesión de la
Junta de impuestos, y venía a comunicarle que todas las declaraciones habían
sido aceptadas sin reparo, pero que la suya había despertado general
desconfianza, siendo casi seguro que se le impusiera una fuerte multa por
tentativa de defraudación. Este sueño es la realización, descuidadamente
encubierta, del deseo de pasar por un médico de grandes ingresos, y recuerda la
conocida historia de aquella muchacha, a la que se aconsejaba rompiera con su
novio, hombre colérico, que seguramente la maltrataría después de casada. A
estos consejos respondió la muchacha: «¡Ojalá me pegase ya!» Su deseo de
verse casada es tan vivo, que acepta ya e incluso desea los inconvenientes que el
matrimonio habrá de traer consigo.
Reuniendo bajo el rótulo de sueños negativos de deseos
(Gegenwunschtraeume) todos los de este género, muy frecuentes que parecen
contradecir directamente mi teoría, puesto que su contenido manifiesto se halla
constituido por la negación de un deseo o por algo evidentemente indeseado,
advierto que es posible referirlos en general a dos principios, uno de los cuales
no ha sido citado nunca antes de ahora, a pesar de desempeñar, tanto en la vida
despierta del hombre como en su vida onírica, un importantísimo papel. Como
ya hemos visto, el deseo de que me equivoque es una de las fuerzas
determinantes de estos sueños que aparecen siempre en el curso del tratamiento,
cuando el enfermo entra en estado de resistencia contra mí. Al ponerle por vez
primera al corriente de mi teoría de la realización de deseos puedo también tener
la seguridad de provocar en él sueños de este género[321], y lo mismo habrá de
suceder, sin duda, con algunos de mis lectores, los cuales se negarán en sueños
un deseo sólo para que pueda realizarse el de que yo me equivoque. El último
sueño de este género que aquí voy a comunicar demuestra nuevamente lo
mismo. Una muchacha joven, que, después de penosa lucha contra su familia y
contra las autoridades médicas consultadas, había conseguido que le permitieran
continuar sometiéndose a mi tratamiento, soñó lo siguiente: «En su casa le
habían prohibido que continuara acudiendo a mi consulta. Entonces ella me
recordaba la promesa que le había hecho de seguir tratándola gratis si llegaba
este caso». Pero yo le respondía: «En cuestiones de dinero no puedo guardar
consideraciones a nadie».
No es ciertamente nada fácil descubrir aquí la realización de deseos, pero
todos estos casos entrañan, además de éste, otro enigma distinto, cuya solución
contribuye al primero. ¿De dónde proceden las palabras que el sueño pone en
mis labios? Muy sencillo; por mi parte jamás había dicho a la enferma nada
semejante, pero uno de sus hermanos tuvo una vez la amabilidad de hablar de mí
en términos análogos. El sueño quiere, por tanto, dar la razón al hermano, y este
deseo de dar la razón a su hermano no es cosa que la sujeto sienta sólo en sus
sueños, sino que constituye el secreto de su vida y el motivo de su enfermedad.
He aquí otro sueño, soñado e interpretado por un médico (August Stärcke), y
en el que a primera vista parece imposible hallar realización alguna de deseo:
«En la última falange de mi dedo índice advierto una lesión sifilítica primaria».
La claridad y coherencia de este sueño, cuyo único interrogante es lo
indeseado de su contenido, pudieran inducirnos a no someterlo a una
interpretación aparentemente innecesaria. Pero si no tememos dedicar algún
trabajo al análisis, hallaremos que «lesión primaria» (en alemán, primäraffekt)
puede equipararse a prima afectio (primer amor) y que la repugnante úlcera vista
en el sueño revela representar, según palabras del mismo Staercke,
«realizaciones de deseos cargadas de intenso afecto».
El segundo de los factores a que antes aludimos como motivadores de estos
sueños negativos de deseos es tan evidente, que, como sucede con las cosas que
más a la vista se hallan, corre el peligro de que no lo advirtamos, y éste ha sido,
en efecto, mi caso durante mucho tiempo. En la constitución sexual de muchos
hombres existe un componente masoquista, surgido por la transformación en su
contrario de los componentes agresivos sadistas. A estos hombres los
denominamos masoquistas mentales cuando no buscan el placer en el dolor
físico que se les causa, sino en las humillaciones y torturas espirituales.
Claramente se ve, sin necesidad de más amplias explicaciones, que estas
personas pueden tener sueños negativos y displacientes, sin que los mismos sean
en ellos otra cosa que realizaciones de deseos y la satisfacción de sus
inclinaciones masoquistas. He aquí uno de estos sueños:
Un joven, que en años anteriores había atormentado mucho a su hermano,
hacia el que sentía una secreta inclinación homosexual, tiene, después de pasar
por una radical transformación de carácter, el sueño siguiente, compuesto de tres
partes: I. Su hermano mayor le «hace rabiar». II. Dos adultos coquetean entre sí
con propósitos homosexuales. III. Su hermano ha vendido la empresa, cuya
dirección se reservaba él para su porvenir. Después de este último fragmento
onírico despierta, presa de los más penosos sentimientos. Sin embargo, su sueño
no es sino una realización de deseos de carácter masoquista, y podríamos
interpretarlo por las ideas siguientes: «Me estaría muy bien empleado que mi
hermano realizara ahora esa venta, en la que salgo perjudicado, para castigarme
por lo mucho que antes le atormenté».
Espero que los ejemplos y reflexiones que anteceden bastarán para mostrar
—hasta nuevas objeciones— la posibilidad de interpretar también los sueños
penosos como realizaciones de deseos. De todos modos, habré de volver más
adelante sobre este tema de los sueños displacientes. Creo asimismo que
tampoco podrá ya nadie considerar como una casualidad el hecho de que en la
interpretación de estos sueños lleguemos siempre a temas de los que no
hablamos sino a disgusto o en los que nos es desagradable pensar. El penoso
sentimiento que tales sueños despiertan es sencillamente idéntico a la
repugnancia, que tiende a apartarnos —con éxito casi siempre— de la reflexión
o discusión sobre tales temas, y que todos y cada uno de nosotros hemos de
vencer cuando nos vemos obligados a emprender una tal labor. Este sentimiento
de displacer, que retorna en el sueño, no excluye, sin embargo, la persistencia de
un deseo. Todo hombre abriga deseos que no quisiera comunicar a los demás, y
otros que ni aun quisiera confesarse a sí mismo. Por otra parte, creemos
justificado enlazar el carácter displaciente de todos estos sueños al hecho de la
deformación onírica y deducir que si se muestran deformados y aparece en ellos
disfrazada la realización de deseos hasta resultar irreconocible, es precisamente
porque existe una repugnancia o una intención represora orientadas contra el
tema del sueño o o contra el deseo que de él emana. Al agregar al conocimiento
que ya poseemos de la vida onírica todo lo que el análisis de los sueños
displacientes nos ha descubierto, habremos de transformar la fórmula en la que
antes intentamos encerrar la esencia del sueño, dándole la siguiente forma: El
sueño es la realización (disfrazada) de un deseo reprimido[322].
Sólo nos quedan ya por examinar desde este punto de vista los sueños de
angustia, los cuales constituyen un orden especial de los sueños de contenido
penoso, y cuya interpretación, como realizadores de deseos, habrá de tropezar
con la máxima resistencia por parte de los no iniciados. Pero afortunadamente
puedo dejar aquí esclarecida esta cuestión con escasas palabras. Tales sueños no
corresponden, en efecto, a una nueva faceta del problema onírico, sino al
problema general de la angustia neurótica. La angustia que en sueños sentimos
sólo aparentemente queda explicada por el contenido de los mismos. Al someter
el contenido onírico a la interpretación, advertimos que la angustia del sueño no
queda más ni mejor justificada por el contenido del sueño que, por ejemplo, la
angustia de una fobia por la representación de que esta última depende. Es, por
ejemplo, cierto que podemos caernos al asomarnos a una ventana, y que, por
tanto, debemos observar cierta prudencia al efectuarlo, pero no es comprensible
por qué en la fobia correspondiente es tan grande la angustia y persigue a los
enfermos mucho más allá de sus motivos. La misma explicación se demuestra
después, aplicable tanto a la fobia como al sueño de angustia. La angustia no está
en ambos casos sino soldada a la representación que la acompaña, y procede de
una fuente distinta.
A causa de esta íntima conexión de la angustia onírica con la neurótica tengo
que referirme aquí en la discusión de la primera a la segunda. En un cierto
estudio sobre la neurosis de angustia (Neurolog. Zentralblatt, 1895)[323] afirmé
yo que la angustia neurótica procede de la vida sexual, y corresponde a una
libido desviada de su fin, y que no ha llegado a su empleo. Esta fórmula se ha
demostrado cada día más verdadera. De ella puede deducirse el principio de que
los sueños de angustia poseen un contenido sexual, cuya libido correspondiente
ha experimentado una transformación en angustia. Más tarde tendremos ocasión
de apoyar esta afirmación con el análisis de algunos sueños de sujetos
neuróticos. Asimismo, en mis ulteriores tentativas de aproximarme a una teoría
del sueño, habré de tratar nuevamente de la condición de los sueños de angustia
y de su compatibilidad con la teoría de la realización de deseos.
CAPÍTULO V
A
L revelarme el análisis que el sueño de la inyección de Irma constituía
una realización de deseos, se apoderó de nosotros un vivísimo interés
por comprobar si con ello habíamos descubierto un carácter general del
fenómeno onírico, y acallamos por el momento todas aquellas otras curiosidades
científicas que en el curso de la labor de interpretación habían surgido en nuestro
ánimo. Mas ahora, una vez llegados al final del camino que en aquella ocasión
elegimos entre todos los que ante nosotros se abrían, podemos ya volver sobre
nuestros pasos y escoger un nuevo punto de partida para proseguir en un distinto
sentido nuestra exploración de los problemas del sueño, aunque de este modo
perdamos de vista por algún tiempo el tema, no agotado aún, ni mucho menos,
de la realización de deseos.
Desde que mediante la aplicación de nuestro procedimiento de interpretación
onírica nos es posible descubrir un contenido latente de los sueños, muy superior
en importancia a su contenido manifiesto, tenemos que sentirnos incitados a
examinar de nuevo uno de los problemas que el fenómeno onírico plantea, para
ver si este nuevo conocimiento puede acaso procurarnos la solución de aquellos
enigmas y contradicciones que mientras no conocíamos sino el contenido
manifiesto de los sueños nos parecían inasequibles.
En nuestro primer capítulo expusimos detalladamente los juicios de los
autores sobre la conexión de los sueños con la vida despierta y sobre la
procedencia del material onírico. Recordemos ahora aquellas tres peculiaridades
de la memoria onírica que, habiendo sido observadas por muchos, nadie había
logrado aún esclarecer. Dichas peculiaridades eran:
1.ª Que el sueño prefiere evidentemente las impresiones de los días
inmediatos anteriores (Robert, Strümpell, Hildebrandt, Weed-Hallam).
2.ª Que efectúa una selección conforme a principios diferentes de aquéllos a
los que se adapta nuestra conciencia despierta, recordando no lo esencial e
importante, sino lo accesorio y desatendido.
3.ª Que dispone de nuestras más tempranas impresiones infantiles, llegando
hasta reproducir detalles de dicha edad que nos parecen nimios y que en nuestra
vida despierta teníamos por olvidados hace ya mucho tiempo[324]. Claro es que
donde los investigadores han observado estas peculiaridades de la selección del
material onírico ha sido en el contenido manifiesto.
Advierto ahora que la digresión sobre el uso vicioso de los nombres propios no
ha sido sino una preparación de esta queja. Pero dejemos ya esto.
Las compras efectuadas en Spalato me recuerdan otras realizadas en Cattaro,
en las que me mostré demasiado económico y perdí la ocasión de adquirir
algunos bellos objetos. (Véase la anécdota del ama[348].) Una de las ideas
latentes que el hambre inspira al sueño es la siguiente: No debemos dejar
escapar nada, sino tomar aquello que a nuestro alcance hallemos, aunque al
obrar así cometamos una pequeña falta. No debemos desperdiciar ocasión
alguna, pues la vida es corta y la muerte inevitable. Mas por entrañar un sentido
sexual y no querer detenerse ante las barreras éticas, tropieza este carpe diem
con la censura y tiene que ocultarse detrás de un sueño. A este resultado
coadyuvan todas las ideas a él contrarias, el recuerdo de la época en que el
alimento espiritual me era suficiente y, por último, todas las conveniencias
opuestas y hasta la amenaza de los más variables castigos sexuales.
V. La comunicación de otro sueño precisa de una amplia información
preliminar. El día inmediatamente anterior fui en coche a la estación del Oeste
con objeto de tomar el tren que había de conducirme a Aussee, donde pensaba
pasar las vacaciones, y penetré en el andén con los viajeros del tren de Ischl, que
salía antes que el mío. Momentos después llegó el conde de Thun, que iba a
reunirse en Ischl con el emperador. A pesar de la lluvia, venía en coche abierto.
El portero del andén no le reconoció y quiso detenerle para pedirle el billete,
pero el conde le rechazó con un ademán y pasó sin darle explicación alguna.
Después de la partida del tren de Ischl hubiera debido retornar a la sala de
espera, pues no está permitida la permanencia en los andenes entre tren y tren,
pero queriendo evitarme el calor que en dicha sala reinaba, decidí infringir tal
disposición, y conseguí, no sin algún trabajo, que me dejaran donde estaba.
Como pasatiempo, me dediqué a espiar si llegaba alguien hasta el tren para
hacerse reservar el sitio, proponiéndome, si así sucedía, exigir que se me
concediese igual derecho. Mientras tanto, estuve tarareando una musiquilla que
reconocí —a otro le hubiese quizá sido imposible— como el aria de Las bodas
de Fígaro:
«Si el señor conde quiere bailar…, quiere bailar…, dígnese indicármelo y yo
tocaré».
Durante toda la tarde me había sentido de excelente humor, emprendedor y
provocativo, y había hecho blanco de mis bromas al camarero y al cochero,
supongo que sin llegar a ofenderlos. En armonía con las palabras de Fígaro y con
mi recuerdo de la comedia de Beaumarchais, que había visto representar en la
Comédie Française, barajaba los más atrevidos y revolucionarios pensamientos:
la frase sobre los grandes señores que no se han tomado sino el trabajo de nacer,
el derecho feudal que Almaviva quiere ejercitar sobre Susana, y los chistes que
nuestros malignos periodistas de oposición se permitan hacer con el nombre del
conde Thun (Thun-hacer), llamándole el conde de Nichts-thun (de «no hacer
nada»). Verdaderamente, no envidio ahora a este político. Junto al emperador le
esperan arduos trabajos y preocupaciones, mientras que a mi podría dárseme con
toda razón el nombre de conde de «no hacer nada», pues voy a gozar de mis
vacaciones y saboreo por anticipado todos los placeres que han de
proporcionarme.
En estos pensamientos me sorprendió la llegada de un individuo al que
conozco como representante del Gobierno en los exámenes de Medicina y que
por la cómoda manera que tiene de desempeñar este cargo —durmiéndose en un
sillón de tribunal examinador— ha merecido el halagüeño sobrenombre de
Regierungsbeischlaefer, Regierungsvertreter (representante del Gobierno);
(«Beischlaefer», el que duerme con alguien, el amante). «Regierung» (Gobierno)
es, en alemán, femenino; el sobrenombre «Regierungsbeischlaefer» alude, pues,
a la especial actividad desplegada por el citado funcionario en el ejercicio de su
cargo, y al mismo tiempo significa, literalmente, «el que duerme en el
Gobierno». Por su carácter oficial no paga este individuo sino medio billete, y oí
que un empleado decía a otro: «¿Dónde colocamos a este señor, que tiene un
medio billete de primera?» Yo no gozo de tal prerrogativa, y tengo que pagar
billete entero. Al señalarme luego mi sitio en el tren, lo hicieron en un vagón
que, no teniendo pasillo, carecía de retrete. Todas mis protestas fueron vanas, y
hube de consolarme proponiendo al empleado que, por lo menos, hiciera un
agujero en el suelo del coche para prevenir posibles necesidades de los viajeros.
A las dos y cuarto de la mañana desperté, en efecto, sintiendo necesidad de
orinar y habiendo tenido el siguiente sueño:
«Una multitud —reunión de estudiantes—. Un conde (el de Thun o el de
Taaffe) pronuncia un discurso. Invitado a decir algo sobre los alemanes, declara
con gesto de burla que la flor preferida de los mismos es el diente de león
(Huflattich) y se pone luego en el ojal algo como una hoja toda arrugada, o más
bien como los nervios de una hoja enrollados unos con otros. Me levanto
indignado; así, pues, me levanto indignado[349], pero al mismo tiempo me
asombra sentir tal indignación». Luego, más vagamente, continúa el sueño:
«Como si fuera un aula cuyas entradas estuviesen tomadas y hubiese que huir.
Atravieso una serie de habitaciones muy bien alhajadas —seguramente
habitaciones del Gobierno—, con muebles de color castaño y violeta, y llego por
fin a un pasillo en el que veo sentada a una mujer ya entrada en años y muy
gruesa, un ama de llaves. Intento pasar sin hablarle, pero ella debe de reconocer
que tengo derecho a salir por allí, pues me pregunta si quiero que me acompañe
con una luz. Le indico o le digo que permanezca en la escalera y me felicito de la
habilidad con que he logrado escapar a toda vigilancia. Una vez abajo encuentro
ante mí un angosto sendero de empinada cuesta, por el que echo a andar».
De nuevo vagamente: «… Como si ahora se tratase de escapar de la ciudad,
de igual manera que antes de la casa. Tomo un coche de caballo y digo al
cochero que me lleve a una estación. Luego, contestando a no sé qué objeción
que el cochero me opone, como si hubiese ya retenido sus servicios mucho
tiempo y se hallase fatigado, añado: ‘Por la vía no puedo ir con usted’. Al decir
esto me parece como si hubiera recorrido ya con el coche una distancia que se
acostumbra recorrer en ferrocarril. Las estaciones están tomadas. Reflexiono si
debo dirigirme a Krems o a Znaim, pero pienso que estará allí la Corte y me
decido por Graz u otra ciudad de nombre semejante. Luego estoy ya en el vagón,
muy parecido a un tranvía, y llevo en el ojal una cosa larga, singularmente tejida
con violetas de un color entre violeta y castaño, hecha de una materia rígida. El
singular adorno llama la atención de la gente». Aquí se interrumpe esta escena.
«De nuevo en la estación, pero acompañado esta vez por un individuo de
avanzada edad. Discurro un plan para no ser reconocido y lo veo en el acto
realizado. Pensamiento y acción son aquí simultáneos. Mi acompañante finge
que no ve por lo menos de un ojo, y yo mantengo ante él un orinal de cristal (que
hemos comprado o tenemos que comprar en la ciudad). Este orinal es de forma
análoga a la de aquellos que se usan en los hospitales para los enfermos
masculinos. Soy, pues, el enfermero de mi acompañante y tengo que darle el
orinal, porque está ciego. Si el revisor nos ve así habrá de dejarnos escapar sin la
menor sospecha. Veo plásticamente la actitud de mi acompañante y su miembro
orinado. En este momento despierto con ganas de orinar».
Todo este sueño da, en conjunto, la impresión de una fantasía, que traslada al
durmiente al año revolucionario de 1848, evocado en mi pensamiento por la
reciente celebración de su cincuentenario (1898) y por una excursión a Wachau
durante la cual estuve en Emmersdorf, localidad que creí erróneamente había
constituido el retiro de Fischhof, el leader de los estudiantes al que aluden
algunos detalles del contenido manifiesto. La asociación de pensamientos me
conduce luego a Inglaterra, a casa de mi hermano, el cual solía embromar a su
mujer llamándola Fifty years ago, título de una poesía de lord Tennyson,
acostumbrando a sus hijos a rectificarle diciendo: Fiftteen years ago. Pero esta
fantasía, enlazada a los pensamientos que mi encuentro con el conde de Thun me
había sugerido, es como una de aquellas fachadas de ciertas iglesias italianas,
que carecen de toda conexión orgánica con el edificio a que han sido
antepuestas. En cambio, se diferencia de estas fachadas en que presenta diversas
lagunas, es confusa y deja pasar a su través varios elementos del interior. La
primera situación de mi sueño se halla formada por la acumulación de varias
escenas, en las que podemos descomponerla. La provocativa actitud del conde
está tomada de un suceso real, del que fui testigo en el colegio cuando tenía
quince años. Disgustados de la ignorancia y antipatía de uno de nuestros
profesores, tramamos contra él una conspiración, a la cabeza de la cual se colocó
uno de mis condiscípulos, que por cierto parece haber tomado desde entonces
como modelo la figura de Enrique VIII de Inglaterra. Por mi parte, fui
encargado de iniciar las hostilidades, y una discusión sobre la importancia del
Danubio para Austria (¡Wachau!) nos proporcionó ocasión de declararnos en
franca rebeldía. Entre los conjurados se hallaba el único demis condiscípulos que
pertenecía a una familia aristocrática, muchacho al que por desmesurada estatura
denominábamos la «jirafa», y su actitud al ser invitado a dar explicaciones por el
profesor de lengua alemana, nuestro tirano, fue muy semejante al del conde en
mi sueño. La declaración de la flor preferida y el ponerse en el ojal algo que
tiene también que ser una flor (cosa que evoca en mí el recuerdo de unas
orquídeas que el día del sueño llevé a una señora amiga mía, y, además, el de una
rosa de Jericó) alude claramente a la escena en que Shakespeare nos muestra el
punto de partida de la guerra civil de la rosa roja y la rosa blanca[350]. La
mención de Enrique VIII en el análisis inicia el camino que conduce a esta
reminiscencia. De ella no hay mucha distancia a la de los claveles blancos y
rojos. (Entremedias se intercalaron en el desarrollo analítico dos versos, uno
alemán y otro español: «Rosa, tulipanes y claveles, —todas las flores se
marchitan—. Isabelita no llores, —que se marchitan las flores». Este último
procede también de Fígaro.) Los claveles blancos son en Viena el distintivo de
los antisemitas, y los rojos, el de los socialdemócratas. Detrás de esto surge el
recuerdo de una provocación antisemita durante un viaje en ferrocarril por el
bello país de Sajonia (anglosajones). La tercera escena que ha proporcionado
elementos para la formación de la situación inicial de mi sueño pertenece a mis
primeros años de estudiante. En una sociedad estudiantil alemana se mantenía
un debate sobre la relación de la filosofía con las ciencias naturales. Muy joven
aún y lleno de entusiasmo por las doctrinas materialistas, tercié en la discusión,
defendiendo calurosamente un punto de vista en exceso unilateral. Un colega
más reflexivo y maduro, cuyo apellido pertenece al reino zoológico y que ha
revelado más tarde una gran capacidad para organizar y dirigir multitudes, pidió
entonces la palabra y rebatió con gran energía mis argumentos. También él —
dijo— había guardado los cerdos en su juventud, pero después había retornado,
lleno de remordimientos, al hogar paterno. Al acabar su discurso me levanté
indignado (como en mi sueño), y en forma grosera (saugrob, «grosera como una
cerda») le respondí que, sabiendo que había guardado cerdos, no me asombraba
ya el tono de sus discursos. (En el sueño me asombro del entusiasmo con que
tomo la defensa de los nacionalistas alemanes.) Mis palabras provocaron gran
escándalo y se me exigió repetidamente que las retirase, pero yo me mantuve
firme. El ofendido fue lo bastante sensato para rechazar la inspiración de
provocarme en duelo, y las cosas no pasaron de aquí.
Los restantes elementos de la escena onírica proceden de estratos más
profundos. ¿Qué puede significar la elección del «diente de león» por el conde
como flor preferida de los alemanes? Veamos mis asociaciones: Diente de león
(Huflattich) — lettuce[351] — ensalada — perro de la ensalada (Salathund,
expresión de sentido equivalente a la castellana «perro del hortelano»; esto es, el
que ni come ni deja comer). Se entrevé aquí una serie de palabras insultantes:
jirafa (por la división de la palabra alemana Giraffe en Gir-affe, siendo Affe
(mono) un insulto corriente), cochino, cerda, perro. El análisis me lleva también,
a través de un nombre, a la palabra burro, y con ella a una burla sobre otro
profesor académico. Además traduzco, no sé si acertadamente, Huflattich (diente
de león) por el término francés pisse-en-lit. El conocimiento de esta palabra me
ha sido proporcionado por la lectura de una obra de Zola —Germinal—, en la
que son enviados unos niños a recoger esta planta para hacer una ensalada. El
perro —chien— contiene en su nombre una alusión por similicadencia a una de
las funciones excrementicias (chier), como pisse-en-lit a la otra (pisser). No
tardamos en reunir lo indecoroso en todos sus tres estados, pues en el mismo
Germinal —obra también revolucionaria— se describe una singularísima
competencia entre dos individuos en la producción de excreciones gaseosas
(flato)[352]. Tengo ahora que observar que el camino que a este flato o viento
había de conducirme se hallaba trazado hace ya mucho tiempo y va desde las
flores, a través del verso español de Isabelita, a Isabel y Fernando, y de aquí,
pasando por Enrique VIII y la historia de Inglaterra, al episodio de la Armada
Invencible, cuya destrucción por los vientos tempestuosos fue conmemorada en
Inglaterra con la acuñación de una medalla en la que se leía: Fflavit et dissipati
sunt. Ahora bien: estas palabras son las que yo pensaba emplear como lema
semihumorístico del capítulo «Terapia», si alguna vez llegaba el caso de exponer
ampliamente mi concepción y tratamiento de la histeria. (’Sopló y se disiparon’)
[353].
d) Sueños típicos.
Otros sueños que también hemos de considerar como típicos son aquéllos
cuyo contenido entraña la muerte de parientes queridos: padres, hermanos, hijos,
etc. Ante todo observamos que estos sueños se dividen en dos clases: aquéllos
durante los que no experimentamos dolor alguno, admirándonos al despertar
nuestra insensibilidad, y poseídos por una profunda aflicción hasta el punto de
derramar durmiendo amargas lágrimas.
Los primeros no pueden ser considerados como típicos y, por tanto, no nos
interesan de momento. Al analizarlos hallamos que significan algo muy distinto
de lo que constituye su contenido y que su función es la de encubrir cualquier
deseo diferente. Recordemos el de aquella joven que vio ante sí muerto y
colocado en el ataúd a su sobrino, el único hijo que quedaba a su hermana de dos
que había tenido. El análisis nos demostró que este sueño no significaba el deseo
de la muerte del niño, sino que encubría el de volver a ver después de larga
ausencia a una persona amada a la que en análoga situación, esto es, cuando la
muerte de su otro sobrino, había podido contemplar de cerca la sujeto, también
después de una prolongada separación. Este deseo, que constituye el verdadero
contenido del sueño, no trae consigo motivo ninguno de duelo, razón por la cual
no experimenta la sujeto durante el sentimiento alguno doloroso. Observamos
aquí que la sensación concomitante al sueño no corresponde al contenido
manifiesto, sino al latente, y que el contenido afectivo ha permanecido libre de la
deformación de que ha sido objeto el contenido de representaciones.
Muy distintos de éstos son los sueños en que aparece representada la muerte
de un pariente querido y sentimos dolorosos afectos. Su sentido es, en efecto, el
que aparece manifiesto en su contenido, o sea el deseo de que muera la persona a
que se refieren. Dado que los sentimientos de todos aquellos de mis lectores que
hayan tenido alguno de estos sueños habrán de rebelarse contra esta afirmación
mía, procuraré desarrollar su demostración con toda amplitud.
Uno de los análisis expuestos en páginas anteriores, nos reveló que los
deseos que el sueño nos muestra realizados no son siempre deseos actuales.
Pueden ser también deseos pasados, agotados, olvidados y reprimidos, a los que
sólo por su resurgimiento en el sueño hemos de atribuir una especie de
supervivencia. Tales deseos no han muerto, según nuestro concepto de la muerte,
sino que son semejantes a aquellas sombras de la Odisea, que en cuanto bebían
sangre despertaban a una cierta vida. En el sueño de la niña muerta y metida en
una caja (pág. 441) se trata de un deseo que había sido actual quince años antes y
que la sujeto confesaba ya francamente haber abrigado por entonces. No será
quizá superfluo para la mejor inteligencia de nuestra teoría de los sueños el hacer
constar aquí incidentalmente que incluso este mismo deseo se basa en un
recuerdo de la más temprana infancia. La sujeto oyó, siendo niña, aunque no le
es posible precisar el año, que, hallándose su madre embarazada de ella, deseó a
causa de serios disgustos que el ser que llevaba en su seno muriera antes de
nacer. Llegada a la edad adulta y embarazada a su vez, siguió la sujeto el
ejemplo de su madre.
Cuando alguien sueña sintiendo prof undo dolor en la muerte de su padre, su
madre o de alguno de sus hermanos, no habremos de utilizar ciertamente este
sueño como demostración de que el sujeto desea en la actualidad que dicha
persona muera. La teoría del sueño no exige tanto. Se contenta con deducir que
lo ha deseado alguna vez en su infancia. Temo, sin embargo, que esta limitación
no logre devolver la tranquilidad a aquellos que han tenido sueños de este género
y que negarán la posibilidad de haber abrigado alguna vez tales deseos con la
misma energía que ponen en afirmar su seguridad de no abrigarlos tampoco
actualmente. En consecuencia, habré de reconstituir aquí, conforme a los
testimonios que el presente ofrece a nuestra observación, una parte de la perdida
vida anímica infantil[376].
Observamos, en primer lugar, la relación de los niños con sus hermanos. No
sé por qué suponemos a priori que ha de ser cariñosísima, no obstante los
muchos ejemplos con que constantemente tropezamos de enemistad entre
hermanos adultos, enemistad de la que por lo general averiguamos que comenzó
en épocas infantiles. Pero también muchos adultos que en la actualidad muestran
gran cariño hacia sus hermanos y los auxilian y protegen con todo desinterés
vivieron con ellos durante su infancia en interrumpida hostilidad. El hermano
mayor maltrataba al menor, le acusaba ante sus padres y le quitaba sus juguetes;
el menor, por su parte, se consumía de impotente furor contra el mayor le
envidiaba o temía y sus primeros sentimientos de libertad y de conciencia de sus
derechos fueron para rebelarse contra el opresor. Los padres dicen que los niños
no congenian, pero no saben hallar razón alguna que lo justifique. No es difícil
comprobar que el carácter del niño —aun el más bueno— es muy distinto del
que nos parece deseable en el adulto. El niño es absolutamente egoísta, siente
con máxima intensidad sus necesidades y tiende a satisfacerlas sin consideración
a nadie y menos aún a los demás niños, sus competidores, entre los cuales se
hallan en primera línea sus hermanos. Mas no por ello calificamos al niño de
«criminal», sino simplemente de «malo», pues nos damos cuenta de que es tan
irresponsable ante nuestro propio juicio como lo sería ante los tribunales de
justicia. Al pensar así nos atenemos a un principio de completa equidad, pues
debemos esperar que en épocas que incluimos aún en la infancia despertarán en
el pequeño egoísta la moral y los sentimientos del altruismo, o sea, para decirlo
con palabras de Meynert, que un yo secundario vendrá a superponerse al
primario, coartándolo. Claro es que la moralidad no surge simultáneamente en
toda línea y que la duración del período amoral infantil es individualmente
distinta. Las investigaciones psicoanalíticas me han demostrado que una
aparición demasiado temprana (antes del tercer año) de la formación de
reacciones morales debe ser contada entre los factores constitutivos de la
predisposición a una ulterior neurosis. Allí donde tropezamos con una ausencia
de dicho desarrollo moral solemos hablar de «degeneración» y nos hallamos
indudablemente ante una detención o retraso del proceso evolutivo. Pero
también en aquellos casos en los que el carácter primario queda dominado por la
evolución posterior puede dicho carácter recobrar su libertad, al menos
parcialmente, por medio de la histeria. La coincidencia del llamado «carácter
histérico» con el de un niño «malo» es harto singular. En cambio, la neurosis
obsesiva corresponde a la emergencia de una supermoralidad que a título de
refuerzo y sobrecarga gravitaba sobre el carácter primario, el cual no renuncia
jamás a imponerse.
Así, pues, muchas personas que en la actualidad aman a sus hermanos y
experimentarían un profundo dolor ante su muerte, llevan en su inconsciente
deseos hostiles a ellos procedentes de épocas anteriores, y estos deseos pueden
hallar en sueños su realización. Resulta especialmente interesante observar la
conducta de los niños pequeños —de tres años o aún menores— con ocasión del
nacimiento de un hermanito. El primogénito, que ha monopolizado hasta este
momento todo el cariño y los cuidados de sus familiares, pone mala cara al oír
que la cigüeña ha traído otro niño, y luego, al serle mostrado el intruso, lo
examina con aire disgustado y exclama decididamente: «¡Yo quiero que la
cigüeña vuelva a llevárselo!»[377].
A mi juicio, se da el niño perfecta cuenta de todos los inconvenientes que la
presencia del hermanito le ha de traer consigo. De una señora a la que me unen
lazos de parentesco y que en la actualidad se lleva a maravilla con su hermana,
cuatro años más joven que ella, sé que al recibir la noticia de la llegada de otra
niña exclamó, previniéndose: «Pero ¿no tendré que darle mi gorrita encarnada?»
Si por azar se cumple cualquiera de estas prevenciones que en el ánimo de los
niños despierta el nacimiento de un hermanito, ella constituirá el punto de
partida de una duradera hostilidad. Conozco el caso de una niña de menos de tres
años que intentó ahogar en su cuna a un hermanito recién nacido, de cuya
existencia no esperaba, por lo visto, nada bueno. Queda así demostrado por esta
y otras muchas observaciones coincidentes, que los niños de esta edad pueden
experimentar ya, y muy intensamente, la pasión de los celos. Y cuando el
hermanito muere y recae de nuevo sobre el primogénito toda la ternura de, sus
familiares, ¿no es lógico que si la cigüeña vuelve a traer otro competidor surja en
el niño el deseo de que sufra igual destino para recobrar él la tranquila felicidad
de que gozó antes del nacimiento y después de la muerte del primero[378]?.
Naturalmente, esta conducta del niño con respecto a sus hermanos menores no es
en circunstancias normales sino una simple función de la diferencia de edad. Al
cabo de un cierto espacio de tiempo despiertan ya en la niña los instintos
maternales con respecto al inocente recién nacido.
De todos modos, los sentimientos de hostilidad contra los hermanos tienen
que ser durante la infancia mucho más frecuentes de lo que la poco penetrante
observación de los adultos llega a comprobar[379].
En mis propios hijos, que se sucedieron rápidamente, he desperdiciado la
ocasión de tales observaciones, falta que ahora intento reparar atendiendo con
todo interés a la tierna vida de un sobrinito mío, cuya dichosa soledad se vio
perturbada al cabo de quince meses por la aparición de una competidora. Sus
familiares me dicen que el pequeño se porta muy caballerosamente con su
hermanita, besándole la mano y acariciándola; pero he podido comprobar que
antes de cumplir los dos años ha comenzado a utilizar su naciente facultad de
expresión verbal para criticar a aquel nuevo ser, que le parece absolutamente
superfluo. Siempre que se habla de la hermanita ante él interviene en la
conversación, exclamando malhumorado: «¡Es muy pequeña!» Luego, cuando el
espléndido desarrollo de la chiquilla desmiente ya tal crítica, ha sabido hallar el
primogénito otro fundamento en que basar su juicio de que la hermanita no
merece tanta atención como se le dedica, y aprovecha toda ocasión para hacer
notar que «no tiene dientes[380]». De otra sobrinita mía recordamos todos que,
teniendo seis años, abrumó durante media hora a sus tías con la pregunta:
«¿Verdad que Lucía no puede entender aún estas cosas?» Lucía era una
hermanita suya, dos años y medio menor que ella.
En ninguna de mis enfermas he dejado de hallar sueños de este género,
correspondientes a una intensa hostilidad contra sus hermanos. Un único caso,
que pareció presentarse al principio como excepción, demostró al poco no ser
sino confirmación de la regla. Habiendo interrogado a una paciente sobre estos
extremos, recibí, para mi asombro, la respuesta de que jamás había tenido tal
sueño. Pero momentos después recordó uno que aparentemente caréela de
relación con los que nos ocupan y que había soñado por primera vez a los cuatro
años, siendo la menor de las hermanas, y luego repetidas veces. «Una multitud
de niños, entre los que se hallaban todos sus hermanos, hermanas, primos y
primas, juegan en una pradera. De repente les nacen alas, echan a volar y
desaparecen». La paciente no tenía la menor sospecha de la significación de este
sueño, mas para nosotros no resulta nada difícil reconocer en él un sueño de
muerte de todos los hermanos en la forma original escasamente influida por la
censura. Así, creo poder construir el análisis siguiente: la sujeto vivía con sus
hermanos y sus primos, con ocasión de la muerte de uno de ellos, acaecida
cuando aún no había cumplido ella cuatro años, debió de preguntar a alguno de
sus familiares qué era de los niños cuando morían. La respuesta debió de ser que
les nacían alas y se convertían en ángeles, aclaración que el sueño aprovecha,
transformando en ángeles a todos los hermanos, y lo que es más importante,
haciéndolos desaparecer. Imaginemos lo que para la pequeña significaría ser la
única superviviente de toda la familia caterva infantil. La imagen de los niños
jugando en una pradera antes de desaparecer volando se refiere, sin duda, al
revolotear de las mariposas, como si la niña hubiese seguido la misma
concatenación de ideas que llevó a los antiguos a atribuir a Psiquis alas de
mariposa.
Quizá opongan aquí algunos de mis lectores la objeción de que aun
aceptando los impulsos hostiles de los niños contra sus hermanos, no es posible
que el espíritu infantil alcance el grado de maldad que supone desear la muerte a
sus competidores, como si no hubiera más que esta máxima pena para todo
delito. Pero los que así piensan no reflexionan que el concepto de «estar muerto»
no tiene para el niño igual significación que para nosotros. El niño ignora por
completo el horror de la putrefacción, el frío del sepulcro y el terror de la nada
eterna, representaciones todas que resultan intolerables para el adulto, como nos
lo demuestran todos los mitos «del más allá». Desconoce el miedo a la muerte, y
de este modo juega con la terrible palabra amenazando a sus compañeros. «Si
haces eso otra vez te morirás, como se murió Paquito», amenaza que la madre
escucha con horror, sabiendo que más de la mitad de los nacidos no pasan de los
años infantiles. De un niño de ocho años sabemos que al volver de una visita al
Museo de Historia Natural dijo a su madre: «Te quiero tanto, que cuando mueras
mandaré que te disequen y te tendré en mi cuarto para poder verte siempre».
¡Tan distinta es de la nuestra la infantil representación de la muerte[381]!.
«Haber muerto» significa para el niño, al que se evita el espectáculo de los
sufrimientos, de la agonía, tanto como «haberse ido» y no estorbar ya a los
supervivientes, sin que establezca diferencia alguna entre las causas —viaje o
muerte— a que la ausencia pueda obedecer[382]. Cuando en los años
prehistóricos de un niño es despedida su niñera y muere a poco su madre,
quedan ambos sucesos superpuestos para su recuerdo dentro de una misma serie,
circunstancia que el análisis nos descubre en gran número de casos. La poca
intensidad con que los niños echan de menos a los ausentes ha sido comprobada,
a sus expensas, con muchas madres, que al regresar de un viaje de algunas
semanas oyen que sus hijos no han preguntado ni una sola vez por ellas. Y
cuando el viaje es a «aquella tierra ignota de la que jamás retoma ningún
viajero» los niños parecen, al principio, haber olvidado a su madre, y sólo
posteriormente comienzan a recordarla.
Así, pues, cuando el niño tiene motivos para desear la ausencia de otro
carece de toda retención que pudiese apartarla de dar a dicho deseo la forma de
la muerte de su competidor, y la reacción psíquica al sueño de deseo de muerte
prueba que, no obstante las diferencias de contenido, en el niño es tal deseo
idéntico al que en igual sentido puede abrigar el adulto.
Pero si este infantil deseo de la muerte de los hermanos queda explicado por
el egoísmo del niño, que no ve en ellos sino competidores, ¿cómo explicar igual
optación con respecto a los padres, que significan para él una inagotable fuente
de amor y cuya conservación debiera desear, aun por motivos egoístas, siendo
como son los que cuidan de satisfacer sus necesidades?
La solución de esta dificultad nos es proporcionada por la experiencia de que
los sueños de este género se refieren casi siempre, en el hombre, al padre, y en la
mujer, a la madre; esto es, al inmediato ascendiente de sexo igual al del sujeto.
No constituye esto una regla absoluta, pero sí predomina suficientemente para
impulsarnos a buscar su explicación en un factor de alcance universal[383]. En
términos generales, diríamos, pues, que sucede como si desde edad muy
temprana surgiese una preferencia sexual; esto es, como si el niño viviese en el
padre y la niña en la madre, rivales de su amor, cuya desaparición no pudiese
serles sino ventajosa.
Antes de rechazar esta idea, tachándola de monstruosa, deberán examinarse
atentamente las relaciones afectivas entre padres e hijas, comprobando la
indudable diferencia existente entre lo que la evolución civilizadora exige que
sean tales relaciones y lo que la observación cotidiana nos demuestra que en
realidad son. Aparte de entrañar más de un motivo de hostilidad, constituye
terreno abonado para la formación de deseos rechazables por la censura.
Examinaremos, en primer lugar, las relaciones entre padre e hijo. A mi juicio, el
carácter sagrado que hemos reconocido a los preceptos del Decálogo vela
nuestra facultad de percepción de la realidad, y de este modo no nos atrevemos
casi a damos cuenta de que la mayor parte de la Humanidad infringe el cuarto
mandamiento. Tanto en las capas más altas de la sociedad humana, como en las
más bajas, suele posponerse el amor filial a otros intereses. Los oscuros datos
que en la mitología y la leyenda podemos hallar sobre la época primitiva de la
sociedad humana nos dan una idea poco agradable de la plenitud de poder del
padre de la tiranía con que el mismo hacía uso de ella. Cronos devora a sus hijos
y Júpiter castra a su padre[384] y le arrebata el trono. Cuanto más ilimitado era el
poder del padre en la antigua familia, tanto más había de considerar a su hijo y
sucesor como un enemigo, y mayor había de ser la impaciencia del hijo por
alcanzar el poder de la muerte de su progenitor. Todavía en nuestra familia
burguesa suele el padre contribuir al desarrollo de los gérmenes de hostilidad
que las relaciones paterno-filiales entrañan, negando al hijo el derecho de
escoger su camino en la vida o los medios necesarios para emprenderlo. El
médico tiene frecuentísimas ocasiones de comprobar cómo el dolor causado por
la muerte del padre no basta para reprimir la satisfacción de la libertad por fin
alcanzada. Sin embargo, los restos de la potestas patris familias, muy anticuada
ya en nuestra sociedad, son celosamente guardados todavía por todos los padres,
y el poeta que coloca en primer término de su fábula la antiquísima lucha entre
padre e hijo puede estar seguro de su efecto sobre el público. Las ocasiones de
conflicto entre madre e hija surgen cuando esta última, hecha ya mujer,
encuentra en aquélla un obstáculo a su deseada libertad sexual y le recuerda, a su
vez, que para ella ha llegado ya el tiempo de renunciar a toda satisfacción de
dicho género.
Todas estas circunstancias se presentan a nuestros ojos con perfecta
evidencia. Pero como no bastan para explicarnos el hecho de que estos sueños
sean también soñados por personas sobre cuyo amor filial en la actualidad no
cabe discusión, habremos de suponer que el deseo de la muerte de los padres se
deriva también de la más temprana infancia.
Esta hipótesis queda confirmada por el análisis y sin lugar a duda alguna, con
respecto a los psiconeuróticos. Al someter a estos enfermos a la labor analítica,
descubrimos que los deseos sexuales infantiles —hasta el punto de que
hallándose en estado de germen merecen este nombre— despiertan muy
tempranamente y que la primera inclinación de la niña tiene como objeto al
padre, y la del niño, a la madre. De este modo, el inmediato ascendiente del sexo
igual al del hijo se convierte para éste en importuno rival, y ya hemos visto, al
examinar las relaciones paternas, cuán poco se necesita para que este sentimiento
conduzca al deseo de muerte. La atracción sexual actúa también, generalmente,
sobre los mismos padres, haciendo que por un rasgo natural prefiera y proteja la
madre a los varones, mientras que el padre dedica mayor ternura a las hijas,
conduciéndose en cambio ambos con igual severidad en la educación de sus
descendientes cuando el mágico poder del sexo no perturba su juicio. Los niños
se dan perfecta cuenta de tales preferencias y se rebelan contra aquel de sus
inmediatos ascendientes que los trata con mayor rigor. Para ellos, el amor de los
adultos no es sólo la satisfacción de una especial necesidad, sino también una
garantía de que su voluntad será respetada en otros órdenes diferentes. De este
modo siguen su propio instinto sexual y renuevan al mismo tiempo con ello el
estímulo que parte de los padres cuando su elección coincide con la de ellos.
La mayor parte de los signos en que se exteriorizan estas inclinaciones
infantiles suele pasar inadvertida. Algunos de tales indicios pueden observarse
aún en los niños después de los primeros años de su vida. Una niña de ocho
años, hija de un amigo mío, aprovechó una ocasión en que su madre se ausentó
de la mesa para proclamarse su sucesora, diciendo a su padre: «Ahora soy yo la
mamá. ¿No quieres más verdura, Carlos? Anda, toma un poco más». Con
especial claridad se nos muestra este fragmento de la psicología infantil en las
siguientes manifestaciones de una niña de menos de cuatro años, muy viva e
inteligente: «Mamá puede irse ya. Papá se casará conmigo. Yo quiero ser su
mujer». En la vida infantil no excluye este deseo un tierno y verdadero cariño de
la niña por su madre. Cuando el niño es acogido durante la ausencia del padre en
el lecho matrimonial y duerme al lado de su madre hasta que al regreso de su
progenitor vuelve a su alcoba, al lado de otra persona que le gusta menos, surge
en él fácilmente el deseo de que el padre se halle siempre ausente para poder
conservar sin interrupción su puesto junto a su querida mamá bonita, y el medio
de conseguir tal deseo es, naturalmente, que el padre muera, pues sabe por
experiencia que los «muertos», esto es, personas, como, por ejemplo, el abuelo,
se hallan siempre ausentes y no vuelven jamás.
Si tales observaciones de la vida infantil se adaptan sin esfuerzo a la
interpretación propuesta, no nos proporcionan, sin embargo, la total convicción
que los psicoanálisis de adultos neuróticos imponen al médico. La comunicación
de los sueños de este género es acompañada por ellos de tales preliminares y
comentarios, que su interpretación como sueños optativos se hace ineludible.
Una señora llega a mi consulta toda conturbada y llorosa. «No quiero ver más a
mi familia —me dice—. Tengo que causarles horror». A seguidas y casi sin
transición me relata un sueño cuyo significado desconoce. Lo soñó teniendo
cuatro años y su contenido es el siguiente: «Ve andar a un lince o una zorra por
encima de un tejado. Después cae algo o se cae ella del tejado abajo. Luego
sacan de casa a su madre muerta y rompe ella a llorar amargamente». Apenas
expliqué a la sujeto que su sueño tenía que significar el deseo infantil de ver
morir a su madre y que el recuerdo del mismo es lo que la inspira ahora la idea
de que tiene que causar horror a su familia, me suministró espontáneamente
material bastante para un total esclarecimiento. Siendo niña, un golfillo que
había encontrado en la calle se había burlado de ella aplicándole algunas
calificaciones zoológicas, entre las que se hallaba la de «lince», y,
posteriormente, teniendo ya tres años, había sido herida su madre por una teja
que le cayó sobre la cabeza, originándole intensa hemorragia
Durante algún tiempo he tenido ocasión de estudiar con todo detalle a una
niña que pasó por diversos estados psíquicos. En la demencia frenética con que
comenzó su enfermedad mostró una especial repulsión hacia su madre,
insultándola y golpeándola en cuanto intentaba acercarse a su lecho. En cambio,
se mostraba muy cariñosa y dócil para con su hermana, bastante mayor que ella.
A este período de excitación surgió otro más despejado, aunque algo apático y
con grandes perturbaciones del reposo, fase en la que comencé a someterla a
tratamiento y a analizar sus sueños. Gran cantidad de los mismos trataba, más o
menos encubiertamente, de la muerte de la madre. Así, asistía la sujeto al
entierro de una anciana o se reía sentada en la mesa con su hermana, ambas
vestidas de luto. El sentido de estos sueños no ofrecía la menor duda.
Conseguida luego una más firme mejoría, aparecieron diversas fobias, entre las
cuales la que más le atormentaba era la de que a su madre le había sucedido
algo, viéndose incoerciblemente impulsada a retornar a su casa, cualquiera que
fuese el lugar en que estuviese, para convencerse de que aún se hallaba con vida.
Este caso, confrontado con mi experiencia anterior en la materia, me fue
altamente instructivo, mostrándome, como traducción de un tema a varios
idiomas, diversas reacciones del aparato psíquico a la misma representación
estimuladora. En la demencia inicial, dependiente, a mi juicio, del vencimiento
de la segunda instancia psíquica por la primera, hasta entonces reprimida,
adquirió poder motor la hostilidad inconsciente contra la madre. Luego, al
comienzo de la fase pacífica, reprimida la rebelión y restablecida la censura, no
quedó accesible a dicha hostilidad para la realización del deseo de muerte en que
se concretaba, dominio distinto del de los sueños, y, por último, robustecida la
normalidad, creo, como reacción contraria histérica y fenómeno de defensa, la
excesiva preocupación con respecto a la madre. Relacionándolo con este
proceso, no nos resulta ya inexplicable el hecho de que las muchachas histéricas
manifiesten con tanta frecuencia un tan exagerado cariño a sus madres.
En otra ocasión me fue dado penetrar profundamente en la vida anímica
inconsciente de un joven al que la neurosis obsesiva hacía casi imposible la vida,
pues la preocupación de que mataba a todos los que con él se cruzaban le
impedía salir a la calle. Encerrado así en su casa, pasaba el día ordenando los
medios con que le sería posible probar la coartada en caso de ser acusado de
algún asesinato cometido en la ciudad. Excuso decir que se trataba de un hombre
de elevado sentido moral y gran cultura. El análisis —mediante el cual conseguí
una completa curación— reveló, como fundamento de esta penosa
representación obsesiva, el impulso de matar a su padre —persona de extremada
severidad—, sentido conscientemente con horror por nuestro sujeto a la edad de
siete años; pero que, naturalmente, procedía de épocas mucho más tempranas de
su infancia. Después de la dolorosa enfermedad que llevó a su padre al sepulcro,
teniendo ya el sujeto treinta y un años, surgió en él el reproche obsesivo que
adoptó la forma de la fobia antes indicada. De una persona capaz de precipitar a
su padre a un abismo, desde la cima de una montaña, ha de esperarse que no
estimará en mucho la vida de aquéllos a los que ningún lazo le une. Así, pues, lo
mejor que puede hacer es permanecer encerrado en su cuarto.
Según mi experiencia, ya muy repetida sobre estas cuestiones, desempeñan
los padres el papel principal en la vida anímica infantil de todos aquellos
individuos que más tarde enferman de psiconeurosis, y el enamoramiento del
niño por su madre y el odio hacia el padre —o viceversa, en las niñas— forman
la firme base del material de sentimientos psíquicos constituido en dicha época y
tan importante para la sintomática de la neurosis ulterior. Sin embargo, no creo
que los psiconeuróticos se diferencien en esto grandemente de los demás
humanos que han permanecido dentro de la normalidad, pues no presentan nada
que les sea exclusivo y peculiar. Lo más probable sea que sus sentimientos
amorosos y hostiles con respecto a sus padres no hagan sino presentarnos
amplificado aquello que con menor intensidad y evidencia sucede en el alma de
la mayoría de los niños, hipótesis que hemos tenido ocasión de comprobar
repetidas veces en la observación de niños normales. En apoyo de este
descubrimiento nos proporciona la antigüedad una leyenda cuya general
impresión sobre el ánimo de los hombres sólo por una análoga generalidad de la
hipótesis aquí discutida nos parece comprensible.
Aludimos con esto a la leyenda del rey Edipo y al drama de Sófocles en ella
basado. Edipo, hijo de Layo, rey de Tebas, y de Yocasta, fue abandonado al
nacer sobre el monte Citerón, pues un oráculo había predicho a su padre que el
hijo que Yocasta llevaba en su seno sería un asesino. Recogido por unos
pastores, fue llevado Edipo al rey de Corinto, que lo educó como un príncipe.
Deseoso de conocer su verdadero origen, consultó un oráculo, que le aconsejó no
volviese nunca a su patria, porque estaba destinado a dar muerte a su padre y a
casarse con su madre. No creyendo tener más patria que Corinto, se alejó de
aquella ciudad, pero en su camino encontró al rey Layo y lo mató en una disputa.
Llegado a las inmediaciones de Tebas adivinó el enigma de la Esfinge que
cerraba el camino hasta la ciudad, y los tebanos, en agradecimiento, le coronaron
rey, concediéndole la mano de Yocasta. Durante largo tiempo reinó digna y
pacíficamente, engendrando con su madre y esposa dos hijos y dos hijas, hasta
que asolada Tebas por la peste, decidieron los tebanos consultar al oráculo en
demanda del remedio. En este momento comienza la tragedia de Sófocles. Los
mensajeros traen la respuesta en que el oráculo declara que la peste cesará en el
momento en que sea expulsado del territorio nacional el matador de Layo. Mas
¿dónde hallarlo?
h) El sueño de examen.
LA ELABORACIÓN ONÍRICA
T
ODAS las tentativas realizadas hasta el día para solucionar los
problemas oníricos se enlazaban directamente al contenido manifiesto,
esforzándose por extraer de él la interpretación o fundamentar en él,
cuando renunciaban a hallar sentido alguno interpretable, su juicio sobre el
fenómeno objeto de nuestro estudio. Somos, pues, los primeros en partir de un
diferente punto inicial. Para nosotros se interpola, en efecto, entre el contenido
onírico y los resultados de nuestra observación un nuevo material psíquico: el
contenido latente o ideas latentes del sueño que nuestro procedimiento analítico
nos lleva a descubrir. De este contenido latente y no del manifiesto es del que
desarrollamos la solución del sueño. Así, pues, se nos presenta también una
nueva labor que no se planteaba a los autores anteriores: la de investigar las
relaciones del contenido manifiesto con las ideas latentes y averiguar por qué
proceso ha surgido de estas últimas aquel primero.
Las ideas latentes y el contenido manifiesto se nos muestran como dos
versiones del mismo contenido, en dos idiomas distintos, o, mejor dicho, el
contenido manifiesto se nos aparece como una versión de las ideas latentes a una
distinta forma expresiva, cuyos signos y reglas de construcción hemos de
aprender por la comparación del original con la traducción. Las ideas latentes
nos resultan perfectamente comprensibles en cuanto las descubrimos. En
cambio, el contenido manifiesto nos es dado como un jeroglífico, para cuya
solución habremos de traducir cada uno de sus signos al lenguaje de las ideas
latentes. Incurriríamos, desde luego, en error si quisiéramos leer tales signos
dándoles el valor de imágenes pictóricas y no de caracteres de una escritura
jeroglífica. Supongamos que tenemos ante nosotros un jeroglífico cualquiera de
los muchos que se publican como pasatiempo. En él vemos una casa sobre cuyo
tejado descansa una barca, y luego, a continuación, una letra y una figura
humana, sin cabeza, corriendo desesperadamente, etc. Ante estas imágenes
podríamos expresar la crítica de que tanto su yuxtaposición como su presencia
aislada son absurdas e insensatas, pues las barcas no anclan nunca sobre los
tejados y un hombre decapitado es incapaz de correr. Asimismo, esta última
figura resulta más grande que la casa, y si el conjunto ha de representar un
paisaje, sobran las letras, que jamás hemos visto surgir espontáneamente en la
Naturaleza. Pero estas objeciones dependen de que formamos sobre el jeroglífico
un juicio equivocado. Así, pues, habremos de prescindir de ellas y adaptarnos al
verdadero carácter de aquél, esforzándose en sustituir cada imagen por una
silaba o una palabra susceptibles de ser representadas por ella. La yuxtaposición
de las palabras que así reuniremos no carecerá ya de sentido, sino que podrá
constituir incluso una bellísima sentencia. Pues bien: el sueño es exactamente
uno de estos jeroglíficos, y nuestros predecesores en la interpretación onírica han
incurrido en la falta de considerar el jeroglífico como una composición pictórica.
De este modo no tenía más remedio que parecerles insensato y sin valor alguno.
A) La labor de condensación.
II
III
IV
VI
B) El proceso de desplazamiento.
Al reunir los ejemplos de condensación onírica antes expuestos, hubimos de
advertir la existencia de otra relación no menos importante. Observamos, en
efecto, que los elementos que se nos revelan como componentes esenciales del
contenido manifiesto están muy lejos de desempeñar igual papel en las ideas
latentes. E inversamente, aquello que se nos muestra sin lugar a dudas como el
contenido esencial de dichas ideas puede muy bien no aparecer representado en
el sueño. Hállase éste como diferentemente centrado, ordenándose su contenido
en derredor de elementos distintos de los que en las ideas latentes aparecen como
centro. Así, en el sueño de la monografía botánica, el centro del contenido
manifiesto es, sin disputa, el elemento «botánico», mientras que en las ideas
latentes se trata de los conflictos y complicaciones resultantes de la asistencia
médica entre colegas, y luego, del reproche de dejarme arrastrar demasiado por
mis aficiones, hasta el punto de realizar excesivos sacrificios para satisfacerlas,
careciendo el elemento «botánica» de todo puesto en este nódulo de las ideas
latentes y hallándose, en todo caso, lejanamente enlazado a él por antítesis, dado
que la Botánica no pudo contarse nunca entre mis aficiones. El nódulo del
«sueño de Safo» antes relatado está constituido por el subir y bajar, el estar
arriba y abajo, mientras que las ideas latentes tratan de los peligros del comercio
sexual con personas de baja condición, de manera que sólo uno de los elementos
latentes aparece incluido en el contenido manifiesto, en el que toma una
injustificada expresión. En el sueño de los coleópteros, cuyo tema es la relación
de la sexualidad con la crueldad, pasa también al contenido manifiesto uno de
los factores latentes —la crueldad—, pero formando parte de un tema distinto y
sin conexión alguna con lo sexual; esto es, arrancado de su contexto primitivo y
convertido así en algo ajeno a él. En el sueño del amigo que es mi tío, la barba
rubia, centro del contenido manifiesto, no muestra relación alguna de sentido
con los deseos de grandeza que vimos constituían el nódulo de las ideas latentes.
Tales sueños nos dan una impresión de desplazamiento. Contrastando con estos
elementos, el sueño de la inyección de Irma nos muestra que los elementos
oníricos pueden también conservar, a través de la elaboración del sueño, el
puesto que ocupaban en las ideas latentes. El descubrimiento de esta nueva
relación, de significado totalmente inconsciente, entre las ideas latentes y el
contenido manifiesto no puede por menos de despertar, al principio, nuestro
asombro. Cuando en un proceso psíquico de la vida normal descubrimos que una
representación determinada ha sido elegida entre varias y ha alcanzado una
especial vivacidad para la conciencia solemos considerar este resultado como
prueba de que la representación victoriosa posee un valor psíquico
particularmente elevado (un cierto grado de interés). Pero advertimos ahora que
este valor de los distintos elementos de las ideas latentes no permanece
conservado —o no es tenido en cuenta— en la elaboración onírica. De cuáles
son los elementos más valiosos de las ideas latentes no cabe dudar un solo
instante, pues nuestro juicio nos lo indica inmediatamente.
Ahora bien: estos elementos esenciales, acentuados por un intenso interés,
pueden ser tratados en la elaboración onírica como si poseyeran un menor valor,
y, en su lugar, pasan al contenido manifiesto otros que poseían seguramente
menos valor en las ideas latentes. Experimentamos en un principio la impresión
de que la intensidad psíquica[401] de las representaciones carece de toda
significación para la selección onírica, rigiéndose ésta únicamente por la
determinación, más o menos multilateral de las mismas. Pudiera creerse que al
sueño manifiesto no pasa aquello que posee mayor importancia en las ideas
latentes, sino tan sólo lo que en ellas se halla múltiplemente determinado.
Pero esta hipótesis no facilita en lo más mínimo la inteligencia de la
formación de los sueños, pues nos resistiremos a creer, en un principio, que los
dos factores indicados —la determinación múltiple y el valor intrínseco—
puedan actuar sino en un mismo sentido sobre la selección onírica, y juzgamos
que aquellas representaciones que en el contenido latente poseen la máxima
importancia habrán de ser también las que con mayor frecuencia retornen en él,
dado que constituyen a manera de centros de los que parten las diversas ideas
latentes.
Y, sin embargo, puede el sueño rechazar estos elementos intensamente
acentuados y multilateralmente sustentados y acoger, en su contenido, otros que
no poseen sino la última de tales dos cualidades.
Para resolver esta dificultad recordaremos otra de las impresiones que
experimentamos al investigar la superdeterminación del contenido manifiesto.
No nos extrañaría que algunos de nuestros lectores hubiesen juzgado ya en dicha
ocasión que la superdeterminación de los elementos del sueño no constituía
ningún descubrimiento de importancia, sino algo natural y esperado. En efecto,
puesto que en el análisis se parte de dichos elementos y se anotan todas las
asociaciones que el sujeto enlaza a cada uno de ellos, no es maravilla ninguna
que en el material de ideas así reunido retornen los mismos con especial
frecuencia. Rechazando desde luego este juicio expondré aquí algo a primera
vista muy análogo: entre las ideas que el análisis nos descubre, hallamos algunas
muy lejanas al nódulo del sueño y que se comportan como interpolaciones
artificiales encaminadas a un determinado fin. Fácilmente descubrimos éste.
Tales ideas establecen un enlace, a veces harto forzoso y rebuscado, entre el
contenido manifiesto y el latente, y si en el análisis excluyésemos estos
elementos, nos encontraríamos con que faltaba a los elementos del sueño no ya
una superdeterminación, sino una determinación suficiente por las ideas latentes.
Llegamos de este modo a la conclusión de que la múltiple determinación,
decisiva para la selección onírica, no es siempre un factor primario de la
elaboración del sueño, sino con frecuencia un resultado secundario de un poder
psíquico que aún desconocemos. De todos modos tiene que ser muy importante
para el paso de los diversos elementos al sueño, pues podemos observar que
cuando no surge espontáneamente y sin ayuda alguna del material onírico es
laboriosamente constituida.
Habremos de pensar, por tanto, que en la elaboración onírica se exterioriza
un poder psíquico que despoja de su intensidad a los elementos de elevado valor
psíquico, y crea, además, por la superdeterminación de otros elementos menos
valiosos, nuevos valores, que pasan entonces al contenido manifiesto. Cuando
así sucede habrán tenido efecto, en la formación del sueño, una transferencia y
un desplazamiento de las intensidades psíquicas de los diversos elementos,
procesos de los que parece ser resultado la diferencia observable entre el texto
del contenido manifiesto y el del latente. El proceso que así suponemos
constituye precisamente la parte esencial de la elaboración de los sueños y le
damos el nombre de desplazamiento. El desplazamiento y la condensación son
los dos obreros a cuya actividad hemos de atribuir principalmente la
conformación de los sueños.
No es, a mi juicio, nada difícil reconocer el poder psíquico que se exterioriza
en los hechos del desplazamiento. Resultado de este proceso es que el contenido
manifiesto no se muestra igual al nódulo de las ideas latentes, no reproduciendo
el sueño sino una deformación del deseo onírico inconsciente. Pero la
deformación onírica nos es ya conocida y la hemos referido a la censura que una
instancia psíquica ejerce sobre otra en la vida mental; y el desplazamiento
constituye uno de los medios principales para la consecución de dicha
deformación. Isfacit cuiprofuit[402]. Podemos, pues, suponer que el
desplazamiento nace por la influencia de dicha censura, o sea de la defensa
endopsíquica[403].
En subsiguientes investigaciones nos ocuparemos del desarrollo e influencia
recíproca de los procesos de desplazamiento, condensación y
superdeterminación dentro de la formación de los sueños, y señalaremos cuál es
el factor dominante y cuál el accesorio. Por el momento nos limitaremos a
indicar una segunda condición que deben cumplir los elementos que pasan al
contenido manifiesto; la de hallarse libres de la censura de la resistencia. Con el
desplazamiento contaremos ya en adelante, para la interpretación onírica, como
un hecho, indiscutible.
o vía
o villa, la segunda palabra, clara, es Sezerno.
o incluso (casa).
O esta otra:
D) El cuidado de la representabilidad.
Tanto ella como su amiga se habían quedado sentadas (giro alemán ‘Sitzen
geblieben’ de sentido equivalente al castellano «quedarse para vestir imágenes»).
La hermana menor, que tiene aún probabilidades de casarse, le alcanza el carbón
«porque no había sabido que iba a durar tanto tiempo». El sueño no nos dice el
qué. En un relato completaríamos nosotros la frase, agregando: la
representación; pero en el sueño tenemos que atender a la expresión verbal en sí
y reconocerla como de doble sentido, añadiendo: «su soltería». La interpretación
«amor secreto» queda entonces confirmada por la mención del primo de la
durmiente, que se halla con su mujer en el patio de butacas, y por las públicas
relaciones amorosas atribuidas a la recién casada. Las antinomias entre amor
secreto y amor público, entre el ardor de la sujeto y la frialdad de la joven
esposa, constituyen el elemento dominante de todo el sueño. En los dos términos
de estas antinomias encontramos, además, a una «persona de elevada posición»
como expresión intermedia entre el aristócrata y el músico, en el que se
fundaban justificadamente grandes esperanzas.
Las observaciones que anteceden nos descubren, por fin, un tercer factor,
cuya participación en la transformación de las ideas latentes en contenido
manifiesto debe estimarse harto importante. Este factor es el cuidado de la
representabilidad por medio del material psíquico peculiar de que el sueño se
sirve, o sea casi siempre por medio de imágenes visuales. Entre las diversas
conexiones accesorias a las ideas latentes esenciales, será preferida aquella que
permita una representación visual y la elaboración onírica no rehuirá el trabajo
de fundir primero en una distinta forma verbal —por desacostumbrada que ésta
sea— la idea abstracta irrepresentable plásticamente, si con ello ha de conseguir
darle una representación y poner término al ahogo psicológico del pensamiento
obstruido. Este vaciado del contenido ideológico en otra forma distinta puede
también ponerse simultáneamente al servicio de la labor de condensación y crear
conexiones, que de otro modo no existirían, con una idea diferente, la cual puede
a su vez haber cambiado de antemano su forma expresiva en favor del mismo
propósito.
Herbert Silberer ha indicado un excelente procedimiento para observar
directamente la transformación de ideas en imágenes que tiene efecto en la
formación de los sueños, y estudiar así aisladamente este factor de la elaboración
onírica. Cuando hallándose fatigado y adormecido se imponía un esfuerzo
mental, le sucedía con frecuencia que la idea buscada se le escapaba y surgía, en
cambio, una imagen en la que podía reconocer una sustitución de la misma.
Silberer da a esta sustitución el calificativo —no muy apropiado— de
«autosimbólica». Quiero reproducir aquí alguno de los ejemplos citados por este
autor, ejemplos sobre los cuales habré de retornar más adelante, a causa de
determinadas cualidades de los fenómenos en ellos observados:
Ejemplo número 1. Pienso en que tengo que suavizar el estilo, un poco
áspero, de algunos párrafos de un artículo.
Símbolo. —Me veo cepillando un trozo de madera.
Ejemplo número 5. Intento hacerme presente el objeto de ciertos estudios
metafísicos, que me propongo emprender.
A mi juicio, la utilidad de tales estudios consiste en que la investigación de
las causas finales va abriendo camino al investigar hasta formas de conciencia o
capas de existencia cada vez más elevadas.
Símbolo. —Introduzco un largo cuchillo por debajo de una tarta como para
servirme un pedazo.
Interpretación. —Mi movimiento con el cuchillo significa el «abrirse
camino» de que en mi pensamiento se trata… La base en que este símbolo se
funda es la siguiente: en la mesa suelo encargarme alguna vez de cortar y servir a
los demás una tarta, utilizando para ello un largo cuchillo flexible, cosa que
requiere cierto cuidado. Sobre todo, resulta difícil extraer limpiamente los
pedazos una vez cortados, y el cuchillo tiene que ser exactamente introducido
por debajo de cada uno de ellos (el lento «abrirse paso» para llegar a los
fundamentos). Pero aún entraña la imagen más amplio simbolismo. La tarta del
símbolo era de aquellas que se hallan compuestas de varias capas de hojaldre,
alternando con otras de dulce, o sea una tarta en la que el cuchillo tiene que
penetrar al cortarla a través de diferentes capas (las capas de la conciencia y el
pensamiento).
Ejemplo número 9. Pierdo el hilo de mis pensamientos en un determinado
proceso mental. Me esfuerzo en volverlo a hallar, pero tengo que reconocer que
el punto de enlace se me ha escapado por completo.
Símbolo. —Un párrafo escrito al que faltan las últimas líneas.
Conociendo el papel que en la vida mental de los hombres cultos
desempeñan los chistes, citas, poesías y proverbios, no ha de extrañarnos que
para la representación de las ideas latentes sean utilizados con gran frecuencia
disfraces de este género. ¿Qué representan, por ejemplo, en un sueño varios
carros cargados cada uno con una legumbre diferente? No es difícil adivinar que
tal imagen expresa el deseo contrario al significado de la frase hecha Kraut und
Rueben que entraña la idea de «revoltijo» y significa, por tanto, «desorden», me
sorprende que este sueño me ha sido comunicado sólo una vez[416]. Sólo para
escasas materias se ha formado un simbolismo onírico de validez general sobre
la base de sustituciones de palabras y alusiones generalmente conocidas. La
mayor parte de este simbolismo es, además, común al sueño, a la psiconeurosis,
a las leyendas y los usos populares.
Un más detenido examen de esta cuestión nos fuerza a reconocer que la
elaboración onírica no realiza con este género de sustituciones nada original.
Para la consecución de su fin —la representabilidad exenta de censura, en este
caso— no hace sino seguir los caminos que encuentra ya trazados de antemano
en el pensamiento inconsciente, prefiriendo aquellas transformaciones del
material reprimido, que pueden llegar también a hacerse conscientes a título de
chistes y alusiones, y de las que aparecen colmadas todas las fantasías de los
neuróticos. De este modo se nos hacen comprensibles las interpretaciones
oníricas de Scherner, cuyo nódulo de verdad defendimos ya en otro lugar de este
libro. Las fantasías sobre el propio cuerpo del sujeto no son, en modo alguno,
privativas ni siquiera características del sueño. Mis análisis me han demostrado,
por el contrario, que constituyen un proceso general del pensamiento
inconsciente de los neuróticos y se derivan de la curiosidad sexual, cuyo objeto
son para el joven o la muchacha los órganos genitales, tanto los del propio sexo
como los del contrario. Pero, como ya lo hacen resaltar muy acertadamente
Scherner y Volkelt, no es la casa el único círculo de representaciones que el
sueño y las fantasías inconscientes de la neurosis utilizan para la simbolización
del cuerpo. Conozco, desde luego, pacientes que han conservado el simbolismo
arquitectónico del cuerpo y de los genitales (el interés sexual sobrepasa con
exceso el terreno de los genitales exteriores), y para los cuales las columnas y los
pilares representan las piernas (como en el Cantar de los cantares); cada puerta,
una de las aberturas del cuerpo («agujero»); las cañerías, el aparato vesical, etc.
Pero también el círculo de representaciones de la vida vegetal o el de la cocina
son empleados para el encubrimiento de imágenes sexuales[417]. En el primero
de estos círculos de representaciones hallamos elaborados ya por los usos del
idioma un precipitado de metáforas de la fantasía, procedentes de las épocas más
antiguas (la «viña» del Señor, la «semilla», el «jardín de la doncella» en el
Cantar de los cantares). Por medio de alusiones, aparentemente inocentes, a las
faenas culinarias pueden también pensarse y soñarse las más repulsivas e íntimas
particularidades de la vida sexual, y la sintomática de la histeria se hace
ininterpretable si olvidamos que el simbolismo sexual puede ocultarse, mejor
que en ningún otro lado, detrás de lo cotidiano e insignificante. El que un niño
neurótico no pueda ver la sangre o la carne cruda o vomite a la vista de los
huevos o de los fideos, y el enorme incremento que toma en el adulto neurótico
el natural temor que al hombre normal inspiran los reptiles; todo ello posee un
sentido sexual, y al servirse de tales disfraces no hace la neurosis más que seguir
los caminos hollados por la humanidad entera en antiguos períodos de
civilización, caminos que, bajo una ligera capa de tierra acumulada por los
siglos, continúan aún existiendo hoy día, como lo prueban los usos del lenguaje,
las supersticiones y las costumbres.
Añadiré aquí el «sueño de las flores», del que ya tratamos en páginas
precedentes, subrayando en su redacción todo lo que debe interpretarse como
sexual. Este bello sueño cesó de gustar a la paciente una vez interpretado.
a) Sueño preliminar: «Va a la cocina, en la que se hallan las dos criadas, y las
regaña por no haber terminado aún de hacer “ese poco de comida”. Mientras
tanto, ve gran cantidad de groseros utensilios de cocina puestos boca abajo a
escurrir y formando un montón». Agregación posterior: «Las dos criadas van por
agua. Para ello tienen que meterse en un río que llega hasta la casa o entra en el
patio[418]».
b) Sueño principal[419]: «Baja de una altura[420] por encima de una singular
pasarela, que es como un seto de mimbres entretejidos formando pequeños
cuadrados[421]. No constituye esto, precisamente, un camino, y la sujeto avanza
preocupada de encontrar sitio en que afirmar sus pies, pero al mismo tiempo
muy contenta de ver que sus vestidos no quedan enganchados en ningún sitio y
puede conservar así un aspecto decente[422]. En la mano lleva una gran
rama[423], como de un árbol, con flores rojas[424] y muy frondosa. En el sueño
cree la sujeto que son flores de cerezo, pero parecen más bien camelias, aunque
éstas no crecen en un árbol. La rama muestra primero una de estas flores, luego
dos y luego otra vez una[425]. Al llegar abajo se han deshojado ya casi por
completo. En esto se ve a un criado que se diría está peinando a un árbol
parecido, pues arranca de él con una madera gruesos mechones de pelo que
cuelgan de su tronco como si fuera musgo. Otros trabajadores han cortado de un
jardín ramas semejantes a la suya y las han tirado a la calle. La gente que pasa
las recoge. Ella pregunta si aquello está bien hecho y si también ella puede coger
una[426]. En el jardín ve a un joven (un extranjero conocido suyo) y se dirige a él,
preguntándole cómo podrán trasplantarse tales ramas a su propio jardín[427]. El
joven la abraza, pero ella se resiste y le pregunta cómo se le ocurre pensar que
puede abrazarla así. Él dice que no es ninguna falta y que está permitido. Se
declara dispuesto a ir con ella al otro jardín para enseñarla cómo se hace el
trasplante, y le dice algo que ella no comprende: Me faltan, además, tres metros
—luego dice ella: metros cuadrados— o tres brazas de fondo. Es como si
quisiera exigir algo de ella a cambio de su anuencia, como si tuviera la intención
de compensarse en su jardín o burlar alguna ley y aprovecharse sin causarle a
ella ningún perjuicio[428]. No sabe si luego le enseña él realmente algo».
Este sueño que yo he adelantado para mostrar sus elementos simbólicos, se
le puede describir como biográfico. Sueños así ocurren frecuentemente durante
el psicoanálisis, pero tal vez escasamente fuera de él[429].
Poseo, naturalmente, material sobrado de este género, pero su comunicación
nos haría adentrarnos demasiado en la discusión de las circunstancias de las
neurosis. Baste decir que todo nos lleva a la misma conclusión: la de que no
necesitamos admitir en la elaboración onírica especial actividad simbolizante del
alma, pues el sueño se sirve de simbolizaciones que ya se hallan contenidas en el
pensamiento inconsciente, dado que por escapar a la censura satisfacen, tanto
por su representabilidad como ampliamente, tales simbolizaciones todas las
exigencias de la formación de los sueños.
I
Cuando más nos ocupamos de la interpretación de los sueños, más obligados
nos vemos a reconocer que la mayoría de los soñados por sujetos adultos
elaboran un material sexual y dan expresión a deseos eróticos. Sólo aquellos
investigadores que analizan verdaderamente los sueños, esto es, los que penetran
desde el contenido manifiesto hasta el latente, pueden formarse un juicio sobre
esta cuestión, nunca aquellos otros que se limitan a examinar el contenido
manifiesto (por ejemplo, Näcke en sus trabajos sobre los sueños sexuales).
Afirmaremos, pues, desde ahora, que este hecho no constituye sorpresa ninguna
para nosotros, sino que coincide perfectamente con los fundamentos de nuestra
explicación de los sueños. Ningún instinto ha tenido que soportar, desde la
infancia, tantas represiones como el instinto sexual en todos sus numerosos
componentes[462], y de ningún otro perduran tantos y tan intensos deseos
inconscientes, que actúan luego durante el estado de reposo provocando sueños.
En la interpretación onírica no deberá, pues, olvidarse nunca esta importancia de
los complejos sexuales, aunque, naturalmente, sin exagerarla hasta la
exclusividad.
Una cuidadosa interpretación nos permitirá reconocer muchos sueños como
bisexuales, o sea susceptibles de una segunda solución en la que realizan
tendencias homosexuales, contrarias a la actividad sexual normal del sujeto. Pero
el que todos los sueños hayan de ser interpretados bisexualmente, como
pretenden W. Stekel[463] y Alf. Adler[464], me parece una generalización tan
indemostrable como inverosímil. No puede olvidarse que existen numerosos
sueños que satisfacen necesidades distintas de las eróticas. Así, los de hambre,
sed, comodidad, etc. También las análogas afirmaciones de que detrás de todo
sueño se descubre «la cláusula de la muerte» (Stekel) y que todo sueño muestra
una «progresión desde la línea femenina a la masculina» (Adler) me parecen
transgredir los límites de lo permitido a la interpretación onírica. La afirmación
de que todos los sueños reclaman una interpretación sexual, que tanta oposición
ha despertado y en derredor de la cual han surgido tantas polémicas, es ajena a
mí y no aparece en ninguna de las seis ediciones publicadas hasta ahora de La
interpretación de los sueños, hallándose, en cambio, visiblemente contradicha
por varios pasajes de la misma.
Lo que sí hemos afirmado y podríamos confirmar con numerosos ejemplos a
más de los ya expuestos, es que los sueños de apariencia singularmente inocente
dan cuerpo casi siempre a groseros deseos eróticos. Asimismo muchos sueños de
aspecto indiferente, en los que a primera vista no observamos nada de particular,
quedan referidos, después del análisis, a impulsos optativos indudablemente
sexuales y a veces de naturaleza inesperada. Nadie supondría, por ejemplo, antes
de la interpretación, que el sueño siguiente encerrase un deseo sexual. «Entre dos
magníficos palacios —relata el sujeto— y un poco hacia el fondo, hay una casita
cuyas puertas están cerradas. Mi mujer me conduce por el trozo de calle que va
hasta la casita y empuja la puerta. Entonces penetro yo rápida y fácilmente en el
interior de un estrecho patio en cuesta arriba».
Toda persona algo experimentada en la traducción de sueños recordará en
seguida que el penetrar en espacios estrechos y el abrir puertas son símbolos
sexuales muy corrientes, y reconocerá sin esfuerzo este sueño como la
representación de una tentativa de coito more ferarum entre dos magníficos
palacios (entre las nalgas del cuerpo femenino). El patio en cuesta arriba es,
naturalmente, la vagina y el auxilio que en el sueño presta al sujeto su mujer nos
fuerza a la interpretación de que en realidad es sólo la consideración que la
misma merece lo que le retiene de intentar con ella la realización del coito.
Informaciones posteriores nos muestran que el mismo día del sueño había
entrado a servir en casa del sujeto una criada joven que le había agradado,
dándole, además, la impresión de que no habría de negarse a tal intento. La
casita entre los dos palacios es una reminiscencia del Hradshin, de Praga, y
alude, al mismo tiempo, a la criada de referencia, natural de dicha ciudad.
II
Cuando hago resaltar ante mis pacientes la frecuencia del sueño de Edipo, en
el que realiza el sujeto el coito con su propia madre, suelen contestarme que no
recuerdan haber tenido nunca tal sueño, pero inmediatamente surge en ellos el
recuerdo de otro, irreconocible e indiferente, que han soñado repetidas veces, y
el análisis muestra que se trata de un sueño del mismo contenido; esto es, de un
sueño de Edipo. Podemos afirmar que los sueños de este género que se presentan
bajo un disfraz cualquiera son infinitamente más frecuentes que los sinceros, o
sea aquellos que muestran directamente al sujeto en comercio sexual con su
madre[465].
Existen sueños de paisajes o localidades en los que aparece, además,
intensamente acentuada, la seguridad de habernos encontrado ya otra vez en
aquellos lugares. (Este déjà vu posee una especial significación-1914.) El lugar
de que en ellos se trata es siempre el órgano genital materno. Realmente, de
ningún otro lugar podemos afirmar con tanta seguridad «habernos encontrado ya
en él». Una sola vez ha llegado a hacérseme difícil esta interpretación ante el
sueño en que un neurótico obsesivo visitaba una vivienda en la que ya había
estado dos veces. Pero hube de recordar que algún tiempo antes me había
relatado este paciente que una noche que su madre le acogió en su lecho,
teniendo él seis años, aprovechó la ocasión para introducir un dedo en los
genitales de la durmiente.
Un gran número de sueños, con frecuencia angustiosos, cuyo contenido es el
avanzar a través de estrechísimos espacios o hallarnos sumergidos en el agua,
aparecen basados en fantasías referentes a la vida intrauterina —la permanencia
en el seno materno y el nacimiento—. Reproduciré aquí uno de estos sueños,
soñado por un joven, el cual aprovecha en su fantasía la ocasión que le ofrece su
situación para espiar un coito de sus padres.
«Se encuentra en un profundo foso, en el que se abre una ventana como en el
túnel de Semmering. A través de ella ve al principio un paisaje desierto y
compone luego en él un cuadro, que resulta, en el acto, presente. Este cuadro
representa una tierra de labor profundamente removida por el arado, y el
hermoso ambiente, la idea de trabajo aplicado y los terrenos negroazules, le
producen una impresión de serena belleza. Después ve abierto ante él una
Pedagogía… y se asombra de que se conceda en ella tanta atención a los
sentimientos sexuales (del niño), cosa que le hace pensar en mí».
He aquí un bello sueño de agua, soñado por una paciente mía y que fue
objeto de un particular aprovechamiento en la cura:
«Se encuentra en su residencia veraniega, junto al lago de…, y se arroja al
agua oscura allí donde la pálida luna se refleja en ella».
Los sueños de este género son sueños de nacimiento y llegamos a su
interpretación invirtiendo el hecho comunicado en el contenido manifiesto, o sea
en lugar de arrojarse al agua, salir del agua; esto es, ser parido[466]. El lugar del
que se nace queda reconocido en cuanto pensamos en el caprichoso sentido que
en francés se da a la lune. La pálida luna es el blanco trasero del que el niño
supone haber salido. ¿Mas, qué puede significar el que la paciente desee «nacer»
en su residencia veraniega? Interrogada, me responde sin vacilar: «¿Acaso el
tratamiento no me ha dejado como si hubiera nacido de nuevo?» De este modo
se convierte el sueño en una invitación a continuar el tratamiento en su
residencia estival, o sea a visitarla allí. Por último, contiene, quizá, también, una
tímida indicación de su deseo de ser madre[467].
De un trabajo de E. Jones tomamos el siguiente sueño de nacimiento y su
interpretación: «La sujeto se hallaba a la orilla del mar vigilando a un niño —al
parecer, su hijo— que andaba por el agua. Poco a poco va el niño entrando mar
adentro y metiéndose más en el agua, hasta no dejar fuera sino la cabeza, que la
sujeto ve moverse de arriba abajo sobre la superficie. Luego se transforma la
escena en el hall, lleno de gente, de un hotel. Su marido la abandona y ella entra
en conversación con un desconocido».
La segunda mitad del sueño se reveló sin dificultad, en el análisis, como la
representación de los hechos de abandonar a su marido y entrar en relaciones
íntimas con una tercera persona. La primera constituía una clara fantasía del
nacimiento. Tanto en los sueños como en la mitología queda representada la
salida del niño del líquido amniótico por un acto contrario, o sea por su
inmersión en el agua. Conocidos ejemplos de esta representación son, entre otros
muchos, los nacimientos de Adonis, Osiris, Moisés y Baco. La emersión e
inmersión de la cabeza del niño, en el sueño, recuerdan inmediatamente a la
sujeto la sensación de los movimientos del feto, experimentada durante su único
embarazo. La imagen del niño metiéndose en el mar despierta en ella una
ensoñación en la que, después de sacarle del agua, le lleva a una habitación, le
lava, le viste y le conduce luego a su casa.
La segunda mitad del sueño representa, como ya indicamos, pensamientos
referentes a la fuga del hogar conyugal, la cual se halla relacionada con la
primera mitad de las ideas latentes. La primera mitad corresponde al contenido
latente de la segunda, o sea a la fantasía del nacimiento. Además de la inversión
antes mencionada, tienen efecto otras varias en cada una de las dos mitades del
sueño. En la primera entra el niño en el agua y después mueve la cabeza; en las
ideas latentes correlativas surgen primero tales movimientos y después
abandona el niño el agua (una doble inversión). En la segunda, la abandona su
marido; en las ideas latentes le abandona ella.
Abraham relata otro sueño de nacimiento, soñado por una señora joven,
próxima a su primer alumbramiento. De un cierto lugar del piso de su cuarto
parte un canal que va directamente al agua (agua del nacimiento, líquido
amniótico). La sujeto abre una trampa que hay en el suelo y ve surgir una figura
vestida con una piel oscura y semejante a una foca. Al quitarse la piel, resulta ser
el hermano menor de la sujeto, para con el cual ha desempeñado ésta el papel de
madre.
En toda una serie de casos ha demostrado Rank que los sueños de nacimiento
se sirven de igual simbolismo que los de estímulo vesical. El estímulo erótico es
representado en ellos como vesical y la estratificación de sus significados
corresponde a una serie de cambios de sentido, por los que el símbolo ha pasado
desde la época infantil.
Podemos retornar aquí el tema del papel que los estímulos orgánicos
perturbadores del reposo desempeñan en la formación de los sueños, tema que
antes dejamos interrumpido (véase página 399). Los sueños constituidos bajo
tales influencias no se limitan a mostrarnos claramente la tendencia a la
realización de deseos y el carácter de sueños de comodidad, sino que presentan
muchas veces un simbolismo por completo transparente, pues no es nada raro
que nos haga despertar un estímulo cuya satisfacción simbólicamente disfrazada
ha sido ya intentada inútilmente. Esto se aplicable a los sueños de polución y a
los provocados por la necesidad de evacuar la vejiga o el intestino. El singular
carácter de los sueños de polución nos permite desenmascarar directamente
determinados símbolos sexuales reconocidos ya como típicos, pero aún muy
discutidos, sin embargo, y nos convence, además, de que algunas situaciones
oníricas, aparentemente inocentes, no son sino el preludio simbólico de una
escena groseramente sexual, la cual no llega, sin embargo, casi nunca a una
representación directa sino en los sueños de polución, relativamente raros,
transformándose, en cambio, con frecuencia, en un sueño de angustia que
conduce igualmente a la interrupción del reposo.
El simbolismo de los sueños de estímulo vesical es especialmente
transparente y ha sido adivinado desde muy antiguo. Hipócrates suponía ya que
los sueños en que el sujeto veía surtidores y fuentes indicaban algún trastorno de
la vejiga (H. Ellis). Schemer estudió también la diversidad del simbolismo del
estímulo vesical y afirmó ya que «el intenso estímulo vesical queda siempre
transformado en excitación de la esfera sexual y en formaciones simbólicas
correspondientes… El sueño de estímulo urinario es también, con frecuencia, el
representante del sueño sexual».
O.Rank, cuyas observaciones en su trabajo sobre «la estratificación de
símbolos en el sueño provocado por un estímulo que acaba interrumpiendo el
reposo» hemos seguido aquí, ha hecho muy verosímil la atribución de una gran
cantidad de sueños de estímulo vesical a un estímulo sexual que intenta
satisfacer primero por el camino de la regresión a la forma infantil del erotismo
uretral. Especialmente instructivos son aquellos casos en los que el estímulo
urinario así constituido conduce a la interrupción del reposo y a la evacuación de
la vejiga, no obstante lo cual continúa luego el sueño, exteriorizando ya entonces
su necesidad en imágenes eróticas no encubiertas[468].
De un modo totalmente análogo encubren los sueños de estímulo intestinal el
simbolismo correspondiente y confirman simultáneamente la conexión de los
conceptos oro y excrementos, de la cual testimonian también numerosos datos de
la psicología de los pueblos. «Así, una mujer que se halla sometida a tratamiento
médico a causa de una perturbación intestinal, sueña con un avaro que entierra
su tesoro cerca de una chocita de madera semejante a aquéllas en que es situado
el retrete en las casas aldeanas Un segundo fragmento de este sueño muestra a la
sujeto limpiándole el trasero a su hija, una niña pequeña que se ha ensuciado».
A los sueños de nacimiento se agregan sueños de salvamento. Salvar a
alguien, sobre todo extrayéndolo del agua, es equivalente a parir, cuando es una
mujer quien lo sueña, y modifica este sentido cuando es un hombre. (Nota de
1911: Véase un sueño de este género en el trabajo de Pfister: Ein Fall von
psychoanalytischer Seelsorge und Seelenheilung. Evangelische Freiheit, 1909.)
Sobre el símbolo de «salvar», véase mi conferencia «El porvenir de la terapia
psicoanalítica» (Zentralbatt f. Psychoanalyse, número 1, 1910) y el ensayo
titulado «Aportaciones a la psicología de la vida erótica. I. Sobre un tipo especial
de la elección de objeto en el hombre» (Jahrbuch, f. Ps., tomo I, año 1910)[469].
Los ladrones, los asaltantes nocturnos y los fantasmas de los que se siente
miedo antes de acostarse y con los que luego se sueña a veces, proceden de una
misma reminiscencia infantil. Son los visitantes nocturnos que han despertado al
niño para ponerle en el orinal y evitar que mojase la cama o han levantado
cuidadosamente las sábanas para observar la posición de sus manos durante el
reposo. En el análisis de algunos de estos sueños de angustia he logrado que el
sujeto reconociese la persona del visitante. El ladrón era, casi siempre,
representación del padre, y los fantasmas correspondían más bien a personas
femeninas vestidas con el largo camisón de dormir.
F) Algunos ejemplos. El cálculo y el discurso oral en el sueño.
Antes de situar el cuarto de los factores que rigen la formación de los sueños
en el lugar que le corresponde, quiero comunicar algunos de los ejemplos por mí
reunidos que esclarezcan la acción conjunta de los otros tres factores hasta el
momento examinados, aporten pruebas de afirmaciones anteriormente
consignadas y permitan deducir conclusiones incontrovertibles. En la exposición
de la elaboración onírica que venimos desarrollando, nos ha sido muy difícil
demostrar por medio de paradigmas la exactitud de nuestras deducciones. Los
ejemplos correspondientes a cada uno de los principios establecidos, sólo dentro
de la totalidad de un análisis onírico conservan toda su fuerza probatoria.
Separados de su contexto, pierden casi por completo su atractivo. Pero una
interpretación total —aunque no sea muy profunda— adquiere en seguida
amplitud más que suficiente para hacer perder al lector el hilo de la cuestión a
cuyo esclarecimiento se la destinaba. Este motivo técnico explica y disculpa que
acumulemos ahora una gran cantidad de casos y ejemplos, cuyo único lazo de
unión es su general relación con el texto del apartado precedente.
Comenzaremos con algunos ejemplos de formas de representación extrañas o
poco corrientes. Una señora sueña lo que sigue: «La criada está subida en una
escalera, como para limpiar los cristales de la ventana, y tiene a su lado un
chimpancé y un gato de Gorila (luego rectifica: de Angora). Al acercarse la
sujeto, coge la criada aquellos animales y se los arroja. El chimpancé se abraza a
ella, haciéndole experimentar una gran sensación de repugnancia». Este sueño
alcanza su objeto por un medio extraordinariamente sencillo; esto es, tomando
en sentido literal, y representándola conforme al mismo, una corriente expresión
figurada. La palabra «mono» es, en efecto, a más de un nombre zoológico, un
insulto usual, y la escena del sueño no significa otra cosa que ir arrojando
insultos a diestro y siniestro. En mi colección de sueños existen, como veremos,
otros muchos ejemplos del empleo de este sencillo artificio por la elaboración
onírica.
Muy análogamente procede este otro sueño: «Una mujer con un niño de
cráneo singularmente mal conformado. La sujeto ha oído que este defecto
obedece a la posición que el niño ocupó en el seno materno. El médico dice que
por medio de una compresión podía corregirse la deformidad, aunque corriendo
el peligro de dañar el cerebro del niño. La sujeto piensa que tratándose de un
chico tiene menos importancia tal defecto». Este sueño contiene la
representación plástica del concepto abstracto impresiones infantiles, oído por la
sujeto en las explicaciones relativas a su tratamiento.
En el ejemplo siguiente adopta la elaboración onírica un camino algo
distinto. El sueño contiene el recuerdo de una excursión al lago de Hilmteich,
cerca de Graz: «Fuera hace un tiempo horrible. El hotel es malísimo; las paredes
chorrean agua y las camas están húmedas». (La última parte del contenido
aparece en el sueño menos directamente de lo que aquí la exponemos.) El
significado de este sueño es superfluo (ueberjluessig). La elaboración onírica
hace tomar forzadamente un sentido equívoco a este concepto abstracto,
contenido en las ideas latentes, sustituyéndolo por rebosante (ueberfliessend) o
descomponiéndolo en ueber-fluessig (super-líquido o más líquido) y lo
representa luego por medio de una acumulación de impresiones análogas: agua
fuera (un tiempo horrible); agua chorreando en las paredes y agua(humedad) en
las camas; todo líquido y más que líquido (jluessig und ueber jluessig). No
podemos extrañar que la representación onírica relegue a la ortografía a segundo
término, ateniéndose en el primero a la similicadencia para el cumplimiento de
sus fines, pues la rima nos da ya un ejemplo de tales libertades. En un extenso
sueño de una muchacha, muy penetrantemente analizado por Rank, va la sujeto
paseando por entre los sembrados y corta bellas espigas de cebada y de trigo.
Luego ve venir a un joven amigo suyo y procura evitar encontrarse con él. El
análisis muestra que se trata de un «beso inocente». (Ein Kuss in Ehren = un
beso inocente; ein Kuss in Aehren = un beso entre las espigas.) Las espigas, que
no deben ser arrancadas, sino cortadas, sirven en este sueño, y tanto por sí
mismas como por su condensación con honor (Ehre) y honras (Ehrungen) para
la representación de toda una serie de otros pensamientos.
Hay, en cambio, otros casos en los que el sueño ve extraordinariamente
facilitada la representación de sus ideas latentes por el idioma, el cual pone a
disposición toda una serie de palabras usadas primitivamente en sentido concreto
y ahora en sentido abstracto. El sueño no tiene entonces más que devolver a
estas palabras su anterior significado o avanzar un poco más en su
transformación de sentido. Ejemplos: un individuo sueña que su hermano se
halla encerrado en un baúl. En la interpretación queda sustituido el baúl por un
armario (Schrank) y la idea latente correlativa revela ser la de que su hermano
debiera restringir sus gastos (sich einschraenken); literalmente, «estrecharse,
meterse dentro de un armario». Otro sujeto sube en su sueño a una montaña,
desde la cual descubre un panorama extraordinariamente amplio. El análisis nos
muestra que el sujeto se identifica de este modo con un hermano suyo, editor de
una revista (Rundschau) que se ocupa de nuestras relaciones con los países del
Lejano Oriente, o sea con el hombre que pasa revista al espacio que le rodea
(Rundschauer).
En la novela de G. Keller, ‘Der Grüne Heinrich’, se relata un sueño: ‘un
brioso caballo iba y venía por una hermosa pradera de avena, cada grano de la
cual estaba formado por almendra, uva y una moneda nueva de un penique…
todo envuelto en seda roja y atado con un trozo de cerda’. El autor (o soñante)
nos da una inmediata interpretación de este cuadro onírico; el caballo sintiendo
una agradable cosquilla gritaba: ‘Der Hafer sticht mich’ (‘me pica la avena’, que
en el uso idiomático significa: ‘la prosperidad me ha echado a perder’).
Las primitivas sagas nórdicas hacen, según Henzen, abundantísimo empleo
de estos sueños de frase hecha o juego de palabras, hasta el punto de no
encontrarse en ellas casi ninguno que no contenga un equívoco o un chiste.
La reunión de tales formas de representación y su ordenamiento conforme a
los principios en que se basan constituiría una labor especial. Muchas de estas
representaciones podrían ser calificadas de chistosas, y experimentamos la
impresión de que no hubiésemos logrado nunca solucionarlas si el sujeto mismo
no nos las hubiese explicado.
1. Un individuo sueña que le preguntan un nombre del que le resulta
imposible acordarse, por más esfuerzos que hace. El sujeto mismo nos da la
interpretación siguiente: Esto no puede ocurrírseme ni en sueños (1911).
He mencionado ‘cuidado de la representabilidad’ como uno de los factores
que influencian la formación de sueños. En el proceso de transformar un
pensamiento en una imagen visual se evidencia una facultad especial del soñante
y un analista raramente se iguala en seguirlo con su adivinación. Por lo que será
de real satisfacción si la percepción intuitiva del soñante —creador de estas
representaciones— es capaz de explicar su significado. (Nota que precedía a los
sueños 2, 3 y 4 en el trabajo de 1911: ‘Nachträge zur Traumdeutung’, que ha
sido incorporado a ‘La interpretación de los sueños’. Nota del E.)
2. Una paciente relata un sueño cuyos personajes eran todos de proporciones
gigantescas. Esto quiere decir —añade— que se trata de un suceso de mi
temprana infancia, pues claro es que entonces tenían que parecerme grandísimas
las personas adultas que me rodeaban. La propia persona de la sujeto no aparecía
en el contenido manifiesto de este sueño.
El retorno a la infancia es expresado también, en otros casos, por la
conversión del tiempo en espacio, y las personas y escenas de que se trate se nos
muestran entonces situadas a gran distancia de nosotros, al final de un largo
camino o como si las contemplásemos a través de unos gemelos vueltos al revés
(1911).
3. Un individuo que gusta de expresarse en formas abstractas e
indeterminadas, hallándose, por lo demás, dotado de un vivo ingenio, sueña,
dentro de un más amplio contexto, que se encuentra en una estación y ve llegar
un tren. Pero luego presencia cómo el andén es acercado al tren, el cual
permanece inmóvil, absurda inversión de la realidad. Este detalle es un indicio
de que en el contenido latente hay también algo invertido. El análisis nos
conduce, en efecto, al recuerdo de un libro de estampas, en una de las cuales se
veían varios hombres andando cabeza abajo sobre las manos (1911).
4. Este mismo sujeto nos relata, en otra ocasión, un breve sueño, cuya
técnica recuerda la de los jeroglíficos. «Va en automóvil con su tío, el cual le da
un beso». La interpretación, que no hubiéramos hallado nunca si el sujeto no nos
la hubiese proporcionado inmediatamente después de su relato, es «auto-
erotismo». En la vida despierta hubiéramos podido dar idéntica forma a un chiste
elaborado con los mismos materiales (1911).
5. El sujeto hace salir de detrás de una cama a una señora. Interpretación:
Leda la preferencia (juego de palabras ; hervorziehen = hacer salir; Vorzug =
preferencia) (1914).
6. El sujeto se ve vestido con uniforme de oficial y sentado a una mesa
enfrente del kaiser: se sitúa en contraposición a su padre (1914).
7. El sujeto somete a tratamiento médico a una persona que padece una
fractura (Knochenbruch = rotura de un hueso). El análisis revela esta fractura
como representación de un adulterio (Ehebruch = rotura del matrimonio)
(1914).
8. Las horas representan, con frecuencia, en los sueños, épocas de la vida
infantil del sujeto. Así, en uno de los casos por mí observados, las seis menos
cuarto de la mañana representaban la edad de cinco años y tres meses, en la que
tuvo efecto, la vida del sujeto, el importante suceso del nacimiento de un
hermanito (1914).
9. Otra representación de fechas de la vida del sujeto: Una mujer se ve en
compañía de dos niñas, cuyas edades se diferencian en un año y tres meses. La
sujeto no recuerda familia ninguna conocida en la que se dé tal circunstancia,
pero luego interpreta por sí misma la escena onírica diciendo que las dos niñas
son representaciones de su propia persona, y que la diferencia de edad entre ellas
existente corresponde al intervalo que separó los dos importantes sucesos
traumáticos de su infancia (uno cuando tenía tres años y medio y otro al cumplir
cuatro años y nueve meses) (1914).
10. No es de extrañar que las personas sometidas a tratamiento psicoanalítico
sueñen frecuentemente con las circunstancias del mismo y expresen en sus
sueños las ideas y esperanzas que en ellos despierta. La imagen elegida para
representar la cura es, generalmente, la de un viaje, casi siempre en automóvil;
esto es, en un vehículo complicado y nuevo. La velocidad del automóvil,
contrastando con la lentitud del tratamiento psicoanalítico, proporciona a las
burlas del sujeto un amplio campo en el que explayarse. Cuando lo inconsciente
tiene que hallar representación en el sueño, a título de elemento de las ideas de la
vigilia, encuentra una apropiada sustitución en lugares subterráneos, los cuales
representan, en otros casos exentos de toda relación con la cura psicoanalítica,
los genitales femeninos o el seno materno. «Abajo» constituye muchas veces en
el sueño una referencia a los genitales, y «arriba», en contraposición, al rostro, la
boca o el pecho. La elaboración onírica simboliza generalmente con animales
salvajes los instintos apasionados —del soñador o de otras personas— que
infunden temor al sujeto, o sea, con un mínimo desplazamiento, las personas
mismas a que dichos instintos corresponden. De aquí a la representación del
temido padre por animales feroces, perros o caballos salvajes —representación
que nos recuerda el totemismo— no hay más que un paso. Pudiera decirse que
los animales salvajes sirven para representar la libido, temida por el yo y
combatida por la represión. La neurosis misma, o sea la «persona enferma», es
separada con frecuencia de la persona total del sujeto y representada como figura
independiente en el sueño (1919).
11. (H. Sachs.) Por La interpretación de los sueños sabemos que la
elaboración onírica conoce varios caminos para representar sensiblemente una
palabra o un giro verbal. Así, puede aprovechar la circunstancia de ser equívoca
la expresión que ha de representar y utilizar el doble sentido para acoger en el
contenido manifiesto del sueño el segundo significado en lugar del primero,
entrañado en las ideas latentes.
Ejemplo de ello es el breve sueño siguiente, en el que se aprovechan con
gran habilidad, como material de representación, las impresiones diurnas
recientes apropiadas para tal empleo.
Durante el día inmediatamente anterior al sueño me había sentido resfriado y
había decidido acostarme y no abandonar el lecho para nada en toda la noche.
Antes de acostarme estuve recortando y pegando en un cuaderno varios artículos
de periódico con cuidado de colocar cada uno en el lugar que le correspondía. El
sueño me hace continuar esta ocupación en la forma siguiente:
«Me esfuerzo en pegar un recorte en el cuaderno, pero no cabe en la página
(er geht aber nicht auf die Seite), lo cual me causa gran dolor».
En este momento despierto y compruebo que el dolor experimentado en el
sueño perdura como dolor físico real, que me obliga a faltar a mi propósito de
permanecer en el lecho. El sueño, cumpliendo su misión de «guardián del
reposo», me había fingido la realización de dicho deseo con la representación de
la frase er geth aber nicht auf die Seite (frase de doble sentido: «pero no cabe en
la página» y «pero no tiene que levantarse») (1914).
Puede decirse que la elaboración onírica se sirve, para la representación de
las ideas latentes, de todos los medios que encuentra a su alcance, aparezcan o
no lícitos a la crítica del pensamiento despierto, exponiéndose, de este modo, a
las burlas y a la incredulidad de todos aquellos que sólo de oídas conocen la
interpretación de los sueños, sin haberla ejercido nunca. La obra de Stekel
titulada El lenguaje de los sueños contiene gran número de ejemplos de este
género, pero evito tomar de ella documento ninguno, porque la falta de crítica y
la arbitrariedad técnica del autor habrían de hacer dudar aun a los lectores más
libres de prejuicios (1919).
12. De un trabajo de V. Tausk, «Los vestidos y los colores al servicio de la
representación onírica» (Int. Zeitschr. f. Ps., A. II, 1914), tomo los siguientes
ejemplos:
a) A. sueña ver a su antigua ama de llaves vestida con un vistoso traje negro
(Luesterkleid) muy ceñido por detrás. Interpretación: Acusa de concupiscente
(luestern) a la mujer de referencia.
b) C. sueña ver, en la carretera de X, a una muchacha rodeada de un blanco
halo de luz y vestida con una blusa blanca.
El soñador había visto su primera escena de amor en dicha carretera y con
una muchacha llamada Blanca.
c) La señora de D. sueña ver al anciano Blasel (un conocido actor vienés
octogenario) vistiendo armadura completa y tendido en un diván. Luego se
levanta, salta por encima de mesas y sillas, se mira al espejo y esgrime su espada
como luchando con un enemigo imaginario.
Interpretación: La sujeto padece una antigua enfermedad de la vejiga.
Durante el análisis permanece tendida en un diván, y cuando se mira al
espejo encuentra que, no obstante sus años y su enfermedad, está aún muy
fuerte. (Der alie Blasel = el anciano Blasel; ein altes Blasenleiden = una antigua
enfermedad de la vejiga; Ruestung = armadura; ruesting = fuerte.)
13. El sujeto sueña que es una mujer próxima a dar a luz y se ve tendido en
la cama. Su estado se le hace muy penoso y exclama: «Preferiría…» (en el
análisis, y después de recordar a una persona que le asistió durante una
enfermedad, agrega: «partir piedras»). A la cabecera de la cama cuelga un mapa
cuyo borde inferior es mantenido tenso por un listón de madera (Holzleiste). El
soñador coge este listón (Leiste) por sus dos extremos y lo arranca de golpe.
Pero en vez de quebrarse por su parte media, como era de esperar, dada la
manera de arrancarlo, queda el listón dividido longitudinalmente en dos. Con
este acto de violencia alivia el sujeto su estado y facilita el parto.
Sin que yo intervenga para nada, interpreta el soñador por sí mismo el
arrancamiento del listón (Leiste) como un acto (Leistung) decisivo, por medio
del cual acaba con su desagradable situación (en la cura) y se liberta de su
disposición femenina… (Strachey ha señalado un trozo omitido por Freud
después de la primera publicación de este sueño: «No se puede hacer ninguna
objeción a la propia interpretación del paciente, pero no lo describiría como
simplemente “funcional” por sus pensamientos oníricos relacionados con su
actitud en el tratamiento. Pensamientos de esta clase sirven de “material” para la
construcción de sueños como ninguna otra cosa. Es difícil de ver por qué los
pensamientos de una persona en análisis no se relacionan con su conducta
durante el tratamiento. En el sentido de Silberer la distinción entre fenómeno
“material” y “funcional”, es de importancia solamente cuando —como en las
bien conocidas autobservaciones de Silberer al quedarse dormido— hay una
alternativa entre la atención del sujeto dirigida sea a una parte del contenido del
pensamiento presente, o sea, a su propio y actual estado físico, y no cuando el
estado en sí constituya el contenido de sus pensamientos». [Adición del E.]) La
absurda rotura del listón en sentido longitudinal queda explicada por el sujeto
mediante el recuerdo de que la duplicación de un objeto y su destrucción son un
símbolo de la castración. Ésta es representada con gran frecuencia en el sueño
por medio de la presencia de dos símbolos del pene, o sea, por una tenaz
antítesis optativa. La ingle (Leiste) es una región del cuerpo próxima a los
genitales. Concretando su interpretación, dice luego el sujeto que el significado
de su sueño es el de que vence la amenaza de castración que ha provocado su
disposición femenina[470] 349.
14. En un análisis que hube de llevar a cabo en francés se presentó la labor
de interpretar un sueño en el que el sujeto me vio convertido en elefante.
Naturalmente, le pregunté cómo había llegado a representarme bajo tal forma.
La respuesta fue: Vous me trompez (Usted me engaña). (Tomper = engañar;
trompe = trompa) (1919).
La elaboración onírica consigue representar frecuentemente un muy árido
material —por ejemplo: nombres propios—, utilizando de un modo harto
forzado relaciones muy lejanas. En uno de mis sueños me ha encomendado el
viejo Brücke un trabajo. Compongo un preparado y extraigo de él algo que
parece un trozo de papel de plata todo arrugado. (De este sueño nos ocupamos
más adelante con mayor detalle.) Después de buscar mucho, asocio la palabra
Staniol (hoja de estaño) y veo que me refiero a Stannius, autor de una obra muy
estimable sobre el sistema nervioso de los peces. El primer trabajo científico que
mi maestro me encomendó se refería, realmente, al sistema nervioso de un pez,
al ammocoetes, nombre imposible de representar plásticamente.
No quiero dejar de incluir aquí un sueño de singular contenido, muy notable
también como sueño infantil y fácilmente solucionado en el análisis. Una señora
nos hace el siguiente relato: «Recuerdo que siendo niña soñé repetidas veces que
Dios usaba un puntiagudo gorro de papel. Por aquella época infantil me solían
poner, durante las comidas, un gorro semejante, que me tapaba la vista por los
lados, para quitarme la costumbre de mirar lo que les servían a mis hermanos y
protestar en caso de desigualdad. Como me habían dicho que Dios lo sabía y lo
veía todo, mi sueño no podía significar sino que también yo me enteraba de todo,
a pesar del gorro con que trataban de impedírmelo».
El examen de los números y los cálculos que aparecen en nuestros sueños
nos muestran muy instructivamente el mecanismo de la elaboración onírica y
cómo maneja ésta el material con que labora, o sea las ideas latentes. Los
números soñados son considerados además por la superstición vulgar como
especialmente significativos y prometedores. Elegiré, pues, algunos ejemplos de
este género entre los de mi colección:
I
Sueño de una señora poco tiempo antes de la terminación de su tratamiento:
«Quiere pagar algo. Su hija le coge del bolsillo 3 florines 65 céntimos. Pero
ella le dice: ‘¿Qué haces? No cuesta más de veintiún céntimos’». Mi
conocimiento de las circunstancias particulares de la sujeto me dio la explicación
de este sueño sin necesidad de más amplio esclarecimiento. Se trataba de una
señora extranjera, que tenía a una hija suya en un establecimiento pedagógico en
Viena y podía continuar acudiendo a mi consulta mientras su hija permaneciese
en él. El curso y, por tanto, el tratamiento terminaba dentro de tres semanas. El
día del sueño le había indicado la directora del establecimiento la conveniencia
de dejar en él a su hija un año más. Esta indicación había despertado en la sujeto
la idea de que siendo así podría ella prolongar a su vez por un año el tratamiento.
A esto se refiere, indudablemente, el sueño, pues un año es igual a 365 días,
mientras que las tres semanas que faltan para el final del curso y el del
tratamiento pueden sustituirse por 21 días (aunque no por otras tantas horas de
tratamiento). Las cifras que en las ideas latentes se referían a espacios de tiempo
quedan referidas, en el contenido manifiesto, a cantidades de dinero, no sin
quedar expresado simultáneamente un sentido más profundo, pues time is
money, el tiempo vale dinero, 365 céntimos son 3 florines 65 céntimos. La
pequeñez de las cantidades incluidas en el sueño constituye una abierta
realización de deseos. El deseo ha disminuido el coste de su tratamiento y el de
los estudios de su hija.
II
IV
II
III
En el ejemplo que sigue sorprendemos ya a la elaboración onírica en la
voluntaria creación de un absurdo, para el que no ofrece pretexto ninguno el
material dado. Trátase del sueño provocado por mi encuentro con el conde de
Thun en la estación de ferrocarril (pág. 473-9).
«Voy en un coche de un caballo, y digo al cochero que me lleve a una
estación. Luego, contestando a no sé qué objeción que el cochero me opone,
como si hubiese ya retenido demasiado tiempo sus servicios y se hallase
fatigado, añado: ‘Por la vía no puedo ir con usted’. Al decir esto me parece como
si hubiera recorrido ya en el coche una distancia que se acostumbra recorrer en
ferrocarril». Sobre esta absurda y embrollada escena nos suministra el análisis
las siguientes aclaraciones: aquella tarde hube de tomar un coche de un caballo
para ir a una apartada calle de Dornbach. El cochero ignoraba la situación de tal
calle; pero, como es costumbre del oficio, en lugar de preguntarme el camino
echó a andar a la aventura, hasta que, dándome cuenta de lo que sucedía, le
indiqué la ruta que había de seguir, no sin hacerle de paso algunas observaciones
irónicas. Partiendo de la persona de este cochero, se forma una concatenación de
ideas que me conduce hasta la del aristócrata al que después encontré en la
estación. Me limitaré por ahora a indicar que la afición de los aristócratas a guiar
sus carruajes, sustituyendo al cochero, es cosa que despierta en nosotros,
plebeyos burgueses, cierta extrañeza. El conde de Thun dirige también el carro
(coche) del Estado austríaco. La frase inmediata del sueño se refiere a mi
hermano, al que identifico, por tanto, con el cochero de mi historia. Este año he
debido suspender, como otras veces, mi viaje por Italia. («Por la vía no puedo ir
con usted».) Mi negativa ha sido una especie de castigo por haberse quejado de
que llegaba a fatigarse (circunstancia que pasa el sueño sin modificación
ninguna), en mi afán de no dejar de ver nada interesante, obligándole a correr
todo el día de un lado para otro. Mi hermano salió conmigo aquella tarde para
acompañarme a la estación; pero poco antes de llegar se bajó del coche para
tomar el tranvía de Purkersdorf, sin atender mi indicación de que podía
acompañarme un rato más, tomando el mismo tren que yo y yendo en él hasta la
mencionada localidad. El sueño refleja estos hechos en la circunstancia de que
«he recorrido en el coche una distancia que se acostumbra recorrer en
ferrocarril», pero invierte la realidad, pues lo que yo había dicho a mi hermano
era «que el recorrido que iba a hacer en tranvía podía hacerlo conmigo en el
tren». Toda la confusión del sueño proviene de que sustituyo en él el «tranvía»
por el «coche», sustitución que favorece, por otro lado, la identificación de mi
hermano con el cochero. De todo esto resulta algo totalmente disparatado y que
parece imposible desembrollar, llegando casi a constituir una contradicción a una
frase mía anterior. («Por la vía no puedo ir con usted».) Pero teniendo en cuenta
la dificultad de confundir un coche con un tranvía, habremos de deducir que la
confusión y el absurdo de toda esta enigmática historia han sido voluntariamente
producidos.
Mas ¿con qué objeto? Descubrimos ya cuál es la significación de la
absurdidad del sueño y por qué motivos es permitida o creada. En el caso que
nos ocupa hallamos para este problema la solución siguiente: necesito que mi
sueño entrañe un absurdo y algo incomprensible, relacionado con el hecho de ir
en un vehículo (fahren), porque entre las ideas latentes hay un determinado
juicio que demanda representación. En casa de aquella sociable e ingeniosa
señora, que en otra escena del mismo sueño aparece convertida en «ama de
llaves», me fueron planteadas una noche dos adivinanzas, que no conseguí
resolver. Todas las demás personas presentes las conocían ya, y rieron de mis
inútiles esfuerzos por desentrañarlas. Hallábanse basadas, respectivamente, en el
doble sentido de las palabras Nachkommen («nachkommen», verbo «seguir,
venir detrás»; Nachkommen, sustantivo, «descendencia») y Vorfahren
(«Vorfahren», verbo, «ir a algún lado con el coche[478]»; Vorfahren, sustantivo,
«antepasados»), y su texto era el siguiente:
El dueño lo manda,
el cochero lo hace;
todos lo tenemos;
descansa en la tumba.
El dueño lo manda;
el cochero lo hace;
no todos lo tenemos;
descansa en la cuna.
IV
V
Otro sueño absurdo, que maneja cifras:
«Uno de mis conocidos, el señor M., ha sido atacado en un artículo nada
menos que por el propio Goethe. Todos reconocemos la injusticia de tan violento
ataque, pero, como es natural, dada la personalidad del atacante, ha quedado M.
totalmente aniquilado, y se lamenta con gran amargura ante varias personas
reunidas en torno de una mesa. Sin embargo, no ha disminuido su veneración por
Goethe. Intento aclarar las circunstancias de tiempo, que me parecen
inverosímiles. Goethe murió en 1832. Por tanto, su ataque tiene que ser anterior
a esta fecha, y M. debía de ser por entonces muy joven. Me parece plausible que
tuviera unos dieciocho años. Mas no sé con seguridad en qué año estamos, y de
este modo mi cálculo se hunde en las tinieblas. El ataque a M. se halla contenido
en un artículo de Goethe titulado Naturaleza».
Sin gran dificultad encontramos los medios de justificar la insensatez de este
sueño. M., al que conocí en una comida, me pidió hace poco que reconociera a
su hermano mayor, el cual presentaba síntomas de perturbación mental,
dependiente de una parálisis progresiva. Durante mi visita se desarrolló una
desagradable escena, en la que el enfermo me reveló, sin que yo le diese motivo
ni ocasión para dio, las faltas de su hermano, aludiendo a su disipada juventud.
En este reconocimiento pregunté al paciente la fecha de su nacimiento y le hice
verificar luego algunos pequeños cálculos para investigar el grado de
debilitación de su memoria, pruebas que sostuvo aún satisfactoriamente.
Advierto ya que me conduzco en mi sueño como un paralítico. (No sé con
seguridad en qué año estamos.) Otra parte del material del sueño procede de una
segunda fuente. Un amigo mío, director de una revista médica, había acogido en
ella abrumadora crítica contra el último libro de mi amigo Fl., de Berlín. El
autor de esta crítica era un joven nada capacitado aún para enjuiciar obras
científicas de importancia. Creyéndome con cierto derecho a intervenir en el
asunto, escribí al director de la revista, el cual me contestó que sentía mucho
haberme disgustado con la inserción de aquella crítica, pero que no podía poner
remedio ninguno al hecho consumado. En vista de esto, le notifiqué mi decisión
de no colaborar más en su publicación, esperando, sin embargo, que lo sucedido
no influiría para nada en nuestras relaciones personales. La tercera fuente de
este sueño reside en el relato que de la enfermedad de su hermano me había
hecho pocos días antes una paciente mía. Dicho individuo había tenido un ataque
de locura frenética en el cual exclamó a grandes gritos: ¡Naturaleza!
¡Naturaleza! Los médicos habían opinado que tal exclamación provenía del
ensayo de Goethe así titulado y constituía una indicación del exceso de trabajo
que había pesado sobre el enfermo en sus estudios. Por mi parte, me parecía más
plausible dar a dicha palabra el sentido sexual en que suele ser empleada
corrientemente, y el hecho de que el infeliz enfermo atentara poco después
contra su integridad física, mutilándose los genitales, pareció darme la razón.
Cuando sufrió el primer ataque de locura tenía este individuo dieciocho años.
Teniendo en cuenta que el libro de mi amigo tan duramente criticado («Llega
uno a preguntarse si es la obra de un loco o somos nosotros los que hemos
perdido la razón», manifiesta otro crítico) trata de las circunstancias temporales
de la vida y refiere la duración de la vida de Goethe a un múltiplo de una
cantidad de significación biológica, resulta fácil deducir que mi sueño me sitúa
en el lugar de mi amigo. (Intento aclarar las circunstancias de tiempo.) Pero me
conduzco como un paralítico y el sueño cae en el absurdo. Esto quiere decir que
en las ideas latentes existe el siguiente juicio irónico: «Naturalmente, es él quien
está loco, y vosotros sois unos genios que sabéis mucho de estas cosas. ¿No será
más bien al revés?» Esta inversión aparece ampliamente representada en él
contenido del sueño: Goethe ha atacado a un hombre actualmente joven, lo cual
es absurdo, mientras que a cualquier joven literato actual le es posible criticar
duramente al inmortal escritor. En el sueño calculo tomando como punto de
partida el año de la muerte de Goethe, mientras que en mi visita al paralítico le
hice calcular partiendo del año de su nacimiento.
He prometido anteriormente demostrar que ningún sueño es animado sino
por sentimientos egoístas. Voy, pues, a justificar el que en este caso haga mío el
pleito de mi amigo, sustituyéndome a él. El convencimiento crítico de mi
pensamiento despierto no basta para justificar tal sustitución. Pero la historia del
infeliz enfermo de dieciocho años y la diferente interpretación de sus
exclamaciones —«¡Naturaleza! ¡Naturaleza!»— alude a la oposición en la que
mi aserto de la existencia de una etiología sexual de las psiconeurosis me ha
colocado con respecto a la mayoría de los médicos. Puedo, en efecto, decirme:
«También contra ti se han dirigido y continuarán dirigiéndose duras críticas
como las que han acogido el libro de tu amigo». De este modo puedo yo sustituir
en las ideas latentes la tercera persona singular por la primera plural y decir
«nosotros» en lugar de «él». «Sí, tenéis razón; somos dos locos». La mención del
breve ensayo de Goethe titulado Naturaleza —tan extraordinariamente bello—
me advierte que mea res agitur, pues su lectura en una conferencia de educación
popular fue lo que me decidió a emprender el estudio de las ciencias naturales:
VI
II
Un caso análogo: uno de mis pacientes tiene un sueño que le parece muy
interesante, pues en cuanto despierta se dice: «Esto tengo que contárselo al
doctor». Al analizar este sueño hallamos clarísimas alusiones a unas relaciones
amorosas iniciadas por el sujeto durante su tratamiento y de las que se había
propuesto no contarme nada[481].
III
IV
VI
VII
VIII
«La sujeto ve un desierto y en él tres leones, uno de los cuales está riendo;
pero no siente miedo ninguno. Sin embargo, debe de haber salido luego
huyendo, pues quiere trepar a un árbol; pero encuentra que su prima, la profesora
de francés, está ya arriba, etc».
El análisis nos proporciona el material siguiente: el motivo —indiferente—
del sueño ha sido una frase de su composición de inglés: la melena es el adorno
del león. Su padre llevaba una frondosa barba que enmarcaba su rostro como una
melena. La profesora que le daba lección de inglés se llamaba mis Lyons (lions-
leones). Un conocido suyo le había mandado las Baladas, de Loewe (Loew-
león). Así, pues, son éstos los tres leones de su sueño. ¿Por qué habría de sentir
miedo de ellos? Ha leído una historia en la que un negro, perseguido por haber
incitado a otros a rebelarse, se refugia en un árbol huyendo de una trama de
feroces mastines que siguen sus huellas. Luego surgen diversos recuerdos
chistosos, como el de una receta para cazar leones, publicada en la revista
humorística Fliegende Blaetter: «Se toma un desierto, se cierne la arena y los
leones quedan en el cedazo»; y el de la anécdota de un empleado al que se
reprochaba mostrar poco interés en conquistarse el favor de su jefe, y que
respondió: «No, también yo he intentado trepar por la cucaña de la adulación,
pero cuando quise hacerlo ya había otra arriba». Todo este material se nos hace
comprensible cuando averiguamos que el día del sueño había recibido la sujeto
la visita del jefe de su marido, el cual se mostró muy cortés con ella y le besó la
mano. Pero la señora no le tuvo miedo ninguno (no mostró la menor cortedad), a
pesar de saber que su visitante era un animal considerable (un personaje
importante) y uno de los más admirados leones («elegantes») de la pequeña
ciudad en que vivía. Este «león» puede, por tanto, compararse al del Sueño de
una noche de verano, de Shakespeare, que despojado de su máscara, resulta ser
Sung, el carpintero, e idénticamente sucede con todas las demás fieras que el
sueño nos muestra y ante las que no experimentamos temor alguno.
II
III
I) La elaboración secundaria.
Llegamos, por fin, a la exposición del cuarto de los factores que participan
en la formación de los sueños.
Prosiguiendo la investigación del contenido manifiesto en la forma antes
iniciada, o sea inquiriendo en las ideas latentes el origen de aquellos fenómenos
que atraen nuestra atención en dicho contenido, tropezamos con elementos para
cuyo esclarecimiento precisamos de una hipótesis totalmente nueva.
Recuérdense los casos en que, sin dejar de soñar, nos asombramos o indignamos
de un fragmento del mismo contenido manifiesto. La mayor parte de estos
sentimientos críticos del sueño no van dirigidos contra el contenido manifiesto,
sino que demuestran ser partes del material onírico tomadas de él y
adecuadamente utilizadas. Así nos lo han probado con toda claridad los ejemplos
correspondientes. Pero hay algo que no consiente tal derivación y para lo que no
encontramos en el material onírico elemento ninguno correlativo. ¿Qué significa,
por ejemplo, el juicio crítico «Esto no es más que un sueño», tan frecuente
dentro del sueño mismo? Es ésta una verdadera crítica del sueño, idéntica a la
que pudiera desarrollar nuestro pensamiento despierto. En algunas ocasiones no
constituye sino un elemento precursor del despertar, y en otras, más frecuentes,
aparece, a su vez, precedida de un sentimiento displaciente, apaciguado luego al
comprobar que no se trata sino de un sueño. La idea: «No es más que un sueño»,
dentro del sueño mismo, tiende a disminuir la importancia de lo que el sujeto
viene experimentando y conseguir así que tolere una continuación. Sirve, pues,
para adormecer a cierta instancia, que en el momento dado tendría motivos más
que suficientes para intervenir y oponer su veto a la prosecución del sueño. Pero
es más cómodo seguir durmiendo y tolerar el sueño, «porque no es más que un
sueño». Imagino que esta despreciativa crítica surge cuando la censura —nunca
totalmente adormecida— se ve sorprendida por un sueño que ha logrado forzar
el paso. No pudiendo ya reprimirlo, sale al encuentro de la angustia o del
displacer que la sorpresa ha provocado, con la observación indicada. Trátase,
pues, de una manifestación de esprit d’escalier por parte de la censura psíquica.
Tenemos aquí una evidente demostración de que no todo lo que el sueño
contiene procede de las ideas latentes, pues existe una función psíquica no
diferenciare de nuestro pensamiento despierto, que puede proporcionar
aportaciones al contenido manifiesto. La interrogación que se nos plantea es la
de si se trata de algo excepcional o si la instancia psíquica que ejerce la censura
participa también regularmente en la formación de los sueños.
Esto último es, indudablemente, lo cierto. No puede negarse que la instancia
censora, cuya influencia no hemos reconocido hasta aquí sino en restricciones y
omisiones observadas en el contenido manifiesto, introduce también en el mismo
ciertas interpolaciones y ampliaciones. Estas interpolaciones son con frecuencia
fácilmente reconocibles, pues aparecen tímidamente expuestas, siendo iniciadas
con un «como sí», no poseen muy elevada vitalidad y son siempre incluidas en
lugares en los que pueden servir de enlace entre dos fragmentos del contenido
manifiesto o para la consecución de una coherencia entre dos partes del sueño.
Muestran, además, menor consistencia mnémica que las derivaciones legítimas
del material onírico, y cuando el sueño sucumbe al olvido son lo primero que
desaparece, hasta el punto de que, a mi juicio, nuestra frecuente observación de
que hemos soñado muchas cosas, pero no hemos retenido sino algunos
fragmentos dispersos, obedece precisamente a la rápida desaparición de estas
ideas aglutinantes. Cuando realizamos un análisis completo descubrimos tales
interpolaciones por la ausencia en las ideas latentes de material que a ellas
corresponda. Pero después de una minuciosa investigación podemos afirmar que
es éste el caso menos frecuente. La mayor parte de las veces nos es posible
referir tales ideas interpoladas a un material dado en las ideas latentes, pero a un
material que ni por su valor propio ni por superdeterminación podía aspirar a ser
acogido en el sueño. La función psíquica cuya actuación en la elaboración de los
sueños examinamos ahora, no parece elevarse a creaciones originales, sino muy
en último extremo, y utiliza, mientras le es posible, aquellos elementos del
material onírico que resultan adecuados a sus fines.
Pero lo que caracteriza y delata a esta parte de la elaboración onírica es su
tendencia. Esta función procede, en efecto, como maliciosamente afirma el
poeta[497] que proceden los filósofos; esto es, tapando con sus piezas y
remiendos las soluciones de continuidad del edificio del sueño. Consecuencia de
esta labor es que el sueño pierde su primitivo aspecto absurdo e incoherente y se
aproxima a la contextura de un suceso racional. Pero no siempre corona el éxito
estos esfuerzos. Existen muchos sueños así construidos que parecen a primera
vista irreprochablemente lógicos y correctos; parten de una situación posible, la
continúan por medio de variaciones libres de toda contradicción y la conducen
—aunque con mucho menor frecuencia— a una conclusión adecuada. Estos
sueños son los que han sido objeto de más profunda elaboración por la función
psíquica análoga al pensamiento despierto; parecen poseer un sentido; pero este
sentido se halla también a mil leguas de su verdadera significación. Si los
analizamos, nos convencemos de que es en ellos en los que la elaboración
secundaria maneja con mayor libertad el material dado y respeta menos las
relaciones del mismo. Son éstos sueños que, por decirlo así, han sido
interpretados ya una vez antes que en la vigilia los sometiéramos a la
interpretación. En otros sueños no ha conseguido avanzar esta elaboración
tendenciosa sino hasta cierto punto, hasta el cual se muestran entonces
coherentes, haciéndose después disparatados o embrollados y volviendo luego, a
lo mejor, a elevarse por segunda vez hasta una apariencia de comprensibilidad.
Por último, hay también sueños en los que falta por completo esta elaboración y
se nos muestran como un desatinado montón de fragmentos de contenido.
No quisiéramos negar perentoriamente a este cuarto poder estructurador del
sueño que pronto se nos revelará como algo ya conocido en realidad —es el
único de los cuatro factores de la elaboración onírica con el que ya nos hallamos
familiarizados—; no le quisiéramos negar, repetimos, la capacidad de aportar al
sueño creaciones originales. Pero, desde luego, podemos afirmar que su
influencia se manifiesta predominantemente, como la de los otros tres, en la
selección del material onírico de las ideas latentes. Existe un caso en el que la
labor de aplicar al sueño una especie de fachada le resulta ahorrada casi
totalmente por la preexistencia en las ideas latentes de tal formación. Estas
formaciones, dadas ya de antemano en las ideas latentes, son las que conocemos
con el nombre de fantasías, y equivalen a aquellas otras, productos del
pensamiento despierto, a las que calificamos de ensoñaciones o sueños
diurnos[498] (Tagträume). El papel que en nuestra vida anímica desempeñan no
ha sido aún completamente determinado por los psiquiatras. M. Benedikt ha
iniciado un estudio muy prometedor, a mi juicio, sobre él. Por otra parte, la
significación de los sueños diurnos no ha escapado a la certera y penetrante
mirada del poeta: recordemos la descripción que de ellos hace un personaje
secundario de El nabab, de Daudet. El estudio de las psiconeurosis nos conduce
al sorprendente descubrimiento de que estas fantasías o sueños diurnos
constituyen el escalón preliminar de los síntomas histéricos, por lo menos de
toda una serie de ellos. Estos síntomas no dependen directamente de los
recuerdos, sino de las fantasías edificadas sobre ellos. La frecuencia de las
fantasías diurnas nos ha facilitado el conocimiento de estas formaciones; pero,
además de tales fantasías conscientes, existen otras —numerosísimas— que por
su contenido y su procedencia de material reprimido tienen que permanecer
inconscientes. Una más minuciosa investigación de los caracteres de estas
fantasías diurnas nos muestra con cuánta justicia se les ha dado el mismo
nombre que a nuestros productos mentales nocturnos, o sea el de sueños.
Comparten, en efecto, con los sueños nocturnos gran número de sus cualidades
esenciales, y su investigación nos habría podido proporcionar el acceso más
immediate y fácil a la comprensión de los mismos.
Como los sueños, son estas ensoñaciones realizaciones de deseos: tienen en
gran parte como base las impresiones provocadas por sucesos infantiles y sus
creaciones gozan de cierta benevolencia de la censura. Examinando su
construcción, comprobamos que el motivo optativo que ha actuado en su
producción ha revuelto el material de que se hallan formadas y ha constituido
luego con él, ordenándolo en forma diferente, una nueva totalidad. Con relación
a las reminiscencias infantiles a las que se refieren, son lo que algunos palacios
barrocos de Roma respecto de las ruinas antiguas cuyos materiales se han
utilizado en su construcción.
En la «elaboración secundaria» del contenido onírico, que hemos atribuido al
cuarto de los factores de la formación de los sueños, volvemos a hallar la misma
actividad que en la creación de los sueños diurnos puede manifestarse
libremente, no coartada por otras influencias. Pudiéramos afirmar sin más
dilación que este nuestro cuarto factor intenta constituir con el material dado
algo como un sueño diurno. Pero en aquellos casos en los que aparece ya
constituido de antemano tal sueño diurno, relacionado con las ideas latentes del
nocturno, se apoderará de él y tenderá a hacerlo pasar al contenido manifiesto.
Existen, pues, sueños que no consisten sino en la repetición de una fantasía
diurna que ha permanecido, quizá, inconsciente. Así, el del muchacho que se ve
conducido por Diomedes en su carro de guerra. La segunda mitad de aquel
sueño, en el que creo el neologismo autodidasker, es asimismo una fiel
reproducción de una fantasía diurna inocente sobre mis relaciones con el
profesor M. De la complicación de las condiciones que el sueño ha de cumplir
en su formación depende el que la fantasía preexistente no constituya —como es
lo más frecuente— sino una parte del sueño, o que sólo un fragmento de la
misma llegue a pasar el contenido manifiesto. De ordinario es manejada
entonces esta fantasía como cualquier otro elemento del material latente, pero
muchas veces continúa constituyendo en el sueño una totalidad. En mis sueños
suelen aparecer fragmen tos que se distinguen del resto por la distinta impresión
que producen. Parecen más fluidos, más coherentes y, sin embargo, más
fugitivos que los demás elementos del mismo sueño, y estos caracteres me
indican que se trata de fantasías inconscientes relacionadas con el sueño y
acogidas por él, pero no me ha sido nunca posible determinarlas. Por lo demás,
estas fantasías son acumuladas, condensadas y superpuestas, del mismo modo
que todos los demás elementos de las ideas latentes. Sin embargo, puede
observarse la existencia de una escala gradual, que va desde el caso en el que
constituyen casi inmodificadas el contenido manifiesto, o, por lo menos, la
fachada del sueño, hasta el caso contrario, en el que no se hallan representadas
en dicho contenido sino por uno de sus elementos o por una lejana alusión al
mismo. En general, el destino de estas fantasías dadas en las ideas latentes
depende de las ventajas que puedan ofrecer para satisfacer las exigencias de la
censura y las imposiciones de la condensación.
Al escoger los ejemplos destinados a ilustrar la interpretación onírica he
procurado eludir en lo posible aquellos sueños en los que desempeñaban un
papel importante las fantasías inconscientes, pues la introducción de este
elemento psíquico hubiera exigido amplias explicaciones sobre la psicología del
pensamiento inconsciente. Pero de todos modos no es posible eludir en estas
materias todo contacto con las «fantasías», pues se trata de formaciones que
pasan muchas veces íntegras al sueño o se transparentan —y éste es el caso más
frecuente— bajo su contenido manifiesto. Expondré, pues, un sueño que aparece
compuesto por dos fantasías contrarias, aunque coincidentes en algunos puntos.
Una de estas fantasías es más profunda que la otra y viene a constituir su
interpretación[499].
El contenido de este sueño —único del que no conservo anotaciones
minuciosas— es aproximadamente el que sigue: El sujeto —un joven soltero—
se halla sentado en un café, al que tiene costumbre de ir todos los días. Varias
personas entran a buscarle; entre ellas, una que quiere prenderle. Dirigiéndose a
sus contertulios, dice: «Me voy. Luego volveré y pagaré». Pero estas palabras
son recibidas con burlas y protestas: «No, no; ya sabemos lo que eso quiere
decir». Uno de los consumidores le grita: «Otro que se va». Luego es conducido
a un estrecho local, en el que se encuentra una mujer con un niño en brazos. Uno
de sus acompañantes dice: «Aquí está el señor Müller». Un comisario de Policía
o un funcionario semejante hojea un montón de documentos y repite mientras
tanto: «Müller, Müller, Müller». Luego le dirige una pregunta, a la que el sujeto
contesta con un «sí». A continuación mira a la mujer que encontró al entrar y ve
que le ha salido una poblada barba.
Los dos componentes de este sueño resultan fácilmente separables. El más
superficial es una fantasía que gira sobre la prisión del sujeto, y nos parece
constituir un producto original de la elaboración onírica. Pero detrás de ella
resulta fácilmente visible el material primitivo, al que la elaboración onírica ha
impuesto una ligera transformación material, que es la fantasía del matrimonio
del sujeto, y los rasgos comunes a ambos productos resaltan con particular
intensidad, como en las fotografías compuestas de Galton. La promesa de volver
a su puesto en la tertulia del café, incrédulamente acogida por los amigos, la
exclamación: «¡Otro que se va!» (que se casa), y el «sí» con el que contesta al
funcionario son detalles fácilmente visibles de la fantasía nupcial. El hojear un
montón de papeles repitiendo una y otra vez el mismo nombre corresponde a un
detalle secundario, pero bien reconocible, de los festejos nupciales; esto es, a la
lectura de los telegramas de felicitación, dirigidos todos a las mismas personas.
Con la presencia personal de la novia en el sueño vence la fantasía nupcial a la
de prisión que la encubre. Un dato proporcionado por el sujeto nos explica
porqué esta novia muestra al final una hermosa barba. Yendo de paseo con un
amigo suyo, tan poco inclinado al matrimonio como él, se habían cruzado con
una preciosa morena. «¡Lástima que a estas mujeres tan morenas —dijo el amigo
— suela salirles luego barba corrida en cuanto pasan de la primera juventud!»
Naturalmente, no faltan en este sueño elementos que han sido objeto de más
profunda deformación. Así, la frase «Luego pagaré» alude a la conducta poco
agradable que algunos suegros observan en el pago de la dote. Vemos claramente
que el sujeto encuentra mil reparos contra el matrimonio, reparos que le impiden
entregarse con gusto a la fantasía nupcial. Uno de estos reparos —el de que al
casarse pierde el hombre su libertad— queda encarnado en la transformación de
la fantasía en una escena de prisión.
El descubrimiento de que la elaboración onírica se sirve con preferencia de
una fantasía preexistente en lugar de crear otra original utilizando el material de
las ideas latentes, nos da la solución de uno de los problemas más interesantes
del sueño. En el apartado IV, capítulo 2, de la presente obra (pág. 364)
expusimos el célebre sueño en el que Maury, golpeado en la nuca por la caída de
una de las varillas que sostenían las cortinas de su cama, ve desarrollarse una
larga serie de escenas de la Revolución francesa. Dada su coherencia y su íntima
relación con el estímulo despertador, insospechado por Maury, nos queda como
única hipótesis posible la de que todo este denso sueño fue compuesto y se
desarrolló en el brevísimo espacio de tiempo transcurrido entre la caída de la
varilla sobre el cuello del sujeto y el despertar provocado por el golpe. No
pudiendo atribuir al pensamiento despierto tal rapidez, hubimos de reconocer a
la elaboración onírica como atributo peculiar una singular aceleración de los
procesos mentales.
Contra esta conclusión, que se hizo pronto popular, han elevado vivas
objeciones autores más modernos (Le Lorrain, Eggers y otros), poniendo en
duda la exactitud de la comunicación de Maury e intentando demostrar que la
rapidez de nuestros rendimientos intelectuales despiertos no es menos de la que
pueda atribuirse a la elaboración onírica. La discusión se desarrolla sobre
problemas de principio que no podemos entrar a examinar aquí. Sin embargo, he
de confesar que la argumentación de Eggers contra el sueño antes citado de
Maury no me ha parecido muy convincente. Por mi parte, propondría la
siguiente explicación de este sueño: ¿Sería muy inverosímil que el sueño de
Maury representase una fantasía conservada en su memoria desde mucho tiempo
antes y despertada —pudiera decirse aludida— en el momento de percibir el
sujeto el estímulo interruptor del reposo? Esta hipótesis hace desaparecer la
dificultad que nos plantea la composición de tan larga y detallada historia en el
brevísimo tiempo de que para ello ha dispuesto el durmiente, pues supone la
preexistencia de la historia completa. Si la varilla hubiese caído sobre el cuello
de Maury hallándose éste despierto, habría quizá provocado la siguiente idea:
«Parece como si me guillotinaran». Pero Maury está dormido, y la elaboración
onírica aprovecha rápidamente el estímulo dado para la producción de una
realización de deseos, como si pensase (claro es que esto debe ser tomado
figuradamente): «He aquí una buena ocasión para dar cuerpo a la fantasía
optativa que en tal o cual épico me inspiró esta o aquella lectura». Que la novela
soñada presenta todas las características de aquellas fantasías que suelen
construir los jóvenes bajo el imperio de poderosas impresiones es cosa, a mi
juicio, indiscutible. ¿Quién no se siente arrastrado —y mucho más siendo
francés e historiador— por las descripciones de los años del Terror, en los que la
aristocracia francesa, flor de la nación, mostró cómo se puede morir con ánimo
sereno y conservar hasta el último momento un sutilísimo ingenio y las más
exquisitas maneras? ¡Y cuán atractivo resulta imaginarse ser uno de aquellos
hombres que besaban sonrientes la mano de sus compañeros de infortunio antes
de subir con paso firme al cadalso, o si la ambición de la fuerza que impulsa
nuestra fantasía a identificarnos con una de aquellas formidables
individualidades que sólo con el poder de sus ideas y de su ardiente elocuencia
se impusieron a la ciudad en la que latía convulsivamente por entonces el
corazón de la Humanidad, enviaron millares de hombres a la muerte con
fervorosa convicción de servir a un elevadísimo ideal e iniciar una completa
transformación de Europa y cayeron a su vez bajo la cuchilla de la guillotina
(Danton, los girondinos)! Un detalle del sueño de Maury —«en medio de una
inmensa multitud»— parece indicar que la fantasía que lo constituye era de este
carácter ambicioso.
Estas fantasías ha largo tiempo preexistentes no se desarrollan
necesariamente durante el reposo en toda su extensión; basta con que sean, por
decirlo así, «preludiadas». Quiero decir con esto lo siguiente: cuando la música
inicia unos compases, cesando en seguida, y alguien comenta, como sucede en el
Don Juan: «Esto es de Las bodas de Fígaro, de Mozart», surge en mí de repente
una plenitud de reminiscencias, de las que por el momento no llega nada hasta la
conciencia. Así, pues, los compases preludiados y la frase a ellos referente
constituyen la chispa que pone simultáneamente en movimiento todas las partes
de un conjunto. Exactamente lo mismo puede muy bien suceder en el
pensamiento inconsciente. El estímulo despertador pone en movimiento la
estación psíquica que abre el acceso a toda la fantasía de la guillotina. Pero esta
fantasía no se desarrollará durante el reposo, sino luego, en el recuerdo del sujeto
despierto. Al despertar recordamos en detalle la fantasía que fue rozada en
conjunto durante el sueño, sin que tengamos medio alguno de comprobar que
recordamos realmente algo soñado.
Esta misma explicación, o sea la de que se trata de fantasías preexistentes,
que son puestas en movimiento como conjuntos por el estímulo despertador,
puede también aplicarse a otros sueños distintos de los orientados hacia dicho
estimulo; por ejemplo, del sueño de batallas soñado por Napoleón antes de
despertar por la explosión de la «máquina infernal». Entre los sueños reunidos
por Justina Zobowolska en su disertación sobre la duración aparente en el
fenómeno onírico me parece el del autor dramático Casimir Bonjour (citado por
Macario, 1857) el más demostrativo. Sentado en un sillón dispuesto entre
bastidores, se preparaba este autor a asistir a la primera representación de una de
sus obras, cuando, vencido por la fatiga, se quedó dormido en el momento de
alzarse el telón. Durante su reposo asistió a la representación de los cinco actos
de que su obra constaba y observó la impresión que cada una de las escenas
producía en el público. Terminado el último acto, oyó encantado cómo
reclamaba el público el nombre del autor y lo recibía con grandes muestras de
entusiasmo. Cuál no sería su sorpresa al despertar en este momento y ver que la
representación no había pasado aún de los primeros versos de la primera escena.
No había, pues, dormido arriba de dos minutos. No parece muy aventurado
afirmar con respecto a este sueño que el desarrollo de los cinco actos de la obra y
la observación de las impresiones que cada escena iba despertando en el público
no necesitan constituir una creación original producida durante el reposo, sino
que puede reproducir una labor anterior de la fantasía en el sentido ya indicado.
Justina Zobowolska hace resaltar con otros autores como un carácter común a
todos los sueños de acelerado curso de representaciones el ser particularmente
coherentes, a diferencia de los demás, y el de que su recuerdo es más bien
sumario que detallado. Estas particularidades serían precisamente las que
habrían de presentar las fantasías preexistentes rozadas por la elaboración
onírica. Pero los autores citados no llegan a deducir esta conclusión. De todos
modos, no quiero afirmar que todos los sueños enlazados con un estímulo
despertador puedan quedar explicados en esta forma, ni que con ello deje de
constituir un problema el curso acelerado de las representaciones en el sueño.
No podemos dejar fuera de esta investigación el examen de las relaciones de
la elaboración secundaria del contenido manifiesto con los demás factores de la
elaboración onírica. ¿Habremos de suponer que los factores de la formación de
los sueños, o sea la tendencia a la condensación, la precisión de eludir la censura
y el cuidado de la representabilidad con los medios psíquicos del sueño,
construyen primeramente con el material dado un contenido manifiesto interino,
que es luego elaborado hasta satisfacer en lo posible las exigencias de una
segunda instancia? Ésta es apenas verosímil. Más bien habremos de aceptar que
las exigencias de dicha instancia plantean desde el principio una de las
condiciones que ha de satisfacer el sueño, y que esta condición ejerce una
influencia inductora y de selección sobre todo el material de las ideas latentes,
del mismo modo que las demás condiciones derivadas de la condensación, la
censura de la resistencia y la representabilidad. Pero de las cuatro condiciones de
la formación onírica es ésta la de exigencias menos imperiosas. La identificación
de esta función psíquica, que lleva a cabo lo que denominamos elaboración
secundaria del contenido manifiesto con la labor de nuestro pensamiento
despierto, resulta del siguiente proceso reflexivo: Nuestro pensamiento despierto
(preconsciente) se conduce, ante cualquier material de percepción, del mismo
modo que la función de que ahora tratamos con respecto al contenido manifiesto.
Es inherente a su naturaleza ordenar dicho material, establecer relaciones e
incluirlo en un contexto inteligible. En esta labor solemos incluso ir más allá de
lo debido. Así, los trucos del prestidigitador nos engañan porque se apoyan en
ésta nuestra costumbre intelectual. Nuestra tendencia a reunir inteligiblemente
las impresiones sensoriales dadas nos hace caer con frecuencia en singularísimos
errores y hasta falsear la verdad del material que a nuestra percepción se ofrece.
Los ejemplos que demuestran este estado de cosas son demasiado conocidos
para que hayamos de reproducirlos aquí nuevamente. En la lectura dejamos
pasar inadvertidas erratas que alteran el sentido y leemos como si éste no
apareciese modificado. Un redactor de un periódico francés apostó que
introduciría, como si fuese una errata, las palabras «por delante» o «por detrás»
en cada una de las frases de un largo artículo y que ningún lector lo notaría, y
ganó la apuesta. En otro periódico hallé hace varios años un cómico ejemplo de
falsa conexión. Después de la famosa sesión de la Cámara francesa en la que
Dupuy puso fin, con la serena frase La séance continue, a la confusión y al
espanto producidos por la explosión de una bomba arrojada por un anarquista al
hemiciclo, fueron citados a declarar, como testigos, los espectadores que asistían
a la sesión desde la tribuna pública. Entre ellos se hallaban dos provincianos que
visitaban por primera vez la Cámara. Uno de ellos, llegado a la tribuna pocos
momentos antes del atentado, declaró que había oído una detonación, pero creyó
que era costumbre del Parlamento disparar una salva cuando un orador
terminaba su discurso. El otro, que había llegado antes y oído ya varios discurso,
expresó el mismo juicio, pero con la variante de haber creído que la salva no se
disparaba sino cuando el orador había obtenido gran éxito con sus palabras.
Así, pues, la instancia psíquica que aspira a hacer comprensible el contenido
manifiesto y lo somete con este fin a una primera interpretación, a consecuencia
de la cual queda más dificultada que nunca su exacta inteligencia, no es otra que
nuestro pensamiento normal. Como ya lo hemos indicado repetidas veces, es
norma regular de la interpretación onírica prescindir en todo caso de la aparente
coherencia que un sueño pueda ofrecernos y seguir siempre, tanto con los
elementos claros como con los confusos, el mismo procedimiento; esto es, la
regresión al material de que han surgido.
Vemos ahora de qué depende esencialmente la gradual escala cualitativa de
los sueños, que va desde la confusión a la claridad, y a la que nos referimos en
páginas anteriores. Nos parecen claras aquellas partes del sueño sobre las que ha
podido actuar la elaboración secundaria, y confusas aquellas otras en las que ha
fallado totalmente la intervención de tal instancia. Dado que las partes confusas
del sueño son también con gran frecuencia las más débilmente animadas,
podemos concluir que también depende en parte de la elaboración secundaria la
mayor o menor intensidad plástica de los diversos productos oníricos.
La conformación definitiva del sueño, tal y como queda estructurado bajo la
acción del pensamiento normal, puede ser comparada a aquellas enigmáticas
inscripciones con las que el semanario humorístico Fliegende Blaetter entretuvo
durante tanto tiempo a sus lectores. Trátase de que una frase vulgar, chistosa o
chocarrera dé la impresión de contener una inscripción latina. Con este fin se
forma, utilizando las letras de que la frase se compone y alterando su reunión en
sílabas, aunque no su primitivo orden de sucesión, una nueva totalidad. Aquí y
allá resultará constituida una verdadera palabra latina, otras nos parecerán
abreviaturas de términos de tal idioma, y, por último, en otros puntos de la
inscripción nos dejaremos engañar por las apariencias y atribuiremos a lagunas
de la misma falta de sentido de algunos de sus fragmentos, en los que no
hallamos sino letras aisladas. Si no queremos caer en la trampa, habremos de
desechar toda idea de que pueda tratarse de una inscripción y atenernos tan sólo
a las letras de que consta, formando con ellas palabras de nuestra lengua.
De los cuatro factores de la elaboración onírica, el de la elaboración
secundaria es el que más frecuentemente ha sido observado y estudiado por los
investigadores. H. Ellis describe con viva plasticidad su función
(«Introducción», página 10):
«Podemos imaginar que las cosas suceden de la forma siguiente. La
conciencia del reposo se dice: Ahí viene nuestra maestra, la conciencia de la
vigilia que tanto valor da a la razón, la lógica, etc. ¡De prisa! ¡Vamos a cogerlo
todo y a ordenarlo como sea antes que llegue a tomar posesión de la escena!»
Delacroix afirma con especial precisión la identidad de esta forma de laborar
con la del pensamiento despierto (pág. 526):
Cette fonction d’interprétation n’est pas particulière au rêve, c’est le même
travail de coordination logique que nous faisons sur nos sensations pendant la
veille.
De esta misma opinión son J. Sully y Justina Zobowolska:
Sur ces successions incohérentes d’hallucinations, l’esprit s’efforce de faire
le même travail de coordination logique qu’il fait pendant la veille sur les
sensations. Il relie entre elles par un lien imaginaire toutes ces images
décousues et bouche les écarts trop grands qui si trouvaient entre elles (pág. 93).
Algunos autores hacen comenzar esta actividad ordenatoria e interpretadora
durante el mismo sueño y continuar luego en la vigilia. Así, Paulhan (pág. 547):
Cependant j’ai suivent pense qu’il pouvait y avoir une certaine déformation
ou plutôt reformation du rêve dans le souvenir… La tendence systématisante de
l’imagination pourrait for bien achever après le reveil ce qu’elle a ébauché
pendant le sommeil. De la sorte, la rapidité réelle de la pensée serait augmenté
en apparence par les perfectionnements dûs à l’imagination éveillée.
Leroy et Zobowolska (pág. 592):
… dans le rêve, au contraire, l’interprétation et la coordination se font non
seulement à t aide des données du rêve, mais encore à l’aide de celles de la
veille…
Como no podía menos de suceder, se ha exagerado la importancia de este
factor de la elaboración onírica, único generalmente reconocido, atribuyéndole la
creación total del sueño, creación que tendría efecto en el momento de despertar,
según opinan Goblot y Foucault, los cuales atribuyen al pensamiento despierto la
facultad de crear el sueño con los pensamientos surgidos durante el reposo.
De esta concepción dice Leroy y Zobowolska: On a cru pouvoir placer le
rêve au moment du reveil et ils ont attribué à la pensée de la veille la fonction de
construire le rêve avec les images présentes dans la pensée du sommetil.
Al estudio de la elaboración secundaria añadiré el de una nueva aportación
de la elaboración onírica, descubierta por las sutiles observaciones de H.
Silberer. Este investigador ha logrado sorprender in fraganti, como ya lo
indicamos en otro lugar, la transformación de ideas en imágenes, forzándose a
una actividad intelectual en ocasiones en las que se hallaba muy fatigado o
medio dormido. En estos casos se le escapaba la idea elaborada y surgía en su
lugar una visión que demostraba ser una sustitución de la idea más abstracta. En
estos experimentos sucedió que la imagen surgida, equivalente a un elemento
onírico, no representaba la idea sometida a la elaboración, sino algo distinto: la
fatiga misma, la dificultad que entrañaba la labor propuesta o el disgusto por
tenerla que llevar a cabo; esto es, el estado subjetivo o la forma funcional de la
persona que se imponía el esfuerzo mental en lugar del objeto de tal esfuerzo.
Silberer dio a este caso, muy frecuente en él, el nombre de «fenómeno
funcional», para diferenciarlo del fenómeno material esperado.
Ejemplo núm. 1.—Estoy tumbado, por la tarde, en el sofá, y casi vencido por
el sueño; pero me esfuerzo en meditar sobre un problema filosófico. Intento
comparar las opiniones de Kant y Schopenhauer sobre el tiempo. Mi
adormecimiento no me permite hacerme presentes simultáneamente ambas
concepciones, como para compararlas sería necesario. Después de varias
tentativas inútiles, consigo hacerme bien presente la teoría kantiana, y creyendo
haberla dejado fuertemente impresa en mi cerebro, paso a la de Schopenhauer
para luego efectuar la comparación. Pero cuando he conseguido evocar los
conceptos de Schopenhauer y quiero iniciar el paralelo, encuentro que las ideas
de Kant se me han vuelto a escapar y resultan estériles todos mis esfuerzos para
rememorarlas. Este inútil esfuerzo para hallar en el acto los conceptos kantianos,
perdidos en cualquier rincón de mi cerebro, se me representan de pronto —tengo
los ojos cerrados— en un símbolo plástico semejante a una imagen onírica:
«Pido un determinado dato a un malhumorado secretario, que, encorvado sobre
una mesa, se niega a atenderme. Luego, incorporándose a medias, me dirige una
mirada de disgusto y repulsa» (pág. 314).
He aquí otros ejemplos del mismo autor referentes al estado intermedio entre
el sueño y la vigilia:
«Ejemplo núm. 2.—Circunstancias: Por la mañana, al despertarme. Me hallo
en un estado de adormecimiento. Reflexiono sobre un sueño de aquella noche y
siento que voy acercándome al estado de conciencia despierta, pero deseo
continuar adormecido.
Escena: Meto un pie en un arroyo, como para atravesarlo; pero lo retiro en
seguida y pienso en renunciar a mi propósito.
Ejemplo núm. 3.—Circunstancias: Quiero permanecer todavía en la cama,
pero sin dormirme.
Escena: Me despido de alguien y quedo en volverle a ver pronto».
Silberer ha observado principalmente el «fenómeno funcional» —la
«representación del estado en lugar de la del objeto»— en el momento de
conciliar el reposo y en el de despertar. Naturalmente, es este último caso el
único importante desde el punto de vista de la interpretación de los sueños. Por
medio de excelentes ejemplos ha mostrado este investigador que los fragmentos
finales del contenido manifiesto de muchos sueños, fragmentos a los que siguen
inmediatamente la interrupción del reposo, representan el propósito o el proceso
mismo del despertar. Representaciones de este género son el acto de atravesar un
umbral, el de salir de una habitación para entrar en otra, el de partir de viaje, el
de volver a casa, el de separarnos de alguien que nos acompaña, el de
sumergirnos en el agua y varios otros. He de observar, sin embargo, que tanto en
mis sueños como en los de otras personas he encontrado los elementos referentes
al simbolismo del umbral con mucha menor frecuencia de lo que las
comunicaciones de Silberer hacen esperar.
No es inverosímil que este «simbolismo del umbral» pueda servir también
para explicar algunos elementos situados en la parte central del contenido
manifiesto, refiriéndolos, por ejemplo, a fluctuaciones de la profundidad del
reposo o a una tendencia a despertar. Pero no conocemos ejemplo ninguno que
pudiera confirmar esta hipótesis. Más frecuentemente parece existir una
superdeterminación: esto es, el hecho de que una parte del sueño que extrae su
contenido material del acervo de ideas latentes quede utilizada, además, para la
representación de un estado de actividad anímica.
El interesantísimo fenómeno funcional de Silberer ha sido causa de grandes
errores —claro está que sin culpa alguna por parte de su descubridor, pues la
antigua tendencia a la interpretación simbólica abstracta de los sueños ha creído
hallar en él un firme apoyo. La predilección por la «categoría funcional» llega
tan lejos en algunos investigadores, que les hace hablar de fenómeno funcional
siempre que en el contenido de las ideas latentes aparecen actividades
intelectuales o procesos sentimentales, aunque este material tiene el mismo
derecho que todo el restante a entrar en el sueño a título de resto diurno.
Hemos de reconocer que los fenómenos de Silberer representan una segunda
aportación del pensamiento despierto a la formación de los sueños, aunque,
desde luego, menos constante y de menor importancia que la designada con el
nombre de «elaboración secundaria». Habríamos visto que una parte de la
atención activa de la vigilia permanece dirigida sobre el sueño durante el estado
de reposo, lo fiscaliza y critica y se reserva el poder de interrumpirlo, y
estuvimos muy próximos a reconocer en esta instancia anímica que permanece
despierta al censor que ejerce una influencia tan intensamente coercitiva sobre la
estructura del sueño. Al estudio de esta cuestión aportan las observaciones de
Silberer el hecho de que en determinadas circunstancias interviene asimismo una
especie de autoobservación que agrega también algo al contenido manifiesto.
Sobre las probables relaciones de esta instancia autoobservadora, que puede
alcanzar, quizá, gran intensidad en cerebros filosóficos, con la percepción
endopsíquica, la manía observadora, la conciencia y el censor onírico, habremos
de tratar en otro lugar[500].
Resumiremos aquí la amplia discusión que llena este larguísimo capítulo
dedicado a la elaboración onírica. Se nos planteó el problema de si el alma
empleaba en la formación de los sueños todas sus facultades, desplegándolas sin
coerción alguna o sólo una parte de las mismas, coartada, además, en su labor.
Nuestras investigaciones nos llevan a rechazar este planteamiento del problema
por considerarlo inadecuado a las circunstancias verdaderas. Pero si hemos de
permanecer sobre el terreno en que la interrogación nos sitúa, habremos de
responder afirmativamente a las dos hipótesis, aparentemente contrarias e
incompatibles, contenidas en ella. La labor anímica que se desarrolla en la
formación de los sueños se divide en dos funciones: establecimiento de las ideas
latentes y transformación de las mismas en contenido manifiesto. Las ideas
latentes son perfectamente correctas y en su formación han intervenido todas
nuestras facultades psíquicas. Pertenecen a nuestro pensamiento preconsciente,
del cual surgen también, mediante cierta transformación, las ideas conscientes.
Pero estos enigmas, por muy interesantes y oscuros que sean, no presentan una
relación especial con el sueño y no tenemos por qué tratar de ellos en conexión
con los problemas oníricos[501]. En cambio, la segunda función de la actividad
mental que transforma las ideas inconscientes en el contenido (atente es peculiar
a la vida onírica y característica de la misma. Esta elaboración onírica
propiamente dicha se aleja del modelo del pensamiento despierto mucho más de
lo que han opinado los investigadores que menos valor han concedido a la
función psíquica en el sueño. No es que sea negligente, incorrecta, olvidadiza e
incompleta en comparación con el pensamiento despierto; lo que sucede es que
constituye algo cualitativamente distinto y, por tanto, nada comparable a él. No
piensa, calcula ni juzga; se limita a transformar. Puede describírsela por entero,
teniendo en cuenta las condiciones a las que su producto tiene que satisfacer.
Este producto —el sueño— ha de ser sustraído, en primer lugar, a la censura, y
con este fin se sirve la elaboración onírica del desplazamiento de las
intensidades psíquicas, hasta lograr la transmutación de todos los valores
psíquicos. La reproducción de las ideas ha de llevarse exclusiva o
predominantemente a cabo por medio de un material de huellas mnémicas
visuales y acústicas, y de esta condición nace para la elaboración el cuidado de
la representabilidad, al que atiende mediante nuevos desplazamientos. Por
último, han de ser creadas (probablemente) intensidades mayores de las que
durante la noche aparecen dadas en las ideas latentes, y a este fin responde la
amplia condensación realizada con los elementos de dichas ideas. Las relaciones
lógicas del material de ideas latentes son poco atendidas, pero encuentran al fin
una oculta representación en particularidades formales de los sueños. Los afectos
de las ideas latentes pasan por transformaciones menos amplias que su contenido
de representaciones. En general, son reprimidos, y cuando permanecen
conservados, quedan separados de las representaciones y reunidos los de igual
naturaleza. Sólo una parte de la elaboración onírica, la superelaboración de
amplitud inconsciente por el pensamiento normal, fragmentariamente despierto,
se adapta a la concepción de la mayoría de los investigadores que nos han
precedido en estos estudios sobre la actividad total de la formación de los
sueños[502].
CAPÍTULO VII
E
NTRE los sueños que me han sido comunicados por otras personas se
encuentra uno que reclama ahora especialmente nuestra atención. Su
verdadera fuente me es desconocida, pues me fue relatado por una
paciente, que lo oyó, a su vez, en una conferencia sobre el sueño y a la que hizo
tal impresión que se apresuró a soñarlo por su cuenta; esto es, a repetir en sus
propios sueños algunos de sus elementos para expresar con esta transferencia
una coincidencia en un punto determinado.
Los antecedentes de este sueño prototípico son como sigue: un individuo
había pasado varios días, sin un instante de reposo, a la cabecera del lecho de su
hijo, gravemente enfermo. Muerto el niño, se acostó el padre en la habitación
contigua a aquélla en la que se hallaba el cadáver y dejó abierta la puerta, por la
que penetraba el resplandor de los cirios. Un anciano, amigo suyo, quedó
velando el cadáver. Después de algunas horas de reposo soñó que su hijo se
acercaba a la cama en que se hallaba, le tocaba en el brazo y le murmuraba al
oído, en tono de amargo reproche: «Padre, ¿no ves que estoy ardiendo?» A estas
palabras despierta sobresaltado, observa un gran resplandor que ilumina la
habitación vecina, corre a ella, encuentra dormido al anciano que velaba el
cadáver de su hijo y ve que uno de los cirios ha caído sobre el ataúd y ha
prendido fuego a una manga de la mortaja.
La explicación de este sueño conmovedor es harto sencilla y fue
acertadamente desarrollada, según me comunica mi paciente, por el
conferenciante. El resplandor entró por la puerta abierta en la estancia donde se
hallaba reposando el sujeto, y al herir sus ojos, provocó la misma conclusión que
hubiera provocado en estado de vigilia; esto es, la de que la llama de un cirio
había producido un fuego en un lugar cercano al cadáver. Es también muy
posible que, antes de acostarse, pensara el padre en la posibilidad de tal suceso,
desconfiando de que el anciano encargado de velar al cadáver pudiera pasar la
noche sin pegar los ojos.
Tampoco nosotros encontramos nada que objetar a esta solución y nos
limitaremos a agregar que el contenido del sueño tiene que hallarse
superdeterminado y que las palabras del niño habrán de proceder de otras
pronunciadas por él en la vida real y enlazadas a circunstancias que hubieron de
impresionar al padre. La queja «estoy ardiendo» pudo muy bien ser pronunciada
por el niño durante su enfermedad bajo los efectos de la fiebre, y las palabras
«¿no lo ves?» habrán de corresponder a otra ocasión cualquiera ignorada por
nosotros, pero seguramente saturada de afecto.
Una vez que hemos reconocido este sueño como un proceso pleno de sentido
y susceptible de ser incluido en la coherencia de la actividad psíquica del sujeto,
podemos dar libre curso a nuestro asombro de que en tales circunstancias, en las
que lo natural parecería que el sujeto despertase en el acto, haya podido
producirse un sueño. Esta circunstancia nos lleva a observar que también en este
sueño se da una realización de deseos. El niño se conduce afectivamente en él
como si aún viviera y advierte por sí propio a su padre de lo sucedido, llegando
hasta su lecho y tocándole en el brazo, como lo hizo probablemente en aquel
recuerdo del que el sueño toma la primera parte de sus palabras. Así, pues, si el
padre prolonga por un momento su reposo es en obsequio de esta realización de
deseos. El sueño quedó antepuesto aquí a la reflexión del pensamiento despierto
porque le era dado mostrar al niño nuevamente en vida. Si el padre hubiera
despertado primero y deducido después la conclusión que le hizo acudir al lado
del cadáver, hubiera abreviado la vida de su hijo en los breves momentos que el
sueño se le presentaba.
Sobre la peculiaridad que en este sueño atrae nuestro interés no puede caber
la menor duda. Hasta ahora nos hemos ocupado predominantemente de
averiguar en qué consiste el sentido oculto de los sueños, por qué camino nos es
dado descubrirlo y cuáles son los medios de que se ha servido la elaboración
onírica para ocultarlos. Los problemas de la interpretación de los sueños
ocupaban hasta aquí el centro de nuestro campo visual; pero en este punto
tropezamos con el sueño antes mencionado, que no plantea a la interpretación
labor ninguna y cuyo sentido aparece dado sin el menor disfraz; pero que, sin
embargo, conserva los caracteres esenciales que tan singularmente distinguen al
fenómeno onírico de nuestro pensamiento despierto. Una vez que hemos agotado
todo lo referente a la labor de interpretación, nos es dado observar cuán
incompleta continúa siendo nuestra psicología del sueño.
Pero antes de dirigir nuestro pensamiento por estos nuevos derroteros
queremos hacer un alto y volver los ojos atrás con objeto de comprobar si en
nuestro camino hasta aquí no hemos dejado inadvertido algo importante, pues no
nos ocultaremos que hemos recorrido ya la parte cómoda y andadera del mismo.
Hasta ahora todos los senderos por los que hubimos de avanzar nos han
conducido, si no me equivoco mucho, a lugares despejados, al esclarecimiento y
a la comprensión total; pero desde el momento en que queremos penetrar más
profundamente en los procesos anímicos que se desarrollan en el sueño, todas
nuestras rutas desembocarán en las tinieblas. Ha de sernos imposible esclarecer
totalmente el sueño como proceso psíquico, pues esclarecer una cosa significa
referirla a otra conocida, y por el momento no existe conocimiento psicológico
ninguno al que podamos subordinar aquellos datos que como base de una
aclaración pudiéramos deducir del examen psicológico del fenómeno onírico.
Por el contrario, nos veremos obligados a establecer una serie de nuevas
hipótesis relativas a la estructura del aparato anímico y al funcionamiento de las
fuerzas que en él actúan, hipótesis que no podemos desarrollar mucho más allá
de su primera conclusión lógica, so pena de ver perderse su valor en lo
interminable. Aun cuando no cometamos falta alguna en nuestros procesos
deductivos y tengamos en cuenta todas las posibilidades lógicamente resultantes,
la probable imperfección de la concatenación de los elementos amenazará echar
por tierra todos nuestros cálculos. La más minuciosa investigación del sueño o
de otra cualquier función aislada no es suficiente para proporcionarnos
deducción alguna sobre la construcción y el funcionamiento del instrumento
anímico, pues para lograr tal resultado habremos de acumular todo lo que un
estudio comparativo de una serie de funciones psíquicas nos demuestre como
constantemente necesario. Así, pues, las hipótesis psicológicas que hemos
extraído del análisis de los procesos oníricos habrán de esperar hasta que puedan
ser agregados a los resultados de otras investigaciones encaminadas a llegar al
corazón del mismo problema partiendo de otros distintos puntos de ataque.
B) La regresión.
Una vez que nos hemos precavido contra las objeciones, o hemos indicado,
por lo menos, cuáles son las armas que para nuestra defensa poseemos, no
debemos aplazar por más tiempo la iniciación de nuestras investigaciones
psicológicas, para las que ya nos hallamos preparados. Ante todo, reuniremos los
resultados principales que hasta ahora nos ha proporcionado nuestra
investigación. El sueño es un acto psíquico importante y completo. Su fuerza
impulsora es siempre un deseo por realizar. Su aspecto, en el que nos es
imposible reconocer tal deseo, y sus muchas singularidades y absurdidades
proceden de la influencia de la censura psíquica que ha actuado sobre él durante
su formación. A más de la necesidad de escapar a esta censura, han colaborado
en su formación una necesidad de condensar el material psíquico, un cuidado de
que fuera posible su representación por medio de imágenes sensoriales y, además
—aunque no regularmente—, el cuidado de que el producto onírico total
presentase un aspecto racional e inteligente. De cada uno de estos principios
parte un camino que conduce a postulados e hipótesis de orden psicológico.
Deberemos investigar la relación recíproca existente entre el motivo optativo y
las cuatro condiciones indicadas, así como las de estas últimas entre sí. Por
último, habremos de incluir al sueño en la totalidad de la vida anímica.
Al principio del presente capítulo hemos expuesto un sueño que nos plantea
un enigma cuya solución no hemos emprendido todavía. La interpretación de
este sueño no nos opuso dificultad ninguna, pareciéndome únicamente que había
de ser completada. Nos preguntamos por qué en este caso se producía un sueño
en vez del inmediato despertar el sujeto, y reconocimos como uno de los motivos
del primero el deseo de representar al niño en vida. Más adelante veremos que
en este sueño desempeña también un papel otro deseo distinto; pero por lo
pronto dejaremos establecido que fue para permitir una realización de deseos por
lo que el proceso mental del reposo quedó convertido en un sueño.
Fuera de la realización de deseos no hay más que un solo carácter que separe
en este caso los dos géneros de actividad psíquica. La idea latente sería: «Veo un
resplandor que viene de la habitación en la que está el cadáver. Quizá haya caído
una vela sobre el ataúd y se esté quemando el niño». El sueño reproduce sin
modificación alguna el resultado de esta reflexión, pero lo introduce en una
situación presente y percibida por los sentidos como un suceso de la vigilia. Éste
es, como sabemos, el carácter psicológico más general y evidente del sueño. Una
idea, casi siempre la que entraña el deseo, queda objetivizada en el sueño y
representada en forma de escena vivida.
¿Cómo podremos explicar esta peculiaridad característica de la elaboración
onírica, o, hablando más modestamente, cómo podremos incluirla entre los
procesos psíquicos?
Un examen más detenido nos hace observar que la forma aparente de este
sueño nos muestra dos caracteres casi independientes entre sí. El primero es la
representación en forma de situación presente, omitiendo el «quizá». El otro es
la transformación de la idea en imágenes visuales y en palabras.
La transformación que las ideas latentes experimentan por el hecho de
quedar representado en presente lo que ellas expresan en futuro no resulta quizá
muy evidente en este sueño, circunstancia que depende del particular papel,
realmente accesorio, que en él desempeña la realización de deseos. Tomemos
otro sueño en el que el deseo onírico no se distinga de la continuación durante el
reposo de los pensamientos de la vigilia; por ejemplo, el sueño de la inyección
de Irma. En este sueño la idea latente que alcanza una representación aparece en
optativo: «¡Ojalá fuese Otto el culpable de la enfermedad de Irma!» El sueño
reprime el optativo y lo sustituye por un simple presente: «Sí; Otto tiene la culpa
de la enfermedad de Irma». Es ésta, pues, la primera de las transformaciones que
todo sueño, incluso aquellos que aparecen libres de deformación, lleva a cabo
con las ideas latentes. Pero esta primera singularidad del sueño no habrá de
detenernos mucho y nos bastará recordar la existencia de fantasías conscientes y
de sueños diurnos que proceden del mismo modo con su contenido de
representaciones. Cuando Mr. Joyeuse, el célebre personaje de Daudet, vaga sin
ocupación alguna a través de las calles de París para hacer creer a sus hijas que
tiene un destino y se halla desempeñándolo, sueña con los acontecimientos que
podrían proporcionarle un protector y una colocación y se los imagina en
presente. El fenómeno onírico utiliza, por tanto, el presente en la misma forma y
con el mismo derecho que el sueño diurno. El presente es el tiempo en que el
deseo es representado como realizado.
El segundo de los caracteres antes mencionados es, en cambio, peculiar al
sueño y lo diferencia de la ensoñación diurna. Este carácter es el de que el
contenido de representaciones no es pensado, sino que queda transformado en
imágenes sensoriales a las que prestamos fe y que creemos vivir. Advertiremos
desde luego que no todos los sueños presentan esta transformación de
representaciones en imágenes sensoriales. Hay algunos que no se componen sino
de ideas, no obstante lo cual nos es imposible discutirles el carácter de sueños.
Mi sueño «autodidasker la fantasía diurna con el profesor N». es uno de éstos,
en los que apenas intervienen elementos sensoriales, como si hubiéramos
pensado su contenido durante la vigilia. Asimismo hay en todo sueño algo
externo, elementos que no han quedado transformados en imágenes sensoriales y
que son simplemente pensados o sabidos del mismo modo que en la vigilia.
Recordemos, además, que tal transformación de representaciones en imágenes
sensoriales no es exclusiva del sueño, sino que aparece también en la
alucinación, esto es, en aquellas visiones que constituyen un síntoma de la
psiconeurosis o surgen independientemente de todo estado patológico. La
relación que aquí investigamos no es, pues, exclusiva del sueño, pero constituye
de todos modos su carácter más notable. Su comprensión exige que ampliemos
nuestras especulaciones.
Entre todas las observaciones que sobre la teoría de los sueños nos ofrecen
las obras de los autores ajenos al psicoanálisis hallamos una muy digna de
atención. En su obra Psicofísica (tomo II, pág. 526) influye el gran G. Th.
Fechner la hipótesis de que la escena en la que los sueños se desarrollan es
distinta de aquélla en la que se desenvuelve la vida de representación despierta,
y añade que sólo esta hipótesis puede hacernos comprender las singularidades de
la vida onírica.
La idea que así se nos ofrece es la de una localidad psíquica. Vamos ahora a
prescindir por completo de la circunstancia de sernos conocido también
anatómicamente el aparato anímico de que aquí se trata y vamos a eludir
asimismo toda posible tentación de determinar en dicho sentido la localidad
psíquica. Permaneceremos, pues, en terreno psicológico y no pensaremos sino en
obedecer a la invitación de representarnos el instrumento puesto al servicio de
las funciones anímicas como un microscopio compuesto, un aparato fotográfico
o algo semejante. La localidad psíquica corresponderá entonces a un lugar
situado en el interior de este aparato, en el que surge uno de los grados
preliminares de la imagen. En el microscopio y en el telescopio son estos lugares
puntos ideales; esto es, puntos en los que no se halla situado ningún elemento
concreto del aparato. Creo innecesario excusarme por la imperfección de estas
imágenes y otras que han de seguir. Estas comparaciones no tienen otro objeto
que el de auxiliarnos en una tentativa de llegar a la comprensión de la
complicada función psíquica total, dividiéndola y adscribiendo cada una de sus
funciones aisladas a uno de los elementos del aparato. La tentativa de adivinar la
composición del instrumento psíquico por medio de tal división no ha sido
emprendida todavía, que yo sepa. Por mi parte, no encuentro nada que a ella
pueda oponerse. Creo que nos es lícito dejar libre curso a nuestras hipótesis,
siempre que conservemos una perfecta imparcialidad de juicio y no tomemos
nuestra débil armazón por un edificio de absoluta solidez. Como lo que
necesitamos son representaciones auxiliares que nos ayuden a conseguir una
primera aproximación a algo desconocido, nos serviremos del material más
práctico y concreto.
Nos representamos, pues, el aparato anímico como un instrumento
compuesto a cuyos elementos damos el nombre de instancias, o, para mayor
plasticidad, de sistemas. Hecho esto, manifestamos nuestra sospecha de que tales
sistemas presenten una orientación especial constante entre sí, de un modo
semejante a los diversos sistemas de lentes del telescopio, los cuales se hallan
situados unos detrás de otros. En realidad no necesitamos establecer la hipótesis
de un orden verdaderamente especial de los sistemas psíquicos. Nos basta con
que exista un orden fijo de sucesión establecido por la circunstancia de que en
determinados procesos psíquicos la excitación recorre los sistemas conforme a
una sucesión temporal determinada. Este orden de sucesión puede quedar
modificado en otros procesos, posibilidad que queremos dejar señalada, desde
luego. De los componentes del aparato hablaremos en adelante con el nombre
del «sistema ψ».
Lo primero que nos llama la atención es que este aparato compuesto de
sistema ψ posee una dirección. Toda nuestra actividad psíquica parte de
estímulos (internos o externos) y termina en inervaciones. De este modo
adscribimos al aparato un extremo sensible y un extremo motor. En el extremo
sensible se encuentra un sistema que recibe las percepciones, y en el motor, otro
que abre las esclusas de la motilidad. El proceso psíquico se desarrolla en
general pasando desde el extremo de percepción hasta el extremo de motilidad.
Así, pues, el esquema más general del aparato psíquico presentaría el siguiente
aspecto:
Sabido es que las percepciones que actúan sobre el sistema P perduran algo
más que su contenido. Nuestras percepciones demuestran hallarse también
enlazadas entre sí en la memoria, conforme, ante todo, a su primitiva
coincidencia en el tiempo. Este hecho es el que conocemos con el nombre de
asociación. Ahora bien: el sistema P no puede conservar las huellas para la
asociación, puesto que carece de memoria. Cada uno de los elementos P
quedaría insoportablemente obstruido en su función si un resto de una asociación
anterior se opusiera a una nueva percepción. Habremos, pues, de suponer que los
sistemas mnémicos constituyen la base de la asociación. Ésta consistirá entonces
en que, siguiendo la menor resistencia, se propagará la excitación
preferentemente de un primer elemento Hm a un segundo elemento, en lugar de
saltar a otro tercero. Un detenido examen nos muestra, pues, la necesidad de
aceptar la existencia de más de uno de estos sistemas Hm, en cada uno de los
cuales es objeto de una distinta fijación la excitación propagada por los
elementos P. El primero de estos sistemas Hm contendrá de todos modos la
fijación de la asociación por simultaneidad, y en los más alejados quedará
ordenado el mismo material de excitación según otros distintos órdenes de
coincidencia, de manera que estos sistemas posteriores representarían, por
ejemplo, las relaciones de analogía, etc. Sería, naturalmente, ocioso querer
describir la significación psíquica de uno de estos sistemas. Su característica se
hallaría en la intimidad de sus relaciones con los elementos del material
mnémico bruto; esto es, si queremos aludir a una teoría más profunda, en los
escalonamientos de la resistencia conductora de estos elementos.
Habremos de intercalar aquí una observación de carácter general que entraña
quizá una importantísima indicación. El sistema P, que no posee capacidad para
conservar las modificaciones; esto es, que carece de memoria, aporta a nuestra
conciencia toda la variedad de las cualidades sensibles. Por el contrario, nuestros
recuerdos, sin excluir los más profundos y precisos, son inconscientes en sí.
Pueden devenir conscientes, pero no es posible dudar que despliegan todos sus
efectos en estado inconsciente. Aquello que denominamos nuestro carácter
reposa sobre las huellas mnémicas de nuestras impresiones, y precisamente
aquellas impresiones que han actuado más intensamente sobre nosotros, o sea las
de nuestra primera juventud, son las que no se hacen conscientes casi nunca.
Pero cuando los recuerdos se hacen de nuevo conscientes no muestran cualidad
sensorial alguna o sólo muy pequeña, en comparación con las percepciones. Si
pudiéramos comprobar que la memoria y la cualidad que caracteriza el devenir
consciente se excluyen recíprocamente en los sistemas Ψ, se nos ofrecería una
prometedora visión de las condiciones de la excitación de la neurona[515].
Todo lo que hasta ahora hemos supuesto sobre la composición del aparato
psíquico en su extremo sensible ha sido sin tener en cuenta para nada el sueño ni
las explicaciones psicológicas que de su estudio pueden deducirse. Este estudio
nos proporciona, en cambio, gran ayuda para el conocimiento de otro sector del
aparato. Hemos visto que nos era imposible explicar la formación de los sueños
si no nos decidíamos a aceptar la existencia de dos instancias psíquicas, una de
las cuales somete a una crítica la actividad de la otra; crítica de la que resulta la
exclusión de esta última de la conciencia.
La instancia crítica mantiene con la conciencia relaciones más íntimas que la
criticada, hallándose situada entre ésta y la conciencia a manera de pantalla.
Hemos encontrado, además, puntos de apoyo para identificar la instancia crítica
con aquello que dirige nuestra vida despierta y decide sobre nuestra actividad
voluntaria y consciente. Si ahora sustituimos estas instancias por sistemas,
quedará situado el sistema crítico en el extremo motor del aparato psíquico
supuesto. Incluiremos, pues, ambos sistemas en nuestro esquema y les daremos
nombres que indiquen su relación con la conciencia.
Al último de los sistemas situados en el extremo motor le damos el nombre
de preconsciente para indicar que sus procesos de excitación pueden pasar
directamente a la conciencia siempre que aparezcan cumplidas determinadas
condiciones; por ejemplo, la de cierta intensidad y cierta distribución de aquella
función a la que damos el nombre de atención, etc. Este sistema es también el
que posee la llave del acceso a la motilidad voluntaria. Al sistema que se halla
detrás de él le damos el nombre de inconsciente porque no comunica con la
conciencia sino a través de lo preconsciente, sistema que impone al proceso de
excitación, a manera de peaje, determinadas transformaciones[516].
¿En cuál de estos sistemas situaremos ahora el estímulo de la formación de
los sueños? Para mayor sencillez, en el sistema Inc., aunque, como más adelante
explicaremos, no es esto rigurosamente exacto, pues la formación de los sueños
se halla forzada a enlazarse con ideas latentes que pertenecen al sistema de lo
preconsciente. Pero también averiguaremos en otro lugar, al tratar del deseo
onírico, que la fuerza impulsora del sueño es proporcionada por el sistema Inc., y
esta última circunstancia nos mueve a aceptar el sistema inconsciente como el
punto de partida de la formación de los sueños. Este estímulo onírico
exteriorizará, como todos los demás productos mentales, la tendencia a
propagarse al sistema Prec. y pasar de éste a la conciencia.
La experiencia nos enseña que durante el día aparece desplazado por la
censura de la resistencia, y para las ideas latentes, este camino que conduce a la
conciencia a través de lo preconsciente. Durante la noche se procuran dichas
ideas el acceso a la conciencia, surgiendo aquí la interrogación de por qué
camino y merced a qué modificación lo consiguen. Si el acceso de estas ideas
latentes a la conciencia dependiera de una disminución nocturna de la resistencia
que vigila en la frontera entre lo inconsciente y lo preconsciente, tendríamos
sueños que no mostrarían el carácter alucinatorio que ahora nos interesa. El
relajamiento de la censura entre los dos sistemas Inc. y Prec. no puede
explicarnos, por tanto, sino aquellos productos oníricos exentos de imágenes
sensoriales (recuérdese el ejemplo «autodidasker») y no sueños como el
detallado al principio del presente capítulo.
Lo que en el sueño alucinatorio sucede no podemos describirlo más que del
modo siguiente: la excitación toma un camino regresivo; en lugar de avanzar
hacia el extremo motor del aparato, se propaga hacia el extremo sensible, y
acaba por llegar al sistema de las percepciones. Si a la dirección seguida en la
vigilia por el procedimiento psíquico, que parte de lo inconsciente, le damos el
nombre de dirección progresiva, podemos decir que el sueño posee un carácter
regresivo[517].
Esta regresión es una de las más importantes peculiaridades psicológicas del
proceso onírico; pero no debemos olvidar que no es privativa de los sueños.
También el recordar voluntario, la reflexión y otros procesos parciales de nuestro
pensamiento normal corresponden a un retroceso, dentro del aparato psíquico,
desde cualquier acto complejo de representación al material bruto de las huellas
mnémicas en las que se halla basado. Pero durante la vigilia no va nunca esta
regresión más allá de las imágenes mnémicas, y no llega a reavivar las imágenes
de percepción, convirtiéndolas en alucinaciones. ¿Por qué no sucede también
esto en el sueño? Al hablar de la condensación onírica hubimos de suponer que
la elaboración del sueño llevaba a cabo una total transmutación de todos los
valores psíquicos, despojando de su intensidad a unas representaciones para
transferirlas a otras. Esta modificación del proceso psíquico acostumbrado es la
que hace posible cargar el sistema de las P hasta la completa vitalidad en una
dirección inversa, o sea partiendo de las ideas.
No creo que nadie incurra en error sobre el alcance de estas explicaciones.
Hasta ahora no hemos hecho otra cosa que dar un nombre a un fenómeno
inexplicable. Hablamos de regresión cuando la representación queda
transformada, en el sueño, en aquella imagen sensible de la que nació
anteriormente. De todos modos, también necesitamos justificar este paso, pues
podría objetársenos la inutilidad de una calificación que no ha de enseñarnos
nada nuevo. Pero, a nuestro juicio, ha de sernos muy útil este nombre de
regresión por enlazar un hecho que nos es conocido al esquema antes
desarrollado de un aparato psíquico; esquema cuyas ventajas vamos ahora a
comprobar por vez primera, pues con su sola ayuda, y sin necesidad de nuevas
reflexiones, hallaremos el esclarecimiento de una de las peculiaridades de la
formación de los sueños. Considerando el proceso onírico como una regresión
dentro del aparato anímico por nosotros supuesto, hallamos la explicación de un
hecho antes empíricamente demostrado; esto es, el de que las relaciones
intelectuales de las ideas, latentes entre sí, desaparecen en la elaboración del
sueño o no encuentran sino muy trabajosamente una expresión. Nos muestra, en
efecto, nuestro esquema que estas relaciones intelectuales no se hallan
contenidas en los primeros sistemas Hm, sino en otros anteriores a ellos, y tienen
que perder su expresión en el proceso regresivo hasta las imágenes de
percepción. La regresión descompone en su material bruto el ajuste de las ideas
latentes.
Mas ¿por qué transformaciones resulta posible esta regresión, imposible
durante el día? Sospechamos que se trata de modificaciones de las cargas de
energía de cada uno de los sistemas; modificaciones que los hacen más o menos
transitables o intransitables para el curso de la excitación. Pero dentro de cada
uno de estos aparatos podía producirse este mismo efecto por medio de
modificaciones diferentes. Pensamos, naturalmente, en seguida en el estado de
reposo y en las modificaciones de la carga psíquica que el mismo provoca en el
extremo sensible del aparato. Durante el día existe una corriente continua desde
el sistema ψ de las P hasta la motilidad. Pero esta corriente cesa por la noche, y
no puede ya presentar obstáculo ninguno a la regresión de la excitación.
Esta circunstancia constituiría aquel «apartamiento del mundo exterior» en el
que algunos autores ven la explicación de los caracteres psicológicos del sueño.
Sin embargo, al explicar la regresión del sueño habremos de tener en cuenta
aquellas otras regresiones que tienen efecto en los estados patológicos de la
vigilia; regresiones a las que nuestra anterior hipótesis resulta inaplicable, pues
se desarrolla, a pesar de no hallarse interrumpida la corriente sensible, en
dirección progresiva.
Las alucinaciones de la histeria y de la paranoia y las visiones de las
personas normales corresponden, efectivamente, a regresiones; esto es, son ideas
transformadas en imágenes. Pero en estos casos no experimentan tal
transformación más que aquellas ideas que se hallan en íntima conexión con
recuerdos reprimidos o inconscientes. Uno de los histéricos más jóvenes que he
sometido a tratamiento, un niño de doce años, no puede conciliar el reposo,
porque en cuanto lo intenta ve caras verdes con ojos encamados, que le causan
espanto. La fuente de esta aparición es el recuerdo reprimido, pero
primitivamente consciente, de un muchacho, al que vio varias veces hacia cuatro
años, y que constituía un modelo de vicios infantiles; entre ellos, el de la
masturbación; vicio que también practicó el sujeto, reprochándoselo ahora
amargamente. Su madre había observado por entonces que el vicioso niño tenía
un color verdoso, y los ojos, encarnados (los párpados, ribeteados). De este
recuerdo procede, pues, el fantasma que le impide conciliar el reposo y que está
destinado después a recordarle la predicción que le hizo su madre de que tales
niños se vuelven idiotas, no consiguen aprender nada en la escuela y mueren
jóvenes. Nuestro pequeño paciente demuestra la realización de una parte de esta
profecía, pues no avanza en sus estudios, y teniendo conciencia de ello, le
espanta que pueda también realizarse la segunda parte. El tratamiento logró
devolver en poco tiempo el reposo, hacerle perder el miedo y terminar el año
escolar con notas sobresalientes.
Agregaré aquí la solución de una visión que me fue relatada por una histérica
de cuarenta años; visión muy anterior a la enfermedad que le llevaba a mi
consulta. Al despertar una mañana vio ante sí a su hermano mayor, que se
hallaba recluido en un manicomio. Su hijo pequeño dormía en la cama junto a
ella, para evitar que se asustase y le diesen convulsiones si veía a su tío, le tapó
la cabeza con la colcha, desvaneciéndose entonces la aparición. Esta visión no
era sino la elaboración de un recuerdo infantil, consciente, pero íntimamente
enlazado con todo el material inconsciente, dado en la vida anímica de la sujeto.
La niñera le había relatado que su madre, muerta cuando ella tenía año y medio,
había padecido convulsiones epilépticas o histéricas desde un susto que le dio su
hermano (el tío de la sujeto), apareciéndosele a guisa de fantasma con una
colcha sobre la cabeza. La visión contiene los mismos elementos que el
recuerdo: la aparición del hermano, la colcha, el sobresalto y sus efectos; pero
estos elementos han sido ordenados en una forma distinta y transferidos a otras
personas. El motivo, harto transparente, de la visión; esto es, del pensamiento
por ella sustituido, es la preocupación de que su hijo pequeño, que presenta un
extraordinario parecido físico con su tío, pueda tener igual desgraciado destino.
Los dos ejemplos que anteceden no carecen de cierta relación con el estado
de reposo, y son quizá, por tanto, poco apropiados para la demostración que con
ellos me proponía alcanzar. Pero mi análisis de una paranoica alucinada[518], y
los resultados de mis estudios, aún no publicados, sobre la psicología de la
neurosis robustecen la afirmación de que en estos casos de transformación
represiva de las ideas hemos de tener en cuenta la influencia de un recuerdo
reprimido o inconsciente, infantil en la mayoría de los casos. Este recuerdo
arrastra consigo a la regresión; esto es, a la forma de representación, en la que el
mismo se halla dado psíquicamente, a las ideas con él enlazadas y privadas de
expresión por la censura. Mencionaremos aquí como un resultado del estudio de
la histeria el hecho de que las escenas infantiles (trátese de recuerdos o de
fantasías) son vistas alucinatoriamente cuando se consiguen hacerlas
conscientes, y sólo después de explicar al paciente su sentido es cuando pierden
este carácter. Sabido es también que incluso en personas que no poseen en alto
grado la facultad de la reminiscencia visual suelen conservar los recuerdos
infantiles más tempranos un carácter de vivacidad sensorial hasta los años más
tardíos.
Si recordamos cuál es el papel que en las ideas latentes corresponde a los
sucesos infantiles o a las fantasías en ellos basadas; con cuánta frecuencia
emergen de nuevo fragmentos de los mismos en el contenido latente, y cómo los
mismos deseos del sueño aparecen muchas veces derivados de ellos, no
rechazaremos la probabilidad de que la transformación de las ideas en imágenes
visuales sea también en el sueño la consecuencia de la atracción que el recuerdo,
representado visualmente, y que tiende a resucitar, ejerce sobre las ideas
privadas de conciencia, que aspiran a hallar una expresión. Según esta hipótesis,
podría también describirse el sueño como la sustitución de la escena infantil,
modificada por su transferencia a lo reciente. La escena infantil no puede
conseguir su renovación real y tiene que contentarse con retornar a título de
sueño.
El descubrimiento de la importancia, hasta cierto punto prototípica, de las
escenas infantiles (o de sus repeticiones fantásticas) para el contenido manifiesto
del sueño hace que una de las hipótesis de Schemer sobre las fuentes de
estímulos interiores resulte totalmente superflua. Supone Schemer que aquellos
sueños que presentan una especial vivacidad de sus elementos visuales, o una
particular riqueza en estos elementos, tienen por base una excitación interna del
órgano de la visión. Por nuestra parte, y sin entrar a discutir esta hipótesis,
admitiremos la existencia de tal estado de excitación en el sistema perceptivo
psíquico del órgano de la visión; pero haremos constar que este estado de
excitación ha sido creado por el recuerdo y constituye la renovación de la
excitación visual, experimentada en el momento real al que corresponde. No
poseo ningún ejemplo propio de tal influencia de un recuerdo infantil. Mis
sueños son generalmente pobres en elementos sensoriales; pero en el más bello y
animado que he tenido durante estos últimos años me fue fácil referir la
precisión alucinatoria del contenido manifiesto a cualidades sensibles de
impresiones recientes. En páginas anteriores hemos citado un sueño, en el que el
profundo azul del agua, el negro de humo arrojado por las chimeneas de los
barcos y el rojo oscuro y el sepia de los edificios me dejaron una profunda
impresión. Si algún sueño puede ser referido a una excitación visual, ninguno
mejor que éste. Pero ¿qué es lo que la había producido? Una impresión reciente,
que vino a agregar a una serie de impresiones anteriores. Los colores que vi en
mi sueño eran, en primer lugar, los de las piezas de una caja de construcción, con
las que mis hijos habían edificado el día inmediatamente anterior a mi sueño un
espléndido palacio. En las piezas de esta caja de construcción podía encontrarse
el mismo rojo oscuro, el mismo azul y el mismo negro que en mi sueño veo. A
esta impresión vinieron a agregarse las de mi último viaje a Italia: el bello color
cálido sepia de la tierra. La belleza cromática del sueño no era, pues, sino una
repetición de la que el recuerdo me mostraba.
Concretemos ahora todo lo que hemos averiguado sobre aquella peculiaridad
del sueño, que consiste en transformar su contenido de representaciones en
imágenes sensoriales. No habremos esclarecido este carácter de la elaboración
onírica refiriéndolo a leyes conocidas de la Psicología, pero lo hemos extraído en
condiciones desconocidas, y lo hemos caracterizado, dándole el nombre de
carácter regresivo. Hemos opinado que esta regresión es siempre un efecto de la
resistencia, que se opone al avance de la idea hasta la conciencia por el camino
normal, y de la atracción simultánea que los recuerdos sensoriales dados ejercen
sobre ella[519]. La regresión sería hasta posible en el sueño por la cesación de la
corriente diurna progresiva de los órganos sensoriales; factor auxiliar que en las
otras formas de la regresión podía ser el que contribuyera al robustecimiento de
los demás motivos de la misma. No debemos tampoco olvidar que el proceso de
la transferencia de energía habrá de ser, tanto en estos casos patológicos de
regresión como en el sueño, muy distinto del que se desarrolla en las regresiones
de la vida anímica normal, puesto que en los primeros hace posible una completa
carga alucinatoria de los sistemas de percepción. Aquello que en el análisis de la
elaboración onírica hemos descrito con el nombre de cuidado de la
representabilidad podría ser referido a la atracción selectora de las escenas
visualmente recordadas, enlazadas a las ideas latentes.
En la teoría de la formación de síntomas neuróticos desempeña la regresión
un papel no menos importante que en la de los sueños. Distinguimos aquí tres
clases de regresión: a) Una regresión tópica, en el sentido del esquema de los
sistemas ψ. b) Una regresión temporal, en cuanto se trata de un retorno a
formaciones psíquicas anteriores, c) Una regresión formal cuando las formas de
expresión y representación acostumbradas quedan sustituidas por formas
correspondientes primitivas. Estas tres clases de regresión son en el fondo una
misma cosa, y coinciden en la mayoría de los casos, pues lo más antiguo
temporalmente es también lo primitivo en el orden formal, y lo más cercano en
la tópica psíquica al extremo de la percepción. (Adición de 1914.)
No podemos abandonar el tema de la regresión en el sueño sin manifestar
una impresión que se nos ha impuesto ya varias veces, y que una vez que
hayamos profundizado en el estudio de las psiconeurosis retornará robustecida.
Esta impresión es la de que el acto de soñar es por sí una regresión a las más
tempranas circunstancias del soñador, una resurrección de su infancia, con todos
sus impulsos instintivos y sus formas expresivas. Detrás de esta infancia
individual se nos promete una visión de la infancia filogénica y del desarrollo de
la raza humana; desarrollo del cual no es el individual, sino una reproducción
abreviada e influida por las circunstancias accidentales de la vida. Sospechamos
ya cuán acertada es la opinión de Nietzsche de que «el sueño continúa un estado
primitivo de la Humanidad, al que apenas podemos llegar por un camino
directo», y esperamos que el análisis de los sueños nos conduzca al
conocimiento de la herencia arcaica del hombre y nos permita descubrir en él lo
anímicamente innato. Parece como si el sueño y la neurosis nos hubieran
conservado una parte insospechada de las antigüedades anímicas, resultando así
que el psicoanálisis puede aspirar a un lugar importante entre las ciencias que se
esfuerzan en reconstruir las fases más antiguas y oscuras de los comienzos de la
Humanidad. (Adición de 1918.)
Esta primera parte de nuestra investigación psicológica del sueño no nos
llega a satisfacer por completo. Nos consolaremos pensando en que nos vemos
obligados a construir en las tinieblas. Además, si no nos engañamos mucho,
hemos de retornar muy pronto a estas mismas regiones por un distinto camino, y
quizá sepamos orientarnos mejor.
C) La realización de deseos.
El sueño con que iniciamos el presente capítulo, o sea el del padre al que se
le aparece su hijo muerto, nos da ocasión para examinar determinadas
dificultades, con las que tropieza la teoría de la realización de deseos. Todos
hemos extrañado que el sueño no pueda ser sino una realización de deseos, y no
sólo por la contradicción que supone la existencia de sueños de angustia.
Después de comprobar por medio del análisis que el sueño entrañaba un sentido
y un valor psíquico, no esperábamos en modo alguno una tan limitada y estricta
determinación de tal sentido. Según la definición correcta, pero insuficiente, de
Aristóteles, el sueño no es sino la continuación del pensamiento durante el
estado de reposo. Pero si nuestro pensamiento crea durante el día tan diversos
actos psíquicos juicios, conclusiones, refutaciones, hipótesis, propósitos, etc.—,
¿cómo puede quedar obligado luego, durante la noche, a limitarse única y
exclusivamente a la producción de deseos? ¿No habrá quizá gran número de
sueños que entrañen otro acto psíquico distinto; por ejemplo, una preocupación?
¿Y no será éste realmente el caso del sueño antes expuesto, en el que del
resplandor que a través de sus párpados recibe durante el reposo deduce el sujeto
la conclusión de que una vela ha caído sobre al ataúd y ha podido prender fuego
al cadáver, y transforma esta conclusión en un sueño, dándole la forma de una
situación sensible y presente? ¿Qué papel desempeña aquí la realización de
deseos? ¿Es acaso posible negar en este sueño el predominio de la idea,
continuada desde la vigilia o provocada por la nueva impresión sensorial?
Todo esto es exacto, y nos obliga a examinar más detenidamente el sueño
desde los puntos de vista de la realización de deseos y de la significación de los
pensamientos de la vigilia en él continuados.
La realización de deseos nos ha hecho ya dividir los sueños en dos grupos.
Hemos hallado sueños que mostraban francamente tal realización, y otros en los
que no nos era posible descubrirla sino después de un minucioso análisis. En
estos últimos sueños reconocimos la actuación de la censura onírica. Los sueños
no disfrazados demostraron ser característicos de los niños. En los adultos
parecían —quiero acentuar esta restricción—, parecían, repito, presentarse
también sueños optativos, breves y francos.
Podemos preguntarnos ahora de dónde procede en cada caso el deseo que se
realiza en el sueño. Pero ¿a qué antítesis o a qué diversidad podemos referir este
«de dónde»? A mi juicio, nos es posible referirlo a la antítesis existente entre la
vida diurna consciente y una actividad psíquica inconsciente durante el día y que
sólo a la noche puede hacerse perceptible. Hallamos entonces tres posibles
procedencias del deseo: 1.º Puede haber sido provocado durante el día y no
haber hallado satisfacción a causa de circunstancias exteriores, y entonces
perdura por la noche un deseo reconocido e insatisfecho. 2.a Puede haber surgido
durante el día, pero haber sido rechazado, y entonces perdura en nosotros un
deseo insatisfecho, pero reprimido; y 3.º Puede hallarse exento de toda relación
con la vida diurna y pertenecer a aquellos deseos que sólo por la noche surgen en
nosotros, emergiendo de lo reprimido. Volviendo a nuestro esquema del aparato
psíquico localizaremos un deseo de la primera clase en el sistema Prec. ; de los
de la segunda, supondremos que han sido obligados a retroceder desde el sistema
Prec. al sistema Inc., y que si se han conservado tienen que haberse conservado
en él. Por último, de los deseos pertenecientes a la tercera clase, creemos que son
totalmente incapaces de salir del sistema Inc. ¿Habremos de suponer que sólo los
deseos emanados de estas diversas fuentes tienen el poder de provocar un sueño?
Examinados los sueños que pueden proporcionarnos datos para contestar a
esta pregunta, observamos en primer lugar la necesidad de considerar como una
cuarta fuente de deseos provocados de sueños los impulsos optativos surgidos
durante la noche (le sed, la necesidad sexual, etc.), y nos inclinamos después a
afirmar que la procedencia del deseo no influye para nada en su capacidad de
provocar un sueño. Recordemos el sueño del niño que continúa la travesía
interrumpida aquella tarde y todos los demás ejemplos de este género que a su
tiempo expusimos. Todos estos sueños quedan explicados por un deseo
insatisfecho, pero no reprimido, del día. Los ejemplos de deseos reprimidos que
se exteriorizan en sueños son numerosísimos. Me limitaré a exponer el más
sencillo que de esta clase he podido encontrar. La sujeto es una señora un tanto
burlona. Durante el día le han preguntado repetidas veces qué juicio le merecía
el novio de una amiga suya más joven que ella. Su verdadera opinión es que se
trata de un hombre adocenado, y la hubiera manifestado gustosa; pero en
obsequio a su amiga, la sustituye por grandes alabanzas. Aquella noche sueña
que le dirigen la misma pregunta y que responde diciendo: «Cuando en la tienda
saben ya de lo que se trata, basta con indicar el número». Por último, nos ha
demostrado el análisis que en todos los sueños que han pasado por una
deformación procede el deseo de lo inconsciente y no pudo ser observado
durante el día. De este modo todos los deseos nos parecen al principio
equivalentes y de igual poder para la formación de los sueños.
No puedo demostrar aquí que en realidad suceden las cosas de otro modo;
pero me inclino mucho a suponer una más severa condicionalidad del deseo
onírico. Los sueños infantiles no permiten dudar de que su estímulo es un deseo
insatisfecho durante el día; pero no debemos olvidar que se trata del deseo de un
niño, con toda la energía de los impulsos optativos infantiles. En cambio, no me
parece verosímil que un deseo insatisfecho pueda bastar para provocar un sueño
en un sujeto adulto. Opino más bien que el dominio progresivo de nuestra vida
instintiva por la actividad intelectual nos lleva a renunciar cada vez más a la
formación o conservación de deseos tan intensos como los que el niño abriga.
Claro es que dentro de esto puede haber diferencias individuales y conservar
unas personas el tipo infantil de los procesos anímicos durante más tiempo que
otras, diferencias que observamos también en la debilitación de la representación
visual, originariamente muy precisa. Pero, en general, creo que el deseo
insatisfecho durante el día no basta para crear un sueño en los adultos. Concedo
que el sentimiento optativo procedente de la conciencia puede contribuir a
provocar un sueño, pero nada más. El sueño no nacería si el deseo preconsciente
no quedase robustecido por otros factores.
Estos factores proceden de lo inconsciente. Imagino que el deseo consciente
sólo se constituye en estimulo del sueño cuando consigue despertar un deseo
inconsciente de efecto paralelo con el que reforzar su energía. Conforme a los
indicios deducidos del psicoanálisis de la neurosis, considero que tales deseos
inconscientes se hallan siempre en actividad y dispuestos siempre a conseguir
una expresión en cuanto se les ofrece ocasión para aliarse con un sentimiento
procedente de lo consciente y transferirle su mayor intensidad[520]. Parece
entonces como si únicamente el deseo consciente se hallara realizado en el
sueño; pero una pequeña singularidad en la estructura del mismo nos permitirá
seguir las huellas del poderoso auxiliar llegado de lo inconsciente. Estos deseos
de nuestro inconsciente, siempre en actividad y, por decirlo así, inmortales,
deseos que nos recuerdan a aquellos titanes de la leyenda sobre los cuales pesan
desde tiempo inmemorial inmensas montañas que fueron arrojadas sobre ellos
por los dioses vencedores y que aún tiemblan de tiempo en tiempo, sacudidas
por las convulsiones de sus miembros; estos deseos reprimidos, repito, son
también de procedencia infantil, como nos lo ha demostrado la investigación
psicológica de las neurosis. Así, pues, retiraré mi afirmación anterior de que la
procedencia del deseo era una cuestión indiferente, y la sustituiré por la que
sigue: El deseo representado en el sueño tiene que ser un deseo infantil. En los
adultos procede entonces del Inc. En los niños, en los que no existe aún la
separación y la censura entre el Prec. y el Inc., o en los que comienza a
establecerse poco a poco, el deseo es un deseo insatisfecho, pero no reprimido,
de la vida despierta. Sé que estas afirmaciones no pueden demostrarse en
general; pero insisto en que pueden comprobarse frecuentemente, aun en
ocasiones en las que no lo sospechábamos.
Los sentimientos optativos procedentes de la vida despierta consciente pasan,
por tanto, a segundo término en la formación de los sueños, pues no podemos
atribuirles importancia mayor de la que atribuimos a las sensaciones surgidas
durante el reposo en la formación del contenido manifiesto (véase
anteriormente). Permaneciendo dentro de los límites que el proceso mental que
voy desarrollando me prescribe, dirigiré ahora mi atención a los restantes
estímulos psíquicos procedentes de la vida diurna y que no poseen el carácter de
deseos. Cuando decidimos entregarnos al reposo podemos conseguir la cesación
interina de las cargas psíquicas de nuestro pensamiento despierto. Aquellas
personas que así lo logran con facilidad gozan de un tranquilo reposo. Dícese
que Napoleón I era un sorprendente ejemplo de este género. Pero no siempre
conseguimos tal cosa, y cuando la conseguimos, no siempre por completo. Los
problemas aún no solucionados, las preocupaciones que nos atormentan y una
multitud de impresiones diversas continúan la actividad mental durante el reposo
y mantienen el desarrollo de procesos anímicos en el sistema que hemos
calificado con el nombre de preconsciente. Estos estímulos mentales que
continúan durante el reposo pueden ser divididos en los grupos siguientes: 1.º
Aquellos procesos que durante el día no han podido llegar a tiempo por haber
quedado interrumpidos a causa de una circunstancia cualquiera. 2.º Aquello que
ha permanecido interminado o sin solución por paralización de nuestra energía
mental. 3.º Aquello que hemos rechazado y reprimido durante el día. A estos tres
grupos se añade otro más importante, formado por aquello que la labor diurna de
lo preconsciente ha estimulado en nuestro Inc. Por último, podemos agregar,
como quinto grupo, el formado por las impresiones diurnas indiferentes y, por
tanto, inderivadas.
Las intensidades psíquicas que estos restos de la vida diurna introducen en el
estado de reposo, sobre todo las pertenecientes al grupo de lo inderivado, poseen
mayor importancia de lo que pudiera creerse, pues constituyen excitaciones que
luchan durante la noche por alcanzar una expresión, mientras que el estado de
reposo imposibilita el curso acostumbrado del proceso de excitación a través de
lo preconsciente y su término por el acceso a la conciencia. Mientras tenemos
conciencia de nuestros procesos mentales normales nos es imposible, en efecto,
conciliar el reposo. No puedo decir cuál es la modificación que el estado de
reposo provoca en el sistema Prec[521].; pero es indudable que la característica
psicológica del sueño ha de ser buscada esencialmente en las modificaciones de
la carga psíquica de este sistema, que domina también el acceso a la motilidad,
paralizada durante el reposo. En cambio, no sé de ningún dato de la psicología
del sueño que pueda inclinarnos a admitir que el reposo introduce alguna
transformación en el sistema Inc., si no es secundariamente. La excitación
nocturna desarrollada en el Prec. no encuentra otro camino que el seguido por
las excitaciones optativas procedentes del Inc., y tiene que buscar refuerzo en
este último y dar los rodeos de las excitaciones inconscientes. Pero ¿cuál es la
significación de los restos diurnos preconscientes con respecto al sueño? No
cabe duda de que penetran en gran número en él, utilizan su contenido
manifiesto para imponerse a la conciencia también durante la noche, llegando
incluso a dominar el contenido del sueño y a obligarle a continuar la labor
diurna. Es también indudable que los restos diurnos pueden tener el carácter de
deseos, del mismo modo que cualquier otro. Resulta muy instructivo y es
decisivo para la teoría de la realización de deseos observar cuáles son las
condiciones a las que se tienen que someter para hallar acogida en el sueño.
Recordemos uno de los ejemplos antes expuesto: el sueño que me muestra a
mi amigo Otto con los signos de la enfermedad de Basedow. El mal aspecto de
mi amigo me había preocupado durante el día, y he de suponer que continuó
preocupándome durante el reposo. Mi pensamiento se esforzaba sin duda en
descubrir qué era lo que podía tener Otto. Esa preocupación halló por la noche
una expresión en el sueño citado, cuyo contenido es desatinado y no deja
reconocer realización ninguna de deseos. Pero investigando de dónde podía
proceder aquella desmesurada representación de mi preocupación diurna, me
reveló el análisis la conexión buscada, mostrándome que en el sueño me
identificaba con el profesor R. e identificaba a Otto con el barón de L. Esta
sustitución de las ideas diurnas no puede tener más explicación que la siguiente:
en mi inconsciente debo hallarme dispuesto de continuo a identificarme con el
profesor R., puesto que satisfago así uno de los inmortales deseos infantiles, o
sea el deseo de grandeza. Determinadas ideas hostiles contra mi amigo Otto,
ideas censuradas y que hubieran sido rechazadas en la vigilia, aprovecharon la
ocasión para alcanzar una forma expresiva, pero al mismo tiempo también mi
preocupación diurna a él relativa quedó expresada por medio de una sustitución
en el contenido manifiesto. La idea diurna, que no era un deseo, sino por el
contrario, una preocupación dolorosa, tuvo que crearse una conexión con un
deseo infantil y reprimido, al que después de prepararlos convenientemente hizo
«nacer» en la conciencia. Cuanto más dominante fuera esta preocupación, más
poderoso podía ser el enlace que había de ser creado. Entre el contenido del
deseo y el de la preocupación no necesitaba existir conexión ninguna, como, en
efecto, no existe en nuestro ejemplo.
Creemos ha de ser muy útil dedicar ahora nuestra atención al problema de
cómo se conduce el sueño cuando encuentra en las ideas latentes un material de
naturaleza opuesta a la realización de deseos, esto es, cuando dichas ideas
entrañan una preocupación, una reflexión dolorosa o un conocimiento penoso.
En estas circunstancias puede darse la alternativa siguiente: a) La elaboración
consigue sustituir todas las representaciones displacientes por representaciones
contrarias y reprimir los efectos displacientes que a las primeras corresponden, y
entonces resulta un puro sueño de satisfacción, o sea una franca realización de
deseos, en la que nada tenemos que investigar, b) Las representaciones penosas
pasan más o menos transformadas, pero bien reconocibles, al contenido
manifiesto. Éste es el caso que nos hace dudar de la exactitud de la teoría
optativa del sueño y precisa de una mayor investigación. Tales sueños de
contenido penoso pueden desarrollarse en medio de la mayor indiferencia del
sujeto, traer consigo afectos displacientes que parecen justificados por su
contenido de representaciones o conducir, por último, a la interrupción del
reposo mediante el desarrollo de angustia. (Adición de 1919.)
El análisis nos demuestra que también estos sueños displacientes son
realizaciones de deseos. Un deseo inconsciente y reprimido, cuya satisfacción
habría de ser sentida con displacer por el yo del soñador, ha aprovechado la
ocasión que le es ofrecida por la conservación de la carga psíquica de los restos
diurnos penosos y le ha prestado su apoyo, haciéndolos susceptibles de provocar
un sueño. Pero mientras que en el caso a) coincida el deseo inconsciente con el
consciente, en el caso b) surge la discordia entre lo consciente y lo inconsciente
—lo reprimido y el yo— y queda constituida la situación de la fábula de los tres
deseos cuya realización concede el hada al anciano matrimonio (véase más
adelante). La satisfacción producida por la realización del deseo reprimido puede
ser tan grande, que equilibre todos los afectos penosos correspondientes a los
restos diurnos, y el sueño presentará entonces un matiz afectivo indiferente,
aunque constituye por un lado la realización de un deseo y por otro la realización
de algo temido. Pero también puede suceder que el yo dormido tome una parte
mayor en la formación del sueño y reaccione con una enérgica indignación
contra la satisfacción lograda por el deseo reprimido, reacción que
desencadenará afectos displacientes e incluso llegará a poner fin al sueño,
interrumpiendo el reposo con el desarrollo de angustia. No es, pues, difícil
reconocer que los sueños de angustia y los displacientes son también, como los
sueños de satisfacción, realizaciones de deseos.
Los sueños displacientes pueden ser asimismo sueños punitivos. Hemos de
conceder que al reconocerlo así agregamos a la teoría del sueño algo nuevo en
cierto sentido. Aquello que en ellos queda realizado es igualmente un deseo
inconsciente. El de un castigo del soñador por un deseo ilícito reprimido. De este
modo se adaptan estos sueños a la ley de que la fuerza impulsora de la formación
onírica tiene que ser prestada por un deseo perteneciente a lo inconsciente. Un
análisis psicológico más útil nos permite reconocer la diferencia que los separa
de los demás sueños optativos. En los casos del grupo b), el deseo inconsciente
provocador del sueño pertenecía a lo reprimido. En los sueños punitivos se trata
también de un deseo inconsciente, pero al que no podemos agregar ya a lo
reprimido, sino al yo. Los sueños punitivos indican, pues, la posibilidad de una
más amplia participación del yo en la formación de los sueños. El mecanismo de
este proceso se nos hace mucho más transparente en cuanto sustituimos la
antítesis entre lo «consciente» y lo «inconsciente» por la del yo y lo «reprimido».
Pero esta sustitución no puede ser llevada a efecto sin un previo conocimiento de
los procesos de la psiconeurosis. Me limitaré, pues, a observar que los sueños
punitivos no se hallan enlazados generalmente a la condición de la existencia de
restos diurnos penosos. Por el contrario, surgen con mayor facilidad en
circunstancias contrarias, esto es, cuando los restos diurnos son ideas de
naturaleza satisfactoria, pero que expresan satisfacciones ilícitas. Partiendo de
estas ideas, no llega entonces al sueño manifiesto elemento ninguno que
represente una contradicción directa de las mismas, análogamente a como
sucedía en los sueños del grupo a). El carácter esencial de los sueños punitivos
sería el de que en ellos no es el deseo inconsciente procedente de lo reprimido
(del sistema Inc.) el que se constituye en formador del sueño, sino el deseo que
reacciona a él, procedente del yo; aunque también inconsciente (esto es,
preconsciente)[522].
Procuraré aclarar estas afirmaciones con la exposición de un sueño propio,
que muestra, sobre todo, la forma en que la elaboración onírica procede con un
resto diurno de penosas preocupaciones:
El principio es un tanto borroso: «Digo a mi mujer que tengo que darle una
noticia muy satisfactoria. Mi mujer se asusta y no quiere oírme, pero le aseguro
que es algo que ha de regocijarla, y comienzo a contarle que el cuerpo de
oficiales del Arma a la que nuestro hijo pertenece ha mandado una cantidad de
dinero (¿5000 coronas?)…, algo de reconocimiento…, distribución… Mientras
tanto, he entrado con mi mujer en un cuartito que parece ser una despensa para
sacar algo de él. De repente, veo a mi hijo. No viene de uniforme, sino que trae
un traje de sport muy ceñido (como la piel de una foca) con una pequeña capita.
Se sube sobre una cesta que hay al lado de un cajón, como si quisiera colocar
algo encima de este último. Le llamo, pero no me responde. Me parece ver que
trae la cara o la frente vendada y que se ajusta algo en la boca introduciendo algo
en ella. Sus cabellos han encanecido. Pienso si estará muy agotado y si llevará
dientes postizos. Antes de haber podido llamarle por segunda vez despierto sin
sentir angustia, pero con palpitaciones. El reloj señala las dos y media».
No siéndome posible comunicar un análisis completo de este sueño, me
limitaré a hacer resaltar algunos puntos decisivos. El motivo del sueño estaba
constituido por penosas preocupaciones del día. Mi hijo se hallaba combatiendo
en el frente y no teníamos noticias suyas hacía ya más de una semana. En el
contenido latente encuentra expresión el convencimiento de que ha muerto o está
herido. Al principio del sueño, observamos un enérgico esfuerzo para sustituir
las ideas penosas por sus contrarias. Tengo que comunicar a mi mujer algo muy
satisfactorio, el envío de una cantidad, el reconocimiento, la distribución. (La
cantidad procede de un satisfactorio deseo real de mi práctica médica e intenta,
por tanto, desviar el tema.) Pero este esfuerzo fracasa en absoluto. Mi mujer
sospecha algo terrible y no me quiere oír. Los disfraces bajo los que el sueño se
presenta son en extremo transparentes, y todos los elementos revelan su relación
con aquello que debe ser reprimido. Si mi hijo ha muerto, sus camaradas me
remitirán sus efectos y tendré que distribuir su herencia entre sus hermanos. De
los oficiales caídos en el campo de batalla se dice que han merecido el
reconocimiento de la Patria. El sueño tiende, pues, directamente a dar expresión
a aquello que al principio quería negar, proceso en el cual se hace notar, a través
de las deformaciones, la tendencia realizadora de deseos. (El cambio de lugar
durante el sueño puede ser interpretado, quizá, en el sentido del simbolismo del
umbral, establecido por Silberer.) No sospechamos qué es lo que le presta la
necesaria fuerza impulsora. En la escena onírica no se nos muestra mi hijo como
alguien que «cae», sino como alguien que «sube». En su juventud ha sido un
intrépido alpinista. (No se nos aparece de uniforme, sino vestido con un traje de
sport.) Esto es, el accidente que ahora tememos le haya sucedido ha sido
sustituido por otro anterior (una vez que se rompió una pierna patinando). La
hechura singular de su traje, con el que parece una foca, nos recuerda a otro
individuo, más joven, de nuestra familia, a nuestro gracioso nietecito. El cabello
gris alude al padre de este niño, nuestro yerno, duramente castigado por la
guerra. ¿Qué quiere esto decir? Pero basta. El lugar en que el sueño se desarrolla
—una despensa—, el cajón del que mi hijo quiere coger algo (o sobre el que
quiere colocar algo, en el sueño), son indudables alusiones a un accidente que
sufrí por mi propia culpa. Teniendo unos dos o tres años quise alcanzar una
golosina de un armario de la despensa y me subí sobre una banqueta colocada
encima de una mesa, pero me caí y me di un golpe que pudo haberme costado
perder los dientes. Este elemento del sueño constituye un reproche: «Te está bien
empleado», equivalente a un sentimiento hostil contra mi hijo. Profundizando en
el análisis descubrí el sentimiento oculto al que pudiera satisfacer la temida
desgracia de mi hijo. Es la envidia de la juventud, envidia que el hombre maduro
siente siempre por mucho que crea haberla dominado, y resulta indudable que
precisamente la dolorosísima emoción que habría de surgir si dicha desgracia se
confirmara es la que reanima, como atenuante, tal realización reprimida de
deseos. (Adición de 1919.)
Podemos ya precisar qué es lo que el deseo inconsciente significa para el
sueño. Concedo que existe una clase de sueños cuyo estimulo procede
predominante o hasta de un modo exclusivo de los restos de la vida diurna, y
opino que incluso mi deseo de recibir algún día el título de profesor
extraordinario me hubiera dejado dormir tranquilo aquella noche si no hubiera
perdurado aún en mí el cuidado que la salud de mi amigo me inspiraba. Pero este
cuidado no habría provocado, sin embargo, sueño ninguno, pues la fuerza
impulsora de que el sueño precisaba tenía que ser reforzada por un deseo. Así,
pues, para formar el sueño tuvo mi preocupación que buscar tal deseo y aliarse
con él. Trataremos de aclarar estas circunstancias por medio de una comparación
tomada de la vida social. Es muy posible que la idea diurna represente en la
formación del sueño el papel de socio industrial: el socio industrial posee una
idea y quiere explotarla; pero no puede hacer nada sin capital y necesita un socio
capitalista que corra con los gastos. En el sueño el capitalista que corre con el
gasto psíquico necesario para la formación del sueño es siempre, cualquiera que
sea la idea diurna, un deseo de lo inconsciente[523].
Otras veces se reúnen ambos caracteres en una misma persona, caso el más
corriente en el sueño: la labor diurna ha provocado un deseo inconsciente, y éste
crea entonces el sueño. También para todas las demás modificaciones posibles
de la asociación económica empleada aquí como ejemplo hallamos un paralelo
en los procesos oníricos. El socio industrial puede aportar una pequeña suma al
capital; varios socios industriales pueden dirigirse al mismo capitalista o varios
capitalistas reunir entre sí lo necesario para auxiliar al socio industrial.
Correlativamente, hay también sueños mantenidos por más de un deseo.
Podríamos continuar así hasta agotar todas las variantes de la relación
económica que hemos escogido como término de comparación; pero no lo
creemos necesario. Aquello que en estas especulaciones sobre el deseo onírico
haya quedado aún incompleto será completado más adelante.
El tertium comparationis del paralelo establecido, esto es, la cantidad
disponible, puede ser aún más sutilmente utilizado para el esclarecimiento de la
estructura del fenómeno onírico. En la mayoría de los sueños hallamos un centro
que posee una especial intensidad sensorial. Este centro constituye regularmente
la representación directa de la realización de deseos, pues cuando deshacemos
los desplazamientos de la elaboración hallamos sustituida la intensidad psíquica
de los elementos de las ideas latentes por la intensidad sensorial de los elementos
del contenido manifiesto. Los elementos más próximos a la realización de deseos
pueden ser ajenos al sentido de la misma y constituir ramificaciones de ideas
displacientes contrarias al deseo, que por medio de una conexión, artificialmente
creada muchas veces con los elementos centrales, han obtenido intensidad
suficiente para alcanzar una representación. La fuerza representadora de la
realización de deseos se extiende de este modo sobre una esfera de conexiones,
dentro de la cual todos los elementos, incluso aquellos que de por sí carecen de
medios, llegan a la representación. En aquellos sueños que entrañan varios
deseos impulsores resulta fácil delimitar las esferas de cada una de las
realizaciones de deseos y caracterizar como zonas limítrofes las lagunas que el
sueño presenta.
Aunque la importancia de los restos diurnos queda muy disminuida con las
observaciones que proceden, vale todavía la pena de concederles alguna
atención, pues deben de constituir un ingrediente necesario para la formación
onírica desde el momento en que todo sueño revela siempre una conexión con
una impresión diurna reciente y a veces indiferente en absoluto. Hasta ahora no
hemos logrado explicarnos claramente la necesidad de tal agregación a la
formación de los sueños. Pero es que esta necesidad sólo nos revela su esencia
cuando descubrimos la misión del deseo inconsciente y la estudiamos en
conexión con la psicología de la neurosis. Vemos entonces que la representación
inconsciente es absolutamente incapaz, como tal, de llegar a lo preconsciente. Lo
único que puede hacer es exteriorizar en él un efecto, enlazándose con una
representación preconsciente no censurable, a la que transfiere su intensidad y
detrás de la cual se oculta. Este hecho, al que damos el nombre de transferencia,
contiene la explicación de muchos singulares procesos de la vida anímica de los
neuróticos. La transferencia puede dejar intacta la representación procedente de
lo preconsciente, la cual alcanza entonces una gran intensidad inmerecida o
puede imponerle una modificación paralela al contenido de la representación
inconsciente. Ruego se me perdone mi tendencia a buscar comparaciones de la
vida cotidiana; pero no puedo por menos de recordar que las circunstancias en
las que se nos muestra aquí la representación reprimida resultan muy análogas a
las impuestas en nuestro país a los dentistas americanos, los cuales no pueden
ejercer su profesión si no les sirve de escudo ante la ley un doctor en Medicina
cuyo título haya sido expedido por una universidad americana. Pero así como no
son precisamente los médicos de más clientela los que consienten en tales
alianzas con los dentistas, tampoco en lo psíquico consienten en servir de
encubrimiento a una representación reprimida aquellas otras representaciones
preconscientes o conscientes que han atraído suficientemente sobre sí la atención
activa de lo preconsciente. Lo inconsciente se enlazará más bien con aquellas
impresiones y representaciones de lo preconsciente que han quedado
desatendidas por ser indiferentes o de las que la atención quedó retirada a causa
de haber sido condenadas y rechazadas. Por último, según un principio
experimentalmente comprobado de la teoría de las asociaciones, aquellas
representaciones que han constituido ya una íntima conexión en un sentido,
parecen rechazar grupos enteros de nuevas conexiones. En otro lugar hemos
intentado utilizar este principio como base de una teoría de las parálisis
histéricas.
Si aceptamos para el fenómeno onírico esta necesidad de transferencia de las
representaciones reprimidas, descubierta en el análisis de las neurosis,
hallaremos de una sola vez la solución de dos de sus enigmas: el de que todo
análisis revele la intervención de una impresión reciente en la formación del
sueño y el de que este elemento sea muchas veces de carácter trivialísimo e
indiferente. Sabemos ya que si tales elementos recientes e indiferentes pasan con
tanta frecuencia al sueño como sustituciones de las ideas latentes más antiguas es
porque son las que menos tienen que temer por parte de la censura de la
resistencia. Pero mientras que la exención de la censura no nos aclara más que la
preferencia de que son objeto los elementos triviales, la constancia de los
elementos recientes deja transparentar la necesidad de transferencia. Estos dos
grupos de impresiones bastan para satisfacer a lo inconsciente en su demanda de
material libre aún de asociaciones: las indiferentes, porque no han ofrecido gran
ocasión de amplias conexiones, y las recientes, porque no han tenido tiempo de
establecerlas.
Vemos, pues, que si los restos diurnos que participan en la formación del
sueño toman algo del Inc., esto es, toman fuerza impulsora del deseo reprimido,
también ofrecen a su vez a lo inconsciente algo imprescindible: el objeto de la
transferencia. Si quisiéramos penetrar aquí más profundamente en los procesos
anímicos, tendríamos que iluminar antes con mayor intensidad el juego de las
excitaciones entre lo preconsciente y lo inconsciente. Mas para esto habríamos
de pasar al estudio de las neurosis, pues el sueño no nos lo permite.
Añadiremos aún una última observación sobre los restos diurnos. Su
actuación, y no la del sueño —que ejerce, por el contrario, una acción protectora
—, es la que puede calificarse de perturbadora. Más adelante volveremos sobre
esta cuestión.
Investigando las características del deseo onírico, lo hemos derivado del
dominio del Inc., y hemos analizado su relación con los restos diurnos, los cuales
pueden ser, por su parte, deseos, impulsos psíquicos de cualquier otro género o
simplemente impresiones recientes. De este modo hemos abierto campo libre a
todas las hipótesis favorables a la intervención de la actividad intelectual de la
vigilia en la formación de los sueños. No sería siquiera imposible que,
fundándonos en los resultados de las anteriores especulaciones, llegásemos a
explicar aquellos casos extremos en los que el sueño se constituye en
continuador de la labor diurna y lleva a feliz término un proceso mental que el
pensamiento despierto dejó pendiente; pero nos falta un ejemplo de este género
en el que pudiéramos descubrir, por medio del análisis, la fuente de deseos,
infantil o reprimida, cuya atracción hubiese reforzado con tanto éxito la labor de
la actividad preconsciente. En cambio, no nos hemos aproximado un solo paso a
la solución del problema de porqué lo inconsciente no puede ofrecer durante el
reposo otra, cosa que la fuerza impulsora para su realización de deseos. La
solución de este enigma tiene que arrojar viva luz sobre la naturaleza psíquica
del desear. El esquema del aparato psíquico antes establecido va ahora a
ayudarnos a conseguirla.
Es indudable que para llegar a su perfección actual ha tenido que pasar este
aparato por una larga evolución. Podemos, pues, representárnoslo en un estado
anterior de su capacidad funcional. Determinadas hipótesis nos dicen que el
aparato aspiró primeramente a mantenerse libre de estímulos en lo posible y
adoptó con este fin, en su primera estructura, el esquema del aparato de reflexión
que le permita derivar en el acto por caminos motores las excitaciones sensibles
que hasta él llegaban. Pero las ineludibles condiciones de la vida vinieron a
perturbar esta sencilla función, dando simultáneamente al aparato el impulso que
provocó su ulterior desarrollo. Los primeros estímulos que a él llegaron fueron
los correspondientes a las grandes necesidades físicas. La excitación provocada
por la necesidad interna buscará una derivación en la motilidad, derivación que
podremos califica; de «modificación interna» o de expresión de las emociones.
El niño hambriento grita y patalea; pero esto no modifica en nada su situación,
pues la excitación emanada de la necesidad no corresponde a una energía de
efecto momentáneo, sino a una energía de efecto continuado. La situación
continuará siendo la misma hasta que por un medio cualquiera —en el caso del
niño, por un auxilio ajeno— se llega al conocimiento de la experiencia de
satisfacción, que suprime la excitación interior. La aparición de cierta percepción
(el alimento en este caso), cuya imagen mnémica queda asociada a partir de este
momento con la huella mnémica de la excitación emanada de la necesidad,
constituye un componente esencial de esta experiencia. En cuanto la necesidad
resurja, surgirá también, merced a la relación establecida, un impulso psíquico
que cargará de nuevo la imagen mnémica de dicha percepción y provocará
nuevamente esta última, éstos es, que tenderá a reconstituir la situación de la
primera satisfacción. Tal impulso es lo que calificamos de deseos. La reaparición
de la percepción es la realización del deseo, y la carga psíquica completa de la
percepción, por la excitación emanada de la necesidad, es el camino más corto
para llegar a dicha realización. Nada hay que nos impida aceptar un estado
primitivo del aparato psíquico en el que este camino quede recorrido de tal
manera que el deseo termine en una alucinación. Esta primera actividad psíquica
tiende, por tanto, a una identidad de percepción, o sea a la repetición de aquella
percepción que se halla enlazada con la satisfacción de la necesidad.
Una amarga experiencia de la vida ha debido de modificar esta actividad
mental primitiva, convirtiéndola en una actividad mental secundaria más
adecuada al fin. El establecimiento de la identidad de percepción, por el breve
camino regresivo en el interior del aparato, no tiene en otro lugar la
consecuencia que aparece enlazada desde el exterior con la carga de la misma
percepción. La satisfacción no se verifica y la necesidad perdura. Para hacer
equivalente la carga interior a la exterior tendría que ser conservada ésta
constantemente, como sucede en las psicosis alucinatorias y en las fantasías de
hambre, fenómenos que agotan su función psíquica en la conservación del objeto
deseado. Para alcanzar un aprovechamiento más adecuado de la energía psíquica
será necesario detener la regresión, de manera que no vaya más allá de la huella
mnémica y pueda buscar, partiendo de ella, otros caminos que la conduzcan al
establecimiento de la identidad deseada en el mundo exterior[524]. Esta coerción
y la derivación consiguiente de la excitación constituyen la labor de un segundo
sistema, que domina la motilidad voluntaria; esto es, un sistema en cuya función
se agrega ahora el empleo de la motilidad para fines antes recordados. Pero toda
la complicada actividad mental que se desarrolla desde la huella mnémica hasta
la creación de la identidad de percepción por el mundo exterior no representa
sino un rodeo que la experiencia ha demostrado necesario para llegar a la
realización de deseos[525]. El acto de pensar no es otra cosa que la sustitución del
deseo alucinatorio. Resulta, pues, perfectamente lógico que el sueño sea una
realización de deseos, dado que sólo un deseo puede incitar al trabajo a nuestro
aparato anímico. Realizando sus deseos por un breve camino regresivo, nos
conserva el sueño una muestra del funcionamiento primario del aparato
psíquico, funcionamiento abandonado luego por inadecuado fin. Aquello que
dominaba en la vigilia, cuando la vida psíquica era aún muy joven y poco
trabajadora, aparece ahora confinado en la vida nocturna, del mismo modo que
las armas primitivas de la Humanidad, el arco y la flecha, han pasado a ser
juguetes de los niños. El soñar es una parte de la vida anímica infantil superada.
En las psicosis se imponen de nuevo estos funcionamientos del aparato psíquico,
reprimidos durante la vigilia, y muestran su incapacidad para la satisfacción de
nuestras necesidades relacionadas con el mundo exterior[526].
Los impulsos optativos inconscientes tienden también a imponerse durante el
día, y tanto la transferencia como las psicosis nos muestran que dichos impulsos
quisieran llegar a la conciencia y al dominio de la motilidad siguiendo los
caminos que atraviesan el sistema de lo preconsciente. En la censura entre Inc. y
Prec., censura cuya existencia nos ha sido revelada por el estudio del sueño,
tenemos que reconocer, por tanto, la instancia que vela por nuestra salud mental.
¿No constituirá entonces una imprudencia de este vigilante el hecho de disminuir
por la noche su actividad, dejando alcanzar una expresión a los impulsos
reprimidos del Inc. y haciendo posible de nuevo la regresión alucinatoria? No lo
creo, pues cuando este guardián crítico se entrega al reposo —y tenemos además
la prueba de que su sueño no es nunca muy profundo— cierra la puerta que
conduce a la motilidad. Cualesquiera que sean los impulsos del Inc., coartados
en otra ocasión, que surjan ahora a escena, podemos permitirles esa libertad,
pues siéndoles imposible poner en movimiento el aparato motor, único que
podría influir de una manera modificadora sobre el mundo exterior, resultarán
completamente inofensivos. El estado de reposo garantiza la seguridad de la
fortaleza, cuya vigilancia ha descuidado la censura. El peligro es mayor cuando
el desplazamiento de energías no es provocado por el relajamiento nocturno de
la censura crítica, sino por una debilitación patológica de la misma o por un
robustecimiento patológico de las excitaciones inconscientes, y tiene efecto
hallándose cargado lo inconsciente y abiertas las puertas de la motilidad. En este
caso queda derrotado el guardián; las excitaciones inconscientes logran subyugar
a lo preconsciente y dominan desde allí nuestras palabras y nuestros actos o
conquistan la regresión alucinatoria y dirigen el aparato psíquico, no destinado a
ellas, por medio de la atracción que las percepciones ejercen sobre la
distribución de nuestra energía psíquica. Este estado es el que conocemos con el
nombre de psicosis.
Nos encontramos ahora en buen camino para continuar edificando la
armazón psicológica que abandonamos después de incluir en ella los dos
sistemas Inc. y Prec. Pero tenemos todavía motivos suficientes para proseguir el
estudio del deseo como única fuerza impulsora del sueño. Hemos hallado la
explicación de que el sueño es siempre una realización de deseos, por ser una
función del sistema Inc., el cual no tiene otro fin que la realización de deseos y
no dispone de fuerzas distintas de los impulsos optativos. Si queremos conservar
aún por algunos momentos nuestro derecho a emprender tan amplias
especulaciones psicológicas partiendo de la interpretación de los sueños,
estaremos obligados a demostrar que tales especulaciones nos permiten llegar a
incluir el fenómeno onírico en una totalidad susceptible de entrañar otros
productos psíquicos. Si es cierto que existe un sistema inconsciente, no puede ser
el sueño su única manifestación. Todo sueño es, desde luego, una realización de
deseos; pero tiene que haber también otras formas de realizaciones anormales de
deseos distintas del sueño. Así es, en efecto, pues la teoría de todos los síntomas
psiconeuróticos culmina en el principio de que también estos productos tienen
que ser considerados como realizaciones de deseos de lo inconsciente[527].
Nuestros esclarecimientos hacen del sueño el primer miembro de una serie
importantísima para el psiquiatra, pues su comprensión significa la solución de
la parte puramente psicológica de la labor psiquiátrica[528] 387 388. De otros
miembros de esta serie de realizaciones de deseos (por ejemplo, de los síntomas
histéricos) conocemos un carácter esencial que aún echamos de menos en los
sueños. Por las investigaciones a las que tantas veces he aludido en este estudio,
he averiguado que para la formación de un síntoma histérico tienen que
colaborar las dos corrientes de nuestra vida anímica. El síntoma no es
simplemente la expresión de un deseo inconsciente realizado, pues para su
formación tiene que concurrir además un deseo preconsciente que halle también
en él su realización, resultando así doblemente determinado por lo menos, o sea
una vez por cada uno de los sistemas en conflicto. Como en el sueño, queda aquí
ilimitado el número de superdeterminaciones. La determinación que no procede
de lo inconsciente es, a mi juicio, siempre un proceso de reacción contra el deseo
inconsciente; por ejemplo, un autocastigo. Puedo, por tanto, afirmar, en general,
que el síntoma histérico no nace sino cuando dos realizaciones de deseos,
contrarias y procedentes cada una de un sistema psíquico distinto, pueden
coincidir en una expresión. (Cf. mis últimas explicaciones del nacimiento de
síntomas histéricos en el estudio Fantasías histéricas y su relación con la
bisexualidad, publicado en la segunda serie de la Colección de ensayos sobre
una teoría de las neurosis, 1909.)[529] La exposición de ejemplos nos sería poco
útil en esta materia, pues sólo el completo esclarecimiento de su complicación es
susceptible de llevarnos a un convencimiento de la exactitud de lo afirmado. Me
limitaré, pues, a dejar consignado lo que antecede, y simplemente a título de
ilustración, mas no porque pueda poseer fuerza probatoria alguna, expondré un
ejemplo de síntoma histérico. En una paciente demostraron ser los vómitos
histéricos la realización de una fantasía inconsciente de sus años de pubertad,
esto es, la del deseo de hallarse continuamente embarazada, tener muchísimos
hijos y tenerlos del mayor número posible de hombres.
Contra este deseo se elevó naturalmente un poderoso impulso defensivo.
Pero dado que los continuos vómitos habían de desmejorar a la paciente,
haciéndole perder su belleza, de manera que no pudiera inspirar a los hombres
ningún deseo, resultaba que también el proceso mental punitivo hallaba su
realización en el síntoma. Aprobado así por ambos lados, podía éste pasar a la
realidad. Esta forma de realizar un deseo nos recuerda la empleada por la reina
de los parthos con el triunviro Craso. Suponiendo que era el ansia de riquezas lo
que le había llevado a declararle la guerra, hizo verter oro fundido en la boca del
cadáver de su enemigo, diciéndole: «Toma; aquí tienes lo que deseabas».
Del sueño no sabemos hasta ahora sino que expresa una realización de
deseos de lo inconsciente, y parece que el sistema dominante preconsciente
permite dicha realización después de imponerle determinadas deformaciones. No
nos es posible realmente demostrar, en general, la existencia de pensamientos
contrarios al deseo del sueño y que se realizaran también en este último. Sólo en
algunos casos nos han revelado los análisis indicios de creaciones reactivas; por
ejemplo, mi cariño hacia R, en el sueño de mi tío. Pero esta agregación
preconsciente que aquí echamos de menos se nos muestra en un lugar distinto. El
sueño puede dar expresión a un deseo de lo inconsciente después de haberle
impuesto toda clase de deformaciones, mientras el sistema dominante se ha
entregado al deseo de reposar y lo realiza por la creación de las modificaciones
que le es posible introducir en la carga del aparato psíquico, manteniéndolo
realizado a través de toda la duración del reposo[530].
Este deseo de dormir, mantenido por lo preconsciente, ejerce, en general, un
efecto favorable a la formación del sueño. Recordemos el sueño del padre al que
el resplandor que llega desde la habitación vecina induce a la conclusión de que
el cadáver puede estarse quemando. Una de las fuerzas psíquicas que provocan
la deducción de esta conclusión, en lugar del despertar del sujeto, es el deseo de
prolongar por un momento la vida del niño resucitado en el sueño. No habiendo
podido realizar el análisis de este caso, se nos escapan probablemente otros
deseos inconscientes en él contenidos. Como su segunda fuerza impulsora
podemos considerar la necesidad de reposo del padre. El sueño prolonga al
mismo tiempo la vida del niño y el reposo del sujeto. El deseo de continuar
durmiendo presta su ayuda en todos los sueños al deseo inconsciente. En páginas
anteriores hemos hablado de sueños que se manifiestan francamente como
sueños de comodidad. En realidad, todos los sueños pueden recibir
justificadamente este nombre. En los sueños que elaboran el estímulo exterior
hasta hacerlo compatible con la continuación del reposo es en los que resulta
más fácilmente reconocible la actuación del deseo de continuar durmiendo. Pero
este deseo tiene que intervenir también en la formación de todos los demás
sueños, los cuales sólo desde el interior pueden perturbar el reposo. Cuando el
sueño resulta demasiado perturbador advierte el Prec. a la conciencia: «Déjalo y
sigue durmiendo. No es más que un sueño». Esta advertencia describe la
conducta general de nuestra actividad anímica dominante con respecto al sueño.
Concluiremos, pues, que durante todo el estado de reposo sabemos tan
seguramente que soñamos como que dormimos. No debemos conceder
importancia ninguna a la objeción de que nuestra conciencia no llega nunca a la
percepción de uno de estos conocimientos y a la del otro únicamente en
ocasiones determinadas, cuando la censura se siente sorprendida. En cambio,
hay personas que se dan perfecta cuenta de que duermen y sueñan, poseyendo,
por tanto, una capacidad consciente de dirigir la vida onírica. Cuando uno de
estos sujetos no se halla conforme con el giro que toma un sueño, lo interrumpe
sin despertar y lo comienza de nuevo para continuarlo en una distinta forma.
Otras veces, cuando el sueño le ha colocado en una situación sexualmente
excitante, piensa sin despertar: «No quiero seguir soñando esto para acabar con
una polución; prefiero reservar mis fuerzas para una situación real».
El marqués D’Hervey (Vaschidel, pág. 139) afirmaba haber logrado llegar a
tal dominio sobre sus sueños, que le era posible acelerar a voluntad su curso y
darles la dirección que mejor le parecía. El deseo de dormir dejaba lugar aquí a
otro deseo preconsciente, esto es, el de observar los propios sueños y divertirse
con ellos. El reposo es tan compatible con tal propósito optativo como con el
establecimiento de una determinada condición de despertar (recuérdese el reposo
de las nodrizas). Sabido es también que el interés hacia los sueños eleva
considerablemente en todos los hombres el número de los recordados al
despertar.
Ferenczi(1911), durante una discusión de otros aspectos acerca de la
dirección de los sueños, observaba: «Los sueños elaboran los pensamientos que
ocupan en ese momento la mente desde todos los ángulos, dejaran caer una
imagen onírica si ella amenaza el éxito de una realización de deseos y
experimentarán con una nueva solución, hasta finalmente tener éxito en construir
una realización de deseos que satisfaga ambas entidades mentales en forma de
un compromiso». (Adición de 1914.)
Bien mirado, no es la existencia de dos sistemas cerca del extremo motor del
aparato, sino la de dos procesos o modos de la derivación de la excitación, lo
que ha quedado explicado con las especulaciones psicológicas del apartado que
precede. Pero esto no nos conturba en absoluto, pues debemos hallarnos
dispuestos a prescindir de nuestras representaciones auxiliares en cuanto
creamos haber llegado a una posibilidad de sustituirlas por otra cosa más
aproximada a la realidad desconocida. Intentaremos ahora rectificar algunas
opiniones que pudieron ser equivocadamente interpretadas mientras tuvimos
ante la vista los dos sistemas, como dos localidades dentro del aparato psíquico.
Cuando decimos que una idea inconsciente aspira a una traducción a lo
preconsciente, para después emerger en la conciencia, no queremos decir que
deba ser formada una segunda idea en un nuevo lugar. Asimismo queremos
también separar cuidadosamente de la emergencia en la conciencia toda idea de
un cambio de localidad. Cuando decimos que una idea preconsciente queda
reprimida y acogida después por lo inconsciente, podían incitarnos estas
imágenes a creer que realmente queda disuelta en una de las dos localidades
psíquicas una ordenación y sustituida por otra nueva en la otra localidad. En
lugar de esto, diremos ahora, en forma que corresponde mejor al verdadero
estado de cosas, que una carga de energía es transferida o retirada de una
ordenación determinada, de manera que el producto psíquico queda situado bajo
el dominio de una instancia o sustraído al mismo. Sustituimos aquí, nuevamente,
una representación tópica por una representación dinámica; lo que nos aparece
dotado de movimiento no es el producto psíquico, sino su inervación[537].
Sin embargo, creo adecuado y justificado continuar empleando la
representación plástica de los sistemas. Evitaremos todo abuso de esta forma de
exposición recordando que las representaciones, las ideas y los productos
psíquicos en general no deben ser localizados en elementos orgánicos del
sistema nervioso, sino, por decirlo así, entre ellos. Todo aquello que puede
devenir objeto de nuestra percepción interior, es virtual, como la imagen
producida por la entrada de los rayos luminosos en el anteojo. Los sistemas, que
no son en sí nada psíquicos y no resultan nunca accesibles a nuestra percepción
psíquica, pueden ser comparados a las lentes del anteojo, las cuales proyectan la
imagen. Continuando esta comparación, correspondería la censura situada entre
dos sistemas a la refracción de los rayos al pasar a un medio nuevo.
Hasta ahora hemos hecho psicología por nuestra propia cuenta; pero es ya
tiempo de que volvamos nuestros ojos a las opiniones teóricas de la psicología
actual para compararlas con nuestros resultados. El problema de lo inconsciente
en la psicología es, según las rotundas palabras de Lipps[538], menos un
problema psicológico que el problema de la psicología. Mientras que la
psicología se limitaba a resolver este problema con la explicación de que lo
psíquico era precisamente lo consciente, y que la expresión «procesos psíquicos
inconscientes» constituía un contrasentido palpable, quedaba excluido todo
aprovechamiento psicológico de las observaciones que el médico podía efectuar
en los estados anímicos anormales. El médico y el filósofo sólo se encuentran
cuando reconocen ambos que los procesos psíquicos inconscientes constituyen la
expresión adecuada y perfectamente justificada de un hecho incontrovertible. El
médico no puede sino rechazar con un encogimiento de hombros la afirmación
de que la conciencia es el carácter imprescindible de lo psíquico, o si su respeto
a las manifestaciones de los filósofos es aún lo bastante fuerte, suponer que no
tratan el mismo objeto ni ejercen la misma ciencia. Pero también una sola
observación, comprensiva de la vida anímica de un neurótico, o un solo análisis
onírico, tienen que imponerle la convicción indestructible de que los procesos
intelectuales más complicados y correctos, a los que no es posible negar el
nombre de procesos psíquicos, pueden desarrollarse sin intervención de la
conciencia del individuo[539].
El médico no advierte, ciertamente, estos procesos inconscientes hasta que
los mismos han ejercido un efecto susceptible de comunicaciones o de
observación sobre la conciencia; pero este efecto de conciencia puede mostrar un
carácter psíquico completamente distinto del proceso preconsciente, de manera
que la percepción interior no pueda reconocer en él una sustitución del mismo.
El médico tiene que reservarse el derecho de penetrar inductivamente desde el
efecto de la conciencia hasta el proceso psíquico inconsciente. Obrando así
descubrirá que el efecto de conciencia no es más que un lejano efecto psíquico
del proceso inconsciente y que este último no ha devenido consciente como tal,
habiendo existido y actuado sin delatarse en modo alguno a la conciencia. Para
llegar a un exacto conocimiento del proceso psíquico es condición
imprescindible dar a la conciencia su verdadero valor, tan distinto del que ha
venido atribuyéndosele con exageración manifiesta. En lo inconsciente tenemos
que ver, como afirma Lipps, la base general de la vida psíquica. Lo inconsciente
es el círculo más amplio en el que se halla inscrito el de lo consciente. Todo lo
consciente tiene un grado preliminar inconsciente, mientras que lo inconsciente
puede permanecer en este grado y aspirar, sin embargo, al valor completo de una
función psíquica. Lo inconsciente es lo psíquico verdaderamente real: su
naturaleza interna nos es tan desconocida como la realidad del mundo exterior
y nos es dado por el testimonio de nuestra conciencia tan incompletamente como
el mundo exterior por el de nuestros órganos sensoriales.
Una vez que la antigua antítesis de vida consciente y vida onírica ha quedado
despojada de toda significación por el reconocimiento del verdadero valor de lo
psíquico inconsciente, desaparece toda una serie de problemas oníricos que
preocuparon intensamente a los investigadores anteriores. Así, muchas funciones
cuyo desarrollo en el sueño resultaba desconcertante, no deben ser ya atribuidas
a este fenómeno, sino a la actividad diurna del pensamiento inconsciente.
Cuando Schemer nos descubre en el sueño una representación simbólica del
cuerpo, sabemos que se trata del rendimiento de determinadas fantasías
inconscientes, que obedecen, probablemente, a impulsos sexuales y que no se
manifiestan únicamente en él, sino también en las fobias histéricas y en otros
síntomas. Cuando el sueño continúa labores intelectuales diurnas,
solucionándolas e incluso extrayendo a la luz ocurrencias valiosísimas, hemos de
ver en dichas labores un rendimiento de las mismas fuerzas que las realizan
durante la vigilia. Lo único que corresponderá a la elaboración onírica y podrá
ser considerado como una intervención de oscuros poderes de los más profundos
estratos del alma será el disfraz de sueño con el que la función intelectual se nos
presenta. Nos inclinamos asimismo a una exagerada estimación del carácter
consciente de la producción intelectual y artística. Por las comunicaciones de
algunos hombres altamente productivos, como Goethe y Helmholtz, sabemos
que lo más importante y original de sus creaciones surgió en ellos en forma de
ocurrencia espontánea, siendo percibido casi siempre como una totalidad
perfecta y terminada. El auxilio de la actividad consciente tiene el privilegio de
encubrir a todas las que simultáneamente actúan.
No merece la pena plantearnos el examen de la significación histórica de los
sueños como un tema especial. Aquellos casos en que un guerrero fue impelido
por un sueño a acometer una osada empresa cuyo resultado transformó la
Historia, no constituyen un nuevo problema, sino mientras que consideramos al
sueño como un poder ajeno a las demás fuerzas anímicas que nos son más
familiares y no como una forma expresiva de impulsos coartados durante el día
por una resistencia y reforzados nocturnamente por excitaciones emanadas de
fuentes más profundas[540]. El respeto que el sueño mereció a los pueblos
antiguos se hallaba fundado en una exacta estimación psicológica de lo
indestructible e indomable existente en el alma humana; esto es, de lo
demoníaco, dado en nuestro inconsciente y reproducido por el sueño.
No sin intención digo nuestro inconsciente, pues aquello que con este
nombre designamos no coincide con lo inconsciente de los filósofos ni tampoco
con lo inconsciente de Lipps. Los filósofos lo consideran únicamente como la
antítesis de lo consciente, y la teoría de que, además de los procesos conscientes,
hay también procesos inconscientes, es una de las que más empeñadas
discusiones han provocado. Lipps nos muestra un principio de mayor alcance,
afirmando que todo lo psíquico se encuentra dado inconscientemente y algo de
ello también conscientemente. Pero no es para demostrar este principio por lo
que hemos estudiado los fenómenos del sueño y de la formación de los síntomas
histéricos. La observación de la vida diurna normal es suficiente para protegerlo
contra toda duda. Los nuevos conocimientos que nos ha procurado el análisis de
los productos psicopatológicos y, entre ellos, el del sueño, consisten en que lo
inconsciente —esto es, lo psíquico— aparece como función de dos síntomas
separados y surge ya así en la vida anímica normal. Hay, pues, dos clases de
inconsciente, diferenciación que no ha sido realizada aún por los psicólogos.
Ambas caen dentro de lo que la psicología considera como lo inconsciente, pero
desde nuestro punto de vista, es una de ellas, la que hemos denominado Inc.,
incapaz de conciencia, mientras que la otra, o sea el Prec., ha recibido de
nosotros este nombre porque sus excitaciones pueden llegar a la conciencia,
aunque también adaptándose a determinadas reglas y quizá después de vencer
una nueva censura, pero de todos modos sin relación ninguna con el sistema Inc.
El hecho de que para llegar a la conciencia tengan que pasar las excitaciones por
una sucesión invariable; esto es, por una serie de instancias, hecho que nos fue
revelado por las transformaciones que la censura les impone, nos sirvió para
establecer una comparación especial. Describimos las relaciones de ambos
sistemas entre sí y con la conciencia, diciendo que el sistema Prec. aparecía
como una pantalla entre el sistema Inc. y la conciencia. El sistema Prec. no sólo
cerraba el acceso a la conciencia, sino que dominaba también el acceso a la
motilidad voluntaria y disponía de la emisión de una carga de energía psíquica
móvil, de la que no es familiar una parte a título de atención[541].
También debemos mantenernos alejados de la diferenciación de conciencia
superior y subconciencia, tan gustada por la moderna literatura de la
psiconeurosis, pues parece acentuar la equivalencia de lo psíquico y lo
consciente.
¿Qué misión queda, pues, en nuestra representación, a la conciencia, antes
omnipotente y que todo lo encubría? Sencillamente la de un órgano sensorial
para la percepción de cualidades psíquicas. Según la idea fundamental de
nuestro esquema, no podemos considerar la percepción por la conciencia más
que como la función propia de un sistema especial, al que designaremos como
sistema Cc. Este sistema nos lo representamos compuesto por caracteres
mecánicos, análogamente al sistema de percepción P; esto es, excitable por
cualidades e incapaz de conservar la huella de las modificaciones, o sea carente
de memoria. El aparato psíquico, que se halla orientado hacia el mundo exterior
con el órgano sensorial de los sistemas P, es, a su vez, mundo exterior para el
órgano sensorial de los sistemas Cc. cuya justificación teleológica reposa en esta
circunstancia. El principio de la serie de instancias, que parece dominar la
estructura del aparato, nos sale aquí nuevamente al encuentro. El material de
excitaciones afluye al órgano sensorial Cc. desde dos partes diferentes; esto es,
desde el sistema P, cuya excitación condicionada por cualidades pasa
probablemente por una nueva elaboración hasta que se convierte en sensación
consciente, y desde el interior del aparato mismo, cuyos procesos cuantitativos
son sentidos como una serie de cualidades de placer y displacer cuando han
llegado a ciertas transformaciones
Los físicos, que han sospechado la posibilidad de formaciones intelectuales
correctas y altamente complicadas sin intervención de la conciencia, han
considerado luego muy difícil señalar a esta última una misión, pues se les
mostraba como un reflejo superfluo del proceso psíquico terminado. La analogía
de nuestro sistema Cc. con el sistema de las percepciones nos ahorra esta
dificultad. Vemos que la percepción por nuestros órganos sensoriales trae
consigo la consecuencia de dirigir una carga de energía por los caminos por los
que se difunde la excitación sensorial afluyente. La excitación cualitativa del
sistema P sirve para regular el curso de la cantidad móvil en el aparato psíquico.
Esta misma misión puede ser atribuida al órgano sensorial del sistema Cc. Al
percibir nuevas cualidades rinde una nueva aportación a la dirección y
distribución de las cargas móviles de energía. Por medio de la percepción de
placer y displacer influye sobre el curso de las cargas dentro del aparato
psíquico, que fuera de esto se mantiene inconsciente y labora por medio de
desplazamientos de cantidad. Es verosímil que el principio del displacer regule
inicialmente los desplazamientos de la carga de un modo automático, pero es
muy posible que la conciencia lleve a cabo una segunda regulación más sutil de
estas cualidades, regulación que puede incluso oponerse a la primera y que
completa y perfecciona la capacidad funcional del aparato, modificando su
disposición primitiva para permitirle someter a la carga de energía psíquica y a la
elaboración aquello que se halla enlazado con desarrollos de displacer. La
psicología de la neurosis nos enseña que esta regulación por la excitación
cualitativa del órgano sensorial desempeña un importantísimo papel en la
actividad funcional del aparato. El dominio automático del principio primario de
displacer y la subsiguiente limitación de la capacidad funcional quedan
suprimidos por las regulaciones sensibles, las cuales son nuevamente, de por sí,
automatismos. Vemos que la represión adecuada al principio termina en una
renuncia perjudicial a la coerción y al dominio anímico, recayendo mucho más
fácilmente sobre los recuerdos que sobre las percepciones, pues los primeros
carecen del incremento de carga provocado por la excitación del órgano
sensorial psíquico. Las ideas rechazables no se hacen conscientes unas veces por
haber sucumbido a la represión; pero otras pueden no hallarse reprimidas, sino
haber sido sustraídas a la conciencia por otras causas. Éstos son los indicios de
que la terapia se sirve para solucionar las represiones.
El valor de la sobrecarga provocada por la influencia reguladora del órgano
sensorial Cc. sobre la cantidad móvil queda representado en una conexión
teleológica por la creación de nuevas series de cualidades y con ello de una
nueva regulación, que pertenece, quizá, a las prerrogativas concedidas al hombre
sobre los animales. Los procesos intelectuales carecen en sí de calidad, salvo en
lo que respecta a las excitaciones placientes y displacientes concomitantes, que
deben ser mantenidas a raya, como posibles perturbaciones del pensamiento.
Para prestarles una cualidad quedan asociados en el hombre con recuerdos
verbales, cuyos restos cualitativos bastan para atraer sobre ellas la atención de la
conciencia.
La diversidad de los problemas de la conciencia se nos muestra en su
totalidad en el análisis de los procesos mentales histéricos. Experimentamos
entonces la impresión de que también el paso de lo preconsciente a la carga de la
conciencia se halla ligado a una censura análoga a la existente entre Inc. y Prec.
También esta censura comienza a partir de cierto límite cuantitativo, quedando
sustraídos a ella los productos mentales poco intensos. Todos los casos posibles
de inaccesibilidad a la conciencia, así como los de penetración a la misma bajo
ciertas restricciones, aparecen reunidos en el cuadro de los fenómenos
psiconeuróticos, y todos estos fenómenos indican la íntima y recíproca conexión
existente entre la censura y la conciencia. Con la comunicación de dos casos de
este género daremos por terminadas estas especulaciones psicológicas.
En una ocasión fui llamado a consulta para examinar a una muchacha de
aspecto inteligente y decidido. Su toilette me llamó inmediatamente la atención,
pues contra todas las costumbres femeninas, llevaba colgando una media y
desabrochados los botones de la blusa. Se quejaba de dolores en una pierna, y sin
que yo le hiciera indicación alguna, se quitó la media y me mostró la pantorrilla.
Su queja principal es la siguiente, que reproduzco aquí con sus mismas palabras:
siente como si tuviera dentro del vientre algo que se moviera de aquí para allá,
sensación que le produce profundas emociones. A veces es como si todo su
cuerpo se pusiera rígido. Al oír estas palabras, el colega que me había llamado a
consulta me miró significativamente. No eran, en efecto, nada equívocas. Lo
extraño es que la madre de la sujeto no sospechase su sentido, a pesar de que
debía de haberse hallado repetidamente en la situación que con ellas describía su
hija. Ésta no tiene idea ninguna del alcance de sus palabras, pues si la tuviera no
las pronunciaría. Se ha conseguido, por tanto, en este caso cegar de tal manera a
la censura, que una fantasía que permanece generalmente en lo preconsciente ha
sido acogida en la conciencia bajo el disfraz de una queja y como absolutamente
inocente.
Otro ejemplo. Comienzo el tratamiento psicoanalítico de un niño de catorce
años que padece de «tic» convulsivo, vómitos histéricos, dolores de cabeza,
etcétera, etc. Asegurándole que cerrando los ojos vería imágenes o se le
ocurrirían cosas que debería comunicarme, el paciente me responde en
imágenes. La última impresión recibida por él antes de venir a verme vive
visualmente en su recuerdo. Había estado jugando a las damas con su tío y ve
ahora el tablero ante sí. Discute y me explica determinadas posiciones que son
favorables o desfavorables y ciertas jugadas que no deben hacerse. Después ve
sobre el tablero un puñal, que no es de su tío, sino de su padre, pero que traslada
a casa de su tío, colocándolo sobre el tablero. Luego aparece en el mismo lugar
una hoz y luego una guadaña, acabando por componerse la imagen de un viejo
labrador que siega la hierba. Después de algunos días llegué a la comprensión de
esta yuxtaposición de imágenes. El niño vive en medio de circunstancias
familiares que le han excitado: un padre colérico y severo, en perpetua guerra
con la madre y cuyo único medio educativo era una constante amenaza; la
separación de los cónyuges y el alejamiento de la madre, cariñosa y débil, y el
nuevo matrimonio del padre, que apareció una tarde en su casa con una mujer
joven y dijo al niño que aquélla era su nueva mamá. Pocos días después de este
suceso fue cuando el niño comenzó a enfermar. Su cólera retenida con el padre
es lo que ha reunido las imágenes referidas en alusiones fácilmente
comprensibles. El material ha sido proporcionado por una reminiscencia de la
mitología. La hoz es el arma con que Zeus castró a su padre, y la guadaña y la
imagen del segador describen a Cronos, el violento anciano que devora a sus
hijos, y del que Zeus toma una venganza tan poco infantil. El matrimonio del
padre constituyó una ocasión para devolver los reproches y amenazas que el niño
hubo de oír en una ocasión en que fue sorprendido jugando con sus genitales (el
tablero, las jugadas prohibidas, el puñal con el que se puede matar). En este caso
se introducen furtivamente en la conciencia, fingiéndose imágenes
aparentemente faltas de sentido, recuerdos ha largo tiempo reprimidos, cuyas
ramificaciones han permanecido inconscientes.
Así, pues, el valor teórico del estudio de los sucesos consistiría en sus
aportaciones al conocimiento psicológico y en una preparación a la comprensión
de la psiconeurosis. ¿Quién puede sospechar hasta dónde puede elevarse aún y
qué importancia puede adquirir un conocimiento fundamental de la estructura y
las funciones del aparato anímico, cuando ya el estado actual de nuestro
conocimiento permite ejercer una influencia terapéutica sobre las formas
curables de psiconeurosis? ¿Cuál puede ser ahora —me oigo preguntar— el
valor práctico de estos estudios para el conocimiento del alma y el
descubrimiento de las cualidades ocultas del carácter individual? Estos impulsos
inconscientes que el sueño revela, ¿no tienen, quizá, el valor de poderes reales en
la vida anímica? ¿Qué importancia ética hemos de dar a los deseos reprimidos,
que así como crean sueños, pueden crear algún día otros productos?
No me creo autorizado para contestar a estas preguntas. Mis pensamientos no
han perseguido más allá esta faceta del problema del sueño. Opino únicamente
que aquel emperador romano que hizo ejecutar a uno de sus súbditos por haber
éste soñado que le asesinaba, no estaba en lo cierto. Debía haberse preocupado
antes de lo que el sueño significaba, pues muy probablemente no era aquello que
su contenido manifiesto revelaba, y aun cuando un sueño distinto hubiese tenido
esta significación criminal, hubiera debido pensar en las palabras de Platón, de
que el hombre virtuoso se contenta con soñar lo que el perverso realiza en la
vida. Por tanto, creo que debemos absolver al sueño. No puedo decir en pocas
palabras si hemos de reconocer realidad a los deseos inconscientes y en qué
sentido. Desde luego, habremos de negársela a todas las ideas de transición o de
mediación. Una vez que hemos conducido a los deseos inconscientes a su última
y más verdadera expresión, vemos que la realidad psíquica es una forma
especial de existencia que no debe ser confundida con la realidad material.
Parece entonces injustificado que los hombres se resistan a aceptar la
responsabilidad de la inmoralidad de sus sueños. El estudio del funcionamiento
del aparato anímico y el conocimiento de la relación entre lo consciente y lo
inconsciente hacen desaparecer aquello que nuestros sueños presentan contrario
a la moral.
«Al buscar ahora en la conciencia las relaciones que el sueño mostraba con
el presente (la realidad), no deberemos extrañarnos si lo que creímos un
monstruo al verlo con el cristal de aumento del análisis, se nos muestra ser un
infusorio» (H. Sachs).
Para la necesidad práctica de la estimación del carácter del hombre bastan,
en la mayoría de los casos, sus manifestaciones conscientes. Ante todo, hemos
de colocar en primer término el hecho de que muchos impulsos que han
penetrado en la conciencia son suprimidos por poderes reales en la vida anímica
antes de su llegada al acto. Si alguna vez no encuentran obstáculo psíquico
ninguno en su camino es porque lo inconsciente está seguro de que serán
estorbados en otro lugar. De todos modos, siempre es muy instructivo ver el
removido suelo sobre el que se alzan, orgullosas, nuestras virtudes. La
complicación dinámica de un carácter humano no resulta ya explicable por
medio de una simple alternativa, como lo quería nuestra vieja teoría moral.
¿Y el valor del sueño para el conocimiento del porvenir?
En esto no hay, naturalmente, que pensar[542]. Por gustosos que saludemos,
como investigadores modestos y exentos de prejuicios, la tendencia a incluir los
fenómenos ocultos en el círculo de la investigación científica, mantenemos
nuestra convicción de que dichos estudios no llegarán nunca a procurarnos ni la
demostración de una segunda existencia en el más allá ni el conocimiento del
porvenir. Diríamos, en cambio, que el sueño nos revela el pasado, pues procede
de él en todos sentidos. Sin embargo, la antigua creencia de que el sueño nos
muestra el porvenir no carece por completo de verdad. Representándonos un
deseo como realizado, nos lleva realmente al porvenir; pero este porvenir que el
soñador toma como presente está formado por el deseo indestructible conforme
al modelo de dicho pasado.