EGAN, Greg-Axiomatico Y Otros Relatos

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GREG EGAN (Perth, Australia, 20 de Agosto de 1961),

"La ricura" (The Cutie; rev. Interzone n° 29/Mayo-Junio de 1989)


"La caricia" (The Caress ; Isaac Asimov's Science Fiction Magazine, Enero de 1990).
"Eugene" (rev. Interzone n° 36/Junio de 1990).
"Aprendiendo a ser yo" (Learning to Be Me; rev. Interzone n° 37/Julio de 1990
"La caja de seguridad" (The Safe Deposit Box; Isaac Asimov's Science Fiction Magazine,
Septiembre de 1990)
"Axiomático" (rev. Interzone n° 41/Noviembre de 1990)
"El virólogo virtuoso" (The Moral Virologist ; rev. Pulphouse n° 8/verano de 1990)
"Hermanas de sangre" (Blood Sisters; rev. Interzone n° 44/Febrero de 1991)
"El foso" (The Moat; rev. Aurealis n° 3/Marzo de 1991.
"El asesino infinito"(The Infinite Assassin; rev. Interzone n° 48/Jjunio de1991.
"Amor apropiado" (Appropriate Love; rev. Interzone n° 50/Agosto de 1991)
"Hacia la oscuridad" (Into Darkness; Isaac Asimov's Science Fiction Magazine, Enero de 1992)
"El diario de Cien-años-luz" (The Hundred Light-Year Diary, rev. Interzone n° 55/Enero de 1992)
"Cercanía" (Closer; rev. Eidolon n° 9/invierno de 1992.
"Órbitas inestables en el espacio de las mentiras" ( Unstable Orbits in the Space of Lies ; rev. Interzone
n° 61/Julio de 1992.
"El paseo" (The Walk; en Isaac Asimov's Science Fiction Magazine, Diciembre de 1992)
"Ver", (Seeing, 1995), inédito hasta ahora.
"Un secuestro" (A Kidnapping, 1995), inédito hasta ahora.

p.165

CERCANÍA (Closer, rev. Eidolon n° 9/invierno de 1992

Nadie quiere pasar la eternidad a solas.


—La intimidad —le dije en una ocasión a Sian, después de que hubiésemos hecho el amor— es la única
cura para el solipsismo.
Ella rió y dijo:
—No seas tan ambicioso, Michael. Por ahora, ni siquiera me ha curado de la masturbación.
Pero mi problema nunca fue el verdadero solipsismo. Ya la primera vez que analicé la cuestión, acepté
que no había forma de demostrar la realidad de un mundo externo, y menos aún la existencia de otras
mentes, pero también comprendí que aceptar la existencia de ambos por pura fe era la única forma prác-
tica de lidiar con la vida diaria.
La cuestión que me obsesionaba era la siguiente: dando por supuesto la existencia de otras personas,
¿cómo percibían ellas esa existencia? ¿Cómo experimentaban el ser? ¿Podría realmente llegar a com-
prender algún día cómo era la consciencia para otra persona... mejor que en el caso de un mono, un gato
o un insecto?
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Si no era posible hacerlo, estaba solo.
Deseaba creer desesperadamente que los demás eran, de alguna forma, cognoscibles, pero no era algo
que estuviese dispuesto a dar por sentado. Sabía que no podía haber prueba absoluta, pero deseaba la
persuasión, deseaba alguna convicción.

Ninguna literatura, ni poesía, ni drama, por muy personalmente emotiva que me pareciese, podía con-
vencerme del todo de haber entrevisto el alma del autor. El lenguaje había evolucionado para facilitar la
cooperación en la conquista del mundo físico, no para describir la realidad subjetiva. El amor, la furia,
los celos, el resentimiento, la pena... se definían todos, en última instancia, en términos de circunstan-
cias externas y acciones observables. Cuando una imagen o metáfora me resultaba verídica, eso sólo de-
mostraba que compartía el conjunto de definiciones del autor, una lista de asociaciones de palabras san-
cionadas culturalmente. Después de todo, muchos editores empleaban programas de ordenador —algo-
ritmos muy especializados pero no muy complejos, sin la más remota posibilidad de autoconsciencia—
para producir rutinariamente literatura y crítica literaria indistinguibles de la producción humana. No
sólo basura estereotipada; en varias ocasiones me había sentido profundamente afectado por obras que
más tarde descubrí producidas por un software sin mente. Eso no demostraba que la literatura humana
no comunicase nada sobre la vida interior del autor, pero ciertamente dejaba claro que

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había mucho espacio para la duda.

Al contrario que muchos de mis amigos, no tuve ningún tipo de reparo cuando, a los dieciocho años,
llegó el momento de "cambiar". Retiraron y eliminaron mi cerebro orgánico, y entregaron el control de
mi cuerpo a mi "joya", el Dispositivo Ndoli, un ordenador neuronal implantado poco después de nacer,
que desde entonces había aprendido a imitar mi cerebro, hasta el nivel de las neuronas individuales. No
tuve reparos no porque estuviese convencido de que la joya y el cerebro experimentasen la consciencia
de forma idéntica, sino porque, desde muy temprana edad, me había identificado por completo con la
joya. Mi cerebro era una especie de dispositivo de arranque, nada más, y llorar su pérdida hubiese sido
tan absurdo como llorar mi emerger a partir de algún estado primitivo de desarrollo neuronal embriona-
rio. Cambiar era simplemente lo que los humanos hacían ahora, una parte establecida del ciclo vital, in-
cluso si la transición estaba mediada por nuestra cultura y no por nuestros genes.
Ver morirse unos a otros, y observar la degradación gradual de sus cuerpos, puede que ayudase a los
humanos pre-Ndoli a convencerse de su humanidad común; ciertamente, había incontables referencias
en su literatura a la capacidad igualadora de la muerte. Quizá llegar a la conclusión de que el universo
seguiría avanzando sin ellos producía una sensación compartida de indefensión, o insignificancia, que
ellos veían como su atributo definitorio.
Ahora que se considera una cuestión de fe el que, en algún momento de los próximos mil millones de
años, los físicos encontrarán una forma de que nosotros podamos seguir sin el universo, en lugar de al
contrario, la ruta de la igualdad espiritual ha perdido la lógica dudosa que hubiese podido poseer.

Sian era ingeniera de comunicaciones. Yo era montador de holovisión. Nos conocimos durante una
emisión en vivo de la siembra de Venus con nanomáquinas terraformadoras, una cuestión de gran inte-
rés público, ya que la mayor parte de la superficie inhabitable del planeta ya se había vendido. Se pro -
dujeron varios fallos técnicos con la emisión que podrían haber sido desastrosos, pero juntos nos las
arreglamos para corregirlos, e incluso para ocultar los parches. No fue nada especialmente meritorio,
nos limitamos a hacer nuestro trabajo, pero después yo estaba feliz más allá de toda proporción. Me lle-
vó veinticuatro horas comprender (o decidir) que me había enamorado.
Sin embargo, cuando hablé con ella al día siguiente, me dejó bien claro que no sentía nada por mí; la
química que yo había imaginado "entre nosotros" sólo había existido en mi cabeza. Quedé consternado,
pero no me sorprendió. El trabajo no volvió a unirnos, pero la llamé de vez en cuando, y seis se-
manas más tarde mi

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persistencia recibió su recompensa. La llevé a una representación de Esperando a Godot interpretada
por loros modificados, y yo lo pasé de fábula, pero transcurrió un mes antes de que volviese a verla.
Casi había perdido toda esperanza, cuando una noche se presentó en mi puerta sin avisar y me arrastró
hasta un "concierto" de improvisaciones interactivas computerizadas. El "público" estaba reunido en lo
que parecía el decorado de un club nocturno berlinés de la década de 2050. Un programa de ordenador,
diseñado originalmente para crear música de películas, se alimentaba con la imagen de una cámara flo-
tante que se movía sobre el escenario. La gente bailaba y cantaba, gritaba y se peleaban, y se dedicaba a
todo tipo de histrionismos con la esperanza de atraer a la cámara y dar forma a la música. Al principio,
me sentí acobardado e inhibido, pero Sian no me dejó más opción que unirme a ella.
Fue caótico, una locura, y en ocasiones incluso aterrador. Una mujer apuñaló a otra hasta la "muerte" en
la mesa junto a nosotros, lo que me resultó una indulgencia enfermiza (y cara), pero cuando al final es-
talló un disturbio y la gente empezó a destrozar el mobiliario deliberadamente poco sólido, seguí a Sian
a la batalla, vitoreando.
La música —la excusa para el acto en sí— era basura, pero poco me importó. Cuando salimos a la no-
che, cojeando, doloridos, magullados y riendo, supe que al menos habíamos compartido algo que nos
había hecho sentir más cercanía. Ella me llevó a casa y nos fuimos juntos a la cama, demasiado dolori-
dos y agotados para hacer algo más que no fuese dormir, pero cuando hicimos el amor por la mañana,
ya me sentía tan cómodo con ella que apenas podía creer que fuese nuestra primera vez.
Pronto nos hicimos inseparable. Mis gustos en entretenimiento eran diferentes a los suyos, pero sobre-
viví más o menos intacto a la mayoría de sus "formas artísticas" favoritas. Siguiendo mi propuesta, se
mudó a mi apartamento, y despreocupadamente destruyó el ritmo ordenado de mi vida doméstica tan
cuidadosamente dispuesta.
Tuve que unir detalles de su pasado a partir de frases recogidas de aquí y allá; a ella le resultaba dema-
siado aburrido sentarse y ofrecerme un relato coherente. Su vida había sido tan poco interesante como
la mía: Sian había crecido en una familia de clase media de un suburbio, estudió su profesión, encontró
trabajo. Como casi todo el mundo, había cambiado a los dieciocho años. No poseía grandes conviccio-
nes políticas. Se le daba bien el trabajo, pero dedicaba diez veces más energía a su vida social. Era inte-
ligente, pero odiaba cualquier cosa excesivamente intelectual. Era impaciente, agresiva y bruscamente
afectuosa.
Y yo no podía imaginar, ni por un segundo, cómo sería estar dentro de su cráneo.
Para empezar, rara vez tenía idea de qué estaba pensando ella, en el sentido de saber qué hubiese res-
pondido si le pidiesen de inmediato que describiese sus ideas en el momento anterior a ser interrum-
pida por la pregunta. En una escala temporal

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mayor, no tenía idea sobre sus motivaciones, sobre su imagen de sí misma, su concepto de quién era y
de lo qué hacía y por qué. Incluso en el sentido risiblemente tosco en el que un novelista pretende "ex-
plicar" a un personaje, yo no podía explicar a Sian.
Y si ella me hubiese ofrecido un comentario continuo sobre su estado mental, y valoraciones semanales
sobre las razones de sus actos según la jerga psicodinámica más reciente, todo eso no habría sido más
que un montón de palabras inútiles. Si hubiese podido imaginarme en sus circunstancias, imaginarme
con sus creencias y obsesiones, con una empatía tal que hubiese podido predecir todas sus palabras, to-
das sus decisiones, aun así no habría comprendido ni un solo momento cuando ella cerraba los ojos, ol-
vidaba el pasado, no deseaba nada y simplemente era.

Evidentemente, la mayor parte del tiempo, no tenía la más mínima importancia. Éramos bastante felices
junto, fuésemos o no extraños, e independientemente de si mi "felicidad" y la "felicidad" de Sian eran la
misma en algún sentido real.
A lo largo de los años, ella se volvió menos introvertida, más abierta. No tenía grandes secretos tene-
brosos para compartir, ni traumáticas ordalías de infancia que relatar, pero me dio a conocer sus peque-
ños temores y sus neurosis mundanas. Yo hice lo mismo, e incluso, con torpeza, le expliqué mi obse-
sión característica. No se ofendió. Simplemente se quedó perpleja.
—¿Pero qué significaría? ¿Saber cómo es ser otra persona? Tendría que tener sus recuerdos, su perso-
nalidad, su cuerpo... todo. Y aun así sólo serás ella, no tú mismo, y tú no sabrías nada. Es una tontería.
Me encogí de hombros.
—No necesariamente. Evidentemente, el conocimiento perfecto sería imposible, pero siempre puedes
tener más cercanía. ¿No crees que cuantas más cosas hacemos juntos, más experiencias compartimos,
más nos acercamos?
Frunció el ceño.
—Sí, pero no era de eso de lo que hablabas hace cinco segundo. Dos años, o dos mil años, de "expe-
riencias compartidas" vistas a través de ojos diferentes no significan nada. Por mucho tiempo que pasen
juntas dos personas, ¿cómo podrías siquiera saber que hubo un breve instante en que los dos experimen-
tasteis de la misma forma lo que hacíais "juntos"?
—Lo sé, pero...
—Si admites que lo que deseas es imposible, quizá dejes de obsesionarte con la idea.
Reí.
—¿Qué te hace creer que soy así de racional?

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Cuando la tecnología estuvo disponible, fue idea de Sian, no mía, que probásemos todas las permuta-
ciones somáticas de moda. Sian siempre se mostraba impaciente por probar algo nuevo.
—Si realmente vamos a vivir para siempre —dijo— será mejor que conservemos la curiosidad para así
conservar la cordura.
Yo me mostraba renuente, pero mi resistencia sonaba hipócrita. Estaba claro que ese juego no me con-
duciría al conocimiento perfecto que ansiaba (y que sabía que jamás lograría), pero no podía negar la
posibilidad de que fue un tosco paso en la dirección correcta.
Primero, intercambiamos cuerpos. Descubrí lo que era tener pechos y vagina, lo que era para mí, no lo
que había sido para Sian. Cierto, permanecimos intercambiados el tiempo suficiente como para que la
impresión, e incluso la novedad, desapareciesen, pero nunca me pareció que ganase ninguna compren-
sión especial sobre las experiencias de Sian con el cuerpo con el que había nacido. Mi joya fue modifi-
cada lo justo para controlar esa máquina ajena, que apenas era más de lo que hubiese sido necesario
para operar otro cuerpo masculino. El ciclo menstrual se había abandonado hacía décadas, y aunque hu-
biese podido tomar las hormonas necesarias para permitirme tener el periodo, e incluso quedarme em-
barazada (aunque las penalizaciones financieras contra la reproducción se habían incrementado drásti-
camente en los últimos años), eso no me hubiese indicado nada sobre Sian, que no había hecho ninguna
de las dos cosas.
En cuanto al sexo, el placer de la cópula parecía más o menos el mismo, lo que no era muy sorprenden-
te, ya que los nervios de la vagina y el clítoris simplemente se dirigían a mi joya como si viniesen del
pene. Incluso que me penetrasen me resultó menos diferente de lo que esperaba; a menos que me preo-
cupase especialmente de ser consciente de nuestras geometrías respectivas, me resultaba difícil preocu-
parme de quién le hacía qué a quién. Pero los orgasmos eran mejores, debo admitirlo.
En el trabajo, nadie hizo ningún comentario cuando me presenté como Sian, ya que muchos de mis co-
legas ya habían pasado exactamente por lo mismo. La definición legal de identidad había cambiado re-
cientemente de la huella de ADN del cuerpo, según un conjunto estándar de marcadores, al número de
serie de la joya. Cuando incluso la ley puede ponerse a tu altura, sabes que no estás haciendo nada ni
muy radical ni muy profundo.
Después de tres meses, Sian se cansó.
—No me había dado cuenta de lo torpe que eres —dijo—. O que la eyaculación fuese tan aburrida.
A continuación, solicitó un clon de sí misma, para que los dos pudiésemos ser mujer. Los cuerpos de
reemplazo con el cerebro dañado —Extras— habían sido increíblemente caros en su momento,
cuando había sido preciso hacerlos crecer

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virtualmente a la tasa normal, y también mantenerlos constantemente activos para que tuviesen buena
salud. Sin embargo, los efectos fisiológicos del paso del tiempo, y el ejercicio, no se producían por arte
de magia; a un nivel lo suficientemente profundo, siempre se produce una señal bioquímica, que se pue-
de imitar. Ahora era posible producir Extras maduros, con huesos fuertes y un tono muscular perfecto,
desde cero en tan solo un año —cuatro meses de gestación y ocho meses de coma— lo que permitía que
estuviesen todavía más muertos cerebralmente que antes, tranquilizando los reparos éticos de los que
siempre se habían preguntado qué pasaba por las cabezas de las viejas versiones activas.
En nuestro primer experimento, lo más difícil para mí no había sido mirar en el espejo y ver a Sian, sino
mirar a Sian y verme a mí. La había echado de menos mucho más de lo que había echado de menos ser
yo mismo. Ahora, casi me sentía feliz de que mi cuerpo estuviese ausente (almacenado, mantenido con
vida con una joya basada en el cerebro mínimo de un Extra). La simetría de ser su gemela me agradaba;
con seguridad estábamos más cercanas que nunca. Antes, nos habíamos limitado a intercambiar nues-
tras diferencias físicas. Ahora, las habíamos eliminado.
La simetría era una ilusión. Yo había cambiado de sexo, y ella no. Yo estaba con la mujer que amaba;
ella vivía con una parodia andante de sí misma.
Una mañana me despertó, aporreándome los pechos, con tanta fuerza que me dejó moratones. Cuando
abrí los ojos y me protegí, ella me miró con suspicacia.
—¿Estás ahí? ¿Michael? Me estoy volviendo loca. Te quiero de vuelta.
Para acabar con todo ese extraño episodio de una vez —y quizá también para descubrir por lo que aca-
baba de pasar Sian —acepté una tercera permutación. No hacía falta esperar un año; mi Extra se había
creado simultáneamente con el suyo.
Por alguna razón, fue mucho más desconcertante enfrentarme a "mí mismo" sin el camuflaje del cuerpo
de Sian. Mi propio rostro me resultaba inescrutable; cuando los dos llevábamos disfraz, el detalle no me
había incomodado, pero ahora me hacía sentir nervioso, y en ocasiones incluso paranoico, sin ninguna
razón.
El sexo requirió su periodo de tiempo para acostumbrarme. Finalmente, me resultó placentero, de una
forma confusa y vagamente narcisista. La sensación total de igualdad que había sentido al hacer el amor
como mujer, no regresó del todo cuando nos chupábamos mutuamente las pollas; pero claro, cuando los
dos habíamos sido mujer, Sian nunca había afirmado sentir nada así. Todo había sido invención mía.
El día en que regresamos a la forma en que habíamos empezado (bueno, casi, de hecho, dejamos en el
almacén nuestros cuerpos decrépitos de veintiséis años y pasamos a residir en nuestros Extras más salu-
dables), vi una noticia que venía de Europa sobre una opción que todavía no habíamos probado, que pa-
recía que iba a convertirse en toda una sensación: gemelos idénticos hermafroditas. Nuestros nuevos

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cuerpos podrían ser nuestros hijos biológicos (añadiendo las alteraciones genéticas necesarias para ga-
rantizar el hermafroditismo), con una cantidad igual de características de nosotros dos. Los dos habría-
mos cambiado de sexo, los dos habríamos perdido al compañero. Seríamos iguales en todo.
Me llevé a casa una copia del archivo para que Sian lo viese. Lo vio pensativa y luego dijo:
—Las babosas son hermafroditas, ¿no? Cuelgan juntas en el aire de una hebra de babas. Estoy segura
que incluso Shakespeare comenta el glorioso espectáculo de las babosas copulando. Imagínate: tú y yo,
haciendo el amor como babosas.
Me caí en el suelo, riendo. De pronto
me detuve.
—¿Dónde en Shakespeare? Ni se me había ocurrido que hubieses leído a Shakespeare.

Con el tiempo, llegué a creer que con cada año conocía a Sian un poco mejor — en el sentido tradicio-
nal, el sentido que parecía ser suficiente para la mayoría de las parejas. Sabía lo que ella esperaba de
mí, sabía cómo no hacerle daño. Discutíamos, nos peleábamos, pero debía haber algún tipo de estabili-
dad subyacente, porque al final siempre decidíamos seguir juntos. A mí me importaba mucho su felici-
dad, y en ocasiones apenas podía creer que alguna vez hubiese considerado posible que todas sus expe-
riencias subjetivas pudiesen serme fundamentalmente alienígenas. Era cierto que cada cerebro, y por
tanto cada joya, era único, pero tenía un punto de extravagancia suponer que la naturaleza de la cons-
ciencia sería radicalmente diferente entre individuos, cuando se empleaba el mismo hardware básico y
los mismo principios de topología neuronal.
Pero en ocasiones, si me despertaba por la noche, me volvía hacia ella y le susurraba, inaudible, com-
pulsivamente:
—No te conozco. No tengo ni idea de quién o qué eres.
Me quedaba tendido, pensando en hacer las maletas e irme. Estaba solo, y era una farsa participar en la
charada de pretender lo contrario.
Pero también, en ocasiones me despertaba en medio de la noche, totalmente convencido de que estaba
muriéndome, o algo igualmente absurdo. En el vaivén de algún sueño medio olvidado, son posibles
todo tipo de confusiones. Nunca significaban nada, y por la mañana, volvía a ser yo mismo.

Cuando vi la historia sobre el servicio de Craig Bentley —él lo llamaba "investigación", pero sus "vo-
luntarios" pagaban por el privilegio de participar en el experimento— me costó mucho incluirlo en el
boletín, aunque según todos mis instintos profesionales era exactamente lo que nuestros espectadores
deseaban en una

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historia tecno-impactante de treinta segundos: extraña, incluso ligeramente desconcertante, pero no
muy difícil de entender.
Bentley era ciberneurólogo; estudiaba el Dispositivo Ndoli, de la misma forma que los neurólogos ha-
bían estudiado el cerebro. Imitar el cerebro por medio de un ordenador de red neuronal no había exigido
un conocimiento profundo de sus estructuras de alto nivel; las investigaciones sobre esas estructuras se-
guían en activo, en su nueva encarnación. La joya, comparada con el cerebro, era más fácil de observar
y también más fácil de manipular.
En su proyecto más reciente, Bentley ofrecía a las parejas algo ligeramente más interesante que un en-
tendimiento de la vida sexual de las babosas. Les ofrecía ocho horas con mentes idénticas.
Hice una copia de la pieza original de diez minutos que había llegado por la fibra, luego dejé que mi
consola de montaje escogiese los treinta segundos más emocionantes posibles para su emi-
sión. Hizo un buen trabajo; había aprendido de mí. No podía mentirle a Sian. No podía ocultar la histo-
ria, no podía fingir desinterés.
Lo único honrado era mostrarle el archivo, decirle exactamente lo que sentía, y preguntarle qué que-
ría hacer ella.
Eso hice. Cuando la imagen de HV se desvaneció, se volvió hacia mí, se encogió de hombros y dijo tran-
quilamente:
—Vale. Suena divertido. Vamos a probar.

Bentley vestía una camiseta que tenía estampados nueve retratos pintados por ordenador, en una rejilla
de tres por tres. En la esquina superior izquierda estaba Elvis Presley. Al fondo a la derecha, Marilyn
Monroe. El resto eran varios estadios intermedios.
—Será así. La transición llevará veinte minutos, durante los cuales estarán incorpóreos. Durante los pri-
meros diez minutos, obtendrán un acceso igual a los recuerdos del otro. Durante los otros diez minutos,
los dos se trasladarán, gradualmente, hacia la personalidad de compromiso.
»Una vez hecho eso, sus Dispositivos Ndoli serán idénticos, en el sentido de que ambos contarán con
las mismas conexiones neuronales con los mismos factores de peso, pero casi con toda seguridad esta-
rán en estados diferentes. Tendré que dejarles inconscientes para corregir esa situación. Luego desperta-
rán...
¿Quién despertará?
—...en cuerpos electromecánicos idénticos. Es imposible hacer que los clones sean completamente
iguales.
»Pasarán ocho horas a solas, en habitaciones exactamente iguales. En realidad, más bien son como sui-
tes de hotel. Tendrán HV para entretenerse si hace falta... por supuesto, sin módulo de video-telefonía.
Puede que crean que obtendrían una señal

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de ocupado si los dos intentan llamar simultáneamente al mismo número... pero de hecho, en esos casos
el mecanismo de conmutación permite el paso arbitrario de una llamada, lo que haría que los entornos
fuesen diferentes.
Sian preguntó:
—¿Por qué no podemos llamarnos mutuamente? O mejor, ¿encontrarnos? Si somos exactamente igua-
les, diríamos las mismas cosas, haríamos las mismas cosas... seríamos una pieza idéntica más en el en-
torno de cada uno.
Bentley se mordió el labio y negó con la cabeza.
—Quizá permita algo así en un experimento futuro, pero por ahora creo que sería demasiado... poten-
cialmente traumático.
Sian me miró de lado, lo que significa: Este tipo es un aguafiestas.
—El final será como el comienzo, al revés. Primero, se restaurarán sus personalidades. Luego, perderán
el acceso a los recuerdos del otro. Evidentemente, dejaremos intactos los recuerdos de la experiencia en
sí. Intactos en mi caso, quiero decir, puedo predecir cómo actuarán sus personalidades separadas una
vez restauradas... filtrando, suprimiendo, reinterpretando esos recuerdos. En unos minutos es posible
que tengan opiniones muy diferentes sobre lo que ha pasado. Lo único que puedo garantizarles es que
durante las ocho horas en cuestión ustedes dos serán totalmente idénticos.

Lo hablamos. Sian estaba entusiasmada, como siempre. No le importaba tanto cómo fuese a ser; real-
mente lo que le importaba era recopilar una experiencia novedosa más.
—Suceda lo que suceda, volveremos a ser nosotros mismos al final de la experiencia —dijo—. ¿Qué
hay que temer? Ya conoces el viejo chiste Ndoli.
—¿Qué viejo chiste Ndoli?
—Todo se puede soportar... siempre que sea finito.
No podía decidir qué sentía. Dejando de lado el aspecto de compartir recuerdos, los dos acabaríamos
conociendo no al otro, sino a una tercera persona transitoria y artificial. Aun así, por primera vez en
nuestras vida, habríamos vivido exactamente la misma experiencia, desde el mismo punto de vista, aun-
que la experiencia no fuese más que pasar ocho horas encerrados en habitaciones separadas, y el punto
de vista fuese el de un robot sin sexo con una crisis de identidad.
Era un compromiso, pero no se me ocurría una forma realista de que pudiese ser mejor.
Llamé a Bentley e hice una reserva.

En una privación sensorial perfecta, mis pensamientos parecían disiparse en la oscuridad que me rodea-
ba antes incluso de que estuviesen medio formados. Pero ese

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aislamiento no duró mucho; a medida que se combinaron nuestros recuerdos recientes, logramos una
especie de telepatía: uno de nosotros pensaba un mensaje, y el otro "recordaba" pensarlo, y contestaba
de la misma forma.
>Me muero por descubrir todos tus secretitos.
>Creo que te vas a llevar una decepción. Probablemente he reprimido todo lo que no te he contado a es-
tas alturas.
>Ah, pero reprimido no es lo mismo que borrado. Quién sabe lo que podré encontrar.
>Pronto lo veremos.
Intenté pensar en todos los pecados menores que debía haber cometido a lo largo de los años, todos los
pensamientos vergonzosos, egoístas e indignos, pero no me vino a la cabeza más que el vago ruido
blanco de la culpa. Volví a intentarlo, y logré, de entre todas las cosas, una imagen de Sian cuando era
niña. Un niño pasándole la mano entre las piernas, luego gritando de miedo y apartándola. Pero hacía
tiempo que ella me había descrito el incidente. ¿Se trataba de su recuerdo o de mi reconstrucción?
>Mi recuerdo. Creo. O quizá mi reconstrucción. Ya sabes, la mitad de las veces que te he contado algo
que sucedió antes de que nos conociésemos el recuerdo del relato es más claro que el recuerdo en sí.
Hasta el punto de casi reemplazarlo.
>Lo mismo me pasa a mí.
>Por tanto, en cierta forma nuestros recuerdos llevan años desplazándose hacia una especie de simetría.
Los dos recodamos lo que se dijo, como si los dos lo hubiésemos oído de otra persona.
Acuerdo. Silencio. Un momento de confusión. Luego:
>Esta división tan estricta entre "memoria" y "personalidad" que usa Bentley;
¿realmente es tan clara? Las joyas son ordenadores de red neuronal, no puedes hablar de "datos" y "pro-
grama" en un sentido absoluto.
>No, en general no. En cierta medida, su clasificación debe ser arbitraria. ¿Pero a quién le importa?
>Sí importa. Si él restaura la "personalidad", pero permite la persistencia de los "recuerdos", un fallo de
clasificación podría dejarnos...
>¿Qué?
>Depende, ¿no? En un extremo, tan completamente "restaurados", sin afectarnos tan absolutamente,
que toda la experiencia bien podría no haberse producido. Y en el otro extremo...
> Permanentemente...
>...más cerca.
>¿No es esa la idea?
>Ya no lo sé.

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Silencio. Vacilación.
Luego comprendí que no tenía ni idea de si era mi turno de responder.

Me desperté, tendido en una cama, ligeramente perplejo, como si esperase a que pasase una pausa men-
tal. Sentía el cuerpo ligeramente torpe, pero menos que si me hubiese despertado en el Extra de otro.
Miré el plástico pálido y liso de mi torso y piernas, y luego pasé una mano por delante de los ojos. Pare-
cía un maniquí unisexo de tienda, pero Bentley nos había enseñado los cuerpos por adelantado, y no me
sorprendió demasiado. Me senté despacio, para luego ponerme en pie y dar unos pasos. Me sentía algo
insensible y hueco, pero mi sentido kinestésico, mi propiocepción, estaba bien; me sentía situado entre
mis ojos, y sentía que este cuerpo era mío. Como en el caso de cualquier trasplante moderno, habían
manipulado directamente mi joya para acomodar el cambio, evitando así meses de fisioterapia.
Miré la habitación. Estaba muy poco amueblada: una cama, una mesa, una silla, un reloj, un equipo de
HV. En la pared, una reproducción enmarcada de una litografía de Escher: Bond of Union, un retrato
del artista y, presumiblemente su esposa, pelados como limones formando hélices de cáscara, unidos en
una única banda. Recorrí la superficie externa de principio a fin, y me decepcioné al comprobar que no
tenía el giro de Möbius que había estado esperando.
No había ventanas ni puerta con manilla. Situado en la pared junto a la cama, un espejo de cuerpo ente-
ro. Me quedé inmóvil un rato y observé mi forma ridícula. De pronto se me ocurrió que si Bentley real-
mente amaba tanto los juegos simétricos, podría haber construido una habitación como imagen especu-
lar de la otra, modificando el equipo de HV de la misma forma y alterado una de las joyas, una copia de
mí, para intercambiar la derecha con la izquierda. Lo que parecía un espejo podría ser por tanto una
ventana entre las habitaciones. Sonreí torpemente con mi rostro de plástico; mi reflejo parecía adecua-
damente avergonzado por la visión. La idea me resultaba llamativa, por improbable que fuese. Nada ex-
cepto un experimento de física nuclear podría poner de manifiesto la diferencia. No, no era cierto; un
péndulo libre en su precesión, como el de Foucault, se movería de la misma forma en ambas habitacio-
nes, destapando el juego. Me acerqué al espejo y le di un golpe. No cedió en absoluto, pero claro, la ex-
plicación podría ser una pared de ladrillo o un golpe igual y opuesto al otro lado.
Me encogí de hombres y me volví. Bentley podría haber hecho cualquier cosa; por lo que sabía, todo el
experimento podría ser una simulación por ordenador. Mi cuerpo era irrelevante. La habitación era irre-
levante. Lo importante era...
Me senté en la cama. Recordé a alguien, probablemente a Michael, preguntándose si sentiría pánico
cuando reflexionase sobre mi naturaleza, pero no encontraba ninguna razón para hacerlo. Si me hubiese
despertado en esta habitación sin ningún

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recuerdo reciente e intentase descubrir quién era a partir de mi(s) pasado(s), sin duda me hubiese vuelto
loco, pero sabía exactamente quién era yo. Poseía dos largos senderos de anticipación que llegaban al
estado actual. La idea de revertir a Sian o Michael no me molestaba en absoluto; los deseos de ambos
de recuperar sus identidades disjuntas perduraban en mí, intensos, y el deseo de integridad personal se
manifestaba en forma de alivio ante la idea de su reemergencia, no como temor a mi propia extinción.
En cualquier caso, mis recuerdos no desaparecerían, no tenía sensación de poseer metas que uno de los
dos, o ambos, no fuese a seguir. Me sentía más bien como su mínimo común denominador que como
una hipermente sinergética; yo era menos, no más, que la suma de mis partes. Mi propósito era estricta -
mente limitado: estaba aquí para disfrutar de la extraña situación para Sian, y para responder a la pre-
gunta de Michael, y cuando llegase el momento me bifurcaría con alegría, y retomaría las dos vidas que
recordaba y apreciaba.
Bien, ¿cómo experimenté la consciencia? ¿De la misma forma que Michael? ¿De la misma forma que
Sian? Por lo que podía comprobar, no había sufrido ningún cambio fundamental, pero incluso al llegar
a esa conclusión, comencé a preguntarme si estaba en posición de juzgarlo. ¿Los recuerdos de ser Mi-
chael y los recuerdos de ser Sian contenían mucho más de lo que los dos podrían haber expresado con
palabras e intercambiado verbalmente? ¿Realmente sabía yo algo sobre la naturaleza de sus existencias,
o simplemente mi cabeza estaba llena de descripciones de segunda mano, íntimas, y detalladas, pero al
final tan opacas como el lenguaje? Si mi mente fuese radicalmente diferente, ¿esa diferencia sería algo
que yo pudiese llegar a percibir, o todos mis recuerdos, en el acto de recordar, se reformulaban en tér -
minos que me pareciesen familiares?
Después de todo, el pasado no era más cognoscible que el mundo externo. También había que aceptar
su existencia como un acto de fe, y, una vez concedida la existencia, también podía ser engañoso.
Enterré la cabeza entre las manos, sintiéndome desalentado. Yo era lo más cerca que podrían llegar a
estar, ¿y qué había sido de mí? Las esperanzas de Michael seguían siendo tan exactamente razonables
—y tan indemostrables— como siempre.

Después de un rato, mi ánimo empezó a mejorar. Al menos, la búsqueda de Michael había terminado,
incluso si al final había concluido en fracaso. Ahora no le quedaría más opción que aceptarlo y seguir.
Caminé por la habitación durante un rato, apagando y encendiendo la HV. Empezaba a sentirme aburri-
do, pero no iba a malgastar ocho horas y varios miles de dólares quedándome sentado viendo culebro-
nes.
Consideré varias posibilidades para socavar la sincronización entre mis dos copias. Era inconcebible
que Bentley hubiese ajustado las habitaciones y los cuerpos

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hasta un nivel de tolerancia tan alto de forma que un ingeniero que mereciese el título no pudiese en-
contrar una forma de romper la simetría. Es posible que incluso hubiese bastado con lanzar una mone-
da, pero no tenía monedas. ¿Lanzar un avión de papel? Sonaba prometedor —muy sensible a las co-
rrientes de aire— pero el único papel de la habitación era el Escher, y me resistía a destruirlo. Podría
haberme cargado el espejo, y observado las formas y tamaños de los fragmentos, lo que además serviría
para probar o desestimar mi elucubraciones anteriores, pero al levantar la silla sobre la cabeza, de pron-
to cambié de opinión. Dos conjuntos de recuerdos en conflicto habían sido más que confusos durante
unos pocos minutos de privación sensorial; interaccionando durante varias horas con un entorno físico
podrían ser totalmente destructivos. Mejor dejarlo hasta que sintiese desesperadamente la necesidad de
entretenimiento.
Así que me tendí en la cama e hice lo que probablemente acababan haciendo la mayoría de los clientes
de Bentley.
Mientras se fundían, Sian y Michael habían temido por su intimidad, y los dos habían emitido declara-
ciones mentales compensatorias, por no decir defensivas, de franqueza, al no desear que el otro creyese
que tenían algo que ocultar. La curiosidad también había sido ambivalente; habían deseado compren-
derse mutuamente, pero, claro está, no querían fisgonear.
Todas esas contradicciones persistían en mí, pero —mirando al techo, intentando no volver a mirar al
reloj durante al menos otros treinta segundos— realmente no tenía que tomar ninguna decisión. Lo más
natural del mundo era dejar que mi mente recorriese toda su relación desde ambos puntos de vista.
Fue una reminiscencia muy peculiar. Casi todo parecía simultáneamente sorprendente y totalmente co-
nocido, como un ataque persistente de déjà vu. No es que a menudo intentasen engañarse deliberada-
mente sobre cosas importantes, pero todas las pequeñas mentiras, todos los resentimientos triviales
ocultos, todos los engaños necesarios, laudables, esenciales y productos del amor, llenaban mi cabeza
con una neblina extraña de confusión y desilusión.
En ningún sentido era una conversación; no tenía personalidad múltiple. Sian y Michael simplemente
no estaban presentes, para justificarse, para explicarse, para engañarse mutuamente una vez más, con la
mejor de las intenciones. Quizá debí haber intentado hacerlo en su nombre, pero constantemente me
sentía inseguro con respecto a mi papel, incapaz de decidirme por una postura. Así que me quedé tendi-
do, paralizado por la simetría, y dejé que los recuerdos fluyesen.
Después, el tiempo pasó tan rápido que no tuve oportunidad de romper el espejo.

Intentamos seguir juntos. Duramos una


semana.
Bentley había realizado —como exigía la ley— instantáneas de las joyas antes del experimento. Podría-
mos haber regresado a ese estado —y que luego él nos explicase la razón— pero el autoengaño es una
decisión fácil sólo si la tomas a tiempo.
No podíamos perdonarnos mutuamente porque no había nada que perdonar. Ninguno de los dos había
hecho nada que el otro no comprendiese totalmente y con lo que no estuviese de acuerdo.
Nos conocíamos demasiado bien, eso es todo. Detalle tras puto detalle microscópico. No es que la ver-
dad doliese; ya no era así. Nos entumecía. Nos apagaba. No nos conocíamos mutuamente como nos co-
nocíamos a nosotros mismos; era peor que eso. En el yo, los detalles se confunden dentro de los proce-
sos mentales; la autodisección cognitiva es posible, pero se requiere un esfuerzo enorme para lograrla.
Nuestra disección mutua no requería ningún esfuerzo; era el estado natural que adoptábamos al vernos.
Nuestras superficies habían desaparecido, pero no para dejar entrever el alma. Bajo la piel sólo podía-
mos ver los engranajes girando.
Y ahora sabía que lo que Sian siempre había deseado más en un amante era lo extraño, lo incognosci-
ble, lo misterioso, lo opaco. Para ella, el sentido de estar con otra persona era la sensación de enfrentar-
se a la alteridad. Sin esa sensación, creía que bien podría hablar consigo misma.

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Descubrí que ahora compartía ese punto de vista (un cambio sobre cuyos orígenes precisos no quería
pensar demasiado... pero claro, siempre había sabido que la suya era la personalidad más dominante,
debí haber supuesto que se me pegaría algo).
Juntos, bien podríamos haber estado solos, así que no nos quedó más opción que separarnos.
Nadie quiere pasar la eternidad a solas.

FIN

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