Historia Del Pensamiento Filosofico y Cientifico Tomo 1
Historia Del Pensamiento Filosofico y Cientifico Tomo 1
Historia Del Pensamiento Filosofico y Cientifico Tomo 1
PLATÓN Y LA A C A D E M I A A N T I G U A
i . L A CUESTIÓN PLATÓNICA
2 . L A F U N D A C I Ó N DE LA METAFÍSICA
verdadero ser, el ser por excelencia. En resumen: las ideas platónicas son
las esencias de las cosas, esto es, aquello que hace que cada cosa sea lo que
es. Platón utilizó también el término «paradigma», para indicar que las
ideas constituyen un modelo permanente de cada cosa (lo que debe ser
cada cosa).
Sin embargo, las expresiones más famosas mediante las cuales Platón
ha aludido a las ideas son, sin duda alguna, las fórmulas «en sf», «por sí» e
incluso «en sí y para sí» (lo bello en sí, el bien en sí, etc.), que a menudo se
han entendido erróneamente, al transformarse en objeto de encarnizadas
polémicas, que comenzaron apenas Platón acunó dichas nociones. En
realidad, tales expresiones indican el rasgo de no relatividad y de estabili-
dad: en una palabra, expresan el carácter de absoluto. Afirmar que las
ideas son «en sí y por sí» significa sostener que, por ejemplo, lo bello o lo
verdadero no son tales de un modo exclusivo con respecto al sujeto indivi-
dual (como pretendía Protágoras, por ejemplo), y que no son manipula-
bles de un modo arbitrario por el sujeto, sino que por lo contrario se
imponen al sujeto de un modo absoluto. Afirmar que las ideas son «en sí y
por sí» significa que no se dejan arrastrar por la vorágine del devenir que
arrastra las cosas sensibles: las cosas bellas sensibles se vuelven feas, pero
esto no implica que se vuelva fea la causa de lo bello, es dccir, la idea de lo
bello. En definitiva: las verdaderas causas de todas las cosas sensibles son
mutables por su propia naturaleza, no pueden cambiar también ellas, o en
tal caso no serían las verdaderas causas, no serían las razones últimas y
supremas.
El conjunto de las ideas, con los rasgos que acabamos de describir, ha
pasado a la historia con el nombre de «hiperuranio», que se utiliza en el
Fedro y que se ha vuelto celebérrimo, si bien no siempre ha sido entendi-
do de modo correcto. Platón escribe:
inmóvil ella misma; desde un punto de vista dinámico, sin embargo, cons-
tituye un movimiento ideal hacia las demás ideas, en la medida en que
participa de otras o, por lo contrario, excluye la participación de otras.
De lo que hasta ahora llevamos dicho, se hace evidente que Platón
eoncebía su mundo de ideas como un sistema organizado y ordenado
jerárquicamente, en el que las ideas inferiores implican las superiores, que
va elevándose hasta llegar hasta la Idea que se halla en el vértice de la
jerarquía. Esta última Idea es condición de todas las otras, pero no resulta
condicionada por ninguna (lo incondicionado o lo absoluto).
En la República Platón se pronunció de manera expresa aunque par-
cial acerca de este principio incondicionado que se halla en el vértice,
afirmando que se trata de la Idea del Bien. Afirmó que el Bien no es sólo
el fundamento que convierte a las ideas en cognoscibles y a la mente en
cognoscente, sino que produce el ser y la substancia. Más aún: «el Bien no
es substancia o esencia, sino que está por encima de la substancia, siendo
superior a ésta en dignidad jerárquica y en poder». En sus diálogos Platón
no escribió nada más acerca de este principio incondicionado y absoluto
que está por encima del ser y del cual proceden todas las ideas. Prefirió en
eambio reservar lo que tenía que decir para expresarlo en el ámbito de la
oralidad, esto es, de sus lecciones, que precisamente llevaban el título
Acerca del Bien. En el pasado, se consideraba que estas lecciones consti-
tuían la fase final del pensamiento platónico. Por lo contrario, los esludios
más recientes y profundos han demostrado que fueron profesadas de for-
ma paralela a la composición de los diálogos, como mínimo a partir de la
época en que fue redactada la República.
Hemos hablado con anterioridad (cf. 1.3) acerca de la causa por la cual
Platón se negó a escribir sobre estas cosas últimas y supremas. Lo que
exponemos a continuación es cuanto se ha logrado reconstruir gracias a
los relatos de sus discípulos.
El principio supremo —que era denominado «Bien» en la República—
en las doctrinas no escritas recibía el nombre de «Uno». Sin embargo, la
diferencia resulta perfectamente explicable porque, como veremos ense-
guida, el Uno reasume en sí mismo ai Bien, en la medida en que todo lo
que produce el Uno es bien (el bien constituye el aspecto funcional del
Uno, como ha advertido con agudeza algún estudioso). A) Uno .su contra-
ponía un segundo principio, igualmente originario pero de inferior rango,
entendido como principio indeterminado e ilimitado y como principio de
multiplicidad. A este segundo principio se le denominaba «Diada» o
«Dualidad de grande-y-pequeño», ya que era un principio que tendía si-
multáneamente a la infinita grandeza y a la pequenez infinita y, por lo
tanto, se le llamaba también «Dualidad indefinida» (o indeterminada, o
ilimitada).
La totalidad de las ideas surge de la cooperación entre estos dos princi-
pios originarios. El Uno actúa sobre la ilimitada multiplicidad como prin-
cipio limitante y de-terminante, es decir, como principio formal (principio
que da forma, en la medida en que de-termina y de-limita). Mientras tanto
el principio de la multiplicidad ilimitada sirve como substrato (como mate-
ria inteligible, para decirlo con una terminología posterior). Todas y cada
una de las ideas, en consecuencia, son una mezcla de ambos principios (la
delimitación de algo ilimitado). Además el Uno —en la medida en que
de-limita— se manifiesta como Bien, porque la delimitación de lo ilimita-
do, qüe se configura como una forma de unidad en la multiplicidad, es
esencia, orden, es perfección, es valor. Así el Uno a) es principio de ser
(porque, como liemos visto, el s e r — e s decir, la esencia, la substancia, la
idea— nace precisamente gracias a la delimitación de lo ilimitado); b) es
principio de verdad y de cognoscibilidad, porque sólo aquello que está
de-terminado resulta inteligible y cognoscible; c) es principio de valor,
porque la delimitación implica, como hemos constatado, orden y perfec-
ción, es decir, positividad.
Finalmente, «por lo que podemos concluir a través de una serie de
indicios, Platón definió la unidad como medida y, de modo aún más preci-
so, como medida exactísima» (H. Krámer). Dicha teoría, que resulta ase-
verada en cspccial por Aristóteles y por sus comentaristas antiguos, recibe
una amplia confirmación a través del diálogo Filebo y revela una clara
inspiración pitagórica. Es una traducción, en términos metafísicos, de lo
que puede considerarse como el rasgo más peculiar del espíritu griego,
que en todas sus diversas expresiones se ha manifestado como un poner
límite a aquello que es ilimitado, como encontrar el orden y la justa
medida.
Para comprender la estructura del mundo de las ideas de Platón debe-
mos agregar otros dos factores esenciales. La generación de las ideas a
partir de los principios (Uno y Diada) «no debe entenderse como si fuese
un proceso de carácter temporal, sino como una metáfora que ilustra un
análisis de estructura ontológica; dicha metáfora se propone permitir que
el conocimiento, que se desarrolla de modo discursivo, comprenda el
ordenamiento que caracteriza al ser, aprocesal y atemporal» (H. Krámer).
Por consiguiente, cuando se afirma que antes se generan determinadas
ideas y después otras, ello no significa suponer una sucesión cronológica,
sino una graduación jerárquica, es decir una anterioridad y una posteriori-
dad ontológicas. En este sentido, inmediatamente después de los princi-
pios vienen las ideas más generales, como por ejemplo las cinco ideas
supremas de las que se habla en el diálogo Sofista (Ser, Quietud, Movi-
miento, Identidad, Diversidad) y otras similares (por ejemplo: Igualdad,
Desigualdad, Semejanza, Desemejanza, etc.). Platón colocaba quizás en
el mismo plano los llamados números ideales o ideas-números, arquetipos
ideales que no hay que confundir con los números matemáticos. Tales
ideas son jerárquicamente superiores a las demás, porque éstas participan
de aquéllas (y por lo tanto, las suponen) y no al revés (por ejemplo, la idea
de hombre implica identidad e igualdad con respecto a sí misma, y dife-
rencia y desigualdad con respecto a las demás ideas; en cambio, ninguna
de las ideas supremas mencionadas antes implica la idea de hombre). La
relación de las ideas-número con las otras ideas era análoga: probable-
mente Platón consideraba que algunas ideas eran monádicas, otras diádi-
cas, otras triádicas, y así sucesivamente, porque estaban ligadas con el
uno, con el dos, con el tres, ctc., por su configuración interna o por el tipo
de relación que mantienen con las demás ideas. Sobre este punto, empe-
ro, nos hallamos muy inal informados.
En el escalón más bajo de la jerarquía del mundo inteligible se hallan
los entes matemáticos, es dccir, los números y las figuras geométricas.
Tales entes (a diferencia de los números ideales) son múltiples (hay mu-
E l cosmos sensible
ehos unos, muchos doses, etc.; muchos triángulos, etc.), aunque sean
inteligibles.
Más adelante, a partir de Filón de Alejandría y de Plotino, esta com-
pleja esfera de la realidad inteligible platónica recibió el nombre de «cos-
mos noético». En efecto, éste constituye la totalidad del ser inteligible, es
decir, de lo pensable, en todas sus vinculaciones y todas sus relaciones. En
esto consistía exactamente lo que Platón, en el Fedro, llamaba «lugar
supraceleste» y también «llanura de la verdad», donde las almas acuden a
contemplar.
\
mer descubrimiento occidental del a priori. Una vez acteiadaque no se
tratff<le una fórmula platónica,, puede utilizarse sin duda tal expresión, a
condición de que por ella no se entienda un a priori de tipo subjetivista-
kantiano, sino IfcKa pxfairi Objqtivd. La» idea» son realidades objetivas
absolutas que, mtfJiaoté U* anamnesis, se imponen come objeto de fe*
mente* Puesto que ia mente a través de ta rcrouiiscencta capta las ídem
pero no las produce, ya que las capta <x>n independencia de la experiencia
(si l*ea con ayuda de la expeneooa, en la medida en que debemos con*
tamy4»f las cosas sena Mes iguales para recordar lo igual en ú mismo, yaa*
sucesivamente), ca pteañbte haWar de dascubnimento d d a priori (es
decir de ta praaencinea«i faombce d e emioeiaateiites. putos, coatndepcn
d e n a s d e l n experiencia) o de primera concepción del a priori en la histo-
ria de la filosofía occidental.
3.3. La dialéctica
4.2. Las paradojas de 'la huida del cuerpo y la huida del mundo y su
significado
1-14
E l alma
Platón narra a través de numerosos mitos cuál será el destino del alma
después de la muerte del cuerpo, cuestión que se manifiesta con bastante
complejidad. Sería absurdo el pretender que las narraciones míticas ten-
gan una linealidad lógica, que sólo puede proceder de los discursos dialéc-
ticos. El objetivo de los mitos escatológicos consiste en hacer creer, en
formas diversas y mediante diferentes representaciones alusivas, ciertas
verdades profundas a las que no se puede llegar con el puro logos, si bien
éste no las contradice y en parte las rige.
Para hacerse una idea precisa acerca de cuál será el destino de las
almas después de la muerte, en primer lugar hay que poner en claro la
noción platónica de la metcmpsicosis. Como es sabido, la metempsicosis
es una doctrina que afirma que el alma se traslada a través de distintos
cuerpos, renaciendo en diversas formas vivientes. Platón recibe esta doctri-
na desde el orfismo, pero la amplía en distintos aspectos, presentándola
básicamente en dos formas complementarias.
La primera forma es la que se nos presenta en el Fedón con todo
detalle. Allí se dice que las almas que han vivido una vida excesivamente
atada a los cuerpos, a las pasiones, a los amores y a los gozos de esos
cuerpos, al morir no logran separarse completamente de lo corpóreo, que
se les ha vuelto connatural. Por temor al Hades, esas almas vagan errantes
durante un cierto tiempo alrededor de los sepulcros, como fantasmas,
hasta que, atraídas por el deseo de lo corpóreo, se enlazan nuevamente a
otros cuerpos de hombres o incluso de animales, según haya sido la bajeza
de la vida moral que hayan tenido en su existencia anterior. En cambio,
las almas que hayan vivido de acuerdo con la virtud —no la virtud filosófi-
ca, sino la corriente— se reencarnarán en animales mansos y sociables, o
incluso en hombres justos. Según Platón, «a la estirpe de los dioses no
puede agregarse quien no haya cultivado la filosofía y no haya abandona-
do con toda pureza su cuerpo, sino que solamente se le concede a aquel
que ha sido amante del saber».
No obstante en la República Platón menciona un segundo tipo de
reencarnación del alma muy distinto del anterior. Existe un número limi-
tado de almas, de modo que si en el más allá todas recibiesen un premio o
un eastigo eternos, llegaría un momento en el que no quedaría ninguna
sobre la tierra. Debido a este motivo evidente, Platón considera que el
premio y el castigo ultraterrenos, después de haber vivido en este mundo,
deben tener una duración limitada y un plazo establecido. Puesto que una
vida terrena dura cien años como máximo, Platón —obviamente influido
por la mística pitagórica del número diez— considera que la vida ullrate-
rrena debe durar diez veces cien años, esto es, mil años (en el caso de las
almas que han cometido crímenes enormes e irredimibles, el castigo conti-
núa más allá del milésimo año). Una vez transcurrido este ciclo, las almas
deben volver a encarnarse.
En el mito del Fedro, si bien con diferencias de modalidad y de ciclos
de tiempo, se manifiestan ideas análogas, de las que se infiere que las
almas recaen cíclicamente en los cuerpos y más tarde se elevan al cielo.
Nos encontramos, pues, ante un ciclo individual de reencarnaciones,
vinculado a los avatares del individuo, y ante un ciclo cósmico, que es el
ciclo del milenio. Precisamente a este último hacen referencia los dos
célebres mitos: el de Er, que aparece en la República, y el del carro alado,
que figura en el Fedro. Ambos serán examinados a continuación.
Mito de Er
Y Er narró que, al llegar allí, debfan aproximarse a Láquesis; y que untes que nada, un
protela puso e n orden las almas, y t o m a n d o luego del regazo de Láquesis las suertes y los
paradigmas de las vidas, e n e a r a m a d o en un e l e v a d o pulpito dijo: Esto dice (a virgen Laque-
sis, hija d e la Necesidad: « A l m a s e f í m e r a s , éste es el principio d e otro p e r í o d o de aquella
vida que consiste en correr hacia la muerte. N o será el d e m o n i o quien o s elija a vosotras,
s i n o que vosotras escogeréis u vuestro d e m o n i o . Y el primero que e c h e a suertes que elija
primero la vida a la cual más larde se verá ligado por necesidad. La virtud n o tiene d u e ñ o ;
según que u n o la honre o la desprecie, tendrá más o m e n o s parte de ella. La culpa es de q u i e n
e s c o g e : Dio¡> no liene la culpa.»
Una vez díeho esto, un profeta de Láquesis echa a suertes los números
que sirven para establecer el orden según el eual cada alma debe llevar a
cabo su elección: el número que le cae más ccrca es el que le toca a cada
alma. Luego, el profeta extiende sobre Ja hierba Jos paradigmas de Jas
vidas (paradigmas de todas las posibles vidas humanas y animales), en
cantidad muy superior a la de las almas presentes. El alma a la que le toca
escoger en primer lugar tiene a su disposición muchos más paradigmas
vitales que la última. Sin embargo, esto 110 condiciona de modo irreversi-
ble el problema de la elección: también para el último existe Ja posibilidad
de escoger una vida buena, aunque no una vida óptima. La elección reali-
zada por cada uno es sellada más tarde por las otras dos moiras, Cloto y
Átropos, convirtiéndose así en irreversible. Luego, las almas beben el
olvido en las aguas del río Amcletes (río del olvido) y bajan a los cuerpos,
en los que realizan la vida elegida.
Hemos dicho que la elección depende de la libertad de las almas, pero
sería más exacto afirmar que depende del conocimiento o de la ciencia de
la vida buena y de la mala, esto es, de la filosofía, que en Platón se
convierte en fuerza que salva en este mundo y en el más allá, para siem-
pre. El intelectualismo ético llega aquí hasta sus últimas consecuencias.
Platón afirma: «Siempre que uno, cuando llega a esta vida de aquí, se
dedique a filosofar de forma saludable y no 1c toque elegir suerte entre los
últimos, existe Ja posibilidad —según Jo que Er contaba de aquel mundo—
no sólo de ser feliz en esta tierra, sino también de que el viaje desde aquí
hasta allá, y el regreso hasta aquí, no se lleve a cabo de modo subterráneo
y penoso, sino cómodamente y por el cielo.»
4.7. El mito del carro alado
En el Fedro Platón propuso otra visión del más allá, aún más complica-
da. Los motivos hay que atribuirlos probablemente al hecho de que ningu-
no de los mitos examinados hasta ahora explica la causa del descenso de
las almas hasta los cuerpos, la vida inicial de las almas y las razones de su
afinidad con lo divino. Originariamente, el alma estaba próxima a los
dioses y en compañía de éstos vivía una vida divina. Debido a una culpa,
cayó a un cuerpo sobre la tierra. El alma es como un carro alado tirado
por dos caballos y conducido por un auriga. Los dos caballos de los dioses
son igualmente buenos, pero los dos caballos de las almas humanas perte-
necen a razas distintas: uno es bueno, el otro malo, y se hace difícil condu-
cirlos. El auriga simboliza la razón, los dos caballos representan las partes
alógicas del alma, es decir, la concupiscible y la irascible, sobre las que
volveremos más adelante. Algunos creen, sin embargo, que auriga y caba-
llos simbolizan los tres elementos con que el Demiurgo, según el Timeo,
ha forjado el alma. Las almas forman el séquito de los dioses, volando por
los caminos celestiales, y su meta consiste en llegar periódicamente junto
con los dioses hasta la cumbre del cielo, para contemplar lo que está más
allá del cielo: lo supraceleste (el mundo de las ideas) o, como dice también
Platón, la Llanura de la verdad. No obstante, a diferencia de lo que suce-
de con los dioses, para nuestras almas resulta una empresa ardua el llegar
a contemplar el Ser que está más allá del ciclo y el lograr apacentarse en la
Llanura de la verdad, sobre todo por causa del caballo de raza malvada,
que tira hacia abajo. Por ello, ocurre que algunas almas llegan a contem-
plar el Ser, o por lo menos una parte de él, y debido a esto continúan
viviendo junto con los dioses. En cambio, otras almas no llegan a alcanzar
la Llanura de la verdad: se amontonan, se apiñan y, sin lograr ascender
por la cuesta que conduce hasta la cumbre del cielo, chocan entre sí y se
pisotean. Se inicia una riña, en la que se rompen las alas, y al perder su
capacidad de sustentación, estas almas caen a la tierra.
Mientras el alma logra contemplar el Ser y verse apacentada en la
Llanura de la verdad, no cae a la tierra y, ciclo tras ciclo, continúa vivien-
d o en compañía de los dioses y de los demonios. La vida humana a la que
da origen el alma al caer, resulta moralmente más perfecta en la medida
en que haya contemplado más la verdad en lo supraceleste y será menos
perfecta moralmente si es que ha contemplado menos. Al morir el cuerpo,
es juzgada el alma, y durante un milenio —como sabemos a través de la
República— gozará de su premio o sufrirá penas, de acuerdo con los
méritos o deméritos de su vida terrena. Después del milésimo año, volve-
rá a reencarnarse.
Con respecto a la República, sin embargo, en el Fedro aparece una
novedad ulterior. Pasados diez mil años, todas las almas recuperan sus
alas y regresan a la compañía de los dioses. Aquellas almas que durante
tres vidas consecutivas hayan vivido de acuerdo con la filosofía, constitu-
yen una excepción y disfrutan de una suerte privilegiada: recuperar las
alas después de tres mil años. Por lo tanto, no hay duda de que en el Fedro
el lugar en que las almas viven junto con los dioses (y al que retornan a los
diez mil años) y el lugar en el que gozan del premio milenario, después de
cada existencia vivida, son dos sitios distintos.
4.8. Conclusiones acerca de la escatología platónica
La verdad de fondo que los mitos tratan de sugerir y hacer creer con-
siste en una especie de fe razonada, como hemos visto en la sección intro-
ductoria. En síntesis, se reduce a lo siguiente. El hombre se encuentra de
paso en la tierra y la vida terrena es como una prueba. La verdadera vida
se halla en el más allá, en el Hades (lo invisible). El alma es juzgada en el
Hades con base en el único criterio de la justicia y la injusticia, de la
templanza y el libertinaje, de la virtud y del vieio. Los juicios del más allá
no se preocupan de otra cosa. No se tiene en cuenta para nada el que
se trate del alma del Gran Rey o del más humilde de sus súbditos". sólo se
tiene en cuenta las señales de justicia o injusticia que lleve en sí misma. La
suerte que le corresponde a las almas puede ser triple: a) si ha vivido en
total justicia, recibirá un premio (irá a lugares maravillosos en las Islas de
los Bienaventurados o a sitios aún mejores e indescriptibles); b) si ha
vivido en total injusticia, hasta el punto de volverse incurable, recibirá un
castigo eterno (será arrojada al Tártaro); c) si sólo cometió injusticias
subsanables, es decir si vivió en una justicia parcial, arrepintiéndose ade-
más de sus propias injusticias, entonces sólo será castigada temporalmente
(una vez expiadas sus culpas, recibirá el premio que merezca).
Además de las nociones de «juicio», «premio» y «castigo», en todos los
mitos escatológicos se trasluce la idea del significado liberador de los
dolores y sufrimientos humanos, que adquieren así un significado muy
preciso: «El provecho llega a las almas sólo a través de dolores y padeci-
mientos, tanto aquí en la tierra como en el Hades: nadie puede liberarse
en otra forma de la injusticia.» Finalmente, se trasluce asimismo la idea
constante de la fuerza salvífica de la razón y de la filosofía, esto es, de la
búsqueda y de la visión de la verdad, que salva para siempre.
5. E L . E S T A D O I D E A L y s u s FORMAS HISTÓRICAS JÍ
rte
ta razÓ^i, P^ffi, ^ Inferior dct alma^ si
s&^iél^^^S^pif^í!^ ' ^ ^ t ^ S ^ ^ ' e q m v o ^ e f e é t Por lo
tanto, habrá una perfecta correspondencia entre las virtudes de la ciudad y
las del individuo. Este es templado, cuando las partes inferiores armoni-
zan con la superior y le obedecen; es fuerte o valeroso, cuando la parte
irascible del alma sabe mantener con firmeza los dictados de la razón a
través de cualquier peligro; es sabio, cuando la parte racional del alma
posee la verdadera eíencía acerca de lo que conviene a todas ¿as partes (la
p e r f i l M D f t f ó s queda ¿áfanttoda la
6 . C O N C L U S I O N E S ACERCA DE P L A T Ó N
por aquellas sombras. Ahora bien, supongamos que uno de estos prisione-
ros logre con gran esfuerzo zafarse de sus ligaduras. Le costaría mucho
acostumbrarse a la nueva visión que adquiriría. Una vez acostumbrado,
empero, vería las estatuas moviéndose por eneima del muro, y por detrás
de ellas el fuego; comprendería que se trata de cosas mucho más verdade-
ras que las que antes veía y que ahora le parecen sombras. Supongamos
que alguien saca fuera de la caverna a nuestro prisionero, llevándole más
allá del muro. Al principio, quedaría deslumhrado por la gran luminosi-
dad. Luego, al acostumbrarse, vería las cosas en sí mismas y por último
—primero, reflejada en algo, y luego en sí misma— vería la luz del sol y
comprendería que éstas —y sólo éstas— son las auténticas realidades y
que el sol es causa de todas las demás cosas visibles.
¿Qué simboliza este mito?