Arqueología

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PRÓLOGO

El amanecer del hombre tuvo un escenario africano. Nuestros más remotos antepasados comenzaron
el largo camino de la evolución hacia el ser humano hace más de cuatro millones de años, cuando una
serie de cambios en el patrimonio genético permitió que un grupo de primates se irguiera sobre sus
patas traseras y desarrollara un cerebro más voluminoso. La bipedestación, inédita en la naturaleza,
situó a nuestros ancestros en mejor posición para adaptarse a la vida en las extensas praderas. De pie,
podían observar por encima de la alta hierba de la sabana los animales de los que huir o las presas que
servirían de sustento. Pero, sobre todo, liberó las manos, que se convirtieron en instrumentos muy
sensibles y eficaces, capaces de manipular los objetos de forma precisa y transformar el entorno.
Pero ¿qué es lo que realmente pasó para que un animal entre animales se convirtiera en un ser
inteligente, capaz de reflexionar sobre su propio origen? El camino recorrido para contestar a esta
cuestión ha sido largo y complejo, plagado de mitos y teorías que han ido desde el dogma de fe de la
creación divina al evolucionismo de Darwin. Los últimos años han sido tan vertiginosos que libros
publicados recientemente contienen ideas que ya son cuestionadas por sus propios autores. Los nuevos
hallazgos y las pruebas aportadas por la biología molecular son abrumadores. Un árbol evolutivo, que
más bien parecía un austero tronco invernal, se ha convertido en un floreciente arbusto al que los
buscadores de fósiles añaden cada vez nuevas ramas. Y en los últimos años, España se ha convertido
en el centro de interés de la paleoantropología mundial. La calidad de los yacimientos (Atapuerca, en
Burgos, o el Abric Romaní de Capellades, en Barcelona) y de los fósiles conservados desvelan datos
desconocidos hasta ahora sobre la colonización de Europa y los primeros pobladores del Viejo
Continente.

I: LA REVOLUCIÓN BIOLÓGICA

Hace unos años, el eminente científico Theodosius Dobz- hansky escribió: «Nada tiene sentido en
biología excepto bajo el prisma de la evolución». Para llegar a esta conclusión fueron necesarios muchos
años de trabajo y estudio. En el siglo XVII se atribuía a la Tierra unos cuatro mil años de antigüedad y
se creía que las plantas y animales que la habitan habían permanecido invariables. La Iglesia concebía
al hombre como la última obra de Dios, la coronación gloriosa de la Creación Y dijo Dios: "Hagamos
al hombre a nuestra imagen y semejanza"» (Génesis 1,26)-, lo que establecía un muro infranqueable
entre el ser humano y las demás criaturas.
En 1758 el naturalista sueco Carlos Linneo clasificó todos los seres vivos conocidos en su Systema
Naturae según semejanzas anatómicas y estructurales. En aquella época, pocos científicos habían
podido contemplar gorilas o chimpancés, y se conocían confusos informes sobre la existencia de simios
antropomorfos, pigmeos y «hombres salvajes» en África y Asia. A pesar de tan escasa información,
Linneo estaba seguro de que la Tierra contenía seres tan similares al hombre desde un punto de vista
anatómico que no había razón alguna para colocarlos en grupos separados, y los reunió a todos en el
orden Primates («lo más alto» o «de primer rango»).
A medida que se fueron ampliando los conocimientos sobre las distintas especies, los naturalistas se
sintieron tentados a romper las barreras entre ellas. El francés Georges-Louis Leclerc, conde de Buffon
(1707-1788), observó que el caballo tenía dos «tablillas» a cada lado de los huesos de las patas,
evidencia de que en alguna época remota dispuso de tres líneas de huesos y tres cascos en cada
extremidad. Buffon sostenía que, si era posible que los cascos y los huesos degeneraran, también podían
haberlo hecho las especies en su totalidad para dar lugar a otras nuevas. Y propuso la extraordinaria
teoría de que los simios eran hombres que habían degenerado.
Un médico británico, Erasmus Darwin (1731-1802), amplió las ideas de Buffon. Sugirió que la
superpoblación agudizaba la competencia, que ésta y la selección eran agentes posibles del cambio, que
el ser humano estaba estrechamente relacionado con los simios, que las plantas no debían ser excluidas

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de los estudios evolucionistas y que la selección sexual podía tener alguna función en la
configuración de las especies.
El naturalista francés Jean-Baptiste Antoine de Monet, caballero de Lamarck (1744-1829), ha
pasado a la historia por ser el primero en utilizar el término biología para la ciencia de los seres
vivos, pero es famoso, sobre todo, por haber formulado una de las primeras teorías de la evolución.
Postuló que los órganos se adquieren o se pierden como consecuencia del uso o el desuso, y los
caracteres adquiridos por un ser vivo son heredados por sus descendientes. Así las jirafas extendieron
el cuello durante generaciones hasta alcanzar ramas cada vez más altas, las aves zancudas se alzaron
de manera constante sobre el lodo hasta que sus patas se convirtieron en zancos, y los peces ciegos
que viven en oscuras cuevas submarinas perdieron sus ojos por la falta de uso. Se trataba de una
teoría errónea, pero sirvió para dar a conocer al mundo científico el concepto de cambio, de
evolución.

El origen de las especies


El hombre que acertó de pleno fue Charles Robert Darwin (1809-1882), nieto de Erasmus
Darwin. Estudió medicina en Edimburgo y teología en Cambridge, pero siempre mostró mayor
interés por las ciencias naturales. De 1831 a 1836 formó parte como naturalista de la expedición del
Beagle, al mando del capitán Robert Fitzroy, que viajó por América del Sur, las islas del Pacífico,
Nueva Zelanda, Australia y África del Sur, e hizo una serie de observaciones que fueron la base de
su obra posterior.
Comenzó a gestar su teoría de la evolución en 1837, después de largas meditaciones sobre todo
lo que había visto durante aquel viaje. Le interesó, especialmente, la gran similitud que presentaban
animales muy separados geográficamente entre sí, como el avestruz y el ñandú, o las diferencias
apreciadas en otros muy próximos, como la extraordinaria variedad de pinzones del archipiélago de
las Galápagos, especialmente adaptados al ecosistema particular de cada isla. También le llamaron
la atención los restos fósiles de armadillos gigantes exhumados en las pampas argentinas: «Los
armadillos actuales escribió Darwin son los descendientes directos de formas extintas de armadillos,
existentes hace varios millones de años».
La obra de Malthus, Ensayo sobre el principio de la población, sugirió el concepto de la selección
cualitativa de las especies. De la misma forma que el hombre desarrollaba artificialmente nuevas
razas, la naturaleza también crea nuevas especies por medio de una selección natural. A pesar de
todo, Darwin vaciló en publicar su teoría, previendo el impacto que iba a provocar en la recatada
sociedad victoriana de su época. Durante veinte años se la guardó para sí y sólo decidió publicarla
cuando, el 18 de junio de 1868, recibió una carta del también naturalista británico Alfred Russel
Wallace, de viaje en el archipiélago malayo, donde exponía esencialmente sus mismas ideas.
Temeroso de no ser el primero, Darwin aceptó presentar en la Sociedad Linneana de Londres un
artículo conjunto con Wallace y aceleró la preparación de su obra cumbre: El origen de las especies
por medio de la selección natural, o la preservación de las razas favorecidas en la lucha por la vida.
El libro apareció el 24 de noviembre de 1859 y la primera edición de 1.250 ejemplares- se agotó el
primer día. Traducido a casi todos los idiomas, dio a su autor fama universal, pero también le
convirtió en blanco de numerosas críticas y burlas, tanto de otros científicos como del clero
anglicano, que vio amenazada la interpretación literal del Génesis.
En su obra, Darwin propuso dos afirmaciones revolucionarias: que las especies cambian con el
paso del tiempo, descienden unas de otras; y que la causa de la evolución es la selección natural, la
supervivencia de los más aptos en la competencia por unos recursos limitados:
«Dado que se producen más individuos de los que pueden sobrevivir, tiene que haber en cada
caso una lucha por la existencia, ya sea de un individuo con otro de su misma especie o con
individuos de especies distintas, ya sea con las condiciones físicas de la vida. [...] Viendo que
indudablemente se han presentado variaciones útiles al hombre, ¿puede dudarse acaso de que de la
misma manera aparezcan otras que sean útiles a los organismos vivos, en su grande y compleja
batalla por la vida, en el transcurso de las generaciones? Si esto ocurre, ¿podemos dudar-recordando
que nacen muchos más individuos de los que acaso pueden sobrevivir- que los individuos que tienen
ventaja, por ligera que sea, sobre otros tendrán más probabilidades de sobrevivir y reproducir su
especie? Y, al contrario, podemos estar seguros de que toda variación perjudicial, por poco que lo

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sea, será rigurosamente eliminada. Esta conservación de las diferencias-y variaciones favorables de los
individuos y la destrucción de las que son perjudiciales es lo que he llamado selección natural».
A diferencia de la selección artificial que el hombre efectúa con animales y plantas para potenciar
determinadas características, la selección natural no persigue ningún objetivo concreto. «Parece no
haber más propósito en la variabilidad de los seres vivientes y en la acción de la selección natural -
escribió Darwin en su Autobiografía - que en la dirección en la que sopla el viento.>>
El origen de las especies se convirtió en un tópico de salón. Científicos, políticos, clérigos y personas
notables de todo tipo defendían o negaban airadamente la evolución de los seres vivos. Los ataques más
furibundos se centraron en el origen del hombre a partir del mono, a pesar de que Darwin no hizo
mención alguna sobre este aspecto.
Entre los más firmes partidarios de Darwin destacó su gran amigo y naturalista Thomas H. Huxley
(1825-1895), paladín de las nuevas ideas evolucionistas. En un famoso debate que mantuvo con el
obispo de Oxford, Samuel Wilberforce, el clérigo intentó ridiculizar a Huxley preguntándole con sorna
si descendía de un simio por parte de abuelo o de abuela. Huxley murmuró a sus compañeros: «El Señor
le ha entregado en mis manos», y en una intervención que ha pasado a la historia contestó: «Por lo que
a mí respecta, no se me habría ocurrido presentar un tema semejante como motivo de discusión, pero,
si se me plantea la pregunta de si preferiría tener como abuelo a un miserable simio o a un "hombre"
altamente dotado por la naturaleza y poseedor de grandes medios e influencia y que, no obstante,
emplease esas facultades e influencia con el mero propósito de introducir la ridiculización en un debate
científico serio, afirmaría sin dudar mi preferencia por el simio». Las señoras agitaron sus pañuelos, y
el público estalló en carcajadas. En vez de ser aplastados, Huxley y sus colegas lograron un amplio
interés y una audiencia sin prejuicios para las nuevas teorías. Por primera vez en un debate público, se
planteó una oposición abierta a la autoridad de la Iglesia sobre la cuestión de los orígenes humanos y el
derecho de la ciencia a investigar la naturaleza del hombre.
Pero Huxley no se dedicó solamente a defender la teoría de la evolución en los numerosos foros
donde era requerida su presencia. También llevó a cabo una comparación sistemática de la anatomía
humana con la de los simios antropomorfos» (chimpancés, gorilas, orangutanes y gibones) para
comprobar las extraordinarias semejanzas de estos animales con el ser humano. Observó que tienen el
mismo número de dientes, manos con pulgares, carecen de cola, todos son originarios de África, los
esqueletos son muy parecidos, y los cerebros sorprendentemente similares: «La superficie del cerebro
de un mono -aseguró Huxley-viene a ser una especie de esbozo del cerebro humano».
A partir de estos datos, el naturalista dedujo que los hombres y los simios eran parientes próximos
que compartían un antepasado común, relativamente reciente. Una conclusión que escandalizó de nuevo
a la rígida sociedad inglesa que no terminaba de salir de su asombro: «¿Descendientes de los simios? -
preguntó alterada la esposa del obispo de Worcester- Espero, querido, que no sea cierto, pero, si lo es,
roguemos para que no lo sepan los demás».

África, cuna de la humanidad


Darwin pasó de puntillas sobre la evolución humana en El origen de las especies. Con su carácter
prudente y precavido, evitó cualquier referencia a este espinoso asunto, que podía poner en duda la
versión bíblica de la creación. Tan sólo escribió: «Esto arrojará luz sobre el origen del hombre y su
historia». Sin embargo, siguió trabajando sobre este tema, que abordó exhaustivamente doce años
después, en su obra El origen del hombre (1871). Para entonces, la mayoría de los botánicos y zoólogos
ya habían abandonado la idea de que cada una de las especies apareció en un momento dado y por
separado.
Darwin nunca aseguró que el ser humano descendiera de un animal parecido a los monos actuales.
Según el científico británico, hombres y simios están emparentados entre sí a través de antepasados
comunes que podían reconocerse como primates, y describió a estos seres como animales cubiertos de
pelo, con orejas puntiagudas y grandes caninos en los machos, similares a los actuales gorilas y
papiones. También conjeturó-acertadamente- que África era la cuna de la humanidad, pues nuestros
parientes más directos, chimpancés y gorilas, siguen viviendo en ese continente.
El descubrimiento en África de restos fósiles de los primeros homínidos demuestra que Darwin tenía
razón. Pero, además, las recientes técnicas de biología molecular revelan que hombres y simios están
más emparentados de lo que Darwin y Huxley pudieron llegar a sospechar. El Homo sapiens comparte

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con los chimpancés el 98% de su patrimonio genético, y alrededor del 95% con los gorilas. La
diferencia es mayor con orangutanes y gibones.
Mediante el estudio del ADN se ha llegado a la conclusión de que el hombre y el chimpancé se
separaron a partir de un antepasado común hace unos cinco millones de años. La separación de los
gorilas fue anterior, y más aún la de los orangutanes, que ocurrió hace entre quince y diez millones
de años.

El Hombre de Piltdown
Muchos contemporáneos de Darwin imaginaron como antepasado del ser humano a un individuo
mitad hombre mitad simio. El evolucionista alemán Ernst Haeckel (1834- 1919) llegó a incluir en
sus obras a ese hipotético «eslabón perdido», al que atribuyó el nombre específico de
Pithecanthropus alalus (hombre simio sin lenguaje).
Fueron muchos los que dedicaron grandes esfuerzos a la búsqueda de esa criatura que marcaba
el tránsito del mono al hombre, tanto que algunos incluso fueron timados en su afán por ser los
primeros en descubrirla. Fue el caso del Hombre de Piltdown, uno de los fraudes más espectaculares
en la historia de la ciencia. En 1912, los profesores Arthur Smith Woodward, del Museo Británico,
y Charles Dawson, eminente miembro de la Sociedad Geológica, anunciaron el fabuloso
descubrimiento, en una gravera de Piltdown (Reino Unido), de la osamenta de una criatura que vivió
hace 500.000 años, en plena Era Glacial, con el cerebro tan desarrollado como un Homo sapiens y
la mandíbula similar a la de un chimpancé. Todo un hito en los estudios evolucionistas porque,
además de confirmar las hipótesis darwinianas, indicaba que el desarrollo humano había sido
primero cerebral y posteriormente cultural, tal y como se creía en aquella época. Hubo voces
disidentes que negaron la autenticidad del hallazgo, pero fueron atribuidas a la ignorancia o a la
envidia. En cambio, figuras tan destacadas como el escritor y científico sir Arthur Conan Doyle,
creador de Sherlock Holmes, lo aplaudieron con admiración.
Durante cuarenta y un años, este eslabón perdido presidió el mundo de la paleoantropología. Pero
en 1953, rigurosos exámenes científicos confirmaron que el cráneo correspondía a un hombre que
vivió hace 50.000 años (450.000 menos de lo que se anunció en su día), y la mandíbula, a un
orangután fallecido hace pocos siglos. Los huesos habían sido envejecidos artificialmente y puestos
en la gravera para confundir a sus descubridores.
Pero ¿quién fue el autor de la patraña y por qué lo hizo? Hubo que esperar otros cuarenta y tres
años para conocer al culpable: el doctor Hinton, conservador del departamento de Zoología del
Museo Británico entre 1912 y 1945. La clave de todo este asunto, digno de las mejores novelas de
suspense, estaba en un viejo baúl que permaneció olvidado durante medio siglo en un desván del
Museo Británico. En la tapa aparecían inscritas las iniciales de su propietario, Martin A. C. Hinton.
Y su interior estaba repleto de huesos que habían sido envejecidos con ciertos productos químicos
de forma similar a los del Hombre de Piltdown. El móvil pudo haber sido la venganza. En 1910
Hinton tuvo diferencias con Woodward por el pago de unos honorarios, y diseñó el fraude del
Hombre de Piltdown para ponerlo en ridículo. Sin embargo, no calculó el alcance de su malévola
broma, que se convertiría en el «hallazgo del siglo», y prefirió llevarse el secreto a la tumba.

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II: EL LARGO CAMINO DE LA EVOLUCIÓN

Si la vida y los hombres hubieran comenzado a existir hace unos centenares o unos miles de años,
podríamos conocer casi todos los elementos importantes de la historia humana y remontarnos a nuestros
orígenes. Pero la inmensa mayoría de nuestros antepasados nos son totalmente desconocidos. La
brevedad de nuestras vidas y la inmensidad de tiempo que nos separa de ellos nos aíslan del pasado.
La vida apareció en la Tierra hace más de 3.500 millones de años en forma de organismos
microscópicos, relativamente simples. A partir de tan humildes principios han evolucionado todos los
seres vivos. Actualmente se conocen más de dos millones de especies de animales, vegetales, hongos y
microorganismos, y se calcula que en total existen entre 10 y 30 millones, sin contar las que se han
extinguido (se cree que ha desaparecido más del 99,9 % de las especies que en algún momento han
habitado el planeta). Una de las grandes extinciones en masa tuvo lugar hace 65 millones de años,
debido probablemente al impacto de un cometa o un asteroide de gran tamaño. Entre los seres que
fueron aniquilados estaban los dinosaurios, animales que dominaron la Tierra durante 200 millones de
años. Con ellos desaparecieron los principales depredadores de un orden de animales pequeños, de
sangre caliente, temerosos, furtivos y nocturnos, llamados mamíferos. De no haber sido por aquel
cataclismo, los hombres no hubiéramos llegado a existir.
Los animales y plantas que sobrevivieron a la catástrofe no desaprovecharon la oportunidad de
invadir nuevos hábitats y, en un estallido evolutivo sin precedentes, aparecieron todo tipo de formas y
adaptaciones. Éxito y fracaso formaron parte del juego de la supervivencia, y el testigo de la evolución
pasó de mano en mano creando nuevas especies y provocando la desaparición de otras.

Las raíces del hombre


Los primates evolucionaron de un pequeño mamífero insectívoro no más grande que una ardilla,
hace entre 60 y 50 millones de años. Hace 36 millones de años apareció en las selvas tropicales de lo
que hoy es el oasis del Fayum, en Egipto, el Catophitecus, una criatura de pequeño tamaño y cara de
tití que fue precursor del hombre y de los simios antropomorfos.
Durante el Mioceno Superior (hace aproximadamente entre 24 y 9 millones de años), un grupo de
simios ancestrales se difundió ampliamente por África, Asia y Europa. Los fósiles más antiguos fueron
descubiertos en el sur de Francia en 1856 por el zoólogo francés Édouard Lartet, quien los llamó
driopitecinos (simios de los robledales). El representante más conocido es el Procónsul, un animal que
vivió hace 16 millones de años. Fue descubierto por Mary Leaky en la isla Rusinga del lago
Victoria(África Oriental), y su nombre hace referencia a Cónsul, un famoso chimpancé del zoo de
Londres, pues se creía erróneamente que se trataba de un antepasado de estos monos. Recientemente se
han encontrado fósiles de driopitecinos en Kenia, Hungría y en el yacimiento Can Llobateres de
Sabadell, en Barcelona. En este lugar, Salva- dor Moya-Solá y Meike Köhler han descubierto el
esqueleto mejor conservado de un Dryopithecus laietanus, que vivió hace 9,5 millones de años.
Conocido familiarmente con el nombre de Jordi, es el fósil más antiguo que presenta los cambios
necesarios para adoptar la postura erecta, aunque siguiera desplazándose a cuatro patas.
Los paleoantropólogos desconocen todavía la relación exacta entre los driopitecinos y la línea
humana. En el registro fósil parece haberse producido un «vacío» hace alrededor de entre nueve y cuatro
millones de años, un período fundamental en la aparición del linaje humano. Precisamente en ese
período, grandes cambios climáticos alteraron la fauna y la flora africanas. La paulatina sustitución de
extensas zonas selváticas por la sabana constituyó una encrucijada fundamental para los primeros
homínidos, que comenzaron así el largo camino hacia el Homo sapiens.

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III: LOS MONOS DEL SUR
Nuestros más remotos antepasados habrían sido clasificados como una especie más entre los
grandes simios, si no hubiera sido por una secuencia de cambios que los impulsó en dirección a la
humanidad plenamente desarrollada.
El primero de esos cambios se produjo hace más de cuatro millones de años. Los primeros
homínidos adoptaron la postura erguida como medio de locomoción. Este «salto adelante» en la
evolución tuvo su precio. El foramen magnum, el agujero en el cráneo por donde pasa la médula
espinal, tuvo que orientarse hacia abajo y no surgir en la parte posterior de la cabeza, como sucede
en los cuadrúpedos; el cráneo pasó a estar balanceado encima de una columna vertebral que soporta
el peso del cuerpo en posición vertical; la arquitectura de la pelvis sufrió un cambio radical para
permitir nuestro peculiar modo de locomoción (una mejora biomecánica que, sin embargo, estrechó
el canal del parto y dificultó el alumbramiento); las piernas crecieron con relación al tronco y las
extremidades superiores; en el pie se desarrollaron arcos longitudinales y laterales para suavizar el
impacto contra el suelo; y el dedo gordo tuvo que orientarse paralelo a los otros cuatro, para ayudar
a controlar el equilibrio y a lanzar la pierna hacia adelante.
El primer fósil de un homínido bípedo fue hallado en Sudáfrica, en 1924, por Raymond Dart,
profesor de anatomía de Johannesburgo. Después de estudiar los cráneos de papión que le mostró
un estudiante, procedentes de unas canteras de caliza en Taung (Botswana), Dart se interesó por los
fósiles de este yacimiento. Un amigo arqueólogo, el doctor R. B. Young, de visita en la cantera, le
envió tres cajas con fragmentos de roca y restos fósiles, entre ellos, la parte posterior de un cráneo
que asomaba de la matriz caliza. Dart supo enseguida que tenía en sus manos un hallazgo
extraordinario, y durante los tres meses siguientes trabajó sin descanso para extraer el fósil de la
roca, utilizando todo tipo de herramientas, como las agujas de costura de su esposa: «Ningún tallador
de diamantes ha trabajado jamás en una joya, cualquiera que fuera su valor, con tanto amor y
cuidado, ni tampoco, estoy seguro de ello, con instrumentos tan poco apropiados - escribió Dart -.
Pero al cabo de sesenta y tres días, el 23 de diciembre, la roca se separó [...] El ser que había poseído
aquel cerebro macizo no era un antropoide gigante como el gorila. Lo que emergía era una cara de
bebé, un niñito con todos sus dientes de leche y sus molares definitivos justo a punto de salir. Dudo
que haya habido jamás un padre más orgulloso de su vástago que yo de mi bebé de Taung. aquella
Navidad».
Pronto se comprobó que el cráneo no correspondía a un bebé, sino a un individuo de unos seis
años de edad que vivió hace dos millones de años. No pertenecía a ningún simio conocido y estaba
lejos de parecerse a un hombre. Dart dio a aquella criatura el nombre de Australopithecus africanus,
que significa «mono del sur de África», pues pensaba que podía tratarse de algún tipo de «eslabón
perdido» entre el simio y el ser humano. Su gran caja craneal, sus dientes pequeños en comparación
con los simios y la posición del agujero en la base del cráneo (foramen magnum) indicaba que era
un homínido erecto con ciertas semejanzas con el hombre.
Sin embargo, los principales antropólogos europeos no dieron la menor importancia al hallazgo.
Para sir Arthur Keith, el anatomista inglés de mayor prestigio de la época, el Niño de Taung no era
más que un mono aberrante al que habría que situar dentro de los simios auténticos.
Indignado por el desprecio que sufrió Dart, otro profesor sudafricano, el doctor Robert Broom,
se unió a la búsqueda de los orígenes del hombre en África y sumó nuevos descubrimientos de
australopitecos, entre ellos. una nueva especie más robusta, con rasgos más simiescos y molares de
mayor tamaño, a la que llamó Australopithecus robustus.
Pero no fue hasta 1959 cuando los australopitecos adquirieron la fama y el lugar que merecen en
el árbol genealógico humano. Y fue posible gracias al trabajo del célebre matrimonio de
paleoantropólogos keniatas Louis y Mary Leakey, en la garganta de Olduvai, el lecho seco de un río
que se extiende a través de la estepa semidesértica del norte de Tanzania hasta las inmediaciones de
la frontera con Kenia. Con una profundidad de un centenar de metros y una longitud aproximada de
unos cincuenta kilómetros, la garganta está incrustada en los depósitos de un gran lago terciario que
existió hace millones de años. El matrimonio Leakey trabajó durante décadas en este paraje
desolado, sacando a la luz numerosos fósiles de animales prehistóricos. Finalmente, la mañana del
19 de julio de 1958, mientras Louis se encontraba en la tienda de campaña, enfermo y agotado por
la fiebre, Mary reparó en un cráneo que sobresalía en la pared erosionada de la garganta, donde poco

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antes se había producido un hundimiento. Fueron necesarios diecinueve días para extraer el fósil y
reunir más de cuatrocientos fragmentos de hueso, y varios meses más de trabajo para identificar a
su propietario como un australopiteco, el primero que se encontraba fuera de Sudáfrica. Era un ejemplar
superrobusto, de 1,8 millones de años de antigüedad, el cual recibió el apodo de «hombre cascanueces»
debido a sus enormes molares y a sus potentes músculos maxilares anclados en una especie de cresta
ósea situada en lo alto del cráneo. Este impresionante aparato masticador pudo ser empleado para
triturar tallos vegetales y cascar huesos de frutos o semillas. El ejemplar era muy diferente del
Australopithecus robustus hallado por Broom unos años antes, tanto que los Leakey pensaron que
merecía ser presentado como un género aparte, y lo llamaron Zinjantropo («hombre del país de Zinj»).
Sin embargo, una examen posterior reveló que pertenecía al género Australopithecus, y en la actualidad
exhibe el nombre de Australopithecus boisei, en honor de Charles Boise, primer mecenas de Louis
Leakey.
Este hallazgo fue el punto de partida de una auténtica caza del australopiteco, que todavía dura en
aquella región del este de África.

Lucy y la primera familia


Los restos más famosos fueron descubiertos el 30 de noviembre de 1974 por el norteamericano
Donald Johanson en la región de Hadar, donde habita la tribu Afar, en el norte de Etiopía. Era el
esqueleto casi completo de una hembra adolescente de 3,2 millones de años de antigüedad. Para celebrar
su hallazgo, el equipo de Johanson se reunió en torno al fuego del campamento mientras se escuchaba
en un magnetófono la canción de los Beatles Lucy in the Sky with Diamonds, un tema que inspiró el
nombre de Lucy con el que popularmente se conocería a la homínida. Su nombre científico es
Australopithecus afarensis. Cuando el equipo de Johanson regresó al yacimiento de Afar para la
siguiente campaña, desenterró una de las mayores colecciones de huesos de homínidos de más de tres
millones de años de antigüedad que se haya descubierto nunca. El hallazgo recibió el nombre de La
primera familia, y en ella están representados trece individuos cuatro niños y nueve adultos de ambos
sexos, que, al parecer, murieron todos a la vez a consecuencia de alguna catástrofe repentina.
Eran individuos muy primitivos en la mayoría de sus rasgos. Presentaban un marcado dimorfismo
sexual (machos de 45 kg de peso y 135 cm de estatura, y hembras más pequeñas, de 30 kg de peso y
105 cm de altura), con caderas y extremidades perfectamente adaptadas para caminar sobre dos patas.
El tamaño de su cerebro, poco ma- yor que una pelota de tenis, era similar al de un chimpancé (de unos
400 g de peso en los adultos). Sus brazos, muy largos en relación con sus piernas, y la curvatura de las
falanges de los dedos de sus manos y pies sugieren que todavía mantenían algunas de las aptitudes
ancestrales para trepar por los árboles. La forma de sus piezas dentales, el grosor y el desgaste de su
esmalte indican que tuvieron una dieta rica en hojas y frutos. En definitiva, guardaban más parecido
con los chimpancés que con los humanos actuales; sin embargo, fueron capaces de andar como nosotros.
En 1976, Mary Leakey descubrió en un lecho de ceniza volcánica en Laetoli (Tanzania) un rastro de
huellas de 3,6 millones de años de antigüedad, que constituyen la prueba más evidente de que nuestros
más remotos antepasados pudieron caminar erguidos con desenvoltura. Son sesenta y nueve pisadas tan
humanas como las que hoy quedan sobre la arena mojada de la playa, y corresponden a un hombre, una
mujer y un niño, posiblemente una familia que caminó sobre la ceniza fresca expulsada por el antiguo
volcán Sadiman. La capa de ceniza fue humedecida por un corto aguacero (se pueden observar los
minúsculos cráteres dejados por el impacto de las gotas de lluvia) y endurecida como el cemento por la
acción del sol.

Pie pequeño
Prácticamente en la misma época en que un grupo de homínidos dejó el rastro de Laetoli, un
Australopithecus africanus quién sabe si huyendo de otros animales carnívoros- se precipitó por la
apertura de una cueva, en Sudáfrica, y se estrelló contra el suelo. La caída, de 15 metros, le causó la
muerte, pero también le preservó de predadores y ha llegado hasta nosotros en excelente estado de
conservación. El 9 de diciembre de 1998, un equipo de paleoantropólogos de la universidad sudafricana
de Witwatersrand, dirigido por Ron Clarke, sorprendió al mundo con el anuncio de su descubrimiento,
en las cuevas de Sterkfontein (Sudáfrica), célebres por sus riquezas prehistóricas.

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El esqueleto, de 3,58 millones de años de antigüedad, se encuentra casi completo, con el cráneo,
los maxilares superior e inferior, un brazo, una pierna y los huesos del pie. No se ha podido precisar
su sexo porque no se ha en- contrado la pelvis.
Los primeros indicios de su existencia se hallaron en 1994. Los investigadores descubrieron
fragmentos de sus pies entre los fósiles de otros animales en una barraca frente a la cueva. Fue
precisamente el tamaño de los huesos el motivo por el que le apodaron Pie pequeño. Durante cuatro
años se buscó el resto del esqueleto entre la roca caliza que rellena la gruta hasta que por fin, en
septiembre de 1998, salió a la luz el cráneo. Una vez que se hayan completado las tareas de
excavación, Pie pequeño podría proporcionar nuevas pistas sobre lo que algunos denominan
«bifurcación crítica», la separación de homínidos y simios a partir de un antepasado común.

El decano de los homínidos


En 1995, Meave Leakey (nuera de Louis y Mary Leakey, y esposa del célebre paleoantropólogo
Richard Leakey) descubrió en el lago Turkana (Kenia) los fósiles de un homí-l nido bípedo que
caminó hace cuatro millones de años por un bosque abierto que albergó entre sus árboles y prados a
antepasados de caballos, hienas, jirafas, gacelas y otros mamíferos modernos. La nueva especie no
se parecía a ninguna de las ya existentes, y el equipo de Meave le asignó el nombre de
Australopithecus anamensis (anam significa lago. en lengua turkana).
Sin embargo, no son los fósiles más antiguos que se conocen. En 1992 un equipo de la universidad
norteamericana de Berkeley, dirigido por Tim White, descubrió en la región del Awash medio, en
el país de los Afar (Etiopía), los restos fósiles de un individuo de 4,4 millones de años de antigüedad,
para el que crearon-un nuevo género y especie: Ardipithecus ramidus (en lengua afar, ardi significa
“suelo” y ramid “raíz”). Fragmentos de la base del cráneo sugieren una postura erguida, aunque sólo
se podrá comprobar cuando se analicen los huesos de la cadera y extremidades inferiores hallados
en las últimas campañas de excavación.
Estos individuos vivían en un ambiente selvático, y del estudio de su dentadura se deduce que
tenían una alimentación muy similar a la de los chimpancés actuales (frutos, hojas, tallos, brotes
tiernos y otros productos vegetales blandos).

El mono asesino
En la década de los 50, Raymond Dart, descubridor del Niño de Taung, describió a los
australopitecos como «criaturas carnívoras que se apoderaron violentamente de presas vivas, las
golpearon hasta matarlas, desgarraban sus cuerpos rotos, las desmembraban, calmaban su ardiente
sed con la sangre caliente de sus víctimas y devoraban con gula su carne aún estremecida». Carecían
de instrumentos de piedra tallada, pero se valían de huesos, dientes y cuernos de animales que
utilizaban como armas.
Según Dart, el instinto cazador les impulsó a abandonar los árboles y a fabricar sus primeras
herramientas, aliando su inteligencia y favoreciendo-además su postura erguida. Una idea que fue
utilizada por el escritor norteamericano Robert Ardrey en su famoso best-seller African Genesis,
para afirmar que el instinto asesino del hombre moderno arranca de la agresividad desarrollada
cuando un simio erecto empuñó por primera vez una tranca y descubrió su utilidad como arma. Una
falsa hipótesis del mono cazador como inicio de la evolución hacia el ser humano que ha sido
descartada. El estudio de los fósiles revela que los australopitecos fueron vegetarianos, y no fue su
gusto por la carne lo que les hizo bajarse de los árboles para caminar por espacios abiertos.
Otros autores sostienen hipótesis menos dramáticas. Aseguran que la bipedestación es la forma
más económica de locomoción desde un punto de vista energético. No es tan rápida como la de otros
animales, pero proporciona una resistencia notable en largos desplazamientos. Además, un cuerpo
erguido recibe menos radiación solar, se aleja del calor que despide el suelo y se beneficia de las
brisas refrescantes. Y una ventaja indudable es que deja libres las manos para transportar a las crías
o los alimentos. En cualquier caso, el origen de nuestra peculiar forma de andar sigue siendo uno de
los mayores enigmas de la paleontología.

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IV: EL HOMBRE HÁBIL
Hace más de dos millones de años hizo su aparición en África un homínido de cerebro más grande
capaz de fabricar y utilizar herramientas de piedra, unos conocimientos que en última instancia llevarían
a nuestros débiles y casi indefensos antepasados al dominio del planeta. Se conoce como Homo habilis
u hombre diestro.
Una vez más, los primeros restos fueron hallados en 1964 por el matrimonio Louis y Mary Leakey,
en la garganta de Olduvai, y corresponden a cuatro individuos: Johnny (una mandíbula); Cindy (una
mandíbula inferior, parte de la superior, dientes y trozos de cráneo); George (dientes y un fragmento
craneal), y Tuiggy (siete dientes y el cráneo aplastado de un homínido que recordaban a una modelo
británica de la época). Con una edad aproximada de 1,75 millones de años de antigüedad, eran, según
el matrimonio Leakey, los primeros hombres, los primeros seres que podían reconocerse como tales,
creadores de las numerosas herramientas de piedra que tanto les fascinaron.
El Homo habilis se parecía al australopiteco en muchos aspectos, como la cara y los dientes. Seguía
siendo de pequeño tamaño (poco más de un metro de estatura y unos 40 kg de peso), y sus brazos, tan
largos como los de Lucy, lo que tal vez fuera una ventaja si es que seguían subiéndose a los árboles.
Sin embargo, su volumen cerebral era claramente ma- yor, de unos 700 centímetros cúbicos, y sus
piernas estaban mejor adaptadas al bipedalismo. La pelvis femenina también era más grande para poder
alumbrar crías con una cabeza de mayor tamaño.
Junto al Homo habilis se han encontrado piedras usadas o alteradas en su forma natural, procedentes
a menudo de lugares alejados. El »juego de herramientas» era muy tosco e incluía lascas para cortar la
piel, músculos y tendones de animales; cantos para triturar los huesos y extraer el tuétano; y
rudimentarias hachas sin mango para tallar vegetales. Sencillos instrumentos que proporcionaron a sus
fabricantes el filo cortante que perdieron con la reducción de sus dientes caninos. En recuerdo de la
garganta de Olduvai, la técnica con la que fueron tallados se llama Olduvayense.
A pesar de su tosco aspecto, los utensilios del Homo habilis revelan el dominio de una técnica
artesanal. Incluso para fabricar el más sencillo de todos ellos, golpeando una piedra contra otra, se
requiere una mano como la nuestra y una excelente capacidad mental y de coordinación. Cuando los
científicos intentan imitar su técnica, constatan con sorpresa que se requiere una habilidad
extraordinaria para obtener los mismos resultados. Esta habilidad permitió que seres hasta entonces
vulnerables y relativamente débiles, pudieran convertirse en la especie dominante que somos los
humanos en la actualidad. El uso de herramientas hizo posible un rápido y eficaz descuartizamiento de
los animales muertos y el traslado de la comida a sitio seguro, donde dar cuenta de ella sin interferencias
de otros depredadores que compiten por el mismo alimento. En aquellos tiempos, el dueño de un hacha
de piedra tenía más probabilidades de cobrar una pieza o salir victorioso de una disputa.
Mientras los australopitecos se alimentaban de vegetales y de pequeños animales que sólo podía
partir con la ayuda de manos y dientes, los representantes más antiguos del género Homo se alimentaron
de los cadáveres de animales de gran tamaño que fueron descarnados y troceados con herramientas de
piedra. Esta mejoría en la dieta influyó decisivamente en el desarrollo de un cerebro más grande y en la
evolución del linaje humano.
En 1994 el equipo de Johanson encontró en la región de Hadar (Etiopía) una mandíbula de 2,3
millones de años de antigüedad junto a utensilios de piedra que representan el caso más antiguo que se
conoce de homínidos asociados a la industria lítica. El hallazgo refuerza la hipótesis de que el Homo
habilis fue el autor de las primeras herramientas. Sin embargo, los instrumentos más antiguos que se
conocen unas piedras burdamente afiladas tienen 2,5 millones de años y fueron halladas junto al río
Gona, en Etiopía; pero en este caso no apareció ningún fósil en las inmediaciones.

East Side Story


Los restos de nuestros más remotos antepasados se han encontrado casi exclusivamente en África,
y más concre- tamente a lo largo del valle del Rift, una enorme falla geo-
lógica de pendientes escarpadas, que recorre el este afri- cano desde Mozambique, a través de
Malawi, atraviesa la región de los Grandes Lagos, el país de los Afar en Etiopía, el mar Rojo y llega
hasta el mar Muerto, entre Israel y Jordania.

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Se trata de una zona con gran actividad volcánica y, durante milenios, un polvo finísimo
expulsado por las erupciones ha cubierto los fósiles, preservándolos para la posteridad. La corteza
terrestre se está separando a lo largo y ancho de esta fractura africana y deja al descubierto sus
entrañas repletas de sedimentos con las improntas petrificadas de la fauna y flora de hace millones
de años. La distribución geográfica de los primeros fósiles de homínidos hace pensar en un origen
esteafricano de nuestro linaje, lo que el paleontólogo francés Ives Coppens denominó East Side
Story. Según esta teoría, el valle del Rift habría separado los ecosistemas orientales, con ambientes
abiertos tipo sabana y habitados por homínidos, de los occidentales, más selváticos y poblados por
antepasados de chimpancés y gorilas. Los australopitecos del este de África, presionados por un
entorno árido y hostil, evolucionaron hasta transformarse en hombres, mientras que sus congéneres
del centro y del oeste africanos, insertos en un ambiente selvático más cómodo, apenas
evolucionaron.
Esta teoría ha comenzado a tambalearse con el hallazgo en Chad de la mandíbula inferior de un
homínido que vivió hace 3,5 millones de años en la región de Bahr el Ghazal (río de las gacelas»),
cuyo nombre científico es Australopithecus bahrelghazali. El descubrimiento sugiere que los
australopitecos estaban mucho más dispersos de lo que se pensaba, que el valle del Rift no debía ser
un obstáculo infranqueable y que la cuna del hombre se extiende hasta 2.500 kilómetros al oeste de
la falla.

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V: EL HOMBRE TRABAJADOR
Tradicionalmente, los fósiles del género Homo de más de un millón de años de antigüedad se han
venido atribuyendo a dos especies. Los más antiguos y primitivos al Homo habilis y los más modernos
y evolucionados a la especie Homo erectus. Sin embargo, y a la luz de los hallazgos que se vienen
realizando desde mediados de los 80," los científicos se han replanteado el número de especies humanas.
En el verano de 1984, el equipo de Richard Leakey desenterró los restos de un homínido de 1,6
millones de años de antigüedad, en un yacimiento próximo al lago Turkana, en Kenia. El esqueleto del
Niño de Turkana es el más completo de cuantos se han hallado hasta la fecha (solamente faltan los
huesos de los pies y casi todos los de las manos) y, junto con Lucy, es uno de los descubrimientos más
interesantes de la historia de la paleoantropología.
Su cráneo es más ligero que el de otros homínidos anteriores, con una asombrosa capacidad cerebral
de 850 centímetros cúbicos. La nariz destacaba sobre el perfil de un rostro más moderno, y la relación
entre sus extremidades superiores e inferiores era muy parecida a la nuestra.
Por la forma de la cadera se le atribuye el sexo masculino, y del estudio de sus huesos y dientes se
deduce que era un ejemplar infantil de entre 8 y 9 años, que, a pesar de no haber terminado su
crecimiento, me- día 1,60 m de estatura, demasiado alto para su edad. Según los expertos, su esqueleto
tiene el grado de madurez que podría esperarse en un adolescente de trece años y las dimensiones de
uno de quince, lo que podría ser el indicio de un cambio evolutivo.
Los chimpancés crecen mucho más rápidamente que los humanos: a los cuatro años se procuran
alimento y a los doce son adultos en todos los aspectos. Algunos paleoantropólogos sostienen que el
ciclo vital de los primeros australopitecos era similar al de los monos. A partir de entonces, cada especie
de homínido fue desarrollando ciclos cada vez más lentos, en relación con la creciente complejidad
social y personal de su vida. El patrón de crecimiento del Niño de Turkana era mucho más humano que
el de otros ejemplares jóvenes de especies más antiguas, incluida el Homo habilis. Este desarrollo
prolongado implica un entorno social más protector y la distribución del trabajo por sexos: machos
cazadores y hembras recolectoras, encargadas del cuidado de sus crías.
Los científicos han creado para el Niño de Turkana y otros fósiles similares la especie Homo ergaster
(hombre trabajador), en reconocimiento a su capacidad para fabricar útiles de piedra. Asociada a estos
individuos aparece una nueva industria lítica más elaborada, conocida como Achelense de la localidad
de Saint-Acheul, en Francia, donde fue descrita por primera vez-, y supone un destacado avance sobre
la técnica Olduvayense del Homo habilis.
Esta nueva técnica requería trabajar el bloque de piedra por ambas caras hasta conseguir la forma
deseada, en ocasiones muy sofisticada. Entre los instrumentos destacan grandes lascas de piedra talladas
llamadas bifaces, con un largo filo puntiagudo y cortante y un extremo engrosado a modo de cabeza de
martillo. Prácticas y eficientes, se utilizaron como hachas de mano, hendedores y picos, para cortar la
carne, trabajar la madera y desenterrar tubérculos y raíces, entre otros usos.
Muchos paleoantropólogos-entre ellos los científicos españoles que trabajan en los yacimientos de
Atapuerca creen que el Homo ergaster pudo haber sido un antepasado tanto del Homo erectus, como de
una segunda línea representada por una nueva especie hallada en la sierra burgalesa, el Homo
antecessor, que llevaría hasta nuestra propia especie, el Homo sapiens.

Las grandes migraciones


El Homo ergaster fue el primer homínido que abandonó el continente africano para distribuirse
ampliamente por Europa y Asia. Durante cientos de miles de años evolucionó en el Viejo Mundo en
condiciones de aislamiento geográfico para dar lugar a una nueva especie, el Homo erectus. La forma
del cráneo seguía siendo plana, con la frente muy tendida y un volumen cerebral de entre 800 y 950
centímetros cúbicos. Pero a diferencia del Homo ergaster, su cráneo era más robusto, de paredes más
gruesas, con un toro supraorbital recto y muy desarrollado que formaba una auténtica visera sobre los
ojos, y otro refuerzo óseo (toro occipital) en la nuca.
La pelvis femenina era diferente a la de otros homínidos, posiblemente para facilitar el nacimiento
de crías dotadas de una consistente masa cerebral. Este cambio anatómico supuso una enorme ventaja
evolutiva. Las madres con pelvis dilatadas podían engendrar criaturas con cerebros de mayor tamaño,

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que, al alcanzar la edad adulta, competían ventajosamente con la descendencia peor dotada,
alumbrada por madres con una abertura pélvica más reducida.
El Homo erectus desarrolló una cultura bastante elevada, quizás basada en la vida en cavernas y
la caza. Se desconoce si poseían un lenguaje hablado, pero es casi seguro que utilizaron algún
sistema de comunicación-gruñidos, gestos y expresiones faciales similares a las de los simios
actuales para organizar las batidas de caza y transmitir los conocimientos necesarios para la
fabricación de herramientas de generación en generación.
Gracias a su mayor capacidad de adaptación al medio, a sus técnicas de caza más avanzadas y a
una mayor inteligencia asociada a un cerebro más desarrollado, el Homo erectus llegó a colonizar
regiones tan alejadas como las situadas en el oriente asiático. Fueron precisamente los fósiles
hallados en Java y en China los que definieron esta especie.

El Hombre de Java
En 1891 el doctor holandés Eugène Dubois halló los primeros fósiles de Homo erectus en Java.
Su descubrimiento sigue siendo uno de los casos más increíbles de autoconfianza y determinación
de la historia de la ciencia. Dubois se sintió cautivado por el Pithecanthropus alalus (hombre simio
sin habla), el supuesto eslabón perdido propuesto erróneamente por Haeckel, cuyos restos deberían
ser localizados en el sudeste asiático. Decidido a encontrarlo, Dubois se alistó como médico en la
marina de las Indias Holandesas. Durante varios años, dedicó buena parte de su tiempo y dinero a
explorar e investigar muchas cuevas y depósitos de roca caliza en las islas de Sumatra y de Java,
hasta que finalmente, en un talud situado en el río Solo, cerca del pueblo de Trinil, desenterró un
fragmento de cráneo, varios dientes y el fémur de un homínido.
En 1893 Dubois anunció oficialmente el descubrimiento de la criatura propuesta por Haeckel
siete años atrás. Como no encontró una mandíbula que pudiera demostrar el apelativo de alalus
(carente de habla), pero sí un fémur que indicaba su postura erguida, Dubois dio a su hallazgo el
nombre de Pithecanthropus erectus (hombre simio de marcha erecta), conocido popularmente como
el Hombre de Java.
Recientemente se han encontrado numerosos fósiles que mediante modernas técnicas de datación
han sido fechados en 1,8 millones de años, aunque muchos científicos mantienen sus dudas sobre
esta antigüedad.

El Hombre de Pekín
En 1933, las excavaciones llevadas a cabo por científicos chinos y norteamericanos en una
antigua caverna situada en Zhoukoudian, cerca de Pekín (China), tuvieron como resultado el
hallazgo del Sinanthropus pekinensis (hombre chino de Pekín), conocido popularmente como el
Hombre de Pekín. Se exhumaron fundamentalmente cráneos, cuya abertura en su base (foramen
magnum) había sido agrandada y aplastada, como si alguien hubiera querido extraer el cerebro. Junto
a los restos se encontraron utensilios de piedra y una capa de cenizas que dio pie a llamar a esta
caverna la Cueva de los hogares. Desde hace 500.000 años y durante 250.000, el Hombre de Pekín
habitó esta cueva. Los huesos de animales hallados en su interior indican que fue un cazador eficaz,
capaz de competir con éxito con los grandes carnívoros gracias al empleo de armas y utensilios de
piedra.
Los restos de fogatas en la cueva de Zhoukoudian indican que el Hombre de Pekín dispuso de la
habilidad para manipular el fuego y mantenerlo durante algún tiempo, aunque no es seguro que
pudiera encenderlo y probablemente dependiera de los incendios naturales producidos por rayos.
Las hogueras fueron de gran importancia para su supervivencia en los fríos inviernos, y posiblemente
cocinó la comida, como atestiguan las grandes cantidades de semillas y huesos carbonizados
encontrados en la caverna. Son los primeros indicios de la utilización del fuego, pero probablemente
ya se utilizó cientos de miles de años atrás. La carne cruda es poco digestiva y sabemos que las
intoxicaciones alimentarias constituyen un problema extremadamente grave que hay que evitar en
la medida de lo posible. Por lo general, estos inconvenientes se solucionan asando o cociendo la
carne, una técnica culinaria ancestral cuyo origen se pierde en la noche de los tiempos. Quizás,
nuestros más remotos antepasados se alimentaban con los cadáveres de animales calcinados por los

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frecuentes incendios naturales en las vastas sabanas africanas. Es posible que encontraran la carne asada
más apetitosa que la cruda y, seguramente, se dieron cuenta de que también se conservaba durante más
tiempo. Pero no fueron las únicas ventajas del fuego. Los hombres primitivos debieron observar el
pánico que provoca en las fieras, y la agradable calidez que proporcionan las llamas si no sobrepasan el
tamaño de una hoguera. El ser humano dispuso de miles de años para aprender a manejar el fuego y
adaptarse a él. Con su dominio, no sólo se abrió una nueva dimensión de la alimentación. Por primera
vez, dispuso de una poderosa energía que le ayudó a sobrevivir y a transformar el entorno.
Fin del galimatías En la primera mitad del siglo xx, cada descubridor asignaba un nuevo nombre a
su hallazgo, convencido de que era diferente de cualquier otro conocido anteriormente para la ciencia
(Pithecanthropus erectus u Hombre de Java, Sinanthropus pekinensis u Hombre de Pekín). Sin embargo,
el biólogo evolutivo Ernst Mayr, especializado en la clasificación de los organismos, realizó en 1950
un estudio comparativo de todos los pitecántropos hallados hasta ese momento y los reunió en una sola
especie: Homo erectus. El género Homo ya estaba constituido. El nombre específico de erectus se tomó
del hallazgo original de Eugène Dubois. Sin embargo, los continuos descubrimientos invitan a una
permanente revisión taxonómica y de nuestro árbol genealógico.

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VI: LOS PRIMEROS EUROPEOS: ATAPUERCA
En el sur del Cáucaso, en la ciudad de Dmanisi (Georgia), se encontró en 1992 la mandíbula fósil
de un Homo erectus bien conservada, con los dientes intactos. Se le ha calculado una antigüedad de
1,5 millones de años, y yacía junto al cráneo de un esmilodonte (una especie de tigre con dientes de
sable) en un depósito con abundantes útiles de piedra y huesos de animales. No obstante, es difícil
conocer por una mandíbula cómo eran aquellos homínidos que alcanzaron las puertas de Europa.
Muchísima más información ha proporcionado uno de los yacimientos más importantes del
mundo situado en la sierra de Atapuerca, a unos 15 kilómetros de Burgos. Una pequeña montaña
alomada de roca caliza se ha convertido en un estupendo registro de los cambios que se han
producido en el clima durante el último millón de años, de las variaciones en los ecosistemas como
respuesta a esos cambios climáticos, de las especies animales que se han sucedido a lo largo de
milenios y de los homínidos que la han habitado. Un equipo multidisciplinar español -distinguido
con el Premio Príncipe de Asturias de Investigación Científica 1997- lleva a cabo las excavaciones
bajo la dirección de José Bermúdez de Castro, Juan Luis, Arsuaga y Eduald Carbonell. Sus
descubrimientos han dejado sin aliento a la comunidad científica internacional. En la cueva de la
Gran Dolina se han exhumado fósiles humanos pertenecientes al menos a seis individuos que
vivieron durante el Pleistoceno Inferior, hace unos 800.000 años. Son tan diferentes de otros
homínidos del género Homo que los científicos españoles han creado una nueva especie para ellos:
Homo antecessor (hombre explorador o pionero). El hallazgo derriba sin contemplaciones la antigua
creencia de que los europeos más antiguos no tenían más de medio millón de años. Según Juan Luis
Arsuaga, estos individuos llegaron en las primeras migraciones que arribaron al Viejo Continente,
procedentes de África y a través del Oriente Próximo, hace un millón de años.
A la luz de estos hallazgos, los investigadores españoles han diseñado un nuevo árbol genealógico
de la especie humana. El Homo ergaster (representado por el Niño de Turkana) fue precursor del
Homo antecessor. Esta especie evolucionó en el continente africano hasta llegar al Homo sapiens
sapiens, u hombre moderno, mientras que en Europa evolucionó de forma diferente para dar lugar
al Hombre de Heidelberg u Homo heidelbergensis, precursor del Hombre de Neandertal. El primer
resto fósil de Homo heidelbergensis fue la célebre mandíbula de Mauer, descubierta el 21 de octubre
de 1907 por dos obreros que cavaban un arenero cerca de esta localidad alemana. El maxilar se
encontró a 24 metros bajo la superficie, y la pala de un trabajador lo partió en dos. El profesor Otto
Schoetensack, de la cercana Universidad de Heidelberg, restauró y describió la mandíbula como un
hueso grande y pesado, similar al de un simio, pero con dientes claramente humanos.

Canibalismo en Atapuerca
Salvo en casos excepcionales, no aparecen fósiles humanos del Pleistoceno Medio o Inferior en
el interior de las cuevas. Éstas solían estar habitadas por otros animales como leones u osos de las
cavernas, y la vida nómada del hombre de Atapuerca, propia de recolectores, carroñeros y cazadores,
no les permitía gozar de las ventajas de un asentamiento estable. Hubo que llegar casi hasta el
presente para que nuestros predecesores desarrollaran una «cultura cavernícola». Por este motivo, el
hallazgo de los fósiles en la Gran Dolina constituye todo un acontecimiento. Hace 800.000 años,
seis individuos (dos niños de entre tres y cuatro años, uno de once, otro adolescente y dos adultos
jóvenes de no más de veinte, perfectamente sanos)- fueron llevados al interior de la cueva para ser
devorados por otros seres humanos en un banquete caníbal. Sus restos aparecen mezclados con
huesos de animales que también fueron consumidos. Muchos presentan marcas y es- trías
inconfundibles, producidas por las piedras afiladas utilizadas para separar la carne de los huesos. Se
trata, sin duda, de la evidencia más antigua de una práctica caníbal, sin que se aprecie la más mínima
relación con algún ritual primitivo. Aparentemente, los cuerpos humanos fueron tratados con la
misma falta de respeto que el resto de los animales que también sirvieron de festín.
Del estudio de esos huesos se deduce que el Homo antecesor era un homínido de estatura media
y complexión grácil, similar a la de los humanos actuales. Tenían una cara moderna, con arcos
superciliares no excesivamente pronunciados, en la que destaca la ausencia de mentón o barbilla. Su
cráneo, más primitivo, recuerda al del Homo ergaster, con un volumen cerebral de unos 1.000
centímetros cúbicos.

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Eran cazadores, recolectores de vegetales y, en ocasiones, carroñeros que se alimentaban de los
animales muertos que encontraban en el campo. Sus instrumentos de piedra eran toscos y poco
desarrollados.

¿Enterramientos?
No lejos de la Gran Dolina, a casi un kilómetro de distancia, se encuentra otro yacimiento conocido
como la Sima de los Huesos, un foso de unos 14 metros de profundidad situado en un lugar recóndito
de una cueva. En este espacio angosto, de apenas cuatro metros cúbicos de tierra, han aparecido más de
1.300 restos humanos de unos 300.000 años de antigüedad, pertenecientes al menos a 32 individuos de
ambos sexos, con edades comprendidas entre los 13 y los 30 años. No hay niños ni ancianos, lo que
constituye todo un misterio.
Según los científicos españoles, todos ellos pertenecen a la especie Homo heidelbergensis (cuyo
único representante hasta ahora era el Hombre de Heidelberg), y se trata de la muestra más completa de
fósiles humanos del Pleistoceno Medio descubierta en un único yacimiento.
Los huesos son todos humanos o de animales carnívoros. No se ha encontrado ningún resto de
herbívoro ni un solo instrumento de piedra. Entre los carnívoros, la mayoría son osos de la especie
Ursus deningeri, predecesora de los osos cavernarios que vivieron cientos de miles de años más tarde.
También hay restos de leones, lobos, linces, gatos, zorros y mustélidos del tipo de la garduña y de la
comadreja, que pudieron caer en la sima por accidente, atraídos por el olor de la carroña.
Los investigadores creen que la Sima de los Huesos fue utilizada por los pobladores de la Gran
Dolina para depositar a sus muertos, en una especie de ritual de enterramiento o de preculto. Su estudio
revela que eran de constitución fuerte, con un volumen cerebral ligeramente menor que el actual. Tenían
un acusado reborde bajo las cejas, mandíbula fuerte sin mentón o barbilla, y nariz prominente. Los niños
se destetaban a los tres años y medio de edad. Algunos sufrieron estrés nutricional y una anemia ligera
de corta duración, como revela el esmalte de sus dientes. Padecieron algunas enfermedades similares a
las artrosis y hay huellas de traumatismos accidentales, pero sin señales de violencia. Las dolencias
infecciosas eran muy raras en aquella época, y la caries totalmente desconocida.
La mayoría de los individuos moría antes de cumplir los 30 años, y prácticamente ninguno alcanzaba
los 40.
Hace 300.000 años, el clima era muy parecido al actual e imponía una vegetación mediterránea en
los momentos más cálidos, y una más atlántica, con hayas y abedules, en épocas frías. Mamuts, bisontes,
uros, ciervos, caballos, linces, lobos, zorros, hienas, leones y osos vagaron por la antigua meseta
castellana desde hace casi un millón de años hasta hace 200.000.
El Homo heidelbergensis que habitó en Atapuerca trabajó el cuero para vestirse y fabricó
herramientas con los cantos rodados procedentes del cercano río Arlanzón. Fueron cazadores-
recolectores, aunque no desdeñaron la carroña.
De ninguna de las poblaciones de esta sierra burgalesa, tan distantes en el tiempo, han aparecido
restos de fuego ni de alguna forma de cobijo permanente ya sea en cabañas o en cuevas. Preparaban los
alimentos en la entrada de las cavernas y los consumían allí mismo. A veces traían sus instrumentos de
piedra preparados y en otras ocasiones los tallaban en la propia cueva, pero no existe ningún indicio de
que esos abrigos rocosos se constituyeron en residencias fijas.

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VII: EL HOMBRE DE NEANDERTAL
Hace 150.000 años apareció en Europa el Hombre de Neandertal, considerado por algunos
expertos como una subespecie dentro de la nuestra: Homo sapiens neanderthalensis. Su ámbito
geográfico se extendió desde Europa occidental, atravesando el sureste de la Rusia europea y Oriente
Próximo hasta la zona del Uzbekistán que limita con Afganistán, en Asia Central.
El nombre de Neandertal procede del valle de Neander, en Alemania (Tal significa valle en
alemán), donde fue descubierto en 1856-el primer esqueleto fósil de un ser humano. En aquella
época la ciencia no estaba preparada para aceptar la existencia de antepasados distintos a nosotros
(Darwin no había publicado todavía El origen de las especies, y el célebre paleontólogo francés,
Georges Cuvier, aseguraba: ¡El hombre fósil no existe!). Los trabajadores de una cantera de caliza
extrajeron una pesada cubierta craneana y quince partes de un esqueleto que mostraba diferencias
evidentes con el hombre moderno. Por suerte, el propietario de la cantera llamó al maestro de la
localidad, quien a su vez remitió los huesos al profesor Schaafhausen, de Bonn. Tras un cuidadoso
estudio, el profesor publicó en 1857 su opinión de que el esqueleto no pertenecía a un germano, sino
a una «tribu salvaje nórdica», anterior a los celtas.
Se trataba de una conclusión esencialmente correcta. Sin embargo, prestigiosos expertos de la
época refutaron esa teoría e insistieron en que se trataba de algún tipo de monstruo patológico.
Rudolph Virchow, el anatomista más influyente de Alemania, aseguró que el esqueleto no perteneció
en absoluto a un hombre antiguo, sino a un li- siado reciente, con un cráneo deformado, víctima de
la artritis. Otro destacado anatomista afirmó que se trataba de un idiota subnormal que
probablemente vivió recluido en la cueva. Y hubo quien llegó a decir que se trataba de los restos de
un cosaco mongol que sirvió treinta años atrás en el ejército napoleónico y encontró la muerte
durante la retirada de Moscú.
Los neandertales no fueron reconocidos como miembros de una extinta especie humana diferente
de la nuestra hasta que el hallazgo de nuevos fósiles, en particular los del yacimiento belga de Spy,
en 1886, hizo imposible seguir considerándolos durante más tiempo como casos atípicos o
patológicos de humanos modernos. En la actualidad, los neandertales representan el tipo humano
fósil mejor conocido y del que se dispone de más restos. No eran muy altos (170 cm los machos y
160 cm las hembras), pero su complexión física era extraordinariamente robusta. Su cráneo era tan
peculiar que, si uno de ellos se paseara por las calles de Madrid o Nueva York en la actualidad,
ataviado a la última moda, provocaría el asombro de los viandantes. De hecho, su imagen se ha
convertido en el prototipo de los seres infrahumanos: una cara grande, con mandíbula y nariz muy
voluminosas
proyectadas hacia delante, sin pómulos ni mentón, con la frente aplanada, una especie de visera
ósea sobre la que se asentaban las cejas y un abultamiento en la parte posterior del cráneo.
Su cerebro era un diez por ciento mayor que el nuestro, con un promedio de 1.500 centímetros
cúbicos, aunque también fueron más pesados y voluminosos que nosotros. Eran individuos fornidos,
con extremidades cortas y tronco robusto. Sus músculos estaban mucho más desarrollados que los
de cualquier persona actual, con la excepción de los culturistas más entusiastas.
Un dentista que examinara su dentadura se quedaría perplejo. Los incisivos de los adultos
aparecen desgastados por la cara exterior, como si hubieran sido utilizados para llevar objetos.
También es posible que masticaron las pieles de los animales hasta convertirlas en cuero, o utilizaran
la dentadura para fabricar instrumentos de madera. Sin embargo, y a pesar de su aspecto tan
primitivo, los neandertales no fueron los seres brutales y simiescos, incapaces de caminar erguidos,
que mucha gente imagina. De gran fortaleza física, gozaron de una extraordinaria habilidad para la
caza y la recolección, fueron excelentes talladores de piedra, utilizaron el fuego de forma sistemática,
cuidaron a los ancianos y enfermos, y enterraron a sus muertos.
La industria lítica de los neandertales se llama Musteriense, por el rico yacimiento de Le
Moustier, en la Dordoña francesa, donde fue descubierta por primera vez a mediados del siglo XIX.
Se caracteriza por el tallado de los núcleos de piedra para darles una forma determinada (similar al
caparazón de una tortuga), para extraer luego a
partir de ellos las lascas que más tarde serán retocadas en el acabado final. Estas operaciones se
conocen como técnica Levallois y permite un mejor aprovechamiento de la piedra y del esfuerzo.
De esta forma, fabricaron nuevos instrumentos como puntas, raederas y bifaces. Durante 100.000

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años, el Musteriense se expandió sin apenas cambios por toda la cuenca mediterránea y el norte y este
de Europa. Sin duda, también fabricaron útiles de madera, de los que apenas han quedado vestigios.
Una notable excepción es una lanza de dos metros y medio de longitud, con la punta endurecida al
fuego, que se encontró clavada en las costillas de un mamut, en Alemania. Otra arma de madera de
50.000 años de antigüedad fue hallada en España, en el Abric Romaní de Capellades (Barcelona).

La cueva de los hogares


El hallazgo en el Abric Romani de quince hogares de fuego de 53.000 años de antigüedad-los más
viejos exhumados en España hasta el momento-revela que los neandertales formaron comunidades
complejas, bien organizadas y adaptadas a su entorno. Son de tamaño y composición diferentes en
función de su uso: planos, en cubeta (utilizados como puntos de luz) y hasta hogares en los que se
aprovechaba el poder refractario de la piedra calcárea para conservar mejor el calor. Esta gran variedad
de hogares convierte a este yacimiento barcelonés en uno de los pocos donde está representada toda la
tecnología del fuego. Junto a cada uno de los hogares se han encontrado pequeñas herramientas de sílex
y cuarcita, huesos de caballos, ciervos y otros animales, así como la colección más antigua de útiles de
madera que se conserva. La hoguera fue imprescindible para calentarse, cocinar los alimentos, iluminar
el espacio o ahuyentar a las fieras, y se convirtió en un elemento clave a partir del cual se estructuraron
las comunidades.

Vida dura
Los neandertales fueron cazadores y recolectores, nómadas que llevaron una vida muy dura-y
arriesgada. Convivieron con mamuts, rinocerontes lanudos, hipopótamos, bisontes, caballos, ciervos
gigantes, osos cavernarios, osos pardos, leones, hienas, lobos, leopardos, linces, gatos monteses y
chacales, entre otros animales con los que disputaban su supervivencia.
Posiblemente formaron grupos reducidos, clanes de 10 a 20 individuos, nómadas que dependían del
clima y de los animales que les servían de sustento. En sus huesos no se han detectado huellas de
lesiones producidas por otros hombres, pero sí marcas causadas por carnívoros.
Aunque se les suele asociar con el «hombre de las cavernas» (la mayoría de los restos se han
encontrado en cuevas debido a su mejor conservación en este ambiente), debieron llevar una vida al
aire libre. Construyeron cabañas rudimentarias y cubrieron su cuerpo con burdos ropajes, ya que aún
no se habían inventado las agujas u otros útiles de costura.
Del estudio de los fósiles se deduce que podían alcanzar los 45 años de edad, aunque era poco
frecuente. Cuidaron a enfermos y ancianos como revelan las graves
dolencias (brazos atrofiados, huesos rotos mal soldados, dentaduras defectuosas, artritis, etc.) que
muestran la mayoría de los esqueletos de edades avanzadas. Las personas afectadas por tal grado de
incapacitación sólo podrían sobrevivir gracias a los cuidados dispensados por el resto de la comunidad.

¿Costumbres rituales?
En contra de lo que habitualmente se cree, los neandertales gozaron de gran inteligencia y de una
cultura desarrollada como lo demuestra la flauta de 45.000 años de antigüedad encontrada en 1995 en
una cueva de Eslovenia, fabricada con el fragmento de un fémur de una cría de oso, en el que practicaron
varios orificios. Y aunque no dejaron tras de sí ninguna obra inequívocamente artística, tal vez fueron
los primeros en adoptar la costumbre de enterrar a sus muertos en el interior de las cuevas. Algunos
esqueletos han aparecido en fosas, acompañados de cuernos de animales pintados de ocre rojo. En una
cueva de Shanidar (Iraq) se exhumó un cuerpo que supuestamente fue sepultado con ofrendas florales,
aunque no se descarta que el polen encontrado en la tumba hubiera llegado arrastrado por el aire.
Habitualmente, el cuerpo se enterraba en posición fetal, aunque algunos paleoantropólogos aseguran
que esta postura no obedece a ningún rito, sino al hecho de no tener que cavar una fosa más grande.
También se han descubierto numerosos huesos y cráneos humanos rotos, lo que hace pensar que
comían el tuétano y los sesos de sus semejantes. Puede que se mataran entre sí para comerse unos a
otros, o bien que los familiares se comieran al difunto como una especie de ritual. Esta forma de
canibalismo era muy común entre algunos pueblos africanos y hasta hace pocos años en Nueva Guinea.

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Otras lesiones indican que los huesos eran descarnados con rascadores, tal vez antes de
inhumarlos. La sepultura sería una forma de sustraer el cadáver a los depredadores, y la separación
de la carne del esqueleto respondería a la necesidad de eliminar el olor que produce la
descomposición del cuerpo, sobre todo cuando se seguía habitando en la misma cueva.

¿Carecían de habla?
El habla necesita del desarrollo de dos zonas determinadas en la corteza cerebral. El área de
Broca, situada a la altura de la sien izquierda, se encarga de traducir el mensaje en una secuencia
ordenada de movimientos de los músculos que intervienen en la producción del habla. Una lesión a
este nivel perturba la capacidad de hablar y de escribir, pero no la comprensión del lenguaje hablado
y escrito. Por su parte, el área de Wernicke, ubicada un poco detrás y por encima del oído izquierdo,
se encarga de la codificación y decodificación de los mensajes. Una lesión en esta zona impide la
correcta comprensión y producción del lenguaje, tanto hablado como escrito.
Estas áreas, apenas esbozadas en australopitecos y simios antropomorfos, están sin embargo bien
desarrolladas en los primeros representantes del género humano (Homo habilis y Homo ergaster).
Pero más que con la coordinación
del lenguaje, algunos autores sostienen que el desarrollo de estas zonas podría estar relacionado
con el movimiento y coordinación de la mano derecha, tan necesaria para el tallado de instrumentos
de piedra.
Los científicos han enfocado el estudio del origen del habla desde el punto de vista de la anatomía
del aparato fonador. Los sonidos en los que se basa el lenguaje humano se producen y modulan en
una serie de cavidades que reciben el nombre genérico de tracto vocal: laringe, faringe, fosas nasales
y boca.
En todos los mamíferos la laringe ocupa una posición más alta que la faringe, y se sitúa casi en
la salida de la cavidad bucal Esta posición permite ingerir alimentos sin tener que interrumpir la
respiración y hace imposible el atragantamiento. En los humanos actuales, sólo los bebés tienen la
laringe en esa posición, una ventaja evolutiva que les permite mamar y respirar simultáneamente. El
descenso de la laringe en nuestra especie se produce hacia los dos años de vida, y en una persona
adulta se sitúa en una posición extraordinariamente baja.
La laringe alberga las cuerdas vocales, que, al abrirse y cerrarse con rapidez al paso del aire,
producen un sonido «base» o tono laríngeo, que es casi siempre el mismo, independientemente de
los sonidos que pronunciamos. Justo encima, la faringe forma una cámara de resonancia que, si es
lo suficientemente amplia, permite modular y articular ese tono laríngeo, por ejemplo, en vocales.
Si es pequeña, como sucede en los simios, la capacidad de modulación es insuficiente para articular
palabras. Por último, el sonido es matizado en la cavidad bucal mediante movimientos de la lengua,
los labios y el paladar blando.
¿Cómo averiguar el tamaño de la faringe a partir del cráneo de un homínido? La faringe es blanda
y nunca fosiliza. Pero la base del cráneo-entre el foramen magnum y la parte posterior del paladar-
proporciona una pista. Si es plana, los músculos que se engarzan a ella mantienen alta la laringe y,
por tanto, reduce la cavidad faríngea. Pero si forma cierto ángulo, los músculos colocan la laringe
en una posición más baja y permite la existencia de esa cámara de resonancia. A lo largo de la
evolución se observa que la base plana de los australopitecos se va curvando hacia dentro a medida
que se avanza hacia el Homo sapiens. Algunos científicos sostienen que el aparato fonador del Homo
habilis y del Homo ergaster era similar al nuestro Curiosamente, en el Hombre de Neandertal se
produce una extraña regresión, y la base craneal tiende a aplanar- se. Algunos autores sostienen que
se debió a una adaptación a los rigores invernales, a la necesidad de calentar y humedecer el aire frío
y seco de épocas glaciales, a cambio de perder la posibilidad de una rica y variada comunicación
oral (para cualquier ser humano es más importante respirar que hablar). Esto no significa, sin
embargo, que los neandertales carecieran de lenguaje. No obstante, estaría bastante limitado y no
podrían pronunciar las vocales a, i, u.
Estos trabajos han sido contestados por otros científicos, que aseguran que el Hombre de
Neandertal era tan capaz de hablar como nosotros. La respuesta a este enigma puede encontrarse en
uno de los fósiles mejor conservados que se han descubierto hasta la fecha: el Cráneo 5 hallado en
la Sima de los Huesos (Atapuerca). Tiene la base prácticamente completa, lo que permitirá

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comprobar su inclinación, y, lo que es más importante, conserva el hueso hioides, que es donde se
anclan los músculos que mueven la lengua para hablar (hasta ahora, sólo se había encontrado un
hueso de este tipo en el yacimiento israelí de Kebara, perteneciente a un ejemplar neandertal). Por ello
el estudio del Cráneo 5 puede arrojar una luz sobre el origen del habla humana.

Cultos e inteligentes.
El Hombre de Neandertal es la especie humana mejor conocida después de la nuestra. Prácticamente
no falta ni un solo hueso de su esqueleto por descifrar, y se han encontrado numerosos yacimientos. Sin
embargo, sigue siendo uno de los grandes misterios de la evolución. Durante 100.000 años dominaron
Europa, sobrevivieron al frío de la última glaciación y gozaron de un considerable nivel de inteligencia.
Pero, a pesar de ello, desaparecieron hace 30.000 años dejando el campo libre a un recién llegado de
África, que pintó las cuevas de Altamira e inventó la agricultura.
Durante miles de años, el Hombre de Neandertal y el hombre moderno coexistieron e incluso
llegaron a intercambiar productos y herramientas. En el yacimiento francés de Arcy-sur-Cure se ha
encontrado una extraña mezcla de primitivos utensilios musterienses y otros más avanzados, fabricados
por el hombre moderno, con 34.000 años de antigüedad, un período crítico y enigmático en la evolución
del ser humano. Los restos más recientes de neandertales (herramientas de piedra, una mandíbula
humana
y varios huesos de cabra) se han encontrado en la cueva de Zafarraya (Málaga). Tienen 30.000 años
de antigüedad y demuestran que durante 10.000 años convivieron con el hombre moderno en Europa
occidental.
Los antropólogos no se ponen de acuerdo para explicar su extraña desaparición después de mil siglos
de prosperidad. Es prácticamente imposible que evolucionaron rápidamente a seres humanos modernos,
y tampoco hay pruebas de que fueran diezmados en una especie de ho- locausto de la Edad de Piedra.
Lo que parece casi seguro es que no se cruzó con el hombre moderno, ya que no han aparecido híbridos
intermedios en el registro fósil. Una teoría, avalada por recientes estudios genéticos, demuestra que el
Homo sapiens sapiens no desciende del Hombre de Neandertal. Tal vez los neandertales fueron menos
eficaces a la hora de aprovechar los recursos o tal vez fueron arrinconados en zonas marginales del
territorio hasta su total extinción.

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VIII: EL HOMBRE MODERNO
El Homo sapiens sapiens es el único representante del género Homo que vive en la actualidad.
Sobrevivió a los neandertales gracias a su mejor adaptación al medio, una capacidad que no sólo
tenía que ver con el desarrollo de su cerebro, sino también con el invento de eficaces instrumentos
de caza y pesca, la división de tareas, la invención de útiles de costura y, por tanto, de vestidos más
elaborados, el curtido y tinción del cuero, la fabricación de adornos y la comunicación oral. Una
serie de características que le proporcionaron un mayor ritmo de procreación y esperanza de vida.
Pero ¿de dónde surgieron los hombres actuales? Algunos científicos sostienen que las diferentes
poblaciones humanas las razas evolucionaron localmente durante cientos de miles de años. Es el
modelo multirregional», la transformación simultánea en todos los continentes del Viejo Mundo.
Otros se decantan por el llamado «reemplazamiento africano, hipótesis bautizada con el nombre
de Out of Africa en referencia al libro de Isak Dinesen (traducido al castellano como Memorias de
África) en que se basó la película del mismo nombre. Esta hipótesis sostiene que los humanos
modernos surgieron en África hace entre 300.000 y 100.000 años, y desde ese continente se
expandieron por el resto del Viejo Mundo, reemplazando al Hombre de Neandertal y al Homo
erectus. Tanto el registro fósil como estudios de genética de poblaciones avalan esta hipótesis.
Un equipo internacional de científicos publicó en la revista Nature (marzo de 1997) el
descubrimiento en el lago Turkana (Kenia) de los restos más antiguos del Homo sapiens arcaico. Se
trata de un cráneo muy completo, con todos los dientes de la mandíbula superior, y el fémur de un
individuo que vivió hace entre 270.000 y 300.000 años. Estos especímenes serían muy similares al
hombre actual, pero con rasgos primitivos, con una cara grande, marcadas protuberancias sobre las
cejas, y una constitución robusta para lo que hoy es habitual. Los autores del hallazgo sugieren que
el Homo sapiens arcaico pudo haber aparecido en el continente africano hace 500.000 años,
remontando el origen de nuestra especie 200.000 años atrás.
Más modernos (100.000 años) son los fósiles encontrados en las cuevas Border y en la
desembocadura del río Klasies, en Sudáfrica. Cerca de Ciudad de El Cabo, en la zona de Lagon
Langebaan, se ha hallado recientemente el rastro de pisadas que dejó una mujer o un joven que vivió
hace 117.000 años en una antigua duna situada al lado del mar.
Oriente Próximo ha sido siempre un cruce de caminos, y se han descubierto fósiles de humanos
modernos de unos 90.000 años de antigüedad en cuevas prehistóricas de Galilea.

La conquista de nuevos mundos


En algún momento durante la última glaciación, hace entre 45.000 y 35.000 años, probablemente
cuando el clima no era tan severo, el hombre moderno avanzó sobre Europa y Asia. Alces, mamuts
lanudos y otras especies adaptadas al frío que recorrían las praderas euroasiáticas les servían de
sustento.
Los pueblos de la edad del hielo vivieron como los actuales lapones y esquimales. Pescaban en
los ríos, cazaban con sus mortíferas lanzas y destacaban la carne con herramientas bien afiladas.
Estos individuos, similares a los actuales, son conocidos como los hombres de Cro-Magnon por
el abrigo rocoso de Cro-Magnon, en la Dordoña francesa, donde sus huesos fueron identificados por
primera vez en 1868. Compartieron muchos de nuestros atributos físicos: cuerpos estilizados de
largos miembros, cráneo corto, alto y redondeado, desprovisto de la típica visera de los neandertales,
y una capacidad cerebral similar a la nuestra (1.350 centímetros cúbicos). La cara era robusta y plana,
y la mandíbula inferior terminaba en un mentón bien diferenciado. Un Hombre de Cro-Magnon
vestido a la última no destacaría en absoluto del resto de los viandantes en cualquier ciudad europea.
Muchas herramientas continuaron siendo de piedra, pero en ellas se aprecia la capacidad de
innovación del hombre moderno con una extensa variedad de instrumentos muy especializados,
extraídos probablemente de la roca golpeando con un punzón y un percutor, más que de forma directa
con un martillo. Por primera vez se talla el hueso, la cornamenta y el marfil, y se combinan diversos
materiales para fabricar utensilios más eficaces, como puntas de piedra en el extremo de una vara y
hachas con mango de madera.
El Hombre de Cro-Magnon inventó eficaces armas de caza y artes de pesca, que permitían cobrar
todo tipo de piezas a distancia y, por tanto, con mayor seguridad: redes y lazos, arpones con lengüeta,

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plomadas, anzuelos, dar- dos, arcos, flechas y lanzavenablos. Su empleo explica la abundancia de raspas
de pescado y huesos de aves, zorros, comadrejas y conejos hallados en los asentamientos de los Cro-
Magnon. Los cazadores centraron su actividad cinegética en herbívoros, como caballos, bisontes,
cabras, ciervos y antílopes. La caza mayor, como el mamut, fue escasa en comparación con la captura
de piezas de menor tamaño, aunque la actividad depredadora del hombre influyó en la extinción de los
grandes animales.
Los humanos modernos fueron prolíficos y se extendieron por los cinco continentes. Su expansión
fue posible, gracias a la confección de vestimentas más elaboradas (cuya existencia queda demostrada
por agujas, pinturas rupestres de chaquetones de piel y ornamentos funerarios que esbozaban formas de
camisas y pantalones) y a la utilización de pieles para abrigarse (se han encontrado esqueletos de lobo
y zorro desprovistos de zarpas, que se cortaban al desollarlos).
Para suplir la falta de madera en la fría tundra, los cazadores de las planicies centrales de Rusia
construyeron sus cabañas con huesos y colmillos de mamut cubiertos con pieles de animales. La grasa
y el esqueleto de estos paquidermos sirvieron también de combustible para iluminar y calentarse.
La última glaciación convirtió en hielo buena parte del agua de los océanos. El nivel de los mares
bajó considerablemente, y muchas islas del Pacífico quedaron unidas físicamente al continente, lo que
favoreció su colonización. El poblamiento de Australia fue más complicado. Aunque hace 50.000 años
este continente no estaba tan separado como en la actualidad, los primeros humanos que arribaron a sus
costas debieron salvar un brazo de mar con la ayuda de algún tipo de embarcación, por rudimentaria
que fuera.
La más reciente fue la migración al continente americano. Hace 30.000 años, pueblos de la tundra
siberiana cruzaron el estrecho de Bering, que entonces formaba un puente de tierra entre Siberia y
Alaska, para extenderse por el continente americano.

El arte paleolítico
La capacidad de comunicación del Hombre de Cro-Magnon supuso un gran avance en la lucha por
la supervivencia y dio lugar a una nueva actividad hasta ahora inédita en el ser humano: el comercio
entre las distintas tribus, en ocasiones muy alejadas entre sí. Pero el lenguaje no fue el único medio de
expresión. El hombre primitivo utilizó otros símbolos, como el arte y la música, para expresar sus
sentimientos. Objetos de arte paleolítico se han encontrado dispersos por múltiples lugares desde la
península Ibérica y el norte de África hasta Siberia, con una notable concentración de restos en Europa
occidental, oriental y central. Destacan medio centenar de figuras femeninas de pequeño tamaño talladas
en piedra, denominadas genéricamente venus, con exagerados atributos sexuales. Se cree que eran
símbolos de fertilidad. La Venus de Willendorf (30.000-25.000 a. C) es una de las primeras esculturas
que se conocen en la historia del hombre.
La mayoría de las cuevas con decoración paleolítica se concentra en el norte de España (Altamira y
Puente Viesgo en Cantabria, y Tito Bustillo y Peña Candamo en Asturias), y el sur de Francia (Lascaux),
todas ellas con pinturas de unos 15.000 años de antigüedad. Las más antiguas son las de la cueva de
Chauvet en Ardèche, Francia, pintadas hace 30.000 años.
También han aparecido representaciones paleolíticas en rocas al aire libre, conservadas en
circunstancias excepcionales, en diversos lugares de España, Portugal y Pirineos franceses. Los
animales más representados fueron el caballo y el bisonte, aunque otras especies, como el mamut o el
ciervo, predominaron en determinados lugares. Apenas se representaron carnívoros, peces y aves.
La representación de estos animales, en su mayoría comestibles, sugirió que este arte era una magia
propiciatoria para la caza. Sin embargo, estudios recientes rechazan esta hipótesis y se cree que la
creación de santuarios en cuevas tuvo un significado religioso para aquellas comunidades.

Agricultura y ganadería
Hace unos 15.000 años, cuando los glaciares continentales empezaron a retroceder, muchos animales
desaparecieron o emigraron hacia otras regiones del planeta, disminuyendo sensiblemente la caza. En
las zonas secas, las gentes se vieron obligadas a vivir cerca del agua disponible en forma de pozos,
manantiales, ríos o lagos. En estas condiciones, es fácil imaginar que los pueblos primitivos se vieron
forzados a acumular comida para los tiempos duros. Posiblemente guardaron el grano comestible y

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mantuvieron animales como fuente de lana, leche y carne. Con el tiempo, estas prácticas darían lugar
a la agricultura y a la ganadería.
Los primeros asentamientos estables surgieron en la Media Luna Fértil, una región que se
extiende desde la costa mediterránea oriental hasta el Golfo Pérsico, con grandes extensiones de
trigo salvaje.
Los primeros pueblos que vivieron en esta zona del planeta fabricaron herramientas para recoger
la cosecha, inventaron la alfarería para almacenar el grano y cocinar los alimentos, y domesticaron
los animales salvajes en lugar de cazarlos. La humanidad aprendió lentamente a controlar los
recursos disponibles. De recolector de los frutos que ofrecía la tierra, el hombre pasó a seleccionar
las plantas para su control y cultivo.
El trigo y la cebada fueron la base alimenticia de las primeras poblaciones. Son cereales muy
nutritivos, fáciles de almacenar, con un rendimiento elevado y, sobre todo, el trabajo agrícola
requerido no es demasiado absorbente y el hombre pudo dedicarse también a otras ocupaciones. Aun
en esta época tan primitiva, la agricultura era tan productiva que podía mantener a una población
diez veces mayor que la sustentada por la recolección de frutos y plantas silvestres en un área
equivalente. No es por tanto sorprendente que la agricultura impulsará el crecimiento demográfico.
Fueron necesarias familias muy numerosas para cultivar la tierra y recoger las cosechas.
En el yacimiento sirio de Tell Halula, cerca del Éufrates, un equipo de arqueólogos de la
Universidad Autónoma de Barcelona ha encontrado una espiga de trigo de 10.700 años de edad, la
más antigua hallada hasta el momento. El equipo español también encontró molinos para moler el
grano y varios recipientes de barro para almacenarlo.
Tell Halula fue uno de los primeros escenarios de la revolución agrícola y la sedentarización. En
esta próspera ciudad neolítica se domesticaron por primera vez animales como la cabra y el buey
(hacia el 6.500 a. C.) y el jabalí (5.700 a. C.).
A comienzos del 6.000 a. C. la agricultura se extendió a Grecia y los Balcanes, y hacia el 3.000
a. C. ya había alcanzado el norte de Europa y Gran Bretaña.
Con el desarrollo de la agricultura, el hombre adquirió el sentido de la territorialidad. Poblados y
tierras debían ser cuidados y defendidos por toda la comunidad para garantizar el propio sustento y
el de futuras generaciones. Se crearon los primeros ejércitos y desde entonces las disputas se han
venido sucediendo sin interrupción.
El crecimiento de la población, que antes se habla mantenido en equilibrio gracias al rigor de la
naturaleza, aumentó vertiginosamente cuando ésta fue subyugada por el arado. En tan sólo 10.000
años el número de seres humanos ha pasado de unas decenas de miles hasta los 6.000 millones de
hoy en día. La especie humana continúa evolucionando, pero se ha convertido en la única capaz de
dirigir su destino y el del resto de los seres vivos.

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