Jose Cadalso - Noches Lugubres

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Noches Lúgubres

José Cadalso

textos.info
Biblioteca digital abierta

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Texto núm. 3950

Título: Noches Lúgubres


Autor: José Cadalso
Etiquetas: Teatro, diálogo

Editor: Edu Robsy


Fecha de creación: 24 de septiembre de 2018
Fecha de modificación: 25 de septiembre de 2018

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Maison Carrée
c/ Ramal, 48
07730 Alayor - Menorca
Islas Baleares
España

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2
Personajes
TEDIATO.
LORENZO.
NIÑO.
LA JUSTICIA.
SEPULTURERO.
CARCELERO.

3
Noche primera
TEDIATO y un SEPULTURERO

Diálogo

TEDIATO.—¡Qué noche! La oscuridad, el silencio pavoroso, interrumpido


por los lamentos que se oyen en la vecina cárcel, completan la tristeza de
mi corazón. El cielo también se conjura contra mi quietud, si alguna me
quedara. El nublado crece. La luz de esos relámpagos..., ¡qué horrorosa!
Ya truena. Cada trueno es mayor que el que le antecede, y parece
producir otro más cruel. El sueño, dulce intervalo en las fatigas de los
hombres, se turba. El lecho conyugal, teatro de delicias; la cuna en que se
cría la esperanza de las casas; la descansada cama de los ancianos
venerables; todo se inunda en llanto..., todo tiembla. No hay hombre que
no se crea mortal en este instante... ¡Ay, si fuese el último de mi vida, cuán
grato sería para mí! ¡Cuán horrible ahora! ¡Cuán horrible! Más lo fue el día,
el triste día que fue causa de la escena en que ahora me hallo.

Lorenzo no viene. ¿Vendrá, acaso? ¡Cobarde! ¿Le espantará este aparato


que Naturaleza le ofrece? No ve lo interior de mi corazón... ¡Cuánto más
se horrorizaría! ¿Si la esperanza del premio le traerá? Sin duda..., el
dinero... ¡Ay, dinero, lo que puedes! Un pecho sólo se te ha resistido... Ya
no existe... Ya tu dominio es absoluto... Ya no existe el solo pecho que se
te ha resistido.

Las dos están al caer... Ésta es la hora de cita para Lorenzo... ¡Memoria!
¡Triste memoria! ¡Cruel memoria! Más tempestades formas en mi alma que
nubes en el aire. También ésta es la hora en que yo solía pisar estas
mismas calles en otros tiempos muy diferentes de éstos. ¡Cuán diferentes!
Desde aquélla a éstos todo ha mudado en el mundo; todo, menos yo.

¿Si será de Lorenzo aquella luz trémula y triste que descubro? Suya será.
¿Quién sino él, y en este lance, y por tal premio, saldría de su casa? Él es.
El rostro pálido, flaco, sucio, barbado y temeroso; el azadón y pico que
trae al hombro, el vestido lúgubre, las piernas desnudas, los pies

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descalzos, que pisan con turbación; todo me indica ser Lorenzo, el
sepulturero del templo, aquel bulto, cuyo encuentro horrorizaría a quien le
viese. Él es, sin duda; se acerca; desembózome, y le enseño mi luz. Ya
llega. ¡Lorenzo! ¡Lorenzo!

LORENZO.—Yo soy. Cumplí mi palabra. Cumple ahora tú la tuya: ¿el


dinero que me prometiste?

TEDIATO.—Aquí está. ¿Tendrás valor para proseguir la empresa, como


me lo has ofrecido?

LORENZO.—Sí; porque tú también pagas el trabajo.

TEDIATO.—¡Interés, único móvil del corazón humano! Aquí tienes el


dinero que te prometí. Todo se hace fácil cuando el premio es seguro; pero
el premio es justo una vez ofrecido.

LORENZO.—¡Cuán pobre seré cuando me atreví a prometerte lo que voy


a cumplir! ¡Cuánta miseria me oprime! Piénsala tú, y yo... harto haré en
llorarla. Vamos.

TEDIATO.—¿Traes la llave del templo?

LORENZO.—Sí; ésta es.

TEDIATO.—La noche es tan oscura y espantosa.

LORENZO.—Y tanto, que tiemblo y no veo.

TEDIATO.—Pues dame la mano y sigue; te guiaré y te esforzaré.

LORENZO.—En treinta y cinco años que soy sepulturero, sin dejar un solo
día de enterrar alguno o algunos cadáveres, nunca he trabajado en mi
oficio hasta ahora con horror.

TEDIATO.—Es que en ella me vas a ser útil; por eso te quita el cielo la
fuerza del cuerpo y del ánimo. Ésta es la puerta.

LORENZO.—¡Que tiemble yo!

TEDIATO.—Anímate... Imítame.

LORENZO.—¿Qué interés tan grande te mueve a tanto atrevimiento?

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Paréceme cosa difícil de entender.

TEDIATO.—Suéltame el brazo. Como me lo tienes asido con tanta fuerza,


no me dejas abrir con esta llave... Ella parece también resistirse a mi
deseo... Ya abre, entremos.

LORENZO.—Sí..., entremos... ¿He de cerrar por dentro?

TEDIATO.—No; es tiempo perdido y nos pudieran oír. Entorna solamente


la puerta porque la luz no se vea desde afuera si acaso pasa alguno..., tan
infeliz como yo, pues de otro modo no puede ser.

LORENZO.—He enterrado por mis manos tiernos niños, delicias de sus


mayores; mozos robustos, descanso de sus padres ancianos; doncellas
hermosas, y envidiadas de las que quedaban vivas; hombres en lo fuerte
de su edad, y colocados en altos empleos; viejos venerables, apoyos del
Estado... Nunca temblé. Puse sus cadáveres entre otros muchos ya
corruptos, rasgué sus vestiduras en busca de alguna alhaja de valor;
apisoné con fuerza y sin asco sus fríos miembros, rompiles las cabezas y
huesos; cubrilos de polvo, ceniza, gusanos y podre, sin que mi corazón
palpitase..., y ahora, al pisar estos umbrales, me caigo..., al ver el reflejo
de esa lámpara me deslumbro..., al tocar esos mármoles me hielo..., me
avergüenzo de mi flaqueza. No la refieras a mis compañeros. ¡Si lo
supieran, harían mofa de mi cobardía!

TEDIATO.—Más harían de mí los míos, al ver mi arrojo. ¡Insensatos, qué


poco saben!... ¡Ah! Me serían tan odiosas por su dureza como yo sería
necio en su concepto por mi pasión.

LORENZO.—Tu valor me alienta. Mas ¡ay, nuevo espanto! ¿Qué es


aquello? Presencia humana tiene... Crece conforme nos acercamos... Otro
fantasma más le sigue... ¿Qué será? Volvamos mientras podemos; no
desperdiciemos las pocas fuerzas que aún nos quedan... Si aún
conservamos algún valor, válganos para huir.

TEDIATO.—¡Necio! Lo que te espanta es tu misma sombra con la mía,


que nacen de la postura de nuestros cuerpos respecto de aquella lámpara.
Si el otro mundo abortase esos prodigiosos entes, a quienes nadie ha
visto, y de quienes todos hablan, sería el bien o el mal que nos traerían
siempre inevitables. Nunca los he hallado; los he buscado.

LORENZO

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.—¡Si los vieras!

TEDIATO.—Aún no creería a mis ojos. Juzgara tales fantasmas monstruos


producidos por una fantasía llena de tristeza. ¡Fantasía humana, fecunda
sólo en quimeras, ilusiones y objetos de terror! La mía me los ofrece
tremendos en estas circunstancias... Casi bastan a apartarme de mi
empresa.

LORENZO.—Eso dices porque no los has visto; si los vieras, temblaras


aún más que yo.

TEDIATO.—Tal vez en aquel instante, pero en el de la reflexión me


aquietara. Si no tuviese miedo de malgastar estas pocas horas, las más
preciosas de mi vida, y tal vez las últimas de ella, te contara con gusto
cosas capaces de sosegarte...; pero dan las dos... ¡Qué sonido tan triste el
de esa campana! El tiempo urge. Vamos, Lorenzo.

LORENZO.—¿Adónde?

TEDIATO.—A aquella sepultura; sí, a abrirla.

LORENZO.—¿A cuál?

TEDIATO.—A aquélla.

LORENZO.—¿A cuál? ¿A aquella humilde y baja? Pensé que querías


abrir aquel monumento alto y ostentoso, donde enterré pocos días ha al
duque de Faustotimbrado, que había sido muy hombre de palacio y, según
sus criados me dijeron, había tenido en vida el manejo de cosas grandes.
Figuróseme que la curiosidad o interés te llevaba a ver si encontrabas
algunos papeles ocultos, que tal vez se enterrasen con su cuerpo. He
oído, no sé dónde, que ni aun los muertos están libres de las sospechas y
aun envidias de los cortesanos.

TEDIATO.—Tan despreciables son para mí muertos como vivos, en el


sepulcro como en el mundo, podridos como triunfantes, llenos de gusanos
como rodeados de aduladores... No me distraigas... Vamos, te digo otra
vez, a nuestra empresa.

LORENZO.—No; pues al túmulo inmediato a ése, y donde yace el famoso


indiano, tampoco tienes que ir; porque aunque en su muerte no se le halló
la menor parte de caudal que se le suponía, me consta que no enterró

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nada consigo, porque registré su cadáver: no se halló siquiera un doblón
en su mortaja.

TEDIATO.—Tampoco vendría yo de mi casa a su tumba por todo el oro


que él trajo de la infeliz América a la tirana Europa.

LORENZO.—Sí será, pero no extrañaría yo que vinieses en busca de su


dinero. Es tan útil en el mundo...

TEDIATO.—Poca cantidad, sí, es útil, pues nos alimenta, nos viste y nos
da las pocas cosas necesarias a la breve y mísera vida del hombre; pero
mucha es dañosa.

LORENZO.—¡Hola! ¿Y por qué?

TEDIATO.—Porque fomenta las pasiones, engendra nuevos vicios y a


fuerza de multiplicar delitos invierte todo el orden de la Naturaleza; y lo
bueno se sustrae de su dominio sin el fin dichoso... Con él no pudieron
arrancarme mi dicha. ¡Ay! Vamos.

LORENZO.—Sí, pero antes de llegar allá hemos de tropezar en aquella


otra sepultura, y se me eriza el pelo cuando paso junto a ella.

TEDIATO.—¿Por qué te espanta esa más que cualquiera de las otras?

LORENZO.—Porque murió de repente el sujeto que en ella se enterró.


Estas muertes repentinas me asombran.

TEDIATO.—Debiera asombrarte el poco número de ellas. Un cuerpo tan


débil como el nuestro, agitado por tantos humores, compuesto de tantas
partes invisibles, sujeto a tan frecuentes movimientos, lleno de tantas
inmundicias, dañado por nuestros desórdenes y, lo que es más, movido
por una alma ambiciosa, envidiosa, vengativa, iracunda, cobarde y esclava
de tantos tiranos..., ¿qué puede durar? ¿Cómo puede durar? No sé cómo
vivimos. No suena campana que no me parezca tocar a muerto. A ser yo
ciego, creería que el color negro era el único de que se visten... ¿Cuántas
veces muere un hombre de un aire que no ha movido la trémula llama de
una lámpara? ¿Cuántas de una agua que no ha mojado la superficie de la
tierra? ¿Cuántas de un sol que no ha entibiado una fuente? ¡Entre cuántos
peligros camina el hombre el corto trecho que hay de la cuna al sepulcro!
Cada vez que siento el pie, me parece hundirse el suelo, preparándome

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una sepultura... Conozco dos o tres hierbas saludables; las venenosas no
tienen número. Sí, sí..., el perro me acompaña, el caballo me obedece, el
jumento lleva la carga..., ¿y qué? El león, el tigre, el leopardo, el oso, el
lobo e innumerables otras fieras nos prueban nuestra flaqueza deplorable.

LORENZO.—Ya estamos donde deseas.

TEDIATO.—Mejor que tu boca, me lo dice mi corazón. Ya piso la losa, que


he regado tantas veces con mi llanto y besado tantas veces con mis
labios. Ésta es. ¡Ay, Lorenzo! Hasta que me ofreciste lo que ahora me
cumples, ¡cuántas tardes he pasado junto a esta piedra, tan inmóvil como
si parte de ella fuesen mis entrañas! Más que sujeto sensible, parecía yo
estatua, emblema del dolor. Entre otros días, uno se me pasó sobre ese
banco. Los que cuidan de este templo, varias veces me habían sacado del
letargo, avisándome ser la hora en que se cerraban las puertas. Aquel día
olvidaron su obligación y mi delirio: fuéronse y me dejaron. Quedé en
aquellas sombras, rodeado de sepulcros, tocando imágenes de muerte,
envuelto en tinieblas, y sin respirar apenas, sino los cortos ratos que la
congoja me permitía, cubierta mi fantasía, cual si fuera con un negro
manto de densísima tristeza. En uno de estos amargos intervalos, yo vi, no
lo dudes, yo vi salir de un hoyo inmediato a ése un ente que se movía,
resplandecían sus ojos con el reflejo de esa lámpara, que ya iba a
extinguirse. Su color era blanco, aunque algo ceniciento. Sus pasos eran
pocos, pausados y dirigidos a mí... Dudé... Me llamé cobarde... Me
levanté..., y fui a encontrarle... El bulto proseguía, y al ir a tocarle yo, y él a
mí..., óyeme...

LORENZO.—¿Qué hubo, pues?

TEDIATO.—Óyeme... Al ir a tocarle yo y él horroroso vuelto a mí, en aquel


lance de tanta confusión... apagose del todo la luz.

LORENZO.—¿Qué dices? ¿Y aún vives?

TEDIATO.—Sí; y con grande atención.

LORENZO.—En aquel apuro, ¿qué hiciste? ¿Qué pudiste hacer?

TEDIATO.—Me mantuve en pie, sin querer perder el terreno que había


ganado a costa de tanto arrojo y valentía. Era invierno. Las doce serían
cuando se esparció la oscuridad por el templo; oí la una..., las dos..., las

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tres..., las cuatro... Siempre haciendo el oído el mismo oficio de la vista.

LORENZO.—¿Qué oíste? Acaba, que me estremezco.

TEDIATO.—Una especie de resuello no muy libre. Procurando tentar,


conocí que el cuerpo del bulto huía de mi tacto. Mis dedos parecían
mojados en sudor frío y asqueroso; y no hay especie de monstruo, por
horrendo, extravagante e inexplicable que sea, que no se me presentase.
Pero ¿qué es la razón humana si no sirve para vencer a todos los objetos
y aun a sus mismas flaquezas? Vencí todos estos espantos. Pero la
primera impresión que hicieron, el llanto derramado antes de la aparición,
la falta de alimento, la frialdad de la noche y el dolor que tantos días antes
rasgaba mi corazón, me pusieron en tal estado de debilidad, que caí
desmayado en el mismo hoyo de donde había salido el objeto terrible. Allí
me hallé por la mañana en brazos de muchos concurrentes piadosos que
habían acudido a dar al Criador las alabanzas y cantar los himnos
acostumbrados. Lleváronme a mi casa, de donde volví en breve al mismo
puesto. Aquella misma tarde hice conocimiento contigo y me prometiste lo
que ahora va a finalizar.

LORENZO.—Pues esa misma tarde eché menos en casa (poco te


importará lo que voy a decirte, pero para mí es el asunto de más
importancia), eché menos un mastín que suele acompañarme, y no
pareció hasta el día siguiente. ¡Si vieras qué ley me tiene! Suele entrarse
conmigo en el templo, y mientras hago la sepultura, ni se aparta un
instante de mí. Mil veces, tardando en venir los entierros, le he solido dejar
echado sobre mi capa, guardando la pala, el azadón y demás trastos de mi
oficio.

TEDIATO.—No prosigas, me basta lo dicho. Aquella tarde no se hizo el


entierro. Te fuiste, el perro se durmió dentro del hoyo mismo. Entrada ya la
noche se despertó, nos encontramos solos él y yo en la iglesia (mira qué
causa tan trivial para un miedo tan fundado al parecer), no pudo salir
entonces, y lo ejecutaría al abrir las puertas y salir el sol, lo que yo no pude
ver por causa de mi desmayo.

LORENZO.—Ya he empezado a alzar la losa de la tumba. Pesa infinito.


¡Si verás en ella a tu padre! Mucho cariño le tienes cuando por verle pasas
una noche tan dura... Pero ¡el amor de hijo! Mucho merece un padre.

TEDIATO.—¡Un padre! ¿Por qué? Nos engendran por su gusto, nos crían

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por obligación, nos educan para que los sirvamos, nos casan para
perpetuar sus nombres, nos corrigen por caprichos, nos desheredan por
injusticia, nos abandonan por vicios suyos.

LORENZO.—Será tu madre... Mucho debemos a una madre.

TEDIATO.—Aún menos que al padre. Nos engendran también por su


gusto, tal vez por su incontinencia. Nos niegan el alimento de la leche, que
Naturaleza las dio para este único y sagrado fin, nos vician con su mal
ejemplo, nos sacrifican a sus intereses, nos hurtan las caricias que nos
deben y las depositan en un perro o en un pájaro.

LORENZO.—¿Algún hermano tuyo te fue tan unido que vienes a visitar los
huesos?

TEDIATO.—¿Qué hermano conocerá la fuerza de esta voz? Un año más


de edad, algunas letras de diferencia en el nombre, igual esperanza de
gozar un bien de dudoso derecho y otras cosas semejantes imprimen tal
odio en los hermanos que parecen fieras de distintas especies y no frutos
de un vientre mismo.

LORENZO.—Ya caigo en lo que puede ser: aquí yace sin duda algún hijo
que se te moriría en lo más tierno de su edad.

TEDIATO.—¡Hijos! ¡Sucesión! Éste que antes era tesoro con que


Naturaleza regalaba a sus favorecidos, es hoy un azote con que no
debiera castigar sino a los malvados. ¿Qué es un hijo? Sus primeros
años..., un retrato horrendo de la miseria humana. Enfermedad, flaqueza,
estupidez, molestia y asco... Los siguientes años..., un dechado de los
vicios de los brutos, poseídos en más alto grado..., lujuria, gula,
inobediencia... Más adelante, un pozo de horrores infernales..., ambición,
soberbia, envidia, codicia, venganza, traición y malignidad; pasando de
ahí... Ya no se mira el hombre como hermano de los otros, sino como a un
ente supernumerario en el mundo. Créeme, Lorenzo, créeme. Tú sabrás
cómo son los muertos, pues son el objeto de tu trato...; yo sé lo que son
los vivos... Entre ellos me hallo con demasiada frecuencia... Éstos son...,
no..., no hay otros; todos a cual peor... Yo sería peor que todos ellos si me
hubiera dejado arrastrar de sus ejemplos.

LORENZO.—¡Qué cuadro el que pintas!

TEDIATO

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.—La Naturaleza es el original; no adulo, pero tampoco la agravio. No te
canses, Lorenzo. Nada significan esas voces que oyes de padre, madre,
hermano, hijo y otras tales; y si significan el carácter que vemos en los que
así se llaman, no quiero ser ni tener hijo, hermano, padre, madre, ni me
quiero a mí mismo, pues algo he de ser de todo esto.

LORENZO.—No me queda que preguntarte más que una cosa; y es, a


saber, si buscas el cadáver de algún amigo.

TEDIATO.—¿Amigo? ¿Eh? ¿Amigo? ¡Qué necio eres!

LORENZO.—¿Por qué?

TEDIATO.—Sí; necio eres, y mereces compasión, si crees que esa voz


tenga el menor sentido. ¡Amigos! ¡Amistad! Esa virtud sola haría feliz a
todo el género humano. Desdichados son los hombres desde el día que la
desterraron o que ella los abandonó. Su falta es el origen de todas las
turbulencias de la sociedad. Todos quieren parecer amigos; nadie lo es.
En los hombres, la apariencia de la amistad es lo que en las mujeres el
afeite y composturas. Belleza fingida y engañosa... Nieve que cubre un
muladar... Darse las manos y rasgarse los corazones; ésta es la amistad
que reina. No te canses; no busco el cadáver de persona alguna de los
que puedes juzgar. Ya no es cadáver.

LORENZO.—Pues si no es cadáver, ¿qué buscas? Acaso tu intento sería


hurtar las alhajas del templo, que se guardan en algún soterráneo, cuya
puerta te se figura ser la losa que empiezo a levantar.

TEDIATO.—Tu inocencia te sirva de excusa. Queden en buena hora esas


alhajas establecidas por la piedad y trabaja con más brío.

LORENZO.—Ayúdame; mete esotro pico por allí y haz fuerza conmigo.

TEDIATO.—¿Así?

LORENZO.—Sí, de este modo. Ya va en buen estado.

TEDIATO.—¿Quién me diría dos meses ha que me había de ver en este


oficio? Pasáronse más aprisa que el sueño, dejándome tormento al
despertar, desapareciéronse como humo que deja las llamas abajo y se
pierde en el aire. ¿Qué haces, Lorenzo?

LORENZO

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.—¡Qué olor! ¡Qué peste sale de la tumba! No puedo más.

TEDIATO.—No me dejes; no me dejes, amigo. Yo solo no soy capaz de


mantener esta piedra.

LORENZO.—La abertura que forma ya da lugar para que salgan esos


gusanos que se ven con la luz de mi farol.

TEDIATO.—¡Ay, qué veo! Todo mi pie derecho está cubierto de ellos.


¡Cuánta miseria me anuncian! En éstos, ¡ay!, ¡en éstos se ha convertido tu
carne! ¡De tus hermosos ojos se han engendrado estos vivientes
asquerosos! ¡Tu pelo, que en lo fuerte de mi pasión llamé mil veces no
sólo más rubio, sino más precioso que el oro, ha producido esta podre!
¡Tus blancas manos, tus labios amorosos se han vuelto materia y
corrupción! ¡En qué estado estarán las tristes reliquias de tu cadáver! ¡A
qué sentido no ofenderá la misma que fue el hechizo de todos ellos!

LORENZO.—Vuelvo a ayudarte, pero me vuelca ese vapor... Ahora


empieza. Más, más, más; ¿qué lloras? No pueden ser sino lágrimas tuyas
las gotas que me caen en las manos... ¡Sollozas! ¡No hablas!
Respóndeme.

TEDIATO.—¡Ay! ¡Ay!

LORENZO.—¿Qué tienes? ¿Te desmayas?

TEDIATO.—No, Lorenzo.

LORENZO.—Pues habla. Ahora caigo en quién es la persona que se


enterró aquí... ¿Eras pariente suyo? No dejes de trabajar por eso. La losa
está casi vencida, y por poco que ayudes, la volcaremos, según vemos.
Ahora, ahora, ¡ay!

TEDIATO.—Las fuerzas me faltan.

LORENZO.—Perdimos lo adelantado.

TEDIATO.—Ha vuelto a caer.

LORENZO.—Y el sol va saliendo, de modo que estamos en peligro de que


vayan viniendo las gentes y nos vean.

TEDIATO

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.—Ya han saludado al Criador algunas campanas de los vecinos templos
en el toque matutino. Sin duda lo habrán ya ejecutado los pájaros en los
árboles con música más natural y más inocente y, por tanto, más digna. En
fin, ya se habrá desvanecido la noche. Sólo mi corazón aún permanece
cubierto de densas y espantosas tinieblas. Para mí nunca sale el sol. Las
horas todas se pasan en igual oscuridad para mí. Cuantos objetos veo en
lo que llaman día, son a mi vista fantasmas, visiones y sombras cuando
menos...; algunos son furias infernales.

Razón tienes. Podrán sorprendernos. Esconde ese pico y ese azadón. No


me faltes mañana a la misma hora y en el propio puesto. Tendrás menos
miedo, menos tiempo se perderá. Vete, te voy siguiendo.

Objeto antiguo de mis delicias... ¡Hoy objeto de horror para cuantos te


vean! Montón de huesos asquerosos... ¡En otros tiempos conjunto de
gracias! ¡Oh tú, ahora imagen de lo que yo seré en breve! Pronto volveré a
tu tumba, te llevaré a mi casa, descansarás en un lecho junto al mío;
morirá mi cuerpo junto a ti, cadáver adorado, y expirando incendiaré mi
domicilio, y tú y yo nos volveremos ceniza en medio de las de la casa.

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Noche segunda
TEDIATO, la JUSTICIA y después un CARCELERO

Diálogo

TEDIATO.—¡Qué triste me ha sido ese día! Igual a la noche más


espantosa me ha llenado de pavor, tedio, aflicción y pesadumbre. ¡Con
qué dolor han visto mis ojos la luz del astro, a quien llaman benigno los
que tienen el pecho menos oprimido que yo! El sol, la criatura que dicen
menos imperfecta imagen del Criador, ha sido objeto de mi melancolía. El
tiempo que ha tardado en llevar sus luces a otros climas me ha parecido
tormento de duración eterna... ¡Triste de mí! Soy el solo viviente a quien
sus rayos no consuelan. Aun la noche, cuya tardanza me hacía tan
insufrible la presencia del sol, es menos gustosa, porque en algo se
parece al día. No está tan oscura como yo quisiera. ¡La luna! ¡Ah, luna!
Escóndete, no mires en este puesto al más infeliz mortal.

¡Que no se hayan pasado más que dieciséis horas desde que dejé a
Lorenzo! ¿Quién lo creyera? ¡Tales han sido para mí! Llorar, gemir,
delirar... Los ojos fijos en su retrato, las mejillas bañadas en lágrimas, las
manos juntas pidiendo mi muerte al cielo, las rodillas flaqueando bajo el
peso de mi cuerpo, así desmayado; sólo un corto resuello me distinguía de
un cadáver. ¡Qué asustado quedó Virtelio, mi amigo, al entrar en mi cuarto
y hallarme de esa manera! ¡Pobre Virtelio! ¡Cuánto trabajaste para
hacerme tomar algún alimento! Ni fuerza en mis manos para tomar el pan,
ni en mis brazos para llevarlo a la boca, si alguna vez llegaba. ¡Cuán
amargos son bocados mojados con lágrimas! Instante..., me mantuve
inmóvil. Se fue sin duda cansado... ¿Quién no se cansa de un amigo como
yo, triste, enfermo, apartado del mundo, objeto de la lástima de algunos,
del menosprecio de otros, de la burla de muchos? ¡Qué mucho me dejase!
Lo extraño es que me mirase alguna vez. ¡Ah, Virtelio! ¡Virtelio! Pocos
instantes más que hubieses permanecido mío, te hubieran dado fama de
amigo verdadero. Pero ¿de qué te serviría? Hiciste bien en dejarme;
también te hubiera herido la mofa de los hombres. Dejar a un amigo infeliz,
conjurarte con la suerte contra un triste, aplaudir la inconstancia del

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mundo, imitar lo duro de las entrañas comunes, acompañar con tu risa la
risa universal, que es eco de los llantos de un mísero... Sigue, sigue... Éste
es el camino de la fortuna... Adelántate a los otros: admirarán tu talento.
Yo le vi salir... Murmuraba de la flaqueza de mi ánimo. La Naturaleza sin
duda murmuraba de la dureza del suyo. Éste es el menos pérfido de todos
mis amigos; otros ni aun eso hicieron. Tediato se muere, dirían unos; otros
repetirían: se muere Tediato. De mi vida y de mi muerte hablarían como
del tiempo bueno o malo suelen hablar los poderosos, no como los pobres
a quien tanto importa el tiempo. La luz del sol, que iba faltando, me sacó
del letargo cruel. La tiniebla me traía el consuelo que arrebata a todo el
mundo. Todo el consuelo que siente toda la naturaleza al parecer el sol, le
sentí todo junto al ponerse. Dije mil veces preparándome a salir:
bienvenida seas, noche, madre de delitos, destructora de la hermosura,
imagen del caos de que salimos. Duplica tus horrores; mientras más
densas, más gustosas me serán tus tinieblas. No tomé alimento; no
enjugué las lágrimas; púseme el vestido más lúgubre; tomé este acero,
que será..., ¡ay!, sí; será quien consuele de una vez todas mis cuitas. Vine
a este puesto; espero a Lorenzo.

Desengañado de las visiones y fantasmas, duendes, espíritus y sombras,


me ayudará con firmeza a levantar la losa; haré el robo... ¡El robo! ¡Ay! Era
mía; sí, mía; yo, suyo. No, no, la agravio; me agravio: éramos uno. Su
alma, ¿qué era sino la mía? La mía, ¿qué era sino la suya? Pero ¿qué
voces se oyen? Muere, muere, dice una de ellas. ¡Qué me matan!, dice
otra voz. Hacia mí vienen corriendo varios hombres. ¿Qué haré? ¿Qué
veo? El uno cae herido al parecer... Los otros huyen retrocediendo por
donde han venido. Hasta mis plantas viene batallando con las ansias de la
muerte. ¿Quién eres? ¿Quién eres? ¿Quiénes son los que te siguen? ¿No
respondes? El torrente de sangre que arroja por boca y por herida me
mancha todo... Es muerto, ha expirado asido de mi pierna. Siento pasos a
este otro lado. Mucha gente llega; el aparato es de ser comitiva de la
justicia.

JUSTICIA.—Pues aquí está el cadáver, y ese hombre está


ensangrentado, tiene la espada en la mano, y con la otra procura
desasirse del muerto, parece indicar no ser otro el asesino. Prended a ese
malvado. Ya sabéis lo importante de este caso. El muerto es un personaje
cuyas calidades no permiten el menor descuido de nuestra parte. Sabéis
los antecedentes de este asesinato que se proponían. Atadle. Desde esta
noche te puedes contar por muerto, infame. Sí, ese rostro, lo pálido de su

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semblante, su turbación, todo indica, o aumenta los indicios que ya
tenemos... En breve tendrás muerte ignominiosa y cruel.

TEDIATO.—Tanto más gustosa... Por extraño camino me concede el cielo


lo que le pedí días ha con todas mis veras...

JUSTICIA.—¡Cuál se complace con su delito!

TEDIATO.—¡Delito! Jamás le tuve. Si lo hubiera tenido, él mismo hubiera


sido mi primer verdugo, lejos de complacerme en él. Lo que me es gustosa
es la muerte... Dádmela cuanto antes, si os merezco alguna misericordia.
Si no sois tan benigno, dejadme vivir; ése será mi mayor tormento. No
obstante, si alguna caridad merece un hombre, que la pide a otro hombre,
dejadme un rato llegar más cerca de ese templo, no por valerme de su
asilo, sino por ofrecer mi corazón a...

JUSTICIA.—Tu corazón en que engendras maldades.

TEDIATO.—No injuries a un infeliz; mátame sin afrentarme. Atormenta mi


cuerpo, en quien tienes dominio, no insultes una alma que tengo más
noble..., un corazón más puro..., sí, más puro, más digna habitación del
Ser Supremo, que el mismo templo en que yo quería... Ya nada quiero...
Haz lo que quieras de mí... No me preguntes quién soy, cómo vine aquí,
qué hacía, qué intentaba hacer, y apuren los verdugos sus crueldades en
mí; las verás todas vencidas por mi fineza.

JUSTICIA.—Llevadle aprisa, no salgan al encuentro sus compañeros.

TEDIATO.—Jamás los tuve: ni en la maldad, porque jamás fui malo; ni en


la bondad, porque ninguno me ha igualado en lo bueno. Por eso soy el
más infeliz de los hombres. Cargad más prisiones sobre mí. Ministros
feroces: ligad más esos cordeles con que me arrastráis cual víctima
inocente. Y tú, que en ese templo quedas, únete a tu espíritu inmortal, que
exhalaste entre mis brazos, si lo permite quien puede, y ven a consolarme
en la cárcel, o a desengañar a mis jueces. Salga yo valeroso al suplicio o
inocente al mundo. ¡Pero no! Agraviado o vindicado, muera yo, muera yo y
en breve.

JUSTICIA.—Su delito le turba los sentidos; andemos, andemos.

TEDIATO.—¿Estamos ya en la cárcel?

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JUSTICIA.—Poco falta.

TEDIATO.—Quien encuentre la comitiva de la justicia llevando a un preso


ensangrentado, pálido, mal vestido, cargado de cadenas que le han puesto
y de oprobios que le dicen, ¿qué dirá? Allá va un delincuente. Pronto lo
veremos en el patíbulo; su muerte será horrorosa, pero saludable
espectáculo. ¡Viva la justicia! Castíguense los delitos. Arránquese de la
sociedad los que turben su quietud. De la muerte de un malvado se
asegura la vida de muchos buenos. Así irán diciendo de mí; así irán
diciendo. En vano les diría mi inocencia. No me creerían; si la jurara, me
llamarían perjuro sobre malvado. Tomaría por testigos de mi virtud a esos
astros; darían su giro sin cuidarse del virtuoso que padece ni del inicuo
que triunfa.

JUSTICIA.—Ya estamos en la cárcel.

TEDIATO.—Sepulcro de vivos, morada de horror, triste descanso en el


camino del suplicio, depósito de malhechores, abre tus puertas; recibe a
este infeliz.

JUSTICIA.—Este hombre quede asegurado; nadie le hable. Ponedle en el


calabozo más apartado y seguro; doblad el número y peso de los grillos
acostumbrados. Los indicios que hay contra él son casi evidentes. Mañana
se le examinará. Prepáresele el tormento por si es tan obstinado como
inicuo. Eres responsable de este preso, tú, carcelero. Te aconsejo que no
le pierdas de vista. Mira que la menor compasión que para con él puedes
tener es tu perdición.

CARCELERO.—Compasión yo, ¿de quién? ¿De un preso que se me


encarga? No me conocéis. Años ha que soy carcelero, y en el discurso de
ese tiempo he guardado los presos que he tenido como si guardara fieras
en las jaulas. Pocas palabras, menos alimento, ninguna lástima, mucha
dureza, mayor castigo y continua amenaza. Así me temen. Mi voz entre las
paredes de esta cárcel es como el trueno entre montes. Asombra a
cuantos la oyen. He visto llegar facinerosos de todas las provincias,
hombres a quienes los dientes y las canas habían salido entre muertes y
robos... Los soldados, al entregármelos, se aplaudían más que de una
batalla que hubiesen ganado. Se alegraban de dejarlos en mis manos más
que si de ellas sacaran el más precioso saqueo de una plaza sitiada
muchos meses; y todo esto no obstante..., a pocas horas de estar bajo mi

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dominio han temblado los hombres más atroces.

JUSTICIA.—Pues ya queda asegurado; adiós otra vez.

CARCELERO.—Sí, sí; grillos, cadenas, esposas, cepo, argolla, todo le


sujetará.

TEDIATO.—Y más que todo mi inocencia.

CARCELERO.—Delante de mí no se habla; y si el castigo no basta a


cerrarte la boca, mordazas hay.

TEDIATO.—Haz lo que quieras; no abriré mis labios. Pero la voz de mi


corazón..., aquella voz que penetra el firmamento, ¿cómo me privarás de
ella?

CARCELERO.—Éste es el calabozo destinado para ti. En breve volveré.

TEDIATO.—No me espantan sus tinieblas, su frío, su humedad, su


hediondez; no el ruido que han hecho los cerrojos de esa puerta, no el
peso de mis cadenas. Peor habitación ocupa ahora... ¡Ay, Lorenzo! Habrás
ido al señalado puesto, no me habrás hallado. ¡Qué habrás juzgado de mí!
Acaso creerás que miedo, inconstancia... ¡Ay! No, Lorenzo; nada de este
mundo ni del otro me parece espantoso, y constancia no me puede faltar,
cuando no me ha faltado ya sobre la muerte de quien vimos ayer cadáver
medio corrompido. Me acometieron mil desdichas: ingratitud de mis
amigos, enfermedad, pobreza, odio de poderosos, envidia de iguales,
mofa de parte de mis inferiores... La primera vez que dormí, figuróseme
que veía el fantasma que llaman fortuna. Cual suele pintarse la muerte con
una guadaña que despuebla el universo, tenía la fortuna una vara con que
volvía a todo el globo. Tenía levantado el brazo contra mí. Alcé la frente, la
miré. Ella se irritó; o me sonreí, y me dormí; segunda vez se venga de mi
desprecio. Me pone, siendo yo justo y bueno, entre facinerosos hoy;
mañana tal vez entre las manos del verdugo; éste me dejará entre los
brazos de la muerte. ¡Oh muerte!, ¿por qué dejas que te llamen daño, el
mayor de ellos, el último de todos? ¡Tú, daño! Quien así lo diga, no ha
pasado lo que yo.

¡Qué voces oigo (¡ay!) en el calabozo inmediato! Sin duda hablan de morir.
¡Lloran! ¡Van a morir, y lloran! ¡Qué delirio! Oigamos lo que dice el mísero
insensato que teme burlar de una vez todas sus miserias. No, no

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escuchemos. Indignas voces de oírse son las que articula el miedo al
aparato de la muerte.

¡Ánimo, ánimo, compañero! Si mueres dentro del breve plazo que te


señalan, poco tiempo estarás expuesto a la tiranía, envidia, orgullo,
venganza, desprecio, traición, ingratitud... Esto es lo que dejas en el
mundo. Envidiables delicias dejas por cierto a los que se queden en él; te
envidio el tiempo que me ganas; el tiempo que tardaré en seguirte.

Ha callado el que sollozaba, y también dos voces que le acompañaban,


una hablándole de... Sin duda fue ejecución secreta. ¿Si se llegarán ahora
los ejecutores a mí? ¡Qué gozo! Ya se disipan todas las tinieblas de mi
alma. Ven, muerte, con todo tu séquito. Sí, ábrase esa puerta; entren los
verdugos feroces manchados aún con la sangre que acaban de derramar
a una vara de mí. Si el ser infeliz es culpa, ninguno más reo que yo. ¡Qué
silencio tan espantoso ha sucedido a los suspiros del moribundo! Las
pisadas de los que salen de su calabozo, las voces bajas con que se
hablan, el ruido de las cadenas que sin duda han quitado al cadáver, el
ruido de la puerta estremece lo sensible de mi corazón, no obstante lo
fuerte de mi espíritu. Frágil habitación de una alma superior a todo lo que
Naturaleza puede ofrecer, ¿por qué tiemblas? ¿Ha de horrorizarme lo que
desprecio? ¡Si será sueño esta debilidad que siento! Los ojos se me
cierran, no obstante la debilidad que en ellos ha dejado el llanto. Sí;
reclínome. Agradable concurso, música deliciosa, espléndida mesa,
delicado lecho, gustoso sueño encantarán a estas horas a alguno en el
tropel del mundo. No se envanezca, lo mismo tuve yo; y ahora... una
piedra es mi cabecera, una tabla mi cama, insectos mi compañía.
Durmamos. Quizá me despertará una voz que me diga. Ven al tormento; u
otra que me diga: Ven al suplicio. Durmamos. ¡Cielos! Si el sueño es
imagen de la muerte... ¡Ay! Durmamos.

¡Qué pasos siento! Una corta luz parece que entra por los resquicios de la
puerta. La abren; es el carcelero, y le siguen dos hombres. ¿Qué queréis?
¿Llegó por fin la hora inmediata a la de mi muerte? ¡Me la vais a anunciar
con semblante de debilidad y compasión o con rostro de entereza y
dominio!

CARCELERO.—Muy diferente es el objeto de nuestra venida. Cuando me


aparté de ti, juzgué que a mi vuelta te llevarían al tormento, para que en él
declarases los cómplices del asesinato que se te atribuía; pero se han
descubierto los autores y ejecutores de aquel delito. Vengo con orden de

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soltarte. Ea, quítenle las cadenas y grillos: libre estás.

TEDIATO.—Ni aun en la cárcel puedo gozar del reposo que ella me ofrece
en medio de sus horrores. Ya iba yo acomodando los cansados miembros
de mi cuerpo sobre esta tarima, ya iba tolerando mi cabeza lo duro de esa
piedra, y me vienes a despertar, ¿y para qué? Para decirme que no he de
morir. Ahora sí que turbas mi reposo... Me vuelves a arrojar otra vez al
mundo, al mundo de donde se ausentó lo poco bueno que había en él.
¡Ay! Decidme, ¿es de día?

CARCELERO.—Aún faltará una hora de noche.

TEDIATO.—Pues voyme. Con tantas contingencias como ofrece la suerte,


¿qué sé yo si mañana nos volveremos a ver?

CARCELERO.—Adiós.

TEDIATO.—Adiós. Una hora de noche aún falta. ¡Ay! Si Lorenzo estuviese


en el paraje de la cita, tendríamos tiempo para concluir nuestra empresa;
se habrá cansado de esperarme.

Mañana, ¿dónde le hallaré? No sé su casa. Acudir al templo parece más


seguro. Pasareme ahora por el atrio. ¡Noche!, dilata tu duración; importa
poco que te esperen con impaciencia el caminante para continuar su viaje
y el labrador para seguir su tarea. Domina, noche, domina, y más y más
sobre un mundo que por sus delitos se ha hecho indigno del sol. Quede
aquel astro alumbrando a hombres mejores que los de estos climas.
Mientras más dure tu oscuridad, más tiempo tendré de cumplir la promesa
que hice al cadáver encima de su tumba, en medio de otros sepulcros, al
pie de los altares y bajo la bóveda sagrada del templo. Si hay alguna cosa
más santa en la tierra, por ella juro no apartarme de mi intento; si a ello
faltase yo, si a ello faltase... ¿Cómo había de faltar?

Aquella luz que descubro será..., será acaso la que arde alumbrando a una
imagen que está fija en la pared exterior del templo. Adelantemos el paso.
Corazón, esfuérzate, o saldrás en breve victorioso de tanto susto,
cansancio, terror, espanto y dolor, o en breve dejarás de palpitar en ese
miserable pecho. Sí, aquélla es la luz; el aire la hace temblar de modo que
tal vez se apagará antes que yo llegue a ella. Pero ¿por eso he de temer la
oscuridad? Antes debe serme más gustosa. Las tinieblas son mi alimento.
El pie siente algún obstáculo... ¿Qué será? Tentemos. Un bulto, y bulto de

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hombre. ¿Quién es? Parece como que sale de un sueño. ¡Amigo! ¿Quién
es? Si eres algún mendigo necesitado que de flaqueza has caído, y
duermes en la calle por faltarte casa en que recogerte y fuerzas para
llegarte a un hospital, sígueme; mi casa será tuya; no te espanten tus
desdichas; muchas y grandes serán, pero te habla quien las pasa
mayores. Respóndeme, amigo... Desahóguese en mi pecho el tuyo; tristes
como tú busco yo; sólo me conviene la compañía de los míseros; harto
tiempo viví con los felices. Tratar con el hombre en la prosperidad es
tratarle fuera del mismo. Cuando está cargado de penas, entonces está
cual es: cual Naturaleza lo entrega a la vida, y cual la vida le entregará a la
muerte; cual fueron sus padres, y cuales serán sus hijos. Amigo, ¿no
respondes? Parece joven de corta edad. Niño, ¿quién eres? ¿Cómo has
venido aquí?

NIÑO.—¡Ay, ay, ay!

TEDIATO.—No llores; no quiero hacerte mal. Dime, ¿quién eres? ¿Dónde


viven tus padres? ¿Sabes tu nombre? ¿Y el de la calle en que vives?

NIÑO.—Yo soy... Mire usted... Vivo... Venga usted conmigo para que mi
padre no me castigue. Me mandó quedar aquí hasta las dos, y ver si
pasaba alguno por aquí muchas veces, y que fuera a llamarle. Me he
quedado dormido.

TEDIATO.—Pues no temas; dame la manita, toma ese pedazo de pan que


me he hallado, no sé cómo, en el bolsillo y llévame a casa de tu padre.

NIÑO.—No está lejos.

TEDIATO.—¿Cómo se llama tu padre? ¿Qué oficio tiene? ¿Tienes madre


y hermanos? ¿Cuántos años tienes tú y cómo te llamas?

NIÑO.—Me llamo Lorenzo, como mi padre. Mi abuelo murió esta mañana.


Tengo ocho años, y seis hermanos más chicos que yo. Mi madre acaba de
morir de sobreparto. Dos hermanos tengo muy malos con viruelas, otro
está en el hospital, mi hermana se desapareció desde ayer de casa. Mi
padre no ha comido en todo hoy un bocado de la pesadumbre.

TEDIATO.—¿Lorenzo dices que se llama tu padre?

NIÑO.—Sí, señor.

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TEDIATO.—¿Y qué oficio tiene?

NIÑO.—No sé cómo se llama.

TEDIATO.—Explícame lo que es.

NIÑO.—Cuando uno se muere, y lo llevan a la iglesia, mi padre es quien...

TEDIATO.—Ya te entiendo; sepulturero, ¿no es verdad?

NIÑO.—Creo que sí, pero aquí estamos ya en casa.

TEDIATO.—Pues llama, y recio.

SEPULTURERO.—¿Quién es?

NIÑO.—Abra usted, padre; soy yo y un señor.

SEPULTURERO.—¿Quién viene contigo?

TEDIATO.—Abre, que soy yo.

SEPULTURERO.—Ya conozco la voz. Ahora bajaré a abrir.

TEDIATO.—¡Qué poco me esperabas aquí! Tu hijo te dirá dónde le he


hallado. Me ha contado el estado de tu familia. Mañana nos veremos en el
mismo puesto para proseguir nuestro intento, y te diré por qué no nos
hemos visto esta noche hasta ahora. Te compadezco tanto como a mí
mismo, Lorenzo, pues la suerte te ha dado tanta miseria y te la multiplica
en tus deplorables hijos... Eres sepulturero... Haz un hoyo muy grande,
entiérralos todos ellos vivos, y sepúltate con ellos. Sobre tu losa me
mataré y moriré diciendo: Aquí yacen unos niños tan felices ahora como
eran infelices poco ha, y dos hombres, los más míseros del mundo.

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Noche tercera
TEDIATO y el SEPULTURERO

Diálogo

TEDIATO.—Aquí me tienes, fortuna, tercera vez expuesto a tus caprichos.


Pero ¿quién no lo está? ¿Dónde, cuándo, cómo sale el hombre de tu
imperio? Virtud, valor, prudencia, todo lo atropellas. No está más seguro
de tu rigor el poderoso en su trono, el sabio en su estudio, que el mendigo
en su muladar, que yo en esta esquina lleno de aflicciones, privado de
bienes, con mil enemigos por fuera y un tormento interior, capaz por sí
solo de llenarme de horrores, aunque todo el orbe procura mi felicidad.

¿Si será esta noche la que ponga fin a mis males? La primera, ¿de qué
me sirvió? Truenos, relámpagos, conversación con un ente que apenas
tenía la figura humana, sepulcros, gusanos y motivos de cebar mi tristeza
en los delitos y flaqueza de los hombres. Si más hubiera sido mi mansión
al pie de la sepultura, ¿cuál sería el éxito de mi temeridad? Al acudir al
templo el concurso religioso, y hallarme en aquel estado, creyendo que...
¿Qué hubieran creído? Gritarían: Muera ese bárbaro que viene a profanar
el templo con molestia de los difuntos y desacato a quien los crió.

La segunda noche.... ¡ay!, vuelve a correr mi sangre por las venas con la
misma turbación que anoche. Si no has de volver a mi memoria para mi
total aniquilación, huye de ella, ¡oh, noche infausta! Asesinato, calumnia,
oprobios, cárcel, grillos, cadenas, verdugos, muerte y gemidos... Por no
sentir mi último aliento, huya de mí un instante la tristeza; pero apenas se
me concede gozar el aire, que está libre para las aves y brutos, cuando me
vuelve a cubrir con su velo la desesperación. ¿Qué vi? Un padre de
familias, pobre, con su mujer moribunda, hijos parvulillos y enfermos, uno
perdido, otro muerto aun antes de nacer, y que mata a su madre aun antes
de que ésta le acabe de producir. ¿Qué más vi? ¡Qué corazón el mío, qué
inhumano, si no se partió al ver tal espectáculo!... Excusa tiene... Mayores
son sus propios males, y aún subsiste. ¡Oh Lorenzo! ¡Oh! Vuélveme a la
cárcel, Ser Supremo, si sólo me sacaste de ella para que viese tal miseria

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en las criaturas.

Esta noche, ¿cuál será? ¡Lorenzo, Lorenzo infeliz! Ven, si ya no te detiene


la muerte de tu padre, la de tu mujer, la enfermedad de tus hijos, la pérdida
de tu hija, tu misma flaqueza. Ven: hallarás en mí un desdichado que
padece no sólo sus infortunios propios, sino los de todos los infelices a
quienes conoce, mirándolos a todos como hermanos; ninguno lo es más
que tú. ¿Qué importa que nacieras en la mayor miseria y yo en cuna más
delicada? Hermanos nos hace un superior destino, corrigiendo los
caprichos de la suerte que divide en arbitrarias clases a los que somos de
una misma especie: todos lloramos..., todos enfermamos..., todos morimos.

El mismo horroroso conjunto de cosas de la noche antepasada vuelve a


herir mi vista con aquella dulce melancolía... Aquel que allí viene es
Lorenzo... Sí, Lorenzo. ¡Qué rostro! Siglos parece haber envejecido en
pocas horas; tal es el objeto del pesar, semejante al que produce la alegría
o destruye nuestra débil máquina en el momento que la hiere o la debilita
para siempre al herirnos en un instante.

LORENZO.—¿Quién eres?

TEDIATO.—Soy el mismo a quien buscas... El cielo te guarde.

LORENZO.—¿Para qué? ¿Para pasar cincuenta años de vida como la


que he pasado lleno de infortunios..., y cuando apenas tengo fuerzas para
ganar un triste alimento... hallarme con tantas nuevas desgracias en mi
mísera familia, expuesta toda a morir con su padre en las más espantosas
infelicidades? Amigo, si para eso deseas que me guarde el cielo, ¡ah!,
pídele que me destruya.

TEDIATO.—El gusto de favorecer a un amigo debe hacerte la vida


apreciable, si se conjuraran en hacértela odiosa todas las calamidades que
pasas. Nadie es infeliz si puede hacer a otro dichoso. Y, amigo, más
bienes dependen de tu mano que de la magnificencia de todos los reyes.
Si fueras emperador de medio mundo..., con el imperio de todo el
universo, ¿qué podrías darme que me hiciese feliz? ¿Empleos,
dignidades, rentas? Otros tantos motivos para mi propia inquietud y para la
malicia ajena. Sembrarías en mi pecho zozobras, recelos, cuidados, tal
vez ambición y codicia..., y en los de mis amigos..., envidia. No te deseo
con corona y cetro para mi bien... Más contribuirás a mi dicha con ese
pico, ese azadón..., viles instrumentos a otros ojos..., venerables a los
míos... Andemos, amigo, andemos.

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José Cadalso

José Cadalso y Vázquez de Andrade, que usó el pseudónimo literario de


Dalmiro (Cádiz, 8 de octubre de 1741 – San Roque, 26 de febrero de
1782), fue un militar español, muerto prematuramente en combate, y un
valioso literato, recordado por sus obras Los eruditos a la violeta, Noches
lúgubres y Cartas marruecas.

La vida de José Cadalso se puede seguir por referencias y testimonios de


sus contemporáneos y, como documento más personal, a través de la

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visión que de sí mismo dejó en Memoria de los acontecimientos más
particulares de mi vida o su correspondencia (1773–1780).

De manera póstuma fueron publicados sus dos textos más conocidos:


Noches lúgubres, aparecidas en el Correo de Madrid entre 1789 y 1790, y
las Cartas marruecas, que vieron la luz por vez primera, en entregas y en
el mismo diario, a lo largo del año 1789, probablemente publicadas por su
amigo Manuel de Aguirre, quien también colaboraba en este diario. En
esta obra, tomando como pretexto un viaje por España del árabe Gazel,
realiza una crítica profunda y exhaustiva de las costumbres y defectos
nacionales (a la vez que defiende el sentido reformador del despotismo
ilustrado). El modelo que sigue es el de las Cartas Persas (1721) del barón
de Montesquieu.

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