Eupalinos o el arquitecto y El alma y la danza
Por Paul Valéry
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En la presente edición, que sigue a la canónica realizada por Jean Hytier para la bibliothéque de la Pléiade, ofrecemos una nueva traducción de José Luis Arántegui, que ya tradujo con el mayor acierto Monsieur Teste y Piezas sobre arte.
Paul Valéry
One of the major figures of twentieth-century French literature, Paul Valéry was born in 1871. After a promising debut as a young symbolist in Mallarmé’s circle, Valéry withdrew from public view for almost twenty years, and was almost forgotten by 1917 when the publication of the long poem La Jeune Parque made him an instant celebrity. He was best known in his day for his small output of highly polished lyric poetry, and posthumously for the 27,000 pages of his Notebooks. He died in 1945.
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χαριν
Eupalinos o el arquitecto
FEDRO.–¿Qué haces ahí, Sócrates? Hace tiempo que te busco. Me he recorrido enteras estas pálidas moradas nuestras, y he ido preguntando por ti en todas partes. Aquí te conocen todos, y nadie te había visto. ¿Por qué te has apartado de las demás sombras, y qué pensamiento es ese que reúne tu alma, lejos de las nuestras, en las fronteras de este imperio transparente?
SÓCRATES.–Aguarda. No puedo responder. De sobra sabes que en los muertos la reflexión es indivisible. Estamos ya demasiado simplificados para no padecer hasta el fin el movimiento de una idea. Los vivos tienen un cuerpo que les permite salir del conocimiento y volver a entrar. Ellos están hechos de una casa y una abeja.
FED.–Prodigioso Sócrates, me callo.
SÓC.–Te doy las gracias por ese silencio. Al guardarlo has hecho a los dioses y a mi pensamiento el más duro de los sacrificios. Has consumido tu curiosidad, e inmolado a mi alma tu impaciencia. Habla ahora libremente, y si algún deseo te queda aún de interrogarme, estoy pronto a responderte, una vez que he terminado de preguntarme y contestarme. Pero raro será que una pregunta reprimida no se haya devorado al punto a sí misma.
FED.–Y bien, ¿por qué este exilio? ¿Qué haces apartado de todos nosotros? Alcibíades, Zenón, Menexeno, Lisis, todos nuestros amigos se extrañan de no verte. Hablan sin objeto, y sus sombras son un puro zumbido.
SÓC.–Mira y escucha.
FED.–No oigo nada. Ni veo gran cosa.
SÓC.–Igual es que no estás lo bastante muerto. Aquí están los límites de nuestros dominios. Y delante de ti corre un río.
FED.–¡Ay! ¡Pobre Iliso!
SÓC.–Este es el río del tiempo. Solo almas arroja en esta orilla; pero todo lo demás lo arrastra sin esfuerzo.
FED.–Empiezo a ver algo. Pero no distingo nada. Todo esto que pasa y corre a la deriva, lo sigue mi vista un momento y lo pierde sin llegar a divisarlo..., si no estuviera muerto, náuseas me daría ese movimiento, de tan triste que es, e irresistible. O acaso me viera arrastrado a imitarlo, al modo de los cuerpos humanos, y me quedara dormido por transcurrir yo también.
SÓC.–Sin embargo, ese enorme caudal se compone de todas las cosas que has conocido, o que habrías podido conocer. Ese lienzo inmenso y ondulante que se precipita sin tregua arrastra en su rodar a la nada todos los colores. Mira en conjunto, qué mortecino.
FED.–A cada instante me parece que voy a discernir una forma, mas lo que creo haber visto nunca llega a evocar la menor semejanza en mi espíritu.
SÓC.–Es que estás asistiendo al verdadero discurso de los seres, tú, inmóvil en la muerte. Desde esta orilla, tan pura, vemos todas las cosas humanas y las formas naturales moverse conforme a la verdadera velocidad de su esencia. Somos como el soñador en cuyo seno, singularmente alterados en su fuga pensamientos y figuras, los seres se componen con sus mudanzas. También aquí todo es prescindible y no obstante todo cuenta. Los crímenes engendran inmensos beneficios, y las virtudes más grandes se despliegan en consecuencias funestas: el juicio no se ancla en parte alguna, delante de la vista se vuelve la idea sensación, y cada hombre arrastra una cadena de monstruos en que se trenzan inextricables sus actos y las formas sucesivas de su cuerpo. Pienso en la presencia y los hábitos de los mortales en ese curso tan fluido, y en que yo fui uno de ellos, tratando de ver las cosas precisamente como las veo ahora. Yo ponía la Sabiduría en la posición eterna en que nos hallamos. Pero desde aquí todo está desconocido. La verdad está ante nosotros, y ya no entendemos nada.
FED.–Pero ¿de dónde, oh Sócrates, puede venir entonces ese gusto por lo eterno que en ocasiones se advierte entre los vivos? Tú perseguías el conocimiento. Los más groseros tratan desesperadamente de preservar aun los cadáveres de los muertos. Otros construyen templos y tumbas que se esfuerzan por hacer indestructibles. Los más sabios y mejor inspirados de los hombres quieren dar a sus pensamientos una armonía y una cadencia que los defiendan de las alteraciones y el olvido.
SÓC.–¡Locura!, ¡oh, Fedro!, claramente puedes verlo. Mas los hados han dispuesto que entre las cosas indispensables a la raza de los hombres figuren necesariamente unos cuantos deseos insensatos. Sin el amor no habría hombres. Ni existiría la ciencia sin absurdas ambiciones. ¿Y de dónde te piensas que hemos sacado la idea primera y la energía para esos inmensos esfuerzos que han alzado tantas ciudades ilustres e inútiles monumentos, los mismos que admira una razón que hubiese sido incapaz de concebirlos?
FED.–Mas la razón no obstante hubo de tener alguna parte. Sin ella todo se vendría abajo.
SÓC.–Todo.
FED.–¿Te acuerdas de las construcciones que vimos alzar en el Pireo?
SÓC.–Sí.
FED.–¿De esos ingenios, de esos esfuerzos, de esas flautas que con su música los atemperaban?; ¿de esas operaciones tan exactas, de esos progresos a un tiempo tan misteriosos y claros? ¡Qué confusión, al principio, que luego pareció fundirse en orden! ¡Qué solidez, qué rigor nació entre los hilos de las plomadas, a lo largo de esos frágiles cordeles tendidos para quedar a ras de las crecidas hiladas de ladrillos!
SÓC.–Guardo ese bello recuerdo. ¡Oh, materiales! ¡Oh, piedras hermosas...! ¡Oh, cómo nos hemos vuelto leves en demasía!
FED.–¿Y de aquel templo extramuros, junto al altar de Bóreas, te acuerdas?
SÓC.–¿El de Artemisa Cazadora?
FED.–Ese mismo. Un día anduvimos por allí. Estuvimos discurriendo acerca de la Belleza...
SÓC.–¡Ay...!
FED.–Yo tenía lazos de amistad con el que construyó ese templo. Era de Megara y se llamaba Eupalinos. De buen grado me hablaba de su arte, de todos los cuidados y conocimientos que requiere; hacía que yo entendiera todo cuanto a su lado iba viendo por la obra. Y sobre todo, veía su asombroso ingenio. Hallaba en él los poderes de Orfeo. Les predecía su destino monumental a los montones informes de piedras y vigas que yacían a nuestro alrededor, y a una voz suya, esos materiales parecían destinados al puesto singular que les hubieran asignado los hados favorables a la diosa. ¡Y qué maravilla sus discursos a los obreros! No guardaban ni rastro de sus difíciles meditaciones de la noche. Solo les daba órdenes y números.
SÓC.–A la manera misma de Dios.
FED.–Los discursos de uno y los actos de los otros se ajustaban tan felizmente que se hubiera dicho de aquellos hombres que eran solo miembros suyos. No me creerías, oh, Sócrates, si te dijese qué gozo era para mi alma conocer cosa tan bien regulada. Ahora ya no separo la idea de un templo de la idea de su construcción. Cuando veo uno, veo una acción admirable, más gloriosa que una victoria y más contraria a la mísera naturaleza. Destruir y construir son de pareja importancia, y hacen falta almas para lo uno y para lo otro; pero construir es más grato a mi espíritu. ¡Oh, afortunado Eupalinos!
SÓC.–¡Qué entusiasmo de una sombra por un fantasma! –No he conocido yo a ese Eupalinos. ¿Así que era un gran hombre? Veo que se elevaba al supremo conocimiento de su arte. ¿Está por aquí?
FED.–Sin duda se encuentra entre nosotros; pero aún no me lo he tropezado en estas comarcas.
SÓC.–No sé qué podría construir aquí. Aquí, aun los proyectos son recuerdos. Pero reducidos como estamos a los solos placeres de la conversación, me gustaría mucho escucharle.
FED.–He retenido algunos de sus preceptos. No sé si te complacerían; a mí me encantan.
SÓC.–¿Puedes repetirme alguno?
FED.–Oye pues. Muy a menudo decía esto: en la ejecución no hay detalles.
SÓC.–Entiendo y no entiendo. Entiendo algo, y no estoy seguro del todo de que sea lo mismo que él quería decir.
FED.–Y yo tengo la certeza de que tu espíritu sutil no habrá dejado de captarlo con acierto. En un alma tan clara y completa como la tuya, es forzoso que una máxima práctica de otro cobre fuerza y amplitud totalmente nuevas. Si tiene verdadera precisión, y está sacada directamente del trabajo por un acto breve del espíritu que resume su experiencia sin darse tiempo a divagar, entonces es materia preciosa para el filósofo; ¡es un lingote de oro en bruto lo que te hago llegar, orfebre!
SÓC.–¡Orfebre fui, de mis cadenas!... Pero veamos detenidamente ese precepto. La eternidad de este lugar invita a no ser parcos en palabras. Con esta duración infinita ha de ocurrir una de dos, que no sea, o que contenga todos los discursos posibles, así los verdaderos como los falsos. De manera que puedo hablar sin miedo a engañarme, pues si me engaño ahora, enseguida diré verdad, y si digo verdad, erraré luego.
Tú, ¡oh, Fedro!, no habrás dejado de advertir en los discursos más importantes, ya se trate de política o de intereses particulares de los ciudadanos, o aun de las delicadas palabras que se deben decir a un amante, siempre en fin que las circunstancias son decisivas – seguro que has advertido qué peso y qué alcance cobran las palabras más pequeñas, los menores silencios que se intercalen–. Y yo, que he hablado tanto con el afán insaciable de convencer, me he convencido, a la larga, de que los más graves argumentos y las demostraciones mejor llevadas tienen bien poco efecto sin el concurso de esos detalles en apariencia insignificantes, y por contra, mediocres razones convenientemente sostenidas por palabras llenas de