La Filosofia Existencial de Heidegger

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La Filosofía Existencial de M.

Heidegger
Edith Stein

Presentación de Carmen Revilla Guzmán traducción de Rosa M. Sala Carbó


Mínima Trotta
Título original: Martin Heideggers Existenzphilosophie.
en Edith Stein. Endliches und ewiges Sein (pp. 465-499)
© 2006 Verlag Herder GmbH. Freiburg im Breisgau
© Carmen Revilla Guzmán. para la presentación. 2010
© Rosa M. Sala Carbó. para la traducción. 2010
© Editorial Trotta. S.a.. 2010
Ferraz. 55. 28008 Madrid
Teléfono: 91 543 03 61 Fax: 91 543 14 88
E-mail: editorial@trotta.es
Url: http://www.trotta.es
ISBN: 978-84-9879-174-7
depósito legal: S. 1.228-2010
impresión Gráficas Varona. S.A.
ÍNDICE

Edith Stein. Una filosofía de la atención: Carmen Revilla


Guzmán........................................................................ 9
Nota biográfica................................................................... 20

LA FILOSOFÍA EXISTENCIAL DE MARTIN HEIDEGGER

Ser y tiempo....................................................................... 27
Kant y el problema de la metafísica.................................... 75
De la esencia del fundamento............................................. 87
¿Qué es metafísica?............................................................ 90
Presentación

EDITH STEIN. UNA FILOSOFÍA DE LA ATENCIÓN


Carmen Revilla Guzmán

De Edith Stein se ha dicho que entendió la filosofía como una «philia, una amistad,
casi una erótica del saber», haciendo de su dedicación a ésta una actividad que marca
desde el comienzo su biografía intelectual; a la filosofía, así entendida, dedicó
ciertamente su vida, caracterizada por «una actitud que se constituye lentamente y se
transforma en un compromiso»1, siempre radical, que, como también se ha señalado,
la conduce a «un umbral último, el de la fe, con pasos existencialmente decisivos, que
asumen la forma de una elección de vida, cada vez más absoluta, hasta su trágica
muerte»2 en Auschwitz. A juicio de Laura Boella, el trayecto biográfico de Edith Stein
habría realizado «un doble movimiento: de espiritualidad que llega hasta el misticismo
y a la vez de custodia e intensificación de la actitud filosófica, de abandono y retiro del
mundo y a la vez de búsqueda de una alianza y de una responsabilidad compartida»3.
De aquí que, en sus escritos, no deje de sorprender el modo, se diría que
«paradójico», en el que se conjugan «los dos polos de su aventura intelectual y
espiritual: la fenomenología, esa religión de la evidencia y del candor filosófico, y la
noche oscura de la mística carmelita», aunque así se suscita, sin embargo, la cuestión
en torno a la «coherencia fundamental de esta aventura», en torno a la posibilidad de
«conciliar, e incluso vincular íntimamente estos dos grandes momentos»4.

1. H.-B. Gerl, Edith Stein. Vita, filosofía, mística, Morcelliana, Brescia, 1998, pp. 14-15 (trad. italiana de G. Sansonetti
de Unerbittliches Licht. Edith Stein. Philosophie, Mystik, Leben, Mathias-Grünewald, Mainz, 1991).
2. L. Boella, Cuori pensanti. Hannah Arendt, Simone Weil, Edith Stein, María Zambrano, Tre Lune, Mantua, 1998, p. 49.
3. Ibid., pp. 49-50.
4. R. De Monticelli, -Con occhi spalancati-, en F. De Vecchi (ed.). Filosofía, ritratti, corrispondenze. Hannah Arendt. Simone Weil,
Edith Stein, María Zambrano, Tre Lune, Mantua, 2001, p. 81.

Por otra parte, este doble perfil de su fisonomía personal, que apunta a una singular
revalorización de la experiencia y se proyecta en su obra, da lugar a que esta acoja
también la implicación de su pensamiento en los acontecimientos que jalonan su
existencia, ligados directamente al desarrollo histórico-político del siglo xx en sus
momentos más cruciales, de modo que se convierten en una fuente decisiva de esa
experiencia que constituye el fondo de los problemas teóricos que se plantea, a los
que da forma su pensamiento y en los que se centra su voluntad de entender.

En la tensión entre la fidelidad a una orientación filosófica, presidida por el deseo de


precisión y orden, pero también por la consigna de volver «a las cosas mismas», y el
compromiso efectivo con la realidad y las exigencias concretas de su actualidad radica
la peculiaridad y la fuerza del pensamiento y la escritura de una autora que, tal vez por
eso, se ha podido considerar interlocutora imprescindible al abordar «los temas más
vivos y presentes en nuestra sensibilidad intelectual»5.

5. L. Boella, Cuori pensanti..., cit., p. 10.

Aunque un acercamiento a la biografía de la autora y a lo que fue su dedicación a la


filosofía permitiría trazar el marco en el que se despliega su continua y sólida actividad
teórica6, conviene tener en cuenta que ésta no se limita a la elaboración de las
importantes obras publicadas. Para dar cuenta de su trabajo habría que insistir en la
ingente actividad «anónima» que lleva a cabo en el contexto de la escuela
fenomenológica7, como habría que aludir también a su correspondencia, de especial
interés en algunos casos, como por ejemplo la que mantiene con Roman Ingarden, o
en la relevancia de su propia autobiografía, e incluso en la de los escritos de contenido
estrictamente religioso8. En todo caso, la aproximación a su obra en cualquiera de
estas perspectivas nos sitúa siempre ante un pensamiento de rasgos profundamente
personales y marcados; de hecho, el modo en el que asume diferentes influencias a lo
largo de su evolución intelectual parece confirmar la permanencia de una actitud que
se muestra en el trazo personal de su obra y, sólo por eso, justificaría el interés que
ésta despierta, con independencia de las circunstancias que han dado lugar a
renovadas lecturas desde puntos de vista diferentes.

6. Véase más abajo la «Nota biográfica».


7. Sobre su lugar en la primera generación de fenomenólogos y los círculos de Munich y Göttingen puede verse el
ensayo introductorio de R. Monticelli a la antología La persona: apparenza e realtá. Testi fenomenologici 1911-1933,
Cortina, Milano, 2000, teniendo en cuenta que esta autora la considera «una de las más brillantes alumnas y
continuadoras de Husserl» y «quizá la única que no malinterpretó al maestro». Para una valoración de la especificidad
de su aportación en este contexto, por ejemplo, A. Ales Bello, L'universo nella coscienza. Introduzione alla
fenomenología di Edmund Husserl, Edith Stein, Hedwig Conrad-Martius, ETS, Firenze, 2003, con importantes
referencias bibliográficas.
Sobre la biografía intelectual de la autora, los años previos a su conversión, A. Maclntyre, Edith Stein. Un prólogo
filosófico, 1913-1922, Nuevo Inicio, Granada, 2008.
8. Para la traducción al español de muchos de estos escritos remito a la edición de las Obras completas, de la que han
aparecido los siguientes volúmenes: I. Escritos autobiográficos y Cartas, Monte Carmelo, Burgos, 2002; II. Escritos
filosóficos. Etapa fenomenológica, Monte Carmelo, Burgos, 2005; IV. Escritos antropológicos y pedagógicos, Monte
Carmelo, Burgos, 2003, y V. Escritos espirituales, Monte Carmelo, Burgos, 2005.

Desde un primer, e incluso superficial, acercamiento a su obra, a través de cualquiera


de sus escritos, destacan dos notas que no sólo caracterizan su escritura, sino que
son también expresivas de esa actitud que, desde el comienzo, confiere un tono
singular a su pensamiento: la precisión conceptual unida a la preocupación por
transmitir y comunicar; en ellas se conserva la huella de su formación fenomenológica
a la vez que dan razón de su opción por esta corriente; la modulación que adquieren
en distintos momentos registra simultáneamente el sentido unitario de su trayecto y la
voluntad de participar apasionadamente en el presente, haciendo de su tarea filosófica
una efectiva elaboración de la experiencia.

En cierto modo, estas dos notas, que en realidad se implican, podrían presentarse en
aparente contradicción. La búsqueda de una rigurosa precisión conceptual, cultivada
en el seno de una escuela que acuña un vocabulario extremadamente académico y es
característica de sus escritos específicamente filosóficos, no siempre facilita su lectura,
o lo hace sólo en un marco restringido y muy delimitado de discusión. Este empeño,
sin embargo, no puede considerarse ajeno al importante trabajo que, de forma casi
anónima, lleva a cabo con la elaboración de los manuscritos de Husserl o con la
corrección y comentario de los realizados por otros miembros de la escuela
fenomenológica; tampoco se debería disociar del proyecto de traducción, que expresa
su preocupación por encontrar un lenguaje común, un medio de comunicación, en el
que esta escuela pueda entenderse con la philosophia perennis, y muy
particularmente con el tomismo; igualmente, sus últimas investigaciones sobre el
Pseudo-Dionisio y san Juan de la Cruz dejan también constancia de la centralidad de
su interés por el lenguaje, ahora en un contexto nuevo: el de las mediaciones que dan
voz a la experiencia de lo divino y permiten la lectura del mundo como tejido de
símbolos9.

9. Sobre este punto véase de Annarosa Buttarelli el capítulo «La recerca di un linguaggio», en L. Boella y A. Buttarelli,
Per amore di altro. L'empatia a partiré da Edith Stein, Cortina, Milano, 2000, pp. 93 ss.

Lo que la misma Edith Stein dice de Hans Lipps —que el contacto con la filosofía de
Husserl supuso para él «el comienzo de una nueva vida»10— se podría señalar no sólo
como una nota más, propia de la primera etapa de su itinerario filosófico, sino como
descripción del sentido, vital y existencial, que para ella adquiere la dedicación
intelectual. Su inicial interés por la fenomenología parece responder al hecho de que
ahí encuentra un cauce adecuado para sus propios intereses y capacidades, motivo
que sustenta su adhesión a esta escuela, fruto de una decisión que adopta y
mantiene, con una conciencia cada vez más explícita de las posibilidades que le
ofrece, pero también de los problemas y limitaciones a los que ha de hacer frente.

10. E. Stein, Estrellas amarillas, trad. de C. Castro Cubells y E. García Rojo, Espiritualidad, Madrid, 1992, p. 236.

El 30 de septiembre de 1922, en una carta a Román Ingarden, le escribe: «[En] lo que


dice sobre el déficit del método fenomenológico, estoy bastante de acuerdo. Cosas
parecidas me llaman la atención, si ocasionalmente me relaciono con personas
formadas en la escolástica. Allí existe un aparato conceptual preciso y bien
desarrollado, que nos falta a nosotros. Por el contrario, en la mayoría de los casos,
falta el contacto directo con las cosas, que para nosotros es aire vital; el aparato
conceptual le aisla a uno fácilmente contra la acogida de lo nuevo»11. Estas palabras
dejan constancia de que el giro que en su obra representa la incorporación del
tomismo, paralela a la de temáticas que obedecen a factores circunstanciales
biográficamente justificados, se inscribe también en un proceso de profundización y
desarrollo coherente con su actitud teórica inicial.

11. E. Stein, Cartas a Román Ingarden, trad. e introd. de J. García Rojo, Espiritualidad, Madrid, 1998, p. 164.

En la actitud teórica de Edith Stein se perciben rasgos permanentes, inequívocamente


fenomenológicos: la apertura a la experiencia, el «aire vital» que proporciona el
«contacto directo con las cosas», la orientación por un ideal de objetividad, la adopción
de un «estilo» caracterizado por la exposición a la discusión y el esfuerzo por
presentar la fuente de evidencia de cuanto se dice, ejemplifican la sintonía de la autora
con el movimiento filosófico creado por Husserl y desplegado por su escuela. El papel
que efectivamente jugó en este despliegue, apuntado por sus biógrafos y avalado por
sus escritos, ha de ser aún analizado y valorado con mayor detenimiento. Sobre este
fondo, en todo caso, se dibuja la particularidad de su aportación, también señalada y
también por explorar en sus implicaciones.

.
Entre las notas que marcan el perfil intelectual de Edith Stein como fenomenóloga
conviene subrayar su preocupación ontológica y su orientación a una filosofía de la
persona, como aspectos que, en la medida en que caracterizan el sesgo de sus
investigaciones, se encuentran en el origen de la evolución de su pensamiento y
permiten la comprensión no sólo de sus puntos de vista, sino también de su actual
recepción12. La conjunción de estas dos particularidades genera y evidencia otras dos,
quizá más radicales y sustantivas: la valoración concedida a la «escucha de la propia
individualidad» y la centralidad, no necesariamente explícita como tema, de la atención
como disposición que define la vida de la mente.

12. Por su actualidad y por su relación con el aspecto apuntado a continuación, destacaría, desde un punto de vista
estrictamente fenomenológico, de R. de Monticelli, L'allegria della mente. Dialogando con Agustino, Mondadori, Milano,
2004, y, en otra perspectiva, de L. Boella, Sentire l'altro. Conoscere e praticare l'empatia, Cortina, Milano, 2006.

Ciertamente, el ideal de objetividad, el reconocimiento de la «verdad de la cosa» como


actitud, incentiva su interés por el giro hacia «las cosas mismas» propio del
planteamiento de Husserl, encaminado a posibilitar la intuición —que, como en la
mística, «deja la palabra al ojo que mira»— y la consiguiente descripción de esencias.
Este interés, por otra parte, radica y se concreta en la capacidad de aceptar «las leyes
de lo real» que ella misma, en los escritos sobre la mujer por ejemplo, atribuye a la
especificidad femenina. En este sentido se podría decir que en su posición teórica la
autora va a poner en juego su propia condición, de modo que esta implicación
personal da una forma singular a su pensamiento, caracterizado por la fidelidad a la
orientación de la escuela a la que pertenece, pero, por ello mismo, abierto al desarrollo
de sus posibilidades. Recordemos que va a ser el mismo Heidegger el que afirme que,
en el contexto que acogió la propuesta husserliana, ésta aparecía como «la posibilidad
de pensar»13.

13. M. Heidegger, «Mi camino en la fenomenología», en Tiempo y ser, Tecnos, Madrid, 1999, p. 102.

La investigación de Edith Stein adquiere, por tanto, desde el inicio, un marcado


carácter ontológico que, justamente en virtud de esa «escucha de la propia
individualidad», por una parte incorpora el elemento personal como centro de su
atención —desde muy pronto, por ejemplo, la relevancia de la corporeidad, como
también el reconocimiento de la psique en su condición de fuerza vital que remite a
algo objetivo—, y por otra, acorde con el planteamiento fenomenológico, lo hace en
una perspectiva explícitamente no psicologista. Principios característicos de la
propuesta husserliana como lo es el de la fidelidad a lo dado, según el cual la
apariencia no agota el ser pero es manifestación de la esencia, y el principio de
trascendencia de lo real respecto al dato, quedarán asumidos en un proyecto que
parte de la peculiaridad del ser humano —el ser personal que se anuncia y se
esconde, al que dedicará su inicial trabajo, especialmente valorado por Husserl, sobre
la empatia—, y se abrirá a la «orientación al Ser absoluto», tal como se aborda en Ser
finito y ser eterno, reelaboración del trabajo sobre Potencia y acto y marco en el que
elabora su discusión con Heidegger y en el que es perceptible la huella del impacto de
Ser y tiempo.

..
La relación de Edith Stein con Heidegger, a quien conoce en Friburgo el verano de
1916, está marcada por la ambigüedad que, con independencia de las circunstancias
personales que dan lugar a que sus caminos se crucen y se separen, no es ajena a la
temprana percepción de la singularidad del autor —singularidad que cifrará en el
reconocimiento del valor incuestionable de su figura y de su aportación, pero también
en el de su problemático y conflictivo papel en el marco de la escuela. Del Heidegger
«silencioso y concentrado hasta que se habló de filosofía» y que entonces «se llenó de
vida», que tanto «le agradó»14 en el primer encuentro, en 1921 va a afirmar que es un
«punto negro»15 en el trabajo común de los fenomenólogos en Friburgo. En la carta a
Ingarden del 15 de octubre de este mismo año Edith Stein se hace eco de la
preocupación surgida, entre otros en Koyré o los Conrad, por el impacto de la
enseñanza heideggeriana que, valiéndose de la confianza de Husserl, introduce una
nueva dirección progresivamente distanciada de la orientación de éste16, y de cuya
influencia y fuerza hay numerosos testimonios17.

14. Cf. H.-B. Gerl, Edith Stein. Vita, filosofia, mistica, cit., p. 135.
15. «Es maravilloso ver cómo poco a poco y por sí se ha ido restableciendo la relación entre los fenomenólogos, de la
que en vano me había preocupado yo antes. Únicamente Friburgo es un punto negro», escribe el 22 de septiembre de
1921, en Cartas a Roman Ingarden, cit., p. 156.
16. Ibid., pp. 157-158: «Lo que escribí sobre Friburgo lo ha entendido usted mal. No estaba pensando contra Husserl.
Usted sabe de sobra que lo miro con ilimitada veneración y agradecimiento, a pesar de todo [...] Me refería a las
relaciones poco agradables que se han desarrollado en torno a él. Sólo las conozco de oídas, pero, pese a que las
fuentes son muy distintas, coinciden básicamente. Heidegger goza de la absoluta confianza de Husserl y la utiliza para
dirigir el estudiantado, sobre el que tiene más influjo que Husserl mismo, en una dirección que está bastante lejos de
Husserl. Salvo el buen Maestro, esto lo sabe todo el mundo. Nosotros hemos discutido mucho para ver qué se podría
hacer en contra» (14 de octubre de 1921).
17. Gerl, por ejemplo, recoge el de Jaspers, el de Löwith y el de Gadamer, en Edith Stein. Vita, filosofia, mistica, cit.,
pp. 138-1.39.

La actitud de Edith Stein respecto a Heidegger está, en este sentido, determinada


desde el principio por la conciencia clara de la importancia decisiva de su intervención.
Inmediatamente después de la aparición de Ser y tiempo, el 2 de octubre de 1927,
escribe: «Que Heidegger es una eminencia y que puede meternos a todos nosotros en
el bolsillo, también yo lo creo, apoyándome en su libro. Antes yo no lo sabía,
solamente veía los efectos, o sea, su gran influjo en la generación joven. Leí el libro
en su mayor parte en vacaciones, pero no pude terminarlo; comparado con las
cosas que desde entonces me oprimían, su terminación carecía de interés. No sé
cómo se siente Husserl con las grandes diferencias»18. Pero, de hecho, la huella en su
propia obra del impacto producido por la de Heidegger es manifiesta, si bien
expresamente incorporada al marco que determina su ya madura «actitud personal», a
la que alude en esta misma carta.

18. Cartas a Roman Ingarden, cit., pp. 204-205.

Es posible que la negativa de Heidegger, en 1931, a apoyar su habilitación como


docente en Friburgo, para la que había preparado el trabajo sobre Potencia y acto, la
llevase a abandonar su proyecto académico; sin embargo, este trabajo lo va a retomar
en 1936 con la elaboración de Ser finito y ser eterno, cuyo subtítulo —Ensayo de una
ascensión al sentido del ser— se considera expresivo del horizonte en el que el
discurso se inscribe y suficientemente elocuente al respecto. Esta obra, en la que el
objetivo de la autora es una reactualización de la philosophia perennis con el método
de Husserl, recoge en apéndice y con el título «La filosofía existencial de Martin
Heidegger» un diálogo con el autor que será la revisión crítica de su planteamiento de
la cuestión del ser y una síntesis de la discusión que a lo largo de la obra mantiene
con él.

Las coordenadas en las que este comentario se modula como desafío al modo
heideggeriano de enfocar el problema del sentido del ser vienen dadas, por tanto y
además de por la atención a este mismo problema, por el ejercicio del método
husserliano y por la reivindicación de una philosophia perennis cuyos interlocutores
más claros son santo Tomás y, de manera cada vez más explícita, san Agustín, en
virtud de su filosofía de la persona. Desde el prefacio la autora remite a una tradición
que se remonta al mundo griego y adquiere en el medieval el carácter de «ontología
teológica» asumiendo la herencia cristiana, hebrea e islámica, para experimentar un
momento decisivo de ruptura con el giro gnoseológico de la modernidad. La
contemporaneidad parece ofrecer, para ella, un «nuevo inicio epocal»19 que abre
posibilidades en la estela ofrecida por la fenomenología. Su empeño por encontrar un
«medio de traducibilidad» en el que estas orientaciones «puedan entenderse» y
confluir en la revitalización del pensar atento a lo que es, la lleva a considerar
recientes aportaciones, como la filosofía de la existencia de Heidegger o la doctrina del
ser de Hedwig Conrad-Martius, que valora como el «polo contrapuesto» al que
Heidegger representa20. La discusión de los textos heideggerianos, precedida de una
síntesis conceptual considerablemente precisa, se despliega en torno a algunos
núcleos teóricos que encuentran en estas coordenadas sus principales puntos de
referencia; entre estos nudos problemáticos destacan sus objeciones al tratamiento
del sujeto humano y de la temporalidad. Respecto al primer tema, la autora no sólo
discute la relación establecida entre esencia y existencia, sino que acusa, sobre todo,
la elusión de la consideración del cuerpo y del psiquismo, la insuficiencia del análisis
de la Geworfenheit como determinación fundamental del Dasein o la imposibilidad de
valorar positivamente la dimensión social a partir del tratamiento de la cotidianidad y
de la autenticidad, por otra parte magistralmente elaborados a su juicio. En el discurso
heideggeriano sobre el tiempo señala la ambigüedad que implica la interpretación de
la «anticipación de la muerte» en la medida en que parece diluir el presente en el
futuro y cuestiona la ausencia de tematización de la relación entre el tiempo y la
intemporalidad21. Estas objeciones adquieren su sentido en el amplio contexto de la
elaboración que en esta obra la autora lleva a cabo de lo que será una filosofía del ser
humano que, desde la atención fenomenológica a su corporeidad y devenir temporal,
subraya un elemento «enigmático» en su origen y en su fin, en cuanto ser que «no
subsiste por sí mismo, no es dueño de sí, ni inteligible a sí mismo [...] no se posee
nunca, es siempre un ser recibido», y en eso consiste «el carácter trágico del hombre,
que quisiera ser deudor sólo de sí mismo»22. En estas consideraciones parece arraigar
el paso de una doctrina del ser a una doctrina de la persona que, bajo la explícita
influencia agustiniana, sería su decidida culminación.

19. En expresión de GerI, Edith Stein. Vita, filosofia, mistica, cit., p. 159.
20. Ibid. Para un acercamiento a la obra de Hedwig Conrad-Martius puede verse el capítulo correspondiente de A. Ales
Bello, L'universo nella coscienza, ETS, Pisa, 2003, pp. 183-238.
21. Para una consideración más detallada de estos puntos, H.-B. Gerl, Edith Stein. Vita, filosofia, mistica, cit., pp. 144-
148.
22. Ibid.,p. 170.

Consciente de la singularidad del lenguaje heideggeriano y de los riesgos de su


utilización irresponsable, Edith Stein se acerca a una de las obras de mayor
resonancia en la filosofía del siglo xx, apuntando aspectos decisivos de la misma: su
esencial intraducibilidad, la «escasa valoración del presente» y «sobrevaloración del
futuro», la «confrontación con Kant y el constante regreso a las preguntas planteadas
por los griegos y sus sucesivas modificaciones en la filosofía posterior».

Los escritos que componen «La filosofía existencial de Martin Heidegger»23


representan, en este sentido, un singular ejemplo de la actitud intelectual de Edith
Stein que, por el lugar que ocupan en su obra, ofrecen indicaciones muy significativas
respecto a su desarrollo, así como una valiosa presentación del pensamiento
heideggeriano y del modo en que fue recibido en el ámbito de la escuela
fenomenológica, orientada sin duda en una dirección que desde el inicio se diría
claramente diferenciada y personal24, encaminada a la «pregunta por el fundamento
eterno del ser finito».

23. El original «Martin Heideggers Existentialphilosophie» que aquí se traduce se encuentra ahora como apéndice en el
volumen 11/12 de la «Edith Stein Gesamtausgabe» titulado Endliches und ewiges Sein, introd. y ed. de A. U. Müller,
Herder, Freiburg i. B., 2006, pp. 445-499.
24. R. de Monticelli se refiere a esta orientación hacia una filosofía del «ser personal» característica de autores como
Alexander Pfänder, Max Scheler, Hedwig Conrad-Martius, Moritz Geiger, Dietrich von Hildebrand o la propia Edith Stein
al hablar de los «fenomenólogos del continente sumergido» en el capítulo XXIV de La persona. Apparenza e realtà,
Cortina, Milano, 2000, o en L'allegria della mente, Mondadori, Milano, 2004, pp. 56-57.

La orientación personal de la mirada que dirige a la obra de Heidegger no le impide


realizar un cuidadoso análisis, más bien parece impulsarla a una lectura minuciosa,
atenta y, desde luego, también crítica, dirigida a reparar en la «duda» que se cierne
sobre el proyecto elaborado desde Ser y tiempo y que el autor no consigue disipar. En
las páginas que dedica a esta obra, concretamente, destaca la concisión con la que
focaliza el problema que ésta aborda, con el fin de hacer frente a las más que posibles
tergiversaciones que origina su recepción. En su desarrollo resulta de especial interés
el trazado preciso y detallado de las «líneas fundamentales» del planteamiento
heideggeriano, la llamada de atención sobre la problemática cuestión del lenguaje del
autor y la clara determinación del centro de sus objeciones: la oscuridad en torno a la
participación de lo finito en lo eterno como aspecto que proyecta una sombra que
cubre el trayecto recorrido.

Los breves comentarios a Kant y el problema de la metafísica, De la esencia del


fundamento y ¿Qué es metafísica? —escritos que percibe conectados en el común
objetivo de rebatir las mal-interpretaciones surgidas en la comprensión de la pregunta
esencial por el sentido del ser— retoman el núcleo argumentativo de su propuesta,
explicitándolo e introduciendo nuevas líneas de consideración. En «Kant y el problema
de la metafísica», por ejemplo, aborda el tema de la «trascendencia» como centro de
la investigación y analiza su relación con las nociones de «comprensión» y «finitud»,
para subrayar las potencialidades de la finitud y los límites de la conceptualización; en
«De la esencia del fundamento», donde Heidegger habría tratado más nítidamente la
«trascendencia», enfoca la cuestión de la libertad; la reflexión sobre ¿Qué es
metafísica?, conferencia que sólo «emite rastros de luz» sin aportar claridad suficiente
en su opinión, se centra, a su vez, en el «sentido de la nada».

La dificultad de estas páginas —que encuentra su raíz en la densidad del tema tratado
con extrema concisión y profundidad, así como en los problemas de traducción que
Heidegger plantea, y a los que ella misma alude desde el principio— acentúa su
interés y, lejos de desanimar, incentiva su lectura.
NOTA BIOGRÁFICA

Edith Stein, la undécima e hija menor de una familia judía, nace el 12 de octubre, día
de la reconciliación, de 1891 en Breslau, ciudad donde estudiará germanística y
psicología. En 1913 acude a Göttingen, donde entra en contacto con el círculo de
Husserl, autor del que conoce ya las Investigaciones lógicas y de cuyo planteamiento
valora especialmente el «trabajo de clarificación» que la filosofía fenomenológica
intenta llevar a cabo con la decisión de partir en su proceder sin presupuestos pero de
modo rigurosamente controlado; en este marco desarrollará rasgos que sus biógrafos
destacan como características permanentes de su personalidad intelectual: la claridad
de objetivos y la determinación que se plasman en su capacidad de captar cuanto
pueda proporcionarle una fuente de energía y de reelaboración creativa. Aceptada en
el seminario de Husserl, entre 1913 y 1914 establece una relación, que en algunos
casos será de profunda amistad, con figuras como Adolf y Anna Reinach, Román
Ingarden, Alexandre Koyré y Hans Lipps, por ejemplo; allí conoce también a Max
Scheler a través del que se acercará por primera vez al catolicismo, un mundo que,
según su testimonio, representa para ella algo «completamente desconocido» pero
«no ilógico», algo que hará caer «los prejuicios racionalistas en los que había crecido»
y le hará sentir los límites de lo racional y la necesidad que la razón tiene de romper su
«monólogo» abriéndose a la experiencia.

Una de las experiencias decisivas será la que le proporciona la guerra, durante la que,
en 1915, interrumpe la investigación de doctorado ya iniciada para colaborar como
enfermera en Moravia. A su vuelta finaliza el trabajo sobre El problema de la empatia,
que defenderá como tesis doctoral y, a partir de 1916, comienza a trabajar como
ayudante de Husserl en Friburgo, dedicándose fundamentalmente a la ordenación y
redacción de los innumerables manuscritos y notas del maestro; a ella se debe, con
toda probabilidad, la preparación de los libros II y III de las Ideas para una
Fenomenología y Filosofía fenomenológica, así como la de las Lecciones sobre la
experiencia interna del tiempo y la Constitución sistemática del espacio. Durante estos
años Edith Stein profundiza en el perfil sistemático del saber filosófico y comienza a
redactar, entre 1917 y 1918, su Introducción a la Filosofía, en la que trabajará al
menos hasta 1933, aunque el texto no se publicará hasta 199125.

25. A esta obra se refiere básicamente el ensayo de Roberta de Monticelli «Con occhi spalancati», considerándola una
«especie de diario filosófico que Edith Stein llevó consigo durante una buena parte de su vida»: «Este texto que tiene
un planteamiento sistemático en el que confluyen estratos de meditación que se suceden en el tiempo, podríamos
definirlo como la casa de Edith en el mundo, la casa que se llevó consigo también cuando salió del mundo, la casa de
su mente, y digo la casa porque en el fondo es el terreno mismo de crecimiento, de florecimiento de sus otras obras
filosóficas. Una ventana abierta a la naturaleza, y una ventana abierta a la persona. Las dos principales ontologías
regionales de Husserl, y no hay duda de que es a la segunda, a la ontología de la persona, es decir, a la teoría
filosófica del aspecto personal del mundo a la que Edith Stein ha aportado las más notables y originales
contribuciones» (en F. De Vecchi [ed.]. Filosofia, ritratti, corrispondenze..., cit., p. 84).

En parte por la excesiva dedicación que el trabajo con Husserl le exige, y la exigua
colaboración de éste, en parte por las escasas, o nulas, expectativas de promoción y
desarrollo en el ámbito académico, y quizá también por motivos personales, en 1918
abandona su incipiente carrera universitaria, que, a pesar del intento posterior de
reanudarla mediante su habilitación, no volverá a retomar. A esta época ella misma se
refiere como de «silencio mortal». El período entre 1917 y 1921 es el que Hanna-
Barbara Gerl califica, sin embargo, como «de silencio mortal y de la verdad», tiempo
de desánimo, de particular sufrimiento por diversos motivos, «una experiencia —dirá—
que superaba mis fuerzas, que erosionó completamente mi fuerza vital y me arrancó
de cualquier actividad», pero también marco de su conversión al cristianismo, en 1918,
que vivirá como «un renacimiento desde la destrucción». Su acercamiento al
cristianismo se inicia con la lectura del Nuevo Testamento, de los Padres de la Iglesia,
especialmente con el estudio profundo de san Agustín, y culmina con la lectura, a
través de la mediación de su amiga Hedwig Conrad-Martius, de santa Teresa. Tras
esta experiencia, que describe como «corriente tonificadora», como «influjo de una
actividad y de una fuerza que no eran las mías, que actuaban en mí sin exigir nada»,
como «renacimiento espiritual» cuyo único presupuesto parecía ser «una cierta
capacidad de acoger, fundada en la estructura de la persona que se sustrae al
mecanismo psíquico», su actividad filosófica, marcada por el interés en el tema de la
empatia, seguirá desarrollándose y dará lugar a escritos como Contribuciones a la
fundamentarían filosófica de la psicología y de las ciencias del espíritu (1922) o Una
investigación sobre el Estado (1925).

El 1 de enero de 1922 Edith Stein recibe el bautismo en Bergzabern y el 2 de febrero


del mismo año, la confirmación en Spira, dos fechas, como su nacimiento el día del
Yom Ki-ppur, de importante significado también hebreo, que señalan un momento
decisivo en su trayecto biográfico marcado por su dedicación a la Iglesia y por una
suerte de fidelidad a sus raíces, que llegará hasta el martirio. En su decisión parece
haber pesado la experiencia de «verdad» que la lectura de santa Teresa le
proporciona por vez primera y que sucesivas lecturas afianzan convenciéndola de la
objetividad del proceso que en ella misma se está produciendo; la carta a Ingarden del
8 de noviembre de 1927, en la que intenta hacer entender al amigo una transformación
esencial que le es incomprensible, subraya el papel que ha tenido en este
«acontecimiento real» no el «sentimiento», sino su formación intelectual unida al
«contacto directo con la imagen concreta del auténtico cristianismo en sus elocuentes
testimonios». De hecho, en 1925 conoce al jesuita E. Przywara, especialista en santo
Tomás de Aquino, que le aconseja el estudio de este autor y de J. H. Newman —de
santo Tomás traducirá las Quaestiones disputatae de veritate y, de Newman, la Idea
of a University y sus Cartas antes de la conversión— «para entrar con el pensamiento
y no sólo con la fe en el horizonte de la filosofía cristiana»; se abre así la perspectiva
en la que a partir de ahora adquiere sentido su desarrollo intelectual.

De 1923 a 1931 enseña alemán e historia en el Seminario pedagógico y en el Liceo de


las dominicas de Spira. En 1930 despliega una importante labor de conferenciante, en
la que destacan sus intervenciones sobre la condición y función de las mujeres en las
Hochschulwochen de Salzburgo. El curso 1932-1933 trabaja como docente en el
Instituto pedagógico de Münster, hasta que la aplicación de las leyes arias se lo
impiden. En 1933 entra en el Carmelo de Colonia donde podrá dedicarse al trabajo
intelectual. Allí amplía el trabajo que, con el título Potencia y acto, había redactado en
1931 para su habilitación; el nuevo texto, concluido en 1936, será Ser finito y ser
eterno, obra en la que aborda el tema central de la diferencia y analogía entre estos
dos órdenes del ser e intenta un encuentro entre la filosofía tomista y la
fenomenología, enfocando para ello la búsqueda del lenguaje que lo posibilite. En
1938 huye de la persecución desatada contra los judíos de Colonia a Echt. Con la
preocupación teórica que orienta sus últimos trabajos se interesa por Dionisio el
Areopagita, autor del que traduce del griego algunos textos, cuya versión quedará
inédita, y sobre el que escribe el pequeño ensayo sobre las Vías del conocimiento de
Dios, publicado en 1940. Durante los dos últimos años de su vida, 1941-1942, escribe
La ciencia de la Cruz, libro que dejará inacabado y en el que, a partir de san Juan de
la Cruz, aborda un nuevo modo de saber que es experiencia del límite del pensar y
acceso a lo impensado, a lo que sólo puede ser vivido. En agosto de 1942 es
deportada al campo de concentración de Amersfort, pocos días después al lager de
Westersbork; aunque en el trayecto hacia el este sus huellas, como las de tantos
otros, se pierden, probablemente murió en una cámara de gas en Auschwitz el 9 de
agosto de 1942 o en los experimentos realizados en el cercano lager de Birkenau26.
26. Para la biografía de la autora puede verse H.-B. Gerl, Unerbittliches Licht. Edith Stein. Philosophie, Mystik, Leben,
Mathias-Grünewald, Mainz, 1991, que, por otra parte, proporciona referencias a otros trabajos biográficos precedentes
como: B. W. Imhof, Edith Steins philosophische Entwicklung. Leben und Werk, I, Basel/Boston, 1987; W. Herbstrith,
Das wahre Gesicht Edith Steins, München, 1980; U. Th. Manshausen, Die Biographie der Edith Stein. Beispiel einer
Mystagogie, Frankfurt/New York, 1984; E. Endres, Edith Stein. Christliche Philosophin und jüdische Märtyrerin,
München, 1987.
La Filosofía Existencial de M. Heidegger

Ser y Tiempo

No es posible en pocas páginas dar una imagen de la riqueza y la fuerza de las


investigaciones, a menudo verdaderamente iluminadoras, que contiene el gran torso
heideggeriano Ser y tiempo. Quizás ningún otro libro haya tenido mayor influencia en
los últimos diez años sobre el pensamiento filosófico actual1, aunque muchas veces da
la impresión de que las nuevas palabras acuñadas por Heidegger son usadas sin
captar del todo su sentido radical, su incompatibilidad con el resto del utillaje
conceptual que utilizamos sin reparos2.

1. M. Beck (Philosophische Hefte [Berlin] 1 [1928], p. 2, cuaderno especial sobre Ser y tiempo de Heidegger) dice que
«todos los problemas vivos de la filosofía acrual están pensados hasta sus últimas consecuencias» en el libro.
2. Georg Feuerer (Ordnung zum Ewigen, Regensburg, 1935) está totalmente impregnado del pensamiento de
Heidegger (cuyo nombre nunca menciona), pero el sentido que da a las expresiones del mismo las hace parecer
directamente armónicas con las verdades fundamentales del cristianismo.

Aquí sólo podemos intentar trazar las lineas fundamentales de la obra para después,
en la medida de lo posible, tomar posición al respecto.

..

A. RECONSTRUCCIÓN DE LA SECUENCIA ARGUMENTAL

La meta de la obra es «plantear de nuevo la pregunta por el sentido del ser»3, objetivo
que se justifica, de un lado, por la primacía objetivo-científica de la pregunta por el ser:
«Toda ontología (...) es en el fondo ciega y contraria a su finalidad más propia si no ha
aclarado primero suficientemente el sentido del ser y no ha comprendido esta
aclaración como su tarea fundamental» (32); y, de otro, por la afirmación de que dicha
pregunta no sólo no ha encontrado una solución satisfactoria hasta ahora sino que ni
siquiera se ha planteado adecuadamente. Según Heidegger, los intentos más
importantes de abordar la cuestión (por parte de Platón y Aristóteles), no pudieron
alcanzar su objetivo porque, para la ontología antigua, el ser era el estar-ahí, que no
es sino una determinada manera de ser. A resultas de ello, siempre se ha presupuesto
que el ser es lo más general y evidente, lo que ya no admite ni necesita definición. Y, a
partir de entonces, la ontología antigua ha continuado vigente no sólo durante toda la
Edad Media sino también en los pensadores más influyentes de la modernidad:
Descartes y Kant.

3. M. Heiddeger, Ser y tiempo, trad., prólogo y notas de J. E. Rivera C, Trotta, Madrid, 2009, p. 21. [Todas las citas
están extraídas de esta edición, así como la terminología heideggeriana relevante a que se refiere y que maneja Edith
Stein. La referencia a página se da entre paréntesis a continuación de las citas. (N. de la T.)]

Para obtener una respuesta a la pregunta por el sentido del ser, dice Heidegger, hay
que preguntar al ente y no a uno cualquiera sino al ente a cuyo ser pertenece la
pregunta por el sentido del ser y una cierta comprensión provisional (pre-ontológica)
del ser. A este ente que «somos en cada caso nosotros mismos» se le llama Dasein
(36) porque «la determinación esencial de este ente no puede realizarse mediante la
indicación de un contenido quiditativo, sino que su esencia consiste más bien en que
este ente tiene que ser en cada caso su ser como suyo» (33). Puesto que su
comprensión del ser no sólo se extiende a su propio ser, llamado existencia, sino
también al que no es conforme a tal, «la ontología fundamental, que está a la base de
todas las otras ontologías, debe ser buscada en la analítica existencial del Dasein»
(34). De ahí que la primera parte de la obra se dedique a la interpretación del Dasein:
la primera sección contiene un análisis preparatorio del mismo; la segunda quiere
señalar «la temporeidad como el sentido del ser de ese ente que llamamos Dasein»
(38). Y puesto que al ser de este ente pertenece la comprensión del ser, el tiempo
«deberá ser sacado a la luz y deberá ser concebido genuinamente [...] como horizonte
de la comprensión del ser, a partir de la temporeidad en cuanto ser del Dasein
comprensor del ser» (38-39). En una tercera sección debía tratarse de «tiempo y ser»
en el sentido de que no sólo el Dasein sino el ser como tal «debe concebirse a partir
del tiempo» (39). Al parecer esta sección se elaboró a la par que las dos precedentes
(en las que se citan párrafos de la tercera), pero no se ha publicado. Igualmente, la
segunda parte (con la referencia a la historicidad del Dasein y su comprensión del ser
como necesaria «destrucción de la historia de la ontología» (Kant-Descartes-
Aristóteles) sólo se anuncia (40 ss.)4.

4. Una obra posterior de Heidegger, Kant y el problema de la metafísica (Bonn, 1929), nació, como él dice, «en el
contexto de una primera elaboración de la segunda parte de Ser y tiempo». Puesto que allí se renunció a «proseguir
con la interpretación de la Crítica de la razón pura», el libro sobre Kant debía «ser un complemento preparatorio»
(Prólogo de la 1.a ed.). [Hay trad. española: M. Heidegger, Kant y el problema de la metafísica, FCE, México, 1981.]

1. Análisis preparatorio del Dasein

La investigación preparatoria caracteriza como perteneciente al ser del Dasein que es


cada vez el mío (esto es, singular, no general), que se comporta respecto a sí mismo y
que este su ser o su existencia es su esencia. Lo que pertenece a la estructura de este
ser se denomina existencial. Los existenciales corresponden a las categorías de lo que
está-ahí. Pero el Dasein no es algo que esté-ahí, no es un qué, sino un quién. No tiene
posibilidades como se tiene algo en propiedad sino que es sus posibilidades. Su ser
propio es hacerse consigo. Los vocablos 'yo', 'sujeto', 'alma', 'persona', así como
'hombre'* y 'vida' se evitan porque o bien significan una cosificación del Dasein —se
tilda de error de la ontología antigua y de la dogmática cristiana haber subsumido el
Dasein bajo las categorías de lo que está-ahí—, o bien no explican qué clase de ser
no-cósico mientan.

* 'Hombre' siempre traduce Mensch. (N. de la T.)

El Dasein se contempla por de pronto tal como es cotidianamente, esto es,


esencialmente como estar-en-el-mundo, en el que se diferencian diversos elementos:
el en-el-mundo, el quién que está en el mundo y el estar-en. Por mundo no hay que
entender la totalidad de los objetos que están-ahí ni tampoco una región determinada
del ente (como, por ejemplo, la naturaleza): es eso donde un Dasein vive, y sólo se
comprende a partir de este último. El estar-en no tiene nada que ver con la
espacialidad. Es un existencial, algo perteneciente a la manera de ser del Dasein
como tal e independiente de la corporeidad espacial del cuerpo. El estar-en-el-mundo
es caracterizado como un ocuparse, en los múltiples significados de realizar, llevar a
cabo, procurarse, temer. También el conocer es un modo del ocuparse, cuyo carácter
originario adulteramos al interpretarlo como una relación entre entes que están-ahí
(sujeto y objeto). Es una manera del estar-en y no la más fundamental, por cierto, sino
una derivación del estar-en originario. Lo originario es un tratar con las cosas que no
las ve como algo que meramente está-ahí, sino como útil que se usa para algo
(material, herramienta, objeto de uso): como algo a la mano. Todo se comprende
como algo «para...» y el mirar que descubre este para-algo es la circunspección. El
comportamiento teórico, en cambio, es sólo un mirar-hacia. Las cosas a la mano,
cuando las manejamos sin problemas, son no-llamativas, no-apremiantes y no-
rebeldes. Sólo cuando algo se demuestra no utilizable llama la atención y apremia, a
diferencia de lo que se usa pero no es a la mano. Lo no utilizable que apremia revela
su estar-ahí. El faltar o el ser no-utilizable se convierten en remisión que lleva de lo
singular al todo de útiles y al mundo. El ocuparse sucede ya siempre sobre la base de
una familiaridad con el mundo. El Dasein se comprende a sí mismo como ente en el
mundo, cuya significatividad comprende. Tiene una cierta condición respectiva con
todo lo que hay en él y por eso «lo deja como está», esto es, «deja las cosas en
libertad» cuando no exhortan a cogerlas y darles forma.

Cada útil tiene su lugar propio en el todo de útiles y una zona (Gegend) a la que
pertenece: o «está en su lugar propio» o «está por ahí en alguna parte». Esta es la
espacialidad perteneciente a las cosas en cuanto útiles, espacialidad que no hay que
entender en el sentido de que las cosas estuvieran puestas en un espacio con sitios
indistintos que previamente estuviese-ahí. Gracias a la unidad del todo respeccional
todos los lugares se fusionan en una unidad. También el Dasein es espacial, pero su
espacialidad no significa que tenga una posición en el espacio objetivo ni un lugar
como lo a la mano. La espacialidad del Dasein está determinada por la des-aleja-ción
y la direccionalidad. Desalejación (esto es, la eliminación de la lejanía) significa que el
Dasein se trae lo a la mano a la cercanía pertinente. Direccionalidad quiere decir que
toma direcciones en el mundo circundante (derecha, izquierda, arriba, abajo, etc.) y
todo lo espacial comparece. Pero, por de pronto, el espacio aún no se significa. Ni el
espacio está en el sujeto ni el mundo está en el espacio como si éste estuviera-ahí de
antes. El espacio pertenece al mundo como algo co-constitutivo. Sólo puede
diferenciarse y ser visto como espacio puro homogéneo en una disposición del Dasein
en la que éste, habiendo abandonado la actitud originaria del ocuparse, contempla.

El quién del Dasein no es una sustancia presente sino una forma de existencia. «... la
'sustancia' del hombre no es el espíritu, como síntesis de alma y cuerpo, sino la
existencia» (137). Al Dasein pertenece un co-estar con otros entes que también tienen
la forma del Dasein. No se trata de un hallar a otros sujetos que están-ahí, sino de un
estar con ellos que ya se presupone en todo trabar conocimiento y comprender (al
hacer las presentaciones). A la comprensión del ser del Dasein pertenece el
comprender a otros. «Esta comprensión, como, en general, todo comprender, no es un
dato del conocimiento, sino un modo de ser originario y existencial, sin el cual ningún
dato ni conocimiento es posible» (143). Así el Dasein es de antemano co-existir-en-el-
mundo. Su sujeto —y el sujeto del Dasein cotidiano en general— no es su sí-mismo
sino un Uno: no es la suma de sujetos ni tampoco un género o especie, sino —al igual
que el sí-mismo auténtico que el uno encubre— un existencial esencial.

Una vez aclarados el mundo y el quién, puede comprenderse mejor el estar-en.


Dasein quiere decir estar Ahí, lo que significa ir de un estar-aquí a un estar-allí:
aperturidad para un mundo espacial. Es más: aperturidad «para él mismo». Esta
aperturidad se reclama como el sentido de la imagen del «lumen naturale en el
hombre»: «no se refiere sino a la estructura ontológico-existencial de este ente, que
consiste en que él es en el modo de ser su Ahí. Que el Dasein está 'iluminado'
significa que en cuanto estar-en-el-mundo, él está aclarado en sí mismo, y lo está no
en virtud de otro ente, sino porque él mismo es la claridad» (152). El estar abierto no
estriba en una percepción reflexiva sino que es un existencial, algo perteneciente al
Dasein como tal. Disposición afectiva y comprender son co-originarios en el Dasein.
Disposición afectiva designa un estado interior del temple anímico. El Dasein está
siempre en algún estado de ánimo que no viene de fuera ni de dentro, sino que es una
manera del estar-en-el-mundo que le hace ver su condición de arrojado: el Dasein se
encuentra estando en el mundo y en tal estado de ánimo. «Lo que se muestra es el
puro 'que es'; el de-dónde y el adonde quedan en la oscuridad» (154). «Se encuentra»
no significa sino que está abierto a sí mismo. Esta aperturidad es un sentido del
comprender, pero también contiene un «comprenderse respecto...», esto es, una
posibilidad o un poder que le resulta transparente a él mismo como su ser. «El Dasein
no es algo que está-ahí y que tiene, por añadidura, la facultad de poder algo, sino que
es primariamente un ser-posible» (162). El comprender existencial es aquello de lo
que derivan el pensamiento y la intuición. Al comprender las propias posibilidades
sigue el comprender las posibilidades intramundanas que tienen significado para el
Dasein: éste proyecta constantemente su ser sobre posibilidades. En este proyectar
es ya siempre lo que aún no es y lo es en virtud de su ser comprensor.

El comprender puede desplegarse en un interpretar, esto es, en un comprender algo


como algo (al que aún no pertenece necesariamente la expresión lingüística). Lo que
siempre está supuesto, en cualquier caso, es el simple comprender, fruto de una
totalidad de significaciones que incluye una manera previa de haber, de ver y de
entender en una determinada dirección.

El ser que se abre a un Dasein tiene un sentido. Lo comprendido es el ente mismo; el


sentido no es en sí, sino una determinación existencial. Sólo el Dasein puede estar
dotado de sentido o desprovisto de él. Lo que no es conforme al Dasein es un sin
sentido y es lo único que puede ser un contrasentido. El sentido está articulado en la
interpretación y ya abierto como articulable en el comprender. Cuando se separa un
ente a la mano de su contexto y se le atribuye una cualidad, la interpretación adquiere
la forma de un enunciado. El enunciado tiene un triple significado:
1. Mostración de un ente o de algo del ente;
2. Determinación del ente (predicación);
3. Comunicación como hacer-ver-a-una-con-otros.

Fundados en el comprender y pertenecientes al ser del Dasein (a la aperturidad y


coestar de éste), son el discurso y el escuchar. El todo de significaciones comprendido
en su articulación se expresa mediante el discurso. Lo emitido en el discurso es el
lenguaje (cuyo fundamento existencial es el discurso). Eso sobre lo que se habla
discursivamente es lo ente.

En el cadente Dasein cotidiano del uno el discurso se convierte en habladuría, en la


que ya no hay una comprensión originaria de las cosas, sino una comprensión media
de palabras, tanto en el hablar como en el escuchar. No se comprende a los entes,
sino a lo hablado en cuanto tal.

La apropiación originaria de lo ente es la visión en forma de comprender ocupado


circunspectivo (el comprender originario), de conocer o de detenerse contemplativo. Lo
que es al discurso la habladuría, lo es a la visión la curiosidad. La curiosidad es la
manía de ver sólo por ver (no para comprender), un ver que no se queda en las cosas,
que no tiene paradero y lleva a la distracción. Habladuría y curiosidad dependen
estrechamente la una de la otra: la habladuría determina lo que se debe haber leído y
lo que se debe haber visto. A ellas se añade, como tercera característica de la caída la
ambigüedad: uno ya no sabe qué comprende originariamente y qué sólo
impropiamente. La caída es una manera de ser en la que el Dasein no es él mismo, no
está en algo ni con los otros: sólo lo dice. «Este no-ser debe concebirse como el modo
de ser inmediato del Dasein, en el que éste se mueve ordinariamente.

»Por consiguiente, el estado de caída del Dasein no debe ser comprendido como una
'caída' desde un 'estado original' más puro y más alto» (194).
Hasta ahora, la investigación ha mencionado la existencialidad y la facticidad como
constitutivas del ser del Dasein. La primera designa la peculiaridad del Dasein de
comportarse respecto a sí mismo, de ser «llevado ante sí mismo y abierto para sí en
su condición de arrojado». La segunda designa el estar-arrojado como «el modo de
ser de un ente que siempre es él mismo, sus posibilidades, de tal suerte que se
comprende en y desde ellas (se proyecta en ellas)». «Pero el sí-mismo es inmediata y
regularmente el sí-mismo impropio, el uno-mismo [...] La cotidianidad media del
Dasein puede ser definida, por consiguiente, como el estar-en-el-mundo cadentemente
abierto, arrojado-proyectante, al que en su estar en medio del 'mundo' y co-estar con
otros le va su poder-ser más propio» (200). Ahora hay que intentar manejarse con la
integridad de la concepción del ser expuesta hasta aquí y mostrar la intrínseca
dependencia mutua de estos dos constituyentes llamados existencialidad y facticidad.
A tal efecto, se busca la disposición afectiva fundamental del Dasein, que podría
ayudarnos a precisar esta interdependencia. Tendría que ser «una disposición afectiva
comprensora», «que lo dejara abierto para sí mismo en forma eminente» (200). Y al
respecto se señala que la angustia satisface estas condiciones. Mientras que el miedo
siempre lo es de algo que amenaza en el mundo, la angustia no lo es de algo
intramundano sino del mismo estar-en-el-mundo. Es más, es ella la que hace visible el
mundo como tal. Es la angustia ante el estar-solo-en-el-mundo (como solus ipse), esto
es, la angustia ante el ser propio, del que el Dasein, en su caída en el mundo y en el
uno, huye. Es precisamente desde este haberse dado la espalda desde el que puede
vislumbrarse, mirando hacia atrás, la angustia. Aquello por lo que el Dasein se
angustia es su poder-ser en el mundo. La caída es un desviarse de sus libres
posibilidades de ser para caer en el estar-en-medio-del-mundo y en el uno-mismo. En
sus posibilidades el Dasein ya siempre se ha «anticipado a sí mismo» (esto forma
parte del estar-arrojado). Su anticiparse recibe el nombre de cuidado, que es el
fundamento de toda ocupación y solicitud, de todo deseo y voluntad, de toda
inclinación y todo impulso.

Según Heidegger, es una inversión del orden del ser querer concebir el ser del Dasein
desde la realidad y la sustancialidad. A su parecer, la tradición no entiende por
realidad sino «el ser del ente intramundano que está-ahí (res)...» (226). Pero también
puede interpretarse de manera que englobe los diferentes modos de ser de lo ente
intramundano. Y puesto que la comprensión del ser es algo perteneciente al Dasein,
hay comprensión del ser sólo si hay Dasein. De aquí se sigue que el ser mismo (si
bien no lo ente) depende del Dasein. Ahora bien, como sustancia del hombre se apela
a su existencia (entendida como cuidado).

Si verdad y ser dependen tan estrechamente el uno del otro como la tradición siempre
ha supuesto desde Parménides, hay que llegar al sentido originario de verdad a partir
del análisis del Dasein. La definición habitual de verdad como adaequatio rei et
intellectus no deja ver ninguna igualdad o similitud entre sujeto y objeto, o entre
contenido ideal de un juicio y cosa, que justifique hablar de adecuación. El enunciado
muestra algo del objeto: el objeto que se percibe (o en el que algo se percibe) y del
que se enuncia algo es el mismo objeto. Verdad es sinónimo de ser-verdadero y esto
significa ser-descubridor (alétheia = desocultación). Por lo tanto corresponde
originariamente al Dasein. No es sino derivadamente como puede calificarse de
verdad el descubrimiento de entes intramundanos. La causa de ello es la aperturidad
del Dasein, que es en la verdad y al mismo tiempo, en su caída, en la no-verdad, es
decir, es encubierto por la habladuría, la curiosidad y la ambigüedad.

El enunciado, nacido del comprender y el interpretar, es por de pronto un dejar ver el


ente. En tanto que ya enunciado, sin embargo, se convierte en algo a la mano y que
está-ahí y, como tal, establece una relación con los entes a la mano y que están-ahí
que enuncia: así surge la coincidencia entre conocimiento (= juicio) y ente (= res). La
explicación de esto es que toda verdad tiene que serle arrebatada al ente, porque el
estar al descubierto, al contrario que el estar encubierto, exige —en tanto que
inhabitual— evidenciarse. La verdad del juicio, pues, no es la más originaria sino una
verdad derivada. En su sentido originario, la verdad es un existencial. Como tal, hay
verdad sólo mientras hay Dasein. Sólo podría haber verdades eternas si hubiera un
ser eterno y sólo si éste pudiera demostrarse podrían probarse aquéllas. Por otra
parte, la verdad sólo lo es en tanto que perteneciente, instransferiblemente, al Dasein.
Tenemos que presuponerla «presuponiéndonos» a nosotros mismos, esto es,
encontrándonos ya siempre arrojados en el Dasein.

2. Dasein y temporeidad

La investigación preparatoria del Dasein ha concluido. Su objetivo era abrir el sentido


del ser, para lo cual debía haber aprehendido al Dasein en su integridad y propiedad.
Pues bien, echando la vista atrás, Heidegger plantea la pregunta de si la
determinación de la existencia del Dasein como cuidado ha alcanzado dicho objetivo, y
llega a la conclusión de que aún falta algo esencial. Si al Dasein le va su poder-ser, es
obvio que siempre hay algo que aún no es. Para poder abarcarlo entero habría que
incluir su fin, la muerte, y eso sólo es posible en el estar vuelto hacia la muerte. Por
otra parte, para referirse a la propiedad del Dasein habría que mostrar cómo éste se
atestigua a sí mismo y eso ocurre en la conciencia. Sólo cuando la conciencia
manifiesta el poder-estar-entero propio del Dasein podemos estar seguros de haber
completado la analítica del ser originario del Dasein —lo que sólo es posible cuando
se recurre a la temporeidad y la historicidad del Dasein—. Así, pues, muerte,
conciencia, temporeidad e historicidad del Dasein son objeto de ulterior investigación.

La peculiaridad del cuidado como ser del Dasein, que siempre se anticipa a sí mismo y
a cuyo ser siempre le falta todavía algo, parece que impide totalizar el Dasein en su
integridad, de modo que hay que mostrar que la muerte, y por tanto el Dasein entero,
son concebibles.

La experiencia de la muerte de otros no es propiamente experiencia de la muerte.


Experimentamos su ya no-estar-más-en-el-mundo, un tránsito del Dasein a algo
parecido al mero estar-ahí, si bien no plenamente coincidente, pues el difunto no es
una mera cosa corpórea ni algo meramente sin vida: también son posibles por nuestra
parte el co-estar y la solicitud para con él. En cuanto al acabar, es sólo un acabar para
nosotros, no lo experimentamos en lugar del moribundo: no experimentamos la muerte
de los otros. Mientras en el estar-en-el-mundo, en el sentido del ocuparse, es posible
muchas veces sustituir a otro, nadie puede tomarle a otro su morir. La muerte, como
terminar del Dasein, es un existen-dal y, llegado el caso, sólo puedo experimentarla
como la mía, no como la de otros.

El estar pendiente, que pertenece al ser del Dasein y queda cancelado con la muerte,
no es ese no estar todavía disponible de lo a la mano, que sin embargo llegará a
estarlo según corresponde a los entes de su clase (como está pendiente una deuda).
No es la inmadurez del fruto que se consuma al madurar, ni el camino que aún queda
por hacer mientras no se llegue a su fin. El terminar que se da en el morir tampoco es
un desaparecer (como cuando cesa la lluvia). No puede entenderse si no es desde el
ser del Dasein mismo, esto es, desde el cuidado. El morir no es equiparable al sólo
fenecer del viviente ni al dejar de vivir en tanto tránsito de estar vivo a estar muerto,
sino que es «la manera de ser en la que el Dasein está vuelto hacia su muerte» (264).
«La interpretación existencial de la muerte precede a toda biología y ontología de la
vida. Pero ella sirve también de fundamento a toda investigación histórico-biográfica y
psicológico-etnológica de la muerte [...] Por otra parte, el análisis ontológico del estar
vuelto hacia el fin no implica ninguna toma de posición existentiva respecto de la
muerte. Cuando se determina la muerte como 'fin' del Dasein, es decir, del estar-en-el-
mundo, no se toma con ello ninguna decisión óntica acerca de si 'después de la
muerte' sea posible aún otro ser, superior o inferior, si el Dasein 'siga viviendo' o si al
'sobrevivirse' sea 'inmortal'. Sobre el 'más allá' y su posibilidad, lo mismo que sobre el
'más acá', nada se zanja ónticamente [...] El análisis de la muerte se mantiene, sin
embargo, puramente 'en el más acá', en la medida en que su interpretación del
fenómeno sólo mira al modo como la muerte, en cuanto posibilidad de ser de cada
Dasein, se hace presente dentro de éste. No podrá justificadamente y con sentido ni
siquiera preguntarse en forma metodológicamente segura qué hay después de la
muerte sino una vez que ésta haya sido comprendida en la plenitud de su esencia
ontológica» (264).

El estar vuelto hacia la muerte se bosqueja en el cuidado como anticiparse-a-sí-


mismo. Pertenece tan originariamente al Dasein como el estar-arrojado en el Dasein y
es en la angustia donde se expresa más claramente; pero la mayoría de las veces
queda encubierto porque el Dasein huye de él en la manera de la caída en medio de lo
que está-ahí. Lo inminente es no-poder-existir, su más propio poder-ser desatado de
todos los respectos. Pero no es inminente como lo que comparece desde fuera, sino
como su propio poder-ser. La habladuría cotidiana del uno hace de ello un
acontecimiento que le sucede al uno antes de que el propio* sí-mismo pueda sentirse
seguro. Transforma la angustia en miedo ante el acontecimiento que amenaza y por
tanto en algo a lo que uno no puede entregarse. Impide, pues, que emerja el valor
para la angustia ante la muerte y encubre al Dasein su más propio, irrespectivo poder-
ser. Al atribuir a la muerte una certeza únicamente empírica (como un hecho de
experiencia general) el uno se encubre a sí mismo su certeza propia, que pertenece a
la apertura del Dasein: la peculiar certeza de que la muerte es posible en cualquier
momento aunque esté indeterminada en el tiempo. Con esta certeza ya está dada una
especie de integridad del Dasein.

* «das eigene Selbst». Como dice el traductor de la edición de Ser y tiempo que manejamos: «En alemán 'propio' se
puede decir eigenes o bien eigentliches. En el primer caso significa lo que es propio y exclusivo de cada Dasein, lo
absolutamente suyo, lo intransferible (jemeinig). En el segundo caso signfica 'propio' a diferencia de 'impropio'
(uneigentliches)». Para respetar la connotación que este último adjetivo tiene en el texto de Heidegger, cuando 'propio'
antecede al sustantivo traduce eigen y cuando lo sigue traduce eigentlich. (N. de la T.)

El estar vuelto hacia la muerte propio no es ningún ocupado querer-poner-a-


disposición, ningún esperar a la realización; el Dasein tiene a la vista el poder-no-ser
como mera posibilidad hasta la que se adelanta como su más propia posibilidad, de la
que él mismo tiene que hacerse cargo desligado de todos los respectos: la posibilidad
que le revela su ser propio y, al mismo tiempo, la impropiedad del ser mediano y el
poder-ser propio de los otros. Desde la disposición afectiva de la angustia esta
posibilidad se le presenta como una amenaza pero para su integridad tiene un
significado, «puesto que el adelantarse hasta la posibilidad insuperable abre también
todas las posibilidades que le están antepuestas»; por eso «en él se encuentra la
posibilidad de una anticipación existentiva del Dasein entero» (280).

El poder-estar-entero del Dasein, que se anuncia en el adelantarse hasta la muerte,


requiere sin embargo una atestiguación de la posibilidad de la propiedad de su ser
proveniente del Dasein mismo. Dicha atestiguación ocurre en la conciencia. El Dasein
tiene que ser llamado a sí mismo desde la pérdida en el uno. La voz de la conciencia
tiene el carácter de una llamada. Llamado es el Dasein mismo, no el uno, y es llamado
en silencio. El que llama es a su vez el Dasein pero la llamada no es realizada por mí
sino que viene de más allá de mí: el Dasein, en su angustia por su propio poder-ser
como cuidado, es el vocante. El sí-mismo es lo máximamente extraño al Dasein
perdido en el uno; de ahí el carácter desconocido de la llamada. «La llamada del
'mismo' [...] no empuja a aquél hacia sí mismo, en el sentido de una interioridad, en la
cual quedaría encerrado frente al 'mundo exterior'» (290). «La llamada remite al
Dasein hacia delante en dirección a su poder-ser». Es una prevocante llamada hacia
atrás (297). No habla de sucesos ni de nada que hubiera que discutir. Cuando habla
de culpa, este ser-culpable es un existencial: ser fundamento de un no-ser. (Esto es
fundamental para todo estar en deuda y todo tener-deudas.) El Dasein en tanto que
arrojado a la existencia (esto es, en tanto ser como proyecto) es fundamento de su
ser: está entregado al ser como fundamento del poder-ser. Porque siempre está a la
zaga de sus posibilidades, porque siendo uno no es otros, es esencialmente siempre
fundamento del no-ser y por eso siempre culpable (no en el sentido de malo, pues el
bien y el mal lo presuponen).

Entender correctamente la llamada de la conciencia es querer-tener-conciencia, querer


actuar desde el poder-ser libremente elegido y ser por tanto responsable. «Pero, de
hecho, todo actuar es necesariamente 'falto de conciencia', no sólo porque no evita
cometer de hecho culpas morales, sino porque, en virtud del fundamento negativo de
su proyectar negativo, ya se ha hecho siempre culpable frente a los otros en su co-
estar con ellos. De este modo, el querer-tener-conciencia asume la esencial 'falta de
conciencia', en la que se da la única posibilidad existentiva de ser 'bueno'» (304). «La
conciencia se manifiesta [...] como una atestiguación perteneciente al ser del Dasein,
en la que el Dasein es llamado ante su más propio poder-ser».

Cuando la habitual interpretación de la conciencia como buena o mala va hacia atrás


saldando o hacia delante amonestando hechos particulares, malentiende la llamada
que le insta a salir de la actitud del ocuparse cotidiano en lo que está-ahí o a la mano
que huye del ser propio. Comprender correctamente es una manera de ser del Dasein,
de su aperturidad. La correspondiente disposición afectiva es la desazón y el discurso
que le pertenece, el silencio, con el que el Dasein asume su poder-ser. Todo esto
recibe el nombre de resolución, que designa un «modo eminente de la aperturidad
del Dasein» (312) sinónimo de verdad originaria. Con ella el Dasein no sólo no es
desligado del estar-en-el-mundo sino puesto propiamente en su situación, apto para el
co-estar propio y la solicitud propia.

En el estar-entero que se revela en el adelantarse se muestra la temporeidad del


Dasein que afecta a todas las determinaciones fundamentales del mismo. «La
resolución sólo llega a ser propiamente lo que ella puede ser, cuando es un
comprensor estar vuelto hacia el fin, es decir, un adelantarse hasta la muerte» (321).
Estar resuelto significa ser desvelado y desvelarse en su poder-ser, esto es, ser en la
verdad, apropiarse el tener-por-verdadero para el estar-cierto. La correspondiente
situación no es calculable previamente ni dada como algo que está-ahí, «es abierta en
un libre resolverse, primeramente indeterminado, pero abierto a la determinabilidad»
(323). Escuchar la voz de la conciencia significa, a la par que la revocación del Dasein
a su ser propio, asumir con la angustia y la indeterminación la más propia posibilidad
de ser, la de la muerte. Hacer visible este ser propio no es fácil: tiene que serle ganado
a la encubridora actitud cotidiana.

.
Con el nombre cuidado se designa el todo estructural del Dasein (facticidad como
estar-arrojado, existencia como anticiparse-a-sí incluido el estar vuelto hacia el fin,
caída). La unidad de este todo se expresa en el sí-mismo o yo, que "no hay que
interpretar como res (tampoco res cogitans) y que no habla del yo sino que se expresa
silenciosamente en el cuidado y, si es propio, es autónomo. Al sentido del cuidado,
esto es, al sentido del ser «de un ente al que le va este ser», pertenece que este ente
se comprenda a sí mismo siendo. «El sentido del ser del Dasein no es algo 'otro' y
flotante, algo 'ajeno' al Dasein mismo, sino que es el mismo Dasein que se
autocomprende» (340). El comprenderse es comprender el propio poder-ser y esto es
posible porque el Dasein en su ser viene hacia sí mismo. Es lo que ha sido y al mismo
tiempo en medio de algo hecho presente: futuro, haber-sido (pasado) y presente son
sus fuera-de-sí o los éxtasis de su temporeidad. El futuro es lo primario. En este
sentido Dasein, futuro, temporeidad resultan finitos. Qué signifique frente a este
tiempo originario el tiempo infinito aún hay que verlo.

Si el ser del Dasein es esencialmente tempóreo, la temporeidad tiene que ser


manifiesta en todo lo que pertenece a la constitución del ser del mismo. El comprender
como proyectar se dirige propiamente al futuro al que se adelanta. Por el contrario, el
comprender cotidiano como ocupación sólo tiene propiamente futuro cuando está a la
espera del objeto de su ocupación. El instante es el presente propio en el que el
Dasein se revoca a sí mismo y abre su situación con el acto resolutorio. El comprender
propio asume su haber sido, mientras que la ocupación vive en el olvido de lo que ha
sido. La temporeidad del comprender impropio, en el que el sí-mismo está cerrado, es,
pues, un estar a la espera olvidante-presentante.

La disposición afectiva que revela el estar-arrojado y que pertenece a todo


comprender se funda primariamente en el haber-sido aunque se dirija a lo venidero;
por ejemplo, la angustia, en la manera más propia, el miedo, en la más impropia, son
una huida ante el haber-sido y desde el presente perdido hacia lo amenazante
venidero. Para el haber-sido, que pertenece a la disposición afectiva de la angustia, es
esencial traer al Dasein ante la posibilidad de ser repetido. La angustia «devuelve
hacia el puro 'que...' de la más propia y aislada condición de arrojado. Esta vuelta atrás
no tiene el carácter de un olvido esquivador, pero tampoco el de un recuerdo.
Asimismo, no se da en la angustia una repetición que asuma la existencia dentro del
acto resolutorio. Es cierto, en cambio, que la angustia lleva de vuelta hacia la
condición de arrojado como posibilidad repetible. Y de esta manera ella revela también
la posibilidad de un modo propio de poder-ser, que en la repetición debe retornar,
como poder-ser venidero, hacia el Ahí arrojado» (358).

La caída tiene su temporeidad primariamente en el presente, pues la curiosidad


siempre se esfuerza por estar en medio de algo; su falta de paradero es lo más
opuesto al instante del ser propio.

A la temporeidad pertenecen siempre los tres éxtasis, que no hay que interpretar como
yuxtapuestos.

«El ente que lleva el nombre de Dasein está iluminado» (365), y no sólo por una
«fuerza presente que estuviera implantada», sino que «la temporeidad extática ilumina
originariamente el Ahí» (ibid.). Por ella es posible la unidad de todas las estructuras
existenciales y a partir de ella hay que comprender el estar-en-el-mundo, el sentido del
ser del mundo y de trascender el mundo.

Maneras de estar-en-el-mundo son el ocuparse circunspectivo y el comprender


teórico. Es característico de la temporeidad del ocuparse circunspectivo que el para-
qué de un todo respeccional presentante y a la vez retentivo esté a la espera. El
correspondiente ocuparse se da dentro de una totalidad respeccional cuyo
comprender originario se llama visión de conjunto y que recibe su luz del poder-ser del
Dasein. La deliberación práctica de la referencialidad de la condición respectiva de los
entes a la mano es una presentación de posibilidades. El tránsito al conocimiento
teórico no es una omisión sin más de la praxis —la teoría exige incluso su propia
praxis— sino una nueva manera de ver lo que está-ahí: fuera de sus respectos y de su
lugar, en un sitio indiferente. Se trata de tematizar a fin de que lo que está-ahí pueda
ser liberado como descubierto y comparecer como objeto; un muy particular
presentarse que se funda en la resolución —«en la aperturidad del Ahí el mundo está
co-abierto» (379)— y en que el Dasein trasciende el ente tematizado.

Al Dasein pertenecen los tres éxtasis y pertenece el estar-en-el-mundo, que es él


mismo tempóreo. El ser del Dasein como arrojado, ocupado, presentante, tematizante
y objetivante presupone siempre ya un mundo en el que algo a la mano o que esté-ahí
pueda comparecer. Por otra parte, sin Dasein tampoco hay mundo. «El Dasein,
existiendo, es su mundo» (378). El sujeto «como un Dasein que existe y cuyo ser se
funda en la temporeidad» (380) fuerza a decir: el mundo es más objetivo que todo
posible objeto.

La temporeidad del Dasein no es un tiempo coordinado con el espacio. La


espacialidad del Dasein, sin embargo, es tempórea. El Dasein no está en un lugar en
el espacio sino que toma posesión del espacio (y no sólo del que ocupa el cuerpo). «El
Dasein puede tener una espacialidad esencialmente imposible para una cosa externa
por el hecho de que es 'espiritual' y sólo por ello» (382). Está direccionalizado en el
espacio y descubriendo la zona, de donde y en donde está a la espera de algo y algo
se le hace presente. Su temporeidad le hace posible tomar posesión del espacio. En la
aproximante presentación que prefiere la caída, el allí se olvida y parece ser, por de
pronto, sólo una cosa en el espacio.

El Dasein de la cotidianidad tiene su peculiar temporeidad: la del Dasein tal como es


«regular e inmediatamente»; transcurre «como ayer, así también hoy y mañana»;
además implica un continuo contar con el tiempo. Cotidianidad significa, pues,
temporeidad; pero dado que «ésta posibilita el ser del Dasein, no será posible lograr
una suficiente determinación conceptual de la cotidianidad sino dentro del marco de la
dilucidación fundamental del sentido del ser en general y de sus posibles
modificaciones» (385).

.
Puesto que es necesaria una comprensión del ser para abrir el sentido del ser y
puesto que la comprensión del ser es algo perteneciente a la constitución del ser del
Dasein, el análisis de éste se presentaba como preparación de la investigación del
sentido del ser. Hasta ahora el análisis ha definido el ser del Dasein como cuidado, o
sea, como estar vuelto hacia la muerte. Sin embargo, para llegar a la integridad hay
que incluir además el nacimiento y la trama entre nacimiento y muerte. Esta trama no
debe entenderse en clave de sucesión de ahoras en el tiempo como únicos momentos
reales. La temporeidad del Dasein con los tres éxtasis igualmente reales muestra que
el Dasein no se sitúa primariamente en el tiempo: su ser es un extenderse, el
acontecer, al que nacimiento y muerte siempre pertenecen. Este acontecer que se
sigue de la temporeidad del Dasein es precondición del saber histórico (esto es,
ciencia de la historia). Historicidad y estar-en-el-tiempo se siguen ambos de la
temporeidad originaria; por eso también la historia es en el tiempo secundariamente.

Según el lenguaje usual, histórico tiene un sentido cuádruple; significa:


1. lo que es pasado (esté aún activo o no);
2. aquello de lo que algo procede;
3. el todo del ente en el tiempo;
4. el ser del hombre (espíritu, cultura).

Los cuatro significados se resumen en la determinación: «historia es el específico


acontecer en el tiempo del Dasein existente, de tal manera que se considera como
historia en sentido eminente el acontecer 'ya pasado' y a la vez 'transmitido' y siempre
actuante en el convivir». Lo primariamente histórico es el Dasein —que no es pasado
(esto es, algo que ya no está-ahí) porque nunca ha estado-ahí—; secundariamente,
todo lo intramundano de un Dasein que ha existido (lo llamado mundi-histórico): por
ejemplo, un útil que aún está-ahí cuando el mundo en el que estaba a la mano ya no
está.

El Dasein existe en posibilidades transmitidas, en las que está arrojado pero que en la
resolución asume libremente como su destino. Con 'destino' «designamos el
acontecer originario del Dasein que tiene lugar en la resolución propia, acontecer en el
que el Dasein, libre para la muerte, hace entrega de sí mismo a sí mismo en una
posibilidad que ha heredado pero que también ha elegido» (397). «El destino en
cuanto impotente superioridad de poder, abierta a las contrariedades del silencioso
proyectarse en disposición de angustia hacia el propio ser culpable, exige, como
condición ontológica de su posibilidad, la constitución de ser del cuidado, es decir, la
temporeidad» (398).
«Sólo un ente que es esencialmente venidero en su ser de tal manera que, siendo
libre para su muerte y estrellándose contra ella, pueda dejarse arrojar hacia atrás,
hacia su 'Ahí' fáctico, es decir, sólo un ente que como venidero sea co-originariamente
un que está siendo, puede, entregándose a sí mismo la posibilidad heredada, asumir
la propia condición de arrojado y ser instantáneo para su tiempo. Tan sólo la
temporeidad propia, que es, a la vez finita, hace posible algo así como un destino, es
decir, una historicidad propia» (ibid.).

«La repetición es la tradición explícita, es decir, el retorno a posibilidades del Dasein


que ha existido» (398). No hace tan sólo que lo pasado vuelva a tener la realidad que
tuvo en otro tiempo «ni se abandona al pasado ni aspira a un progreso. En el instante,
ambas cosas son indiferentes para la existencia propia».

En el co-estar con otros participa el Dasein del destino común de la comunidad.


Destino y destino común son estar vuelto hacia la muerte. Por lo tanto, toda historia
tiene su mayor peso en el futuro, algo que la historicidad impropia encubre.

Lo que está-ahí intramundano es histórico no sólo porque está en el mundo sino


porque algo acontece con ello (lo que lo diferencia fundamentalmente de un fenómeno
natural). En el sentido impropio de la ocupación cotidiana el Dasein agrupa su vida a
partir de este acontecer de hechos aislados. En cambio, en el ser propio de la
resolución vive en su destino y en la fidelidad a su propio sí-mismo.

En la historicidad esencial del Dasein se fundamenta existencialmente el saber


histórico. Su tema no es ni lo acontecido singularmente ni un universal que flotara por
encima de él..., «sino la posibilidad que ha sido fácticamente existente» (407): las
posibilidades que el Dasein que impulsa la historia, determinado a su vez
históricamente, repite. La tripartición nietzscheana en monumental, anticuarial y crítico
es necesaria y corresponde a los tres éxtasis de la temporeidad5.

5. A continuación del análisis de la historicidad se indica la relación de la misma con la obra de Dilthey y las ideas del
conde York [sie].

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El último capítulo se dedica al significado que tienen temporeidad e intratemporeidad
en el origen del concepto vulgar del tiempo. Antes de cualquier medición del tiempo, el
Dasein cuenta con tiempo (el que tiene, no tiene, pierde, etc.). Encuentra el tiempo
primeramente en lo a la mano y en lo que está-ahí en cuanto entes que comparecen
dentro del mundo y concibe el tiempo mismo como algo que está-ahí. La génesis del
concepto vulgar del tiempo se deriva de la temporeidad del Dasein.

La ocupación cotidiana se expresa siempre temporalmente en el luego (dann) que está


a la espera, en el retinente entonces, en el presentante ahora. Por tanto, siempre data
un «luego, cuando...», un «entonces, cuando...», un «ahora, que...».

El Dasein irresoluto pierde tiempo constantemente y por eso nunca lo tiene. El Dasein
resuelto nunca pierde tiempo y siempre lo tiene. «Porque la temporeidad de la
resolución tiene el carácter del instante [...] La existencia que es tempórea de esta
manera tiene 'en forma estable' su tiempo para lo que la situación exige de ella» (423).
Porque el Dasein existe con otros que comprenden su ahora, luego, etc., aunque los
daten de forma distinta, el tiempo no se comprende como propio de cada Dasein sino
como público.

El cómputo del tiempo se funda necesariamente en la constitución fundamental del


Dasein como cuidado. «La condición de arrojado del Dasein es la razón de que 'haya'
un tiempo público» (424), el tiempo en el que hay —intra-tempóreos— los entes que
están-ahí y los entes a la mano. El Dasein data según el día y la noche («es tiempo
para...»), calcula el tiempo por días y lo mide por la posición del sol porque a la visión
del mundo en el que el Dasein está arrojado pertenece la claridad. El tiempo que la
ocupación interpreta es siempre «tiempo para...», pertenece a la mundaneidad del
mundo y por eso se llama tiempo del mundo. Es datable, tenso y público. Leer el
tiempo es siempre un decir-ahora como expresión de una presentación.

En la medición del tiempo, éste se hace público de tal manera que en cada caso y en
todo momento y para cada cual comparece como un «ahora y ahora». Se data en
relaciones métricas espaciales pero no por eso se convierte en espacio. Sólo mediante
la medición del tiempo llegamos nosotros al tiempo y cada cosa a su tiempo. Este no
es subjetivo ni objetivo porque hace posible el mundo y el ser del sí-mismo. Tempóreo
lo es sólo el Dasein; lo que está a la mano y lo que está-ahí, por el contrario, son
intratempóreos.

Lo dicho es fundamento suficiente para mostrar la génesis del concepto vulgar del
tiempo: con la aperturidad del mundo el tiempo es hecho público y objeto de
ocupación. Contando consigo mismo, el Dasein cuenta con tiempo. Uno se rige por el
tiempo mediante el uso del reloj, por los números de las posiciones de las manillas.
Ahí reside un presentante retener del entonces y una presentación del después. El
tiempo que se muestra ahí «es lo numerado que se muestra en el seguimiento
presentante y numerante del puntero en movimiento» (433). Este tiempo corresponde
a la definición aristotélica del tiempo como cifra del movimiento: se mantiene dentro de
la comprensión natural del ser sin problematizarla. Cuanto más se pierde el ocuparse
en el útil que lo ocupa, más naturalmente cuenta con tiempo sin prestarle atención y
tomándolo «como una serie de ahoras constantemente 'presentes' a la vez que
transcurrentes y advenientes», «como una secuencia, como el 'fluir' de los ahoras»
(434). A este tiempo del mundo, esto es, al tiempo del ahora le falta la databilidad
(esto es, la significatividad) de la temporeidad: ésta es el tiempo originario. Porque el
tiempo se concibe como secuencia-de-los-ahoras que están-ahí se le llama imagen de
la eternidad (Platón). La tensidad del tiempo del mundo, que se sigue de la extensión
de la temporeidad, permanece encubierta. Si todo ahora se concibe a la vez como un
denantes y en seguida, la concepción del tiempo es infinita. El fundamento de ello es
el cuidado, que huye ante la muerte y aparta la vista del fin. Se habla del pasar del
tiempo y no de su surgir porque uno no puede ocultarse el carácter fugitivo del mismo:
el Dasein lo conoce «desde el 'fugitivo' saber de su muerte» (438).
También en la irreversibilidad del tiempo se evidencia su origen en la temporeidad,
que es primariamente venidera.

Desde el ahora entendido vulgarmente no puede explicarse el instante ni tampoco los


datables luego y en aquel tiempo. Por el contrario, sí surge de él el concepto
tradicional de eternidad como un ahora detenido. Desde la temporeidad originaria, la
eternidad de Dios sólo podría comprenderse como tiempo infinito. La conjunción
de tiempo y alma o espíritu en Aristóteles, Agustín o Hegel abre un acceso a la
comprensión del Dasein como temporeidad.

.
El análisis del Dasein era el camino preparatorio de la pregunta por el sentido del ser.
Hasta ahora no se había echado luz sobre la diferencia entre ser conforme al Dasein y
ser no conforme al Dasein, como tampoco sobre el hecho de que la exégesis
ontológica se hubiera orientado desde la Antigüedad al ser cósico y por eso siempre
errado. Puesto que todo el análisis se cifraba en probar la constitución fundamental del
Dasein como temporeidad, la investigación finaliza con la pregunta: «¿Hay algún
camino que lleve desde el tiempo originario hacía el sentido del ser? ¿Se revela el
tiempo mismo como el horizonte del ser?» (449).

--

B. TOMA DE POSICIÓN

El objetivo de toda la obra no era otro que el de plantear correctamente la pregunta por
el sentido del ser. Ahora bien, ¿es la pregunta con la que acaba la obra precisamente
la que se preveía o bien expresa la duda de si el camino seguido ha sido el acertado?
En cualquier caso exhorta a rehacerlo y revisarlo de nuevo retrospectivamente.

Ahora bien, no será posible tratar todas las dificultades que el breve resumen ya ha
hecho notar6; para ello se necesitaría un libro entero. De manera que nos atendremos
a las líneas fundamentales del texto y buscaremos respuesta a las preguntas
siguientes:
1. ¿Qué es el Dasein?
2. ¿Es fidedigno el análisis del Dasein.
3. ¿Es suficiente como fundamento para plantear adecuadamente la pregunta por el
sentido del ser?

6. El resumen se ha atenido estrictamente a la exposición del propio Heidegger y en la mayoría de los casos al
lenguaje acuñado por él (con todas las oscuridades inherentes al mismo). Para la explicación, sin embargo, hay que
abandonar esta vía ya que, si no, resultaría imposible alcanzar la claridad. Contra tal proceder, sin embargo, existe la
reserva de que «el sentido de todo lo que Heidegger enseña resulta otro si se lo discute en un lenguaje distinto al
concebido propiamente para tal fin» (M. Beck, art. cit., p. 6). No obstante, detenerse ante esta dificultad sería renunciar
a dilucidar el sentido del libro y tomar postura al respecto.
Un ejemplo de cuan difícil es interpretar exactamente dicho sentido es el libro de Alfred Deps Tragische Existenz
(Herder, 1935), que en algunos puntos esenciales de la exposición yerra completamente. Así, se afirma (p. 53) que
Dasein = res, mientras que Heidegger acentúa con ahínco que no hay que interpretar el Dasein como res. En la p. 54
se afirma que el ser de las cosas exteriores se limita enteramente al ser del útil, con lo que parece pasarse por alto que
Heidegger distingue, aunque no lo aclare del todo, entre estar-ahí de las cosas y estar a la mano del útil.

1. ¿Qué es el Dasein?
No puede haber ninguna duda respecto a que, con el título Dasein, Heidegger quiere
aprehender el ser del hombre. Podríamos decir también: al hombre, puesto que al
Dasein se le llama muchas veces ente y nada autoriza a contraponer el ente, en tanto
«algo que es», al ser. Ya se ha dicho que la esencia del hombre es la existencia; lo
que no quiere decir sino que se reivindica para el hombre algo que según la
philosophia perennis está reservado únicamente a Dios: la coincidencia de esencia y
ser. Con todo, el texto no sitúa al hombre sin más ni más en el lugar de Dios; por
Dasein no se entiende sencillamente el ser sino una manera de ser especial frente a
otras (el estar-ahí, el estar a la mano y otras que se insinúan ocasional y fugazmente
sin mayores detalles). Sin embargo, el hombre es concebido como un pequeño Dios
en la medida en que el autor se refiere al ser del hombre como un ser privilegiado
frente a todos los demás y el único del que hay que esperar explicaciones sobre el
sentido del ser. De Dios se habla sólo ocasionalmente en observaciones marginales y
de modo excluyente: se descarta completamente que el ser de Dios pudiera tener
relevancia alguna en la aclaración del sentido del ser.

La elección del nombre Dasein para el hombre se funda positivamente en que el «ahí»
pertenece al ser del hombre, es decir, estar abierto para sí mismo y en un mundo
donde siempre está direccionado a un «allí». El fundamento negativo es que la
definición tradicional de la esencia del hombre «que consta de dos sustancias, la del
alma y la del cuerpo»* —definición establecida dogmáticamente que siempre se
sobreentiende en el nombre 'hombre'—, debería rechazarse de entrada. Que el
hombre tenga un cuerpo no se discute pero no se dice nada más al respecto. En
cambio, vista la manera en que se habla de ella, al alma apenas se le concede más
relieve que el de ser una palabra sin un sentido claro. No se malinterprete, sin
embargo, que esto represente una posición materialista. Al contrario: al espíritu
(palabra que tampoco debería utilizarse, por supuesto) se le reconoce explícitamente
una primacía7. Es evidente que, según el autor, el análisis del Dasein debe aportarnos
la claridad que hasta ahora ninguna doctrina del alma ha podido alcanzar.

* Cf. H. Denzinger, El magisterio de la Iglesia. Manual de los símbolos, definiciones y


declaraciones de la Iglesia en materia de fe y costumbres, Herder, Barcelona, 1968,
295 y 1783. (N. del E.)

¿Qué queda del hombre si se prescinde de cuerpo y alma? Que aún pueda escribirse
un libro entero sobre él quizá sea la mejor prueba de la separación entre esencia y
Dasein* en el hombre. Que Heidegger no consigue deshacerse de ella por mucho que
la niegue, lo muestra el hecho de que habla constantemente del ser del Dasein, lo que
no tendría ningún sentido si Dasein no mentara sino el ser del hombre. Asimismo,
alude varias veces a algo que pertenece esencialmente al Dasein y, cuando al
referirse al estar-en-el-mundo (perteneciente también al Dasein), separa el quién no
solamente del mundo sino también del estar-en, pone de manifiesto que el nombre
Dasein tiene diversos usos que, a pesar de estar íntimamente trabados y depender los
unos de los otros, no son lo mismo. Así, podemos decir que, en el texto, Dasein
designa ya al hombre (muchas veces sustituido por quién o sí-mismo), ya al ser del
hombre (en cuyo caso se impone mayoritariamente la expresión ser del Dasein). A
este ser, que es diferente de otras maneras de ser, se le llama existencia. Si
pensamos en la constitución formal del ente tal como ha expuesto nuestro examen
—«algo que es»—, entonces al algo le corresponde el quién o sí-mismo, el que es
despachado junto con el cuerpo y el alma, el ser se acredita en la existencia. El
análisis se ocupa a ratos del sí-mismo pero preferentemente se dedica al ser8.

7. Cf. lo que se ha dicho sobre la espacialidad del Dasein en Heidegger, Ser y tiempo, cit., pp. 382 ss. (supra, p. 43).
* Conviene no perder de vista lo que el traductor de la edición que manejamos observa en sus notas, a saber, que el
sentido tradicional de la palabra Dasein es 'existencia'. (N. de la T.)
8. El propio Heidegger no admitirá la diferenciación aquí expresada. En su libro sobre Kant busca mostrar que el yo no
es más que tiempo originario (cf. infra, pp. 78 s.). También lo equipara al yo pienso. Quiere expresar así que no hay
que separar el yo puro de su ser (o vida). Pero con ello, a mi parecer, se desconoce el ser más propio del yo y la
manera de expresarse de Heidegger entra en contradicción con su propia interpretación.

2. ¿Es fidedigno el análisis del Dasein?

Aunque en ninguna parte se diga explícitamente, puede darse por supuesto que el
análisis efectuado no tiene la pretensión de ser completo. Las determinaciones
fundamentales del ser del hombre —por ejemplo, disposición afectiva, condición de
arrojado y comprender— tienen que mantenerse en una generalidad muy
indeterminada, ya que no contemplan la peculiaridad del ser que es cuerpo y alma. (La
disposición afectiva me parece muy importante para averiguar qué es ser corporal y
qué ser anímico y cómo ambos se relacionan, pero si al desplegarla no se la considera
en cuanto referida a un ser corporal y anímico su sentido no queda del todo explicado.)
Ahora bien, que la dilucidación del ser del hombre no sea completa no niega que sea
verdaderamente ilustrativa. El análisis de la llamada constitución fundamental y su
flexión en las dos distintas maneras de ser, la cotidiana y la propia, puede calificarse
de magistral. A esto principalmente debe el libro la dimensión y durabilidad de su
efecto. No obstante, ¿se aprovecha dicho análisis para una explicación lo más extensa
posible del ser del hombre? ¿No es sorprendente que la investigación retroceda en
algunos lugares frente a ciertas remisiones sentadas categóricamente a lo largo de la
exposición?

Que se califique el ser del hombre de arrojado expresa ante todo que el hombre se
encuentra en el Dasein sin saber cómo ha llegado a él, que no es a partir ni por medio
de sí mismo y que tampoco puede esperar obtener de su propio ser ninguna
información sobre su de-dónde. Esto no quiere decir que la pregunta por el de-dónde
tenga que eliminarse, pues, por muy violentamente que se intente silenciarla o vetarla
por carente de sentido, se alza siempre ineludible debido a la ya mencionada
peculiaridad del ser del hombre, y exige un ser que, fundado en sí mismo, funde el del
hombre (falto en sí de fundamento); reclama pues un Uno que arroje lo arrojado. Así,
pues, la condición de arrojado se revela como condición de creado9.

9. En el libro sobre Kant (op. cit., § 43) Heidegger acentúa que la condición de arrojado no sólo concierne al venir-al-
Dasein (Zum-Dasein-kommen), sino que determina enteramente al Da-sein como tal. En cualquier caso, también
designa al venir-al-Dasein.

La presentación del Dasein cotidiano: del estar-en-el mundo, del trato circunspectivo
con las cosas, del co-estar con los otros, es muy convincente. Puede admitirse sin
reparo que la vida humana «inmediata y regularmente» es con-vivir con los otros y en
formas tradicionalmente transmitidas antes de que el ser propio de cada Dasein se
abra paso (un pensamiento que ya Max Scheler había destacado con insistencia).
¿Pero se explica satisfactoria y fundamentalmente el ser de este hecho separando
uno-mismo y sí-mismo propio y denominándolos a ambos existenciales o formas de
existencia?

Qué debe entenderse por existencial se ha dicho repetidamente: lo que pertenece a la


existencia como tal. Y por existencia tenemos que entender el ser de un ente al que en
su ser le va su ser, esto es, el ser del hombre en su peculiaridad con respecto a otras
maneras de ser. En cambio, la palabra 'forma' no queda clara en absoluto. Y por los
análisis de este libro sabemos cuan necesitada está de claridad. Así, no podemos
extraer del término 'forma de existencia' ninguna conclusión acerca del sentido de
cada mismo y la relación entre ambos. Que a la existencia pertenece un quién o sí-
mismo resulta evidente, pero ¿qué distingue a este existencial de otros (como por
ejemplo estar-en-el-mundo o comprender)? Y, de nuevo, ¿en qué relación están uno-
mismo y sí-mismo propio en cuanto al ser? ¿No está claro que al sí-mismo le
corresponde en la constitución del ser del hombre un rol enteramente privilegiado que
no comparte con ningún otro existencial? ¿Y no se ha imposibilitado Heidegger de
antemano la aclaración de este papel privilegiado al rehusar hablar de yo o persona en
vez de inquirir los posibles significados de estas palabras? Si consideramos las
disquisiciones previas sobre el sentido, bien podemos atrevernos a decir que lo que
Heidegger quiere describir con el sí-mismo es el ser persona del hombre. Y lo
que distingue al ser persona de todo lo demás atribuido al ser del hombre es que la
persona como tal es el soporte de todos los otros existenciales.

¿Pueden ser sí-mismo propio y uno reivindicados ambos como persona en sentido
pleno? Me parece que uno se tomaría demasiado en serio la habladuría si quisiera
hacer este honor al uno. Para ir al fondo del asunto hay que observar más de cerca
qué mienta propiamente el uno.

En el habla usual se utiliza uno frecuentemente en el sentido en que yo acabo de


hacerlo: «Uno se tomaría la habladuría demasiado en serio...». También se podría
haber dicho: «Quien quisiera... se tomaría...». Es un enunciado de generalidad
indeterminada y de carácter hipotético: al tomarse en serio algo, en tanto que
comportamiento de una persona, corresponde un soporte personal, pero este hecho
no se afirma como tal ni se atribuye a ninguna persona determinada. El enunciado
«Uno utiliza la palabra usualmente en este sentido» establece afirmativamente un
hecho. De nuevo se trata de un comportamiento personal: afirmar, con la peculiar
certeza del saber común, una serie de casos particulares cuya constatación se espera
por experiencia en un perímetro que permanece indeterminado. Asimismo, no es
infrecuente que, con uno, el hablante se refiera a sí mismo y a sus interlocutores; por
ejemplo: «Uno podría dar un paseo el domingo», fórmula que puede responder a una
cierta timidez para pronunciar el nosotros al que realmente se alude, pero que expresa
una comunidad (si bien todavía no plenamente reconocida o secretamente guardada).
O quizá responda a una timidez deseosa de encubrir al hablante y a los interlocutores
la implícita exigencia que yace en la pregunta, la sensación del preguntante de estar
yendo más allá de lo que le corresponde o le está permitido, extremo que nos
aproxima a algo que parece subyacer en el uno heideggeriano. El hablante sabe que
se halla bajo una ley general o al menos una regla de enjuiciamiento. Tiene una noción
de qué le está permitido a uno y qué no. Y aquí uno tiene un sentido general: designa
un ámbito indeterminado de personas al que el hablante se siente perteneciente.

Resumiendo, podríamos decir: uno significa:


1. un grupo determinado o un ámbito indeterminado de individuos —en el caso más
extremo todos los seres humanos— que admiten algo como un hecho general o se
sujetan a una regla general de comportamiento;
2. el individuo en la medida en que está —o se sabe— sujeto a la ley general.

¿Hay que entender, pues, que el individuo huye de su propio sí-mismo hacia el uno,
descargando en éste su responsabilidad? Atengámonos a ejemplos que da el mismo
Heidegger: el uno prescribe lo que uno debe haber leído. Aquí el término tiene un
doble sentido: aquel que prescribe y aquel al que afecta la prescripción. Los que
deben haber leído este o aquel libro son los miembros de un determinado estrato
social dentro de un cierto ámbito cultural: las tribus salvajes no lo necesitan; nuestros
campesinos, que viven todavía según su estatus y no reivindican una cultura urbana,
tampoco; pero el europeo instruido sí. Además hay gradaciones de todo tipo: haber
leído un determinado libro se le exige a la vez al profesor, al estudiante y a la dama de
sociedad, mientras que en otros casos dicha exigencia se circunscribe a un círculo de
especialistas. ¿Quién decide qué es lo que hay que leer? Miembros de una misma
capa social. Pero no todos los que se sienten obligados por dicha exigencia, sino una
pequeña selección de los mismos: los que dan el tono. Es parecido a lo que ocurre en
un estado: hay una autoridad y hay unos súbditos; sólo que todavía no está
legalmente establecido y en general tampoco exactamente determinado ni delimitado
quién pertenece a la una y quién a los otros. En cualquier caso, en ninguno de los dos
sentidos es el Uno algo existente fuera de y junto a los hombres particulares ni
tampoco un sí-mismo propio. Designa una comunidad (en un sentido amplio de la
palabra, extensivo a cualquier tipo de agrupación que, formada por hombres
particulares, los abarque como un todo10) y a los miembros pertenecientes a ella como
tales. Los que dan el tono pertenecen a la comunidad en sentido amplio pero al mismo
tiempo forman entre ellos una comunidad más restringida.

10. No necesitamos tratar aquí la cuestión de si además hay comunidades infra y sobrehumanas.

¿Qué puede significar según esto la huida hacia el uno? ¿Quién huye? ¿De qué y
adonde? El individuo huye —tal como veíamos— de su ser más suyo y más propio
(aislado y responsable) hacia la comunidad, en sentido restringido o amplio, para
descargar en ella su responsabilidad. Por lo tanto no puede hablarse en rigor de una
huida hasta que el individuo no despierta a su ser propio y a la consciencia de su
responsabilidad.

El Dasein en que el hombre se encuentra primero —arrojado— no es el


aislamiento sino la comunidad: el co-estar. Por lo que respecta al ser, el hombre es
co-originariamente individuo y colectividad; sin embargo, cronológicamente su vida
individual consciente empieza más tarde que la colectiva. Actúa con y según lo que ve
hacer a los demás, se deja dirigir y llevar y así todo va bien, siempre que no se le exija
nada más. Para su ser más suyo y más propio es necesaria una intimación. Cuando
esta llamada se percibe y se comprende, pero no se le presta oído, es cuando se
empieza a huir del propio ser y de la propia responsabilidad. Solamente entonces el
co-estar se convierte en un ser impropio; incluso quizá sería mejor decir: en un ser
inauténtico. El co-estar como tal no es inauténtico11. La persona está llamada tanto a
ser miembro como a ser individuo; pero para poder serlo en ambos casos a su manera
absolutamente especial, desde lo más íntimo, tiene que salir primero del gregarismo
en que de entrada vive y tiene que vivir. Su ser más suyo necesita prepararse
mediante el co-estar con (estar-con!) los otros, a los que, a su vez, debe dirigir y ser de
provecho.

11. Ciertos pasajes de la obra de Heidegger muestran que éste también reconoce un co-estar auténtico e incluso que
le atribuye un gran peso, pero al segregar «uno mismo» de «sí mismo» no le hace justicia.

Esto pasa inadvertido si no se quiere aceptar el desarrollo como un rasgo esencial del
ser del hombre. Y hay que prescindir del desarrollo si se deniega al hombre una
esencia distinta al Dasein (que es el despliege en el tiempo de su esencia).

Si se reconoce que el individuo necesita del soporte de la comunidad hasta que


despierta a su ser más absolutamente suyo —o sea, en cierto sentido (en tanto que
miembro) siempre—, y que en una comunidad hay espíritus directrices que marcan y
determinan las formas de vida, ya no puede concebirse el uno como una forma caída
del sí-mismo y nada más. Uno no designa a ninguna persona en el sentido propio de
la palabra sino a una pluralidad de personas que, en tanto Dasein, componen una
comunidad a cuyas formas se adaptan.

Con el despertar del individuo a su propia vida comienza su responsabilidad. Se puede


hablar de una responsabilidad de la comunidad distinta a la del individuo, pero son los
miembros de la comunidad los que cargan con ella, si bien en diferente medida: son
responsables todos los capaces, esto es, los despiertos a la propia vida, pero ante
todo los dirigentes12.

12. Cf. E. Stein, «Individuum und Gemeinschaft», en Jahrbuch für Philosophie und phänomenologische Forschung, vol.
V, pp. 252 ss., y «Eine Untersuchung über den Staat», en ibid., vol. VII, pp. 20 SS.

Volvamos ahora a la cuestión de lo que «se debe haber leído». Seguro que en una
comunidad hay personas más capacitadas que otras para juzgar qué es lo que puede
contribuir a la auténtica formación del espíritu. En este sentido cargan con una
responsabilidad mayor y es de todo punto razonable que los menos capaces de juicio
se dejen guiar por ellos. La invocación al uno expresa un resto de comprensión del
hecho de que toda comunidad tiene que custodiar un tesoro de sabiduría heredada
que el individuo, con su reducido ámbito de experiencia y su modesto horizonte
cognoscitivo, no puede igualar y al que no podría renunciar sin sufrir grandes
perjuicios. La caída, en cambio, es debida a que muchas veces los que dan el tono no
son ni de lejos los expertos más competentes en su materia y a que hacen público su
juicio incompetente de un modo irresponsable. Por otro lado, la masa se somete de un
modo irresponsable al juicio de los incompetentes y se deja llevar con andaderas,
cuando lo exigible sería un comportamiento autónomo y responsable de sí.
Irresponsable no significa aquí que los hombres no tengan ninguna responsabilidad,
sino que cierran los ojos ante ella y buscan eludirla.

He aquí realmente una huida ante el Dasein propio de cada cual, huida que es
posible porque se funda en el ser mismo del hombre —podríamos decir también
tranquilamente: en la esencia del hombre—, cuya vida abarca una abundancia de
posibles comportamientos a los que su libertad le permite sustraerse o entregarse a
elección y situar su emplazamiento aquí o ahí. Pero también se funda en el vínculo
natural de los hombres entre sí, en el impulso a formar parte y hacerse valer: el
impulso de los fuertes a obligar a otros a seguirles, el impulso de los débiles a
adaptarse y asegurarse su lugar complaciendo a los demás. Aquí es donde interviene
el cuidado por el propio poder-ser, en el cual, según la perspectiva heideggeriana,
consiste propiamente la existencia. En qué términos, pronto tendremos que discutirlo
pero primero la cuestión de la caída requiere mayor claridad.

La caída no es sólo la vida en comunidad o el dejarse dirigir, sino el indiscriminado


formar parte del uno, que desoye la llamada de la conciencia a costa de la vida propia
a la que ésta lo llama. En tanto que caído, el Dasein no es ni auténtica vida individual
ni auténtica vida en comunidad. Ahora bien, llama mucho la atención que Heidegger
diga que el Dasein caído no debe entenderse como caído de un estado originario más
puro y más alto13. ¿Qué sentido tiene, pues, hablar de caer sin referirse a una caída?
(En exacta correspondencia con el estar-arrojado sin un arrobamiento.) La
fundamentación que se ha avanzado previamente tampoco tiene demasiada fuerza
probatoria: el ser caído (se le denomina directamente no-ser) no puede interpretarse
como caer porque es la manera de ser más afín al Dasein, en la que éste está
regularmente. Si es posible caracterizar como caído al ser del hombre medio,
cotidiano, es sólo por contraposición con su ser propio, del que también debemos
tener conocimiento y que es, según el ser, más originario que el caído.

13. Cf. Sery tiempo, cit., p. 194 (supra, p. 33).

Otra cuestión es cómo hay que concebir la relación de ambos en el tiempo. El asunto
resulta oscuro porque Heidegger no tiene en cuenta la diferencia entre la llegada al ser
propio desde un estado de desarrollo anterior y el retroceso desde un estado de
degeneración. Desde la imperfección de un grado de desarrollo anterior es posible, en
el orden natural, elevarse a un ser más perfecto. Pero de un estado de degeneración
no puede resultar ninguno más perfecto según el orden natural. Todo caer presupone
también en el tiempo una caída: no necesariamente en la existencia del individuo
particular pero sí como acontecimiento histórico bajo cuyos efectos se halla el
individuo. La particular clase de caída que conocemos por la Revelación no puede
derivarse de la que acabamos de ver. En cambio, bien podría decirse que la doctrina
religiosa del pecado original es la solución del enigma que plantea la exposición
heideggeriana del Dasein caído.

Ahora bien, ¿de dónde proviene el exigido conocimiento de un ser propio? A todos y
cada uno se lo hace saber la voz de su conciencia, que llama al Dasein a volver a su
ser propio desde su pérdida en el co-estar caído. El que llama debe ser también,
según la interpretación heideggeriana, el Dasein. Que la llamada parezca venir de más
allá de mí y no de mí se explica por el hecho de que el ser propio es lo máximamente
extraño a quien está perdido en el uno. Pero, ¿qué testimonio tenemos de que, en
contra de lo que parece, el interpelado sea al mismo tiempo el que llama? Por lo que
yo veo, nada más que la posición fundamental de la que parte la obra y que predomina
en toda ella: que el solus ipse es el ser privilegiado respecto a todos los demás, aquel
del que hay que esperar todas las respuestas sobre el ser, el último hasta el que se
puede retroceder y tras el que ya no hay nada. El examen imparcial de este solus ipse
choca una y otra vez, sin embargo, con las indicaciones que atestiguan que no es el
último: ni el fundamentalmente último ni el explicativamente último.

Pero ahora no proseguiremos con la cuestión de la llamada de la conciencia sino que


nos detendremos en esta constatación de dos tipos de ser, el caído y el propio, para
preguntar en qué consiste el ser propio. La manera en que el Dasein corresponde a la
llamada de la conciencia es la resolución en tanto que aperturidad eminente o ser en
la verdad; aquí el ser del hombre asume su ser propio, que es un comprensor estar
vuelto hacia el fin, un adelantarse hasta la muerte14.

14. Ibid., p. 321 s. (supra, p. 40).

Hemos llegado, pues, al rasgo esencial del Dasein, aquel en el que es evidente que
Heidegger deposita el peso principal. Que el Dasein siempre se anticipa, que en su
ser le va su poder-ser (es lo que expresa el nombre cuidado), que de los tres éxtasis
de su temporeidad corresponde la primacía al futuro; todo esto son pasos
preparatorios de la concepción fundamental: que el ser del hombre tiene su posibilidad
más extrema en la muerte y que su estar abierto, esto es, su comprensión de su ser
peculiar, incluye de antemano esta posibilidad más extrema. Por eso se concibe la
angustia como la disposición afectiva fundamental. No será posible una respuesta a la
pregunta de la que tratamos, a saber, si es fidedigno el análisis del Dasein, si no
repasamos lo que se dice sobre la muerte.

Ante todo debemos plantear la pregunta: ¿qué es la muerte? Heidegger responde: el


fin del Dasein. Y enseguida añade que con esto no puede decidirse sobre la
posibilidad de una vida después de la muerte. En efecto, el análisis de la muerte
queda de este lado: únicamente se la contempla en tanto que referida al Dasein de
cada caso como posibilidad de ser de éste. Preguntar qué hay después de la muerte
sólo tiene sentido y justificación cuando se ha captado la plena esencia ontológica de
la muerte15. Esta argumentación resulta muy extraña. Si el último sentido del Dasein es
estar vuelto hacia la muerte, tendría que aclararse el ser del Dasein a través del
sentido de la muerte; pero ¿cómo es esto posible, si no se puede decir de la muerte
sino que es el fin del Dasein? ¿No entramos en un círculo vicioso?

15. Ibid., § 49.


Por otra parte, ¿queda realmente abierta la posibilidad de una vida después de la
muerte si ésta se interpreta como el fin del Dasein? Puesto que en este punto el
Dasein se toma en el significado de estar-en-el-mundo, podría decirse: es posible que
el estar-en-el-mundo del hombre finalice sin que éste deje por ello de ser en otro
sentido. Pero esto no encajaría con el sentido del análisis precedente, en que
efectivamente se han destacado otros existenciales distintos del estar-en-el-mundo —
por ejemplo, el comprender— pero no como separables de él. Es más, ¿podría
subsistir algo de lo que se ha calificado como perteneciente al ser del Dasein si lo
demás acaba (y cómo, si no, cabría hablar de subsistencia)? Si así fuere, entonces no
se trataría del fin del Dasein.

Finalmente, ¿podría decirse que se comprende la esencia ontológica de la muerte,


cuando se deja sin decidir si ésta es el fin del 'Dasein' (y por tal fin hay que entender,
tal como Heidegger ha utilizado la palabra 'Dasein' a lo largo del examen precedente,
no sólo el fin de la vida terrenal, sino el fin del hombre mismo) o el tránsito de una
manera de ser a otra? ¿No es más bien ésta la pregunta decisiva para comprender el
sentido de la muerte y por lo tanto para comprender el sentido del Dasein? Si se
concluyera que del análisis del Dasein no resulta ninguna respuesta a ella, se
mostraría al mismo tiempo que dicho análisis no es capaz de aclarar el sentido de la
muerte ni, en consecuencia, de dar una explicación suficiente del sentido del Dasein.

De hecho, Heidegger pasa muy de prisa por encima de la pregunta sobre qué sea la
muerte y en cambio se dedica minuciosamente a la cuestión sobre qué experiencia se
puede tener de ella16. Afirma que no podemos experimentarla como muerte o morir de
los otros sino sólo como existencial, como perteneciente al propio Dasein. (Puesto que
el morir también es caracterizado como el terminar del Dasein, no parece que haya
que hacer ninguna distinción tajante entre muerte y morir.) Ahora abordaremos estas
tres preguntas:
1. ¿Hay experiencia de la propia muerte? (Heidegger dice: sí).
2. ¿Hay experiencia de la muerte ajena? (Heidegger dice: no).
3. ¿Cuál es la relación entre ambas experiencias?

16. Que se corresponde con la sustitución de la pregunta por el ser por la pregunta por la comprensión del ser.

Según la interpretación de Heidegger morir es «la manera de ser en la que el Dasein


está vuelto hacia su muerte» (264; supra, p. 37). Con ello no se alude al dejar de vivir
como tránsito de estar vivo a estar muerto, sino a algo perteneciente al Dasein como
tal, constitutivo de éste a lo largo de su duración. ¿No chocamos otra vez aquí con una
ambigüedad respecto a la muerte y el morir: como fin al que el Dasein se dirige y al
mismo tiempo como el dirigirse mismo? En el primer sentido la muerte es siempre algo
todavía pendiente, en el segundo, el Dasein mismo es un morir permanente. Ambos
significados tienen una justificación, pero debemos tener claro cuál tenemos a la vista
cuando hablamos de la muerte o el morir.

Tomemos primero la muerte en el sentido de lo que siempre está pendiente mientras


dura el Dasein. ¿Hay experiencia de eso? Ciertamente, la hay, y como experiencia del
propio cuerpo. Morir quiere decir experimentar la muerte en el propio cuerpo, una
experiencia que, en un sentido completamente literal e intransferible, sólo tendremos
cuando nos muramos. Sin embargo, algo de ella ya se nos anticipa durante la vida. Lo
que Heidegger llama morir —el estar vuelto hacia la muerte o adelantarse hasta la
muerte— da testimonio de ello. Que frente al morir propio Heidegger no tenga
demasiado en cuenta esta anticipación es coherente con su general sobrevaloración
del futuro y su escasa valoración del presente. Lo que a su vez es coherente con que
no considere en absoluto el fenómeno, fundamental en toda experiencia, del
cumplimiento. Aquí hay que diferenciar entre la angustia (la disposición afectiva que
revela al hombre su estar vuelto hacia la muerte) y la resolución, que asume dicho
estar. En la resolución se consigue comprender la angustia. Esta, como tal, no se
comprende a sí misma. Heidegger se refiere a ella como angustia ante el propio ser y
a la vez angustia por el propio ser. ¿Significa ser lo mismo en ambos casos? O mejor:
aquello ante lo cual y aquello por lo que uno se angustia, poder-no-ser, atestiguado
por la angustia en la experiencia de la nihilidad de nuestro ser. Aquello por lo que uno
se angustia, y al mismo tiempo aquello que al hombre «le va» en su ser, es el ser
como una plenitud que se desea conservar y no dejar (eso de lo que Heidegger no
habla en todo el análisis del Dasein y lo único mediante lo cual éste tendría un
fundamento y un suelo que pisar). Si Dasein fuera simplemente no-ser, entonces no
sería posible la angustia ante el poder-no-ser y por el poder-ser. Ambas cosas son
posibles porque el ser humano es parte de una plenitud de la que continuamente
algo se pierde y algo se obtiene: vivir y morir al mismo tiempo. Por el contrario, el
morir propio significa la pérdida de la plenitud hasta el vaciamiento completo, y la
muerte, el vacío o el no-ser mismo.

Ahora la cuestión es si la comprensión de la posibilidad del propio no-ser, e incluso la


evidencia de la inevitabilidad de la muerte, nacerían de la angustia si ésta fuera lo
único mediante lo cual anticipamos algo de nuestro morir propio. En términos de puro
razonamiento, de la nulidad de nuestro ser sólo puede seguirse la posibilidad del
no-ser, no la necesidad de un fin a esperar. Y, sin detrimento de la angustia, es tan
fuerte la seguridad de ser en la natural y sana sensación de vivir, en la comprensión
preteórica del ser perteneciente al ser del hombre en cuanto tal, que uno no se creería
la muerte si no hubiera más testimonios de ella. Pero tales testimonios existen y son
tan potentes que a su vista la seguridad natural queda reducida a nada. Es lo que
ocurre en estados próximos al morir: una enfermedad grave —sobre todo si va
asociada a un decaimiento de las fuerzas, repentino o gradual— o directamente una
amenaza inminente de muerte. Aquí tenemos una experiencia real del morir, aunque
ésta no llegue a su fin si el peligro pasa.

En la enfermedad grave, que nos muestra el rostro de la muerte, cesa todo ocuparse:
todas las cosas de este mundo de las que uno se ha cuidado resultan fútiles hasta
diluirse totalmente. Esto significa a la vez quedarse incomunicado respecto a todos los
humanos, envueltos todavía en su ocupado quehacer, no vivir ya en su mundo17. En
cambio, puede presentarse, en la medida en que la inevitabilidad de la muerte no es
todavía reconocida o admitida, otro cuidado: el cuidado exclusivo por el propio cuerpo.
Pero cuando éste también cesa (desde luego es posible que alguien permanezca
preso en él e incluso sea sorprendido por la muerte), lo que se mantiene todavía como
último y únicamente importante es la pregunta: ¿ser o no-ser? Pero el ser del que
ahora se trata no es ciertamente el estar-en-el-mundo. Éste ya ha llegado a su fin
cuando se mira a la muerte realmente a los ojos. La muerte es el fin de la vida corporal
y de todo lo que tiene relación con ella. Más allá, sin embargo, la muerte es una gran
puerta oscura que hay que cruzar. Pero, ¿entonces, qué? Este ¿entonces, qué? es
propiamente la pregunta por la muerte que se plantea en el morir. ¿Hay una respuesta
a ella antes de cruzar la puerta?

17. Heidegger incluso menciona en una nota (§ 51, p. 270) la novela de Tolstoi La muerte de Ivan Ilich, donde se narra
magistralmente no sólo el derrumbamiento del «uno se muere» (que es lo que Heidegger señala), sino también el
abismo profundo entre el moribundo y los que le sobreviven. En Guerra y paz ocurre lo mismo, quizás no con tan crudo
realismo pero sí con una mayor agudeza en lo esencial.

Las personas que han mirado a la muerte cara a cara y después han regresado a la
vida son una excepción. Los más, se ven enfrentados al hecho de la muerte a través
del morir de otros. Heidegger afirma que no podemos tener experiencia de la muerte
de otros y ciertamente no la experimentamos como la nuestra. Pero el morir y la
muerte de los demás son fundamentales para nuestro conocimiento de ambos y por lo
tanto también para nuestra comprensión del propio ser y del ser del hombre en
general. No creeríamos en el fin de nuestra vida, no comprenderíamos la angustia, es
más, muchos ni siquiera la percibiríamos en toda su desnudez (esto es, sin el disfraz
del miedo ante esto o aquello), si no experimentáramos constantemente que los
demás mueren.

De niños, habitualmente experimentamos la muerte como no-estar-más-en-el-mundo:


hay personas pertenecientes a nuestro entorno más o menos próximo que
desaparecen y se nos dice que están muertas. Si no pasamos de aquí, no sentimos
todavía ninguna angustia ni ningún espanto ante la muerte. Puede que aquí estribe lo
que Heidegger llama «uno se muere»: saber que toda persona abandona un día el
mundo en que vivimos y que ese día también nos llegará a nosotros. Aunque éste sea
un hecho del que no dudamos, no creemos en él por ninguna experiencia que
hayamos vivido, no hay ninguna expectativa vital que lo incluya. Por eso nos deja fríos,
no nos preocupa. Durante los años de infancia esta despreocupación es natural y
sana, pero si se mantiene en los años de madurez, o incluso a lo largo de toda la vida,
puede afirmarse que no se ha vivido propiamente, pues, para ser completa, tiene que
haber en la vida humana una comprensión del ser que no cierre los ojos ante las
cosas últimas. Ningún niño reflexivo se quedará tan tranquilo ante el hecho de la
desaparición de personas de su entorno; querrá saber qué significa estar muerto. Y la
explicación que se le dé le inspirará cavilaciones sobre la muerte que quizá bastarán
ya para perturbar la despreocupación del «uno se muere», aunque lo que sí es seguro
que la perturbará es la visión de algún muerto. La mera asistencia a entierros puede
actuar así en un niño sensible. La desnudez del ataúd, antes cubierto de flores, su
desalojo y su descenso a la tumba despiertan un escalofrío ante la inexorabilidad de la
separación, tal vez también el espanto ante lo exánime.

Si una educación religiosa no ha dado un sentido nuevo a la muerte remitiéndola a la


vida eterna, la visión de un muerto añade a la interpretación de la muerte como no-
estar-más-en-el-mundo la del quedar exánime, sobre todo cuando en el viviente
predomina la actividad vital sobre la expresión espiritual. Heidegger prescinde de esta
perspectiva de la muerte porque lo obligaría a considerar la diferencia entre cuerpo y
alma y la relación recíproca entre ambos, algo descartado desde el principio. Sin
embargo, al hombre libre de prejuicios esta forma de experiencia de la muerte lo ha
importunado desde siempre con la pregunta por el destino del alma.

Esta pregunta sólo está justificada cuando además de haber visto algún muerto se ha
convivido con el morir. Para quien es testigo alguna vez de una penosa agonía el «uno
se muere» pierde para siempre su inocuidad. La agonía es la escisión violenta de una
unidad natural. Y cuando la lucha acaba, el hombre que la ha mantenido y se ha
desgastado en ella ya no está. Lo que de él queda ya no es él mismo. ¿Dónde está él
mismo? ¿Dónde está lo que hacía de él ese hombre con vida? Si no podemos dar
ninguna respuesta a esto, el sentido de la muerte no se nos abre plenamente. La fe
conoce una respuesta. Pero, ¿hay en el ámbito de nuestra experiencia algo que la
confirme? En efecto, lo hay. Heidegger dice con razón que ningún hombre puede
tomarle a otro su muerte. Esta pertenece al Dasein y cada individuo tiene su muerte
como tiene su Dasein. Por eso lo que se presencia junto a diferentes lechos
mortuorios nunca es igual. No estoy pensando en el hecho de que aquí haya habido
una dura lucha y allí un dulce adormecimiento. Estoy pensando en que hay muertos
que tras la lucha perecen vencedores: en una calma majestuosa y una profunda paz.
Tan fuerte es la impresión que causan sobre los que les sobreviven que la grandeza
del acontecimiento mitiga el dolor de la pérdida. ¿Podría producir el mero cese de la
vida, el tránsito del ser al no-ser una impresión tal? ¿Y es concebible que el espíritu,
que ha impreso este sello en el cuerpo, ya no deba ser más?
Hay un morir que sucede de un modo distinto: ya antes de la muerte física desaparece
todo rastro de lucha y sufrimiento, el moribundo —y todos los que le rodean pueden
percibirlo— es enardecido y transfigurado por una nueva vida, sus ojos miran a una luz
inaccesible para nosotros que sigue resplandeciendo sobre su cuerpo exánime. Quien
asiste a algo así, aunque nunca hubiera oído nada de una vida más elevada o hubiera
arrojado de sí la fe en ella, tendría que admitir que la hay y entonces se le abriría el
sentido de la muerte como un tránsito de la vida en este mundo y en este cuerpo a
otra vida, de una manera de ser a otra manera de ser. En consecuencia, tampoco el
Dasein —como estar vuelto hacia la muerte— está vuelto hacia el fin sino hacia
otro nuevo ser (aunque sea a través de la amargura de la muerte, de la destrucción
violenta del Dasein natural).

El examen de la muerte debía ayudarnos a la comprensión del ser propio, al cual el


hombre se siente llamado de regreso desde su Dasein cotidiano: un ser que se revela
como aquel en que el hombre mismo se apresta para un ser diferente, liberado del ser
cotidiano en que se encuentra por de pronto. Así, pues, tropezamos dentro del Dasein
mismo con tres maneras o grados de ser que podríamos considerar, en la perspectiva
de la fe, como vida natural, vida en la gracia, vida en la gloria. Claro está: si
sustituimos la vida en la gloria por el no-ser, la vida en la gracia tendrá que ser
sustituida por el estar vuelto hacia el fin, el adelantarse hasta el no-ser.

.
Ahora deberíamos examinar si dentro del Dasein mismo —y no ya en el morir o la
muerte— se encuentran indicios de un ser propio (esto es pleno, no vacío). Heidegger
mismo formula algunos enunciados al respecto, giros de los que se sigue claramente
que por ser propio hay que entender algo más que el adelantarse hasta la muerte. A la
resolución pertenecen tanto comprender el propio poder-ser, que posibilita al hombre
proyectarse, como comprender la correspondiente situación —no calculable por
adelantado— y lo que ésta exige. Vivir propiamente significa realizar las más propias
posibilidades y corresponder a las exigencias del instante, a las condiciones vitales
dadas en cada caso. Pero, ¿cómo debemos entender esto si no es en el sentido de la
realización de una esencia o una particularidad que es dada con el hombre —o sea,
con la que éste es arrojado en el Dasein— y a él confiada pero cuyo despliegue
requiere la libre cooperación de éste? ¿Qué otra cosa puede significar captar el
instante y la situación, sino comprender un orden o un plan que el mismo hombre no
ha proyectado, pero en el que se ve implicado y en que debe aceptar su papel?

Todas estas preguntas ponen de relieve la vinculación del Dasein a un ser que no es
el suyo, sino su fundamento y meta; y a la vez hacen estallar la temporeidad: el
ocupado quehacer que nunca se demora en nada y siempre se apresura hacia el
futuro no hace justicia al instante. Lo que queremos decir es que todo instante ofrece
una plenitud que quiere ser agotada. Pero aquí no hay que entender instante en el
sentido de un mero punto en el tiempo, de un tramo entre la extensión del pasado y la
extensión del futuro, sino en el de contacto de algo tempóreo con algo que en sí
mismo no lo es pero en cuya temporeidad penetra.

El mismo Heidegger menciona la interpretación del tiempo como imagen de la


eternidad pero sólo para descartarla. Ahora bien, es imposible aclarar el significado
que él da al instante en la perspectiva de una teoría del tiempo que no reconoce
eternidad alguna y que explica al ser en cuanto tal como tempóreo. En el instante —y
aquí sí que éste es un punto del tiempo— irrumpe algo que quizá ningún otro instante
nos ofrecerá de nuevo. Apurarlo, esto es, asumirlo en su propio ser, requiere que nos
abramos o nos entreguemos a él. Es necesario además que no nos aprestemos sin
descanso a otra cosa, sino que nos demoremos en él hasta que lo hayamos agotado o
hasta que una exigencia más urgente nos fuerce a la renuncia. Pero «demorarnos
hasta...» significa que, puesto que nuestro ser es tempóreo, necesitamos apropiarnos
de este tiempo que no lo es. Que en nuestro ser podamos acoger lo atemporal, que
algo conservemos a pesar de la volatilidad de nuestro ser (lo que Heidegger llama
siendo-lo-sido es un conservar) prueba que nuestro ser no es tempóreo sin más, que
no se agota en la temporeidad.

La relación entre la temporeidad de nuestro ser y lo atemporal que nuestro ser asume
y realiza según las posibilidades que en él se encierran no está exenta de dificultades.
Nuestro Dasein terrenal no alcanza a la realización de todas nuestras posibilidades y a
la asunción de todo lo que se nos ofrece. Heidegger denomina ser-culpable a decidirse
por una posibilidad y dejar pasar otras, algo inevitable a lo que todos tenemos que
asentir conscientemente si, resueltos, asumimos nuestro Dasein. Omite diferenciar
este ser-culpable, basado en nuestra finitud, del rechazo de una exigencia, evitable y
por eso mismo pecador. Asimismo, idealiza al resuelto cuando afirma que éste nunca
pierde tiempo y siempre lo tiene para lo que el instante exige de él. Incluso el santo,
que es quien más se aproxima a este ideal, lamentará a veces que le falte el tiempo
necesario para poder corresponder a todo lo que se le exige y, ante distintas
posibilidades a elegir, no será siempre capaz de atinar la mejor18. El santo encontrará
paz en la confianza de que Dios preserva de una fatal equivocación a quien es de
buena voluntad y conduce sus errores involuntarios a buen fin. Pero precisamente por
eso está convencido de su falibilidad y de que únicamente Dios es lo ilimitadamente
abierto.

18. Es conocido cuántos remordimientos de conciencia acarrea la promesa de hacer siempre lo perfecto.

La insuficiencia de nuestro ser tempóreo para el pleno despliegue de nuestra esencia,


para apurar lo que se ofrece a nuestro ser para que lo asumamos y poseamos en
pleno recogimiento, es una indicación de que el ser propio del que somos capaces
en la temporeidad —un ser resuelto, liberado de la cotidianidad media y
obediente a la llamada de la conciencia— no es todavía nuestro ser propio
último. En este sentido, hay que recordar las palabras de Nietzsche: «El dolor dice:
¡pasa! Pero todo placer quiere eternidad, quiere profunda, profunda eternidad»*. Aquí
placer no debe ser comprendido en un sentido estrecho y bajo sino que hay que
pensar en la profunda satisfacción que se vive en el cumplimiento de un anhelo.
Heidegger no quiere que cuidado se entienda en el sentido de un estado psicológico o
«en el sentido de una evaluación ético-ideológica de la vida humana»19, «sino
puramente como peculiaridad del ser del hombre: que al hombre en su ser le va su
ser». Pero no es ninguna casualidad que para eso haya elegido el nombre cuidado y
que en cambio no conceda espacio en sus investigaciones a lo que da plenitud al
hombre: la alegría, la felicidad, el amor. Para él el Dasein se vacía en un correr de
nada en nada. Y, sin embargo, es sólo la plenitud lo que permite comprender por qué
al hombre «le va su ser».

* Cf. F. Nietzsche, Así habló Zaratustra, cuarta parte, «La canción del noctámbulo», 12, últimos versos, Alianza,
Madrid, 1985. (N. de la T.)
19. Cf. su libro sobre Kant (op. ctt., § 43, sección C, 4.a parte).

Este ser es no sólo un ser que se extiende en el tiempo y se anticipa con ello siempre
a sí mismo; el hombre exige ser constantemente agasajado con el ser para poder
apurar lo que el instante simultáneamente le da y le quita. No quiere abandonar lo que
le da plenitud y desearía ser sin fin y sin límites para poseerlo entero y sin fin. Alegría
sin fin, felicidad sin sombras, amor sin límites, vida de gran intensidad sin
abatimientos, acción vigorosa, sosiego completo y liberación de todas las tensiones;
todo esto es la gloria eterna. Este es el ser al que al hombre le va en su Dasein. El
hombre abraza la fe que le es promisoria porque esa promesa corresponde a su
esencia profunda, porque le abre el sentido de su ser: él será en su pleno sentido
cuando esté en plena posesión de su esencia, a la cual pertenece la aperturidad en un
doble sentido: como realización de todas las posibilidades (la consumación del ser) y
—en sentido heideggeriano— como comprensión ilimitada del propio ser y del ser en
su totalidad y en su dimensión más extrema (que acotamos a través de los límites de
nuestro propio ser finito). En ambos sentidos es indispensable la reunión en la
unidad del extenderse en el tiempo, a la que manifiestamente apuntan Kierkegaard-
Heidegger con el instante: la manera de ser en que la diferencia entre instante y
duración queda suprimida y lo finito alcanza su máxima participación posible en lo
eterno, un intermedio entre tiempo y eternidad que la filosofía cristiana ha denominado
aion (aevum)20.

20. Cf. Summa theologica I q. 10.

Por eso no hay tergiversación más fundamental de la idea de lo eterno que la de


Heidegger en una nota a pie de página: «Si la eternidad de Dios pudiera 'construirse'
filosóficamente, debería ser comprendida tan sólo como una temporeidad más
originaria e 'infinita'» (439, nota)21. Al ser que ha conseguido la plena posesión de su
ser ya no le va más su ser. Y viceversa: en la medida en que pase de la convulsa
tensión del cuidado a la propia existencia en la serenidad y el desprendimiento
del olvido de sí y la entrega al ser eterno, su ser simplemente se colmará de lo
eterno. Cuidado y temporeidad no son pues de ninguna manera el sentido último del
ser del hombre, sino precisamente aquello a lo que éste —según su propio testimonio
— debe sobreponerse tanto como le sea posible, si quiere conseguir el cumplimiento
del sentido de su ser.

21. Cf. la diferencia entre eternidad verdadera y aparente en H. Conrad-Martius, «Die Zeit»: Philosophischer Anzeiger
(Bonn) II (1927), p. 147.

Está claro entonces que la teoría del tiempo presentada en Ser y tiempo necesita ser
modificada totalmente22. El sentido de la temporeidad, de sus tres éxtasis y de su
extensión, tiene que explicarse como el modo en que lo finito participa de lo
eterno. La importancia del futuro, tan subrayada por Heidegger, puede entenderse en
un doble sentido: primero, como él hace, como cuidado innato por la conservación del
propio ser, cuya volatilidad y nihilidad ya se ha comprendido; pero, además, como
aspiración a un cumplimiento aún pendiente, a un tránsito de la dispersión del ser
tempóreo al recogimiento del ser propio, simple, colmado de eternidad. Por lo tanto,
está justificado considerar el presente como la manera de ser del cumplimiento, que
nos permite comprender, cual fugaz relampagueo de la luz eterna, la consumación del
ser; y el pasado como la manera de ser que, en medio de la volatilidad de nuestro ser,
nos transmite la sensación de consistencia.

22. Esta exigencia no es satisfecha en su profundización del análisis del tiempo en el libro sobre Kant.

.
Aún habría mucho que decir del análisis del ser de Heidegger, desde luego, pero
hemos ido lo suficientemente lejos para contestar la pregunta de si es o no certero. Lo
es en un aspecto, ya que descubre parte de la constitución fundamental del ser del
hombre y delinea con gran agudeza una determinada manera de ser del mismo. Para
la manera de ser que él llama Dasein, y que corresponde en definitiva al ser del
hombre, no conozco expresión mejor que ser irredento. Irredento es tanto lo que
Heidegger considera ser caído cotidiano como lo que considera ser propio. El primero
es la huida ante el ser propio, la evasiva a la pregunta: ser o no-ser. El otro es la
decisión por el no-ser y contra el ser, el rechazo del ser verdadero, propiamente ser.
Lo que es tanto como decir que el ser del hombre en cuanto tal queda desdibujado, a
pesar de haberlo sondeado a la máxima profundidad. Pero la exposición no sólo es
deficiente e incompleta por querer comprender el ser sin considerar la esencia y por
atenerse a una manera de ser en especial, sino también porque falsea a este último al
arrancarlo del contexto ontológico al que pertenece e impide así descubrir su
verdadero sentido. Por otra parte, el ser cotidiano se explica de manera ambigua o al
menos propicia a malentendidos, ya que mientras la vida colectiva como tal significa
caída y el ser propio es sinónimo de soledad, tanto vida solitaria como vida colectiva
tienen su forma propia y su forma caída. Y por lo que respecta al ser propio, lo que el
texto nos expone es su negación.

..

3. ¿Es el análisis del Dasein fundamento suficiente para plantear


adecuadamente la pregunta por el ser?

Hedwig Conrad-Martius dice del proceder de Heidegger que es «como si una


perspicacia llena de sabiduría y tenacidad implacable hubiera hecho saltar con fuerza
descomunal una puerta largo tiempo cerrada y ya casi imposible de abrir para volver a
cerrarla inmediatamente de un portazo dejándola tan atrancada y obstruida que
pareciera imposible abrirla de nuevo»23. Según ella, Heidegger, gracias a «la
inigualable agudeza y energía filosóficas de su concepción del yo humano, tendría en
sus manos una llave que podría conducir de nuevo —ahuyentados todos los
fantasmas subjetivizantes, relativizantes e idealizantes— al centro de un mundo
verdaderamente cosmológico y sostenido por Dios». Sienta «por de pronto y ante todo
al ser en su pleno y entero derecho», si bien en una sola sede: en el yo, cuyo ser se
caracteriza según Heidegger por comprender el ser. Con ello queda franco el camino
para apurar —sin titubear ante la pregunta crítica de cómo conseguiría el yo
cognoscente saltar por encima de sí— esta comprensión del ser que pertenece al ser
mismo del hombre y aprehender así no sólo el propio ser, sino también el ser del
mundo y el ser fundador de todo ser creado: el ser divino. Pero en vez de seguirlo, el
yo es arrojado hacia atrás, a sí mismo.

23. Cf. H. Conrad-Martius, «Heideggers Sein und Zeit»: Philosophischer Anzeiger (1933), p. 185.

Para partir del análisis del Dasein, Heidegger se funda en que sólo se puede preguntar
por el sentido del ser a un ente a cuyo sentido pertenezca una comprensión del ser. Y
porque el Dasein la tiene, no sólo para su propio ser, sino también para el de otra
índole, por eso debe comenzarse con el análisis del Dasein. Ahora bien, ¿no se sigue
de esta proposición inicial directamente la contraria? Porque el hombre tiene
comprensión no sólo para el propio ser sino también para el de otra índole, no es
necesario que sea el propio ser el único camino posible al sentido del ser. Sin duda
hay que preguntar a la propia comprensión del ser y es recomendable partir del propio
ser para así dejar al desnudo las raíces de la comprensión del ser y abortar de
antemano las críticas. Existe, sin embargo, la posibilidad de partir del ser cósico o bien
del primer ser. Tal proceder no nos aportará información suficiente sobre el ser del
hombre, sino únicamente referencias que habrá que perseguir; pero también a la
inversa el ser del hombre sólo nos da referencias sobre el ser de otra índole y es a
éste mismo a quien debemos preguntar si queremos comprenderlo. Está claro que no
contestará como contesta un humano: una cosa no tiene ninguna comprensión del ser
y no puede hablar de su ser. Pero es y tiene un sentido que se expresa en y a través
de su exteriorización. Este manifestarse pertenece al sentido del ser cósico.

Pero Heidegger no puede admitir esto porque no reconoce ningún sentido distinto del
comprender (ni siquiera aunque remita a éste) sino que reduce el sentido a
comprender. (De esto habrá que hablar todavía.) Que desde el ser del hombre no se
alcance la comprensión de otras maneras de ser si no se las contempla sin
presuposiciones, muestra la completa oscuridad en la que permanece en Heidegger el
sentido del estar-ahí y del estar a la mano. Ello es debido a que el ser del hombre
queda desdibujado precisamente porque se le suprime lo que comparte con el ser
cósico: la esencialidad y la sustancialidad.

Es evidente que la investigación de Heidegger no se sustenta solamente sobre aquella


comprensión preontológica del ser que pertenece al ser mismo del hombre y sin la
cual no es posible ninguna pregunta por el ser. Como tampoco sobre aquella auténtica
ontología tal como Heidegger mismo pretende haberla comprendido: como
investigación que capte el ser con una mirada no constreñida ni enturbiada para
dejarlo hablar por sí mismo. Se sustenta sobre una determinada opinión preconcebida
del ser para la que lo más importante es probar de antemano la temporeidad del
mismo. Por eso se pone una barrera allí donde se abre una perspectiva a lo
eterno; por eso se niega que pueda haber una esencia que se realice en el Dasein;
por eso no se admite que haya sentido distinto del comprender (en el que aquél
quedase comprendido); por eso se descartan las verdades eternas, independientes del
conocimiento humano. Todo esto haría estallar la temporeidad del ser y eso no puede
ser, por más que también Dasein, comprender y descubrir exijan para su propia
clarificación algo independiente de ellos, atemporal, que entre en el tiempo a través de
y en ellos.

Para ahogar tan impertinentes observaciones el lenguaje heideggeriano se tiñe de una


particular coloración furibundo-despreciativa: por ejemplo, al definir las verdades
eternas como «restos de teología cristiana que hasta ahora no han sido plenamente
erradicados de la problemática filosófica»24. Palabras que delatan un sentimiento
anticristiano por lo general controlado, una lucha contra el propio ser cristiano quizás
no extinguido del todo. Dicho sentimiento también se muestra en la manera como trata
la filosofía de la Edad Media: en pequeñas anotaciones al margen para transmitir la
impresión de que es superfluo dedicarse seriamente a ella, de que fue un camino
equivocado en el que se perdió la pregunta correcta por el sentido del ser25. ¿No
hubiera valido más la pena investigar si en torno a la analogía entis vive la auténtica
pregunta por el sentido del ser? Si se hubiera considerado más fundamentalmente la
tradición, habría resultado claro que cuando ésta se refiere al ser, no alude en
absoluto al ser en el sentido de estar-ahí (esto es, presencia cósica)26.

24. No necesitamos abordar aquí la cuestión de la filosofía cristiana, ya suficientemente discutida en la introducción de
Endliches und ewiges Sein (Edith Stein Gesamtausgabe 11/12), Herder, Freiburg i. B., 2006, § 4, pp. 20 ss.
25. Cf. Endliches und ewiges Sein, cit., p. 6.
26. Cf. M. Beck, art. cit., p. 20.

Además, llama mucho la atención que al discutir el concepto de verdad Heidegger


tenga por tal sencillamente la verdad del juicio en el sentido de la tradición, aunque
santo Tomás en la primera Quaestio de veritate al responder a la pregunta «¿qué es
verdad?» distingue un cuádruple sentido de verdad en que la verdad del enunciado de
ninguna manera se pretende la más originaria, si bien sí la primera en nuestra
perspectiva. Es más, cuando dice con Hilario que lo verdadero es el ser que se
manifiesta y se declara27, recuerda mucho a la verdad heideggeriana como un estar al
descubierto. Y ¿dónde se justifica el discurso de la verdad como existencial si no en lo
referente a la Primera verdad? Sólo Dios está sin límites en la verdad, mientras que el
espíritu humano, como Heidegger mismo destaca, está a la vez «en la verdad y en la
no-verdad».

27. Quaestiones disputatae de veritate q. 1 a 1 corp.

La mayoría de los críticos de Ser y tiempo han considerado su deber hacer constar
que las raíces filosóficas del texto se hallan en los espíritus conspicuos del siglo
precedente (Kierkegaard, Nietzsche, Karl Marx, Bergson, Dilthey, Simmel, Husserl,
Scheler y otros)28. En cambio, parece habérseles escapado cuan determinantes han
sido la confrontación con Kant (el libro sobre éste lo ha puesto de manifiesto) y el
constante regreso a las preguntas planteadas por los griegos y sus sucesivas
modificaciones en la filosofía posterior. Merecería la pena revisar profundamente en
una investigación específica la relación de Heidegger con Aristóteles y la Escolástica a
partir de la manera en que los cita e interpreta. Pero ésta no puede ser nuestra tarea
aquí.

28. Cf. M. Beck, art. cit.; A. Delp, Tragische Existenz, Freiburg, 1935.

Si lanzamos una mirada panorámica a la obra, nos quedamos con la impresión de que
quería ser el intento de hacer aparecer el ser del hombre como fundamento último al
que remitir todas las demás maneras de ser, pero que este planteamiento inicial
resulta al final dudoso. Será bueno comparar esta impresión con posteriores
manifestaciones de Heidegger sobre la pregunta por el ser para ver si se confirma.

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