Better
Better
Better
Colisión
Carrie Leighton
Serie Better 1
Prólogo
PRIMERA PARTE
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
SEGUNDA PARTE
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Lista de reproducción
Agradecimientos
Sobre la autora
Página de créditos
Better. Colisión
ISBN: 978-84-18509-61-2
THEMA: YFM
Conversión a ebook: Taller de los Libros
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o
transformación de esta obra sólo puede ser efectuada con la autorización de
los titulares, con excepción prevista por la ley.
Better. Colisión
#wonderlove
Escribo sobre un amor equivocado.
Sobre un dolor que no pasa.
Que te cambia para siempre.
Escribo sobre un amor que te llena y te vacía.
Sobre un amor que, incluso en la adversidad, te
permite comprender qué mereces de verdad.
Todos tenemos cuentas pendientes con
las heridas de nuestra alma.
Yo he conseguido curar las mías así:
escribiendo sobre ellas.
Queridos lectores, nuestro viaje empieza aquí…
Prólogo
En otoño, Corvallis tiene un encanto especial. Con sus casitas, los parques
y los bosques frondosos que la rodean, la ciudad recuerda a uno de aquellos
paisajes encantados encerrados en una bola de cristal como las que
coleccionaba de pequeña. La llegada de las primeras tormentas lo vuelve
todo incluso más mágico. Justo como ahora, con la lluvia que golpea con
ímpetu el asfalto, el susurro de las hojas agitadas por el viento y el olor de
las calles mojadas. Para mí, no hay mejor despertar en el mundo.
Sin embargo, la paz dura poco, porque el sonido insistente del
despertador me recuerda que hoy empieza mi segundo año en la
Universidad Estatal de Oregón. Huelga decir que me gustaría acurrucarme
bajo el edredón un rato más, pero después de ignorar la alarma por tercera
vez, «Breed» de Nirvana empieza a sonar a todo volumen y casi me da un
infarto. Alargo el brazo hacia la mesita de noche y busco a tientas el móvil
mientras la voz de Kurt Cobain llena la habitación. Cuando por fin lo
alcanzo, apago el despertador, me quito el antifaz con forma de rana y hago
un esfuerzo por abrir los ojos.
Con el teléfono en las manos, cedo al impulso de comprobar si tengo
mensajes o llamadas perdidas de Travis. Nada. Debería estar
acostumbrada, pero igualmente siento cierta decepción. Las cosas
funcionan así con él: cada vez que discutimos, desaparece del radar durante
días, lo que demuestra lo poco que le interesa salvar nuestra relación, que
ya está en las últimas.
¿Una persona puede sentirse agotada incluso antes de empezar el día?
Salgo de la cama sin ganas y me pongo mis zapatillas peludas de
unicornio.
Me recojo el pelo revuelto en un moño descuidado, me pongo la bata de
felpa, inhalo el aroma a colada recién hecha y me dirijo a la ventana que
hay frente a la cama. Abro la cortina, apoyo la frente en el cristal frío y
recorro con la mirada el sendero del jardín, empapado por la lluvia.
Travis da por sentado que seré yo quien dé el primer paso para acabar
con este silencio. Pero esta vez no pienso hacerlo, no después de cómo se
ha comportado. Ver a tu novio en una historia de Instagram, borracho como
una cuba, bailando y restregándose en la barra de un bar con dos completas
desconocidas mientras yo estaba sola en casa, en la cama con gripe, es un
dolor que no le deseo a nadie. Cuando lo llamé enfadada para pedirle
explicaciones, me despachó con su habitual «Vanessa, qué exagerada»,
colgó y no he sabido nada más de él. He pasado el fin de semana deprimida
en casa, bebiendo infusiones de jengibre para el dolor de garganta, leyendo
y ordenando mis libros y cuadernos para el primer día de clase en la
universidad. Ni siquiera las llamadas por FaceTime con Tiffany y Alex, mis
dos mejores amigos, consiguieron que me olvidara del vídeo y de la
humillación por la enésima falta de respeto de Travis.
Esta situación se ha vuelto tan extenuante que ni siquiera tengo fuerzas
para llorar. Lo cual es extraño, porque, desde que tengo uso de razón, llorar
es lo único que soy capaz de hacer cuando me siento abrumada por
demasiadas emociones. En un arrebato de frustración, lanzo el teléfono
sobre la cama, me froto la cara con las manos y me obligo a pensar en otra
cosa, porque la alternativa me provoca dolor de cabeza. Será mejor que
empiece a prepararme, parece que hoy será un día largo.
Después de darme una ducha rápida, vuelvo a mi habitación para
vestirme y, aunque me siento estúpida, echo otro vistazo al teléfono. De
nuevo, ni llamadas ni mensajes. En mi interior, se abre paso un impulso
nocivo de llamarlo para soltarle una retahíla de insultos.
—Nessy, ¿estás despierta? —La voz estridente de mi madre me saca de
mis pensamientos, junto con el olor a café recién hecho que inunda la casa.
De algún modo, es como estar a caballo entre el infierno y el paraíso.
—Sí, estoy despierta —respondo con un hilo de voz, y me llevo la
mano a la garganta dolorida. La gripe de estos últimos días me ha dejado
fuera de combate.
—Baja, el desayuno está listo.
Dejo escapar un gran suspiro y, envuelta todavía en mi albornoz y con
el pelo mojado, bajo las escaleras con la esperanza de disimular mi mal
humor. Lo último que necesito es aguantar una de las interminables
peroratas de mamá en las que me repite que no deje ir a mi novio porque es
de buena familia. Poco importan sus errores y mi sufrimiento: el amor que
mi madre siente por el patrimonio de la familia de Travis es mayor que el
que siente por su propia hija. Hace dos años, cuando se enteró de que
estaba saliendo con el hijo de un petrolero rico, para ella fue como si le
hubiera tocado la lotería.
Al llegar a la cocina, la encuentro lista para el día: un moño rubio
perfectamente peinado, unos elegantes pantalones palazzo blancos, una
blusa azul y un maquillaje impecable, con rímel que le resalta los ojos
azules y pintalabios rojo aplicado en sus finos labios. Su clase innata
siempre consigue minar mi ya de por sí baja autoestima.
Ni siquiera tengo tiempo de darle los buenos días cuando me veo
abrumada por una avalancha de información inesperada.
—En el mueble de la entrada te he dejado unas facturas y dinero, sería
fantástico si pudieras ir a pagarlas hoy. —Frenética, alcanza la cafetera y
llena dos tazas sin dejar de darme instrucciones sobre los recados que me
esperan durante el día—. Tienes que recoger la ropa de la tintorería y
comprar la cena para esta noche, y, oh, antes de que se me olvide —dice
mientras extiende un brazo para ofrecerme una taza. Confío en el efecto
revitalizador del café y sigo escuchando sus balbuceos—. La señora
Williams me ha pedido que me encargue de su chihuahua, porque hoy está
fuera. Le he dicho que estarías encantada de hacerlo tú.
Tantas órdenes de buena mañana me ponen más nerviosa de lo que ya
estaba.
—¿Hay algo más que quieras pedirme, mamá? Yo qué sé, que corte el
césped, que coloque bien las vallas de los vecinos y, por qué no, tal vez
incluso que organice un brunch para el presidente. —La miro de soslayo,
dejo el teléfono junto al fregadero y tomo asiento en la mesa.
—Ya sabes que la señora Williams no tiene a nadie más en quien
confiar, no podía decirle que no, quedaríamos fatal. —Se lleva la taza de
café a la boca y, tras dar un sorbo, continúa—: Además, pensaba que
estarías encantada de ocuparte de ese animalucho, te encantan los animales.
—Sí, pero eso no significa que tenga tiempo o ganas de hacerlo.
—Yo tampoco —replica ella, despreocupada—. Cuando acepté el
puesto de secretaria en el bufete, no pensé que me absorbería el alma, pero
alguien tiene que traer dinero a casa.
La miro y de repente me siento mortificada. Sé perfectamente que
desde que papá nos abandonó, hace seis años, mamá se ha hecho cargo de
todos los gastos. La admiro mucho por ello, pero se olvida de que yo
también tengo una vida y que no puedo vivirla en función de la suya.
—Tienes razón, lo siento. —Me levanto para coger un paquete de Coco
Pops de la despensa y lo vuelco en un bol vacío—. Cuidar del perrito de la
señora Williams no será un problema, puedo sacarlo a dar un paseo antes
de ir al campus y cuando vuelva. Por lo demás, no te preocupes, yo me
encargo de todo. —La tranquilizo con tono conciliador.
—Ahora sí que podemos hablar. —Me pone una mano en el hombro y
con los dedos, y sus uñas cuidadas y pintadas de rosa pálido, me recoge
unos mechones de pelo—. Y, por favor, al menos el primer día de clase,
intenta vestirte con ropa más bonita.
Da un último sorbo a su café y se despide de mí antes de prometerme
que nos veremos para cenar. Yo me quedo en la cocina para terminarme el
desayuno. Vierto leche fría en el cuenco de los cereales y vuelvo a
sentarme a la mesa. Poco después, el teléfono, que sigue junto al fregadero,
se ilumina para alertarme de la llegada de un mensaje. Con la cuchara llena
de Coco Pops en el aire, me apresuro como una idiota a ver de quién es y
tropiezo en la alfombra de la cocina con un cereal pegado al labio.
Soy tan patética que merecería caerme de bruces al suelo. Quizá un
buen golpe en la cabeza es justo lo que necesito.
Cuando veo que es Tiffany, mi mejor amiga y hermana gemela de mi
novio, vuelvo a hundirme en la decepción.
Esperaba ver el nombre de Travis en la pantalla, pero, evidentemente,
es más probable que antes llegue el fin del mundo.
«Buenos días, empollona, hoy tu vida vuelve a tener sentido».
«No he pegado ojo en toda la noche por la euforia», respondo a su
mensaje de forma irónica.
«No esperaba otra cosa. Escucha, tengo una propuesta para ti: esta tarde
empiezan los entrenamientos, ¿vamos juntas?».
Frunzo el ceño y vuelvo a leer el mensaje, convencida de que lo he
entendido mal. ¿Desde cuándo a Tiffany le interesa el deporte? A ella solo
le importan las últimas tendencias en moda y maquillaje, su cita de los
martes en el salón de belleza o sus adorados pódcast de crímenes reales.
Pero nunca perdería el tiempo en un estúpido entrenamiento de baloncesto.
Al cabo de unos segundos, caigo en la cuenta de que no es Tiffany
quien quiere saber si estaré allí, sino Travis, en un miserable intento de
sonsacarle información a su hermana. ¡Qué cobarde!
Primero desaparece durante dos días enteros, me deja sumida en la más
absoluta autocompasión y ni siquiera hace el esfuerzo de inventarse alguna
excusa ridícula, y eso que seguramente me la habría creído, o eso habría
fingido. Luego se aprovecha de mi mejor amiga.
Molesta, respondo al mensaje: «Dile a tu hermano que si quiere saber
algo, tendrá que hacer un esfuerzo y preguntármelo en persona».
La respuesta llega de inmediato: «Me ha obligado a hacerlo, yo no
tengo nada que ver. Sabe que estoy de tu parte. Te paso a recoger y vamos
juntas al campus. Estate lista a las ocho, te quiero».
Como imaginaba, es cosa suya. ¡Qué rabia! Suelto el teléfono en la
mesa; se me ha quitado el hambre. Lavo la taza de café y el bol de cereales
y vuelvo a mi habitación. Abro el armario y, por un momento, contemplo la
idea de hacerle caso a mi madre y ponerme algo más bonito que los
vaqueros y la sudadera de un solo color que suelo llevar. Me pruebo un
suéter ceñido blanco con un escote adornado con encaje. Es bonito, pero, al
mirarme en el espejo, veo que resalta demasiado mi pecho turgente.
Acabaría atrayendo muchas miradas, que es justo lo que quiero evitar.
Doblo el suéter con cuidado en el armario y, al final, decido que mi
aspecto «anónimo» de siempre no está tan mal. Me pongo unos vaqueros
oscuros, ajustados y de cintura alta, y una sudadera blanca que me cubre el
trasero: esto está mucho mejor. Después de secarme el pelo y recogerlo en
una coleta alta para intentar domar el efecto encrespado, tomo la mochila y
meto dentro Sentido y sensibilidad, uno de mis libros favoritos: leerlo en
los descansos entre clase y clase me ayudará a distraerme.
Antes de salir de casa, me miro al espejo y me arrepiento al instante.
No me gusta la imagen que veo reflejada: estoy pálida, tengo unas ojeras
violáceas bajo los ojos grises y ligeramente enrojecidos, y mi pelo de
cuervo pide clemencia. Me lo dejo suelto y lo peino con las manos, pero la
situación no mejora. Tiro la toalla y, armada con un paraguas, salgo de casa
antes de volverme loca.
Capítulo 2
Desde que tengo uso de razón, siempre he sido de las primeras personas
en entrar en clase.
Paseo la mirada entre las sillas libres y opto por la primera fila: seré una
empollona, pero es que me encanta escuchar las clases sin que nada ni
nadie me moleste.
En pocos minutos, el aula se llena de estudiantes y un chico avanza en
mi dirección.
No es un chaval cualquiera, es Thomas Collins. No lo conozco muy
bien, pero sé que se mudó a Corvallis el verano del año pasado. Igual que
yo, es estudiante de segundo curso y juega al baloncesto en el mismo
equipo que Travis. Lo he visto varias veces en los entrenamientos y durante
los partidos. Debo admitir que tiene mucho talento, a pesar de que se pasea
por la universidad como si fuera su dueño y señor. Los chicos lo respetan,
nadie se atreve a llevarle la contraria abiertamente. En cambio, entre las
alumnas le encanta coleccionar víctimas, pues es consciente de la
fascinación que despierta en ellas.
Entre él y mi novio no hay buen rollo. Travis cree que es un imbécil
ensalzado, lo que resulta ser una paradoja viniendo de él, y durante el curso
pasado me advirtió más de una vez sobre su reputación. No es que
necesitara sus consejos: en el campus me limito a asistir a clase como
buena estudiante que soy, intento pasar desapercibida y, gracias a que soy
la novia del capitán del equipo de baloncesto, nadie se mete conmigo. En
cualquier caso, no necesito más tipos arrogantes y engreídos en mi vida, así
que me mantengo bien alejada de ellos.
Pero hoy, al parecer, las cosas van a ser diferentes. De todos los sitios
libres, Thomas decide sentarse precisamente a mi lado. Es extraño: el año
pasado ni siquiera se dignaba a saludarme, y no parece el típico alumno que
opta por la primera fila.
Por un momento, considero la posibilidad de cambiarme de sitio, pero
no quiero renunciar a esta mesa por nada en el mundo, y mucho menos por
Thomas Collins.
Con ese aire de enfado que siempre lo acompaña, Thomas deja caer un
cuaderno y un lápiz en la mesa, y luego se sienta, o, mejor dicho, se
despatarra en su silla, con lo que atrae las miradas de algunas chicas que
pasan por su lado y le guiñan un ojo. Su reacción es mirar con disimulo el
trasero de una de ellas. Vaya, vaya, qué caballero… Por mi parte, no puedo
evitar sentir curiosidad, así que aprovecho el breve momento en que está
distraído para observarlo mejor. Unos mechones negros y despeinados le
caen por la frente, mientras que a los lados y en la nuca tiene el pelo más
corto, casi rapado. La nariz recta y la mandíbula esculpida le confieren un
aspecto duro y poderoso, así como los brazos musculosos, los hombros
anchos de deportista cubiertos por la cazadora de piel, el piercing en la
lengua y esos tatuajes que le cubren las manos, el cuello y la nuca. Durante
algunos entrenamientos, he tenido la ocasión de verle muchos más. Los
lleva por todo el cuerpo, de la cabeza a los pies. Y sí, alguien incluso
podría decir que todo esto, unido a sus ojos verde esmeralda con diminutas
vetas ambarinas, le confiere un aire encantador e irresistible. Pero ese
alguien… no seré yo.
Aparto la mirada antes de que se dé cuenta de que lo estoy estudiando
y, por el rabillo del ojo, noto que se saca el móvil del bolsillo de los
vaqueros oscuros y conecta los auriculares para, acto seguido, ponérselos
en las orejas. Arqueo una ceja, sorprendida. ¿En serio? ¿Va a escuchar
música durante la clase? No hay nada más irritante que los atletas que se
duermen en los laureles solo porque su curso escolar depende del deporte.
Como si me hubiera leído la mente, se gira hacia mí y me dedica una
mirada insolente. Repasa todo mi cuerpo mientras mastica un chicle con la
boca entreabierta. Instintivamente, lo miro mal para darle a entender que
sus míseras tácticas de playboy anticuado no funcionan conmigo y, con la
esperanza de mellar un poco su vanidad, añado en tono ácido:
—¿No te han dicho nunca que masticar con la boca abierta delante de
la gente es de mala educación? También lo es escuchar música durante las
clases.
Thomas arquea una ceja con arrogancia.
—Me dicen a menudo que soy maleducado —responde con
indiferencia, y vuelve a juguetear con el cable de sus auriculares.
Acabo de darme cuenta de un detalle del todo irrelevante: es la primera
vez que oigo su voz. Es grave y áspera, ese tipo de voz que muchas
mujeres consideran sexy.
—La cuestión —continúa él, y clava los ojos exasperantes en los míos
— es que me importa una mierda.
Travis tenía razón: es un flipado.
—Eres el típico tío creído lleno de músculos y sin cerebro, eso es lo
que eres. Un tío engreído de dimensiones descomunales —digo sin pensar,
víctima de una rabia descontrolada. Y si con estas palabras esperaba
hacerlo callar, el atisbo de satisfacción que se forma en su rostro justo en
ese momento me indica que he calculado mal.
—Lo que tengo de dimensiones descomunales es otra cosa. —Baja la
mirada hasta su entrepierna y yo me quedo boquiabierta—. Puedes
comprobarlo por ti misma, si quieres —añade, orgulloso.
Mis mejillas se encienden de la vergüenza. Por cómo se muerde el labio
para reprimir una carcajada, sé que eso era precisamente lo que quería:
avergonzarme.
Lo miro fijamente durante unos segundos.
—Eres repugnante.
—Eso también me lo dicen bastante a menudo —reconoce con una
sonrisa de satisfacción.
Sigo mirándolo estupefacta. Estoy a punto de responder, pero entonces
caigo en la cuenta de que no vale la pena. Acabaría entrando en su juego.
Sacudo la cabeza y lo ignoro. Por hoy, ya he tenido suficiente.
Será mejor que me concentre en cosas más importantes: saco todo lo
que necesito para la clase y, entusiasmada a pesar de todo (y de todos),
preparo mis cosas con esmero. Abro el ordenador portátil frente a mí, en el
centro de la mesa, al lado pongo un cuaderno nuevo para tomar apuntes y
encima apoyo el bolígrafo negro. En el extremo izquierdo, coloco un
paquete de pañuelos y, a la derecha, la cantimplora de agua. Reconozco
que, a veces, mi obsesión por el orden es compulsiva; otra de las manías
que he heredado de mi madre. Por el rabillo del ojo veo que Thomas ha
separado el lápiz de la hoja de papel en la que estaba esbozando unas
siluetas indescifrables y me observa con una ceja levantada. Y aunque
intento contenerme y no abrir la boca para no darle más cuerda, es superior
a mí; no puedo quedarme callada.
—¿Qué miras? —exclamo con brusquedad, con la mirada fija en mi
escritorio perfectamente ordenado.
—La universidad pone un psicólogo a disposición de los alumnos, ¿lo
sabías?
Me quedo de piedra por segunda vez en dos minutos.
—¿Disculpa? —pregunto, con la esperanza de haberlo entendido mal.
Él se limita a señalar los objetos colocados en mi mesa con un gesto de
la cabeza e intuyo que no, no lo he entendido mal.
—Solo soy ordenada, no tiene nada de malo. —Parpadeo asombrada
mientras trato de mantener la calma.
—Eso no es ser ordenada, eso es estar enferma, pero, eh… —Thomas
levanta las manos—, no te juzgo, el primer paso es reconocer el problema,
el resto es todo cuesta abajo. Créeme, te lo dice alguien que entiende del
tema.
Muy bien, se acabó. Sea cual sea el problema que este chico tiene
conmigo, tiene que superarlo.
—Madre mía, pero ¿tú te oyes? ¡Eres increíble, de verdad! Qué digo
increíble, eres peor, eres… eres… —Me esfuerzo por encontrar la
definición adecuada, la que transmita en una sola palabra un conjunto de
insultos suficientes para callarlo de por vida, pero dudo que exista.
—Soy… ¿qué? —me provoca con una sonrisa burlona en los labios.
—¡Un engreído! —escupo. Soy tonta por no haber dado con un insulto
peor.
A Thomas le falta poco para reírse de mí en mi cara, otra vez. Este
primer día de clase está siendo una pesadilla.
—Me han llamado cosas peores. —Niega con la cabeza, divertido.
Oh, me lo creo.
—Deja que te diga una cosa: no te conozco, no sé qué problemas
tienes. No sé por qué te has sentado a mi lado, cuando está claro que tu
único objetivo es molestarme. Pero mi asignatura preferida está a punto de
empezar y es una clase que me importa mucho. Llevo todo el verano
esperando este día, y como te atrevas a…
—Espera, espera, espera —me interrumpe, con los ojos abiertos de par
en par—. ¿Qué has dicho?
Lo miro sin entender nada y me pregunto si ha escuchado una sola
palabra de lo que acabo de decir.
—Que mi asignatura preferida está a punto de empezar.
—No, después.
—Que como te atrevas a estropearlo…
—No, antes.
—¿Que llevo todo el verano esperando a que empiece el curso? —Ahí
está. Otra vez esa mirada alucinada.
—Joder, ¿lo dices en serio? Te has pasado el verano esperando… —
Mira a su alrededor con incredulidad—. ¿Esto?
Alzo la barbilla, orgullosa. No dejaré que este homúnculo arrogante me
haga sentir mal solo porque estudiar me gusta más que cualquier otra cosa.
—Piensa lo que quieras, no me importa. Lo único que quiero es seguir
la clase en paz —digo categóricamente.
Por fin, al cabo de unos segundos, el profesor de Filosofía entra en el
aula. Enseguida se percata de la presencia de Thomas y pone los ojos en
blanco.
Le entiendo, profesor. Le entiendo.
—Señor Collins, ¡qué sorpresa tan desagradable! —lo saluda con ironía
el profesor Scott—. He oído hablar mucho de usted por parte de mis
compañeros docentes. ¿Qué le trae por aquí?
—Nada, estoy obligado a asistir a algunas asignaturas si quiero
conservar mi puesto en el equipo —responde con arrogancia, y da
golpecitos con el lápiz en la mesa—. Aunque, a decir verdad, las chicas que
están matriculadas en esta asignatura son un gran incentivo para asistir a
clase.
Cuando me giro para mirarlo indignada, me doy cuenta de que tiene los
ojos clavados en mí. Siento que me arden las mejillas y, por cómo me mira,
comprendo que solo quería humillarme delante de todo el mundo. Las
risotadas procedentes del fondo del aula lo demuestran. Pero ¿por qué se
mete conmigo? No le he hecho nada.
El profesor Scott no parece afectado. De hecho, se muestra resignado.
—Búsquese algo que hacer, Collins, y no moleste a los demás —se
limita a decir.
Como si nada, Thomas se endereza en su silla y se inclina hacia mí, con
lo que invade mi espacio personal. Me envuelve un fresco aroma a vetiver,
acompañado de las penetrantes notas del tabaco.
—Ve con cuidado, te estás poniendo muy roja y alguien podría pensar
que me encuentras irresistible —murmura.
Lo miro incrédula, desconcertada ante semejante presunción.
—Lo único que tienes de irresistible es la capacidad para mostrarte
exactamente como eres.
—Y, oye, ¿cómo soy? —pregunta, mientras veo que su mirada se
ilumina con curiosidad.
—Un capullo —respondo secamente.
Mi ofensa parece pillarlo por sorpresa y esboza una sonrisa insolente.
No suelo hablar de esta forma, pero, maldita sea, se lo ha buscado.
El profesor se aclara la garganta para invitarnos a callar.
—El año pasado superó los exámenes, no sabría decir por qué gracia
divina. Pero este año, señor Collins, tendrá que trabajar duro en mi
asignatura.
No responde; se limita a asentir ligeramente con la cabeza.
—Para todos aquellos que, en cambio, se toman las clases en serio y
buscan ampliar sus horizontes culturales, me complace anunciarles que hoy
empezaremos con Kant.
Se me iluminan los ojos en cuanto pronuncia su nombre. Gimoteo de
felicidad mientras que Thomas se pasa una mano por la cara y murmura
que este tema es un rollazo.
Veinte minutos después, el arrogante tatuado que está sentado a mi lado
escucha música tranquilamente, como si nada. Podría pasar por alto su
insolencia, lástima que de los auriculares salga un zumbido espantoso que
me impide seguir la clase como me gustaría.
Después de darle unas cuantas vueltas, me acerco a él y le toco el
hombro con un dedo.
—Deberías guardarlo, ¿no crees? —propongo, y le lanzo una mirada al
teléfono que tiene sobre el muslo.
Me observa como si acabara de decirle que no estamos en clase, sino en
una nave espacial con destino a Marte. Se quita el auricular izquierdo y
replica:
—¿Por qué?
—Porque me gustaría seguir la clase y no me dejas —respondo con voz
pausada, tratando de mantener la calma. No quiero discutir más con él,
quiero seguir mi clase preferida en paz. ¿Acaso pido demasiado?
Thomas vuelve a ponerse el auricular y sube el volumen de la música,
desafiando mi petición. Por si fuera poco, vuelve a mascar el chicle, que
hace un ruido molesto con cada mordisco entre sus dientes blancos. Debo
hacer acopio de todo mi autocontrol para no arrancárselo de la boca y
pegárselo en el pelo.
Lo fulmino con una de mis peores miradas, de esas que reservo para mi
madre cuando se acaba el último paquete de galletas y se olvida de avisar.
O para Travis, cuando me doy cuenta de que no ha escuchado ni media
palabra de lo que le he dicho.
—¿Se puede saber qué problema tienes ahora? —pregunta nervioso.
—¿Yo soy la que tiene el problema? ¿En serio? ¡He intentado seguir la
clase desde el momento en que has puesto tu culo en esa maldita silla!
—Pues hazlo, ¿quién te lo impide?
—¡Tú! —respondo con los ojos como platos.
—¿Por esto? —pregunta, en referencia a los auriculares—. Qué
exagerada, joder.
—Mira, ¿sabes qué? ¡Olvídalo!
Vuelvo a posar la mirada en las diapositivas y aguanto los minutos que
quedan de clase. Estoy deseando quitármelo de encima.
—Muy bien, chicos, hemos terminado por hoy. ¡Nos vemos el viernes!
—exclama el profesor veinte minutos más tarde.
Nunca en la vida me había alegrado tanto de oír esa frase. Y solo por
culpa de un imbécil que se ha sentado a mi lado con el único propósito de
aburrirme. Thomas enrolla los auriculares alrededor del teléfono, se los
mete en el bolsillo trasero de los vaqueros, toma el lápiz y el cuaderno en el
que ha estado garabateando toda la hora y se marcha sin decir nada más.
Yo, en cambio, necesito un café para calmarme. Hoy es un día horrible.
Entro en la cafetería y espero mi turno en la cola. Al mirar por las
cristaleras, veo que ha vuelto a llover con más fuerza. La lluvia y yo
siempre estamos en sintonía, sabe cuándo la necesito.
Me dispongo a avanzar en la cola cuando alguien llega por detrás. Es
Alex, que me rodea los hombros con el brazo.
Lo imito y hundo la cara en su sudadera con aroma cítrico.
Este verano lo he echado mucho de menos; mis días sin él han sido una
lata. Travis estaba siempre ocupado con sus cosas, y no le importaba
dejarme en casa, así que solo podía contar con Tiffany. Pero ella tiene una
vida plena y emocionante, no como yo, que siempre estoy encerrada en mi
habitación estudiando, leyendo o viendo series de televisión.
—Perdona, no he podido venir antes. ¿Cómo estás? —Me despeina el
pelo con una mano mientras se cuelga al cuello la Canon que siempre lleva
consigo, listo para inmortalizar en una simple instantánea hasta el más
mínimo detalle, logrando capturar siempre su unicidad.
—¿Siguiente pregunta?
Curva los labios en una mueca enfurruñada.
—¿Qué ha hecho Travis esta vez?
¡Oh, esta vez no es solo Travis! Veamos, la lista es larga: la discusión
de esta mañana, la retahíla de órdenes de mi madre, la arrogancia de
Thomas, a quien tendré que aguantar durante todo el semestre… O quizá
tenga suerte y se cambie de asignatura, o tal vez suspenda y no vuelva a
verlo.
—Nada, solo es uno de esos días en los que me he levantado con el pie
izquierdo —me limito a decir, y doy un paso adelante. No quiero agobiarlo
con mis estúpidos dramas. Por cierto, acabo de caer en la cuenta de que él
todavía no sabe nada sobre la discusión con Travis ni sobre el vídeo que
circula por Instagram. Mejor así, sería la enésima prueba de que sus
preocupaciones son más que lícitas.
—Y tú, ¿qué te cuentas? ¿Qué tal el primer día? —pregunto con
curiosidad—. Me sabe fatal no tenerte conmigo en clase de Filosofía. —
Hoy habría sido de ayuda con el maleducado tatuado.
—A mí también me sabe mal, pero he preferido centrar mi plan de
estudios en las asignaturas de arte. De hecho, me he apuntado al club de
fotografía —me cuenta con entusiasmo.
Durante todo el verano, no ha hecho más que inundarme de fotos que
ha sacado en Santa Bárbara, donde él y su familia veranean todos los años:
chiringuitos de playa, paseos en barco, hogueras junto al mar. Y mientras él
se divertía, yo no tenía nada que contarle aparte del listado de libros y
series de televisión que he devorado en su ausencia, los aburridísimos
entrenamientos de Travis, a los que (¡para variar!) no supe decir que no, y
las discusiones agotadoras con mi madre, en las que intentaba hacerle
entender que ya no soy una niña a la que tiene que controlar con sus
absurdas normas. Todo aire desperdiciado.
—¡Bien hecho, Alex! —le digo una vez he vuelto al presente.
—¿Sabes?, siento que he encontrado mi camino —prosigue. Mientras
tanto, ha llegado nuestro turno en el bar. Pido un café largo sin azúcar para
mí y un capuchino con doble de nata para él.
—Estoy segura de que sí, tus fotos son estupendas. Tienes una
sensibilidad artística que envidio. —Pago y recojo las bebidas humeantes,
pero antes de que me dé tiempo a guardar el cambio y volverme hacia
Alex, este me saca una foto con un gesto rápido, lo que me deja atónita por
un momento.
—¡Alex! No vuelvas a hacer eso, sabes que lo odio. —Parpadeo
rápidamente, aturdida por el flash, y le planto su café en las manos.
—Perdona. —Se ríe—. No he podido evitarlo. Eres muy fotogénica —
afirma mientras observa con orgullo mi retrato en la cámara, que le ha
costado un dineral.
Voy desmaquillada, tengo el pelo encrespado por la humedad y mis
ojeras podrían ser la mismísima envidia del tío Fétido Addams. No sé muy
bien qué entiende él por «fotogénica», pero es probable que tengamos ideas
muy distintas al respecto.
—¿Quieres verla? —pregunta con los ojos clavados en la pantalla y una
sonrisa enorme.
—No es necesario, gracias. —Bebemos nuestros cafés y nos dirigimos
hacia el aula en la que tendremos la siguiente clase—. Por cierto, ¿cómo va
con Stella?
Alex conoció a Stella en Santa Bárbara este verano y me ha hablado
mucho de ella. Llegué a saludarla en algunas videollamadas por FaceTime
y me pareció muy guapa, con unos rasgos claros y dulces, perfecta para él.
Lástima que viva en Vancouver y que ahora tengan que enfrentarse a todas
las dificultades que comporta una relación a distancia.
—Es una situación nueva para los dos, todavía tenemos que ver cómo
la gestionamos, pero está haciendo planes para pasar aquí el fin de semana.
Asiento a sus palabras distraída, porque mi atención se centra en la
imagen de una parejita apartada al final del pasillo. Enseguida reconozco la
estatura impetuosa de ese idiota de Thomas, acompañado de Shana
Kennest: físico esbelto, un cuerpo impresionante, pelo rojo como el fuego y
ojos turquesa. A su lado, cualquiera se siente como el patito feo, y ella hace
todo lo posible para que así sea. Los chicos del equipo de baloncesto la
conocen bien, incluso demasiado, y ella parece estar orgullosa de ello. Pero
es evidente que su interés por Thomas supera su interés por cualquier otro.
Por los pasillos se rumorea que, a pesar de que no le ha concedido una
relación exclusiva, él parece preferir su compañía a la de cualquier otra
chica. De hecho, por lo general, las liquida a todas sin la más mínima
consideración una vez se ha divertido con ellas.
Thomas la aprisiona contra la pared y yo clavo la mirada en sus manos
tatuadas. A pesar de que Shana es muy alta, Thomas la supera, y tiene que
alzar la cabeza para mirarlo a los ojos. Él se inclina hacia delante y sus
labios casi se rozan mientras hablan como si estuvieran solos en el pasillo.
Al pensar en lo grosero que ha sido conmigo en la clase de Filosofía, me
sorprende verlo así ahora, tan afable. Shana le desliza una mano en el
bolsillo trasero de los vaqueros para sacar su paquete de cigarrillos. Se
lleva uno a la boca, pero él se lo quita y se lo lleva a los labios. Luego le
rodea los hombros con un brazo, y, antes de dirigirse hacia las escaleras
que conducen al jardín, nuestras miradas se cruzan durante una fracción de
segundo. Jadeo avergonzada porque me ha pillado mirándolos. Él, en
cambio, me guiña un ojo con descaro.
—Eh, ¿me estás escuchando? ¿Qué miras? —pregunta Alex con
suspicacia.
De inmediato, aparto los ojos de ese arrogante y de la pelirroja que se
pega a él como una garrapata y vuelvo a fijarme en mi mejor amigo antes
de que se dé cuenta.
—Nada, perdona. ¿Qué decías? —Mordisqueo el borde del vaso de
cartón del café.
Alex mira a su alrededor, pero, por suerte, la parejita ya se ha
esfumado.
—Stella vendrá este fin de semana y he pensado que podríamos cenar
juntos, ¿te apetece? —propone.
—Claro. —Le sonrío—. Llevo todo el verano deseando conocerla en
persona.
—Perfecto, seguro que se alegra.
Empezamos a caminar hacia el auditorio, donde se imparte la
asignatura de cine a la que asistimos juntos, mientras trato de deshacerme
de esa sensación molesta que la sonrisita burlona de Thomas ha despertado
en mí.
Capítulo 4
Las horas que he pasado con Alex me han puesto de buen humor. Siempre
he dicho que este chico es la serotonina personificada.
Camino por los pasillos abarrotados de estudiantes para llegar al aula
donde tengo clase cuando la voz cantarina de mi mejor amiga me llega por
encima del hombro.
—Carol va a dar una megafiesta en su casa el viernes por la noche,
después del partido, para celebrar el inicio del nuevo semestre. ¡Tenemos
que ir! —exclama con un deje de emoción.
—¿Tenemos? —pregunto escéptica mientras trato de recordar quién es
Carol.
—Por supuesto. —Tiff mueve la mano para señalarnos a mí y a sí
misma—. Tenemos. —La mirada escandalizada que le lanzo basta para
hacerle entender que no me interesa, pero se planta frente a mí—. Nessy,
necesitas divertirte un poco.
Resuello.
—Tú y yo tenemos una idea muy distinta del concepto «diversión».
Además, ni siquiera sé quién es la tal Carol.
Tiffany frunce el ceño y se cruza de brazos.
—¿No te acuerdas? Estudia Criminología conmigo. El año pasado
estaba en todas las fiestas de la hermandad de Matthew. Alta, rubita,
siempre vestía de forma excéntrica…
Carol… Alta, rubia. Mmh, no. Definitivamente, no me acuerdo de ella.
Será porque a esas fiestas fui como mucho tres veces.
—Diría que no la conozco, Tiff.
Entramos en el aula de Sociología, una de las pocas asignaturas a las
que Tiff y yo asistimos juntas, y subimos las escaleras mientras esquivamos
a los demás estudiantes que suben y bajan.
—¡Pues ha llegado el momento de remediarlo!
—No puedo autoinvitarme a casa de una desconocida —puntualizo.
Echamos el ojo a dos sitios libres en la tercera fila y nos dirigimos hasta
allí. Una vez sentadas, Tiffany se pasa la melena detrás del hombro con un
gesto elegante.
—En primer lugar, no te estás autoinvitando a ningún sitio, sino que me
acompañas. En segundo lugar, ¿a quién le importa? ¿De verdad crees que
conoce a toda la gente que irá?
Valoro la idea mientras trazo pequeños círculos en la mesa con la punta
del dedo, absorta.
—No lo sé, Tiff, el semestre acaba de empezar, no quiero arriesgarme a
ir rezagada con el temario.
—El semestre ha empezado hoy, Vanessa. Todavía no tenemos el
material necesario como para correr el riesgo de quedarnos atrás con el
temario.
—Pero el viernes lo tendremos. Además, el sábado por la mañana está
programado el primer encuentro con el club de lectura, y no querría
perdérmelo —respondo, decidida.
—Sí, y estoy segura de que el viernes ya irás por delante con el
temario, como siempre. Al club de lectura irás de todos modos, tampoco
vamos a quedarnos hasta el amanecer. ¡Venga, que nos divertiremos! —Se
mueve en la silla y me suplica con las manos juntas. Me lo pienso durante
unos segundos, indecisa sobre qué hacer, pero al final acepto la propuesta.
Esto es lo que hace la gente de mi edad, ¿no? Van a fiestas y se divierten.
No se encierran en sus habitaciones para estudiar, leer o ver películas en
Netflix con su mejor amigo.
—¡Venga, vale! Lo intento —respondo, y frunzo la nariz en una mueca,
no del todo convencida.
—¡Sííí! —grita y aplaude. He aquí el secreto para hacer feliz a Tiffany
Baker con un simple gesto: complacerla.
El resto del día pasa rápidamente entre las clases de Escritura Creativa
y Literatura Francesa. Durante la pausa para comer, he preferido
reservarme un rato a solas y me he quedado leyendo en la sala de descanso.
No tenía ganas de ver a Travis; bastará con que me pase luego por los
entrenamientos. Miro el reloj, que marca las cuatro menos cuarto, y pienso
en qué podría hacer durante esta hora que falta hasta que vaya al gimnasio.
Se me ocurre que a diez minutos del campus está la Book Bin, una pequeña
librería que vende libros nuevos y de segunda mano. Escribo a mis dos
amigos para preguntarles si quieren acompañarme. Alex está ocupado con
el club de fotografía, pero quedo con Tiffany delante de la librería. Ella se
sumerge enseguida en la sección de novela negra y policíaca, mientras que
yo me dejo llevar por el instinto.
Camino poco a poco entre los pasillos, dejo vagar la mirada entre las
viejas estanterías de madera, acaricio con los dedos los libros que
encuentro a mi alcance y busco una conexión con ellos. Me encantan las
librerías, el aire que se respira, el silencio que flota en el ambiente. Son un
paraíso terrenal.
Con ganas de una lectura diferente a las habituales, hojeo algún libro de
fantasía y hay uno que me llama la atención: habla de una chica torpe que
tiene el poder de cruzar los espejos y a la que dan como esposa a un noble
de un planeta lejano.
Mmh, no tiene mala pinta: si no fuera corta de dinero, me lo compraría.
Lo que me recuerda que necesito conseguir un trabajo a media jornada. Me
prometo que imprimiré algunas copias de mi currículum y empezaré a
repartirlas por la ciudad. Incluso podría encontrar algo que me fuera bien
dentro del campus.
Después de la visita a la librería, llegamos al Dixon Recreation Center,
que está lleno de estudiantes vestidos con equipaciones de baloncesto o de
fútbol. Antes de entrar en el gimnasio, nos sentamos en el Dixon Café para
merendar. Tiffany se pide un helado de yogur y yo me decanto por un
helado de pistacho con nata y sirope de chocolate, mi favorito.
Los devoramos y, entre un cotilleo y otro, le cuento que Thomas se ha
divertido arruinándome la primera clase del curso. Tiffany no parece
sorprendida, y es que la fama de capullo arrogante lo precede. Cuando miro
el reloj y veo que ya son las cinco pasadas, suspiro de forma ruidosa. Nos
dirigimos hacia el gimnasio del campus y le pregunto a Tiffany si quiere
entrar conmigo, con la esperanza de que me diga que sí. Como era
previsible, mi amiga declina la oferta: enloquecería si viera más balones
volando de un lado a otro, ya tiene bastante con los entrenamientos de
Travis en casa. Cuando estamos a punto de despedirnos, encuentro el valor
para ponerla al día sobre la discusión y la nueva tregua con su hermano. Su
contrariedad es evidente:
—No entiendo cómo puedes perdonarlo con tanta facilidad.
—Es complicado —me limito a responder. Una parte de mí, escondida
bajo capas de decepción y resignación, espera que Travis haya entendido
que cometió un error y que vuelva a ser el chico cariñoso y tierno del
principio.
—Ya sabes lo que opino. Es mi hermano, pero eso no significa que no
vea lo evidente. Tienes que hacerle entender que mereces más respeto y
que no puede seguir dando por sentada vuestra relación.
—Esta es la última oportunidad que le doy para demostrarme que me
merece.
Sé que no me cree porque se lo he dicho miles de veces, pero siento que
esta sí que es la última. No pienso dejar que me trate como si fuera un
mueble, ¡caray! ¡Si hasta los trofeos que expone en su casa reciben más
atención que yo!
—¿Me lo prometes? —Me tiende el meñique de la mano izquierda para
sellar la promesa y yo entrelazo el mío con el suyo.
—Te lo prometo.
—Muy bien, pero antes de que te vayas… —añade mientras rebusca en
su mochila—. Te he comprado un regalito. —No me lo creo. Es el libro
que estaba hojeando en la librería.
—He visto cómo lo mirabas, y te mereces unos mimos. —La dulzura
en su rostro es franca.
—Gracias, Tiff, pero no hacía falta. —Su gesto me conmueve; es
pequeño, pero muy significativo. Lo cierto es que me avergüenza un poco
que me haya comprado algo que ahora mismo no puedo permitirme.
—Ah, venga ya, no hay de qué —dice, y se encoge de hombros—.
Tengo que irme. Nos vemos mañana, preciosa. —Me da un cálido abrazo y
le devuelvo el gesto con más fuerza de la habitual. Sé que lo odia, pero me
divierte molestarla un poquito.
***
***
***
***
Al cabo de unas horas, estoy esperando a Travis fuera del campus con los
brazos cruzados y temblando por el frío aire otoñal. Solo llevo la camiseta
del pijama porque esta mañana también me he olvidado de coger la
chaqueta.
¿Cuánto se tarda en ir a buscar un coche al aparcamiento? Ya han
pasado diez minutos. Maldita sea.
Flexiono las rodillas y me froto los brazos para entrar en calor. De
repente, alguien me pone una pesada chaqueta de piel negra sobre los
hombros y me sobresalto. Justo entonces, me encuentro a Thomas a mi
lado. Estoy tan sorprendida por este gesto considerado que me pregunto
dónde está la trampa.
—No hacía falta, gracias. —Hago ademán de devolvérsela, pero él me
ignora. Se enciende un cigarrillo y entrecierra ligeramente los ojos. Cuando
exhala, el humo crea una nube grisácea que lo envuelve.
—Quédatela —masculla mientras juguetea con la rueda del mechero—.
Estás temblando —añade después de echarme una mirada fugaz.
—¿A qué se debe este acto de amabilidad? —le pregunto, y me vuelvo
hacia él para mirarlo a la cara.
Parece confuso.
—¿Amabilidad? No diría eso. En todo caso, compasión.
¿Qué significa eso? ¿Es que le doy pena? ¿Como cuando ves a un perro
abandonado y desnutrido que vaga sin rumbo?
Sacudo la cabeza, nerviosa por su arrogancia.
—¿Sabes qué? Aquí tienes tu chaqueta, no necesito tu compasión. —Se
la lanzo contra el pecho para devolvérsela. Como respuesta, Thomas deja
escapar un gemido divertido desde lo más profundo de su garganta.
—Qué quisquillosa…
—No, lo que me molesta es tu forma de relacionarte con los demás —
replico, con la mirada fija en otra parte.
Thomas se acerca y se cierne sobre mí. Es un gigante comparado
conmigo, que no paso del metro sesenta. Trago saliva e intento disimular el
desconcierto que me provoca. Tengo que inclinar la cabeza para mirarlo a
los ojos en un intento por captar sus intenciones. Él, con el cigarrillo
atrapado entre los labios, vuelve a ponerme la chaqueta sobre los hombros
y se asegura de envolverme bien con ella. Da una calada al cigarrillo y me
echa el humo en la cara despacio. Medio ahogándome, lo fulmino con una
mirada llena de odio, que parece no hacer mella en él.
—¿Esperas a alguien?
—A mi novio —silbo, con los brazos cruzados sobre el pecho. Una
idea se abre paso en mi interior: «Madre mía, si Travis llegara ahora mismo
y me viera aquí con Thomas y su chaqueta encima, sería el acabose».
—Por curiosidad… —Da otra calada al cigarrillo, entrecierra los ojos y
libera el humo por la nariz—. ¿Sientes debilidad por los capullos o
simplemente te atraen los hijos de papá?
Pongo los ojos en blanco, desconcertada.
—Travis no es… —me apresuro a defenderlo. Pero la vocecita en mi
cabeza concluye la frase por mí: «¿Un capullo? Lo es. ¿Un hijo de papá?
También». Cuando Thomas nota que titubeo, me dedica una sonrisita de
satisfacción típica de quien sabe que ha dado en el clavo.
Muy bien, este asalto lo ha ganado él.
—¿Qué haces aquí? —pregunto para cambiar de tema.
—Soy un fumador empedernido, y no te lo vas a creer, pero la
universidad ha decidido aplicar la absurda prohibición de fumar en el
interior. —Da una última calada y tira la colilla a unos metros de nosotros
sin apartar la mirada de la mía—. Absurdo, ¿no te parece?
—Bueno, ya te has fumado el cigarrillo. —Le devuelvo la chaqueta con
la esperanza de que se marche antes de que llegue Travis.
Él se la pone y, circunspecto, se acerca todavía más a mí, lo que hace
que me alcance una intensa oleada de su perfume de vetiver. Es una
fragancia fresca y masculina, que recuerda al aroma de un bosque después
de un chaparrón. Arrollador.
—¿Es mi impresión… o me estás echando de aquí?
—No, qué va… —tartamudeo. De repente, siento la garganta seca—.
Solo digo que ya no tienes motivo para estar aquí. Además, Travis llegará
en cualquier momento.
Thomas hunde las manos en los bolsillos de su chaqueta de piel. Es
como si quisiera parecer indiferente, pero el atisbo de una mueca de
satisfacción lo traiciona.
—Aquí fuera no se está nada mal, hay unas vistas interesantes.
Lo miro confusa. ¿Acaso un camino frío y desierto, cubierto por la
niebla, ofrece unas vistas interesantes?
—Diría que hay vistas mucho mejores —mascullo, y me llevo un
mechón de pelo que me revolotea por la cara detrás de la oreja mientras él
me observa fijamente durante unos cuantos segundos.
—Deberíamos salir juntos alguna vez.
Lo miro sin pestañear y hago un esfuerzo titánico para no reírme en su
cara.
—¿Disculpa?
—Beber algo juntos, nada más —afirma, seguro de sus palabras.
—¿Y por qué?
Alza un hombro con soltura.
—¿Es que tiene que haber un motivo?
—No tengo ninguna intención de salir contigo. Y ya te lo he dicho,
tengo novio.
—Te he pedido que salgamos, no que follemos —replica serio.
Por poco no me ahogo con mi saliva.
—Bien, porque no lo haría nunca —le aclaro con el ceño fruncido.
—Bien, porque nunca te lo pediría. Tengo gustos completamente… —
Me repasa el cuerpo con la mirada, como si la mera idea de estar conmigo
lo indignara—… distintos.
Me aclaro la garganta mientras trato de camuflar la incomodidad que
siento ahora mismo. Sin saberlo, acaba de tocar un tema muy delicado.
—Sí, claro, lo mismo digo.
—¿Estás segura?
—Más que segura. —Alzo la barbilla con la esperanza de no dejar
entrever ningún tipo de emoción.
—Entonces todo bien —suelta como si nada—. Podemos salir sin que
corras el riesgo de enamorarte de mí o esas tonterías. Me evitarías todo ese
rollazo.
—Oye… —Me presiono el puente de la nariz. Se me agota la paciencia
ante tanta presunción—. Nosotros dos no somos amigos, ni siquiera nos
conocemos. Y, francamente, no me caes bien, ni siquiera un poquito —
remarco—. Así que la respuesta es no, no saldré contigo. Ni ahora ni
nunca.
Thomas clava la mirada en mis labios entreabiertos y agrietados, lo
provoca que me sonroje. Se detiene un momento, luego vuelve a mirarme a
los ojos con una sonrisa avispada. Da un paso hacia mí, hasta que me roza
el pecho con el torso, y por algún extraño motivo, contengo la respiración.
—Ya veremos —murmura con tono desafiante.
Tengo la terrible sensación de haber prendido una mecha que me
explotará en la cara.
—No hay nada que ver —farfullo nerviosa—. Ahora, me gustaría que
te fueras.
—¿Te da miedo que tu chico me vea aquí contigo? —me chincha con
un tono burlón en la voz.
—Solo quiero evitar problemas, ya que no congeniáis demasiado —
explico.
Algo en mis palabras debe de haberle afectado. De repente, la
expresión de su rostro se endurece y aprieta la mandíbula en un gesto
instintivo. Si una pequeña mención a Travis ha bastado para desatar un
cambio de humor semejante, eso significa que las cosas son más graves de
lo que quieren hacerme creer. Justo en ese momento, oigo el rugido del
motor de la camioneta. Sumida en el pánico, retrocedo unos pasos para
alejarme todo lo posible de Thomas.
—Te lo pido por favor, ¿podrías marcharte?
Por un momento, en sus ojos refulge un extraño brillo. Apostaría a que
está considerando la idea de quedarse aquí solo para crear confusión. Pero
luego algo le hace cambiar de idea. Tal vez sea mi expresión suplicante, o
quizá su conciencia. Retrocede un paso, asiente despacio y alza las manos
en señal de rendición.
—Nos vemos por ahí, Forastera… —Me dedica una última mirada y se
detiene en mi camiseta.
Me ruborizo y él se ríe, complacido.
—Vaya, vaya, ahora te despides y todo —le recrimino, e ignoro el calor
en las mejillas y el apodo que me ha puesto.
Me guiña un ojo y, con las manos en los bolsillos de la chaqueta, se
marcha y me deja ahí plantada mientras lo observo en un extraño estado de
confusión. Lo achaco a la adrenalina por el miedo a que Travis nos pillara
juntos.
Me subo a la camioneta, feliz por haberme librado a tiempo de la
presencia de Thomas.
—Perdona, Nessy, me he encontrado con Finn en el aparcamiento y nos
hemos puesto a charlar —me explica mientras me abrocho el cinturón.
—Tranquilo, no te preocupes —le digo. Lo cierto es que ahora mismo
estoy tan aturdida que no he prestado la mínima atención a sus palabras.
—¿Todo bien? —me pregunta, preocupado.
—Sí, solo tengo frío.
—Perdona, te he hecho esperar un montón.
—No hay problema. —Le sonrío.
Enciende la calefacción y me acaricia una pierna. Luego veo que
olisquea el aire con el ceño fruncido.
—¿Huele un poco raro en el coche, no crees?
—Ehm, no, no noto nada.
—Sí, huele a tabaco y a… ¿qué es? ¿Colonia? ¿Menta? ¿De verdad no
notas nada? —pregunta algo decepcionado.
Madre mía. La chaqueta de Thomas debe de haberme impregnado con
su olor.
—No, no noto nada —miento, impasible—. Puede que aún notes el olor
de la colonia de Finn, siempre se pone un montón. —Enciendo la radio
para distraerlo y, al parecer, funciona.
Lo escucho mientras me cuenta cómo le ha ido el día, pero tengo la
cabeza en otra parte: en el aroma de Thomas, que invade mis sentidos y
también mis pensamientos.
¿Qué diantres acaba de pasar?
Capítulo 6
***
***
Estamos sentados en el césped, uno al lado del otro, y ninguno de los dos
profiere palabra.
A nuestro alrededor reina el silencio. De fondo solo se oye el canto de
los grillos y el zumbido de otros insectos; las luces atenuadas del campus
enmarcan este momento más bien embarazoso, al menos para mí.
Thomas, en cambio, parece cómodo mientras juguetea con la anilla de
su lata de refresco.
Miro a mi alrededor, arranco algunas briznas de hierba, separo las
puntas dobles que me encuentro en algunos mechones de pelo. Tal vez
debería cortármelo un poco…
—Te pongo muy nerviosa, ¿eh? —observa con un deje de satisfacción
en la voz.
—No, qué va —miento—. Entonces…, ¿por qué no estás dentro
entrenando con los demás? —le pregunto mientras me bajo las mangas de
la chaqueta.
—Porque no —responde tajante.
Oh, bueno, ahora me ha quedado claro.
Poso la mirada en su bíceps expuesto y me pierdo mientras admiro
todos los tatuajes que lo recubren. Me detengo en un reloj de arena oblicuo
envuelto en alambre de espino. Dentro del reloj hay tres pequeñas
mariposas negras atrapadas, listas para despegar el vuelo. Me gustaría
preguntarle qué significado tiene, pero sé que no respondería.
—¿Sabes? Siempre he querido hacerme un tatuaje. Me fascina la idea
de imprimir algo en la piel para siempre, pero soy demasiado miedica. La
mera idea de dejarme pinchar tantas veces por unas agujitas me provoca
escalofríos.
Thomas me dedica una mirada furtiva, indescifrable.
—¿Quieres volver dentro? Imagino que tendrás frío —digo,
preocupada.
—No.
—¿Te gustaría contarme por qué estás de tan mal humor? —me
aventuro, aunque intuyo que la respuesta será un…
—No.
Por supuesto.
—Thomas, puede que no lo sepas, pero si queremos hablar, tienes que
hacer un esfuerzo para decirme algo más que un simple «no» —explico
como si estuviera hablando con un niño.
—Nunca he dicho que quisiera hablar.
—Vale… —Me siento un poco tonta por haber esperado que confiara
en mí. En el fondo, apenas nos conocemos—. Mira, te veo bastante
afectado, y tengo la sensación de que no quieres que esté aquí. Así que, si
lo prefieres, te dejo en paz.
—Si no te quisiera aquí, no estarías aquí —replica él, algo impaciente.
—De acuerdo. —No sé muy bien qué hacer si no tiene ganas de hablar.
Saco Sentido y sensibilidad de la mochila y aprovecho la luz titilante que
procede de una farola cercana para dejarme llevar por la historia.
De reojo, veo que Thomas se ha tumbado sobre la hierba. Tiene los
brazos cruzados bajo la nuca y la mirada clavada en el cielo.
—¿Qué haces? —pregunto sorprendida.
—Aprovecho la oscuridad y disfruto del paisaje. ¿Quieres
acompañarme?
—No… —respondo asqueada—. La hierba está sucia y mojada.
—Aparte de quisquillosa, también eres muy delicada —replica,
sarcástico.
—No es eso, es que…
—Cállate y ven aquí —me interrumpe, y me quita el libro de las
manos. Lo cierra, lo deja en el suelo de una forma que casi me duele y me
tira del brazo para que me acomode a su lado. Esta cercanía inesperada me
aturde; el corazón empieza a latirme con fuerza y se me acelera la
respiración. Cuando dirijo la mirada al cielo, me quedo muda ante el
espectáculo que hay sobre nuestras cabezas: un cielo que parece hecho de
tinta encierra una infinidad de estrellas luminosas. Parecen un montón de
diamantes diminutos. Reconozco las constelaciones del Cisne y el Delfín,
una al lado de la otra. Cuando era pequeña, mi padre me llevaba a menudo
al tejado de casa a escondidas de mi madre. Era nuestro lugar secreto. Nos
sentábamos a contemplar las estrellas y él decía que la más brillante era la
estrella de los deseos. Pasábamos el tiempo buscándola, y luego cada uno
pedía un deseo.
El cielo estrellado nunca ha vuelto a ser el mismo desde que nos
abandonó.
Permanecemos en silencio durante un puñado de minutos y disfrutamos
de la quietud que nos rodea, con el susurro de los árboles y de las briznas
de hierba que se mecen suavemente con la brisa.
Aunque suelo disfrutar del momento, me estremezco ante la idea de que
mi pelo esté tocando la hierba que todo el mundo pisa, pero hago todo lo
posible para que no se note. Y eso que a la chica obsesiva compulsiva que
hay en mí le gustaría salir corriendo hasta casa, darse una ducha caliente y
deshacerse de todos los gérmenes que se estarán dando un festín conmigo.
—¿Estás bien? —me pregunta Thomas.
Me sobresalto.
Sí, por supuesto. Solo estoy sufriendo una pequeñísima crisis de
ansiedad debido a mi fobia a los gérmenes.
—Oh, sí, todo bien —respondo tensa, con las manos cruzadas sobre el
pecho, mientras trato de mantener la calma.
—Ya veo. —Se ríe—. ¿Qué problema hay?
—Nada, es que los insectos me dan un poco de miedo y la idea de estar
aquí tumbada, bueno…, me repugna —confieso a vuelapluma.
Thomas se sienta y niega con la cabeza. Se quita su inseparable pañuelo
de la muñeca, lo desenrolla y me mira.
—Levanta la cabeza, venga —me dice con un deje de diversión en la
voz.
—¿Qué? ¿Por qué?
—Haz lo que te he dicho y déjate de preguntas, es enervante.
—Bueno, no puedo evitarlo, soy así —me justifico. Lo imito y me
siento.
—¿Pesada?
—No, curiosa.
Thomas me dedica una mirada elocuente, pero no contesta. Coloca el
pañuelo sobre la hierba y me invita a apoyar la cabeza en él. No puedo
negar que este gesto me ablanda un poco el corazón.
—¿Te han puesto una inyección intravenosa de amabilidad? —lo
provoco—. ¿O tal vez has descubierto que tienes una enfermedad incurable
y ahora eres amable con quien se cruza en tu camino?
—Solo es un pañuelo —contesta, y le resta importancia—. Parecías al
borde de un ataque de nervios.
—No es verdad. —Sentada a su lado, le doy un codazo en el costado
mientras me muerdo el labio. Sonríe, y lo hace genuinamente por primera
vez desde que lo conozco. Me gustaría comentarlo, pero tengo el
presentimiento de que, si lo hiciera, se pondría serio al instante.
—Pues yo creo que sí. Tenías la misma cara de asco que pongo yo cada
vez que veo a tu novio en las duchas —dice con maldad, y la sonrisa que
mostraba hace un momento muere en sus labios.
—¿Se puede saber por qué os odiáis tanto?
Thomas me ignora.
—Te he hecho una pregunta, ¿me has oído?
Suspira frustrado y se despeina el mechón de pelo que le cae por la
frente.
—Es difícil no oírte… —Permanece en silencio un poco más antes de
continuar—: Con que sepas que tu novio es un capullo es suficiente. Y
deberías abrir los ojos.
—Sé más específico —protesto. Siento un extraño presentimiento.
—Estás con él, ¿no? —suelta, furioso, con los ojos colmados de odio
—. Si quieres saber algo, pregúntaselo a él, joder.
Me sorprende su inesperada agresividad.
—Perdona, yo… no quería hacerte enfadar —murmuro desanimada.
Thomas vuelve a tumbarse sobre el césped mientras que yo me siento
abrumada por mil sensaciones y preguntas. Me rompo la cabeza para tratar
de dar con una razón válida que justifique el odio que siente hacia Travis,
pero no la encuentro. Siento que hay muchas cosas tácitas entre nosotros.
Thomas me salva de la espiral de pensamientos. Toma el libro que
estaba leyendo y lo levanta en el aire.
—Sentido y sensibilidad, de Jane Austen —lee en la cubierta. Me mira
de reojo—. Qué sorpresa. —Por cómo me habla, sé que trata de decirme
que la rabia está yendo a menos.
—¿Te gusta leer? —pregunto esperanzada.
—Me aburre.
Me llevo una mano al pecho y finjo que me siento mal.
—Acabas de romperme el corazón.
—Tarde o temprano tenía que pasar —bromea. Esta vez lo dejo hacer.
—No sabes lo que te pierdes.
—Cuéntame, ¿de qué va? —pregunta, curioso.
—Habla de la vida de dos hermanas muy distintas la una de la otra.
Una es apasionada e instintiva; la otra, en cambio, es más racional.
—¿Y qué les pasa a las hermanas?
—Se enamoran de dos hombres, también muy diferentes, y el amor que
viven las cambia profundamente.
No responde. Vuelve a dejar el libro sobre la hierba y se sienta antes de
encenderse un cigarrillo.
—¿Quieres? —pregunta a la vez que me ofrece el paquete de tabaco.
—No, gracias. —Pone una mueca, como si mi respuesta no lo
sorprendiera—. ¿No fumas demasiado para ser un deportista? Creía que
teníais unas reglas muy rígidas que seguir.
—Sí, así es, pero no puedo evitarlo.
—¿Y al entrenador le parece bien?
Suelta una risa amarga.
—Si por «bien» entiendes que amenace con suspenderme un día sí y
otro también, entonces sí, diría que le parece bien. De todas formas, al final
nunca lo hace. Me necesita, ambos lo sabemos.
—¿Alguna vez has pensado en dejarlo? —Me llevo las rodillas al
pecho y apoyo la barbilla en ellas.
—Solo lo deja quien quiere dejarlo. Y yo no quiero. —Da una larga
calada y, después de tragar todo el humo, se pierde observando la punta
candente del cigarrillo con una extraña y angustiosa devoción—. La
nicotina mantiene a raya los instintos que sería incapaz de controlar sin
ella.
—¿Qué instintos? —pregunto con inocencia. Me arrepiento enseguida,
porque veo que Thomas se oscurece de nuevo. Se pasa la mano entre el
pelo, nervioso—. Dime una cosa —propongo, con la esperanza de rebajar
un poco la tensión—, ¿cuánto hace que juegas al baloncesto?
—¿Por qué te interesa?
—Bueno, si queremos ser amigos, tenemos que saber algo más el uno
del otro —explico, pero en realidad solo quiero averiguar algo sobre él.
Estoy segura de que, bajo la superficie, se esconde más de lo que deja
entrever.
—Entonces quieres ser mi amiga —bromea, y me mira con disimulo.
—Primera regla básica si quieres que esta amistad funcione: ya puedes
quitarte esa sonrisita de satisfacción de la cara.
Resopla divertido y, tras dar otra calada, responde:
—Juego desde casi siempre.
—¿Siempre has sido tan bueno?
Me observa como si la respuesta fuera evidente.
—¿Acaso lo dudas?
—Qué creído eres…
—Realista, diría. —Por un momento, se detiene para reflexionar sobre
algo, y luego añade—: Sinceramente, he fracasado en todo. Pero el
baloncesto es lo único que se me da bien. En cuanto piso la cancha, todo
cobra forma y los problemas de mi vida desaparecen. Solo estoy yo, el
sonido de la red cuando encesto, el parqué bajo mis pies y la adrenalina que
fluye por mi cuerpo y guía mis movimientos.
Lo contemplo cautivada.
—Debe de ser una sensación fantástica.
—Sí.
—Thomas… —digo tras haberlo meditado.
—¿Qué pasa?
—No eres…, no eres un fracasado. Nadie lo es —añado, y jugueteo con
los cordones de los zapatos, porque la mirada con la que me fulmina me
confirma que, una vez más, estoy tocando un tema delicado.
—No hables. No me conoces —me advierte secamente, y vuelve a
apartar la mirada.
—Sí, es verdad, no te conozco. Pero no tienes que ser tan duro contigo
mismo, todos cometemos errores, somos humanos, puede pasar. Y no
importa lo mucho que duelan, algún día les estaremos agradecidos, porque
nuestros errores definen a las personas que somos. Sin ellos, no
lograríamos entender la verdadera esencia de la vida, solo seríamos unos
envases vacíos. —Le pongo la mano en el hombro para darle ánimo, pero
noto que se tensa. Creo que he ido demasiado lejos y retiro la mano como
si me hubiera quemado, pero no voy a rendirme—. Nuestros errores nos
hacen humanos, no unos fracasados —añado.
—Hay errores que destrozan la humanidad para siempre, Vanessa. —La
frialdad con la que pronuncia estas palabras me deja atónita. Me pregunto
qué le habrá pasado para estar tan desilusionado.
—No puedes hablar en serio…
—Nunca he hablado más en serio en toda mi vida —responde, y me
mira fijamente a los ojos.
Aparto la vista, pero me niego a escuchar nada más. Me envuelvo las
rodillas con los brazos, aterida.
—Estás tiritando —observa al cabo de un rato, y tira la colilla a unos
metros de distancia—. Deberías volver a casa —me ordena.
—No, estoy bien. —No quiero marcharme, quiero sentir la brisa
nocturna en la cara y deshacer el horrible nudo que siento en el estómago.
Me tumbo, apoyo la cabeza en su pañuelo y vuelvo a mirar al cielo en
un intento por encontrar un poco de alivio.
—Como quieras —añade, y se vuelve a acostar a mi lado.
—Puedes volver dentro, si quieres.
—Lo he dicho por ti. Aquí hará unos diez grados y estás tiritando.
—Soy friolera —me justifico.
—Di la verdad… —me pincha.
—¿Qué sería la verdad? —Lo miro confusa.
—Que solo es una excusa para que te abrace. Pero, lo siento mucho, no
va a pasar. —Se ríe de forma sarcástica.
—No es en absoluto una excusa para… —me apresuro a decir, pero
entonces veo que me está tomando el pelo—. Qué gracioso eres, Thomas
—digo con voz neutra, y entrecierro los ojos. De repente, se levanta una
ráfaga de viento que mueve las hojas de los árboles que nos rodean.
Algunas se desprenden y danzan libres con el viento hasta que caen sobre
nuestras cabezas y acaban, sobre todo, en mi pelo. Me incorporo e intento
quitármelas, pero, con la torpeza que me caracteriza, tan solo consigo
enredarlas más.
—Espera, que te ayudo. —Thomas se acerca a mí y lleva una mano a
mi pelo, mientras que con la otra me sujeta el brazo—. Te ayudo.
—No hace falta, ya puedo yo sola —espeto, obstinada. Sigo arrancando
briznas de hierba y hojas secas con bastante dificultad. Él levanta la
comisura de los labios, divertido, pero, al cabo de un instante, algo cambia
en su mirada; se vuelve más atenta. Me asusto enseguida.
—¿Qué pasa?
—Si te dijera que te quedaras quieta, ¿me harías caso?
—¿Por qué? —siseo, casi sin aliento.
—Porque tienes un chinche en el pelo.
¡¿Qué?!
Abro los ojos como platos y, presa del pánico, empiezo a gritar y a
revolverme.
—¡Oh, qué asco! Por favor, ¡quítamelo! ¡Quítamelo enseguida!
—Lo haría si dejaras de moverte como una loca. —No se me pasa por
alto el tono divertido con el que me habla. Se inclina hacia mí y contengo
el aire en los pulmones. Noto su aliento cálido muy cerca de los labios.
Cuando siento cómo sus dedos se mueven con delicadeza entre los
mechones de mi pelo, cierro los ojos por el miedo y me cubro la cara con
las manos—. Abre los ojos —me pide al cabo de un rato, y lo hace con una
consideración que no había mostrado hasta ahora. Yo niego con la cabeza y
aprieto los labios con fuerza, muerta de miedo—. Venga, demuestra que
eres valiente —me reta. Siento cómo me toma las manos con una de las
suyas para apartármelas de la cara, pero me resisto en un acto reflejo—. Te
lo he quitado, puedes estar tranquila —me murmura al oído con tono
tranquilizador.
Bajo las manos despacio, me convenzo para abrir los ojos y entonces
me doy cuenta de lo cerca que Thomas está de mí. Las puntas de nuestras
narices casi se tocan. Me estremezco; tengo la garganta más seca que el
desierto del Sáhara.
—¿Todo bien? —Curva los labios en una sonrisa maliciosa mientras yo
apenas puedo tragar saliva. Asiento de forma incoherente y, cuando su
mirada se desliza lentamente hacia mi boca, el estómago se me contrae y
una oleada de calor me arrolla de la cabeza a los pies. Me siento indefensa
a un suspiro de su cara, a merced de sus movimientos.
Thomas inclina la cabeza, como si luchara contra un impulso más
fuerte que él.
—Joder… —maldice entre dientes, y cierra los ojos.
Cuando vuelve a levantar la cabeza, la fría expresión de su rostro apaga
el fuego que empezaba a prenderse por todo mi cuerpo. No alcanzo a
colocar las manos sobre su enorme pecho para establecer una distancia de
seguridad entre nosotros, porque el sonido de una voz familiar detrás de
nosotros pone en alerta todos mis sentidos. El corazón se me detiene en el
pecho.
Es Travis.
Capítulo 9
—¿Qué coño hacéis vosotros dos aquí fuera? —gruñe Travis a unos
pasos de distancia. Me vuelvo para mirarlo y noto que tiene la cara roja de
la rabia.
¡No puede ser que ya haya pasado una hora! Recojo mi libro del suelo y
me pongo en pie en un abrir y cerrar de ojos, como si acabaran de
descubrirme en la cama de otra persona. El corazón me late tan deprisa que
tengo miedo de que se me salga del pecho en cualquier momento.
Travis tiene el rostro morado, parece estar a punto de explotar. Tiene
los músculos tensos y nos mira fijamente con ojos amenazadores.
—¿No tenías que estar en casa, Vanessa? —Se acerca a nosotros
furioso. Travis tiene muchos defectos, pero la violencia nunca ha sido algo
propio de él. Sin embargo, en este momento me infunde miedo. Dios mío,
¿cómo he acabado metida en esta situación? ¿En qué estaba pensando?
Me gustaría obligarme a decir algo, darle una explicación, pero el
pánico me bloquea la garganta.
La ira de Travis me asusta tanto que, sin querer, retrocedo unos pasos y
me escondo tras la espalda de Thomas, quien, mientras tanto, se ha
levantado y colocado delante de él.
—La estás asustando, idiota. No estábamos haciendo nada, relájate —
responde en mi lugar, molesto, mientras se enciende un cigarrillo con toda
la calma del mundo.
—Acabo de pillarte con mi novia y ¿tienes el valor de decirme que aquí
no pasa nada? Será mejor que te vayas de aquí o te juro que… —lo
amenaza Travis, que lo señala con un dedo.
—¿Qué? ¿Qué vas a hacer? —Thomas avanza hacia mi novio: están
peligrosamente cerca, cara a cara. Me tiemblan las piernas y abrazo con
fuerza mi libro contra el pecho. Creo que podría desmayarme en cualquier
momento. Me gustaría hablar, intervenir para detener esta locura, pero me
siento como si estuviera asistiendo a la escena desde arriba, incapaz de
hacer nada.
—Travis, por favor, déjalo ya —grito, con lágrimas en los ojos, cuando
por fin escapo del miedo que me paralizaba. Trato de agarrar a mi novio
por el brazo, pero es en vano: en un arrebato de pura locura, Travis se
abalanza sobre Thomas, le da un puñetazo en el abdomen y hace que se
doble al tiempo que suelta un gemido. Devastada, me llevo las manos a la
cabeza.
No obstante, lo que me hiela la sangre son la mirada enajenada de
Thomas cuando se incorpora y las palabras que salen de su boca:
—Eres hombre muerto —gruñe entre dientes antes de tirar el cigarrillo
al suelo.
Observo la escena como si estuviera borrosa y, antes incluso de que
pueda registrar sus movimientos, Travis cae derribado al suelo con una
fuerza brutal. Desesperada, grito que paren, pero ninguno de los dos me
oye. Ruedan por la hierba y el asfalto mientras se pelean como leones
hambrientos, hasta que Thomas domina a Travis y se coloca sobre él con el
puño en alto, preparado para golpearlo.
—¡Thomas, para! ¡Por favor! —vuelvo a exclamar, con los ojos
nublados por las lágrimas y las manos temblorosas a causa del miedo.
Justo cuando empiezo a temer lo peor, irrumpen Finn y Matt, que se
abalanzan sobre ellos y los separan con cierta dificultad.
—¿Qué narices os pasa? ¿Estáis locos? —vocea Matt. Travis se levanta
del suelo y, a pesar de tener sangre en la boca, intenta abalanzarse de nuevo
sobre Thomas. Matt lo sujeta y se interpone entre los dos—. Cálmate, tío,
¿es que quieres que te arresten? —suelta, y luego desvía la mirada hacia
Thomas, a quien Finn retiene—. ¿Qué demonios os pasa?
—¡Lo que pasa es que este imbécil está molestando a mi novia! —grita
Travis. Escupe un coágulo de sangre al suelo y se limpia el labio con el
dorso de la mano.
—¿Molestando? —repite Thomas con una mueca malvada estampada
en el rostro. Finn todavía lo sujeta por un brazo para impedirle que cometa
una locura—. Te aseguro que a tu novia no parecía disgustarle.
El golpe que siento en el pecho ante esta acusación me hace palidecer.
Le lanzo una mirada asesina a Thomas mientras Travis, ciego por la ira,
cede a su provocación y, de nuevo, vuelve a la carga contra él. Menos mal
que Matt lo frena a tiempo.
Los alcanzo y me planto frente a él; todavía tiene los ojos llenos de
rabia, así que le tomo la cara entre las manos y trato de calmarlo.
—¡Travis, no ha pasado nada! —Él me aparta, furioso, y desvía la
mirada—. ¡Solo estábamos hablando! —prosigo, decidida a hacer que me
escuche—. Estaba de camino a casa, lo he visto aquí fuera y nos hemos
puesto a charlar, ¡nada más! —Soy una mentirosa, lo sé, y me avergüenzo
hasta la médula. La respiración de Travis empieza a regularse. Tiene la cara
magullada e hinchada. Coloco las manos en su pecho, con la esperanza de
apaciguar su ira, y le acaricio una mejilla con delicadeza—. Perdóname, no
debería haberlo hecho, pero todo esto no es más que un gran malentendido,
créeme.
—Si vuelvo a verte una sola vez con él, se acabó —dice sin aliento. Me
mira serio, con los labios apretados, y sé con certeza que no bromea.
—Vale —murmuro asustada.
Travis y yo no estamos pasando por nuestro mejor momento, pero no
quiero perderlo por culpa de un idiota cualquiera que disfruta riéndose de la
gente.
Detrás de nosotros, oigo que Thomas trata de zafarse del agarre de
Finn. Justo después, llega hasta nosotros y exclama, dirigiéndose a Travis:
—Cálmate, capitán… —Hace una pausa y chasca la lengua en el
paladar mientras me asesta una mirada de puro desprecio—. Esta de aquí
no me la pondría dura ni aunque se esforzara; si no, ya me la habría tirado.
—Sus ojos, llenos de odio, saltan de nuevo hacia mi novio—. En cuanto a
ti, es la última vez que te atreves a tocarme. Si vuelves a intentarlo, te
despertarás en una puta cama de hospital.
Observo cómo me da la espalda y se marcha hacia los apartamentos del
campus sin dignarse ni siquiera a mirarme, llevándose consigo toda su
insolencia, su arrogancia y su maldad. Yo, mientras tanto, me quedo ahí,
humillada, con los ojos llenos de lágrimas, mientras finjo que un dolor
lancinante no me acaba de atravesar en el pecho.
Pero no puedo mostrarme herida ante Travis. Me armo de valor,
tranquilizo a Matt y a Finn, rodeo a Travis por la cintura con un brazo y lo
guío hacia la camioneta. Me ofrezco a conducir, pero él se niega y no tengo
energía para intentar convencerlo de lo contrario. El trayecto de vuelta lo
hacemos en silencio; la tensión es palpable. Travis no me habla ni me mira.
Lo entiendo, le había prometido que me mantendría alejada de Thomas, y,
en lugar de eso, he corrido tras él como una idiota. Debería haberle hecho
caso, pero al final le he mentido.
Qué estúpida, me doy pena a mí misma. He dejado que mis emociones
dominaran sobre la razón, pero no volverá a suceder nunca más. Tengo
novio, ¡maldita sea!
—Nos vemos mañana —dice Travis cuando llegamos a mi casa.
—Travis… —Intento tomarlo de la mano, pero él se aparta y mira
fijamente un punto inconcreto más allá del parabrisas.
—Se me pasará.
—Necesito saber que estás bien.
—¿Tú crees que estoy bien?
Bajo la mirada, mortificada.
—¿Por qué te has puesto así? Si te hubiera visto alguien… ¡Corrías el
riesgo de que te expulsaran del equipo o, peor aún, de que te arrestaran!
—¿Qué hacías ahí fuera con él?
—Estábamos hablando, te lo he dicho…
—Hablando… —repite. La decepción en su voz no me pasa
desapercibida—. ¿Es que ahora sois amigos? ¿Por qué no sabía nada?
—No somos amigos, no había nada que saber. Me lo he encontrado ahí
y me he puesto a charlar con él. Ya sabes cómo soy, confío en todo el
mundo.
Más mentiras.
—Te he encontrado ahí fuera con él, a pocos centímetros de su cara.
Dime, ¿qué debería pensar?
—No es lo que parece, él me estaba… me estaba quitando un bicho del
pelo —me justifico con culpabilidad mientras tiro con nerviosismo de las
mangas de la chaqueta.
Travis se pasa las manos por la cara y suelta un suspiro, como si
quisiera poner en orden sus pensamientos. Tiene la mirada triste y la cara
hinchada por los golpes que ha recibido.
—Te conozco, Vanessa. —Niega con la cabeza y apoya una mano en el
volante, con la mirada resignada clavada en el parabrisas.
—¿Perdona? ¿Qué quieres decir? Precisamente porque me conoces
deberías saber que no haría nada para herir…
Travis me interrumpe:
—¡No lo entiendes! —estalla, y da un golpetazo al volante.
—¿Qué? ¿Qué se supone que no entiendo?
—Él… —Sacude la cabeza con actitud culpable—. Eres su objetivo.
Lo miro fijamente sin decir nada unos segundos durante los que me
limito a parpadear.
—Eso es una locura. No soy su objetivo. Además, aunque así fuera,
tienes que fiarte de mí. Te he perdonado por lo que hiciste el viernes por la
noche, ¿tú no puedes dejar pasar una simple conversación?
Travis deja escapar una risita amarga.
—Que sepas que no le importas en absoluto, es a mí a quien quiere
fastidiar.
—¿Por qué querría fastidiarte?
—¡Esa no es la cuestión! —grita, y me sobresalto. En realidad, me
gustaría decirle que tengo todo el derecho del mundo a saber por qué se
odian tanto, pero su furia me intimida. Agacho la cabeza y no respondo—.
Espero que de ahora en adelante seas más concienzuda. Ahora vete a casa
—me ordena sin siquiera mirarme.
—Vale —susurro.
Salgo de la camioneta con un peso en el pecho. Nunca había visto a
Travis tan enfadado. Sin embargo, mientras veo cómo se aleja en la
oscuridad de la noche, no pienso en su dolor, sino en el que me han
provocado las palabras de Thomas, que se arremolinan en mi cabeza sin
cesar.
Capítulo 10
***
***
***
***
***
Una hora más tarde, estoy en el autobús en dirección a la casa de los Baker.
Recorro el largo camino de entrada de hormigón, bordeado de parterres
muy cuidados y llenos de plantas. Cuando llego frente a una enorme verja
de hierro forjado, llamo al timbre. Lisa, la criada, me reconoce por la
cámara del interfono y me abre. Camino por el patio hasta la entrada,
donde viene a abrirme la puerta y espera a que le entregue mi abrigo. Se lo
ofrezco y le doy las gracias tímidamente.
—Por favor, no me dé las gracias, señorita Clark, solo hago mi trabajo
—me dice con mirada suplicante. Aquí dentro, la palabra «gracias» no
existe. Todo este lujo me hace sentir incómoda.
—¿Dónde está Tiffany? —murmuro, aunque no sabría decir por qué.
Será por el silencio ensordecedor que llena esta enorme casa de colores
claros. Aquí dentro todo es blanco: el mármol resplandeciente bajo mis
pies, las columnas de piedra de la entrada, la gran alfombra del salón, que
seguramente estará hecha del pelo de algún pobre oso polar…
—Encontrará a la señorita Baker en su habitación, en el piso de arriba.
—La criada se despide de mí con una reverencia y se marcha.
¿Una reverencia? ¿En serio? Es el motivo por el que dejé de venir a
esta casa; todo es demasiado para mí.
Subo las escaleras y camino por el pasillo que separa el dormitorio de
Travis del de Tiffany. Él está en su habitación; lo sé por la música que
suena a todo volumen, así que me deslizo con sigilo hacia la habitación de
la gemela buena.
Cuando entro, la encuentro echada en la chaise longue mientras
escucha «Like a Virgin», concentrada, y se pinta las uñas de los pies. Lleva
un batín de seda rosa; está preciosa incluso cuando se viste con ropa de
estar por casa.
—¡Has llegado! Cierra la puerta, no quiero que nos molesten.
Hago lo que me pide, me quito el bolso y los zapatos y me tiro en la
cama, donde apoyo la espalda en la montaña de cojines apilados. Preferiría
quedarme aquí tumbada y dormir unas cuantas horas en lugar de ir a la
fiesta.
—¿Tus padres siguen fuera? —pregunto.
—Ya sabes cómo son. El trabajo es lo primero —dice, e imita la voz de
su padre.
—¿Adónde han ido esta vez? —Tomo un cojín y me lo aprieto contra el
pecho.
—Mi padre ha ido a Dubái para asistir a una conferencia, y mi madre
está en un retiro espiritual o algo así. Al parecer, está estresada.
—Lo siento, Tiff —me limito a decir. Sé que la ausencia de sus padres
le duele. La ausencia de un padre siempre es dolorosa.
—Ya me he acostumbrado. Cuando tu padre dirige una gran empresa
petrolera, no tienes muchas alternativas. —Se encoge de hombros—.
Sinceramente, no tenerlos en casa a diario también tiene su lado positivo.
Cuando estoy en casa, siempre hay mucha tensión. Sobre todo con Travis,
que no desperdicia ni una sola ocasión para hacer de abogado del diablo
con tal de caerle en gracia a nuestro padre.
—Sigo sin entender qué hacéis en este pueblecito con todo el dinero
que tenéis, ¡yo me iría a vivir a Los Ángeles, a Nueva York, a San
Francisco! ¡A cualquier parte menos aquí!
—Mi padre dice que una ciudad pequeña y dejada de la mano de Dios
es más habitable. Corvallis es su burbuja de cristal. Nuestros abuelos
también están aquí. Y la OSU es una universidad excelente, nada que
envidiar a Harvard. —Con una mano, abanica los dedos de los pies para
secarse el esmalte, y, en ese momento, nos interrumpe alguien que llama a
la puerta.
—Soy Travis —anuncia en voz baja.
—¿En serio? —exclama Tiffany.
—¿Está Nessy contigo?
Tiff me mira, a la espera de que le diga qué hacer. Asiento con la
cabeza, vacilante, y ella le dice que puede entrar.
—Hola —exclamo al verlo frente a mí. Me siento en el borde de la
cama, cuando me alcanza, me da un beso casto en los labios.
—Saldremos en veinte minutos, ¿estáis listas?
—¿Te parece que lo estemos? —interviene Tiffany con el ceño
fruncido.
Su hermano la mira de los pies a la cabeza, pero no se atreve a
contestar.
—Os espero abajo, daos prisa —se limita a responder antes de cerrar la
puerta tras de sí.
—Entonces —comienza mi amiga cuando volvemos a quedarnos solas,
mientras pone los pies en el suelo y observa el resultado, satisfecha—.
Vayamos al grano: ¿qué pasa entre tú y Thomas?
La miro, parpadeando, y finjo que no entiendo a qué se refiere.
—No existe un Thomas y yo.
—Sí, claro. He visto perfectamente lo que ha pasado hoy durante el
partido. —Se aplica crema hidratante con aroma a vainilla en las piernas
perfectamente lisas.
—No ha pasado nada —respondo, y muevo el pie, nerviosa.
—¿Nada? Pero ¿tú has visto cómo te mira? Por no mencionar que casi
le prende fuego a ese buenorro de los Ducks que te miraba como si fueras
una diosa. ¿Qué me escondes, Nessy? —Me observa de forma
amenazadora y trata de sonsacarme información.
—¿No deberíamos empezar a prepararnos? Si no, vamos a llegar tarde
—digo para cambiar de tema.
—¡Oh, venga ya! ¡Desembucha! ¿Desde cuándo tú y yo no nos
contamos las cosas?
Desde que mi conciencia me hace sentir tan culpable que me encuentro
mal.
—Bueno, en cualquier caso, ya sabes que cuando me propongo
descubrir algo, lo consigo.
Resoplo con resignación.
—¡Muy bien! ¿Quieres saber qué pasa? Bueno, esta mañana, después
de haber discutido con Travis, estaba devastada. Thomas se ha dado cuenta
y, no sé cómo ha pasado, pero, bueno, se ha creado una situación bastante
extraña entre nosotros y… No sé cómo, pero hemos estado a punto de
besarnos —digo del tirón.
—¿¡Cómo!? —Tiff abre los ojos como platos—. ¿Y no me lo has
contado hasta ahora? ¡Soy tu mejor amiga, me lo tendrías que haber dicho
al instante!
—La próxima vez prometo que te haré una videollamada en el
momento culminante —replico con sarcasmo.
—¿Entonces crees que volverá a suceder?
—¿Cómo? ¡No, claro que no! Solo… era una forma de hablar.
Tiffany me mira con aire coqueto.
—Pero ¿tú querrías?
—¡He dicho que no! —respondo exhausta.
—Muy bien, muy bien.
Me dejo caer entre los cojines mientras Tiffany considera varios
vestidos.
—En realidad, creo que solo lo ha hecho para alimentar su
egocentrismo. —Empiezo a reflexionar, con los ojos clavados en el techo.
—¿A qué te refieres? —pregunta con calma.
—Para demostrarse a sí mismo que ninguna chica se le puede resistir.
—¿Y es así? —pregunta, dubitativa, mientras vuelve a guardar en el
armario un vestido verde.
—Claro que es así. Y él lo sabe. Es muy guapo, no estoy ciega. Pero
eso no cambia las cosas. Solo me ha pillado en un momento de debilidad.
Y además… —Me paso una mano por la cara, frustrada—…, tengo novio,
¡maldita sea! —Se le escapa una risita ante estas palabras.
—Pues yo creo que ahora mismo necesitarías a un tío como Thomas.
—Saca dos vestidos ceñidos sin mangas del armario, uno rojo y el otro
negro con detalles de encaje. Al cabo de unos segundos de indecisión, opta
por el negro, que le resalta la piel clara.
La miro con el ceño fruncido.
—¡No deberías decirme esas cosas, Tiff! Deberías decirme que soy una
mala persona por dejarme cautivar por un tipo como él y por faltarle al
respeto a mi novio. Deberías decirme que me olvide de él, porque los tíos
como Thomas solo traen problemas.
—Mira, aunque la mayoría de las veces no lo soporto, quiero a mi
hermano y me sabe muy mal que las cosas entre vosotros no estén yendo
bien. Pero está claro que vuestra historia ha llegado a su fin. Sería una
hipócrita si ahora te dijera lo que te gustaría oír. ¿Deberías dejarlo ir porque
los tipos como Thomas solo traen problemas? Sí, es cierto. Deberías. Pero
ambas sabemos que no lo harás. Cuando un chico como él te pone en su
punto de mira, no tienes escapatoria, amiga.
Me alzo sobre los codos, lista para responder.
—¿Sabes qué nos diferencia de los animales? El hecho de poder elegir
cómo nos comportamos. Podemos controlar nuestros instintos, sobre todo
cuando nos llevan en la dirección equivocada.
—Tal vez no deberías hacerlo. —Me da la espalda y me pide que le
suba la cremallera del vestido.
—No sé si estás loca o qué, pero ¿de verdad me estás empujando a los
brazos de alguien como Thomas?
—No, no te estoy empujando a los brazos de alguien como Thomas,
sino hacia nuevas experiencias. Solo digo que tu vida sentimental, por
ahora, es muy limitada. Has tenido una única relación, larga y complicada.
La empezaste demasiado pronto, cuando eras muy frágil. Ahora estás
atravesando una fase de cambio. Necesitas divertirte, vivir la vida con la
ligereza de una chica de diecinueve años, sin sentimientos de por medio.
La expresión «sin sentimientos de por medio» me provoca una risa
histérica.
—Soy incapaz de hacerlo, soy una maraña de sentimientos, podría
encariñarme con una pared, si quisiera.
—¡Nessy, estás en la universidad! Deberías divertirte, hacer cosas de
las que arrepentirte, probar nuevas experiencias. En lugar de eso, te pasas
todo el tiempo preocupada por hacer siempre lo correcto y ser responsable.
Tendrás toda la vida para hacerlo, ahora es el momento de ser
irresponsable. —Se calza un par de zapatos de tacón cubiertos de pedrería
y se retoca el maquillaje.
La miro con el ceño fruncido.
—Entonces, ¿qué se supone que debo hacer? ¿Desnudarme encima de
las mesas de la cafetería y emborracharme todos los días en alguna fiesta?
—Desde luego, no deberías pasarte el día peleándote con tu novio, ¿no
crees? —Me mira a través del espejo iluminado mientras se pasa el rizador
por las largas puntas cobrizas y se admira complacida.
Estoy tan confusa al respecto que, en este momento, ni siquiera sé qué
responderle. Ella intuye mi confusión y decide no encarnizarse.
—Venga, acabemos de prepararnos —añade con una sonrisa dulce.
Pero, al cabo de un momento, me mira con aire melancólico.
—¿Qué pasa? —le pregunto desconcertada.
—Estoy pensando en qué podrías ponerte.
—Oh, pues… yo pensaba ir así.
Observo la ropa que llevo puesta: un par de mayas negras y un jersey
de cachemira; luego vuelvo a mirar a Tiffany, suplicando piedad.
—¡No voy a permitir que vengas a la fiesta con esas pintas!
—¿Qué tiene de malo mi ropa?
—¡Es un conjunto… descuidado!
—Eh, ¿no eras tú la que hablaba de las apariencias, del ser poco
convencional? —la acuso ceñuda.
Ella niega con la cabeza.
—Puedes ser poco convencional y llevar ropa mona al mismo tiempo.
Me abstengo de responder, es una batalla perdida.
—Deja que me encargue de ti —anuncia orgullosa—. Ven aquí,
empezaremos por el maquillaje.
Oh, no.
Tiffany me obliga a sentarme en su tocador y me retoca con un
producto del que nunca había oído hablar: el primer. Tras aplicar la base de
maquillaje y un poco de colorete con manos expertas, se dedica a los ojos:
elige una sombra de ojos violeta y acentúa la mirada con una línea de
perfilador negro, fina y perfecta, y tres pasadas de máscara de pestañas. Por
último, me aplica un pintalabios nude. Cuando me gira hacia el espejo
iluminado, me quedo sin palabras. El resultado es brutal.
Me acerco a mi reflejo, incrédula.
—¿Entiendes a qué me refiero cuando digo que eres preciosa? —dice.
Maquillada de esta forma, pues sí, estoy… sexy. Creo que también me
ha hecho algo en las cejas, porque están más oscuras y definidas.
—Lo has hecho genial, Tiff, pero no te acostumbres.
—Ahora tenemos que pensar en el vestido. Veamos. —Saca un sinfín
de prendas de su armario y las tira sobre la cama. Se queda un momento
pensando, dándose golpecitos con el dedo en la barbilla, luego toma un
vestido, lo levanta y lo contempla. Me mira y comenta—: No, demasiado
anónimo.
—¡Anónimo es perfecto! —chillo, pero ella finge no oírme.
Toma otro, lo acerca a mi cuerpo y, por su expresión complacida,
parece convencida. Es un vestido negro muy corto, sin mangas, con el
escote rodeado de pequeñas tachuelas.
Pongo los ojos en blanco y me limito a decir:
—¡No!
—¡Pruébatelo! —me ordena.
—Tiffany, en serio, no es precisamente mi estilo, me sentiría medio
desnuda. ¿Dónde está el vestido anónimo? Me gustaría darle una
oportunidad. —Lo busco entre la ropa.
—Deja de ser tan puritana y pruébate este vestido.
Resoplo y obedezco. Cuando me lo pongo, veo que tenía razón. Es
ajustado, resalta todas las curvas de mi cuerpo y me llega un poco por
encima de la rodilla. Tiffany me pasa una chaqueta corta de piel negra y
unas botas Dr. Martens. Por desgracia, calzamos el mismo número. Pero
podría haber sido peor, me podría haber propuesto que me pusiera unos
tacones de vértigo.
—¡Nessy! Te lo juro, ¡estás buenísima! —gorjea Tiffany cuando me
enderezo.
Estoy lista para decirle que no es así, pero la imagen que veo reflejada
en el espejo no me lo permite: tiene razón, suena absurdo, pero… me siento
atractiva.
—Es mérito tuyo. —Me río avergonzada.
—¡Esta noche te va a mirar todo el mundo!
¿Qué? No. No quiero que todo el mundo me mire. No. No. No.
Además, ¿quién iba a hacerlo? Voy a ir a la fiesta con Travis.
En cuestión de segundos, el pánico se apodera por completo de mi
cuerpo.
—Pensándolo bien…, quizá todo esto sea demasiado. El vestido, el
maquillaje… Tal vez sea mejor que me vuelva a poner mi ropa, o sea, era
cómoda —tartamudeo.
—¡No digas tonterías! Estás perfecta así, y ya no tenemos tiempo para
cambiarnos. —Se pone la chaqueta.
—Pero Tiff… —La agarro de un brazo y le suplico con la mirada.
Ella me toma el rostro entre las manos para tranquilizarme.
—Estás cañón. Lo digo en serio, eres preciosa. Estás perfecta, así que
respira, relájate y ¡vamos a divertirnos!
Cierro los ojos y sigo su consejo. Respiro hondo y rezo, desesperada,
para que esta fiesta termine lo antes posible. Pero luego pienso en un
pequeño detalle.
—Oye, Tiff —digo con valentía—. Sobre lo que me has dicho antes…
¿Sabes por casualidad si Thomas estará en la fiesta? Me gustaría evitar
cualquier tipo de tensión entre él y Travis.
—Puedes estar tranquila. Thomas está en la fiesta de Matt en la
fraternidad —me tranquiliza mientras se echa un poco de perfume. No sé
cómo sentirme al respecto, si decepcionada o aliviada.
—Ah, una última cosa antes de salir —añade, y se planta delante de mí.
—¿Qué? —Casi tengo miedo.
—Esto. —Me suelta el pelo, que llevaba recogido en una coleta, y lo
coloca bien con las manos—. Mucho mejor así. ¡Vamos!
Travis nos espera en el salón y, cuando me ve bajar las escaleras, se
queda boquiabierto.
—Guau, estás fantástica.
Tiffany pasa junto a él y resopla con altanería:
—Sería mejor que la trataras como se merece.
Él la ignora y me abraza por las caderas. Yo lo dejo hacer.
Subimos a la camioneta y nos dirigimos hacia la mansión de Carol, a
las afueras de Corvallis.
Unos minutos después, aparcamos en un sendero que está lleno de
coches y cruzamos a pie la verja abierta. Una vez dentro, nos encontramos
frente a una enorme piscina en la que algunos invitados se están bañando.
El jardín está iluminado, las luces se reflejan en el agua cristalina de la
piscina, la gente charla y ríe alrededor, y sus voces quedan camufladas por
el eco de la música, que suena desde el interior de la casa.
—¿No hace un poco de frío para bañarse? —pregunto, y desvío la
atención hacia la lujosa casa de tres plantas que tengo delante.
—Estarán tan borrachos que podrían derretir el hielo solo con respirar
—responde Travis.
—¿Y es seguro dejar que unos chicos borrachos jueguen en la piscina?
O sea, ¿no corren el peligro de ahogarse?
—Tal vez. Pero nadie los echará de menos —añade Tiffany con
despreocupación.
Entramos y dejamos atrás a los chavales borrachos.
Capítulo 13
***
***
La luz del sol que se cuela por la ventana me despierta. Tengo la cabeza a
punto de estallar, los ojos me arden y noto el estómago revuelto. Al
parecer, así es como uno se siente después de una borrachera.
Abro los párpados con dificultad y observo el techo negro durante unos
segundos, aturdida.
Intento levantarme de esta cama desconocida para mí, pero un brazo
musculoso y manchado de tinta me rodea la cintura. Me giro de golpe y
veo a Thomas tumbado bocabajo, semicubierto por la sábana.
Pero qué…
De repente, un recuerdo se abre paso en mi mente. Thomas me lleva a
la habitación. Me tumba en la cama. Yo intento seducirlo…
Oh, madre mía, no. No, no, no.
Se me cierra la garganta por el pánico, y levanto la sábana blanca que
nos cubre para descubrir que… estamos desnudos.
Esta es su habitación y ambos estamos en pelotas. Mi corazón empieza
a latir desbocado. Hemos…
Miro a mi alrededor y me paso una mano por el pelo, vencida por la
ansiedad. Hasta que mis ojos se posan en el envoltorio abierto de un
preservativo, tirado en un rincón de la habitación.
¡Maldita sea, no puede ser! La vocecita de mi cabeza me sugiere que,
ahora mismo, solo tengo una opción: salir corriendo. ¿Se puede saber qué
se me pasó por la cabeza? No soy el tipo de chica que se emborracha en las
fiestas y acaba en la cama con el primer tío que pasa.
Aunque, bueno, no fue exactamente así. Todo esto ha pasado porque yo
quise que sucediera. Pero, maldita sea, me pasé. El sexo de una noche no es
para mí. Sobre todo, el sexo de una noche con Thomas. Y será mucho
mejor para mi dignidad que me vaya antes de que se despierte. De lo
contrario, él mismo me echará de aquí. Y eso sería, definitivamente,
demasiado humillante.
Con cautela, aparto el brazo musculoso de mi abdomen y me levanto.
Al hacerlo, siento unas agujetas muy desagradables en el bajo vientre.
Deben de ser consecuencia del ímpetu con el que Thomas ha poseído mi
cuerpo esta noche. Me toco la barriga y prácticamente me parece sentir mis
jadeos de placer.
Camino de puntillas por la habitación en busca de algo que ponerme,
pero en el suelo solo encuentro los bóxers de Thomas y su camiseta negra.
Busco mi ropa por todas partes; debería de estar en algún sitio.
Compruebo debajo de la cama, bajo el sofá, en el baño, entre las sábanas,
¡pero nada! Me paso las manos por el pelo otra vez y trato de recordar
dónde fue a parar. Incluso miro debajo del escritorio, pero ahí tampoco
está. A cambio, encuentro mi bolso con el móvil dentro. Gracias al cielo.
Al menos puedo llamar a Tiffany para pedirle que me traiga una muda
limpia. Intento encenderlo, pero no muestra señales de vida. No le queda
batería. No me lo puedo creer. ¡Y debo darme prisa si no quiero llegar tarde
al club de lectura! En el despertador de la mesita veo que son más de las
ocho. Vuelvo a meter el teléfono en el bolso y, sin querer, se me cae un
estuche. El ruido despierta a Thomas.
—¿Qué… qué haces? —masculla al cabo de un rato, con la voz grave
por el sueño.
—¿Dónde está mi ropa? —Con un gesto repentino, recojo su camiseta
negra y me la pongo para ocultar mi cuerpo desnudo.
—¿Vas a alguna parte? —Se incorpora y se frota los ojos. Mi mirada se
posa en sus abdominales contraídos, en el triángulo de la zona pélvica que
apenas le cubre la sábana, más allá del cual vislumbro un pequeño rastro de
vello. Trago saliva y me muerdo el labio en un intento por no prestarles
atención a las extrañas sensaciones que esta visión desencadena en mí.
—A-al campus… —respondo, y trato de recuperar la compostura—.
Tengo la primera sesión del club de lectura en cuarenta y cinco minutos y
estoy atrapada aquí, ¡sin ropa y sin recuerdos!
Pero, entonces, ¿qué pensaba, que me quedaría aquí con él y dejaría
que me montara un poco más? ¿Montarme? Pero ¿cómo demonios hablo?
—La ropa se está lavando. Después del strip póquer, se quedó hecha un
asco.
¿Strip… strip póquer? La vocecita en mi cabeza me sugiere que no
haga preguntas, porque me arrepentiré.
—¿Y cómo salgo de aquí? No puedo ir al campus así vestida. —Bajo la
mirada hacia su camiseta.
—¿Por qué no? Es mucho mejor que la ropa de falsa casta que insistes
en llevar siempre —se mofa de mí.
—¡No soy en absoluto una falsa casta! —replico, mordaz.
—Oh, pues claro que lo eres. Me lo has demostrado esta noche. Cuando
un servidor te ha follado sin piedad y lo has disfrutado como una loca. —
Sonríe con satisfacción y otro recuerdo confuso se abre paso en mi
memoria nebulosa: Thomas me toma por detrás, con el pelo atrapado en un
puño, y me da un cachete en el culo mientras yo le suplico que continúe—.
Sospechaba que escondías un lado perverso tras esa máscara de ángel. Y la
idea de que lo hayas dejado salir conmigo… —Hace una pausa cargada de
malicia—… no te imaginas cómo me pone. —Se toca entre las piernas sin
la menor incomodidad, mientras a mí me arden las mejillas.
—E-estás delirando. No hay ningún lado perverso. Solo estaba
borracha y desesperada. —Tiro del borde de la camiseta hacia abajo para
cubrirme las piernas todo lo posible.
—No parecías tan desesperada cuando te has corrido gritando mi
nombre. —Se ríe—. Todavía tengo las marcas de tus arañazos en la
espalda.
¿Arañazos? No, no puede ser.
Respiro hondo mientras me presiono el puente de la nariz con los
dedos. Trato de desprenderme de esa sensación de vergüenza que me está
devorando. Basta. Es hora de poner punto final a esta escenita.
—Lo que ha ocurrido esta noche no puede volver a pasar y, lo que es
más importante, debe permanecer entre las paredes de esta habitación,
ahora y siempre —lo amenazo. Un error. Todo ha sido un pésimo error. En
fin, estamos hablando de Thomas Collins, maldita sea. No quiero ser una
de sus chicas trofeo. El alcohol debe de haberme desinhibido, pero nada de
lo que he hecho esta noche con él me representa.
—Hemos echado un polvo, Vanessa. No lo conviertas en un drama.
Mañana ya lo habrás olvidado —suspira agotado, antes de sacar un paquete
de Marlboro del cajón de la mesita de noche. Se coloca el cenicero sobre
un muslo, se lleva un cigarrillo a los labios y se lo enciende.
—Bien, me alegra saber que estamos de acuerdo —digo, me aclaro la
garganta y me obligo a cambiar de tema—. En cualquier caso, no sabía que
formabas parte de esta fraternidad. —Miro a mi alrededor con
escepticismo.
—Soy un chico lleno de sorpresas. —Sonríe burlón.
—No lo entiendo, creía que te alojabas en el campus.
—No hay mucho que entender. Formo parte de Sigma Beta, pero no
estoy obligado a vivir aquí, prefiero quedarme en el campus entre semana,
es más tranquilo.
—¿Pero un miembro de la fraternidad no debería residir con los demás?
Es decir, hay reuniones, servicios que prestar, pruebas que pasar y todas
esas tonterías. —Me siento a los pies de la cama.
—La única obligación que tengo con esta fraternidad es la de participar
en las fiestas —explica mientras expulsa el humo del cigarrillo.
—¿Y eso?
Thomas suspira, molesto por mi verborrea.
—Porque, de algún modo, mi presencia en una fiesta garantiza la
participación de los estudiantes que importan.
—Sigo sin entenderlo. ¿Por qué pasas aquí el fin de semana?
—Porque aquí puedo divertirme como me gusta —dice con descaro.
—En resumen, ¿este es tu… harén personal? —pregunto, asqueada.
—Algo así. Mi compañero de piso es un nerd tocahuevos. No quiere
mujeres en casa porque lo ponen nervioso y tonterías varias. La última vez,
se plantó frente a la puerta de mi habitación hasta que Sarah y Denise se
marcharon. —Sacude la ceniza del cigarrillo y añade—: Precioso.
—¿Estabas practicando sexo con dos chicas mientras tu compañero de
piso estaba detrás de la puerta?
Él lo confirma como si fuera la cosa más normal del mundo.
—Eres asqueroso, ¿sabes?
Me lanza una mirada acusadora.
—Y tú una hipócrita.
—¿Perdona? —digo, y arqueo una ceja.
—Me acusas de ser asqueroso solo porque me follé a dos chicas con mi
compañero de piso detrás de la puerta, pero esta noche has dejado que te
folle con toda una fraternidad en el piso de abajo.
Me quedo inmóvil unos segundos y lo miro sin encontrar nada sensato
que responder.
—No… no es lo mismo —me limito a decir—. Además, dime una
cosa: ¿no ibas a dormir en el sofá?
Thomas frunce el ceño.
—Fuiste tú quien me pidió que me metiera en la cama.
—¿Por qué iba a pedirte que hicieras algo así? —replico sin rodeos.
—Estabas desesperada por Travis, querías que alguien te consolara y
que, cito textualmente, te ayudara a olvidar.
—Madre mía, qué vergüenza. —Me masajeo las sienes con la
esperanza de alejar de mí los pensamientos negativos.
—Déjate de tantas recriminaciones, empiezas a ser agobiante —sisea
impaciente.
—Para ti es fácil, habrás estado en esta situación millones de veces,
¡pero para mí no lo es! Para mí no es fácil despertarme en la habitación de
un desconocido y descubrir que me he acostado con él tan solo unas horas
después de haber roto con mi novio —exclamo—. Exnovio —me corrijo.
Thomas me estudia con el ceño fruncido y apaga el cigarrillo en el
cenicero. Cuando expulsa la última bocanada de humo al aire, arrugo la
nariz por el olor acre y penetrante.
—Mira, si quieres seguir parloteando mucho más rato, adelante, yo voy
a darme una ducha.
Me levanto, me pongo la ropa interior que he encontrado en la silla y
me recojo el pelo en un moño despeinado.
—Yo también necesitaría darme una ducha, si no te importa.
Él frunce el ceño y me ofrece una sonrisa exasperante.
—¿Eso ha sido una invitación por casualidad?
—¿Cómo? —Lo miro confusa. Tardo un momento en entender a qué se
refiere—. ¡No! Q-quería decir yo sola. Una ducha, yo sola.
Thomas se desliza fuera de la cama y se muestra en toda su marmórea
desnudez.
—Relájate, Forastera, estás demasiado nerviosa —dice, y trata de
ocultar una sonrisa. Mientras se dirige al baño, los músculos de su trasero
se contraen a cada paso y yo me ruborizo ante la mera idea de haber
tocado, besado y arañado cada parte de ese cuerpo. Thomas tiene razón.
Sus hombros, sus caderas e incluso sus glúteos están marcados con
pequeños arañazos.
—¿Q-qué hago con la ropa? —pregunto, y corro tras él. Se gira de
golpe y por poco no me golpeo contra su torso. Siento que su miembro
desnudo me roza el vientre, pero me obligo a no mostrarme avergonzada.
Aunque, a juzgar por el ceño que se le arruga de forma descarada, creo que
ya es consciente de ello.
—Encontrarás algo en el cajón de arriba. —Señala un mueble de
madera oscura sobre el que descansa un televisor de última generación.
Cuando oigo correr el agua de la ducha, me acerco a la mesita y abro el
primer cajón. Frente a mis ojos aparece una avalancha de bragas y
sujetadores.
—¿Qué demonios es esto? —grito, asqueada.
—Ropa que han dejado aquí algunas chicas que me tiro —responde
desde la ducha, mientras imagino cómo se ríe complacido.
Cierro el cajón con fuerza, con una mueca de desdén, y me dirijo al
baño.
—¡Tienes que estar completamente loco si crees que voy a ponerme
una sola de esas prendas! —grito contra los cristales empañados de la
ducha. Thomas cierra el grifo y, por segunda vez en cinco minutos, vuelve
a mostrarse ante mí con toda su intrépida desnudez. Parece que sienta una
especie de placer malsano al ponerme en una situación incómoda.
Capullo.
Debería girarme, taparme los ojos o decirle que se cubra con algo, pero
no hago nada de eso. Me quedo quieta y lo contemplo embobada con las
mejillas encendidas, como una colegiala estúpida.
Por suerte, Thomas decide complacer mi súplica tácita y se ata una
toalla alrededor de la cintura. Luego se pasa una mano por el pelo mojado,
se lo echa hacia atrás y se acerca a mí. Retrocedo hasta golpear la pared
con la espalda, atrapada entre él y el muro. Me acuna la cara con las manos
y me acaricia el labio inferior con el pulgar.
—Sabía que no te pondrías nada de eso —susurra a pocos centímetros
de mi cara. Me roza la mejilla y lleva su boca al hueco de mi cuello—. Me
moría por ver tu reacción de gatita cabreada. —Sopla sobre mi piel antes de
lamer una parte con la lengua y morderla, lo que me hace estremecer bajo
su cuerpo.
—T-Thomas… —balbuceo con los ojos entrecerrados.
Empieza a acariciarme el muslo con una mano, luego sube por mi
vientre, y sigue hasta llegar a un pecho. Lo atrapa y siento que voy a
volverme loca.
—¿Te haces una mínima idea de lo sexy que estás con mi camiseta
puesta, el pelo recogido de esta forma y los ojos ofuscados por el placer?
—dice en voz baja. Me encaja todavía más entre él y la pared y me aprieta
el pecho con fuerza hasta que el pezón se hincha en su mano. Se me escapa
un gemido grave que reprimo mordiéndome el labio—. Podría hacértelo
aquí mismo, contra esta pared, y darte una razón para que te quites todo lo
que llevas puesto.
Se me acelera la respiración, casi jadeante, y una sensación familiar de
calor se abre paso entre mis muslos. Tengo la impresión de que, después de
esta noche, mi cuerpo ha desarrollado algún tipo de conexión erótica con el
de Thomas.
Y ahora, cada vez que está cerca de mí, que me roza o que me toca,
hasta la última fibra de mi cuerpo vibra de puro deseo por él. Con la otra
mano me agarra una nalga y la aprieta con fuerza; me levanta unos
centímetros y me arranca otro gemido de excitación. Me muerde el lóbulo
de una oreja y los músculos de mi abdomen apenas se contraen, lo que me
deja a su merced. ¿Es posible que se sienta tan atraído por mí hasta el punto
de querer hacerme suya de nuevo? Esta posibilidad me enorgullece un
poco, pero al mismo tiempo me recuerda que algo así entre nosotros no
debe volver a pasar. Por este motivo, cuando su boca se acerca
peligrosamente a la mía, me veo obligada a colocar las palmas en su torso
húmedo.
—Para… —Esperaba que mi tono sonara más decidido, pero el temblor
de mi voz me traiciona. En cualquier caso, Thomas demuestra que tiene
mucho más autocontrol que yo y da un paso atrás, con lo que deja una
distancia de seguridad entre nuestros cuerpos.
Con la respiración agitada y los pezones palpitando contra la tela de su
camiseta, me coloco unos mechones de pelo detrás de la oreja.
—¿Estás bien, Ness? Pareces… acalorada —me provoca, con una
sonrisita socarrona estampada en la cara.
Lo fulmino con la mirada y, cuando mis ojos se posan un instante en su
cuello, me estremezco.
¿Le he hecho chupetones?
¿Y él me habrá hecho a mí?
Me giro de forma brusca hacia el espejo y no tardo en comprobar que la
respuesta es afirmativa. Aturdida, me llevo una mano al cuello.
—No es el único —dice en tono malicioso.
Abro los ojos como platos.
—¿Q-qué quieres decir?
Thomas me escudriña complacido de la cabeza a los pies, me guiña un
ojo y sale del cuarto de baño. Yo, por mi parte, me examino todo el cuerpo
presa del pánico: encuentro uno debajo de la clavícula derecha, otro cerca
de los pechos, un tercer chupetón en el abdomen y otro en la cara interna
del muslo. ¡Madre mía!
Voy tras él.
—¡¿Realmente era necesario?!
—Me gusta dejar huella —responde con calma, mientras toma una
toalla con la que se frota rápidamente el pelo—. Por cierto, la ropa interior
de ese cajón es de mi hermana. En el armario encontrarás ropa suya. Vivió
en la fraternidad un año, en la habitación que hay aquí al lado, y todavía se
está llevando sus cosas al apartamento del campus —dice, y señala un
armario empotrado que hay a mi espalda. Me dirijo hacia allí y busco algo
cómodo entre la ropa de Leila. Respecto a los pantalones, encuentro unos
vaqueros ajustados que me quedan bastante bien, pero me cuesta más dar
con un jersey que me vaya bien debido a que tengo más pecho que ella. Las
camisetas de Leila me quedan demasiado ajustadas. No me siento nada
cómoda.
Me vuelvo hacia Thomas con la esperanza de que pueda ayudarme y lo
encuentro de espaldas. Se está poniendo unos tejanos negros y luego se
calza un par de zapatillas deportivas. Mi mirada se posa en su espalda
desnuda, musculosa y completamente tatuada, y luego se desliza hacia el
costado izquierdo, donde veo una cicatriz de unos cinco centímetros. De
repente, me parece recordar otro detalle de la noche que hemos pasado
juntos. Recuerdo habérsela rozado y que se puso tenso y me impidió que lo
tocara justo ahí.
—¿Qué miras? —pregunta, con el ceño fruncido, tras pillarme in
fraganti.
Me sobresalto.
—N-nada, solo me preguntaba… O sea, esa cicatriz parece profunda…
¿Cómo te la hiciste?
Su rostro se endurece y me arrepiento al instante de no haber sabido
mantener a raya mi curiosidad.
—No es asunto tuyo —responde seco mientras se pone una camiseta
blanca.
Me quedo atónita.
—Oh. Sí, claro, no quería… —titubeo—. Perdona —murmuro al final.
Me giro, le doy la espalda y finjo rebuscar otra vez en el armario. No
me gusta la versión enfadada de Thomas, me descoloca incluso más que la
fanfarrona. Poco después, oigo unos pasos que se acercan y su olor me
inunda.
—¿Has encontrado algo? —pregunta en tono brusco a la vez que me
fulmina con la mirada.
—Un par de vaqueros, pero no he tenido suerte con la parte de arriba.
Leila está más delgada que yo. —Evito mirarlo a la cara porque me siento
incómoda.
—Entonces déjate mi camiseta.
—¿Qué? —Lo miro con los ojos como platos—. No puedo ir al campus
vistiendo una camiseta tuya.
—Nadie sabrá que es mía —responde con un tono de voz más calmado.
Lo pienso un momento; lo cierto es que no tengo muchas alternativas.
El epílogo perfecto para esta maldita aventura.
—De acuerdo, pero ahora me gustaría darme una ducha. ¿Podrías
dejarme sola cinco minutos? —Frunce el ceño; no parece entender de qué
va todo esto—. No pienso ducharme sabiendo que estás por aquí cerca,
consciente de que podrías entrar en cualquier momento —evidencio lo
obvio.
Thomas pone los ojos en blanco y suelta una carcajada.
—¿Qué más podría ver que no haya visto ya?
Ahí está otra vez, divirtiéndose mientras me pone en un aprieto.
Maldito sea. Resignada, no insisto más y voy a darme una ducha rápida.
Cuando salgo, lo encuentro apoyado en el escritorio mientras teclea
algo en su teléfono móvil. Todavía tengo diez minutos antes de que
empiece el club de lectura. No es mucho tiempo, pero llegaré si me doy
prisa. Enseguida me pongo las botas y la cazadora de Tiffany, que Thomas,
mientras tanto, ha recuperado del salón. Tomo un pañuelo de Leila, para
ocultar el chupetón, y el bolso. Thomas, por su parte, se mete el móvil, las
llaves y el paquete de Marlboro en los bolsillos de la chaqueta.
Mientras recorremos los pasillos y las escaleras del apartamento, me
doy cuenta de que, por el número de vasos abandonados en el suelo, las
botellas vacías y los restos de porros aquí y allá, anoche tuvo que ser un
auténtico caos. Cuando llegamos a la planta baja, veo a un grupo de tíos
despatarrados y dormidos en sofás, sillones y en el suelo. Los dejamos atrás
y llegamos a la entrada.
Cierro la puerta tras de mí y suelto un gran suspiro de alivio. Por fin
puedo acabar con toda esta historia.
—Ehm… bueno, gracias por la ducha y por… O sea, sí, todo lo
demás… —Me muerdo el labio, avergonzada. Despedirte de una persona
con un «gracias» cuando os habéis acostado no es lo mejor, pero sé que él
no espera nada más que esto.
—¿Te refieres al orgasmo alucinante que te he hecho sentir esta noche?
—Levanta la comisura de la boca con descaro—. No hay de qué. Cuando
quieras repetir, ya sabes dónde estoy.
Pongo los ojos en blanco, pero no puedo evitar esbozar una sonrisa.
—Eres tan idiota como siempre. Nos vemos, Thomas.
Bajo los escalones del porche y paso junto a él, en dirección a la
biblioteca del campus. Él sigue caminando a mi lado. Se enciende un
cigarrillo y se baja las Ray-Ban de la cabeza para ponérselas.
Me giro ligeramente para mirarlo.
—¿Qué haces?
—Camino —contesta con decisión, despreocupado ante las miradas
que algunas estudiantes le lanzan. Yo, en cambio, no puedo ignorar las
miradas malévolas y alusivas de los chicos. Menos mal que es sábado y no
hay mucha gente en el campus. Para evitar malentendidos, me alejo un
poco de Thomas. No quiero que me vean como la chica ingenua que ha
caído en sus garras.
—¿Tú… también vas a alguna clase extra?
—Voy al apartamento. —Echa una bocanada de humo por encima de su
cabeza.
—¿Y es necesario que camines a mi lado?
—Estamos yendo en la misma dirección, Ness.
—La gente nos está mirando, Thomas —señalo contrariada.
Él echa una mirada fugaz a nuestro alrededor, luego vuelve a centrar su
atención en mí.
—¿Y?
—Podrían hacerse una idea equivocada de nosotros, podrían pensar
que…
—¿Que hemos follado? —termina la frase por mí—. ¿Acaso crees que
somos los únicos que lo hacen? —Se ríe y aplaca mi incomodidad.
—No me interesa lo que hagan los demás, me importa lo que piensen
de mí.
—¿Y qué crees que piensan de ti? —pregunta.
—Me miran como si fuera tu nueva putita.
Thomas se detiene de golpe, como si acabara de darle una bofetada en
toda la cara. La sonrisa se desvanece y deja paso a una expresión distinta.
Casi de decepción.
—Si realmente fueras mi puta, ni siquiera se fijarían en ti. Así que deja
de decir esas tonterías.
«Tonterías…». Eso díselo a mi conciencia, que me hace sentir tan sucia
que incluso temo lo que dirán mis amigos cuando sepan que no perdí el
tiempo y me metí en la cama de otro chico justo después de haber roto con
mi ex.
—Hay cosas que alguien como tú nunca entendería —me limito a decir
antes de marcharme.
Capítulo 16
***
Thomas Collins está en la puerta de mi casa. Lleva una sudadera gris que
se ajusta a sus hombros poderosos, se mordisquea el piercing y sostiene un
cigarrillo encendido en la mano derecha.
Me estudia de la cabeza a los pies de forma intimidatoria, con esos ojos
que me incomodan. Porque cuando Thomas te mira así, te sientes un poco
desnuda y vulnerable. Y el hecho de que ya me haya visto desnuda no
mejora la situación.
Con una sonrisa maléfica, desliza su mirada desde mi pijama de ositos
de peluche hasta las zapatillas peludas de unicornio. Luego se detiene en
mi peinado, que recuerda a un nido de pájaros. Parpadeo repetidamente,
incrédula, mientras trato de recuperar la lucidez.
—¿Piensas quedarte ahí mirándome durante mucho rato? O sea, sé que
tengo cierto encanto, pero así haces que me sienta profanado. —Su
engreída desfachatez me devuelve a la realidad. Ahora que sé que existe,
esperaba hablar con la versión amable de Thomas, pero parece que tendré
que ajustar cuentas con su némesis.
—Thomas, ¿qué… qué haces en mi casa? —Intento ocultar el estupor
en mi voz, pero fracaso de forma estrepitosa.
—¿Me buscabas? —pregunta imperturbable, y le da una calada al
cigarrillo.
—¿Qué?
Tierra llamando a Vanessa. ¡Despierta!
—En el campus —especifica impaciente. Todavía debe de estar
enfadado conmigo por la discusión de ayer por la mañana—. Larry, mi
compañero de piso, me ha dicho que ha pasado una chica con el pelo
oscuro y los ojos grises. —Me guiña un ojo. Un momento, ¿me ha guiñado
un ojo? A lo mejor no está enfadado—. Le recordaba a un caramelo
gomoso de fresa.
Pero ¿qué le pasa a ese tío?
—¿Qué querías? —pregunta entonces.
Dios mío, ¿por qué el señor «caramelo de fresa» no ha cerrado la boca
como le he pedido?
—Nada, pasaba por allí.
—«Pasabas por allí» —repite, y hace el gesto de las comillas con las
manos—, por el rellano de mi apartamento. Sola. ¿Un domingo por la
noche? —dicho en voz alta, esta mentira suena incluso más ridícula.
Greta Garbo decía que toda mentira gana credibilidad si se dice con
convicción. Así que venga, Greta, vamos a ver si tenías razón.
—Eso es.
Thomas suspira con resignación y niega con la cabeza, como si no se
creyera ni una sola palabra de lo que acabo de decir.
—Muy bien, y ¿entonces por qué, durante tu cuestionable visita al
campus, has acabado en la puerta de mi apartamento?
—Quería devolverte la ropa de Leila —respondo de repente, y me
felicito por la rapidez con la que he sido capaz de encontrar una excusa
válida.
—Podrías haber ido a su apartamento, vive en el edificio de al lado.
—No lo sabía.
—Y una mierda. Me la podrías haber dado mañana. ¿Por qué esta
noche?
—¡Basta ya de preguntas!
—No te pongas nerviosa. Solo intento comprenderlo. Ayer me montaste
una escenita diciendo que te atormentaba, y hoy te presentas en mi
habitación en mitad de la noche. —Hace una pausa y, con voz persuasiva,
continúa—: ¿Qué pasa en esa cabecita, Ness?
Cuando ladea ligeramente la cara, a la espera de mi respuesta, entreveo
una mancha de pintalabios en su cuello y, por un momento, no puedo
respirar. ¿En serio? ¿De verdad ha tenido la cara dura de presentarse en mi
casa con las marcas de haber echado un polvo? De repente, me invade la
rabia.
—¡No lo sé! —salto. Y es la verdad, si hubiera sabido que se lo estaba
pasando a lo grande mientras yo me sumía en la culpa y los
remordimientos, no lo habría ido a buscar. No, señor.
Da una última calada a su cigarrillo mientras me mira fijamente a los
ojos, tira la colilla y la aplasta bajo el pie.
—Bueno, mientras te inventas una excusa más creíble que esa, déjame
entrar. Hace frío aquí fuera —añade, y expulsa el humo al aire.
—Ni hablar. Buenas noches. —Voy a cerrar la puerta, pero él la
bloquea con la punta de las zapatillas.
—¿Te ha parecido una pregunta? —Empuja la puerta con un brazo y
cruza el umbral. Avanza hasta situarse frente a mí, a pocos centímetros de
mi cara. Se agacha ligeramente y me susurra al oído—: Para que conste…
—Recorre todo mi cuerpo con la mirada y se detiene en mis pechos.
Instintivamente, me cruzo de brazos para cubrirme al recordar que no llevo
sujetador. Con los nudillos de sus dedos fríos, Thomas me acaricia una
mejilla, y me estremezco ante su contacto—. Estás buena hasta en pijama
—concluye en un susurro.
Respira, Vanessa. Respira. Todo está bajo control.
Cuando el extraño cosquilleo de mi estómago da paso a la racionalidad,
lo invito a marcharse, pero él finge que no me ha oído.
—¡Thomas! —grito, mientras pasa descuidadamente a mi lado—.
Fuera. Ahora mismo. ¡No puedes entrar en casa de la gente sin que te
hayan invitado! —Corro tras él mientras se abre paso hasta el salón.
—Tú has venido a verme, y no recuerdo haberte invitado. —Mira a su
alrededor con las manos en los bolsillos, de espaldas a mí.
—No, es cierto. Está claro que tenías otras cosas que hacer… —Cierro
los puños a los costados y me arrepiento de inmediato de lo que he dicho.
Se da la vuelta, confuso, y me mira con la cara ligeramente ladeada.
—Tienes pintalabios corrido en el cuello —digo, e intento no parecer
demasiado molesta.
Él no reacciona. Ni siquiera una pizca de estupor o vergüenza porque lo
haya pillado.
—Ah, ¿esto? —Se pasa una mano por el cuello para limpiárselo—. Un
pasatiempo.
Un pasatiempo. Eso es lo que las chicas somos para él. Un pasatiempo.
—¿Qué te pasa ahora?
—Nada, siempre es un placer comprobar el valor que das a las chicas
con las que te acuestas. No haces más que confirmarlo. Enhorabuena. —Le
doy la espalda y me dispongo a cerrar la puerta de entrada.
—Les doy la importancia que quieren tener.
—No me interesa lo que hagas, Thomas. —Con tal de no encontrarme
con esos ojos insolentes, me pongo a ordenar algunas tarjetas de visita que
guardamos en el cajón del mueble de la entrada—. Eres libre de hacer lo
que quieras y de tirarte a quien quieras. No es mi problema.
—Si tú lo dices. En cualquier caso, sigo esperando.
Lo miro confusa.
—¿Esperando a qué?
—Estoy esperando a oír la nueva excusa que se te va a ocurrir para
justificar tu visita a mi apartamento.
—De acuerdo. He ido a verte porque quería disculparme contigo,
¿contento? —Thomas parece sorprendido—. Ayer te grité injustamente, tú
no eras el motivo de la rabia que sentía, la tomé contigo y no estuvo bien.
Simplemente eso. —Me encojo de hombros con indiferencia.
—Disculpas aceptadas.
—Genial —digo, fingiendo un entusiasmo que no siento—. Ahora que
ya hemos resuelto nuestros problemas, puedes irte.
—Nah, no me apetece.
—¿Cómo que no te apetece?
—No me apetece.
—Oye, me sabe mal que Larry te haya estropeado la noche. Pero, dicho
esto, tú y yo hemos aclarado las cosas. No tienes motivos para quedarte, así
que puedes volver tranquilamente a lo que estabas haciendo.
Thomas me mira con aire aburrido, ignora hasta la última de mis
palabras y constata:
—Así que esta es tu casa. —Mira a su alrededor. Dios mío, no se irá
fácilmente—. No está mal, quien la haya decorado tiene buen gusto.
Aunque hay algo…, algo muy extraño.
—La limpieza —digo sin rodeos.
—¿Qué? —Me mira desconcertado.
—Es la limpieza —repito—. Mi madre es una maníaca de la limpieza,
de las que se obsesionan con todos los detalles. Nunca verás un libro fuera
de su sitio, una miga de pan sobre la mesa o una mota de polvo en un
mueble. Todo el mundo ve que el orden en esta casa es una locura.
Inspecciona mejor la casa y pasa un dedo por una repisa. Cuando se
mira la yema, está completamente limpia.
—Este nivel es para que te ingresen, ¿sabes?
—Si no estás acostumbrado, puede parecerte extraño. Pero, en realidad,
no tiene nada de malo. Solo es una obsesión que arrastra desde hace años, y
después de la separación se intensificó. Su terapeuta dice que es su forma
de mantener la vida bajo control, o chorradas por el estilo.
—El hecho de que esté bajo la supervisión de una figura profesional
competente me tranquiliza.
Pongo los ojos en blanco, resignada ante su sarcasmo, y decido ser una
buena anfitriona con la esperanza de que después se vaya.
—¿Quieres tomar algo?
—Agua. —Claro, el entrenador lo vigila de cerca. Vamos a la cocina y
le sirvo agua en un vaso. Se sienta sobre la encimera y se la bebe de un
trago; yo, por mi parte, pienso en lo extraño que se me hace verlo en mi
casa.
—¿Quieres más?
Niega con la cabeza y vuelvo a guardar la botella en la nevera.
—Entonces, ¿tus padres están separados?
Me paralizo por un momento; no me gusta hablar de ello. Me limito a
asentir con la cabeza. Cierro la puerta de la nevera y me apoyo en ella con
los brazos a la espalda. Thomas saca una manzana del frutero que hay en la
encimera y se la pasa de una mano a la otra como si fuera una pelota.
—¿Te llevas bien?
—¿Con quién?
—Con tus padres —dice resuelto, con la vista clavada en la manzana.
—No precisamente. Con mi madre es complicado. Somos demasiado
parecidas en algunos aspectos y demasiado distintas en otros.
—He sido testigo de la obsesión que compartís por el orden. ¿Y con él?
Me pongo rígida.
—Oh, bueno… Digamos que para llevarme bien con él, primero
debería verlo.
Arquea una ceja y me mira confuso.
—¿Qué quieres decir?
—No vive aquí. Se mudó hace unos años —respondo afligida.
—¿Adónde?
—Pues lo cierto es que no lo sé. Un buen día nos dejó, creó una nueva
familia y decidió desaparecer, olvidándose de la antigua. —Espero que
ahora Thomas no me mire con lástima. Odio que sientan pena por mí.
—Qué cabrón.
—Mi padre engañó a mi madre, Travis me fue infiel. ¿Quieres hacerme
creer que esto te afecta? —Suelto una risita—. No me hagas reír, todos
somos conscientes de cómo vives las relaciones. —Imito unas comillas con
los dedos cuando digo la palabra «relaciones».
—No me compares con ellos —exclama serio—. Yo no le prometo
nada a nadie. Las chicas a las que me tiro saben muy bien a quién tienen
delante, saben lo que quiero de ellas y saben que, sea lo que sea, no durará.
—Su frialdad me desconcierta. Sin embargo, una parte de mí admira su
honestidad. No finge ser alguien que no es solo para impresionar a los
demás. Pero, por otro lado, es humillante saber que solo le importa el sexo
y nada más.
—¿Y tú? —Trato de cambiar de tema porque ya hemos hablado
demasiado de mí—. ¿Cómo te llevas con tus padres?
De repente, frunce el ceño. Me dedica la misma mirada torva que puso
cuando intenté preguntarle por la cicatriz.
—Diría que no te concierne —ataja. Se baja de la encimera y se dirige
al salón.
—¿Qué quieres decir con que no me concierne? —replico irritada tras
alcanzarlo.
—No tienes por qué saberlo —dice, resuelto.
—Pero tú me has preguntado.
—Podrías no haber respondido si no te apetecía. —No sé qué es más
molesto, si su voz mordaz o la cara de necesitar una bofetada con la que me
mira.
—Así que tú puedes preguntar y saber, pero ¿yo no? No funciona así.
—No insistas. —Me fulmina con la mirada y, por un momento, creo
vislumbrar en sus ojos una emoción que trata de reprimir. ¿Rabia? ¿Dolor?
¿Rencor, tal vez?—. Igualmente, no te pierdes nada.
—Bien. —Aprieto los labios en una línea dura y me cruzo de brazos—.
Entonces, dado que ya nos hemos dicho todo lo que teníamos que decirnos,
has visto la casa y conoces los defectos de mi familia, ha llegado el
momento de que te marches —añado en tono seco.
—¿Me echas porque no respondo a tu pregunta? —pregunta con una
sonrisita sarcástica.
—Te echo porque mi madre está a punto de volver a casa y, créeme, no
quieres que te encuentre aquí, sobre todo en estas condiciones.
Frunce el ceño y baja los ojos para mirarse la ropa.
—¿Qué tengo de malo?
—Noto el olor a hierba desde aquí —digo, asqueada.
—No he fumado nada, estoy limpio.
Le creo, pero debe de haberse impregnado de ese olor en la fraternidad.
—Puede que tú estés limpio, pero tu ropa no. Mi madre se pondría
como loca si me encontrara en casa con un chico que no es Travis, cubierto
de tatuajes de la cabeza a los pies, que huele a hierba y a Jack Daniel’s.
Llamaría de inmediato a un centro de rehabilitación y te enviaría allí, no sin
antes pegarte una buena paliza —le explico tranquilamente.
Me mira estupefacto.
—Tu madre no necesita un psicólogo, sino un psiquiatra. Empiezo a
estar seriamente preocupado por tu integridad. ¿Es seguro que vivas aquí?
Se me escapa una carcajada.
—Con mi madre nada es seguro, pero por ahora no corro ningún riesgo.
—Aprovecho un momento de silencio para continuar—: Thomas…
—¿Qué pasa?
—¿Cómo sabías dónde vivo?
Se acerca a mí con una sonrisa burlona y me acaricia la barbilla con
suavidad.
—Amigos que conocen a otros amigos… —Luego pasa junto a mí y se
dirige al pasillo, donde se detiene a observar los cuadros de época colgados
en la pared.
—¿Qué amigos que conocen a otros amigos?
—¿Acaso importa?
—Veamos. ¿Sabes quién se presenta en casa de una persona sin que
esta le haya dado la dirección?
—¿Quién?
—Los acosadores —replico, tajante, y eso le hace reír por lo bajo.
—Puede que lo sea, ¿alguna vez lo has pensado? —Se vuelve para
mirarme con un fingido aire intimidatorio.
Veo que entrecierra los ojos, siguiendo su propio juego.
—Es verdad que eres un tío raro, ¿sabes? Cambios de humor
repentinos, apareces en mi casa en mitad de la noche, vas a las mismas
clases que yo, te encuentro por todas partes. —Avanzo hacia él—. Me
esperas en los ángulos ciegos de los pasillos para asegurarte de que estoy
bien, me defendiste en el jardín sin que nadie te lo pidiera. Dime, Collins
—continúo, y me sitúo frente a él—, ¿debería preocuparme?
Da un paso adelante y reduce la distancia que nos separa.
—Deberías preocuparte, sí. Pero, por lo general, no me gusta molestar a
alguien que no quiere que lo molesten. Me gusta el consentimiento. —
Percibo un deje de provocación en su voz—. Deberías saberlo. —Me
ruborizo y desvío la mirada. ¿Por qué siempre me hace sentir tan expuesta?
—. Veo que lo has pillado —dice, complacido, y luego continúa—: ¿Y no
me vas a hacer una visita guiada? Eres una anfitriona terrible. —Sonríe.
—¿No has oído lo que te he dicho? Tienes que irte, no puedo correr el
riesgo de que mi madre te encuentre aquí.
—Sí, te he oído —replica mientras sube las escaleras.
—Eh, ¿adónde vas? —grito.
—Voy a dar una vuelta por la casa —responde tranquilamente.
—Arriba no hay nada interesante, solo los dormitorios —grito mientras
sube los últimos escalones.
—La mejor parte, entonces. —Me mira con una sonrisita maliciosa
antes de desaparecer en el piso de arriba.
Ostras, no tendrá intención de entrar en mi habitación, ¿verdad?
Ahí dentro solo hay un montón de fotos mías de niña, cuando mi
aspecto recordaba más al de un mapache. Subo las escaleras a toda prisa
para detenerlo, pero llego demasiado tarde. Ya está dentro. Cierro las
manos en puños y arrugo la nariz por la frustración.
—¿Quién… te ha dado… permiso para entrar? —digo, jadeando.
—Yo me lo he adjudicado —responde con su típica actitud arrogante
—. Siempre me adjudico lo que quiero —añade.
Me llevo una mano a la cadera y, con la otra, señalo la puerta.
—Sal. Ahora mismo.
Insolente como siempre, y sin ninguna intención de escucharme, mira
divertido a su alrededor y empieza a observar las fotos enmarcadas que hay
en la repisa junto a la librería. En la primera tengo apenas unos meses, en la
de al lado estoy soplando las velas de mi tercer cumpleaños, luego hay una
foto mía con nueve años, completamente mojada, con el pastor alemán que
teníamos cuando papá vivía con nosotros, Roy. Ese día estábamos en una
barbacoa en casa de un amigo. A papá y a un amigo se les había ocurrido
bañar a Roy, y, aparte de él, también me dejaron empapada a mí. Fue mamá
quien inmortalizó el momento.
Thomas señala la foto, perplejo.
—No me lo puedo creer, joder, ¿eres rubia? —Me mira atónito.
Me encojo de hombros.
—Me has pillado.
Me mira, luego a la foto y otra vez a mí.
—Jamás lo habría dicho.
He conseguido sorprender a Thomas Collins. Un punto para mí.
En otra foto estamos Alex y yo con las togas, el día de la graduación,
sacándole la lengua a su madre, que hizo la foto. En la siguiente estoy entre
Travis y Tiffany, también el día de la graduación. En la última estoy yo
sola, me la hizo Travis hará cerca de un año: estoy sentada en la mecedora
del porche, besada por el sol primaveral, con las piernas cruzadas y una
peonía en el pelo, inmersa en las páginas de Orgullo y prejuicio. Thomas la
toma y la mira atentamente mientras prepara alguno de sus comentarios
idiotas.
—Estás muy guapa en esta, Ness.
—Gracias —respondo sorprendida y azorada.
Al cabo de unos segundos, levanta la foto en la que salgo celebrando mi
tercer cumpleaños y exclama:
—Aquí, en cambio, pareces un poltergeist. —He aquí el comentario
idiota, ya decía yo.
Se la arrebato de las manos con rabia.
—Bueno, tenía sueño y acababa de comerme no sé cuántos brownies de
pistacho. ¡Así que estaba pasando por un momento delicado y nadie lo
entendía! —me justifico, irónica.
Nos miramos durante unos segundos y luego él comenta:
—Tu habitación no es como me la imaginaba, todo es demasiado rosa
para ti, ¿o me equivoco?
—Es la habitación de mi infancia. Con siete años las niñas adoran el
rosa —le explico, y no puedo evitar preguntarme en qué momento habrá
imaginado cómo sería mi dormitorio.
Asiente vagamente, se acerca a mi cama y, con una sonrisa maliciosa,
me pregunta:
—¿Y esos cómo se llaman? —Señala los tres peluches que hay junto a
la almohada.
Oh, no.
—¿Qué? ¿Por quién me tomas? Tengo casi veinte años, Thomas, no
pongo nombres a los peluches. —Me río, nerviosa.
—Venga, desembucha. —Se sienta en el borde de la cama, convencido
de haberlo adivinado.
—Momo, Nina y Sparky —confieso tras un momento de vacilación.
—Momo. Nina. Y ¿Sparky? —repite mientras se esfuerza por reprimir
la carcajada que amenaza con estallarle en la boca.
—¡Eh! ¡No puedes entrar en mi habitación sin permiso y reírte de mis
cosas! Eso me duele.
Intenta ponerse serio, pero el resultado deja mucho que desear.
—A ver si lo he entendido bien. —Se pone a Sparky, mi conejito de
peluche, en las rodillas—. Duermes con tus peluches, lo que significa que
eres una niñita. Te gustan las series de televisión. —Señala la estantería que
hay sobre el televisor, donde tengo algunos estuches con DVD—. Lo que
significa que tu vida te aburre. Eres una romántica incurable —continúa, y
hace un gesto hacia la librería llena de novelas románticas—. Y,
probablemente, sufres el mismo trastorno que tu madre. —Me mira
complacido—. ¿He acertado?
Frunzo el ceño.
—¿El mismo trastorno que mi madre? ¿Pero cómo se te ocurre decir
algo así?
—No sé, tal vez porque los libros están colocados por orden de altura y
los zapatos según el color… Por no hablar de la precisión con la que te
organizas la mesa en las clases. En serio, en vuestra familia tenéis un
problema grave —insiste.
Empiezo a estar molesta.
—Corta el rollo. Me gusta que las cosas estén en su sitio, donde toca.
Soy una chica ordenada, nada más. —Le resto importancia.
—¿Y si ahora, sin querer, te desordenara todo esto? —Se levanta y se
dirige a mi librería.
—Depende: ¿cuántas ganas tienes de morir?
—En realidad, tengo ganas de otra cosa… —Me ofrece una sonrisa
descarada. Me sonrojo, pero hago un esfuerzo por lanzarle una mirada de
indignación, aunque lo único que consigo es divertirlo todavía más—. O,
alternativamente, puedo sentarme en este sillón y contemplar el techo—. Se
acomoda, cruza los brazos sobre el pecho y separa un poco las rodillas
antes de dejar caer la mirada hacia mis piernas. Un destello travieso brilla
en sus ojos. Instintivamente, las cruzo al sentir una oleada de calor que me
invade el cuerpo.
Maldita sea, ¿por qué tiene que ser tan atractivo?
—No vas a contemplar una mierda. Ahora te levantas y te vas a tu
apartamento, o vuelves a la fiesta, pero aquí no te quedas —replico cuando
consigo recuperarme de la visión afrodisíaca.
—La fiesta de la fraternidad no estaba siendo muy divertida. Cuando
eso estaba a punto de cambiar, mi compañero de piso me ha llamado. ¿Te
suena?
—Oh, vaya… —Me llevo una mano al pecho y finjo lamentarlo—.
Siento mucho haber sido la causa de que estés trasnochando. Pero,
sinceramente, Thomas, nadie te ha pedido que vinieras a mi casa. Podrías
haberte quedado allí perfectamente para desahogarte —replico, mordaz.
—Sí, podría haberlo hecho. Es más, debería haberlo hecho —señala—.
Me habría divertido mucho más.
Me sorprende su falta de tacto.
—Eres un capullo, Thomas. —Y un insensible, un arrogante bipolar
que disfruta poniendo a prueba mi paciencia.
—Contigo me estoy conteniendo mucho. Deberías darme las gracias,
no ponerte nerviosa. —La expresión complacida que me dedica es
suficiente para hacerme perder la paciencia. Sin pensármelo dos veces, le
tiro uno de los peluches que tengo a mano y le golpeo de lleno en la cara.
—Mierda, me has dado en un ojo, pero ¿qué tienes ahí dentro? —Se
lleva una mano a la cara.
Oh, no. Sin pensarlo, le he tirado a Nina, la mamá canguro donde
guardo los pendientes y las pulseras. Se masajea la frente y corro a
socorrerlo. Me acerco y le tomo la cabeza entre las manos con cuidado.
—Perdona, no quería… —Pero no me da tiempo a terminar la frase
porque se levanta, me agarra por la cintura y me tira sobre la cama.
—Eres demasiado ingenua, pequeña.
Se sienta a horcajadas sobre mí. Con una mano me bloquea las
muñecas por encima de la cabeza y, con la otra, me hace cosquillas en el
costado.
—¡Oh, no, para! —Me río tan fuerte que las palabras me salen
deformadas.
—¿Querías matarme con un peluche, Ness? —me pincha, sin piedad.
—Thomas, te lo suplico, ¡para! —Me retuerzo e intento zafarme de él.
No lo consigo, es demasiado fuerte. Sus dedos me hacen cosquillas en el
cuello, las caderas, la barriga. No aguanto más—. ¡Vale, vale, tú ganas!
¡Basta! —digo con lágrimas en los ojos. Entonces, por fin, afloja el agarre.
—Yo siempre gano, recuérdalo.
—Eres el doble de grande que yo y me has engañado. A eso se le llama
una victoria fácil —replico, y hago como si me ofendiera.
—Cada uno juega sus cartas. —Me toca la punta de la nariz con el
dedo. Luego nos quedamos quietos y nos miramos mientras la sonrisa de
nuestros labios se desvanece. Hace unos minutos estaba enfadada con él y,
ahora, he llorado de la risa—: Deberías hacerlo más a menudo.
—¿El qué, atacarte con un peluche?
—No, reír —susurra, peligrosamente cerca de mi boca—. Tienes una
luz distinta cuando lo haces. —Se me corta la respiración y, cuando me
acaricia el labio con la mano libre, me estremezco. Instintivamente, separo
los labios—. ¿Todo bien? —me pregunta con una sonrisita impertinente.
«¿Todo bien?». Tengo la boca tan seca como un desierto y el corazón se me
ha disparado. Me siento capturada por la intensidad de su mirada,
abrumada por la grandeza de su cuerpo sobre el mío. Aturdida por su
inconfundible aroma a vetiver.
Aun así, consigo asentir. Él sonríe orgulloso. Se acerca todavía más, y
el latido de mi corazón se acelera con desmesura. Seguro de sí mismo, se
coloca entre mis piernas abiertas. Cada célula de mi cuerpo tiembla.
—¿Qué… haces? —jadeo.
—¿Tú qué crees? —susurra con voz ronca.
—Thomas… —Trago saliva y pienso que debería pararlo…,
apartarlo…, o al menos intentarlo.
—Vanessa… —Me roza los labios con los suyos. Una, dos, tres
veces… Me embriaga con su tacto, tanto que cierro los ojos y aprieto las
rodillas alrededor de sus caderas en un acto reflejo. Luego traza una línea
de besos lentos y delicados por mi mandíbula, que aumentan de intensidad
a medida que llega a mi cuello.
Tengo una ametralladora en lugar del corazón.
—Deberías… deberías irte…
Lleva los labios a mi oreja y me mordisquea el lóbulo antes de lamerlo
con la lengua y provocarme un temblor en el bajo vientre.
—No, no debería.
—Por favor… —La mía es más una súplica desesperada que una
petición. Una parte de mí quiere que se vaya de verdad, pero hay otra que
solo desea estar a su merced y darle carta blanca.
—Estás hablando demasiado —gruñe fastidiado, y empuja sus caderas
contra las mías con un fervor indomable, con lo que me hace callar. Una
oleada de escalofríos me recorre el cuerpo, una sensación que ya he vivido
antes con él, pero que hoy es incluso más fuerte. Su lengua atrapa la mía
con ferocidad y decisión. Esperaba oponer más resistencia, pero le
devuelvo el beso de forma natural, necesitada, ardiente.
Me suelta las muñecas y le tomo la cara entre las manos, intensificando
el beso. Él parece excitarse todavía más, porque con un brazo me rodea la
cadera y la aprieta tan fuerte que me falta el aire. Me aferro a sus poderosos
hombros, a su cuello musculoso, mientras su mano desciende hasta mi
muslo, lo agarra y lo separa con impaciencia.
—Tengo la intención de follarte aquí, Ness —me dice en los labios.
Frota su erección entre mis muslos y me arranca un suave gemido que
sofoca abalanzándose sobre mi boca con ardor—. En la cama de tu infancia
—concluye lascivo, perverso. Me ruborizo, siento la ardiente necesidad de
tenerlo dentro de mí. Sin embargo, de repente, la vocecita de mi cabeza me
recuerda que todo esto está mal. Él nunca me dará lo que quiero, y yo
nunca le daré lo que desea. Tengo que parar o me arrepentiré, no puedo
dejar que este chico me desbarajuste la vida todavía más de lo que ya lo ha
hecho.
Le pongo las manos en el pecho para que pare. Su corazón late con
fuerza, igual que el mío.
—Thomas, espera…
Se separa de mi boca con los ojos nublados por el deseo. Los dos
estamos sin aliento, con las caras enrojecidas y los labios hinchados por los
besos. Nos miramos a los ojos durante unos segundos, y mientras él parece
intuir la dirección de mis pensamientos, yo me olvido de los míos.
—Piensas demasiado… —El tono ronco con el que habla me vuelve
loca. Me pasa una mano por el cuello en un apretón posesivo y lo saborea
despacio, lo araña con los dientes, lo muerde y lo lame—. Vive el momento
—continúa, y desliza la mano por debajo de la parte superior de mi pijama,
hasta llegar a mis pechos. Siento cómo sus labios se curvan en el hueco de
mi cuello—. Me he dado cuenta de que no llevabas sujetador en cuanto has
abierto la puerta. —Me aprieta un pecho y presiona su erección en mi
punto más sensible—. Deja de pensar, Ness. Déjalo ya —me ordena y, sin
darme la oportunidad de replicar, vuelve a devorarme la boca, disolviendo
toda mi incertidumbre como granos de arena que se lleva el viento. El
instinto vence a la razón. Me dejo llevar por esos impulsos que solo él
parece ser capaz de despertar en mí. Hundo los dientes en su labio hasta
arrancarle un gemido gutural. Esta vez no podré culpar al alcohol cuando,
después de acostarme con él, piense que está entre los brazos de otra. Será
culpa mía, solo mía. Me empujo más contra él con la pelvis. Hundo una
mano en su pelo y, con la otra, empiezo a desabrocharle los vaqueros. Él
mete la mano por debajo de la tela de mi pijama y se desliza sobre el tejido
húmedo de mis braguitas, pero entonces… algo me detiene y hace que el
corazón se me suba a la garganta.
Cinco palabras. Cinco simples palabras que me hacen recuperar la
lucidez perdida.
—¡Nessy, ya estoy en casa!
Capítulo 19
***
Antes de que empiecen las clases, voy a la cafetería del Memorial Union
con Alex para tomar nuestro café de las ocho y media. El ambiente, sin
embargo, es casi sombrío, lo que es insólito. Que Stella se haya marchado
le ha robado a Alex su habitual buen humor.
—¿Has vuelto a hablar con Travis? —pregunta tras unos interminables
minutos de silencio en los que ambos no hemos hecho otra cosa que mirar a
un punto indefinido de la mesa. Parecemos dos personas desesperadas.
—He bloqueado su número, la mera idea de hablar con él hace que se
me cierre el estómago. Por su bien, espero no encontrármelo, podría no
responder de mis actos.
—Si es listo, sabrá que debe mantenerse lejos de ti.
—En cualquier caso, Tiffany me aseguró que se encargaría de evitarme
problemas con su hermano. —Hablando de problemas, el mío acaba de
entrar en el bar acompañado de Shana. La forma en que ella le rodea la
cadera desencadena una ira en mí que me remueve por dentro. Al pensar
que hace menos de seis horas esas manos estaban sobre mí, abrazándome,
deseándome…, me entran ganas de llorar.
Siento la imperiosa necesidad de salir corriendo. Me pongo en pie
tratando de ocultar mi desazón, y le pido a Alex que me acompañe a la
próxima clase. No obstante, soy consciente de que no podré huir muy lejos
de él, porque justo ahora tengo Filosofía. Mi amigo adivina el origen de mi
malestar, pero no dice nada al respecto y se limita a acompañarme por el
pasillo.
Me siento en mi sitio de siempre en la primera fila y espero a que
llegue el profesor. Diez minutos después, el aula empieza a llenarse y
Thomas se sienta a mi lado. Qué cara más dura que tiene.
—Hola, Forastera, aquí de nuevo. Mismo sitio, misma hora. —Sonríe.
En cuanto se da cuenta de que no pienso responderle, su entusiasmo decae.
Por el rabillo del ojo veo que me mira con cautela—. ¿Qué te pasa?
—Déjame en paz, Thomas —digo con voz afilada y la mirada clavada
en el ordenador, que ya está encendido y con los apuntes en pantalla. Pero
tenerlo tan cerca me pone de los nervios—. Eh, ¿ese asiento está libre? —le
pregunto al chico rubio de la tercera fila.
Dos ojos azules me miran perplejos, pero, por suerte, el chico me
sonríe. Ahora me doy cuenta de que es el mismo que me saludó en la grada
antes del partido. ¿Es posible que no me hubiera fijado en él nunca?
—Sí, por supuesto. Ven.
Recojo todas mis cosas y me cambio de sitio.
—¿Qué coño te ha dado ahora? —Thomas refuerza su agarre en mi
muñeca, pero consigo zafarme de él.
—Nada —miento—. Todo genial.
Me siento junto al chico y coloco todo lo necesario sobre la mesa,
siguiendo estrictamente mi orden maníaco.
—Encantado, me llamo Logan.
—Nadie te ha preguntado, idiota —exclama Thomas mosqueado, que
se gira en nuestra dirección.
Me inclino hacia delante y lo fulmino con la mirada. Logan se
sobresalta, lo pilla de improviso.
—Ignóralo —le sugiero a mi nuevo compañero de mesa, que me
escucha y se vuelve hacia mí—. Yo me llamo Vanessa. —Le sonrío.
—Sí, te conozco, pero es la primera vez que hablas conmigo. El año
pasado fuimos juntos a una asignatura, pero nunca me saludaste.
Me siento muy avergonzada ante esta acusación velada.
—Vaya, discúlpame, por favor. Lo creas o no, no hablo con demasiada
gente aquí dentro. Pero el problema no eres tú, soy yo. —Le tiendo la mano
—. Vuelvo a empezar: encantada, me llamo Vanessa. Soy la chica más
torpe e introvertida que existe en la faz de la Tierra. Te pido disculpas otra
vez —farfullo, e imploro perdón con los ojos.
—Claro, no te preocupes, no eres la única. —Sonríe con timidez—. Sin
embargo, si la culpa te devora por dentro, siempre puedes resarcirte en la
cafetería, tal vez en el almuerzo. ¿Te apetece?
Estoy a punto de aceptar cuando Thomas nos interrumpe.
—Joder, tus habilidades para ligar son alucinantes. ¿Qué más vas a
hacer? ¿Vas a enviarle una nota que diga: «¿Quieres salir conmigo? ¿Sí o
no?».
Me quedo de piedra.
—Por favor, discúlpame. De hecho, discúlpalo a él —digo, y me vuelvo
hacia Logan.
Cuando me percato de que Thomas todavía tiene los ojos puestos en
nosotros, salto.
—¿Se puede saber qué diantres quieres?
—¿Por qué te has cambiado de sitio? —pregunta, enfadado.
—Perdonad, no me había dado cuenta de que vosotros dos… Quiero
decir, que estabais juntos —comenta Logan, avergonzado.
—No estamos juntos —replicamos al unísono. Al parecer, al menos
estamos de acuerdo en algo.
—¿Clark, Fallon y Collins? Si no es mucho pedir, me gustaría empezar
la clase —nos regaña el profesor Scott, justo después de haber entrado en el
aula.
Enmudezco, sonrojada de la vergüenza. Es la primera vez que un
profesor me reprende. Logan me sonríe como para tranquilizarme.
Thomas no parece inmutarse. Se levanta y se acerca a nosotros.
—Tú, búscate otro sitio, tengo que resolver un asunto —le ordena una
vez que se planta detrás de él.
Pongo una mano en el brazo de Logan y exclamo:
—No. Él se queda aquí.
Thomas mira mi mano alrededor del brazo del chico rubio. Desplaza la
mirada enfurecida de nuevo hacia él, que ahora está visiblemente
incómodo.
—No lo repetiré —lo amenaza, furioso.
Veo que Logan palidece.
—Vanessa, escucha, tal vez sea mejor que… —murmura, pero no le
dejo terminar la frase.
—Él. Se. Queda. Aquí —le digo a Thomas perentoriamente. Nos
miramos desafiantes durante un puñado de segundos, a la espera de que
uno de los dos ceda. Con Logan entre nosotros, que, estoy convencida,
desearía estar en cualquier otra parte en este momento.
—Señorita Clark, fuera —exclama el profesor Scott.
—¿Cómo, disculpe? —pregunto incrédula.
—Salga de mi aula, ahora.
No me lo creo. ¡Me acaban de echar por culpa de este idiota!
—¡Muchas gracias! —susurro con rabia mientras me pongo en pie.
Salgo del aula, y estoy a punto de girar hacia el pasillo cuando oigo la
voz amortiguada del profesor:
—Collins, ¿adónde va?
No me lo puedo creer.
Camino lo más rápido que puedo para dejarlo atrás.
—¡Ness! —grita mientras salgo del edificio, pero no me giro y sigo
caminando a toda prisa—. ¿¡Quieres parar, joder!?
Me alcanza, me agarra del brazo y me obliga a mirarlo.
—¿Eres consciente de que esta es la segunda clase que me arruinas en
una semana? —grito, y le golpeo en el hombro con el cuaderno que tengo
en la mano.
—A la mierda la clase. ¿Vas a decirme qué te pasa?
—¡Podría hacerte la misma pregunta! ¡Has tratado mal a Logan sin
motivo alguno!
—No me has dejado alternativa —suelta con una tranquilidad que me
pone furiosa.
—¿Solo porque no quería estar cerca de ti?
—¡No, porque sigues comportándote como una niña inmadura, joder!
En vez de salir corriendo, dime cuál es el problema.
¿Yo soy la inmadura? ¡Mira quién habla!
—No hay ningún problema. —Resoplo, ignoro su ofensa y trato de
zafarme de él, pero Thomas no me deja escapatoria.
—Te has ido con Fallon para no hablar conmigo. Así que, te lo repito,
¿cuál es el problema?
—¿En serio no te das cuenta? —No responde—. Desde que te conozco,
no has hecho otra cosa que confundirme. Primero eres majo conmigo,
luego dices que no te gusto. Te pones de mi lado para defenderme de Travis
y luego me llamas patética. Te presentas en mi casa, practicamos sexo,
quedas para verte con otra y desapareces en plena noche sin decirme nada,
dejando una mísera nota en la que has escrito «nos vemos por ahí». ¿Nos
vemos por ahí? ¿En serio, Thomas? Y, para acabar a lo grande, te veo
agarrado a esa otra como si yo no existiera —grito. Me doy cuenta
demasiado tarde de que hemos atraído las miradas de algunos estudiantes
que pasaban por aquí. Genial.
—¿Ese es el problema? —Parece sorprendido y molesto al mismo
tiempo.
—¡El problema es que no te entiendo! —rebato, y siento unas punzadas
en las sienes que me indican que debería calmarme. Respiro hondo y lo
miro—. ¿A qué estás jugando, Thomas?
Se pasa una mano por el pelo, como si tratara de poner en orden sus
ideas.
—No juego a nada.
—Entonces, ¿qué quieres de mí? Sigues rondándome, pero nunca te
quedas.
—No lo sé —confiesa en un medio susurro.
—¿No lo sabes? ¿De verdad? —Sacudo la cabeza con amargura y hago
amago de irme, pero él me lo impide.
—No, Ness, no lo sé. —Respira hondo—. Cuando estoy contigo…,
hago cosas que no debería.
—¿Como huir en mitad de la noche como un ladrón? ¿O usarme para
desahogarte con sexo, como si fuera una de tus muñequitas?
Se me quiebra la voz, pero me obligo a no llorar.
—¿Qué se suponía que tenía que hacer? Estabas aterrorizada por si tu
madre me encontraba allí. Me limité a hacer lo que me pediste. Y no te usé
para desahogarme. ¿Debo recordarte que fuiste tú quien lo disfrutó?
—Me siento utilizada, Thomas. Compartí una parte de mí contigo, y tú,
tan solo unas horas después de escabullirte de mi cama, ¡apareces como si
nada con Shana y no supone ningún problema para ti! ¿Cómo debo
sentirme?
Thomas se muerde el labio y mira nervioso a su alrededor. Parece que
está a punto de hablar, pero entonces su expresión cambia, se endurece. Es
una expresión que no le había visto nunca en la cara, pero no presagia nada
bueno.
—Presentarme en tu casa fue un error. Olvídalo. Haz como si no
hubiera pasado.
¿Qué…?
—¿Que lo olvide? —repito con la voz quebrada, e intento reprimir el
nudo que me cierra la garganta.
—Sí, esto que hay entre tú y yo. —Mueve una mano y me señala
primero a mí y luego a sí mismo—. Te comportas como una novia celosa,
joder, pero no lo eres. No estoy contigo, te he follado un par de veces, nos
lo hemos pasado bien, ¡pero nada más!
Me quedo aturdida ante sus palabras y siento que estoy a punto de
echarme a llorar. Doy un paso atrás, incrédula, profundamente humillada,
mortificada y herida… otra vez.
Tras un momento de desconcierto, y frente a mis ojos brillantes,
Thomas parece entristecerse. Da un paso en mi dirección y trata de
tomarme las manos, pero yo me aparto.
—Ayer me dijiste que no querías que te comparara con Travis, pero la
verdad es que no eres tan diferente de él. —Parpadeo repetidamente e
intento ahuyentar las lágrimas—. A partir de ahora, aléjate de mí. —Me
doy la vuelta para irme y me alejo, incapaz de contener las lágrimas. Me
siento la persona más estúpida del mundo, ¿cómo he podido malinterpretar
sus intenciones hasta este punto? ¿De verdad creía que una chica insegura,
buena estudiante y torpe como yo podía llamar su atención? Sí. Durante
una pequeña fracción de segundo, anoche, tumbada en mi cama, con él a
mi lado…, lo creí. Pero me equivoqué. No debería haber hecho nada de lo
que hice. Sabía cómo era desde el principio. Sabía que yo tan solo era un
pasatiempo para él. Toda esa historia de querer conocerme… era pura
ficción. Era parte de su juego…
***
Corro más allá de los edificios del campus con la visión nublada por las
lágrimas. Me meto en el Toyota y, en cuanto consigo contener el llanto, me
pongo en marcha. Aparco en la entrada, entro en casa, cierro la puerta tras
de mí y me dejo caer contra la superficie de madera. Mis sollozos rompen
el silencio que reina entre estas cuatro paredes, ya no me esfuerzo por
contener las lágrimas. Lloro con las manos entre el pelo, decepcionada por
mi propia ingenuidad. En cuanto me calmo, voy a darme una ducha y luego
me echo en el sofá, sin siquiera hacer un esfuerzo por prepararme algo de
comer. Cuando mi madre vuelve a casa, hacia las cinco de la tarde, utilizo
la excusa de que tengo mucho que estudiar y me encierro en mi habitación.
Pero ni siquiera tengo fuerzas para estudiar, prefiero seguir con la
lectura de Orgullo y prejuicio. Me acerco a la mesita de noche, pero… no
está. Y estoy segura de que lo había dejado ahí.
Mi madre lo habrá guardado en la librería antes de limpiar el polvo.
Antes de alcanzar la estantería, tocan al timbre y me sobresalto ante el
sonido.
¿Quién demonios es ahora?
Bajo las escaleras a toda prisa para ver quién es antes de que lo haga mi
madre. Cuando abro la puerta, me encuentro a Logan en el umbral, con una
sonrisa azorada en la cara.
—Ehm… Hola, Vanessa —me saluda.
—Hola, Logan —digo igualmente azorada y sorprendida por esta visita
inesperada.
—He pedido la dirección de tu casa a la secretaria. He pensado que
podría traerte los apuntes de la clase de hoy, por si te pueden resultar de
ayuda —me dice amablemente, y me entrega una memoria USB.
—Oh, muchas gracias. Me salvas el día. De hecho, te pido disculpas
por la escena. Estabas en el lugar equivocado en el momento equivocado,
tú no has tenido ninguna culpa —explico, un tanto incómoda.
—No te preocupes, es Thomas Collins. ¿Qué se puede esperar de él?
Aunque, en un momento dado, he pensado que estabais a punto de explotar
los dos.
Esbozo una sonrisa falsa, pero en realidad querría que me tragara la
tierra.
—Bueno, en cualquier caso, me disculpo por él. Y gracias otra vez por
los apuntes —repito, con la esperanza de que se marche.
—No hay de qué. ¿Sabes…? —Se frota una ceja con un dedo,
incómodo—. Estaba pensando que, si te apetece, podríamos tomarnos un
café un día de estos.
—Vanessa, ¿todo bien? —irrumpe la voz de mi madre desde la cocina,
y me salva de esta situación embarazosa—. La cena está lista.
—Ehm… tengo que entrar, Logan. Nos vemos en clase, ¡gracias otra
vez! —digo a toda prisa. En cuanto cierro la puerta, mi madre aparece tras
de mí.
—¿Quién era, tesoro?
—Un compañero de clase, tenía que prestarle unos apuntes —miento.
—Mmh, entiendo. ¿Y Travis sabe que tus compañeros de clase se
presentan en tu casa y te invitan a tomar un café? —me pregunta, y se
dirige a la cocina.
—No deberías escuchar conversaciones ajenas. —Tomo asiento en la
mesa y mordisqueo un poco de pan. Mi madre trae dos platos de
macarrones con queso y se sienta frente a mí—. Y respecto a Travis… —
Dejo la frase en el aire y me pregunto si debería hablarle del tema ahora.
Conociéndola, se pondrá como loca con la noticia de nuestra ruptura, pero
confío en que en cuanto sepa el motivo, comprenda al fin quién es
realmente este chico.
—¿Ha pasado algo? ¿Os habéis peleado?
Respiro hondo y rezo para que mi madre se muestre racional.
—Lo que voy a decirte no te gustará —la advierto, con voz temblorosa.
Hago una pausa y luego confieso de un aliento—. Se ha acabado. —Exhalo
como si durante todo este tiempo hubiera tenido un ladrillo en el estómago
y ahora, por fin, me hubiera liberado de él.
—¿Cómo, cariño? —pregunta, perpleja.
—Entre Travis y yo… —añado, y la miro a los ojos—. Se ha acabado.
Un silencio sepulcral se cierne entre nosotras.
—¿Qué has dicho?
—Ya lo has oído —respondo, tratando de no sentirme intimidada.
Me mira incrédula. Luego niega con la cabeza y alza una comisura de
la boca.
—No me tomes el pelo.
—No lo hago, hablo en serio.
—No puede ser —dice, dejando el tenedor en el plato.
—Ese bastardo me ha engañado, mamá —explico. Ella me mira
desconcertada, con el pánico reflejado en los ojos—. Me ha engañado —
repito—. Sedujo a una chica ingenua solo para usarla durante una noche.
Mi madre parpadea como si acabara de despertar de un sueño profundo.
—Pero ¿qué tonterías dices? Travis es un buen chico. Viene de una
familia muy respetable, ¡nunca haría algo así! —dice, y se lleva las manos
a las caderas con aire acusador.
—Ya, eso mismo pensaba yo. También ha sido traumático para mí.
—Todo esto es imposible, seguramente estaba bajo los efectos del
alcohol, tal vez los canallas de sus amigos le tendieron una trampa.
Arrugo la frente.
—Pero ¿qué película te estás montando? Estaba totalmente lúcido. Y,
aunque hubiera estado bajo los efectos del alcohol, ¿cómo puedes siquiera
pensar en justificar semejante acto? —grito, y golpeo la mesa con el puño.
Mi madre sigue desvariando.
—Tesoro, escucha. —Se pasa las manos por la cara, como si intentara
recuperar la lucidez. Esa lucidez que perdió hace mucho—. Sé que estás
conmocionada y que estás sufriendo muchísimo en este momento, pero
piénsalo un segundo… No podéis tirar por la borda dos años preciosos solo
por un error que cometió en un momento dado.
La miro estupefacta.
—Me ha faltado al respeto constantemente, engañó a una chica ingenua
para que se acostara con él ¡y desaparecer a la mañana siguiente!
—Es un chico, Vanessa, ¿no has pensado ni por un segundo en la
posibilidad de que tal vez estuviera pasando por un momento difícil? Sabes
que tiene mucha presión encima, tú nunca has sido capaz de entenderlo del
todo. Se habrá sentido perdido, no puedes condenarlo de esta forma.
Me quedo atónita. ¿Resulta que ahora la culpa es mía?
—Tú… tú… ¡estás loca, mamá! Claro que puedo condenarlo, es
precisamente lo que he hecho. Lo he dejado. ¡Se acabó! ¡No tengo la más
mínima intención de vivir lo que tú viviste con papá! —Me levanto, abro el
grifo, lleno el vaso de agua y me lo trago del tirón.
—Vanessa, si permites que el orgullo y la rabia predominen sobre los
sentimientos que te unen a él, te arrepentirás amargamente. ¿Crees que
volverás a tener una oportunidad como esta?
Abro los ojos, disgustada.
—¿Sabes qué, mamá? —Dejo el vaso de golpe sobre la encimera de la
cocina y me vuelvo para mirarla—. Sabía que esta noticia te afectaría, que
te pondrías hecha un basilisco y que harías todo lo posible por hacerme
cambiar de opinión. Pero, quién sabe por qué, una parte de mí creía que
frente a la enorme falta de respeto que ese chico le ha mostrado a tu hija
¡me entenderías y me apoyarías! Pero he sido una estúpida al pensarlo,
porque a ti ¡lo único que te importa es el dinero!
—¡Vanessa! —me regaña.
—¡No, mamá, nada de «Vanessa» esta vez! Te has formado una idea de
él que no se corresponde con la realidad, pero nosotras sabemos por qué lo
has hecho. Él tiene algo que los demás no tienen: ¡una cuenta bancaria con
seis ceros! ¡Y para ti eso es más que suficiente! ¡Qué más da si mortifican,
humillan y traicionan a tu hija! ¡Lo que importa es que se casará con un
millonario que la encerrará en su lujosa mansión de oro y le dará la vida
más miserable de la historia de la humanidad! Pero, eh, ¡podrá hacerlo
rodeada de caviar y champán! —Tomo aire—. Asúmelo, Travis y yo
rompimos hace días y no tengo ninguna intención de volver atrás, ¡ni ahora
ni nunca!
—¿C-cómo hace días? —se sobresalta—. ¿Entonces con quién estabas
en tu habitación anoche?
Me trago el nudo de la garganta y la miro boquiabierta.
—¡Déjame en paz, se ha acabado todo! —escupo. Salgo de la cocina
sin dejarle tiempo de añadir nada, corro hasta mi habitación y me encierro
dentro. Giro la llave en la cerradura y me tiro en la cama. Con la cabeza
hundida en la almohada, rompo a llorar de forma inconsolable por segunda
vez en el día.
Segunda parte
Un mes después
Capítulo 21
***
***
***
Una hora más tarde, estoy sirviendo todas mis mesas, excepto la número
once. Thomas no deja de mirarme, y cada vez que paso junto a él tengo que
luchar conmigo misma para evitar cruzarme con su mirada. Me dirijo a una
mesa que está a punto de quedar libre y charlo con un chico un poco mayor
que yo, con el que despliego algunas tácticas bien estudiadas. Antes de
marcharse, él me rodea la cintura con sus brazos y me acerca a su cuerpo.
Sonriendo, saca unos billetes de su cartera y los mete entre el dobladillo de
mi falda y mi piel. Le retiro la mano de mi cadera, le sonrío y me voy.
Cuando estoy a punto de superar la mesa once, una mano
completamente tatuada me agarra la muñeca, lo que despierta un escalofrío
que me recorre toda la espalda.
—Para.
Con el ceño fruncido, bajo la mirada lentamente.
—Te recomiendo que me quites la mano de encima, de lo contrario,
tendrás que vértelas con Sean, nuestro portero. Y, créeme, a él le importa
un bledo que estés aquí con el sobrino del jefe. Os echará de uno en uno —
recalco.
Thomas arquea una ceja; no está nada intimidado.
—Ven fuera. Necesito hablar contigo.
—No puedo. Estoy trabajando.
—Sí, ya lo veo. ¿Te estás divirtiendo? —pregunta con una sonrisa
malvada, y mira los billetes que asoman del dobladillo de mi falda.
Pongo los ojos en blanco.
—¡Solo son propinas, deja de comportarte como un hermano mayor! —
replico, irritada.
Frunce los labios y me tira de la muñeca, con lo que me obliga a
acercar mi oreja a su boca. Al hacerlo, no puedo evitar inhalar su
masculino y sensual aroma a vetiver, a gel de ducha… y a Jack Daniel’s.
¿Ha bebido? ¿Es posible que no me haya dado cuenta? Sus labios me
acarician la piel, el estómago se me cierra y necesito toda mi fuerza de
voluntad para no dejarme dominar por el hormigueo que siento en la piel.
—¿Hermano mayor? ¿En serio? —susurra con voz ronca.
—Es lo que pareces. Déjame en paz, Thomas, ya has hecho suficiente
daño esta noche. —Me enderezo e intento zafarme de su agarre, pero él
aprieta todavía más.
—Estás cabreada por lo de antes, ¿verdad?
—No, qué va. ¿Qué te hace pensar eso? —respondo sarcásticamente
con el ceño fruncido. Veo que Matt y los otros chicos están tensos.
Thomas se pasa una mano por el pelo.
—Me he pasado, lo sé. Pero estaba cabreado.
—Y, como siempre, parece ser motivo suficiente para perder el control
—respondo, fingiendo ser impasible. Mi respuesta parece irritarlo, porque
afloja su agarre de mi muñeca y me deja ir.
—¡¿No me digas que el tío al que estabas evitando es precisamente ese
buenorro lleno de músculos y tatuajes?! —exclama Cassie con voz chillona
cuando regreso a la barra, mientras me recuerdo a mí misma que matar va
en contra de la ley.
—Bingo.
—¡Uy, esto me lo tendrás que explicar!
—No hay nada que explicar —musito.
—Os acabo de ver hablando. Por un momento he pensado que os
quitaríais la ropa uno al otro y, justo después, que os liaríais a bofetadas.
¿Qué sois? ¿Enemigos declarados, amigos o amantes que se aman bajo las
sábanas y se odian a la luz del sol? —gorjea.
Resoplo y pongo los ojos en blanco.
—Amigos, Cassie. Solo amigos. —«Sin mucho éxito», me gustaría
añadir.
—Es una gran noticia, porque llevo fantaseando con morder esos labios
carnosos desde que ha entrado por la puerta. ¿Y ese físico escultural? Creo
que nunca he visto a alguien tan perfecto, quiero probarlo de arriba abajo.
¿Me das su número?
—No lo tengo.
Abre mucho los ojos, incrédula.
—¿Cómo es posible?
Me encojo de hombros.
—Nunca nos lo hemos dado. Pero, si tanto te interesa, pídeselo. Lo
tienes a solo unos metros. —Cassie arquea una ceja y suelta una carcajada
como si hubiera dicho vete a saber qué tontería.
—Cariño… —Pone su mano de uñas rojas sobre mi espalda y me
dedica una gran sonrisa, como si fuera una niña a quien le está explicando
un concepto básico—. No puedo pedirle su número. Es la segunda regla
más importante del código del cortejo.
La miro estupefacta.
—¿De qué hablas?
—Nunca le pidas el número a un chico: si lo haces, sabrá que te gusta,
pensará que te tiene y, como por arte de magia, perderá las ganas de
conocerte.
Arrugo la frente.
—¿Y cuál sería la primera regla? —pregunto, aunque no estoy segura
de querer oír la respuesta.
—No lo mires. Nunca.
—Pero si no lo miras, ¿cómo le haces saber que estás interesada? —
pregunto, cada vez más confusa.
—Ese es el truco. No debe saberlo.
Qué tontería. No me da tiempo de descubrir las otras fantasmagóricas
reglas porque Maggie nos interrumpe para decirnos que su turno ha llegado
a su fin. Eso significa que Cassie también se irá dentro de una hora, gracias
a Dios. Y, por fin, dentro de dos horas podré salir de este lugar. Estoy
destrozada.
Capítulo 25
Cuando falta media hora para que acabe mi turno, el local está vacío,
excepto por Thomas, que sigue sentado a la mesa. Matt y los demás ya se
han ido y, a decir verdad, me sorprende que no haya aprovechado la
ocasión para volver al campus con alguna nueva conquista. Pero me
sorprende todavía más, por no decir que me alegra, ver cómo ha ignorado
toda la atención que Cassie le ha dedicado esta noche.
Impaciente, decido acercarme a él.
—Thomas, estoy a punto de cerrar. Vete a casa. —Recojo los últimos
vasos vacíos de la mesa, excepto el suyo, que sigue lleno de líquido ámbar.
—No me apetece. —Le da vueltas a un cigarrillo en las manos.
—Puede que no lo sepas, pero cuando uno está triste, el último lugar en
el que debería refugiarse es un bar. —Lo miro y lo veo ausente.
—Esto no es un bar —resopla infeliz.
—El concepto es el mismo.
—¿Qué te hace pensar que estoy triste? —dice con tono burlón.
Tus ojos, maldita sea.
—¿Lo estás? —Como respuesta, se encoge de hombros y evita mi
mirada—. ¿Por qué has venido aquí?
Deja escapar un suspiro y endereza la espalda.
—Por esto. —Levanta su vaso—. Y por esto. —Desliza la mirada por
mis piernas y me roza el muslo derecho con los nudillos. Me sobresalto,
pero logro apartarme rápidamente.
Arqueo las cejas.
—¿Estás borracho?
—Yo no me emborracho, Ness —aclara con una sonrisa burlona.
—Ya, claro. ¿Cuántos te has bebido desde que has llegado?
—Cinco o seis… No, tal vez ocho o nueve. He perdido la cuenta…
Llevo mucho rato aquí.
—Te digo yo que estás borracho. Pídele a alguien que te lleve a casa,
será mejor.
—No pienso dejar aquí mi coche, corro el riesgo de volver mañana y
encontrar solo las ruedas, o tal vez ni eso. —Gesticula lentamente.
—¿Tienes intención de pasar la noche aquí dentro? Te lo advierto,
Derek no estará muy contento.
Se saca las llaves del bolsillo de la chaqueta y las hace oscilar en el
aire.
—Llévame tú.
—Thomas, si te llevo perderé el autobús de medianoche. Y el siguiente
no pasa hasta la una. No puedo, lo siento. Te llamo a un taxi. —Saco el
teléfono y marco el número, pero él me bloquea las manos.
—He dicho que no voy a dejar aquí el coche. Olvídalo. Ya volveré al
campus yo solo. —Se levanta tambaleándose un poco, da un último sorbo
al Jack Daniel’s y se dirige a la entrada.
—¿Adónde vas? ¡No puedes conducir en ese estado! —grito.
Se gira hacia mí lo suficiente para ver una risita sarcástica.
—Supongo que lo haré de todos modos. —Abre la puerta, pero luego,
como si acabara de recordar algo, retrocede y viene hasta mí—. Me
olvidaba de pagar —balbucea. Saca un par de billetes del bolsillo de sus
vaqueros y los deja sobre la mesa. Dobla uno, se lo coloca entre los dedos
índice y corazón y lo desliza en mi escote—. Como te gusta a ti. —Me
dedica una sonrisa de suficiencia. Si no estuviera borracho, le daría una
bofetada en toda la cara. Pero como ni siquiera se aguanta en pie, respiro
hondo y mantengo la calma.
—Estás realmente ido… Anda, siéntate. Te llevo a casa —le ordeno
con severidad.
Él no se opone. Hace lo que le digo y se sienta, cruza los brazos sobre
la mesa y apoya la cabeza en ella.
Irritada, vuelvo a la barra. La limpio una vez más con un paño húmedo,
saco las bolsas de basura a los contenedores de plástico y meto en el
lavavajillas los últimos vasos sucios. Cojo una botella pequeña de agua de
la nevera y se la llevo.
—Toma, bébetela como si fuera Jack Daniel’s. Mi turno acaba en
veinte minutos. Luego nos vamos.
Levanta la cabeza y dos ojos rojos y brillantes me miran. Murmura
algo, pero no entiendo ni media palabra.
Después de contar la recaudación tres veces, guardo el dinero en un
sobre, garabateo la fecha en él y lo meto en la caja fuerte. Recojo las
propinas, la caja de bombones de Logan y me dirijo a los vestuarios, en el
piso de abajo. Voy a coger mi ropa de la mochila para cambiarme, pero
noto que está húmeda. No me lo puedo creer. He dejado una botella de
agua dentro sin asegurarme de que estuviera bien cerrada. Menos mal que
no tenía libros dentro. Me resigno ante la idea de que tendré que volver a
casa con este maldito uniforme de animadora y me pongo la chaqueta. Me
deshago estas molestas trenzas y me encamino a la mesa de Thomas.
—Espérame aquí, voy a tirar todo esto —lo aviso, señalando la bolsa de
basura que sostengo en las manos.
—Yo me encargo. —Va a levantarse, pero se lo impido.
—Olvídalo, ni siquiera te aguantas en pie.
Antes de que pueda contestar, ya estoy fuera del local. El aire es frío y
cortante, y estar prácticamente semidesnuda no ayuda en absoluto. Miro a
mi alrededor y en el aparcamiento del Marsy veo un SUV negro. Imagino
que será el de Thomas, es el único coche que queda. Parece recién salido
del carrocero de lo reluciente que está. Una cosa es segura: si se lo rayo, se
lo habrá merecido. Desisto de la idea, ya he tenido bastantes problemas por
hoy.
Vuelvo a entrar y le hago señas para que me siga:
—Venga, vamos. —Me gustaría parecer severa, pero la dulzura en la
voz me traiciona.
—¿Sales del trabajo vestida así? —Mira mi uniforme con
desaprobación.
—No tengo alternativa. Mi ropa está aquí dentro y está empapada
porque me he dejado una botella de agua medio abierta —le respondo, y le
muestro la mochila. Con una mano lo ayudo a levantarse, pero él vacila.
Me pongo su brazo musculoso sobre el hombro para que pueda apoyarse en
mí—. Qué estúpido eres, Thomas. —Sacudo la cabeza. La ira no es lo
único que me hace hablar. La verdad es que no me gusta verlo en este
estado.
—Una vez en una fiesta conocí a una chica que estaba bastante buena y
que tragó más alcohol que litros de sangre tenía en su cuerpo. Cuando le
dije que era estúpida, intentó noquearme con un puñetazo —me susurra al
oído, con lo que me hace revivir el recuerdo de la noche en que me
emborraché en la fraternidad de Matt.
Tocada y hundida.
—Bueno, entonces podríamos decir que somos dos estúpidos. —Lo
miro mientras trato de reprimir una risita.
Thomas apoya la mejilla en mi cabeza y, con voz pastosa, pronuncia
algo incomprensible. Lo meto en el coche y me acerco a él para abrocharle
el cinturón de seguridad.
—Tú siempre tan prudente… —me chincha con una sonrisa
ligeramente torcida en la cara. Incluso borracho, sigue siendo irresistible.
—La precaución nunca está de más —sentencio con decisión. Giro la
cabeza en su dirección y me encuentro a pocos centímetros de su cara.
—Estoy de acuerdo. ¿Por qué no te quedas en esta posición y te
aseguras de que el coche es completamente… seguro? —murmura al
tiempo que me guiña un ojo y reduce su tono de voz a un siseo sensual.
¿Qué?
Tardo unos instantes en captar la indirecta, pero, cuando lo hago, salgo
del habitáculo y, por los nervios del momento, me golpeo la cabeza contra
el techo.
—¡Au! —Me masajeo la cabeza y frunzo la nariz. Él se echa a reír—.
Eres el mismo pervertido de siempre —suelto, y lo acompaño con una
palmadita en el hombro. Rodeo el coche y me siento en el asiento del
conductor. Entre mis pies y los pedales pasaría un camión, así que deslizo
el asiento todo lo posible hacia delante, ajusto la altura del asiento y luego
los espejos retrovisores.
—Me estás estropeando todos los ajustes —protesta con el ceño
fruncido.
Pero escúchalo… Le estoy estropeando los ajustes.
—Quizá la próxima vez te lo pienses dos veces antes de emborracharte
en el local donde trabajo —lo reprendo.
No responde, cierra los ojos y apoya la cabeza contra la ventanilla,
ligeramente abierta. Dejo los bombones de Logan en la bandeja del
salpicadero y noto que Thomas los mira de reojo.
—¿Quién te los ha dado?
—Logan.
Una especie de respiración iracunda brota de su garganta. Agarra la
caja con su habitual prepotencia y, por un momento, temo que vaya a tirarla
por la ventanilla. En lugar de eso, la observa entre sus manos.
—Caramelo… —masculla—. No entiende una mierda, ni siquiera de
bombones. —Abre la caja y, sin pedir permiso, retira el envoltorio de uno y
se lo lleva a la boca.
—¡Eh!
—¿Qué pasa?
—Los ha comprado para mí.
—Le haré llegar mis disculpas por escrito —se burla, y abre un
segundo bombón.
—¿No daban asco?
—Necesito azúcar.
Claro, cómo no. Devora cada bombón con una satisfacción malvada
que pone los pelos de punta, como si estuviera haciendo una afrenta contra
ellos.
Decido no insistir más, Thomas está borracho y no tengo ganas de
discutir.
El viaje transcurre con tranquilidad, las calles están vacías y en
silencio. Y conducir este coche es una maravilla.
—Ness, tienes que saber una cosa —murmura al cabo de un rato—.
Una cosa que te cabreará un huevo. —Hace una pausa y veo que me mira
de reojo.
—¿Qué? —pregunto con los ojos fijos en la carretera, y me preparo
para cualquier cosa.
—Esta tarde, mientras dormías…, ese capullo no dejaba de llamarte…
—Solo tardo unos segundos en entenderlo, antes incluso de que termine de
explicarse. Doy un frenazo, las ruedas patinan sobre el asfalto y el coche
derrapa—. ¿Qué coño haces, te has vuelto loca? —Se endereza, pálido, y
mira la carretera en todas direcciones—. ¡Algún coche se nos podría haber
comido! Baja, eres un peligro. ¡Conduzco yo! —Se dispone a quitarse el
cinturón de seguridad y a bajar del coche, pero activo los seguros de las
puertas para impedírselo.
—¡No te atrevas a moverte de ese puto asiento, Thomas! —le grito, y
se queda de piedra al oír mi lenguaje. Paro a un lado de la carretera, me
desabrocho el cinturón y me inclino hacia él con los ojos humeando de
rabia—. Has puesto tus manazas en mi teléfono, ¿verdad?
—Te lo estaba diciendo.
Lo miro alterada durante un puñado de segundos sin decir nada, solo
me limito a parpadear.
—Tú… tú… ¡estás de broma! ¡Dime que estás de broma! ¿Te has
atrevido a rechazar las llamadas del chico con el que estoy saliendo
mientras dormía? ¿Se puede saber qué te pasa en la cabeza?
—No sé por qué lo he hecho, ¿vale? —responde, ofendido.
Ofendido… Él está ofendido.
De repente, me invade una furia ciega, me desplazo hasta su asiento,
me coloco encima de sus piernas y me lanzo a golpearlo repetidamente en
el pecho.
—¡Qué coño haces, para! —grita, alterado.
—¡No, no paro! ¡Estás enfermo! ¡Arrogante! ¡Posesivo! Quién te crees
que eres, ¿eh? Rechazas las llamadas en mi móvil, amenazas a Logan, ¡te
lías a hostias con él! —Lo golpeo de nuevo, Thomas intenta atrapar mis
muñecas, pero falla. Sus reflejos no son tan rápidos a causa del alcohol.
—¡Cálmate un poco! ¡Te estás pasando!
Lo sé, ¡me estoy volviendo loca por su culpa!
—¡Dime por qué lo has hecho! —salto. Estoy a punto de asestarle otro
golpe, pero consigue atraparme las muñecas y me las inmoviliza detrás de
la espalda.
—Porque no soporto verte con él. No soporto verte con nadie —
confiesa con prepotencia a pocos centímetros de mi boca.
Me paralizo al instante, sin aliento. Thomas me suelta las muñecas.
Podría intentar encontrarle un sentido a esta frase, pero no lo conseguiría.
Me froto la cara y me pongo el pelo detrás de las orejas. Inspiro con la
esperanza de calmarme y en ese momento, me doy cuenta de que, presa del
enfado, me he sentado a horcajadas sobre él. Thomas tiene las manos sobre
mis muslos. Levanto la vista y veo que me está mirando con los ojos llenos
de deseo. Vuelvo a sentir ese extraño hormigueo en el vientre que solo él
consigue provocarme. Sé lo que va a ocurrir. Pero no. No lo permitiré.
—No lo hagas.
—¿Que no haga qué? —Me desafía haciendo alarde de su habitual
actitud de cabrón hundiendo los dedos en la piel expuesta de mis piernas.
—No me beses. No me toques. Estás borracho y claramente cabreado
por algo. No me utilices como válvula de escape. Hazlo con las demás, no
conmigo. —La mía es casi una súplica, porque una parte de mí anhela
desesperadamente que me bese, pero sería un grave error.
Tras esperar unos segundos, Thomas deja caer la cabeza contra el
reposacabezas y suspira frustrado. Retira las manos de mis piernas con un
esfuerzo titánico, vuelvo a sentarme en el asiento del conductor y me ajusto
la falda. Permanezco inmóvil mirando la carretera oscura y vacía frente a
mí mientras trato de poner en orden mis pensamientos.
—¿Por qué me lo has dicho? —Agarro con fuerza el volante entre las
manos.
—¿El qué?
—Lo del teléfono. Podrías no haberlo hecho, fingir que no sabías
nada…
—Esa era la intención —admite. Me vuelvo hacia él y observo cómo le
sube y baja la nuez—. Dijiste que no te fiabas de mí. Y no te culpo, hago
un montón de estupideces, soy poco fiable e ingobernable. Pero quiero
tener tu confianza. Ser sincero contigo es la única manera de conseguirla.
Borra llamadas y mensajes de mi teléfono a escondidas y luego quiere
que confíe en él… Dios mío, qué difícil es seguirle el ritmo. Aun así, no
puedo fingir que no agradezco su honestidad.
—¿Volverás a hacerlo?
—Es probable.
—Eres un caso perdido. —Muevo la cabeza con resignación—. Te
llevo al campus.
Thomas vuelve a dejarse caer contra la ventanilla. Durante el trayecto,
el silencio se adueña del coche, pero de vez en cuando siento su mirada
ardiente en mí.
—Todos los hombres del local estaban babeando por tus muslos. Les
has garantizado una serie infinita de sueños eróticos —exclama de repente,
con descaro, y me mira las piernas de reojo.
—Qué dices… Solo es un uniforme de trabajo —le resto importancia,
avergonzada.
—He tenido que hacer acopio de todo mi autocontrol para no agarrarte
y tumbarte sobre una mesa cualquiera cada vez que pasabas por mi lado, y
darles a esos pervertidos algo que mirar.
Su vulgaridad me deja sin aliento. Su desfachatez me hace sonrojar. Sin
embargo, mi cuerpo se estremece ante esas palabras, por la posibilidad de
que se hagan realidad. ¿Es posible que una parte de mí se sienta
secretamente atraída por ese lado rudo y desvergonzado de Thomas, tan
distante y reñido con mi sentido del pudor?
Me aclaro la garganta, haciendo un esfuerzo por no transmitir ninguna
emoción.
—Eso es porque eres un homúnculo primitivo.
Al llegar al campus, pongo el freno de mano y apago el motor.
—Hemos llegado.
Me bajo, rodeo el coche y lo ayudo a levantarse.
—Seré un homúnculo primitivo. Pero tú… —me susurra, con sus labios
presionados casi contra mi oído, lo suficiente para hacerme estremecer—.
Tú eres demasiado guapa.
Me muerdo el labio en un intento por mantener a raya el tornado que se
está desencadenando en mi interior. De ello se encarga la vocecita de mi
cabeza, que me recuerda que está borracho y que no debo volver a
sucumbir en ninguna circunstancia.
—Te acompaño a tu habitación —digo en voz baja y temblorosa.
—Ese era tu plan desde el principio, ¿verdad? —se burla con una
mueca arrogante. Lo ignoro y lo guío más allá de la zona de descanso,
completamente desierta. Tomamos el ascensor que nos lleva hasta el cuarto
piso y caminamos por el pasillo, hasta la puerta de su apartamento—. La
llave está en el bolsillo trasero de los vaqueros, cógela tú, yo no puedo.
Resoplo.
—«Ese era tu plan desde el principio, ¿verdad?» —le tomo el pelo. En
realidad, no me sabe mal tocarle el culo. Él esboza una sonrisa. Abro la
puerta y veo que este apartamento es enorme. El salón está amueblado con
una mesa rectangular, un sofá bajo la ventana y una pequeña cocina
americana. El lugar donde yo me alojaba era un agujero en comparación.
—¿Dónde duermes? —le pregunto.
Con un gesto de la cabeza, me señala la puerta que hay a nuestra
izquierda. La habitación del otro lado está ocupada por Larry, que ronca
sonoramente. Me esperaba que su habitación fuera un templo de la
masculinidad, pero en cambio me encuentro en un dormitorio desnudo de
paredes blancas con una simple cama, un escritorio y una estantería con
una foto de Thomas y Leila abrazados. Ella sonríe, él no. El marco es rosa
y con purpurina, y enseguida deduzco que la foto está aquí únicamente
porque Leila quiere. Sonrío para mis adentros.
Oigo a Thomas afanarse detrás de mí y me vuelvo para ayudarlo a
quitarse la chaqueta. Sus movimientos son lentos y torpes. A años luz de lo
que estoy acostumbrada a ver. Se tira en la cama todavía vestido y observa
el techo con mirada ausente.
—¿Todo bien? —Sacude la cabeza, pero no contesta—. Imagino que no
querrás hablar de ello. —Tenía que ser una pregunta, pero suena como una
afirmación. Me ignora y cierra los ojos. Una señal muy clara: ha llegado el
momento de irme—. Como quieras. Se ha hecho tarde, me voy.
—Espera. —Levanta la cabeza y me lanza las llaves del coche, que,
extrañamente, cojo al vuelo—. Ten, mañana me lo traes de vuelta.
—No voy a irme con tu coche —exclamo entre risas.
—No voy a dejar que cojas el autobús a esta hora, vestida así. Llévate
el coche, fin de la discusión. Si no, te quedas aquí. Tú eliges.
—Me decanto por el coche.
—Cuidado con la carrocería.
Pongo los ojos en blanco. Antes de salir del dormitorio, le acerco un
vaso de agua y, de un armario del baño, saco unos analgésicos. Lo coloco
todo en la mesita de noche junto con un paquete de pañuelos. Tomo una
palangana de la cocina y la pongo en el suelo, al lado de la cama. Por
último, le saco el teléfono del bolsillo de la chaqueta y lo deslizo a su lado.
Durante todo el tiempo, siento sus ojos clavados en mí y hago todo lo
posible por no ruborizarme.
—¿Qué haces? —pregunta con cautela.
—Eh… eh… te he puesto algunas cosas a mano. Ya sabes, por si
tuvieras que vomitar, y bueno, lo tienes todo aquí al lado. —Me toco las
puntas del pelo nerviosa. Seguro que le he parecido una cretina. Será mejor
que me marche antes de que se burle de mí.
Él se sienta con las rodillas ligeramente separadas, estira una mano
hacia mí, me atrae a él y me coloca entre sus piernas.
—Eres dulce… —Me rodea la cintura con los brazos y presiona la
frente contra mi vientre, parcialmente descubierto. La diminuta camiseta
del uniforme apenas me llega por debajo de las costillas. De repente, siento
la necesidad de abrazarlo y consolarlo. Deslizo las manos por su pelo y lo
acaricio. Percibo cómo su boca dibuja una sonrisa sobre mi piel. Antes de
que me dé cuenta, sus labios se posan en mi vientre. Me estremezco, y la
zona que ha rozado me arde, a la vez que ese punto entre los muslos.
Incapaz de reaccionar, entrecierro los ojos mientras él traza una estela de
besos lentos y húmedos en mi barriga. Sus manos se deslizan ansiosas bajo
mi falda, hasta que alcanza mi trasero y lo aprieta. Con un gesto decidido,
tira de mí hacia abajo y me obliga a sentarme en sus piernas. Apoya su
frente en la mía y hunde los dedos en mis nalgas. Una descarga eléctrica
me sacude la espalda. Le agarro del pelo con más fuerza y él me atrae
contra su pelvis. El roce me arranca un gemido. Mi cuerpo está
completamente embriagado cuando este chico tatuado, arrogante y
atormentado me toca. Es como una droga para mí; me resulta imposible
oponer resistencia—. No eres una válvula de escape —susurra entre
dientes. Luego me besa el hueco del cuello, y el contraste entre su lengua
cálida y el metal frío del piercing me nubla la mente. Nuestras
respiraciones se aceleran, la excitación crece en mi interior y se funde con
la suya, pero cuando su lengua me roza peligrosamente los labios, el olor a
alcohol me saca del agujero negro en el que estaba a punto de sumergirme.
—Thomas, para… —Pongo las manos sobre su pecho y lo alejo. Sus
iris dilatados se llenan de amargura y frustración.
—Joder —murmura con voz queda, como si fuera consciente de que se
ha equivocado. Me levanto y me recoloco la falda.
—N-no pasa nada. Ahora mismo no eres tú.
Con un suspiro frustrado, vuelve a hundir la cara en mi vientre y aprieta
los puños contra mi espalda. Tiene el aspecto de un hombre destrozado y el
alma de un niño perdido. Verlo en este estado me rompe el corazón.
—¿Qué te pasa, Thomas?
—Estoy de luto, Ness. Y es culpa mía.
La sangre se me congela. Le acuno el rostro con las manos y se lo
levanto para mirarle a los ojos.
—¿Qué has dicho?
—Nada. Vete a casa —me ordena. Se tumba en la cama y, al instante,
se abandona a un sueño profundo.
Permanezco paralizada ante él.
¿Qué demonios significa eso?
Capítulo 26
***
***
Una vez terminan las clases, me paso por casa de Matt para darme una
ducha. Llevo horas esperando este momento. Es extraño volver a estar en la
casa de la fraternidad, en el mismo lugar donde me entregué por primera
vez a Thomas. Solo de pensarlo siento un peso en el pecho. Por suerte, no
hay nadie a esta hora. Subo las escaleras que me llevan al piso de arriba,
pero para llegar a la habitación de Matt tengo que pasar por delante de la de
Thomas. Por un momento, casi siento la tentación de entrar. La última vez
que estuve ahí no imaginaba que pasaría las mejores horas de mi vida. Sin
darme cuenta, pongo la mano en la puerta y cierro los ojos mientras
recuerdo aquellos momentos, a él. A él cuando me abrazaba con fuerza. A
él cuando, sentado en los fríos azulejos del baño, cuidaba de mí en mi peor
estado. A él cuando me tocaba apasionadamente y me besaba con
delicadeza.
—Maldita sea… —susurro con la frente apoyada en la madera.
El crujido de una puerta que se abre en el piso de abajo, acompañado de
las risas de unos chicos, me hace volver a la realidad. Me sobresalto y me
refugio en el dormitorio de Matt, donde cierro la puerta tras de mí.
La habitación me parece muy grande, extrañamente ordenada y
luminosa. Las paredes están pintadas de un amarillo canario, la cama al
fondo es grande, pero no tanto como la de Thomas. Sobre un mueble
blanco hay un televisor, un ordenador portátil y una consola de
videojuegos. Me dirijo al cuarto de baño y descubro con satisfacción que es
idéntico al de Thomas, pero no huele a él.
Después de darme una ducha, me pongo la ropa interior negra de
algodón; estoy a punto de vestirme cuando empieza a sonar el teléfono, que
había dejado sobre la cama. Lo tomo. Es Logan. Un repentino sentimiento
de culpa se abre paso en mi pecho. Titubeo un momento antes de contestar
y me muerdo el labio. Si supiera lo que hice con Thomas, probablemente
no querría volver a saber nada de mí.
—Hola, cariño, ¿cómo estás?
—Ey, estoy bien. ¿Y tú, cómo estás? ¿Has llegado a casa? —Apoyo
una rodilla en el colchón y me mordisqueo las uñas.
—Sí. Llevo aquí cuatro horas y ya me he arrepentido de venir. —Oigo
un murmullo de voces de fondo.
—¿Todo bien?
—Ahora que he oído tu voz, sí. ¿Es demasiado cursi confesar que ya te
echo de menos?
Se me escapa una sonrisita, pero se desvanece al instante en cuanto
oigo cómo la puerta se abre detrás de mí.
—Pero ¿qué…?
Una voz iracunda me sobresalta. Me giro de golpe y casi me da un
ataque al corazón. Thomas y Finn me miran de la cabeza a los pies con la
boca abierta.
Termino la llamada de inmediato con las manos temblorosas del susto,
y el teléfono se me cae al suelo.
—¿Qué demonio hacéis vosotros dos aquí dentro? —grito a la vez que
intento cubrirme el cuerpo con los brazos.
—¿Qué coño haces tú aquí medio desnuda? —Thomas se abalanza
hacia mí furioso.
—¿A ti qué te parece? —Con rabia, agito un mechón de pelo mojado
en el aire.
—¿Estás con él?
Abro los ojos de par en par.
Él ¿quién? ¿Matt?
Como un loco, Thomas se precipita al cuarto de baño para ir a buscarlo.
Tras comprobar que no está, vuelve con nosotros y veo que el pecho le
sube y le baja con cada respiración. Finn y yo lo miramos desconcertados.
—Esta mañana se ha estropeado la caldera de mi casa y Matt ha sido
muy amable y me ha ofrecido que me diera una ducha caliente. —Pero
¿por qué me estoy justificando con él?—. Y vosotros dos, ¿se puede saber
por qué habéis entrado sin llamar?
—Hemos oído unos ruidos en la habitación. Creíamos que Matt no
estaba, así que hemos entrado para ver qué pasaba —explica Finn con más
calma.
—Desde luego, no esperaba encontrarte aquí completamente desnuda
—interviene el irascible tatuado que está a su lado.
—A mí no me importa en absoluto. —Desplazo la atención hacia el
rostro complacido de Finn, que me mira las piernas sin disimulo—. De
hecho, si pudieras darte la vuelta y ponerte en la misma posición que
cuando hemos entrado, le harías un favor a mis ojos. Las bragas brasileñas
son mis favoritas —continúa, mientras intento cubrirme todo lo que puedo
con las manos.
Thomas se vuelve hacia él con la mandíbula contraída y los dientes
apretados.
—Deja de mirarla o te juro que te echo a patadas de la habitación. —
Finn no deja de mirarme, como si nada, y se muerde el labio. Empiezo a
sentir mucha vergüenza. No tengo suficientes manos para tapar todas las
partes expuestas de mi cuerpo. La ropa está en el baño; debería darme la
vuelta para ir a buscarla, y no tengo ninguna intención de mostrarle mi
trasero a ese depravado de Finn. Thomas se planta frente a él con los
brazos cruzados y le bloquea la vista—. Basta ya —le advierte,
amenazador—. Me estás cabreando.
—Vale, vale. —Finn levanta las manos con inocencia—. ¿Sabéis una
cosa? Voy a bajar a tomarme un refresco bien frío. Te espero abajo, pero no
pienses mal, tenemos que estar en el gimnasio en veinte minutos. —
Desplaza su mirada hacia mí y sonríe—. Me alegro de verte, guapa. —Me
guiña un ojo mientras Thomas lo empuja al pasillo con una mano en el
hombro y cierra la puerta con llave. Respiro hondo e intento relajarme.
Pero Thomas se gira hacia mí enfurecido.
—Ni siquiera has cerrado la puerta, ¿es que estás loca?
Maldita sea, ¡me he olvidado!
Recojo el teléfono del suelo y lo dejo en la cama.
—Me he olvidado, estaba convencida de que lo había hecho —me
justifico con calma. Pero estoy de todo menos tranquila. Qué estúpida he
sido.
—¿Te has olvidado? —Abre mucho los ojos—. Estás en una
fraternidad de hombres, ¡podría haber entrado cualquiera!
Pongo los ojos en blanco. No soporto que me trate como a una niña.
—He dicho que me he olvidado. Déjalo ya —rebato con rencor. Le doy
la espalda y voy al baño para recoger mi ropa.
—¿Por qué no me lo has dicho? —pregunta al otro lado de la puerta del
baño.
—¿Decirte qué? —inquiero cuando vuelvo a la habitación. Me dirijo
hacia la cama y evito cualquier contacto visual, como si pudiera
petrificarme.
—Lo de la ducha. Podrías haberte duchado en mi apartamento —dice
con un tono de voz débil. Si estuviera de buen humor, ahora me reiría.
—¿Después de lo bien que me has tratado? No me hagas reír. —Me
pongo la falda contoneando las caderas y luego la camisa.
Thomas se pasa las manos por la cara.
—A propósito de esta mañana…
Me siento a los pies de la cama para calzarme las Converse. Él se
acerca y se acomoda a mi lado.
—No quiero hablar del tema. —Lo interrumpo antes de que diga nada
más. No tengo ganas de escucharlo, sobre todo después de las palabras tan
sórdidas que me ha dedicado.
—Bueno, pues yo sí. —Con el codo derecho apoyado en la rodilla y la
barbilla en la palma de la mano, me mira fijamente, a la espera de que yo le
devuelva el gesto. Cuando sabe que tiene toda mi atención, se sienta en el
suelo, frente a mí. Por un momento, mis muslos desnudos a pocos
centímetros de su cara parecen distraerlo, pero enseguida aparta la mirada y
vuelve a centrarla en mí—. Lo siento.
Abro los labios en una sonrisa amarga.
—¿El qué? ¿Haber dicho que no importo en absoluto? ¿Haber
insinuado que tenerme cerca era un rollazo? —Me pongo una zapatilla con
rabia—. ¿Haberme pedido que se lo diga a tu follamiga, a la que le falta
tiempo para tratarme como a una mierda cada vez que puede? Cosa que tú,
por cierto, sabes perfectamente. —Me calzo la otra zapatilla—. ¿O
haberme dicho que te la tirarías después de echarme? —Lo fulmino con la
mirada.
Thomas se pasa una mano por el pelo, amargado.
—Todas esas cosas. He sido un cabrón y no debería haberlo hecho. —
Suspira y clava su mirada en la mía—. No he hecho nada con ella. La he
echado en cuanto te has ido.
Me recojo el pelo, todavía húmedo, y me hago una coleta alta.
—Me da igual, eres libre de hacer lo que quieras. —Mi voz suena fría y
distante, pero me pongo de los nervios en cuanto pienso en la boca de esa
estúpida acariciando la suya. Saber que no ha pasado nada me tranquiliza.
—Eso ya lo sé —responde con la misma fanfarronería de siempre.
—En realidad, me sabe mal por ella. Quiero decir, todo ese esfuerzo
para no conseguir nada. Debe de ser un golpe duro de encajar —digo
irritada, mientras aliso con fingida despreocupación las arrugas de la
sábana.
De reojo, veo que trata de reprimir una carcajada.
—Te sabe mal por ella, ¿verdad?
—Un montón.
—Que no te sepa mal, la próxima vez tendrá más suerte. —Me quedo
muda de golpe—. No me gusta dejar a las chicas dispuestas en la puerta de
casa insatisfechas.
Abro la boca, preparada para responderle, pero luego lo reconsidero. Lo
empujo con torpeza y hago amago de levantarme, pero entonces me sujeta
por las muñecas.
—¿Adónde vas? —me pregunta, y esboza una sonrisita divertida.
—Eres asqueroso y no te soporto, Thomas. ¡No te soporto en absoluto!
—¿Cuál es el problema? No estarás celosa, ¿verdad? —El tono seguro
con el que habla me irrita hasta lo más profundo. Él lo sabe, y, sin embargo,
se encarniza sin piedad.
—¿Celosa, yo? ¿De una zorra cuyo único objetivo en la vida es meterse
en tu cama? —Me encojo de hombros—. Sabes cuánto me importa. —Me
cruzo de brazos y miro hacia la ventana que hay a mi derecha. Cuando
Thomas intenta acariciarme la cara, aparto su mano con el antebrazo—. No
me toques —amenazo, ofendida. Por alguna extraña razón, mi respuesta le
provoca una risita.
—La última vez que una chica se metió en mi cama estaba borracha y
desesperada.
¿Se refiere a mí? ¿Es que ya se ha olvidado de todas las veces que lo he
visto meter la lengua en la boca de otras chicas en las últimas semanas?
¿Quiere hacerme creer que, desde aquella vez, no ha estado con otras? ¿De
verdad cree que soy tan estúpida?
—Entonces supongo que te pasa a menudo. —Sigo evitando su mirada.
—No, no tan a menudo. Normalmente siempre están lúcidas y bastante
felices —responde con satisfacción. Cuánto lo divierte atormentarme. Se
acerca a mi oreja y presiona las manos sobre mis muslos. Ignoro el calor
que me provoca la presión de su tacto y me pierdo en el susurro de su voz,
que me estremece.
—Soy incapaz de echar un polvo en condiciones desde hace no sé
cuánto tiempo. Cada puto pensamiento de mi cerebro está dedicado a otra
chica.
Lo miro consternada. ¿De verdad tiene el valor de decirme que… ha
perdido la cabeza por otra tía?
Lo empujo con más decisión.
—Sigues haciéndome daño sin darte cuenta. Se ha hecho tarde, tengo
que irme. —Me levanto, pero él me lo impide y me obliga a sentarme otra
vez.
—¿Qué he dicho ahora? —pregunta, seriamente confundido. No
respondo. Giro la cabeza hacia el lado opuesto al suyo y hago un esfuerzo
por no echarme a llorar como una idiota. Él baja la mirada unos segundos,
luego sacude la cabeza con una risita sarcástica—. Oye, lo has entendido
mal.
—Has sido muy claro: has perdido la cabeza por otra. Me alegro por ti,
gracias por hacérmelo saber.
—En primer lugar, no he perdido la cabeza por nadie. He dicho que una
chica ocupa todos mis pensamientos, que no es lo mismo. En segundo
lugar, dime una cosa, ¿a quién crees que me refiero?
Abro los ojos como platos, incrédula.
—¡No lo sé, Thomas! ¿Quieres que nos sentemos a tomar unos batidos
como dos viejos amigos y charlemos sobre la pobrecita? —replico, irritada.
—No lo pillas. —Su expresión, resignada y vulnerable al mismo
tiempo, me desconcierta—. Da igual. El motivo por el que estoy aquí es
otro. No me gusta que me hayas visto en esas condiciones, ni tampoco me
gusta cómo te he tratado esta mañana. No has hecho nada para merecerlo,
solo te has preocupado por mí. —Me acaricia la rodilla y me mira a los
ojos con tal intensidad que desintegra todas mis barreras.
—No volverá a suceder. He aprendido la lección —respondo,
rencorosa.
—Me gusta que te preocupes por mí, es solo que… —Mira al suelo—.
No estoy acostumbrado.
Se me encoge el corazón cuando lo veo tan vulnerable. ¿Cómo es
posible que, hasta hace unos segundos, estuviera enfadada y ahora, en
cambio, solo quiera abrazarlo muy fuerte? Respiro profundamente. Le
coloco dos dedos bajo la barbilla y le levanto la cara para mirarlo a los
ojos.
—¿Así es como lo haces? ¿Primero la cagas y luego intentas que te
perdonen, con la excusa del chaval incomprendido? —Me cruzo de brazos
y frunzo el ceño—. Dime, ¿a cuántas has conquistado con este método?
—A ninguna que realmente cuente.
—Ah, ¿porque yo cuento algo?
—Sí, tú cuentas —responde con cautela, como si se sintiera aturdido
ante su propia admisión.
—Eso no es lo que has dicho.
—Digo muchas cosas que no pienso.
No estoy dispuesta a aceptar que me trate mal solo porque sea incapaz
de mantener la boca cerrada cuando está enfadado, pero ahora mismo
parece tan arrepentido que no puedo no perdonarlo. Resoplo e inflo
ligeramente las mejillas. Me dejo caer en la cama, me cubro la cara con las
manos e intento pensar qué hacer. Cualquier atisbo de lógica se va al
infierno cuando Thomas Collins está de por medio.
—¿Ness?
—Mmh… —farfullo con la cara todavía cubierta.
—No eres un coñazo. Bueno, no siempre. —Estiro el pie hacia delante
y le doy una patada en el pecho con la punta de la zapatilla. Él se ríe, y el
sonido de su risa hace que yo también me ría. Se tumba encima de mí,
apoyado en los codos, y se hace un hueco entre mis piernas con su habitual
arrogancia y prepotencia, como si ese lugar fuera suyo por derecho. Pero, a
diferencia de las otras veces, no percibo ningún fin oculto en su gesto,
aunque es íntimo y abrumador. Solo siento una extrema necesidad de
sentirme cerca de él, una necesidad que cada vez se vuelve más urgente. Lo
acojo doblando las rodillas y presionándolas contra sus caderas.
Me retira las manos de la cara y me pierdo en el verde de sus ojos.
—Pero eres un coñazo agradable, de esos que quiero tener cerca, a los
que no quiero renunciar.
A los que no quiere renunciar…
Frunzo el ceño y le tomo el rostro entre las manos para asegurarme de
que está lúcido. Contemplo sus ojos con atención. No están rojos y las
pupilas no están dilatadas.
—¿Estás colocado?
—No, ¿por qué?
—Porque acabas de decir… —Las palabras mueren en mi boca.
—Sé lo que he dicho.
El corazón me estalla en el pecho. Aun así, la parte más racional de mí
no me permite ni ser feliz ni creerlo. ¿Cómo se atreve a decir que me
necesita si en cuanto intento acercarme a él me rechaza de la peor manera
posible?
—A veces no te entiendo… —Es lo único que soy capaz de decirle.
—Entonces no lo hagas, ni yo mismo me entiendo la mayoría de las
veces —confiesa.
—¿Alguna vez sabré lo que te atormenta? —Le acaricio una ceja y le
aparto un mechón de pelo que le cae por la frente al tiempo que me resisto
al impulso de acercarme a él y darle un beso en la boca entreabierta. Se
pone un poco rígido ante mis caricias, pero no se aparta.
—No, Vanessa. Es un tema prohibido para mí —responde
categóricamente—. Necesito que lo entiendas. Dime que puedes aceptarlo.
Casi me suplica con la mirada. Saber que sufre tanto es devastador.
Ojalá me fuera indiferente. Ojalá pudiera no sentir esa sensación en el
estómago cuando me habla, cuando me mira o me toca… Todo sería
mucho más fácil. Incluso ignorar su dolor.
—¿Por qué quieres tenerme contigo, si no me dejas entrar en tu
mundo?
—Porque si estás conmigo, duele menos.
Sus palabras tienen el poder de confundirme la mente y revolucionarme
los latidos del corazón.
—Entonces, lo acepto —digo, rendida.
Thomas libera un suspiro, como si una parte de él ya estuviera
preparada para encontrarse con más insistencia por mi parte, y esta
rendición lo tranquilizara.
Se levanta y ambos nos sentamos: yo en el borde de la cama, y él, de
rodillas en el suelo. Estira las manos hasta mis caderas y tira de mí hacia él.
Me estremezco ante este gesto inesperado, mientras me rodea la espalda
con los brazos y me abraza tan fuerte que, por un momento, apenas puedo
respirar. Le devuelvo el gesto, porque tengo la sensación de que lo necesita
mucho y, en el fondo de mi corazón, espero ser capaz de aliviarle ese dolor
inaccesible que le oprime. Hunde el rostro en el hueco de mi cuello e
inspira profundamente el olor de mi piel. Yo hago lo mismo; huele tan bien
que ojalá pudiera embotellar su aroma y tenerlo siempre conmigo.
—Hueles a hombre —murmura al cabo de un rato.
Se me escapa una risita.
—Es lo que pasa cuando te lavas con gel de ducha para hombres.
—Me gusta más cuando hueles a mí. —Me roza la nariz con la suya y
me mira durante unos segundos antes de hablar—. Ven a buscarme la
próxima vez que necesites algo. No importa si no nos hablamos. O si estás
enfadada conmigo porque habré metido la pata por enésima vez. Ven a
buscarme y punto.
—Vale —respondo en voz baja mientras me pregunto cómo es posible
que sea el mismo chico que esta mañana me ha gritado todas esas
maldades.
El teléfono se enciende a mi lado. Es un mensaje de mi madre, que me
recuerda que tengo que estar en casa a las cinco.
—Tengo que irme.
Los dos nos levantamos. Thomas llega hasta la puerta y pone la mano
en el picaporte. Antes de salir, me dice con una expresión enigmática en el
rostro:
—Así que mañana por la noche te veré en bikini… —Hace una pausa
dramática y continúa—: Por fin podré admirarte como a mí me gusta.
Arrugo la frente.
—¿Perdona?
—En la fiesta en casa de Carol.
Me quedo paralizada. De repente, el pánico se adueña de mí. La idea de
que me vea en bikini me pone muy nerviosa y no entiendo el motivo,
puesto que ya me ha visto desnuda dos veces, y en ropa interior hace un
momento.
—¿T-tú también irás? —pregunto, avergonzada.
—No entraba en mis planes. Pero alguien me ha dicho que irías, así que
he pensado… ¿por qué no? —Hace alarde de una sonrisita desafiante.
Me acerco con recelo.
—¿Quién te lo ha dicho?
Thomas chasquea la lengua.
—Se dice el pecado, pero no el pecador. —Me guiña un ojo y me da un
toquecito en la punta de la nariz—. No te pongas nerviosa. Nos lo
pasaremos muy bien. —Sonríe burlón y se marcha.
Me quedo ahí de pie, con los latidos del corazón acelerados,
preguntándome por qué demonios he decidido ir a esa fiesta.
Capítulo 28
El miércoles pasa rápido entre clases y descansos en los que tomo un café
con Alex y Tiffany. Después de comer, Thomas me secuestra de nuevo para
llevarme a la casita del árbol, aprovechando la insólita clemencia del
tiempo. Pasamos dos horas allí en un silencio cómodo, él esbozando el
proyecto de un futuro tatuaje y yo leyendo, mientras, de vez en cuando, me
pierdo observando cómo su mano se mueve con seguridad sobre las hojas
blancas y su mirada concentrada. He pensado mucho en las palabras que
Thomas me dijo ayer. Aunque no quiso hablarme del problema que lo
atormenta, admitió que me necesitaba. Admitió que me quiere en su vida,
porque conmigo se siente bien. Oír esas palabras aceleró los latidos de mi
corazón, pero es tan antojadizo que nunca sé si realmente piensa lo que
dice o si simplemente se deja llevar por el momento. No me sorprendería
en absoluto si, al final de la noche, me gritara que soy patética por haberme
creído sus palabras. No quise sacar el tema de nuevo para no estropear la
inusual serenidad de aquel momento.
Cuando acabo mi turno, Tiffany me recoge en el Marsy y vamos a mi
casa a prepararnos. Su sonrisa radiante y el bolso grande que trae consigo
no auguran nada bueno.
—¡Hola, señora White! —grita desde la puerta.
—No malgastes el aliento, está atrapada con Victor. Para variar —le
digo mientras subimos las escaleras.
Una vez en mi habitación, mi amiga vacía el contenido del bolso sobre
la cama: una montaña de bikinis diminutos.
Oh, pobre de mí.
Tras una minuciosa selección entre las prendas que ha traído, Tiff me
obliga a realizar una larga serie de desfiles para elegir el bikini adecuado.
Nunca había pasado tanta vergüenza.
—Mmh, no. Este tampoco. El pecho me queda demasiado expuesto —
digo mientras me miro en el espejo quince minutos más tarde—. Y este de
aquí apenas cubre los pezones —farfullo, e ignoro a una Tiffany
exasperada.
—Nessy, ya has descartado doce bikinis. A este paso, irás desnuda a la
fiesta —me advierte, enfadada.
—¿Es posible que no tengas ninguno que tape un poco más? No sé, ¿un
bañador, por ejemplo? —me quejo, frustrada.
—Sí, claro, cómo no. Espera aquí, que se lo voy a pedir a mi abuela —
replica con sarcasmo.
La miro mal.
—No te hagas la graciosa. ¡Estoy sumida en un pánico total y no me
estás ayudando en nada! ¿Sabes cuánta gente habrá esta noche?
—¿Y dónde está el problema?
—¡Oh, venga ya! Pero ¿tú me has visto? ¿Has visto qué caderas tengo?
¿Y el culo? ¡Mira! ¡Se mueve como un flan! ¿Sabes qué? Déjalo, me rindo.
Guárdalo todo. No voy a ir. —Le arrojo el bikini, resignada, y me siento en
el borde de la cama.
—Estás delirando. No entiendo qué te preocupa. Media universidad
envidia tu culo, y a la otra mitad le gustaría tirárselo.
—¡Tiffany! —Abro mucho los ojos, avergonzada.
—¡Vanessa! —me imita, riéndose de mí—. Vamos a ir a la fiesta y tú
irás en bikini. Tanto si te gusta como si no. Todo el mundo llevará uno,
nadie se fijará en ti. —Intenta animarme, pero sin éxito, porque sí que hay
alguien que se fijará en mí: Thomas. Me verá a mí, luego, a todas los
demás, y la comparación será inevitable. En efecto, es culpa suya que esté
tan nerviosa—. Venga, ven aquí. Creo que este podría quedarte bien.
Le hago caso y me pruebo un bikini negro, simple. La parte de arriba es
una banda sin tirantes y tiene un aro en el centro que deja al descubierto la
unión de los pechos. Dos aros iguales unen las bragas por los lados.
Paradójicamente, de entre todos los que ha traído, este es el que me cubre
más.
Tiffany me pone las manos en los hombros y me lleva hasta el espejo.
—Ya puedes quitarte ese ceño fruncido de la cara y mirar a la chica que
tienes delante. Estás fantástica. —Me sacude ligeramente hasta que una
sonrisa forzada aparece en mi rostro.
—No sé qué se me pasó por la cabeza cuando acepté ir a la fiesta —
mascullo.
—Deja de lloriquear. ¡Ha llegado el momento del maquillaje! —me
hace callar.
Sobre el bikini llevo un jersey color nata, que me meto por dentro de la
misma falda que llevaba ayer, y me calzo mis queridas Converse. Tras unos
preparativos que se me hacen interminables, por fin vamos a recoger a
Alex.
***
Cuando volvemos con los demás, el grupo que estaba jugando a verdad o
reto ha desaparecido. En nuestra ausencia, la fiesta parece haber llegado a
su apogeo, todo el mundo está achispado. Salimos y, una vez fuera, diviso a
Tiffany y a Alex al borde de la piscina, que me lanzan una mirada cómplice
como diciendo: «Ya hablaremos más tarde». Sonrío débilmente.
Thomas se sienta en un pequeño sofá y se enciende un cigarrillo con
toda la tranquilidad del mundo, como si no hubiéramos pasado los últimos
diez minutos deseándonos, enredados el uno en el otro, y luego… Ni
siquiera sabría definirlo. Fuera lo que fuera, sin embargo, sigo dándole
vueltas en la cabeza.
Me dejo caer en una silla libre que encuentro a unos metros de él.
Una chica que sostiene un flotador con forma de calabaza bajo el brazo
me propone darme un chapuzón en la piscina. Todos parecen
entusiasmados, pero me asalta la ansiedad ante la idea de tener que
desvestirme delante de los presentes.
Thomas se levanta y, en cuestión de segundos, se descalza, se quita los
vaqueros y la sudadera y se queda con unas simples bermudas azules que
dejan a la vista su esculpido abdomen cubierto de tatuajes. Un momento.
¿Y esos piercings en los pezones? ¿Son nuevos? La última vez que lo vi sin
camiseta no los tenía. Dios mío, ahora está incluso más sexy.
—¿Has terminado de babear, Ness? —exclama el engreído delante de
mí.
—¿Q-qué? —Me deshago de la mirada de babosa que se ha apoderado
de mi cara.
—A estas alturas ya deberías saberlo: soy un chico tímido e inseguro.
No puedes mirarme de esa forma, me intimidas —se burla de mí.
—Solo estaba mirando los piercings, idiota. ¿Te dolieron? —farfullo
con fingida indiferencia.
—Los sentí, pero eso es lo malo de las cosas buenas: que duelen. —Me
dedica una sonrisa torcida—. Vamos, quiero ver cómo te deslizas en el
agua como un pececillo.
—Em, para serte sincera, ahora mismo no me apetece demasiado
mojarme. —Bajo la mirada y me torturo las cutículas.
—Hace un momento no pensabas lo mismo —responde con picardía,
sin un ápice de vergüenza.
Me pongo roja en décimas de segundo.
—¡Thomas! —lo regaño, y le lanzo la primera botellita de plástico
vacía que encuentro. Le doy en el hombro y él estalla en carcajadas.
Se inclina hacia mí y apoya las palmas de sus grandes manos sobre mis
muslos. Es fascinante observar el contraste de mi piel blanca con la suya,
completamente tatuada.
—Vamos, no te hagas de rogar.
—No es necesario que insistas. Ve, yo me quedaré aquí. Y luego,
esta…
Sin darme tiempo a terminar la frase, de repente me encuentro
bocabajo, sobre el hombro de Thomas.
—¡No, Thomas, suéltame! —Le golpeo en la espalda, pero solo
consigo que me haga cosquillas en el costado. Intento evitarlo, pero al final
se me escapa la risa.
—No sé nadar, ¿recuerdas? Además, ¡todavía estoy vestida!
—¿Qué es eso, una invitación velada a desnudarte? Pensaba que ciertas
cosas preferías hacerlas lejos de miradas indiscretas. Eres una chica
pervertida. —Me da una palmada en la nalga expuesta mientras sigue
caminando.
—Y tú eres el troglodita de siempre. —Pateo con las piernas en el aire
en un intento de liberarme de él—. No pienso quitarme la camiseta.
Cuando llegamos al borde de la piscina, me deja en el suelo.
—¿Por qué no? Te queda fatal.
—Ah, qué amable —respondo ofendida, y cruzo los brazos sobre el
pecho.
—¿Quién te la ha dejado?
—Alex. —Le tiembla la mandíbula ligeramente, pero finjo no
percatarme.
—Razón de más para quitártela.
Después de pensarlo unos minutos, decido dejarme llevar. Respiro
hondo y tiro del dobladillo de la camiseta hacia arriba, pero cuando estoy a
punto de quitármela, me bloqueo. No puedo. Siento mil ojos sobre mí.
—¿Cuál es el problema? —me pregunta.
Me inclino hacia él y confieso en voz baja:
—Me da muchísima vergüenza.
Thomas me mira atónito.
—¿Vergüenza de qué?
—De mi cuerpo —respondo azorada.
Él suelta una carcajada.
—No digas tonterías. Quítate la ropa o lo haré yo mismo.
Suspiro una vez más, pero me armo de valor y lo hago. De inmediato,
percibo una sensación de incomodidad. Me siento expuesta. Demasiado.
Mientras tanto, Thomas me observa con una mirada indescifrable que
me hace querer esconderme.
Me dispongo a cubrirme, pero él frunce el ceño.
—¿Qué haces?
—Voy a vestirme otra vez. Esta es exactamente la manera en que no
quiero que me miren —murmuro.
—Sí, deberías vestirte. —Lanza una mirada sombría a alguien por
encima de mi hombro—. Al menos, todos estos capullos dejarían de
follarte con la mirada. Pero soy demasiado egoísta para hacerlo. Porque, si
te vistieras, no podría seguir mirándote. Y madre mía si quiero hacerlo.
Quiero contemplarte hasta que me ponga enfermo.
Bajo la mirada, todavía más avergonzada.
—¿Qué profundidad tiene la piscina? —pregunto para cambiar de tema.
—No lo sé, es la primera vez que me baño en ella, pero pronto lo
averiguaremos. Súbete a mi espalda, saltaremos juntos.
Parece una idea realmente estúpida, pero en parte me tienta, porque
tengo muchas ganas de sentirlo contra mi piel. De un salto, me agarro a él.
Sus manos me sujetan firmemente los muslos y yo enredo los brazos
alrededor de su cuello.
—¿Estás bien?
—Sí, ¿por qué?
—Estás temblando.
—Em, sí, es que hace mucho frío, eso es todo —miento. La verdad es
que la idea de sumergirme en el agua me aterroriza, pero, de algún modo, la
presencia de Thomas consigue mitigar un poco el miedo.
—No tienes que hacerlo si no quieres. Podemos volver allí y
enfrentarnos a una buena partida de beer pong, pero te machacaría. O
incluso podemos volver a casa. Tú eliges. —Me entran ganas de sonreír por
cómo intenta que me relaje y por la espontaneidad con la que ha dado a
entender que nos iremos juntos de esta fiesta a pesar de haber llegado por
separado.
—La piscina está bien, pero te lo advierto: si me sueltas bajo el agua y
dejas que me ahogue, ¡te juro que resucitaré para patearte el culo! —lo
amenazo, y le presiono el hombro musculoso con un dedo.
Él inclina ligeramente la cabeza hacia un lado para mirarme.
—¿Me estás diciendo que por fin tengo la oportunidad de librarme de
una vez por todas de tu lengua afilada? —Chasquea la lengua en el paladar
con aire divertido—. Menuda tentación. —Le doy un golpecito en la nuca y
ambos estallamos en carcajadas.
Acerco mi boca a su oreja y noto cómo se pone rígido.
—No durarías ni un solo día sin mi lengua afilada. Me echarías
demasiado de menos, lo sé —le susurro al oído.
Permanece unos segundos en silencio; parece meditar la respuesta.
Luego murmura:
—No sabes cuánto. —Sonrío con timidez; no creía que le escucharía
decir algo así—. ¿Preparada?
Asiento con la cabeza y me tapo la nariz. Thomas se ríe y sacude la
cabeza. Toma carrerilla y, al cabo de un momento, estamos bajo el agua. La
presión del salto nos separa, pero él me sostiene la mano y me devuelve a
la superficie. Braceo, y cuando Thomas me agarra en brazos, le rodeo la
cintura con las piernas. Me lleva así hacia la parte menos profunda de la
piscina, donde el agua me llega a la altura de las clavículas.
—Creo que acabo de darte un buen motivo para odiarme —dice con
una sonrisa, y se acerca a mí.
—¿Solo uno? A ver, ¿cuál es?
—Se te ha corrido el maquillaje de los ojos —confirma entre risas.
«Maldita seas, Tiff». Me limpio la cara rápidamente.
—¿Se ha ido todo?
—Sí, ahora pareces un panda —se ríe. Thomas se acerca a mí y me
susurra suavemente—: Tienes una obra de arte por ojos, no los escondas
con esa basura. —Con el pulgar derecho, me acaricia la mejilla hasta la
barbilla. Una sensación cálida me invade el cuerpo al instante, incluso bajo
el agua. Dios mío, debería dejar de derretirme como una medusa al sol cada
vez que me toca, me mira, me sonríe… o dice algo bonito sobre mis ojos.
Para rebajar la tensión, empiezo a salpicarlo, y lo pillo con la guardia baja.
Me observa con una mirada llena de luz y una pizca de perfidia—. Yo que
tú, no lo haría una segunda vez.
—¿O qué? —lo desafío.
Se acerca con una mirada salvaje y yo retrocedo. Levanto la comisura
de los labios y, animada por una repentina oleada de valor, vuelvo a
salpicarlo.
—Una decisión pésima —exclama con una sonrisa diabólica.
Me doy la vuelta dispuesta a ponerme a cubierto, pero en un abrir y
cerrar de ojos se abalanza sobre mí y me agarra de las caderas. Me apresuro
a taparme la nariz, ya he intuido sus intenciones. Y, efectivamente, Thomas
me levanta y, acto seguido, me hunde bajo el agua. Vuelvo a emerger unos
instantes después y, con los ojos todavía cerrados, siento de nuevo sus
manos, que vuelven a hundirme bajo el agua. Cuando regreso a la
superficie, no puedo dejar de reírme mientras me atrae hacia él y presiona
mi espalda contra su pecho.
—¿Te rindes, fierecilla? —pregunta, divertido.
—¡Jamás! —Empiezo a lanzarle agua detrás de mí y lo inundo todo a
mi paso. Luego me giro en su dirección y, tras agarrarlo por los hombros,
intento hundirlo con todas mis fuerzas, pero no consigo moverlo ni un
centímetro. Ambos estallamos en carcajadas ante mi miserable intento.
Increíblemente, nos pasamos la siguiente media hora riendo y
bromeando, hablando un poco de todo. Empezamos con la asquerosa
comida que sirven en la cafetería, de la que las cocineras están muy
orgullosas. Dan tanto miedo que ni siquiera Thomas tiene el valor de
quejarse. Me cuenta que sorprendió a su compañero de piso sumergido en
la bañera, con el agua esparcida con sales minerales, rodeado de velas, con
música romántica de fondo. Mientras le señalo que el profesor Scott habla
de una forma muy extraña, improviso una imitación que se acerca mucho a
su forma de hablar y él rompe a reír.
Estoy tan bien que ni siquiera presto atención a la gente que hay a
nuestro alrededor, bebiendo, riendo, gritando y zambulléndose en el agua.
De vez en cuando, intercepto las miradas curiosas de Alex y Tiffany, y creo
haberlos visto cuchichear entre ellos a la vez que nos señalaban a Thomas y
a mí. Pero me concentro únicamente en él. Cuando, más tarde, unos chicos
nos proponen participar en una carrera de natación, los maldigo
mentalmente por romper el hechizo en el que nos habíamos refugiado.
Yo rechazo la oferta. Thomas, en cambio, acepta. Empieza a nadar
junto con los demás, mientras yo llego al borde de la piscina y observo
cada uno de sus movimientos. La forma en que se aparta el pelo que le cae
por la frente al salir del agua, las venas de sus brazos que se agrandan
cuando tensa los músculos, el movimiento de los omóplatos con cada
brazada. Los hombros anchos, los músculos de la espalda totalmente
cubierta por ese tatuaje tan fúnebre que resulta fascinante y trágico al
mismo tiempo. Y esa cicatriz… casi imperceptible, bajo toda esa tinta, pero
que me resulta imposible no ver.
Estoy tan absorta en mis pensamientos que cuando de repente lo veo
aparecer frente a mí, me sobresalto ante la sorpresa.
Me mira atento y luego exclama:
—¿En qué piensas, Forastera?
—En muchas cosas.
Se acerca tanto que siento su aliento en la cara.
—Dime algunas.
—Estoy pensando en el examen de Filosofía que tenemos el lunes. En
que tengo que lavar el uniforme del trabajo, y también estoy pensando en
ti. —No sé de dónde demonios he sacado el valor para admitirlo. Él, por
supuesto, parece complacido.
—¿En mí? —Me acaricia la mejilla—. Y dime, ¿qué te viene a la
mente cuando piensas en mí?
Reflexiono unos instantes antes de convencerme a hablar, a pesar de
que la vocecilla de mi cabeza me pide a gritos que no lo haga. Como
siempre, la ignoro.
—Thomas, ¿puedo…? —Tomo una ligera bocanada de aire—. ¿Puedo
hacerte una pregunta?
—Vas a hacerlo de todos modos, ¿verdad, pequeña metomentodo? —
me chincha, y me hace soltar una risita.
—Bueno, me preguntaba… La cicatriz que tienes en el costado… ¿es
por el accidente que sufriste con la moto?
El modo en que sus rasgos faciales se endurecen al instante y adoptan
una expresión furiosa, que me deja helada, me hace desear rebobinar la
cinta y retroceder treinta segundos para impedir que mi boca hable.
—¿Qué coño sabes tú del accidente? —estalla, rojo de ira.
Trago saliva, intimidada.
—Na-nada, yo… Leila me lo contó hace un tiempo.
Thomas deja escapar un suspiro y cierra los ojos. Cuando vuelve a
abrirlos, me asusta todavía más.
—No quiero oírte hablar de esto nunca más, ¿queda claro?
—No quería…
—¡Y no insistas, joder! —gruñe, con lo que atrae la atención de
algunas personas que nadan a nuestro lado y me hace enmudecer.
Miro a mi alrededor avergonzada y casi me entran ganas de llorar.
—¡Me pregunto si hay algo de lo que pueda hablar contigo! —Me doy
la vuelta para marcharme, pero él me agarra del brazo.
—¿Adónde crees que vas?
—Me marcho. No voy a discutir contigo por tercera vez en un día, y
mucho menos delante de media universidad. —Doy un tirón con el brazo
para liberarme de su agarre, pero él no me suelta.
—No te vas a ir a ninguna parte.
—Thomas, quiero irme —respondo con decisión.
Él respira hondo y susurra:
—El accidente fue el final y el inicio de todo. Una herida que nunca
sanará. —Me toma la muñeca con brusquedad y lleva mi mano hasta su
costado—. Esta cicatriz me recuerda todos los días lo que tuve, lo que perdí
y lo que no volveré a tener jamás. Nunca. —El dolor que transmite su voz
hace que me desmorone en mil pedazos.
Coloco dos dedos sobre su boca, mortificada. Se trate de lo que se trate,
veo que lo destruye, y eso me destroza. Por ese motivo, no insisto más.
—Por favor, no digas nada más. Perdóname. —Lo abrazo, apoyo la
boca en la curva de su cuello y siento cómo se relaja entre mis brazos—.
No quería… no quería obligarte a recordar. Como siempre, he dejado que
mi lengua afilada tomara el control. ¿Sabes qué?, tal vez la idea de dejar
que me ahogara no estaba tan mal, después de todo —susurro
irónicamente, con la esperanza de rebajar al menos un poquito la tensión
que se cierne sobre él.
Pero Thomas no se ríe. Me abraza más fuerte, como si en la piscina
estuviéramos los dos solos, como si fuera a escurrirme de su abrazo en
cualquier momento.
—Hay demasiada oscuridad dentro de mí para que lo entiendas, pero no
me des la espalda por eso —me suplica con voz tenue.
Se me parte el corazón. Lo miro y le acuno las mejillas con las manos
en una tierna caricia.
—No lo haré —murmuro a pocos centímetros de su boca. En este
momento, lo único que querría hacer es besarlo. Besarlo hasta dejarlo sin
aliento, hasta que lo olvidara todo. Pero no creo que sea lo correcto ahora
mismo—. Me gustaría irme —confieso.
Thomas asiente, me rodea las caderas y me levanta para que me siente
en el borde de la piscina.
—Vayámonos juntos.
—Vale —respondo, pero ha quedado claro por el tono de su voz que no
aceptaría otra respuesta. Mientras Thomas sale del agua de un salto y se
lleva el pelo hacia atrás con un gesto de la mano, yo busco a Alex y Tiffany
entre la multitud de chicos en la piscina. Una vez que localizo a mi amiga,
le digo con los labios que voy a marcharme con Thomas. Ella asiente y me
dedica una sonrisa traviesa.
Le digo a Thomas que, antes de irme, tengo que entrar para vestirme.
—Te espero aquí —me responde.
Paso por el jardín, donde unos chicos, totalmente achispados, juegan al
fútbol con una calabaza tallada y ríen a carcajadas, y me dirijo al anexo en
la parte trasera de la villa. No hay ni un alma porque todos están en la
fiesta. Tardo unos minutos en llegar. Me pongo la ropa y salgo. Cuando
llego al sendero para volver con Thomas, alguien me aprieta la muñeca y
me arrastra hacia un rincón oscuro, sobresaltándome.
—Al menos podrías hacer el esfuerzo de no tirártelo delante de mí, ¿no
crees? —El aliento a alcohol me indica que Travis no está en sus plenas
facultades. ¿Qué hace todavía aquí? Tiffany había dicho que se había
marchado. ¿Me ha espiado todo este tiempo?
—Travis, suéltame la muñeca inmediatamente, me estás haciendo daño.
—No me libera, sigue apretando con rabia.
—Me dejaste porque te engañé. ¿Pero estás con él, que se folla a una
tras otra?
—Suéltame —repito con voz fuerte.
Me estudia con una mirada amenazadora, pero luego me libera la
muñeca. Me la masajeo en un intento por aliviar el dolor.
—No estoy con él. Y tú no solo me engañaste. Hiciste cosas mucho
peores. Además, aclárame una cosa, ¿te has pasado la noche espiándome?
—No hace falta que os espíe, me parece que no os escondéis mucho.
¿Así que ahora te pasas el día dejando que te folle ese asqueroso? Ya no te
reconozco. Ya no eres la Nessy de la que me enamoré. Ella era una chica
seria. Nunca habría hecho ciertas cosas. Me cuesta incluso mirarte a los
ojos ahora que sé que él te toca la cara.
Esa sí que es buena.
—Si hubieras estado al menos un poco enamorado de mí, no habrías
hecho lo que hiciste. Por primera vez en mi vida, me siento libre de hacer
lo que quiera, sin ningún freno. ¿Y sabes qué, Travis? Si esto hace que no
me puedas mirar a la cara, no lo hagas. Prefiero dejar que él me folle antes
que permitir que me mires a la cara —confieso sin pudor, y él se queda
completamente estupefacto.
—¿Así es como van a ser las cosas a partir de ahora?
Me encojo de hombros.
—Si lo que ves no te gusta, mira a otro lado.
Resopla incrédulo e inclina la cabeza.
—Me llamaste paranoico… Pero al final mira lo que ha pasado: te perdí
por su culpa.
Abro los ojos como platos.
—No me perdiste por su culpa. ¡Me perdiste por tu culpa!
—¿Crees que no lo sé? —exclama, y alza la voz—. Me arrepiento,
créeme. Me odio por lo que te hice, pero te echo de menos. Te echo mucho
de menos. Echo de menos comer contigo, dormir contigo. Pasar a recogerte
para ir al campus. Echo de menos tu voz. Tus caricias, tu sonrisa… Eso lo
que más echo de menos. Verte todos los días y no poder hablar contigo me
mata. Te lo suplico, perdóname. Dame otra oportunidad. Déjame enmendar
mis errores.
—Estás loco si crees que quiero volver contigo. —Lo miro disgustada.
—¡Todavía te quiero!
—Pero yo no. Probablemente dejé de hacerlo incluso antes de saber la
verdad. Así que no volveré contigo, ni ahora ni nunca. —Lo miro a los
ojos.
—Ya nada tiene sentido sin ti. —Está tan desesperado que me cuesta
creer que sea el mismo Travis con el que pasé dos años de mi vida.
—Siento que estés sufriendo, pero deberías haberlo pensado antes. Las
cosas no van a cambiar.
Me mira durante unos instantes y luego exclama:
—¿No piensas en lo humillado que me siento con tu actitud? ¡Tengo
que tratar todos los días con el pedazo de mierda del que te has enamorado!
¿No piensas en cómo me hace sentir eso? ¿Por qué, Vanessa? Dime por qué
él precisamente. Necesito saberlo. —Con la palabra «enamorado», mi
corazón da un vuelco.
—No voy a hablar contigo de esto. Apártate. —Le doy un empujón,
pero él no se mueve.
—Necesito saber por qué.
—¡Travis, suéltame! —Lo empujo de nuevo, pero opone resistencia.
—¡Dímelo! —me grita en la cara, y me sobresalto.
—¿Quieres saber por qué él? Porque ha sido un soplo de aire fresco.
Porque ha revelado facetas de mi carácter que ni siquiera sabía que
existían. Porque él no finge ser alguien que no es. Y porque desde el primer
momento en que me miró, me sentí… viva. —Travis sacude la cabeza,
como si quisiera rechazar mis palabras—. ¿Querías saberlo? Pues ahí lo
tienes. —Me alejo de él y por fin me deja pasar. Tiene la mirada perdida y,
por absurdo que parezca, me duele verlo así—. Lo siento Travis, de verdad
que lo siento. —Las palabras salen del fondo de mi corazón. Son ciertas y
duelen—. Pero nosotros dos somos un capítulo que se ha cerrado.
Antes de doblar la esquina y dejarlo atrás, Travis me agarra un brazo
con fuerza. Me golpea con violencia contra la pared. El dolor por el
impacto retumba en mi interior. Presiona sus labios sobre los míos y me
congelo por un momento, pero consigo reaccionar y lo empujo para
apartarlo.
—¡Travis! ¿Qué demonios te pasa? —Me limpio los labios con el dorso
de una mano, mientras que con la otra me toco el hombro herido. En el
instante siguiente, todo se vuelve borroso. Lo único que percibo es el
sonido sordo de un golpe. Imágenes poco claras me nublan la mente.
Permanezco inmóvil, incapaz de mover un solo músculo. Me zumban los
oídos. El cuerpo me hormiguea. Me quema. Tiembla. Hace un momento,
Travis estaba delante de mí, y ahora está tendido en el suelo. Thomas está
encima de él y le golpea una y otra vez en la cara.
—Tendría. Que. Haberte. Echado. Hace. Tiempo. —Un puñetazo por
cada palabra dicha con rabia—. Pero estaré encantado de hacerlo hoy. —
Travis gime y se retuerce bajo los golpes imparables e impetuosos de
Thomas. Intenta zafarse de él, pero la furia ciega de su oponente se lo
impide.
—¡Para, Thomas! ¡Así vas a matarlo! —grito tan alto como puedo.
Mi corazón late sin control ante la sangre que mancha el césped. Me
llevo las manos al pelo y le suplico que se detenga, pero Thomas está
sumido en una furia feroz y ni siquiera parece oír mis gritos.
Alex llega hasta nosotros junto con un compañero de clase. Agarran a
Thomas por los hombros y lo separan de Travis.
Este último trata de incorporarse con la cara hinchada. Me mira
aturdido por los golpes que ha recibido.
—Vanessa, perdóname, por favor. No sé qué me ha pasado. No quería
hacerte daño. He… he perdido el control —balbucea en estado de shock,
mientras las lágrimas, mezcladas con sangre, le surcan el rostro.
Mirarlo me repugna. El cuerpo me tiembla. Las sienes me palpitan.
Tengo la impresión de que el corazón me va a estallar de lo rápido que late.
—Acércate a mí otra vez y lo siguiente que haré será ir directamente a
la policía.
Me vuelvo hacia Thomas, que todavía tiene los ojos en llamas, los
músculos tensos y la respiración irregular. Sin pensarlo dos veces, le
sostengo la cara entre las manos y lo obligo a mirarme a los ojos.
—Thomas, tienes que calmarte, por favor.
—¿Calmarme? —Thomas me agarra las muñecas con suavidad y
acaricia las marcas que me ha dejado Travis—. Te ha puesto las manos
encima ¡¿y me pides que me calme?!
—¿Que le has hecho qué? —salta Alex, también fuera de sí.
—Alex, por favor, ahora no… —le suplico, porque sé que es mucho
más fácil convencerlo a él para que se vaya antes que a Thomas. Entonces
vuelvo a centrarme en el segundo. Le tomo la mano con delicadeza, pero
no se deja tocar y sigue mirando a Travis con los ojos llenos de odio—. Por
favor, vámonos. —Le acuno la cara con las manos—. Necesito irme. —No
creo que sea buena idea informarlo del dolor agudo que siento en la espalda
por el golpe que me he dado si quiero llevármelo de aquí sin empeorar las
cosas—. Estoy bien, pero necesito irme de aquí. —Solo entonces, tras
detenerse unos segundos en mí y en Travis, Thomas me permite sacarlo de
ahí.
Capítulo 31
***
—Existo. ¿Tú te crees? ¡Su problema es que existo! ¡Nunca le he hecho
nada, pero me odia hasta ese punto! ¿Te das cuenta? Dios mío, ¿la
universidad no debería ser un lugar donde los estudiantes dedican toda su
energía a estudiar para asegurarse un futuro mejor? ¡Que alguien me
explique por qué demonios yo solo me encuentro con gente arrogante y
engreída en la vida! —Le grito tanto al teléfono que llevo pegado a la oreja
que, sin darme cuenta, llamo la atención de algunas personas que caminan
a mi lado. Se giran y me miran mal, pero las ignoro y continúo de camino a
casa.
—¿Has terminado?
Cierro los ojos, hago unas respiraciones para calmarme y luego
respondo:
—Sí, Alex. He terminado.
—Nessy, te quiero y lo sabes, pero deberías haber imaginado una
reacción como esa por su parte. En el fondo, le has birlado su juguete
favorito delante de sus narices. No sé mucho sobre mujeres, pero creo que
considera que eso es motivo suficiente para hacértelo pagar. Menuda zorra.
Resoplo.
—No le he birlado el juguete a nadie. —Llego frente al sendero de mi
casa y, al ver el coche de mi madre aparcado, pongo los ojos en blanco—.
Alex, tengo que colgar. Estoy entrando en casa.
Alex me recomienda que no me haga mala sangre y nos despedimos.
Una vez he cruzado el umbral, el aroma a ajo, salsa de tomate y pan
recién horneado me abruma. Mi madre está en la cocina, preparando la
cena. La saludo y, sin entretenerme demasiado, me dirijo a las escaleras
para subir a mi habitación.
—Vanessa, ven aquí. Tenemos que hablar.
Me quedo inmóvil en el segundo escalón y maldigo en voz baja con los
ojos cerrados. ¡Maldita sea! Esperaba poder escaquearme. Doy un paso
atrás y la veo apoyada en el fregadero, con los brazos cruzados.
—Mamá, tengo que estudiar un montón, no tengo mucho tiempo…
—Si no tienes mucho tiempo, lo buscas —me interrumpe con frialdad.
Suspiro y entro en la cocina.
—¿Qué pasa?
—¿Tú qué crees? ¿Piensas que ya me he olvidado de lo que ha pasado
esta mañana?
Quién lo diría…
—¿Y tenemos que hablar de ello ahora mismo? —me quejo, antes de
dejar en el suelo la mochila con los libros.
—Sí, ahora. —Me invita a sentarme a la mesa, que señala con el
cucharón recubierto de salsa que sostiene en las manos—. ¿Quién
demonios era ese canalla?
Dejo escapar otro suspiro cansado y me paso una mano por la cara.
—Se llama Thomas, es alumno de la OSU y juega en los Beavers.
¿Suficiente con eso?
Alza las cejas en señal de advertencia.
—¿Me tomas el pelo?
—No. Me has preguntado quién es y te lo estoy diciendo.
Sacude la cabeza, apoya el cucharón en el mueble de la cocina y se
lleva las manos a las sienes, como si quisiera mantener la calma.
—Sabía que este momento llegaría tarde o temprano.
—¿De qué hablas?
—El momento en que permitirías que un chico como ese entrara en tu
vida. Eres mi hija; después de todo, has heredado la desconsideración de
mí. Pero es culpa mía. Te he dejado sola demasiado tiempo, y ahora has
perdido el rumbo.
Dios mío, por qué siempre tiene que ser tan melodramática.
—Mamá, la única persona que ha perdido el rumbo aquí eres tú. Estás
diciendo cosas sin sentido. Ni siquiera lo conoces —le suelto. Por enésima
vez, me encuentro defendiéndolo, incluso después de que me haya hecho
trizas el corazón. Es como si una parte de mí no pudiera evitar luchar por
él, como si tuviera una fe ciega en ese chico tan cínico como atormentado.
—Es un maleducado, Vanessa, carente de sentido común. Nadie se
había atrevido a hablarme así hasta ahora. Ha entrado en mi casa y me ha
faltado al respeto. ¿Cómo puedes aceptar algo así? —Se sienta frente a mí
y me mira a los ojos.
Me encojo de hombros con indiferencia; sé que en parte tiene razón.
—Bueno, si es por eso, tú también lo has hecho, mamá. Lo has
insultado antes incluso de saber cómo se llamaba. ¿Qué esperabas que
hiciera?
—¿Lo estás justificando, Vanessa? —pregunta indignada—. Dios mío,
ese chico te está cambiando de verdad. Dime, ¿cuánto hace que lo conoces?
—No te importa. ¿Qué más querías decirme? —La invito a que
continúe haciendo un gesto con la mano.
—Bueno, solo quería dejar claro que no volverá a pisar mi casa. Nunca
más, ¿entendido?
—Como quieras. —Por la mirada asesina que me dedica, sé que no le
gusta en absoluto la actitud pasota con la que estoy participando en la
conversación. Pero esta vez me da absolutamente igual.
—Una última cosa —añade—, quiero que me prometas que dejarás de
verlo.
Se me escapa una carcajada y me enderezo en la silla.
—¿Qué?
—No sé desde cuándo tienes relación con él, pero sé que últimamente
has cambiado. Y estoy segura de que ha sido por su culpa.
—¿Y eso lo dices en base a qué?
—En base a que eres mi hija y te conozco. Me preocupo por ti. Solo
quiero lo mejor para ti, siempre.
Resoplo.
—¿Quieres lo mejor para mí?
—¿Acaso lo dudas? —Se lleva una mano al pecho, como si la hubiera
apuñalado en el corazón.
—Creo que me quieres, pero que la mayor parte del tiempo te quieres
más a ti misma.
Parpadea repetidamente, estupefacta.
—No digas tonterías.
Se levanta de golpe de la silla y se acerca a los fogones, donde se pone
a remover la salsa.
—¿Tonterías? Cuando te conté que Travis y yo ya no estábamos juntos,
no me hablaste durante semanas. Lo justificaste a él y me condenaste a mí.
Me echaste la culpa porque tuve el valor de poner punto final a una historia
que me estaba haciendo sufrir, ¿y sabes por qué lo hiciste? Porque nunca
has hecho el esfuerzo de mirar más allá de la punta de tu nariz, porque si lo
hubieras hecho, te habrías dado cuenta de todas las veces que me hizo
sentir pequeña e insignificante, todas las veces que me avergonzó y me
humilló. Ahora mismo tengo un morado en el hombro izquierdo, y créeme,
ojalá no lo tuviera. ¿Sabes quién me lo ha hecho? Tu querido, adorado e
intocable Travis. Anoche se emborrachó y perdió la cabeza. ¿Y sabes quién
me defendió? Thomas. —Me levanto y me acerco a ella—. ¿Tú lo has
hecho alguna vez, mamá? ¿Me has defendido alguna vez?
Desconcertada ante mis palabras, se queda asombrada.
—¿Qué quieres decir con que tienes un morado en el hombro? ¿Por qué
no me lo has dicho? —Me agarra del brazo con la intención de darme la
vuelta.
—Porque no cambiaría nada. Habrías justificado incluso eso. —Me
libero de su agarre.
Abre los ojos de par en par.
—¿Cómo puedes decir algo así? ¡Soy tu madre! ¡Si alguien te hace
daño, tengo que saberlo! —grita.
—Esa es la cuestión, mamá, Travis me ha hecho daño muchas veces,
emocionalmente. Aun así, incluso cuando corté con él, para ti fui yo la que
se equivocaba. Ahora, sin embargo, me pones en guardia respecto a
Thomas porque crees que lo sabes todo. ¡Pero la verdad es que no sabes
nada! —Le doy la espalda y vuelvo a la silla donde estaba sentada hasta
hace unos momentos. Recojo la mochila del suelo con la intención de salir
de la cocina, pero ella continúa.
—Puede que tengas razón, no sé nada de él. Pero me bastó verlo menos
de cinco minutos para saber qué tipo de persona es. Así que te lo repito, no
quiero que esa persona forme parte de tu vida —ordena de nuevo.
—Tengo casi veinte años, mamá. Hago lo que quiero.
—No mientras vivas bajo mi techo —espeta, rencorosa. La miro con
los ojos entrecerrados, tratando de entender qué insinúa—. Recuerda que
todo lo que tienes es gracias a mí. Y ya sabes cuántos sacrificios he hecho.
Pero te lo puedo quitar todo, Vanessa. ¿De verdad queremos llegar a ese
extremo por un chico insignificante, que te dejará en cuanto encuentre algo
mejor?
—¿Lo harías?
—Si eso sirviera para que hicieras lo correcto, sí. Lo haría sin duda.
Incluso a costa de que me odies.
—¿Estás de broma? —Me hierve la sangre.
—En absoluto.
Sacudo la cabeza desconcertada.
—¡No puedes imponerte en mi vida de esta forma!
—Soy tu madre, Vanessa. Hago lo que considero oportuno. La
conversación ha terminado, puedes irte. —Me despide con un gesto de la
mano. Me da la espalda y vuelve a concentrarse en los fogones.
—¡Él me gusta, mamá! —grito. Apenas soy consciente de lo que acabo
de decir.
—¡Sí, Vanessa, me he dado cuenta! —Se da la vuelta, con los finos
labios fruncidos en una mueca airada—. Y precisamente por eso me veo
obligada a intervenir de forma drástica. Los sentimientos te nublan la
mente, te hacen tomar decisiones incorrectas. No permitiré que eso ocurra.
Eres joven. Y los chicos como él siempre arrastran un montón de
problemas… Entiendo que a tu edad pueda fascinarte, pero tarde o
temprano se sentirá con derecho a descargar todos sus problemas en ti, y
entonces ya estarás demasiado enamorada como para impedírselo. ¿Qué
crees? Yo también tuve a un Thomas en mi vida, y te garantizo que el amor
que sentirás por él te llevará a cometer muchos errores, te consumirá, te
anulará y te quitará todo lo bueno que tienes en tu interior. Hasta que un
buen día te despiertes y comprendas que has pasado los mejores años de tu
vida persiguiendo a alguien que nunca tuvo la más mínima intención de
quedarse a tu lado. Y en ese momento te quedarás sola, con tus sueños
rotos y tus errores, con los que tendrás que convivir el resto de tu vida. —
El temblor de su voz es apenas perceptible, pero me deja perdida por
completo.
Por lo que sé, mi madre siempre ha tenido hombres respetables a su
lado. Me sorprende toda la aflicción y la angustia que percibo en su voz.
—N-no entiendo de qué hablas. No pasará nada de todo eso porque no
estoy enamorada de él —le explico en voz baja.
—Sin embargo, ha bastado mencionarlo para que te pusieras hecha una
furia. Eso dice mucho sobre los sentimientos que finges no sentir por él.
Mi reacción también me confunde. Después de lo que Thomas me ha
dicho, una persona sabia escucharía a mi madre. Aun así, la mera idea de
no tenerlo más en mi vida me deja sin oxígeno.
—No te corresponde a ti decidir con quién puedo o no puedo salir. Es
injusto —digo con un hilo de voz.
—Lo lamento, pero mientras vivas bajo mi techo, seré yo quien decida.
Y decido que a ese chico no volverás a verlo. O te atendrás a las
consecuencias.
Capítulo 36
Sus labios se mueven con avidez sobre los míos. Me devoran y me hacen
olvidar todo lo que me rodea. Ignoro el cielo oscuro de la noche que nos
envuelve, el viento que sopla sobre nosotros, el hecho de que nos
encontramos en el porche de mi casa, con el riesgo de que mi madre salga
en cualquier momento y nos sorprenda. Me dejo llevar por la calidez de su
lengua y del tacto de sus manos que se deslizan por mis caderas hasta llegar
al trasero. Lo aprieta con ímpetu y me atrae hacia él hasta que nuestros
pechos chocan. Abro ligeramente las piernas para adaptarme mejor a la
posición, mientras su agarre en mi culo se vuelve más fuerte, hasta el punto
de arrancarme un gemido. Thomas me sonríe en los labios, los muerde, los
aprieta entre los dientes y, poco a poco, suelta la presa.
—¿Al menos sabes lo que estás haciendo?
—No exactamente —murmuro, con los latidos del corazón totalmente
desbocados. Es la verdad. No tengo la más mínima idea de lo que estoy
haciendo. ¿Lo he besado porque, inconscientemente, he aceptado su
propuesta de una «no-relación»? ¿O porque me he dejado llevar por el
ímpetu del momento? Sentir cómo confesaba todo lo que ha dicho me ha
dejado aturdida. Sus palabras me han confundido. La única certeza que
tengo es lo que siento cuando estoy con él. Entusiasmo. Veneración.
Conexión. Deseo.
Thomas apoya su frente en la mía y me mira absorto, con esos ojos
verde esmeralda que me llegan hasta el alma.
—¿Y te parece bien?
Asiento, tratando de normalizar la respiración agitada.
—Creo que sí. —Nos miramos durante algunos segundos sin decir nada
y dejamos que nuestros ojos hablen por nosotros. Luego, Thomas se pone
en pie y, de repente, me siento perdida. Como si me hubieran quitado una
protección invisible y ahora fuera vulnerable a todo. Lo sigo con la mirada,
y mi instinto me sugiere que estos serán los últimos momentos que pasaré
hoy con él. Empiezo a sentir una punzada en el estómago. La odio. No
soporto esta sensación de tormento mezclado con desilusión que me invade
cada vez que me separo de él. Me hace sentir débil y dependiente.
—¿Te marchas? —le pregunto, dudosa, y también me pongo en pie.
—¿Ya me echas de menos, Forastera? —Me dedica una mueca
insolente antes de sacarse del bolsillo de los vaqueros la llave de la moto.
—Para nada —afirmo con la cabeza bien alta mientras me torturo las
mangas del cárdigan.
Se ríe. Él, presuntuoso como nadie, no se lo ha tragado ni por un
momento. Se acerca, me toma la barbilla entre los dedos y me da un beso
en la punta fría de la nariz.
—Se ha hecho tarde y tienes que descansar.
—¿Te preocupas por mí? —lo provoco, y levanto una comisura de la
boca.
—Me preocupo por tu rendimiento escolar. Si no duermes, mañana no
estarás concentrada en el examen. No podría perdonarme si suspendieras
por primera vez por mi culpa —bromea. Siento que el hielo me cubre el
cuerpo hasta los huesos y, a la vez, las rodillas se me vuelven de gelatina.
—¿E-el… examen?
—Sí, el examen de Filosofía. —Gesticula como si no pudiera
importarle menos, y siento que el suelo bajo mis pies tiembla. Lentamente,
con los ojos muy abiertos, me siento en el sofá que tengo detrás y trato de
que el pánico no se apodere de mí. Mañana tenemos un examen de
Filosofía y me había olvidado por completo. ¿Cómo diantres es posible?
Nunca me había olvidado de un examen—. ¿Estás bien? —me pregunta, y
se inclina hacia mí, preocupado. Niego con la cabeza, incapaz de
pronunciar una sola palabra, y miro fijamente un punto indefinido frente a
mí. Apoya las palmas de las manos en mis muslos y me mira serio—. Eh,
Ness, ¿qué pasa?
—Se me ha olvidado —digo en un murmullo.
—¿Qué se te ha olvidado?
—El examen, Thomas. ¡El examen!
Me mira impasible durante unos segundos, hasta que veo que se está
aguantando las ganas de reír.
Frunzo el ceño.
—¿Te parece que es un buen momento para reírte?
—Dios —se desternilla—, pensaba que te iba a dar un infarto, y solo te
estás cagando por el examen. Qué empollona. —Estalla en una carcajada y
apoya la frente en mis piernas.
—Thomas, tenemos un examen dentro de unas horas y apenas he
estudiado la primera parte del temario. ¡Y encima es mi asignatura
preferida! —respondo, desconcertada ante su pasotismo.
—Venga, no es el fin del mundo. En cuanto llegue al apartamento, te
mando un correo electrónico con algunos apuntes, son conceptos sencillos.
—No necesito tus apuntes, tengo los míos. Además, perdona, ¿desde
cuándo tomas apuntes? ¿Y desde cuándo te preparas algún examen? —
pregunto, orgullosa. Me cuesta mucho imaginármelo delante de un libro
abierto, concentrado en estudiar.
—Los apuntes no son míos y, para tu información, estoy preparado en
muchas cosas, señorita —afirma complacido.
Me cruzo de brazos y lo miro con escepticismo.
—Eso me parece bastante improbable, nunca has estado atento en clase,
me acuerdo perfectamente.
—Tenemos formas distintas de asimilar la información. —Me sonríe
con esa cara que pone a menudo y que me derrite. Cojo el teléfono del sofá,
se da la vuelta y se dirige hacia la moto. Me levanto y lo acompaño
mientras me refugio de la lluvia, ahora más ligera, con el cárdigan.
—Entonces, nosotros… nos vemos mañana —digo, repentinamente
torpe.
—Sí, mañana. —Toma el casco del manillar, lo saca y, antes de
ponérselo, me agarra por el dobladillo del jersey y tira de mí hacia él—.
Quiero que te metas en esa cabecita tuya las palabras que te he dicho esta
noche, porque no te las repetiré otra vez —dice con tono ronco, y me besa
con delicadeza en los labios. Luego se aparta, me da un golpecito en la
nariz con el dedo índice y se sube en la moto. Se baja la visera y arranca el
motor. Ni siquiera me da tiempo de decirle que conduzca despacio, porque
lo veo alejarse a toda velocidad como un rayo.
Entro en casa, cierro la puerta tras de mí y me apoyo en ella durante
unos segundos con una sonrisa torpe estampada en la cara. El corazón me
late desbocado, me rozo los labios con los dedos. Casi no me creo lo que
me ha dicho.
—¿Sabes?, deberías hacer más caso a tu madre. —El acento canadiense
de Victor me saca de mis pensamientos, y doy un respingo cuando lo veo a
un metro de mí con una taza de cerámica en las manos.
Me enderezo y frunzo el ceño.
—¿Disculpa?
Alarga la mano y, con la taza, señala la ventana que hay a mi lado y que
da al porche, donde Thomas y yo nos estábamos besando, y hablando,
hasta hace unos segundos.
—Tu madre me ha contado lo que ha pasado…
Me cruzo de brazos y entrecierro los ojos.
—¿Qué estabas haciendo aquí? ¿Acaso me estabas espiando?
—No, Vanessa. No me atrevería. He oído unos ruidos procedentes del
porche, me he preocupado y he bajado para comprobar que no hubiera
problemas.
—No hacía falta que te preocuparas. Corvallis es un pueblo tranquilo,
los únicos delincuentes que hay por aquí son los niños que se divierten
llamando al timbre de la gente antes de salir corriendo —explico.
Se encoge de hombros y da un sorbo a su taza.
—Prevenir siempre es mejor que curar. En cualquier caso, creo que tu
constante desafío a la autoridad de tu madre es algo muy irrespetuoso, ¿no
te parece?
—Creo que este tema no es asunto tuyo —digo a la defensiva.
Baja la mirada hacia la taza y la gira entre sus manos.
—Sí, tienes razón. —Luego vuelve a centrar su atención en mí—: Pero
muy pronto lo será.
—¿Qué quieres decir?
—¿No lo sabes? —pregunta, sorprendido. Lentamente, niego con la
cabeza. En su rostro se dibuja una expresión confusa y de arrepentimiento
—. Oh, yo… pensaba que te lo había dicho.
—¿Decirme qué?
—Dentro de unas semanas me mudaré aquí.
Es como si el estómago se me hubiera revuelto de golpe.
—¿Cómo?
—Vanessa, te pido disculpas. —Hace ademán de acercarse a mí y
ponerme una mano en el hombro, pero estiro un brazo para impedírselo—.
Estaba convencido de que tu madre ya te lo había dicho. —Me pregunto en
qué momento mi madre tomó esta decisión, sin que yo supiera nada, y,
sobre todo, cuándo pensaba decírmelo. Tal vez el día antes, ¡o incluso el
mismo día!—. Bueno, las cosas entre nosotros van bien, lo hemos hablado
y…
—No —lo interrumpo.
—¿Cómo dices?
—He dicho que no. No vendrás a vivir aquí. Esta es mi casa. La casa de
mi padre. La casa en la que he crecido. Si vuestra necesidad de vivir en
simbiosis es tan fuerte que no podéis evitarlo, podéis iros a vivir juntos,
pero a otra parte. —Paso por su lado, lo fulmino con la mirada y lo dejo
atónito detrás de mí.
¿Cómo es posible que mi madre haya permitido que otro hombre venga
a vivir a nuestra casa sin ni siquiera consultármelo antes? Es decir, ¿tan
poco cuenta para ella mi opinión?
Me descalzo y dejo las botas junto a la puerta. Me quito el cárdigan y lo
dejo en el borde de la cama. Me siento en el escritorio, enciendo la
lamparita, saco los libros y los apuntes de Filosofía y me pongo a estudiar
todo lo posible, a pesar de que me resulta bastante difícil. En mi cabeza se
arremolinan emociones contradictorias por todo lo que ha sucedido esta
noche.
Unas horas más tarde, los ojos me arden y la concentración me empieza
a fallar. Cuando miro el despertador en la mesita de noche detrás de mí veo
que son las cinco de la mañana. Cierro los ojos y apoyo la frente en el
escritorio, maldiciendo para mis adentros. En menos de cuatro horas tengo
que estar en el campus. ¡Maldita sea por olvidarme de este estúpido
examen! Apago la luz y me acurruco en la cama.
Capítulo 39
***
***
***
Son casi las ocho y empiezo a tener un poco de apetito, así que decido ir a
la cafetería para comer algo antes de volver a casa.
Me pongo en la cola y coloco en la bandeja lo que parece ser una
ensalada César, añado una rebanada de pan tostado y pago. Luego miro a
mi alrededor en busca de una mesa libre. Localizo una junto a un grupito
de chicas, doy un paso en su dirección, pero en cuanto me ven llegar,
empiezan a cuchichear entre ellas y a carcajearse. Por un momento, temo
tener algo en el pelo o quizá una mancha en la ropa, pero cuando una chica
de piel oscura, con el pelo corto y rizado, se levanta de la mesa para
marcharse, me doy cuenta de que Shana está sentada frente a ella, y me
mira como si quisiera hacerme desaparecer al instante. Pongo los ojos en
blanco y me doy la vuelta. Esta chica es una acosadora.
Por fortuna, encuentro otra mesa libre al fondo de la cafetería, lejos de
esas arpías. Estoy a punto de llegar cuando alguien desde atrás me tapa los
ojos y posa los labios en mi oreja. Por un momento, todo el cuerpo se me
congela ante ese toque extraño.
—¿Me has echado de menos? —me susurra alguien al oído. Es un
sonido débil, apenas audible, y aun así me estremece, pero no sé si de
placer o de terror. Un brazo me rodea la cintura y una boca húmeda se posa
en mi cuello.
Oh, Dios mío. Logan ha vuelto.
Y me está besando.
Capítulo 40
***
Continuará…
Lista de reproducción recomendada
para la lectura
Hemos llegado al final de esta primera parte, que tan solo ha sentado las
bases para otro capítulo de esta historia. Que sepáis que, si hasta ahora
hemos reído, bromeado y sufrido algunos problemillas sentimentales, las
cosas están a punto de cambiar de manera drástica y el viejo Travis va a ser
el menor de nuestros problemas.
Antes de despedirme, me gustaría dar las gracias como es debido a
algunas personas. En primer lugar, a mi familia, por la paciencia que ha
demostrado todas las veces que me he refugiado en el rincón más oscuro de
casa y he permanecido allí hasta perder la noción del tiempo. No puedo
dejar de mencionar a la «tía» de Better, Sofia Mazzanti, la primera figura
profesional que creyó en este proyecto cuando todavía no era nada, tanto
que me ayudó y me apoyó durante gran parte de este viaje. Doy las gracias
a la editorial italiana Salani, por haberme elegido y querido y por haberme
dado la posibilidad de dar un gran paso como este. En especial, doy las
gracias a Marco y Francesca por la total confianza y disponibilidad que me
han mostrado. Pero, sobre todo, doy las gracias a mi editora, Chiara
Casaburi, que se ha dedicado a Better en cuerpo y alma a cualquier hora del
día o de la noche. Su aportación ha sido muy valiosa. Dedico un
agradecimiento especial a todas mis amigas y compañeras escritoras sin las
cuales este viaje no habría sido lo mismo. Habéis sido un pilar fundamental
para mí.
Ahora, sin embargo, falta el agradecimiento más importante.
El que os dedico a vosotros, mis queridos lectores.
Dejad que os diga lo increíble y totalmente inesperado que ha sido
llegar hasta aquí. Si hace dos años y medio alguien me hubiera dicho que lo
que estaba empezando a hacer por diversión y sin ninguna expectativa me
traería hasta aquí, no me lo habría creído. Tampoco lo habría hecho por
todo el oro del mundo. Better nació una tarde gris de finales de octubre; la
lluvia fue mi musa desde el principio, y ha seguido siéndolo durante todo el
proceso de escritura y hasta el final. Pero lo que más me animó a continuar
esta historia fue el entusiasmo, el apoyo y el amor incondicional que solo
vosotros, los lectores, me habéis transmitido día tras día, cada vez más, con
vuestros mensajes, el contenido compartido, los vídeos, las fotos, vuestras
rabietas. Sobre todo, las rabietas. Con todo. Os estaré eternamente
agradecida. Gracias por haber creído en mí y en esta historia. Por haber
comprendido a Thomas y a Vanessa aceptando todos sus defectos, sus
errores y su impulsividad. Los habéis tomado de la mano y les habéis dado
la oportunidad de alzar el vuelo. La oportunidad de entrar en vuestras casas
y en vuestras vidas. Os lo dije hace tiempo y os lo repito ahora: no sé a
dónde iremos ni hasta dónde llegaremos. La única certeza que tengo y que
siempre tendré sois vosotros, que no me habéis abandonado en ningún
momento. Habéis permanecido a mi lado en todas las situaciones, habéis
confiado en mí y me habéis apoyado durante todo este tiempo, al igual que
yo lo he hecho con vosotros con la publicación de este libro, que pretende
ser mi modo de deciros, simplemente…, gracias.
Gracias por haber hecho posible todo esto.
Hasta pronto, forasteros.
Sobre la autora
© Yuma Martellanz