Sobre La Neurosis Adolescente
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Sobre La Neurosis Adolescente
Psicoanálisis en Internet
Palabras clave
"On the adolescent neurosis" fue publicado originariamente en Psychoanalytic Quarterly, LXXVI,
p. 487-513. Copyright 2007 The Psychoanalytic Quarterly. Traducido y publicado con autorización de
The Psychoanalytic Quarterly.
Hace unas semanas, cuando conducía hacia el trabajo, di con uno de esos
programas radiofónicos de llamadas que copan las ondas. El tema del día era
el envejecimiento y la longevidad, y el invitado era un investigador que afirmaba
que estamos a punto de descubrir modos de ampliar la vida hasta periodos
sorprendentes.
ni intelecto, ni gracia…
Tal era el caso de la Sra. C, una antigua bailarina de cabaret que acudió a
tratamiento en su mediana edad a causa de unos persistentes sentimientos de
depresión y deficiencia. La Sra. C tiene una historia vital caótica, incluyendo
haber estado en el mundo del espectáculo y sola a los 15 años. Gran parte de
su análisis se centró en comprender y elaborar el profundo impacto de sus
experiencias adolescentes. (Diré más sobre las etapas media y final de su
adolescencia más adelante).
Cuando era una joven adolescente, la Sra. C tuvo varias experiencias sexuales
con chicos mayores y le preocupaba que eso le hubiera ocasionado no
menstruar. También había tenido enamoramientos con varias artistas
femeninas mayores que ella y, aun conservando un cierto aspecto de chico en
su primera adolescencia, le preocupaba el poder ser gay. El no poder tener el
periodo cuando todas sus amigas habían tenido el suyo mucho antes se
convirtió en su mente en una prueba de que no era una mujer normal, sino que
tenía una naturaleza secretamente masculina.
Claramente asociadas con los cambios fisiológicos que estaban teniendo lugar,
estas fantasías eran sin embargo nuevas ediciones de viejos miedos. Cuando
subían a la superficie, traían con ellas recuerdos de la primera adolescencia
cuando, aún sin el periodo, la Sra. C se había sentido seca, fea y poco
atractiva. Su sentimiento de sí misma como dañada se había incrementado por
el hecho de que, cuando era una joven adolescente, sentía fuertes impulsos
sexuales y buscó alivio en la masturbación. Esta actividad le produjo
problemáticos sentimientos de culpa y vergüenza, así como la idea de que la
aspereza de su piel y el acné que la atormentaba eran consecuencias de un
hábito que consideraba asqueroso.
Otra paciente con la que trabajé hace algunos años ilustra tanto la influencia
continuada de las autorrepresentaciones negativas que emergen en la
adolescencia temprana como la tendencia de paciente y analista a entrar en
una colusión cuyo propósito inconsciente es evitar los recuerdos no
bienvenidos de esta época problemática. La Sra. G, una mujer de 30 años que
acudió a tratamiento debido a sentimientos crónicos de depresión, de baja
intensidad, era una mujer bastante atractiva. Sin embargo, cuando era una
joven adolescente, la Sra. G era baja, obesa, físicamente torpe y plagada de un
pertinaz acné. La imagen de sí misma como una joven de aspecto repulsivo se
quedó grabada en su memoria y durante muchos meses en el tratamiento, no
pudo hablar de experiencias de su juventud que fueron poco menos que
traumáticas.
La reconstrucción del modo en que, cuando era una joven adolescente, la Sra.
G había reaccionado ante su sexualidad en ciernes se probó importante en su
tratamiento. Criada en un hogar religioso, la respuesta salvajemente crítica de
la Sra. G a los fuertes sentimientos sexuales que la asaltaron cuando era una
joven adolescente dio lugar a síntomas depresivos, sentimientos de odio hacia
sí misma y reiterados esfuerzos por provocar crítica y castigo por parte de los
otros. Para hacer cualquier cambio en esas actitudes y creencias ahora
internalizadas, era necesario que la Sra. G reabriera la dolorosa época de la
adolescencia temprana y entrara en contacto no sólo con muchos de los
conflictos y fantasías de ese periodo, sino también y especialmente con su
respuesta intensamente punitiva a la nueva y atemorizante excitación sexual
que sentía en esa época.
Luego, caminando hacia mi coche por la tarde, pasé junto a una vieja sinagoga
acurrucada entre dos enormes edificios de apartamentos. Estaba como a mitad
de la manzana cuando de repente, espontáneamente, emergió un recuerdo.
Son las 10.30 de la mañana del sábado de mi Bar Mitzvah. Un puñado de
miembros de la familia están reunidos en un polvoriento loft en una segunda
planta en el sector textil y de confección de Nueva York que sirve
como schul [N de T: escuela] para los trabajadores de la zona. Puesto que el
rabino es amigo de mi familia y no pertenecemos a ninguna sinagoga, este
improbable lugar ha sido elegido como sitio para mi Bar Mitzvah.
Deprimido por este estado de las cosas, mi padre pasó muchas horas en la
cama y prácticamente desapareció para mí como figura parental. Mostraba
muy poco interés en cuestiones triviales como la preparación de un Bar
Mitzvah, y pagaba de mala gana los pocos dólares que se le requerían
semanalmente para pagar al estudiante de rabino anoréxico que las noches de
los martes iba a casa de manera reticente –yo no era un estudiante de hebreo
prometedor- para prepararme para mi porción de Torah.
¿Por qué tenía Twain esta preocupación por la muerte y, en realidad, por la
adolescencia temprana? (Si bien Huck es mayor cuando la novela comienza –
catorce o quince años- su habla, actitudes e intereses tienen más que ver con
los de un chico en la última fase de latencia / adolescencia temprana). Creo
que esto era así porque, como describiré, el autor buscaba escapar del dolor
que había sentido en la adolescencia y en la primera etapa adulta volviendo en
su recuerdo, y elaborando en la imaginación, las épocas mejores que había
vivido en sus años de latencia, incluyendo muchas aventuras excitantes.
Samuel Clemens (nombre real de Twain) era el tercer hijo en su familia. Tenía
un hermano y una hermana 9 y 10 años mayores que él, y otro hermano dos
años mayor que él. Cuando tenía cuatro años, la amada hermana de Sam
murió de una enfermedad repentina, un suceso que no sólo sumió a la familia
en un estado de dolor, sino que también afianzó el escenario para la continua
preocupación de Sam por la muerte. Luego, cinco años después, su hermano
dos años mayor, Ben, murió de una enfermedad aguda y de nuevo el dolor
abrumó a la familia. Ben era el héroe de su hermano mayor y el principal
bromista que había guiado a Sam y sus amigos en muchas travesuras
divertidas. Su lugar, psicológicamente, fue ocupado por un vecino travieso y
atrevido que, junto con Ben, se convirtió en el modelo de Tom Sawyer.
Luego sobrevino otra pérdida que le afectó profundamente, una que organizó e
intensificó las experiencias tempranas y sirvió como un punto de detención que
influyó profundamente la psicología de Sam para el resto de su vida. Su padre
contrajo una neumonía y murió en una semana. Esto creó en Sam una enorme
culpa –yo diría que para el resto de su vida- así como una necesidad de
autocastigo que se reflejaba tanto en su ficción como en su vida.
Mientras que Sam, al igual que su hermano Ben, había sido durante mucho
tiempo un rebelde, un truhán y un travieso empedernido, ahora sus
gamberradas dieron un giro más ominoso, revelando una agresión creciente y
una conducta potencialmente autodañina. En una ocasión, hizo rodar una
enorme roca desde lo alto de una colina, haciendo que chocara contra una
tienda del pie de la colina y la destrozara y quedando a un pelo de dañar a
varias personas. Otra vez, él y un amigo caminaron sobre la fina capa de hielo
de un río. El hielo se rompió y el amigo se sumergió en las aguas heladas. Sam
estuvo muy cerca de correr la misma suerte.
Uno podría hablar de numerosos autores cuya vida y obra reverberan con
experiencias cruciales de la adolescencia temprana. Me viene a la mente
Virginia Wolf, cuya vida y muerte estuvieron modeladas por la muerte de su
madre cuando ella tenía doce años, pero querría discutir aquí otro autor, J.D.
Salinger, quien se ha convertido casi en una figura mítica. No hablaré de la vida
de Salinger –casi no se sabe nada de este hombre que ahora vive como
ermitaño- sino de su personaje más famoso, Holden Caulfield, cuya historia
debe reflejar algo de las preocupaciones del autor, si no sus experiencias
reales.
Al contrario que sus amigos, Holden rehuía las citas, el romance o cualquier
experimentación con chicas y era infantil en su evitación fóbica de la
sexualidad, las palabrotas y la conducta agresiva. Todo esto está encapsulado
en su odio de la “palabra F”, una palabra que abarca el sexo y la agresión, que
Holden ve garabateada por todas partes en paredes y edificios.
Holden es un purista. Odia a la gente que no es directa y sincera, que dice una
cosa y hace otra. Condena, como debería, la hipocresía de cualquier tipo, pero
también es obvio que, como joven adolescente, ha tenido épocas difíciles de
enfrentarse a la ambivalencia, la complejidad y las contradicciones. Le disgusta
el mundo adulto –le da miedo- y no es de extrañar que su persona favorita, la
persona a la que idealiza, es una niña, su hermana Phoebe.
El resultado de todo esto fue que la Sra. C no pudo avanzar hacia nada
parecido a una fase vital normal de adolescencia final o principio de la vida
adulta. No pudo enamorarse, vivir relaciones duraderas ni confiar realmente en
nadie. Hubo pocas personas a las que pudiera llamar amigos, y durante
muchos años permaneció aislada y profundamente sola.
Algunas de estas experiencias son tan intensas –no es infrecuente que se trate
de una primera vez y tengan que ver con intensos sentimientos románticos y
sexuales (Kulish, 1998), logros intelectuales o atléticos, u otros momentos de
gloria –que quedan en la memoria como un punto álgido, si no el punto álgido,
de la vida de un individuo. Según pasa el tiempo, tales experiencias pueden
adquirir casi una cualidad mítica y convertirse en la Edad Dorada de una
persona, una época en que los sentimientos de fuerza, poder y atractivo, así
como los logros propios, alcanzan niveles nunca igualados.
En una historia breve titulada “La carrera de ochenta yardas” (Shaw, 1978), el
autor captaba el importante impacto que ciertas experiencias de la
adolescencia final pueden tener sobre ciertos individuos, y cómo la idealización
de ese periodo puede desarrollarse como respuesta, y como compensación, a
un sentimiento disminuido del self que acompaña con no poca frecuencia a las
decepciones y frustraciones experimentadas en la vida posterior. La historia
trata de un vendedor cuyo trabajo lo lleva de vuelta a la ciudad en la que creció.
Con unas horas para llenar la tarde, camina hacia su antiguo instituto y hacia el
campo de fútbol, escenario de sus mayores triunfos como centrocampista
estrella en un equipo campeón del estado. Según está de pie en el campo, los
recuerdos empiezan a fluir –recuerdos de aquellos días embriagadores que
contrastan claramente con la visión de su vida actual como monótona, prosaica
y poco inspirada. Luego, repentina y espontáneamente, comienza a corretear,
coge velocidad, recorta bruscamente para evitar los placajes, se dirige a las
líneas laterales y corre hacia la zona final, repitiendo la mayor proeza de su
carrera: una carrera de 80 yardas, que batió records, para un touchdown.
Aunque hacía muchos años que no la leía, de repente recordé esta historia –y
una paralela mía propia- durante mi trabajo con el Sr. L, un hombre más o
menos de mi edad que en la mitad de su vida estaba atravesando una crisis de
autoconfianza. En parte, este síntoma se vio precipitado por el paso a la
adolescencia del hijo menor del Sr. L, un cambio que estimuló en el paciente no
sólo una aguda conciencia del paso del tiempo y la desesperación ante lo que
él percibía como una falta de éxito, sino también el resurgimiento de recuerdos
de sus primeros años de adolescencia en que los sentimientos de inadecuación
y fracaso habían desempeñado un importante papel.
Tras una sesión con mi paciente durante la cual, con mucha tristeza, comparó
los éxitos que había tenido en el ejército con su mediocre registro en la vida
civil, me vi recordando la historia de Irwin Shaw. Esa noche la leí, y, según lo
hacía, me vino a la mente el recuerdo de un momento especial de mi vida.
Esa parada inclinó los marcadores a favor de nuestro equipo. Esa fue mi
carrera de 80 yardas. La recordé en un momento de mi vida en el que, al igual
que el protagonista de Shaw, tenía sentimientos de descontento e infelicidad, y,
como el personaje, me aferré a este precioso recuerdo igual que había aferrado
el balón cuando descendió.
Hace poco trabajé con un hombre en mitad de la treintena, el Sr. B, que tenía el
aspecto y la forma de actuar de un chico de 17 ó 18 años. Aunque era padre y
un profesional, vivía en los años de su adolescencia final. Éste había sido un
periodo extraordinario de despertar para él, intelectual, sexual y
románticamente.
Como resultado tanto de su deseo de volver a los días de gloria como de sus
temores internos, el Sr. B permanecía fijado emocional y psicológicamente a
los años finales de su adolescencia. Esto no es tan infrecuente. En sus selfs
privados, muchas personas viven y reviven las experiencias especiales de su
adolescencia final, pegándose a ellas, no renunciando nunca a la promesa y la
esperanza de aquellos años. Algunos, como Fitzgerald, intentan recuperar en
sus sueños la magia del primer romance, del primer amor. Otros, como el
dramaturgo Eugene O’Neill, están atrapados por pesadillas que representan
una y otra vez experiencias aterrorizantes a las que sólo se puede exorcizar
dándoles una voz literaria. Y, para otros, como Twain, que sufrieron graves
heridas en la adolescencia temprana, el esfuerzo por curarse es una lucha para
toda la vida.
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Revista de Psicoanálisis aperturas psicoanalíticas ISSN 1699-4825 - Diego de León, 44, 3 izq -
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