Odonnell Democracia, Agencia y Estado (Síntesis)

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Guillermo O'Donnell

DEMOCRACIA, AGENCIA
Y ESTADO
Teoría con intención comparativa

Ó'Donnell, Guillermo
Democracia, agencia y estado : teoría con intención comparativa
- 1a ed. - Buenos Aires : Prometeo Libros, 2010.
352 p.; 21x15 cm.
ISBN 978-987-574-405-9
1. Democracia. 2. Estado. I. Título
CDD 323

III. 1. Sobre la definición del estado

Comienzo definiendo lo que entiendo por estado: Es una asociación con base territorial,
compuesta de conjuntos de instituciones y de relaciones sociales (la mayor parte de ellas
sancionadas y respaldadas por el sistema legal de ese estado) que normalmente penetra
y controla el territorio y los habitantes que ese conjunto delimita. Esas instituciones
reclaman el monopolio en la autorización legítima del uso de la coerción física y
normalmente tienen, como último recurso para efectivizar las decisiones que toman,
supremacía en el control de los medios de esa coerción sobre la población y el territorio
que el estado delimita.
Seguramente el lector habrá notado el cuño weberiano de esta definición. Sin embargo,
vale la pena comentar que especifica e interpreta la definición de Weber en un aspecto
sutil pero analíticamente importante. Pese a los pasajes frecuentemente citados en los
que este autor afirma que el estado "reclama exitosamente el monopolio del uso legítimo
de la fuerza física" (Weber 1978:54 (*), entre varias formulaciones similares, bastardillas
en el original), considero que una interpretación teóricamente más provechosa y mejor
ajustada al conjunto de las concepciones de Weber es que lo que el estado reclama es el
monopolio de la autorización legítima (i.e., según el propio Weber y como también
veremos en adelante, validada legalmente) del uso (directo o indirecto) de la fuerza física,
y sólo como consecuencia de ello también reclama por lo general, pero en realidad no
necesaria ni prácticamente, el monopolio del uso legítimo de esa fuerza.
De la definición que he propuesto deriva que el estado puede ser convenientemente
desagregado en al menos cuatro dimensiones. Una, la más obvia, es el estado como un
conjunto de burocracias. Estas burocracias, generalmente organizaciones complejas,
tienen responsabilidades asignadas legalmente para la protección o logro de algún
presunto aspecto del bien común. Me referiré a esta dimensión y al grado en que se
cumplen esas responsabilidades como la de eficacia del estado.
El estado es también un sistema legal, un entramado de reglas sancionadas y
respaldadas legalmente que penetran y co-determinan numerosas relaciones sociales,
tanto en la sociedad como dentro de las burocracias estatales. En la actualidad,
especialmente en las democracias y como consecuencia de los procesos que revisamos
en el capítulo anterior, la conexión entre las burocracias del estado y el sistema legales
íntima: las primeras se supone que actúan de acuerdo a facultades y responsabilidades
que les son legalmente asignadas por autoridades pertinentes —el estado contemporáneo
se expresa normalmente en el lenguaje del derecho. Me referiré a este aspecto como el
grado de efectividad del sistema legal del estado. Juntos, se presume que las burocracias
del estado y el sistema legal generan, para los habitantes de su territorio, el gran bien
público del orden general y la previsibilidad de las relaciones sociales. Al hacer esto, el
estado (más precisamente, los funcionarios autorizados a decidir y hablar en su nombre)
afirma atender el bien común y garantizar la continuidad histórica de la población del
territorio respectivo. Esta proclamada contribución nos lleva a una tercera dimensión del
estado: la de ser, o intentar ser, un foco de identidad colectiva. Típicamente, los
funcionarios del estado, especialmente los que ocupan posiciones en su cúpula
institucional, afirman que el suyo es un estado-para-la-nación o (sin entrar en detalles
innecesarios en este momento y que nos ocuparán en el capítulo siguiente) un
estado-para-el-pueblo, o para-la-ciudadanía. Con estas afirmaciones, repetidas de
innumerables maneras, la cúpula del estado invita al reconocimiento generalizado de un
"nosotros" que expresa una identidad colectiva distintiva que, según se postula con
frecuencia, debería prevalecer sobre intereses e identidades más diferenciados que
emergen de diversos clivajes sociales. Me referiré a esta dimensión como la del grado de
credibilidad del estado.
Queda todavía una cuarta dimensión. El estado es un filtro que intenta regular cuan
abiertos o cerrados se encuentran los diversos espacios y fronteras que median entre el
interior y el exterior de su territorio, mercado y población. Algunas de estas fronteras
demarcan esa población y, bajo un régimen democrático, su electorado. Otras son
espacios delimitados de manera menos marcada; algunos de ellos están celosamente
protegidos, algunos están controlados con mayor o menor efectividad por diversos tipos
de políticas públicas, otros nunca tuvieron barreras, y algunos las han perdido,
carcomidos por los vientos de la globalización. Sin embargo, todo estado intenta, o afirma
que intenta, establecer varios filtros para el bienestar de su población y de los actores
económicos situados en su territorio. Esta es la dimensión de filtrado del estado.
Existe todavía otro aspecto del estado que no es, como los anteriores, una dimensión
contingente históricamente; es una característica atribuida institucionalmente. Me refiero al
hecho de que un estado se instituye como tal cuando otros estados en el sistema
internacional, así como, en tiempos más recientes, las Naciones Unidas y otras
organizaciones públicas internacionales, lo reconocen como tal, independientemente de la
valencia que ha adquirido en las dimensiones previamente mencionadas.
Recalco que estas cuatro dimensiones no deben ser atribuidas a priori a un estado; ellas
son tendencias que —tal vez afortunadamente— ningún estado ha materializado por
completo, y que algunos estados distan de haber logrado razonablemente. En lo que
respecta al estado como conjunto de burocracias, sus acciones pueden desviarse de
siquiera intentar cumplir las responsabilidades que le han sido asignadas; el sistema legal
puede per se mostrar serias falencias y/o no extendersea diversas relaciones sociales o
regiones; en lo que respecta al estado como foco de identidad colectiva, su credibilidad
como tal puede no ser verosímil para buena parte de su población; y el estado puede
haber abdicado en gran medida de su condición de filtro orientado a alcanzar el bienestar
de su población. Podemos interpretar estos casos como indicadores de bajas capacidades
estatales que, tal como veremos más adelante, afectan seriamente, entre otras cosas, el
funcionamiento de un régimen democrático. En cualquier caso, estas dimensiones del
estado son históricamente contingentes; por lo tanto, la medida de su logro debe ser
evaluada de empíricamente.
Destaco ahora un punto que merece elaboración: la dimensión organizacional del estado
se encuentra en su mayor parte ordenada burocráticamente. Por burocrático me refiero a
relaciones sociales je-rárquicas de mando y obediencia formalmente establecidas por
mediode reglas explícitas.
A esta altura son necesarias otras definiciones. Por gobierno entiendo: las posiciones en
la cúpula de las instituciones del estado a las que se accede a través del régimen y
permiten a los respectivos funcionarios tomar, o autorizar a otros funcionarios a tomar,
decisiones normalmente emitidas como reglas legales obligatorias sobre la población y el
territorio delimitado por el estado.
III.5. Masculino, absorbente y celoso

De una forma u otra, el estado que resultó de estos procesos era, y es, absorbente y
masculino. Absorbente porque regula múltiples relaciones sociales. Masculino porque éste
era (y en gran medida todavía es) el género de quienes se encontraban en su cúpula, lo
que reflejó en sus orígenes la base social e ideológica del estado en una familia definida
de manera paternalista. Aunque en los países del Noroeste este carácter masculino ha
sido atenuado (aunque no eliminado), en otras regiones todavía persiste por medio de
diversas prácticas discriminatorias, formales e informales.
El estado es también celoso, en sus intentos por crear y reproducir identidades colectivas
extensas y excluyentes: esto nos remite a la nación, o el pueblo, o la ciudadanía,
referentes que los estados y sus gobiernos dicen servir.

IV. 1. De vuelta a la reflexión analítica

En el capítulo anterior mencioné que el estado es absorbente y masculino; también es


celoso. En la reflexión analítica de la sección II.2, observé que los líderes de las
asociaciones complejas proclaman que sus decisiones, y su propia existencia, se orientan
a alcanzar el bien común de la asociación y de sus miembros. Al hacer esto, los líderes
suelen proponerse crear y reproducir una identidad colectiva, un "nosotros" conformado
por miembros que se reconocen como tales, y por lo tanto diferentes de otros que no lo
son; esos miembros y la postulada identidad colectiva que se supone comparten, son el
referente común de los discursos desde la cúpula de la asociación. El estado (tal como lo
definí en el capítulo anterior) no es excepción a esto, pero tiene características peculiares
que demandan tratamiento específico. Entre estas características, es importante observar
que el referente del estado, son los habitantes de una asociación delimitada
territorialmente, sobre la que el estado reclama el monopolio de la autorización legítima
del uso de la coerción física; además, su legalidad se externaliza, extendiéndose a
innumerables relaciones sociales, incluyendo las que regulan a otras asociaciones. Estas
son características específicas del estado. Otra característica es el frecuente argumento
desde su cúpula que la identidad colectiva postulada debería tener precedencia sobre las
resultantes de diversos clivajes sociales y/u otras asociaciones menos abarcadoras.
Finalmente, en el caso de un estado que alberga un régimen democrático, la mayoría de
sus habitantes adultos es ciudadano/a político/a.

IV.2. Algunas definiciones

Como hice en los capítulos anteriores, comienzo por definir conceptos fundamentales
para los análisis que siguen. En la mayor parte de los países, el referente colectivo más
común del estado es la nación. La defino como un arco de solidaridades, una construcción
discursiva y política continuamente reinterpretada por diversos actores, que propone un
"nosotros" colectivo e históricamente constituido, establecido sobre un territorio que ya
ocupa y demarca, o que desea ocupar y demarcar, y que generalmente se proclama que
entraña expectativas de lealtad por encima de las derivadas de otras identidades e
intereses de sus miembros.
Otro frecuente referente del estado es el pueblo. Este término tiene varios significados.
Uno es similar al de la nación. Un segundo significado, bastante común en países
anglosajones, es menos colectivista, referido a los individuos, especialmente los que entre
ellos son ciudadanos /as, que se encuentran bajo jurisdicción del estado. Un tercer
significado de pueblo designa un subconjunto de la población como los miembros
"verdaderos" o "auténticos" del estado, frecuentemente los considerados como parte
excluida, marginalizada o victimizada de esa población.
IV.3. Sobre los referentes y discursos desde la cúpula del estado

Sabemos que algunos estados incluyen más de una nación, algunas naciones carecen de
estado y otras, ya sea que se definan como nación, etnia o identidad religiosa, se
encuentran en estados donde otros referentes colectivos son dominantes y/u opresivos.
Por otro lado, en muchos casos los estados intentan lograr amplio reconocimiento como
estados-para-la-nación/pueblo/ciudadanía y por lo tanto como entidades principalmente
dedicadas al bien común de su(s) referente(s) colectivo(s). Por cierto, esta reivindicación
ha generado terribles tragedias, por medio de la cruel eliminación (o intentos también
crueles de "asimilación") de otras naciones e identidades colectivas.150 En la mayoría de
los casos, en América Latina y en otras regiones, los estados han precedido a las
naciones y luego de haber surgido se esforzaron, a veces exitosamente, por crear una.
Por supuesto, no todos los estados abarcan una sola nación. Existe lo que Stepan 2008
denomina "naciones-estado" (en contraste con estados-naciones), en las que existen
grupos que reivindican su propia identidad cultural y/o religiosa, y a veces se movilizan
políticamente reivindicando derecho a existir como tales con independencia de las
identidades sustentadas por el estado en el que habitan. En verdad existen no pocos
casos como estos, que este autor denomina "robustamente políticamente multinacionales"
(robustly politically multinational), algunos de los cuales son democracias que funcionan
razonablemente bien, como Canadá, España, Bélgica y fuera del Noroeste, India y, a mi
entender cada vez más, el Reino Unido. No puedo hacer un análisis detallado de la
provechosa contribución de este autor, que llegó a mis manos durante la revisión final de
este libro. Sin embargo, agrego que en esos casos y similares pareciera que existen dos
niveles de identidad nacional: primero, las que coexisten bajo un único estado y tienen
repercusiones importantes y a veces marcadamente conflictivas en la escena política y,
como Stepan op.cit. indica, en cruciales arreglos institucionales como el tipo de
federalismo que adoptan. Pero hay un segundo nivel desestimado por este autor que me
parece sería erróneo ignorar, el anclado al nivel del estado que abarca esas
nacionalidades. También a este nivel suelen expresarse importantes identidades y las
consiguientes lealtades. Esto es evidente en los conflictos internacionales y en los rituales
y ceremonias a nivel del estado que discuto más adelante; también se pone de manifiesto
otras ocasiones, como cuando las poblaciones en su conjunto alientan fervientemente a
sus equipos "nacionales" en importantes competencias deportivas internacionales. Esto
significa que estos países no son estados-nación propiamente dichos, pero el segundo
estrato de identidades y lealtades puede mostrarlos de manera bastante similar a estos
últimos. Los arriba mencionados son casos en los que de un modo u otro las
nacionalidades que coexisten, aún si a menudo lo hacen con serios problemas y casi
nunca con mecanismos institucionales completamente consolidados, fueron capaces de
elaborar un modus vivendi que hizo posible no sólo la paz interna sino también
democracias que funcionan razonablemente bien. En referencia nuevamente a la op.cit de
Stepan, este autor también señala que existen casos fuera del Noroeste—especialmente
en África y partes del sudeste de Asia— donde dichas soluciones no fueron accesibles.
Ellos están caracterizados ya sea por intentar imponer violentamente una nacionalidad (o
etnia o religión) sobre otras, o por estados que de hecho abandonaron casi por completo
todo intento gobernar efectivamente a su población —y, agrego, a veces van y vienen
entre estas alternativas.
De una manera u otra, incluso en casos de una existencia casi nominal de un estado,151
los discursos desde su cúspide tienen al menos dos componentes. Uno es la demarcación
de un "nosotros" frente a múltiples "otros".152 El segundo consiste en la pretensión de ser
la principal instancia de protección, interpretación y realización del bien común, o de los
principales intereses, de "su" nación/pueblo/ciudadanía, independientemente de cuan
pluralista sea la noción invocada. El estado celoso aspira a crear una identidad colectiva
amplia y firmemente compartida, y ser reconocido como un filtro beneficioso de su
"afuera." Los discursos desde el estado demandan nuestra lealtad, frecuentemente por
encima de las identidades e intereses que derivan de diversos clivajes sociales. En el
límite, esos discursos demandan que estemos dispuestos a ir a la guerra por nuestro país;
en la vida diaria demandan nuestro acatamiento de (si no necesariamente nuestra lealtad
normativa con) las decisiones tomadas por sus funcionarios. Esas aspiraciones están
basadas en, y obtienen credibilidad de, las dos grandes contribuciones que realiza un
estado en razonable funcionamiento: primero, ser el principal articulador y garante del
orden social, de manera que proporciona el gran bien público del orden y la previsibilidad
de múltiples relaciones sociales; y segundo, ser la personificación institucional y simbólica
de la continuidad histórica de "su" nación o pueblo, ya sea que esté o no formado por una
o más naciones o pueblos. IV.4. Rituales, idioma y socialización Los discursos de la
nación/pueblo/ciudadanía son repetidamente presentados en rituales, himnos, banderas,
monumentos, historias de grandes victorias militares y heroicas derrotas, y solemnes
ceremonias, desde los viajes de Negara en Bali153 a coronaciones reales e
inauguraciones presidenciales. Como observa Kertzer 1988:67, estos rituales tienen la
gran ventaja ideológica de "producir lazos de solidaridad sin requerir uniformidad de
creencia [cooperando de este modo con] la lucha de los privilegiados por proteger sus
posiciones al promover una visión particular del auto-interés de la gente". Por supuesto,
los intentos discursivos y rituales del estado para establecer un vínculo estrecho con "su"
población son facilitados por la unificación del lenguaje leído y hablado en el territorio.154
Inglaterra fue excepcional en que ya en el siglo XIII el inglés había sustituido al francés y
al latín como su idioma oficial y era ampliamente compartido; también Alemania antes de
su unificación tenía un solo idioma, al que ya Lutero tradujo la Biblia —un hecho que como
vimos ayudó enormemente a ese proceso. Por su parte, sin embargo, al momento de la
Revolución Francesa "[s]eis millones de personas en Francia dependían de idiomas y
dialectos 'extranjeros': flamenco, celta, vasco, alemán y treinta patois"; así en 1792 el
principio de "un pueblo, una nación, un idioma" comenzó a ser estrictamente
implementado; Tarrow 2000:5. Aún más tarde, ya en el siglo XIX, existían en Italia al
momento de su unificación docenas de idiomas, que provocaron el dictum de Massimo
d'Azeglio: "Hicimos Italia, ahora debemos hacer los italianos".
A su vez, estos procesos fueron facilitados por la rápida difusión de la imprenta, ya en el
siglo XVI.I56 Como comenta Guibernau 1996:67,"El factor crucial en este proceso fue
que, por primera vez, el idiomaen el que hablaban y pensaban las personas de un área
particular era el mismo que usaban los estratos gobernantes, los intelectuales y el clero
para escribir y leer". Una consecuencia de esto fue que la ley promulgada desde el centro
podía entonces ser escrita, aplicada e invocada (aunque por supuesto no necesariamente
comprendida en sus tecnicismos) en un idioma compartido por la mayoría de la población.
Estos desarrollos, más por supuesto la expansión de la educación, especialmente de los
niños, fueron grandes vehículos para la transmisión de las visiones de cada país, sus
glorias y las razones por las que la identificación con éste debería ser una fuente de
orgullo y solidaridad. Smith 1991:16 comenta que "los sistemas públicos de educación
masiva, obligatorios, estandarizados, a través de los que las autoridades estatales
esperan inculcar la devoción nacional y una cultura homogénea, distintiva, es una
actividad que muchos regímenes [i.e., los estados, O'D] persiguen con considerable
energía". Graff (1987:276) agrega útilmente: "La tarea de la escuela incluyó no sólo
sentimientos nacionales y patrióticos sino también el establecimiento de la unidad en una
nación dividida por la región, la cultura, el idioma y las persistentes divisiones sociales de
clase y riqueza. Aprender a leer y a escribir traía aparejada la constante repetición del
catecismo cívico nacional, en el que se inculcaba al niño los deberes que se esperaban de
él: desde defender el estado hasta pagar impuestos, trabajar y obedecer las leyes".
De hecho, muchos estados en la mayor parte de las regiones y períodos históricos ha
impregnado sus referentes con sus rituales, intentando socializar a la población en una
identidad colectiva habitualmente compartida y en las consiguientes lealtades. En
consecuencia, "al crear categorías uniformes y estandarizadas de ciudadanos y de sus
obligaciones, los estados crearon lenguas nacionales. Al crear lenguas nacionales se
crearon otras formas culturales certificadas nacionalmente. Mientras estas formas se
creaban, otras fueron relegadas a las categorías de etnicidad, dialecto y folclore"; Tarrow
2000:2, quien también comenta, ibíd.: 7, que "la idea de un grupo lingüístico único para
cada estado es una idea particularmente reciente".
En varios sentidos los discursos, rituales y políticas de socialización desde las
instituciones y del estado —así como de un variado surtido de intelectuales, así como
también artistas—invocan de muy diversas maneras, y constantemente tratan de recrear,
una lealtad primaria de la población a la que el estado dice servir. Un aspecto importante
es que, de acuerdo a estos discursos, somos todos iguales en nuestra condición de
miembros de la nación o pueblo, y que esta condición implica una obligación de lealtad
preeminente a un estado que en esos discursos —particular pero no exclusivamente los
primordialistas— afirma ser el intérprete privilegiado, y a veces la personificación misma
de la población del país y de sus intereses más vitales. Esta densa e insistente simbología
es todo menos políticamente inocente. Tal como sostiene Ozkirimili 2005:32/33,"[E]l
discurso del nacionalismo es sobre el poder y la dominación. Legitima y produce
jerarquías entre los actores. Autoriza formulaciones particulares de la nación contra otras,
y de ese modo disimula las fracturas, divisiones y diferencias de opinión dentro de la
nación"… [Esto implica, O'D] "un esfuerzo por reducir la importancia de las diferencias
objetivas dentro del grupo, mientras se enfatiza su singularidad en relación con personas
externas al mismo"; ibid. 17. Asimismo, Billig 1995:71 comenta que "Las historias
nacionales son continuamente re-escritas y las re-escrituras reflejan los balances
de hegemonía". Además, estos discursos declaran una división entre quienes gobiernan
—supuestamente dedicados al bien común— y quienes no lo hacen, supuestamente
inmersos en sus asuntos privados. Al hacer esto, estos discursos, mientras proclaman la
homogeneidad de la población y la posición del estado por encima de la sociedad, tienden
a reforzar la distribución del poder y la desigualdad que existen en la sociedad y el estado.
En la medida que estos discursos son exitosos (i.e., en tanto el estado sea creíble y en
consecuencia logre ser un foco ampliamente compartido de identidad colectiva), la
nación/pueblo/ciudadanía que se reconoce en el espejo de esos discursos es una enorme
reserva de poder político y energías. Canovan 1996: 73, quien destaca este aspecto,
argumenta que "[L]a característica más significativa de la nacionalidad es su papel en
generar poder colectivo, su capacidad para crear un "nosotros" que puede ser movilizado
y representado, y para el que un número sorprendente de personas se encuentra
preparado para hacer sacrificios.
Pese a todas las tendencias económicas, culturales y militares que nos empujan en la
dirección del cosmopolitismo, este sigue siendo un hecho persistente;". Por su parte,
Breuilly 1993:1 comenta que "En el nacionalismo se trata, muy por encima del resto, de
política y la política trata de poder". Estos suelen ser discursos de líderes políticos y varios
tipos de intelectuales que ofrecen una visión que niega o subsume las desigualdades en
una visión de igualdad en tanto miembros y, en un sentido, co-propietarios/as de la nación
o pueblo. Estos discursos evocan una colectividad solidaria que trasciende la
individualidad de sus miembros; de manera significativa, la familia es evocada
metonímicamente con bastante frecuencia como la imagen propiamente dicha de la
nación —"nuestra gran familia"— a la que sus miembros deben amor y lealtad primarios.
Cuando son razonablemente exitosas, estas invocaciones naturalizan la nación o el
pueblo. Pertenecer a la nación, aceptar las visiones dominantes sobre su historia,
glorificar sus héroes y fundadores, e incluso utilizarla como marco para entender el lugar
que tiene uno en el país y en el mundo se convierten en nociones de sentido común.De
esta manera aparece la cara solemne con que el estado presenta su versión oficial, y nos
asegura que su poder es para el bien de todos. Tal como dice Kertzer 1988:62 al comentar
a Durkheim, "No puede existir una sociedad que no sienta la necesidad de proclamar y
afirmar en intervalos regulares los sentimientos y las ideas colectivas que constituyen su
unidad y personalidad". Que estos discursos no son políticamente inocentes también se
evidencia por un aspecto que quiero recalcar porque no siempre es reconocido en la
literatura sobre la nación. Lo que debe ser el discurso adecuado sobre la nación y/o el
pueblo ha sido, y es, uno de los temas políticos disputados con mayor vehemencia y a
veces con mayor violencia en muchos países. Finlayson 1998:112 observa que estos
discursos "adoptarán formas ideológicas cambiantes dependiendo de los elementos con
los que son articulados... dado que "lo nacional' no es sólo una parte de la competencia
política, puede formar un campo discursivo dentro del cual ocurre la competencia". Estos
discursos son parte de lo que Bourdieu 1989:22 denominó "la lucha por la producción e
imposición de la visión legítima del mundo social". En algunos países como Estados
Unidos, estas luchas en parte pueden haberse desvanecido de la memoria, pero lo han
hecho precariamente ya, que como hemos visto en los últimos años, se repiten intentos de
resucitarlas. Por su parte, en un país no menos moderno y democrático como Francia, las
disputas entre católicos/monárquicos y laicos/republicanos sobre cuál es la nación y la
historia a celebrarse, se escuchan hasta hoy. Esto es incluso más cierto fuera del
Noroeste, donde las memorias de los antagonismos durante la independencia o
descolonización, y de partidos y movimientos políticos y culturales introspectivos y los
orientados hacia el exterior, se encuentran frecuentemente sujetos a
fuertes debates.

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