Finocchio Silvia
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Este libro de lectura, como muchos otros, cumplió un papel en la construcción de la me-
moria nacional de la Argentina a principios del siglo XX. En efecto, ese pequeño texto fue
un lugar de memoria para miles de niños que lo leyeron como un evangelio nacional.
El autor de este manual, José Stalleng, cuenta la historia patria como solía estar presente
en gran parte de los textos de entonces: el despliegue de la lucha contra un gobierno
despótico, la metrópoli española y el establecimiento de una nación libre a partir de la
Revolución de Mayo. Les siguen las luchas y los avances hasta ocupar un lugar prominente
“entre las Naciones más civilizadas” (Stalleng, 1921: 94) cien años después, justo en oca-
sión del festejo del Centenario de la Revolución, momento en el cual olvidamos las pugnas
contra España y comenzamos a hablar de madre patria.
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35.000 austro-húngaros; 20.000 alemanes, y un número muy inferior de portugueses, sui-
zos, belgas y holandeses (Cibotti, 2000: 367)— agregaron a la aspiración de civilizar el
propósito de erradicar otras lenguas y culturas. En este marco, una enseñanza obligatoria
de la Historia asumiría la tarea de comunicar el amor a la patria por medio de una repre-
sentación del pasado alrededor de la única Argentina. La educación del ciudadano se hizo
así eco del lema de la Argentina como tierra de libertad y como crisol de un pueblo fuerte y
sano que venera a los próceres que lograron la emancipación y la independencia.
Hacia 1910, instalada la República conservadora como régimen político, la Argentina tenía
un cincuenta por ciento de su población rural, sembrada de pueblos volcados a su propia
vida campesina, y en su mayoría, no hispanoparlantes, así como ciudades en rápida trans-
formación y crecimiento por el flujo inmigratorio. Las elites dirigentes propusieron enton-
ces inculcar en esta Argentina de campañas, pueblos y ciudades con diversidades lingüísti-
cas y culturales, su idea de nación como crisol de razas y, al mismo tiempo, suscitar la ad-
hesión al régimen republicano.
Si bien se hizo obligatorio el servicio militar para los hombres, en primer lugar, a la escue-
la, se le asignó el imperativo de trabajar la identidad nacional, de crear nuevos argentinos,
patriotas y respetuosos del orden nuevo. Y fue la imagen de la Libertad la que introdujo a
los niños en ese mundo, con un relato histórico, al que acompaña. La Libertad que presen-
ta el libro de Stalleng lleva un gorro frigio, el que usaron los libertos en el Imperio romano,
y que también llevaron los revolucionarios en Francia. Pero acá no porta una espada o la
bandera tricolor ni se muestra una mujer luchadora, sino que se trata de una figura casi
angelical rodeada de cintas celestes y blancas. ¿Qué les decía la imagen a los niños de los
más diversos rincones del país hace cien años?
En la Argentina, hacia 1910, dos profesores de Historia del Colegio Nacional de Buenos
Aires, Carlos Imhoff y Ricardo Levene, publicaron La historia argentina de los niños en
cuadros, con prólogo del presidente de la Universidad Nacional de La Plata, Joaquín V.
González, quien sostenía la importancia de una novedosa tendencia pedagógica que privi-
legiaba el lugar de las imágenes. Se consideraba que los conocimientos transmitidos de un
modo verbal o libresco eran superficiales porque no llegaban a la conciencia de un modo
natural, esto es, por la intuición. Por eso, era importante estimular la intuición en el niño. Y
para ello, eran fundamentales los objetos o láminas en el aula, así como imágenes en los
textos:
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El primer gobierno patrio, en La historia argentina de los niños en cuadros, Buenos Aires,
1910.
(...) entra en la corriente nueva de los textos para niños y jovencitos de las escuelas
comunes y primeros años secundarios consistente en abandonar la estéril narra-
ción in extenso y razonada de las antiguas enseñanzas mnemónicas, para procurar
el mejor resultado por la impresión más viva y duradera en el alma del escolar (…)
El empleo de la imagen, tan amplia y tan justamente difundida en estos últimos
tiempos como el auxiliar de toda clase de estudios, y en particular en los de histo-
ria y geografía, á los cuales sirve de tal modo, que constituye hoy uno de los ele-
mentos más esenciales. La imagen ha sido y es cada día más, juzgada por los sabios
pedagogos, como el alma de la enseñanza de las ciencias morales en las primeras
edades de la vida. Ella completa conceptos, relatos y descripciones, substituye su
poder sugestivo á la naturaleza ausente de la clase ó del cuarto de estudio, repa-
rando al niño a interpretarla mejor cuando se halla en su presencia; reemplaza —y
es honesto decirlo— la insuficiencia, la vaguedad, la timidez, la pobreza ó la discu-
sión ocasionales de la formación histórica, y como lámina en la fábula, la aconseja ó
el cuento moral, ahonda en el alma juvenil la impresión del detalle, el rasgo con-
ductor, la intención no manifiesta. La historia, más que ilustrada, referida por la
imagen misma, tiene una existencia y un interés distinto del de la obra literaria,
difícil de realizar en estos grados de la escala didáctica; vive por el poder evocador
del arte, se grava con el doble interés patriótico y humano, y crea en la conciencia
del estudiante ideas propias, por la inducción subconsciente que la figura por sí
misma provoca en el observador.
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Joaquín V. González: Prólogo a La historia argentina de los niños en cuadros, Buenos Aires,
1910.
Cabe recordar que la Historia Patria o la Historia Nacional eran el complemento de una
escuela que encontraba su fuerza pedagógica en los ritos: las efemérides, verdadero santo-
ral de la patria; los actos escolares y las oraciones a la bandera, especie de misas laicas; el
respeto a los símbolos patrios, los discursos escolares en los cuales la palabra pública y la
presencia del Estado eran encarnados por la Señorita Directora.
A medida que la escuela hizo de los rituales y de los contenidos de Historia algo fundamen-
tal para la formación nacional, una parafernalia de artefactos comenzaron a vincular el día
a día de la escuela con las efemérides, sus liturgias y sus símbolos. Desde entonces, los
materiales educativos incluyeron de modo prolífico poemas y versos para los actos escola-
res; antologías poéticas para el calendario escolar; prosas para los actos escolares; biograf-
ías para la evocación según el calendario escolar; monólogos para las fiestas; relatos dialo-
gados de la historia nacional para representar; retablo escolar o teatro de efemérides; re-
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latos, glosas y apostillas para la evocación; ideas para discursos, monografías y fiestas tea-
trales; información sobre los símbolos nacionales para que usen los maestros en sus rela-
tos y conversaciones; sugerencias de láminas para acompañar relatos dramáticos naciona-
les; sugerencias para confeccionar escarapelas nacionales; desarrollos gráficos para que
los alumnos realicen en los cuadernos símbolos, guardas, palmas, objetos históricos y fa-
chadas de edificios históricos; preguntas para conversar sobre los momentos culminantes
de la historia nacional; textos o fragmentos para leer y comentar en clase; cuadernos de
efemérides; calendario escolar; banderines y señaladores para obsequiar, entre otras pro-
puestas (Finocchio, 2009).
Para Carlos Monsiváis (2006), un ensayista mexicano, la versión escolar de la historia to-
davía predominante en muchos de nuestros países es uno de los ecos más fuertes del me-
lodrama latinoamericano. Tras dar forma laica a herencias culturales cristianas, el melo-
drama de la historia escolar pone en acción héroes que dan su vida por los demás, se diri-
gen con dignidad a la muerte (que siempre es por la patria) y trascienden en el reconoci-
miento de sus compatriotas por sus abnegados gestos. Según el autor, el melodrama per-
mite que héroes y tragedias conjuguen la historia nacional con los dramas personales: “Si
al país le ha ido como le ha ido, ¿por qué a mí no?” (Monsiváis, 2006).
En este sentido, cabría pensar en cómo, en las últimas décadas, la historia escolar ha veni-
do conjugando algunas de sus cualidades no solo con la literatura, sino con ciertas lógicas
predominantes de los medios audiovisuales —en especial, las telenovelas y los noticie-
ros—, con particulares efectos en los modos de entramar la vida y de modular la esperan-
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za. Es frecuente hoy que la historia, nacida de la escuela y recreada por la televisión, llegue
al aula con ingredientes diferentes a los de las primeras décadas del siglo XX. Por ejemplo,
rituales nacionales en los que se asocian los acontecimientos del 25 de Mayo con antor-
chas y con los problemas de la inseguridad en la Argentina.
un sitio en Internet
Pasión Quemera, murga del barrio de Parque Patricios, Ciudad de Buenos Aires.
Desde distintos lugares, como la murga de Pasión Quemera, estas canciones refieren con
virulencia la visión que los jóvenes —a partir de su experiencia cotidiana de la arbitrarie-
dad del poder— tienen de la dirigencia política. La construcción de la ciudadanía en nues-
tros países estuvo siempre ligada a la construcción de la democracia. Por ello, transitó por
caminos conflictivos. La ciudadanía se fue conformando en las alternativas de la vida
pública: desde los setenta en adelante, por ejemplo, las experiencias fueron de la clausura
política al voto cautivo de los partidos mayoritarios durante varias décadas, luego se pasó
rápidamente al enorme voto nulo y blanco de octubre de 2001, y a las cacerolas y las
asambleas barriales en diciembre, hasta las elecciones de los últimos años asociadas a la
necesidad de reconstruir las legitimidades políticas en cuestión.
Puede sostenerse que, en este marco, el mito de la decadencia reemplazó al mito del cre-
cimiento (Seman y Merenson, 2007). Y este proceso fue visible también en la escuela pri-
maria: de la exposición de las diversas producciones agropecuarias como emblemas del
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ascenso económico y social de la Argentina a las insistentes voces de los niños que repiten
que, en el país, sólo hay corrupción.
El mito de la decadencia se expresa de tres modos, según Seman y Merenson (2007): por
un lado, los argentinos siempre tuvimos determinados vicios (especuladores, autoritarios,
antinacionales); por otro, los argentinos perdimos o desaprovechamos determinadas
oportunidades históricas (el orden conservador o el primer peronismo); y finalmente,
oscilamos entre opuestos, pero no logramos una síntesis que supere ambas situaciones.
En términos teóricos, en los últimos treinta años, se aceptó casi unánimemente la idea de
lo nacional como algo construido, como pura invención de las elites (Hobsbawn, 1983) o
como imaginación de las comunidades (Anderson, 1993). Sin embargo, recientemente
otras perspectivas apuntan a interpretar la nación como algo existente en sí. Alejandro
Grimson (2007), que comparte sus indagaciones con Pablo Seman, por ejemplo, desde una
postura que define como experiencialista, sostiene que las investigaciones que han segui-
do los postulados de Hobsbawm y Anderson se han vuelto superficiales. Afirma que decla-
rar que lo nacional es un invento socialmente construido pierde relevancia ante la premisa
de que todos los hechos humanos son inventos socialmente construidos.
Examinar lo que somos hoy, tanto en términos individuales como colectivos, tanto en el
plano de las ideas como de las emociones, es un trabajo que por momentos anima, pero, en
otros muchos, incomoda. Sin embargo, no se deja de intentarlo a la hora de disponerse a
construir un nosotros más plural, inclusivo y democrático.
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