Cuadernillo - Lengua - 5to A-O - 2024
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2024
5° AÑO
Unidad 1
La poesía gauchesca y el
naturalismo
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Contexto histórico de la segunda mitad del siglo XIX (1850)
Economía internacional y local
Europa y Estados Unidos conocieron durante veinticinco años, después de la crisis de 1848, un progreso
ininterrumpido. Industrias textiles y pesadas, vías y trenes, minería y barcos de vapor, el telégrafo: todo confluía para
que los negocios y el comercio crecieran vertiginosamente.
La producción de lana y de carne de la Argentina era bien recibida en Europa. Los barcos volvían trayendo
inmigrantes españoles, irlandeses e italianos, entre otros. La Argentina, un país de grandes extensiones y pocos
pobladores -en su mayoría analfabetos- necesitaba, para no quedarse afuera de la tendencia mundial, un proyecto
modernizador.
Otros críticos le asignan un carácter de originalidad autóctona, nacida enteramente del hallazgo de los escritores
cultos, a quienes se les ocurrió presentar descripciones, narraciones y diálogos en la forma y lengua de los gauchos. Para
ellos, la gauchesca es, desde su inicio, un producto puramente artístico y mérito de escritores letrados. (Teoría de Jorge
Luis Borges, teoría individualista, la gauchesca como inspiración individual desde un principio).
Lengua gauchesca:
La lengua hablada en los ámbitos rurales fue imitada y reelaborada con fines estéticos, creándose así una lengua
literaria (artificial), la gauchesca.
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Americanismos: flete, estancia, parejo, mazamorra, cimarrón.
Vulgarismos de varios tipos: pa (para), pal (para el), mey (me he), seya (sea), bía (había), dir (ir).
Voseo: tomá vos, vos dijistes, sos.
Uso de diminutivos y aumentativos: ahurita, cinquito, machazo, torazo.
RECURSOS
Son frecuentes las metáforas y comparaciones de naturaleza rural.
Falta de enlaces lógicos entre ideas y falta de aplicación de las reglas gramaticales.
Se suele emplear mucho el diálogo y el monólogo.
Ritmo
Tiene en general versos octosílabos o de metros menores. Además presenta rima asonante principalmente.
Temas
Los asuntos son siempre relativos a la vida del gaucho y a su ámbito rural. De todas formas, los temas varían de
acuerdo a la etapa de la gauchesca que se comprenda: 1 ra etapa (gesta patriótica y burla a los españoles), 2da etapa (lucha
de facciones: federales versus unitarios), 3ra etapa (parodia de la cultura urbana) y 4ta etapa (denuncia sobre la condición
social del gaucho).
Punto de vista:
El que canta no es letrado, pero el escritor sí. Lo que se conoce como lengua gauchesca es una representación de
un conjunto de rasgos orales copiados al gaucho por parte de alguien cuya lengua es otra. El escritor gauchesco construye
la lengua que le permite fundar un pacto entre su escritura y una segmento social (los gauchos) que no tiene voz pública.
En resumen: no es la lengua del gaucho. La representación literaria del habla popular del gaucho es un artificio, una
convención retórica. El AUTOR y el ENUNCIADOR son aquí dos personas diferentes:
El AUTOR = El intelectual letrado (José Hernández)
El ENUNCIADOR = Un gaucho, personaje-narrador (Martín Fierro o Cruz)
Hay una alianza de lo culto y de lo popular que se representa solamente dentro del campo literario (en la vida real esta alianza no
existió). Pensemos que como el gaucho era analfabeto, no podía auto-representarse en el terreno de la literatura y, en este sentido, el
género gauchesco es democrático porque le da la posibilidad al gaucho de “tener voz” , de “ser escuchado”, de poder “ser representado”
en una obra literaria.
En el prólogo del Martín Fierro, José Hernández (su autor), apela a otro público lector y dice: “quiero denunciar
la situación de los gauchos ante el público de la ciudad”. Así, los lectores citadinos de literatura gauchesca se incrementan
mucho.
Éxito editorial
El gaucho Martín Fierro se publicó a fines de 1872 y salió a la venta en los primeros meses del año siguiente,
como un folleto de 78 páginas en papel de diario. Al elegir ese formato, Hernández buscaba un nuevo circuito de
circulación: el folleto se vendía no solo en librerías e imprentas, ahora también en pulperías como un producto más
junto con los fósforos, la cerveza y las sardinas. El precio económico fue un factor decisivo para el inmediato éxito
popular que alcanzó la obra.
La recepción inmediata de El gaucho Martín fierro dio lugar a un desarrollo editorial nunca antes visto en nuestro
país: ocho ediciones en solo dos años, entre 1872 y 1894, quince ediciones autorizadas (a las que hay que sumar una
serie de ediciones clandestinas). En 1879 llegaría La vuelta de Martín Fierro. Desde entonces, la primera parte es
conocida como La ida.
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Teoría de la gauchesca en imágenes
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Teoría de la gauchesca en imágenes
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Teoría de la gauchesca en imágenes
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El naturalismo en la literatura del XIX
La corriente de pensamiento que originó el naturalismo
Sobre el final del siglo XIX, se instaló en Europa y se expandió en todo el mundo –incluida
Argentina– la corriente llamada positivismo. Su principal impulsor fue el pensador francés Augusto
Comte (1798-1857). En su Discurso sobre el espíritu positivo (1844), Comte explica que la humanidad
ha atravesado tres grandes períodos que se corresponden con la infancia, la juventud y la madurez.
La niñez equivale a la etapa metafísica en la que las personas, incapaces de comprender y explicar el
mundo que los rodea, inventan personajes y fuerzas mágicas a los que responsabilizan por todo lo que
ocurre. La juventud es equiparada a una etapa religiosa en la que las respuestas de los hombres a lo
que los rodea empiezan a centralizarse en dioses únicos y versiones más consistentes y abstractas, aun
cuando todavía estén teñidas de misticismo y consideraciones de fe. Finalmente, la humanidad
alcanza su madurez al arribar a la edad positiva. El término “positivo” debe entenderse en la acepción
de “racional” –propio de la reflexión crítica y fundamentada–; es decir, se trata de la edad en que se
construye el pensamiento científico, la edad de la razón.
Para los positivistas, la biología es una ciencia modelo y el estudio de cualquier disciplina debe
adaptarse al método experimental, característico de las ciencias naturales, para volverse un saber con
fundamento y capacidad de ofrecer explicaciones sólidas sobre los fenómenos, establecer las leyes
generales de su funcionamiento, etc. Por ejemplo, Comte –uno de los fundadores de la sociología–
afirmaba que la ciencia que estudia a las sociedades humanas debía regirse según los dictados del
método experimental; apoyándose en ese conocimiento sociológico, la ciencia podría postular
sistemas político-económicos que erradicase definitivamente el hambre, las enfermedades, las
guerras…
Fuera de Europa, el ideario positivista tuvo un fuerte arraigo. En el continente americano, tales
ideas sirvieron de guía práctica y espiritual a las generaciones que, en cierto sentido, cimentaron la
constitución moderna de nuestros países. Un caso emblemático puede hallarse en la bandera de la
República Federativa del Brasil, que lleva inscripto un lema típicamente positivista: “Orden y
progreso”. En Argentina, el impacto de esta corriente fue decisivo para las camadas de intelectuales,
artistas, profesionales, científicos y políticos que surgieron entre la llamada Generación del 80 y la
celebración del Centenario de la Revolución de Mayo.
A partir de una concepción científica y con la idea de una planificada organización económica,
política y social, el positivismo plantea modelos de progreso hacia el que deberían orientarse todos
los valores morales. El argumento científico es el que afirma que el fin justifica los medios y que el
trabajo experimental tiene como propósito el desarrollo de las ciencias naturales, cuyos logros obran
en beneficio del progreso social. Las intervenciones cruentas, como las vivisecciones, los trasplantes
de tejidos, el sometimiento de animales a regímenes de padecimiento, etc., son presentadas como
prácticas necesarias para ampliar el horizonte de conocimiento que se tenía hasta entonces y
garantizar mejoras en la calidad de vida.
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Características básicas del naturalismo
1) Objetividad o mirada clínica. Uno de los fundamentos científicos de la ficción naturalista
es la utilización de documentos, de diarios, de diccionarios, de observaciones directas de la
realidad, etc. Esto quiere decir que la teoría naturalista de la literatura niega que la novela o el
cuento sean productos de la imaginación y de lo ficticio (lo importante es el documento y la
verdad con que se escribe). Eso garantiza la “objetividad” de sus planteos y le da “utilidad
social” a su literatura. Por eso, la mirada del narrador/a sobre lo narrado es como una
“observación clínica de casos” y suele estar en 3.° persona (por lo común, con
focalización externa o con focalización cero), pues el naturalismo es una forma de realismo
nutrida de una perspectiva científica.
Mirada biologicista
Lo que explica el comportamiento de los personajes es la subordinación de lo psicológico a lo
fisiológico. Es decir, la dimensión moral de las personas es entendida, prejuiciosamente, a la
luz de sus condiciones biológicas. Por ejemplo, para la mirada del escritor naturalista una
persona de aspecto saludable será moralmente buena.
Eso se ve reflejado en dos principios naturalistas muy relaciones entre sí: (a) el atavismo
(esto es, la tendencia, en la mayoría de los seres vivos, a la reaparición de caracteres propios y
particulares de sus antecesores más o menos remotos) y (b) el determinismo biológico o
genetismo (la creencia de que el comportamiento humano es controlado por los genes de un
individuo), presente en la teoría lombrosiana, muy en boga a fines del siglo XIX y principios
del siglo XX, que concebía el delito como resultado de tendencias innatas, de orden genético,
observables en ciertos rasgos físicos o fisonómicos de los delincuentes habituales, como
asimetrías craneales, determinadas formas de mandíbula, orejas, arcos superciliares, etc.).
De este modo, la conducta de los personajes aparece explicada por las leyes de la herencia.
Por eso se hacen genealogías… se cuenta la historia de los padres con todas sus patologías y
enfermedades, para luego contar la historia de los hijos… uno acaba pensando: “Claro, de tal
palo, tal astilla”.
Determinismo del medio
Además, el pensador Hipólito Taine creía en el determinismo del medio o geográfico
como elemento influyente (o determinante) en el carácter y disposición física de los
personajes. Esto hace que la descripción del espacio (en los relatos naturalistas) sea un recurso
importantísimo, precisamente porque “explicará” el estado físico y psíquico de los actores del
relato: “El hombre no puede ser separado de su medio; su vestido, su casa, su pueblo, su
provincia lo complementan”. El novelista Honorato de Balzac lo sintetizaba así: “La persona
explica su pensión, como su pensión implica su persona, [son tal para cual]”.
5) Ambientación. Los relatos están emplazados en los bajos fondos de las ciudades (espacios
sórdidos como prostíbulos, viviendas precarias, conventillos…) o en los medios naturales más
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hostiles que ponen a prueba la resistencia del cuerpo humano (el campo abierto, la mina, los
paisajes de montaña, etc.).
8) El género preferido, la novela. El género literario por excelencia para los escritores
naturalistas es la novela. Pues precisan una gran extensión para desarrollar sus teorías sobre
el medio y la personalidad. Los cuentos son muy breves para hacer esta teorización, y la poesía
es un género inadecuado porque es muy subjetivo y sentimentalista.
Texto adaptado de García, Noemí Susana y Panesi, Jorge, “Introducción”, en En la sangre, Bs. As.: Colihue, 1998.
(a) Es uno de los más vigorosos narradores del naturalismo hispanoamericano. En su obra, de acentos trágicos
y doloridos –pero jamás sensibleros–, elabora un áspero testimonio, con intención de denuncia social, sobre las
inhumanas condiciones de trabajo padecidas por los obreros en las minas de Lota (Chile), su pueblo natal.
Habiendo estado él mismo, en contacto íntimo, con esa realidad sórdida y miserable, no necesitó, para
describirla, apelar a documentaciones de segunda mano. Y así es su estilo: directo, sobrio, duro, libre de
ornamentaciones superfluas y de malabarismos técnicos.
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(b) Nació en Río de Janeiro. Su primer libro, Traços e Iliminuras, fue publicado cuando tenía 24 años en Lisboa.
Con anterioridad, ya había publicado artículos en la prensa, siendo una de las primeras mujeres en escribir para
periódicos. Escribió casi cuarenta volúmenes de poesía, literatura infantil, obras periodísticas y obras didácticas,
dentro de los cuales se destacan la novela La intrusa (1908). Con su marido, Felinto de Almedia, escribió, a
cuatro manos, la novela La casa verde (1932). Fue abolicionista y republicana, además de mostrar en sus obras
ideas feministas y ecológicas.
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Los inválidos
Baldomero Lillo
La extracción de un caballo en la mina, acontecimiento no muy
frecuente, había agrupado alrededor del pique a los obreros que volcaban
las carretillas en la cancha y a los encargados de retornar las vacías y
colocarlas en las jaulas.
Todos eran viejos, inútiles para los trabajos del interior de la mina, y
aquel caballo que después de diez años de arrastrar allá abajo los trenes de
mineral era devuelto a la claridad del sol, inspirábales la honda simpatía
que se experimenta por un viejo y leal amigo con el que han compartido las
fatigas de una penosa jornada.
A muchos les traía aquella bestia el recuerdo de mejores días, cuando
en la estrecha cantera con brazos entonces vigorosos hundían de un solo golpe en el escondido filón el diente
acerado de la piqueta del barretero. Todos conocían a Diamante, el generoso bruto, que dócil e infatigable
trotaba con su tren de vagonetas, desde la mañana hasta la noche, en las sinuosas galerías de arrastre. Y
cuando la fatiga abrumadora de aquella faena sobrehumana paralizaba el impulso de sus brazos, la vista del
caballo que pasaba blanco de espuma les infundía nuevos alientos para proseguir esa tarea de hormigas
perforadoras con tesón inquebrantable de la ola que desmenuza grano por grano la roca inconmovible que
desafía sus furores.
Todos estaban silenciosos ante la aparición del caballo, inutilizado por incurable cojera para cualquier
trabajo dentro o fuera de la mina y cuya última etapa sería el estéril llano donde sólo se percibían a trechos
escuetos matorrales cubiertos de polvo, sin que una brizna de yerba, ni un árbol interrumpiera el gris
uniforme y monótono del paisaje.
Nada más tétrico que esa desolada llanura, reseca y polvorienta, sembrada de pequeños montículos de
arena tan gruesa y pesada que los vientos la arrastraban difícilmente a través del suelo desnudo, ávido de
humedad.
En una pequeña elevación del terreno alzábanse la cabría, las chimeneas y los ahumados galpones de
la mina. El caserío de los mineros estaba situado a la derecha en una pequeña hondonada. Sobre él una densa
masa de humo negro flotaba pesadamente en el aire enrarecido, haciendo más sombrío el aspecto de aquel
paraje inhospitalario.
Un calor sofocante salía de la tierra calcinada, y el polvo de carbón sutil e impalpable adheríase a los
rostros sudorosos de los obreros que apoyados en sus carretillas saboreaban en silencio el breve descanso que
aquella maniobra les deparaba.
Tras los golpes reglamentarios, las grandes poleas en lo alto de la cabría empezaron a girar con lentitud,
deslizándose por sus ranuras los delgados hilos de metal que se iban enrollando en el gran tambor, carrete
gigantesco de la potente máquina. Pasaron algunos instantes y de pronto una masa oscura chorreando agua
surgió rápida del negro pozo y se detuvo a algunos metros por encima del brocal. Suspendido en una red de
gruesas cuerdas sujeta debajo de la jaula, balanceábase sobre el abismo con las patas abiertas y tiesas, un
caballo negro. Mirado desde abajo en aquella grotesca postura asemejábase a una monstruosa araña recogida
en el centro de su tela. Después de columpiarse un instante en el aire descendió suavemente al nivel de la
plataforma. Los obreros se precipitaron sobre aquella especie de saco, desviándolo de la abertura del pique,
y Diamante, libre en un momento de sus ligaduras, se alzó tembloroso sobre sus patas y se quedó inmóvil,
resoplando fatigosamente.
Como todos los que se emplean en las minas, era un animal de pequeña alzada. La piel que antes fue
suave, lustrosa y negra como el azabache había perdido su brillo acribillada por cicatrices sin cuento. Grandes
grietas y heridas en supuración señalaban el sitio de los arreos de tiro y los corvejones ostentaban viejos
esparavanes que deformaban los finos remos de otro tiempo. Ventrudo, de largo cuello y huesudas ancas, no
conservaba ni un resto de la gallardía y esbeltez pasadas, y las crines de la cola habían casi desaparecido
arrancadas por el látigo cuya sangrienta huella se veía aún fresca en el hundido lomo.
Los obreros lo miraban con sorpresa dolorosa. ¡Qué cambio se había operado en el brioso bruto que
ellos habían conocido! Aquello era sólo un pingajo de carne nauseabunda buena para pasto de buitres y
gallinazos. Y mientras el caballo cegado por la luz del mediodía permanecía con la cabeza baja e inmóvil, el
más viejo de los mineros, enderezando el anguloso cuerpo, paseó una mirada investigadora a su alrededor.
En su rostro marchito, pero de líneas firmes y correctas, había una expresión de gravedad soñadora y sus
ojos, donde parecía haberse refugiado la vida, iban y venían del caballo al grupo silencioso de sus camaradas,
ruinas vivientes que, como máquinas inútiles, la mina lanzaba de cuando en cuando, desde sus hondas
profundidades.
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Los viejos miraban con curiosidad a su compañero aguardando uno de esos discursos extraños e
incomprensibles que brotaban a veces de los labios del minero a quien consideraban como poseedor de una
gran cultura intelectual, pues siempre había en los bolsillos de su blusa algún libro desencuadernado y sucio
cuya lectura absorbía sus horas de reposo y del cual tomaba aquellas frases y términos ininteligibles para sus
oyentes.
Su semblante de ordinario resignado y dulce se transfiguraba al comentar las torturas e ignominias de
los pobres y su palabra adquiría entonces la entonación del inspirado y del apóstol.
El anciano permaneció un instante en actitud reflexiva y luego, pasando el brazo por el cuello del
inválido jamelgo, con voz grave y vibrante como si arengase a una muchedumbre exclamó:
-¿Pobre viejo, te echan porque ya no sirves! Lo mismo nos pasa a todos. Allí abajo no se hace distinción
entre el hombre y las bestias. Agotadas las fuerzas, la mina nos arroja como la araña arroja fuera de su tela el
cuerpo exangüe de la mosca que le sirvió de alimento. ¡Camaradas, este bruto es la imagen de nuestra vida!
Como él callamos, sufriendo resignados nuestro destino! Y, sin embargo, nuestra fuerza y poder son tan
inmensos que nada bajo el sol resistiría su empuje. Si todos los oprimidos con las manos atadas a la espalda
marchásemos contra nuestros opresores, cuán presto quebrantaríamos el orgullo de los que hoy beben
nuestra sangre y chupan hasta la médula de nuestros huesos. Los aventaríamos, en la primera embestida,
como un puñado de paja que dispersa el huracán. ¡Son tan pocos, es su hueste tan mezquina ante el ejército
innumerable de nuestros hermanos que pueblan los talleres, las campiñas y las entrañas de la tierra!
A medida que hablaba animábase el rostro caduco del minero, sus ojos lanzaban llamas y su cuerpo
temblaba presa de intensa excitación. Con la cabeza echada atrás y la mirada perdida en el vacío, parecía
divisar allá en lontananza la gigantesca ola humana, avanzando a través de los campos con la desatentada
carrera del mar que hubiera traspasado sus barreras seculares. Como ante el océano que arrastra el grano de
arena y derriba las montañas, todo se derrumbaba al choque formidable de aquellas famélicas legiones que
tremolando el harapo como bandera de exterminio reducían a cenizas los palacios y los templos, esas moradas
donde el egoísmo y la soberbia han dictado las inicuas leyes que han hecho de la inmensa mayoría de los
hombres seres semejantes a las bestias: Sísifos condenados a una tarea eterna los miserables bregan y se
agitan sin que una chispa de luz intelectual rasque las tinieblas de sus cerebros esclavos donde la idea, esa
simiente divina, no germinará jamás.
Los obreros clavaban en el anciano sus inquietas pupilas en las que brillaba la desconfianza temerosa
de la bestia que se ventura en una senda desconocida. Para esas almas muertas, cada idea nueva era una
blasfemia contra el credo de servidumbre que les habían legado sus abuelos, y en aquel camarada cuyas
palabras entusiasmaban a la joven gente de la mina, sólo veían un espíritu inquieto y temerario, un
desequilibrado que osaba rebelarse contra las leyes inmutables del destino.
Y cuando la silueta del capataz se destacó, viniendo hacia ellos, en el extremo de la cancha, cada cual se
apresuró a empujar su carretilla mezclándose el crujir de las secas articulaciones al estirar los cansados
miembros con el chirrido de las ruedas que resbalaban sobre los rieles.
El viejo, con los ojos húmedos y brillantes, vio alejarse ese rebaño miserable y luego tomando entre sus
manos la descarnada cabeza del caballo acaricióle las escasas crines, murmurando a media voz:
-Adiós, amigo, nada tienes que envidiarnos. Como tú caminamos agobiados por una carga que una leve
sacudida haría deslizarse de nuestros hombros, pero que nos obstinamos en sostener hasta la muerte.
Y encorvándose sobre su carretilla se alejó pausadamente economizando sus fuerzas de luchador
vencido por el trabajo y la vejez.
El caballo permaneció en el mismo sitio, inmóvil, sin cambiar de postura. El acompasado y lánguido
vaivén de sus orejas y el movimiento de los párpados eran los únicos signos de vida de aquel cuerpo lleno de
lacras y protuberancias asquerosas. Deslumbrado y ciego por la vívida claridad que la transparencia del aire
hacía más radiante e intensa, agachó la cabeza, buscando entre sus patas delanteras un refugio contra las
luminosas saetas que herían sus pupilas de nictálope, incapaces de soportar otra luz que la débil y mortecina
de las lámparas de seguridad.
Pero aquel resplandor estaba en todas partes y penetraba victorioso a través de sus caídos párpados,
cegándolo cada vez más; atontado dio algunos pasos hacia adelante, y su cabeza chocó contra la valla de tablas
que limitaba la plataforma. Pareció sorprendido ante el obstáculo y enderezando las orejas olfateó el muro,
lanzando breves resoplidos de inquietud; retrocedió buscando una salida, y nuevos obstáculos se
interpusieron a su paso; iba y venía entre las pilas de madera, las vagonetas y las vigas de la cabría como un
ciego que ha perdido su lazarillo. Al andar levantaba los cascos doblando los jarretes como si caminase aún
entre las traviesas de la vía de un túnel de arrastre; y un enjambre de moscas que zumbaban a su alrededor
sin inquietarse de las bruscas contracciones de la piel y el febril volteo del desnudo rabo, acosábalo
encarnizadamente, multiplicando sus feroces ataques.
Por su cerebro de bestia debía cruzar la vaga idea de que estaba en un rincón de la mina que aún no
conocía y donde un impenetrable velo rojo le ocultaba los objetos que le eran familiares.
Su estadía allí terminó bien pronto: un caballerizo se presentó con un rollo de cuerdas debajo del brazo
y yendo en derechura hacia él, lo ató por el cuello y, tirando del ronzal, tomó seguido del caballo la carretera
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cuya negra cinta iba a perderse en la abrasada llanura que dilataba por todas partes su árida superficie hacia
el límite del horizonte.
Diamante cojeaba atrozmente y por su vieja y oscura piel corría un estremecimiento doloroso producido
por el contacto de los rayos del sol, que desde la comba azulada de los cielos parecía complacerse en alumbrar
aquel andrajo de carne palpitante para que pudieran sin duda distinguirlo los voraces buitres que, como
puntos casi imperceptibles perdidos en el vacío, acechaban ya aquella presa que les deparaba su buena
estrella.
El conductor se detuvo al borde de una depresión del terreno. Deshizo el nudo que oprimía el fláccido
cuello del prisionero, impartió una fuerte palmada en el anca para obligarlo a continuar adelante, dio media
vuelta y se marchó por donde había venido.
Aquella hondonada era cubierta por una capa de agua en la época de las lluvias, pero los calores del
estío la evaporaban rápidamente. En las partes bajas conservábase algún resto de humedad donde crecían
pequeños arbustos espinosos y uno que otro manojo de yerba reseca y polvorienta. En sitios ocultos había
diminutas charcas de agua cenagosa, pero inaccesibles para cualquier animal por ágil y vigoroso que fuese.
Diamante, acosado por el hambre y la sed, anduvo un corto trecho, aspirando el aire ruidosamente. De
vez en cuando ponía los belfos en contacto con la arena y resoplaba con fuerza, levantando nubes de polvo
blanquecino a través de las capas inferiores del aire que sobre aquel suelo de fuego parecían estar en
ebullición.
Su ceguera no disminuía y sus pupilas contraídas bajo sus párpados sólo percibían aquella intensa llama
roja que había sustituido en su cerebro a la visión ya lejana de las sombras de la mina.
De súbito rasgó el aire un penetrante zumbido al que siguió de inmediato un relincho de dolor, y el
mísero rocín dando saltos se puso a correr con la celeridad que sus deformes patas y débiles fuerzas le
permitían, a través de los matorrales y depresiones del terreno. Encima de él revoloteaban una docena de
grandes tábanos de las arenas.
Aquellos feroces enemigos no le daban tregua y muy pronto tropezó en una ancha grieta y su cuerpo
quedó como incrustado en la hendidura. Hizo algunos inútiles esfuerzos para levantarse, y convencido de su
impotencia estiró el cuello y se resignó con la pasividad del bruto a que la muerte pusiese fin a los dolores de
su carne atormentada.
Los tábanos, hartos de sangre, cesaron en sus ataques y lanzando de sus alas y coseletes destellos de
pedrería hendieron la cálida atmósfera y desaparecieron como flechas de oro en el azul espléndido del cielo
cuya nítida transparencia no empañaba el más tenue jirón de la bruma.
Algunas sombras, deslizándose a ras del suelo, empezaron a trazar círculos concéntricos en derredor
del caído. Allá arriba cerníase en el aire una veintena de grandes aves negras, destacándose el pesado aletear
de los gallinazos el porte majestuoso de los buitres que con las alas abiertas e inmóviles describían inmensas
espirales que iban estrechando lentamente en torno del cuerpo exánime del caballo.
Por todos los puntos del horizonte aparecían manchas oscuras: eran rezagados que acudían a todo batir
de alas al festín que les esperaba.
Entre tanto el sol marchaba rápidamente a su ocaso. El gris de la llanura tomaba a cada instante tintes
más opacos y sombríos. En la mina habían cesado las faenas y los mineros como los esclavos de la ergástula
abandonaban sus lóbregos agujeros. Allá abajo se amontonaban en el ascensor formando una masa compacta,
un nudo de cabezas, de piernas y de brazos entrelazados que fuera del pique se deshacía trabajosamente,
convirtiéndose en una larga columna que caminaba silenciosa por la carretera en dirección de las lejanas
habitaciones.
El anciano carretillero, sentado en su vagoneta, contemplaba desde la cancha el desfile de los obreros
cuyos torsos encorvados parecían sentir aún el roce aplastador de la roca en las bajísimas galerías. De pronto
se levantó y mientras el toque de retiro de la campana de señales resbalaba claro y vibrante en la serena
atmósfera de la campiña desierta, el viejo, con pesado y lento andar, fue a engrosar las filas de aquellos
galeotes cuyas vidas tienen menos valor para sus explotadores que uno solo de los trozos de ese mineral que,
como un negro río, fluye inagotable del corazón del venero.
En la mina todo era paz y silencio, no se sentía otro rumor que el sordo y acompasado de los pasos de
los obreros que se alejaban. La obscuridad crecía, y allá arriba en la inmensa cúpula brotaban millares de
estrellas cuyos blancos, opalinos y purpúreos resplandores, lucían con creciente intensidad en el crepúsculo
que envolvía la tierra, sumergida ya en las sombras precursoras de las tinieblas de la noche.
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¿Y los cisnes?
Júlia Lopes de Almeida
Buscando emociones, o por una curiosidad extravagante, la vizcondesa de San
Roque decidió un día ir a ver el hospital del Doctor Aguilar.
Descendiendo de su cupé dentro del patio del edificio, preguntó al portero por
el director.
No estaba; pero como no debía tardar, la condujeron a un escritorio en medio
del piso, lleno de armarios y de aparatos eléctricos.
La vizcondesa se sentó y miraba el piso reluciente, cuando percibió una sombra
que se deslizaba a su lado.
Se volvió y vio junto a sí a una mujer de unos treinta años, baja, clara y delgada,
de rostro largo como el de los carneros y ojos pardos, de expresión dulcísima. Tenía un andar como el de las monjas,
las manos delicadas, pequeñitas y pálidas, y una sonrisa que le iluminaba la fisonomía triste y vaga.
-¿Desea alguna cosa?
-Sí… vine a pedir permiso al Doctor Aguilar para ver su establecimiento. Me dijeron que él no tarda y me
mandaron esperar aquí…
-Si es solo es, no vale la pena cansarse; él vendrá… o no vendrá. En todo caso me ofrezco a acompañarla.
-¿Es enfermera?
-Sí, mi señora. Lo que le ruego es que escriba aquí su nombre.
Después, con una sonrisa, agregó:
-Podemos ir.
Salieron ambas, atravesaron corredores y subieron escaleras.
La enfermera iba adelante, deslizándose en silencio por los escalones, el vestido amplio, de franjas azules y
blancas, cubierto en el frente por un largo delantal de lino pálido. Las sedas de la vizcondesa rumoreaban.
-Por aquí… vea, esta es la sala de los locos pacíficos- decía la enfermera-. Pasemos ahora a la escuela de los
niños.
-No -respondió la visitante, después de una pequeña hesitación.
-Es muy triste. En fin, ¡es bueno ver todo! -concluyó la enfermera.
-La señora… -Y la vizcondesa se interrumpió para preguntar-. ¿Cómo he de llamarla?
La otra no respondió enseguida y permaneció pensativa, como si hiciese un esfuerzo para recordar su
nombre; después dijo con una sonrisa:
-Llámeme… hermana Serafina; no soy monja, pero fui educada en un convento, y mis hermanos, en casa,
por diversión, me daban este nombre. Me acostumbré a él.
-Hermana Serafina -se volvió la vizcondesa, siguiendo el hilo de su pensamiento entrecortado-. ¿No tiene
miedo de vivir aquí?
-A veces… ¡Ciertamente es que los locos nos hacen pasar momentos peligrosos…!; pero tengo compasión,
me dediqué a esto y ya ahora he de envejecer al lado de ellos. ¡Pobre gente!
Había en el rostro de la hermana Serafina una tan grande expresión de piedad y dulzura, que la vizcondesa
se sintió conmovida y murmuró:
-¡Qué ángel!
Entraron a la escuela. Unas diez criaturas, dispersas por media docena de bancos, levantaron las naricitas
con curiosidad hacia la visitante. El maestro tenía sentado en las rodillas a un pequeñito, que se enrolló todo,
haciéndose una bola. Al mismo tiempo surgían del aula gritos y chillidos extraños; un niño de diez años quiso
hacer un discurso, otro imitó el maullar de los gatos de una manera tan precisa y con una actitud tan dolorosa, que
la vizcondesa, atemorizada, volvió con rapidez hacia el corredor.
La hermana Serafina se quedó atrás e, inclinándose, besó a una niñita, que recostada en al pared contaba
con los deditos incesantemente: uno, dos, tres…
Cuando volvió para estar junto con la visitante, le dijo con una voz dolorosa:
-¿No le avisé que tenía que impresionarse con la escuela de los niños? ¡Pobres ángeles! Aún no puedo
habituarme a mirar sin lágrimas a aquellos miserables, condenados por un país sin consciencia a una vida de
agonías.
-¿Condenados por el país?- murmuró con extrañeza la visitante.
-Ciertamente. Quien puede dar una herencia tan desgraciada a los hijos, no se casa. Sabe que son víctimas
de lo que heredan.
-¿Todos?
-La mayor parte. ¡Qué pecado! Debería haber leyes que prohibiesen ciertas uniones… ¡Es que estas criaturas
me han hecho llorar, solo de pena! Algunas muerden, golpean, causan estragos de todo orden. Son fierecitas
inconscientes. Cuanto peores ellas, más lo lamento. Es preciso que haya alguien que las ame. Yo soy más cariñosa
con aquellas a quienes ninguno quiere bien… Al final, las más buenas corren hacia mí. Sepa que a todos los niños
les gustan las aves.
-¿Las aves?
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-Sí, que tengan alas que las amparen.
La voz de la hermana Serafina era meliflua, resbaladiza y blanda; una de esas voces cantantes y claras, que
una vez oídas nunca más se olvidan. No hay por cierto mujer cuya armonía sea tan completa en todo. Deberían
llamarla hermana Suavísima.
Atravesaron todo el edificio sin que una palabra, un gesto de la guía alterase su expresión de candidez. Todos
los pacientes le sonreían, y ella sonreía a todos los pacientes, pasando como una bendición, blanda como el
perfume de un lirio. En el piso encerado de los largos corredores solo se oían los pasos de la vizcondesa
repiqueteando con el metal de los tacones en un tic-tac sonoro. Aquel sonido regular llegaba a los oídos como un
barullo profano. Ella se avergonzaba y temía atraer la atención de los locos. Rechazaba el deseo de descalzarse para
deslizarse como la hermana Serafina por el parquet.
-¿Quiere ver una loca feliz?
-Sí… -respondió la vizcondesa.
Empujando la puerta de un cuarto, entraron. Al pie de una ventana, abierta hacia el azul del espacio, y al
lado de un lecho todo pintado de blanco, una viejecita risueña canturreaba en un delgado hilo de voz, tejiendo. Los
ovillos bailaban en el regazo, sobre el paño de algodón limpio del vestido, y las manos arrugadas y secas movían
unas largas agujas ligeras, ligeras.
Canturreando siempre una cancioncita risueña, la loca homenajeó a la visita con un movimiento airoso de
la cabeza.
La enfermera murmuró señalándola:
-Es siempre así.
Volvieron a salir y descendieron por una escalera larga de baranda pulida.
Abajo atravesaron un patio de cemento, donde en un orden simétrico se alineaban grandes tinajas verdes
plantadas con azaleas. Los arbustos parecían bouquets, pero de flores, no de hojas. Unos rojizos, oscuros como
sangre coagulada, otros rosáceos como el cielo en la aurora, y otros blancos como la nieve pura. La vizcondesa
deslizaba entre ellos el vestido de seda que iba gimiendo, en vez de rumorear, por la presión nerviosa con que ella
lo llevaba.
La hermana Serafina tomó un gajo de las azaleas blancas, sopló delicadamente una hormiguita que paseaba
en las flores y se lo entregó a la vizcondesa, murmurando:
-Las blancas son las más bonitas, las más ingenuas, ¿no le parece?
La otra sonrió. Entraron en un corredor derecho y amplio que conducía a una alta puerta de vidrio azul
Llegadas allí se detuvieron; era la puerta de salida. A través del grueso vidrio de la puerta se veía el vestíbulo
de ladrillo, abierto sobre el jardín.
El sol estaba fuerte, de un dorado intenso; el azul ceniciento del vidrio opacaba la luz del crepúsculo otoñal.
El mármol de la escalera, tierra del jardín, macizos de verdura, grupos de palmas, de rosas o de crótons variados,
todo tenía el mismo tono esfumado, uniforme y blando.
Al centro del jardín, en un óvalo de césped, un pequeño lago tenía el color y la placidez de un espejo; y al
costado de él, sobre la grama bien cortada, una cigüeña parecía de hierro, no solo por la inmovilidad de la actitud.
La vizcondesa extendió la mano a la hermana Serafina, pero esta no le prestó atención; tenía el rostro pegado
al vidrio de la puerta.
-Adiós… -insistió la vizcondesa.
La otra entonces se volvió, y levantando el pecho para llegar con la boca al oído de la vizcondesa, le dijo con
voz malamente firme:
-¿Y los cisnes?
-¿Qué cisnes?- le iba a preguntar la vizcondesa. Pero se contuvo. La hermana Serafina la miraba pálida de
cólera, en una transformación súbita que quebró todo el encanto. Ella se movía abriendo los brazos y estirando el
cuello.
La vizcondesa comprendió la verdad y tanteó la puerta, sin poder abrirla; quiso gritar -tuvo miedo-; y la otra,
entretanto, se daba vuelta, repitiendo cada vez con más fuerza:
-¿Y los cisnes?, ¿y los cisnes?
Minutos después la vizcondesa sabía por el director del hospital que la locura de aquella mujer provenía de
haber perdido una hija ahogada por causa de unos cisnes. La criatura, inclinándose hacia el lago, quiso agarrar las
aves, pero las aves partieron y la pequeña cayó al agua.
-Desde entonces, la madre finge ser un cisne- aseveró él.
-Comprendo ahora… ¡Ella me decía que tenía alas! ¡Con quién anduve!
-Anduvo con una mujer inofensiva que, lo mismo que cuando grita, no hace mal a nadie. Para mí, ella solo
tiene algo insólito: la manía de sentirse implicada con el enemigo. Fue un cisne que le causó la locura, ella quiere
ser cisne… En fin, también sucede con lo externo, que adoramos a veces el propio origen de nuestro mal… ¡como
sus azaleas, señora!
El medio recogió las flores que la vizcondesa dejara caer al subir a la cupé, en tanto los gritos continuaban
allá adentro, repetidos y llorosos:
-¿Y los cisnes?, ¿y los cisnes…?
Extraído del libro Ansia eterna (1903).
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Unidad 2
El boom latinoamericano: el fantástico y
el realismo mágico
La Latinoamérica de la posguerra
Después de la Segunda Guerra Mundial, surgió un nuevo
orden que se caracterizó por un esquema bipolar. Los líderes
fueron Estados Unidos (capitalismo) y la Unión Soviética
(comunismo). La rivalidad abarcaba aspectos políticos,
económicos y militares. Latinoamérica quedó adscripta al
bloque occidental y al área de influencia de los Estados
Unidos. Para regular el comportamiento de las naciones, se
crearon organismos internacionales con funciones
específicas, como la ONU y la OEA (Organización de
Estados Americanos). La tensión en los sistemas políticos se
produjo como consecuencia de esta bipolaridad y del
surgimiento de reclamos de grupos sociales (la clase media,
el sector obrero y los movimientos campesinos y
estudiantiles). La influencia de esta tensión en la realidad
latinoamericana asumió formas diferentes y así fueron
frecuentes los golpes de Estado que interrumpieron los proyectos de base social. Solo entre 1945 y
1969 hubo más de una decena de rupturas del orden institucional por parte de las Fuerzas Armadas:
Nicaragua (1947); Venezuela (1948 y 1958); Perú (1948 y 1968); Colombia (1953); Paraguay (1954);
Guatemala (1954); Argentina (1955, 1962 y 1966); Honduras (1956); El Salvador (1961); Brasil
(1964), y Panamá (1968).
Por su parte, la literatura latinoamericana sufrió una explosión creativa en calidad y cantidad.
Surgieron grandes autores y autoras cuyas obras fueron traducidas a diversos idiomas. El tema del
hombre y la mujer latinoamericanos, su identidad y su libertad fueron una constante en todas las
expresiones literarias que tuvieron lugar entre la década del ’50 y la del ’80.
Colombia y el Bogotazo
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El caso de Cuba
La economía del monocultivo azucarero, la dependencia de
los Estados Unidos y la presencia de regímenes dictatoriales
fueron las características de Cuba hasta fines de la década
de 1950. La oposición que generó el gobierno dictatorial de
Fulgencio Batista favoreció el desarrollo de un movimiento
de orientación nacionalista e izquierdista, dirigido por Fidel
Castro. En 1959, triunfó la Revolución y se inició un proceso
de reforma agraria y nacionalización de la economía. La
consecuencia de este episodio fue la ruptura inmediata con
los Estados Unidos y el alineamiento posterior con la Unión
Soviética. Los Estados Unidos consideraron al gobierno
cubano como una amenaza de propagación del comunismo
en América y han practicado un bloqueo económico. El
embargo estadounidense a Cuba involucra un conjunto de leyes y regulaciones que prohíben y limitan las
relaciones económicas con este país.
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Para el escritor Julio Cortázar: “El boom no lo hicieron los editores
sino los lectores, y ¿quiénes son los lectores sino el pueblo de América
Latina que tomó conciencia de una parte de su propia identidad?”.
El peruano Vargas Llosa, por su parte, había afirmado en 1962: “Lo que
se llama boom […] es un conjunto de escritores, tampoco se sabe
exactamente quiénes, pues cada uno tiene su propia lista, que adquirieron
de manera más o menos simultánea en el tiempo, cierta difusión,
cierto reconocimiento por parte del público y de la crítica. […] Los
editores aprovecharon muchísimo esa situación, pero esta también contribuyó
a que se difundiera la literatura latinoamericana.”
1) Resumí las posturas de Rama, Cortázar y Vargas Llosa: ¿En qué aspectos del Boom
coinciden? ¿En cuáles no?
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Para investigar:
2) Busquen e indiquen cuatro hechos históricos sobresalientes en Latinoamérica durante las
décadas de 1950 y 1960 (resumir en una o dos líneas cada uno).
3) Busquen cuáles fueron las obras best-seller (más vendidas) de autores como Vargas Llosa,
Cortázar, García Márquez, Fuentes durante el periodo 1950-1980.
4) Leé el siguiente texto y respondé:
Un fenómeno
extraordinario
“Durante los años ’60, en
América Latina, se escribieron
muchas novelas de una calidad
que, desde el momento de su
aparición hasta el presente, he
juzgado innegable; novelas
que, por sus circunstancias
históricas y culturales, han
merecido atención
internacional –de México a la
Argentina, de Cuba a
Uruguay-. Estos trabajos han
tenido y continúan teniendo
una repercusión literaria nunca
antes vislumbrada en la novela
moderna escrita en español.
[…] Y quiero enfatizar que
estoy hablando de lo que es
específicamente literaria, no
del número de copias
vendidas, el cual es
solamente un elemento de
dicha repercusión […]. ¿Qué
es, entonces, el Boom? […]
[…] Puede resultar útil
comenzar por puntualizar que
[existe] la circunstancia
fortuita de que, en un mismo
continente, en veintiún
repúblicas, donde se escribían
más o menos distintas
reconocibles variedades de
español, y durante un periodo de unos pocos años, aparecieron tanto las primeras novelas brillantes de
autores que maduraron muy o relativamente temprano –Vargas Llosa y Carlos Fuentes, por ejemplo-
como las novelas de autores más viejos y prestigiosos –Ernesto Sábato, Onetti, Cortázar-, las que,
juntas, produjeron una conjunción espectacular.”
Donoso, José. The Boom in Spanish Literature. A Personal History, 1977.
a) De acuerdo con la opinión de José Donoso, ¿en qué consistió el llamado Boom?
b) Escuchá la entrevista a Julio Cortázar en y decí si Julio Cortázar estaría de acuerdo total
o parcialmente con la idea de José Donoso. Justificar. Entrevista de Hugo Guerrero Marthineitz a
Julio Cortázar (solo el archivo de audio - parte 1, de 3:03 minutos)
https://www.infobae.com/cultura/2020/09/05/la-conversacion-que-se-salvo-del-fuego-el-dia-
que-el-negro-marthineitz-entrevisto-a-cortazar/ -
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Cuestionamiento del realismo y nuevas formas narrativas
El cuento “Las babas del diablo” (en Las armas secretas, 1959) de Julio Cortázar comienza así:
Nunca se sabrá cómo hay que contar esto, si en primera persona o en segunda, usando la tercera del plural
o inventando continuamente formas que no servirán de nada. Si se pudiera decir: yo vieron subir la luna,
o: nos me duele el fondo de los ojos, y sobre todo así: tú la mujer rubia eran las nubes que siguen corriendo
delante de mis tus sus nuestros vuestros sus rostros. Qué diablos.
¿Qué ocurre? En el Boom, ocurre que los/las escritores/as empiezan a desconfiar de la posibilidad
de reproducir la realidad por medio del lenguaje y, por lo tanto, exploran diferentes modos
literarios, es decir, distintas formas en las que se puede contar una historia. La narrativa
deja de lado definitivamente los códigos del realismo del siglo XIX. Por ejemplo, ya no se cree que en
el encadenamiento cronológico y consecutivo de los hechos narrados; además, se empieza a
abandonar el uso del narrador omnisciente y omnipresente como garantía de verdad del relato.
¿Cómo experimentan los autores del Boom? Experimentan con el lenguaje, con la
temporalidad, con la voz narrativa, con la estructura. Y de ese modo cuestionan la posibilidad
de conocimiento respecto de lo narrado. Así, el narrador se transforma en una instancia poco
y nada confiable para el lector contemporáneo.
Ejemplos:
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La santa
Gabriel García Márquez
Veintidós años después volví a ver a Margarito Duarte. Apareció de pronto en
una de las callecitas secretas del Trastévere, y me costó trabajo reconocerlo a
primera vista por su castellano difícil y su buen talante de romano antiguo. Tenía el
cabello blanco y escaso, y no le quedaban rastros de la conducta lúgubre y las ropas
funerarias de letrado andino con que había venido a Roma por primera vez, pero en
el curso de la conversación fui rescatándolo poco a poco de las perfidias de sus años
y volvía a verlo como era: sigiloso, imprevisible, y de una tenacidad de picapedrero.
Antes de la segunda taza de café en uno de nuestros bares de otros tiempos, me atreví a hacerle la pregunta
que me carcomía por dentro.
-¿Qué pasó con la santa?
-Ahí está la santa -me contestó-. Esperando.
Sólo el tenor Rafael Ribero Silva y yo podíamos entender la tremenda carga humana de su respuesta.
Conocíamos tanto su drama, que durante años pensé que Margarito Duarte era el personaje en busca de autor
que los novelistas esperamos durante toda una vida, y si nunca dejé que me encontrara fue porque el final de
su historia me parecía inimaginable.
Había venido a Roma en aquella primavera radiante en que Pío XII padecía una crisis de hipo que ni
las buenas ni las malas artes de médicos y hechiceros habían logrado remediar. Salía por primera vez de su
escarpada aldea de Tolima, en los Andes colombianos, y se le notaba hasta en el modo de dormir. Se presentó
una mañana en nuestro consulado con la maleta de pino lustrado que por la forma y el tamaño parecía el
estuche de un violonchelo, y le planteó al cónsul el motivo sorprendente de su viaje. El cónsul llamó entonces
por teléfono al tenor Rafael Ribero Silva, su compatriota, para que le consiguiera un cuarto en la pensión
donde ambos vivíamos. Así lo conocí.
Margarito Duarte no había pasado de la escuela primaria, pero su vocación por las bellas letras le había
permitido una formación más amplia con la lectura apasionada de cuanto material impreso encontraba a su
alcance. A los dieciocho años, siendo el escribano del municipio, se casó con una bella muchacha que murió
poco después en el parto de la primera hija. Ésta, más bella aún que la madre, murió de fiebre esencial a los
siete años. Pero la verdadera historia de Margarito Duarte había empezado seis meses antes de su llegada a
Roma, cuando hubo de mudar el cementerio de su pueblo para construir una represa. Como todos los
habitantes de la región, Margarito desenterró los huesos de sus muertos para llevarlos al cementerio nuevo.
La esposa era polvo. En la tumba contigua, por el contrario, la niña seguía intacta después de once años.
Tanto, que cuando destaparon la caja se sintió el vaho de las rosas frescas con que la habían enterrado. Lo
más asombroso, sin embargo, era que el cuerpo carecía de peso.
Centenares de curiosos atraídos por el clamor del milagro desbordaron la aldea. No había duda. La
incorruptibilidad del cuerpo era un síntoma inequívoco de la santidad, y hasta el obispo de la diócesis estuvo
de acuerdo en que semejante prodigio debía someterse al veredicto del Vaticano. De modo que se hizo una
colecta pública para que Margarito Duarte viajara a Roma, a batallar por una causa que ya no era sólo suya
ni del ámbito estrecho de su aldea, sino un asunto de la nación.
Mientras nos contaba su historia en la pensión del apacible barrio de Parioli, Margarito Duarte quitó el
candado y abrió la tapa del baúl primoroso. Fue así como el tenor Ribero Silva y yo participamos del milagro.
No parecía una momia marchita como las que se ven en tantos museos del mundo, sino una niña vestida de
novia que siguiera dormida al cabo de una larga estancia bajo la tierra. La piel era tersa y tibia, y los ojos
abiertos eran diáfanos, y causaban la impresión insoportable de que nos veían desde la muerte. El raso y los
azahares falsos de la corona no habían resistido al rigor del tiempo con tan buena salud como la piel, pero las
rosas que le habían puesto en las manos permanecían vivas. El peso del estuche de pino, en efecto, siguió
siendo igual cuando sacamos el cuerpo.
Margarito Duarte empezó sus gestiones al día siguiente de la llegada. Al principio con una ayuda
diplomática más compasiva que eficaz, y luego con cuantas artimañas se le ocurrieron para sortear los
incontables obstáculos del Vaticano. Fue siempre muy reservado sobre sus diligencias, pero se sabía que eran
numerosas e inútiles. Hacía contacto con cuantas congregaciones religiosas y fundaciones humanitarias
encontraba a su paso, donde lo escuchaban con atención pero sin asombro, y le prometían gestiones
inmediatas que nunca culminaron. La verdad es que la época no era la más propicia. Todo lo que tuviera que
ver con la Santa Sede había sido postergado hasta que el Papa superara la crisis de hipo, resistente no sólo a
los más refinados recursos de la medicina académica, sino a toda clase de remedios mágicos que le mandaban
del mundo entero.
Por fin, en el mes de julio, Pío XII se repuso y fue a sus vacaciones de verano en Castelgandolfo.
Margarito llevó la santa a la primera audiencia semanal con la esperanza de mostrársela. El Papa apareció en
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el patio interior, en un balcón tan bajo que Margarito pudo ver sus uñas bien pulidas y alcanzó a percibir su
hálito de lavanda. Pero no circuló por entre los turistas que llegaban de todo el mundo para verlo, como
Margarito esperaba, sino que pronunció el mismo discurso en seis idiomas y terminó con la bendición
general.
Al cabo de tantos aplazamientos, Margarito decidió afrontar las cosas en persona, y llevó a la Secretaría
de Estado una carta manuscrita de casi sesenta folios, de la cual no obtuvo respuesta. Él lo había previsto,
pues el funcionario que la recibió con los formalismos de rigor apenas si se dignó darle una mirada oficial a
la niña muerta, y los empleados que pasaban cerca la miraban sin ningún interés. Uno de ellos le contó que
el año anterior había recibido más de ochocientas cartas que solicitaban la santificación de cadáveres intactos
en distintos lugares del mundo. Margarito pidió por último que se comprobara la ingravidez del cuerpo. El
funcionario la comprobó, pero se negó a admitirla.
-Debe ser un caso de sugestión colectiva -dijo.
En sus escasas horas libres y en los áridos domingos de verano, Margarito permanecía en su cuarto,
encarnizado en la lectura de cualquier libro que le pareciera de interés para su causa. A fines de cada mes,
por iniciativa propia, escribía en un cuaderno escolar una relación minuciosa de sus gastos con su caligrafía
preciosista de amanuense mayor, para rendir cuentas estrictas y oportunas a los contribuyentes de su pueblo.
Antes de terminar el año conocía los dédalos de Roma como si hubiera nacido en ellos, hablaba un italiano
fácil y de tan pocas palabras como su castellano andino, y sabía tanto como el que más sobre procesos de
canonización. Pero pasó mucho más tiempo antes de que cambiara su vestido fúnebre, y el chaleco y el
sombrero de magistrado que en la Roma de la época eran propios de algunas sociedades secretas con fines
inconfesables. Salía desde muy temprano con el estuche de la santa, y a veces regresaba tarde en la noche,
exhausto y triste, pero siempre con un rescoldo de luz que le infundía alientos nuevos para el día siguiente.
-Los santos viven en su tiempo propio -decía.
Yo estaba en Roma por primera vez, estudiando en el Centro Experimental de Cine, y viví su calvario
con una intensidad inolvidable. La pensión donde dormíamos era en realidad un apartamento moderno a
pocos pasos de la Villa Borghese, cuya dueña ocupaba dos alcobas y alquilaba cuartos a estudiantes
extranjeros. La llamábamos María Bella, y era guapa y temperamental en la plenitud de su otoño, y siempre
fiel a la norma sagrada de que cada quien es rey absoluto dentro de su cuarto. En realidad, la que llevaba el
peso de la vida cotidiana era su hermana mayor, la tía Antonieta, un ángel sin alas que le trabajaba por horas
durante el día, y andaba por todos lados con su balde y su escoba de jerga lustrando más allá de lo posible los
mármoles del piso. Fue ella quien nos enseñó a comer los pajaritos cantores que cazaba Bartolino, su esposo,
por el mal hábito que le quedó de la guerra, y quien terminaría por llevarse a Margarito a vivir en su casa
cuando los recursos no le alcanzaron para los precios de María Bella.
Nada menos adecuado para el modo de ser de Margarito que aquella casa sin ley. Cada hora nos
reservaba una novedad, hasta en la madrugada, cuando nos despertaba el rugido pavoroso del león en el
zoológico de la Villa Borghese. El tenor Ribero Silva se había ganado el privilegio de que los romanos no se
resintieran con sus ensayos tempraneros. Se levantaba a las seis, se daba su baño medicinal de agua helada y
se arreglaba la barba y las cejas de Mefistófeles, y sólo cuando ya estaba listo con la bata de cuadros escoceses,
la bufanda de seda china y su agua de colonia personal, se entregaba en cuerpo y alma a sus ejercicios de
canto. Abría de par en par la ventana del cuarto, aún con las estrellas del invierno, y empezaba por calentar
la voz con fraseos progresivos de grandes arias de amor, hasta que se soltaba a cantar a plena voz. La
expectativa diaria era que cuando daba el do de pecho le contestaba el león de la villa Borghese con un rugido
de temblor de tierra.
-Eres San Marcos reencarnado, figlio mio -exclamaba la tía Antonieta asombrada de veras-. Sólo él
podía hablar con los leones.
Una mañana no fue el león el que dio la réplica. El tenor inició el dueto de amor del Otello: Già nella
notte densa s’estingue ogni clamor. De pronto, desde el fondo del patio, nos llegó la respuesta en una hermosa
voz de soprano. El tenor prosiguió, y las dos voces cantaron el trozo completo, para solaz del vecindario que
abrió las ventanas para santificar sus casas con el torrente de aquel amor irresistible. El tenor estuvo a punto
de desmayarse cuando supo que su Desdémona invisible era nada menos que la gran María Caniglia.
Tengo la impresión de que fue aquel episodio el que le dio un motivo válido a Margarito Duarte para
integrarse a la vida de la casa. A partir de entonces se sentó con todos en la mesa común y no en la cocina,
como al principio, donde la tía Antonieta lo complacía casi a diario con su guiso maestro de pajaritos cantores.
María Bella nos leía de sobremesa los periódicos del día para acostumbrarnos a la fonética italiana, y
completaba las noticias con una arbitrariedad y una gracia que nos alegraban la vida. Uno de esos días contó,
a propósito de la santa, que en la ciudad de Palermo había un enorme museo con los cadáveres incorruptos
de hombres, mujeres y niños, e inclusive varios obispos, desenterrados de un mismo cementerio de padres
capuchinos. La noticia inquietó tanto a Margarito, que no tuvo un instante de paz hasta que fuimos a Palermo.
Pero le bastó una mirada de paso por las abrumadoras galerías de momias sin gloria para formularse un juicio
de consolación.
-No son el mismo caso -dijo-. A estos se les nota enseguida que están muertos.
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Después del almuerzo Roma sucumbía en el sopor de agosto. El sol de medio día se quedaba inmóvil
en el centro del cielo, y en el silencio de las dos de la tarde sólo se oía el rumor del agua, que es la voz natural
de Roma. Pero hacia las siete de la noche las ventanas se abrían de golpe para convocar el aire fresco que
empezaba a moverse, y una muchedumbre jubilosa se echaba a las calles sin ningún propósito distinto que el
de vivir, en medio de los petardos de las motocicletas, los gritos de los vendedores de sandía y las canciones
de amor entre las flores de las terrazas.
El tenor y yo no hacíamos la siesta. Íbamos en su vespa, él conduciendo y yo en la parrilla, y les
llevábamos helados y chocolates a las putitas de verano que mariposeaban bajo los laureles centenarios de la
Villa Borghese, en busca de turistas desvelados a pleno sol. Eran bellas, pobres, cariñosas, como la mayoría
de las italianas de aquel tiempo, vestidas de organiza azul, de popelina rosada, de lino verde, y se protegían
del sol con las sombrillas apolilladas por las lluvias de la guerra reciente. Era un placer humano estar con
ellas, porque saltaban por encima de las leyes del oficio y se daban el lujo de perder un buen cliente para irse
con nosotros a tomar un café bien conservado en el bar de la esquina, o a pasear en las carrozas de alquiler
por los senderos del parque, o a dolernos de los reyes destronados y sus amantes trágicas que cabalgaban al
atardecer en el galoppatorio. Más de una vez les servíamos de intérpretes con algún gringo descarriado.
No fue por ellas que llevamos a Margarito Duarte a la Villa Borghese, sino para que conociera el león.
Vivía en libertad en un islote desértico circundado por un foso profundo, y tan pronto como nos divisó en la
otra orilla empezó a rugir con un desasosiego que sorprendió a su guardián. Los visitantes del parque
acudieron sorprendidos. El tenor trató de identificarse con su do de pecho matinal, pero el león no le prestó
atención. Parecía rugir hacia todos nosotros sin distinción, pero el vigilante se dio cuenta al instante de que
sólo rugía por Margarito. Así fue: para donde él se moviera se movía el león, y tan pronto como se escondía
dejaba de rugir. El vigilante, que era doctor en letras clásicas de la universidad de Siena, pensó que Margarito
debió estar ese día con otros leones que lo habían contaminado de su olor. Aparte de esa explicación, que era
inválida, no se le ocurrió otra.
-En todo caso -dijo- no son rugidos de guerra sino de compasión.
Sin embargo, lo que impresionó al tenor Ribera Silva no fue aquel episodio sobrenatural, sino la
conmoción de Margarito cuando se detuvieron a conversar con las muchachas del parque. Lo comentó en la
mesa, y unos por picardía, y otros por comprensión, estuvimos de acuerdo en que sería una buena obra ayudar
a Margarito a resolver su soledad. Conmovida por la debilidad de nuestros corazones, María Bella se apretó
la pechuga de madraza bíblica con sus manos empedradas de anillos de fantasía.
-Yo lo haría por caridad -dijo-, si no fuera porque nunca he podido con los hombres que usan chaleco.
Fue así como el tenor pasó por la Villa Borghese a las dos de la tarde, y se llevó en ancas de su vespa a
la mariposita que le pareció más propicia para darle una hora de buena compañía a Margarito Duarte. La
hizo desnudarse en su alcoba, la bañó con jabón de olor, la secó, la perfumó con su agua de colonia personal,
y la empolvó de cuerpo entero con su talco alcanforado para después de afeitarse. Por último le pagó el tiempo
que ya llevaban y una hora más, y le indicó letra por letra lo que debía hacer.
La bella desnuda atravesó en puntillas la casa en penumbras, como un sueño de la siesta, y dio dos
golpecitos tiernos en la alcoba del fondo. Margarito Duarte, descalzo y sin camisa, abrió la puerta.
–Buona sera giovanotto -le dijo ella, con voz y modos de colegiala-. Mi manda il tenore.
Margarito asimiló el golpe con una gran dignidad. Acabó de abrir la puerta para darle paso, y ella se
tendió en la cama mientras él se ponía a toda prisa la camisa y los zapatos para atenderla con el debido
respeto. Luego se sentó a su lado en una silla, e inició la conversación. Sorprendida, la muchacha le dijo que
se diera prisa, pues sólo disponían de una hora. Él no se dio por enterado.
La muchacha dijo después que de todos modos habría estado el tiempo que él hubiera querido sin
cobrarle ni un céntimo, porque no podía haber en el mundo un hombre mejor comportado. Sin saber qué
hacer mientras tanto, escudriñó el cuarto con la mirada, y descubrió el estuche de madera sobre la chimenea.
Preguntó si era un saxofón. Margarito no le contestó, sino que entreabrió la persiana para que entrara un
poco de luz, llevó el estuche a la cama y levantó la tapa. La muchacha trató de decir algo, pero se le desencajó
la mandíbula. O como nos dijo después: Mi si gelò il culo. Escapó despavorida, pero se equivocó de sentido
en el corredor, y se encontró con la tía Antonieta que iba a poner una bombilla nueva en la lámpara de mi
cuarto. Fue tal el susto de ambas, que la muchacha no se atrevió a salir del cuarto del tenor hasta muy entrada
la noche.
La tía Antonieta no supo nunca qué pasó. Entró en mi cuarto tan asustada, que no conseguía atornillar
la bombilla en la lámpara por el temblor de las manos. Le pregunté qué le sucedía. “Es que en esta casa
espantan”, me dijo. “Y ahora a pleno día”. Me contó con una gran convicción que, durante la guerra, un oficial
alemán degolló a su amante en el cuarto que ocupaba el tenor. Muchas veces, mientras andaba en sus oficios,
la tía Antonieta había visto la aparición de la bella asesinada recogiendo sus pasos por los corredores.
-Acabo de verla caminando en pelota por el corredor -dijo-. Era idéntica.
La ciudad recobró su rutina de otoño. Las terrazas floridas del verano se cerraron con los primeros
vientos, y el tenor y yo volvimos a la trattoria del Trastévere donde solíamos cenar con los alumnos de canto
del conde Carlo Calcagni, y algunos compañeros míos de la escuela de cine. Entre estos últimos, el más asiduo
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era Lakis, un griego inteligente y simpático, cuyo único tropiezo eran sus discursos adormecedores sobre la
injusticia social. Por fortuna, los tenores y las sopranos lograban casi siempre derrotarlo con trozos de ópera
cantados a toda voz, que sin embargo no molestaban a nadie aun después de la media noche. Al contrario,
algunos trasnochadores de paso se sumaban al coro, y en el vecindario se abrían ventanas para aplaudir.
Una noche, mientras cantábamos, Margarito entró en puntillas para no interrumpirnos. Llevaba el
estuche de pino que no había tenido tiempo de dejar en la pensión después de mostrarle la santa al párroco
de San Juan de Letrán, cuya influencia ante la Sagrada Congregación del Rito era de dominio público. Alcancé
a ver de soslayo que lo puso debajo de una mesa apartada, y se sentó mientras terminábamos de cantar. Como
siempre ocurría al filo de la media noche, reunimos varias mesas cuando la trattoria empezó a desocuparse,
y quedamos juntos los que cantaban, los que hablábamos de cine, y los amigos de todos. Y entre ellos,
Margarito Duarte, que ya era conocido allí como el colombiano silencioso y triste del cual nadie sabía nada.
Lakis, intrigado, le preguntó si tocaba el violonchelo. Yo me sobrecogí con lo que me pareció una indiscreción
difícil de sortear. El tenor, tan incómodo como yo, no logró remendar la situación. Margarito fue el único que
tomó la pregunta con toda naturalidad.
-No es un violonchelo -dijo-. Es la santa.
Puso la caja sobre la mesa, abrió el candado y levantó la tapa. Una ráfaga de estupor estremeció el
restaurante. Los otros clientes, los meseros, y por último la gente de la cocina con sus delantales
ensangrentados, se congregaron atónitos a contemplar el prodigio. Algunos se persignaron. Una de las
cocineras se arrodilló con las manos juntas, presa de un temblor de fiebre, y rezó en silencio.
Sin embargo, pasada la conmoción inicial, nos enredamos en una discusión sobre la insuficiencia de la
santidad en nuestros tiempos. Lakis, por supuesto, fue el más radical. Lo único que quedó claro al final fue
su idea de hacer una película crítica con el tema de la santa.
-Estoy seguro -dijo- que el viejo Cesare no dejaría escapar este tema.
Se refería a Cesare Zavattini, nuestro maestro de argumento y guion, uno de los grandes de la historia
del cine y el único que mantenía con nosotros una relación personal al margen de la escuela. Trataba de
enseñarnos no sólo el oficio, sino una manera distinta de ver la vida. Era una máquina de pensar argumentos.
Le salían a borbotones, casi contra su voluntad. Y con tanta prisa, que siempre le hacía falta la ayuda de
alguien para pensarlos en voz alta y atraparlos al vuelo. Sólo que al terminarlos se le caían los ánimos.
“Lástima que haya que filmarlo”, decía. Pues pensaba que en la pantalla perdería mucho de su magia original.
Conservaba las ideas en tarjetas ordenadas por temas y prendidas con alfileres en los muros, y tenía tantas
que ocupaban una alcoba de su casa.
El sábado siguiente fuimos a verlo con Margarito Duarte. Era tan goloso de la vida, que lo encontramos
en la puerta de su casa de la calle Angela Merici, ardiendo de ansiedad por la idea que le habíamos anunciado
por teléfono. Ni siquiera nos saludó con la amabilidad de costumbre, sino que llevó a Margarito a una mesa
preparada, y él mismo abrió el estuche. Entonces ocurrió lo que menos imaginábamos. En vez de
enloquecerse, como era previsible, sufrió una especie de parálisis mental.
–Ammazza! -murmuró espantado.
Miró a la santa en silencio por dos o tres minutos, cerró la caja él mismo, y sin decir nada condujo a
Margarito hacia la puerta, como a un niño que diera sus primeros pasos. Lo despidió con unas palmaditas en
la espalda. “Gracias, hijo, muchas gracias”, le dijo. “Y que Dios te acompañe en tu lucha”. Cuando cerró la
puerta se volvió hacia nosotros, y nos dio su veredicto.
-No sirve para el cine -dijo-. Nadie lo creería.
Esa lección sorprendente nos acompañó en el tranvía de regreso. Si él lo decía, no había ni que pensarlo:
la historia no servía. Sin embargo, María Bella nos recibió con el recado urgente de que Zavattini nos esperaba
esa misma noche, pero sin Margarito.
Lo encontramos en uno de sus momentos estelares. Lakis había llevado a dos o tres condiscípulos, pero
él ni siquiera pareció verlos cuando abrió la puerta.
-Ya lo tengo -gritó-. La película será un cañonazo si Margarito hace el milagro de resucitar a la niña.
-¿En la película o en la vida? -le pregunté.
Él reprimió la contrariedad. “No seas tonto”, me dijo. Pero enseguida le vimos en los ojos el destello de
una idea irresistible. “A no ser que sea capaz de resucitarla en la vida real”, dijo, y reflexionó en serio:
-Debería probar.
Fue sólo una tentación instantánea, antes de retomar el hilo. Empezó a pasearse por la casa, como un
loco feliz, gesticulando a manotadas y recitando la película a grandes voces. Lo escuchábamos deslumbrados,
con la impresión de estar viendo las imágenes como pájaros fosforescentes que se le escapaban en tropel y
volaban enloquecidos por toda la casa.
-Una noche -dijo- cuando ya han muerto como veinte Papas que no lo recibieron, Margarito entra en
su casa, cansado y viejo, abre la caja, le acaricia la cara a la muertecita, y le dice con toda la ternura del mundo:
“Por el amor de tu padre, hijita: levántate y anda”.
Nos miró a todos, y remató con un gesto triunfal:
-¡Y la niña se levanta!
35
Algo esperaba de nosotros. Pero estábamos tan perplejos, que no encontrábamos qué decir. Salvo Lakis,
el griego, que levantó el dedo, como en la escuela, para pedir la palabra.
-Mi problema es que no lo creo -dijo, y ante nuestra sorpresa, se dirigió directo a Zavattini-: Perdóneme,
maestro, pero no lo creo.
Entonces fue Zavattini el que se quedó atónito.
-¿Y por qué no?
-Qué sé yo -dijo Lakis, angustiado-. Es que no puede ser.
–Ammazza! -gritó entonces el maestro, con un estruendo que debió oírse en el barrio entero-. Eso es lo
que más me jode de los estalinistas: que no creen en la realidad.
En los quince años siguientes, según él mismo me contó, Margarito llevó la santa a Castelgandolfo por
si se daba la ocasión de mostrarla. En una audiencia de unos doscientos peregrinos de América Latina alcanzó
a contar la historia, entre empujones y codazos, al benévolo Juan XXIII. Pero no pudo mostrarle la niña
porque debió dejarla a la entrada, junto con los morrales de otros peregrinos, en previsión de un atentado. El
Papa lo escuchó con tanta atención como le fue posible entre la muchedumbre, y le dio en la mejilla una
palmadita de aliento.
–Bravo, figlio mio -le dijo-. Dios premiará tu perseverancia.
Sin embargo, cuando de veras se sintió en vísperas de realizar su sueño fue durante el reinado fugaz del
sonriente Albino Luciani. Un pariente de éste, impresionado por la historia de Margarito, le prometió su
mediación. Nadie le hizo caso. Pero dos días después, mientras almorzaban, alguien llamó a la pensión con
un mensaje rápido y simple para Margarito: no debía moverse de Roma, pues antes del jueves sería llamado
del Vaticano para una audiencia privada.
Nunca se supo si fue una broma. Margarito creía que no, y se mantuvo alerta. Nadie salió de la casa. Si
tenía que ir al baño lo anunciaba en voz alta: “Voy al baño”. María Bella, siempre graciosa en los primeros
albores de la vejez, soltaba su carcajada de mujer libre.
-Ya lo sabemos, Margarito -gritaba-, por si te llama el Papa.
La semana siguiente, dos días antes del telefonema anunciado, Margarito se derrumbó ante el titular
del periódico que deslizaron por debajo de la puerta: Morto il Papa. Por un instante lo sostuvo en vilo la
ilusión de que era un periódico atrasado que habían llevado por equivocación, pues no era fácil creer que
muriera un Papa cada mes. Pero así fue: el sonriente Albino Luciani, elegido treinta y tres días antes, había
amanecido muerto en su cama.
Volví a Roma veintidós años después de conocer a Margarito Duarte, y tal vez no hubiera pensado en
él si no lo hubiera encontrado por casualidad. Yo estaba demasiado oprimido por los estragos del tiempo para
pensar en nadie. Caía sin cesar una llovizna boba como el caldo tibio, la luz de diamante de otros tiempos se
había vuelto turbia, y los lugares que habían sido míos y sustentaban mis nostalgias eran otros y ajenos. La
casa donde estuvo la pensión seguía siendo la misma, pero nadie dio razón de María Bella. Nadie contestaba
en seis números de teléfono que el tenor Ribero Silva me había mandado a través de los años. En un almuerzo
con la nueva gente de cine evoqué la memoria de mi maestro, y un silencio súbito aleteó sobre la mesa por un
instante, hasta que alguien se atrevió a decir:
–Zavattini? Mai sentito.
Así era: nadie había oído hablar de él. Los árboles de la Villa Borghese estaban desgreñados bajo la
lluvia, el galoppatoio de las princesas tristes había sido devorado por una maleza sin flores, y las bellas de
antaño habían sido sustituidas por atletas andróginos travestidos de manolas. El único sobreviviente de una
fauna extinguida era el viejo león, sarnoso y acatarrado, en su isla de aguas marchitas. Nadie cantaba ni se
moría de amor en las trattorias plastificadas de la Plaza de España. Pues la Roma de nuestras nostalgias era
ya otra Roma antigua dentro de la antigua Roma de los Césares. De pronto, una voz que podía venir del más
allá me paró en seco en una callecita del Trastévere:
-Hola, poeta.
Era él, viejo y cansado. Habían muerto cinco Papas, la Roma eterna mostraba los primeros síntomas de
la decrepitud, y él seguía esperando. “He esperado tanto que ya no puede faltar mucho más”, me dijo al
despedirse, después de casi cuatro horas de añoranzas. “Puede ser cosa de meses”. Se fue arrastrando los pies
por el medio de la calle, con sus botas de guerra y su gorra descolorida de romano viejo, sin preocuparse de
los charcos de lluvia donde la luz empezaba a pudrirse. Entonces no tuve ya ninguna duda, si es que alguna
vez la tuve, de que el santo era él. Sin darse cuenta, a través del cuerpo incorrupto de su hija, llevaba ya
veintidós años luchando en vida por la causa legítima de su propia canonización.
Extraído de Doce cuentos peregrinos, 1992
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El realismo mágico
El realismo mágico plantea una serie de hechos que pueden considerarse reales, pero se presentan de
manera exagerada hasta el límite de lo creíble. Para lograr eso, este tipo de narración se interna en una
descripción detallada de los personajes y de la naturaleza de América, en la que lo real convive con lo
mágico. Esta “hiperbolización” (exageración) de los acontecimientos se narra de tal modo que es
tomada por los lectores de manera natural. Los personajes viven hechos y situaciones
desmesuradas con total normalidad: apariciones, visiones, catástrofes meteorológicas, errores que se
cometen una y otra vez, sin cesar.
(…) Concebida la realidad latinoamericana como distinta de la europea, con una legalidad propia que contraría la lógica
y la racionalidad para presentar, en cambio, aspectos sorprendentes y milagrosos que se verifican en los seres y en
los hechos del mundo americano; la propuesta es la de representar esa maravilla intrínseca (propia). Por lo tanto,
puede hablarse de realismo, pero calificándolo como mágico. Así los relatos admiten sucesos altamente inverosímiles
que, justamente por ese mismo grado de inverosimilitud, afirman una realidad diferente. (…)
“Realismo mágico” en Cella, Susana. (1998). Diccionario de literatura latinoamericana. Bs. As.: El Ateneo.
37
¿De dónde surgió la idea del realismo mágico?
Fue Alejo Carpentier quien escribió un ensayo titulado “De lo real maravilloso americano” donde
plantea que los conquistadores españoles, al tomar contacto con la geografía americana (recién
descubierta) allá por el siglo XV, encontraron “un mundo de monarcas coronados de plumas
de aves verdes, de vegetaciones que se remontaban a los orígenes de la tierra, de manjares
jamás probados, de bebidas sacadas del cacto y de la palma”. Ese asombro de los recién llegados
se plasmó en los diarios de viajes por primera vez. Cuatro siglos más tarde, en el siglo XX, García Márquez
y otros autores (Carpentier en Un reino de este mundo o Arturo Uslar Pietri en sus cuentos) también lo
han retomado esa mirada.
Actividad de lectura: Leé el cuento “La santa” de García Márquez y respondé:
a) ¿El narrador es el protagonista del relato? ¿Por qué eso da credibilidad realista al cuento?
b) ¿Qué cuenta básicamente la historia? ¿Por qué se titula así?
c) ¿Qué situaciones del cuento reconocés como “posibles” y, a la vez, totalmente “increíbles”? (Realismo mágico).
d) ¿En qué partes ves que haya una “hiperbolización” de la realidad?
e) Leé la siguiente declaración del autor: “Siempre me divierte que se elogie tanto mi obra por ser imaginativa,
cuando la verdad es que no hay una sola línea que no tenga una base real. El problema es que la realidad del
Caribe parece desenfrenadamente imaginaria”. ¿Por qué la podrías vincular con el cuento leído?
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Ave de paraíso
Nélida Piñón
Una vez por semana visitaba a la mujer. Para exaltarse, lo
decía conmovido. Ella lo creía, y lo recibía con pastel de chocolate,
licor de peras y frutas recogidas en la huerta. Los vecinos
comentaban aquellos extraños encuentros, pero ella lo quería cada
vez más. Él, adivinando su vida fácil, le pedía disculpas con los ojos,
como diciendo, de qué otro modo debo amarte.
Comía el pastel y rehusaba lo demás. Aunque la mujer insistiera. Es por ceremonia, pensaba ella
escondiéndose en su sombra. Una vez le preparó una cena sorpresa. La comida olía muy bien, las esencias
acababan de llegar de la China. Brillaban los cubiertos y los adornos comprados especialmente para el día de
la fiesta, cuando él abriría los ojos, encantado.
El hombre observó todo con aprobación. Siempre la había juzgado sensible a la armonía a la gracia.
Una confianza que sintió desde el mismo instante en que se conocieron: en el tranvía, advirtiendo que había
olvidado el dinero del pasaje, ella miró a su alrededor sin decidirse a pedir auxilio. Él pagó y le dijo, casi en
un susurro, yo también necesito ayuda, ella sonrió y él le tomó la mano, ella accedió con timidez, y cuando la
dejó a salvo frente a su puerta le prometió volver al día siguiente.
-No insistas, no quiero cenar. Con naturalidad, parecía un pez inspeccionando el mar. Ella lloró,
pensando, entre tantos hombres Dios me destinó el más difícil. Fue el único instante de desfallecimiento de
su amor. Al otro día recibió rosas, y la tarjeta tan sólo decía: amor. Ella rió arrepentida, condenando su
incontinencia. No debía haberlo sometido a semejante prueba, que él rehusó heroicamente. En la siguiente
visita la amó con fervor de apátrida, y repetía en voz baja su nombre.
Una vez desapareció tres meses, sin cartas, telegramas ni llamadas telefónicas. Ella pensó, voy a morir.
En torno de la misma mesa, el mantel pintado de rojo, que había preparado durante un largo sábado, la cama
de sábanas blancas, que ella lavaba personalmente, evitando el exceso de anilina, la casa, en fin, que él dejó
de frecuentar sin dar aviso. Recorría las calles y a cada suspiro agregaba:
-Qué es de la mujer sin la historia de su amor.
Había cursado el bachillerato en su ciudad natal. No quiso ser profesora. Desde pequeña soñaba con
casarse. Su única ambición. Temía al hijo ajeno sustrayéndole una fuerza que los de su propia carne merecían.
La madre protestó, necesitaban dinero. El padre había perdido el empleo, la edad le pesaba. Terminó en el
mostrador de la farmacia de su padrino, y la madre, cosiendo por encargo. A ella le correspondía encargarse
de los oficios de la casa, ya que se negaba a ejercer el magisterio. Fue entonces cuando descubrió los encantos
de la cocina. Pero la receta del pastel vino más tarde: Norma apareció, muy elegante, con su vestido amarillo,
pidiéndole ayuda para coser una falda plisada, modelo que había visto en el puesto de revistas de la esquina.
Aunque pensaba que Norma era frívola, siempre insistiendo en que la acompañara a los bailes donde se
pescaba novio con facilidad, nunca la censuró. Conoció entonces a la otra, amiga lejana de Norma.
Compañeras en el curso de dactilografía, las dos ansiaban trabajar en una firma americana. Después viajarían
a Estados Unidos, pasearían por la Quinta Avenida. Norma soñaba en conquistar un oficial americano.
Lamentando que ya no nos visitaran , como en la época de la guerra. La otra oía, casi al final le preguntó:
-¿No quieres venir? Se refería a la entrevista en la firma americana. Negó con la cabeza. Le dio
vergüenza explicar que quería casarse. Era más fácil, y su corazón se lo pedía.
-Ya lo sé, a ti sólo se te pueden ofrecer recetas de pastel chocolate, dijo la otra, molesta.
A esto sí accedió, entusiasmada. Exigiendo una receta escrita. Y que la otra telefoneara a la madre, para
que confirmara los ingredientes que en ese momento le dictaba la memoria. En casa, por lo estricto de los
gastos, no pudo prepararla. Pero se consolaba: en cuanto ame a alguien lo sorprenderé con mis postres.
Acarició siempre la esperanza de que los pasteles chocolate fueran la sobremesa del marido. Los dulces sólo
servían para consentir al amado. Tanta simplicidad conmovía a Norma. Años más tarde, cuando se separaron
y fue perdiendo los amigos, su destino era renunciar al mundo para conservar el amor. Antes de alejarse para
siempre, Norma le dijo, poniéndole la mano en el hombro:
-Esto tenía que pasarte.
Quiso aún explicar, decirle que se engañaba. Pero Norma se marchó sin mirar atrás, caminando con
decisión.
Cuando él volvió meses después, le trajo regalos, besó largamente su cabello, que según afirmaba, olía
a cielo, le hizo ver la importancia del viaje, no se arrepentía de haberse ido por el placer del regreso. A ella le
pareció gentil su explicación. Corrió a la cocina, antes de que él la llevara a la alcoba. Valiéndose de dosis
exactas trató de lograr la perfección. No admitía el amor sin que el pastel estuviera esperándolos,
especialmente los días de fiesta.
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Él rió, encantado de aquel capricho, no se sentía con derecho a protestar. También él respetaba su
libertad. Dejó que terminara. Ella volvió al fin, como diciéndole estoy lista para tu difícil ausencia. Siempre
era discreta en las cosas del amor, y él apreciaba su recato. Repudiaría un proceder atrevido, que mancharía
para siempre la ilusión de poseerla como si aún fuese la primera vez. Intuyéndolo, ella escondía la cabeza en
la almohada, velando sus dulces lágrimas. Él gritaba, como un vasallo del rey Arturo:
-¡Las mujeres son gratas¡ ¡Las mujeres son gratas!
Ella interpretaba el sentido de sus palabras. Secaba sus lágrimas, entregándose con pudor. Jamás
rehusaba tales escenas. A veces se repetían a la semana siguiente. Él fingía no advertir que ese encanto
amenazaba con agotarse. Hacía cuanto podía para renovarlo. Por eso la amó tanto durante aquellos años. Su
fantasía se apoyaba también en las sorpresas. En ocasiones adoptaba disfraces, barbas y bigotes falsos,
pelucas. Llegaba sin prisa, dando tiempo a la sospecha de los vecinos, y no para que pensaran que ella lo
engañaba, sino porque le divertía crear esas ilusiones.
Obediente, ella se exaltaba. Aunque sufriera su ausencia. Su amor en días difíciles se inquietaba de tal
modo que consultaba el calendario con la esperanza de que fuera día de pastel de chocolate, cuando sin duda
él vendría. Hasta el fin del año, el calendario registraba todos los días de su visita. Ella jamás le sugirió un
cambio de fecha, o una mayor asiduidad. Respetaba aquel sistema.
En los comienzos de mes, sin embargo, él llegaba más temprano, trayendo el dinero para los gastos de
la casa, y cualquier excedente que le hiciera falta. Lo depositaba sobre la frutera, aunque hubiera en ella
bananas, peras, manzanas que ella adoraba, imaginándose entre la nieve. No sabía explicarlo, pero comiendo
manzanas se sentía elegante, de guantes pécari importados, hablando francés y con un pañuelo de seda en la
cabeza. Dejaba allí el dinero hasta que él partía. Después, lo ponía junto al misal. Los dos se sometían a los
ritos.
Un día le dijo: -Vamos a salir ya mismo, porque nunca hemos ido al cine, y como quiero ir al cine contigo
antes de morir, es hora de que cumplamos mi deseo. Ella lo abrazó llorando de alegría:
-¡Eres mío, cómo eres mío!
Fueron y no se divirtieron, él tildó de obscenos los episodios de amor. Ella no estuvo de acuerdo, pero
su felicidad no la impulsaba a la insistencia. Comieron helado mientras él seguía protestando. Ella se manchó
el vestido, y entonces él rió, le gustaban sus curiosas intuiciones, su modo de errar en las cosas pequeñas.
La madre la visitaba dos o tres veces al año. Todavía cosía por encargo. Discretamente, preguntaba por
él. Temía irritarla. Nunca había comprendido aquel casamiento. Él se había opuesto a que usara vestido de
novia, alegando que el traje nupcial sólo debía ser visto por el esposo. Pero después de la ceremonia, ya a
solas en el cuarto, le obsequió un vestido blanco, con velo y guirnaldas. Esa primera noche ella surgió ataviada
a la medida de sus sueños, y él cerró los ojos y los abrió de nuevo para ver si ella estaba aún a su lado, la mujer
que amaba, y conmovido habló del modo que ella comprendía: -Estás hermosa, sólo faltaría que el sacerdote
nos casara de nuevo, y cuando en medio de la noche conocieron sus cuerpos, él le pidió que reposara, porque
era él quien debía colgar en el armario el vestido de novia comprado para ella, con ninguna otra mujer podría
haber obrado de esa manera, y ella nunca lo olvidó.
Así pues, cuando la madre la visitaba, la hija le preguntaba por el padre, cómo iban las cosas, sin
invitarla nunca a quedarse, aunque vivía lejos, viajaba horas en tren para regresar a su casa. En aquellas
breves visitas, la hija de nada se quejaba. Parecía encantada con su situación. La madre nunca había visto una
mujer más feliz. A veces sentía deseos de preguntar: -A qué horas llega él. O prolongar la visita para verlo
cuando viniera a cenar. Pero, a partir de las cuatro, la hija empezaba a ponerse inquieta, se levantaba a cada
rato pretextando naderías, fingía ocupaciones, él solía demorarse, le aseguraba ansiosa. A la hora de la
despedida, la madre siempre repetía:
-Bonita vuestra casa.
A la semana siguiente, adivinando, él preguntaba: ¿Y tu madre, nunca volvió? Ella ponía una cara triste,
abrazada a él susurraba: -Sólo te tengo a ti en el mundo. Él la besaba, y como pidiendo disculpas, decía: -
Vuelvo el próximo miércoles, ¿estás contenta? Ella sonreía, el rostro brillante, los cabellos como a él le
gustaban. Ya con algunos hilos blancos. Hilos que él respetaba, pensando: Ella es pura, es pura.
Un día no resistió, llegó disfrazado, en una última tentativa de confundir a los vecinos. Traía en las
manos sendas maletas. Ella sufrió en silencio la perspectiva de una larga ausencia. Lo ayudó como si estuviera
cansado, la vida era dura para él. Le trajo agua helada, lamentando no tener una fuente en el solar, de tenerla
la adornaría con piedras, tal vez pondría una imagen. El hombre bebió, se quitó el disfraz que nunca había
recibido de ella censura alguna. Y asumiendo una fingida independencia habló en voz alta, para que ella
escuchara.
-Terminó el tiempo de prueba. Esta vez vine para quedarme.
La mujer lo miró, escondiendo su profunda alegría, y corrió después a la cocina. Nadie la superaba en
los pasteles de chocolate.
Extraído de Sala de armas (1973).
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Lo secreto
María Luisa Bombal
Sé muchas cosas que nadie sabe.
Conozco del mar, de la tierra y del cielo infinidad de secretos
pequeños y mágicos.
Esta vez, sin embargo, no contaré sino del mar.
Aguas abajo, más abajo de la honda y densa zona de tinieblas, el
océano vuelve a iluminarse. Una luz dorada brota de gigantescas esponjas,
refulgentes y amarillas como soles.
Toda clase de plantas y de seres helados viven allí sumidos en esa luz
de estío glacial, eterno…
Actinias verdes y rojas se aprietan en anchos prados a los que se
entrelazan las transparentes medusas que no rompieran aún sus amarras
para emprender por los mares su destino errabundo.
Duros corrales blancos se enmarañan en matorrales estáticos por donde se escurren peces de un
terciopelo sombrío que se abren y cierran blandamente, como flores.
Veo hipocampos. Es decir, diminutos corceles de mar, cuyas crines de algas se esparcen en lenta aureola
alrededor de ellos cuando galopan silenciosos.
Y sé que si se llegaran a levantar ciertas caracolas grises de forma anodina puede encontrarse debajo a
una sirenita llorando.
Y ahora recuerdo, recuerdo cuando de niños, saltando de roca en roca, refrenábamos nuestro impulso
al borde imprevisto de un estrecho desfiladero. Desfiladero dentro del cual las olas al retirarse dejaran atrás
un largo manto real hecho de espuma, de una espuma irisada, recalcitrante en morir y que susurraba,
susurraba… algo así como un mensaje.
¿Entendieron ustedes entonces el sentido de aquel mensaje?
No lo sé.
Por mi parte debo confesar que lo entendí.
Entendí que era el secreto de su noble origen que aquella clase de moribundas espumas trataban de
suspirarnos al oído…
—Lejos, lejos y profundo —nos confiaban— existe un volcán submarino en constante erupción. Noche
y día su cráter hierve incansable y soplando espesas burbujas de lava plateada hacia la superficie de las
aguas…
Pero el principal objetivo de estas breves líneas es contarles de un extraño, ignorado suceso, acaecido
igualmente allá en lo bajo.
Es la historia de un barco pirata que siglos atrás rodara absorbido por la escalera de un remolino, y que
siguiera viajando mar abajo entre ignotas corrientes y arrecifes sumergidos.
Furiosos pulpos abrazábanse mansamente a sus mástiles, como para guiarlo, mientras las esquivas
estrellas de mar animaban palpitantes y confiadas en sus bodegas.
Volviendo al fin de su largo desmayo, el Capitán Pirata, de un solo rugido, despertó a su gente. Ordenó
levar ancla.
Y en tanto, saliendo de su estupor, todos corrieron afanados, el Capitán en su torre, no bien paseara
una segunda mirada sobre el paisaje, empezó a maldecir.
El barco había encallado en las arenas de una playa interminable, que un tranquilo claro de luna, color
verde-umbrío, bañaba por parejo.
Sin embargo había aún peor:
Por doquiera revolviese el largavista alrededor del buque no encontraba mar.
—Condenado Mar —vociferó—. Malditas mareas que maneja el mismo Diablo. Mal rayo las parta.
Dejarnos tirados costa adentro… para volver a recogernos quién sabe a qué siniestra malvenida hora…
Airado, volcó frente y televista hacia arriba, buscando cielo, estrellas y el cuartel de servicio en que
velara esa luna de nefando resplandor.
Pero no encontró cielo, ni estrellas, ni visible cuartel.
Por Satanás. Si aquello arriba parecía algo ciego, sordo y mudo… Si era exactamente el reflejo invertido
de aquel demoníaco, arenoso desierto en que habían encallado.
Y ahora, para colmo, esta última extravagancia. Inmóviles, silenciosas, las frondosas velas negras,
orgullo de su barco, henchidas allá en los mástiles cuan ancho eran… y eso que no corría el menor soplo de
viento.
—A tierra. A tierra la gente —se le oye tronar por el barco entero—. Cargar puñales, salvavidas. Y a
reconocer la costa.
41
La plancha prestamente echada, una tripulación medio sonámbula desembarca dócilmente; su Capitán
último en fila, arma de fuego en mano.
La arena que hollaran, hundiéndose casi al tobillo, era fina, sedosa, y muy fría.
Dos bandos. Uno marcha al Este. El otro, al Oeste. Ambos en busca del Mar. Ha ordenado el Capitán.
Pero. . .
—Alto —vocifera deteniendo el trote desparramado de su gente—. El Chico acá de guardarrelevo. Y los
otros proseguir. Adelante.
Y El Chico, un muchachito hijo de honestos pescadores, que frenético de aventuras y fechorías se había
escapado para embarcarse en “El Terrible” (que era el nombre del barco pirata, así como el nombre de su
capitán), acatando órdenes, vuelve sobre sus pasos, la frente baja y como observando y contando cada uno de
ellos.
—Vaya el lerdo… el patizambo… el tortuga —reta el Pirata una vez al muchacho frente a él; tan pequeño
a pesar de sus quince años, que apenas si llega a las hebillas de oro macizo de su cinturón salpicado de sangre.
“Niños a bordo” —piensa de pronto, acometido por un desagradable, indefinible malestar.
—Mi Capitán —dice en aquel momento El Chico, la voz muy queda—, ¿no se ha fijado usted que en esta
arena los pies no dejan huella?
—¿Ni que las velas de mi barco echan sombra? —replica este, seco y brutal.
Luego su cólera parece apaciguarse de a poco ante la mirada ingenua, interrogante con que El Chico se
obstina en buscar la suya.
—Vamos, hijo —masculla, apoyando su ruda mano sobre el hombro del muchacho—. El mar no ha de
tardar. . .
—Sí, señor —murmura el niño, como quien dice: Gracias.
Gracias. La palabra prohibida. Antes quemarse los labios. Ley de Pirata.
“¿Dije Gracias?” —se pregunta El Chico, sobresaltado.
“¡Lo llamé: hijo!” —piensa estupefacto el Capitán.
—Mi Capitán —habla de nuevo El Chico—, en el momento del naufragio…
Aquí el Pirata parpadea y se endereza brusco.
—…del accidente, quise decir, yo me hallaba en las bodegas. Cuando me recobro, ¿qué cree usted? Me
las encuentro repletas de los bichos más asquerosos que he visto…
—¿Qué clase de bichos?
—Bueno, de estrellas de mar… pero vivas. Dan un asco. Si laten como vísceras de humano recién
destripado… Y se movían de un lado para otro buscándose, amontonándose y hasta tratando de atracárseme…
—Ja. Y tú asustado, ¿eh?
—Yo, más rápido que anguila, me lancé a abrir puertas, escotillas y todo; y a patadas y escobazos empecé
a barrerlas fuera. ¡Cómo corrían torcido escurriéndose por la arena! Sin embargo, mi Capitán, tengo que
decirle algo… y es que noté… que ellas sí dejaban huellas. . .
El terrible no contesta.
Y lado a lado ambos permanecen erguidos bajo esa mortecina verde luz que no sabe titilar, ante un
silencio tan sin eco, tan completo, que de repente empiezan a oír.
A oír y sentir dentro de ellos mismos el surgir y ascender de una marea desconocida. La marea de un
sentimiento del que no atinan a encontrar el nombre. Un sentimiento cien veces más destructivo que la ira,
el odio o el pavor. Un sentimiento ordenado, nocturno, roedor. Y el corazón a él entregado, paciente y
resignado.
—Tristeza —murmura al fin El Chico, sin saberlo. Palabra soplada a su oído.
Y entonces, enérgico, tratando de sacudirse aquella pesadilla, el Capitán vuelve a aferrarse del grito y
del mal humor.
—Chico, basta. Y hablemos claro, Tú, con nosotros, aprendiste a asaltar, apuñalar, robar e incendiar…
sin embargo, nunca te oí blasfemar.
Pausa breve; luego bajando la voz, el Pirata pregunta con sencillez.
—Chico, dime, tú has de saber… ¿En dónde crees tú que estamos?
—Ahí donde usted piensa, mi Capitán—contesta respetuosamente el muchacho…
—Pues a mil millones de pies bajo el mar, caray —estalla el viejo Pirata en una de esas sus famosas,
estrepitosas carcajadas, que corta súbito, casi de raíz.
Porque aquello que quiso ser carcajada resonó tremendo gemido, clamor de aflicción de alguien que,
dentro de su propio pecho, estuviera usurpando su risa y su sentir; de alguien desesperado y ardiendo en
deseo de algo que sabe irremisiblemente perdido.
Extraído de La última niebla, 1941
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Las mujeres que el Boom latinoamericano invisibilizó - Por Linda María Ordóñez
Muchos investigadores y críticos de arte afirman que el Boom de la literatura latinoamericana del siglo XX tuvo sus inicios entre
1960 y 1970 y se remiten a la publicación de Rayuela en 1963. Otros prefieren enmarcarlo con la publicación de La ciudad y los
perros de Mario Vargas Llosa. Otros se remontan a años atrás, con la aparición de Hombres de maíz, de Miguel Ángel Asturias, en
1949; o con El Señor Presidente, publicada en 1946. Incluso hay quienes van aún más atrás, con la aparición de El pozo, de Juan
Carlos Onetti, en 1939. Sin embargo, no es un año específico lo que da la importancia a este fenómeno de las letras, sino la
identidad que adquiere a través del lenguaje que propone.
El escritor Iván Thays definió al Boom como «un club que no admitía señoras». Y es que las obras escritas por mujeres como
Clarice Lispector, Rosario Castellanos, Nélida Piñón, Sara Gallardo, Elena Garro, Nellie Campobello, Beatriz Guido y Libertad
Demitrópulos, entre otras, fueron infravaloradas entre tantos autores que escribían la «gran» novela latinoamericana en esa época.
Durante mucho tiempo, sin decirlo, se asumió que su obra no era tan valiosa como la que era creada por los escritores.
Pero no todas fueron escritoras. También existen otras mujeres detrás de este movimiento literario y que se ocultaron tras lo
doméstico. Las que los alimentaban, las que se ocupaban de sus agendas, de su ropa sucia. Por poner un solo ejemplo podemos
mencionar a Patricia Llosa, quien compartió cincuenta años de su vida con el escritor Mario Vargas Llosa. Se dice que la vida
privada de un escritor no es relevante, pero la vida privada de todo hombre es la base fundamental para cualquier logro o derrota
que pueda tener; pues sin comer, sin vestir, sin tener quien le resuelva a uno las cosas, es muy difícil hacer algo. Así que podemos
imaginarnos todo lo que esta mujer hizo a lo largo de medio siglo para apoyar a su compañero de hogar.
Pero el Boom no solo fue apoyado de forma doméstica por mujeres, sino también de forma editorial y mercadológica. Para el
caso, la agente literaria Carmen Balcells o la «Mamá Grande» (como la llamaban), quien fue algo más que una editora. Jugó
papeles que de manera tradicional son ejercidos por mujeres: confesora, amiga, defensora y hasta madre o abuela. Pero Balcells
también revolucionó al mundo literario. Cambió las reglas del juego entre autor y editor y eliminó los contratos vitalicios, entre otras
cosas. Fue pieza fundamental en este famoso Boom, pero ¿por qué Balcells no se interesó en las escritoras de esos años? No lo
sabemos a ciencia cierta, pero conocer y tratar de comprender estos fenómenos nos develan la naturaleza de los seres humanos.
Sin duda, el Boom latinoamericano marcó un periodo en la historia de la literatura de América y el resto del mundo. En su
lenguaje propuso un existencialismo fundado en la irracionalidad, el cual supo proponer una nueva forma de creación a través de
la palabra. En medio de procesos políticos y sociales bastante difíciles como el neocolonialismo, gobiernos dictatoriales, guerrillas,
golpes de Estado y revoluciones socialistas, se crearon obras originales y con un sinnúmero de virtudes que recogieron del
surrealismo la manera de entender al ser humano y su búsqueda.
Nadie le quita méritos al Boom, desde luego. Sin embargo, ¿qué habría sido, por mencionar un ejemplo, de Cien años de
soledad sin Mercedes Barcha tomándose un café al lado de Gabo en una casa de la Ciudad de México? Son de esas historias que
para los críticos de este o cualquier otro movimiento literario no valen nada.
"Magníficas" editoriales argentinas y "amigos" de Borges impulsaron el "Boom" -Por Mar Marín
"Cada vez que llegaba una caja de libros de Buenos Aires, hacíamos fiesta". Los libros de los que habla Gabriel García Márquez
en esta cita fueron obra de las legendarias editoriales argentinas que dieron un impulso fundamental a la literatura latinoamericana.
"Eran los libros de Sudamericana, de Losada, de Sur, aquellas casas magníficas que traducían los amigos de Borges", escribe el
nobel colombiano en "El olor de la guayaba".
La Argentina de los años sesenta es un país con una ebullición cultural sin precedentes, alimentada por figuras como Victoria
Ocampo, Jorge Luis Borges o Adolfo Bioy Casares, y por la inquietud de los grandes editores del momento, en buena parte
españoles exiliados. No por casualidad es Sudamericana la primera en publicar Cien años de soledad, en mayo de 1967, en una
arriesgada apuesta de su editor, Francisco Porrúa, por el entonces desconocido escritor colombiano.
Gloria Rodrigué, nieta de Antonio López Llausas, fundador de Sudamericana, aún recuerda las anécdotas de su abuelo sobre
los autores del "boom" y se enorgullece de haber trabajado durante 40 años en la mítica editorial que también fue la primera en
publicar a Julio Cortázar. Cien años de soledad se contrató con la lectura de un solo capítulo, con una primera edición de 8.000
ejemplares. Una apuesta muy fuerte para un autor desconocido", explica a Efe Rodrigué, que hoy lleva las riendas de Edhasa.
La editora relata que, en agosto de 1967, García Márquez viajó a Buenos Aires y su abuelo le llevó, en un maletín, un adelanto
de los 500 dólares de los derechos del libro al hotel donde se alojaba con su esposa, en el barrio porteño de Recoleta. "Gabo sacó
los billetes, los tiró sobre la cama y le dijo a Mercedes: ahora sí puedes ir a comprarte el vestido que quieras". “Cien años de soledad
se empezó a vender entonces y no ha parado", continúa Rodrigué, que admite que no todo fueron éxitos en el "boom".
"Los primeros libros de Cortázar no se vendían. Bestiario (1951) estuvo once años sin venderse, pero el mercado era distinto y
los editores apostaban entonces a los autores. Si los libros no se vendían, se mantenía la apuesta y se iba construyendo al autor",
explica. "Cuando salió Rayuela (1963), Cortázar pasó a la fama, y tuvo y tiene un éxito extraordinario. Había que esperar a los
autores", insiste. Junto a la apuesta decidida de los editores, el lenguaje común fue determinante para impulsar el "boom", surgido
de una generación de intelectuales con una extraordinaria formación cultural, muchos de ellos traductores, como era el caso de
Borges y Cortázar.
"Traducíamos a Simone de Beauvoir, Camus, Malraux... No era sólo un 'boom' en Latinoamérica, sino también en Europa",
salvo, puntualiza Rodrigué, en España, donde la censura impuesta por la dictadura franquista impedía publicar a muchos de los
autores de vanguardia. "Muchos de los libros se hacían aquí porque en España no se podían hacer. Para evitar la censura, a veces
mandábamos libros a un depósito clandestino en España y se vendían con una tapa falsa".
La efervescencia de la izquierda latinoamericana y el triunfo de la revolución cubana fueron también fundamentales para
impulsar la obra de escritores latinoamericanos, apunta Susana Cella, investigadora de la UBA. "Ya no era como en los años de
las vanguardias, que el punto de encuentro era París, ahora los intelectuales se reunían en La Habana, un país con un proceso de
cambio que generaba mucha expectativa", continúa Cella en declaraciones a Efe.
Paralelamente, las editoriales argentinas "tenían voluntad de riesgo, de no ir a lo seguro o a la marca registrada como ocurre
ahora, sino de difundir nuevos autores, de buscar nuevas expresiones".
Hoy, Rodrigué sostiene que ni autores ni editores fueron conscientes de que formaban parte de un fenómeno que marcaría la
historia de la literatura. ”No eran conscientes de su trascendencia. El boom latinoamericano fue una época gloriosa que difícilmente
se puede repetir. Ahora parece que la cultura dejó de ser un bien universal y hay una tendencia a encerrarse en los nacionalismos
en todos lados. Eso atenta porque la cultura tiene que ser universal", concluye.
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Las puertas del cielo
Julio Cortázar
A las ocho vino José María con la noticia, casi sin rodeos me dijo que Celina acababa de
morir. Me acuerdo que reparé instantáneamente en la frase, Celina acabando de morirse, un
poco como si ella misma hubiera decidido el momento en que eso debía concluir. Era casi de
noche y a José María le temblaban los labios al decírmelo.
—Mauro lo ha tomado tan mal, lo dejé como loco. Mejor vamos.
Yo tenía que terminar unas notas, aparte de que le había prometido a una amiga llevarla
a comer. Pegué un par de telefoneadas y salí con José María a buscar un taxi. Mauro y Celina
vivían por Cánning y Santa Fe, de manera que le pusimos diez minutos desde casa. Ya al acercarnos vimos gente que se
paraba en el zaguán con un aire culpable y cortado; en el camino supe que Celina había empezado a vomitar sangre a las
seis, que Mauro trajo al médico y que su madre estaba con ellos. Parece que el médico empezaba a escribir una larga
receta cuando Celina abrió los ojos y se acabó de morir con una especie de tos, más bien un silbido.
—Yo lo sujeté a Mauro, el doctor tuvo que salir porque Mauro se le quería tirar encima. Usté sabe cómo es él
cuando se cabrea.
Yo pensaba en Celina, en la última cara de Celina que nos esperaba en la casa. Casi no escuché los gritos de las
viejas y el revuelo en el patio, pero en cambio me acuerdo que el taxi costaba dos sesenta y que el chófer tenía una gorra
de lustrina. Vi a dos o tres amigos de la barra de Mauro, que leían La Razón en la puerta; una nena de vestido azul tenía
en brazos al gato barcino y le atusaba minuciosa los bigotes. Más adentro empezaban los clamoreos y el olor a encierro.
—Andá velo a Mauro —le dije a José María—. Ya sabes que conviene darle bastante alpiste.
En la cocina andaban ya con el mate. El velorio se organizaba solo, por sí mismo: las caras, las bebidas, el calor.
Ahora que Celina acababa de morir, increíble cómo la gente de un barrio larga todo (hasta las audiciones de preguntas
y respuestas) para constituirse en el lugar del hecho. Una bombilla rezongó fuerte cuando pasé al lado de la cocina y me
asomé a la pieza mortuoria. Misia Manita y otra mujer me miraron desde el oscuro fondo, donde la cama parecía estar
flotando en una jalea de membrillo. Me di cuenta por su aire superior que acababan de lavar y amortajar a Celina; hasta
se olía débilmente a vinagre.
—Pobrecita la finadita —dijo Misia Martita—. Pase, doctor, pase a verla. Parece como dormida.
Aguantando las ganas de putearla me metí en el caldo caliente de la pieza. Hacía rato que estaba mirando a Celina
sin verla y ahora me dejé ir a ella, al pelo negro y lacio naciendo de una frente baja que brillaba como nácar de guitarra,
al plato playo blanquísimo de su cara sin remedio. Me di cuenta de que no tenía nada que hacer ahí, que esa pieza era
ahora de las mujeres, de las plañideras llegando en la noche. Ni siquiera Mauro podría entrar en paz a sentarse al lado
de Celina, ni siquiera Celina estaba ahí esperando, esa cosa blanca y negra se volcaba del lado de las lloronas, las
favorecía con su tema inmóvil repitiéndose. Mejor Mauro, ir a buscar a Mauro que seguía del lado nuestro.
De la pieza al comedor había sordos centinelas fumando en el pasillo sin luz. Peña, el loco Bazán, los dos hermanos
menores de Mauro y un viejo indefinible me saludaron con respeto.
—Gracias por venir, doctor —me dijo uno—. Usté siempre tan amigo del pobre Mauro.
—Los amigos se ven en estos trances —dijo el viejo, dándome una mano que me pareció una sardina viva.
Todo esto ocurría, pero yo estaba otra vez con Celina y Mauro en el Luna Park, bailando en el Carnaval del
cuarenta y dos, Celina de celeste que le iba tan mal con su tipo achinado, Mauro de palmbeach y yo con seis whiskies y
una mamúa padre. Me gustaba salir con Mauro y Celina para asistir de costado a su dura y caliente felicidad. Cuanto
más me reprochaban estas amistades, más me arrimaba a ellos (a mis días, a mis horas) para presenciar su existencia
de la que ellos mismos no sabían nada.
Me arranqué del baile, un quejido venía de la pieza trepando por las puertas.
—Esa debe ser la madre —dijo el loco Bazán, casi satisfecho.
«Silogística perfecta del humilde», pensé. «Celina muerta, llega madre, chillido madre.» Me daba asco pensar así,
una vez más estar pensando todo lo que a los otros les bastaba sentir. Mauro y Celina no habían sido mis cobayos, no.
Los quería, cuánto los sigo queriendo. Solamente que nunca pude entrar en su simpleza, solamente que me veía forzado
a alimentarme por reflejo de su sangre; yo soy el doctor Hardoy, un abogado que no se conforma con el Buenos Aires
forense o musical o hípico, y avanza todo lo que puede por otros zaguanes. Ya sé que detrás de eso está la curiosidad, las
notas que llenan poco a poco mi fichero. Pero Celina y Mauro no, Celina y Mauro no.
—Quién iba a decir esto —le oí a Peña—. Así tan rápido…
—Bueno, vos sabés que estaba muy mal del pulmón. —Sí, pero lo mismo…
Se defendían de la tierra abierta. Muy mal del pulmón, pero así y todo… Celina tampoco debió esperar su muerte,
para ella y Mauro la tuberculosis era «debilidad». Otra vez la vi girando entusiasta en brazos de Mauro, la orquesta de
Canaro ahí arriba y un olor a polvo barato. Después bailó conmigo una machicha, la pista era un horror de gente y calina.
«Qué bien baila, Marcelo», como extrañada de que un abogado fuera capaz de seguir una machicha. Ni ella ni Mauro
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me tutearon nunca, yo le hablaba de vos a Mauro pero a Celina le devolvía el tratamiento. A Celina le costó dejar el
«doctor», tal vez la enorgullecía darme el título delante de otros, mi amigo el doctor. Yo le pedí a Mauro que se lo dijera,
entonces empezó el «Marcelo». Así ellos se acercaron un poco a mí pero yo estaba tan lejos como antes. Ni yendo juntos
a los bailes populares, al box, hasta al fútbol (Mauro jugó años atrás en Racing) o mateando hasta tarde en la cocina.
Cuando acabó el pleito y le hice ganar cinco mil pesos a Mauro, Celina fue la primera en pedirme que no me alejara, que
fuese a verlos. Ya no estaba bien, su voz siempre un poco ronca era cada vez más débil. Tosía por la noche, Mauro le
compraba Neurofosfato Escay lo que era una idiotez, y también Hierro Quina Bisleri, cosas que se leen en las revistas y
se les toma confianza.
Íbamos juntos a los bailes, y yo los miraba vivir.
—Es bueno que lo hable a Mauro —dijo José María que brotaba de golpe a mi lado—. Le va a hacer bien.
Fui, pero estuve todo el tiempo pensando en Celina. Era feo reconocerlo, en realidad lo que hacía era reunir y
ordenar mis fichas sobre Celina, no escritas nunca pero bien a mano. Mauro lloraba a cara descubierta como todo animal
sano y de este mundo, sin la menor vergüenza. Me tomaba las manos y me las humedecía con su sudor febril. Cuando
José María lo forzaba a beber una ginebra, la tragaba entre dos sollozos con un ruido raro. Y las frases, ese barboteo de
estupideces con toda su vida dentro, la oscura conciencia de la cosa irreparable que le había sucedido a Celina pero que
solo él acusaba y resentía. El gran narcisismo por fin excusado y en libertad para dar el espectáculo. Tuve asco de Mauro
pero mucho más de mí mismo, y me puse a beber coñac barato que me abrasaba la boca sin placer. Ya el velorio
funcionaba a todo tren, de Mauro abajo estaban todos perfectos, hasta la noche ayudaba caliente y pareja, linda para
estarse en el patio y hablar de la finadita, para dejar venir el alba sacándole a Celina los trapos al sereno.
Esto fue un lunes, después tuve que ir a Rosario por un congreso de abogados donde no se hizo otra cosa que
aplaudirse unos a otros y beber como locos, y volví a fin de semana. En el tren viajaban dos bailarinas del Moulin Rouge
y reconocí a la más joven, que se hizo la zonza. Toda esa mañana había estado pensando en Celina, no que me importara
tanto la muerte de Celina sino más bien la suspensión de un orden, de un hábito necesario. Cuando vi a las muchachas
pensé en la carrera de Celina y el gesto de Mauro al sacarla de la milonga del griego Kasidis y llevársela con él. Se
precisaba coraje para esperar alguna cosa de esa mujer, y fue en esa época que lo conocí, cuando vino a consultarme
sobre el pleito de su vieja por unos terrenos en Sanagasta. Celina lo acompañó la segunda vez, todavía con un maquillaje
casi profesional, moviéndose a bordadas anchas pero apretada a su brazo. No me costó medirlos, saborear la sencillez
agresiva de Mauro y su esfuerzo inconfesado por incorporarse del todo a Celina. Cuando los empecé a tratar me pareció
que lo había conseguido, al menos por fuera y en la conducta cotidiana. Después medí mejor, Celina se le escapaba un
poco por la vía de los caprichos, su ansiedad de bailes populares, sus largos entresueños al lado de la radio, con un
remiendo o un tejido en las manos. Cuando la oí cantar, una noche de Nebiolo y Racing cuatro a uno, supe que todavía
estaba con Kasidis, lejos de una casa estable y de Mauro puestero del Abasto. Por conocerla mejor alenté sus deseos
baratos, fuimos los tres a tanto sitio de altoparlantes cegadores, de pizza hirviendo y papelitos con grasa por el piso. Pero
Mauro prefería el patio, las horas de charla con vecinos y el mate. Aceptaba de a poco, se sometía sin ceder. Entonces
Celina fingía conformarse, tal vez ya estaba conformándose con salir menos y ser de su casa. Era yo el que le conseguía
a Mauro para ir a los bailes, y sé que me lo agradeció desde un principio. Ellos se querían, y el contento de Celina
alcanzaba para los dos, a veces para los tres.
Me pareció bien pegarme un baño, telefonear a Nilda que la iría a buscar el domingo de paso al hipódromo, y
verlo en seguida a Mauro. Estaba en el patio, fumando entre largos mates. Me enternecieron los dos o tres agujeritos de
su camiseta, y le di una palmada en el hombro al saludarlo. Tenía la misma cara de la última vez, al lado de la fosa, al
tirar el puñado de tierra y echarse atrás como encandilado. Pero le encontré un brillo claro en los ojos, la mano dura al
apretar.
—Gracias por venir a verme. El tiempo es largo, Marcelo.
—Tenes que ir al Abasto, o te reemplaza alguien?
—Puse a mi hermano el renguito. No tengo ánimo de ir, y eso que el día se me hace eterno.
—Claro, precisás distraerte. Vestite y damos una vuelta por Palermo.
—Vamos, lo mismo da.
Se puso un traje azul y pañuelo bordado, lo vi echarse perfume de un frasco que había sido de Celina. Me gustaba
su forma de requintarse el sombrero, con el ala levantada, y su paso liviano y silencioso, bien compadre. Me resigné a
escuchar —«los amigos se ven en estos trances»— —y a la segunda botella de Quilmes Cristal se me vino con todo lo que
tenía. Estábamos en una mesa del fondo del café, casi a solas; yo lo dejaba hablar pero de cuando en cuando le servía
cerveza. Casi no me acuerdo de todo lo que dijo, creo que en realidad era siempre lo mismo. Me ha quedado una frase:
«La tengo aquí», y el gesto al clavarse el índice en el medio del pecho como si mostrara un dolor o una medalla.
—Quiero olvidar —decía también—. Cualquier cosa, emborracharme, ir a la milonga, tirarme cualquier hembra.
Usté me comprende, Marcelo,… —El índice subía, enigmático, se plegaba de golpe como un cortaplumas. A esa altura
ya estaba dispuesto a aceptar cualquier cosa, y cuando yo mencioné el Santa Fe Palace como de pasada, él dio por hecho
que íbamos al baile y fue el primero en levantarse y mirar la hora. Caminamos sin hablar, muertos de calor, y todo el
tiempo yo sospechaba un recuento por parte de Mauro, su repetida sorpresa al no sentir contra su brazo la caliente
alegría de Celina camino del baile.
—Nunca la llevé a ese Palace —me dijo de repente—. Yo estuve antes de conocerla, era una milonga muy rea. ¿Usté
la frecuenta?
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En mis fichas tengo una buena descripción del Santa Fe Palace, que no se llama Santa Fe ni está en esa calle,
aunque sí a un costado. Lástima que nada de eso pueda ser realmente descrito, ni la fachada modesta con sus carteles
promisores y la turbia taquilla, menos todavía los junadores que hacen tiempo en la entrada y lo calan a uno de arriba
abajo. Lo que sigue es peor, no que sea malo porque ahí nada es ninguna cosa precisa; justamente el caos, la confusión
resolviéndose en un falso orden: el infierno y sus círculos. Un infierno de parque japonés a dos cincuenta la entrada y
damas cero cincuenta. Compartimentos mal aislados, especie de patios cubiertos sucesivos donde en el primero una
típica, en el segundo una característica, en el tercero una norteña con cantores y malambo. Puestos en un pasaje
intermedio (yo Virgilio) oíamos las tres músicas y veíamos los tres círculos bailando; entonces se elegía el preferido, o
se iba de baile en baile, de ginebra en ginebra, buscando mesitas y mujeres.
—No está mal —dijo Mauro con su aire tristón—. Lástima el calor. Debían poner extractores.
(Para una ficha: estudiar, siguiendo a Ortega, los contactos del hombre del pueblo y la técnica. Ahí donde se creería
un choque hay en cambio asimilación violenta y aprovechamiento; Mauro hablaba de refrigeración o de
superheterodinos con la suficiencia porteña que cree que todo le es debido.) Yo lo agarré del brazo y lo puse en camino
de una mesa porque él seguía distraído y miraba el palco de la típica, al cantor que tenía con las dos manos el micrófono
y lo zarandeaba despacito. Nos acodamos contentos delante de dos cañas secas y Mauro se bebió la suya de un solo viaje.
—Esto asienta la cerveza. Puta que está concurrida la milonga.
Llamó pidiendo otra, y me dio calce para desentenderme y mirar. La mesa estaba pegada a la pista, del otro lado
había sillas contra una larga pared y un montón de mujeres se renovaba con ese aire ausente de las milongueras cuando
trabajan o se divierten. No se hablaba mucho, oíamos muy bien la típica, rebasada de fuelles y tocando con ganas. El
cantor insistía en la nostalgia, milagrosa su manera de dar dramatismo a un compás más bien rápido y sin alce. Las
trenzas de mi china las traigo en la maleta… Se prendía al micrófono como a los barrotes de un vomitorio, con una
especie de lujuria cansada, de necesidad orgánica. Por momentos metía los labios contra la rejilla cromada, y de los
parlantes salía una voz pegajosa —«yo soy un hombre honrado…»—; pensé que sería negocio una muñeca de goma y el
micrófono escondido dentro, así el cantor podría tenerla en brazos y calentarse a gusto al cantarle. Pero no serviría para
los tangos, mejor el bastón cromado con la pequeña calavera brillante en lo alto, la sonrisa tetánica de la rejilla.
Me parece bueno decir aquí que yo iba a esa milonga por los monstruos, y que no sé de otra donde se den tantos
juntos. Asoman con las once de la noche, bajan de regiones vagas de la ciudad, pausados y seguros de uno o de a dos, las
mujeres casi enanas y achinadas, los tipos como javaneses o mocovíes, apretados en trajes a cuadros o negros, el pelo
duro peinado con fatiga, brillantina en gotitas contra los reflejos azules y rosa, las mujeres con enormes peinados altos
que las hacen más enanas, peinados duros y difíciles de los que les queda el cansancio y el orgullo. A ellos les da ahora
por el pelo suelto y alto en el medio, jopos enormes y amaricados sin nada que ver con la cara brutal más abajo, el gesto
de agresión disponible y esperando su hora, los torsos eficaces sobre finas cinturas. Se reconocen y se admiran en silencio
sin darlo a entender, es su baile y su encuentro, la noche de color. (Para una ficha: de dónde salen, qué profesiones los
disimulan de día, qué oscuras servidumbres los aíslan y disfrazan.) Van a eso, los monstruos se enlazan con grave
acatamiento, pieza tras pieza giran despaciosos sin hablar, muchos con los ojos cerrados gozando al fin la paridad, la
complementación. Se recobran en los intervalos, en las mesas son jactanciosos y las mujeres hablan chillando para que
las miren, entonces los machos se ponen más torvos y yo he visto volar un sopapo y darle vuelta la cara y la mitad del
peinado a una china bizca vestida de blanco que bebía anís. Además está el olor, no se concibe a los monstruos sin ese
olor a talco mojado contra la piel, a fruta pasada, uno sospecha los lavajes presurosos, el trapo húmedo por la cara y los
sobacos, después lo importante, lociones, rimmel, el polvo en la cara de todas ellas, una costra blancuzca y detrás las
placas pardas trasluciendo. También se oxigenan, las negras levantan mazorcas rígidas sobre la tierra espesa de la cara,
hasta se estudian gestos de rubia, vestidos verdes, se convencen de su transformación y desdeñan condescendientes a
las otras que defienden su color. Mirando de reojo a Mauro yo estudiaba la diferencia entre su cara de rasgos italianos,
la cara del porteño orillero sin mezcla negra ni provinciana, y me acordé de repente de Celina más próxima a los
monstruos, mucho más cerca de ellos que Mauro y yo. Creo que Kasidis la había elegido para complacer a la parte
achinada de su clientela, los pocos que entonces se animaban a su cabaré. Nunca había estado en lo de Kasidis en tiempos
de Celina, pero después bajé una noche (para reconocer el sitio donde ella trabajaba antes que Mauro la sacara) y no vi
más que blancas, rubias o morochas pero blancas.
—Me dan ganas de bailarme un tango —dijo Mauro quejoso. Ya estaba un poco bebido al entrar en la cuarta caña.
Yo pensaba en Celina, tan en su casa aquí, justamente aquí donde Mauro no la había traído nunca. Anita Lozano recibía
ahora los aplausos cerrados del público al saludar desde el palco, yo la había oído cantar en el Novelty cuando se cotizaba
alto, ahora estaba vieja y flaca pero conservaba toda la voz para los tangos. Mejor todavía, porque su estilo era canalla,
necesitado de una voz un poco ronca y sucia para esas letras llenas de diatriba. Celina tenía esa voz cuando había bebido,
de pronto me di cuenta cómo el Santa Fe era Celina, la presencia casi insoportable de Celina.
Irse con Mauro había sido un error. Lo aguantó porque lo quería y él la sacaba de la mugre de Kasidis, la
promiscuidad y los vasitos de agua azucarada entre los primeros rodillazos y el aliento pesado de los clientes contra su
cara, pero si no hubiera tenido que trabajar en las milongas a Celina le hubiera gustado quedarse. Se le veía en las caderas
y en la boca, estaba armada para el tango, nacida de arriba abajo para la farra. Por eso era necesario que Mauro la llevara
a los bailes, yo la había visto transfigurarse al entrar, con las primeras bocanadas de aire caliente y fuelles. A esta hora,
metido sin vuelta en el Santa Fe, medí la grandeza de Celina, su coraje de pagarle a Mauro con unos años de cocina y
mate dulce en el patio. Había renunciado a su cielo de milonga, a su caliente vocación de anís y valses criollos. Como
condenándose a sabiendas, por Mauro y la vida de Mauro, forzando apenas su mundo para que él la sacara a veces a una
fiesta.
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Ya Mauro andaba prendido con una negrita más alta que las otras, de talle fino como pocas y nada fea. Me hizo
reír su instintiva pero a la vez meditada selección, la sirvientita era la menos igual a los monstruos; entonces me volvió
la idea de que Celina había sido en cierto modo un monstruo como ellos, solo que afuera y de día no se notaba como
aquí. Me pregunté si Mauro lo habría advertido, temí un poco su reproche por traerlo a un sitio donde el recuerdo crecía
de cada cosa como pelos en un brazo. Esta vez no hubo aplausos, y él se acercó con la muchacha que parecía súbitamente
entontecida y como boqueando fuera de su tango.
—Le presento a un amigo.
Nos dijimos los «encantados» porteños y ahí nomás le dimos de beber. Me alegraba verlo a Mauro entrando en la
noche y hasta cambié unas frases con la mujer que se llamaba Emma, un nombre que no les va bien a las flacas. Mauro
parecía bastante embalado y hablaba de orquestas con la frase breve y sentenciosa que le admiro. Emma se iba en
nombres de cantores, en recuerdos de Villa Crespo y El Talar. Para entonces Anita Lozano anunció un tango viejo y hubo
gritos y aplausos entre los monstruos, los tapes sobre todo que la favorecían sin distingos. Mauro no estaba tan curado
como para olvidarse del todo, cuando la orquesta se abrió paso con un culebreo de los bandoneones me miró de golpe,
tenso y rígido, como acordándose. Yo me vi también en Racing, Mauro y Celina prendidos fuerte en ese tango que ella
canturreó después toda la noche y en el taxi de vuelta.
—¿Lo bailamos? —dijo Emma, tragando su granadina con ruido.
Mauro ni la miraba. Me parece que fue en ese momento que los dos nos alcanzamos en lo más hondo. Ahora
(ahora que escribo) no veo otra imagen que una de mis veinte años en Sportivo Barracas, tirarme a la pileta y encontrar
otro nadador en el fondo, tocar el fondo a la vez y entrevemos en el agua verde y acre. Mauro echó atrás la silla y se
sostuvo con un codo en la mesa. Miraba igual que yo la pista, y Emma quedó perdida y humillada entre los dos, pero lo
disimulaba comiendo papas fritas. Ahora Anita se ponía a cantar quebrado, las parejas bailaban casi sin salir de su sitio
y se veía que escuchaban la letra con deseo y desdicha y todo el negado placer de la farra. Las caras buscaban el palco y
aun girando se las veía seguir a Anita inclinada y confidente en el micrófono. Algunos movían la boca repitiendo las
palabras, otros sonreían estúpidamente como desde atrás de sí mismos, y cuando ella cerró su tanto, tanto como fuiste
mío, y hoy te busco y no te encuentro, a la entrada en tutti de los fuelles respondió la renovada violencia del baile, las
corridas laterales y los ochos entreverados en el medio de la pista. Muchos sudaban, una china que me hubiera llegado
raspando al segundo botón del saco pasó contra la mesa y le vi el agua saliéndole de la raíz del pelo y corriendo por la
nuca donde la grasa le hacía una canaleta más blanca. Había humo entrando del salón contiguo donde comían
parrilladas y bailaban rancheras, el asado y los cigarrillos ponían una nube baja que deformaba las caras y las pinturas
baratas de la pared de enfrente. Creo que yo ayudaba desde adentro con mis cuatro cañas, y Mauro se tenía el mentón
con el revés de la mano, mirando fijo hacia adelante. No nos llamó la atención que el tango siguiera y siguiera allá arriba,
una o dos veces vi a Mauro echar una ojeada al palco donde Anita hacía como que manejaba una batuta, pero después
volvió a clavar los ojos en las parejas. No sé cómo decirlo, me parece que yo seguía su mirada y a la vez le mostraba el
camino; sin vernos sabíamos (a mí me parece que Mauro sabía) la coincidencia de ese mirar, caíamos sobre las mismas
parejas, los mismos pelos y pantalones. Yo oí que Emma decía algo, una excusa, y el espacio de mesa entre Mauro y yo
quedó más claro, aunque no nos mirábamos. Sobre la pista parecía haber descendido un momento de inmensa felicidad,
respiré hondo como asociándome y creo haber oído que Mauro hizo lo mismo. El humo era tan espeso que las caras se
borroneaban más allá del centro de la pista, de modo que la zona de las sillas para las que planchaban no se veía entre
los cuerpos interpuestos y la neblina. Tanto como fuiste mío, curiosa la crepitación que le daba el parlante a la voz de
Anita, otra vez los bailarines se inmovilizaban (siempre moviéndose) y Celina que estaba sobre la derecha, saliendo del
humo y girando obediente a la presión de su compañero, quedó un momento de perfil a mí, después de espaldas, el otro
perfil, y alzó la cara para oír la música. Yo digo: Celina; pero entonces fue más bien saber sin comprender, Celina ahí sin
estar, claro, cómo comprender eso en el momento. La mesa tembló de golpe, yo sabía que era el brazo de Mauro que
temblaba, o el mío, pero no teníamos miedo, eso estaba más cerca del espanto y la alegría y el estómago. En realidad era
estúpido, un sentimiento de cosa aparte que no nos dejaba salir, recobrarnos. Celina seguía siempre ahí, sin vernos,
bebiendo el tango con toda la cara que una luz amarilla de humo desdecía y alteraba. Cualquiera de las negras podría
haberse parecido más a Celina que ella en ese momento, la felicidad la transformaba de un modo atroz, yo no hubiese
podido tolerar a Celina como la veía en ese momento y ese tango. Me quedó inteligencia para medir la devastación de
su felicidad, su cara arrobada y estúpida en el paraíso al fin logrado; así pudo ser ella en lo de Kasidis de no existir el
trabajo y los clientes. Nada la ataba ahora en su cielo solo de ella, se daba con toda la piel a la dicha y entraba otra vez
en el orden donde Mauro no podía seguirla. Era su duro cielo conquistado, su tango vuelto a tocar para ella sola y sus
iguales, hasta el aplauso de vidrios rotos que cerró el refrán de Anita, Celina de espaldas, Celina de perfil, otras parejas
contra ella y el humo.
No quise mirar a Mauro, ahora yo me rehacía y mi notorio cinismo apilaba comportamientos a todo vapor. Todo
dependía de cómo entrara él en la cosa, de manera que me quedé como estaba, estudiando la pista que se vaciaba poco
a poco.
—¿Vos te fijaste? —dijo Mauro.
—Sí.
—¿Vos te fijaste cómo se parecía?
No le contesté, el alivio pesaba más que la lástima. Estaba de este lado, el pobre estaba de este lado y no alcanzaba
ya a creer lo que habíamos sabido juntos. Lo vi levantarse y caminar por la pista con paso de borracho, buscando a la
mujer que se parecía a Celina. Yo me estuve quieto, fumándome un rubio sin apuro, mirándolo ir y venir sabiendo que
perdía su tiempo, que volvería agobiado y sediento sin haber encontrado las puertas del cielo entre ese humo y esa gente.
47
Un nuevo lenguaje, una nueva manera de representar
Las producciones de los autores del boom mostraban un lenguaje nuevo que les
permitía narrar las respectivas problemáticas locales y trascender sus fronteras para
exigir a sus lectores estar abiertos a nuevas formas de lectura que demandaban mayor
compromiso y participación. Esta narrativa hizo que autores y lectores ya no se
sintieran peruanos, paraguayos, colombianos, cubanos o mexicanos, sino
latinoamericanos. Para Cortázar, la innovación surgía de instalar lo ambiguo (lo
indecidible) o lo absurdo (lo irracional) en un entorno conocido o
cotidiano… O sea, lo fantástico.
48
Cortázar y sus obras
Julio Cortázar (Bruselas, 1914–París, 1984) fue uno de los representantes
más cabales de la renovación de la narrativa latinoamericana que significó el
Boom. Fue maestro de escuela, profesor universitario y traductor de Edgar
Allan Poe. En 1951 se autoexilió en París, urgido por su incompatibilidad con
el peronismo.
Pese al alejamiento físico de Latinoamérica, Cortázar fue un autor
comprometido con la realidad política hispanoamericana. Su activo
alineamiento en favor de la Revolución Cubana se continuó con el apoyo que,
desde posiciones izquierdistas, otorgó siempre a las más diversas causas.
Obras suyas como El libro de Manuel (1973) constituyen un duro alegato
contra la tortura en América Latina, con claras referencias al imperialismo
norteamericano en Vietnam. Junto con otros intelectuales latinoamericanos, advirtió el
sometimiento económico y cultural que padecen los países del entonces llamado Tercer
Mundo (ni EEUU ni la URSS) con respecto a Occidente.
Rayuela, publicada en 1963, es su fundamental contribución a la novela
hispanoamericana. Se trata de un verdadero rompecabezas literario. En la novela hay una
historia más o menos lineal, casi anecdótica, junto a capítulos que el autor señala como
prescindibles (que pueden no leerse) y cuyo orden, además, puede alterarse. Es decir,
existen múltiples maneras de leer esta obra, lo que subvierte (revoluciona) el esquema de
la novela tradicional. Pero todas conducen a lo mismo: al caos y al intencionado desorden
creado por Cortázar para describir lo absurdo de la realidad tal como la percibimos.
Una literatura de pasajes
Se ha dicho que Cortázar elaboró una literatura de pasajes. Si contar es siempre, metafóricamente, contar
un viaje (narrar la experiencia de un viaje en busca de historias), los héroes de sus relatos van de un mundo a
otro o de un tiempo a otro distinto, pero este viaje no se inscribe en el transcurrir del realismo sino en el
fantástico. Sus textos tematizan las consecuencias del pasaje entre espacios que la percepción normalizada
mantiene escindidos. En sus cuentos esas dos historias referidas por el pasaje se cruzan en una sola.
En base a tu lectura de “Las puertas del cielo” de Julio Cortázar, respondé:
1) ¿En qué contexto ocurre lo sobrenatural en el cuento “Las puertas del cielo”? ¿Cómo se vincula eso con la teoría
que tiene Cortázar del cuento fantástico? (Para eso releé “Lo fantástico, según Cortázar”).
2) ¿En qué persona está narrado el cuento? . ¿Qué efecto genera eso al leer?
3) ¿Por qué podemos afirmar que el final del cuento resulta “ambiguo” o “indecidible”? Brindá posibles
interpretaciones.
4) Vinculá lo explicado en “Una literatura de pasajes” con tu interpretación del cuento “Las puertas del cielo” del
mismo autor.
5) ¿Por qué decimos que este cuento exige un “lector activo”? (Para eso releé “Una nueva forma de leer: el lector
activo”).
6) Averiguá qué es un “bestiario”, cuál es el hilo conductor de los cuentos incluidos en Bestiario y por qué incluye
un cuento como “Las puertas del cielo” en esa colección.
7) Cortázar dice de este cuento lo siguiente:
“Es un cuento reaccionario; eso me lo han dicho muchos críticos con cierta razón, porque hago allí una descripción
de lo que se llamaban los ‘cabecitas negras’ en esa época, que es en el fondo muy despectivo; (…) es una actitud
realmente de antiperonista blanco, frente a la invasión de los ‘cabecitas negras’”. Fundamentá con referencias
concretas al cuento por qué Cortázar tilda a su cuento de “reaccionario”.
8) Señalá desde qué mirada se construye el relato y compará al narrador protagonista (Hardoy) con Celina teniendo
en cuenta: profesión, proveniencia, gustos y apariencia física.
9) El relato muestra la perspectiva ambigua (desprecio y fascinación, a la vez) del Dr. Hardoy sobre una mujer.
Apoyar esta idea transcribiendo dos fragmentos del texto que así lo demuestren.
49
Galopa en dos tiempos
Augusto Roa Bastos
1
El hombre apenas reconoció el lugar. Todo estaba cambiado. Parecía otro
barrio con el mismo nombre de antaño. Se lo podía leer en todos los letreros. Fue
leyendo algunos: «Gran cine de Dos Bocas», «El Chic de Dos Bocas», casimires finos,
«Club Guaraní», «Kabuffeti y Espíndola — Frutos del País». Le guiñaban al pasar los
nervios verdes y rojos de neón.
La vieja calle de tierra había crecido y se había transformado en una ancha
avenida de macadán. A los lados se escalonaban las casas: chalets que a toda costa
querían ser modernos y eran solamente ridículos y chillones con sus tics de mal gusto petrificados en la
mampostería; galpones de cinc, cobertizos de todos tamaños, una estación de servicio iluminada «al giorno».
Donde antes había un gran potrero lleno de mangos y piñales, se levantaba ahora una cancha de fútbol.
Por encima del cerco de ladrillos y el frontón del mismo estilo que los chalets se alcanzaba a ver una parte de las
galerías esfumadas en la sombra. El cine estaba donde antes había estado la verdulería y carnicería de unos
italianos. Precisamente porque se habían perdido recordaba estos detalles con precisa nitidez.
En seguida empezaban los puestos con venta de refrescos, golosinas y cigarrillos, los «bares» al aire libre,
que no eran más que boliches a la intemperie con las sucias mesitas esparcidas bajo las parraleras. Todos
estaban abarrotados de gente. Prácticamente, la galopa comenzaba allí. Eran las primeras ramificaciones del
jolgorio nocturno. El barrio engallardetado se hallaba hirviendo con los remolinos de la multitud, la música de
los altoparlantes, los gritos de los buhoneros y las bocinas de los vehículos.
A un costado, entre los árboles, la lona de un circo se movía en el viento. Por ahí andaría el centro de la
«función». Alrededor de una pequeña plazoleta giraban dos o tres calesitas atascadas de chicos. Entre el litigio
machuno del truco, el rumor de las botellas pescadas con aros, el vivo entrechocar de los bolos, subía la
monótona y ronca cantinela de los encargados de juegos. Loteros barbudos y sudorosos, saperos, talladores de
monte y siete y medio real, de chica y grande. Arribeños oscuros de doctas y febriles manos, con billetes
arrugados detrás de las orejas, los ojos astutos, inyectados en sangre. Muecines de un rezo lúgubre apañaban
los distintos ritos menores de la fiesta, con el mismo lenguaje y el mismo tono de fulleros errantes.
Igual que antes pero también diferente. Había mucha más gente, pero no había banda. Ahora bastaban
los altoparlantes. La misma música cavernosa y metálica surgía de muchas bocas a la vez. Hasta las calesitas
giraban con altoparlantes.
2
Recordaba otra galopa, de quince años atrás. En ese mismo lugar. Con una mujer. Con Rosa. La había
conocido precisamente allí, en una kermesse igual a ésta, a la que él había caído como ahora, sin saber por qué.
Ella salía con una amiga de la tienda de una pruebera. Salía hermosa y alegre. El futuro reflejado en los
naipes roñosos de la adivina le había puesto en el rostro un baño radiante, como si le hubiera untado la cara con
polvo de luciérnagas machacadas. Así era. Un resplandor verde y trémulo, viviente, como sus ojos, cuando dijo:
—¡Ay, disculpe, señor!
Ella salía, él pasaba. El encontronazo los unió para siempre. No para siempre, en realidad. Solamente por
una eternidad corta y desesperada que empezaba en ese momento, en los dieciocho años de ella, ingenuos,
juguetones, ávidos; en los treinta sombríos de él. En la noche de un día que habría sido mejor que no existiera.
La otra se fue en seguida. Estaba oscuramente desanimada. A ella, por lo visto, no la habían favorecido
las barajas zahoríes de la vieja. Rosa y él se sumergieron en el humor del jolgorio; de un jolgorio en las orillas,
que había crecido en quince años, al cabo de los cuales él estaba todavía allí, pero solo, sin ella, recordando
fragmentos de un tonto diálogo en cuyas frases él apenas se reconocía.
—Entonces, ese hombre del cual le habló la vieja soy yo…
—Sí…; trigueño, cabello oscuro y ondulado como el suyo. Los ojos también. ¿Y qué edad tiene usted?
—¿No le dijo treinta años, la vieja?
—Sí, de veras… Eso me dijo.
—¿No ve que soy yo? ¿Y qué más le dijo?
—Que nos casaríamos, que haríamos un largo viaje.
—¿Y eso nomás? —la voz del hombre seguía, insinuante, obstinada, dominadora.
—También que…
—Sí, diga.
—También que tendríamos muchos hijos y que seríamos muy felices.
—¡Como si nada! Y aquí nomás, a la salida, ese hombre ya la estaba esperando. ¿Qué me dice? Esa adivina
vale oro.
Ella rió desdoblada entre la dicha y el temor. Él le palpó las frescas redondeces con los ojos sombríos.
Entonces ella bajó los suyos y se dejó conducir del brazo por entre la algarabía ensordecedora, como en un
sueño. El cuerpo, el corazón sonámbulo, la cabeza ligeramente ladeada hacia el desconocido que la suerte había
puesto en su camino.
50
Sentía bajo la presión de su mano el vértigo latiente de la muchacha, la sumisión medrosa y al mismo
tiempo ansiosa de su sangre, apegándola a él, entregándosela poco a poco.
El bullicio se fue apagando. La luz también. Era ahora un caminito sinuoso entre los yuyos. Ya se podía
sentir la estridulación finita de los grillos, ardiendo en la oscuridad. Tenues hilos de plata sobre el rumor lejano.
La noche misma se había puesto de pronto más oscura. Iban caminando entre los mangos. Ni las estrellas se
veían. Solamente el denso, el adormecedor perfume de las piñas y los mangos del potrero avanzaba hacia ellos.
El olor de la tierra empapada de rocío. La noche caía sobre ella como un jarabe. El filtro de la pruebera. La
tiniebla trémula del instinto, cribada de motitas rojas, fosfóricas, pateándoles suavemente en las sienes.
—Volvamos ya —gimoteó en ella un resto de pudor, de temor—. Me han de andar buscando…
—No; todavía no, ricura. Vamos un poco más. No tengas miedo. No te va a pasar nada. Está tan linda la
noche…
En una pequeña limpiada se detuvieron. Él se sacó el saco y lo extendió sobre el pasto húmedo y fragante.
Se sentó él primero; luego, la atrajo hacia sí, suavemente, sin prisa. El vientre redondo y prieto avanzó hacia el
rostro anguloso. El duro mentón empezó a frotarse contra él, a escarbarlo, como arañándolo despacio, con
tiernas sacudidas. La atrajo aún más, y ella se hincó de rodillas frente a él, azogada y febril. El hombre entonces
sofocó con sus besos los pequeños plañidos que recorrían su garganta y agotó diestramente el prólogo
comenzado, como un halcón agota la agonía estremecida de la paloma.
Ella se puso un dedo entre los dientes. No pudo, sin embargo, estrangular del todo un grito de dolorosa
delicia. Pero en ese mismo momento cantó un pájaro entre las ramas; de modo que el grito se prolongó en el
canto, solo como un sonido que cambiase de matiz, o como si el canto del ave nocturna hubiera arrancado
simplemente con un gemido humano. Eso fue todo.
El tiempo extraño había comenzado a contar para ellos. Cuando la luna salió, ella todavía estaba ínmóvil,
inerme, como dormida. La luna se filtraba entre las hojas. Diminutos lunares dorados manchaban los brazos
que cubrían el rostro y, más abajo del ruedo levantado del vestido, la gruesa y mórbida horqueta de los muslos.
Con hierbas aromáticas que machacaba previamente con los dientes, él trató de contener la hemorragia. Un rato
después la levantó y volvieron hacia el rumor, hacia el resplandor de la galopa. Pero volvían distintos,
cambiados. Ella y él.
—¿Y ahora…? —gimió Rosa con auténtica angustia—. ¿Qué va a ser de mí?
—No tengas miedo —replicó el seductor con dureza; una irritación indefinible hacía ronca su voz—. No es
nada. No hemos sido los únicos. Mirá…
De trecho en trecho, al amor de la sombra que la luna teñía ahora de un pálido azul, se resolvían
vagamente otras operaciones análogas a la que ellos habían concluido.
3
El vaticinio de la pruebera empezó a cumplirse exactamente, implacablemente. Solo que al revés.
Vino el largo viaje: Rosa, grávida, tuvo que huir de su casa para seguir a su hombre. Y a la verdad el
camino fue largo y amargo.
—… Su trigueño pinta oscura va a subir…, va a subir alto… —había predicho también la bruja—. Primero
va a tener que contar a todos, sin hablar, las cosas buenas que ocurren en la ciudad… Todos le van a oír sin verlo,
sin poder contestarle.
Eso en realidad no era para Rosa un presagio muy claro. Le había parecido una broma, una superchería
de la embaucadora. Pero él sí lo entendió muy claramente. La lectura correcta era la del espejo: había que
descifrar los pronósticos de la vieja volviéndolos del revés.
4
Sus frustrados estudios de abogacía dieron con él en el periodismo. Se hizo primero cronista deportivo.
Se aburría con el fútbol. Pidió encargarse de la sección policial. Sus notas ganaron gran popularidad gracias a la
manera cínica y desenfadada en que estaban concebidas y redactadas. Su técnica era muy simple: conseguir
siempre una brecha ínfima, un agujero, un intersticio disimulado en la falsa piedad o en la pirueta irónica, por
donde el tufo de la maldad, de la perversidad humana, surgiera fino y hondo, irremediable.
—Dan la impresión —comentaba la mayoría de sus lectores— de un reportaje al criminal un momento
después del crimen.
Y era el mejor elogio que le podían hacer.
Contra las protestas de Rosa, él se defendía encogiéndose de hombros:
—Tenemos que comer, ricura. Es un trabajo honrado, como cualquier otro. La bruja lo dijo: «Contará a
todos, sin hablar, las cosas buenas que ocurran en la ciudad». ¿No seguís creyendo acaso todo lo que dijo ella?
Y a lo mejor —su voz se tornaba opaca, impersonal—, ¿quién te dice que yo no sea un criminal en potencia?
Escribiendo sobre los crímenes de los demás, evito cometer el mío propio.
—No, ¡por Dios, no! —decía Rosa con lágrimas en los ojos.
—¿Por qué no? —insistía él, impasible, con un sadismo tan perfecto que parecía simulado.
Siempre encabezaba sus notas con alguna reflexión efectista. Pero sus impactos eran seguros en su
público de lectores. Había quienes las anotaban rigurosamente en una libreta, entre suspiros de admiración.
Había logrado desarrollar así un breve compendio de la ciencia del crimen, con numerosas ediciones
individuales, anónimas.
51
Una vez, por ejemplo, escribió: «El peor crimen no es el que termina en un asesinato. Se puede destruir
a un ser vivo de muchas maneras. Lo peor no es la muerte. El peor crimen es aquel al que la víctima sobrevive
físicamente».
Y a continuación relataba la acción de dos chicos que con una ferocidad increíble, con una saña salvaje
pero calculada, casi suave, habían reventado los ojos a un gorrión con una espina de naranjo que uno de ellos
había extraído del bolsillo. El matiz peculiar de sus notas residía en el intenso tono autobiográfico que él sabía
imprimirles.
Así, aunque él mismo después contaba que había tratado de salvar al pajarillo («sentía miedo y vergüenza;
era algo sagrado que me quemaba las manos…»), la impresión de que él había relatado solamente una aventura
de su infancia no conseguía disiparse. Pero esto era lo que daba fuerza a sus crónicas.
Y en cuanto al vaticinio de los hijos, también la pruebera había acertado con la imagen inversa en el espejo
del destino.
Por una última vez Rosa había vuelto a insistir:
—¿Por qué no me dejás tener un hijo?…
—¿Un hijo? Ya te he dicho que no y no. ¿Cuándo vas a dejar de molestarme con esas pavadas?
—¡Lo quiero tanto!
La idea solamente de un hijo lo sublevaba. Por tres veces más, después de aquella aventura inicial de la
galopa, Rosa tuvo que soportar que le saquearan las entrañas para despojarla de lo que más deseaba en el
mundo.
El hecho de mencionárselo y el tono algo áspero, de dolorido orgullo, que tuvo la voz de Rosa al decir mi
hijo, lo exasperaron. Perdió el control de sí mismo. Ofuscado, enardecido por el resentimiento, se abalanzó sobre
ella y le hizo sentir la fuerza de sus manos. Después fue y abrió de un tirón el cajón de la cómoda donde ella
guardaba las ropitas que cosía y tejía en secreto para ese hijo que se había convertido en nada más que un deseo
obsesivo para ella. Recogió furioso las minúsculas prendas, hizo con ellas un montón en medio de la pieza y las
quemó en su presencia.
Pero Rosa era infinitamente paciente. Volvieron a reconciliarse. Y nunca más le mencionó el hijo.
Un tiempo después dejó el periodismo policial y aceptó la subsecretaría de un ministerio. Allí necesitaban
de su extraño conocimiento del corazón humano, de su torva popularidad literario-policial.
Uno de los intermitentes sismos políticos del país lo expulsó, junto con muchos otros, camino del
destierro.
Y Rosa desapareció en una de las grietas que quedaron abiertas en la corteza social que se tragaron sin
piedad a muchas como ella.
5
Habían transcurrido, pues, quince años. Él acababa de regresar al país deslizándose por el puente levadizo
de una de las también intermitentes amnistías.
Y allí estaba caminando, como una sombra, en medio del jolgorio de un arrabal que había crecido y
parecía ahora otro barrio con aquel nombre de antaño, apenas sentimentalmente sedicioso para él. Se había
aplicado tenazmente en sus actos, lo que ni siquiera le había permitido conservar escrúpulos humanitarios con
respecto a sí mismo.
Se detuvo ante un puesto de cigarrillos.
—Deme un «Reina» —su voz misma resonaba con un acento extranjero, aporteñado.
Al fondo del quiosco había un espejo manchado. Mientras le daban el vuelto contempló en la sucia luna
su rostro quemado por aquella explosión de un «Primus», en un conventillo de la Boca, en Buenos Aires. De él
también podía decirse que estaba cambiado físicamente. La quemadura de la nafta le había dado otra expresión.
Lo había absurdamente ennoblecido. Un lado de la cara estaba oscura; el otro, forrado en una suave película de
piel renovada y ligeramente fruncida bajo los ojos, tenía el color de la cera virgen. Nadie lo hubiera reconocido.
Era un extranjero, un desarraigado, un intruso.
Pero a él le daba lo mismo. Nada tenía ahora importancia en su vida. A los cuarenta y cinco años era un
hombre acabado. Era un hombre con apariencia de hombre. Nada más.
¿Dónde estaría Rosa en ese momento? Pensó en ella sin curiosidad, sin remordimiento, con un recuerdo
sin más importancia que los otros. Hasta para esas cosas estaba encallecido sin remedio. No sabía nada, no
sentía nada. No le importaba no saber, no sentir nada. Ajeno y distante iba en medio de esa galopa no avanzando
sino desandando un camino, de espaldas al futuro, oscurecido el rostro por los años, la desesperanza y el tedio.
Levantó la vista. Se hallaba frente a una pista de baile rodeada con un cerco de alambre tejido y arpillera.
En la pared rosada del frente, donde estaba la entrada, había un letrero con esta inscripción:
Se quedó mirando las fotos de las «chicas» del establecimiento, que estaban en un marco con vidrio, cerca
de los huecos de la boletería. Le invadió un malestar indefinible. En eso, alguien le tocó el hombro:
—Con mirar el papel no hace nada. Sáquese el gusto. Vamos adentro a bailar.
52
Era una mujer; una de las bailarinas del dancing que entraba a comenzar su trabajo. La siguió
desorientado. Ella desapareció un momento por una de las puertas traseras del salón. Volvió con un cigarrillo
en los labios, contoneándose mucho, con el vestido negro muy abierto sobre el pecho, tratando de ser
provocativa. Se le acercó y le tomó de las manos. Lo contempló con un aire de astuta conmiseración. Eso suponía
un valor enorme en una mujer como ella; un coraje casi absurdo.
—¿Bailamos? Pareces muy triste. Y aquí, chiquito, uno viene a divertirse.
Salieron a la pista bordeada por copudos mangos desde cuyas ramas pendían los focos eléctricos y las
bocas enrejadas de los altoparlantes mandando sus polcas lánguidas y cadenciosas y la gelatina melódica del
bolero, la tormenta procaz de la rumba o los cortes del tango. El bar y recreo «El Mango» estaba al día con lo
más nuevo del cancionero internacional.
Bailaron algunas piezas. Después se fueron a un rincón, en la penumbra, y se quedaron mirando la zambra
maquinal, fingidamente alegre, de las parejas que hacían humear rojizamente el enladrillado bajo sus pies. Él
bebió toda la noche, sin levantarse más. Se miraban de tanto en tanto, hablándose apenas. Sus sillas se
hamacaban sobre las gruesas raíces emergidas de un mango rosa. Los dos parecían atrapados por los tentáculos
de un pulpo negro embadurnado de cal. Sobre su vaso de cerveza lavada, ella lo miraba con sus grandes ojos
enrojecidos por las trasnochadas, por la depravación. Tenía un aire hambriento y desolado. Esa mujer resumía
en su persona toda la sórdida fascinación del antro programero, siniestro y dulce a la vez, acentuada casi hasta
el alarido con la complicidad inocente de las libélulas, de los árboles, del perfume, de la noche que bajaba hasta
las hojas, hasta los focos manchados por las defecaciones de las moscas, la noche parecida a un trozo de
terciopelo azul destrozado y sucio entre los dientes de un perro enfermo.
Él buscaba algo en ese rostro. Pero no sabía qué. Tal vez algo que para él estaba definitivamente perdido:
el posible entendimiento con una mujer. De su concubinato con Rosa, solo había quedado un huérfano nonato
terrible que él se negaba a reconocer y que lo llamaba, sin embargo, con vagidos crepusculares desde el recuerdo,
desde la muerte.
Le dijo de pronto:
—Podés sonreírte un poco.
La mueca se formó con esfuerzo mecánico. Ese rostro encanallado no era, sin embargo, más que la
«máscara del oficio». Sobre el espeso revoque del polvo y del colorete flotaba el aire de una marchita pureza.
Por el agujero de esos ojos se podía llegar a una fisonomía, al reflejo de otro ser que no había muerto en ella,
pero que se había refugiado a una profundidad cada vez mayor hasta hacerse invisible. Pero todo rostro son
muchos rostros. El que ahora miraba el hombre estaba bastante deteriorado. La boca, sin embargo, habría sido
hermosa en la juventud. Los labios finos, bien dibujados. Solamente los dientes eran un poco grandes. Brillaban
en la risa arrugada por el aburrimiento en una hilera demasiado uniforme. De pronto, toda la hilera se movió;
fue un movimiento pequeñísimo, apenas perceptible, pero entre las encías y los dientes se produjo una fisura.
Él cerró los ojos, porque para él fue como si de pronto se hubiera rajado una pared sin ruido.
Un poco humillada, la mujer le dijo con cierto suave y salvaje rencor:
—¿No te gusto? ¿Querés irte con otra? Vos tampoco, amor, estás muy entero, que digamos. Tenemos que
ayudarnos un poco… —y en adelante cuidó de no mostrar los dientes.
Él le tomó las manos; se las levantó lentamente y las besó en la punta de los dedos. Bajo el perfume barato,
el persistente olor de la lavandina, las vetas indelebles del tizne de cocina hundido en las yemas, las uñas recién
pintadas con una capa de esmalte gruesa y grumosa por las superposiciones, publicaban el secreto de esas
pobres manos proletarias. El hombre borracho, vacío, pidió:
—Contame tu historia, yegüita… —al volverse en la penumbra, de su cara parecían salir dos caras: una
oscura, amarilla la otra.
—Cuando cierre esto, podemos ir a casa, si querés. Allá te haré los gustos, nenito. No te saldrá muy caro
el paseo.
6
Salieron a la madrugada. Todavía faltaba mucho para el amanecer. Llegaron a las orillas. Se detuvieron
ante un rancho de mala muerte entre otros ranchos iguales, diseminados al borde de una gran zanja cuyo hedor
les llegó, a ella no, a él, con la emanación pútrida de aguas servidas estancadas. Contra el hedor del sumidero,
el aroma de un jazmín de lluvia y de un níspero raquítico luchaban inútilmente como un tábano contra una
osamenta.
—Aquí es —dijo la mujer con desgana.
La puertita del rancho rechinó con sus goznes de cuero seco. Entraron. La voz del hombre resonó en la
oscuridad del rancho, con anticipada autoridad marital:
—Encendé la luz.
—No; por favor. No quiero que se den cuenta los vecinos. Son muy chismosos —cuchicheó ella.
Al hombre le daba igual. Total, lo único que quería era dormir. Se orientó con las manos en el cuartucho.
Fue descubriendo el pobre mobiliario: una silla desvencijada, un cajón con una palangana, una toalla todavía
húmeda, colgada de un clavo y exhalando un agrio olor (era casi preferible el del zanjón). Una soga tirante en
un ángulo. La cama, por fin. Se quedó parado junto a ella, sin saber qué hacer, si irse de allí o tumbarse de una
vez, vencido por el cansancio, por una desazón ignota que le escocía en todo el cuerpo como un sarpullido
maligno. Oyó caer el vestido alrededor de los pies de la mujer. Su delgada, blanquecina silueta se combó sobre
algo.
—Acostate de una vez. Ya voy en seguida.
53
Los últimos sonidos le salieron pastosos, ahogados. Estaba masticando una galleta que sacó no se podía
saber de dónde. El ruido de esa hambre era terrible. Él oía trabajar los dientes postizos sobre el pedazo de galleta
dura. Tuvo que ponerse las manos sobre los oídos. Se sentó al borde de la cama. Ella seguía inclinándose con
suaves movimientos alternados. Más que verla, la adivinaba entregada a esa inexplicable ocupación.
Confusamente la veía atraer y empujar algo con los brazos. La pregunta estalló áspera en sus labios.
—¿Qué estás haciendo?
—Nada… Ya voy. Acostate.
El balanceo de los brazos cesó. Se agachó hacia el suelo. Parecía que se hubiese inclinado para sacarse las
medias. Solo un poco más tarde, el hombre supo que se había anudado algo a los pies. En seguida se deslizó en
el catre y lo buscó experta, maquinalmente. Con pausas y caricias tan maquinales como las de ella, él trató de
demorar, de alejar eso que no le producía el menor interés. Sabía, sentía que esa mujer estaba en ese momento
(tanto como lo estaba él mismo) lejos de todo lo que siquiera aproximadamente pudiera parecerse al deseo. Su
indiferencia era la desolada indiferencia que solo da el extremo desamparo o la absoluta desesperanza; una
actitud que volvía a parecerse a la inocencia, pero que por eso mismo era monstruosa, como son monstruosas
todas las caricaturas de la perfección.
No obstante, el momento llegó. El acuerdo tácito de los sexos es demasiado viejo para que tenga necesidad
de fantasía o de imaginación. Ese hombre y esa mujer acostados en un catre, dos seres fantasmales que nada
tenían de común entre sí más que su común desgracia, tampoco pudieron abstraerse al puro atavismo del
instinto, a su costumbre, a su fatal mandato parecido a la pesantez. Sin darse cuenta, estuvieron en seguida el
uno en brazos del otro. Sin embargo, sus cuerpos cansados y gastados se frotaban el uno contra el otro en una
inercia menos que puramente animal, de la cual todo vestigio de voluptuosidad había desaparecido.
De improviso el balanceo comenzó nuevamente, pero esta vez ya no con los brazos sino con la pierna. Él
la sentía subir y bajar contra su vientre en una flexión rítmica, muy lenta y espaciada, que se detuvo cuando
deslizó su mano para indagar la causa del movimiento.
—Pero… ¿qué es lo que estás haciendo? —volvió a preguntar inquieto, irritado.
Ella quedó inmóvil y en silencio. No se la oía siquiera respirar. El hombre tendió la mano hacia la ropa
que había dejado sobre la silla, cerca de la cama. Ella, a su vez, comprendió lo que iba a suceder. Le rogó agitada,
atropellando las palabras:
—Por favor… no enciendas. No enciendas… Por…
Pero él ya había extraído la caja de fósforos del bolsillo del saco. Encendió uno bruscamente y entonces
vio algo imprevisto: en el ángulo del rancho había una pequeña hamaca de lona en la que dormía una criatura.
Ésta era la cuerda tirante que él había palpado al entrar. La oyó murmurar tímidamente a la mujer, como
disculpándose:
—Lo estaba hamacando para que no se despertara y te molestara en lo mejor. Es mi hijo, ¿sabes? No
quería que lo vieras. Ustedes los hombres son muy tontos. Pero…, ya está hecho. No importa. Si querés, podemos
seguir…
Mantuvo el fósforo en alto. Se fijó en el pie de la mujer; tenía anudado al pulgar el piolín con que movía
la hamaca. Se incorporó a medias en la cama y lo desanudó con lentitud.
La voz con que dijo: «es mi hijo», impresionó al hombre vivamente, como si la hubiera oído en otra parte,
hacía mucho tiempo. Acercó aún más la cerilla que ya comenzaba a apagarse, consumida casi por completo. Y
entonces, a lo imprevisto se sumó lo que de ninguna otra manera hubiera podido ocurrir; la llamita agonizante
del fósforo alumbró por un instante brevísimo el rostro de… Rosa. Envejecido, destruido, pero con el aire de
desesperada aunque impasible honradez que él ya había contemplado en la penumbra, bajo los mangos. El
instante brevísimo había vuelto a durar quince años de un golpe, al resplandor de esa cerilla que se apagó entre
los dedos del hombre con una sensación indolora y lejana.
El chico entonces se despertó y se puso a llorar, como si por primera vez llorase una criatura en el mundo.
Él volvió a taparse los oídos con las manos. Pero seguramente no dejaba de escucharlo. Se levantó de la cama,
se vistió como un autómata. Hurgó en sus bolsillos tanteando con furiosa torpeza, como si ya hubiese perdido
la costumbre de sí mismo. Sacó todo lo que tenía y lo soltó sobre la silla. Salió tropezando como un ciego hacia
la claridad brumosa del amanecer que empezaba a filtrarse por las rendijas del rancho. La mujer estaba tan
cansada que vio todo eso como en un sueño, sin comprender. Se tumbó en el camastro y se quedó dormida como
una piedra. Solo el chico seguía llorando. Cada vez con menos fuerza. Hasta que también volvió a dormirse. Y
entonces el rancho quedó envuelto en un completo y rosado silencio.
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Algunos días después, boyando en el espeso y nauseabundo caldo del zanjón, encontraron el cuerpo de
un hombre. No lo pudieron identificar. Rosa fue llamada para averiguaciones. Pero ni siquiera ella lo pudo
reconocer. Seguramente algún borracho noctámbulo que había resbalado y caído.
La soltaron mucho antes de lo que ella misma hubiese podido imaginar. Volvió a lo suyo, contenta de
haberse podido zafar tan pronto.
Extraído de El trueno entre las hojas, Buenos Aires: Editorial Losada, 1953.
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.Augusto Roa Bastos, una literatura desde el exilio
Con una obra escrita, publicada y consagrada fuera de su patria, Augusto Roa Bastos (1917-
2005) mantuvo una relación compleja con los intelectuales de su país, que lo objetaron y tildaron
indirectamente de traidor. Una serie de artículos periodísticos en contra de las dictaduras causó el
exilio del escritor, quien se radicó en la Argentina en 1947. Después de trabajar como vendedor
ambulante, camarero, empleado de seguros, corrector editorial y traductor del guaraní al español, Roa
Bastos consiguió publicar, en 1953, su primera obra reconocida, una antología de cuentos titulada El
trueno entre las hojas.
La imposibilidad de regresar a su patria se prorrogó por varios años. A principios de la década
de 1960, Roa Bastos aceptó un cargo de profesor en la Universidad de Rosario y comenzó la escritura
de lo que sería la “trilogía del dolor paraguayo” (tres novelas conformadas por: Hijo de hombre -1960-
, Yo el Supremo -1974- y El fiscal -1993-).
-En base a tu lectura de “Galopa entre dos tiempos” y de la teoría sobre la literatura de
Roa Bastos, responde:
a) Averiguá qué ocurrió en Paraguay el año que Roa Bastos tuvo que exiliarse y luego decí en qué medida
su cuento “Galopa entre dos tiempos” hace referencia indirecta a esa cuestión.
b) Explicá cuál es el “absurdo casual” que se refiere en el cuento. ¿Es un cuento realista? Fundamentar.
c) ¿En qué elementos del cuento podemos ver el “mundo dual” del que nos explica la teoría? Explicalo.
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Los cachorros – Mario Vargas Llosa Los cachorros – Mario Vargas Llosa Los cachorros – Mario Vargas Llosa
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Unidad 3 - El tango y el Teatro Abierto del siglo XX
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El tango en sus comienzos
El tango es, ante todo, una música. Sus orígenes son inciertos, pero puede reconocerse en él la
síntesis de elementos de raíz africana, española y específicamente criolla. Comenzó siendo una danza
más bien obscena y procaz (provocativa), que se bailaba en los prostíbulos de los márgenes
de la ciudad de Buenos Aires; y fue siendo paulatinamente aceptada por los sectores de la
burguesía (las clases altas) que definían los criterios morales de la sociedad. Ese proceso de
aceptación coincidió con el momento en que el tango adquirió las características que hoy se conocen como
definitivas: un modo de la canción que solo en ocasiones se escucha en versiones instrumentales.
Hubo, entonces, un momento inicial en que el tango fue una música rudimentaria tocada con pocos
instrumentos, para promover el baile y la diversión, y en cuya ejecución se incluían versos sueltos,
generalmente improvisados por los propios músicos. A partir de cierto momento, empiezan a
converger (vincularse) hacia el tango tradiciones letrísticas que vienen del estilo: el vals y
la milonga, géneros de canto popular que ya habían alcanzado cierta madurez, a través de compositores
como Delicado Peñaloza, Betinotti y otros.
Responder
1) Explicá cuáles fueron las dos etapas de la historia del tango, según el texto leído.
2) ¿De qué modo el tango reflejó la realidad cambiante de nuestro país?
3) ¿Qué hay de “innovador” y “revolucionario” en las letras de tango? ¿Por qué llama la atención eso?
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La autora… SOBRE LA MALASANGRE
Griselda Gambaro
Ambientación y símbolos de la obra
La malasangre es una obra teatral escrita en 1981, constituida por
ocho escenas. Se estrenó en el teatro Olimpia de Buenos Aires, el 17 de
agosto de 1982. La primera indicación escénica expresa: Un salón hacia
1840, las paredes tapizadas de rojo granate. La vestimenta de los perso-
najes varía también en distintas tonalidades de rojo […] El padre viste de
rojo muy oscuro, casi negro. La configuración del espacio: el mobiliario,
los utensilios, el color predominante, además de la fecha (1840), nos ubi-
can en la casa de una familia acomodada, durante el gobierno de Juan
Manuel de Rosas que –como sabemos- gobernó la provincia de Buenos
Aires entre 1829 y 1852 (excepto un lapso de tres años). Más aún, la con-
formación de la familia –el padre de poder omnímodo, una esposa com-
placiente, una sola hija- y el
Nacida en Buenos Aires, en misterio que ronda la casa,
1928, en una familia de inmigrantes cabezas que ruedan por la
del barrio de la Boca, vivió tempora- calle, parece autorizarnos a
riamente en Italia y en España, pero extender la lectura: Benigno
desde 1980 fijó su residencia en podría ser el propio Rosas.
nuestro país.
En 1963 publica su primera obra Las relaciones humanas
llamada Madrigal en ciudad (tres giran en torno a los dos ex-
novelas cortas) y al año siguiente tremos que genera el uso
recibe el premio Emecé por El desa- abusivo del poder: someti-
tino (cinco cuentos y dos novelas
miento o rebelión. La malasangre es un texto hecho de la tensión per-
cortas). Desde entonces, publicó un
abundante número de obras teatra-
manente entre quienes están sojuzgados y quienes se animan a desafiar
les que fueron representadas profu- al poderoso. Si bien quien encarna la debilidad como ninguno es Candela-
samente en salas argentinas y ex- ria, la madre, se presiente que hay atrás un personaje colectivo que no
tranjeras. puede mostrarse sino servil y complaciente (está en los profesores que
En los primeros textos (escritos esperan a la intemperie que Benigno los elija como instructores de su hija,
en la década del 60) predomina la o en el silencio que se escucha cuando no pasan los carros con “melo-
línea “absurdista” por influencia de nes”). Al contrario, Dolores representa el repudio hacia el sanguinario
dramaturgos europeos como Iones- despotismo de su padre, aunque ella cuenta con la ventaja del vínculo que
co, Pinter y Becket. En las obras la salva de la represalia cruel a la que se ven sometidos todos los que
posteriores, Gambaro se acerca más
osan desobedecer la autoridad, como Rafael.
a una estética realista, intensificando
la crítica –casi siempre por debajo
de la superficie del texto- hacia las Las estrategias del poder
instituciones pero también, hacia el Según Michel Foucault el origen de esta
argentino como “individuo social”. forma de dominación (el poder) que el
Actividades: mundo entero se disputa no está única-
mente en manos de quienes gobiernan,
1) Describir en detalle a los perso- llámese aparato de Estado o las institu-
najes de La malasangre. Aplicar ciones. Para él, el poder se halla tam-
el esquema actancial para de- bién en el “cuerpo social” y circula a
terminar quiénes poseen un través de los individuos, más que en
ayudante y quiénes están solos, un sentido vertical –de gobernante a gobernado, de jefe a subordinado, en
quiénes comparten el mismo una dirección transversal, formando una trama densa y difícil de desar-
“objeto”, y quiénes se oponen
entre sí.
mar: No está nunca localizado aquí o allí, no está nunca en las manos de
algunos, no es un atributo como la riqueza o el bien. El poder funciona, se
2) Explicar los conflictos de la ejercita a través de una organización reticular. […] Entre cada punto del
obra. ¿Por qué su desenlace es cuerpo, entre un hombre y una mujer, en una familia, entre un maestro y
trágico? Formular conclusiones. su alumno, entre el que sabe y el que no sabe, pasan relaciones de poder
que no son la proyección pura y simple del gran poder del soberanos so-
bre los individuos.1
1
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Foucault, Michel. Microfísica del poder. Ediciones de La Piqueta: Madrid, 1922, pp. 144 y 157.
El poder de los malvados en La malasangre y El Matadero
El realismo reflexivo
Así planteado nos permite discernir con más claridad el juego Griselda Gambaro eligió una estética
de tensiones que es el tejido textual de La malasangre, para no realista para su producción posterior a los
atribuir toda la “maldad” al personaje de Benigno. Porque él 70. Pero no se trató de un realismo con-
existe como tal gracias al sostén que representan los otros, vencional, sino de la construcción de un
por ejemplo, su esposa Candelaria, en calidad de débil y someti- discurso –reflexivo, sí- pero que siempre
da, y Fermín, su brazo derecho y ejecutor. dice más, y de situaciones que no se
Si ampliamos nuestra mirada hacia El Matadero, también Ma- ciñen solo al conflicto expresado por la
tasiete, los carniceros y el juez del Matadero forman parte del re- obra, sino que producen otros sentidos en
sorte que hace efectivo el poder. Pero ellos van más lejos: practi- los que es imposible verse reflejado. A
propósito de esto, afirmó, en un texto
can mayor salvajismo que su propio patrón.
crítico, Fernando de Toro: Gambaro con
Esta conducta es la misma que la de Fermín en la escena de su teatro produce un aspecto espectato-
La malasangre, durante la reunión de la familia con el futuro espo- rial, pero un espejo grotesco, deformado,
so de Dolores. El criado le trae a Rafael (por su propia decisión) donde le mirarse produce horror, y es
una taza de té sobre un plato de plata hirviendo, por lo que logra quizá por esto que la crítica argentina, y
quemar a su víctima y provocar la risa convulsiva y ridícula de cierto tipo de público, ha reaccionado tan
Benigno. violentamente hacia su teatro. No es
Fermín es un criado del mismo nivel que Rafael –aunque es- agradable ver la propia suciedad ostenta-
te acredite instrucción y comparta la mesa con sus señores-, pero da públicamente.
aprovecha la maldad de su amo para ejercer la propia. Social-
mente están en el mismo peldaño, quizás en otro contexto serían 1) Más actividades…
paren y podrían darse muestras de solidaridad. Pero Fermín está
amparado por la impunidad de la que goza su amo y disfruta ridi- 3) Elegir alguna de las siguientes pro-
puestas para desarrollar un texto argu-
culizando a quien considera un débil, por defectuoso; pero tam- mentativo. No olviden justificar los dichos
bién lo hace porque Rafael tiene una dignidad de la que él carece. con citas textuales y referencias precisas
a las obras leídas:
a. ¿Hasta qué punto considera usted
que las creaciones de esta autora son
realistas?
b. Las obras de Gambaro, ¿son un re-
flejo de la sociedad argentina de un
determinado momento o es posible
afirmar que sus temáticas resultan
universales?
c. ¿De qué modo se retrata la inco-
municación en la obra de Griselda
Gambaro?
d. ¿En qué medida la autora confirma
en sus textos que “las apariencias en-
gañan”?
En cambio, en El Matadero, quienes matan al unitario actúan 4) Crear una escena a partir de una pa-
así porque están acostumbrados a la prepotencia y avasallamien- reja de personajes cuya relación esté
to del “otro”. Porque nadie les ha ordenado que torturen y ma- dada en términos de poder (opre-
ten: se trata de demostrar y demostrarse que ellos tienen po- sor/victimario - oprimido/víctima). Definir
der para juzgar a quienes quieren. El cuerpo de la sociedad está cuál es el ámbito de la acción, describir a
“enfermo” y la justicia –que podría condenarlos por esa muerte- no los personajes en sus rasgos esenciales y
existe, no es equitativa o solo rige para los privilegiados por el plantear el conflicto. ¿Cómo evolucionará
la situación? ¿Qué desenlace tendrá la
régimen.
escena? ¿Predominará el sometimiento o
Siguiendo a Foucault, podemos concluir: el poder no es la rebelión? Redactar los diálogos y las
propiedad exclusiva de uno o de un grupo, concierne a un didascalias.
entorno y es ejercido por el consentimiento de esa comuni-
dad que se transforma en cómplice, en parte por miedo e irre- 5) Ver la entrega del ciclo ¿Por qué es un
solución (es el caso de la esposa de Benigno), pero también clásico? dedicada a La malasangre, en el
sitio web de Canal Encuentro (disponible
porque esa estructura les permite a algunos sojuzgar a los
en: http://bit.ly/1LeKiJm), y comentar la
más débiles (como Fermín, el criado-verdugo). perspectiva que los entrevistados ofrecen
sobre esta obra.
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Unidad 4 - El romanticismo en el Río de la Plata
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Mujeres escritoras desde la conquista hasta el siglo XIX
La literatura de nuestro propio idioma presenta dos casos típicos: el de Santa Teresa de Ávila, en la
España del Siglo de Oro, y el de Sor Juana Inés de la Cruz, en Nueva España (actual México) en el periodo del
Barroco. Otras hubo en la metrópoli y en sus colonias, monjas casi todas; pero la mujer escritora, en el amplio
sentido de esta palabra, la mujer emancipada que se mezcla libremente a la vida, que estudia a la par del
hombre, colabora en los periódicos y saca a luz sus libros, es un fenómeno propio del siglo XIX y de la
atmósfera liberal de las sociedades modernas.
Después de la primera conquista, cuando en nuestro actual territorio se fundaron hogares, la mujer fue
recluida en alcobas o conventos, evitando hasta el enseñarle a leer, porque es sabido que la iglesia católica,
organizadora de la teocracia colonial, miró siempre a la mujer como una ministresa del diablo, desde aquella
experiencia del Paraíso, donde Eva fue cómplice de la serpiente, a la sombra del árbol de la vida. La guerra
de la independencia cambió el cuadro de la sociedad colonial. La mujer argentina compartió con el hombre
la empresa militar, como en los tiempos iniciales de la conquista. Finalmente, en el periodo de transición que
va de la independencia a la organización nacional (1860), aparecen mujeres que, sin desinteresarse de la
acción civil -o por eso mismo-, comienzas a interesarse por las letras. Era la llegada de la época del
romanticismo y los jóvenes poetas de la emigración liberal hallaron almas gemelas a su pasó. Esas
intelectuales, animadores culturales, muchas de ellas grandes escritoras, fueron: Joaquina Izquierdo (dama
ingeniosa, a cuyo salón concurrían los poetas de Mayo), María Sánchez de Mandeville (tuvo salón, habló
varios idiomas, conoció el mundo y los libros, trató a ministros extranjeros y a poetas nativos), Juana Manuela
Gorriti (creadora del relato fantástico en nuestro país y novelista), Juan Manso (escritora y pedagoga, amiga
de Sarmiento), Eduarda Mansilla (escritora y hermana del novelista Lucio Mansilla), Josefina Pelliza (poeta
de gran obra) y Rosa Guerra.
Adaptado de Rojas, Ricardo. “Mujeres escritoras”. Historia de la literatura argentina. T. VIII, Kraft.
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(…) Rosa Guerra fue una de las primeras novelistas publicadas en Argentina. En 1860, aparece su
primera novela Lucía Miranda1 basada en la figura folklórica de la primer mujer cautiva por indígenas.
En 1862, Rosa Guerra se convierte en la primera dramaturga argentina al publicar Clemencia, drama
en tres actos en verso dedicada al presidente general Bartolomé Mitre. En esta obra, Guerra continúa su
crítica social resaltando la alta de educación científica en la mujer. Se lee: “Si fuera como en otras partes/ Que
es la mujer estudiosa,/ Su educación no es viciosa/ Como la nuestra; se la enseña/ El estudio de la ciencias/
Es ilustrada en conciencia/ Y su saber es igual/ Al del hombre; es poetisa,/Escritora, literata,/ Pinta, canta y
aun retrata,/ Viaja y escribe noticias./ Así es que aunque no se case,/Es su vida distraída (70). Guerra intenta
extender la identidad social de la mujer proponiendo a la educación, la escritura y las artes como canales de
socialización participativos que llegaran a diversificar el accionar femenino. La antagonista de Clemencia,
Inés, expone la presión social femenina hacia el matrimonio: “Si á los quince no se casa/ Es perdida la mujer,
/Nada tiene ya que hacer,/La sociedad la rechaza […] Cuyo crimen-ser solteras,/Que espantosa aberración!”
(71). La postura discursiva de Guerra denuncia como la política del matrimonio decimonónico no solo
solidificaba la subordinación femenina sino que también monopolizaba el destino sociocultural de la mujer.
Clemencia surge como una anomalía entre las mujeres de la época quienes sucumben ante las
superficialidades del siglo y aceptan la normativa del matrimonio como un medio de ascenso económico y
social. (…)
Rosa Guerra fallece soltera el 18 de agosto de 1864. En este mismo año se publica póstumamente su
libro de poesías, Desahogos del corazón dedicado a Vicente Fidel López. Esta última obra, refleja su continuo
deseo de emancipación ante el determinismo social de la época. (…)
A pesar de que su participación en el discurso público fue temporalmente corta, con apoyo limitado, y
en el caso del periodismo, con una desaparición abrupta, su voz inició la discusión sobre el sistema de
concepción diferencial en términos de educación, la reflexión sobre la personificación social de la mujer y la
situación política del país. Su legado literario constituye un aspecto clave para entender la dinámica
sociocultural de la Argentina decimonónica.
Extraído de Pigna, Felipe. Mujeres tenían que ser. Historia de nuestras desobedientes, incorrectas, rebeldes y
luchadoras. Desde los orígenes hasta 1930. Buenos Aires: Planeta, 2014.
Capítulo 1
1) ¿Quién es Sebastián Gaboto? ¿Y Nuño de Lara? (Contar brevemente qué hicieron según lo leído).
2) ¿Quién es Mangora? Describilo.
Capítulos 2 y 3
3) Describí a Lucía Miranda y explicá por qué podríamos decir que no responde al estereotipo de belleza
romántica.
4) Compará a Mangora con Sebastián Hurtado en diferentes aspectos.
Capítulos 4 y 5
5) Explicá el conflicto y cómo intenta sortearlo Lucía.
Capítulos 6, 7 y “Conclusión”
6) ¿Por qué la “venganza” de Mangora dura poco? ¿Cómo se redime ese personaje?
7) Explicá qué hace Siripo y por qué es más cruel que su hermano.
8) Recontá el desenlace de la novela.
1La leyenda de Lucía Miranda fue publicada por primera vez en 1612 por Ruy Diaz en La Argentina. En el mismo año
de la publicación de Rosa Guerra, 1860, Eduarda Mansilla publica su novela titulada Lucía Miranda. Más tarde, en
1883, Celestina Funes brinda su relato de la leyenda en el poema Lucía Miranda: episodio nacional.
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La cautiva como símbolo en el relato
Cuando se trata de rescatar a una mujer: se busca no encontrar lo que se busca. Por eso, cuando hay
encuentro, suele tener final trágico. Por eso, también, el rescate no redime ni salva a la cautiva del “pecado”
de tener un cuerpo de mujer. La salvación de ella solo adviene con el martirio y la muerte.
Después del regreso de Gaboto, los españoles que permanecen en el asentamiento están en “su” lugar, el
fuerte, símbolo de un dominio legalizado por Dios y por el Rey, aprovechando el sustento que les proveen los
indios, ubicados como extranjeros, fuera de los límites de la fortaleza. Los “bastimentos” justifican la relación
de Mangoré, el cacique indio de la nación timbú con la mujer española. “A esta señora hacía el cacique
muchos regalos y socorros de comida y en agradecimiento ella le daba amoroso tratamiento”, dice el mito.
Pero el “amoroso tratamiento” de Lucía provoca en el cacique un “desordenado amor” y el adjetivo funciona
como señal: la mujer blanca, cristiana, casada, habitante del fuerte. El amor del indio desordenaría los
atributos de la mujer española en tierra americana.
El matrimonio cristiano simboliza esa fortaleza que puede ser puesta en riesgo. Para obtener el objeto
deseado, Mangoré deberá atacar y destruir ambas fortalezas, hurtar Lucía a su marido y convertirla en su
mujer y quizás en su esclava. El agravio y la traición serán, en la versión clásica de Ruy Díaz de Guzmán,
unilateralmente indios. Durante la noche y después de haber sido hospedados amistosamente por los
españoles, los timbúes atacan por sorpresa desde adentro y desde afuera del fuerte. Se consuma “la alevosa
traición debajo de amistad”. Noche, emboscada y traición producen representaciones simbólicas que arman
la trama de la tragedia que va a desarrollarse. El nombre sagrado del fuerte, Sancti Spíritu, no alcanza para
alejar la idea de indefensión que aparece con las primeras sombras. Los timbúes derrotan a los españoles y
Lucía Miranda, centro del despojo, pierde su libertad pero salva, al menos transitoriamente su vida. Viva pero
esclava, digna pero sometida, el personaje de esta heroína, que conjuga tempranamente todos los atributos
de las cautivas blancas en manos de los “salvajes”, crece y se superpone a los centenares de mujeres indias
violadas y esclavizadas por el conquistador español.
Después de la destrucción del espacio sacralizado del blanco, el mito se instala en el espacio salvaje. Lucía
cambia de dueño (Mangoré, el cacique enamorado, muere en el combate, pero su hermano Siripo hereda el
cacicazgo y la pasión por la mujer española). Lucía sufre “al verse poseída por un bárbaro”. Hurtado decide
rescatar a su esposa y es hecho, a su vez, cautivo. El cacique ordena su muerte inmediata pero Lucía lo
disuade. Debido a la gran pasión que siente por Lucía, Siripo perdona la vida a Sebastián Hurtado pero le
prohíbe tener trato conyugal con Lucía. Los esposos no acatan la prohibición, “como quiera que para los
amantes no hay leyes que los obliguen a dejar de seguir el rumbo donde los lleva la violencia del amor”.
Delatados y sorprendidos en un encuentro clandestino, los esposos son condenados a muerte. Lucía Miranda
muere en la hoguera y Sebastián Hurtado atravesado por las flechas, como los mártires cristianos del mismo
nombre.
Un cuerpo manchado de mujer se quema, y el narrador goza con la contemplación de ese tormento: el
fuego purifica ese cuerpo de mujer que ha estado demasiado entre los bárbaros y la purificación es un apostar
a la “salvación” de la cautiva. En la historia Sebastián Hurtado defiende el honor de Lucía cuyo cuerpo es, en
el mito americano, el equivalente del “cuerpo de dios”. No hay mejor modo de neutralizar una derrota que
convertir en mártires a los vencidos y no hay mejor posibilidad de salvación eterna que la muerte como mártir.
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Intención política del mito
Este episodio mítico está ubicado en el Libro I de La Argentina. El mito está situado y
fechado como todos los acontecimientos relatados en la crónica y los lectores
contemporáneos debieron leerlo como parte de ella. Sin embargo, no existe confirmación
documental ni de los hechos ni de los personajes del relato y no hay noticias del
asentamiento de Sancti Spíritu en el año 1532.
Todos los historiadores jesuitas a lo largo de los siglos XVII y XVIII rescatan de la
crónica laica el mito de Lucía Miranda, lo convertirán en mito de origen de la discordia
entre indios y españoles y, a la vez, en epopeya sacra. La historia se trata de un valioso
exorcismo y también de un llamado de alerta sobre los riesgos del mestizaje, sobre todo
cuando su dirección es indio-mujer blanca, porque involucra así la idea del exterminio y la destrucción del
blanco en lugar del indígena.
Extraído y adaptado de Iglesia, Cristina (2002). “La mujer cautiva: cuerpo, mito y frontera”. La violencia del azar, FCE.
Actividades:
2) ¿Por qué la muerte de la cautiva Lucía Miranda es vista como un “alivio” para la sociedad “civilizada” del
siglo XIX?
a) ¿Por qué creés que en la época de la escritora se creía la historia de Lucía Miranda como verdadera?
b) ¿Qué intención política o ideológica tiene conmoverse del trágico destino de Lucía Miranda en
relación con la historia de la Conquista de América?
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