Diferencia Entre Copyright y Derecho de Autor

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El derecho de autor no es una propiedad

Por: Ricardo Antequera Parilli en http://www.aporrea.org/tecno/a42121.html

Mucho se ha discutido sobre la verdadera naturaleza del derecho de autor,


cuestión que sin perjuicio de las consideraciones políticas y socio-culturales que
puedan hacerse al respecto, debe dilucidarse también a la luz de las ciencias
jurídicas.

Si comparamos al derecho de autor con el dominio sobre los bienes materiales,


nos encontramos con que la propiedad es perpetua (porque dura mientras la cosa
exista, aunque cambie de titular), mientras que el derecho de autor es temporal; la
propiedad solamente contiene relaciones económicas entre el sujeto y el objeto, al
tiempo que el derecho de autor mantiene siempre una vinculación espiritual o
afectiva entre el creador y su obra; la propiedad solamente otorga derechos de
orden patrimonial, pero el derecho de autor tiene una doble estructura, que
comprende derechos morales y patrimoniales; la propiedad es susceptible de una
transmisión plena de derechos por acto entre vivos, mientras que el contenido
moral del derecho de autor es inalienable e irrenunciable.

No en balde, con la reforma legislativa venezolana de 1962 se cambió la


denominación de la ley anterior (que se llamaba “Ley de Propiedad Intelectual”)
por la del “Derecho de Autor” y en su Exposición de Motivos se dejó en claro que
“aun cuando se aplicase, lo que es muy controvertido, el término propiedad a los
derechos sobre los bienes inmateriales, no parece justificado aplicarlo a un
derecho como el del autor, que reúne no sólo facultades patrimoniales … sino
también facultades de orden moral, que hoy en día cobran más relieve” 1, posición
en la que coincidimos desde hace muchos años 2.

Si observamos la situación desde la perspectiva de los Derechos Humanos,


resulta que el artículo 27,2 de la Declaración Universal proclama que “toda
persona tiene derecho a la protección de los intereses morales y materiales que le
correspondan por razón de las producciones científicas, literarias o artísticas de
que sea autora”, al tiempo que el artículo 17 de la misma Declaración consagra
que “toda persona tiene derecho a la propiedad, individual y colectivamente” y que
“nadie será privado arbitrariamente de su propiedad”.
Quiere decir entonces que si para los redactores de ese instrumento el derecho de
autor se considerara una propiedad, pues simplemente el artículo 27,2 de la
misma Declaración estaría sobrando, porque la protección de los creadores habría
quedado subsumida en el artículo 17.

Pero entonces: ¿Por qué algunas legislaciones continúan llamando al derecho de


autor como “propiedad intelectual” y por qué en el plano internacional el derecho
de autor forma parte del amplio espacio jurídico de la llamada “propiedad
intelectual”?.

La razón tiene que buscarse en el contexto histórico dentro del cual nació el
derecho de autor en la tradición latina, a raíz de la Revolución Francesa, pues los
ideales libertarios de ese proceso, inspirados en este aspecto en las concepciones
de filósofos que la precedieron (como Kant en Alemania, Hobbes en Inglaterra o
Rousseau en la propia Francia), consideraron que el producto de la creatividad del
hombre “era suyo” como el resultado de su trabajo y como una “emanación de su
personalidad”, de manera que el derecho del autor integraba uno de los derechos
fundamentales del Hombre, bajo el principio por el cual sólo la persona humana
puede realizar una creación intelectual, expresión de su manera de pensar o de
sentir.

Pero los juristas franceses de la época, impresionados por las particulares


características del derecho que recién se reconocía en el sistema continental, no
lograron advertir que se trataba de una nueva categoría de derechos y, por ello,
ubicaron al del autor dentro de la tradicional clasificación romana de los derechos,
entre aquellos que les pareció más cercano, el del dominio sobre las cosas, como
una “propiedad literaria y artística”, como se le denominó en su momento.

Sin embargo, nunca estuvo en la mente de los redactores de las leyes


revolucionarias francesas la concepción del derecho de autor como una simple
propiedad material, lo que se vio reflejado en la célebre frase del Diputado Le
Chapelier, al presentar a la consideración de la Asamblea Nacional francesa el
proyecto de primera ley de 1791, al decir que se trataba de “la más sagrada, la
más legítima, la más inatacable y la más personal de todas las propiedades”, en lo
que parecía más una concepción “sui generis” de una especie de “propiedad
espiritual”.
Esa naturaleza particular del derecho de autor, distinta de la propiedad, se
traslució al plano internacional, cuando al aprobarse los primeros tratados
internacionales con vocación mundial sobre el área de los derechos intelectuales,
uno de ellos, el de París de 1886 (relativo fundamentalmente a las soluciones
técnicas y a los signos distintivos), se denominó “Convenio para la Protección de
la Propiedad Industrial”, mientras que el otro, el de Berna de 1889 (para la tutela
de los creadores literarios y artísticos), no utilizó el término propiedad, sino que se
llamó “Convenio para la protección de las Obras Literarias y Artísticas”.

Y es que el Convenio de Berna no fue el resultado de la iniciativa de países


poderosos frente a los débiles, ni obedeció a los intereses particulares de las
industrias del sector cultural (incipientes para la época, por lo demás) sino que, por
el contrario, surgió como producto de una larga lucha de los creadores
intelectuales agrupados en la “Association Littéraire et Artistique Intemationale”
(ALAI), presidida por el célebre escritor Víctor Hugo, quien luego de muchos años
de esfuerzos para reunir a los autores del mundo y lograr una adecuada
protección a nivel internacional, falleció lamentablemente antes de ver cristalizado
su sueño.

Esa tendencia se ha mantenido en el tiempo, cuando el último instrumento


internacional específico sobre la materia se denomina “Tratado de la OMPI sobre
Derecho de Autor” (y no sobre “propiedad intelectual”), convención que mantiene
incólumes los grandes principios reconocidos en 1889, bajo la inspiración de las
propuestas presentadas por el gran Víctor Hugo, hasta el punto que para
adherirse a ese nuevo Tratado los países deben cumplir con las disposiciones
sustantivas del Convenio de Berna.

Pero entonces ¿por qué el derecho de autor se incluye en el Acuerdo ADPIC


sobre “Propiedad Intelectual” en el marco del Tratado de la OMC y por qué se
ubica también en el capítulo de “Propiedad Intelectual” en los Tratados de Libre
Comercio?.

Porque, desgraciadamente, en las negociaciones económicas internacionales el


derecho de autor se ha visto simplemente como una “mercancía” (y de allí que los
derechos morales de los autores brillen por su ausencia en dichos instrumentos),
de manera tal que la “dimensión humana” de estos derechos no aparece allí por
ninguna parte.
Afortunadamente, nada de dichos acuerdos y tratados permite la desaplicación de
los grandes principios humanistas que inspiraron al Convenio de Berna, como
instrumento internacional “madre” para la protección de los creadores.

En conclusión, ver al derecho de autor como una propiedad es olvidar que se trata
de una materia “de interés público”, interrelacionada con los derechos sociales y
culturales, donde entran en juego el aliento a la creatividad, el desarrollo cultural
endógeno, la protección de la diversidad cultural y la producción de nuevos bienes
inmateriales que nos permitan disfrutar del avance de la inteligencia en el campo
de las ciencias, las artes y las letras.

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