Saba Roberto P Mas Alla de La Igualdad F

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2017 99

FACULTAD DE DERECHO
DEPARTAMENTO DE PUBLICACIONES
UNIVERSIDAD DE BUENOS AIRES

Lecciones
y
ensayos
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Aníbal D’Auría
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Sandra Negro
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TOMARNOS EN SERIO LA IGUALDAD


COMENTARIOS A MÁS ALLÁ DE LA IGUALDAD FORMAL
ANTE LA LEY: ¿QUÉ LES DEBE EL ESTADO A LOS
GRUPOS DESAVENTAJADOS?1 DE ROBERTO SABA*

daLiLe antúneZ, fedeRico oRLando, LiLiana Ronconi


y fRancisco VeRbic**

El libro parte de un problema y es la existencia de grupos de per-


sonas que en la sociedad se encuentran en una situación de “desventaja
estructural”. Lo que el autor se propone es explorar cómo el reconoci-
miento del principio de igualdad podría imponer al Estado obligaciones
y deberes hacia los conciudadanos más desaventajados. Esta situación se
refuerza en Argentina, específicamente luego de la crisis del 2001. Sin
embargo, en general no hay reclamos en la justicia respecto de este tema,
ni políticas públicas en ese sentido y esto, sostiene Saba, puede deberse
a la interpretación de la igualdad como mero “trato no arbitrario”. Por
esto, se plantea la necesidad de una interpretación diferente de la igual-
dad, entendida como tratos que no perpetúen la situación de desigualdad
estructural.
El libro consta de un prólogo a cargo de Owen Fiss, de cuatro capí-
tulos y de un epílogo. Aun cuando no todos ellos sean abordados en este
comentario, destacamos lo valioso de la propuesta, ya que como el propio
autor indica, no ha sido muy debatido en nuestra región el alcance e impli-
cancias de las normas de igualdad pese a que la mayoría de las constitucio-

* Recepción del original: 2/8/2017. Aceptación: 2/9/2017.


** Ronconi, Liliana (CDH – CONICET UBA), oRLando, Federico (UBA), VeRbic, Fran-
cisco (UNLP), antúneZ, Dalile (ACIJ). Los comentarios expuestos fueron realizados en la
presentación del libro que se llevó a cabo el 16 de mayo de 2017 en la Facultad de Derecho
de la Universidad de Buenos Aires, en un evento realizado por el Centro de Derechos Hu-
manos y la Revista Lecciones y Ensayos.
1. saba, R., Más allá de la igualdad formal ante la ley. ¿Qué les debe el Estado a los grupos
desaventajados?, Buenos Aires, Siglo XXI, 2016.
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nes de los países de la región como asimismo diferentes instrumentos de


derechos humanos hacen referencia a cláusulas de igualdad.

i. PRiMeR caPítuLo: desiguaLdad estRuctuRaL

En el primer capítulo2 el autor plantea dos concepciones de igualdad:


la igualdad como no discriminación y la igualdad como no sometimiento.
Postula que la primera es la concepción clásica de igualdad, vinculada al
constitucionalismo liberal, de cariz individualista y que ha sido dominante
en la discusión (doctrinaria y jurisprudencial) en Argentina y la segunda
es una versión más sociológica, estructural de la igualdad pues toma en
cuenta la situación de hecho en la que se encuentran ciertos grupos o indi-
viduos. Propone Saba que ambas concepciones presentan (o representan)
un marco para discutir el art. 16 de la Constitución Nacional referido a la
igualdad ante la ley.
Se analizan en el capítulo las implicancias de la concepción de igual-
dad como no discriminación. En este sentido, se sostiene que el legislador
puede hacer distinciones siempre que exista una relación de proporcio-
nalidad (“funcionalidad” según Saba)3 entre medios y fines (el medio en
general es la distinción utilizada por el legislador y el fin puede ser diverso,
por ejemplo, encontrar los mejores docentes, identificar a quienes saben
conducir, que ingresen los mejores a las universidades, entre otros). Las
diferencias no están prohibidas siempre que cumplan con el principio de
legalidad y razonabilidad. Así, para esta concepción de igualdad se viola
la igualdad de trato ante la ley siempre que no sea posible superar el test
de razonabilidad.4
Existen, además, algunos criterios de distinción (como el “ser varón”)
que estarían prohibidos o sospechados de falta de proporcionalidad ya que
serían criterios de distinción que (casi) nunca podrán ser considerados ra-
zonables5 ya que, en principio, no guardarían ningún vínculo de funcio-
nalidad con algún fin legítimo. En estos casos, es el Estado el que debe

2. Comentarios a cargo de Liliana Ronconi (CDH – CONICET UBA).


3. saba, R., Más allá de la igualdad formal ante la ley. ¿Qué les debe el Estado a los grupos
desaventajados?, Buenos Aires, Siglo XXI, 2016, p. 40.
4. Ibid., p. 50.
5. Ibid., p. 42.
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demostrar la existencia de un “interés estatal urgente o insoslayable”.6 A lo


largo del capítulo, el autor explica el funcionamiento de la concepción de
igualdad como no discriminación con la utilización de ejemplos de senten-
cias locales como de la Suprema Corte de Estados Unidos.
Luego se demuestra, a través de varios ejemplos jurisprudenciales, la
insuficiencia de esta concepción de igualdad, en particular con el caso de la
orquesta propuesto por Robert Post, en donde la “idea de mampara opaca
evoca la metáfora de la ceguera de la ley como garantía de neutralidad en el
trato”. Así demuestra que, en muchos casos, el trato neutral puede implicar
un trato discriminatorio en los hechos. Sin embargo, para analizar estas
situaciones de hecho es necesario reconfigurar la concepción de igualdad.
Es necesario aplicar una concepción más robusta de igualdad, la igual-
dad como no sometimiento. Esta concepción busca evitar la formación de
grupos sometidos o sojuzgados y/o que se perpetúe esa condición. Según
el autor, esta más moderna concepción de igualdad puede considerarse in-
corporada en los arts. 37 y 75 inc. 2, 19 y 23 de la Constitución Nacional.
Otro ejemplo utilizado es el de la situación de las mujeres en el acceso
a cargos jerárquicos en el Poder Judicial en Argentina. Sostiene que en
el caso de las mujeres en los tribunales, las afecta el hecho de que hayan
decidido ser madres. Esto las excluye del mercado por un tiempo y esto
afecta su currículum, por ejemplo. En estos casos, la persona recibe cierto
trato “igualitario” (si se lo mira desde la concepción de igualdad como no
discriminación) por ser parte de un grupo (todos y todas pueden lograr
cargos más altos en el Poder Judicial), pero ese trato resulta perjudicial
pues las coloca en una situación de sojuzgamiento o desventaja (ya que
el currículum de las mujeres posiblemente contenga menos antecedente
que el de los hombres). Así, se identifica claramente la insuficiencia de la
concepción de igualdad como no discriminación a no tomar en cuenta la
situación de hecho de ciertos grupos.
Un ejemplo claro de la escasa jurisprudencia local sobre el tema lo
constituye el voto del Juez Enrique Petracchi en la sentencia del caso
“González de Delgado”7 donde considera la especial situación de las mu-
jeres en el ingreso a lugares de formación de las elites para garantizar el

6. Estos criterios de distinción “sospechados” son conocidos como “categorías sospecho-


sas”, existiendo un análisis más extenso en el capítulo 2 del libro.
7. CSJN, “González de Delgado, C. y otros c. Universidad Nacional de Córdoba”, 19 de
septiembre de 2000.
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ingreso de las mujeres al Colegio Monserrat de Córdoba.


Ante este supuesto (desigualdad de hecho) están permitidos los tratos
desiguales (por ejemplo, colocar el requisito de “ser mujer” o “ser afro-
descendiente”) cuando lo que se busca es poner fin o limitar la situación
de exclusión. Se trata de la realización de acciones afirmativas, como por
ejemplo las establecidas en el artículo 37 de la Constitución Nacional, a
favor de estos grupos.
Al final del capítulo se refiere a las interpretaciones del principio de
igualdad por parte de los órganos del sistema interamericano, indicando
desarrollos similares en cuanto a la igualdad como no discriminación y
mayores avances en cuanto a la igualdad como no sometimiento.
Algunas cuestiones que surgen de la lectura de este primer capítulo. En
primer lugar, no aparece una crítica ni una conceptualización de la igual-
dad formal que implica la fórmula “separados pero iguales”, elaborada por
la Suprema Corte de EE.UU., en el famoso caso Plessy vs. Ferguson.8 Sin
embargo, esta es una concepción de igualdad que sigue vigente en el plan-
teo y también en la resolución de casos judiciales. En este sentido, puede
leerse el planteo que se realizaba por ciertos sectores a la hora de debatir
el matrimonio igualitario,9 es el planteo que realizan los padres/las madres
del caso “González de Delgado” y asimismo aparece en la argumentación
de la CSJN, en forma reciente en el caso “Muiña” sobre la aplicación de la
ley del 2x1 a personas condenadas por delitos de lesa humanidad.10 Creo
que la vigencia de este tipo de argumentación demuestra que la concepción
de igualdad formal aún sigue vigente y que no ha desaparecido del discurso
jurídico.
Además, a la hora de analizar la concepción de igualdad como no
discriminación se indica que es relevante determinar la razonabilidad/
funcionalidad de la distinción (“lo que entendemos por justificado es cen-

8. suPReMa coRte de ee. uu., Plessy vs. Ferguson, 163 U.S. 537, sentencia del 18 de
mayo 1896. En el caso, una persona considerada de “color” ocupó un asiento en un vagón
que estaba destinado a gente blanca. Calificado tal acto como una desobediencia civil y
condenado por lo ello el Sr. Plessy, el caso llegó a la Corte donde se estableció que no había
problema alguno con la distinción de vagones, ya que la ley exigía asientos “separados pero
iguales” y esto no era contrario a la Decimocuarta Enmienda (igualdad).
9. cLéRico, L. y aLdao, M. (coords.), Matrimonio igualitario. Perspectivas sociales, políti-
cas y jurídicas, Buenos Aires, Eudeba, 2010.
10. csjn, “Bignone, Benito A. y otro s/recurso extraordinario”, 3 de marzo de 2017.
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tral en esta cuestión”,11 asimismo, citando a Fiss, “adoptar los medios más
efectivos para alcanzar determinados fines”)12 indicando que se permite un
“desajuste tolerable”. Sin embargo, la gran ausencia del capítulo es que no
se trabaja sobre una forma de determinar la razonabilidad de la norma o la
distinción, siendo que conocer cuándo una norma que realiza distinciones
es razonable o no es el punto central del argumento. Aun cuando en la
doctrina local no abundan trabajos sobre el tema, existen diversos modelos
de razonabilidad con estructuras argumentativas bien diversas: el modelo
“europeo” de razonabilidad13 (la razonabilidad de la distinción se deter-
mina mediante el “juicio de proporcionalidad”), el modelo de intensidades
o escrutinio de la Suprema Corte de EE.UU. y el modelo combinado de la
Corte Constitucional Colombiana.14 La determinación de la razonabilidad
es central, también, en el capítulo referido a la igualdad de trato entre par-
ticulares.
Otra de las cuestiones pendientes en el texto es respecto de cómo es
posible considerar a un grupo desaventajado y por lo tanto, cuándo se debe
aplicar la concepción de igualdad como no sometimiento. En este sentido,
Fiss se refirió a los grupos sociales como aquellos que tengan una identidad
y una existencia separada del resto, caracterizándolos como aquellos que
tienen una entidad propia (esto es, que se pueda hacer referencia al grupo
sin referirse a sus componente individualmente) y que exista una interde-
pendencia de sus miembros.15Ahora bien, no existe mayor identificación
en el capítulo sobre respecto de qué son desventajados ciertos grupos.
Siguiendo a Fraser es posible identificar que estos grupos para ser tratados
como grupos desaventajados deben padecer de: a) una errónea distribu-
ción de bienes, b) falta de reconocimiento de las características particulares

11. saba, R., ob. cit., p. 36.


12. Ibid., p. 41.
13. Utilizado por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, el Tribunal Constitucional
Federal Alemán, y el Tribunal Constitucional Español, entre otros. Cabe advertir que tam-
bién ha sido aplicado por otros tribunales aunque no en materia de igualdad, como la Corte
IDH en el caso “Kimel vs. Argentina”, sentencia de 2 de Mayo de 2008 (Fondo, Repara-
ciones y Costas) y en “Gonzalez Lluy Talía vs. Ecuador”, sentencia de 1º de Septiembre de
2015 (Excepciones Preliminares, Fondo, Reparaciones y Costas), Serie C 298.
14. beRnaL PuLido, C., “La ponderacion de la igualdad”, en beade, g. y cLéRico, L., De-
safíos a la ponderación, Bogotá, Universidad del Externado, 2011.
15. fiss, O., “Grupos y Cláusula de igual protección”, en gaRgaReLLa R. (comp.), Derecho
y grupos desaventajados, Barcelona, Gedisa, 1999.
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del grupo y c) insuficiente o errónea representación política.16 Por el con-


trario, seguir a Dworkin implica hablar solo de recursos17 o de capacidades
siguiendo a Sen18 o por el contrario de “posiciones” conforme la postura de
Dubet.19 Creo que el punto deja más dudas que certezas más aun teniendo
en cuenta el argumento fuerte de la necesidad de aplicar esta moderna con-
cepción de igualdad a grupos como “mujeres”, “personas con condición
de pobreza” que en principios resultan bastante amplios en sus demandas.
Por último, quedan algunas dudas respecto de las acciones hacia los
grupos desaventajados. En el trabajo solo se mencionan las acciones positi-
vas. Sin embargo, cuando se está ante una situación de desigualdad estruc-
tural ¿son suficientes las acciones positivas? ¿O la concepción misma de
desigualad estructural implica revisar este remedio? Por ejemplo, y en for-
ma crítica a esta postura, sostiene Fraser respecto del feminismo que pos-
tula que las mujeres asciendan en puestos en empresas que “eso significa
solo eliminar las barreras que impiden que las mujeres talentosas avancen
hacia las posiciones más altas de las jerarquías corporativas, militares”.20
Este punto, sin duda, presenta un fuerte vínculo con el rol del Poder Judi-
cial a la hora de brindar remedios ante situaciones de desigualdad estruc-
tural (abordado en el capítulo 4).

16. Por esto, N. Fraser identifica distintas formas de alcanzar la igualdad real. fRaseR, N.,
“La justicia social en la era de la política de la identidad: Redistribución, reconocimiento y
participación”, en fRaseR, n. y honneth, A., ¿Redistribución o reconocimiento?, Madrid,
Ediciones Morata, 2006.
17. dwoRKin, R., Sovereign Virtue: Theory and Practice of Equality, Cambridge, Harvard
University Press, 2000.
18. sen, A., Nuevo examen de la desigualdad, Madrid, Alianza, 1995.
19. dubet, F., Repensar la Justicia Social. Contra el mito de la igualdad de oportunidades,
Buenos Aires, Siglo XXI, 2011.
20. “Ver si podemos construir un feminismo de izquierda, radical. A eso nos referimos
cuando decimos un feminismo del 99%. Un feminismo para todas las mujeres por las que
el feminismo corporativo no ha hecho prácticamente nada”. Entrevista a fRaseR, N., El fe-
minismo del 99% y la era Trump, consultado en [http://www.laizquierdadiario.com/Nancy-
Fraser-el-feminismo-del-99-y-la-era-Trump].
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ii. teRceR caPítuLo: iguaLdad de tRato entRe PaRticuLaRes

En el capítulo 321 el autor intenta reflexionar sobre las tensiones que


pueden surgir –porque de hecho así sucede– entre el principio de igualdad
formal y dos derechos que, a su entender, están intrínsecamente vinculados
con el principio de autonomía individual: el derecho a asociarse libremente
y el derecho a contratar libremente.
Más allá de las dudas, interrogantes e incluso críticas que luego in-
tentaré marcar, quiero comenzar remarcando un punto: el tema que aquí
aborda el autor es particularmente importante. En primer término, porque
la mayoría de las decisiones jurisprudenciales de nuestra comunidad con
relación al principio de igualdad han surgido a partir de las tensiones con-
ceptuales aquí tratadas. Y en segundo lugar, porque el terreno doctrinario
y teórico sobre estas resulta –todavía– un tanto inhóspito. Este capítulo
posee, entonces, la virtud –y quizás el desafío– de ser uno de los textos
inaugurales sobre los problemas abordados.
En el capítulo bajo comentario, Roberto Saba tiene un objetivo muy
claro: evaluar los alcances de las obligaciones estatales en materia de
igualdad ante casos o prácticas o decisiones de particulares que se fundan
en el derecho a asociarse o en el derecho a contratar. Antes de adentrarse
en este punto, el autor desarrolla dos cuestiones que, en su argumentación,
son centrales como precondición para la conversación que propone: por
un lado cuál es la mejor interpretación posible de los límites del principio
de autonomía individual; por el otro, qué tipo de obligaciones impone este
principio en cabeza del Estado.
Digo que ambas cuestiones son centrales porque, como veremos, las
interdicciones –aún en nombre de la igualdad– a los derechos a asociarse
o a contratar libremente deben enfrentar un fuerte valladar: el principio
de autonomía individual que sirve de fundamento a ambos derechos. De
este modo, cualquier argumento que pretenda restringir, por ejemplo, mi
derecho a contratar libremente, debe tener en cuenta que está afectando
un derecho que resulta vinculado –de un modo central dirá el autor– con
este principio que, bajo su concepción, es especialmente relevante en una
democracia constitucional.
Con relación al primer punto, y luego de una reconstrucción teórica

21. Comentarios a cargo de Federico Orlando (UBA).


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y jurisprudencial, el autor entiende que el límite del principio de auto-


nomía está configurado por el llamado “principio del daño”. Según este,
el artículo 19 de nuestra Constitución Nacional previene acerca de la
posibilidad de que el Estado imponga límites justificados a las “acciones
privadas” o a la autonomía solo en aquellos casos en que esas acciones
produzcan daños a terceros. En lo que respecta al segundo punto, Saba
sostiene que una concepción de democracia constitucional que resulte
consistente tanto con el compromiso de los derechos como con el com-
promiso del autogobierno colectivo, impone la necesidad de entender
que el principio de autonomía individual no se limita a generar obli-
gaciones negativas en cabeza del Estado –cuestiones presentadas como
“paternalismo” y “perfeccionismo”–, sino también el deber de remover
obstáculos para que las personas puedan materializar sus planes de vida
libremente elegidos, deberes de tipo positivo.
Sobre el derecho a asociarse, el autor expresa que el punto tensionante
con el principio de igualdad es la faz negativa de este derecho; es decir, el
derecho a no asociarse con quien no se quiere. Bajo este prisma, diferentes
personas deciden asociarse –con diversas razones, según veremos a conti-
nuación– y, a la vez, deciden no admitir en la asociación a individuos que
no compartan algún rasgo en común. Dicho de otro modo, ¿cuáles son los
alcances de la protección constitucional de mi derecho a no asociarme con
quien no quiero?
Según el autor, cuando las personas nos asociamos lo hacemos en fun-
ción de profundizar diversos tipos de vínculos. Siguiendo un estándar desa-
rrollado por el Juez de la Corte Suprema de Estados Unidos, Brennan, son
dos los tipos de vínculos que suelen fundar nuestros deseos de asociarnos
con otros: los íntimos o afectivos y los expresivos. Mientras que los pri-
meros se tratan de casos donde los individuos guardan algún tipo de afi-
nidad personal –pareja, matrimonio, amistad–; en los segundos, las per-
sonas se asocian para compartir una cosmovisión, una creencia, una idea,
una religión, etc., que, en definitiva, se pretende expresar. De allí que este
tipo de asociación –las que se fundan en vínculos expresivos– termina
amparada –según la teoría y la jurisprudencia utilizada en el libro– en el
derecho a la libertad de expresión. Por último, se identifica un tercer tipo
de vínculo: la necesidad o el deseo de gozar colectivamente de ciertos
bienes y servicios.
Ahora bien, esta clasificación que utiliza Roberto Saba es relevante
puesto que en la medida en que es posible identificar el tipo de vínculo
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que fundamenta la asociación, lo que variará es la legitimidad de la inter-


dicción del Estado en esta. Así, a medida que los vínculos son más fuertes
y relevantes, la posibilidad de que el Estado intervenga legítimamente es
menor. Por ejemplo, cuando la asociación se funda en vínculos íntimos, el
Estado no puede negar la posibilidad de asociarse con otro ni forzar algún
tipo de asociación. Pero la cuestión cambia cuando se trata de los otros dos
vínculos. Veamos.
En los casos en que las asociaciones están fundadas en los vínculos
expresivos, el autor advierte que, en general, el alcance de la interferencia
estatal sobre el derecho de asociarse estará en función del nivel de permi-
sividad que el derecho nacional tenga respecto de la libertad de expresión.
Así, Saba nos trae a colación el llamado “test del mensaje” –creación pre-
toriana de la Corte Suprema estadounidense–, según el cual no se evalúa
el mensaje en sí –el contenido–, sino que demanda que la no admisión
o expulsión de un miembro de una asociación solo se relacione con la
contradicción entre la idea o la conducta del miembro y el mensaje de la
asociación. Así, por ejemplo, una asociación que excluye homosexuales,
pero cuyo mensaje NO sea homofóbico violaría el principio de igualdad
(ello, claro, en función de la inconsistencia entre el mensaje, por un lado, y
el criterio para admitir o rechazar a un miembro, por el otro).
Sobre este punto solo tengo un breve comentario y un interrogante.
En lo que respecta al comentario, creo que un punto problemático de la
propuesta es que deja de lado –demasiado rápidamente, a mi entender– el
principio de razonabilidad. Su intención de reconstruir y robustecer el prin-
cipio de igualdad como no sometimiento, lo lleva, creo, a minimizar la po-
tencia del principio de razonabilidad como criterio para evaluar el ejercicio
de los derechos. De este modo, es posible pensar que la aplicación de este
criterio –en lugar del llamado “test del mensaje”– podría resultar mucho
más protectorio de una idea de igualdad, aun formal y poco robusta. Con
relación al interrogante, mi pregunta es la siguiente: como bien advierte
el autor, este tipo de estándar –el “test del mensaje”– tiene sentido en la
medida en que en la comunidad constitucional en la que se aplica tiene un
mirada especialmente protectoria del derecho a la libertad de expresión
–como sería el caso de Estados Unidos–, pero ¿cómo debería pensarse en
comunidades –como la Argentina– en la que estos avances son, todavía in-
cipientes? Aún más, ¿de qué modo conversaría un estándar de este tipo con
las construcciones sobre libertad de expresión que se han ido construyendo
en nuestra práctica local?
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Sigamos con el siguiente supuesto. ¿Qué sucede cuando la asociación


se funda en el tercer tipo de vínculo? Allí el autor reconoce que la protec-
ción constitucional al derecho de asociarse es más débil puesto que, claro
está, son más débiles los vínculos que la fundamentan. En este tipo de
casos, dice Saba, el Estado debe analizar la admisión o expulsión de algún
miembro de la asociación con el llamado “test de razonabilidad”.
Un último comentario general sobre este apartado. Comienzo con dos
ejemplos muy sencillos: supongamos que un barrio cerrado no admite per-
sonas que profesan la religión judía. O bien supongamos que en un barrio
cerrado no se admiten, por ejemplo, parejas homosexuales. ¿Qué tipo de
estándar debería aplicarse? ¿Qué tipo de vínculos fundamentan esas aso-
ciaciones? Una primera respuesta parecería asumir que estaríamos frente
al tercer tipo de casos: personas que solo se reúnen por los beneficios del
goce colectivo de ciertos bienes y servicios. Sin embargo, ello no parece
ser del todo correcto. Y esto es así, porque lo cierto es que las decisio-
nes por las cuales elegimos unirnos a otras personas, suelen ser decisiones
complejas y multicausales. O en términos de la clasificación del autor, res-
ponden a diferentes tipos de vínculos al mismo tiempo. En efecto, personas
que deciden vivir en un barrio cerrado que no admite familias conformadas
por parejas homosexuales –o familias judías–, no solo se vinculan por los
beneficios del goce colectivo de ciertos bienes y servicios, sino también
porque parecen compartir una cosmovisión determinada acerca de cómo
deben constituirse, por ejemplo, las familias, o un credo. Según entiendo,
la clasificación que se propone, si bien puede darnos algunas pautas útiles,
lo cierto es que para los llamados “casos difíciles” parece brindarnos pocas
respuestas consistentes.
En lo que se refiere al derecho a contratar libremente, y tal como fue
presentado en relación con el derecho a asociarse, está definido por la li-
bertad del sujeto de elegir con quién quiere contratar y, por tanto, a quién/
es decide excluir como potenciales contratantes. Otra vez, entonces, el in-
terrogante es ¿cuál es la protección constitucional de mi derecho a no con-
tratar con quien no quiero hacerlo?
Para pensarlo, el autor plantea un estándar utilizado en la jurispruden-
cia de la Corte Suprema estadounidense que traduce como “calificación
ocupacional de buena fe”. Esta regla consiste, básicamente, en exigir al
empleador que en el momento de contratar personal observe dos cuestio-
nes: la legitimidad del fin de la contratación por un lado, y la razonabilidad
de los requisitos impuestos para la selección de los contratados por el otro,
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que deben seguir criterios funcionales para el fin legítimo buscado (en el
caso de los contratos laborales, aclara Saba, sería el de la actividad que
desarrolla la empresa contratante). Supongamos, entonces, que un restau-
rante está buscando personal para desempeñar tareas como camarero/a. La
aplicación de la regla antes mencionada impondría en el empleador que
solo haga un análisis de la idoneidad de los/as candidatos/as –que sepa ser-
vir bebidas y comidas, que conozca ciertas reglas protocolares, etc.–, de-
jando de lado criterios como la apariencia física, credo, ideas políticas, etc.
Saba manifiesta cierta incomodidad con este tipo de estándar: según
él, el problema es que otorga demasiada autoridad al Estado y a los jueces
para definir la razonabilidad de los requisitos según cómo se defina el fin
de la actividad. El problema que marca, aclaro ahora, no es de tipo práctico
sino ideológico: según el autor ni el Estado ni los jueces estarían legitima-
dos para hacer este tipo de análisis.
Al contrario, yo creo que este tipo de exigencia sí es razonable y con-
sistente con la protección del principio de igualdad sin vulnerar el derecho
a contratar libremente. En rigor de verdad, creo que las exigencias en la
contratación de trabajadores solo deberían estar vinculadas a la funcionali-
dad de las tareas. Y nada más.
Utilizo un ejemplo, real por cierto. Una empresa que se dedica a
hacer alfajores –y productos asimilables– ha decidido abrir una serie de
locales donde, además de vender sus productos, sirve café. Para ello ne-
cesita, claro, de personas que trabajen tanto de camareros/as como de
vendedores/as, cajeros/as. Supongamos, entonces, que se presenta una
persona con referencias laborales que demuestran que está en perfectas
condiciones de realizar las tareas que requiere el trabajo. Pero esta per-
sona tiene una peculiaridad: se encuentra visiblemente excedida de peso.
Supongamos, luego, que la empresa decide no contratarlo/a y cuando
nuestro/a interesado/a requiere de razones, se le explica –y, de vuelta,
esto es un caso real– que dado que la empresa vende productos de alta
intensidad calórica, es necesario que quien las venda sea “flaco/a”, pues
de lo contrario –i.e., si el/la vendedor/a se encuentra excedido/a de peso–
los clientes sentirán que al comprar un producto estarán engordando –lo
que, por otro lado, es objetivamente cierto– disuadiéndolos de seguir ad-
quiriendo sus productos, lo que redundaría en un perjuicio económico.
Creo poder afirmar que Saba sostendría que si existen razones fun-
dadas en criterios comerciales que no resulten del todo irrazonables, no
se debería limitar este derecho a no contratar con quien no se quiere. Al
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contrario de ello, según el estándar antes mencionado, la decisión de la


empresa es claramente irrazonable en tanto la exigencia de una apariencia
física no se condice con las tareas para las cuales se requiere. Estoy de
acuerdo con ello: en Argentina la práctica de contratar está limitada por el
principio de igualdad. ¿Esto vuelve más costosa dicha práctica? Pues sí.
Pero en todo caso, tengo para mí que los patrones de discriminación que
versan sobre ciertas personas –por ejemplo, sobre los/as obesos/as–, solo
pueden ser removidos o modificados en la medida en que se limite este tipo
de decisiones.
Un último punto que el autor trata sobre este apartado es el famoso
“derecho de admisión”. Y aquí, otra vez, la regla debería ser la razonabili-
dad: no se puede negar el ingreso a un local a quien incumple un requisito
que no es funcional al servicio ofrecido. Pero entonces, ¿qué sucede, por
ejemplo, con el derecho a ingresar a un local bailable? En principio, la
respuesta sería: la ropa o la apariencia física no son requisitos razonables
para el ingreso. Sin embargo, es igualmente cierto que este tipo de activi-
dad comercial suele tener, entre sus objetivos, el de trabajar con cierto tipo
de clientes, i.e., con clientes que respondan a criterios o pautas estéticas
determinadas. Este tipo de decisión, ¿pasaría el examen de la razonabilidad
aquí propuesto?
Una última cuestión que me parece especialmente relevante en el ca-
pítulo bajo comentario está relacionado con un punto del “Caso Álvarez”:
cuando se produce un despido laboral por razones discriminatorias, ¿cuál
es el remedio que resulta consistente con nuestros compromisos constitu-
cionales? ¿Debe indemnizarse –agravadamente– a la víctima o se la debe
reincorporar?
La postura del autor no es del todo clara pues afirma que “pagar para
indemnizar […] podría, quizá, ser admisible en casos aislados de tratos
discriminatorios por arbitrarios y no razonables, pero será inadmisible en
casos de discriminación estructural desde la perspectiva de la igualdad
como no sometimiento”.22 Más allá de que la distinción, a mi entender,
no encuentra fundamento normativo alguno –un punto, por lo demás, que
no es especialmente relevante ni persuasivo–, yo sería más terminante: la
única manera de terminar con los comportamientos discriminatorios en un
trabajo es obligando al empleador a reincorporar a la víctima. De lo contra-

22. saba, R., ob. cit., p. 215.


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rio se produciría una regla no solo curiosa sino injusta: la posibilidad o no


de discriminar dependerá de los recursos económicos del discriminador: si
tengo dinero, discrimino y luego indemnizo. Creo que esto es inadmisible
si tenemos como objetivo tomarnos en serio el derecho a la igualdad.

iii. cuaRto caPituLo: contRoL de constitucionaLidad y


desiguaLdad estRuctuRaL

En el capítulo 423 se aborda una de las cuestiones más trascendentes y


delicadas de la actualidad jurídica de nuestro país y tal vez de todos aque-
llos sistemas nacionales de nuestra región que han adoptado un modelo de
control judicial de constitucionalidad inspirado en Marbury vs. Madison.
Me refiero al modo de ejercer este control en el contexto de casos colecti-
vos. Y más específicamente, en el contexto de casos colectivos de índole
estructural.
El autor desarrolla aquí una crítica del modelo tradicional de control
de constitucionalidad, al cual considera abiertamente inadecuado para en-
frentar situaciones de desigualdad estructural.
La construcción de esta crítica parte de dos premisas fundamentales.
La primera –hilo conductor de todo el libro– es una noción de igualdad que
implica entenderla “en clave de no subordinación de grupos” y “como no
sometimiento que se articula como defensa constitucional frente a situa-
ciones de desigualdad estructural”. La segunda es el lugar que ocupan los
jueces en nuestro sistema político-institucional, donde operan como “res-
ponsables de identificar casos de desigualdad estructural y exigir al Estado
o los particulares involucrados en la afectación el consiguiente respeto del
principio constitucional de igualdad ante la ley”.
En opinión de Saba, el ejercicio del control de constitucionalidad (ins-
trumento esencial de la función judicial) es más complejo en el marco de
situaciones de desigualdad estructural que en los casos de desigualdad pro-
ducida por tratos arbitrarios, lo cual obedece a “una serie de obstáculos
vinculados a ciertas características de la estructura clásica del modelo de
control judicial de constitucionalidad” que importamos desde los Estados
Unidos de América a mediados del siglo XIX.

23. Comentarios a cargo de Francisco Verbic (UNLP).


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En este orden, propone como objeto de análisis y discusión dos pro-


blemas que presenta dicho modelo clásico. El primero se encuentra en el
modo en que fue aplicado a lo largo del tiempo. Un modo que “resistió ser
utilizado para resolver casos en los que estuvieran en juego afectaciones
estructurales de derechos”. El segundo problema que advierte el autor es
el tipo de remedio que los jueces han ordenado en aquellos casos donde se
vieron “forzados a hacerse cargo de este tipo de afectaciones”.
Para trabajar sobre tales problemas identifica y analiza críticamente
cinco “elementos constitutivos” del modelo clásico, los cuales considera
“se presentan como escollos a la posibilidad de que los jueces no solo
acepten intervenir en estos litigios, sino que demás ofrezcan remedios efi-
caces en casos de afectaciones estructurales de derechos como el derecho
a la igualdad”. Ellos son: (i) la concepción de derechos constitucionales
como derechos negativos; (ii) la actitud deferente de los jueces hacia el
poder político; (iii) la concepción individualista de los derechos; (iv) los
remedios entendidos generalmente como órdenes de no hacer; y (v) el foco
en la reparación de hechos pasados.
Cada uno de estos elementos es abordado y analizado en apartados es-
pecíficos del capítulo en comentario. En cada uno de tales apartados Saba
no solo se ocupa de cuestionarlos, sino también de proponer lecturas alter-
nativas que permitan un ejercicio del control judicial de constitucionalidad
adecuado a las premisas a que nos referíamos: igualdad como no someti-
miento y jueces responsables de garantizar tal derecho fundamental frente
a violaciones estructurales que afectan a grupos de personas.
En primer lugar, frente a la concepción de los derechos constitucio-
nales como derechos negativos (esto es, entendidos exclusivamente como
un límite frente a la interferencia del Estado), el autor destaca la necesidad
de internalizar una concepción que entienda a los derechos como un título
suficiente para exigir al Estado conductas y medidas positivas. Aquí Saba
toma como ejemplo de esta última posición a los derechos económicos,
sociales y culturales, critica la idea de “justiciabilidad débil” derivada del
principio de progresividad y señala también que los derechos civiles han
evolucionado para asumir una faceta positiva que antes les resultaba ajena.
Sobre la actitud deferente de los jueces hacia los poderes políticos,
el trabajo pivotea sobre la existencia de una “percepción” de tales fun-
cionarios respecto “de su propia función dentro del modelo de control”.
Es muy interesante lo que señala Saba con relación al fundamento de esta
deferencia del Poder Judicial hacia los otros departamentos de Estado. Una
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deferencia que hizo tolerar a lo largo de la historia Argentina numerosas y


delicadas violaciones colectivas y estructurales de derechos.
El autor analiza el surgimiento y evolución jurisprudencial de la no-
ción de “cuestiones políticas no justiciables”, la herramienta discursiva uti-
lizada por los jueces a partir de 1867 para mantenerse al margen de ciertos
casos que traían consigo discusiones cuya decisión podía afectar a grandes
números de personas y tener por tanto una alta repercusión social, econó-
mica, cultural o política. En este contexto critica fuertemente algunas de
tales decisiones, e insiste con la idea de que la deferencia hacia los poderes
políticos “no se basaba sobre una teoría democrática radical, sino sobre
una simple complacencia ante quien posee el poder en un momento dado”.
Tal vez el ejemplo más infame de nuestra historia (citado por el autor
en su análisis) sea la Acordada CSJN del 10/09/1930, donde el tribunal
sostuvo entre otras cosas “Que el gobierno provisional que acaba de cons-
tituirse en el país, es, pues, un gobierno de facto, cuyo título no puede ser
judicialmente discutido con éxito por las personas cuando se ejercita la
función administrativa y política derivada de su posesión de la fuerza como
resorte de orden y seguridad social”.
Con relación a esta parte del capítulo entiendo oportuno señalar un par
de cuestiones para aportar a la discusión. En primer lugar, debemos tener
presente que el planteo de casos estructurales, con la consiguiente mayor
exigencia de intervención de los jueces en el campo de las políticas públi-
cas, es un fenómeno que ha trasladado al seno del Poder Judicial el debate
sobre conflictos que en otras épocas se resolvían, con un amplio margen de
discreción, en sede administrativa o legislativa.
Esta afirmación, que parece una obviedad, tiene sin embargo impli-
cancias de suma trascendencia para la dinámica de distribución y ejercicio
del poder público en nuestro país, ya que no es lo mismo discutir sobre la
igualdad –entendida como no sometimiento– en el Congreso o una reu-
nión de gabinete, que hacerlo en el contexto de un proceso judicial. Entre
las consecuencias que genera este “corrimiento del ámbito de discusión”
hacia el interior del Poder Judicial para los departamentos de Estado en-
cargados de diagramar e implementar políticas públicas, pueden señalarse
al menos las siguientes: (i) imposibilidad de esgrimir razones de mérito y
conveniencia para postergar decisiones cuando hay derechos fundamenta-
les afectados, y consiguiente obligación de instrumentar soluciones aún en
situaciones de crisis y limitaciones presupuestarias para garantizar el mí-
nimo existencial de tales derechos; (ii) fuerte restricción en el manejo del
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tiempo de la discusión y de las decisiones, por no decir pérdida de control


sobre estas cuestiones (al menos en los papeles); (iii) puesta en juego ante
la sociedad de la responsabilidad de los agentes y funcionarios encargados
de tomar tales decisiones; (iv) mayor riesgo de exposición mediática de los
conflictos, lo cual influye en el posicionamiento de los factores de poder
involucrados, concurre a mejorar la transparencia en la discusión y por
tanto también a aumentar la necesidad de rendición de cuentas; (v) tras-
lado del poder de decisión sobre asignación de recursos presupuestarios a
manos ajenas (a manos de los jueces); (vi) obligación de discutir en base
a reglas iguales para todas las partes involucradas y frente a un tercero
independiente e imparcial, quien debe resolver el asunto justificando su
decisión conforme a derecho y no en directrices políticas.
Tal vez sea esta una de las razones por las cuales a más de veinte años
del establecimiento constitucional de derechos y legitimaciones colectivas
en la República Argentina no se ha sancionado todavía un sistema procesal
idóneo para brindar respuestas adecuadas a diversos conflictos que aquejan
a grupos específicos de la sociedad y que no encuentran cauce de debate en
los canales tradicionales de diálogo institucional. Tal vez también sea esta
una buena razón para que el fenómeno de los procesos donde se discuten
este tipo de casos comience a ser estudiado con mayor profundidad no solo
por abogados sino también por sociólogos, politólogos y economistas.
En segundo lugar, me interesa señalar que la doctrina sobre “cues-
tiones políticas no justiciables” ha sido en gran medida desplazada de los
repertorios jurisprudenciales luego de la reforma constitucional del año
1994. Esto no significa, sin embargo, que los jueces hayan abierto indiscri-
minadamente sus puertas a pretensiones de tipo estructural. Muy lejos se
encuentran de eso a pesar de su rol de custodios del núcleo duro de nuestra
democracia que Saba toma como premisa para su trabajo. Lo que ha suce-
dido es que el lugar de dicha doctrina fue ocupado primero por la doctrina
de “falta de legitimación activa” y más recientemente por la noción de
“inexistencia de causa o controversia”. Todas estas doctrinas, como es bien
conocido, no son más que instrumentos discursivos que utiliza el Poder
Judicial para mantenerse al margen de ciertas discusiones.24

24. Sobre la función política que tuvo en este sentido la doctrina sobre legitimación colec-
tiva es particularmente ilustrativo el alcance que la CSJN acordó a la legitimación colectiva
del Defensor del Pueblo de la Nación en los diez primeros años que siguieron a la reforma
constitucional de 1994. En cuanto a la noción de “causa o controversia”, y a pesar de ha-
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El tercer obstáculo que debe enfrentar el modelo clásico de control


judicial de constitucionalidad para atender casos de desigualdad estruc-
tural se encuentra en la concepción individualista de los derechos que
dicho modelo supone. De acuerdo con esta concepción “la afectación de
un derecho suele originarse en una acción intencional –o negligente– de
una persona respecto de otra, sin otorgar relevancia alguna al contexto
social específico que se presenta en determinado momento en determina-
da comunidad”.
Frente a esto, el autor acude a la doctrina que Owen Fiss construyó
sobre la injunction estructural con motivo de la experiencia estadouniden-
se con los litigios en defensa de derechos civiles durante la década del
60’. Sobre estas ideas Saba sostiene otro argumento de gran relevancia
para demostrar la inadecuación del modelo clásico de control judicial de
constitucionalidad en este campo: la resolución (aun correcta) de un caso
constitucional individual “no impacta en las causas estructurales de la vio-
lación de derechos [...] y tampoco evita que esos hechos se reproduzcan en
el futuro, pues los factores estructurales que provocaron las afectaciones
del derecho en primer lugar no se han modificado”.
Asimismo, se trae a la discusión aquí la reforma constitucional de
1994 y, especialmente, la incorporación del amparo colectivo y los dere-
chos de incidencia colectiva en el marco del art. 43 de la CN. Siguiendo
la interpretación del autor podríamos afirmar que en la actualidad la con-
cepción individualista de los derechos presupuesta por el modelo clásico
ya no puede ser considerada como un obstáculo para ejercer el control de
constitucionalidad en casos de desigualdad estructural. Sucede que si es
deber de los jueces garantizar el ejercicio y goce de los derechos cons-
titucionales, desde el momento que los derechos de incidencia colectiva
fueron plasmados en la CN aquellos ya no pueden desentenderse de dicha
faceta estructural.25

berse reconocido su faceta colectiva en “Halabi”, la reciente experiencia vinculada con los
procesos judiciales que impugnaron las modificaciones de diversos cuadros tarifarios de
servicios públicos en todo el país demostró la relevancia de este recurso discursivo para
evitar atender muchas de las discusiones que se pretendieron plantear al respecto.
25. La CSJN dejó esto bien en claro cuando sostuvo en “Halabi” que la manda del art. 43
CN es “claramente operativa y es obligación de los jueces darle eficacia, cuando se aporta
nítida evidencia sobre la afectación de un derecho fundamental y del acceso a la justicia de
su titular” (considerando 12° del voto de la mayoría).
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En cuarto lugar el autor aborda el problema del tipo de remedios que


los jueces suelen ordenar cuando deben resolver un caso constitucional,
consistentes por lo general en órdenes de no hacer. En opinión Saba, esto
obedece a dos de los obstáculos ya analizados: la orientación individualista
sobre la naturaleza de los derechos y la postura deferente del Poder Judicial
hacia los órganos políticos. Desde esta posición, afirma, los jueces han
sido usualmente reticentes “a considerar aquellos casos en que el remedio
previsible sería una orden de hacer a los poderes políticos y, sobre todo,
en el sentido de desarrollar una política pública o desmantelar una política
existente”.
En este apartado Saba critica la postura de autores como Ferrajoli,
Abramovich y Courtis, quienes “atribuyen la causa de esta postura judi-
cial autolimitativa y deferente a una matriz constitucional liberal previa
al surgimiento de lo que identifican con el denominado ‘Estado social de
derecho’”. Por el contrario, sostiene el autor, “detecto la causa de esa de-
ferencia y esa autolimitación radical antes en la práctica judicial que en
la matriz constitucional” y que “los principios liberales expresados en la
Constitución de 1853 pueden interpretarse en clave de liberalismo iguali-
tario”.
La principal derivación de esta concepción que asume Saba respecto
de nuestra Constitución histórica, con directo impacto en el tipo de reme-
dios que los jueces pueden ordenar en casos constitucionales, es “reco-
nocer que el Estado tiene obligaciones tanto negativas como positivas en
cuanto a la protección de derechos desde el comienzo de la vida constitu-
cional Argentina”.
El último de los elementos constitutivos del “modelo clásico” es el
foco en la reparación de hechos pasados. Según el autor “este enfoque re-
trospectivo soslaya las causas estructurales de las afectaciones de derechos
que nos interesan”. Nuevamente vuelve aquí sobre una de las premisas
fundamentales de su trabajo al señalar que “si bien es cierto que el jueces
no debe reemplazar al legislador, también es cierto que la obligación de los
magistrados es hacer efectivos los mandatos de la norma fundamental”.
Sobre este piso de marcha el autor destaca que si los jueces detectan
violaciones de derechos con causa en políticas públicas inconstitucionales
o inexistentes pero las pasan por alto “no estarán resolviendo correctamen-
te el caso”. El enfoque de Saba en este punto coincide con la postura de
Chayes, quien hace más de 40 años sostenía que en el contexto de casos de
reforma estructural los contornos de la remediación no se derivan lógica-
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mente de la violación a un derecho ya determinada por la decisión de méri-


to, como sucede en el modelo tradicional de litigio constitucional, sino que
la elaboración de la sentencia “es en gran medida un proceso discrecional
en el cual el juez debe evaluar y valorar las consecuencias de programas
alternativos que pudieran corregir la falla sustancial ya determinada. Tan-
to en la fase de conocimiento como en la de remediación, el interrogante
más relevante es siempre el mismo: ¿cómo pueden, en un caso concreto,
aplicarse de la mejor manera posible las políticas públicas establecidas por
una determinada ley?”.
Luego de deconstruir los cinco elementos analizados hasta aquí, Saba
se ocupa de subrayar la “sólida coherencia” que guardan entre sí y la direc-
ta influencia que tienen para definir un modelo clásico de control judicial
de constitucionalidad al cual denomina “de máxima autorrestricción”, un
modelo que a su juicio “resulta absolutamente inadecuado para aquellos
casos en que esté afectada la igualdad entendida como no sometimiento”,
así como también en general para “todas aquellas afectaciones que tienen
matriz estructural”.
Tomando como ejemplo la litigación de casos por derecho a la sa-
lud y la experiencia jurisprudencial argentina, brasileña y colombiana,
el trabajo afirma que “el modelo de control requerido para que los tri-
bunales puedan atender correctamente las violaciones estructurales de
cualquier derecho [...] debe conformarse con elementos radicalmente
diferentes de los que componen el sistema tal como funciona hoy en
muchos contextos nacionales”. Estos elementos se presentan en su ma-
yoría como oposición a los analizados anteriormente, a saber: (i) una
conceptualización de derechos cuyo ejercicio se entienda a partir de
acciones del Estado, y no solo a partir de su no interferencia; (ii) nuevas
reglas procesales, apropiadas para “los reclamos colectivos, estructura-
les o no”; (iii) redefinición del tipo de remedios judiciales que permita
dictar órdenes de hacer más o menos complejas y progresivas en su
implementación; (iv) redefinición del rol de los jueces para avanzar
hacia una concepción que los entienda como “guardianes de los límites
establecidos en la norma fundamental” en lugar de “prescindentes y de-
ferentes de cara a los poderes políticos”; (v) poner el foco en la función
prospectiva del remedio ordenado, en lugar de hacerlo exclusivamente
en la reparación de hechos pasados.
Es interesante ver cómo tres de estos cinco elementos califican como
cuestiones procesales. Me refiero al que apunta en términos generales al mé-
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todo de debate y a los dos vinculados con el tipo de remedio que corresponde
utilizar en estos contextos de debate y sus modos de implementación.
En lo que respecta al método de debate en general, considero que a
esta altura del desarrollo del tema a nivel jurisprudencial, legislativo y re-
glamentario es posible identificar los perfiles de un verdadero y propio
derecho constitucional a un debido proceso colectivo en Argentina. Un de-
recho enraizado en el art. 43 CN y que debería asegurar, cuanto menos, lo
siguiente: (i) el efectivo acceso a la discusión y solución de conflictos co-
lectivos en sede judicial, especialmente de ciertos grupos sociales tradicio-
nalmente relegados de la discusión institucional o débilmente protegidos;
(ii) una temprana determinación de las reglas del juego para permitir a las
partes saber si el proceso tramitará en clave individual o colectiva; (iii) una
representación del grupo adecuada y acorde con los intereses en disputa,
controlada y supervisada por el juez de la causa; (iv) el respeto a la autono-
mía individual y al debido proceso individual de las personas involucradas
en tales conflictos; (v) un debate amplio, público, robusto e informado, que
incluye el análisis del impacto económico de las decisiones a tomar y una
preferencia por la discusión oral (si bien todavía no profundizada como
debería); (vi) la amplia difusión hacia la sociedad de información relativa
a la existencia y evolución de este tipo de procesos; y (vii) una sentencia
colectiva efectiva, cuyo contenido y mecanismos de implementación o eje-
cución sean acordes con la complejidad de las soluciones que demandan
la inmensa mayoría de esta clase de conflictos y con las tensiones políticas
que supone su solución por parte del Poder Judicial en un sistema republi-
cano de gobierno.
Los potenciales beneficios que han traído consigo las innovaciones re-
glamentarias y jurisprudenciales de la CSJN en este campo son evidentes,
ya que todas ellas intentan romper con un molde procesal clásico que ha
derivado en Argentina en el dictado de relevantes decisiones sobre conflic-
tos de interés público (estructurales y de otro tipo) tomadas en la oscuridad
y secretismo de un expediente casi puramente escrito, como fruto de un
debate entre pocos, sin inmediación con el juez ni audiencias públicas,
sin mecanismos de intervención y participación social, y sin herramientas
de publicidad que concurrieran a garantizar transparencia y control social
sobre la discusión. Sin embargo, el problema –una vez más– son las prácti-
cas. Sucede que la implementación efectiva, regular y sistemática de tales
reglamentaciones y criterios jurisprudenciales es todavía un gran desafío
para la CSJN y los tribunales inferiores.
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Una vez realizado todo este análisis conceptual, el trabajo afirma que
se encuentra en paulatino y tímido desarrollo un nuevo modelo de control
de constitucionalidad en la Argentina. A tal fin se ocupa de revisar diversos
precedentes de la CSJN y tribunales inferiores que “comenzaron a alterar
ese modelo establecido de extrema autolimitación y deferencia”. Entre ta-
les precedentes se cuentan “Viceconte”, “Badaro”, “Mendoza”, “Verbits-
ky” (al cual dedica el análisis más profundo) y “Río Negro”.
¿Cuáles son las causas que explican dichos precedentes y la sugerida
paulatina mutación en el modelo de control de constitucionalidad? Según
Saba el fenómeno obedece a la reunión de cuatro factores: (i) el desarrollo
y perfeccionamiento de prácticas de litigio estratégico por parte de organi-
zaciones de derechos humanos en el sistema interamericano de protección
de derechos humanos; (ii) la inclusión del amparo colectivo en la CN; (iii)
la modificación en la integración de la CSJN a partir del año 2004; y (iv)
los desarrollos similares operados en otros tribunales superiores de la re-
gión latinoamericana, la India y Sudáfrica.
Como aporte para la discusión me permito agregar otro factor rele-
vante para el impulso de estos desarrollos. Sucede que no ha sido solo el
trabajo de las organizaciones en el campo internacional lo que ha permitido
avanzar en este campo, sino también el que han desplegado antes distintos
tribunales de nuestro país mediante el planteo de casos que configuran, a
mi modo de ver, una modalidad muy concreta de intervención política en
el sistema democrático. Una modalidad bien diferente al sufragio popular
y con gran potencial de impacto concreto en la agenda pública, mediante
la cual se ha logrado exigir la toma de ciertas decisiones gubernamentales
impostergables que, no obstante revestir tal carácter, eran efectivamente
diferidas en el tiempo por los poderes Ejecutivo y Legislativo con motivo
de la existencia de otras prioridades en la agenda pública.
El capítulo en comentario termina concluyendo que “la concepción
de igualdad como no sometimiento se construye necesariamente sobre la
noción de afectación estructural, que a su vez requiere un tipo de control de
constitucionalidad que supere aquel que tan bien se ajustaba al tratamiento
de casos en los que se veía afectada la igualdad como no discriminación”.
Esta noción de igualdad “necesita un nuevo modelo de intervención judi-
cial”. Y para ello, afirma Saba, “el gran desafío sigue siendo” no solo la
reconceptualización del derecho de igualdad en sí mismo (como propone
a lo largo de todo el libro), sino especialmente “identificar los remedios
apropiados que los jueces podrían ordenar en casos de violaciones estruc-
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turales del derecho a ser tratado igual, sin que eso implique un cambio
radical del régimen democrático, uno que sustraiga de los ámbitos de la
democracia la decisión sobre políticas públicas”.
He señalado en otra oportunidad que el gran problema que enfrenta-
mos en Argentina es la ausencia de reglas en función de las cuales debatir
argumentos y tomar decisiones dentro del Poder Judicial con suficiente
legitimidad política en el delicado campo de los conflictos colectivos. Un
campo que se torna más delicado aun cuando el remedio exigido por el
conflicto es de tipo estructural y, por ende, prospectivo. Esto, a su turno,
es fruto de otro problema todavía más grave y actual: la falta de un debate
público franco y sincero sobre este tema para generar consensos mínimos
respecto de cómo deben diagramarse estas nuevas (e imprescindibles) re-
glas procesales.
Afirmo que estas reglas son imprescindibles debido al alto impacto
social, político y económico que tienen tanto la discusión como la resolu-
ción de conflictos de interés público en sede judicial. Si tenemos esto en
consideración, no parece razonable permitir que el gran poder político que
hoy tienen los jueces al actuar en este campo sea ejercido mediante deci-
siones tomadas en procesos tramitados sobre la base de reglas de debate
que no cumplen con los estándares mínimos de publicidad, transparencia y
participación social que demanda la discusión de asuntos colectivos fuera
de las arenas del Estado con representación mayoritaria.
Desde este punto de vista, tampoco parece razonable que a esta altu-
ra de los tiempos y siendo plenamente conscientes de las complejidades
involucradas en toda decisión de política pública, esas reglas de debate
mediante las cuales estamos (ni más ni menos que) controlando la actua-
ción de los poderes elegidos por sufragio popular, no estén preparadas para
incorporar adecuadamente el trabajo interdisciplinario de expertos y enti-
dades científicas, aprovechar las ventajas de las nuevas tecnologías de la
información, ni generar mecanismos de diálogo más fluidos para solucio-
nar estos conflictos.
Me refiero tanto a mecanismos de diálogo que vinculen a los propios
tribunales que componen el sistema de administración de justicia a fin de
compartir información y experiencias, como a mecanismos que tiendan a
vincular con mayor fluidez a tales tribunales con los poderes del Estado
que fueron elegidos en forma directa por la sociedad para decidir las prio-
ridades de la agenda pública y determinar el modo de asignar los recursos
estatales a fin de satisfacer las necesidades de la población.
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No hay duda que necesitamos un nuevo modelo de control de consti-


tucionalidad para procesar y resolver adecuadamente pretensiones colec-
tivas de derechos. Especialmente cuando estas pretensiones son de índole
estructural y resultan promovidas en beneficio de grupos que padecen las
consecuencias de una sociedad cada vez más desigual.
El trabajo de Saba es un aporte de gran relevancia para profundizar
en esta discusión y avanzar en la construcción de un modelo de control de
constitucionalidad que se aparte del modelo clásico. Un modelo clásico
ideado, diagramado y utilizado desde hace más de 200 años para ser el
último reducto de defensa de los derechos de las minorías blancas, ricas y
poderosas en lugar de ser una herramienta de tutela y emancipación social
para quienes más necesitan de esa protección del Estado: los grupos afecta-
dos por situaciones de desigualdad estructural, desaventajados, débilmente
protegidos y tradicionalmente postergados del diálogo institucional.

iV. ePíLogo: desiguaLdad estRuctuRaL y PobReZa

En el Epílogo26 a su libro Saba se refiere al problema de la pobreza


“extrema, persistente, perpetua y transmitida de generación en genera-
ción”, y argumenta que las constituciones y los tratados de derechos hu-
manos comprometidos con el ideal de la igualdad imponen a los gobiernos
y a los Estados la obligación de actuar sobre las circunstancias que causan
este tipo particular de pobreza. Si bien es un tema que se aborda en solo
doce páginas, y el autor aclara que es una breve exploración inicial que no
contiene el estudio exhaustivo de los demás capítulos, se trata de un exce-
lente trabajo que plantea adecuadamente uno de los problemas centrales
de desigualdad en Argentina y brinda algunas herramientas conceptuales
valiosas e indispensables para analizar la problemática y disparar una ne-
cesaria discusión sobre el tema.
La pobreza en general, y en particular la pobreza extrema y trans-
mitida de generación en generación, conlleva numerosas y sistemáticas
violaciones a los derechos humanos más básicos. Ya sea que se mida en
función de la falta de ingresos suficientes para atender a necesidades hu-
manas esenciales, en función de los indicadores de necesidades básicas in-

26. Comentarios a cargo de Dalile Antúnez (ACIJ).


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satisfechas, u otros índices de vulnerabilidad social y económica, va acom-


pañada de numerosas privaciones que colocan a la persona en situación de
subordinación en diferentes esferas de la vida. Compromete su capacidad
para vivir vidas humanas autónomas, dignas y valiosas –de acuerdo con
su ideal particular del bien–, y genera una estigmatización y segregación
social y espacial que profundiza su exclusión.
Una duda o interrogante que genera la primera parte del epílogo es
qué justificación, contornos, impactos concretos y consecuencias tiene una
primera distinción de situaciones que se formula entre dos tipos de pobre-
za. Allí se diferencia entre los casos en los que la pobreza de una persona
se relaciona con decisiones más o menos afortunadas que la persona ha
tomado, la elección de planes de vida que el mercado no valora, u oportu-
nidades en las que la suerte o el contexto macroeconómico no acompañan
a las personas; y aquellos otros en los que la condición de pobreza en
grados extremos es producto de factores que la persona no puede controlar
en absoluto, a menudo creados por políticas o regulaciones del estado o
prácticas sociales; cuando además reviste ciertas características que hacen
que se perpetúe de generación en generación, y cuando incluso la motiva
o la agrava la raza, el sexo, la discapacidad u otra condición humana por
la cual ni siquiera ha optado. El autor señala que en este último caso la
acción o inacción del Estado que contribuye a semejante perduración de
esas violaciones y de esa condición entran en conflicto con el compromiso
contraído con el valor de la igualdad expresado en la Constitución, y que
en el primer caso, es probable que muchas de estas situaciones generen
reclamos basados en derechos, o que se exijan políticas públicas tendientes
a compensar los efectos de un mercado que no recompensa positivamente
ciertas elecciones de vida.
Creo que es difícil afirmar en cualquier caso que la pobreza de una
persona, cuando ella no se ha transmitido de generación en generación,
o no es extrema, se relaciona con decisiones más o menos afortunadas de
la persona. En todos los casos opera, de manera más o menos evidente, la
acción e inacción del Estado para generar condiciones estructurales que
favorecen o permiten que la persona se encuentre en situación de pobre-
za, y que están fuera de su alcance. Si bien es claro que el autor también
plantea probables respuestas frente a las situaciones en las que a su juicio
la pobreza no tendría las características que la dotan de un carácter “es-
tructural”, no se comprende por qué en tales casos no afirma claramente
que allí también hay un evidente conflicto con el valor de la igualdad como
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no sometimiento expresado en la Constitución, aun cuando fuera posible


distinguir situaciones más o menos permanentes o difíciles. Resulta poco
clara la distinción entre la pobreza producto de factores que la persona
no puede controlar, y aquellos otros casos. No creo que sean relevantes o
deban tener peso los motivos por los cuales una persona se encuentra en si-
tuación de pobreza, ya que en cualquier caso, el solo hecho de encontrarse
en esa situación conlleva privaciones que comprometen el ideal de la igual-
dad constitucional. Aún si se trata de una pobreza reciente, producto de lo
que se considera una elección profesional desacertada que el mercado no
valora, es problemático sostener que los factores que llevaron a la persona
a encontrarse en situación de pobreza estaban en la esfera de su control.
Habida cuenta nuestro especialmente fuerte compromiso constitucional
con la igualdad, y también el amplio reconocimiento de derechos sociales,
en la medida en que una persona se encuentre en situación de pobreza el
ideal de igualdad constitucional se encuentra afectado en virtud de todas
las afectaciones que la pobreza genera, y ello conlleva la obligación cons-
titucional de remediar la situación, aún en los caso de pobreza no reciente
o pobreza no extrema.
Sin perjuicio de la duda que genera esa primera distinción que se rea-
liza en el epílogo, creo que es importante y extremadamente valiosa la de-
dicación del autor a iluminar en particular el grave problema y la singular
forma de injusticia que sufren las personas que desde su nacimiento están
condenadas a vivir en la pobreza, y que se encuentran en una situación de
marginación y exclusión tales que resulta realmente imposible que puedan
salir de ella sin la adopción de políticas públicas estructurales deliberada-
mente orientadas a reparar esa discriminación, y revertirla en las futuras
generaciones. Las formas de exclusión y privación que determinan esa
clase de pobreza que denomina “estructural” son particularmente graves
y acuciantes. También es atinada la referencia particular que se hace en el
epílogo a la problemática que se vive en villas o asentamientos informales
como una de las manifestaciones más frecuentes de la desigualdad estruc-
tural en los países de América Latina. En ese sentido, es correcta la deci-
sión del autor de evocar la idea de castas, al hacer referencia a la situación
de pobreza estructural de quienes viven en villas. Otros términos similar-
mente fuertes que han utilizado otros autores para aludir a esas situaciones
y a la marginación socio-espacial de la pobreza urbana aluden a la idea de
apartheids urbanos, o guetos urbanos, término que también utiliza el au-
tor. Como se señala, son palabras fuertes, pero no excesivas o inapropiadas
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para describir la situación de marginación, exclusión y subordinación que


conlleva la pobreza extrema.
Como bien afirma Saba, son miles las decisiones gubernamentales
que, combinadas y sumadas a evidentes o sutiles prácticas de una enorme
cantidad de individuos, terminan generando los factores de perpetuación
de la extrema pobreza de millones de sus conciudadanos, y es posible que
ni siquiera seamos capaces de identificar con claridad cuáles fueron esos
factores. Es importante la forma en que en el trabajo se plantea el vínculo
causal estrecho entre esa situación de pobreza estructural y las políticas
públicas estatales que abiertamente (por acción u omisión) discriminan a
los más pobres, o que generan o mantienen las condiciones estructurales
para que esa pobreza no se revierta. El problema de la pobreza extrema
no es un accidente de la naturaleza que se pide al Estado que remedie,
sino que es provocado por las propias políticas públicas que crean sistemas
sociales injustos y discriminatorios. Pese a que el Estado debería guiar
sus políticas públicas con el objetivo de remediar la pobreza estructural,
con frecuencia las políticas públicas priorizan precisamente a quienes más
tienen en la asignación de los recursos públicos. El trabajo enumera otra
serie de ejemplos en los que la acción y omisión estatal es determinante
para remediar situaciones desiguales, y señala acertadamente que se trata
de obligaciones constitucionales, derivadas de la aceptación del principio
de igualdad como no sometimiento.
Vale agregar, como una manifestación más de este tipo de enfoque,
y de aquel que analiza las causas estructurales de la pobreza estructural,
el análisis de los sistemas tributarios –una tendencia que están impulsan-
do cada vez con más fuerza diferentes grupos movilizados por la justicia
tributaria– y las políticas de gastos, así como de otras prácticas y políticas
que generan, mantienen y profundizan la exclusión, las que deberían ser
parte de un estudio más profundo que visibilice el rol del Estado como
generador activo y a menudo invisible de las situaciones de opresión. En
ese sentido, sería interesante complementar el análisis con los déficits es-
tructurales de nuestros sistemas de representación y sistemas electorales,
que sistemáticamente presentan barreras a la participación de los sectores
en pobreza extrema, y que favorecen la sobrerepresentación de intereses,
preferencias y puntos de vista de quienes cuentan con mayores recursos
económicos. A modo de ejemplo, basta recordar las actuales discusiones
sobre las iniciativas para permitir aportes empresarios en las campañas
electorales.
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Es interesante notar que el ejemplo hipotético que da el autor sobre


un sistema de premiación a maestros de escuela primaria que conduce a
que docentes con mejores cualificaciones se desempeñen en las zonas más
aventajadas y quienes se considera que tienen un peor desempeño concu-
rran mayoritariamente a las zonas más pobres no está alejado de la realidad
de algunos distritos de Argentina, como por caso, la Ciudad de Buenos
Aires.
El autor muestra con impecable línea argumental que el principio de
igualdad constitucional implica que las personas que padecen pobreza
extrema tienen un derecho constitucional a salir de ella, y el Estado la
consiguiente obligación constitucional de tomar todas las medidas ne-
cesarias para desmantelar las condiciones que generan la desigualdad
estructural que sufre determinado grupo. Señala que ello requiere la im-
plementación de políticas públicas de trato preferente, y regulaciones
que generen los incentivos necesarios para modificar prácticas sociales
surgidas a partir de relaciones entre particulares. Una manifestación par-
ticular de las obligaciones estatales que parece especialmente relevante
agregar a las mencionadas en el trabajo, y que resulta instrumental a la
exigibilidad de las obligaciones estatales en la materia, es la obligación
estatal de producir y dar acceso a información que dé cuenta de los avan-
ces y retrocesos en los derechos, información adecuadamente desagrega-
da que permita identificar disparidades geográficas, por condición social
y económica, los efectos de las políticas en el nivel de cumplimiento
de los derechos, e información muy detallada que de realmente cuenta
de las políticas públicas implementadas por el Estado, entre otras. De
otra forma, es imposible saber cuál es la situación, y emprender accio-
nes concretas y eficaces para remediar la desigualdad estructural. Otra
vez, el ejemplo utilizado en el epilogo para poner de manifiesto como
una política aparentemente neutral de asignación de docentes puede tener
un efecto discriminatorio, nos recuerda los déficits en la producción de
información sobre el tema. En algunos distritos de Argentina, si bien es
casi un lugar común escuchar referencias a disparidades generadas por
los sistemas de asignación de docentes, no hay información pública que
permita documentar adecuadamente la situación.
El autor también hace referencia al importante rol que cabe al poder
judicial, que debe llevar adelante procesos jurisdiccionales adecuados y
disponer remedios tendientes a revertir o desmantelar aquellas condiciones
y prácticas públicas o privadas que conducen a la perpetuación de la des-
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ventaja estructural de grupos. Como es evidente, la aplicación del principio


de igualdad constitucional a situaciones de pobreza estructural como las
descriptas en el epílogo demanda un Poder Judicial consciente de su rol
constitucional, esto es, de su obligación de intervenir para ordenar medi-
das y remedios estructurales eficaces para impulsar reformas a políticas
públicas que tienen efectos discriminatorios. Visiones restrictivas sobre el
rol del Poder Judicial en la fijación de estándares que deben guiar la formu-
lación y aplicación de políticas públicas en general, y en particular sobre
derechos sociales, son a todas luces incompatibles con la acertada interpre-
tación que realiza el libro de nuestro texto constitucional.
Con relación a la aplicación de un escrutinio estricto a las políticas
que tienen un efecto dispar sobre personas en condiciones de pobreza, es
interesante notar que son muy pocos los casos en los cuáles los tribunales
han resuelto planteos basando su decisión en la aplicación de este estándar.
Así, hace unos años la Corte Suprema resolvió un caso planteado contra
la discriminación por condición social y económica sufrida por usuarios/
as de los trenes del ramal ferroviario Sarmiento en comparación con el
ramal Mitre, quienes transitan por zonas más favorecidas, sin decir una
palabra sobre las disparidades del servicio entre los ramales. La decisión
dio la razón a los demandantes, usando exclusivamente argumentos sobre
los derechos de los usuarios/as a un servicio adecuado. Si bien no es nece-
sariamente malo que la Corte haya resuelto favorablemente el caso en base
a los derechos de los usuarios/as, y haya juzgado innecesario remitirse a
la desigualdad, es claro que esa decisión impacta necesariamente sobre el
remedio, y es sugerente que un caso claramente planteado como un caso
de discriminación haya sido resuelto exclusivamente como un caso tradi-
cional de usuarios y consumidores. Recientemente, la Corte actual rechazó
con un 280 el recurso de queja presentado contra la decisión del Tribunal
Superior de Justicia de la Ciudad que incorrectamente declaró abstracto
un amparo colectivo contra el estado local por la discriminación estruc-
tural sufrida por los habitantes de las Villas, en el acceso y calidad de los
espacios verdes y plazas. Próximamente, también, el Tribunal Superior de
Justicia debe resolver un caso en el que se cuestiona la discriminación
estructural sufrida por habitantes de los distrititos escolares más desfavo-
recidos en el acceso a la educación primaria de jornada completa. A fin de
poner de manifiesto los conflictos de interés que me afectan como auto-
ra de este comentario, aclaro que como abogada intervine en todos estos
casos, presentados por organizaciones de la sociedad civil. De cualquier
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modo, creo que ellos contribuyen a demostrar la actualidad y la relevancia


del tema abordado en el epílogo, y la necesidad de que sus reflexiones
sean profundizadas y complementadas por otros trabajos y autores que ge-
neren discusiones y diálogos reflexivos, argumentativos, sobre el tipo de
obligaciones y políticas que debe pueden exigirse y a las que se encuentra
obligado el Estado. No obstante las numerosas políticas y prácticas dis-
criminatorias hacia las zonas y grupos más pobres, es llamativa la escasa
cantidad de casos en los que el Poder Judicial ha intervenido para remediar
alguna de esas situaciones haciendo base en el principio de igualdad y no
discriminación, y brillan por su ausencia los casos de aplicación de un es-
crutinio estricto o riguroso sobre políticas y prácticas que tienen un impac-
to diferencial por la condición social y económica, y también son escasos
los análisis doctrinarios sobre el tema.
Este epílogo es un excelente punto de partida que invita a ser com-
plementado con nuevos análisis y reflexiones que nos permitan avanzar
hacia una aplicación efectiva del principio constitucional de igualdad y no
discriminación para remediar algunas de las graves injusticias a las que allí
se aluden.
El libro que comentamos y el concepto de igualdad que allí se de-
fiende contribuyen a pensar mejor la “(des)igualad”. Queda en claro que
no alcanza solo con discutir concepciones de igualdad sino principalmen-
te abrir el debate sobre a quién se aplica ese mandato, cómo se aplica y
cuáles son las obligaciones del Estado, y todos sus poderes, respecto del
principio de igualdad. Estos aspectos, abordados en el libro de Saba, deben
ser tenidos en cuenta si se busca tomarse en serio el mandato de igualdad
constitucional.
Borges solía decir que lo que convierte a un libro en un clásico no es
tanto la potencia de su prosa –tampoco su elegancia–, ni el tema o el argu-
mento que presenta. Lo que convertía una obra literaria en un clásico –ga-
nando, entonces, el lugar en el podio del tan vapuleado canon literario– es,
entre otros rasgos, la capacidad o aptitud de admitir sucesivas, numerosas
y hasta contradictorias lecturas a lo largo del tiempo.27 Italo Calvino, por
otro lado, solía representar a los clásicos como aquellos libros que, a pesar
de vanos esfuerzos, nunca son indiferentes al lector.

27. boRges, J. L., “Sobre los clásicos”, en boRges, J. L., Otras inquisiciones, Buenos Aires,
Alianza Editorial, 1952.
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La obra que comentamos, entendemos, tiene la aptitud de convertirse


en un clásico en la literatura jurídica sobre el principio de igualdad en
nuestra comunidad política. Hoy, podemos decir por ahora, podemos pre-
sentarlo como un texto indispensable. Lo demás, es pura una especulación,
es cierto; pero creemos que el lector podrá apreciar cuán atinada –o exage-
rada– es esta hipótesis.

bibLiogRafia

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