HEDY 1er Cap
HEDY 1er Cap
HEDY 1er Cap
Lecoat, Jenny
Hedy / Jenny Lecoat. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : El Ateneo,
2020.
368 p. ; 23 x 16 cm.
Hedy
Título original: Hedy’s War
Copyright © Jenny Lecoat 2020
Publicado originalmente por Polygon, un sello editorial de Birlinn
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Capítulo 1
E
l calor del sol había comenzado a suavizarse, y
las gaviotas volaban para atrapar su última presa
del día cuando sonó la sirena. Su gemido subió
y bajó como un llamado por encima de los desordenados
techos de tejas y los capiteles de la iglesia de la ciudad, y
a través de los jirones de los campos de papas que estaban
más allá. En la bahía de St. Aubin, donde las olas lamían la
arena y burbujeaban sobre ella, su aviso llegó finalmente a los
oídos de Hedy, que dormitaba apoyada contra el espolón, y la
despertó de un salto.
Se levantó en cámara lenta y observó el cielo. Podía
oír también un leve quejido hacia el este. Trató de serenar
la respiración. Quizá fuera otra falsa alarma. Estos avisos se
habían convertido en un hecho cotidiano en las dos últimas
semanas, cada vez que aviones de reconocimiento simplemen-
te sobrevolaban en círculos y luego desaparecían mar adentro
con cámaras llenas de imágenes borrosas de los caminos prin-
cipales y los muelles del puerto. Pero esta vez era diferente.
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El sonido del motor evidenciaba una feroz señal de propósito,
y varios puntos negros diminutos aparecían en el azul distante.
El quejido se convirtió en un murmullo y el murmullo en un
zumbido estridente. Entonces lo supo. Esta no era una misión
de reconocimiento. Este era el comienzo.
Hacía ya días que los isleños observaban el humo negro
que se levantaba en forma de hongo sobre la costa francesa;
sentían que la vibración de las explosiones distantes latía a
través de su cuerpo y les sacudía los huesos. Las mujeres pasa-
ban horas contando y recontando los alimentos enlatados en
sus despensas, mientras que los hombres corrían a los bancos
para retirar los ahorros de la familia. Los niños se quejaban a
gritos cuando les ponían las máscaras de gas sobre la cabeza.
Para entonces, se había desvanecido toda esperanza. No había
nadie en la isla para disuadir a los agresores, nada que se inter-
pusiera entre ellos y su trofeo, excepto la planicie de agua azul
y un cielo vacío. Y ahora los aviones estaban viniendo. Hedy
podía verlos claramente, todavía a cierta distancia, pero, por el
contorno, suponía que eran Stukas. Bombarderos en picada.
Miró alrededor en busca de refugio. El café más cerca-
no sobre la playa estaba a un kilómetro y medio de distancia.
Deteniéndose solo para buscar su cesta de mimbre, corrió por
los escalones de piedra que llevaban a la pasarela de arriba,
subiéndolos de tres en tres. Una vez allí, exploró el paseo: a
unos cien metros hacia la Primera Torre había un pequeño
refugio en el paseo marítimo. No tenía más que un banco de
madera en cada uno de sus cuatro lados expuestos, pero iba
a tener que alcanzar. Hedy se lanzó hacia él, rasguñándose
el mentón al calcular mal el salto hacia el pedestal inferior,
y se arrojó contra el banco. Un momento después, recibió la
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compañía de una madre joven, probablemente no mucho
mayor que ella, atravesada por el pánico, que sujetaba a un
pequeño de cara pálida de la muñeca. En ese momento, los
aviones estaban sobre el puerto de St. Helier: uno dibujaba
un arco a través de la bahía hacia ellos, el ruido del motor
era tan ensordecedor que ahogaba los gritos del niño mien-
tras la mujer lo protegía contra el suelo. El violento martilleo
de las ametralladoras penetró en los oídos de Hedy cuando
varias balas chocaron contra el espolón y saltaron en diferen-
tes direcciones. Un segundo después, una explosión distante
sacudió el refugio con tanta violencia que Hedy pensó que el
techo iba a colapsar.
—¿Qué es eso? ¿Una bomba? —La cara de la mujer
estaba cenicienta debajo de su tono bronceado por el sol.
—Sí. Cerca del puerto, creo.
La mujer la miró entrecerrando los ojos. Era el acento,
Hedy lo sabía…, aun en un momento como este seguía sepa-
rándola, marcándola como una extranjera. Pero la atención de
la mujer rápidamente volvió a su hijo.
—¡Dios mío! —murmuró—. ¿Qué hemos hecho? Mi
marido me dijo que deberíamos haber evacuado cuando te-
níamos la oportunidad. —Sus ojos se fijaron en el cielo—.
¿Cree que tendríamos que habernos ido?
Hedy no dijo nada, pero siguió la mirada de su compa-
ñera. Pensó en sus empleadores, los Mitchell, tambaleándose
al subir a ese buque de carga sucio, inadecuado, con su hijo
que gritaba y nada más que una muda de ropa interior y unas
pocas provisiones en una caja marrón. En este momento, con
el olor del combustible quemado de los aviones en la nariz,
habría dado cualquier cosa por estar con ellos. Sus nudillos
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se volvieron amarillos en el banco de pizarra. Tirabuzones
de humo negro flotaban por la bahía, y podía oír sollozar al
pequeño a su lado. Hedy tragó con esfuerzo y se centró en
las preguntas que rebotaban en su cerebro como una má-
quina de pinball. ¿Cuánto tiempo pasaría antes de que los
alemanes aterrizaran? ¿Reunirían a la gente, los pondrían
de pie delante de la pared para fusilarlos? Si venían por ella,
¿entonces…? No tenía sentido terminar esa idea. Anton, la
única persona en la isla a la que podía considerar su amigo,
no tendría poder para ayudarla. El refugio volvió a vibrar y
ella sintió su fragilidad.
Hedy se quedó agachada en silencio, escuchando los
aviones que daban vuelta y bajaban en picada, y el estallido
de explosiones a una milla de distancia, hasta que, por fin, el
sonido de los motores comenzó a desvanecerse a lo lejos. Un
hombre con el cabello blanco revuelto se desplomó cerca de
ellos y se detuvo a mirar el refugio.
—Los aviones se han ido —anunció—. Traten de volver
a casa lo más rápido que puedan. No falta mucho para que
lleguen aquí. —Los ojos de Hedy se fijaron en su chaqueta,
que estaba cubierta de polvo y manchas dispersas de sangre—.
No se preocupe, no es mía —le aseguró el hombre—. Un viejo
compañero que caminaba cerca del muelle recibió una bala en
la pierna…, tuvimos que llevarlo al hospital.
—¿Hay muchos heridos? ¿O…? —Hedy echó un vistazo
hacia el niño, sin querer terminar la pregunta.
—Algunos, sí. —La voz del hombre tembló un poco
y Hedy sintió un golpe de angustia. Presionó su puño con-
tra los labios y tragó, antes de que el hombre continuara—:
Bombardearon una fila de camiones de papas que esperaban
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para descargar en el muelle. No sé, por el amor de Dios, ¿cuál
es el sentido de eso? —Sacudió la cabeza e hizo un gesto hacia
su destino—. Apúrense.
El hombre se alejó rápidamente. Hedy arrastró su cuer-
po tembloroso y se puso de pie, le deseó buena suerte a la
mujer y se largó por el paseo hacia la ciudad, preguntándose
cómo diablos haría para volver a lo de los Mitchell, supo-
niendo que la casa todavía estuviera en pie. Trató de apurar-
se, pero sus piernas delgadas se sentían débiles. Imaginó a
Hemingway escondido debajo del sofá en la sala vacía, con su
felino pelaje gris erizado de terror. Ya estaba lamentando a
medias haber desobedecido la instrucción del señor Mitchell
de haberlo puesto a dormir. Los ojos confiados del animal
habían derretido su corazón en la puerta del veterinario.
Ahora no estaba siquiera segura de que pudiera alimentarse
ella, mucho menos un gato.
Para cuando llegó a las afueras de la ciudad de St. Helier,
pudo oír las sirenas de las ambulancias y los gritos aislados
de hombres desesperados que trataban de trabajar en equi-
po. El humo salía en columnas perfectas de los botes y los
edificios en la tarde de verano sin viento; algunos automó-
viles estaban abandonados en los caminos en ángulos ex-
traños. Había poca gente alrededor: algunos buscaban a los
desaparecidos, otros caminaban sin rumbo; una vieja pareja
sollozaba en un banco. Hedy siguió caminando, forzándose
a poner un pie delante de otro, dirigiendo deliberadamente
sus pensamientos hacia la realidad. El mar que rodeaba la
isla probablemente ya estuviese lleno de submarinos. Pronto
estaría una vez más rodeada por esos uniformes de color gris
verdoso y oiría el ladrido de las órdenes. Imaginaba el golpe
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en la puerta, manos de la Wehrmacht tomándola del codo,
la casa abandonada con platos sucios todavía sobre la mesa.
Todo era posible ahora. Recordaba demasiado bien la for
ma en que los alemanes se habían comportado en Viena. En
especial con los judíos.
Apretó el paso, empujando el peso del cuerpo hacia
adelante, deseosa de llegar a casa. Tenía que encontrar a
Hemingway y darle un abrazo.
† ¢
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Sacaron la cabeza por la ventana del primer piso a la luz
del sol. Debajo, se veía una ordenada calle de la ciudad, rodeada
por apartamentos construidos sobre tiendas y negocios, cuyas
puertas abrían directamente al pavimento. Fuera de cada ven
tana, colgaba algún tipo de género casero: un delantal, el pañal
de un bebé, ropa interior vieja. Desafío frente a la derrota.
Anton asintió y Hedy, con cuidado de solo usar la punta de los
dedos, tomó los calzoncillos y los ató al palo de la escoba; luego
los sacó por la ventana, apoyando el extremo de la escoba en
una silla y sujetándolo con una toalla. Mientras lo hacía, el
sonido de los motores de un vehículo llenó sus oídos.
—Aquí vienen —murmuró Hedy.
El primer automóvil apareció al final de la calle en su-
bida, bien visible desde su punto de observación: un elegante
Bentley convertible, lleno de oficiales de rango superior. El
segundo era un Daimler reluciente con varios más. Detrás de
ellos, había una docena, o algo así, de marca Ford y Morris
menos impresionantes, con soldados de más bajo rango, y un
par de motocicletas con sidecar al final, todo robado, supuso
Hedy, de los garajes de residentes locales, ya que los milita-
res que llegaron apenas pudieron haber tenido tiempo de
transportar sus vehículos desde Francia. Incluso desde arriba
se veía con claridad el placer en las caras de los alemanes.
Probablemente, después de meses en los fríos campos lodo-
sos de Europa, las playas blancas y los caminos arbolados de
esta pintoresca isla les habían resultado una grata sorpresa,
del mismo modo que una vez le había ocurrido a Hedy.
—Míralos.—La voz de Anton estaba oscurecida por la
furia—. Cualquiera pensaría que conquistaron toda Inglaterra,
no unas pocas islas británicas cerca de St. Malo.
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—Para ellos es el primer paso —murmuró Hedy—. No
esperan que los saludemos, ¿no?
Hedy miró las ventanas de enfrente. Detrás de cada
una, los residentes miraban con un odio impotente a sus nue-
vos señores. No había habido más bombas desde el viernes
por la noche, y el daño cerca del puerto y el Weighbridge, en
parte, ya había sido reparado, pero todos sabían que ese día
marcaba el verdadero comienzo del sometimiento. Al obser-
var la llegada de sus captores, la gente deseaba que su furia
les acribillara el corazón, su hosquedad era su única defensa.
Hedy sacudió la cabeza.
—No van a obligarnos a saludarlos. Querrán conven
cernos de lo civilizados que son…, mostrar al mundo cómo
pretenden dirigir Gran Bretaña. ¿Qué fue lo que dijeron?
—Tomó el panfleto que estaba en la pequeña mesa de Anton,
y le sacudió la tierra del cantero de flores donde había caído.
—Aquí está: “La libertad de los habitantes pacíficos está solem
nemente garantizada”. —Resopló—. Veremos cuánto dura.
Anton le apretó el hombro para transmitirle seguri-
dad. Hedy sintió la calidez de su mano, el primer contacto
físico con alguien desde que se despidió de la menor de los
Mitchell y tuvo que morderse la parte interior del labio para
contener las lágrimas. Se quedaron así un largo rato, hasta
que las filas de automóviles desaparecieron y las ventanas que
daban a la calle comenzaron a cerrarse. Habría más solda-
dos, por supuesto, y, en los días siguientes, muchos más, pero
los isleños habían tenido su primera impresión del enemigo,
suficiente por un día. Anton volvió a su habitual poltro-
na junto a la chimenea, ubicada con cuidado para escon-
der el linóleo roto que había debajo. Era un apartamento
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pequeño, destartalado, pero tenía una calidez acogedora,
mucho más confortable que la gran casa desierta de sus ex
empleadores, y el olor de la panadería que estaba debajo
lo hacía hogareño. Era un lugar donde siempre se había
sentido segura.
—No tiene sentido pensar lo peor —dijo Anton, leyén-
dole la mente.
—Todo bien para ti. —Se desplomó en la única otra silla
y acomodó una pierna debajo de su cuerpo, como hacía siem-
pre. Sus dedos jugueteaban con la cinta de su vestido—. ¡Soy
tan estúpida! ¿Por qué no me fui a los Estados Unidos cuando
tuve la posibilidad?
—Sabes por qué.
—¡Podría haber conseguido el dinero de algún modo!
No tendría que haberme dado por vencida tan fácilmente.
Anton se inclinó hacia adelante en su silla.
—Mira, quedaron tan pocos judíos en la isla, ¿una doce-
na, tal vez?, que es probable que, para los alemanes, no valga
la pena perseguirlos. —Debe de haber visto el escepticismo en
los ojos de su amiga, porque continuó:—De verdad, no creo
que sea tan malo como fue en Viena.
Hedy sacudió la cabeza.
—¿No? Aunque tengas razón, aunque no vayan contra
mi pueblo, ¿te das cuenta de lo vulnerables que somos ahora?
Somos extranjeros aquí, ¡extranjeros que hablamos alemán!
Quedaremos atrapados en el fuego cruzado.
—La gente de Jersey no se volverá contra nosotros, ellos
saben por qué estamos aquí.
—Anton, te arrastraron a ese campo apenas seis semanas
atrás, ¡solo por ser un extranjero enemigo!
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—Solo hasta que verificaron todo, luego volví a casa. Eso
es lo que quiero decir…, la gente aquí es bastante razonable.
—¡Ustedes, los católicos! —Su voz sonó aguda y ás-
pera—. ¡Ustedes creen que el mundo está lleno de santos!
¿Piensas que los locales no recordarán que los austríacos
arrojaron flores y vitorearon a los alemanes cuando cruzaron
nuestra frontera?
Anton se recostó en su silla. A pesar del afecto que te
nía por él, era una constante decepción para Hedy que Anton
evitara las discusiones. En parte, porque no le gustaba la con-
frontación, pero también por un deseo genuino de no generar
infelicidad. Tal vez ese era el motivo por el que ella nunca
se había sentido atraída románticamente hacia él, a pesar
de todo lo que tenían en común. Cuánto más protegida se
sentiría ahora si las cosas hubieran sido diferentes entre ellos.
Anton se dio vuelta en la silla, maniobrando para cam-
biar de tema.
—Tengo que tratar de dormir un poco esta noche —dijo
finalmente—. La panadería reabrirá mañana. El señor Reis
considera que vendrá mucha gente que querrá comprar por
miedo, pero no estoy tan seguro. Creo que la mayor parte de
la gente tratará de seguir como si fuera un día normal.
Hedy se rio con amargura.
—Sí, por supuesto. Como dices, las tiendas abrirán, por
orden del comandante. Y seguiremos con nuestros asuntos
como si nada hubiera pasado. Eso es lo que hace la gente,
¿no? Levantaremos nuestras cortinas y adelantaremos el reloj
una hora para adaptarnos a la hora alemana. Y nos convence-
remos de que todo estará bien. —Su respiración salía en forma
de cortos jadeos. Anton se acercó a ella.
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—Hedy, basta.
—Todos caminarán por la ciudad como si no tuviesen
miedo de ser arrestados. Y yo, yo me sentaré a esperar a ser
llevada Dios sabe adónde en el próximo barco. Tienes razón,
además de eso, será un día como cualquier otro. —Las últimas
palabras salieron de ella como un grito, mientras caía de ro-
dillas y los sollozos sacudían su cuerpo—. No puedo soportar
esto, Anton, no otra vez. Por favor, no permitas que me lleven
de nuevo.
Anton la tomó suavemente en sus brazos mientras le
susurraba palabras de consuelo; luego le pasó su pañuelo.
Hedy lloró durante diez minutos completos mientras Anton
preparaba un té caliente; la invitó a sentarse en su poltro-
na para beberlo. Puso a Rajmáninov en el gramófono y am-
bos se sentaron en un silencio acompañado, escuchando las
supremas melodías hasta que el sol comenzó a bajar. Hedy
observó el cielo por encima de los tejados que pasaba de un
dorado pálido a un rosado; sus pensamientos iban en caída
libre. Pensaba en sus padres allá en Viena, cuyas hermosas
cartas ya no llegarían. Pensaba en Roda, en su risa de plata y
su pelo salvaje; qué valiente había sido su hermana, metiendo
ese sobre con chelines austríacos en su ropa interior mientras
empujaban su viejo automóvil Steyr hacia el espesor de la
maleza, a dos kilómetros de la frontera suiza. Se preguntaba si
Roda había logrado llegar a Palestina. Luego, cerró los ojos
y dormitó por un rato. Cuando despertó, Anton le dio más té y
unos pastelillos viejos que había tomado de la tienda. Le pasó
lo que quedaba de una lata de sardinas para que le llevara a
Hemingway. Finalmente, cuando el cielo ya era de color azul
profundo, llegó el momento de que se fuera.
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—Busco mi chaqueta y te acompaño —dijo Anton—.
No deberías estar en la calle sola.
Hedy se sonó la nariz y se acomodó el pelo. Esa noche
era un umbral, el momento para poner las cosas en orden,
para empacar y dejar todo listo. Mañana compraría un pasa-
dor para la puerta de entrada. Uno grande, negro, de acero,
que se deslizara en su guía hasta cerrar con un clic sólido.
Del otro lado de la ventana, las estrellas más fuertes y
brillantes comenzaban a perforar la oscuridad. Las miró mien-
tras pensaba en quienes protestaban en las calles de Viena,
borrando los eslóganes pro independencia de la calle. Los ale-
manes se reían y simulaban que los cubos pateados y los dedos
aplastados eran accidentes, y la tiza y la pintura finalmente
se eliminaban. Pero las palabras y los colores de los mensajes se
imprimieron a fuego en su memoria para siempre, y la resolución
nunca desapareció de los ojos de esos manifestantes.
Anton regresó con su chaqueta. Hedy le devolvió el
pañuelo.
—Quédatelo.
—No, gracias. Ya no lo necesitaré.
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directo al golfo de St. Malo, produciendo abruptos chaparrones
y vientos que barrían las esquinas de la ciudad, hacían volar
los sombreros de las mujeres y azotaban la bandera con la
esvástica que ahora colgaba fuera de la Municipalidad. Estas
ráfagas eran inusuales para el clima suave de la isla, sobre
todo, cuando las hojas todavía estaban verdes en los árboles
y las noches aún tardaban en llegar. Sin embargo, Hedy no
había escuchado ni una queja al respecto; quizá, porque ya
no había ningún turista que ahuyentar, o quizá porque pare-
cía un reflejo adecuado de la depresión que había caído so
bre la isla. La noche anterior, cuando caminaba por el espolón
de la bahía de St. Aubin, observando a los suboficiales ale-
manes que desenrollaban millas de alambre de púa a lo largo
de la playa, le pareció que hasta las olas se estaban retirando
más rápido que antes, como si ya no desearan permanecer en
ese lugar infectado.
Hedy se ajustó el cárdigan un poco más sobre el ves-
tido mientras se dirigía a la principal calle comercial de la
ciudad, preguntándose por qué el ritmo resuelto de sus san-
dalias de tacón hacía tanto eco mientras caminaba apurada
por la calle, tanto que los transeúntes se daban vuelta para
mirarla, casi agraviados por el sonido. Mientras hacía clic-
clac en dirección a la calle King, se dio cuenta, poco a poco,
de que el volumen se debía a la desaparición del tránsi-
to motorizado. Aparte de ocasionales vehículos alemanes,
el entramado urbano de St. Helier había vuelto a ser un
laberinto de calles peatonales, donde cada ruido abrupto
rebotaba y repicaba por las paredes, como en los viejos tiem-
pos. Se prometió no volver a usar tacones en público. No
había pasado las últimas semanas como un fantasma en su
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propia comunidad, saliendo apenas para comprar comida o
tomar un poco de aire, solo para atraer la atención ahora.
Sin embargo, estaba agradecida de haber encontrado
un nuevo apartamento en el centro de la ciudad, de fácil ac-
ceso a las tiendas y al mercado cubierto de la calle Beresford.
Fue un gran cambio desde la gran casa de la familia Mitchell,
pero con esa propiedad ahora bajo administración legal, un
cuarto de alquiler frío en la parte superior de una casa en la
ciudad era una especie de hogar, y mejor que quedarse en
cerrada en los distritos rurales. Las tiendas ya habían agotado
las bicicletas, y Hedy había visto algunos caballos destartala-
dos enganchados a viejos carros eduardianos, cargados con
productos de St. Mary y St. Martin, y montones humeantes
de estiércol de caballo de nuevo en los modernos caminos as-
faltados. Muy pronto, reflexionaba Hedy, las calles de Jersey
sonarían y olerían como las de su infancia.
Miró su reloj, eran poco después de las nueve y cuarto,
lo que le daba apenas suficiente tiempo para comprar unas
medias nuevas antes de su entrevista. Esa mañana había
perseguido a Hemingway por el apartamento con un diario
después de que él hubiera dañado su último par, gritándole
que habría sido mejor abandonarlo. Se apuró hacia la tienda
departamental De Gruchy, pasando a varias amas de casa
locales, todas con la misma expresión: una mirada cauta,
atormentada, de temerosa expectativa. Todas ellas apretaban
el paso cuando pasaban grupos de soldados alemanes char-
lando, asustadas de estar tan cerca del enemigo, con miedo
de que el apuro pudiera malinterpretarse. Y había muchos,
quizá cientos de soldados en la ciudad ahora, echando un vis-
tazo a las vidrieras y holgazaneando en los parques. ¿Cómo
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pudo el Reich disponer de tantos barcos para transportarlos
a todos?, se preguntaba Hedy. Cruzando la calle para evi-
tar un bullicioso grupo de soldados fuera de servicio, que
compartían cigarrillos y se daban palmadas en los hombros,
llegó al negocio, empujó la pesada puerta de vidrio y caminó
entre los diversos mostradores elegantes hasta el sector de
las medias.
—Disculpe —Hedy trató de neutralizar su acento tan-
to como pudo sin que sonara como una parodia—. Quisiera
comprar unas medias.
La asistente, una mujer de unos cuarenta años, con un
rodete alto, inclinó la cabeza mientras se preparaba para darle
las malas noticias a su clienta.
—Lo siento, señora, pero no tenemos nada.
Hedy miró hacia abajo a los cajones de exhibición
debajo del vidrio pulido del mostrador, y vio que estaban
casi vacíos.
—¿No tiene nada atrás, quizá? —esbozó una sonrisa
forzada, temerosa de que este abordaje obvio pudiera vol-
verse en su contra, pero la mujer sacudió la cabeza.
—Lo siento, no puedo ayudarla. —Se inclinó hacia
delante de un modo conspirador, envolviendo a Hedy con
su penetrante perfume floral, y susurró—: Son ellos. Vienen
aquí tan amistosos, pero ¡mire! Pasaron como una manga de
langostas, para enviarles todo a sus familias, porque no han
tenido nada en sus tiendas durante meses. Abrigos de invierno,
utensilios de cocina, telas, lo que se le ocurra. ¿Trató de comprar
queso esta semana? No se conseguía por nada del mundo.
Hedy adoptó el mismo volumen.
—¿No pueden negarse a servirlos?
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—Vino este oficial alemán, este Jerry, y dijo que, si lo
hacíamos, nuestros gerentes iban a parar a la cárcel. Pero ¿de
dónde va a venir el nuevo stock? Eso es lo que quiero sa
ber. ¿Usted los vio por el puerto esta semana, enviando
todas nuestras papas a Francia? ¿Qué se supone que vamos
a comer? Le digo qué… —La cara de la mujer se le ilumi-
nó cuando se le ocurrió una idea, y su voz bajó aún más—.
Puede quedarse con las medias que estoy usando ahora si pue-
de conseguirnos un par de costillas de cerdo para esta noche.
Es el cumpleaños de mi esposo y no he conseguido nada para
él excepto un poco de tripa sobrante.
Hedy la miró mientras consideraba la propuesta. La
idea de ponerse las medias usadas de una extraña le resultaba
desagradable, pero más desalentador era comprender que,
aunque quisiera, no estaba en posición de hacer ese tipo de
trato. Esa misma mañana se había dado cuenta de que el car-
nicero del final de su calle había puesto un cartel que decía:
“Solo clientes habituales”. Sin dudas, había tratos especiales
disponibles para los amigos y los favorecidos en este pequeño
lugar insular, pero Hedy no tenía ese estatus.
—Gracias, le agradezco la idea, pero intentaré en otra parte.
La asistente se encogió de hombros para indicarle que
estaba perdiendo el tiempo. Y así fue. Las tiendas vecinas, las
mercerías en el extremo alto de la ciudad, incluso los pequeños
negocios detrás del mercado, donde las mujeres mayores iban
en busca de batones sin estilo y camisones de franela, todos le
contaron la misma historia. A las diez menos diez, Hedy se dio
por vencida y se dirigió hacia su cita con las piernas desnudas,
oyendo la voz de desaprobación de su madre, que decía que
las muchachas honestas nunca salían de ese modo.
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No bien dobló en la Plaza Royal, todavía con la enorme
cruz blanca de la rendición pintada en el pavimento de gra-
nito rosado, vio la multitud. Una fila caótica de hombres, ser-
penteando alrededor de la cuadra y metiéndose en la calle
Church, amontonados de a dos o de a tres, todos arrastrando
los pies y murmurando groserías furtivas a los demás, mientras
esperaban para entrar a la oficina de registros improvisada en
la biblioteca. Hedy se dio cuenta de que era la línea de registro
para los hombres locales entre dieciocho y treinta cinco años,
una manifestación del deseo de los nazis de enlistar, clasificar
y numerar, y una preparación para futuras identificaciones. A
partir de ahora, la búsqueda, el pedido de explicaciones y la
exoneración de las personas de Jersey serían tan fáciles como
tomar un memo de un casillero. ¿Cuál era la expresión en in-
glés? Como dispararle a un pez en un barril. El viento sopló
de nuevo, y ella sintió un escalofrío.
De algún lugar en el centro de la multitud surgieron
gritos de enojo. Hedy estiró el cuello y vio a un joven con
una gorra de lana gesticulando a dos soldados alemanes y
gritándoles que no tenían derecho a tratar de este modo a
ciudadanos respetuosos de la ley. Hedy vio que los soldados
se llevaban al hombre: el corazón le galopaba en el pecho y
cerró los ojos por un momento. Luego se acomodó el vestido,
se apartó de la multitud y emprendió el camino sin mirar ha-
cia atrás. En el extremo más alejado de la plaza, dobló hacia
la calle Hill y, con la cabeza en alto, entró resuelta a la Oficina
de Extranjeros.
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El teniente Kurt Neumann dejó caer su bolso marinero sobre
el piso encerado de su nuevo alojamiento, y se dirigió direc-
tamente hacia las ventanas francesas que estaban al fondo de
la soleada habitación. Podía ya sentir una sonrisa que se le
extendía por la cara, como un niño que asistía a su primera
feria. ¡Qué vista! Si solo tuviera una cámara... El jardín era
hermoso. Los pimpollos blancos de rosas Alamy y exóticos
arbustos costeros rodeaban una prolija extensión de césped.
Al fondo, había una puerta de hierro adornada y, más allá…
el mar. O, para usar una palabra más precisa extraída de su
nuevo diccionario, la costa. Este no era el océano al que Kurt
estaba acostumbrado, esa planicie aterradora, agitada, que
amenazaba con tragarse los barcos y a los soldados. Esta era
una superficie de brillante zafiro, que lamía una playa de are-
na rubia y espumosas algas negras. Hacía señas para que uno
entrara, para que se atreviera a sacarse las botas y correr des-
calzo por su suave costa hospitalaria. Si no tuviera una sesión
informativa de implementación en diez minutos, Kurt habría
hecho exactamente eso, en ese mismo momento. Sacudió la
cabeza maravillado y agradecido de obtener un puesto allí.
El Unterfeldwebel que los había recogido del puerto po
co después del amanecer había sugerido una visita guiada por
la isla antes de dejar a cada oficial en el lugar asignado. En
el asiento trasero del brillante Morris Ocho convertible, el
vecino inmediato de Kurt, un teniente Fischer que, orgulloso,
mencionó tres veces que era de Múnich, extendió un mapa
sobre sus rodillas y bombardeó al conductor con pregun
tas sobre posiciones geográficas y planes para defensas
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fortificadas. Pero Kurt, aparte de un raro movimiento de cabeza
para fingir interés, solo se apoyó en el respaldo del asiento
de cuero y miró alrededor, feliz de dejar que la información
se deslizara sobre él. Habría mucho tiempo para trabajar
después. En ese momento, quería absorber cada detalle.
La isla parecía un rectángulo. Primero manejaron por
la bahía de St. Aubin en el lado sur, pasaron por el puerto de
pintoresco granito con sus botes de pesca que se balanceaban,
y sobre la colina de St. Brelade, donde una exuberante vegeta-
ción verde caía a la bahía de arena blanca. El camino los llevó
hacia el lado oeste con su vasta playa y sus dunas ondulantes,
luego diez kilómetros por la costa norte, con acantilados ma-
jestuosos y bahías de agua azul-verdosa, dignas de una postal.
Del lado este, se revelaba el paisaje lunar de terracota de
una costa rocosa estéril, y se elevaba hacia el cielo el glorioso
castillo centenario de Mont Orgueil. En cada vuelta de los ca-
minos sinuosos, en cada pendiente y bajo cada arco de espeso
follaje esmeralda, Kurt sentía un ataque de entusiasmo. Pero,
para ese momento, Fischer y los otros oficiales consultaban
sus relojes y murmuraban sobre la necesidad de dirigirse a sus
alojamientos y presentarse en su puesto. Kurt asintió, mientras
pensaba cómo le gustaría regresar aquí con su viejo amigo
Helmut después de la guerra; aparentemente había planes de
convertir todas las Islas del Canal en un centro turístico de
clase alta para los militares cuando todo terminara. Podrían
hospedarse en uno de esos grandes hoteles en el paseo ma-
rítimo, ir a bares, conocer algunas chicas. La pasarían genial.
Su alojamiento resultó ser una casa bonita en el lado
este, en un área llamada Pontac Common. El interior olía a
cera y lavanda, y había sido decorado con gusto en patrones
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florales discretos por sus antiguos dueños de Jersey. Parado en
el jardín y mirando hacia el mar, Kurt se preguntó dónde esta-
ba viviendo ahora. El sol del verano tardío le calentaba la cara
a pesar del viento frío, y las abejas zumbaban entre las flores.
Fischer, que estaba marcado en la lista como compañero de
cuarto de Kurt, apareció sonriendo, como aprobando la vista.
—¿Qué lugar, no?
—Hermoso —replicó Kurt.
—Hay muchas cosas que poner en línea, sin embargo.
Me refiero a toda la guarnición.
—¿De verdad? —Kurt notó que estaba usando una
insignia de Ataque de Infantería y un broche de bronce de
Combate Cercano.
—Directiva de Relaciones Públicas de Berlín. —Fischer
olfateó y aplastó el final de un pequeño cigarro en el césped—.
Hubo mucha cooperación con el gobierno local en las primeras
semanas, creo que eso envía un mensaje equivocado. —Kurt
asintió, preguntándose qué quería decir—. Aparentemente
ni siquiera juntaron a los Judenschweine todavía; condenados
cerdos judíos.
Kurt aspiró su cigarrillo y sintió que la parte divertida
de su día empezaba a terminar.
—¿Quieren hacerlo?
—Los están registrando esta semana. Luego veremos.
—Fischer aspiró una gran bocanada de aire marino—. Sí, creo
que podemos hacer algo con este lugar.
† ¢
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Hedy observó cómo Clifford Orange, jefe de la Oficina de
Extranjeros de Jersey, se acomodó detrás de su escritorio, pa-
sando las manos por la superficie como si saboreara su solidez.
Era un hombre de edad mediana; se le estaba cayendo el pelo,
pero usaba un pequeño bigote, y sus cejas eran tan gruesas
que parecía que treparan por voluntad propia. Del cielorraso
colgaba una araña, demasiado grande para la habitación; el sol
entraba por la ventana y se extendía por el piso brillante. Más
allá del vidrio, Hedy podía ver los árboles en el patio de la
iglesia de la ciudad. Se sentó en la silla tapizada delante del
escritorio de Orange y cruzó las manos sobre la falda encima
de su cartera, con la esperanza de transmitir conformidad y
obediencia. Le ofreció una pequeña sonrisa, pero Orange ya
estaba perdido en el legajo que tenía delante de él.
—Entonces, señorita Bercu. Déjeme refrescar la memo-
ria. Usted tiene veintiún años, llegó a Jersey el 15 de noviem-
bre de 1938, y actualmente reside en el número 28 de la calle
New, ¿correcto?
—Correcto, en el piso superior.
La observó con una mirada curiosa. Hedy sospechaba
que era su dominio del inglés lo que lo intrigaba.
—Cuando llegó aquí, usted tenía una reciente visa bri-
tánica a nombre de Hedwig Bercu-Goldenberg, un pasaporte
extranjero emitido en Viena en septiembre de ese año y una
tarjeta de registro que establecía su estatus como nacional
de Rumania, emitida en Viena en mayo de 1937, a nombre de
Hedwig Goldenberg. —Bajó el documento y la miró a los
ojos—. ¿Puede explicar la variación en su nombre?
—Creo que ya lo he explicado: Bercu era el apellido de
mi padrastro, y Goldenberg era el de mi madre.
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—¿Su padrastro?
—No sé quién fue mi verdadero padre. Después que
nací mi madre se casó con un rumano, y yo tomé su apellido.
Hedy tragó al final de la oración y tomó dolorosa con-
ciencia de que había una película de sudor sobre su labio
superior. Había ensayado esta historia una docena de veces
con Anton en su apartamento, pero decirla en voz alta en un
ambiente formal se sentía diferente.
Orange retiró el capuchón de su lapicera fuente, y con
gran precisión escribió una nota en el documento.
—Entonces, siendo Goldenberg un apellido judío, ¿usted,
de hecho, es judía?
—No.
Orange volvió a colocar el capuchón en su lapicera y la
dejó a un lado, asegurándose de que estuviera perfectamente
paralela al secante.
—¿Usted no es judía?
—Fui criada como protestante. Mi padrastro es judío y
mi madre adoptó su religión cuando se casaron, pero no tengo
sangre judía.
Hedy intentó sonreír, pero esta vez no pudo. Cada pa
labra de la mentira la atragantaba. Los ojos de Orange se
incrustaron en ella y Hedy se dio cuenta de que le estaba
mirando el pelo, que ella había acomodado especialmente
hacia arriba para la entrevista de hoy. Sabía que su color
rubio oscuro sería su principal coartada, en particular, para
alguien como Orange que, probablemente, solo había visto
imágenes de judíos en libros. Pero ahora estaba evaluando
su autenticidad. Quizá le habían dicho que todas las mujeres
judías usaban pelucas.
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—¿Me está diciendo que su madre, cuyo apellido es
Goldenberg, era, de hecho, protestante?
—Sí. —Ahora sus manos aferraban la cartera como si
pudiera salir volando de su falda en cualquier momento.
Orange se levantó de su asiento y caminó hacia la ven-
tana, mirando hacia la torre de la iglesia normanda, una pose
de juiciosa concentración.
—Verá, señorita Bercu, estoy en una posición muy difí-
cil. Confío en que comprenda la relación entre las autoridades
de Jersey y el Comando de Campo alemán.
—No del todo.
Orange se alisó el bigote con el pulgar y el índice.
—Me temo que es muy delicada. La administración civil
de Jersey sigue como antes, pero ahora debemos acomodarnos
y ejecutar las órdenes de nuestros nuevos señores. Y los ale-
manes han pedido que todos los judíos que viven en las Islas
del Canal deben registrarse separados del resto de la pobla-
ción. —Se dio vuelta para quedar frente a ella—. Comprenda
que estaría yendo contra mi obligación si no informara de
todas las personas judías al Comando de Campo alemán.
Hedy trató de aclararse la garganta antes de responder.
—Pero yo no soy judía.
Orange suspiró lo suficientemente fuerte para que ella
lo oyera.
—Si me perdona, encuentro su explicación poco con-
vincente a la luz de la evidencia documental. Si usted pudiera
probar de algún modo sus antecedentes…
—¿Por qué soy yo la que tiene que aportar una prueba?
Si usted no me cree, ¿no le corresponde a usted, o a los alema-
nes, brindar prueba de que soy judía? —Dejó de hablar y se
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mordió el labio recordando el consejo de Anton de aplacarlo,
no provocarlo. En su falda, las uñas se clavaban en sus palmas.
Orange volvió a su asiento como si quisiera cerrar el tema.
—Al contrario —replicó—. Las instrucciones del coman-
dante de campo dicen con bastante claridad que, ante la duda,
hay que tomar la medida precautoria de clasificar a esa persona
como judía.
Hedy respiró profundo. Sintió que solo le quedaban
unos segundos.
—Señor Orange… —Tuvo cuidado de pronunciar la “g”
suavemente en estilo francés, no dura como en la fruta en in-
glés—. He visto en Viena cómo tratan los alemanes a los judíos.
Si usted me registra como judía, seré observada constantemen-
te. Puede que me pongan en prisión, quizá peor. Usted me
estará poniendo en un peligro grave.
Orange frunció el entrecejo como un padre decepcionado
con su hijo descarriado.
—No se han tomado medidas activas contra los ciuda-
danos judíos.
—Eso no significa que no estén planeadas.
—Si tiene tanto miedo de los alemanes, ¿por qué no
evacuó en junio?
—Lo habría hecho, si Inglaterra hubiera aceptado el es-
tado actual de mi visa. —Se rozó el labio superior con el dorso
de la mano—. Si usted manda la información que le di hoy, los
alemanes aceptarán su palabra. No hay razón para que alguien
cuestione mi estatus de raza durante el resto de esta guerra.
—Levantó la vista para cruzarse con la de él, una última apela-
ción. Orange miró su cara, el legajo y de nuevo la cara antes de
cerrar el legajo.
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—Lo siento, señorita Bercu, pero, dada la información
que tengo, sería descuidado de mi parte no clasificarla como
judía por la ascendencia rumana dentro de las actuales re-
gulaciones. Si pasara por alto las reglas y los alemanes des
cubrieran que he hecho eso, podría poner en riesgo no solo
mi posición, sino toda la relación de cooperación entre el go-
bierno de Jersey y los ocupantes, de la que depende la segu-
ridad de esta isla. Estoy seguro de que comprenderá. —Ella
seguía mirándolo e, incómodo de pronto, Orange comenzó
a charlar con una falsa animación mientras acomodaba sus
papeles—. No tiene de qué preocuparse, sabe. Cualquier
irregularidad que pueda haber ocurrido en su país natal, el
registro es solo una formalidad aquí, parte del celo alemán
por la buena administración. Aquellos de nosotros que esta-
mos en el gobierno hemos visto que la mayoría de ellos son
razonables y corteses. Simplemente tenemos que jugar con
sus reglas, por ahora. —Hedy sabía que estaba esperando
que ella se levantara, pero se quedó donde estaba, como si
negarse a moverse de esa silla pudiera, de algún modo, alte-
rar el curso de su destino—. En todo caso, creo que esto es
todo por hoy.
Había terminado. Hedy se puso de pie con dificultad,
tratando de recalibrar su nueva posición. Su destino había
sido sellado, su vida se había transformado por el trazo de una
lapicera. Miró a su alrededor y notó otras cosas en la oficina: la
lámpara de bronce ubicada a un ángulo perfecto de cuarenta y
cinco grados, los estantes con archivos sobre la legislación de
Jersey ordenados alfabéticamente. Y en el rincón más lejano,
más oscuro, un globo terráqueo en su pie, con una fina capa
de polvo por no haber sido rotado en muchos meses. Nunca
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había tenido una chance. Orange le extendió la mano para que
se la estrechara.
—Buenos días, señorita Bercu.
Hedy miró la mano sin extender la suya, luego lo miró
directamente a los ojos.
—Fick dich selbst.
Se dio media vuelta y se marchó.
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