Manuel Gómez Morin, El Hombre

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MANUEL GOMEZ MORIN, EL HOMBRE

Por el Lic. Miguel Estrada Iturbide*

No es, no puede ser, no creo que nadie piense que pueda ser, un recurso afirmar- al iniciar
estar palabras- que siento ahora una distancia de abismo entre lo que querría decir y lo que
apenas podré balbucear.

No podía negarme a estar hoy aquí. Y al mismo tiempo, he de reconocer que quizá nunca
he sentido más difícil el cumplir este encargo que, por un lado, llena hondamente de
satisfacción mi alma; pero, por otro, me hace percibir, en forma sumamente clara y
definitiva, que hay muchos años entre el muchacho que conoció a Gómez Morin en el
despacho de Rector de la Universidad de México, y el hombre, ya en declinación, que viene
a evocarlo ante ustedes; a tratar de evocar ante ustedes a ese hombre excepcional, que fue
para mí uno de los encuentros más decisivos, más fecundos, más trascendentes de mi vida.

Más difícil todavía, si pensamos que lo que aquí se ha dicho hoy tan bien estructurado, tan
bellamente expuesto, hará que contrasten más estas palabras mías, que sólo serán dichas al
dictado de la memoria, de la memoria apoyada en el corazón. Ojalá que este último no me
traicione…

Quizás algo de lo que voy a decir será repetición de lo que he dicho muchas veces antes,
pero algo de lo que quizá no me cansaré de repetir jamás.

TESTIMONIO

Sí, conocí a Gómez Morin en la Rectoría de la Universidad. No lo conocí en su despacho


profesional; no lo conocí con motivo de asuntos de categoría que yo llamaría inferior; lo
conocí al timón de la nave universitaria, en el momento más rudo de la tempestad.

Y bastó ese primer encuentro, de unos minutos, para que en él se iniciara una relación que
no ha terminado todavía, que no terminará jamás, porque yo creo, como creía él, en la
supervivencia del espíritu y sé que volveremos a encontrarnos.
Por supuesto que ya conocíamos al Rector de la Universidad; lo conocíamos por referencias
y por sus antecedentes; habíamos leído ese 1915 que recordaba aquí Efraín; y habíamos
leído ese poema en prosa, ese bellísimo poema en prosa que es España Fiel; y habíamos
tenido otras muchas referencias suyas, y por eso no vacilamos un minuto en aceptar la
invitación de un grupo de nuestros viejos amigos.

Recuerdo concretamente a Manuel Pacheco que me dijo sencillamente; “¿No quieres venir
a ver a Gómez Morin? “; contesté inmediatamente que sí.

Y así fue el inicio de una de esas grandes amistades que dan sentido y valor a la vida.

Pasaron algunos pocos años más, cinco años mas; y llegaron los primeros meses de 1939 –
hace un tercio de siglo-, y con ese año, la inquietud de México que nos sacudía a todos. Y
por ese año, una nueva invitación para tener un nuevo contacto, para afirmar la mistad
nacida un lustro antes.

La invitación, otra vez, a través de amigos queridísimos –entre los que he de recordar a
Julio Chávez y a Manuel Ulloa – a organizar, a participar, desde mi querido rincón de
Michoacán, en la tarea de estructurar un partido político. De no haber sido que la invitación
partía de don Manuel Gómez Morin, yo creo, señoras y señores, que categóricamente
habría sido rechazada.

Yo no era una excepción –y perdónenme que hable en primera persona; sé que es de muy
mal gusto, pero en esta ocasión no puedo hablar de otra manera – yo no era una excepción;
yo era uno de tantos mexicanos que pensaba que la política era cosa absurda y nefanda. Yo
había vivido de lejos la experiencia vasconcelista de diez años antes. Diez años antes,
estudiaba Derecho Constitucional.

HOMENAJE DEL PAN

y Teoría del Estado; y era Teoría del Estado, y era Derecho Constitucional, probablemente
encaminado sobre todo al ejercicio profesional, como dijéramos limitado, estrechamente
limitado, al juicio de amparo. No había vivido la idea constitucional, no había vivido el
sentido profundo del Estado –no de la teoría del Estado-, de la realidad del Estado. No creía
en la política.

Y se necesitó aquel viejo encuentro de la Rectoría universitaria para pensar que valía la
pena por lo menos reflexionar un momento, antes de decir no. Y tras de la reflexión, que
llevó semanas, hube de decir que sí.

Esta es mi deuda personal, una de mis múltiples deudas personales, como creo que lo es de
multitud de hombres y mujeres mexicanos, con el maestro Gómez Morin: nos dio un nuevo
sentido de la propia existencia, nos mostró cómo no era posible y no es posible ejercer
aquella “profesión universal de hombres” de que habla Guyau, si no se ejerce también la
función ciudadana, que es parte integrante de la dimensión del hombre mismo. Esa es la
lección primordial de Gómez Morin.

Le debo una parte esencial de mi propia dimensión como hombre, ¡qué más puedo decir!;
y así comenzaremos; convencidos de ello, la amistad fue- qué diría-, la amistad fue algo tan
natural, tan espontáneo, como el hecho de que el afluente, al llegar a su desembocadura,
tome cauce en el río. Así fue.

Y fuimos poco a poco, adentrándonos en toda la riqueza que esa amistad nos brindaba. Y
fuimos, no tan poco a poco, recibiendo todo lo que esa amistad nos podía dar. Porque don
Manuel no daba en fracciones, no regateaba el don; lo daba a manos llenas, y dando la
impresión, además, de que no daba nada.

Muy pronto llegamos a la intimidad de su propio hogar. Era allí donde el hombre podía ser
visto, me atrevería a decir, más plenamente; allí, entre los suyos. Al lado de su madre, de
esa madre excepcional, viuda cuando el hijo tenía apenas dos o tres años, quizá menos…
La madre excepcional y el hijo único, del que ella supo hacer un hombre excepcional.

Allí la vimos, y de sus labios oímos cómo había salido de Batopilas la joven viuda, cómo
había llegado a León, guiada por la Señora de la Luz, cómo, en busca de caminos para el
hijo, había venido por fin a México… Sería interminable…

TESTIMONIO

Pero yo quiero, señoras y señores, que en este homenaje que honra la memoria de don
Manuel, vaya implícito el homenaje, también emocionado y respetuoso, a la memoria de la
mujer que hizo posible que México tuviera a Gómez Morin.

Ese hogar – al que se nos franqueó la entrada abriendo las puertas de par en par, no sólo las
puertas materiales sino las puertas del corazón- no eran sólo doña Concha y don Manuel.
Con ser tan grande como fue la tarea de la madre, tenía que ser complementada – y aquí
voy a decir, a riesgo de herir modestias y de provocar dolores-, tenía que ser
complementada, y lo fue, maravillosamente también, hasta el último día y hasta el último
instante, por esa otra mujer, por esa otra señora que es doña Lidia Torres de Gómez Morin.

Desde que el Partido estaba en gestación, desde antes de la Asamblea Constitutiva de


septiembre de 39, ya estaban ahí en la tarea. Y cómo recordaba con legítimo orgullo el
maestro Gómez Morin –también preocupado como era natural- la reacción materna y
conyugal, sobre la decisión responsable y peligrosa de organizar en el México de 39 un
partido político: hablando la madre también por la esposa, le dio esta respuesta que, repito,
llenaba al maestro de orgullo legítimo: “¡Qué bien, Manuel, yo creía que en México ya no
había hombres!”.

Creo que esta anécdota, esto que tiene carácter – podría pensarse- tan personal, es, sin
embargo, lo que explica y complementa lo que aquí se ha dicho esta misma mañana.
Sí, era don Manuel ese “problema humano en busca de solución”, sí, era todo lo que aquí se
ha dicho; pero lo era, en gran parte, por lo que yo acabo de decir. En ese “de dónde
venimos”, cómo es importante pensar en quiénes nos dieron la vida; quiénes nos han dado
la mano para seguir en la senda; y de ahí venimos y por ahí vamos, pero no solos…

Y, claro, conocimos a los chicos Gómez Morin. Y comenzamos por la menor, a Margarita,
que era chiquitina, y que había nacido precisamente el año de la Rectoría; y a Mauricio
bastante mayor, pero tan grande, que todavía cazaba leones en el jardín de la casa de Nuevo
León;* y a Gaby, la hoy respetable señora de Landerreche; y a Juan Manuel que se sentía
ya un hombre, que yo creo que ya era un hombre.

Así… Y desde entonces, el curso del río y el agua del afluente se ligaban permanente,
irrevocablemente, por su cauce natural.

Podría seguir interminablemente por este camino; ciertamente no se agotaría la memoria en


varias horas de conversación …

¡Recordar tanto… tanto!... Pero no es posible decirlo…

Yo pienso a veces que los hombres se dibujan mejor, que la fisonomía de la persona se
capta con mayor precisión y profundidad, a través de los pequeños gestos, de las actitudes
menores, de las palabras dichas ocasionalmente.

Y quiero recordar algunas de estas cosas, algunas de estas breves pinceladas, para que me
sea posible bosquejar un poco la figura tan difícil de pintar del hombre Gómez Morin.

Su sentido del humor, por ejemplo… Y no importa que sea a mi costa; hay cosas que deben
decirse para incluso mencionar aquello que revela la relación cordial: Era una de las
primeras giras del Partido, los primeros meses de 40, cuando don Efraín González Luna
pronunciaría en el Teatro Palma de Tampico aquellos dos discursos que fueron cimiento y
simiente del pensamiento de ACCION NACIONAL… Todos mis amigos saben que la
rapidez no es una de mis virtudes, y que soy lento; para ciertas cosas, tremendamente lento.
Yo era el último en estar listo para continuar el camino. Yo era entonces –los que me
conocieron lo recuerdan bien- bastante grueso; y cuando me esperaban unos minutos, quizá
no tan cortos, para que estuviera yo listo, alguna vez el maestro Gómez Morin hizo este
comentario: “No lo critiquen, no lo censuren, ¿no ven que tiene mucho que bañar?”

Tenía él, a flor de labio, el humor que da sentido, que da sabor a tantas cosas.

Alguien ha escrito bellamente sobre la sonrisa de Gómez Morin. Yo creo que todos fuimos
beneficiarios de esa sonrisa que nos hizo levantarnos en el momento difícil.

¿Por qué sonreía?... Esta sola pregunta valdría la pena de ser contestada. Yo me atrevo a
decir simplemente que sonreía por una razón fundamental: porque sabía que la vida vale la
pena de vivirse, no puede ser un hombre triste, tiene que sonreír, porque sabe que la vida
es un camino, que el camino tiene valor en sí mismo, y si tiene valor en sí mismo, no hay
por qué transitarlo con la mirada alta y la sonrisa en los labios.
Las primeras aventuras electorales; el Colegio Electoral de 43 –Carlos Septién y Filogonio
Mora *-, y nuestra indignación y nuestro coraje… ahí estaba Gómez Morin; y al maestro
Gómez Marin – No diré que impasible, pero sí impávido – le parecía muy lógico, y ahora
sé por qué era lógico, que pasara lo que pasó.

Por eso seguimos adelante; no hubiéramos aguantando, y aguantamos muchas otras y,


claro, con las limitaciones cada día mayores que sentimos en nosotros, esperamos seguir
adelante, en parte, por esa lección que era la sonrisa abierta de Gómez Morin.

El Colegio Electoral de 46. Aquella sesión interminable que comenzara a las diez de la
mañana, terminó probablemente después de las diez de la noche, y en la cual el último caso
debatido fue el suyo.

Y aquel discurso suyo también –él, que decía que no era orador- está allí como pieza de
antología en materia de oratoria política; aquel discurso que tuvo a la Cámara y a las
galerías en silencio, porque no levantó la voz, habló en el tono menor en que él solía
hablar, y se hizo escuchar.

Y cuando una sola interrupción de un diputado –que fumaba puro- pidiendo al Presidente
del Colegio indicara al orador que el tiempo había concluido, el maestro volteó y
serenamente le preguntó: “¿Está muy cansado el señor Diputado?”… “Si, contesto”… “¡Si
viera lo cansado que está el pueblo de México!”.

No fue diputado. En esa ocasión a lo más que se atrevieron fue a que tampoco fuera
diputado el contrincante pro Parral. Era el mínimo respeto.

Al salir, en el pórtico de la Cámara –que luego pasaríamos tantas veces, en Colegio


Electoral, y después- nos acercamos, no a felicitarlo propiamente, no; a agradecerle esa otra
lección, esa otra formidable lección de ciudadanía, y al darle el abrazo y decirle que le
agradecíamos –hace muchos años, pero la frase no se borra- contestó textualmente: “Mucho
menos, Miguel, de lo que ustedes merecen”… Y siempre me he preguntado qué pensaba él
que merecíamos nosotros, porque sabíamos que realmente merecíamos tan poco… Y así
era. Ahí está don Roberto Cossío que puede atestiguarlo.

Son pinceladas, cosas que se quedan grabadas imborrablemente; muestra de exquisita


sensibilidad afectiva que sorprendían, parecían paradójicas, en un hombre de la
reciedumbre intelectual de Gómez Morin.

Era esa afectividad que, en un hombre menos equilibrado que él, menos armónico que él,
habría sido un gravísimo riesgo; pero en él no lo fue. En él era simplemente un dato más
que conjugaba la totalidad de su persona, y que hacía de él –como lo he dicho muchas
veces-, una especie de encarnación viva del hombre armónico.
Qué pocos hombres son así, y qué privilegio y qué fortuna el haber compartido el
pensamiento, las ideas y los afectos, la acción y la responsabilidad con Gómez Morin. Si
sólo eso debiéramos al fundador de ACCION NACIONAL y a ACCION NACIONAL
misma, nuestra deuda sería impagable; pero, por supuesto, le debemos mucho más.

En un artículo de hace varios años, en su estilo tan peculiar, Luis Calderón Vega escribía, a
propósito de aquellos primeros años de don Manuel en Batopilas, que desde entonces el
niño había copiado ya, en el cuerpo y en el alma, la recia austeridad de la montaña y de la
llanera del norte. Sí, ese norte que él amaba entrañablemente; claro que amaba a México
entero, pero no podía menos que tener cierta debilidad por Chihuahua. Debilidad que daba
ocasión a conversaciones muy agradables. Al discutir, por ejemplo, si lo fundamental en un
río es el agua o el cauce, porque en el Río Florido de Chihuahua no había ni agua ni flores
cuando pasamos por él a primera vez…

Y todavía, recientemente, con qué gusto, yo diría con qué alegría casi infantil, enseñaba el
álbum con las fotografías de Batopilas. Sí, copió para siempre la austeridad, la reciedumbre
del paisaje norteño. Y no fue extraño que cuando hubo que salvar a la Universidad, la
salvara acuñando el lema “Austeridad y Trabajo”. Había nacido en una zona austera y
trabajadora, y había sangre austera y trabajadora en sus venas…

Y tantas cosas más … Nosotros descubrimos por él, incluso cosas que elementalmente
debíamos haber descubierto antes. Por ejemplo, el alcance de la poesía de López Velarde.
Claro que la habíamos leído, claro que nos había gustado, pero no la habíamos penetrado
suficientemente. El nos la hizo penetrar; había sido amigo –y en qué forma- del poeta.

Alguna vez, hablando de Péguy, el otro poeta favorito, nos recordaba aquello de que lo
espiritual descansa siempre en la tienda de campaña de lo temporal. Lo espiritual no es algo
etéreo, lejano, inaccesible; lo espiritual está aquí, en nosotros, descansando en la tienda de
campaña que n o es residencia permanente, sino que significa paso, batalla, combate,
transitoriedad…

La otra frase de Péguy: aquella que habla de “esta patria terrena y carnal”. Don Efraín decía
“esta casa grande y amada de los padres en trance de perpetua edificación”… Esta patria
terrena y carnal, que es imagen, cuerpo, signo de la casa de Dios. Sí, así pensaba Gómez
Morin . Lo puedo afirmar categóricamente. Así pensaba … Y nosotros fuimos testigos y
partícipes de esa ascensión interior, de esa ruta de superación espiritual, de esas etapas en
que tal vez se fue acendrado más –y quiero usar el lenguaje que él habría usado, que él usó
muchas veces-; esa etapa que lo hizo tener mayor estima las grandes virtudes, las virtudes
teologales; esa etapa que fue fortalecimiento de una fe por la que él hubo de pelear íntima y
duramente durante muchos años; de una esperanza que se convirtió en fortaleza invencible;
de una caridad, señoras y señores, de la que no podemos dejar de dar testimonio quienes
recibimos tanto, que é nos dio como si no nos diera nada.
Pero qué interesante, y qué estimulante, y qué alentador, y con qué sentido profundo de
vida y de verdad y de salvación, el saber que la política –aquella actividad vitanda de que
nos hablan cuando éramos adolescentes -, resultó el camino de la perfección, de la
superación espiritual de la fe y de la esperanza y del amor para las gentes que, como Gómez
Morin, saben que el quehacer temporal es la tienda de campaña donde reposa lo espiritual.

Debo concluir. En la conmovida oración fúnebre que mi dilecto amigo Rafael Preciado
Hernández decía hace dos meses, afirmó, claro, que don Manuel fue siempre un demócrata
auténtico, profundamente convencido de la igualdad esencial de todos los seres demócrata
auténtico, profundamente convencido de la igualdad esencial de todos los seres humanos en
razón de su eminente dignidad como personas. Un demócrata convencido… Y, sin
embargo, señores, yo creo que don Manuel pertenecía a la más noble aristocracia.

Hace muchos años, antes de conocer al maestro, cuando todavía éramos estudiantes, un
amigo muy querido escribía que sólo hay una aristocracia que no ofende a los hombres
libres: la aristocracia del talento y de la virtud. Este demócrata, este auténtico demócrata,
este convencido demócrata que era Gómez Morin, formaba en las filas y en el bando de esa
aristocracia del talento y de la virtud, la única que no nos ofende a los hombres libres y ante
la cual rendimos gustosos el testimonio de nuestra admiración y de nuestro respeto.

La aristocracia del talento y de la virtud… No la aristocracia del linaje. Esa que haría decir
a un educador francés del siglo pasado, para aquellos chicos de la Francia todavía medio
nobiliaria, que presumían de sus antepasados –“descendemos de ellos, de los grandes”-; y
el educador decía: “Efectivamente descienden… ¡en qué forma descienden!”… Para quien
tiene un apellido limpio lo importante no es lucirlo, es conservarlo y si es posible lustrarlo
más.

No la aristocracia de la riqueza, que yo me atrevería a decir que no es aristocracia, y que


muchas veces tiene orígenes lamentablemente nada honrosos. No ese tipo de aristocracia.

Ni la aristocracia del poder, de cualquier tipo de poder. No. La aristocracia del talento y de
la virtud. Y don Manuel la tenía plenamente. La aristocracia de un talento que no hubiera
valido lo que valía, si no hubiera sido por la virtud; porque el talento solo puede llevar al
más brutal desequilibrio; y mientas más talento se tiene más necesaria resulta la virtud, si
no se quiere que el talento se concierta en causa y ocasión de grave desvío, aun de
perdición.

Así fue. Y su partida, claro que ha sido para nosotros algo muy difícil de aceptar. Esa cuz,
que se levanta junto a tantas otras que jalonan este camino ya largo de la vida ... ¡Cuántas
son ya!... No es posible enumerarlas…

Tuvimos el privilegio –que agradecemos profundamente- de haber podido visitarlo el


domingo anterior a su muerte en su cuarto de enfermo… Sonrió como siempre, habló con la
misma claridad de siempre. Y no habló de él: me preguntó por los míos; y todavía me dijo
que me veía bien de bata y de mascarilla… Me encargó saludos, “con el viejo afecto,
Miguel”…

Ya no lo volvería a ver sino en el momento en que bajaba a su tumba. Quedábamos con la


conmovida, imperecedera memoria su presencia, ahí junto a su cruz, que queda junto a
tantas otras, de las que sólo por ser esta ocasión la que es, quiero mencionar la de su
generoso sucesor en la Jefatura del Partido, que se fue antes de tiempo, Juan Gutiérrez
Lascuráin, muerto trágicamente en plena madurez; y la de su otro sucesor, nuestro
malogrado, inolvidable amigo, Adolfo Christlieb… Se fueron antes de tiempo para el
tiempo humano…

Una más: la cruz gemela, en la profundidad del afecto y en la perennidad del recuerdo, la
de don Efraín.

Y qué más puedo decir, y qué más puedo desear, y qué más puedo pedir, que la propia cruz
quede algún día junto a las de ellos…

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