La Sangre Perdida (Cto)

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COSAS DE FAMILIA: Taller de Lecturas y Escrituras


Profesor: Juano Moreyra

Año: 2020

La sangre perdida
del libro Antes de perder de Carlos Aletto

No es verdad lo que decís: a Martín Escobar no le gusta su trabajo. Al flaco lo conozco desde que empezó a
estudiar medicina. Y no veo ahora en su cara ese placer que tenía cuando describía el cuchillo entrando en la
carne y la sangre que empezaba a salir lentamente o cuando separaba con trabajo el corazón o el hígado. Yo
no lo veo. Ni en broma es lo mismo. Ahora mientras me cuenta lo que hace en su trabajo yo noto tristeza y
además está agresivo. Lo que nunca. Esto es lo de menos, yo sé que se le va a pasar; estoy seguro, porque a
pesar de todas las diferencias, y aunque él no lo reconoce, estamos hechos con el mismo molde.

Cuando recién llegó a la ciudad, alquiló una pieza al lado de la mía. La pensión era una casa antigua de dos
plantas, y todos los cuartos estaban en el primer piso. La dueña prefería tener estudiantes, aunque de vez en
cuando hacía excepciones y alquilaba la pieza a otros tipos como a Ramiro, el Cordobés, que era
percusionista de un grupo cuartetero, o a mí, que nunca fui nada. Al principio sólo me cruzaba con Martín
por las noches cuando uno esperaba el turno de entrar al baño y el otro ya estaba adentro. El que estaba
afuera hacía que tosía y el otro hacía lo mismo como respuesta. Lo único que sabía de él era su nombre y de
donde era. La dueña un par de veces había gritado: “Martín, tenés una llamada de Tierras de Oro, apuráte.”
Y se sentían los pasos ligeros en el piso de madera, luego la puerta de la pieza y el galope en la escalera.
Cuando sonaba el teléfono todos nos quedábamos en silencio, bajábamos la tele o la radio para escuchar a
quien llamaban; pocas veces era para mí, pero siempre tenía una esperanza chiquitita de que se acordaran de
que yo existía; a Martín, al principio lo llamaban seguido, después cada vez menos. Lo de siempre.

Nuestra relación era respetuosa, así como la que tengo con vos. A mí se me puede criticar cualquier cosa,
pero nunca fui maleducado. Y él, ni hablar. Era un verdadero señor. Elegante todo el día. La camisa joya,
con la raya de la manga cayéndole recta hasta el puño. Nos saludábamos en la puerta del baño y cada cual
seguía su camino, uno a la pieza y el otro entraba a bañarse o a cepillarse los dientes. Pero debo confesar que
a primera vista había algo sospechoso en él, algo que con el tiempo se le perdió. No sé como explicarlo, pero
me daba la sensación de que él podía ser un genio o un asesino, o las dos cosas juntas, esos asesinos de las
películas que planean los crímenes a la perfección y dejan mensajes difíciles para que un policía viejo o
algún preso medio loco puedan descifrarlos; y lo raro era que yo nunca me equivocaba con las personas.
Pero con Martín me equivoqué. Era un buen tipo.

Recuerdo una noche, en la que escuché por primera vez a través de las paredes su voz que decía: “Verte
tirada indefensa, mamarte el cuello y la espátula”. Nuestras habitaciones se separaban por una puerta, alta y
verde, sin picaporte y siempre cerrada; me acerqué y volví a escuchar la frase. Me pareció de lo más rara.
No creí que fuese un poema, y si eso era poesía, la verdad que no me gustaba para nada, aunque he llegado a
escuchar en la plaza a un tipo recitar versos sobre una nariz ganadora en un concurso de zanahorias y qué sé
yo. Yo culto, muy culto no soy, así como sos vos; tampoco tan bestia como el Cordobés o la Enano (de ésta
mina ya te voy a hablar un rato largo, creo que con ella te podrías escribir una novela), pero culto o no, el
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poema de la narigona no llegaba a entenderlo, y a la gente le parecía bárbaro, lo aplaudían y todo. Pensé que
Martín estudiaba teatro, porque más tarde arrancó con: “¡Oh!, ¡oh!, madre, por ti me fui a España. No
esperes. Hijo”. Y esa frase tenía un poco más de sentido; pero la repetía una y otra vez y, de yapa, de fondo:
música clásica, como en los manicomios (en realidad te dije “como en los manicomios” y no sé si ahí se
escucha música clásica; pero siempre me imaginé a los locos escuchando música clásica). Al día siguiente lo
crucé en la puerta del baño y no pude con mi genio:

—Che, disculpáme; pero... ¿vos sos poeta o estudiás teatro? —le pregunté.

— ¿Eh...? Ninguna de las dos cosas. ¿Por? —me contestó.

—Es que anoche escuché que del otro lado repe-tías algo de tirar una mina y chuparle el cuello. —le dije.

Entonces Martín se rió y me explicó que los estudiantes de medicina memorizan esas frases que sólo quieren
decir otras más complicadas, es decir que “verte tirada indefensa, mamarte el cuello y la escápula” (escápula
y no espátula como yo había entendido), no era un ensayo para una película de vampiros, sino unas arterias
cerca del cuello o algo así: “verte” era vertebral, si mal no recuerdo, “tirada” era tiroidea (una cosa de la
garganta) y así cada palabra de la frase era otra más difícil. Así es más fácil llegar a ser cirujano, como él
quería. Así es más fácil, eso parece.

Aunque ya nos habíamos visto mil veces, ahí nos presentamos formalmente; nos dimos la mano y cada cual
dio su nombre. Entonces me dijo:

—Cualquier cosa, si necesitás algo o te molesta mi voz o la música, golpea la puerta...

—No, no... Yo no escucho música clásica pero no me molesta, suena tranqui. —le contesté.

Yo no era tan clásico como Martín o vos, pero tampoco tan cabeza como el Cordobés o la Enano, que se la
pasaban todo el día escuchando cumbia. Por eso yo puedo tratar a uno o al otro sin ningún problema, y por
eso ellos se conocieron, si no fuera por mí... ¿cómo se podrían haber conocido, eh? Fue gracias a mí. Bueno,
gracias o desgracia, qué sé yo; es una forma de decir.

Al día siguiente le golpeé la puerta a Martín. No necesitaba nada, pero quería hacer buenas migas con él; era
el tipo de persona que me caía bien y el que cualquier madre quiere como amigo de su hijo: callado,
inteligente y limpio; Martín siempre olía a perfume. Cuando alquilé la pieza encontré dentro de la mesa de
luz un libro de un tal Smith, seguro que vos lo conocés, vos te leíste todo; yo estaba intentando leerlo y no
podía pasar de la hoja diez. El libro estaba lleno de negros y animales, entonces con el ‘yeite’ de prestarle el
libro, ya que él era tan culto, lo llamé. Ahora, con el tiempo, no me da vergüenza decir la verdad: ese día
golpeé la puerta porque estaba más aburrido que un domingo sin Boca, y el libro no me divertía para nada;
nunca voy a entender como hace la gente para divertirse con un libro lleno de negros en el África. Pero
cuando se lo di para que lo leyera me dijo que en ese momento no podía leer otra cosa que no fuera
medicina; y me prestó otro libro que según él era mucho mejor y más entretenido (la verdad: me resultó más
pesado que el otro; el escritor era un yanqui que en un capítulo te estaba contando algo y en el otro nada que
ver, se iba de tema; y para colmo me había dicho que estaba traducido por Borges, ¡para qué! ese viejo
vendepatria que nunca me cayó bien). Cuando me trajo el libro de la pieza y leí el título: Palmeras Salvajes,
se me ocurrió decirle:

—Agacháte que vienen las palmeras.


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Ahí, recién ahí, Martín se rió de verdad por primera vez, y en esa carcajada supe que Martín nunca podría
ser un asesino. En esa risa me di cuenta de que era un buen tipo; los asesinos nunca podrían reírse así.

Esa misma noche me prestó música clásica: un cassette que decía “Los Impresionistas”; yo lo usé varias
noches para dormirme. Había uno que se llamaba Debussy que era extraordinario, lo ponías y a los cinco
minutos ya estabas roncando. Me vi en la obligación de prestarle uno de los Redondos. Se lo di por
compromiso, pensé que nunca lo iba a escuchar, pero a la tarde siguiente me sorprendió cuando escuché a
full:

Muy mucha merca, poco bongo y el mal gusto encalló en un manantial frío dije (frío de bisturí)

“Este tipo hasta las canciones que elige para escuchar hablan de medicina”, pensé.

Ese mismo día pasó algo raro. Más tarde, a la nochecita, fui a comprarle a los pibes del barrio un papel y
supe que Martín también curtía. Nunca me había dado cuenta. Yo nunca lo hice muy seguido, siempre
compré, sobre todo, cuando voy a ir a una fiesta en la que te pensás bajar hasta el agua de los floreros,
entonces ahí sí, compro un poco de merca; para no estar borracho, nada más. Pero esa noche había pintado
darme un par de pases, de aburrido no más, y el Eléctrico, el puntero, me contó que uno de los pibes de la
pensión también curtía:

—Ese careta que estudia medicina, vive en la misma pensión que vos, Rengo— me dijo.

Por lo general le compraba nada más que pasta, para estar despierto y se colaba un par de ruedas cuando
tenía que estudiar y también me dijo que un par de veces hasta pegó merca. Al principio no se nos dio de
curtir juntos. Durante todo el invierno y la primavera, Martín se la pasó encerrado en su pieza, estudiando.
Una noche, casi a mediado de noviembre, me contó en el pasillo que había dado bien el final de Anatomía y
había pasado a segundo año, decidimos ahí nomás tomar unas birras en su pieza, el Cordobés andaba por ahí
y también vino. Esa noche, por primera vez, terminamos los tres curtiendo juntos. “Las noches se dan así”,
como decía el Negro Olmedo.

En el verano, Martín y yo nos quedamos en la ciudad. Una noche salí de la pensión con el Cordobés para ir a
una bailanta. Íbamos a Fantástico, donde antes había un cine que no ocuparon los evangelistas. En el camino
le compramos al Eléctrico dos papeles y cuando dimos la vuelta por la avenida nos encontramos con Martín
que se iba a dormir. Venía del teatro. Le dijimos si se quería prender y el loco vino. Los tres jurábamos
necesitar una mujer y el Cordobés aseguraba que de esa bailanta arrancábamos cada uno una “chichí”, como
él las llamaba. El loco había tomado cerveza desde temprano y recuerdo que le preguntó tres o cuatro veces
a Martín, durante el camino, si él, que iba a ser doctor, sabía por qué las mujeres tenían las cloacas junto al
parque de diversiones. Martín se hacía el serio y el Cordobés volvía a preguntar creyendo que no había
entendido el chiste. Las calles cada vez eran más oscuras. A mitad de una de esas cuadras unos negros
tomaban unos tetras y otros, sentados en el cordón de la vereda, comían pizza de la caja, parecían cucarachas
amontonadas en la basura. Se nos acercó uno de los que siempre andan por ahí, un negro de pelos duros, de
unos veinte años que era famoso porque en una pelea le arrancaron una oreja, y nos dijo:

— ¿Tenés una moneda, vieja?, pa’ la birra. Rescatate, vieja.

El Cordobés con los pulgares se abría los bolsillos y le decía:

—No tengo ni un mango, manija; pedíle al Rengo —le dijo el guacho señalándome a mí.
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A Martín no sé por qué le causó gracia que lo llamaran “manija” al negro. “Es como un pocillo le falta una
oreja”, me dijo riéndose. Lo que me quiso decir no lo sé, ni se lo pregunté. Lo importante es que yo había
pensado que él se iba a asustar pero se reía, parecía cómodo, viste. Yo estaba acostumbrado a esos tipos que
nunca entran, de los que se quedan toda la noche rondando la bailanta, esos negros de mierda que al
principio da trabajo saber cuáles son pibes y cuáles pibas; yo a éstos los tenía calados y el Cordobés, ni
hablar, era casi uno de ellos. Me preocupaba Martín. Pensé que en cinco minutos, con cualquier excusa, se
iría a la pensión. Lo imaginaba de una familia si no bien del todo, clase media, de padres médicos, pero no...
Esa noche, mientras hicimos la cola para entrar, le pregunté por sus viejos.

—Mi viejo está enfermo del corazón, pero tiene una carnicería que ahora la atiende mi tío, toda su vida
fueron carniceros. Mi abuelo ya era carnicero.

—¿Carnicero?

—Y sí... si no no iba a estar viviendo en la pensión. En mi familia son todos muy laburadores; para ellos yo
soy el marciano.

El Cordobés le hacía señas desde que habíamos llegado, a un patovica de la entrada para que lo viera y lo
hiciera pasar. El otro, cuando lo vio, le dijo con la mano que esperara.

—¿Marciano?

—Sí, yo soy el marciano. Cuando era más pibe lo ayudaba en el negocio; después quise otra cosa. Mi viejo
mientras está en la carnicería escucha todo el día tango y mi vieja temas de Leonardo Favio “quiero aprender
de memoria con mi boca tu cuerpo, muchacha de abril”; y yo soy el raro, el que se encierra a escuchar
música clásica, a leer, el que compra libros de pintura. Y como siempre me gustó la medicina, ellos, antes de
que estudie cualquier otra cosa, prefirieron pagarme la carrera, ¿me entendés?

No pudimos seguir hablando del tema porque sacamos la entrada y pasamos rápido a la bailanta. Adentro era
imposible hablar algo serio, sonaba al mango cumbia. El Cordobés entró moviendo la cintura y las palmas
de las manos para arriba y para abajo; yo lo seguía, nuestro primer destino era el baño: un saque y a la pista.
Ahora que me acuerdo, Martín no quiso curtir esa noche, se sentía bien, dijo. Si hubiera tomado, aunque sea
una raya —uno nunca sabe como reacciona la gente—, capaz que no hubiera conocido, al menos esa noche,
a la Enano.

La Enano era una petisa no muy linda, pero tenía un cuerpo todo terminadito; con cada cosa en su lugar; de
yapa tenía ojos verdes y la sonrisa turra. Estaba en un grupo de minitas en el que una gorda había puesto los
ojos encima de Martín. Y a éste no se le ocurrió otra que sacarla a bailar. Pero la tuve clara para darme
cuenta de que la gorda no era para Martín, ni siquiera para una noche. Me acerqué y le dije:

—Loco, sacáte ese camión atmosférico de encima, por el amor de Dios.

Entonces Martín dijo que iba al baño y por fin dejó de bailar con la gorda. Los baños estaban en el primer
piso. Lo acompañamos y el Cordobés se pegó un nariguetazo que no podía ni hablar. No tardamos mucho en
salir. Ni bien bajábamos la escalera de cemento, vimos que la gorda, acompañada de la Enano revoleaba la
cabeza para todos lados buscándolo. Lo vio y sonrió mientras se alisaba con la mano la grasa por todo el
cuerpo. Nosotros nos prendimos a Martín, el Cordobés estaba duro y nos quedamos haciéndole el aguante.
Nos paramos en la barra y pedimos una birra cada uno. En un momento lo codeé a Martín: la gorda estaba
subiendo sola al baño. La Enano se había quedado parada cerca de la pista; Martín, sin decirnos nada, dejó la
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lata en la barra, se acercó a la petisa y empezó a hablarle. Yo vi que al rato la gorda bajaba la escalera y los
miraba de lejos como un pirata desde lo más alto del barco, pero la gorda era un pirata y un loro a la vez, las
dos cosas juntas; miraba a Martín y a la Enano, parada sobre uno de los últimos escalones, con una cara de
odio que te la regalo. Para colmo la petisa se reía: seguro que le gustaba lo que Martín decía; nunca lo
imaginé tan desenvuelto. Después, cuando ella se fue, me acerqué:

— ¿Qué le dijiste, a la minita, que se reía tanto?


— Le di quince minutos para que me dé un beso; que lo piense, le dije. ¿A qué no sabés de qué labura?

—Qué sé yo... No soy adivino ¿De qué?

— Es cajera en una carnicería.

— ¿Es carnicera como tu viejo?

—Bueno, carnicera, carnicera no, es cajera de una carnicería, son dos cosas distintas...

A los diez minutos, la Enano (que no era para nada lenta) volvió, y a escondidas, en un rincón, casi debajo
de la escalera de los baños, los vi besarse, fue uno de esos besos entre el cariño y la rabia; cinco minutos por
los menos estuvieron así, parecía que no respiraban. Si la gorda los llegaba a ver en ese momento se armaba
la podrida. Por eso supongo que la petisa se fue de nuevo con los amigos. Martín se acercó a la barra y yo
fui con él. El Cordobés estaba pasadísimo de merca, apoyado contra una columna y a cada uno que pasaba le
pedía un cigarro.

En la pista los negros se movían para todos lados. Cada vez que arrancaba alguna cumbia se producía una
efervescencia, como si la bailanta fuera un vaso de agua en el que echaban un uvasal. La Enano estaba con
el grupo bailando, haciendo un trencito fuera de la pista, entre las mesas. Cuando nos fuimos (no era muy
tarde) Martín no se quiso despedir. Salimos a la calle cuando aparecía el sol. La vereda estaba llena de
botellas, carteles de políticos arrancados de la pared, latas de birras por todas partes. “Parece Afganistán”,
dijo Martín. El Cordobés no podía ni hablar; parecía que llevábamos una momia. Le pregunté a Martín:

—¿Cómo se llama, la minita?

—No sé, creo que Graciela... Pero todos la llaman la Enano...

Era verdad, si uno se fijaba detenidamente, detrás de su cara de mina, tenía la de los enanos, sobre todo en la
forma de la nariz y el hueso de la frente. Ni el resto del camino ni durante toda esa semana se habló de
nuevo de ella. Cada cual siguió en la suya. Martín ya no recitaba frases ridículas, pero escuchaba el cassette
y cantaba al palo los temas de los Redondos. Yo conseguí un trabajo a comisión para vender relojes: era lo
único que había en los clasificados.

Una noche de esa misma semana, creo que fue el jueves, nos juntamos con Martín en mi pieza y con algunas
maniobras logramos abrir la puerta del medio, de esa forma ya no teníamos que dar toda la vuelta por el
patio para pasar de lado a lado. También esa noche, más tarde, cayó el Cordobés que había ido a comprar
yuyo; nos fumamos un caño venenoso que nos hizo llorar de la risa. A Martín se le dio por quedarse dos
horas (dos horas me parecieron a mí, andá a saber, capaz que fueron diez minutos) mirando un libro de un
pintor que él solo lo conocía. Verlo concentrado en el cuadro me parecía de lo más divertido —ahora si lo
pienso bien y contándolo no era tan graciosos, pero yo en ese momento me reía mucho—. Martín trataba de
explicarme un cuadro de un ejército que estaba matando a diez mil cristianos en bolas, y yo me reía, me
retorcía de la risa. Después, cuando me empezó a bajar la bobera, esa misma noche, me enteré de todo lo que
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él sabía, sabe de pintura, todavía lo sabe, así como vos sabés de literatura, él sabe de pintura. Hoy en día sus
compañeros dicen que Escobar puede contestar a la perfección en qué museo está cada cuadro, cuál es el
pintor, de qué país es; y ellos insisten para que se anote en el programa de la tele; él no quiere saber nada de
ir, seguro que tiene vergüenza. Aunque él dice que llega tan cansado del laburo, que no le quedan ganas para
nada, capaz que es verdad, no debe ser fácil estar todo el día achurando, rodeado de sangre, debe ser duro el
trabajo; eso ahora no importa tanto, lo que sí importa para lo que quiero contar es que esa noche nos reímos
mucho los tres y quedamos en ir a bailar el fin de semana.

El sábado fuimos. Ni bien entramos y de sopetón, ante el asombro del Cordobés, el de la gorda que estaba
ahí y el mío, la Enano se acercó a Martín y lo besó como si fueran novios de toda la vida. A la gorda se le
cayó la mandíbula como a los dibujos animados. El Cordobés me guiñó un ojo y me dijo con su tonada:

—Che, Rengo, este pibe es un campión.

Martín la abrazó y se quedaron como las palomas esas que dibujan enamoradas en los hoteles alojamientos,
en los albergues transitorios, bah... en los telos, vos sabrás que nombre ponerle. Estuvieron toda la noche
juntos; y esa misma madrugada Martín metió a la Enano en la pensión. Yo tuve que soportar los gritos de la
petisa y el zarandeo de la cama sobre el piso de madera, tres, cuatro horas, parecían que no terminaban más,
cuando todo estaba más tranquilo volvían los gritos de la Enano; menos mal que la dueña dormía como un
tronco y, además, al “futuro cirujano” lo trataba como a un invitado de lujo, no como a los otros inquilinos.
Martín siempre fue todo un caballero; salvo del otro lado de la pared, con la Enano abajo o arriba, vaya uno
a saber.

Yo no apostaba un peso por esa relación. Pero escuchaba, tarde por medio, a la dueña que gritaba desde
abajo: “Martín, Graciela está en el teléfono...”

Y yo sabía que esa noche otra vez tendría que escuchar los gritos y los zarandeos de la cama. Prefería salir a
caminar y hasta soportar el olor a mugre que había en la pieza del Cordobés, con tal de no torturarme
escuchándolo del otro lado; y yo ahí, como un tarado, tratando de mirar el techo o de concentrarme para leer
Las Palmeras.

Una noche, Martín, antes de que empezara segundo año, nos invitó a cenar. La madre le había mandado una
encomienda con comida. Durante la cena, entre tema y tema, el Cordobés sacó la conversación de la
carnicera. Martín le dijo:

—No pasa nada... Ella me llama, viene; la tengo ahí...

—Estás enamorado, negro —le dijo el Cordobés.

—Enamorado, no. Me gusta, cojemos. Somos muy diferentes. Nada que ver uno con el otro...

Ahora, tanto tiempo después, pienso que ese Cordobés de mierda era más inteligente de lo que yo pensaba;
por supuesto que no por lo culto como Martín y vos, sino inteligente en la vida; porque tenía razón: Martín
estaba enamorado. Esa era la verdad. Y el único idiota que no se había dado cuenta era yo; hasta la Enano
parece que lo supo. Como será que la muy guacha un día llamó y le dejó dicho a la dueña que ella no podía
volver a llamarlo, que si quería la llamara él. Así capaz que te suena estúpido, pero fue una jugada maestra
de la Enano. Una genia, como todas las minitas, la petisa la tenía clara. Cuando Martín, después de dar mil
vueltas, discó por primera vez el número de la carnicería, la Enano ya lo tenía de espalda y en la lona;
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porque a partir de ahí fue él quien empezó a llamarla, eso es ser una mujer astuta. Lo había dado vuelta con
una sola llamada y Martín estaba jugado y sin fichas.

Una tarde me crucé en el patio con Martín. Él ya había empezado segundo año; estaba lavando ropa en la
pileta. Al pobre se lo veía destruido. Pensé que le había pasado algo al viejo; yo sabía que lo habían llevado
al hospital de Mar del Plata; una de esas tardes Martín había tratado de explicarme, con unos dibujos, lo que
le iban a hacer para sacarle una especie de sarro que se juntan en las venas, de comer porquería; entonces le
pregunté:

—Che, Martín... ¿Te pasa algo?

—No, no, nada. No importa...

Yo no necesitaba tener la calle del Cordobés para darme cuenta: al tipo le pasaba algo...

—¿Por qué no tomamos unos mates en la pieza?

—Tengo que estudiar, tengo un examen el viernes.

Calenté el agua en la cocina que tenía la puerta ahí no más, a un costado de la pileta, y cuando salí con la
pava al patio, Martín me dijo:

—Tomo unos mates y después me pongo a estudiar.

Mientras nos tomábamos unos verdes contó lo que le pasaba. Me dijo la verdad, lo que el Cordobés y yo
sabíamos, lo que todos sabían: estaba enamorado. Martín sabía que eran diferentes: ella en la carnicería
escuchaba todo el día cumbia, música cuartetera, y le gustaba; era una negrita cacuija y además sólo tenía
cuarto grado, que lo había hecho dos veces; pero había algo en ella que lo destruía, eso me dijo; no me dijo
algo que me enamora.

—Graciela tiene algo que me destruye. La otra noche en la cama ella empezaba a quedarse dormida. Yo no
tenía sueño y le pregunté: “¿Ya que vos y yo tenemos una relación libre, sin compromisos, tenés alguna
historia con otro tipo?”. Me contestó que no, pero que el viernes pasado a la noche, fue a bailar y se encontró
con un ex novio y estuvieron transando, dándose unos besos nada más...

— ¿Y...?

—No sabés cómo me sentí; me sentí para la mierda, aunque ella me aclaró que no quiso curtir con el tipo
porque siente algo por mí; pero igual, me destruyó.

Yo quise darle ánimo, por eso le dije:

—Pero... eso no es malo, la Enano..., a su manera te está diciendo que te quiere, ¿o no?

—No sé... somos tan diferentes; ya te dije...

—La gente cambia, Martín.

—Lo pensé. No sé, ella podría estudiar en el nocturno, yo la haría leer un poco más, aprender, escuchar otra
música; yo hablé con ella y parece que le interesa...
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—Eso es bueno.

—Le di El Fantasma de Canterville.

— ¿La canción?

—No, un cuento...

Después que ella le devolvió el libro yo también leí el cuento y juro que nunca me reí tanto con un escritor
serio; porque es un escritor serio, ¿no?, eso me dijo Martín; para que le haya gustado a la Enano tenía que
ser divertido.

Poco a poco Martín la quería cambiar. Le ponía al Debussy, con el que yo me dormía, Mozart y ella pare-cía
que escuchaba. Le mostraba libros de pintores también impresionantes. El plan aparentemente funcionaba.
Yo era el confidente de Martín y me enteraba, tarde a tarde, de los puntos ganados y de los perdidos con la
Enano; porque como dicen los redondos “la vida sólo cuesta vida” y es como el rap que se canta pero se
sufre y tiene dos lados como la droga, uno para subir y el otro para bajar, y todo eso que se pueda decir
sobre la vida. En definitiva y sin filosofía barata y zapatos de goma, en esta puta vida se gana y se pierde.

Martín la llevaba bastante bien: la Enano no era tan dura o él era un buen profesor. Hasta yo aprendí
bastantes cosas con él, por ejemplo, aunque me costaba, yo ya no decía “media bruta”, decía “es medio
bruta”; se dice así, ¿cierto? Aunque sea mina y suene raro se dice así: “medio bruta”. Entre los puntos
perdidos de Martín estaban las muchas horas que no estudiaba por estar con ella. Ya no leía tanto como
antes y a mitad de año rindió mal un examen que, según él, era el más importante. Para colmo en agosto se
le terminó muriendo el viejo.

Graciela lo acompañó a Tierras de Oro. Cuando regresaron del velorio me contó, cansado, todas sus
tristezas; fue un viaje que había cambiado su vida, como hubiera cambiado la vida de cualquiera, había
muerto su viejo, no era para menos. Además, entre tantas penas, no había podido estudiar para Bioquímica y
no se presentó al examen.

Dos meses después, Martín tuvo una alegría cuando la Enano se dejó convencer y le dijo que se iba a anotar
en el nocturno para terminar la primaria. Era todo un triunfo; aunque él se torturaba porque ella seguía
yendo a bailar con la amiga. Martín me contaba que la Gorda le llenaba la cabeza con otros tipos. Y la
Enano le contaba a Martín la maldad de la amiga. Le decía que la Gorda también le metía en la cabeza al
hermano de ella, aunque el hermano de la Gorda tenía cuatro o cinco años menos que la Enano. Ésta venía y
se lo contaba a Martín, que sufría como un hijo de puta. Esos eran los triunfos y las derrotas. Pero no pasó
mucho tiempo cuando sucedió el primer ful de atrás. Era para sacarle roja de una: Martín y la Enano no se
cuidaban; para decirlo claramente, nunca usaban forro —eso tampoco me lo había contado—, parece que la
loca estaba medio colifa, incluso ella le ponía nombre a cada cojida: “Ésta se llama Hernán”, “hoy Martín,
como vos”, “ésta Jorge” hasta que todas las cojidas pasaron a llamarse “Lucas” y en ningún momento se
cuidaban, ni en los días más peligrosos. ¿Y qué iba a pasar? Lo normal. Ella, como cualquier mamífero,
quedó embarazada.

La Enano se lo dijo cuando entró a la bailanta; Martín la miró y le sonrió:

—Lucas —se emocionó a punto de abrazarla.

Ella lo cortó con cara de asco, con bronca.


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—Lucas las pelotas.

Fueron a un café. Ahí conversaron una bocha. Ella le dijo que no lo amaba —tampoco nunca se lo había
dicho antes, en eso era leal—, que en realidad lo quería mucho y que estaba bien con él; y no quería cortarla,
pero tampoco tener un hijo en ese momento.

Esos días para Martín fueron un infierno; además tenía que rendir de nuevo fisiología, y, creo, aprendí más
yo que él. Me pasaba las horas acompañándolo, cebándole mate, le hice el aguante, me porte como un
verdadero amigo, yo médico nunca podría llegar a ser, pero casi me recibo de madre Teresa de Calcuta.
Martín, por lo que dejaba entender, pensaba que la Enano se iba a arrepentir; pero el loco se esperanzó al
pedo. Llegado el momento él le dio toda la plata que recibía de Tierras de Oro, que no era mucho y la
acompañó al médico. Me dijo al día siguiente que sintió que ese aborto era casi como la muerte de su padre.
Esa tarde la Enano estuvo todo el día dopada en la cama. Dice que ella nunca lo había amado tanto como
aquella vez, lo abrazaba, se lo agradecía. Parecía que la anestesia le había adobado el alma.

Una tarde llamó a un amigo de Tierras de Oro que estudiaba psicología, y quedaron de encontrarse en un
café, charlaron mucho y según me contó Martín éste le dijo que esa mujer odiaba a su padre en todos los
padres y por eso le había matado al hijo. Cuando me lo contó yo no dije nada, me quedé chito, pero para mí
estaba claro: en ese momento la Enano no lo amaba y punto, pero los psicólogos creen encontrar una
respuesta diferente para todo. Y, además, ese papero era estudiante, ni siquiera recibido.

Martín quedó para atrás con la plata y empezó a pegarse un par de pases más seguidos. Y detrás de la merca,
más chupi, por supuesto. Yo que soy un seco de mierda varias veces le tuve que prestar para el bondi.
Empezó a deber un mes de pensión, después otro y el amigo de Tierras de Oro lo invitó a mudarse a su casa.
Se fue una noche como un prófugo, yo lo ayudé a llevarse las cosas.

A partir de ahí nos empezamos a ver cada vez menos. Al principio iba a visitarlo seguido; pero nunca me
cayó muy bien el psicólogo. Le conté a Martín lo que dijo la dueña cuando se encontró con la pieza vacía:
“Mirálo, vos, al cirujano, tan decente que parecía y se fue sin pagar”. El loco a pesar de que se reía en el
fondo parecía dolerle la imagen que había dejado.

Martín necesitaba plata urgente y empezó a trabajar en una librería, estuvo un mes, yo lo fui a ver. Después
la Enano le consiguió un puesto en la sucursal de la carnicería en que ella trabajaba. El loco tenía
experiencia por la carnicería del viejo y le pagaban casi el doble que vendiendo libros. Ni pensarlo.

De lo que sucedió más tarde me enteré ayer, cuando después de tanto tiempo fui a visitarlo al laburo. Está un
poquito más tranquilo, Martín. Pero hoy, 29 de junio de 1994 (23 horas 18 minutos) te aseguro y pongo la
firma que algún revire tiene.

Lo primero que me contó fue que a los tres meses la Enano volvió a quedar embarazada. Parece cosa de no
creer, de nuevo la misma historia. No sé muy bien como sucedió, pero por lo poco que me pudo contar,
pasaron cosas parecidas al primer aborto. Pero esta vez para poder pagarlo terminó vendiendo los tres tomos
de Anatomía y pidió un adelanto en el trabajo que todavía se lo están descontando. Después me contó que él
le dijo a la Enano de cortarla porque estaba sufriendo como un condenado y no soportaba más; pero a las dos
días cuando se arrepintió y Martín volvió la colifa le dijo que ya no quería saber nada con él.

Ahora se lo ve ocupado con el laburo, meta pasar tiras de asado por la sierras, desgrasándole el vacío a las
viejas... así se distrae un poco y se olvida de la Enano; aunque me contó que el sábado la vio en la bailanta a
la turra muy de la manito con el hermano de la Gorda, “la vi media enamorada”, me dijo, “medio
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enamorada” se corrigió de inmediato con una sonrisa. “A ella no le gusta andar de la mano, Rengo”, me
mandó. Cuando me lo estaba contando se le entrecortaba la voz; pero enseguida empecé a hablarle del
Cordobés, de lo pasado de rosca que estaba la noche de la bailanta y empezó a reírse de nuevo, a reírse de
prepo.

Mientras golpeaba el piso con la punta de la bota al ritmo de una cumbia que sonaba en la radio, Martín me
contó que sus compañeros y algunos clientes, cuando se enteraron de que quiere ser médico y lo ven
cortando el hígado o los churrascos, con el delantal lleno de sangre, le toman el pelo: le dicen que quieren un
matambre que se le caigan los hilos solos, riñones que no sean trasplantados, milanesas cortadas con bisturí,
boludeces que a mí me causaron gracia pero que a Martín no le caen nada bien. Pero me dijo: “que digan lo
que quieran, Rengo, no tengo ganas de enojarme, los tipos se ríen para no llorarse.” Por un momento, te
juro, sentí que lo decía por mí; capaz que no, pero lo que más me dolió —y me dolió mucho— es que Martín
me llamara dos veces “Rengo”, que lo digan los otros no importa, pero Martín sabe más que nadie que el
pedazo que más nos falta es el que duele, por donde uno se desangra. Por eso, antes de que siguiera
hablando y metiendo la pata, embarrando nuestra amistad, le dije que lo llamaba para encontrarnos, que me
tenía que ir; que me alegraba de que esté bien. Quedamos en encontrarnos un día de estos para ver el
Mundial y tomarnos unos vinos, pero después de lo que pasó hoy con Maradona, no sé: debe estar tan hecho
pelota como nosotros. Me dijo que me iba a contar bien la historia de la Enano —yo después te la repito por
si también la querés agregar en el cuento— y que iba a conseguir un poco de merca, de buena merca, me
dijo. Martín sabe bien como calmar el dolor del lugar por dónde uno pierde su sangre, y no es justo por la
nariz, como piensan todos. Él sabe bien mi secreto, lo que no cuento, porqué aunque yo nunca tuve estudio,
ni una petisa que se achurara los embarazos, ni siquiera un viejo para llorarlo cuando se me muriera,
nuestras almas —la de Martín y la mía— están rajadas con la misma tijera y las arrastramos como un trapo
de piso por la mugre de toda la ciudad.

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