Fantasías Textuales - Fernando Iwasaki

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Fantasías textuales

La actividad sexual de los hombres no es


necesariamente erótica. Lo es cada vez que no es
rudimentaria, que no es simplemente animal.

Georges Bataille

Tal como se lo había pedido, él no dejaba de repetir que nunca la olvidaría y que
siempre se acordaría de ella. Y cada «nunca» y cada «siempre» atenuaban de verdad
el dolor de su descubrimiento, cuando encontró las fotos de Ricardo con esa otra
mujer. Qué fácil era deslumbrar a un hombre que nunca nos ve cocinando, sacudiendo
y planchando, pensaba mientras le clavaba las uñas y Enrique se corría de nuevo,
sollozando agradecido y jurándole que nunca la olvidaría y que siempre se acordaría
de ella.
* * *
En las películas basta una mirada o una tenue insinuación, para que dos
desconocidos terminen haciendo el amor en un elevador o en cualquier pensión de
mala muerte. Por eso elegí una mesa de esta cafetería de señoras cursis, para mirar
con lánguida insistencia a las desconocidas que más me gustan. Al principio no me
hacían caso y más de una se marchó ofendida, pero después de tantos años de venir
todas las tardes, ahora son ellas las que me devoran con los ojos. Especialmente desde
que corrió el rumor de que sólo soy un casto anciano que enloqueció de amor, cuando
su novia murió atropellada antes de entrar a la cafetería. No sé cómo empezó todo,
pero he terminado convertido en una leyenda urbana y sentimental. Mejor, porque en
realidad me excita que me rebañen con la mirada, que fantaseen con mi vida y que me
regalen sus poemas guarros. De joven me hubiera encantado acostarme con cualquiera
de esas desconocidas, y ya de viejo me basta con saber que podría tirármelas a todas.
* * *
Le molestaba que su marido le pidiera que se abrochara los botones del escote.
«Los hombres siempre le miran el sostén a las mujeres», insistía. Qué tontería. ¿A
quién le iba a interesar la ropa interior de una ama de casa, con las chicas
espectaculares que se ven por la calle o en las revistas de los quioscos? Sin embargo,
un día sorprendió a un compañero de trabajo escudriñando entre sus senos y al mismo
tiempo comprendió que los clientes sólo le hablaban a sus pechos. De la incomodidad
pasó a la resignación, luego se dio cuenta de que saberse deseada le hacía sentirse más
segura, y finalmente resolvió desabrocharse los ojales de la autoestima cada vez que
salía de casa. Total, el único que no se daba cuenta si su sostén era de seda, encaje o
leopardo, era el lacio de su marido. Y la primera vez que se lo quitó al llegar al trabajo,
sus botones dejaron de ser invisibles.
* * *
Nos conocimos en una de esas aburridas convenciones de la empresa. Nunca
conversamos, jamás nos presentaron y ni siquiera estuvimos a solas más de dos
minutos. Sin embargo, nadie me ha mirado antes así, con esa intensidad y aquel deseo
conmovedor. En cada una de las sesiones yo era capaz de percibir los latidos de su
presencia y el torrente de su respiración. La última noche coincidimos en el pasillo
del hotel, mientras entraba a su habitación y yo salía de la mía. Fueron sólo unos
fragmentos de sensual eternidad, pero todo era tan claro, tan explícito y tan
verdadero... Ahora él sabe que existo y en cualquier lugar del mundo podrá
reconocerme con sólo mirarme a los ojos.
Cuando escuchó la voz de mi marido cerró su puerta, pero entró en mis
pensamientos para siempre.
* * *
En un bolso escondido entre las toallas lo encontré. Era un fajo amarillento de
cartas de un ex-novio de mi esposa, que sinceramente no esperaba que ella conservara
después de tantos años de casados. Leyendo las cartas deduje que ambos estaban de
acuerdo en que la suya era una relación que no pasaba del plano sexual, e incluso él
admitía que si no hubiera sido por las cosas que hacían y cómo las hacían, seguro que
no habrían convivido ni seis meses juntos. Así, desde su soledad en una fría ciudad
del norte, el antiguo novio se esforzaba en reconstruir los buenos momentos de sexo,
y con palabras más bien vulgares le decía que extrañaba los gritos, las posturas, los
corrimientos y las «reculaciones» (este neologismo anegó mi cabeza de sórdidas
imágenes) de mi mujer. Ya en las últimas cartas le deseaba suerte con el «empollón»
que había conocido en la universidad, y le reconocía que tenía razón, que no todo era
«tenerla gorda y follar como Hulk», porque también estaban las novelas, el cine y los
talleres de literatura. «Ya tú me avisabas que preferías estar con un tipo profundo» -
ensayó retórico- «aunque follara malamente», remató resignado. Guardé las cartas
donde estaban y seguí empollando novelas, guiones y los manuscritos de los alumnos
de mis talleres. De vez en cuando busco el bolso y las leo de nuevo para convencerme
de que toda esa delirante sexualidad es posible, y me vuelvo a hundir en la depresión
más absoluta. Ese tipo tenía razón: lo mío es la profundidad.
* * *
Siempre llegaba la última a mis cumpleaños, con sus piernas larguísimas y sus
labios pintados del mismo rojo de sus zapatos. El día que me apachurró contra sus
tetas perfumadas, no me importó que el regalo que me trajo fuera repetido. Desde
entonces sólo quiero que me apachurre otra vez. Seguro que papá también quería lo
mismo, porque dice la abuela que se han escapado juntos. Pobre mamá, todo el día
llorando. ¿Cómo le digo que yo también me quiero escapar con ella?
* * *
«¿Te acuerdas cuando ibas a mi casa para estudiar?», me preguntó con la misma
sonrisa que me hechizó veinte años atrás. «¡Yo me moría por ti!», me soltó de sopetón,
como si no hubiera sido ya suficiente sorpresa encontrármela borracha en aquella
fiesta, recién divorciada y tan espléndida como siempre. Sin embargo, hace veinte
años yo creía que ella ni me miraba y que simplemente era inalcanzable. ¿Y justo
ahora se le ocurría decirme que había muerto por mí? ¿Y mi esposa? ¿Y los chicos?
Sabiéndose irresistible me dijo que tal vez fuera mejor así, reencontrarse de golpe con
toda la experiencia de la edad, de la vida y del amor. Apelando a los últimos arrestos
le respondí que mi recuerdo de ella era más hermoso tal como estaba, y que más bien
podía escribir un cuento o una novela sobre los caprichos misteriosos del azar. «Sí,
huevón», me susurró antes de besarme.
* * *
«Quiero que sepas todo sobre mí antes que nos casemos», me dijo mirándome a
los ojos. Y entonces me habló de la italiana de un fin de curso, de la compañera de
asiento de un viaje a Barcelona, de la hermana de un amigo de la facultad, de la
clarinetista de una orquesta de cámara y de la pintora que lo sometió durante años. Yo
no le había preguntado nada, pero él quería que lo supiera todo. Desde entonces no
tiene que pedirme nada porque ya sé cuáles son las cosas que más le gustan. Ojalá que
algún día olvide a la del clarinete.

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