Resumen Final Filosofia Medieval
Resumen Final Filosofia Medieval
Resumen Final Filosofia Medieval
LA FILOSOFÍA PATRÍSTICA
Los Padres apostólicos son autores cristianos del siglo I o principios del siglo II que
estuvieron en relación con los Apóstoles. Sus escritos, en griego y de carácter práctico, se
relacionan estrechamente con la Sagrada Escritura, especialmente con las cartas de los
Apóstoles, y suelen tener forma epistolar. Entre ellos se incluyen San Clemente Romano,
San Ignacio de Antioquía, San Policarpo de Esmirna, Papías de Hierápolis, y algunos
escritos de autor desconocido como la Didajé y la Epístola de Bernabé. Estos documentos,
aunque de gran valor para la tradición cristiana en cuestiones de fe, tienen poco interés
filosófico y teológico-especulativo.
Los apologistas del siglo II
Entre los apologistas griegos, destacó Justino Mártir, un filósofo convertido al cristianismo
que argumentó que la filosofía podía ser una preparación para recibir a Jesucristo. Sus
discípulos, como Taciano y Atenágoras, tuvieron posturas diversas respecto a la filosofía,
con Taciano rechazándola y Atenágoras integrándola de manera más benévola.
Los apologistas latinos florecieron entre el 170 y el 250. Entre ellos se destacaron Minucio
Félix y Tertuliano. Tertuliano, inicialmente un defensor ferviente del cristianismo, rechazó la
filosofía pagana, afirmando que todas las herejías tenían su origen en la filosofía. Sin
embargo, fue inspirador de muchas fórmulas técnicas trinitarias que después pasaron al
Símbolo de la fe definido en Nicea y a los escritos de San Agustín. Tertuliano sostuvo el
error traducionista, opinando que el alma era corpórea en algún sentido, porque procedía en
el niño engendrado del alma de sus padres por vía generativa. Las dudas de Tertuliano
sobre la naturaleza del alma se extendieron a muchos escritos patrísticos, de tal forma que
ni el mismo San Agustín pudo sustraerse a las doctrinas traducionistas, dudando toda su
vida entre la doctrina de la pura espiritualidad del alma y la tesis de su materialidad etérea.
Minucio Félix mantuvo una actitud más conciliadora hacia la filosofía, afirmando que todos
los cristianos eran de hecho filósofos o que los filósofos eran cristianos por el hecho de ser
verdaderos filósofos. También rechazó el escepticismo del Bajo Imperio, considerando que
no era una actitud filosófica verdadera. Su posición frente a la civilización clásica fue
benigna, al igual que su actitud frente a los bienes materiales y al matrimonio, muy lejos de
las erróneas exageraciones pseudomísticas de Tertuliano.
2. Una complicadísima serie de seres intermedios entre Dios y el mundo, según el gusto del
platonismo medio y del neoplatonismo.
3. El ínfimo lugar de la escala de los seres, producida por emanación del Primer Ser,
corresponde al mundo sensible. Por ser mala la materia sensible, el mundo sensible tuvo
que ser producido por algún ser intermedio pecador.
4. El hombre está compuesto de dos elementos: uno malo, que es la materia, y otro bueno,
espiritual, psíquico, pneumático, que es el alma, la cual procede del mundo superior y está
aprisionada en el cuerpo. Esa alma es capaz de salvación y de retornar al mundo superior
del que ha caído, por medio de un esfuerzo ascético y moral.
Derivó entre otras ramas en la gnosis persa, también denominada maniqueísmo, fundada
por Mani o Manes.
Alejandría, fundada por Alejandro Magno en el 331 a.C., era un crisol de culturas, creencias
y filosofías mediterráneas, incluyendo las egipcias, griegas y hebreas. Filón, un judío que
vivió entre el 30 a.C. y el 40 d.C., fue uno de los creadores del neoplatonismo y contribuyó
significativamente al gnosticismo, desarrollando una exégesis alegórica del Antiguo
Testamento con elementos platónicos y estoicos.
En este entorno surgió una comunidad cristiana que estableció la Escuela de Alejandría
alrededor del 180 d.C., fundada por Panteno, un estoico convertido al cristianismo.
Clemente de Alejandría y Orígenes fueron sus sucesores más notables, llevando la escuela
a su máximo esplendor. La Escuela alejandrina se caracterizó por su preferencia por el
platonismo y el método alegórico en la interpretación de las Escrituras, influenciado por
Filón.
San Justino y Clemente de Alejandría fueron los primeros en tener una actitud positiva hacia
la filosofía, pero fue San Agustín quien estableció los fundamentos de la "filosofía cristiana".
Nacido en Tagaste en 354, de padre pagano y madre cristiana (Santa Mónica), San Agustín
comenzó sus estudios de retórica en Cartago en 370. La obra "Hortensius" de Cicerón
despertó en él una pasión por alcanzar la verdad. Inicialmente, se inclinó por el
maniqueísmo, que ofrecía una explicación dualista del bien y el mal, pero más tarde lo
abandonó.
Para ser un buen maestro de retórica, San Agustín leyó a autores clásicos y mejoró su
formación filosófica. En 383 se trasladó a Roma y luego a Milán, donde leyó las "Enéadas"
de Plotino en versión latina, lo que le ayudó a salir del escepticismo. Influenciado por el
neoplatonismo y los sermones de San Ambrosio, Agustín descubrió la interpretación
católica del Antiguo Testamento y la naturaleza espiritual del alma. La explicación de San
Ambrosio sobre la causa del mal como el uso depravado de la libertad y la lectura de las
epístolas de San Pablo le hicieron comprender la necesidad de la gracia.
Filósofo y teólogo
Teoría de la verdad
Desde la lectura del "Hortensius" en Cartago hacia el año 373, San Agustín nunca
abandonó su búsqueda de la verdad, entendida como el encuentro con Dios, la Verdad por
esencia. Para él, el tema epistemológico no solo era intelectual, sino también ético y
religioso. La búsqueda de la verdad era, en esencia, la búsqueda de Dios, presentando dos
vertientes: una filosófica y otra teológico-moral. La vertiente filosófica consistía en
desmontar el escepticismo del Bajo Imperio y determinar dónde buscar la verdad. La
vertiente vital implicaba que el esfuerzo por descubrir la verdad nunca debía concluir en
esta vida.
El punto de partida de la epistemología de San Agustín era la fe, con el principio "fides
quaerens intellectum" (la fe busca el entendimiento). Creía que Dios es la suma verdad y el
fin de nuestra existencia, algo que podía razonar a través del medioplatonismo y
neoplatonismo. La búsqueda de la verdad y el encuentro con Dios eran inseparables y
requerían una metodología crítica que involucraba elementos lógicos y psicológicos. En su
obra "Contra académicos" (noviembre del 386), abordó dos cuestiones fundamentales: si la
verdad existe y si es posible encontrarla. Justificar la existencia de la verdad implicaba
refutar el escepticismo, y la posibilidad de encontrarla se relacionaba necesariamente con la
manifestación de Dios a los hombres
La duda anti-escéptica
San Agustín estima, por consiguiente, que el mundo de la experiencia impone cierta suma
de certidumbres. Contra la evidencia de la realidad del universo sensible no hay -según él-
escepticismo que valga. Los sentidos pueden muy bien engañarnos sobre la naturaleza de
las cosas que vemos, pero no sobre la existencia de ellas: aunque no fueran más que
aparentes, sería verdad que estas apariencias existen. Porque al afirmar la existencia del
mundo exterior, no afirmamos sino lo que vemos y tal como lo vemos.
Pero en última instancia, aunque me atreviese a dudar de la existencia del mundo exterior,
del mundo de las apariencias, no podría negar mi propia existencia sin atentar contra el
principio de no-contradicción
"Tú que deseas conocerte, ¿sabes que existes? -No lo sé. -¿Eres un ser simple o
compuesto? -No lo sé. -¿Sabes que te mueves? -No lo sé. -¿Sabes que piensas? -Lo sé.
-Luego es verdad que piensas. -Ciertamente"
“Podrías engañarte si realmente no existieras?”
Si fallor, sum: si soy capaz de equivocarme, si me equivoco, es que existo;
La iluminación
San Agustín sostiene que la verdad debe buscarse en el interior del hombre. Expresa su
angustia por haber descendido al abismo buscando la verdad con los sentidos en lugar de
con la inteligencia, lo que le había alejado de Dios. Reconoce que Dios estaba dentro de él,
más íntimo que su propia intimidad y más elevado que su mayor altura. Este texto resalta la
disyuntiva entre el conocimiento sensorial y el conocimiento intelectual, sugiriendo que solo
el conocimiento intelectual es verdadero.
El Doctor de Hipona distinguió, en efecto, tres niveles de conocimiento.
En el nivel más bajo de conocimiento, en la medida en que éste puede ser llamado
conocimiento, se sitúa la "sensación", que es común al hombre y a los brutos. El nivel más
alto del conocimiento, peculiar al hombre, es la contemplación de las cosas eternas
("sabiduría") por la sola mente, sin intervención de la sensación. Pero entre esos dos
niveles hay una especie intermedia, en la que la mente juzga de los objetos corpóreos de
acuerdo con modelos eternos e incorpóreos.
Según San Agustín, las cosas o verdades eternas, que el hombre conoce sólo por medio de
la inteligencia sin intervención de los sentidos, se hacen "visibles" a la inteligencia por medio
de una "luz divina" que, procediendo de Dios, capacita a la mente humana para que vea las
características de inmutabilidad y necesidad de las ideas eternas, al mismo tiempo que
imprime esas ideas en el alma.
Tal luz se compara a la luz del sol, que ilumina las cosas corpóreas, pues ella hace visible
las incorpóreas en las cuales se conocen las corpóreas. En definitiva, es una luz incorpórea
especial que proviene de Dios.
San Agustín argumenta que existen verdades eternas e inmutables, como las matemáticas
y las ideas de bien, justicia y belleza. Estas verdades, que son inmutables, deben tener su
fundamento en un Ser eterno y perfecto, ya que un ser cambiante no puede ser origen de lo
inmutable. Además, San Agustín presenta una prueba de la existencia de Dios basada en
los efectos observables de Dios y en el consentimiento universal. Él señala que, así como
sabemos que una persona está viva por sus acciones, podemos conocer a Dios a través de
las obras de la creación. También sostiene que, salvo algunas excepciones, la razón
humana reconoce a Dios como el Autor del mundo.
Dios conoce todas las cosas desde la eternidad: las que ha hecho, las que pudo hacer y
hará, y las que pudo hacer y nunca hará. Ese conocimiento de Dios es en las ideas divinas,
que reciben el nombre de razones eternas. Tales razones eternas están en el Verbo,
porque, según San Juan: "todas las cosas fueron hechas por Él, y sin Él nada ha sido
hecho".
Sobre la base de las razones eternas, Dios creó libremente el mundo a partir de la nada
(expreso rechazo del emanacionismo de Plotino). Primero creó una materia sin ninguna
forma determinada, abierta a ser cualquier cosa, en la cual estaban las razones seminales,
es decir, los gérmenes de las cosas que habrían de manifestarse con el paso del tiempo .
Después, y según el transcurso del tiempo, esas razones seminales desarrollaron todas las
virtualidades que contenían.
Dios lo hizo todo de una vez sembrando en la materia primigenia las razones seminales o
semillas de todo lo que aparecería posteriormente en el tiempo. Tales razones seminales
creadas reproducen las razones eternas increadas.
Si la materia -lo primero creado y de lo cual sale todo- tenía la posibilidad de desarrollarse
en un número indefinido de direcciones, por causa de las razones seminales que Dios había
puesto en ella; esa primera materia estaba ya conformada en algún sentido, al menos con la
forma de indeterminación máxima, que es no ser ni esto ni aquello, pero poderlo ser todo.
Esta materia semi formada es la hyle agustiniana; y por el hecho de que esa hyle podía
potencialmente dar lugar a todo.
El alma humana
El alma -según San Agustín- debería ser material en cierto sentido, aunque su específica
materialidad sería absolutamente distinta de las demás materialidades y, por consiguiente,
podría decirse que es "espiritual”.
En el alma humana encontramos dos modos de realizar la imagen trinitaria de Dios en el
hombre. La primera imagen parte del hecho de que el alma se conoce y ama. El
conocimiento que tiene de sí misma es reflejo, como lo enseña Agustín con palabras
inequívocas: "En consecuencia, se conoce a sí misma por sí misma, pues es inmaterial.
Porque, si no se conoce, no se ama". Al conocerse la mente, surgen ya dos realidades: la
mente y su conocimiento propio. Después, al conocerse se ama. Tenemos ya tres términos:
la mente, su conocimiento y su amor. La segunda trilogía se descubre en las tres facultades
del alma: memoria, entendimiento y voluntad. Consideradas en sí mismas, no difieren sino
en función de sus relaciones recíprocas: sé que entiendo lo que entiendo; sé que quiero lo
que quiero; y recuerdo lo que sé. Comprender, recordar y amar son tres actos y una
esencia, tres términos en un alma, como tres relaciones distintas de una misma esencia.
Las diferencias entre la Trinidad divina y la humana son obvias: un hombre cualquiera tiene
dichas tres potencias, pero no es ninguna de ellas, sino que las posee. En la simplicidad
divina, por el contrario, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo no pertenecen a un Dios, sino
que son un Dios en tres personas; no una sola persona, como sucede en el hombre.
El compuesto humano
El hombre es un alma que se sirve de un cuerpo. Concibe al hombre bajo dos aspectos: a)
como una substancia completa y acabada, sujeto de atribución de operaciones inmanentes
y transeúntes; y b) como problema filosófico.
El alma es una substancia racional completa, dotada de todas las virtualidades necesarias
para gobernar el cuerpo, que tiene por fin la unión con Dios. Si el cuerpo, por su parte, es
también substancia completa, es difícil explicar la unidad del hombre.
El mal y la libertad
La "esencia plena" o Dios es el Bien, tanto para Platón como para San Agustín. Las
perfecciones de las criaturas, repetidamente enumeradas, no son más que participaciones,
según un más o menos, del Bien. En consecuencia, por la creación toda la realidad es
buena en la medida en que es. El mal, por tanto, no ha sido creado por Dios. Sin embargo,
existe. En consecuencia, no puede consistir más que en la privación de la perfección
debida. Y, por ser privación, para existir se apoya en el bien, como en un sujeto.
Los males físicos o naturales, que no son propiamente males, sino privaciones queridas por
Dios en vistas del bien total del universo; por ejemplo, toda criatura perece, pero desde el
punto de vista del conjunto del universo, la destrucción de una cosa queda compensada por
la aparición de otra. En cambio, el único mal verdadero es el mal moral, el pecado, que
procede de la libre voluntad de las criaturas racionales.
La voluntad humana, considerada en sí misma, es buena, y el libre albedrío, en sí mismo,
es un bien y es condición para alcanzar la felicidad; sin embargo, la voluntad creada es
falible, se puede equivocar, y el ejercicio del libre albedrío comporta el riesgo del pecado.
Así pues, la voluntad libre se hace mala cuando está privada del orden debido.
La rebelión del cuerpo contra el alma es consecuencia del pecado original, del cual procede
la concupiscencia y la ignorancia. Desde la comisión de ese pecado, el alma, que había
sido creada para gobernar un cuerpo, se encuentra regida por él, y, en consecuencia, se
orienta a lo material; y, puesto que no saca de sí misma las sensaciones e imágenes, sino
que las obtiene a través del cuerpo, termina conformándose al cuerpo.
De la voluntad perversa, surge la concupiscencia; sirviendo a la concupiscencia, surge el
hábito; y no resistiendo al hábito, nace la necesidad.
La libertad consiste en usar bien del libre albedrío: libertas vera est Christo serviré. Y así, la
libertad es mayor cuanto más unido está el hombre a Dios.
La virtud: no basta amar para ser virtuosos, sino que debemos amar rectamente (orden).
San Agustín reconocía la diferencia entre lo natural y lo sobrenatural y veía la posibilidad del
bien en el orden natural. Distinguía entre el cuerpo humano, las sociedades temporales que
buscan los bienes necesarios para la vida, y la "ciudad de Dios" (civitas Dei), formada por
personas que siguen la voluntad de Dios y buscan la salvación. Solo la civitas Dei da
sentido a la historia universal.
Agustín señalaba que las dos ciudades se deben entender de manera figurativa, sin buscar
una correspondencia exacta con realidades históricas específicas. Para ser verdaderamente
felices, tanto las personas como las sociedades deben regirse por una voluntad ordenada y
sujeta a normas. La paz del cuerpo es el equilibrio ordenado de sus órganos, la paz del
alma es la armonía entre conocimiento racional y voluntad, y la paz doméstica y de la
ciudad es la concordia y amor entre sus miembros. La paz en todas estas formas es "la
tranquilidad del orden".
La virtud es esencial para la felicidad, y una voluntad ordenada es esencial para la virtud.
Solo una voluntad ordenada y reparada por la gracia puede alcanzar la verdadera felicidad,
ya que la gracia es necesaria para restaurar el desorden causado por el pecado original.
San Agustín consideraba que la vida moral está implicada en la vida social, porque el
individuo nunca está separado de la sociedad. El amor ordenado es el origen de la vida
moral individual y de la sociedad perfecta. Una sociedad surge cuando sus miembros
comparten un mismo amor, y excluye a quienes no comparten ese amor. Esto se resume en
la máxima: "Dos amores fundaron dos ciudades: el amor del hombre por sí mismo, que lleva
al desprecio de Dios, la ciudad terrena; y el amor de Dios, que lleva al desprecio de sí
mismo, la ciudad celestial."
Las dos ciudades, la celestial y la terrestre, se mezclan y entrecruzan, y no representan dos
tipos de realizaciones históricas (como el reino o imperio e Iglesia) sino principios opuestos
en la conducta personal que impactan las realizaciones sociales. La ciudad celestial es la
Iglesia en su forma gloriosa al final de los tiempos, mientras que en la tierra, la Iglesia aún
lleva la carga del pecado debido a la fragilidad de sus miembros.
La ciudad terrestre es obra de la maldad, aunque la vida terrena es buena por naturaleza,
se ha vuelto mala por la perversidad de la voluntad humana. Ambas ciudades coexisten en
la sociedad, y no habrá paz perfecta hasta el fin de los tiempos. San Agustín rechaza el
milenarismo, la idea de un reino terrenal antes de la parusía, y sostiene que el reino de Dios
está dentro de nosotros (Lc 17, 21). Para él, el tiempo histórico presente y el descanso
sabático definitivo corren paralelamente y se entrecruzan misteriosamente.
Los habitantes de la ciudad de Dios y de la ciudad terrestre pueden parecer similares en sus
acciones externas, pero los primeros actúan con un espíritu diferente. Para los que viven
según el hombre viejo, los bienes de la ciudad terrestre son sus fines; los que viven según
el hombre nuevo usan esos bienes como medios hacia el verdadero fin. Así, ambas
ciudades se contraponen.
En 396, Teodosio dividió el Imperio entre sus dos hijos. El Imperio Occidental cayó en 476
con el golpe de estado de Odoacro, mientras que el Imperio Oriental perduró hasta la caída
de Constantinopla en 1453. En Occidente, se establecieron reinos germánicos: los
ostrogodos en Italia, los suevos y visigodos en Hispania, los francos, burgundios y visigodos
en las Galias, y los anglos, frisios, sajones, yutos y posiblemente los suevos en Inglaterra.
Los vándalos formaron un reino en el norte de África. Los bizantinos recuperaron parte de
Italia, Sicilia, norte de África y sudeste de Hispania gracias al general Belisario, pero los
longobardos llegaron a Italia hacia 568.
Los ostrogodos y visigodos eran arrianos desde mediados del siglo IV, mientras que los
francos y los pobladores de Inglaterra eran paganos. Los visigodos se convirtieron al
cristianismo en tiempos de Recaredo (589), y los francos bajo Clodoveo en 493. Los
burgundios ya eran cristianos en esa época.
Las conversiones promovieron la colaboración entre hispanorromanos y visigodos, y
galorromanos y francos, revitalizando la cultura romana en las Galias e Hispania, con un
papel crucial de la Iglesia católica. La evangelización continuó en Sajonia y las islas
británicas con figuras como San Patricio en Irlanda, San Agustín de Canterbury en
Inglaterra, y San Bonifacio en Germania, quien fundó la abadía de Fulda.
Este renacimiento cultural, religioso y político occidental fue parcialmente truncado por la
invasión árabe en 711 y por el agotamiento interno. Sin embargo, figuras como Boecio,
Casiodoro y San Isidoro de Sevilla conservaron y transmitieron el legado cultural
heleno-romano a la posteridad medieval.
EL RENACIMIENTO CAROLINGIO
Carlomagno ordenó la apertura de escuelas en todos los obispados (él mismo dio ejemplo
estableciendo una escuela en la corte, con el nombre de Academia palatina, con referencias
constantes a la Academia ateniense de Platón) y en todos los monasterios de su vasto
Imperio; dictó normas que regulaban la vida monástica, imponiendo a todos los monjes la
Regla de San Benito; y se propuso especialmente la reforma del clero. Pretendió, por
consiguiente, que los tres órdenes que componían la sociedad cristiana -clérigos, laicos y
monjes- experimentasen un efectivo progreso en el desempeño de las misiones que a cada
uno correspondía, y que cumpliesen mejor sus respectivos deberes.
Carlomagno quería continuar la tradición del Imperio Romano de Occidente, desempeñando
cerca de la Iglesia las mismas funciones que los emperadores romanos habían asumido,
entre ellas, la de convocar concilios; y, al mismo tiempo, quería parangonarse con los
grandes reyes de Israel (como David y Salomón).
El papado alcanzó su apogeo medieval con Inocencio III (1198-1216) hasta Bonifacio VIII
(1294-1303). Mientras tanto, la monarquía francesa aumentó su poder, especialmente bajo
Luis IX el Santo y Felipe IV el Hermoso. El conflicto entre el rey francés y el Papa culminó
en el atentado de Anagni (1303) y la posterior muerte de Bonifacio VIII. Clemente V trasladó
la sede pontificia a Aviñón en 1305, iniciando un largo período de control francés sobre el
papado hasta 1378.
La Universidad de París surgió de las escuelas urbanas del siglo XII y obtuvo su privilegio
en 1200 del rey Felipe II Augusto. Esto permitió reunir a maestros y alumnos de las
escuelas catedralicias de Notre-Dame bajo la jurisdicción de un canciller. La universidad se
organizó en cuatro Facultades: Teología, Artes (Filosofía), Decretos y Medicina, y los
estudiantes se dividían en cuatro naciones. En 1215, el legado pontificio Roberto Courgon
estableció los estatutos de la universidad, definiendo la promoción del profesorado y la
organización de la enseñanza.
Los estudios de Artes duraban seis años y los de Teología, ocho años. Los maestros debían
tener al menos 21 años (para Artes) y 34 años (para Teología). El camino para ser maestro
incluía obtener el grado de bachiller, lo cual requería un examen y dos años de lectura y
comentario de textos asignados. En Teología, el bachillerato se dividía en tres grados:
bíblico, sentenciario y formatus. Tras esta formación, se otorgaba la licencia para enseñar y
predicar, y algunos se convertían en maestros en Sagrada Teología.
La enseñanza se daba en dos formas: lectio y disputatio. La lectio podía ser una lectura
cursoria (comentario básico) o una lectura ordinaria (planteando y resolviendo problemas
del texto). La disputatio podía ser ordinaria (el maestro planteaba y resolvía problemas) o
quodlibet (debates solemnes dos veces al año sobre diversos temas). La quodlibet tenía
dos actos: uno con varios actores y un respondens, y otro donde el maestro replanteaba y
resolvía la cuestión. También se realizaban disputaciones magistrales entre dos maestros.
Desde el siglo VI, gracias a Boecio, la cristiandad occidental tenía acceso a partes del
"Organon" de Aristóteles, conocidas como la "Lógica vetus" (Categorías, De interpretatione,
y la Isagoge de Porfirio). A mediados del siglo XII, llegaron al Occidente latino más escritos
aristotélicos (Los analíticos, Los tópicos, Los elencos sofísticos), formando la "Lógica nova".
También se difundieron otras obras de Aristóteles como la Física, tratados sobre generación
y corrupción, el cielo, los meteoros, el alma, los primeros cuatro libros de la Metafísica y los
tres primeros de la Ética a Nicómaco. Además, se conocieron las paráfrasis de Avicena, el
Liber de causis y el Fons vitae de Avicebrón.
Las discusiones doctrinales sobre la ortodoxia de Aristóteles, que se llevaron a cabo hace
siete siglos, pueden parecer ahora lejanas e insignificantes. Sin embargo, es importante
comprender los valores en juego en esas polémicas para captar el espíritu filosófico del
siglo XIII. En un contexto heredado del siglo XII, donde la filosofía se reducía casi
exclusivamente a la lógica, el conocimiento del corpus aristotélico reveló un nuevo mundo a
las mentes medievales. Aristóteles ofrecía una interpretación de la realidad mucho más rica
y amplia que cualquier logro de la filosofía medieval, lo que despertó gran interés y
entusiasmo.
Sin embargo, algunos teólogos consideraban peligrosa esta filosofía, ya que contradecía
muchos puntos de la doctrina cristiana en nombre de la razón. Aristóteles afirmaba que el
mundo es eterno, que Dios es motor pero no creador, y negaba el destino metahistórico del
ser humano tras la muerte. La desconfianza de las autoridades eclesiásticas hacia este
sistema "pagano" se incrementó porque llegaba a Occidente a través de filósofos árabes, y
por la actitud de algunos profesores de la Facultad de Artes de París que consideraban que
Aristóteles siempre había tenido la última palabra en todos los temas que había tratado. Fue
necesario el paso de varios decenios para que estas controversias se apaciguaran, lo cual
no ocurrió hasta el siglo XIV.
Primero: Santo Tomás repite al menos tres veces, apoyándose en Avicena, que "aquello
que primeramente concibe el intelecto como lo más evidente y en lo cual vienen a
resolverse todas sus concepciones, es el ente".
Santo Tomás sólo quiso señalar que, al conocer, lo primero que nuestra inteligencia advierte
es que algo existe, pues ente es lo que es. Lo primero y más evidente que sabemos de las
cosas es que son.
Tal afirmación del ente es, por tanto, expresión de su convencimiento de que toda la
realidad está actualizada, tanto el espíritu que conoce, como las cosas que son conocidas.
El ente no es simplemente un denominador común que excluye la multiplicidad, sino que el
ser es simultáneamente lo más universal y lo más individual, porque se capta en las
realidades individuales. El ente es común a todos los entes (no es término equívoco), pero
también es lo más individual (tampoco es unívoco), por lo que el ente es análogo.
El intelecto, al captar la realidad del ente, comprende a través de un juicio preciso qué es la
contradicción. Así, los principios de no contradicción y de identidad no son innatos ni a
priori, sino que son consecuencia y expresión del conocimiento de la realidad. El
pensamiento no crea la realidad; la realidad se impone a la inteligencia. La inteligencia
humana es expresiva de una realidad que es anterior a su propio ejercicio, a diferencia de la
inteligencia divina, que es capaz de "hacer" la realidad y a la cual todas las cosas imitan.
Segundo:La experiencia nos muestra que las cosas no solo existen, sino que también
cambian. Al analizar el cambio y la necesidad de hacer compatible el ser con el devenir, la
inteligencia humana descubre dos principios constitutivos en la realidad cambiante: potencia
y acto. Estos principios, descubiertos por Aristóteles y aceptados por Santo Tomás, no son
meras ideas, sino elementos metafísicos de la realidad.
La pura potencia (pasiva) sin ninguna actualidad no puede existir, a menos que se
considere que la pura posibilidad es una actualidad en sí misma, lo cual Santo Tomás
rechazó. Por otro lado, el acto puro e ilimitado, no limitado por ninguna potencia, es posible.
Sin embargo, para Santo Tomás, la mera posibilidad del acto puro no implica su existencia
real, la cual debe ser demostrada. Para él, las únicas demostraciones válidas de la
existencia del Acto puro ilimitado (Dios) son las pruebas "a posteriori" (las cinco vías).
Tercero:La consideración del cambio revela que el par potencia-acto aparece en dos
niveles de la realidad:
1. Cambio que crea una nueva realidad: Aquí, el par potencia-acto está constituido
por la materia prima y la forma substancial.
2. Cambio que mantiene la misma realidad: Aquí, el par está constituido por la
substancia y los accidentes.
● No se puede identificar potencia con materia prima: toda materia prima es potencia,
pero no toda potencia es materia prima.
● La materia prima siempre está actuada por algún acto formal substancial, por lo que
no existe la materia prima pura, sino que es siempre parte de un ente concreto
material.
Cuarto:
Incluso en los seres inmateriales (ángeles o espíritus puros), hay una composición de
potencia y acto, con la forma substancial y el ser.
El contacto de Santo Tomás de Aquino con las obras de Aristóteles lo llevó a afirmar que el
intelecto humano es como una "tabula rasa" al inicio, sin ideas innatas, y que adquiere
conocimiento a través de la inducción a partir de la experiencia. Aquino integró la actividad
inteligible con el obrar sensitivo, en consonancia con su doctrina de la unión substancial del
alma y el cuerpo. La intelección humana se produce mediante los sentidos, obteniendo
conocimientos universales y abstractos a partir de la percepción sensible, y refiriéndolos
luego a cosas concretas para alcanzar la "quididad" o naturaleza en la materia.
La cogitativa, también conocida como "razón particular", juega un papel crucial al conectar
el pensamiento abstracto con las experiencias singulares. Reconoce contenidos de valor,
juzga de los sensibles comunes y propios, y prepara imágenes para el conocimiento. Es el
puente entre el mundo sensible y el inteligente, participando de ambos.
c) Filosofía del obrar
En el análisis del obrar humano según Tomás de Aquino, la libertad se integra dentro del
orden creado por Dios. La libertad, entendida como la capacidad de la razón y la voluntad,
se desarrolla dentro del universo creado y está orientada hacia el bien. La moralidad, en
este contexto, se ve como una extensión de la creación, enmarcada en el gobierno divino.
La creación y la providencia de Dios no son actos sustancialmente diferentes, y en la ética
tomista, los conceptos clave son el fin y la ley eterna.
El fin, en la ética tomista, es central para la moralidad de los actos humanos. Cada acción,
orientada hacia un fin particular, requiere un fin último que dé sentido a los fines
particulares. Esta perspectiva concuerda con la visión tomista de la causalidad divina, que
opera primero a través de la causa eficiente y luego a través de la causa final.
Filosofía política
Según Tomás de Aquino, el arte, que es una creación del intelecto humano, imita a la
naturaleza, que es obra del intelecto divino. Ambos, el arte y la naturaleza, tienen un
carácter "razonable" y pueden considerarse como "todos" integrales compuestos de partes
jerárquicas. La naturaleza, en su totalidad, es un sistema organizado y jerárquico, mientras
que lo producido por el ser humano también forma un todo integral.
Tomás de Aquino sostiene que la política y la organización social deben reflejar este orden
natural. La causa última de todo, tanto en la naturaleza como en la creación humana, es
Dios. Por lo tanto, la estructura política ideal es aquella que imita la jerarquía y el orden del
mundo natural. Un orden social y político perfecto se asemejará al orden natural en su
estructura y organización, siendo un todo orgánico en el que cada individuo ocupa su lugar
según una jerarquía adecuada.
El despertar de la modernidad
Después del siglo XIII, Europa entró en una fase de estancamiento caracterizada por una
crisis bajomedieval. Las principales causas incluyeron epidemias de peste (1348-1353 y a
partir de 1361), malas cosechas desde 1331, la Guerra de los Cien Años (1337-1453) y el
traslado del papado a Aviñón (1309-1377), conocido como la cautividad de Babilonia. La
situación se agravó con el Cisma de Occidente (1378), que dividió Europa en dos
obediencias papales, la romana y la aviñonesa, resolviéndose en el Concilio de Constanza
(1414-1418).
Las relaciones entre el papa y el rey de Francia no mejoraron tras el conflicto entre Felipe IV
y el Papa Bonifacio VIII, lo que llevó al traslado del papado a Aviñón. Las tensiones
continuaron bajo los reyes capetos y los Valois, afectando la independencia papal. En la
segunda mitad del siglo XIV, surgieron tendencias hacia las iglesias anglicana y galicana en
Francia e Inglaterra, y un creciente "espíritu laico" se apoderó de Europa.
En el ámbito cultural, Italia vio el surgimiento del humanismo pre-renacentista con figuras
como Francesco Petrarca y Giovanni Boccaccio. En ciencia, se destacaron la lógica, la
física (con centros en París y Oxford) y la ética, con avances en voluntarismo moral y
determinismo divino. En metafísica, se desarrolló un criticismo que sentó las bases del
criticismo moderno, con un enfoque en simplificar la estructura metafísica y cuestionar la
individuación de los seres.
A comienzos del siglo XIV, surgió una corriente místico-especulativa influenciada por el
neoplatonismo y el tomismo lógico, con el Maestro Eckhart como figura principal. Esta
corriente, impulsada por la polémica sobre la univocidad del ente, se considera precursor
del idealismo hegeliano y el inicio de una nueva era filosófica.
Sin embargo, lo más representativo del siglo XIV fue el nominalismo. Este se distinguió por
la radicalidad precrítica de Juan Duns Escoto, quien diferenciaba entre conocimiento
abstractivo e intuición intelectual y reaccionó contra el formalismo excesivo. El nominalismo
también destacó por su concepción particular de la categoría "relación" (esse ad aliud).
Joaquín Lomba Fuentes identifica cuatro características del nominalismo del siglo XIV:
Ockham menciona dos tipos de conocimiento abstractivo: del singular (que acompaña a la
intuición) y del universal (que permite conocer muchos objetos sin centrarse en uno
específico). Su visión es innovadora frente a la psicología y gnoseología aristotélica y
agustiniana.
Conclusiones de su teoría:
1. La doctrina sobre las ideas divinas es superflua, ya que la voluntad divina no está reglada
por nada, ni siquiera por su conformación con la esencia divina; el principal atributo de Dios
es la omnipotencia.
2. No se pueden deducir leyes generales del comportamiento de las cosas o de Dios, ya
que no hay contradicción en el hacer divino, que no es nada fuera de la mente.
3. El conocimiento de la realidad es cuestionado y debe refugiarse en la noticia que Dios
ofrece, diluyendo la filosofía en el conocimiento teológico.
4. El único saber natural cierto es la lógica, entendida como el estudio de las palabras en
proposiciones.
5. Los universales se reducen a individuos que convienen entre sí, expresados por términos
que representan individuos en proposiciones.
La "suppositio"
Ockham sostiene que no hay naturalezas universales, solo cosas individuales, por lo que
los términos solo pueden referirse a estas. Según su semántica, los términos adquieren
significado en el contexto de proposiciones, donde actúan como "suplentes" de las cosas.
Este concepto se llama "suppositio" y se refiere a la dimensión semántica de los términos
en las proposiciones.
Ockham tenía dudas sobre la suposición simple, ya que los conceptos solo existen en la
mente. Resolvió esto diciendo que en la suposición simple, el término representa el
concepto como una creación mental.
El conocimiento de Dios
Los conceptos unívocos a Dios y a las cosas pertenecen al tercer tipo, indicando que Dios y
las criaturas no tienen nada en común, pero pueden ser predicados por conceptos que
expresan su profunda desemejanza, como el concepto de "ente". Así, los conceptos de Dios
solo muestran que Dios no es como las criaturas, careciendo de contenido positivo.
Esta perspectiva inició un fenómeno histórico que, desde la idea de Dios como "totalmente
Otro" (Nicolás de Cusa), culminó en el agnosticismo ilustrado del siglo XVIII.
Ética
Duns Escoto había concluido que la voluntad divina está limitada solo por el principio de no
contradicción, y que la ética se fundamenta en la voluntad de Dios, con las cosas siendo
buenas porque Dios así lo quiere. Sin embargo, para Escoto, toda la ley moral dependía del
puro querer de Dios, excepto los dos primeros mandamientos que se refieren a Dios mismo.
Guillermo de Ockham fue más radical, afirmando que la voluntad divina no está
condicionada ni siquiera por el principio de no contradicción, lo que implica que Dios podría
haber ordenado odiarlo y hacer que eso fuera bueno. Según Ockham, la bondad o malicia
de las acciones humanas radica exclusivamente en la obediencia o desobediencia a la
voluntad divina pura, independientemente de su intelecto y Ser. Por tanto, los actos
humanos no son intrínsecamente buenos o malos; no hay acciones en sí buenas, malas o
meritorias, y Dios podría condenar a los inocentes y salvar a los culpables.
Filosofía política
El Breviloquium se divide en seis libros, siendo el quinto y el sexto los más relevantes. En
el quinto libro, Ockham discute el pasaje de las dos espadas en Lucas 22:38. Afirma que la
Sagrada Escritura es la principal fuente de revelación y rechaza la interpretación mística de
las espadas como poderes temporal y espiritual. Propone interpretaciones alternativas,
como la representación del Antiguo y Nuevo Testamento, pero no necesariamente en un
sentido filosófico-político.
Para entender mejor su opinión sobre la alegoría de las dos espadas y la Donatio
Constantini, es útil consultar el Dialogus, donde Ockham aborda estos temas en el
contexto de la translatio imperii. En el Dialogus, Ockham sostiene que solo el pueblo
romano podía transferir la potestas al papa, y no el emperador, lo que invalida la donatio.
Señala que el papa puede recibir competencias relacionadas con el gobierno espiritual, pero
no con asuntos temporales.
Esta postura se repite en las Octo quaestiones de potestate papae, donde Ockham
afirma que al papa le competen todas las cuestiones relacionadas con el culto a Dios y la
estabilidad de los cristianos.
Marsilio de Padua y Guillermo de Ockham fueron defensores del emperador frente a las
pretensiones papales. A finales del siglo XII, los curialistas sostenían que la Donatio
Constantini era una restitución al papa de un poder que le correspondía por derecho
divino. Afirmaban que el papa tenía dos espadas (espiritual y temporal), y aunque había
entregado la temporal, podía recuperarla en casos de pecado.
En resumen, Ockham no niega la institución divina del papado ni su derecho a regir asuntos
espirituales, pero se opone a las pretensiones de la curia aviñonesa de intervenir en
asuntos temporales, especialmente en el imperium. Propone una coordinación y
cooperación entre el poder espiritual del papa y el poder temporal del emperador, sin
subordinar uno al otro, salvo en circunstancias excepcionales.
Ockham promovió la idea de que solo son cognoscibles los singulares y cuestionó el
principio de contradicción, dándole primacía al principio de identidad. También debilitó el
principio de causalidad y afirmó que las leyes universales se determinan a partir de
observaciones particulares. Este enfoque benefició el conocimiento experimental de la
naturaleza, pero perjudicó a las ciencias que trascienden la experiencia sensible, como la
Metafísica y la Teología.