NOAROCAP6
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La capacidad de resistencia de Montoneros y del ERP, de los partidos de extrema izquierda y de los
sindicatos se agotó y sus estructuras colapsaron. Las guerrillas buscaron mantenerse activas mediante
atentados y ataques y esta renuencia a replegarse le facilitó las cosas a la represión. El ERP decidió
replegarse recién en mayo de 1977 (máximos dirigentes ya muertos). Poco después se disolvió. En
cambio, los líderes montoneros en el exilio intentaron una contraofensiva en 1979. La operación terminó
con el secuestro de varios mientras intentaban volver al país. La crisis de la organización se agravó por los
rumores sobre contactos de sus líderes con Massera, quien mantenía con vida a rehenes para que lo
ayudaran a hacer lo que ellos y sus jefes ya habían intentado: adueñarse de la conducción del peronismo.
Al ocultar los crímenes o atribuirlos a bandas fuera del control del gobierno la junta esperaba evitar las
críticas internacionales por la violación de los derechos humanos, como las que estaba recibiendo de los
EEUU y Europa el régimen de Pinochet. Los militares argentinos no se tomaban muy en serio el interés de
los países centrales por los derechos humanos en el Tercer Mundo: 1) Porque habían aprendido de
instructores de esos países la importancia de combatir la amenaza comunista y las técnicas de represión.
2) Porque lo consideraban una muestra superficial de los "pruritos liberales" que debilitaban las
democracias occidentales frente al enemigo y que terminarían una vez demostrada la eficacia del método.
No advertían que la defensa de los derechos humanos era más que una "moda": era un giro en el modo en
que EEUU y las potencias occidentales encaraban su disputa con el bloque soviético luego de los fracasos
de Vietnam y Argelia. Para cambiar su suerte, Occidente debía recuperar su "superioridad moral" sobre los
regímenes comunistas y ello exigía demostrar que la democracia y el estado de derecho estaban de su
lado. 3) Los militares tampoco vieron que la aplicación de esos métodos en un país con un nivel
considerable de desarrollo sería difícil de ocultar. 4) Ni vieron que Argentina era poco importante en
términos estratégicos en el combate al socialismo y que pocos creían que fuera posible aquí una
revolución socialista
La diplomacia de EEUU pronto pasó del "apoyo a distancia" a la crítica activa de la Junta Militar. En 1976
el presidente era el republicano Gerald Ford y el secretario de Estado Henry Kissinger, un feroz
anticomunista que había promovido el golpe de Pinochet. Por las críticas que por aquello les cayeron, sus
colaboradores lo convencieron de que no repitiera la historia en Argentina. Con Carter el caso argentino
pasó a ser el contraejemplo de lo que se había hecho en Chile en 1973: la encargada de DDHH del
Departamento de Estado, Patricia Derian, visitó 3 veces el país para comprobar la gravedad de la situación
y advertir a la Junta que, con los datos con que contaban, bastaba para considerarlos "violadores
sistemáticos” y aplicarles sanciones, que pronto se hicieron efectivas: reducción o suspensión de la ayuda
militar, rechazo a la solicitud de créditos y votaciones en la ONU que colocaron al gobierno argentino en
una situación similar a la de Cuba y la URSS (países que apoyaron a la Junta en esas votaciones,
superando el abismo ideológico que los separaba, pues también estaban acusados de ser "violadores
sistemáticos”).
Si bien estas críticas fueron rechazadas por los mandos militares, generaron disidencias entre ellos, que
sacaron a la luz los problemas de diseño institucional del Proceso: 1) La militarización de la administración
con distribución equitativa y dispersa de cargos entre oficiales de las tres fuerzas (dos ministerios a cada
fuerza, salvo Economía y Educación, asignados a civiles, y cada una nombró funcionarios subalternos en
los ministerios encabezados por las otras; igual criterio se aplicó en los canales de televisión, radios,
sindicatos, obras sociales y empresas públicas, en tanto la mitad de las gobernaciones quedó para el
Ejército y el resto se dividió entre la Armada y la Aeronáutica), y la intervención de la Junta en todos los
asuntos que considerara fundamentales y en la aprobación de la legislación, utilizando la regla de
unanimidad, complicaron la resolución de asuntos donde hubiera disenso. 2) Los mandatos de tres años
establecidos para los comandantes, presidente y otros cargos, y los procesos "electivos" para sus
reemplazos, convirtieron en regla el asambleísmo, por lo que la cadena de mandos funcionaba “de abajo
hacia arriba”. A través de esos mecanismos, los militares del Proceso creían poder evitar que sus
funcionarios priorizaran los intereses personales a los institucionales. Aunque, además la presidencia,
Videla mantendría la jefatura del Ejército, su control de la tropa era relativo, circunstancia que Massera
aprovechó para atraer parte del generalato para desplazarlo del poder. El Proceso desplegó un peculiar
despotismo qué, a la vez que concentraba poder en las FFAA, disminuía su capacidad de decidir y
ejecutar políticas, de modo que debilitaba las jerarquías y la propia unidad del aparato estatal. El resultado
fue un monstruo de muchas cabezas, propenso a actuar sin control como a quedar inmovilizado por
instancias de bloqueo interno.
En la política exterior se plantearon tres posiciones al respecto:1) Videla y su segundo en el Ejército,
Roberto Viola, los "occidentalistas” buscaban aliarse a EEUU para apoyo político y financiero necesario
para la reinserción en los mercados mundiales. A sus ojos, revertir la decadencia exigía terminar con
décadas de aislamiento. Para Videla en particular, contar con este apoyo era esencial para neutralizar los
planes que tejían Massera y generales para desestabilizarlo. 2) Con amplios apoyos en el generalato,
promovía un "regionalismo defensivo" ante la amenaza comunista, apuntaba a aprovechar la presencia en
la región de otros regímenes militares para concretar la "zona de influencia argentina" que haría
contrapeso a EEUU. Con ese fin se promovió una regionalización de la represión. El plan Cóndor, que
incluyó la coordinación con los servicios de inteligencia de Chile, Perú, Bolivia, Paraguay, Uruguay y Brasil
para secuestrar a exiliados de esos países en la Argentina o a argentinos en esos países, fue el resultado
de esta peculiar versión del "latinoamericanismo". 3) Los sectores nacionalistas de las tres fuerzas, y en
particular el jefe de la Armada, impulsaban un "aislacionismo guerrero" que consistía en integrar el plan
represivo a una estrategia más amplia de uso de la fuerza para resolver conflictos donde la diplomacia
había probado ser insuficiente: los diferendos limítrofes con Chile y la disputa por Malvinas con Reino
Unido. Así el Proceso podría conquistar un respaldo de masas perdurable que haría innecesario el apoyo
externo. Extender la guerra antisubversiva era parte de este recetario, hasta el extremo de usar sus
métodos para resolver problemas internos del régimen: fue así que Massera, aliado con el general Carlos
Suárez Mason, organizó atentados contra funcionarios de Videla y políticos afines. La desaparición del
embajador argentino en Venezuela, el radical Héctor Hidalgo Solá, en julio de 1977, fue el caso más
resonante. Alfredo Bravo, dirigente socialista del gremio docente carente de filiación revolucionaria, cuya
desaparición repercutió en la prensa internacional justo cuando el presidente de facto lograba que Carter
lo recibiera para intentar un acuerdo entre ambos gobiernos.
Los conflictos entre estas tres posturas tuvieron manifestaciones públicas. En algunos casos, el bloqueo
mutuo permitió frenar cursos de acción destructivos. Eso fue lo que sucedió con la disputa por el Canal de
Beagle, en diciembre de 1978: el generalato y Massera lograron imponer la “opción militar”, y el ataque a
Chile estaba ya iniciándose cuando Videla, escudándose en la presión de EEUU y del Vaticano, logró que
se reabrieran las negociaciones con la mediación del Papa. En otras ocasiones el efecto fue el desgaste
del régimen, como ocurrió con la larga tratativa para autorizar una inspección de la Comisión
Interamericana de Derechos Humanos en el país, negociación desde 1977 hasta 1979. Todos estos fueron
de gran importancia para la suerte del Proceso y revelaron su condición más profunda: por sus
características como por la inédita debilidad y docilidad de la sociedad argentina, la dictadura sólo hallaba
freno a sus desvaríos y atropellos en poderes externos. Algo que quedaría trágicamente demostrado en
1982.
2. La "paz procesista" y sus efectos sobre una sociedad en rápida mutación:
La debilidad y la docilidad de una sociedad hasta poco antes efervescente e ingobernable puede
explicarse por la conjunción del frenesí de violencia e inflación entre 1974 y 1976 y por su lógica
consecuencia: la renuncia de los actores sociales al ejercicio de su soberanía, e incluso apoyar lo que sea
necesario hacer para "corregirlos". El acompañamiento civil al método represivo, de la dirigencia política,
empresarial y religiosa e incluso la judicatura, los medios de comunicación y buena parte del sindicalismo
fueron al menos comprensivos ante las crueldades de la "guerra”.
La dirigencia política aceptó que durante un tiempo no correspondía "hacer política" y guardó silencio. Era
una guerra iniciada por la "subversión" en la que estaba en juego la existencia misma de la nación, por lo
que no cabían críticas morales ni jurídicas. Y no había que explicar qué era lo que se apoyaba, dado que
podía aducirse que no se sabía con precisión lo que sucedía. Se estableció así un pacto de silencio entre
el régimen de facto y la sociedad. Mantener la "apariencia" de una guerra en las calles también resultó útil
en este sentido. Durante 1976 uno de los recursos más utilizados para eliminar los cuerpos fue simular
enfrentamientos, como "muertos en combate". Recién en 1977 empezaron a ocultarse sistemáticamente
arrojándolos al Río de la Plata y al mar, o enterrándolos en tumbas NN. Porque, a partir de entonces, los
militares quisieron demostrar que habían "ganado la guerra". Los medios de comunicación tenían la
creencia de que los militares esta vez lograrían sus objetivos, que no habría vuelta atrás y que por lo tanto
convenía colaborar con ellos. Ello permitió movilizar los sentimientos nacionalistas heridos por sucesivas
frustraciones. El régimen contestó las críticas externas denunciando una "campaña antiargentina”, lo que
probaba que el comunismo los había penetrado. La "contracampaña" tendría gran éxito y eco en la prensa
y la opinión pública locales hasta 1980.
La recuperación de la "tranquilidad cotidiana" hizo que los actores políticos se acomodaran al escenario
creado por los "logros" del Proceso. Después del silencio inicial, se popularizaron expresiones como “por
algo será” y "algo habrán hecho" para justificar los secuestros. Concluida la emergencia, el gobierno de
facto pudo ofrecer un orden que incluía valiosos "premios": 1) La normalidad cotidiana, ausente durante
años, e incluso ciertas libertades y oportunidades de progreso personal. En 1978 comenzaron a regresar
al país muchos artistas que se habían exiliado, muchos perseguidos por la Triple A. 2) Las clases medias y
altas disfrutaron de una nueva ola de modernización del consumo facilitada por la apertura comercial y el
dólar barato. 3) El más sintomático de estos "premios” fue el Mundial de Fútbol del 78. "La campaña
antiargentina" demostró toda su eficacia durante el Mundial. Los periodistas extranjeros registraron el
apoyo al régimen y el aislamiento que padecían las familias de los desaparecidos. Muchos intelectuales,
artistas y políticos festejaran e incluso le reconocieran a la Junta el mérito de haber hecho posible "la fiesta
de todos”.
Los ánimos más virulentos dentro de esta "paz procesista" eran de quienes compartían el programa
disciplinador, como la jerarquía católica. A mediados de 1976 fueron asesinados varios sacerdotes y
seminaristas, la jerarquía eclesiástica guardó silencio. Pero a comienzos de 1977 desaparecieron una
decena de curas y monjas, e impulsada desde afuera (desde el Vaticano), la Conferencia Episcopal pidió
moderación. Pero el pedido provocó una dura respuesta oficial y no se repitió. Algo semejante sucedió en
la elite empresarial. La heterogeneidad se fue por la unificación que dieron los planteos
contrarrevolucionarios. Cuando José Alfredo Martínez de Hoz, integrante de una de las familias más
aristocráticas del país, presidente del ortodoxo Consejo Empresario Argentino, fue convocado para
formular el programa económico del Proceso poco antes del golpe, esos planteos fueron la base del
acuerdo. Interesados sobre todo en el orden y la autoridad, dejaron de lado las dudas sobre ciertos
aspectos de la estrategia económica.
Economía:
La devaluación y el congelamiento de las paritarias constituían una estrategia habitual para este tipo de
gobiernos y situaciones de crisis. Y se justificaban más que nunca debido al riesgo de hiperinflación que
rodeó al golpe. Pero luego se les sumaron medidas nunca antes intentadas: la liberación de los precios
junto con el congelamiento de los salarios (caída del 40% en su poder de compra), una nueva ley de
contratos de trabajo y proyectos para reducir al mínimo el poder sindical, una baja en las barreras
comerciales que por décadas habían protegido a la industria nacional, y el drástico recorte de gastos en
educación, salud, previsión y asistencia social.
Todo ello fue facilitado por la masiva presencia del terror en los lugares de trabajo: la represión ilegal se
ensañó con las bases sindicales. En algunas grandes firmas (Somisa, Acindar, Ford) se llegó a la
ocupación militar de las plantas y la creación de centros de detención en ellas; las comisiones internas de
empresas como Mercedes-Benz, Chrysler, Fiat y Swift desaparecieron casi en su totalidad. También
ayudó la extensa represión legal, que afectó al conjunto de los sindicalistas y activistas sectoriales. Cientos
de gremialistas fueron detenidos junto a muchos ex funcionarios peronistas (incluida la propia Isabel
Perón, que sería enviada al exilio recién en 1.981). Fueron intervenidos los más importantes sindicatos y la
CGT, y se prohibieron las huelgas. Los demás gremios fueron suspendidos. La CGE, en cambio, fue
disuelta. Los militares del Proceso no estaban dispuestos a repetir el error de la Libertadora: sabían que,
de eliminar a esa dirigencia moderada y tradicional, corrían el riesgo de fomentar otra de base más
combativa. Pero le dejaron en claro a sus integrantes que, para tener algún rol en el futuro, debían aceptar
sus condiciones.
La política económica fue también objeto de fuertes debates. Los militares habían aceptado el ajuste inicial
pero no que se afectara el nivel de empleo, temiendo que la desocupación hiciera reverdecer las protestas.
Liendo se opuso también a una reducción de la plantilla del sector público. Tampoco se aceptó la
reducción del gasto público excepto en los rubros sociales (Educación y Salud se transfirieron a las
provincias) ni el ataque a las "vacas sagradas" del modelo económico estatista y regulado, como las
empresas públicas (que Martínez de Hoz propuso, sin éxito, privatizar) y los sectores industriales
"nacionales" estratégicos (el automotriz). Mientras algunos occidentalistas como Videla apoyaban a
Martínez de Hoz, otros miembros de este sector, como Viola, lo rechazaban, coincidiendo con Massera
pero no con sus aliados. Se bloqueaban así unos a otros.
El mismo ministro era ambiguo en muchos terrenos. Tenía todavía en mente la idea desarrollista de sumar
sectores de la industria básica en los que el país pudiera ser competitivo y para eso otorgó generosos
subsidios a empresas de papel, aluminio, cemento y petroquímica. Su resignación en el tema de las
privatizaciones obedeció no sólo a las resistencias de los cuarteles sino también de los colegas
empresarios que recibían de esas empresas insumos subvaluados y contratos sobrevaluados. Economía
utilizó créditos externos, obtenidos gracias a sus fluidos contactos financieros y a la disponibilidad
internacional de recursos a baja tasa de interés, para financiar los objetivos contradictorios del régimen y
solventar una inversión pública récord que fue destinada a obras públicas (autopistas, estadios
mundialistas, represas) y compras militares (el rearme con vistas a aventuras bélicas consumió más de 15
000 millones de usd). Martínez de Hoz estimó que esas tasas de interés seguirían bajas por largo tiempo y
que no habría problema para pagar los intereses. Mientras tanto, obtuvo la aprobación de los uniformados
para otras medidas que apuntaban a combatir la inflación y liquidar el modelo económico protegido y
regulado: la reforma financiera en 1977 liberalizó las tasas de interés domésticas para terminar con los
créditos subsidiados y crear un mercado de capitales conectado a los circuitos financieros internacionales;
mayor apertura comercial para que la competencia externa forzara a los empresarios a invertir y ajustar
sus costos; y la que sería la pieza clave, la tablita cambiaria que establecía un ritmo decreciente de
devaluación del peso frente al dólar, para exponer los precios internos al corsé de los internacionales y así
liquidar las actividades ineficientes (que el modelo de ISI había mantenido artificialmente en pie) y los
mecanismos inflacionarios. Esta política permitiría, desde mediados de 1978 y hasta principios de 1980, un
rápido incremento del consumo y del nivel de actividad, porque si bien algunos sectores industriales
resultaran perjudicados, hubo otros, en especial los servicios y la importación, que crecieron.
Gracias a esta expansión, la persistencia de la inflación pasó inadvertida, y por lo tanto se acumularía un
fenomenal retraso cambiario mientras el déficit comercial y los compromisos financieros con el exterior
crecían exponencialmente. La "plata dulce" financiada con deuda externa dio beneficios concentrados: los
contratistas de obras públicas, los inversores en las nuevas áreas subsidiadas y los bancos que tomaban
créditos externos o depósitos internos para adquirir empresas conformaron, en poco tiempo, nuevos y
poderosos "grupos económicos", que desplazaron a las multinacionales y sustituyeron en el vértice de la
gran burguesía a los grupos más tradicionales, asentados en la producción agropecuaria y la industria
sustitutiva. Los grupos económicos, por su parte, privilegiaron la acumulación financiera, utilizando bancos
propios o asociados. Se introdujeron rasgos novedosos: el desinterés por las actividades productivas
dirigidas al mercado interno e intensivas en mano de obra; y la distancia con respecto a las entidades
tradicionales del empresariado, negociaban directamente con los ministros y militares. Los nuevos grupos
financieros no creyeron que su tablita fuera capaz de derrotar la inflación y se prepararon para dolarizar
sus activos y fugar sus ganancias cuando fuera necesario.
Mientras tanto, el Proceso continuaba avanzando en la destrucción de los pilares del antiguo orden que
aseguraban la integración y movilización de los sectores subalternos y él igualitarismo de la sociedad. Y
así las clases superiores se cohesionaron en torno a un proyecto político en el que creían ver soluciones,
mientras las populares se dispersaban y fracturaban, carentes de horizontes y de organizaciones que las
coordinaran. Esto produjo una acelerada desigualación de condiciones. Un sector del sindicalismo se
inclinó por las posiciones dialoguistas tanto frente al régimen militar como al empresariado. En efecto, los
grandes gremios de servicios, y algunos de industrias básicas con posibilidades de exportar,
comprendieron que los empresarios habían ganado la partida, y aceptaron que lo único que podía hacerse
era sellar con ellos algún tipo de "pacto productivo" para que invirtieran y para que la futura expansión en
algún momento permitiera recuperar parte de lo perdido en salarios y derechos laborales. Jorge Triaca,
gremio del plástico, fue el más referente y activo promotor del abandono de las tácticas vandoristas
tradicionales de "golpear y negociar”.
3. Unas pocas expresiones de resistencia:
El hecho de que los disensos económicos sólo se toleraban cuando provenían de voces internas del
régimen, o de quienes respetaban su orden político, quedó de manifiesto cuando un sector de los gremios,
autodenominado "Comisión de los 25", convocó a una huelga general en abril de 1979, y el gobierno
reaccionó con dureza. Aunque no hubo más muestras de resistencia nacional durante los siguientes dos
años, ellas persistieron en el ámbito de las empresas, protagonizadas por comisiones internas. También
en el terreno de los medios de comunicación se comprobó que la "paz procesista" no suponía un
relajamiento definitivo del terror. El caso de La Opinión así lo demuestra: dirigido por Jacobo Timerrnan.
Sus críticas a Martínez de Hoz fueron toleradas. Pero cuando en 1977 comenzó a objetar también la
represión ilegal y la cerrazón política del régimen, todo cambió. Varios de sus periodistas e incluso el
propio Timerman fueron secuestrados, el diario, intervenido y convertido en órgano del Ejército. Con el
mismo difuso criterio hubo cierta tolerancia en el teatro, mucha menos en el cine y prácticamente ninguna
en la televisión, controlada férreamente desde el estado para asegurar su total despolitización y banalidad.
La única excepción significativa al debilitamiento de la capacidad de resistencia de la sociedad, aunque
muy acotada en su impacto público al menos hasta 1980, fueron los organismos de derechos humanos,
entre los que se destacaron tempranamente las Madres de Plaza de Mayo. En abril de 1977 un grupo de
madres de desaparecidos comenzó a reunirse en la Plaza de Mayo para acudir al Ministerio del Interior en
procura de información. Ante las amenazas de la policía de detenerlas si realizaban una reunión pública,
decidieron caminar alrededor de la Pirámide a metros de la Casa de Gobierno. Así nacieron las rondas de
los jueves, con cientos de familiares de desaparecidos. Poco después hicieron su primera denuncia
internacional a través de una carta al Congreso de los Estados Unidos. El régimen reaccionó brutalmente
ante este desafió. A fines de 1977 el núcleo fundador de las Madres, incluida su presidenta Azucena
Villaflor de Vicenti, fue secuestrado. Pero eso no bastó para detenerlas; lideradas por Renée Epelbaum y
Hebe de Bonafini, siguieron sumando activistas.
Surgieron además otros organismos: la Comisión de Familiares de Detenidos y Desaparecidos por
Razones Políticas y las Abuelas de Plaza de Mayo, que buscaban bebés y niños secuestrados junto a sus
padres y luego entregados irregularmente en adopción a otras familias. El Centro de Estudios Legales y
Sociales, que reunía a abogados especializados en presentar habeas corpus por los desaparecidos, y la
Asamblea Permanente por los Derechos Humanos, una entidad que databa de los tiempos de la triple A y
reunía a religiosos de distintas confesiones, personalidades públicas y dirigentes políticos que se atrevían
a desafiar las fronteras impuestas por el Proceso (en el directorio figuraban Raúl Alfonsín, líder de un
sector minoritario de la UCR, los socialistas Alfredo Bravo y Alicia Moreau de Justo, y los obispos Miguel
Hesayne y Jaime de Nevares). Eran muy pocos los que se atrevían a dar ese paso, como asimismo los
que disentían de la opinión (difundida por el régimen) de que los organismos de solidaridad eran la
fachada que usaba la subversión para llevar su guerra contra la junta al terreno internacional. Dado el
aislamiento que padecían frente a la opinión pública, el apoyo externo era en efecto esencial para la
supervivencia de esos organismos. Cabe destacar el rol de organizaciones no gubernamentales como
Amnesty International, de partidos y gobiernos socialdemócratas europeos, en particular el sueco, y de
funcionarios de la embajada de EEUU que reunieron información sobre los desaparecidos, transmitirla al
Departamento de Estado y presionar para que se extendieran las sanciones financieras y militares hasta
que la Junta detenga la maquinaria del tenor.