Adolphe

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«El amor crea un pasado como por encantamiento y nos rodea de él.

Nos da,
por así decirlo, la conciencia de haber vivido durante años con un ser que no
hace mucho nos resultaba casi extraño. El amor es sólo un punto luminoso, y
sin embargo parece apoderarse del tiempo. Hace unos días no existía,
pronto dejará de existir; pero mientras existe expande su luz tanto sobre la
época que lo ha precedido como sobre la que debe seguirlo».

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Benjamin Constant

Adolphe
Historia hallada entre los papeles de un desconocido

ePub r1.0
IbnKhaldun 19.10.15

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Título original: Adolphe
Benjamin Constant, 1816
Traducción: Marta Hernández

Editor digital: IbnKhaldun


ePub base r1.2

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Prólogo

a la segunda edición, o ensayo sobre el carácter y el


resultado moral de la obra

Puesto que el éxito de esta obra menor requiere una segunda edición, aprovecho la
ocasión para añadir algunas reflexiones sobre el carácter y la moralidad de una
historia a la que la atención del público ha dado un valor que estaba lejos de mi
intención otorgarle.
Ya protesté contra las alusiones que una malignidad que aspira al mérito de la
perspicacia creyó, por absurdas conjeturas, encontrar aquí. Si yo hubiera dado pie a
tales interpretaciones, si hubiera en mi libro una sola frase que pudiera autorizarlas,
me consideraría digno de la crítica más rigurosa.
Sin embargo, esas supuestas semejanzas son, afortunadamente, lo bastante vagas
y desprovistas de veracidad para tomarlas en serio. Por otra parte, no han salido de
lo que conocemos como sociedad. Son obra de aquellos que no son admitidos en
nuestro mundo y lo observan desde fuera, llenos de curiosidad malsana y vanidad
herida, e intentan encontrar o causar escándalo en una esfera que está por encima
de ellos.
El escándalo cae tan rápidamente en el olvido que puede que me equivoque al
mencionarlo. Pero me llevé una sorpresa tan desagradable que me siento obligado a
insistir en que ninguno de los personajes retratados en Adolphe tiene relación
alguna con los individuos a los que conozco, que no he querido describir a ninguno
de ellos, ni amigo ni indiferente, puesto que me siento ligado, incluso con estos
últimos, por el compromiso tácito de respeto y discreción recíprocos sobre el que
descansa la sociedad.
Por lo demás, escritores más conocidos que yo han corrido la misma suerte. Se
ha pretendido que el señor de Chateaubriand se describió a sí mismo en René; y se
ha sospechado que la mujer más espiritual, la mejor de nuestro siglo, Madame de
Staël, no sólo se describió en Delphine y Corinne, sino que trazó en estas obras
retratos poco favorecedores de algunos de sus conocidos; estas imputaciones no
tienen ninguna base; el genio que creó Corinne no tenía ninguna necesidad de
recurrir a la maldad, y cualquier perfidia social es incompatible con el carácter de
Madame de Staël, tan noble, tan valiente si es perseguido, tan fiel en la amistad, tan
generoso en la entrega.
La manía de identificar en las obras de la imaginación a los individuos con los
que nos cruzamos en sociedad es una verdadera plaga para estas obras. Las
degrada, les da una dirección equivocada, destruye su interés y reduce a la nada su

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utilidad. Buscar alusiones en una novela es preferir los enredos a la naturalidad y
sustituir el estudio del corazón humano por el cotilleo.
Me parece, lo confieso, que es posible hallar en Adolphe un objetivo más útil y, si
se me permite decirlo, más elevado.
No he querido limitarme a mostrar el peligro que suponen los lazos irregulares,
que suelen atarnos más en la medida en que nos creemos más libres. No era esta mi
idea principal, aunque esa demostración bien hubiera podido ser de utilidad.
Independientemente de la existencia de esas relaciones, que la sociedad tolera y
condena, hay en la simple costumbre de recurrir al lenguaje del amor y de permitirse
o hacer nacer en los demás emociones sentimentales pasajeras, un peligro que hasta
hoy no ha sido considerado como merecía. Tomamos un camino que no podríamos
decir adónde lleva, no sabemos qué inspiraremos, ni qué nos exponemos a
experimentar. Por divertirnos damos golpes cuya fuerza no calculamos, ni tampoco
su reacción sobre nosotros mismos; y la herida que parecía superficial puede ser
incurable.
Las mujeres coquetas hacen desde luego bastante daño, aunque los hombres, más
fuertes, más alejados del sentimiento por ocupaciones imperiosas, y destinados a ser
el centro de lo que los rodea, no tengan en la misma medida que las mujeres la noble
y peligrosa facultad de vivir en otro y para otro. ¡Y hasta qué punto un galanteo, que
a primera vista podría considerarse frívolo, se hace cruel cuando implica a unos
seres débiles que no tienen vida real fuera del corazón, ni otro interés profundo que
el afecto, desprovistos de actividad que los ocupe y de carrera que los dirija,
confiados por naturaleza, crédulos a causa de una vanidad excusable, que sienten
que la única razón de su existencia es entregarse a un protector sin reservas, y que se
ven arrastrados una y otra vez a confundir la necesidad de apoyo con la necesidad
de amor!
No me refiero al seguro infortunio que resulta de romper esas relaciones
irregulares, al trastorno de las situaciones, al rigor de la opinión pública ni a la
malevolencia de esta sociedad implacable, que parece complacerse colocando a las
mujeres al borde del abismo para condenarlas si caen en él. Eso son sólo desgracias
corrientes. Me refiero al sufrimiento del corazón, al doloroso estupor de un alma
engañada, a su sorpresa cuando se da cuenta de que el abandono al que se había
entregado se convierte en agravio, y sus sacrificios en crímenes a los ojos del que los
recibía. Me refiero al horror que se apodera de ella al verse abandonada por aquel
que juraba protegerla; del recelo que sustituye a una tan plena confianza y que,
forzado a dirigirse contra el ser al que elevaba por encima de todo, llega a
extenderse al resto del mundo. Me refiero a la estima que se ve replegada sobre sí
misma y que no sabe dónde colocarse.
Tampoco a los hombres les resulta indiferente el daño que causan. Casi todos se
creen peores, más ligeros de lo que son. Creen que podrán romper con facilidad un
lazo que establecen con despreocupación. Vista de lejos, la imagen del dolor parece

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vaga y confusa, una nube que podrán atravesar sin esfuerzo. Una doctrina de
fatuidad, tradición funesta, que lega a la vanidad de las nuevas generaciones la
corrupción de las que han envejecido, una ironía que se ha hecho trivial, pero que
seduce al espíritu con textos picantes, como si los textos cambiaran el fondo de las
cosas; todo lo que oyen, en fin, y todo lo que dicen parece prepararlos contra las
lágrimas que aún no caen. Pero cuando esas lágrimas caen, resurge lo que es innato
en ellos, a pesar de la atmósfera facticia de que se habían rodeado. Sienten que un
ser que sufre por lo que ama es sagrado. Sienten que en su corazón, aunque creían
no haberlo mezclado en el asunto, se han hundido las raíces del sentimiento que han
inspirado, y si quieren dominar lo que llaman, por costumbre, debilidad, deben
descender hasta su miserable corazón para aplastar lo que en él hay de generoso,
destrozar lo que en él hay de fiel, matar lo que en él hay de bueno. Lo consiguen,
pero a costa de dar un golpe mortal a una parte de su alma, y acaban este trabajo
habiendo traicionado la confianza, desafiado la simpatía, abusado de la debilidad,
insultado la moral al convertirla en excusa para la dureza, profanado todas las
expresiones y pisoteado todos los sentimientos. Sobreviven de este modo a su mejor
naturaleza pervertidos por su victoria, o bien avergonzados de ella si no ha
conseguido pervertirlos.
Algunos me han preguntado qué habría debido hacer Adolphe para experimentar
y causar menos dolor. Ni su posición ni la de Ellénore tenían salida, y eso era
precisamente lo que yo quería. Lo mostré atormentado porque no amaba
intensamente a Ellénore: pero no lo habría estado menos si la hubiera amado más.
Su falta de sentimiento lo llevaba a sufrir a causa de ella: si su sentimiento hubiera
sido más apasionado, habría sufrido por ella. La sociedad, reprobadora y desdeñosa,
habría arrojado todo su veneno sobre un afecto que no habría sancionado con su
aceptación. No es precisamente iniciar ese tipo de relaciones lo que se necesita para
lograr la felicidad: cuando se ha entrado en este camino, lo único que cabe es
escoger el menor de los males.

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Prólogo

a la tercera edición

Después de algunas dudas, he consentido finalmente que se reimprimiera esta obrita,


publicada hace diez años. Si no hubiera estado casi seguro de que en Bélgica se
preparaba una edición no autorizada y de que esta, como la mayor parte de las que
difunden por Alemania e introducen en Francia los falsificadores belgas, se vería
engrosada por adiciones e interpolaciones en las que yo no habría intervenido, no
habría vuelto a preocuparme por esta historia, que escribí con el único objetivo de
convencer a un par de amigos, con los que me reuní en el campo, de la posibilidad de
dar cierto interés a una novela en que hubiera sólo dos personajes y en que la
situación fuera siempre la misma.
Cuando emprendí la tarea, quise desarrollar otras ideas que se me iban
ocurriendo y que me pareció que tendrían su utilidad. Quise describir el dolor que
lleva a experimentar incluso a los corazones áridos los sufrimientos que causan, y la
quimera que los lleva a creerse más despreocupados o más corruptos de lo que son.
En la distancia, la imagen del dolor que provocan aparece vaga y confusa, como una
nube que podrán atravesar con facilidad; los anima la aprobación de una sociedad
del todo facticia, que sustituye los principios por reglas y las emociones por
conveniencias, y que odia el escándalo por importuno, no por inmoral, puesto que
acoge sin demasiados problemas el vicio cuando no da lugar a escándalo; piensan
que los lazos que se forman sin reflexión se romperán sin dolor. Pero al ver la
angustia que resulta de esos lazos rotos, el dolorido estupor de un alma engañada, el
recelo que reemplaza a la completa confianza y que, forzado a dirigirse contra el ser
que consideraba aparte del resto del mundo, se extiende al mundo entero, la estima
que se repliega sobre sí misma y que ya no sabe dónde depositarse, se siente que hay
algo sagrado en un corazón que sufre porque ama; se descubre la profundidad de las
raíces de un afecto que se creía inspirar sin compartirlo: y si se supera lo que
llamamos debilidad, es a costa de destruir todo lo que uno tiene de generoso, de
destrozar todo lo que tiene de fiel, de sacrificar todo lo que tiene de noble y bueno.
Uno sale de esta victoria, que amigos y conocidos aplauden, habiendo dado un golpe
mortal a una parte de su alma, desafiado la simpatía, abusado de la debilidad,
ultrajado la moral al tomarla como pretexto para la dureza; y uno sobrevive a lo
mejor de su naturaleza avergonzado o pervertido por tan triste éxito.
Tal es el cuadro que quise trazar en Adolphe. No sé si lo habré conseguido; el
hecho de que casi todos aquellos de mis lectores con los que me he tropezado se
hayan reconocido en la situación del protagonista podría hacerme pensar que me
acerqué a la verdad. Es cierto que los remordimientos que mostraban por el dolor

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que habían causado dejaban adivinar una especie de fatua satisfacción; les gustaba
describirse como si, igual que Adolphe, hubieran sido perseguidos por el obstinado
afecto que habían inspirado, como si hubieran sido víctimas del amor inmenso que
alguien había concebido por ellos. Yo diría que la mayoría se calumniaban y que, si
su orgullo los hubiera dejado en paz, su conciencia habría podido descansar.
Sea como fuere, ahora me es bastante indiferente todo lo que tiene que ver con
Adolphe; no doy ningún valor a esta novela, y repito que al dejar que reaparezca
ante un público que seguramente la ha olvidado, si es que alguna vez llegó a
conocerla, mi única intención ha sido declarar que cualquier edición que contenga
algo distinto de la que ahora presento no procede de mí, y no me hago responsable
de ella.

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Nota del editor
Hace ya muchos años viajé por Italia. El desbordamiento del Neto me detuvo en un
albergue de Cerenza, un pequeño pueblo de Calabria; en el mismo albergue se
encontraba un extranjero que se había visto obligado a permanecer allí por el mismo
motivo. Era muy silencioso y parecía triste; no demostraba ninguna clase de
impaciencia. Puesto que era el único a quien podía dirigirme en aquel lugar, a veces
me quejaba a él del retraso de nuestra partida. «A mí me da igual —me respondía—
estar aquí o en otra parte». El posadero, que había hablado con un criado napolitano
que servía al extranjero sin saber su nombre, me dijo que no viajaba por curiosidad,
porque no visitaba las ruinas, ni los sitios, ni los monumentos, ni a los hombres. Leía
mucho, pero nunca muy seguido; al atardecer daba paseos, siempre solo, y a menudo
pasaba el día entero sentado e inmóvil, con la cabeza entre las manos.
En el momento en que las comunicaciones, una vez restablecidas, nos habrían
permitido partir, el extranjero cayó muy enfermo. La humanidad me impuso el deber
de prolongar mi estancia a su lado para ocuparme de él. En Cerenza había un médico
de pueblo; quise enviar a alguien a Cosenza a buscar una ayuda más eficaz. «No es
necesario —me dijo el extranjero—, este es el hombre que necesito». Tenía razón,
quizá más de la que él mismo pensaba, porque aquel hombre lo curó. «No os había
creído tan hábil», le dijo con algo de humor al despedirlo: después agradeció mis
cuidados y se marchó.
Unos meses más tarde recibí, estando en Nápoles, una carta del posadero de
Cerenza y una cajita que se había hallado en la carretera que va a Strongoli, que era la
que habíamos tomado el extranjero y yo, aunque por separado. El dueño del albergue
me la enviaba porque estaba casi seguro de que nos pertenecía a uno de los dos.
Contenía muchas cartas viejas, sin dirección o con la dirección y la firma borradas,
un retrato de mujer y un cuaderno en el que se explicaba la anécdota o historia que
puede leerse a continuación. El extranjero, a quien pertenecían esos efectos, no me
había facilitado cuando nos separamos medio alguno para escribirle; hacía diez años
que los conservaba, sin saber el uso que debía hacer de ellos, cuando al mencionar
por casualidad el asunto a algunas personas en una ciudad de Alemania, una de ellas
me rogó con insistencia que le confiara el manuscrito de que era depositario. Me lo
devolvió al cabo de ocho días, acompañado de una carta que he añadido al final de la
historia porque sería ininteligible si se leyera antes.
Esta carta me llevó a decidirme a la presente publicación, al darme la seguridad
de que al hacerlo no podía ofender ni comprometer a nadie. No he cambiado ni una
coma del original; ni siquiera tengo nada que ver con la supresión de los nombres
propios: estaban como aparecen aquí, sólo con las iniciales.

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Capítulo I
Había terminado, a los veintidós años, mis estudios en la Universidad de Gotinga. El
proyecto de mi padre, ministro del elector de ***, era que me dedicase a recorrer los
países más notables de Europa. Después me llamaría a su lado para hacerme entrar en
el departamento que él dirigía y prepararme para que un día ocupara su puesto. Los
resultados que había obtenido gracias a un esfuerzo bastante tenaz, en medio de una
vida muy disipada, me distinguieron de mis compañeros de clase e hicieron que mi
padre concibiera respecto a mí unas esperanzas que eran probablemente muy
exageradas.
Estas esperanzas hacían que se mostrara muy indulgente hacia mis faltas, y había
cometido muchas. Nunca me hizo sentir sus consecuencias. Siempre cedía a mis
ruegos y a veces se adelantaba a ellos.
Desgraciadamente, su conducta era más noble y generosa que tierna. Yo estaba
convencido de que tenía derecho a mi agradecimiento y a mi respeto; sin embargo,
nunca hubo ninguna clase de confianza entre nosotros. En su espíritu había un no sé
qué irónico que no casaba con mi carácter. Lo único que yo pedía en esa época era
entregarme a las impresiones primitivas y fogosas que hacen que el alma salga de la
esfera común, y le inspiran desdén hacia todo lo que la rodea. No hallaba en mi padre
a un censor, sino a un observador frío y cáustico que empezaba sonriendo
compasivamente y acababa la conversación enseguida, con impaciencia. No
recuerdo, durante mis primeros dieciocho años, haber sostenido ninguna
conversación larga con él. Sus cartas eran afectuosas y estaban llenas de consejos
razonables y sensibles; pero cuando estábamos frente a frente, parecía sentirse
violento sin que yo pudiera comprenderlo, y la situación me resultaba penosa.
Entonces no sabía lo que era la timidez, ese sufrimiento interior que nos persigue
incluso a la edad más avanzada, que hace que se replieguen en nuestro corazón las
impresiones más profundas, que nos hiela las palabras, que desnaturaliza en nuestra
boca todo lo que intentamos decir y sólo nos permite expresarnos por medio de
vaguedades o de una ironía más o menos amarga, como si quisiéramos hacer pagar a
nuestros propios sentimientos el dolor que experimentamos por no poder darlos a
conocer. Yo no sabía que mi padre era tímido incluso con su hijo, ni que a menudo,
después de haber esperado largamente unas pruebas de afecto que su frialdad externa
parecía impedirme, se alejaba de mí con lágrimas en los ojos y se quejaba a otros de
que yo no lo quería.
La inhibición que sentía a su lado tuvo una gran influencia sobre mi carácter. Tan
tímido como él, pero más inquieto porque era más joven, me acostumbré a encerrar
en mi interior todo lo que sentía, a hacer planes en solitario, a contar sólo conmigo
mismo para ejecutarlos, a considerar las opiniones, el interés, la ayuda e incluso la
sola presencia de los demás como una molestia y un obstáculo. Contraje el hábito de
no hablar nunca de lo que me preocupaba, de no someterme a la conversación más

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que como necesidad importuna y de animarla, en caso de hacerlo, con bromas
continuas que me la hacían menos fatigosa y me ayudaban a esconder mis verdaderos
pensamientos. De esto se derivó cierta incapacidad para el abandono que mis amigos
me siguen reprochando y una dificultad para hablar en serio que siempre me ha
costado superar. Resultó a la vez en un deseo ardiente de independencia, una gran
inquietud respecto a los lazos que me rodeaban, un terror invencible a formar otros.
Únicamente me sentía cómodo a solas, y es tal el efecto de esa disposición de ánimo
que, incluso en la actualidad, cuando en las circunstancias más irrelevantes debo
escoger entre dos opciones, la figura humana me trastorna y mi movimiento natural
es rehuirla para deliberar en paz. No obstante, no tenía en absoluto un egoísmo tan
profundo como mi carácter parecía anunciar: aunque sólo me interesaba por mí, no
me interesaba demasiado por mí mismo. En el fondo de mi corazón yacía una sed de
sensibilidad de la que no me daba cuenta, pero que, al no encontrar modo alguno de
satisfacerse, me desligaba sucesivamente de todo aquello que de vez en cuando atraía
mi curiosidad. Esa indiferencia respecto a todo se había fortalecido, además, por la
idea de la muerte, que me había impresionado siendo yo muy joven y de la que nunca
he podido comprender que los hombres se distraigan con tanta facilidad. A los
diecisiete años vi morir a una mujer mayor cuyo espíritu, notable y extraño, había
empezado a desarrollar el mío. Esta mujer, como tantas otras, en su juventud se había
lanzado al mundo sin conocerlo, sintiendo que disponía de una gran energía espiritual
y de unas facultades verdaderamente poderosas. También como tantas otras, obligada
a plegarse a conveniencias facticias, aunque necesarias, había visto sus esperanzas
traicionadas y su juventud transcurrir sin placer; y la vejez le había llegado
finalmente sin someterla. Vivía en un castillo cercano a una de nuestras propiedades,
descontenta y apartada, contando con el único recurso de su espíritu, con el que se
dedicaba a analizarlo todo. Durante cerca de un año, en nuestras inagotables
conversaciones contemplamos la vida en todas sus facetas y también la muerte como
el fin de todo; y, después de haber hablado tanto de la muerte con ella, vi que la
muerte la golpeaba ante mis ojos.
Este acontecimiento me había llenado de incertidumbre respecto al destino y de
una vaga ensoñación que no me abandonaba. Entre los poetas, prefería leer a los que
recordaban la brevedad de la vida humana. Me parecía que no había ningún objetivo
que mereciera ningún esfuerzo. Resulta bastante singular que esta sensación se haya
ido debilitando precisamente a medida que los años se han acumulado sobre mí.
¿Podría ser porque en la esperanza hay siempre algo dudoso y porque, cuando se
aparta de la trayectoria del hombre, esta adquiere un carácter más severo, pero más
positivo? ¿Podría ser que la vida parece tanto más real cuando se desvanecen todas
las ilusiones, del mismo modo que la cima de las montañas se dibuja mejor en el
horizonte cuando las nubes se disipan?
Me dirigí, al dejar Gotinga, a la pequeña ciudad de D***. Esta ciudad era la
residencia de un príncipe que, como la mayoría de los de Alemania, gobernaba con

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discreción una región poco extensa, protegía a los hombres ilustrados que iban a
instalarse allí, permitía a todas las opiniones una perfecta libertad, pero que, limitado
por la antigua costumbre de estar acompañado de sus cortesanos, no conseguía reunir
a su alrededor más que a hombres que eran en su mayor parte insignificantes o
mediocres.
Fui acogido en esta corte con la curiosidad que naturalmente inspira cualquier
extranjero que venga a romper el círculo de la monotonía y la etiqueta. Durante
algunos meses no percibí nada que pudiera cautivar mi atención. Me sentía
agradecido por la cortesía que se me demostraba; pero a veces la timidez me impedía
sacarle provecho, y a veces la fatiga que me causaba una agitación sin objeto me
llevaba a preferir la soledad a los placeres insípidos que se me invitaba a compartir.
No sentía odio hacia nadie, pero pocas personas me inspiraban interés; cuando los
hombres se sienten heridos por la indiferencia, la atribuyen a la malevolencia o a la
afectación; no quieren creer que sea natural que alguien se aburra con ellos. Algunas
veces intentaba limitar mi aburrimiento; me refugiaba en una profunda taciturnidad:
los demás tomaban esta taciturnidad por desdén. Otras veces, cansado de mi propio
silencio, me permitía ciertas bromas, y mi espíritu, una vez iniciado el movimiento,
me arrastraba fuera de toda medida. En un día revelaba todas las ridiculeces que
había observado durante un mes. Los que recibían mis repentinas e involuntarias
efusiones no me las agradecían, y con razón: porque lo que se apoderaba de mí era la
necesidad de hablar y no la confianza. Había contraído, en mis conversaciones con la
mujer que había desarrollado mis ideas en primer lugar, una aversión insuperable
hacia todos los lugares comunes y las fórmulas dogmáticas. De este modo, cuando
oía a la mediocridad disertar con complacencia sobre principios del todo establecidos,
del todo incontestables respecto a la moral, a las conveniencias o a la religión, cosas
que no le cuesta mucho poner al mismo nivel, me sentía empujado a contradecirla: no
porque hubiera adoptado opiniones contrarias, sino porque me impacientaba una
convicción muy firme y pesada. No sé qué instinto me advertía, por otra parte, que
desconfiara de unos axiomas generales tan exentos de cualquier restricción, tan
desprovistos de cualquier matiz. Los tontos hacen de su moral una masa compacta e
indivisible, de modo que se mezcle lo menos posible con sus acciones y los deje
libres en cuanto a los detalles.
Obtuve pronto, gracias a esta conducta, una gran reputación de ligereza, de
ignominia, de maldad. Mis amargas palabras fueron consideradas pruebas de un alma
odiosa; mis bromas, atentados contra todo lo que pudiera haber de respetable.
Aquellos de los que había cometido el error de burlarme hallaban cómodo hacer
causa común con los principios que me acusaban de haber puesto en duda: puesto
que, sin quererlo, había hecho que se rieran unos de otros, se reunieron todos contra
mí. Se habría dicho que, al señalar sus ridiculeces, traicionaba una confianza que
habían depositado en mí; se habría dicho que, al mostrarse a mis ojos tal como eran,
habían obtenido de mi parte la promesa del silencio: yo no tenía en absoluto

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conciencia de haber aceptado un trato tan oneroso. Habían hallado placer en dejarse
ir: yo lo hallaba en observarlos y describirlos; y lo que ellos llamaban perfidia me
parecía una compensación del todo inocente y perfectamente legítima.
No intento en absoluto justificarme: renuncié hace ya mucho a esa frívola y fácil
costumbre, propia de los espíritus sin experiencia; sólo quiero decir, y más para los
otros que para mí mismo, puesto que estoy apartado del mundo, que se necesita
tiempo para acostumbrarse a la especie humana tal como la han hecho el interés, la
afectación, la vanidad y el miedo. El asombro de la primera juventud, ante una
sociedad tan facticia y compleja, es más el anuncio de un corazón natural que el de un
espíritu malévolo. Esa sociedad, por otra parte, no debe temer nada de él. Pesa de tal
modo sobre nosotros, su sorda influencia es hasta tal punto poderosa, que no tarda en
darnos forma de acuerdo con el molde universal. Lo único que nos asombra entonces
es nuestro propio asombro, y nos encontramos a gusto en nuestra nueva forma, de
igual modo que acabamos por respirar con comodidad en un espectáculo lleno de
gente, mientras que al entrar nos costaba un gran esfuerzo hacerlo.
Si algunos escapan a este destino general, encierran en sí mismos su secreto
desacuerdo; perciben en la mayor parte de los ridículos el germen de los vicios: no
bromean sobre ellos, porque el desprecio reemplaza a la burla, y el desprecio es
silencioso.
Así pues, se estableció, entre el pequeño público que me rodeaba, una vaga
inquietud acerca de mi carácter. No podían mencionar ninguna acción condenable; ni
siquiera podían dejar de atribuirme algunas que parecían anunciar generosidad o
entrega; pero decían que era un inmoral, alguien poco de fiar: dos calificativos
inventados con gran fortuna para insinuar los hechos que se ignoran y dejar adivinar
lo que no se sabe.

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Capítulo II
Distraído, ausente, aburrido, no me daba cuenta de la impresión que causaba, y
repartía mi tiempo entre unos estudios que interrumpía a menudo, unos proyectos que
no ejecutaba, unos placeres que no me interesaban demasiado, cuando una
circunstancia, muy frívola en apariencia, produjo en mi disposición una revolución
importante.
Un joven al que estaba bastante unido intentaba desde hacía unos meses
complacer a una de las mujeres menos insípidas de la sociedad en que vivíamos: yo
era el confidente desinteresado de su empresa. Después de muchos esfuerzos,
consiguió hacerse querer; y, puesto que no me había ocultado sus reveses ni sus
penas, se creyó obligado a comunicarme sus éxitos: no había nada que igualara sus
arrebatos ni el exceso de su alegría. El espectáculo de tal felicidad me hizo lamentar
no haberla experimentado todavía; hasta entonces no había tenido una relación
femenina que halagara mi amor propio; un nuevo porvenir pareció desvelarse ante
mis ojos; una nueva necesidad se hizo sentir en el fondo de mi corazón. En esta
necesidad había, sin duda, mucha vanidad, pero no había solamente vanidad, y quizá
hubiera menos de lo que yo mismo creía. Los sentimientos humanos son confusos y
entremezclados; se componen de una gran cantidad de impresiones distintas que
escapan a la observación; y la palabra, siempre demasiado grosera y general, aunque
pueda servir para designarlas, no sirve jamás para definirlas.
En casa de mi padre había adoptado respecto a las mujeres un método bastante
inmoral. Mi padre, aunque observara estrictamente las conveniencias exteriores, se
permitía frecuentemente frases ligeras sobre las relaciones amorosas: le parecían
diversiones, si no permitidas, al menos excusables, y sólo consideraba con seriedad el
matrimonio. Tenía por principio que un joven debe evitar con cuidado hacer lo que se
conoce como una tontería, es decir, contraer un compromiso duradero con una
persona que no sea perfectamente su igual en cuanto a fortuna, nacimiento y ventajas
exteriores; por lo demás, sin embargo, no le parecía que hubiera inconveniente en
tomar y después dejar a cualquier mujer durante el tiempo que fuera, mientras no se
tratara de casarse con alguna de ellas; y lo había visto sonreír con una especie de
aprobación ante esta parodia de una frase conocida: ¡A ellas les duele tan poco, y a
nosotros nos produce tanto placer!
No se sabe hasta qué punto, en la primera juventud, conversaciones de esta clase
causan una impresión profunda, ni cómo, en una edad en que todas las opiniones son
todavía ambiguas y vacilantes, los niños se sorprenden al ver que se contradicen, con
bromas que todo el mundo aplaude, las reglas directas que se les han dado. Estas
reglas ya no son, a sus ojos, más que unas fórmulas banales que sus padres han
convenido en repetirle para tranquilizar su conciencia, y les parece que las bromas
encierran el verdadero secreto de la vida.
Atormentado por una vaga emoción, quiero ser amado, me decía, y miraba a mi

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alrededor; no veía a nadie que me inspirase amor, a nadie que me pareciera
susceptible de sentirlo; interrogaba a mi corazón y a mis gustos: no sentía ninguna
inclinación que pesara más que otras. Me agitaba interiormente de este modo cuando
trabé conocimiento con el conde de P***, hombre de unos cuarenta años cuya familia
estaba unida a la mía. Me propuso que fuera a verlo. ¡Desgraciada visita! En su casa
vivía su amante, una polaca célebre por su belleza, aunque ya no estuviera en la
primera juventud. Esta mujer, a pesar de su situación de desventaja, había demostrado
en varias ocasiones tener un carácter elevado. Su familia, bastante ilustre en Polonia,
había quedado arruinada a causa de los disturbios del país. Su padre había sido
proscrito; su madre había buscado asilo en Francia y había llevado allí a su hija, a la
que dejó, al morir, en un completo aislamiento. El conde de P*** se había enamorado
de ella. He ignorado siempre de qué modo se estableció una relación que, cuando vi a
Ellénore por primera vez, estaba asentada desde hacía tiempo y, por así decirlo,
consagrada. ¿Había sido la fatalidad de su situación o la inexperiencia de su edad lo
que la había lanzado a una carrera que repugnaba tanto a su educación como a sus
costumbres y al orgullo que formaba una parte muy destacable de su carácter? Lo que
sé, lo que todos sabían, es que cuando el conde de P*** vio que su fortuna
desaparecía casi completamente y que su libertad era amenazada, Ellénore le dio tales
muestras de entrega, rechazó con tal desprecio las más brillantes ofertas, compartió
los peligros que corría y su pobreza con tal celo e incluso con tal alegría, que la
severidad más escrupulosa no podía evitar hacer justicia a la pureza de sus motivos ni
al desinterés de su conducta. A su actividad, a su valor, a su inteligencia, a los
sacrificios de toda clase que había soportado sin quejarse, debía su amante el haber
recuperado una parte de sus bienes. Habían venido a establecerse en D*** para seguir
allí un proceso que podía devolver por completo su antigua opulencia al conde de
P***, y pensaban que tendrían que quedarse alrededor de dos años.
Ellénore tenía un espíritu corriente; sin embargo, sus ideas eran justas, y sus
manifestaciones, siempre simples, resultaban a veces impresionantes por la nobleza y
la elevación de sus sentimientos. Tenía muchos prejuicios; sin embargo, todos ellos
iban en contra de sus intereses. Daba un gran valor a la regularidad de la conducta,
precisamente porque la suya no era regular de acuerdo con su educación. Era muy
religiosa, porque la religión condenaba su forma de vivir. En la conversación
rechazaba con severidad lo que a otras mujeres les habría parecido sólo bromas
inocentes, porque temía siempre que alguien pudiera creerse, a causa de su situación,
autorizado a dirigirle palabras inconvenientes. Habría deseado no recibir en su casa
más que a hombres del mayor nivel y de costumbres irreprochables, porque las
mujeres con las que la horrorizaba que pudieran compararla suelen formarse un
círculo equívoco y, resignadas a la pérdida de consideración, en sus relaciones sólo
buscan divertirse. Ellénore, en una palabra, estaba en lucha constante con su destino.
Protestaba, por así decirlo, con cada una de sus acciones y de sus palabras, contra la
clase en la que se veía alineada: y puesto que sentía que la realidad era más fuerte que

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ella, y que sus esfuerzos no variaban en absoluto su estado, era muy desgraciada.
Criaba a dos niños que había tenido del conde de P*** con excesiva austeridad. A
veces se habría dicho que una secreta rebelión se mezclaba con el cariño, más
apasionado que tierno, que les demostraba, y que esa rebelión los convertía de algún
modo en importunos. Cuando, con la mejor intención, alguien hacía un comentario
sobre el crecimiento de los niños, sobre el talento que parecían prometer, sobre la
carrera que seguirían, se la veía palidecer por el pensamiento de que un día tendría
que confesarles los detalles de su nacimiento. Pero el menor peligro, una hora de
ausencia, la devolvía a ellos con una ansiedad en la que se adivinaban una especie de
remordimiento y el deseo de darles con sus caricias la felicidad que ella misma no
encontraba. Esta oposición entre sus sentimientos y el lugar que ocupaba en el mundo
le habían dado un humor muy desigual. A menudo se mostraba soñadora y taciturna;
a veces hablaba con impetuosidad. Atormentada como estaba por una idea concreta,
no permanecía del todo tranquila ni en la conversación más general. Sin embargo, por
el mismo motivo, en su modo de hacer había algo de fogoso e inesperado que la hacía
más interesante de lo que habría debido ser por su naturaleza. Lo extraño de su
posición suplía en ella la novedad de las ideas. Era contemplada con interés y
curiosidad, como una hermosa tempestad.
Ofrecida a mi mirada en un momento en el que mi corazón tenía necesidad de
amor y mi vanidad de éxito, Ellénore me pareció una conquista digna de mí. También
ella encontró placer en la compañía de un hombre distinto de aquellos a los que había
visto hasta entonces. Su círculo se había compuesto de algunos amigos o parientes de
su amante y de sus esposas, a los que el ascendiente del conde de P*** había
obligado a recibirla. Los maridos estaban casi tan desprovistos de sentimientos como
de ideas; las mujeres sólo diferían de sus maridos por una mediocridad más inquieta y
agitada, porque no tenían como ellos la tranquilidad de espíritu que resulta de la
ocupación y de la regularidad de los quehaceres. Un humor más ligero, una
conversación más amena, una mezcla particular de melancolía y animación, de
desaliento e interés, de entusiasmo e ironía, sorprendieron y atrajeron a Ellénore.
Hablaba varias lenguas, a decir verdad no demasiado bien, pero siempre con
vivacidad y a veces con gracia. Sus ideas parecían abrirse paso a través de los
obstáculos y salir más agradables de esta lucha, más inocentes y nuevas; porque los
idiomas extranjeros rejuvenecen los pensamientos y los libran de los giros que los
hacen parecer comunes y afectados. Leíamos juntos a los poetas ingleses;
paseábamos juntos. Iba a menudo a verla por la mañana; regresaba junto a ella al caer
la tarde; hablaba con ella sobre mil temas.
Pensaba hacer, en calidad de observador frío e imparcial, una visita por su
carácter y por su espíritu; pero cada palabra que pronunciaba me parecía revestida de
una gracia inexplicable. La intención de complacerla daba un nuevo interés a mi vida
y animaba mi existencia de un modo inusitado. Atribuía a su encanto este efecto casi
mágico: lo habría disfrutado aún más completamente sin el compromiso que había

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adquirido con mi amor propio, que se interponía entre Ellénore y yo. Me parecía estar
obligado a dirigirme al objetivo que me había propuesto con la mayor rapidez: así, no
me entregaba a mis impresiones sin reserva. Tenía prisa por hablar porque me parecía
que sólo tenía que hablar para conseguir mi propósito. No creía amar a Ellénore en
absoluto; pero ya no habría podido resignarme a no gustarle. Pensaba sin cesar en
ella: me hacía mil proyectos; inventaba mil formas de conquistarla, con esa fatuidad
inexperta que se cree segura del éxito porque todavía no ha intentado nada.
Sin embargo, una timidez invencible me detenía: todos mis discursos expiraban
en mis labios, o terminaban de un modo completamente distinto al que me había
propuesto. Me debatía interiormente: estaba indignado conmigo mismo.
Así pues, buscaba un razonamiento que pudiera sacarme de esta lucha de un
modo honroso a mis propios ojos. Me dije que no era necesario precipitar las cosas,
que Ellénore no estaba todavía preparada para la confesión que planeaba y que era
mejor seguir esperando. Casi siempre, para vivir en paz con nosotros mismos,
disfrazamos de cálculo y método nuestra impotencia y nuestra debilidad:
satisfacemos así a esa parte de nosotros que es, por así decirlo, espectadora de la otra.
La situación se prolongó. Cada día fijaba para el siguiente el momento invariable
de una declaración explícita, y el día siguiente pasaba siempre como la víspera. La
timidez me abandonaba en el momento en que dejaba a Ellénore; retomaba entonces
mis hábiles planes y mis intensas maquinaciones; pero en cuanto estaba a su lado, me
sentía de nuevo tembloroso y turbado. Si alguien hubiera leído en mi corazón en su
ausencia, me habría tomado por un seductor frío e insensible; si alguien me hubiera
visto cerca de ella, habría creído reconocer en mí a un amante novel, confuso y
apasionado. Este alguien se habría equivocado igualmente en los dos juicios: no hay
en absoluto unidad completa en el hombre, y nadie es casi nunca del todo sincero ni
del todo malintencionado.
Convencido por estas reiteradas experiencias de que nunca me atrevería a hablar a
Ellénore, decidí escribirle. El conde de P*** estaba ausente. Los combates que había
librado largamente con mi propio carácter, la impaciencia que experimentaba por no
haberlo podido vencer, la incertidumbre respecto al éxito de mi tentativa, dieron a mi
carta una agitación que se parecía mucho al amor. Enardecido además como estaba
por mi propio estilo, al acabar de escribir notaba algo de la pasión que había
intentado expresar con la mayor fuerza posible.
Ellénore vio en mi carta lo que era natural, el arrebato pasajero de un hombre que
tenía diez años menos que ella, cuyo corazón se abría a unos sentimientos que le eran
todavía desconocidos, y que se hacía más merecedor de piedad que de cólera. Me
respondió con bondad, me dio afectuosos consejos, me ofreció una sincera amistad,
pero me hizo saber que, hasta el regreso del conde de P***, no podría recibirme.
Su respuesta me trastornó. Mi imaginación, irritada a causa del obstáculo, se
apoderó de toda mi existencia. De repente creí experimentar con furia el amor que
una hora antes me felicitaba de fingir. Corrí a casa de Ellénore; me dijeron que había

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salido. Le escribí; le supliqué que me concediera una última entrevista; le mostré en
términos desgarradores mi desesperación, los funestos proyectos que me inspiraba su
cruel determinación. Esperé en vano una respuesta durante la mayor parte del día.
Sólo conseguí calmar mi inexpresable sufrimiento repitiéndome que al día siguiente
arrostraría todas las dificultades y conseguiría llegar hasta Ellénore para hablar con
ella. Al caer la tarde me trajeron unas palabras suyas: eran suaves. Me pareció notar
en ellas una sensación de pesar y de tristeza; sin embargo, persistía en su resolución,
que me anunciaba que era inquebrantable. Me presenté nuevamente en su casa al día
siguiente. Se había ido al campo y sus criados no sabían adónde. Tampoco tenían
ningún modo de hacerle llegar el correo.
Me quedé mucho rato inmóvil ante su puerta, incapaz de imaginar cómo llegar
hasta ella. Yo mismo estaba sorprendido de mi propio sufrimiento. La memoria me
recordaba los instantes en que me había dicho que sólo aspiraba a tener éxito; que se
trataba sólo de un intento al que renunciaría sin esfuerzo. No concebía en absoluto el
dolor violento, indomable, que me desgarraba el corazón. De este modo pasaron
varios días. Era incapaz tanto de distraerme como de estudiar. Erraba sin cesar ante la
puerta de Ellénore. Me paseaba por la ciudad como si hubiera podido encontrarla al
volver cualquier esquina. Una mañana, en una de esas carreras sin objetivo que me
servían para reemplazar la agitación por la fatiga, distinguí el coche del conde de
P***, de regreso de su viaje. Me reconoció y echó pie a tierra. Tras algunas frases
banales le hablé, disimulando mi turbación, de la partida repentina de Ellénore.
—Sí —me contestó—, a una de sus amigas, que vive a unas leguas de aquí, le ha
pasado no sé qué suceso molesto que ha llevado a Ellénore a creer que su consuelo le
sería útil. Se marchó sin consultarme. Es una persona en la que dominan los
sentimientos, y su alma, siempre activa, halla casi reposo en la entrega. Pero su
presencia aquí me resulta muy necesaria; le escribiré; lo más probable es que regrese
dentro de unos días.
Esta seguridad me calmó; sentí que mi dolor se apaciguaba. Por primera vez
desde la partida de Ellénore, pude respirar sin esfuerzo. Su regreso no se produjo con
la rapidez que esperaba el conde de P***. Pero yo había retomado mi vida habitual y
la angustia que había experimentado empezaba a disiparse cuando, al cabo de un mes,
el señor de P*** me hizo avisar de que Ellénore llegaría por la tarde. Como tenía un
gran interés en que conservara en sociedad el lugar que por su carácter merecía y del
que su situación parecía excluirla, había invitado a cenar a varias mujeres, familiares
y amigas suyas que habían consentido en tratar a Ellénore.
Mis recuerdos reaparecieron, al principio confusos, enseguida más vivos. Estaba
también mi amor propio. Me sentía turbado, humillado, por reencontrar a una mujer
que me había tratado como a un niño. Me parecía estar viéndola, sonriéndome porque
una corta ausencia había calmado la efervescencia de una joven cabeza; y adivinaba
en su sonrisa una especie de desprecio hacia mí. Mis sentimientos se fueron
despertando gradualmente. Ese mismo día me había levantado sin pensar en absoluto

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en Ellénore: una hora después de haber recibido la noticia de su llegada, su imagen
erraba ante mis ojos, reinaba en mi corazón, y sentía la fiebre del temor de no verla.
Me quedé en casa todo el día; estuve, por así decirlo, escondido: me asustaba que
el menor movimiento pudiera impedir nuestro reencuentro. Sin embargo, nada había
más simple ni más cierto; pero la deseaba con tanto ardor que me parecía imposible
reunirme con ella. La impaciencia me devoraba: a cada momento consultaba el reloj.
Me veía obligado a abrir la ventana para respirar; la sangre me quemaba al circularme
por las venas.
Finalmente oí que sonaba la hora a la que debía presentarme en casa del conde.
La impaciencia se mudó de golpe en timidez; me vestí con lentitud; ya no tenía
ninguna prisa por llegar: sentía tanto miedo de que mi espera se viera decepcionada,
sentía tan vivamente el dolor que me arriesgaba a experimentar, que de buena gana
habría consentido en aplazarlo todo.
Era bastante tarde cuando entré en casa del señor de P***. Distinguí a Ellénore
sentada al fondo de la habitación; no me atreví a adelantarme, me pareció que todos
tenían la vista clavada en mí. Fui a esconderme en un rincón del salón, tras un grupo
de hombres que charlaban. Desde allí contemplaba a Ellénore: la vi ligeramente
cambiada, estaba más pálida que de costumbre. El conde me descubrió en la especie
de retiro donde me había refugiado; se acercó a mí, me cogió de la mano y me
condujo hasta Ellénore.
—Te presento —le dijo riendo— a uno de los hombres a los que tu partida más
sorprendió.
Ellénore hablaba con una mujer que estaba a su lado. Cuando me vio, sus
palabras se detuvieron en sus labios; se quedó completamente confundida: yo
también lo estaba.
Podían oírnos, así que dirigí a Ellénore preguntas indiferentes. Ambos
mantuvimos una calma aparente. Nos anunciaron que la cena estaba servida; ofrecí
mi brazo a Ellénore y no pudo rechazarlo.
—Si no me promete —le dije mientras la acompañaba— recibirme mañana a las
once, me iré ahora mismo, abandonaré mi país, a mi familia y a mi padre, romperé
todos mis lazos, renunciaré a todas mis obligaciones y acabaré, no importa dónde, lo
más pronto posible con una vida que usted se complace en envenenar.
—¡Adolphe! —me respondió; dudaba.
Hice un movimiento para alejarme. No sé qué expresarían mis facciones, pero
nunca había sentido tan violenta crispación.
Ellénore me miró. En su cara se pintó el terror, mezclado con el afecto.
—Le recibiré mañana —me dijo—, pero le ruego…
Nos seguían muchas personas y no pudo terminar la frase. Le apreté la mano con
mi brazo; nos sentamos a la mesa.
Habría querido sentarme al lado de Ellénore, pero el amo de la casa lo había
dispuesto de otro modo: me vi colocado casi frente a ella. Al principio de la cena

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estaba soñadora. Cuando se le dirigía la palabra, respondía con suavidad; sin
embargo, recaía enseguida en la distracción. Una de sus amigas, extrañada por su
silencio y su abatimiento, le preguntó si estaba enferma:
—Últimamente no me he encontrado bien —respondió— y todavía me siento
bastante débil.
Yo aspiraba a producir una impresión agradable en el espíritu de Ellénore; quería,
mostrándome amable y espiritual, predisponerla en mi favor y prepararla para la
entrevista que me había concedido. Así pues, intenté atraer su atención de mil
maneras. Conduje la conversación hacia temas que sabía que le interesaban; nuestros
vecinos tomaron parte en ella: su presencia me inspiraba; conseguí que me escuchara,
pronto la vi sonreír: me produjo tanta alegría, mis miradas expresaron tanto
agradecimiento, que no pudo evitar emocionarse. Su tristeza y su distracción se
disiparon: dejó de resistirse al encanto secreto que le llenaba el alma al ver la
felicidad que le debía: y cuando nos levantamos de la mesa, nuestros corazones se
entendían como si nunca nos hubiéramos separado.
—Ya ve usted —le dije al darle la mano para regresar al salón— que es la dueña
de toda mi existencia; ¿qué le he hecho para que se complazca en atormentarla?

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Capítulo III
Pasé la noche en vela. Ya no se trataba, en mi espíritu, de cálculos ni de proyectos;
me sentía, con la mejor intención del mundo, verdaderamente enamorado. Ya no me
movía la esperanza del éxito: me dominaba exclusivamente la necesidad de ver a
aquella a quien amaba, de disfrutar de su presencia. Tocaron las once y fui a reunirme
con Ellénore; me esperaba. Quiso hablar: le pedí que me escuchara. Me senté cerca
de ella, porque apenas podía tenerme en pie, y proseguí en estos términos, viéndome
obligado a interrumpirme a menudo:
—No he venido a protestar contra la sentencia que pronunció; no he venido a
retractarme de una confesión que quizá la ofendiera: lo intentaría en vano. El amor
que usted rechaza es indestructible: incluso el esfuerzo que hago en este momento
para hablarle con un poco de calma demuestra la violencia de un sentimiento que la
hiere. Pero no le he rogado que me escuche para hablarle de él; al contrario, quiero
pedirle que lo olvide, que me reciba como antes, que aparte el recuerdo de un instante
de delirio, que no me castigue por lo que sabe que es un secreto que habría debido
encerrar en el fondo de mi alma. Ya conoce usted mi situación, mi carácter, que se
dice que es extraño y salvaje, mi corazón, ajeno a todos los intereses mundanos,
solitario entre los hombres, y que sin embargo sufre por el aislamiento al que se ve
condenado. Su amistad me sostenía: no puedo vivir sin ella. Me he acostumbrado a
verla; ha dejado usted que naciera y creciera esta dulce costumbre: ¿qué he hecho
para perder el único consuelo de una existencia tan triste y oscura? Soy terriblemente
desgraciado; no me queda valor para soportar una desdicha tan prolongada; no espero
nada, no pido nada, sólo quiero verla: pero debo verla, si es necesario que viva.
Ellénore guardaba silencio.
—¿Qué teme usted? —proseguí—. ¿Qué es lo que exijo? Lo que concede a los
que le son indiferentes. ¿Teme al mundo? Ese mundo, absorbido por sus solemnes
frivolidades, no podrá leer en un corazón como el mío. ¿Cómo no iba a ser prudente?
¿Acaso no me va la vida en ello? Ellénore, ceda a mi súplica: le dará algo de paz.
Hallará cierto encanto en ser amada así, en verme cerca de usted, ocupándome sólo
de usted, existiendo sólo para usted, yo que le debo toda sensación de felicidad de la
que soy todavía susceptible, arrancado por su presencia al sufrimiento y la
desesperación.
Hablé largamente de este modo, apartando todas las objeciones, dando de mil
formas la vuelta a todos los razonamientos que abogaban en mi favor. ¡Me sentía tan
sometido, tan resignado, pedía tan poco, una negativa me habría hecho tan
desgraciado!
Ellénore se emocionó. Me impuso varias condiciones. Consintió en recibirme de
vez en cuando, en numerosas reuniones, si me comprometía a no hablarle nunca de
amor. Le prometí lo que quiso. Ambos estábamos contentos: yo, por haber
recuperado lo que había estado a punto de perder; Ellénore, por sentirse a la vez

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generosa, sensible y prudente.
Al día siguiente aproveché el permiso que había obtenido: hice lo mismo en los
días sucesivos. Ellénore no volvió a pensar en la necesidad de que mis visitas se
espaciaran: pronto no hubo nada que le pareciera más natural que verme todos los
días. Diez años de fidelidad habían inspirado al señor de P*** una absoluta
confianza; concedía a Ellénore la mayor libertad. Al haber tenido que luchar contra la
opinión que quería excluir a su amante del mundo en el que él estaba llamado a vivir,
le gustaba ver que su círculo crecía; tener la casa llena constataba a sus ojos su propio
triunfo sobre los prejuicios.
Cuando llegaba, percibía en las miradas de Ellénore una expresión de placer.
Cuando se divertía en la conversación, sus ojos se volvían con naturalidad hacia mí.
Si alguien contaba algo interesante, enseguida me llamaba para que lo oyera. Pero no
estaba nunca sola: transcurrían veladas enteras sin que pudiera decirle nada personal,
aparte de algunas palabras insignificantes o interrumpidas. Tanta restricción no tardó
en irritarme. Me volví triste, taciturno, de humor desigual, amargo en mi discurso.
Me costaba contenerme cuando alguien que no era yo hacía confidencias a Ellénore;
interrumpía con brusquedad esas charlas. No me importaba que alguien pudiera
ofenderse por ello, y no siempre me detenía el temor de comprometerla. Ella se quejó
de este cambio.
—¿Qué quiere usted? —le dije con impaciencia—: sin duda cree haber hecho
mucho por mí; me siento obligado a decirle que se equivoca. No logro comprender su
nueva forma de ser. Usted vivía antes retirada; rehuía una compañía que la fatigaba;
evitaba esas eternas conversaciones que se prolongan precisamente porque nunca
debieron empezar. Actualmente, su puerta está abierta para toda la tierra. Se diría que,
al pedirle que me recibiera, conseguí para todo el universo el mismo favor que para
mí. Le confieso que, tras haberla visto tan prudente, no esperaba que fuera usted tan
frívola.
Percibí, en los rasgos de Ellénore, una impresión de descontento y tristeza.
—Querida Ellénore —le dije, enterneciéndome de repente—, ¿no merecía que me
distinguiera usted de los mil importunos que la asedian? ¿No tiene la amistad sus
secretos? ¿No es asustadiza y tímida entre el ruido y el gentío?
Ellénore temía que, si se mostraba inflexible, vería renovarse las imprudencias
que la alarmaban por ambos. La idea de romper ya no se le pasaba por la cabeza:
consintió en recibirme a solas de vez en cuando.
Entonces se modificaron rápidamente las reglas que me había impuesto. Me
permitió hablarle de mi amor; fue familiarizándose con este lenguaje: pronto me
confesó que me amaba.
Pasé algunas horas a sus pies, proclamándome el más feliz de los hombres,
prodigándole mil promesas de ternura, entrega y respeto eterno. Ella me explicó
cuánto había sufrido intentando alejarse de mí; cuántas veces había esperado que la
descubriera a pesar de sus esfuerzos; cómo el menor sonido que llegaba a sus oídos le

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parecía que anunciaba mi llegada; qué turbación, qué alegría, qué temor había sentido
al volver a verme; qué desconfianza hacia sí misma la había llevado, para conciliar su
íntima inclinación con la prudencia, a entregarse a las distracciones mundanas y a
buscar a las multitudes que antes rehuía. Yo le hacía repetir todos los detalles, y nos
parecía que la historia de unas semanas era la de toda una vida. El amor sustituye la
falta de recuerdos de un modo casi mágico. Todos los demás afectos necesitan el
pasado: el amor crea un pasado como por encantamiento y nos rodea de él. Nos da,
por así decirlo, la conciencia de haber vivido durante años con un ser que no hace
mucho nos resultaba casi extraño. El amor es sólo un punto luminoso, y sin embargo
parece apoderarse del tiempo. Hace unos días no existía, pronto dejará de existir;
pero, mientras existe, expande su luz tanto sobre la época que lo ha precedido como
sobre la que debe seguirlo.
No obstante, la calma duró muy poco. Ellénore estaba en guardia contra su
debilidad porque se veía perseguida por el recuerdo de sus faltas: y mi imaginación,
mis deseos, una gran fatuidad de la que yo mismo no me daba cuenta, se rebelaban
contra ese amor. Siempre tímido, a menudo irritado, me quejaba, me enfurecía,
abrumaba a Ellénore con mis reproches. Más de una vez pensó en romper un lazo que
sólo daba a su vida inquietud y tormento; más de una vez la tranquilicé con mis
súplicas, arrepentimientos y llantos.
«Ellénore —le escribí un día—, no sabéis cuánto llego a sufrir. Cerca de vos,
lejos de vos, soy siempre desgraciado. Durante las horas que nos separan vago al
azar, doblegado por el peso de una existencia que no sé cómo soportar. La compañía
me molesta, la soledad me abruma. Los indiferentes que me observan, que no saben
nada de lo que me preocupa, que me miran con una curiosidad desprovista de interés,
con un asombro desprovisto de compasión, los hombres que se atreven a hablarme de
algo que tiene que ver con vos, me hacen sentir un dolor mortal. Los rehúyo; a solas,
sin embargo, busco en vano un poco de aire que penetre en mi pecho oprimido. Me
lanzo contra la tierra que debería entreabrirse para tragárseme para siempre; pongo la
cabeza sobre la fría piedra que debería calmar la fiebre ardiente que me devora. Me
arrastro hacia la colina desde la que se distingue su casa; me quedo allí, con los ojos
clavados en ese refugio en el que no viviré nunca con vos. ¡Si os hubiera hallado
antes, habríais podido ser mía! ¡Habría estrechado entre mis brazos a la única criatura
que la naturaleza ha podido crear para mi corazón, para este corazón que ha sufrido
tanto porque os buscaba y que no os ha encontrado hasta que ya era tarde! Cuando
por fin esas horas de delirio pasan, cuando llega el momento en que puedo veros,
tomo temblando el camino a su casa. Temo que todos aquellos con los que me cruzo
adivinen los sentimientos que llevo conmigo; me detengo; camino a paso lento:
retraso el instante de la felicidad, de esta felicidad a la que todo amenaza, que creo
siempre estar a punto de perder; felicidad imperfecta y atormentada, contra la que
conspiran quizá cada minuto los acontecimientos funestos, las miradas celosas, los
caprichos tiránicos y vuestra propia voluntad. Cuando llego al umbral de su puerta,

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cuando la entreabro, un nuevo terror se apodera de mí: me acerco como un culpable,
pidiendo perdón a todos los objetos que golpean mi vista, como si todos ellos fueran
enemigos, como si todos envidiaran la hora de felicidad que me dispongo a disfrutar.
El menor ruido me asusta, el menor movimiento me espanta, incluso el sonido de mis
pasos me hace retroceder. Estando ya cerca de vos, sigo temiendo que algún
obstáculo se interponga de repente entre usted y yo. Finalmente os veo, os veo y
respiro, y os contemplo y me detengo, como el fugitivo que pisa el suelo protector
que debe salvarlo de la muerte. Pero en ese mismo momento, cuando todo mi ser se
precipita hacia vos, cuando tendría tanta necesidad de descansar de todas mis
angustias, de poner la cabeza en vuestras rodillas, de dar libre curso a mis lágrimas,
debo reprimirme violentamente, porque incluso a vuestro lado sigo viviendo una vida
de sacrificio: ¡ni un momento de desahogo!, ¡ni un momento de abandono! Vuestras
miradas me observan. Os sentís turbada, casi ofendida por mi desazón. No sé qué
malestar ha sucedido a esas horas deliciosas en las que al menos me confesabais
vuestro amor. El tiempo vuela, nuevos intereses os reclaman: no los olvidáis nunca;
nunca retrasáis el instante que me aleja. Llegan extraños: ya no se me permite
miraros; siento que es necesario que huya para sustraerme a las sospechas que me
rodean. Os dejo más agitado, más desgarrado, más desquiciado que antes; os dejo y
recaigo en el espantoso aislamiento en el que me debato sin encontrar a un solo ser en
el que pueda apoyarme para descansar un momento».
Ellénore nunca había sido amada de este modo. El señor de P*** le tenía
verdadero afecto, sentía un gran agradecimiento por su abnegación, un gran respeto
por su carácter; pero en su actitud había siempre un matiz de superioridad respecto a
una mujer que se le había entregado públicamente sin que él se hubiera casado con
ella. Habría podido unírsele con unos lazos más honrosos, más acordes con la opinión
general: no es que él se lo dijera, puede que no se lo dijera ni a sí mismo; pero lo que
no se dice no deja por ello de existir, y todo lo que es se adivina. Ellénore no había
conocido hasta entonces un sentimiento tan apasionado, una existencia tan perdida en
la suya, de lo que incluso mis enfados, mis injusticias y mis reproches no eran sino
las pruebas más irrefragables. Su resistencia había exaltado todas mis sensaciones,
todas mis ideas: pasaba de los arrebatos que la horrorizaban a una sumisión, una
ternura, una veneración idólatra. La tenía por una criatura celeste. Mi amor incluía
algo de culto, y tenía más encanto para ella en la medida en que temía sin cesar verse
humillada por todo lo contrario. Finalmente se entregó entera.
¡Ay del hombre que, en los primeros momentos de una relación amorosa, no cree
que esa relación deba ser eterna! ¡Ay del que, estando todavía en los brazos de la
amante a la que acaba de conquistar, conserva una presciencia funesta y prevé que
podrá separarse de ella! Una mujer que se deja llevar por el corazón tiene en ese
momento algo conmovedor y sagrado. No es el placer, no es la naturaleza, no son los
sentidos los corruptores; lo son los cálculos a que la sociedad nos habitúa y las
reflexiones que la experiencia engendra. Amé, respeté mil veces más a Ellénore

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después de que se entregara. Caminé con orgullo entre los hombres; paseé sobre ellos
una mirada dominante. El aire que respiraba era un disfrute por sí mismo. Me
precipitaba ante la naturaleza para agradecerle el inesperado beneficio, el beneficio
inmenso que se había dignado concederme.

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Capítulo IV
¡Maravilla del amor, quién pudiera describirte! El convencimiento de que hemos
encontrado al ser que la naturaleza nos había destinado, el repentino amanecer que
inunda la vida y nos parece que explica su misterio, el valor desconocido que va
ligado a las menores circunstancias, las horas rápidas, cuyos detalles escapan al
recuerdo por su misma dulzura y que sólo dejan en nuestra alma un gran rastro de
felicidad, la alegría juguetona que a veces se mezcla sin motivo a la habitual ternura,
tanto placer en la presencia, y en la ausencia tanta esperanza, el desapego hacia todas
las cuitas vulgares, la superioridad hacia todo lo que nos rodea, la certeza de que el
mundo ya no puede llegar hasta el lugar en que vivimos, la inteligencia mutua que
adivina cada pensamiento y responde a cada emoción, ¡maravilla del amor, quien te
ha conocido no es capaz de describirte!
El señor de P*** se vio obligado, a causa de asuntos urgentes, a ausentarse
durante seis semanas. Pasé este tiempo en casa de Ellénore casi sin interrupción. Su
cariño parecía haber aumentado a causa del sacrificio que había hecho por mí. Nunca
me dejaba separarme de ella sin intentar retenerme. Cuando salía, me preguntaba
cuándo volvería. Dos horas de separación le resultaban insoportables. Fijaba con
inquieta precisión el momento de mi regreso. Yo lo consentía con alegría; me sentía
agradecido, feliz, por el sentimiento que me demostraba. Sin embargo, los intereses
de la vida corriente no se dejan plegar arbitrariamente a todos nuestros deseos. A
veces me resultaba incómodo que todos mis pasos estuvieran señalados de antemano,
contados todos mis instantes. Me veía obligado a precipitar todas las gestiones, a
romper la mayoría de mis relaciones. No sabía qué responder a mis conocidos cuando
se me proponía alguna diversión que en una situación normal no habría tenido ningún
motivo para rechazar. Junto a Ellénore no echaba de menos los placeres sociales, por
los que nunca había sentido demasiado interés, pero habría querido que me permitiera
renunciar a ellos más libremente. Habría experimentado más alegría si hubiera vuelto
a su lado por propia voluntad, sin decirme que había llegado la hora, que ella me
esperaba con ansiedad, y sin que la idea de su tristeza viniera a mezclarse con la de la
felicidad de que iba a disfrutar al verla de nuevo. Ellénore era sin duda un vivo placer
en mi existencia, pero ya no era un objetivo: se había convertido en una atadura.
Temía, por otra parte, comprometerla. Mi presencia continua debía de sorprender a
sus criados y a sus hijos, que podían observarme. La sola idea de alterar su existencia
me hacía temblar. Sentía que no podíamos estar unidos para siempre y que era para
mí un deber sagrado respetar su tranquilidad: así pues, le daba prudentes consejos a la
vez que le demostraba mi amor. Pero cuantos más consejos de este tipo le daba,
menos dispuesta a escucharme parecía. Al mismo tiempo, temía horriblemente
afligirla. En cuanto veía en su rostro una expresión de dolor, su voluntad se convertía
en la mía: sólo me sentía bien si estaba satisfecha de mí. Cuando, tras insistir en la
necesidad de alejarme unos instantes, conseguía dejarla, la imagen de la tristeza que

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le había causado me seguía por todas partes. Me invadía una fiebre de
remordimientos que se redoblaba a cada minuto y se hacía finalmente irresistible;
volaba hacia ella, me alegraba pensar en consolarla, tranquilizarla. Pero a medida que
me acercaba a su casa, el rencor contra este extraño imperio se mezclaba con los
otros sentimientos. La misma Ellénore se mostraba violenta. Sé que sentía por mí lo
que no había sentido por nadie. En sus precedentes relaciones, su corazón había sido
vejado por una penosa dependencia; conmigo estaba perfectamente cómoda, porque
nos situábamos en perfecta igualdad; ella se había elevado a sus propios ojos gracias
a un amor libre de cálculo y de interés: ella sabía que yo estaba seguro de que sólo
me amaba por mí mismo. Pero de su completo abandono conmigo se derivaba que no
me ocultara ninguna de sus emociones; y cuando regresaba a su habitación,
disgustado por hacerlo más pronto de lo que habría querido, la hallaba triste o
irritada. Había sufrido lejos de ella durante dos horas por la idea de que ella sufría
lejos de mí: sufría durante dos horas cuando estaba a su lado antes de conseguir
tranquilizarla.
Sin embargo, no era desgraciado; me decía que era agradable ser amado, aunque
fuera con exigencia; sentía que yo le hacía bien; su felicidad me era necesaria y sabía
que yo era necesario para su felicidad.
Por otra parte, la idea confusa de que, por la propia naturaleza de las cosas, la
relación no podía durar, una idea que era triste bajo muchos aspectos, servía en
cualquier caso para calmarme en mis accesos de fastidio o de impaciencia. Los lazos
que unían a Ellénore con el conde de P***, la desproporción de nuestras edades,
nuestra distinta situación, mi partida, que diversas circunstancias habían retrasado
pero que pronto sería inaplazable, todas estas consideraciones me llevaban a seguir
dando y recibiendo el máximo de felicidad posible: creía estar seguro de los años, no
disputaba por los días.
El conde de P*** regresó. No tardó en sospechar mis relaciones con Ellénore;
cada día lo hallaba más frío y taciturno. Hablé enseguida con Ellénore de los riesgos
que ella corría; le supliqué que me permitiera interrumpir mis visitas durante unos
días; le hablé de lo que interesaba a su reputación, su fortuna, sus hijos. Me escuchó
largamente en silencio; estaba pálida como la muerte.
—Sea como fuere —me dijo al fin—, os iréis pronto; no adelantemos ese
momento; no os preocupéis por mí. Ganemos unos días, ganemos unas horas: unos
días, unas horas, no necesito más. No sé qué presentimiento me dice, Adolphe, que
moriré en vuestros brazos.
Así pues, seguimos viviendo como antes, yo siempre inquieto, Ellénore siempre
triste, el conde de P*** taciturno y preocupado. Finalmente llegó la carta que
esperaba: mi padre me ordenaba reunirme con él. Enseñé la carta a Ellénore.
—¡Tan pronto! —me dijo después de leerla—; no creí que faltara tan poco. —
Después, deshecha en lágrimas, me cogió de la mano y me dijo—: Adolphe, ya veis
que no puedo vivir sin vos; no sé qué será de mí, pero os ruego que no os vayáis

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todavía: buscad pretextos para quedaros. Pedid a vuestro padre que os deje prolongar
la estancia aquí seis meses más. ¿Puede decirse que seis meses sea mucho tiempo?
Quise oponerme a su resolución; pero lloraba tan amargamente, temblaba de tal
modo, sus rasgos revelaban un sufrimiento tan desgarrador, que no pude continuar.
Me lancé a sus pies, la estreché entre mis brazos, le hice promesas de amor y salí para
escribir a mi padre. Lo hice, en efecto, bajo los efectos de la emoción que me había
causado el dolor de Ellénore. Alegué mil motivos para el retraso; mencioné la
conveniencia de seguir en D*** algunas clases a las que no había podido asistir en
Gotinga; y cuando envié la carta al correo deseaba con ardor obtener el
consentimiento que solicitaba.
Regresé a casa de Ellénore a última hora de la tarde. Estaba sentada en un sofá; el
conde de P*** estaba cerca de la chimenea, bastante lejos de ella; los dos niños
estaban en un rincón, sin jugar, y en su cara se veía el asombro de la infancia que
observa una agitación cuya causa no sospecha. Informé a Ellénore con un gesto de
que había hecho lo que quería. Un destello de alegría brilló en sus ojos, pero no tardó
en desaparecer. No decíamos nada. El silencio nos resultaba molesto a los tres.
—Me aseguran, señor —me dijo finalmente el conde—, que está usted a punto de
partir.
Le respondí que lo ignoraba.
—Me parece —replicó— que, a su edad, no debe tardarse en emprender una
profesión: por otra parte —añadió mirando a Ellénore—, quizá no todo el mundo
piense como yo.
La respuesta de mi padre no se hizo esperar. Temblaba, mientras la abría, del
dolor que una negativa causaría a Ellénore. Incluso me pareció que lo habría
compartido con una amargura semejante a la suya; sin embargo, al leer el
consentimiento que me concedía, acudieron de golpe a mi pensamiento todos los
inconvenientes que implicaba prolongar mi estancia.
«Seis meses más de incomodidad y de exigencia —grité—, seis meses durante los
que ofendo al hombre que me había ofrecido su amistad, pongo en peligro a una
mujer que me ama, corro el riesgo de arrebatarle la única situación en que le es
posible vivir tranquila y respetada, engaño a mi padre; ¿y para qué? ¡Para no
enfrentarme ni un momento a un dolor que, tarde o temprano, será inevitable! ¿No
experimentamos este dolor cada día, a granel, gota a gota? A Ellénore sólo le hago
daño; mi sentimiento, tal como es, no puede satisfacerla. Me sacrifico por ella, por su
felicidad, sin conseguir nada; y yo vivo aquí sin utilidad, sin independencia, sin tener
un momento libre, sin poder respirar una hora en paz».
Volví a casa de Ellénore absorto en estas reflexiones. La encontré sola.
—Me quedo seis meses más —le dije.
—Me lo anunciáis muy secamente.
—Porque temo mucho, lo confieso, las consecuencias que este retraso puede tener
para ambos.

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—Me parece que al menos para vos no pueden resultar demasiado molestas.
—Sabéis muy bien, Ellénore, que no es por mí por quien más me preocupo.
—Pues tampoco es que os preocupe la felicidad de los demás.
La conversación había tomado una dirección tormentosa. Ellénore se sentía herida
por mis prevenciones en una circunstancia en la que creía que debía compartir su
alegría: yo también, a causa de su victoria sobre mis precedentes resoluciones. La
escena se hizo violenta. Explotamos en reproches mutuos. Ellénore me acusó de
haberla engañado, de haber sido para mí un capricho pasajero, de haberle enajenado
el afecto del conde, de haberla devuelto, a los ojos del mundo, a la situación equívoca
de la que toda la vida había intentado salir. Me irritó ver que volvía en mi contra lo
que sólo había hecho por obediencia hacia ella y por temor a afligirla. Me lamenté de
la exigencia en que vivía, de mi juventud consumida en la inacción, del despotismo
que ejercía sobre todas mis actividades. Mientras hablaba de este modo, vi que de
repente la cara se le cubría de lágrimas: me detuve, rectifiqué, me retracté, me
expliqué. Nos abrazamos: pero habíamos dado el primer golpe, habíamos franqueado
la primera barrera. Ambos habíamos pronunciado palabras irreparables; podíamos
callar, pero no olvidarlas. Hay cosas que uno no dice durante largo tiempo, pero una
vez están dichas, no deja nunca de repetirlas.
Así pues, vivimos durante cuatro meses unas relaciones forzadas, a veces
amables, nunca completamente libres; todavía encontrábamos placer en ellas, pero ya
no hallábamos encanto. Ellénore, sin embargo, no se apartaba de mí. Tras nuestras
más feroces disputas, sentía la misma urgencia por volverme a ver, fijaba la hora de
nuestras entrevistas con tanto cuidado como si nuestra unión hubiera sido la más
apacible y tierna. He pensado a menudo que mi propia conducta contribuía a hacer
que Ellénore mantuviera esta actitud. Si yo la hubiera amado como ella me amaba, se
habría sentido más tranquila; ella misma habría reflexionado sobre los peligros a los
que se enfrentaba. Pero cualquier clase de prudencia le resultaba odiosa, porque la
prudencia venía de mí; no calculaba en absoluto sus sacrificios, porque estaba
ocupada por entero en hacérmelos aceptar; no tenía tiempo de enfriarse conmigo,
porque empleaba todo su tiempo y todas sus fuerzas en conservarme. Se acercaba la
nueva fecha de mi partida; y yo experimentaba, al pensar en ello, una mezcla de
placer y pesar: como lo que siente un hombre que debe lograr una curación segura
por medio de una dolorosa operación.
Una mañana, Ellénore me escribió que fuera a su casa al momento.
—El conde —me dijo— me prohíbe recibiros: no quiero en ningún caso obedecer
esta orden tiránica. Seguí a este hombre cuando era un proscrito, salvé su fortuna; lo
he servido en todos sus intereses. Ahora puede prescindir de mí; yo no puedo
prescindir de vos.
Es fácil adivinar cuánto insistí para que renunciara a un proyecto que no me
entraba en la cabeza. Le hablé de lo que diría la gente:
—La gente —me respondió— no ha sido nunca justa conmigo. Durante diez años

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he cumplido mis deberes mejor que cualquier mujer, y esta gente no ha dejado por
ello de negarme el rango que merecía.
Le hice pensar en sus hijos.
—Mis hijos son del señor de P***. Los ha reconocido: cuidará de ellos. Al fin y
al cabo, se felicitarán de olvidar a una madre con la que sólo pueden compartir la
vergüenza.
Redoblé mis ruegos.
—Escuchad —me dijo—; si rompo mi relación con el conde, ¿os negaréis a
verme? ¿Lo haréis? —prosiguió mientras me agarraba el brazo con tal violencia que
me estremecí.
—No, desde luego —le respondí—; y cuanto más desgraciada seáis, más
entregado me veréis. Pero tened en cuenta…
—No hay nada que tener en cuenta —me interrumpió—. Va a regresar, marchaos;
no volváis aquí.
Pasé el resto del día con una angustia inexpresable. Transcurrieron otros dos sin
que supiera nada de Ellénore. Ignorar su suerte me hacía sufrir; también sufría por no
verla, y me asombraba la tristeza que me causaba esta privación. No obstante,
deseaba que hubiera renunciado a la resolución que tanto me hacía temer por ella, y
empezaba a pensar que lo había hecho cuando una mujer me trajo una nota en la que
Ellénore me rogaba que fuera a verla en la calle tal, en tal casa, en el tercer piso.
Mientras corría hacia allí seguía confiando en que, como no podía recibirme en casa
del señor de P***, hubiera querido que nos viéramos en otra parte por última vez. La
encontré tomando las disposiciones necesarias para una permanencia estable. Se
acercó a mí, a la vez contenta y tímida, intentando adivinar cómo me lo tomaría.
—Todo se ha roto —me dijo—, soy perfectamente libre. Dispongo de setenta y
cinco luises de renta de mi fortuna particular, esa cantidad me basta. Permaneceréis
aquí seis semanas más. Cuando os marchéis, quizá pueda acercarme hasta donde
estéis; quizá vos vengáis a verme.
Y, como si temiera mi respuesta, se enzarzó en un montón de detalles relativos a
sus proyectos. Intentó de mil maneras persuadirme de que sería feliz; de que no había
sacrificado nada por mí; de que la decisión que había tomado le convenía,
independientemente de mí. Estaba claro que hacía un gran esfuerzo y que sólo creía a
medias lo que me decía. Se aturdía con sus palabras por miedo a oír las mías;
prolongaba su discurso con energía para retrasar el momento en que mis objeciones
volverían a hundirla en la desesperación. No fui capaz de poner ninguna. Acepté su
sacrificio, se lo agradecí; le dije que me sentía feliz por lo que había hecho: le dije
más aún; le aseguré que siempre había deseado que una determinación irreparable
convirtiera en un deber para mí no dejarla nunca; atribuí mis indecisiones a la
delicadeza que me impedía admitir lo que trastornaba su situación. No tuve, en una
palabra, otro pensamiento que alejar de ella la tristeza, el temor, el pesar, la
incertidumbre respecto a mis sentimientos. Mientras le hablaba sólo tenía ese

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objetivo, y era sincero en mis promesas.

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Capítulo V
La separación de Ellénore y el conde de P*** tuvo en la gente un efecto que no era
difícil de prever. Ellénore perdió en un instante el fruto de diez años de entrega y
constancia: se la confundió con todas las mujeres de su clase que se entregan sin
escrúpulos a mil caprichos sucesivos. Que abandonara a sus hijos hizo que fuera
considerada una madre desnaturalizada: y las mujeres de reputación irreprochable
repitieron con satisfacción que el olvido de la virtud más esencial de su sexo se
extendía con rapidez a todas las demás. Al mismo tiempo la compadecían para no
perderse el placer de censurarme. Se vio en mi conducta la de un seductor, un ingrato,
que había violado la hospitalidad y había sacrificado, para satisfacer una fantasía
momentánea, la tranquilidad de dos personas, cuando habría tenido que respetar a una
y tratar con consideración a la otra. Algunos amigos de mi padre me dirigieron serias
reconvenciones; otros, menos francos conmigo, me expresaron su desaprobación por
medio de indirectas. Los jóvenes, al contrario, se mostraron encantados por la
habilidad con que había suplantado al conde; y con mil bromas que yo intentaba en
vano reprimir, me felicitaron por mi conquista y prometieron imitarme. No soy capaz
de describir lo que tuve que sufrir a causa de las severas censuras y los vergonzosos
elogios. Estoy convencido de que, si hubiera sentido amor por Ellénore, habría
corregido aquellas opiniones sobre ella y sobre mí. Es tal la fuerza de un sentimiento
verdadero que, cuando habla, las interpretaciones falsas y las conveniencias facticias
callan. Pero yo no era más que un hombre débil, agradecido y dominado; no me
guiaba ningún impulso salido del corazón. Así, me sentía turbado; intentaba poner fin
a la conversación; y si se prolongaba, la terminaba con aspereza, y mis palabras
anunciaban a los demás que me disponía a iniciar una disputa. En efecto, habría
preferido batirme con ellos que responderles.
Ellénore no tardó en darse cuenta de que la opinión general se alzaba contra ella.
Dos parientas del señor de P***, a las que el ascendiente de este había obligado a
relacionarse con ella, hicieron un gran escándalo con la ruptura; se sentían felices de
poder entregarse a su malevolencia, largamente contenida bajo los austeros principios
de la moral. Los hombres siguieron viendo a Ellénore; pero en su tono se introdujo
cierta familiaridad que revelaba que ya no la apoyaba un protector poderoso, ni la
justificaba una unión casi consagrada. Unos acudían a su casa porque, decían, la
conocían desde siempre; otros, porque todavía era guapa y su reciente ligereza los
llevaba a tener unas pretensiones que no intentaban disimular. Todos se disculpaban
de su relación con ella; es decir, todos pensaban que esa relación necesitaba una
excusa. De este modo, la desdichada Ellénore se veía hundida para siempre en el
estado del que toda la vida había intentado salir. Todo contribuía a lastimar su alma y
a herir su orgullo. Interpretaba el abandono de unos como una prueba de desprecio y
la asiduidad de otros como el indicio de una esperanza insultante. Sufría por la
soledad, la avergonzaba la compañía. ¡Ah!, sin duda habría debido consolarla, habría

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debido estrecharla contra mi corazón, decirle: «Vivamos el uno para el otro,
olvidemos a los que nos juzgan mal, seamos felices con nuestro aprecio y con nuestro
amor»; llegué a intentarlo; pero ¿qué poder tiene, para reanimar un sentimiento que
se apaga, una medida que se toma por obligación?
Ellénore y yo disimulábamos el uno ante el otro. Ella no se atrevía a confiarme
sus penas, resultado de un sacrificio que sabía muy bien que no le había pedido. Yo
había aceptado el sacrificio: no me atrevía a lamentarme de una desgracia que había
previsto y no había sido capaz de evitar. Por lo tanto, callábamos el único
pensamiento que nos preocupaba constantemente. Nos acariciábamos, hablábamos de
amor; pero hablábamos de amor temiendo hacerlo de otra cosa.
Desde el momento en que existe un secreto entre dos corazones que se aman,
desde el momento en que uno ha podido decidirse a esconder al otro una sola idea, el
encanto se rompe, la felicidad se destruye. Los accesos de cólera, la injusticia, incluso
la distracción, tienen remedio; pero el disimulo introduce en el amor un elemento
extraño que lo desnaturaliza y lo marchita ante sus propios ojos.
Debido a una extraña inconsecuencia, mientras rechazaba con la indignación más
violenta la menor insinuación contra Ellénore, yo mismo contribuía a perjudicarla en
mis conversaciones en público. Me había sometido a su voluntad, pero había tomado
horror al imperio de las mujeres. No cesaba de perorar contra su debilidad, su
exigencia, el despotismo de su dolor. Alardeaba de los más duros principios; y el
mismo hombre que no podía soportar una lágrima, que cedía ante la muda tristeza,
que se veía perseguido en la ausencia por la imagen del sufrimiento que había
causado, se mostraba, en todos sus discursos, despectivo y despiadado. Ninguno de
los elogios directos con que me refería a Ellénore destruía la impresión que causaban
tales declaraciones. Me odiaban, la compadecían, pero no la apreciaban. Le
reprochaban no haber inspirado en su amante más consideración hacia su sexo y más
respeto por los lazos del corazón.
Un hombre que acudía habitualmente a casa de Ellénore y que, después de su
ruptura con el conde de P***, le había manifestado la más ardiente pasión, forzándola
con sus indiscretas persecuciones a no volver a recibirlo, se permitió hacer contra ella
unas bromas ultrajantes que me pareció imposible soportar. Nos batimos; lo herí
gravemente, yo también resulté herido. No puedo describir la mezcla de turbación,
terror, agradecimiento y amor que se dibujó en los rasgos de Ellénore cuando volvió a
verme tras este incidente. Se instaló en mi casa, a pesar de mis ruegos; no me dejó ni
un instante hasta que estuve convaleciente. Me leía durante el día, me velaba la
mayor parte de las noches; observaba mis menores movimientos, se adelantaba a cada
uno de mis deseos; su ingeniosa bondad multiplicaba sus facultades y doblaba sus
fuerzas. Me aseguraba sin cesar que no me habría sobrevivido; yo estaba inundado de
afecto, desgarrado por los remordimientos. Habría querido encontrar en mí el modo
de recompensar un cariño tan constante y tan tierno; recurría a los recuerdos, a la
imaginación, incluso a la razón, al sentimiento del deber: ¡inútiles esfuerzos! La

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dificultad de la situación, la certidumbre de que el futuro debía separarnos, quizá no
sé qué rebelión contra un lazo que me era imposible romper, me devoraban
interiormente. Me reprochaba la ingratitud que me esforzaba en ocultarle. Me afligía
cuando parecía que dudaba de un amor que le era tan necesario; no me afligía menos
cuando parecía creer en él. Sentía que era mejor que yo; me despreciaba por ser
indigno de ella. Es una horrible desgracia no ser amado cuando se ama; pero también
lo es, y grande, ser amado con pasión cuando ya no se ama. Habría dado mil veces la
vida que acababa de arriesgar por Ellénore porque fuera feliz sin mí.
Los seis meses que mi padre me concediera habían expirado; hube que pensar en
la partida. Ellénore no se opuso en ningún momento a mi marcha, ni siquiera intentó
retrasarla; pero me hizo prometer que al cabo de dos meses volvería a su lado, o que
le permitiría reunirse conmigo; se lo juré solemnemente. Viéndola luchar consigo
misma y reprimir su dolor, ¿qué compromiso no habría aceptado? Habría podido
exigirme que no la dejara; en el fondo de mi alma sabía que no habría desobedecido a
sus lágrimas. Le agradecía que no ejerciera su poder; me parecía amarla más por ello.
Yo mismo, por otra parte, no me separaba sin un gran pesar de un ser que se dedicaba
a mí tan exclusivamente. ¡Hay, en las relaciones que se prolongan, algo tan profundo!
¡Se convierten, sin que nos demos cuenta, en una parte tan íntima de nuestra
existencia! De lejos, con calma, nos hacemos el propósito de romperlas; creemos
aguardar con impaciencia el momento de realizarlo: pero cuando llega el día, nos
llena de terror; y es tal la extravagancia de nuestro miserable corazón, que dejamos
con un desgarramiento horrible a aquellos junto a los cuales permanecíamos sin
placer.
Durante mi ausencia, escribí regularmente a Ellénore. Me sentía dividido entre el
temor de que mis cartas le causaran dolor y el deseo de limitarme a describirle el
sentimiento que experimentaba. Habría querido que me adivinara, pero que lo hiciera
sin afligirse; me felicitaba cuando conseguía sustituir la palabra amor con las de
afecto, amistad, dedicación; pero de repente imaginaba a la pobre Ellénore triste y
aislada, con mis cartas como único consuelo; y al final de dos páginas frías y
mesuradas, añadía rápidamente algunas frases ardientes o tiernas, adecuadas para
volver a engañarla. De este modo, sin decir nunca lo bastante para satisfacerla,
siempre decía lo bastante para embaucarla. ¡Extraña falsedad cuyo mismo éxito se
volvía contra mí, prolongaba mi angustia y se me hacía insoportable!
Contaba con inquietud los días, las horas que pasaban; con el deseo hacía más
lento el paso del tiempo; temblaba al ver que se aproximaba el momento de cumplir
mi promesa. No veía modo alguno de irme. Tampoco lo hallaba para que Ellénore
pudiera instalarse en la misma ciudad que yo. Puede, debo ser sincero, puede que no
lo deseara. Comparaba mi vida independiente y tranquila con la vida de precipitación,
trastorno y tormento a la que su pasión me condenaba. ¡Me sentía tan bien siendo
libre, yendo, viniendo, saliendo, entrando, sin que a nadie le importara! Descansaba,
por así decirlo, en la indiferencia de los demás de la fatiga de su amor.

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No obstante, no me atreví a dejar que Ellénore sospechara que habría querido
renunciar a nuestros proyectos. Había comprendido por mis cartas que me sería difícil
dejar a mi padre; me escribió que empezaba, en consecuencia, los preparativos para
venir. Estuve largo tiempo sin oponerme a su resolución; no le respondí nada
concreto sobre el tema. Le indiqué vagamente que estaría siempre encantado de saber
que era, y entonces añadía, de hacerla feliz: ¡tristes equívocos, lenguaje embrollado
que me hacía gemir al verlo tan oscuro y que me horrorizaba hacer más claro! Por fin
decidí hablarle con franqueza; me dije que era mi obligación; erigí mi conciencia
contra mi debilidad; me fortalecí con la idea de su tranquilidad contra la imagen de su
dolor. Me paseaba decidido por la habitación e iba recitando en voz alta todo lo que
me proponía decirle. Pero apenas hube trazado unas líneas, mi predisposición
cambió: ya no consideraba mis palabras por el sentido que debían contener, sino por
el efecto que no podían dejar de producir; y como si un poder sobrenatural dirigiera
mi mano, dominada a mi pesar, me limité a aconsejarle que esperara unos meses. No
había dicho lo que pensaba. En mi carta no había ni un ápice de sinceridad. Los
razonamientos que aducía eran débiles, porque no eran los verdaderos.
La respuesta de Ellénore fue impetuosa: la indignaba mi deseo de no verla. ¿Qué
era lo que me pedía? Vivir en el anonimato cerca de mí. ¿Qué podía temer por su
presencia en un retiro ignorado, en una gran ciudad donde nadie la conocía? Lo había
sacrificado todo por mí, fortuna, hijos, reputación; no exigía otro pago por sus
sacrificios que esperarme como una humilde esclava, pasar cada día unos minutos
conmigo, disfrutar de los momentos que yo pudiera darle. Se había resignado a dos
meses de ausencia, no porque esta le pareciera necesaria, sino porque yo parecía
desearla; y cuando había conseguido llegar, apilando penosamente unos días sobre
otros, al término que yo mismo había fijado, ¡le proponía volver a empezar el largo
suplicio! Podía haberse equivocado, podía haber dado su vida a un hombre duro y
árido; era dueño de mis actos; pero no lo era de obligarla a sufrir, desamparada por
aquel por quien lo había inmolado todo.
Ellénore llegó poco después que la carta; me informó de su llegada. Fui a su casa
con la firme resolución de demostrarle una gran alegría; estaba impaciente por
tranquilizarla y procurarle, al menos momentáneamente, felicidad o calma. Pero se
sentía herida; me examinaba con desconfianza: enseguida descubrió mis esfuerzos;
irritó mi orgullo con sus reproches; insultó mi carácter. Me describió tan miserable en
mi debilidad que hizo revolverme contra ella más que contra mí. Un furor insensato
se apoderó de nosotros: renunciamos a cualquier consideración, olvidamos cualquier
delicadeza. Se habría dicho que las furias nos empujaban el uno contra la otra. Todo
lo que el odio más implacable había inventado contra nosotros, nos lo decíamos
mutuamente: y esos dos seres desgraciados, los únicos que se conocían sobre la tierra,
los únicos que podían hacerse justicia, comprenderse y consolarse, parecían dos
enemigos irreconciliables, empeñados en destrozarse.
Nos separamos tras una escena de tres horas; y, por primera vez en la vida, nos

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separamos sin darnos explicaciones, sin reconciliarnos. Apenas me alejé de Ellénore,
un dolor profundo reemplazó a la cólera. Me hundí en una especie de estupor,
completamente aturdido por lo que había pasado. Me repetía mis palabras con
incredulidad; no podía comprender mi conducta; buscaba en mí mismo lo que había
podido perderme.
Era muy tarde; no me atreví a volver a casa de Ellénore. Me prometí verla a
primera hora de la mañana siguiente y regresé a casa de mi padre. Había mucha
gente; me resultó fácil, en una reunión numerosa, mantenerme apartado y disimular
mi turbación. Cuando nos quedamos solos, me dijo:
—Me aseguran que la antigua amante del conde de P*** está en la ciudad. Te he
dado siempre gran libertad y nunca he querido saber nada de tus aventuras, pero no te
conviene, a tu edad, tener una amante declarada; y te advierto que he tomado medidas
para que se aleje de aquí.
Dicho esto, me dejó. Lo seguí hasta su habitación; me indicó que me retirara.
—Padre —le dije—, Dios es testigo de que yo no he hecho venir a Ellénore; Dios
es testigo de que querría que fuera feliz y de que a ese precio consentiría en no volver
a verla: pero tenga cuidado con lo que hace; creyendo separarme de ella, muy bien
podría estarme atando a ella para siempre.
Hice que acudiera inmediatamente a mi habitación un ayuda de cámara que me
había acompañado en mis viajes y que conocía mis relaciones con Ellénore. Le
encargué que descubriera al instante, si era posible, cuáles eran las medidas de las
que me había hablado mi padre. Regresó al cabo de dos horas. El secretario de mi
padre le había confiado, después de prometerle que guardaría el secreto, que Ellénore
recibiría al día siguiente la orden de marcharse.
—¡Ellénore, expulsada! —grité—, ¡expulsada con oprobio! ¡Ella, que ha venido
aquí sólo por mí, a quien he destrozado el corazón y a quien he visto derramar
lágrimas sin compadecerme de ella! ¿Dónde podría descansar, la infortunada, errante
y sola en un mundo cuya estima le he arrebatado? ¿A quién hablaría de su dolor?
Me decidí rápidamente. Me gané al hombre que me servía; lo llené de oro y de
promesas. Encargué que una silla de posta me esperara a las seis de la mañana a las
puertas de la ciudad. Hice mil proyectos para mi reunión eterna con Ellénore: la
amaba más de lo que la había amado nunca; todo mi corazón había vuelto a ella;
estaba orgulloso de protegerla. Me sentía ávido de tenerla entre mis brazos; el amor
había entrado por completo en mi alma; experimentaba una fiebre en mi mente, en el
corazón, de los sentidos, que trastornaba mi existencia. Si en aquel momento Ellénore
hubiera querido deshacerse de mí, habría muerto a sus pies para retenerla.
Amaneció; corrí a casa de Ellénore. Estaba acostada, pues se había pasado la
noche llorando; todavía tenía los ojos húmedos y el cabello en desorden; se
sorprendió al verme entrar.
—Ven —le dije—, vámonos.
Ella intentó decir algo.

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—Vámonos —repetí—: ¿tienes en el mundo otro protector, otro amigo aparte de
mí? ¿No son mis brazos tu único asilo?
Ella se resistía.
—Tengo importantes motivos —añadí—, motivos personales. En nombre de
Dios, sígueme.
La obligué a acompañarme. Por el camino la abrumaba con mis caricias, la
estrechaba contra mi corazón, respondía a sus preguntas con abrazos. Finalmente le
dije que, al darme cuenta de que mi padre tenía intención de separarnos, había sabido
que no podría ser feliz sin ella, que quería consagrarle mi vida y que nos uniéramos
con toda clase de lazos. Al principio su agradecimiento fue extremo, pero enseguida
percibió contradicciones en lo que le contaba. Después de mucho insistir, me arrancó
la verdad; su alegría desapareció, una nube oscura le cubrió la cara.
—Adolphe —me dijo—, os equivocáis sobre vos mismo; sois generoso, os
entregáis a mí porque me persiguen; creéis sentir amor y sólo sentís compasión.
¿Por qué pronunció aquellas palabras funestas? ¿Por qué me reveló un secreto
que quería ignorar? Me esforcé por tranquilizarla, puede que lo consiguiera; pero la
verdad había atravesado mi alma: el sentimiento había sido destruido; estaba decidido
a sacrificarme, pero ya no me hacía feliz; y volvía a haber en mí una idea que estaba
obligado a esconder.

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Capítulo VI
Cuando llegamos a la frontera escribí a mi padre. Mi carta fue respetuosa, pero
contenía un fondo de amargura. No podía agradecerle que hubiera apretado mis lazos
al pretender romperlos. Le anuncié que no dejaría a Ellénore hasta que estuviera
convenientemente establecida y ya no me necesitara. Le rogué que no me forzara, al
perseguirla, a quedar unido a ella para siempre. Esperé su respuesta para tomar una
decisión respecto al lugar donde debíamos instalarnos.
«Tienes veinticuatro años —me respondió—: no ejerceré sobre ti una autoridad
que llega a su término y de la que nunca he hecho uso; incluso ocultaré, mientras
pueda, tu extraña actuación; haré correr el rumor de que tu partida se debe a una
orden mía, para atender mis asuntos. Me haré cargo con liberalidad de tus gastos.
Pronto sentirás que la vida que llevas no es la que te conviene. Tu linaje, tus talentos
y tu fortuna te asignaban un lugar en el mundo que no es el de compañero de una
mujer sin patria ni protección. Tu carta me demuestra que no estás satisfecho de ti.
Piensa en que no se gana nada prolongando una situación que nos avergüenza.
Consumes inútilmente los mejores años de tu juventud, y esta pérdida es irreparable».
La carta de mi padre me asestó mil puñaladas. Cien veces me había dicho lo que
él me decía; cien veces me había avergonzado de que mi vida transcurriera en la
oscuridad y la inacción. Habría preferido los reproches, las amenazas; habría podido
enorgullecerme de soportarlo todo y habría sentido la necesidad de reunir mis fuerzas
para defender a Ellénore de los peligros que podrían asaltarla. Pero no había ningún
peligro: se me dejaba perfectamente libre; y la libertad sólo me servía para llevar con
más impaciencia el yugo que parecía haber escogido.
Nos instalamos en Caden, una pequeña ciudad de Bohemia. Me repetí que, puesto
que me había hecho responsable del destino de Ellénore, era preferible no hacerla
sufrir. Conseguí dominarme; encerré en mi interior incluso los menores indicios de
descontento y apliqué todos los recursos de mi espíritu en crearme una alegría facticia
para disimular mi profunda tristeza. El esfuerzo tuvo en mí un efecto inesperado.
Somos criaturas hasta tal punto móviles, que terminamos por experimentar los
sentimientos que fingimos. Olvidé en parte las penas que escondía. Mis perpetuas
bromas disipaban mi propia melancolía; y las demostraciones de ternura con las que
rodeaba a Ellénore me llenaban el corazón de una dulce emoción que casi parecía
amor.
De vez en cuando me asediaban pensamientos importunos. Me asaltaban, cuando
estaba solo, accesos de inquietud; me hacía mil extraños planes para lanzarme
definitivamente lejos de la esfera en la que vivía confinado. Sin embargo, rechazaba
esas ideas como si fueran pesadillas. Ellénore parecía feliz; ¿podía yo turbar su
dicha? De este modo pasaron cerca de cinco meses.
Un día vi que Ellénore estaba agitada e intentaba ocultarme un pensamiento que
la preocupaba. Después de mucho insistir, me hizo prometerle que no discutiría en

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ningún momento la decisión que había tomado y me confesó que el señor de P*** le
había escrito: había ganado el proceso; recordaba con agradecimiento los servicios
que le había prestado y sus diez años de unión. Le ofrecía la mitad de su fortuna, no
para reunirse con ella, lo que ya no era posible, sino a condición de que dejara al
hombre ingrato y pérfido que los había separado.
—Le he respondido —me dijo—, y ya supondréis que he rechazado su oferta.
Desde luego que lo suponía. Estaba conmocionado por la desesperación que me
causaba el nuevo sacrificio que Ellénore hacía por mí. De todos modos, no me atreví
a hacerle ninguna objeción: ¡mis tentativas en ese sentido habían sido siempre tan
infructuosas! Salí para reflexionar sobre la decisión que debía tomar. Veía claramente
que nuestros lazos debían romperse. Eran dolorosos para mí, y a ella le resultaban
perjudiciales; yo era el único obstáculo que le impedía recuperar una posición
razonable y la consideración que en el mundo sigue tarde o temprano a la opulencia;
era la única barrera entre ella y sus hijos: ya no tenía excusa a mis propios ojos.
Ceder ante ella en esta circunstancia ya no era generosidad, sino debilidad culpable.
Había prometido a mi padre que volvería a ser libre tan pronto como Ellénore no me
necesitara. Ya iba siendo hora de ejercer una profesión, iniciar una vida activa, hacer
algún mérito para obtener el aprecio general, usar noblemente mis facultades.
Regresé a casa de Ellénore creyéndome inquebrantable en el designio de obligarla a
no rechazar el ofrecimiento del conde de P*** y para decirle, si era necesario, que ya
no sentía amor por ella.
—Querida amiga —le dije—, luchamos durante un tiempo contra el destino, pero
siempre acabamos cediendo. Las leyes de la sociedad son más fuertes que el capricho
de los hombres; los sentimientos más imperiosos se rompen contra la fatalidad de las
circunstancias. Nos obstinamos en vano en consultar sólo a nuestro corazón; estamos
condenados a escuchar, tarde o temprano, a la razón. No puedo seguir reteniéndoos
durante más tiempo en una posición igualmente indigna de vos y de mí; no puedo
hacerlo, por vos, y por mí mismo.
A medida que hablaba, sin mirar a Ellénore, sentía que mis ideas se hacían más
vagas y que mi resolución se debilitaba. Intenté reponerme y seguí hablando
precipitadamente:
—Seré siempre amigo suyo; sentiré siempre por vos el más profundo afecto. Los
dos años que ha durado nuestra relación no se me borrarán de la memoria; serán para
siempre la época más hermosa de mi vida. Pero el amor, ese transporte de los
sentidos, esa borrachera involuntaria, ese olvido de todos los intereses, de todas las
obligaciones, Ellénore, ya no lo siento.
Esperé largamente su respuesta sin alzar los ojos hacia ella. Cuando por fin la
miré, estaba inmóvil; contemplaba todos los objetos como si no reconociera ninguno.
Le tomé la mano; la encontré fría. Me rechazó.
—¿Qué queréis de mí? —me dijo—. ¿Acaso no estoy sola, sola en el universo,
sola, sin un solo ser que me entienda? ¿Qué más tenéis que decirme? ¿Es que todavía

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no me lo habéis dicho todo? ¿No está todo acabado, acabado sin remedio? Dejadme,
iros; ¿no es eso lo que deseáis?
Quiso alejarse, se tambaleó; intenté retenerla, cayó desmayada a mis pies; la
levanté, la abracé, logré que recuperara el sentido.
—Ellénore —grité—, vuelva en sí, vuelva a mí; estoy lleno de amor por vos, del
amor más tierno, os he engañado para que fuerais libre de elegir.
¡Credulidades del corazón, sois inexplicables! Estas simples palabras, que otras
muchas anteriores desmentían, devolvieron a Ellénore a la vida y a la confianza; me
las hizo repetir varias veces: parecía respirar con avidez. Me creyó: se embriagó con
su amor, que tomaba por el nuestro; confirmó su respuesta al conde de P*** y me vi
más comprometido que nunca.
Tres meses después se presentó una nueva posibilidad de cambio en la situación
de Ellénore. Una de esas vicisitudes que son habituales en las repúblicas agitadas por
las facciones permitió a su padre regresar a Polonia y le restituyó sus bienes. A pesar
de que apenas conocía a su hija, a la que su madre se había llevado a Francia a la
edad de tres años, quiso que se instalara con él. Las habladurías sobre las aventuras
de Ellénore habían sido muy vagas en Rusia, donde había vivido siempre durante su
exilio. Ellénore era su única hija: temía el aislamiento, quería que alguien se ocupara
de él; se dedicó por entero a descubrir dónde vivía y, en cuanto lo supo, la invitó
enseguida a reunirse con él. Ella no podía sentir verdadero afecto por un padre al que
no recordaba haber visto. Aun así, pensaba que era su deber obedecerle; de este modo
aseguraba a sus hijos una gran fortuna y recuperaba para sí misma la posición que le
habían arrebatado las desgracias y su conducta; sin embargo, me dijo claramente que
sólo iría a Polonia si yo la acompañaba.
—Ya no estoy —dijo— en la edad en que el alma se abre a nuevas impresiones.
Mi padre es un desconocido para mí. Si me quedo aquí, otros se apresurarán a
rodearlo; eso también lo alegrará. Mis hijos tendrán la fortuna del señor de P***. Sé
muy bien que todos me censurarán; pasaré por ser una hija ingrata y una madre poco
sensible: pero ya he sufrido demasiado; ya no soy lo bastante joven para que la
opinión del mundo tenga demasiado poder sobre mí. Si hay dureza en mi resolución,
es a vos mismo, Adolphe, a quien debéis culpar de ella. Si pudiera hacerme ilusiones
respecto a vos, tal vez aceptaría una ausencia cuya amargura se vería disminuida por
la perspectiva de un reencuentro agradable y duradero; pero no esperáis nada mejor
que suponerme a doscientas leguas de vos, satisfecha y tranquila, rodeada por mi
familia y viviendo en la opulencia. Me escribiríais entonces unas cartas muy
razonables que ya puedo ver: me desgarrarían el corazón; no quiero exponerme a eso.
No tengo ni el consuelo de decirme que, a cambio del sacrificio de toda mi vida, he
conseguido inspiraros el sentimiento que merecía; sea como fuere, habéis aceptado el
sacrificio. Bastante sufro ya por la aridez de vuestros modales y la sequedad de
nuestras relaciones; soporto los sufrimientos que me causáis; no quiero afrontar otros
voluntariamente.

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Había en la voz y en el tono de Ellénore un no sé qué áspero y violento que
anunciaba más una firme determinación que una emoción profunda o conmovedora.
Desde hacía un tiempo, se irritaba de antemano al pedirme algo, como si ya se lo
hubiera negado. Mandaba sobre mis actos, pero sabía que mi juicio los desmentía.
Habría querido penetrar en el santuario íntimo de mi pensamiento para romper una
oposición sorda que la revolvía contra mí. Le hablé de mi situación, de la voluntad de
mi padre, de mi propio deseo; le supliqué, me enfurecí. Ellénore se mostró
inquebrantable. Quise despertar su generosidad, como si el amor no fuera el más
egoísta de los sentimientos y, en consecuencia, cuando se siente herido, el menos
generoso. Intenté, con un singular esfuerzo, enternecerla por la infelicidad que
experimentaba quedándome a su lado; sólo conseguí exasperarla. Le prometí que iría
a Polonia a verla; pero ella sólo vio en mis promesas, forzadas e inseguras, la
impaciencia por dejarla.
El primer año de nuestra estancia en Caden llegó a su término sin que nada
cambiara en nuestra situación. Cuando Ellénore me hallaba triste o abatido, al
principio se afligía, después se sentía herida, y me arrancaba con sus reproches la
confesión de la fatiga que yo habría querido disfrazar. Por mi parte, cuando Ellénore
parecía contenta, me irritaba verla complacerse en una situación que me costaba la
felicidad y trastornaba su breve complacencia con insinuaciones que le hacían
comprender lo que yo sentía interiormente. Así nos atacábamos el uno al otro con
indirectas que retirábamos enseguida en medio de protestas generales y vagas
justificaciones; después recuperábamos el silencio. Sabíamos tan bien todo lo que nos
diríamos, que callábamos para no oírlo. A veces uno de los dos estaba dispuesto a
ceder, pero dejábamos escapar el momento de acercarnos. Nuestros corazones,
desconfiados y heridos, ya no se encontraban.
A menudo me preguntaba por qué permanecía en tan lamentable estado: me
respondía que, si me alejaba de Ellénore, ella me seguiría, con lo que provocaría un
nuevo sacrificio. Finalmente me dije que debía satisfacerla por última vez y que
cuando la hubiera devuelto a su familia no podría exigirme nada más. Iba a
proponerle seguirla a Polonia cuando recibió la noticia de que su padre había muerto
de repente. La había instituido su única heredera, pero unas cartas posteriores que
esgrimían algunos parientes lejanos contradecían el testamento. Esta muerte afectó
dolorosamente a Ellénore, a pesar de las escasas relaciones que había entre ella y su
padre: se reprochó haberlo abandonado. No tardó en acusarme de su falta.
—Me habéis hecho incumplir —me dijo— un deber sagrado. Ahora se trata sólo
de mi fortuna: os la inmolaré aún con más facilidad. Desde luego, no voy a ir sola a
un país en el que sólo encontraré enemigos.
—No ha sido mi intención —le respondí— haceros incumplir ningún deber;
habría deseado, lo confieso, que os dignarais pensar que a mí también me resultaba
penoso faltar a los míos; no he podido obtener de vos este acto de justicia. Me rindo,
Ellénore; vuestro interés está por encima de cualquier otra consideración. Nos iremos

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juntos cuando queráis.
Nos pusimos efectivamente en camino. Las distracciones del viaje, las novedades,
los esfuerzos que hacíamos por sobreponernos, nos permitían recuperar de vez en
cuando algún resto de intimidad. La larga costumbre que teníamos el uno del otro, las
variadas circunstancias que habíamos recorrido juntos, habían ligado a cada palabra,
casi a cada gesto, recuerdos que nos devolvían de golpe al pasado y nos llenaban de
un enternecimiento involuntario, tal como los relámpagos atraviesan la noche sin
disiparla. Vivíamos, por así decirlo, de una especie de memoria del corazón, lo
bastante poderosa para que la idea de separarnos nos resultara dolorosa, demasiado
débil para que nos hiciera dichosos permanecer unidos. Me entregaba a estas
emociones para descansar de mi fastidio habitual. Para contentarla, habría querido dar
a Ellénore muestras de ternura; a veces retomaba con ella el lenguaje del amor: pero
esas emociones y ese lenguaje se parecían a las hojas pálidas y descoloridas que, en
un resto de fúnebre vegetación, crecen languidecientes en las ramas de un árbol
desarraigado.

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Capítulo VII
Ellénore consiguió, desde su llegada, que se le restituyera el disfrute de los bienes
que se le disputaban, comprometiéndose a no disponer de ellos hasta que se
resolviera el proceso. Se estableció en una de las posesiones de su padre. El mío, que
en sus cartas nunca abordaba directamente ningún tema, se contentó con llenarlas de
insinuaciones contra mi viaje.
«Me habías escrito —decía— que no te irías. Me detallaste ampliamente todos tus
motivos para no hacerlo. En consecuencia, estaba del todo convencido de que te
marcharías. No puedo sino compadecerte por este espíritu de independencia que te
lleva a hacer siempre lo que no deseas. No quiero en absoluto juzgar, por otra parte,
una situación que conozco imperfectamente. Hasta el momento me había parecido
que eras el protector de Ellénore, y, bajo este punto de vista, había en tu actitud cierta
nobleza que elevaba tu carácter, independientemente del objeto al que te ligaras.
Ahora vuestras relaciones ya no son las mismas; ya no eres tú quien la protege, es ella
quien lo hace; vives en su casa, eres un extranjero al que ella introduce en su familia.
No me pronunciaré sobre una posición que tú mismo has escogido; sin embargo,
como puede presentar algunos inconvenientes, me gustaría hacer lo que esté en mi
mano para reducirlos. Escribo al barón de T***, nuestro embajador en esa región,
para recomendarte a él; ignoro si te interesará hacer uso de mi recomendación; no
debes ver en ella más que una prueba de mi celo, en ningún caso un ataque a la
independencia que siempre has sabido defender con éxito frente a tu padre».
Sofoqué las reflexiones que estas palabras me inspiraban. La finca en la que vivía
con Ellénore estaba a poca distancia de Varsovia; fui a casa del barón de T***. Me
recibió cordialmente, me preguntó por los motivos de mi estancia en Polonia, se
interesó por mis proyectos: yo no sabía qué responderle. Tras unos minutos de
conversación incómoda, me dijo:
—Le hablaré con franqueza: estoy al corriente de los motivos que le han traído a
este país, su padre me escribió al respecto; puedo incluso decirle que los comprendo:
no hay un solo hombre que no se haya encontrado, alguna vez en su vida, dividido
entre el deseo de romper una relación inadecuada y el temor de afligir a una mujer a
la que una vez amó. La inexperiencia de la juventud hace que uno exagere mucho
ante sí mismo las dificultades de tal posición; uno se complace en creer en la realidad
de las demostraciones de dolor, que reemplazan, en un sexo débil e irreflexivo, todos
los recursos de la fuerza y del entendimiento. El corazón sufre por ello, pero el amor
propio se felicita; y el hombre que piensa de buena fe inmolarse a la desesperación
que ha causado, de hecho sólo se sacrifica a las ilusiones de su propia vanidad.
Ninguna de las mujeres apasionadas de las que está lleno el mundo ha dejado nunca
de protestar diciendo que abandonarla significaría la muerte para ella; ninguna de
ellas ha dejado de vivir, y todas han encontrado consuelo.
Intenté interrumpirle.

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—Debe disculparme —me dijo—, joven, si me expreso tan directamente: pero lo
bien que me han hablado de usted, el talento que intuyo, la carrera que debería usted
seguir, todo me obliga a no disfrazar nada. Leo en su alma, a su pesar y mejor que
usted; ya no está usted enamorado de la mujer que lo domina y lo arrastra a su lado;
si todavía la amara, no habría venido a verme. Usted sabía que su padre me había
escrito; le era fácil prever lo que tenía que decirle: no le ha molestado oír de mis
labios unos razonamientos que usted mismo se repite sin cesar, siempre inútilmente.
La reputación de Ellénore no está ni de lejos intacta…
—Acabemos, se lo ruego —le respondí—, una conversación inútil. Unas
circunstancias desafortunadas pudieron disponer de los primeros años de Ellénore; se
la puede juzgar desfavorablemente por lo engañoso de las apariencias: pero hace tres
años que la conozco y no hay sobre la tierra un alma más elevada, un carácter más
noble, un corazón más puro y generoso.
—Como quiera —replicó—; pero se trata de matices en los que la opinión pública
no profundiza. Los hechos son concretos, son conocidos; ¿piensa destruirlos
impidiéndome recordarlos? Mire usted —prosiguió—, en este mundo hay que saber
lo que se quiere. ¿Acaso os casaréis con Ellénore?
—No, desde luego —exclamé—; ni siquiera ella lo ha deseado nunca.
—Así pues, ¿qué pensáis hacer? Ella le lleva diez años a usted, que tiene
veintiséis; seguirá ocupándose de ella diez años más; ella envejecerá; llegará usted a
la mitad de la vida sin haber empezado nada, sin haber acabado nada que le cause
satisfacción. A usted lo invadirá el tedio y a ella el mal humor; ella le será cada día
menos agradable, usted le será más necesario cada día; y el resultado de una cuna
ilustre, de una notable posición, de un espíritu elevado, será vegetar en un rincón de
Polonia, olvidado de sus amigos, perdido para la gloria y atormentado por una mujer
que nunca, haga usted lo que haga, se dará por satisfecha. Sólo añadiré lo siguiente, y
después no volveremos a tratar un tema que lo incomoda. Tiene usted todos los
caminos abiertos, las letras, las armas, la administración; puede aspirar a las más
ilustres alianzas; su destino es llegar a lo más alto: pero debe recordar que entre usted
y lo que puede conseguir se alza un obstáculo insuperable, y que este obstáculo es
Ellénore.
—He creído mi deber, señor —le respondí—, escucharle en silencio; pero me
siento asimismo obligado a decirle que no me ha hecho vacilar en absoluto. Nadie
más que yo, lo repito, puede juzgar a Ellénore; nadie aprecia lo bastante la
autenticidad de sus sentimientos ni la profundidad de sus impresiones. Mientras me
necesite me quedaré a su lado. Nada de lo que pudiera conseguir me consolaría de
hacerla desgraciada; y aunque debiera limitarme a servirle de apoyo, a sostenerla en
su pena, a protegerla con mi afecto de la injusticia de una sociedad que la desprecia,
seguiría creyendo no haber empleado mi vida inútilmente.
Me fui después de decir estas palabras: pero ¿quién podría explicarme por qué
capricho el sentimiento que me las dictaba se apagó incluso antes de que acabara de

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pronunciarlas? Quise, regresando a pie, retrasar el momento de volver a ver a la
misma Ellénore a la que acababa de defender; atravesé la ciudad precipitadamente:
tenía prisa por estar solo.
Al llegar a campo abierto reduje el paso y mil pensamientos me asaltaron. Las
palabras funestas, «entre usted y lo que puede conseguir se alza un obstáculo
insuperable, y este obstáculo es Ellénore», retumbaban a mi alrededor. Lancé una
larga y triste mirada hacia el tiempo que ya había pasado y que no podía recuperar;
recordé mis esperanzas de juventud, la confianza con que en otro tiempo creí dominar
el porvenir, los elogios que obtuvieron mis primeros ensayos, la aurora de reputación
que había visto brillar y desaparecer. Me repetía los nombres de varios de mis
compañeros de estudios a los que había tratado con supremo desprecio y que, por el
solo efecto de un trabajo obstinado y de una vida regular, me habían dejado a buena
distancia en el camino de la fortuna, la consideración y la gloria: me oprimía mi
inactividad. Así como los avaros ven reflejados en los tesoros que acumulan todos los
bienes que esos tesoros podrían comprar, percibía en Ellénore la privación de todo
aquello a lo que habría podido aspirar. No era sólo una profesión lo que echaba en
falta: como no había intentado seguir ninguna, me faltaban todas. Puesto que nunca
había recurrido a mis fuerzas, las imaginaba sin límites y las maldecía; habría querido
que la naturaleza me hubiera hecho débil y mediocre, para ahorrarme al menos los
remordimientos que sentía por degradarme voluntariamente. Cualquier alabanza,
cualquier aprobación de mi inteligencia o mis conocimientos, me parecía un reproche
insoportable: era como oír admirar los vigorosos brazos de un atleta cargado de
cadenas en el fondo de una mazmorra. Si quería levantar el ánimo, decirme que la
época de actividad todavía no había pasado, la imagen de Ellénore se elevaba ante mí
como un fantasma y volvía a arrojarme al vacío; sentía contra ella accesos de furor, y,
en una extraña mezcla, este furor no disminuía nada el terror que me inspiraba la idea
de afligirla.
Mi alma, fatigada por tan amargos sentimientos, buscó de repente refugio en los
contrarios. Algunas palabras, pronunciadas quizás al azar por el barón de T***, sobre
la posibilidad de una alianza agradable y tranquila, me sirvieron para crearme el ideal
de una compañera. Pensé en el sosiego, la consideración, incluso la independencia
que me ofrecería semejante destino; pues los lazos que arrastraba desde tanto tiempo
atrás me hacían mil veces más dependiente de lo que habría podido hacerlo una unión
reconocida y formalizada. Imaginaba la alegría de mi padre; experimenté un deseo
apremiante de recuperar, en mi patria y en compañía de mis iguales, el lugar que me
correspondía; me veía oponiendo una conducta austera e irreprochable a todas las
críticas que una malignidad fría y frívola había pronunciado contra mí, a todos los
reproches con los que me abrumaba Ellénore.
«Me acusa sin cesar —decía— de ser duro, de ser ingrato, de no tener piedad.
¡Ay!, si el cielo me hubiera concedido una mujer que las conveniencias sociales me
permitieran reconocer, que no avergonzara a mi padre al aceptarla como hija, me

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habría sentido mil veces feliz de hacerla feliz. Esta sensibilidad que es desconocida
porque sufre y está gastada, esta sensibilidad a la que se exigen imperiosamente
pruebas que mi corazón niega al arrebato y a la amenaza, ¡qué agradable me
resultaría entregarme a ella con el ser amado, compañero de una vida regular y
respetada! ¡Qué no he hecho por Ellénore! Por ella he dejado mi país y a mi familia;
por ella he afligido el corazón de un viejo padre que gime lejos de mí; por ella vivo
en este lugar en el que mi juventud se desvanece solitaria, sin gloria, honor ni placer:
tantos sacrificios hechos sin obligación y sin amor, ¿acaso no prueban de lo que el
amor y la obligación me harían capaz? Si temo hasta tal punto el dolor de una mujer
que sólo me domina por su dolor, ¡con qué cuidado apartaría cualquier aflicción,
cualquier pesar, de aquella a quien podría dedicarme abiertamente, sin
remordimientos y sin reservas! ¡Qué diferente sería entonces! ¡De qué modo esta
amargura de la que se me acusa como de un crimen, porque su origen es desconocido,
huiría rápidamente lejos de mí! ¡Qué agradecido me sentiría hacia el cielo y qué
benévolo hacia los hombres!».
Diciendo todo esto, los ojos se me llenaron de lágrimas, y mil recuerdos acudían
como torrentes a mi alma: mis relaciones con Ellénore me los habían hecho odiosos.
Todo lo que me llevaba a pensar en mi infancia, en la casa donde habían transcurrido
mis primeros años, en los compañeros de mis primeros juegos, en mis viejos padres,
que tanto se habían preocupado por mí, me hería y me hacía daño; me veía obligado a
rechazar, como si fueran pensamientos culpables, las imágenes más atractivas y los
deseos más naturales. La compañera que mi imaginación había creado de repente se
aliaba, al contrario, a todas esas imágenes y sancionaba todos esos deseos; se
asociaba a todas mis obligaciones, a mis placeres, a mis apetencias; vinculaba mi vida
actual con aquella época de mi juventud en que la esperanza abría ante mí un amplio
futuro, y de la que Ellénore me había separado como por medio de un abismo. Los
menores detalles, los menores objetos se dibujaban de nuevo en mi memoria: volvía a
ver el antiguo castillo en el que había vivido con mi padre, los bosques que lo
rodeaban, el río que bañaba el pie de sus murallas, las montañas que bordeaban su
horizonte; todas estas cosas me parecían de tal modo presentes, hasta tal punto llenas
de vida, que me hacían estremecer de una manera que me costaba soportar; y mi
imaginación colocaba a su lado a una criatura inocente y joven que las embellecía,
que las animaba con la esperanza. Erré sumido en esta ensoñación, sin ningún plan
fijo, sin decirme nunca que debía romper con Ellénore, sin tener de la realidad más
que una idea sorda y confusa, y en el estado de un hombre que, abrumado por el
dolor, durmiendo tiene un sueño que lo consuela y presiente que ese sueño se
termina. Descubrí de repente el castillo de Ellénore, al que insensiblemente me había
ido acercando; me detuve; seguí otro camino; me sentía feliz al retrasar el momento
de oír de nuevo su voz.
El día declinaba: el cielo estaba sereno; el campo iba quedando desierto; los
trabajos de los hombres habían acabado: abandonaban la naturaleza a sí misma. Mis

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pensamientos tomaron gradualmente un tono más serio e imponente. Las sombras de
la noche, más densas por momentos, el vasto silencio que me rodeaba y que sólo era
interrumpido por ruidos escasos y lejanos, hicieron que sucediera a mi agitación un
sentimiento más calmado y solemne. Paseaba la mirada por el horizonte grisáceo del
que ya no podía distinguir los límites y que por esta razón me daba, de algún modo,
sensación de inmensidad. No había experimentado nada parecido desde hacía mucho
tiempo: absorbido sin cesar por reflexiones siempre personales, con la vista siempre
fija en mi situación, me había convertido en un extraño para cualquier idea general;
sólo me ocupaba de Ellénore y de mí; de Ellénore, que sólo me inspiraba una
compasión mezclada con cansancio; de mí, hacia quien ya no sentía ningún aprecio.
Me había encogido, por decirlo así, en una nueva clase de egoísmo, en un egoísmo
sin valentía, descontento y humillado; me di cuenta de que me complacía renacer a
otro orden de pensamientos y recuperar la facultad de olvidarme de mí mismo para
entregarme a meditaciones desinteresadas: mi alma parecía reponerse de una
degradación larga y vergonzante.
Así transcurrió casi toda la noche. Caminaba al azar; recorrí campos, bosques,
caseríos en los que todo estaba inmóvil. De vez en cuando percibía en alguna
vivienda lejana una luz pálida que horadaba la oscuridad. «Allí —me decía— quizá
se agita de dolor algún desdichado, o lucha contra la muerte; ¡contra la muerte,
misterio inexplicable, respecto a la que una experiencia diaria al parecer no ha
conseguido convencer a los hombres, término cierto que ni nos consuela ni nos
tranquiliza, objeto de habitual despreocupación y de terror pasajero! ¡Y también yo
—proseguía— me entrego a esta insensata inconsecuencia! ¡Me rebelo contra la vida,
como si la vida no debiera acabar! ¡Siembro la desdicha a mi alrededor para
reconquistar unos años miserables que el tiempo me arrancará pronto! ¡Ay!,
renunciemos a unos esfuerzos inútiles: disfrutemos viendo pasar el tiempo,
precipitarse mis días unos sobre otros; será mejor permanecer inmóvil, ser espectador
indiferente de una existencia a medias transcurrida; que alguien se apodere de ella,
que alguien la destroce: ¡eso no prolongará su duración! ¿Vale la pena pelear por
ella?».
La idea de la muerte ha tenido siempre un gran poder sobre mí. Hallándome
sumido en las más vivas aflicciones, siempre ha bastado para calmarme enseguida:
tuvo en mi alma el efecto habitual; mi actitud hacia Ellénore se hizo menos amarga.
Toda mi irritación desapareció; de la impresión de aquella noche de delirio sólo me
quedó un sentimiento agradable y casi tranquilo: puede que el cansancio físico que
experimentaba contribuyera a esa tranquilidad.
Empezaba a clarear. Ya distinguía los objetos. Me di cuenta de que estaba
bastante lejos de casa de Ellénore. Imaginé su inquietud, y me daba toda la prisa que
la fatiga me permitía para llegar a su lado cuando tropecé con un hombre a caballo
que ella había enviado a buscarme. Me explicó que hacía doce horas que la
dominaban los más vivos temores; que, después de haber ido a Varsovia y de haber

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recorrido sus alrededores, había regresado a casa en un estado de angustia
inexpresable, y que había ordenado que todos los habitantes del pueblo salieran a
buscarme. Su relato me llenó de un malestar bastante enojoso. Me irrité al sentirme
sometido a una importuna vigilancia de Ellénore. En vano me repetía que el amor era
su único motivo: ¿no era también este amor el motivo de mi desdicha? No obstante,
conseguí vencer un sentimiento que me reprochaba. Sabía que estaba alarmada y que
sufría. Monté a caballo. Recorrí con rapidez la distancia que nos separaba. Me recibió
con una gran alegría. Su emoción me emocionó. Tuvimos una corta conversación,
porque ella pensó enseguida que yo debía de necesitar reposo: y la dejé, al menos por
una vez, sin haber dicho nada que pudiera afligirla.

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Capítulo VIII
Por la mañana me levanté perseguido por las mismas ideas que me habían agitado la
víspera. Mi agitación aumentó en los días siguientes; Ellénore quiso inútilmente
comprender la causa: respondía con turbados monosílabos a sus impetuosas
preguntas; me resistía ante su interés, pues sabía demasiado bien que mi franqueza le
produciría dolor, y que su dolor me impondría un nuevo disimulo.
Inquieta y sorprendida, recurrió a una de sus amigas para descubrir el secreto que
me acusaba de ocultarle; ávida de engañarse a sí misma, buscaba un hecho donde no
había más que un sentimiento. Esta amiga me habló de mi extraño humor, del
cuidado con que rechazaba cualquier idea de un lazo duradero, de mi inexplicable
ansia de ruptura y de aislamiento. La escuché largamente en silencio; hasta aquel
momento no le había dicho a nadie que ya no amaba a Ellénore; repugnaba a mi boca
una confesión que me parecía una perfidia. Sin embargo, quise justificarme; le
expliqué mi historia con cuidado, elogiando continuamente a Ellénore, aceptando la
inconsecuencia de mi conducta, que justificaba por las dificultades de nuestra
situación, y sin permitirme ni una palabra que dejara ver claramente que la verdadera
dificultad era, por mi parte, la ausencia de amor. La mujer que me escuchaba se
emocionó con mi relato: vio generosidad en lo que yo llamaba flaqueza, desdicha en
lo que para mí era dureza. Las mismas explicaciones que enfurecían a una Ellénore
apasionada, convencían al espíritu de su amiga imparcial. ¡Somos tan justos cuando
no somos los interesados! Seas quien fueres, no pongas en manos de otro los
intereses de tu corazón; sólo el corazón puede defender su causa: es el único que
conoce sus heridas; cualquier intermediario se convierte en juez; analiza, transige,
concibe la indiferencia; la admite como posible, la reconoce como inevitable; por la
misma razón la excusa, y la indiferencia resulta así, de modo muy sorprendente,
legítima a sus ojos. Los reproches de Ellénore me habían persuadido de que era
culpable; supe por aquella que creía defenderla que sólo era desgraciado. Me vi
arrastrado a hacer una confesión completa de mis sentimientos: convine en que sentía
por Ellénore afecto, simpatía, compasión; pero añadí que el amor no era en absoluto
una de las obligaciones que me imponía. Esta verdad, hasta entonces encerrada en mi
corazón, sólo alguna vez revelada a Ellénore, en momentos de cólera y turbación,
adquirió ante mí mismo más realidad y fuerza en cuanto otro se convirtió en su
depositario. Es un gran paso, un paso irreparable, cuando desvelamos de golpe ante
un tercero los repliegues ocultos de una relación íntima; la luz que penetra en el
santuario constata y culmina las destrucciones que la oscuridad escondía entre sus
sombras: del mismo modo que los cuerpos encerrados en sus tumbas conservan a
menudo su forma original hasta que el aire exterior los golpea y los reduce a polvo.
La amiga de Ellénore se fue: ignoro qué informe le haría de nuestra conversación,
pero al acercarme al salón la oí hablar con gran animación; al verme se calló.
Después se dedicó a comentar, de distintas formas, unas ideas generales que eran en

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realidad ataques particulares.
—No hay nada más extraño —decía— que el celo de ciertas amistades; hay gente
que se apresura a hacerse cargo de los intereses de uno para así mejor abandonar su
causa; llaman a esto cariño: preferiría el odio.
No me costó comprender que la amiga de Ellénore se había puesto de mi parte y
contra ella, y que la había irritado porque no pareció hallarme demasiado culpable.
Sentí que estaba de acuerdo con otro contra Ellénore: era una nueva barrera entre
nuestros corazones.
Unos días más tarde, Ellénore llegó más lejos: era completamente incapaz de
dominarse; desde el momento en que creía tener un motivo de queja, su único
objetivo era pedir explicaciones, no se andaba en contemplaciones ni en cálculos, y
prefería el peligro de romper a la obligación de disimular. Las dos amigas se
separaron peleadas para siempre.
—¿Por qué mezclar a extraños en nuestras discusiones íntimas? —dije a Ellénore
—. ¿Es que necesitamos a un tercero para entendernos? Si no nos entendemos, ¿qué
tercero podrá remediarlo?
—Tenéis razón —me respondió—: pero es por vuestra culpa; antes no pedía la
intervención de nadie para llegar a vuestro corazón.
De repente, Ellénore anunció el proyecto de cambiar de vida. Deduje de su
razonamiento que atribuía a la soledad en que vivíamos el descontento que me
devoraba: agotaba todas las explicaciones falsas para no aceptar la verdadera.
Pasábamos a solas monótonas veladas entre el silencio y el mal humor; la fuente de
las largas conversaciones se había secado.
Ellénore resolvió atraer a su casa a las familias nobles que vivían cerca de ella o
en Varsovia. Intuí fácilmente los obstáculos y los peligros que se opondrían a sus
intentos. Los parientes que le disputaban la herencia habían revelado sus errores
pasados y habían difundido contra ella mil rumores calumniosos. Me estremecí por
las humillaciones que tendría que afrontar e intenté disuadirla del empeño. Mis
advertencias fueron inútiles; herí su orgullo con mis temores, a pesar de que los
expresé con gran cuidado. Supuso que me avergonzaban nuestras relaciones porque
su existencia era equívoca; sólo conseguí que tuviera más prisa por reconquistar un
puesto honorable en el mundo: sus esfuerzos tuvieron un cierto éxito. La fortuna de
que disfrutaba, su belleza, que el tiempo sólo había disminuido ligeramente, incluso
los rumores de sus aventuras, todo en ella excitaba la curiosidad. Pronto se vio
rodeada por una abundante compañía; pero la perseguía un secreto sentimiento de
turbación e inquietud. Yo estaba descontento de mi situación, ella imaginaba que lo
estaba de la suya; se agitaba para salir de ella; su ardiente deseo no le permitía hacer
ningún cálculo, su posición falsa hacía que su conducta fuera desigual y precipitaba
sus pasos. Era juiciosa, pero de mente poco amplia; su capacidad de juicio era
desnaturalizada por su carácter arrebatado, y su poca amplitud le impedía percibir la
línea más hábil y captar los matices. Por primera vez tenía un objetivo; y, como se

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precipitaba hacia él, no lo alcanzaba. ¡Cuánta repugnancia se tragó sin
comunicármelo! ¡Cuántas veces pasé vergüenza por ella y no tuve valor para
decírselo! Es tal entre los hombres el poder de la reserva y la mesura, que la había
visto más respetada por los amigos del conde de P*** siendo su amante de lo que lo
era por sus vecinos como heredera de una gran fortuna, rodeada por sus vasallos.
Alternativamente altiva y suplicante, tan pronto obsequiosa como susceptible, había
en sus acciones y en sus palabras no sé qué ansia destructiva del aprecio que se
construye sólo con calma.
Al describir así los defectos de Ellénore, es a mí a quien acuso y condeno. Una
palabra mía la habría calmado: ¿por qué no pude pronunciarla?
De todos modos, nuestra vida juntos era más tranquila; la distracción nos aliviaba
de nuestros pensamientos habituales. No estábamos solos más que a intervalos; y
como teníamos el uno hacia el otro una confianza sin límites, menos respecto a
nuestros sentimientos íntimos, colocábamos las observaciones y los hechos en el
lugar de los sentimientos, y nuestras conversaciones recuperaron cierto encanto. Pero
pronto aquella nueva clase de vida se convirtió para mí en nueva causa de
perplejidad. Perdido entre el gentío que rodeaba a Ellénore, me di cuenta de que se
me miraba con estupor y se me censuraba. Se acercaba la época en que debía juzgarse
su caso: sus adversarios pretendían que había perturbado el corazón paterno con
extravíos sin nombre; mi presencia apoyaba sus asertos. Sus amigos me acusaban de
perjudicarla. Excusaban su pasión por mí; pero me acusaban de indelicadeza: yo
abusaba, decían, de un sentimiento que habría debido moderar. Yo era el único que
sabía que si la abandonaba la arrastraría tras de mí, y que por seguirme desatendería
cualquier preocupación por su fortuna y olvidaría por completo la prudencia. No
podía hacer a nadie depositario de este secreto; así pues, yo no parecía en casa de
Ellénore sino un extranjero pernicioso para el éxito de las gestiones que debían
decidir su suerte; y, por una extraña alteración de la verdad, mientras que era yo la
víctima de sus caprichos inquebrantables, era a ella a quien compadecían como
víctima de mi ascendiente.
Una nueva circunstancia vino a complicar aún más esta dolorosa situación.
En la conducta y en los modales de Ellénore se operó de repente una singular
revolución: hasta entonces sólo se había ocupado de mí; de un día para otro, la vi
acoger y buscar los halagos de los hombres que la rodeaban. Aquella mujer tan
reservada, tan fría, tan suspicaz, pareció mudar repentinamente de carácter. Alentaba
los sentimientos e incluso las esperanzas de una multitud de jóvenes, algunos de los
cuales eran seducidos por su aspecto, mientras que otros, a pesar de sus pasados
errores, aspiraban seriamente a obtener su mano; ella les concedía largos ratos a
solas; los trataba con esos modales dudosos, pero atractivos, que rechazan
suavemente sólo para retener, porque indican más indecisión que indiferencia, más
aplazamiento que negativa. Después supe por ella, y los hechos me lo demostraron,
que actuaba así por un cálculo falso y deplorable. Pensaba reavivar mi amor

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haciéndome sentir celos; pero lo que hacía era agitar unas cenizas que nada podía
recalentar. Quizá se mezclara también en su cálculo, sin que ella se diera cuenta, algo
de vanidad femenina; la hería mi frialdad, quería demostrarse a sí misma que todavía
era capaz de agradar. Quizás, en fin, en el aislamiento en que yo dejaba su corazón,
hallara una especie de consuelo oyéndose repetir las expresiones de amor que hacía
mucho que yo no le dirigía. Sea como fuere, durante un tiempo estuve equivocado
sobre sus motivos. Entreví la aurora de mi libertad futura; me felicité por ello.
Temblaba al pensar que podía interrumpir esta gran crisis a la que ligaba mi
liberación con algún acto desconsiderado y procuré ser más amable, parecer más
contento. Ellénore tomó mi amabilidad por ternura, mi esperanza de verla feliz sin mí
por el deseo de hacerla feliz. Se congratuló por su estratagema. A veces, no obstante,
se alarmaba al ver que no me sentía inquieto; me reprochaba que no pusiera ningún
obstáculo a unas relaciones que, en apariencia, amenazaban con quitármela.
Rechazaba sus acusaciones bromeando, pero no siempre lograba tranquilizarla; su
carácter se transparentaba a través del disimulo que se había impuesto. Las escenas se
repetían en otro terreno, pero no eran menos tempestuosas. Ellénore me imputaba sus
propios errores, insinuaba que una sola palabra me la devolvería entera; después,
ofendida por mi silencio, volvía a precipitarse en la coquetería con una especie de
furor.
Será sobre todo por esto, me doy cuenta, por lo que se me acusará de debilidad.
Quería ser libre, y podía serlo con la aprobación general; quizá debía serlo: la
conducta de Ellénore me autorizaba y parecía conducirme a ello. Pero ¿acaso no
sabía que esta conducta era obra mía? ¿No sabía que en el fondo de su corazón
Ellénore no había dejado de amarme? ¿Podía castigarla por las imprudencias que la
obligaba a cometer y, fríamente hipócrita, buscar en estas imprudencias un pretexto
para abandonarla sin piedad?
Por supuesto, no intento excusarme, me condeno más severamente de lo que otro
lo haría en mi lugar; pero puedo al menos dar aquí testimonio solemne de que nunca
actué por cálculo y de que siempre me guiaron unos sentimientos auténticos y
naturales. ¿Cómo es posible que con estos sentimientos no causara durante tanto
tiempo más que mi desdicha y la de los demás?
La sociedad, sin embargo, me observaba con sorpresa. Mi permanencia junto a
Ellénore sólo podía explicarse si le tenía un gran afecto, y mi indiferencia respecto a
los lazos que parecía siempre dispuesta a contraer desmentían este afecto.
Atribuyeron mi inexplicable tolerancia a una ligereza de principios, a una
despreocupación por la moral, que hablaban, se decía, de un hombre profundamente
egoísta al que el mundo había corrompido. Estas conjeturas, tanto más capaces de
surtir efecto en la medida en que se adecuaban a las mentes que las concebían, fueron
aceptadas y repetidas. El rumor llegó hasta mí; este inesperado descubrimiento me
indignó: como premio a mis largos sacrificios era despreciado, calumniado; había
olvidado, por una mujer, todos mis intereses, y había rechazado todos los placeres de

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la vida, y era a mí a quien condenaban.
Hablé enérgicamente con Ellénore: una palabra hizo que desapareciera aquella
turba de adoradores a la que sólo había llamado para que yo temiera perderla. Redujo
su compañía a algunas mujeres y a un escaso número de hombres de cierta edad.
Todo recuperó, a nuestro alrededor, apariencia de regularidad: pero aquello nos hizo
más desdichados. Ellénore se creyó con nuevos derechos; yo me sentí cargado con
nuevas cadenas.
No soy capaz de describir las amarguras y los furores que resultaron de esta
complicación de nuestras relaciones. Nuestra vida ya no fue más que una tormenta
continua; la intimidad perdió todos sus encantos, y el amor toda su dulzura; ya no
hubo entre nosotros ni siquiera esos cambios pasajeros que parecen por unos instantes
sanar heridas incurables. La verdad se impuso por todas partes, y utilicé, para darme a
entender, las expresiones más duras y despiadadas. No me detenía hasta que veía a
Ellénore llorando; e incluso su llanto no era más que una lava ardiente que, cayendo
gota a gota en mi corazón, me arrancaba gritos, pero no podía arrancarme ningún
remordimiento. Fue entonces cuando la vi alzarse, pálida y profética, más de una vez:
—Adolphe —gritaba—, no sabéis cuánto me afligís; un día lo sabréis, lo sabréis
por mí, cuando me hayáis precipitado a la tumba.
¡Desdichado de mí, que, al oírla hablar así, no me lancé a su interior antes de que
ella lo hiciera!

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Capítulo IX
No había vuelto a casa del barón de T*** desde mi última visita. Una mañana recibí
de él esta nota:
«Los consejos que le di no merecían tan larga ausencia. Sea cual fuere la decisión
que tome usted respecto a su asunto, ello no lo hace menos hijo de mi amigo más
querido ni hará que disfrute menos de su compañía, y será para mí una gran
satisfacción introducirlo a usted en un círculo del que me atrevo a prometerle que le
agradará formar parte. Permítame añadir que cuanto más singular resulte su vida, que
no quiero en absoluto criticar, más le conviene disipar las sospechas, sin duda
infundadas, dejándose ver en público».
Agradecí la benevolencia que me demostraba un hombre de su edad. Fui a su
casa; en ningún momento salió el tema de Ellénore. El barón hizo que me quedara a
cenar: aquel día vi sólo a algunos hombres bastante espirituales y amables. Al
principio me sentí incómodo, pero me esforcé por sobreponerme; me animé, hablé,
desplegué al máximo mi agudeza y mis conocimientos. Me di cuenta de que
conseguía captar la atención. Recuperé, gracias a este éxito, una satisfacción de la
que mi amor propio estaba privado desde hacía mucho: esta satisfacción hizo que la
compañía del barón de T*** me resultara más agradable.
Mis visitas a su casa se multiplicaron. Me encargó algunas tareas relacionadas
con la embajada y que creyó poder confiarme sin ningún inconveniente. Al principio
Ellénore se sorprendió por esta revolución en mi vida; pero le hablé de la amistad que
unía al barón con mi padre y del placer que me proporcionaba consolar a este último
de mi ausencia aparentando ocuparme en algo útil. La pobre Ellénore, y mientras lo
escribo siento un gran remordimiento, experimentó cierta alegría porque yo parecía
más tranquilo y se resignó, sin quejarse demasiado, a pasar a menudo la mayor parte
del día separada de mí. El barón, por su parte, volvió a mencionar a Ellénore cuando
empezó a haber algo de confianza entre nosotros. Mi intención inequívoca era
siempre hablar bien de ella, pero, sin darme cuenta, lo hacía en un tono más bien
ligero y desenfadado: a veces daba a entender, por medio de generalidades, que
admitía la necesidad de desligarme de ella; a veces las bromas me ayudaban; hablaba,
riendo, de las mujeres y de la dificultad de romper con ellas. Estos discursos divertían
a un viejo ministro que ya no tenía la mente muy clara y que recordaba vagamente
que en su juventud también lo habían atormentado los mal de amores. De este modo,
sólo por tener un sentimiento oculto, engañaba más o menos a todo el mundo:
engañaba a Ellénore, pues sabía que el barón quería alejarme de ella y no se lo decía;
engañaba al señor de T***, pues dejaba que confiara en que mi deseo era romper mis
lazos. Esta duplicidad quedaba muy lejos de mi carácter: pero el hombre se pervierte
desde el momento en que guarda en su corazón un solo pensamiento que se ve
constantemente obligado a disimular.
Hasta entonces sólo había trabado conocimiento, en casa del barón de T***, con

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los hombres que componían su sociedad particular. Un día me propuso quedarme a
una fiesta que daba para celebrar el natalicio de su señor.
—Podrá usted conocer —me dijo— a las más bellas mujeres de Polonia: no
encontrará, es cierto, a aquella a la que ama; no es que eso me guste, pero hay
mujeres a las que sólo es posible ver en su casa.
Esa frase me afectó mucho; guardé silencio, pero me reprochaba interiormente no
haber defendido a Ellénore, quien, si alguien me hubiera atacado en su presencia, me
habría defendido con gran energía.
La reunión era numerosa; todos me examinaban con atención. Oía cómo repetían
en voz baja, a mi alrededor, el nombre de mi padre, el de Ellénore, el del conde de
P***. Callaban cuando me acercaba; proseguían cuando me alejaba. Quedaba claro
que explicaban mi historia, y cada cual, sin duda, lo hacía a su manera. Mi situación
era insoportable; tenía la frente cubierta de un sudor frío. Enrojecía y palidecía una y
otra vez.
El barón se dio cuenta de mi angustia. Se acercó a mí, se deshizo en atenciones y
cumplidos, buscó mil ocasiones de elogiarme, y enseguida su ascendiente obligó a los
demás a tratarme con la misma consideración.
Cuando todos se hubieron retirado, el señor de T*** me dijo:
—Quisiera hablarle una vez más con el corazón en la mano. ¿Por qué su deseo de
insistir en una situación que le hace sufrir? ¿A quién beneficia? ¿Cree que no se sabe
lo que pasa entre usted y Ellénore? Todo el mundo está al corriente de vuestra acritud
y descontento recíprocos. Se perjudica a sí mismo con su debilidad del mismo modo
que con su dureza; pues, para colmo de inconsecuencia, no hace usted feliz a esta
mujer que lo hace tan desdichado.
Todavía me sentía herido por el dolor que acababa de experimentar. El barón me
mostró algunas cartas de mi padre. Reflejaban una aflicción mucho más intensa de lo
que yo había supuesto. Me sentí profundamente conmovido. La idea de que yo
prolongaba la agitación de Ellénore aumentó mi irresolución. Finalmente, como si
todo se aliara en su contra, mientras yo dudaba, ella misma, con su vehemencia, hizo
que acabara de decidirme. Había estado ausente todo el día; el barón me retuvo en su
casa después de la reunión; la noche había ido pasando. Me trajeron una nota de
Ellénore mientras estaba con el barón de T***. Vi en sus ojos una especie de
compasión por mi servidumbre. La carta de Ellénore estaba llena de amargura.
—¡Pues cómo! —me dije—, ¡no puedo tener ni un día libre! ¡No puedo respirar
ni una hora en paz! Me persigue por todas partes, como a un esclavo al que hubiera
que devolver a sus pies. —Y, más violento por cuanto me sentía más débil—: Sí —
exclamé—, me comprometo a romper con Ellénore, tendré el valor de decírselo yo
mismo; ya puede comunicárselo usted a mi padre.
Después de decir esto, me apresuré a dejar al barón. Me oprimían las palabras que
acababa de pronunciar y apenas creía en la promesa que había hecho.
Ellénore me esperaba con impaciencia. Por una extraña casualidad, alguien le

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había hablado por primera vez, durante mi ausencia, de los esfuerzos del barón de
T*** por apartarme de ella. La habían informado de mis discursos, de mis bromas.
Una vez levantadas las sospechas, se dedicó a reunir mentalmente distintas
circunstancias que le pareció que las confirmaban. Mi repentina relación con un
hombre al que antes no veía nunca, la intimidad que había entre este hombre y mi
padre, le parecían pruebas irrefragables. Su inquietud había progresado tanto en pocas
horas que la encontré plenamente convencida de lo que identificó como mi perfidia.
Al acercarme a ella estaba decidido a decírselo todo. Cuando me acusó, ¿quién lo
habría creído?, lo único que me preocupó fue eludirlo todo. Incluso negué, sí, ese
mismo día negué lo que estaba decidido a anunciarle al siguiente.
Era tarde; la dejé; me apresuré a acostarme para terminar tan largo día; y cuando
estuve seguro de que se había acabado, me sentí, de momento, liberado de una
enorme carga.
Al día siguiente no me levanté hasta mediodía, como si retrasando la hora de
encontrarnos retrasara el instante fatal.
Ellénore se había tranquilizado durante la noche, tanto por sus propias reflexiones
como por lo que yo le había dicho la víspera. Me habló de sus asuntos de una forma
tan confiada que dejaba bien claro que para ella nuestras existencias estaban
indisolublemente unidas. ¿Cómo hallar las palabras que la devolverían a su
aislamiento?
El tiempo transcurría con una rapidez espantosa. Cada minuto hacía más
necesaria una explicación. El segundo de los tres días que había fijado como plazo
estaba a punto de expirar. El señor de T*** me esperaba a más tardar al cabo de otros
dos. Su carta a mi padre ya había salido, y yo iba a faltar a mi promesa sin haber
hecho el menor intento de cumplirla. Salía, regresaba, cogía a Ellénore de la mano,
empezaba una frase que al punto interrumpía, miraba cómo avanzaba el sol y se
acercaba al horizonte. Volvió a llegar la noche, lo aplacé de nuevo. Me quedaba un
día: bastaba con una hora.
El día pasó como el precedente. Escribí al señor de T*** para pedirle más tiempo:
y, como es natural que hagan las personas débiles, amontoné en mi carta mil
razonamientos para justificar mi retraso, para demostrar que mi decisión no había
cambiado en nada y que, desde aquel mismo instante, cabía considerar los lazos que
me unían a Ellénore rotos para siempre.

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Capítulo X
Pasé más tranquilo los días siguientes. Había devuelto a la imprecisión la necesidad
de actuar; ya no me perseguía como un espectro; creía disponer de todo el tiempo que
me hacía falta para preparar a Ellénore. Quería ser más amable, más tierno con ella,
para conservar al menos el recuerdo de nuestra amistad. Mi desazón era muy distinta
de la que había conocido hasta entonces. Había implorado al cielo que levantara de
repente entre Ellénore y yo un obstáculo que no pudiera superar. Este obstáculo se
había levantado. Dirigía la mirada hacia Ellénore como hacia un ser al que estaba a
punto de perder. La exigencia, que me había parecido tantas veces insoportable, ya no
me asustaba; me sentía liberado con anticipación. Era más libre si seguía cediendo, y
ya no experimentaba la rebeldía interior que antes me llevaba incesantemente a
destrozarlo todo. En mí ya no había ninguna impaciencia: había, al contrario, un
deseo secreto de retrasar el momento funesto.
Ellénore se dio cuenta de que mi actitud era más afectuosa y sensible: ella, a su
vez, se hizo menos amarga. Yo buscaba conversaciones que había evitado; disfrutaba
de sus expresiones de amor, hacía poco importunas, ahora preciosas, como si
pudieran cada vez ser las últimas.
Una noche nos habíamos separado después de una charla más afable que de
costumbre. El secreto que encerraba en mi seno me entristecía; pero mi tristeza no
contenía ninguna violencia. La incertidumbre donde yo había querido situar el
momento de la separación me servía para no pensar en ella. Por la noche oí en el
castillo un ruido inusual. El ruido cesó pronto y no le di mayor importancia. Por la
mañana, no obstante, lo recordé: quise conocer su causa y dirigí mis pasos hacia la
habitación de Ellénore. ¡Cuál no sería mi sorpresa cuando me dijeron que hacía doce
horas que tenía fiebre ardiente, que un médico al que sus criados habían llamado
decía que su vida estaba en peligro y que ella había prohibido imperiosamente que
me avisaran y que me dejaran acercarme!
Insistí en verla. El médico en persona salió de la habitación para explicarme que
era necesario no causarle ningún trastorno. Atribuía la prohibición, cuyo motivo
desconocía, al deseo de no alarmarme. Interrogué angustiado a los criados de
Ellénore sobre lo que había podido sumirla de forma tan repentina en tan peligroso
estado. La víspera, después de separarnos, había recibido de Varsovia una carta que le
entregó un hombre a caballo; después de abrirla y leerla por encima, se había
desmayado; al volver en sí, se había echado en la cama sin decir nada. Una de las
mujeres, inquieta por la agitación en que la veía, se había quedado con ella sin que se
diera cuenta; hacia medianoche, la mujer la había visto temblar de tal modo que la
cama en que estaba acostada sufría violentas sacudidas: había querido llamarme;
Ellénore se había opuesto a ello con una especie de terror tan violento que no se
habían atrevido a desobedecerla. Habían mandado a buscar a un médico; Ellénore se
había negado, seguía negándose a responderle; había pasado la noche pronunciando

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palabras entrecortadas que no habían podido comprender y tapándose a menudo la
boca con el pañuelo, como para impedirse hablar.
Mientras me daban estos detalles, otra mujer, que se había quedado con Ellénore,
vino corriendo horrorizada. Ellénore parecía haber perdido la razón. No distinguía
nada de lo que la rodeaba. De vez en cuando gritaba, repetía mi nombre, y después,
aterrada, hacía un gesto con la mano como para que apartaran de ella un objeto que le
resultaba odioso.
Entré en su habitación. Vi dos cartas al pie de la cama. Una era la mía al barón de
T***, la otra de este último para Ellénore. Hasta entonces no me di cuenta de la clave
de aquel terrible enigma. Todos mis esfuerzos por conseguir el tiempo que quería
seguir dedicando al último adiós se habían vuelto de aquel modo contra la
infortunada a la que intentaba preparar. Ellénore había leído, de mi puño y letra, mis
promesas de abandonarla, promesas que sólo había dictado el deseo de quedarme más
tiempo con ella y que la misma intensidad de mi deseo me había hecho repetir,
desarrollar de mil maneras. A la mirada indiferente del señor de T*** no le había
costado distinguir en mis protestas, reiteradas en cada línea, la indecisión que
disfrazaba y las mañas de mi propia incertidumbre. Pero había sido cruel al calcular
que Ellénore vería en todo ello una decisión irrevocable. Me acerqué a ella: me miró
sin reconocerme. Le hablé: se sobresaltó.
—¿Qué ruido es este? —exclamó—; es la voz que me ha hecho daño.
El médico se fijó en que mi presencia agravaba su delirio y me rogó que me
alejara. ¿Cómo describir lo que experimenté durante tres largas horas? Finalmente, el
médico salió. Ellénore había caído en un profundo sopor. No desesperaba de salvarla
si cuando despertara le había bajado la fiebre.
Ellénore durmió mucho tiempo. Cuando me avisaron de que se había despertado,
le escribí para pedirle que me recibiera. Me hizo llamar. Quise hablar; me
interrumpió.
—Que no os oiga pronunciar —dijo— ni una palabra cruel. Ya no exijo nada, ya
no me opongo a nada; pero deseo que esta voz que tanto he amado, esta voz que
hallaba eco en el fondo de mi corazón, no penetre en él para desgarrarlo. Adolphe,
Adolphe, he sido violenta, he podido ofenderos; pero no sabéis cuánto he sufrido.
Quiera Dios que no lo sepáis nunca.
Su agitación se acentuó. Puso la frente en mi mano; ardía; una terrible
contracción le desfiguraba la cara.
—Por Dios —exclamé—, querida Ellénore, escuchadme. Sí, soy culpable: esta
carta…
Se estremeció y quiso alejarse. La retuve.
—Débil, atormentado —proseguí—, cedí por un momento a una cruel insistencia;
pero ¿acaso no tenéis mil pruebas de que no puedo querer que nos separen? He estado
descontento, he sido desgraciado, injusto; quizás, al luchar con demasiada violencia
contra una imaginación rebelde, disteis fuerza a unas veleidades pasajeras que hoy

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desprecio; pero ¿podéis dudar de la profundidad de mi cariño? ¿No están nuestras
almas encadenadas la una a la otra por mil lazos que nada puede romper? ¿No
tenemos en común todo lo pasado? ¿Podemos contemplar los tres años que acaban de
cumplirse sin recordar las impresiones que hemos compartido, el placer que hemos
conocido, las penas que juntos hemos soportado? Ellénore, comencemos en este día
una nueva época, recordemos las horas de felicidad y de amor.
Me miró durante un rato con aire de duda.
—¡Tu padre —contestó finalmente—, tus obligaciones, tu familia, lo que se
espera de ti!…
—Sin duda —respondí—, alguna vez, un día, quizá…
Se dio cuenta de que vacilaba.
—Dios mío —exclamó—, ¿por qué me devolvéis la esperanza para arrancármela
tan pronto? Adolphe, agradezco vuestros esfuerzos: me han hecho bien, tanto más
porque no os costarán, espero, ningún sacrificio; pero, os lo ruego, no hablemos más
del futuro. Pase lo que pase, no os reprochéis nada. Habéis sido bueno conmigo.
Quise lo que no era posible. El amor era toda mi vida: no podía ser la vuestra. Ahora
ocupaos de mí unos días más.
Las lágrimas fluyeron abundantes de sus ojos; su respiración se hizo menos
ahogada; apoyó la cabeza en mi hombro.
—Aquí es —dijo— donde siempre he deseado morir.
La estreché contra mi corazón, volví a renegar de mis proyectos, condené mis
crueles arrebatos.
—No —respondió—, debéis ser libre y estar contento.
—¿Podría serlo, siendo vos desdichada?
—No seré desdichada por mucho tiempo, no tendréis demasiado tiempo para
compadecerme.
Alejé de mí unos temores que quería creer quiméricos.
—No, no, querido Adolphe —me dijo—, cuando se ha invocado largamente a la
muerte, el cielo nos envía finalmente no sé qué presentimiento infalible que nos
advierte de que nuestra plegaria ha sido escuchada.
Le juré no dejarla nunca.
—Siempre lo he esperado, ahora estoy segura de ello.
Era uno de esos días de invierno en que el sol parece iluminar tristemente el
campo grisáceo, como si contemplara lleno de compasión la tierra que ha dejado de
calentar. Ellénore me propuso salir.
—Hace mucho frío —le dije.
—No importa, quiero pasear con vos.
Me tomó del brazo; caminamos mucho rato sin decir nada; le costaba seguir y se
apoyaba casi del todo en mí.
—Detengámonos un instante.
—No —me respondió—, me complace seguir sintiendo que me sostenéis.

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Volvimos a quedar en silencio. El cielo estaba sereno; pero los árboles no tenían
hojas; no había brisa que agitara el aire, ni pájaros que lo atravesaran: todo estaba
inmóvil, y el único ruido que podía oírse era el de la hierba helada al romperse bajo
nuestros pasos.
—¡Qué tranquilo está todo —me dijo Ellénore—; cómo se resigna la naturaleza!
¿No debe también el corazón aprender a resignarse?
Se sentó en una piedra; de repente se puso de rodillas y, bajando la cabeza, la
apoyó en las manos. Oí que decía unas palabras en voz baja. Me di cuenta de que
rezaba. Finalmente se levantó.
—Volvamos —dijo—, me ha entrado frío. Temo caer enferma. No me digáis
nada; no estoy en condiciones de escucharos.
A partir de ese día, vi a Ellénore debilitarse y consumirse. Reuní a su alrededor a
médicos venidos de todas partes; unos me anunciaron un mal sin remedio, otros me
consolaron con vanas esperanzas; pero la naturaleza hosca y silenciosa proseguía con
brazo invisible su labor despiadada. Había momentos en los que Ellénore parecía
revivir. A veces se habría dicho que la mano de hierro que pesaba sobre ella se había
retirado. Levantaba la cabeza languideciente; sus mejillas se cubrían de colores algo
más vivos; sus ojos se reanimaban: pero de repente, por el juego cruel de un poder
desconocido, la engañosa mejora desaparecía, sin que la ciencia pudiera adivinar la
causa. La vi dirigirse de este modo hacia la destrucción. Vi grabarse en su rostro,
noble y expresivo, los signos que preceden a la muerte. Vi, espectáculo humillante y
deplorable, a aquel carácter enérgico y orgulloso recibir mil impresiones confusas e
incoherentes, como si, en tan terribles instantes, el alma, gastada por el cuerpo, se
metamorfoseara en todos los sentidos para plegarse con menos esfuerzo a la
degradación de los órganos.
Un solo sentimiento no cambió nunca en el corazón de Ellénore: su ternura por
mí. Su debilidad raramente le permitía hablarme; pero clavaba en mí sus ojos en
silencio, y entonces me parecía que sus miradas me pedían la vida que ya no podía
darle. Temía causarle emociones violentas; inventaba pretextos para salir: recorría al
azar todos los lugares donde había estado con ella; regaba con mi llanto las piedras, el
pie de los árboles, todos los objetos que me traían su recuerdo.
No eran penas de amor, era un sentimiento más oscuro y más triste; el amor se
identifica hasta tal punto con el objeto amado, que incluso en su desesperación hay
algún encanto. Lucha contra la realidad, contra el destino; el ardor de su deseo lo
engaña respecto a sus fuerzas y lo exalta en medio de su dolor. El mío era sombrío y
solitario; no esperaba en absoluto morir con Ellénore; iba a vivir sin ella en el
desierto que es el mundo y que tantas veces había deseado cruzar independiente.
Había quebrado al ser que me amaba; había quebrado aquel corazón, compañero del
mío, que en su ternura infatigable había persistido en dedicarse a mí; el aislamiento
ya me alcanzaba. Ellénore todavía respiraba, pero ya no podía confiarle mis
pensamientos; ya estaba solo en la tierra; ya no vivía en aquella atmósfera de amor

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que ella extendía a mi alrededor; el aire que respiraba me parecía más áspero, las
caras de los hombres con los que me encontraba, más indiferentes; la naturaleza
entera parecía decirme que iba a dejar de ser amado para siempre.
El peligro que corría Ellénore se hizo de pronto más inminente; unos síntomas
que no cabía ignorar anunciaron su próximo fin: un sacerdote de su religión la
advirtió de ello. Me pidió que le trajera una cajita que contenía muchos papeles; hizo
quemar varios en su presencia, pero parecía buscar uno que no conseguía encontrar y
estaba muy inquieta. Le supliqué que abandonara una búsqueda que la agitaba y
durante la cual se había desmayado dos veces.
—Consiento en ello —me respondió—; pero, querido Adolphe, no me negaréis lo
que os pido. Entre mis papeles hallaréis, no sé dónde, una carta dirigida a vos;
quemadla sin leerla, os exhorto a hacerlo así en nombre de nuestro amor, en nombre
de estos últimos momentos, que vos habéis dulcificado.
Se lo prometí; se quedó más tranquila.
—Dejad ahora que me entregue —me dijo— a las obligaciones que me impone
mi religión; tengo muchas faltas que expiar: mi amor por vos podría ser una de ellas;
sin embargo, no lo creería si este amor hubiera podido haceros feliz.
La dejé: cuando volví, lo hice con todos sus criados, para asistir a las últimas y
solemnes plegarias; de rodillas en un rincón de su dormitorio, unas veces me
abismaba en mis pensamientos, otras contemplaba, con involuntaria curiosidad, a
todos los allí reunidos, el terror de unos, la distracción de otros, y el efecto singular
de la costumbre, que introduce indiferencia en todas las prácticas prescritas y hace
que consideremos las ceremonias más augustas y terribles como cosas convenidas y
de pura fórmula; oía a los hombres repetir maquinalmente las palabras fúnebres como
si ellos mismos no fueran a ser un día actores de una escena semejante, como si ellos
mismos no fueran a morir un día. No obstante, estaba lejos de desdeñar esas
prácticas; ¿acaso hay alguna que el hombre, en su ignorancia, ose considerar inútil? A
Ellénore la tranquilizaban: la ayudaban a franquear ese paso terrible hacia el que
todos avanzamos, sin que ninguno de nosotros pueda prever lo que entonces
experimentará. Mi sorpresa no se debe a que el hombre necesite una religión; lo que
me asombra es que pueda alguna vez sentirse lo bastante fuerte, lo bastante protegido
de la desgracia como para atreverse a prescindir de alguna: en su debilidad, me
parece, debería verse llevado a invocarlas todas; en la espesa noche que nos rodea,
¿hay algún resplandor que podamos rechazar? En la corriente que nos arrastra, ¿hay
una sola rama a la que seamos capaces de impedir que nos retenga?
La impresión que produjo en Ellénore tan lúgubre solemnidad pareció haberla
fatigado. Entró en un sueño bastante tranquilo; se despertó menos doliente; yo estaba
solo en su habitación; nos hablábamos de vez en cuando, entre largos intervalos. El
médico que había demostrado ser el más hábil en sus conjeturas me había predicho
que no viviría veinticuatro horas más; yo miraba alternativamente un reloj de péndulo
que marcaba las horas y la cara de Ellénore, en la que no percibía ningún nuevo

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cambio. Cada minuto que transcurría reanimaba mi esperanza y me hacía poner en
duda los presagios de un arte embustero. De repente Ellénore se enderezó con un
movimiento brusco; la sujeté entre mis brazos: un temblor convulsivo le agitaba todo
el cuerpo; sus ojos me buscaban, pero en ellos se dibujó un horror indefinido, como si
pidiera compasión a algún objeto amenazante que se ocultaba a mis miradas: se
levantaba, volvía a caer, se la veía intentando huir; se habría dicho que luchaba contra
un poder físico invisible que, cansado de esperar el momento funesto, la había
agarrado y la retenía para acabar con ella en aquel lecho de muerte. Finalmente, cedió
al encarnizamiento de aquella naturaleza enemiga; sus miembros se aflojaron, pareció
recuperar algo la conciencia: me apretó la mano; quiso llorar, no le quedaban
lágrimas; quiso hablar, no le quedaba voz: lo dejó correr, como resignada, con la
cabeza en el brazo que la sostenía; su respiración se hizo más lenta: al cabo de unos
instantes ya se había ido.
Permanecí largo tiempo inmóvil al lado de Ellénore sin vida. La evidencia de su
muerte no conseguía penetrar en mi alma; mis ojos contemplaban con un asombro
estúpido aquel cuerpo inanimado. Una de las criadas entró y difundió la siniestra
noticia por toda la casa. El rumor que se levantó cerca de mí me sacó del letargo en el
que me había hundido; me levanté: entonces experimenté un dolor que me desgarraba
y todo el horror del adiós sin retorno. Todo aquel movimiento, la actividad de la vida
vulgar, todos aquellos cuidados y atenciones que ya nada le importaban, disiparon la
ilusión que prolongaba, la ilusión por la que creía seguir existiendo con Ellénore.
Sentí que se rompía el último vínculo y que la espantosa realidad se instalaba para
siempre entre ella y yo. ¡Hasta qué punto me pesaba la libertad que tanto había
añorado! ¡Hasta qué punto echaba de menos mi corazón la dependencia que me había
soliviantado a menudo! Hasta hacía poco, todas mis acciones tenían un objetivo;
estaba seguro, con cada una de ellas, de ahorrar un sufrimiento o de dar una alegría:
entonces me quejaba; me impacientaba que un ojo amigo observara mis actos, que la
felicidad de otro ser estuviera ligada a ellos. Ahora nadie los observaba; no
interesaban a nadie; no había quien me disputara mi tiempo ni mis horas; ninguna voz
me llamaba cuando salía: era libre, en efecto; ya no era amado: era un extraño para
todo el mundo.
Me trajeron todos los papeles de Ellénore, tal como ella había dispuesto; en cada
línea encontraba nuevas pruebas de su amor, nuevos sacrificios que había hecho por
mí y que me había ocultado. Di finalmente con la carta que había prometido quemar;
al principio no la reconocí; no tenía dirección, estaba abierta: algunas palabras me
saltaron a los ojos sin querer; intenté en vano apartarlos de ellas, no pude resistirme a
la necesidad de leerla entera. No me siento con fuerzas para transcribirla: Ellénore la
había escrito tras alguna de las escenas violentas que habían precedido a su
enfermedad.
«Adolphe —me decía—, ¿por qué sois tan cruel conmigo?, ¿cuál es mi crimen
sino amaros, no poder existir sin vos? ¿Por qué extraña compasión no os atrevéis a

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romper un lazo que os pesa y desgarráis al ser desdichado a cuyo lado os retiene
vuestra compasión? ¿Por qué me rehusáis el triste placer de creeros al menos
generoso? ¿Por qué os mostráis furioso y débil? ¡La idea de mi dolor os persigue, y el
espectáculo de ese dolor no puede deteneros! ¿Qué exigís? ¿Que os deje? ¿No veis
que no tengo fuerzas para hacerlo? ¡Ay!, sois vos, vos que no amáis, quien debe
encontrar esas fuerzas en un corazón que se ha cansado de mí y al que tanto amor no
puede desarmar. No me daréis esas fuerzas, haréis que la pena me consuma, me
haréis morir a vuestros pies». «Decidme —escribía más adelante—, ¿existe un país al
que no os seguiría? ¿Hay un lugar apartado en el que yo no me escondería para vivir
cerca de vos sin ser una carga en vuestra vida? Pero no, no queréis eso. Cada
proyecto que os propongo, tímida y temblorosa porque me habéis helado de espanto,
lo rechazáis con impaciencia. Lo mejor que obtengo es vuestro silencio. Tanta dureza
no conviene a vuestro carácter. Sois bueno; vuestros actos son nobles y abnegados:
pero ¿qué actos podrían borrar vuestras palabras? Esas palabras aceradas retumban a
mi alrededor: las oigo por la noche, me siguen, me devoran, corrompen todo lo que
hacéis. ¿Debo entonces morir, Adolphe? Pues bien, estaréis contento; esta pobre
criatura a la que habéis protegido, pero a la que golpeáis con violencia, morirá. Esta
Ellénore importuna a la que no podéis soportar a vuestro lado, a la que veis como un
obstáculo, para quien no halláis sobre la tierra un lugar donde no os moleste, morirá;
morirá: andaréis solo entre el gentío con el que estáis impaciente por mezclaros.
Conoceréis a esos hombres cuya indiferencia agradecéis hoy; y quizás un día, herido
por tan áridos corazones, añoraréis aquel del que disponíais, que vivía de vuestro
afecto, que habría desafiado mil peligros por defenderos y al que no os dignáis
recompensar ni con una mirada».

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Carta al editor
Le devuelvo, señor, el manuscrito que ha tenido la bondad de confiarme. Le
agradezco la amabilidad, aunque haya despertado en mí tristes recuerdos que el
tiempo había borrado; conocí a la mayor parte de los que figuran en esta historia, que
es auténtica hasta el último detalle. Vi a menudo a ese extraño y desgraciado
Adolphe, que es a la vez su autor y protagonista; intenté arrancar con mis consejos a
la encantadora Ellénore, digna de una suerte más amable y de un corazón más fiel,
del ser dañino que, no menos miserable que ella, la dominaba por una especie de
hechizo y la desgarraba con su debilidad. Por desgracia, la última vez que la vi creí
haberle dado algo de fuerza, haber fortalecido su entendimiento frente a su corazón.
Tras una ausencia que resultó ser demasiado larga, volví a la región donde la había
dejado y no encontré más que una tumba.
Debería usted, señor, publicar esta historia. Ya no puede herir a nadie, y en mi
opinión no dejaría de tener utilidad. El infortunio de Ellénore demuestra que el
sentimiento más apasionado no es capaz de luchar contra el orden de las cosas. La
sociedad es demasiado poderosa, se reproduce bajo demasiadas formas, mezcla
demasiadas amarguras al amor que no ha sancionado; favorece la inclinación a la
inconstancia y a la fatiga impaciente, enfermedades del alma que a veces se apoderan
de ella en la intimidad. Los indiferentes están maravillosamente dispuestos a
preocuparse en nombre de la moral y a resultar nocivos para la virtud a causa de su
celo; se diría que la vista del afecto los importuna, porque son incapaces de sentirlo; y
cuando pueden valerse de un pretexto, disfrutan atacándolo y destruyéndolo. ¡Qué
desdicha, pues, espera a la mujer que descansa en un sentimiento al que todo intenta
envenenar y contra el que la sociedad, cuando no se ha visto forzada a respetarlo
como legítimo, se arma de todo lo malvado que hay en el corazón del hombre para
desalentar a todo lo bueno que hay en él!
El ejemplo de Adolphe no será menos instructivo si añade que después de haber
rechazado al ser que lo amaba no estuvo menos inquieto, menos agitado, menos
descontento; que no hizo ningún uso de una libertad reconquistada al precio de tanto
dolor y tantas lágrimas; y que, al hacerse tan digno de censura, se hizo también digno
de compasión.
Si necesita usted pruebas, señor, lea las cartas que lo pondrán al corriente de la
suerte de Adolphe; lo hallará en muchas circunstancias distintas, siempre víctima de
esta mezcla de egoísmo y sensibilidad que se combinaba en él para su desgracia y la
de los demás; previendo el mal antes de hacerlo y retrocediendo con desesperación
después de haberlo hecho; castigado por sus cualidades aún más que por sus defectos,
porque sus cualidades surgían de sus emociones y no de sus principios; fue
alternativamente el más abnegado y el más duro de los hombres, pero tomó siempre
partido por la dureza, después de haber empezado por la abnegación, y no dejó de
este modo otro rastro que el de sus errores.

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Respuesta
Sí señor, publicaré el manuscrito que me envía (no porque piense, como usted, que
pueda ser útil; en este mundo, nadie aprende más que por sí mismo, y todas las
mujeres que lo lean imaginarán haber encontrado a alguien mejor que Adolphe y
valer más que Ellénore); lo publicaré, sin embargo, por ser una historia lo bastante
verdadera sobre la miseria del corazón humano. Si encierra una lección instructiva,
esta se dirige a los hombres: demuestra que ese espíritu del que están tan orgullosos
no sirve ni para hallar la felicidad ni para procurarla; demuestra que el carácter, la
firmeza, la fidelidad, la bondad, son los dones que hay que pedir al cielo; y no llamo
bondad a esa compasión pasajera que no somete en absoluto a la impaciencia ni le
impide reabrir las heridas que un momento de pesar había cerrado. En la vida la gran
cuestión es el dolor que causamos, y la más ingeniosa metafísica no justifica al
hombre que ha desgarrado el corazón que lo amaba. Odio, además, la fatuidad de un
espíritu que cree excusar lo que explica; odio la vanidad que se ocupa de sí misma al
relatar el daño que ha hecho, que tiene la pretensión de hacerse compadecer al
describirse y que, permaneciendo indestructible sobre las ruinas, se analiza en lugar
de arrepentirse. Odio la debilidad que achaca siempre a los demás su propia
impotencia y que no ve de ningún modo que el mal no está a su alrededor, sino en
ella misma. Habría adivinado que Adolphe fue castigado a causa de su carácter por su
propio carácter, que no siguió ninguna ruta fija ni se dedicó a ninguna carrera útil,
que consumió sus facultades sin otra dirección que el capricho, sin más fuerza que la
irritación; habría, digo, adivinado todo esto aunque usted no me hubiera comunicado
nuevos detalles, que ignoro si destinaré a algún fin, sobre su suerte. Las
circunstancias son muy poca cosa, el carácter lo es todo; rompemos en vano con los
objetos y seres exteriores, pues no podemos romper con nosotros mismos.
Cambiamos de situación, pero transportamos siempre el tormento del que
esperábamos librarnos; y, puesto que no nos enmendamos, al desplazarnos resulta
únicamente que añadimos remordimiento al pesar y culpa al sufrimiento.

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BENJAMIN CONSTANT (Lausana, 1767-París, 1830), novelista, escritor político y
ensayista que alternó el entusiasmo y la hostilidad por Napoleón y por la monarquía
borbónica, es conocido, sobre todo, por sus novelas Adolphe y Cécile, por su
correspondencia y por su diario. Su trasfondo autobiográfico —su atormentado amor
con Mme. De Staël—, un dominio excepcional del lenguaje y una sutil capacidad de
penetración psicológica sellan esta obra que hoy presentamos.

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