Psicogenealogía - Entrevista a Anne Ancelin-Schützenberger
Psicogenealogía - Entrevista a Anne Ancelin-Schützenberger
Psicogenealogía - Entrevista a Anne Ancelin-Schützenberger
ENTREVISTA A ANNE
ANCELIN-SCHÜTZENBERGER
Antigua resistente, tanto teórica como mujer de acción, abierta a todas las
innovaciones, psicoanalista, analista de grupo – una de las primeras terapeutas que utilizó el
psicodrama de Moreno en Francia – y profesora emérita de psicología en la universidad de Niza, donde
dirigió durante más de veinte años el Laboratorio de psicología social y clínica, en otro tiempo colega
de Jacques Lacan y de Françoise Dolto, se convirtió en una celebridad en el mundo entero
cuando, habiendo ya comenzado la segunda mitad de su vida, publicó un libro que iba a convertirse en
un best-seller: “¡Ay mis ancestros!”
“Somos menos libres de lo que creemos, dice Anne Ancelin, pero tenemos la posibilidad de conquistar
nuestra libertad y de salir del destino repetitivo de nuestra historia si comprendemos los complejos
vínculos que se han tejido en nuestra familia”.
Usted es psicoanalista, pero cuando recibe a un paciente, se interesa muy poco en su historia
individual: le pide que le dé informaciones sobre la vida de sus ancestros. Le hace que escriba
fechas. ¿Cómo ha llegado a transformar así el desarrollo de la cura?
En los años setenta, iba a analizar a domicilio a una joven sueca de treinta y cinco años que estaba
desahuciada por el cáncer. Los médicos acababan de amputarle una parte del pie y se preparaban,
impotentes, a amputar todavía más. Ya que yo era psicoanalista, pedí a esta mujer que dejara libre su
mente y me contara todo lo que pasaba por su cabeza. Como ya sabe, este ejercicio habría podido
desarrollarse durante diez años. Había el retrato de una mujer joven en la pared del salón. Mi paciente
me dijo que se trataba de su madre, muerta de cáncer a la edad de treinta y cinco años. Y bueno, no
sé porqué, ese día, esta doble coincidencia de edad y enfermedad me dejó estupefacta. De pronto
tuve la impresión de que esta mujer se había programado para caer enferma a la misma edad en que
su madre había muerto de cáncer.
¿Qué le impedía pensar en la enfermedad como una simple casualidad?, ¿o más bien como
una transmisión genética?
Esa es la dificultad que se plantea para todo lo que incumbe al inconsciente, invocar como una causa
el azar. En cuanto a la genética, difícilmente podía hacer coincidir las fechas hasta ese punto. Sobre
todo, porque esta historia me recordó inmediatamente otra… Me acordé de que un día mi hija me
había dicho:” ¿Te das cuenta mamá?, eres la mayor de dos niños y el segundo está muerto; papá es el
mayor de dos hijos y el segundo está muerto; yo soy la mayor de dos hijos y el segundo está
muerto”. Esto había sido una primera conmoción. Esta vez, me dije que iba a verificar con otros
pacientes lo que intuía respecto a esta mujer. Les pedí a todos que dibujaran su árbol genealógico y, si
era posible, indicaran bajo el nombre de los ancestros los momentos más importantes de la historia
familiar. Tuberculosis del abuelo, matrimonio de la madre, accidente de coche del padre. También les
pedí que pusieran la edad y la fecha en las que se habían producido tales acontecimientos. Los árboles
genealógicos me revelaron repeticiones asombrosas: una familia en la que las mujeres, leucémicas,
morían durante tres generaciones en el mes de mayo; una sucesión de cinco generaciones en la que
las mujeres se volvían bulímicas a la edad de trece años; una genealogía en la que los hombres eran
víctimas de un accidente de coche el día de la primera vuelta a clase de su primer hijo.
¿Cómo pueden explicarse tales repeticiones? ¿Por qué repetimos cosas vividas
por nuestros padres o por nuestros ancestros?
Repetir los mismos hechos, fechas o edades que han conformado el drama familiar de nuestros
ancestros es para nosotros una manera de honrarlos y de serles leales. Esta lealtad es la que empuja a
un estudiante a suspender un examen, con el deseo inconsciente de no estar por encima de su padre
socialmente, o a seguir siendo fabricante de instrumentos de música de padre a hijo o, para las
mujeres de una misma línea genealógica, casarse a los dieciocho años para dar a luz a tres hijos y, si
es posible, niñas…
A veces, esta lealtad sobrepasa los límites de lo verosímil: ¿conoce la historia de la muerte del
actor Brandon Lee? Le mataron durante un rodaje porque, desafortunadamente, alguien había
dejado olvidada una bala en un revólver que debía estar cargado con balas de fogueo.
Ahora bien, justo veinte años antes de ese accidente, su padre, el famoso Bruce Lee, había muerto en
pleno rodaje, de una hemorragia cerebral, durante una escena en la que debía interpretar el papel de
un personaje muerto accidentalmente por un revólver que debería haber estado cargado con balas de
fogueo.
¡Estamos literalmente impulsados por una poderosa e inconsciente fidelidad a nuestra historia familiar
y tenemos una gran dificultad para inventar algo nuevo en la vida! En algunas familias, vemos que se
repite el síndrome de aniversario – en forma de enfermedades, muertes, abortos naturales o
accidentes – en tres, cuatro, cinco o a veces ocho generaciones. Pero hay una razón más intrincada
por la cual repetimos enfermedades, así como accidentes de nuestros ancestros.
Si tomamos cualquier árbol genealógico, vemos que está repleto de muertes violentas y adulterios,
de anécdotas secretas, de bastardos y de alcohólicos. Estas son cosas que se ocultan, heridas
secretas que no se quieren mostrar.
Ahora bien, ¿qué ocurre cuando, por vergüenza o por conveniencia, no hablamos del incesto, de
una muerte sospechosa, de los fallos del abuelo? El silencio que se haga sobre un tío alcohólico,
creará una zona de sombra en la memoria de un hijo de la familia, quien para colmar ese vacío y
rellenar las lagunas, repetirá en su cuerpo o en su existencia el drama que se le intenta ocultar.
¿Pero esta repetición supone que ese chico sepa algo de esta vergüenza familiar y
que haya oído algo sobre su desgraciado tío… verdad?
¡Por supuesto que no! La vergüenza no necesita evocarse en absoluto para pasar la barrera de las
generaciones y venir a perturbar un eslabón débil de la familia. Voy a darle un ejemplo de una niña de
cuatro años que, en sus pesadillas, se ve perseguida por un monstruo. Se despierta por la noche
tosiendo y, cada año, por la misma fecha, su tos degenera en una crisis asmática.
A pesar de todos esos obstáculos, la información pudo pasar. ¿Cómo? Quizá por el hecho de querer
evitarlo. El recuerdo del muerto mal enterrado creó en la madre una zona de sombra en la que se
ocultó el dolor. Hipótesis: a lo largo de su vida, habrá habido lagunas en la forma de hablar de esta
mujer; cada vez que haya encontrado la ocasión de pensar en la brutal muerte de su abuelo (una foto
familiar, una imagen de guerra en la televisión), habrá manifestado una conmoción que, sin duda, se
habrá expresado primero en la mirada, en la voz o en las actitudes más que en el contenido de las
palabras que habría podido quizá intercambiar. Habrá evitado ver cualquier película de guerra… Habrá
hablado mal de Bélgica… Habrá tenido miedo del gas…
¿Quiere decir que las imágenes, o los secretos de familia, pasan de una generación a otra
por telepatía?
No. Por la unidad dual madre-niño. Creo que, durante su desarrollo en el útero, el niño sueña como
sueña su madre y que todas las imágenes del inconsciente maternal y del co-inconsciente familiar
pueden impresionar de esta manera la memoria del niño que va a nacer. Esta hipótesis todavía no ha
dado lugar a ninguna exploración científica seria. ¡Sin embargo, nos va en ello la salud!
La fidelidad a nuestros ancestros nos gobernaría… Nuestro inconsciente nos impulsaría a honrarla y,
para ello, utilizaría medios sorprendentes: provocar un cáncer, enviarnos bajo las ruedas de un coche.
¿Se podría explicar esto en términos médicos?
En realidad, esta forma de maldición viene de un mecanismo que la medicina conoce cada vez mejor.
Toda muerte o idea de muerte provoca en el hombre una depresión. Perder su propia casa o su
empleo supone también un duelo. Al entrar en la tristeza del duelo se disminuye la inmunología.
Muchas personas piensan de una forma totalmente inconsciente que van a morir a una edad concreta:
“Mi madre murió a los treinta y cinco años y yo no sobrepasaré esa edad”, se dice la mujer. A la edad
prevista, cae en una depresión que debilita su sistema inmunitario hasta el punto de dar lugar a un
cáncer. Es el mismo mecanismo para el accidente de coche: cuando llega la fecha aniversario de un
traumatismo olvidado en la familia, alguien puede empezar a arriesgarse de manera insensata y el
accidente, evidentemente, se produce. El inconsciente se encarga de todo eso, como si fuera un reloj
invisible.
Para curarse de la repetición, primero hay que ser consciente de ella. Recuerde la joven sueca.
Cuando la ayudé a darse cuenta de que, si sucumbía a su cáncer, no habría ya nadie para poner flores
en la tumba de su madre, se operó un cambio radical en su enfermedad. Dejó de tener síntomas,
volvió a gozar de más energía y a coger peso, recuperó su trabajo y una vida normal. Si el origen del
mal está cerca de la consciencia, visualizar el árbol genealógico y darse cuenta de la repetición,
pueden liberar al enfermo del peso de las lealtades familiares inconscientes.
Personalmente, ¡únicamente haciendo que alguien dibuje su árbol genealógico, llego a poner al día en
seis horas lo que podía hacer antes en diez años cuando una persona estaba en el diván! Pero veces
también sucede que el secreto está tan escondido que la toma de conciencia no da nada. Entonces
hay que recurrir al psicodrama. Porque éste ayuda a revivir la emoción de lo que se ocultó y a borrar
la tensión que ha podido nacer entre lo que se nos oculta y lo que, de todas maneras, hemos
presentido. Hablar, llorar, gritar, golpear, previenen la conversión de la enfermedad psíquica en
síntoma somático. Por ello se necesita ponerlo en escena, representarlo. Durante una consulta, puedo
invitar a un hombre a tocar la trompeta en un episodio sangriento de la batalla de Sedan, de pie en la
alfombra, al lado del diván. Hago que interprete la muerte del bisabuelo en el campo de batalla.
El siglo XX ha sido el siglo de las hecatombes. Por primera vez en nuestra historia, millones de
hombres han sido enterrados – a menudo sin sepultura – lejos de su tierra natal y lejos de sus
ancestros. ¿Se podría hablar aquí de un enorme malestar transgeneracional en nuestra
civilización?
Cuando se sabe que un muerto mal enterrado impide que se pueda realizar debidamente el duelo en
la familia, es fácil imaginar que una hecatombe pueda generar un inmenso malestar en nuestra
civilización, en efecto. Y no cuento los hijos de los judíos deportados a los campos de concentración
que sufren crisis asmáticas, eczemas y violentas jaquecas en las fechas aniversario de la deportación.
Creo que un trabajo terapéutico puede hacerse también a escala de los pueblos y
naciones. Cuando un ancestro ha sufrido, es fundamental para la descendencia que su dolor sea
reconocido. Fue muy importante para los Armenios ver reconocido recientemente su genocidio por la
comunidad internacional, incluso cincuenta años después. Había que matar al fantasma. Y le apuesto
a que millones de armenios se han apaciguado en lo más profundo de su ser. Dicho esto, no se
necesitan circunstancias tan dramáticas para que el síndrome de repetición deteriore la existencia. Por
ejemplo, entre las muchas personas que han venido a mi consulta porque estaban aquejados de
trastornos psicosomáticos inexplicables, hay algunos de ellos que tienen pesadillas repetitivas que
hacen que suspendan sistemáticamente sus exámenes y tiren por tierra su vida profesional. Pienso en
un joven con el que descubrí que, desde finales del siglo XIX, catorce de sus primos habían suspendido
el bachillerato. Cercamos el origen de este trastorno y finalmente comprobamos que el bisabuelo de
este chico había sido expulsado de su casa la víspera del bachillerato porque se había acostado con la
criada y ésta se había quedado embarazada. Pues bien, el biznieto llevaba todavía el peso de esta
“falta original” cuidadosamente escondida por toda la familia.
La deuda más importante de la lealtad familiar es la de cada hijo hacia sus padres por el amor, afecto,
fatiga y consideraciones que ha recibido desde su nacimiento hasta el momento en que se hace
adulto. La manera de pagar esta deuda es transgeneracional, es decir que lo que hemos recibido de
nuestros padres, se lo damos a nuestros hijos, etc. Pero sucede que hay distorsiones malsanas entre
los méritos y las deudas. Tomemos un ejemplo clásico: en determinado número de familias, la hija
mayor sustenta el papel de madre de los demás niños y a veces de su propia madre que, en ese caso,
se hace ayudar, cuidar y apoyar por su hija. Es lo que se llama parentificación. Un niño que tiene que
convertirse en padre siendo muy joven, lleva un desequilibrio relación al significativo.
En realidad, es difícil comprender los lazos transgeneracionales, el libro de los méritos y las deudas,
porque no hay nada claro. Cada familia tiene su manera de definir la lealtad familiar. Pero el
estudio transgeneracional puede aportar otro punto de vista decisivo.
Citemos algunas reglas que encontramos a menudo. Existen familias para cuidadores/cuidados:
algunos miembros cuidan a otros que están enfermos. También familias en las que la regla es hacer
cualquier cosa para que el hijo estudie – el mayor no será el mayor de los hijos sino el primer hijo.
Hay familias en las que se fabrica así un hijo mayor para que se encargue de los negocios familiares.
En otras familias, varias generaciones cohabitan sistemáticamente bajo el mismo techo…Cuando se
mira un genosociograma, es importante ver bien qué reglas están en vigor y quien las elabora.
Puede ser un abuelo, una abuela, un tío. Cuando comenzamos a percibir bien esas reglas, podemos
intentar ayudar a que la familia alcance un mejor funcionamiento en la relación y a que cada uno de
sus miembros tenga un mayor equilibro entre deudas y méritos. No siempre es fácil comprender todo
cuando se descifra a una familia.
Ud. también se ha interesado en el fracaso escolar que según usted sería a menudo de orden
transgeneracional.
En el caso del fracaso escolar, hay que añadir el aspecto socioeconómico de estas lealtades familiares
brillantemente analizadas por Vincent de Gauléjac, que me ha abierto bien los ojos.
Él demuestra hasta que punto es difícil para un buen hijo o para una buena hija sobrepasar el nivel de
estudios de su padre; por ejemplo, se pondrá enfermo la víspera del examen o tendrá un accidente
cuando va al lugar donde se realiza tal examen. Al hacer esto, responde inconscientemente al mensaje
doblemente apremiante de su padre (o de su madre): “¡Haz como yo, pero sobre todo no hagas como
yo!” O bien: “Haré cualquier cosa por ti y quiero que triunfes… pero me da un miedo terrible que me
sobrepases y nos dejes”. Ahora bien, esos mensajes y actos fallidos datan, la mayoría de las veces, de
generaciones precedentes. Ahí también estamos gobernados por la fidelidad a los ancestros, aunque
sea inconsciente o invisible.
Todo. Porque se nos ha dado la elección de liberarnos de la repetición para nacer a nuestra propia
historia.