Manuel Cruz: filósofo de guardia en el parlamento español | Alberto Hidalgo Tuñón
Manuel Cruz: filósofo de guardia en el parlamento
español
Alberto Hidalgo Tuñón. Universidad de Oviedo (España)
Recibido 27/06/2023
Resumen
Partiendo de la presentación que el autor
hizo del libro de Manuel Cruz, El Gran Apagón
(Galaxia Gutenberg, 2022), se investigan las
razones que llevaron al filósofo catalán, como
filósofo de guardia, a convertirse en transeúnte
de la política, con la asunción de la presidencia
del Senado español en 2019. Unas razones que
se rastrean principalmente en su obra previa
que ya desde principios de los ochenta del siglo
XX trata de tomar nota tanto de las críticas
(analíticas y posmodernas) como de los hechos
históricos
irreversibles
(estalinismo
y
hundimiento del socialismo real). Pero esto no
supone renunciar a al racionalismo que toma
pie en la ética para combatir desde la política los
nuevos monstruos que proliferan cuando la
razón sueña.
Palabras clave: Manuel Cruz, razón, ética,
victimismo, filosofía de la historia, feminismo.
Abstract
Manuel Cruz: Philosopher on Duty in
the Spanish Parliament
Starting from the presentation that the
author made of the book by Manuel Cruz, El
Gran Apagón (Galaxia Gutenberg, 2022), the
reasons that led the Catalan philosopher, as a
philosopher on duty, to become a passerby of
politics are investigated, with the assumption of
the presidency of the Spanish Senate in 2019.
Some reasons that are traced in his previous
work that since the beginning of the eighties of
the 20th century tries to take note of both the
criticisms (analytical and postmodern) and the
irreversible historical facts (Stalinism and
collapse of real socialism). But this does not mean
renouncing the rationalism that takes root in
ethics to combat from politics the new monsters
that proliferate when reason dreams.
Key words: Manuel Cruz, Reason, Ethics,
Victimhood, Philosophy of History, Feminism.
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§ 1. Introducción
El pasado mes de febrero tuve la oportunidad de presentar el último libro de
Manuel Cruz, titulado El Gran Apagón, el eclipse de la razón en el mundo actual (2022) en
un acto organizado por el activo presidente de la asociación Cauce del Nalón,
Francisco Villar, en Pola de Laviana. Hay constancia documental del acto1.
Allí hice constar que desde que en 2016 el catedrático de Filosofía Manuel Cruz
Rodríguez decidió convertirse en político profesional, primero como diputado
nacional por Barcelona y desde 2019 como senador, llegando a ocupar durante siete
meses la presidencia de tan alta magistratura, lejos de abandonar su vocación reflexiva
9
de filósofo nos había regalado media docena de libros en los que hacía gala de una rara
precisión y una envidiable profundidad. En aquella ocasión él me agradeció mi
«generosidad», pero ahora debo hacer constar que la generosidad es la suya por estar
ocupándose tan activamente de una obligación que deberíamos asumir todos los
filósofos como nos recordaba Jacques Derrida antes de morir, a saber, «salvar el honor
de la razón», pese a las paradojas que supone su pretendida universalización2.
¿Acaso la racionalidad está en peligro? ¿No es ya o ha dejado de ser aquella
diferencia específica esencial de los especímenes humanos que diagnosticó
Aristóteles? Pero si se trata de una característica de todos ¿quién nos dio a los filósofos
Cfr. mi artículo «¿Apagón, eclipse o muerte de la razón?» (2023). Las reseñas del acto en prensa y, sobre
todo, el vídeo del acto completo en <https://www.youtube.com/watch?v=Uu6v86iBbow>.
2 «Lo universal así proyectado no está dado a la manera de una esencia, pero anuncia un proceso infinito
de universalización. Durante 25 siglos, ese proyecto de universalización de la filosofía jamás dejó de
mutar, de desplazarse, de romper consigo misma, de extenderse. Hoy debe profundizar ese camino
para seguir liberándose cada vez más de sus límites étnicos, geográficos y políticos. La paradoja es que
uno se libera del etnocentrismo y eventualmente del europeo-centrismo en nombre de la filosofía y de
su filiación europea», en Derrida y Roudinesco (2003: 9-28).
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el privilegio de tener que proteger su honor? ¿Contra quién debemos protegerla?
¿Contra nosotros mismos, si es verdad que muchos humanos, quizá la inmensa
mayoría, existen, pero no piensan? ¿Hay alguna manera de superar la contradicción
del etnocentrismo europeo, señalada por Derrida, o estamos condenados a la
fragmentación multiétnica de la razón?
Ya Aristóteles había dado dos definiciones del hombre, añadiendo a la
caracterización biológica del zoôn logistikón (animal racional), la de «animal político»
(zoôn politikón), por su inevitable, y también esencial, vinculación con la sociedad que
nos conforma como ciudadanos. ¿Será esa sutil fractura entre el logos y la ciudad, que
aprendió tanto de su maestro, el filólogo Emilio Lledó, como de su profesor Manuel
Sacristán (a quien considera el filósofo marxista más importante de nuestro país), lo
que explica el creciente compromiso de Manuel Cruz con la política? ¿O se trata
simplemente de que, escuchando a la tradición platónica, decide asumir en su edad
madura la antigua obligación de los reyes filósofos, es decir, acepta la magistratura
que, según Platón decía, debe abrazar todo estudioso, después de los cincuenta años?
Pero, más allá de ese tópico gremial, que yo mismo recordé en el acto de Pola de
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Laviana, lo que quiero agradecer a Manuel Cruz con este artículo es que no haya
abandonado la garita de filósofo de guardia en ese lugar tan inhóspito para la filosofía
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(recordemos la experiencia de Ortega y Gasset) como es el parlamento español. Y es
que en la vida política española la racionalidad brilla por su ausencia, mientras la
erística cortoplacista lo inunda todo.
Por más que, a causa del intelectualismo griego, inyectado por Sócrates en la ética,
heredado por Platón con su insólita pretensión de modelar la ciudad en estrecho
paralelismo antropológico con su doctrina de las virtudes, no parece, sin embargo, que
la mayor preocupación de Cruz sea denunciar la irracionalidad o desautorizar a
quienes reconocen la importancia de los sentimientos para la vida, ¿acaso los
posmodernos, las víctimas, los sofistas no son humanos o ya no tienen derechos? ¿No
será que el error de Descartes consistió en no entender que los filósofos nos hayamos
empeñados en hacer depender los valores y la axiología de las capacidades lógicas? Ya
Ortega se empecinó en enseñarnos que la racionalidad estaba enraizada
históricamente en la vida. El propio Manuel Cruz se hace eco de la boutade de Manuel
Vázquez Montalbán, cuando reconocía «soy irracional en el fútbol para poder ser
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racional en todo lo demás». ¿Cómo reinterpretar la doble naturaleza humana, como
animal racional y social, para salvar el honor de la razón? ¿Basta proclamar el principio
de racionalidad limitada de Herbert Alexander Simon, quien para la construcción
matemática de su «modelo de hombre» le basta aceptar que no lo sabemos todo y que
tenemos un tiempo limitado para tomar decisiones?
En lugar de acudir a la clásica distinción entre teoría y praxis o a la escisión entre
una implantación gnóstica y otra política de la filosofía, que sólo sirve para agudizar
la polarización que Manuel Cruz intenta sortear, acude este a los frankfurtianos y a su
dialéctica de la ilustración para reconocer que no es la racionalidad instrumental, que sigue
avanzando tecnológicamente «como un tiro», sino la «razón dialógica y
emancipatoria», que es el núcleo duro de deliberación y de la democracia, la que se va
desvaneciendo entre tanto ruido informático y comunicacional. Tengo la impresión de
que su creciente implicación en la política activa e institucional procede de su
amplísima experiencia en los medios de comunicación, al ir percatándose cada vez
más del carácter efímero y evanescente de las luchas que, a fuerza de acelerar e
intensificar las agendas ciudadanas, al ser los mass-media los que marcan el ritmo,
construyen así la nueva ideología. Remedando a Ken Loach atribuye en su libro sobre
11
la democracia la creciente banalización de la política a la necesidad de consumir
compulsivamente enfrentamientos ideológicos que
[…] apenas encubre otra cosa para sus protagonistas que un pirotécnico choque de frases
ingeniosas, aceradas o incluso insidiosas, cuya real función es satisfacer las ansias de linchamiento
simbólico del adversario por parte de los seguidores (a fin de cuentas, así se les domina en la redes
sociales) de cada cual. [Cruz, 2021: 219]
¿Significa eso que en la feria de las vanidades de la nueva ideología mass-mediática
han desaparecido los referencies materiales por completo? Creo que no, porque al final
de El Gran Apagón, en el epílogo del epílogo que titula significativamente «Caminando
entre escombros», hace un diagnóstico sobre esta nueva ideología, como engaño
organizado al servicio de los intereses materiales de los adversarios sociales que suena
así:
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En este sentido, la responsabilidad de ese conglomerado compuesto por élites urbanas
progresistas, profesionales cosmopolitas, intelectuales, periodistas, profesores universitarios y
mercenarios de la política ha resultado determinante. Este sector ha terminado por constituir una
nueva clerecía que, asumiendo un inequívoco elitismo, se ha desentendido por completo de la
situación de las clases trabajadoras. [Cruz, 2022: 412]
Dada la trayectoria del propio Manuel Cruz, universitario desde finales de los
sesenta, urbanita, catedrático, asiduo colaborador en prensa escrita, ¿no se está autoimputando a sí mismo este olvido, al formar parte integrante de la clase de los
«letratenientes»? ¿Por qué tirar piedras contra el propio tejado? ¿Se trata de la
estrategia del infiltrado que pide «disparad sobre nosotros, el enemigo está dentro»?
¿Se trata de mantener una neutralidad absoluta para evitar todo partidismo a priori y
todo maniqueísmo? Pero, al concurrir a las elecciones desde las filas del Partido
Socialista, cabe preguntar ¿desde qué instancia hace Manuel Cruz este diagnóstico sin
incurrir en la apelación a un «ego trascendental» au-dessus de la mêlée? Porque es obvio
que quienes critican el sistema, pero defienden la democracia, parece que en el fondo
se limitan a criticar el «bipartidismo» que, para Popper, como se sabe, era la forma
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mejor de democracia. Al optar por el partido socialista ¿no está apostando en el fondo
por el clásico bipartidismo entre derechas e izquierdas?
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Es preciso repasar la trayectoria de Manuel Cruz para bucear en la evolución
intelectual que le ha permitido situarse en la posición desde la que escribe este
diagnóstico. Es cierto que bastaría leer la «Coda» final de su libro anterior, en el que
defiende la Democracia como la última utopía, para entender desde qué posición
pretende escribir cuando se confiesa «liberal a fuer de socialista» (Cruz, 2021: 345 y
ss.). Sólo que esta inversión política de la fórmula de Indalecio Prieto, que partía del
socialismo, intenta más bien situarse, corrigiéndola, en la trayectoria del Jean Paul
Sartre de los sesenta que proclamaba al marxismo como el horizonte intelectual de la
humanidad». Al hacerlo así, es obvio que se coloca en la heroica posición del
francotirador, un individuo solitario que queda expuesto al fuego cruzado en el campo
de batalla.
Para verificar la certidumbre de esta autodefinición bastaría recordar sus
compromisos anteriores de carácter militante en los últimos años. Dejando de lado sus
facetas de tertuliano radiofónico y articulista comprometido, en las que ya ejercía como
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«filósofo de guardia» 3 , es decir, actividades en las que ya había asumido la
responsabilidad y cargado con la obligación de decir en voz alta lo que pensaba sobre
los asuntos políticos que a todos nos conciernen, creo que su compromiso sube de
nivel, cuando en septiembre de 2012 firma con otros en Barcelona el Llamamiento a la
Cataluña Federalista y de Izquierdas ante la convocatoria de elecciones autonómicas
anticipadas. Hacer un manifiesto es un paso previo a la creación de un movimiento
social. En 2013 Cruz forma parte de una asociación (Federalistes d'Esquerres), de la
que fue elegido presidente, dedicándose a defender un encaje federal de Cataluña en
España, vieja estrategia socialista, que se resucita en Cataluña como alternativa a la
opción soberanista que iba cobrando fuerza desde una Generalitat cada vez más
inclinada al discurso «independentista». Que se trata de una alternativa filosófica y, al
mismo tiempo democrática, se demuestra en la fórmula elegida como lema: «una
salida dialogada» ¿Quién sino Platón convirtió al charlatán callejero Sócrates, en el
corazón de la democracia ateniense, por más que le hubiese ido la vida en ello? En julio
de 2016 fue sustituido en la presidencia de la organización por Joan Botella y fue
nombrado vocal de honor junto a Victoria Camps, Laura Freixas y Carlos Jiménez
Villarejo.
13
Pero para entender que su última producción, en la que acierta a diagnosticar «el
eclipse de la razón en el mundo actual» como «el gran apagón», contraponiendo
mediante la metáfora lumínica, nuestro siglo XXI al siglo XVIII, celebrado, pero ya
lejano, «siglo de las luces», no es más que el último grito de alerta, que lanza desde su
garita de guardia, es preciso glosar, aunque sea brevemente, su trayectoria intelectual
como filósofo de la historia. Y es que desde su primeriza crítica al historicismo, en el
que, confrontado con Althusser, hacía una fina crítica a los populares criterios liberales
El libro así titulado de 160 páginas apareció en 2013 en la editorial RBA (Barcelona), copiando una
antigua idea de Alberto Cardín, que se consideraba a sí mismo un «antropólogo de guardia», oficio que
asumió su único discípulo Manuel Delgado, quien durante unos años compartió con Manuel Cruz un
espacio de radio en la Cadena Ser (Pensar por pensar. Madrid, Aguilar, 2008) coordinado por Gemma
Nierga. Si la filosofía lleva en su ADN una insobornable voluntad crítica, es obligatorio para todo
profesional de la filosofía poner al servicio de la ciudadanía todos sus conocimientos y destrezas. En
nuestra época de confusión e incertidumbre, Manuel Cruz asume su responsabilidad a través de varios
libros que publica antes de entrar en política, sobre todo en la época en que fue editor de Los Libros de
la Catarata: Escritos sobre la ciudad (y alrededores) (2013) con prólogo de Joan Subirats en Los Libros de la
Catarata de Madrid y en Prometeo de Buenos Aires; Una comunidad ensimismada (2014); y Democracia
movilizativa (2015), también ambos en La Catarata de Madrid.
3
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de Popper al respecto, hasta su nostálgico adiós a la historia, que mereció el Premio
Internacional de Ensayo Jovellanos en 2012, pasando por su enjundioso manual de
Filosofía de la historia, recientemente corregido y aumentado 4 , Manuel Cruz ha
demostrado ser un consumado especialista en la disciplina, lo que garantiza su
diagnóstico de que el siglo XX acabó en 1989, pero el XXI no comenzó hasta la crisis de
2008, de modo que hemos vivido en un «interregno de dos décadas entre dos siglos»
(Cruz, 2022: 14-19).
Ahora bien, al glosar en este trabajo su indiscutible mérito como filósofo de guardia
en el parlamento español, no pretendo defender que esta sea la solución para salvar la
democracia y la racionalidad. En realidad, mientras nuestra confusa, atropellada e
incompetente clase política no se ponga de acuerdo en crear una suerte de Dirección
General de Ética e Integridad Gubernamental Independiente que asuma la tarea de
evaluar con objetividad y neutralidad las actividades de los tres poderes, el legislativo,
el ejecutivo y el judicial, pero también de los lobby y las perversas influencias de los
poderes económicos y massmediáticos en términos de los tan cacareados valores a los
que todos apelan para vituperar al enemigo, considero que el esforzado trabajo de
14
Manuel Cruz no pasará de ser el testimonio del último teórico que se está percatando
de la banalidad de la propia identidad política y de la ineficacia del discurso, de modo
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que «tampoco será una mera reconstrucción crítica de lo pensado, por importante y
necesaria que pueda llegar a resultar, la que nos saque de este oscuro lugar mental
que, en gran medida, define nuestro tiempo» (Cruz, 2022: 419).
§ 2. El background teórico de un filósofo de guardia
Cuando leí en los ochenta su crítica al historicismo, me resultó extraña la forma tan
oblicua con la que reproducía las muy famosas, directas y rotundas críticas de Popper
al mismo, en las que arrasaba no sólo con las tesis deterministas, sino también con el
método dialéctico. Pese al tono académico que denota la dependencia de este escrito
Cfr. sus libros El historicismo (Barcelona, 1981), Filosofía de la historia (Barcelona, 1991), edición corregida
y aumentada en 2008 para Alianza, y Adiós, historia, adiós. El abandono del pasado en el mundo actual
(Oviedo, 2012) cuya edición argentina vio la luz en 2014. Habría que añadir una larga serie de ensayos,
algunos premiados, como Las malas pasadas del pasado (Premio Anagrama 2005) o La flecha (sin blanco) de
la historia (Premio Unamuno 2017).
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respecto a su tesis doctoral sobre los fundamentos ontológicos del pensamiento científico,
que le obliga a remontar todas sus reflexiones en torno, no sólo a la antinomia de Kant
entre causalidad y voluntad, sino, en derivación neokantiana posterior, a la distinción
entre las Naturwissenschaften y las Geisteswissenschaften, cuya discusión subyace a los
planteamientos historicistas de Dilthey, sus esfuerzos por adscribirse a un cierto
naturalismo marxista, le obligan a matizarlo todo en conspicua discusión con la
distinción engelsiana entre método y sistema, cuya estirpe hegeliana denuncia y
discute en profundidad. ¿Hasta qué punto se puede aceptar el carácter progresista de
un método que se abre a un futuro incierto, puesto que sólo puede predecir el proceso
ininterrumpido del devenir y el perecer, con la pretensión de convertir a la historia en
una ciencia sistemática?
Enzarzados como estábamos todos, en aquella época, en las discusiones marxistas
para salvar al método dialéctico del idealismo, por un lado, y a la historia del
determinismo socioeconómico, por otro, Manuel Cruz, que tenía que ajustar cuentas
con el anti-historicismo de la poderosa escuela de Althusser, plantea la cuestión de la
historia, más allá de E. Bloch, L. Colletti o Della Volpe, en términos de Lukács, con el
que coincide en señalar que «la ontología de Marx no tiene que ver con el sistema de
15
Hegel, se entienda este como una prolongación ideal o como un reflejo». Es sintomática
a este respecto la cita que recoge de Historia y conciencia de clase para aceptar con Dilthey
y los neokantianos que naturaleza y sociedad admiten tratamientos diferentes y que la
dialéctica de la naturaleza propalada por Engels encierra el troyano idealista de la
identidad o coincidencia del ser con la conciencia, que amenaza severamente al
materialismo:
Esta limitación del método a la realidad histórico-social es muy importante ⎯sentencia Lukács⎯.
Los equívocos dimanantes de la exposición engelsiana de la dialéctica se debe esencialmente a que
Engels, siguiendo el mal ejemplo de Hegel, amplía el método dialéctico también al conocimiento de
la naturaleza. Pero las determinaciones decisivas de la dialéctica ⎯interacción de sujeto y objeto,
unidad de teoría y práctica, transformación histórica del sustrato de categorías como fundamento de
su transformación en el pensamiento. etc.⎯ no se dan en el conocimiento de la naturaleza.5
La cita de Historicismo (1981: 35) está tomada de Historia y conciencia clase (México, Grijalbo, 1989), y le
sirve para conectar los debates marxistas de la época con los problemas del historicismo, cuyo marco
filosófico no es otro que el neokantismo de J. G. Droysen, quien en su Grundriss der Historik, de 1858,
5
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¿Cómo debe entenderse entonces la historia? ¿De qué está hecha? Al diferenciar,
como hacen los historicistas, dos tipos de ciencias, de la naturaleza y del espíritu, ¿no
estamos renunciando a convertir la historia en una ciencia positiva, en el nuevo
continente científico que, según Althusser, habría descubierto Marx al romper
epistemológicamente con Hegel? La respuesta del joven Cruz, que está interesado en
preservar la crítica marxista al capitalismo como promesa emancipatoria, y no reniega
de las traducciones y enseñanzas de Manuel Sacristán, pasa necesariamente por el
examen de las doctrinas historicistas en sus propios términos al objeto de averiguar
tanto su significado como su génesis. Es interesante su pretensión de examinar
desinteresadamente lo que dice cada uno de los autores para que los temas y los
problemas queden planteados sin estar al servicio de ningún sistema a priori. Esa es la
razón por la que puede criticar tanto el reproche de historicismo por ser anticientífico
que hace Popper al marxismo, como la defensa del materialismo histórico que hace
Althusser como descubrimiento de una nueva ciencia, sobre la base de renunciar a la
dialéctica hegeliana.
Por la misma época en Oviedo, mi maestro Gustavo Bueno defendía la estirpe
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hegeliana del ümstilpen de Marx como una suerte de quiasmo y reprochaba a Althusser
su burda epistemología del «corte epistemológico» de Bachelard, alineándose también
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con Sartre en la defensa de la historia contra el estructuralismo y la vindicación del
pensamiento salvaje que hacía Levi-Strauss. Señalo este contexto epocal, no con ánimo
de reavivar la polémica sobre el papel de la filosofía, sino para subrayar las
coincidencias temáticas y la óptica desde la que yo analizo su valiosa y sutil exégesis
del historicismo. De hecho, hay una coincidencia total respecto a su explicación sobre
la génesis del historicismo, por más que su formulación parezca más deudora del
simpático panfleto de Lukács en El asalto a la razón:
Desde esta perspectiva, el historicismo, junto con otras filosofías irracionalistas (Schopenhauer,
Nietzsche…), formaría entre los asaltantes. El historicismo vendría a significar el intento, por parte
de la burguesía decadente del imperialismo capitalista, de convertir en irracional el estudio de la
realidad social y de la historia. Para ello, le resultaba forzoso evitar el encuentro con la poderosa
distinguía entre el método filosófico (guiado por el conocer, erkennen), el método científico (dedicado a
explicar, erklären) y el método histórico (que pretende comprender , verstehen).
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crítica gnoseológica hegeliana. Su triunfo había sido efímero y su esplendor fugaz. Pero de ninguna
de las dos cosas tuvo la culpa Hegel. [Cruz, 1981: 29]6
Pero ¿contra quién o qué habría que defender a Hegel?
De hecho, exculpar a Hegel no implica resolver la problemática sobre el estatuto
ontológico y epistemológico de la historia que es lo que hace la reflexión de Dilthey
cuando intenta compatibilizar en ella las influencias de Kant y Hegel. Cruz acierta a
seleccionar el siguiente texto como epítome de esta confluencia conflictiva entre
naturaleza y cultura:
Sólo cuando las relaciones entre los hechos y el mundo espiritual se muestran incomparables con
las regularidades del curso de la naturaleza, en la forma de que se excluya una subordinación de los
hechos espirituales a los que ha establecido el conocimiento mecánico de la naturaleza, sólo entonces
aparecen no los límites inmanentes del conocimiento de la experiencia, sino fronteras en que termina
el conocimiento natural y comienza una ciencia del espíritu independiente, que se forma desde su
propio centro. El problema fundamental consiste, por tanto, en la fijación del modo preciso de
incompatibilidad entre las relaciones de los hechos espirituales y las regularidades de los procesos
materiales, que descarta una inclusión de los primeros, una concepción de ellos como propiedades
o aspectos de la materia, y que, por consiguiente, tiene que ser de índole completamente distinta,
17
que la diferencia que existe entre los círculos particulares de leyes de la materia, como muestran la
matemática, la física, la química y la fisiología en una relación de subordinación que se desarrolla
cada vez más de un modo más consecuente. [Ib.: 44]7
Al oponerse al positivismo decimonónico de Comte y Spencer por su abstracción
cientificista, Dilthey intenta compatibilizar la ciencia histórica del espíritu y la filosofía
de la vida de índole psicológica para alcanzar una visión supra-histórica de la totalidad
viviente y en movimiento de las ciencias del espíritu. Cruz acierta a vincular de este
Así concluye el capítulo dedicado a la génesis de historicismo. Pero en la página siguiente reproduce
un texto de Condorcet, en el que se apuesta por la tesis ilustrada de que las leyes naturales, al ser
regulares y constantes deben aplicarse también al desarrollo de las facultades intelectuales y morales
del hombre, es decir, a la historia.
7 La cita aparece en un apartado titulado «Un problema fundamental», pero desde la p. 38, en que se
reproduce una fotografía del pensador, hasta la p. 51 en la que se dice que sus herederos conservan la
distinción entre Naturwissenschaften y Geisteswissenschaften, pero despojando a las segundas de su base
psicológica y de la categoría de Verstehen, articula una apretada síntesis de esta contribución fundamental
para entender bien el sentido epistemológico de la ciencia histórica.
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modo los desarrollos diltheyanos de las ciencias del espíritu con la línea que vincula a
Vico y a Marx «en el medio de la práctica de la vida».
Basta una cita para ilustrar el complejo crucigrama cultural que maneja Cruz para
salir airoso del endiablado pugilato entre Kant y Hegel que nuestros respectivos
maestros glosaban para evitar el historicismo absoluto, que les amenazaba bajo la sombra
del racio-vitalismo orteguiano:
En efecto, la psicología diltheyana tiene algo de equívoco, de ambiguo, y no basta con distinguir
entre psicología descriptiva y experimental para solucionarlo. A la vista de lo expuesto, habría que
empezar a pensar si Collingwood no lleva parte de razón al denunciar que la psicología es una ciencia
construida con los principios de la ciencia de la naturaleza. Sólo que la denuncia, lejos de hundir a
Dilthey, sería lo que le permitiría mantenerse a flote. La dimensión que la psicología pueda tener de
ciencia natural cierra el paso a la «tentación absolutista». La diferencia entre ciencias, de haberla,
tendría entonces que buscarse por otro lado, tal vez por donde señala Burckhardt: «La historia es la
menos científica de las ciencias; sin embargo, transmite cosas dignas de ser sabidas». En
contrapartida, la psicología, no sólo autoriza la eliminación de la cosa en sí kantiana, sino que sirve
a Dilthey para introducir la teleología, que en Kant era privilegio de la Naturaleza, en el ámbito de
lo histórico-social. [Ib.: 50]
18
Para completar el crucigrama, añade Manuel Cruz una conspicua exposición de las
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críticas a Dilthey, efectuadas por los miembros de la escuela neokantiana de Baden,
Windelband y Rickert, que le permite «echar la raya y hacer la cuenta» de lo que es el
«historicismo» y del papel histórico que le tocó jugar. Por un lado, es el resultado de
la conjunción del filosofema ontológico heraclitiano de que la realidad social es
individual e irrepetible, y el filosofema metodológico de que no cabe aplicarle métodos
generalizadores, legaliformes y abstractos, mientras por otro, como diagnostican los
marxistas eso le viene bien a la burguesía:
Por consiguiente: la terca insistencia en la singularidad e irrecursividad de la historia, la
separación de los métodos de ésta respecto de los métodos que tienen éxito en las ciencias de la
naturaleza, sirve para impedir la periodización de la historia y, en consecuencia, la consideración del
sistema y de la civilización capitalista como un período más. [Ib.: 59]
Desde este planteamiento aborda la crítica de La miseria del historicismo de Karl
Popper en un largo capítulo de 25 páginas, titulado «historicismo y conocimiento»,
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destinado a examinar la supuesta «refutación lógica» del historicismo, cuyas trampas
denuncia mediante el sencillo procedimiento de proyectar su argumentario sobre el
trasfondo de Dilthey. Y es que las dos bestias negras que definen el concepto de
historicismo de Popper (la dialéctica y el holismo) son, en realidad, una caricatura del
marxismo al que imputa todas las falacias sociales al incumplir su riguroso criterio de
falsabilidad. Aunque Cruz no califica de «proposicionalista» la actitud metodológica de
Popper, sí advierte su profunda connivencia con Carnap y con la analítica del lenguaje
en relación al tratamiento de las contradicciones y la disputa sobre la inducción, pero,
sobre todo, denuncia el individualismo metodológico, que es el maquillaje que utiliza el
austriaco para disimular su auténtica visión ontológica del mundo, en la que la única
ciencia social que se utiliza para explicar la historia sería la sociología en su versión
capitalista. Justamente ese dilema entre «marxismo y sociología» es lo que le sirve de
pretexto para exponer la tradición marxista y el desarrollo de su ideal emancipador en
su manual de Filosofía contemporánea, en el que arranca de la reinterpretación de Marx,
que hace Karl Korsch en el siglo XX, en lo que, me parece, culmina su reflexión acerca
del nexo entre filosofía y ciencia social, que era el subtítulo de su obra primeriza (Cruz,
2002: 97].
19
Me permito este salto cronológico al siglo XXI, porque en este libro nos topamos ya
con un Manuel Cruz maduro, seguro de sí mismo, que ha conseguido, no sólo imponer
su autoridad en el ámbito de la filosofía de la historia con su manual de 1991, sino
elaborar una concepción reconocida internacionalmente acerca de la narratividad, el
naturalismo dialéctico o los propios objetos del pensamiento cuando la propia realidad
empieza a hablar, que le llevan a compilar varios volúmenes colectivos entre los que
sólo destacaré su colaboración con Gianni Vattimo en Pensar en el siglo8.
En los 80 escribe: Narratividad: la nueva síntesis (Península, 1986), que ha sido objeto de una reedición
en 2012 (Valparaíso, Chile); Del pensar y sus objetos (Tecnos, 1988) y, sobre todo, su apuesta Por un
naturalismo dialéctico (Anthropos, 1989). En los años 90 la eclosión de su Filosofía de la historia (Paidós,
1991), le lleva a preguntarse ¿A quién pertenece lo ocurrido? (Taurus, 1995) y, sobre todo, a Hacerse cargo.
Sobre responsabilidad e identidad personal (Paidós, 1999), un libro que llamará la atención del filósofo
napolitano Roberto Esposito, para quien la biopolítica tiene mucho que ver con el dispositivo personal
y que acabará en una nueva edición corregida y aumentada con prólogo del mismo Esposito (Gedisa,
2015). Pero lo que me lleva a destacar su colaboración con Gianni Vattimo en su libro Pensar en el siglo
(Taurus, 1999) es más que el hecho de que ahí comience su fama en Italia (con más de media docena de
libros traducidos), su éxito como editor de volúmenes colectivos, cuya reseña excede los límites de esta
presentación.
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Hay en esta obra madura una consideración más comprometida sobre la
especificidad del marxismo en tanto que «apuesta por la voluntad» en el sentido de
Gramsci. Si en el libro juvenil intenta justificar la crítica althusseriana al historicismo
diciendo que lo entendía como una «mera ideología burguesa» que defiende la
indeterminación absoluta de la libertad, lo que es coherente con su tajante oposición
contradictoria entre ciencia e ideología, de modo que le bastaba mostrar que «se
equivoca cuando manifiesta que “los burgueses niegan al marxismo todo título
científico”, cuando se obstina en cifrar la especificidad de éste en su condición de
ciencia» (1981: 108), ahora además de poner en solfa su concepto de ideología lo que
resulta decisivo es el anti-humanismo de Althusser. Al final del libro sobre el
historicismo dejaba el discurso en manos de Althusser para dejarle buscar una salida
en Espinosa, siempre que aceptase la dialéctica como método, y reconociese (por cierto,
con G. Bueno) que los Grundrisse eran la ontología subyacente en Marx quien sabía
«que la sociedad no consta de individuos, sino que expresa la suma de relaciones y de
las situaciones respectivas a esos individuos».
Antes aceptaba ubicarse presocráticamente en una consideración ingenua de la
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ciencia, de modo que «habría que decir entonces que la historia es un proceso sin
sujeto: como la naturaleza. Pero de la naturaleza no existe una sola ciencia; ¿por qué
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seguir hablando, pues, de una ciencia de la historia?» (ib.: 111). Manuel Cruz, que sigue
siendo «generoso» con el tercer Althusser, el que se ha quedado sin lectores por su
praxis de asesino que parece entrar en contradicción con su anterior exaltación de la
racionalidad, no se limita ahora a corregir el exceso de «confianza en la ciencia», sino
que insiste en un enfoque antropológico del marxismo. En este sentido, es sintomática
su defensa sistemática de las posiciones de Habermas, a quien no sólo considera
legítimo continuador de la dialéctica de la ilustración de los maestros de Frankfurt (y en
consecuencia de la alternativa más solvente del proyecto emancipador marxista), sino
que parece tomarlo como modelo como se desprende de la valoración que hace cuando
concluye su exposición del marxismo con los representantes de la imaginación
dialéctica: «Acertaron a percibir que lo que se ha puesto en juego en este siglo ha sido
la validez de proyecto ilustrado. O más tajantemente: representan el único marxismo
Manuel Cruz: filósofo de guardia en el parlamento español | Alberto Hidalgo Tuñón
posible ya»9. ¿Acaso no es esta misma percepción de eclipse del proyecto ilustrado la
que inspira su último libro sobre El gran Apagón?
Aunque Manuel Cruz adopta la posición de un observador externo que contempla
el siglo XX como agua pasada en su manual de Filosofía contemporánea, tiene la
perspicacia de ubicarse en medio de la tradición marxista, que desarrolla en segundo
lugar, bajo el título «El desarrollo del ideal emancipador». De esta forma, se separa de
la tradición analítica, con la que comparte «la pasión por el conocimiento», en
particular con Popper y sus vástagos que certifican el fracaso de la racionalidad
analítica, a los que dedica el capítulo XV en la cuarta parte, en la que por encima de la
borrosidad y la incertidumbre del siglo, acaba diagnosticando la «centralidad de la
historia (a propósito de Kuhn, Lakatos y otra vez Popper para terminar)» (2002: 338344)10. Así pues, a través de la valoración del lenguaje en la línea hermenéutica de
Gadamer, de quien hace discípulo a su maestro Emilio Lledó, en el marco de la tercera
parte dedicado a la tradición hermenéutico-fenomenológica, Cruz se hace solidario de
una compleja ubicación, desde la que puede seguir planteándose «todas las paradojas
de la historicidad, de las que quizá la más emblemática sea la formulada en la pregunta
¿cómo un ser histórico puede comprender históricamente la historia?» (op. cit.: 218) .
21
Los debates del siglo, en cuya encrucijada se articula esta razón gadameriana hecha
de lenguaje, son el del Romanticismo frente a la Ilustración, el de Dilthey contra el
positivismo y el de Heidegger frente al neokantismo. Que esta «urbanización de la
«Es un falso debate el de si Habermas debe ser considerado un blando conciliador o un iluso rematado,
si lo que propone es imposible o indeseable, si está a la derecha o a la izquierda de lo que cabe esperar.
Su proyecto es de otra naturaleza: recuperar la dimensión mundana, inmanente del sueño utópico.
Escribir una nueva dialéctica de la Ilustración, han dicho otros. Quizá esta última formulación nos dé,
al pasar, la clave más ajustada de lo que podría ser una valoración global de la Escuela de Frankfurt…
Pero, si todo esto, la suma de aciertos y reveses, nos ha dado como saldo final su anacronismo, su
definitiva caducidad, tal vez sea porque el marco global en el que desarrollaron su propuesta es el nuestro»
(Cruz, 1981: 151). Subrayado mío.
10 Y concluye: «El mundo real y el mundo de las teorías son reales (contra el instrumentalismo) pero
distintos (contra el realismo): vienen unidos por otro mundo, igualmente real, que es la actividad
científica desarrollada en un concreto contexto histórico-social por unos determinados agentes. Por eso
ningún colectivo profesional tiene el monopolio de su comprensión. Tal vez, a esta perspectiva se le
pudiera denominar, parafraseando abiertamente la idea de otros, un holismo fuerte». Se echa de menos
en este punto que hubiese prestado algo de atención a la teoría del cierre categorial de Gustavo Bueno,
como una alternativa tanto a este enfoque postpopperiano como al estructuralismo, de cuyas críticas a
Levi-Strauss (Etnología y utopía, 1971) o a Althusser (Ensayo sobre las categorías de la economía política, 1972)
no hace ni una sola cita.
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provincia heideggeriana, realizada con la artesanía de la filología clásica» se hace
desde el referente de Habermas en diálogo con Vattimo, se hace especialmente patente
en el capítulo XVII y último dedicado a la «Postmodernidad y otros sincretismos», que
comienza alabando la solidez del libro El discurso filosófico de la modernidad, si bien le
parece más didáctico hacer una comparativa entre el catastrofista Lyotard y el
intrahistórico posicionamiento del autor del pensamiento débil. Y es que frente al
pesimismo crítico de quienes consideran que el fin de los metarrelatos son: Auschwitz
que refutó la racionalidad de lo real, Stalin que finiquitó la verdadera esencia humana,
mayo del 68 que acabó con la democracia y las crisis financieras que dieron la puntilla
final a la economía de mercado, lo que hace Habermas es la propuesta continuista «de
que la historia no puede acabarse sin que se acabe lo humano (esto es, el ideal de la
subjetividad emancipatoria moderna representada por Kant, Hegel y Weber» 11. Pero
la alternativa nihilista que le ofrece Vattimo más allá del sujeto, que se cifra en una
ontología del declinar en la senda de Nietzsche y Heidegger parece no poder ir más allá del
círculo hermenéutico, del que hablaba Gadamer o del dialelo antropológico en el que cifraba
Gustavo Bueno la dialéctica materialista. Al igual que para el maestro alemán, del que
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se reclaman discípulos Habermas, Vattimo y Lledó, en el mundo vital en el que todos
vivimos históricamente, «la tarea más propia de la filosofía no es otra que la de
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justificar y defender la razón práctica y política en medio de esta apoteosis de la
inautenticidad que son las sociedades avanzadas» (ib.: 243).
¿Qué añade entonces a su bagaje intelectual la Filosofía de la historia en su última
reedición de 2008 antes de bajar a la arena de la praxis política? Si la primera edición
de 1991, se añadía a lo ya reflexionado sobre Popper y el (no) marxismo de Althusser,
una reconsideración insoslayable a propósito del tiempo y de Paul Ricoeur, otro de los
discípulos de Gadamer, junto a un epílogo sobre la creciente evanescencia del sujeto a
manos del estructuralismo, la última revisión de 2008 acaba tarifando las dificultades
entre el conocer y el obrar a favor de la praxis. Me parece que ahí arranca la deriva que
le lleva a un creciente compromiso político con la actualidad que le llevará a redactar
ese adiós a la historia que ha sido galardonado en Asturias con el Premio de Ensayo
«Para ello ⎯concluye Cruz⎯ el autor de El discurso filosófico de la modernidad necesita neutralizar todos
esos eventos “invalidantes” (Auschwitz, Hiroshima, Stalin, crisis del capitalismo y la democracia…) a
los que remite Lyotard, e interpretar que suponen únicamente un fracaso provisional del proyecto
moderno» (2002: 423).
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Jovellanos. Pero, ¿en nombre de qué o quién se despide a la historia? ¿Acaso el
estructuralismo no expidió ya su certificado de defunción, al decretar su inutilidad al
socaire de la famosa «muerte de Dios» del resucitado Nietzsche? En la Historia de la
filosofía, por una parte, se considera el estructuralismo una moda editorial francesa
pasajera a causa de su oposición al humanismo existencialista que había dominado en
la generación anterior (Sartre, Camus, etc.), pero, por otra parte, muertos ya LeviStrauss, Foucault, Lacan y Althusser, pero también Deleuze y Derrida, catalogados
como posestructuralistas, sus temáticas les sobreviven con cierta lozanía.
En particular, Manuel Cruz rescata la problemática del sentido en la terminología
crítica de Mil mesetas de Deleuze:
[…] el Poder construye espacios lisos, fáciles de recorrer, para recorrer la transmisión de los
acontecimientos cuyo sentido él mismo ha cargado, y espacios estriados que hacen difícil la
comunicación entre los que escapan a su modulación. A este respecto, la tarea del pensador debe ser
la crítica frontal de la sociedad contemporánea y de sus potentísimos mecanismos de producción de
sentido. Pero con la clara conciencia de que dicha crítica se inscribe en el marco mayor de un rechazo
radical ⎯político, en el sentido más amplio de la palabra⎯ a lo existente. [Cruz, 2002: 384]12
23
A su vez, de la estrategia de la deconstrucción de la filosofía como institución de
Derrida, Cruz rescata un nuevo planteamiento sobre la responsabilidad que ya no se
basa en los viejos códigos de lo ético y lo político, sino, más bien en «una toma de
posición, en el trabajo, en base a las estructuras político-institucionales que forman y regulan
nuestra actividad y nuestras competencias», lo que le incita a ampliar el concepto de
historia para alcanzar incluso a lo que falta, es decir a lo que no ha ocurrido:
[…] ¿cómo pensar entonces lo que ni siquiera alcanzó el estatuto de la real, lo que se quedó en
mera esperanza, todo aquello que pudo haber sido y no fue?: ¿Cómo una ausencia de una ausencia?
Pero en tal caso, ¿en qué clave leerlo?, ¿cómo acceder a un significado que jamás llegó a disponer de
un significante? [Ib.: 400]
Aquí, además de la cita de Mil mesetas (Pretextos, Valencia, 1988: 361), se añaden dos más de ¿Qué es
filosofía? (Anagrama, Barcelona, 1993: 109 y 110).
12
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Más que recuperar a Benjamin, el intento de zafarse del discurso de los poderosos,
¿no se trata únicamente de romper con todos los dualismos (presencia/ausencia;
realidad/posibilidad, etc.)?
Es interesante a este respecto, la valoración positiva que hace en el capítulo X de la
edición de su Filosofía de la historia de 2008, de Jacques Derrida, cuya muerte no supuso
su extinción frente al caso de Althusser, cuya extinción filosófica se había producido
mucho antes de su muerte física. Si, a pesar de sus diferencias con el marxismo, de su
pretensión de superar los dualismos sin proclamar la victoria de ninguno de los
contendientes, de su lucha contra el logocentrismo y de su vindicación de la
deconstrucción heideggeriana como «una estrategia sin finalidad», el Derrida más
interesante no es el que alcanza la gloria en los departamentos norteamericanos de
crítica literaria de la mano de la llamada «escuela de Yale» (Harold Bloom, Paul de
Man, etc.) o de la crítica india Gayatri Spivak, quien lo lee desde Rousseau, sino el que
desemboca en los problemas éticos y en el tema de la alteridad (la amistad, la
hospitalidad, el cosmopolitismo de un francés que es además árabe y judío) y el que,
desde los problemas concretos nos exhorta «a una convivencia armoniosa y amorosa
24
con los fantasmas (con los muertos-vivos)… porque todos, en la medida en que nos
movemos entre la vida y la muerte, tenemos una condición fantasmática» (Cruz, 2008:
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219)13. Que la presencia del otro tiene algo de fantasmagórico induce a pensar que el
propio yo carece de toda trascendentalidad temporal mientras ignore, como dice
Borges, la fecha de su muerte.
En realidad, antes de redactar el capítulo sobre la deconstrucción y reconocer sus
afinidades derridianas, Manuel Cruz ya había alcanzado a través de su propuesta
narrativa un intenso comercio con los espectros de Marx, que son todos aquellos
epígonos que de una u otra forma pretenden seguir alentando proyectos
emancipadores. Esa es la razón por la que no modifica el epílogo de la primera edición,
Aquí donde, tras citar algunas obras de Derrida vertidas al español ⎯tales como Memorias para Paul
de Man (Gedisa, 1989), Dar (el) tiempo (Paidós, 1995), Aporías (Paidós, 1998), Dar la muerte (Paidós, 2000),
Cosmopolitas de todos los países ¡un esfuerzo más! (Cuatro Ediciones, 1996), Fuerza de ley (Tecnos, 1997),
Políticas de la amistad (Trotta, 1998)⎯, cita la consigna «hay que amar a los espectros» que aparece en
Espectros de Marx (Trotta, 1995) para defender la tesis de que «lo que mejor acredita la existencia (de
cada cual) es precisamente su capacidad para no dejar caer al otro en el olvido, su capacidad para traerlo
de nuevo al mundo de los vivos, para llamarlo a presencia entre nosotros, a partir de su nombre» (2008:
220).
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cuyo título, «Reconsideración a la baja del sujeto», es la declaración más explícita de
cuán alejados llegan sus pasos en la dirección contraria de todo Ego trascendental
idealista. Y es que, las dificultades del conocer obligan a reconocer que las situaciones que
constituyen el ámbito de experiencia de todo sujeto no se pueden comprender
subjetivamente, no ya sólo porque toda experiencia tiene que ser colectiva para poder
ser narrada, sino porque, como ya sabía Aristóteles, sólo hay conocimiento de lo
universal y ello requiere, como explicó G. Bueno, procedimientos alfa-operatorios, que
exigen la neutralización de las operaciones beta del sujeto práxico:
[…] ¿acaso podríamos estar seguros ⎯se pregunta Cruz, aplicando la paradoja de Townes al
marxismo⎯ de un discurso que nos hiciera conscientes de nuestra determinación, por ejemplo,
socioeconómica, pero que no nos proporcionara los medios, siquiera fueran teóricos, para
superarla?». [Cruz, 2008: 235]14
Y, por lo que respecta a las dificultades del obrar, centra sus reflexiones sobre la
categoría marxista del trabajo, pero, al hacerse eco de Benjamin, Bloch y Hanna Arendt,
dinamita toda imagen unitaria del obrar histórico, reconoce que todos los sujetos
somos débiles y diminutos, si bien
[…] hay haces de sujetos, ligados por la coincidencia en sus proyectos. Nunca se quiso reintroducir
el individualismo, pero no por evitarlo se va a incurrir en ninguna modalidad de objetivismo, más o
menos realista, en la historia. Se observará que lo dicho arruina la expectativa de dar con el relato
histórico verdadero. Habrá tantos, cuantas claves de lectura se puedan proponer o, lo que es lo
mismo, cuantas intrigas, por utilizar la expresión de Paul Ricoeur, se ofrezcan (historia del poder,
historia de las víctimas…) Canetti puede quedar tranquilo, y es lógico que así sea. ¿cómo este sujeto
iba a estar seguro de su pasado? [Ib.: 241]
La pregunta que queda pendiente en este punto es, si todo el background teórico
adquirido por Manuel Cruz en su etapa universitaria iba a desembocar sin más en una
«escéptica indeterminación», que deja la vía libre a la era del relativismo absoluto y de
la posverdad o, si, por el contrario, al percatarse de la complejidad del presente, se
decide por arriesgar alguna interpretación unitaria convencido de que «la imagen de
nuestro pasado repercute a su vez en nuestra representación del futuro».
14
Aquí alude al artículo de Toulmin sobre «razones y causas».
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§ 3. «El gran apagón», ¿resucita o rebate el viejo relato maniqueo sobre la
contraposición entre la Luz y las Tinieblas?
En lo que sigue, pretendo reinterpretar El Gran Apagón como una obra que, lejos de
aceptar la conclusión escéptica a la que parece llegar al final de su Filosofía de la historia,
cuando nos previene contra «el vértigo teleológico del activista» y cierra diciendo que
«la desafección total, la carencia de deseos inmediatos nos enfrenta a la naturaleza
abismal de la existencia, (y que) probablemente sea esta la experiencia de la que los
hombres comunes andan huyendo, a la que nos invitó Wittgenstein» (Cruz, 2008: 246),
rechaza el consejo gnóstico del analítico y se compromete con la acción política concreta
con el ambicioso proyecto de «salvar la democracia». ¿No significa eso una
rectificación de su background teórico tan trabajosamente construido en los últimos
cuarenta años? Si la lección que saca de Derrida consiste en haber aprendido a «habitar
entre escombros», después de la demolición de la metafísica occidental, ¿cómo salvar
a las confusas sociedades actuales de una, no hipotética, sino inminente «involución
democrática autoritaria» cuando las fuerzas políticas que supuestamente la defienden
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abogan por excluir del juego democrático a los simpatizantes de posiciones
autoritarias? ¿Acaso para salvar la luz de la razón en este tenebroso valle de lágrimas
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no cabe otra alternativa que activar el viejo maniqueísmo religioso que apela a la lucha
eterna entre la luz y la oscuridad? Pero ¿quiénes son los iluminados y quiénes los
tenebrosos? ¿Por qué sabe Manuel Cruz que sus opciones y propuestas se ubican en el
lado correcto de la historia?
En el largo epílogo de 80 páginas de El Gran Apagón, titulado significativamente
«Cuando no queda más política que la prepolítica», él mismo nos advierte de la
paradoja de que. la denominada posmoizquierda ha acabado aceptando el
planteamiento de Klaus Schwab, fundador y presidente del llamado Foro de Davos: «la
línea de división hoy no está entre la izquierda y la derecha, sino entre los que abrazan
el cambio y los que quieren conservar el pasado» (Cruz, 2022: 382). Ahora bien, ¿basta
identificar el progreso con la racionalidad y retornar a los ideales de la Ilustración para
evitar el eclipse? «En todo caso, lo que está claro es que si no somos capaces de
introducir un criterio que nos permita distinguir aquello que merece ser conservado
del pasado de aquello que representa un mero lastre, estamos desarmados
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teóricamente ante cualquier situación un poco compleja o, ya no digamos, inédita» (ib.:
383)15.
¿Quién nos ayudará en este trance a encontrar un criterio válido? ¿Quién nos salvará
de las tinieblas circundantes, rezaba el compungido maniqueo? Cuando la opinión
pública ha entrado en barrena con toda la profesión periodística vendida al mejor
postor, cuando se han perdido las formas de modo que los medios de comunicación
fomentan el desprecio mutuo, incentivando el odio como negocio lucrativo, cuando el
fondo de la cultura democrática se reduce a la libertad de tener emociones, cuando las
guerras culturales suplantan a la justicia social, tildada de mera ideología, o cuando
«el narcisismo banal de los likes» definen el sentido de la vida,
[…] nada tiene de extraño que la identidad política se identifique, hasta confundirse, con un estilo
de vida, una estética, una manera de hablar o con cualquier otro rasgo de parecida superficialidad.
Elementos todos ellos que ocupaban el lugar que antaño ocupaban instancias susceptibles de ser
sometidas al escrutinio público de la racionalidad crítica. [Ib.: 418]
Visto desde el epílogo del epílogo, en el que Manuel Cruz se retrata a sí mismo
«caminando entre escombros», parecería que hay cierta continuidad con la estrategia
derridiana de la «deconstrucción», que glosa en el capítulo diez de su Filosofía de la
historia, cuyo propósito último habría sido derribar todos los dualismos sobre los que
se asienta la metafísica occidental. Sin embargo, el planteamiento metafórico de El
Gran Apagón resucita sin miramientos el viejo dualismo zoroástrico entre la Luz y las
Tinieblas, que a través de Mani y el maniqueísmo parece llegar hasta el mismísimo
Siglo de las Luces en una tradición que presume de primar la racionalidad, la
argumentación y la escritura. Spengler, sin embargo, ha destacado las raíces culturales
de la oposición entre la Luz y las Tinieblas en la magia oriental:
Luz y tinieblas son sustancias mágicas. El arriba y el abajo, el cielo y la tierra, se convierten en
poderes esenciales que se combaten. Pero estas oposiciones de la sensibilidad primaria se mezclan
«Así, nada tiene de extraña la perplejidad, por no decir la confusión generada por planteamientos,
como el presentado en su momento por Macron, tendentes a considerar como verde la energía nuclear,
rechazada por lo contrario en el pasado reciente.; planteamientos que han puesto prueba la inanidad de
un concepto banal de progreso, incapaz de entrar en cualquier debate que obligue a explicitar qué
parece bien y qué parece mal, y por qué razones». (Cruz, 2022: 383).)
15
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con las oposiciones oriundas de la inteligencia pensante y valorante: bien y mal, Dios y Satán. La
muerte no es para el autor del Evangelio de san Juan, como tampoco para el celoso muslime, el
término de la vida, sino un algo, una fuerza junto a la vida y ambas ⎯vida y muerte⎯ se disputan
la posesión del hombre. [Spengler, 2012: 362]
¿Cuál es el motivo por el que Cruz decide resucitar ese dualismo entre Luz y
Tinieblas en El Gran Apagón? ¿Se trata de una mera contraposición analógica respecto
al Siglo de las Luces o de una vindicación en toda regla del pensamiento ilustrado y
de la modernidad con nuevos instrumentos?
Pero la superación derridiana de los dualismos podría sostenerse por encima de la
metáfora de la contraposición maniquea de la luz y las tinieblas, en la medida en que
M. Cruz sostiene la «autonomía de las esferas» y atribuye el eclipse de la razón a la
plétora misma de informaciones que «disminuye nuestra atención». Sin embargo, no
está nada claro que Cruz deje atrás los dualismos clásicos desde el punto de vista del
diseño sistemático de su libro, que se acoge a otro dualismo más fundamental, el que
establece entre una primera parte teórica y una segunda parte práctica. Desarrolla la
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parte teórica con el formato de un tratado clásico de filosofía, distinguiendo una
ontología, una epistemología y una ética. Titula esta parte «Pensar a tientas», lo que
remeda de cerca la colección de ensayos de Hannah Arendt, reunidos póstumamente
por Jerome Kohn en 2018 como Pensar sin asideros. Ahora bien, la ontología que diseña
se abre a la contingencia para eliminar todo determinismo histórico, pero no se sabe
muy bien si el título que elige «La realidad está sobrevalorada», pretende criticar este
abandono de la ontología tradicional, por ejemplo, vindicando la materia o el ser en sí,
o se apunta al diagnóstico de Nietzsche de que la verdadera realidad es un mero
constructo residual, aquello que queda, cuando olvidamos las contingencias con que
se iniciaron los procesos actuales. ¿Está suscribiendo Cruz realmente la célebre tesis
de la sociología del conocimiento de Luckmann y Berger sobre la «construcción social
de la realidad»? Por un lado, parece rechazarla cuando la aplica al caso del
independentismo catalán, al que acusa de haber vaciado de contenido la política,
convirtiéndola en una «papilla sentimental», pero, por otro, intenta justificar el vacío
que deja la eliminación de las categorías ontológicas fundamentales apelando a la
«acción humana» como el «factor fundamental» al que remite el carácter contingente
de toda realidad:
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La acción humana pasada está en el origen del presente, del mismo modo que es ella, en tiempos
del Antropoceno, la que genera, casi por definición, el grueso de las contingencias que se nos
avecinan, sea con el signo de los efectos indeseados o con el positivo de la serendipia. [Cruz, 2022:
88]16
Cruz intenta superar derridianamente el dualismo entre libertad y necesidad de una
manera sutil, apuntando al supuesto subyacente de que la «la razón se dice de una
única manera, troquelada por la razón científico-técnica», pero esta indirecta
vindicación de la racionalidad discursiva y filosófica para no «reducirlo todo a fracaso
o serendipia», le lleva a puntualizar que las acciones humanas son distintas en función
de su fundamentación teórica.
De una forma sutil y algo enrevesada, sin embargo, la consecuencia de convertir a
las acciones humanas en las reinas de la fiesta, implica, por un lado, una clara inversión
de todo determinismo ontológico, ya que quedan muy pocas cosas necesarias e
imprevisibles, y, por otro lado, un incremento de la dimensión ética de la responsabilidad.
Es decir, queda trasmutado el orden mismo de las disciplinas filosóficas, pasando la
ética y la praxis social a primer término, el conocimiento o la epistemología a la
segunda posición y una suerte de ontología hiperrealista a una posición residual. Por
eso puede imputar a una carencia de justificaciones teóricas los desastres que
padecemos, y por eso descubrimos la motivación última que le llevó a asumir sus
responsabilidades políticas cuando descubre que para los nacionalistas «la esfera de la
política no está para resolver problemas sino para expresar adhesiones» (p. 100). Y es
que «el problema de lo que nos viene ocurriendo en nuestra sociedad no radica en la
contraposición entre ideas abstractas y realidad. El problema que realmente se plantea,
aunque nunca se termina de explicitar, es entre buenas y malas ideas» (p. 94). El
En clave de acción humana interpreta a Heidegger o a Kuhn: «No hace falta remontarse a Heidegger
y a su olvido del Ser para mostrar la raigambre filosófica de nuestras equivocaciones conceptuales.
También respecto a otros ámbitos del espíritu, como es el de la ciencia, se han planteado parecidas
consideraciones. Cuando historiadores de la misma en la estela de Kuhn señalan que los cambios de
paradigma se producen no tanto porque el nuevo consiga por fin resolver los problemas en el que el
anterior había quedado embarrancado, sino porque dictamina que esos no son los problemas cruciales
y que lo que en realidad hay que hacer es plantearse todo orden de asuntos, están procediendo
conceptualmente de idéntica manera», (Cruz, 2022: 89). De ahora en adelante citaré la página de los
textos de esta obra entre paréntesis a continuación.
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compromiso político es una obligación teórica, porque es necesario poner al
descubierto las ideas erróneas que dirigen nuestras acciones.
No obstante, el libro de Manuel Cruz se atiene al orden tradicional ocultando que,
en realidad, es la segunda parte práctica la que le interesa y que los adelantos
argumentales con los que trufa la parte teórica no son anécdotas circunstanciales, sino
argumentos centrales. De ahí que la epistemología, a su vez, comience advirtiéndonos
contra la rigidez de la racionalidad científico-técnica de carácter «instrumental»
siguiendo a Horkheimer y Adorno en su Dialéctica de la Ilustración, a la que vincula la
crítica epigonal a los grandes relatos de Lyotard. Pero, alertado por las paradojas que
ha suscitado la crisis del COVID-19 ⎯y que analiza en su libro anterior (Democracia: la
última utopía, 2021) donde acuña la expresión de «democracias suicidas» (¿el Brexit?
¿Donald Trump? ¿Bolsonaro?)⎯, concluye que es posible «acertar en el diagnóstico y
equivocar el tratamiento», porque del fracaso del ambicioso proyecto revolucionario
de emancipación universal del marxismo soviético, no se debería deducir el
vaciamiento de todas las categorías políticas. Leídas estas reflexiones epistemológicas
a la luz de su trayectoria intelectual que se inició con la búsqueda de los fundamentos
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ontológicos del conocimiento, puede entenderse mejor la historia de cómo se ha
llegado a esta «rabia sin objeto» en lo que Christian Salmon llama la «era del
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enfrentamiento». Cuatro pasos jalonan esta historia según el análisis epistemológico de
Cruz.
En primer lugar, la desaparición de los grandes relatos emancipadores tanto
individuales como colectivos, arguye, «ha dejado al mundo sin horizonte narrativo
alguno, sin instancia que cumpla la función de ordenar lo que ocurre y cuanto hacemos
en una determinada dirección de sentido» (p.135). Este vacío epistemológico en un
momento en el que la propuesta narrativa era el único argumento que quedaba del
naufragio de la filosofía de la historia que Cruz había estudiado con detalle, tiene la
fatal consecuencia de acabar con la mismísima idea de tiempo, ya que la
deslegitimación del pasado arrastra «la desaparición de la idea misma de futuro,
sustituida en los individuos por un ciego vivir al día, por la búsqueda de la intensidad
permanente, sin espacios intermedios ni tiempos muertos». Si en el capítulo final de la
primera edición de su Filosofía de la historia acudía al tercer volumen de Tiempo y
narración de Paul Ricoeur para articular un nuevo paradigma surgido de la confluencia
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entre fenomenología, historiografía y crítica literaria, aceptando la tesis de que la
resimbolización de nuestra experiencia temporal era lo único que podía dar sentido al
presente, el diagnóstico de El Gran Apagón parece consistir en dar la puntilla a tan
esperanzadora solución. Si en la primera edición recoge la cita de Ricoeur de que
«relatando historias, los hombres articulan su experiencia en el tiempo, se orientan en
el caos de las modalidades potenciales del desarrollo; jalonan de intrigas y desenlaces
el curso demasiado complicado de las acciones reales de los hombres»17, en la segunda
edición ya añade un nuevo capítulo, en el que muestra su perplejidad ante la propuesta
narrativa, al ser incapaz de decidir entre la multiplicidad no coincidente de narraciones
entre la que nos gustaría que hubiese ocurrido idealmente y el desabrido rechazo de
Kundera a toda narración «de nuestra vida que no sea la nuestra» (Cruz, 2008: 206)18.
¿Qué consecuencia se sigue de este «vivir al día» sin recuerdos pasados ni proyectos
futuros? Manuel Cruz se apunta a la filosofía de la sospecha para dar el segundo paso
y preguntar ¿a quién favorece que los individuos anden desorientados como pollos sin
cabeza? No hay que devanarse mucho los sesos para pensar que esta situación favorece
a quienes ejercen el dominio en la situación actual y no deja de ser revelador que al final
de las crisis, resuélvanse por la vía del austeridad letal de 2008, o por la del reparto
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solidario, como ocurrió tras la crisis de COVID-19, los ricos han salido beneficiados y
los pobres perjudicados. Por mucho que se critiquen los dualismos económicos ¿no
habría que resucitarlos para poder articular teóricamente, al menos, una guía para la
acción colectiva? Cruz lo insinúa en una doble dirección. Por un lado, señala que «el
vivir al día y el abandono de toda idea de futuro implican una renuncia al viejo lema
de “conocer para transformar”», que antes servía de guía a los movimientos sociales.
Por otro, en cambio, constata la muerte de la última discusión relevante a efectos
teóricos entre relativistas y universalistas: «Quedaron, por lo visto, irreversiblemente
atrás debates como los que se planteaban en las últimas décadas del pasado siglo entre
multiculturalistas, más o menos contaminados de relativismo, y universalistas,
siempre sospechosos de utilizar el recurso a la racionalidad ilustrada como una forma
enmascarada de dogmatismo» (p. 136).
Paul Ricoeur (1995/96) Tiempo y narración. México, Siglo XXI, (tomo I: Configuración del tiempo en el
relato histórico; tomo II: Configuración del tiempo en el relato de ficción; tomo III, El tiempo narrado) en
«Introducción», p. 18.
18 El nuevo capítulo se titula: «La propuesta narrativa (o la irrupción del sujeto)».
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El tercer paso del argumento de Manuel Cruz se sigue directamente del abandono
de este debate en unos términos en las que la izquierda pareció batirse en retirada para
no ser tildada de dogmatismo, dejando en el campo de batalla, como despojos,
categorías irrenunciables para cualquier organización social, como son las nociones de
«autoridad» y de «tolerancia», la vindicación de «la igualdad por encima de las
diferencias», las propuestas de «mestizaje» contra las vindicaciones fascistas de la
«pureza identitaria», etc.
Propuestas tan moderadas y bienintencionadas como la del mestizaje ideológico han devenido
completamente inviables en un contexto en el que se ha pasado del disenso intelectual o ideológico
a la condena moral, esto es, a la deslegitimación del adversario (actitud en la que, en no pocas
ocasiones, puede haber caído una izquierda que alardeaba de encontrarse muy alejada de estas
actitudes). La dinámica que rige la relación entre los diferentes es ahora, de manera inequívoca, la
de la polarización y el enfrentamiento, de manera que estamos asistiendo ⎯se me disculpará la
brutal simplificación⎯ a un conflicto que, en apariencia, se produce entre relativismos de distinto
signo y que, precisamente porque no discrepan en lo esencial, parece condenado a resolverse en el
plano de los hechos o, si se prefiere, del mero poder. [P. 136]
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Llegamos así al cuarto paso, el del eclipse de la razón, donde colapsan los
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razonamientos en favor de nuevas categorías, que ya no aspiran a la universalidad
ilustrada, pero que permiten resucitar romántica y emocionalmente los viejos
fantasmas del racismo, el nacionalismo identitario, el supremacismo cultural y la
condena moral de los diferentes. Manuel Cruz se percata de que no se trata de que los
promotores de
[…] categorías como las de posverdad o hechos alternativos vayan a propiciar un retorno a ningún
género de dogmatismo con aspiraciones universalistas. No podrían hacerlo en la medida en que
reniegan de alguna de sus categorías básicas. En realidad, lo que practican es una exasperación del
relativismo. Pero no hay que confundir las cosas. El universalismo al que ha renunciado este sector
es el de la razón, no el del poder, esto es, la pretensión de que, por cualquier vía, sus propuestas
alcancen la hegemonía absoluta. [P. 137].
Para ello, además del poder económico, han aprendido del viejo Goebbels que es en
el ámbito de las guerras culturales, donde se ganan o se pierden las batallas decisivas.
De ahí la importancia crucial de la manipulación massmediática y la necesidad de
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controlar las redes sociales. Pero ¿cómo generar un nuevo iluminismo racional? ¿Cómo
alumbrar un nuevo futuro cuando en la sociedad de la intolerancia se usa el arma de
la crítica para deslegitimar no ya la tiranía del feminismo, la depravación moral de los
movimientos de LGTBI, sino la propia y vieja «justicia social» de Aristóteles como si
fuese una «invención de la izquierda»? ¿Cómo combatir semejante invasión tenebrosa
de ignorancia?
Manuel Cruz acude para ello a la ética, a la que dedica una reflexión que titula «la
victimización total representa la utopía del resentimiento» (p.149). Comenzando por
la ciberbalcanización y el triunfo de las epistemologías tribales, que han traído las redes
sociales, Cruz se atreve a criticar el «victimismo» como el único valor universal que ha
logrado la transversalidad sin necesidad de justificación teórica alguna. Este
atrevimiento nietzscheano a contracorriente denuncia la sutil inversión que hoy
ejecuta el discurso político sobre el espíritu ilustrado que hacía al individuo
responsable de sus actos: «El gran peligro (y de ahí su gran atractivo) de la apelación
al mal estructural (para exculpar a los corruptos) es que termina por convertirnos a
todos en víctimas, por garantizarnos una coartada exculpatoria a cualquier cosa que
hagamos» (p.169). Pero que la mayor paradoja no sea que el ladrón culpe al policía de
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sus robos por no haberlo controlado lo suficiente, sino que «solidarizarse con las
víctimas» sin hacer mención de los verdugos revela casi siempre para Cruz (y así lo
ilustra con jugosas anécdotas) la aplicación de una política identitaria, en la que no se
juzgan los actos, sino a los agentes que son buenos cuando son de los nuestros y malos
de una pieza si no lo son. En realidad, este nuevo planteamiento de los problemas
éticos deriva del colapso de la ontología y de la epistemología que venimos
comentando. Por un lado,
[…] si eso que llamábamos realidad o mundo está pasando a ser un referente imaginario en el que
apenas nadie habita porque ha quedado desarbolado, porque ha estallado en mil pedazos, los
pedazos de las diferentes comunidades fuertemente homogeneizadas y empastadas internamente
por unos pocos convencimientos y emociones que ninguno de sus miembros osa cuestionar [p, 152],
no hay nada sorprendente en el hecho de que el apagón de la razón produzca la
actual crispación política entre comunidades identitarias, partidos o facciones. Pero si,
además, por otro lado, la misma diferenciación conceptual entre buenos y malos se
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vitupera como maniqueísmo, entonces, puesto que nadie se considera malo ni
responsable de sus actos, se acaba sustituyendo la vieja contraposición por la que se
da entre «los que están a favor del bien» y los partidarios de la realidad, que son todos
los que justifican sus actos con expresiones exculpatorias de este tenor: «”esto es lo que
hay”, “son las reglas de juego”, “no he inventado yo el sistema”, “si no lo hago yo, otro
lo hará”, etc.» (p. 165). Como ya nos advirtiera Hannah Arendt, «quien debiera generar
mayor temor es el cínico que vive convencido de que el bien se hace, pero el mal,
sencillamente, tiene lugar» (p. 166). Pero ¿no es ese justamente el núcleo duro del
maniqueísmo que atribuye el mal a una fuerza extraña que nos controla y domina
desde fuera? Para Cruz, son las insuficiencias teóricas las que desembocan en las praxis
éticas perversas que proclaman la necesidad de ser críticos contra todo y luego eligen
a sus víctimas a la carta, de modo que los suyos quedan exentos de crítica.
La técnica filosófica de Manuel Cruz consiste en regresar hasta los argumentos
subyacentes, lo que acredita en su ética al ceñirse al caso paradigmático del
victimismo, al que acorrala ante el siguiente dilema:
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O se asume la complejidad de lo real, incompatible con cualquier forma de maniqueísmo, (porque
en cada caso habría que definir quién es la víctima y por qué), o termina incurriéndose en alguna de
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las absolutizaciones ontológicas (como la existencia de malos de una sola pieza). [p. 183]
En términos prácticos, una vez desmontada la falacia de identificar los nuevos buenos
con aquellos que han sido víctimas de algún daño o de alguna injusticia, sea ella la que
fuere, pues nadie sostiene ya que este mundo sea un «valle de lágrimas» en el que nos
toca llorar a todos por ser pecadores congénitos, Cruz apela a la metodología de la
sospecha para desenmascarar a
[…] quienes inician sus argumentaciones con afirmaciones rotundas del tipo «lo que no tiene la
menor justificación», «lo que resulta de todo punto inaceptable», «lo que es realmente indignante»…
y a continuación lo que proceda, según quién las presente. No sólo porque está colocando como
premisa aquello cuya condena debería justificar, sino porque lo está haciendo en unos términos cuya
función primordial es la de esquivar cualquier forma de crítica o puesta en cuestión… sirve para
atajar la mera posibilidad de que alguien se atreva a dudar de lo tenido por dogma en el seno del
grupo. Asistimos en este sentido, a la proliferación de lo que podríamos calificar de «víctimas
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airadas», en la medida en que vivimos en una época en la que la menor contrariedad (y abundan las
mayores) autoriza a las personas a instituirse en víctimas también de una pieza. [p.185]
Para acabar de desenmascarar a los nuevos buenos recuerda Manuel Cruz la antigua
ley de Godwin que sostiene que a medida que una discusión se alarga la probabilidad
de que aparezca una mención a Hitler o a los nazis tiende a uno. Los inocentes
antifascistas de hoy suelen provocar la muerte súbita de una discusión, apelando a Vox
lo que en el fondo «equivale a comprarle el marco mental a la extrema derecha. Antaño,
a unos, como decía el clásico, les perdía la estética, a otros, hoy, les pierde su elitismo
intelectualista» (p. 189).
§ 4. Bajando a la arena de los debates actuales desde la filosofía y la militancia
política
¿Qué propone Manuel Cruz para superar el elitismo intelectualista en el que
solemos incurrir los filósofos? ¿Cabe descalificar a priori las objeciones contra el
feminismo o contra la inmigración, por no hablar, de las acusaciones de connivencia
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con el supuesto terrorismo de Bildu, por el hecho de que sean tergiversaciones o meras
calumnias del partido de Abascal y el seguidismo de la derecha carpetovetónica del
PP? ¿Realmente constituye un preservativo racional apelar a las emociones (sean de
repugnancia o de miedo) para descalificar los pactos del PP de Feijoo con Abascal o
para desmontar la insidiosa campaña mediática que, en nombre de la «libertad de
expresión», llevan a cabo determinadas televisiones, prensa y redes sociales que
acusan a los demás de la manipulación que ellos mismos están ejerciendo? ¿Son estas
críticas resultado de su elitismo intelectual o consecuencia de su militancia política?
Que Manuel Cruz no se muerde la lengua está meridianamente claro desde que en
2020, tras su experiencia en el Congreso de los Diputados y su presidencia del Senado,
escribe una suerte de memoria de sus experiencias como parlamentario, que pretende
romper con la imagen de un parlamento (y, por extensión, de casi toda la política)
como un gigantesco plató de televisión, cuyo único y recurrente programa se centra en
un constante debate entre tertulianos, en el que la razón ha huido, ha sido expulsada
de la arena política y ha sido sustituida por una verborrea ramplona, destinada a
impactar al espectador con frases grandilocuentes, pero vacías. En su Transeúnte de la
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política. Un filósofo en las Cortes Generales (2020) intenta mantener el justo
distanciamiento filosófico de lo emocional y lo visceral, al objeto de dar cuenta de la
frivolidad que supone reducir las cuestiones complejísimas y llenas de matices, que
allí se debaten, a eslóganes simples, que buscan la polarización, por mucho que el
Senado pueda trabajar con menor presión mediática que el Congreso.
Ensaya Cruz superar el denostado bipartidismo, que para Popper era el modelo
democrático más perfecto, en una situación en la que se ha forjado un sistema de
bloques mucho más cerrado que el sistema anterior, ya que la crítica parece haber sido
aniquilada y la discrepancia reducida a términos tendentes a evitar cualquier
entendimiento con los rivales políticos, pues pactar acaba viéndose como una cesión
al adversario, de funestas consecuencias. Si Bildu apoya una ley del PSOE, pongamos
por caso, para el PP significa que gobierna el terrorismo de ETA en España, etc. Contra
las exageraciones extremistas que ya en 1995 John K. Wilson19 había denunciado como
una estrategia de la derecha para desgastar a la izquierda a partir de unos pocos casos,
la obra de Manuel Cruz ofrece una visión distinta a la que estamos acostumbrados al
poner la reflexión y el sentido común por encima de los zascas. Se podrá estar de
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acuerdo o no con sus afirmaciones, pero es difícil poner en duda el interés y la
inteligencia de sus razonamientos. En Transeúnte de la política presta especial atención
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a la aparición de las nuevas formaciones políticas y al desafío independentista. Pero
también es un diario sobre el tiempo que presidió el Senado, antes de concluir con una
síntesis sobre dónde estamos y qué hemos de hacer para encauzar, si todavía es
posible, la situación.
A muchos comentaristas del libro les ha llamado poderosamente la atención la ácida
y severa crítica que hace a Podemos y a Pablo Iglesias con el que el PSOE compartía
gobierno de coalición. Pero lo cierto es que cuando saca a relucir todas las
contradicciones y carencias del mensaje de Podemos y de sus círculos allegados parece
limitarse a «defender el honor de la razón» contra el populismo de izquierdas. El
reproche más severo que hace a la nueva política y que el tiempo ha venido a certificar
es el haber dilapidado la ilusión colectiva con tanta celeridad. Y es que lo que más le
motiva en este libro es desmontar el argumentario soberanista catalán y la crítica
John K. Wilson (1995) ya denunciaba las represalias académicas, que sufrían quienes habían
defendido determinadas tesis contrarias a lo políticamente correcto.
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Manuel Cruz: filósofo de guardia en el parlamento español | Alberto Hidalgo Tuñón
racional a las pueriles aspiraciones y pretensiones de la clase política independentista,
que van en contra de cualquier proyecto cohesionador de España. Conocedor de los
entresijos de la política en Cataluña, su ataque es demoledor y deja constancia de sus
intenciones últimas en una entrevista que le hace su asesor Antonio García Maldonado
para la sección Libros de Público al poco de su publicación.
Ahora, por ejemplo, algunos hablan de manera muy desenvuelta como si el año 92, con las
Olimpiadas de Barcelona, hubiera sido un año modélico en lo que respecta a la colaboración del
nacionalismo catalán con el gobierno central, presidido por aquel entonces por Felipe González.
Parecen olvidarse no solo de los recelos que siempre tuvo Jordi Pujol ante la figura emergente de
Pasqual Maragall, sino también de la campaña Freedom for Catalonia, en la que participó activamente
el entonces joven hijo de Pujol (Oriol), condenado años más tarde por el caso de las ITV, llevando la
antorcha olímpica con la leyenda correspondiente en su camiseta e intentando que las grandes
cadenas de televisión de todo el mundo se hicieran eco de sus reivindicaciones independentistas. Si
no me falla la memoria, otros jóvenes que participaron en esa misma campaña luego ocuparon cargos
de responsabilidad en la administración catalana, como Joaquim Forn, que llegó a ser conseller de
Interior bajo la presidencia de Carles Puigdemont. [G.ª Maldonado y Cruz, 2020]
Contextualizado el discurso del nacionalismo catalán que siempre estuvo presente,
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explica su análisis del libro en los siguientes términos:
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Parece de toda evidencia que el planteamiento independentista que irrumpe de manera explícita
y generalizada en la segunda década con el procés se sustentaba en un análisis que confundía una
situación de crisis social, económica y política en España con la debilidad del Estado en cuanto tal.
Sabemos bien de dónde derivaba aquella situación de crisis: de la onda expansiva de la catástrofe
económica de 2008 y de la aparición del movimiento de los indignados, el cual salpicaba
directamente a un Artur Mas que había llegado a la Generalitat alardeando de saber recortar y
prometiendo un govern «business friendly». Pensó, sin duda, que redirigir el creciente malestar social
hacia Madrid sería una operación de coste cero porque, pensaba (ahí están sus declaraciones) que el
Estado se encontraba contra las cuerdas. […]
Semejante confusión entre crisis y debilidad, lejos de constituir un episodio aislado, resulta
bastante representativa de toda una manera de proceder por parte del independentismo a lo largo
de estos años. Hasta el punto de que se podría afirmar que la persistencia en las equivocaciones ha
sido una constante del procés. Así las elecciones autonómicas adelantadas de 2012 en las que Mas se
presentaba como un nuevo Moisés para obtener una mayoría aplastante que le permitiera llevar
adelante sin ataduras ni hipotecas su proyecto, se saldaron con un fracaso del convocante, que perdió
Manuel Cruz: filósofo de guardia en el parlamento español | Alberto Hidalgo Tuñón
un número notable de votos y escaños. En vez de asumirlo, Mas decidió unir su suerte a la de su más
directo rival electoral, ERC.
A continuación, en 2015, en unas elecciones convocadas publicitariamente como plebiscitarias, el
plebiscito fue derrotado de manera inequívoca, provocando por añadidura el efecto colateral de la
retirada del mismísimo Mas. ¿Y qué ocurrió, en fin, en las autonómicas de 2017? Pues que la primera
fuerza política de Cataluña fue Ciudadanos. Esto solo por lo que respecta al resultado de las propias
elecciones catalanas, sin introducir ningún otro tipo de variables en el análisis. […]
Una clave para entender una perseverancia de tal magnitud es la relacionada con la fidelidad a
prueba de fracasos que mantiene el electorado del bloque independentista […]. Los dos grandes
partidos que lo forman […] [funcionan como] vasos comunicantes prácticamente perfectos.
Quede claro que tamaña solidez electoral no respondía a los motivos que usualmente explican
que una fuerza política se mantenga en el poder durante largo tiempo. No cabe hablar de una gestión
eficiente de los recursos por parte del gobierno catalán, gestión inexistente desde hace años. Como
tampoco se explica por el hecho de que las fuerzas independentistas fueran alcanzando las metas
anunciadas y obtuvieran así el respaldo continuado […].
Por más que se haya constatado la derrota del procés y se hayan hecho evidentes las mentiras en
las que se sustentaba (despegue económico espectacular, triunfal acogida en Europa como nuevo
Estado independiente, etc.), sus líderes no han renunciado a continuar engañando a ese sector de la
ciudadanía al que saben muy proclive a no poner en cuestión sus mensajes. Parece claro que, si la
sociedad catalana no estuviera tan fuertemente motivada, no se repetirían resultados electorales. El
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sentimiento es la gran certeza del corazón en tiempos de incertidumbre de la razón. Cuando se vota
por un sentiment, de manera explícita (apelando a Cataluña como un todo sin fisuras) o implícita (a
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través de elementos identitarios como la lengua y similares), el éxito o el fracaso políticos de aquellos
en los que se depositó la confianza constituyen factores de menor importancia. Pero en cualquier
país del mundo los votantes sancionan a los políticos cuando fracasan o mienten. En cambio, eso en
Cataluña no sucede. Lo cual resulta, por añadidura, particularmente llamativo en tiempos de
extrema volatilidad del voto como son los actuales. [Ib.]20
Es cierto que Manuel Cruz se esfuerza por quitarse de encima la etiqueta de político
y reivindica su condición de filósofo, lo que no agrada a muchos periodistas que
pretenden monopolizar el espíritu crítico y presumir de una neutralidad que no tienen,
pero no cabe duda de que por encima de su militancia en el PSOE, en la que se
considera transeúnte, la visión serena, mordaz y formada de Manuel Cruz ofrece una
descripción muy ajustada del desolador panorama de la actual política española y de
En la entrevista resulta de máximo interés la descripción que hace de la cámara alta y su análisis de
cómo funciona y del valor que todavía tiene y que podría tener, temas que se abordan en el libro de
manera más fría y funcionarial.
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Manuel Cruz: filósofo de guardia en el parlamento español | Alberto Hidalgo Tuñón
los riesgos que corre nuestra democracia. Ahora bien, para continuar esta labor crítica,
son demasiados los frentes que se le abren en la segunda parte de este libro mucho
más profesional, «el gran apagón». En él se ve obligado a ceñirse a tres casos prácticos:
a) el naufragio de las palabras en el discurso público; b) la cuestión del feminismo
(entre machirulos y pagafantas); y c) el tema de la identidad que ha transitado de ser una
construcción cultural, a perderse en mera fabulación mitológica y que sigue matizando
sus percepciones sobre Cataluña. En los tres casos confirma el diagnóstico que hizo
como transeúnte de la política sobre la importancia de los sentimientos, lo que se ilustra
con el subtítulo de esta segunda parte práctica: «Contra la incertidumbre de la razón,
las certezas de la emoción», una expresión acuñada en Transeúnte.
Partiendo de la premisa de que el lenguaje nos constituye como humanos, analiza
Cruz, en el capítulo 4.º, titulado «El problema de pensar en público» lo que diagnostica
como «el naufragio de las palabras». Puesto que el deterioro del lenguaje es un síntoma
del deterioro de la racionalidad, analiza Cruz el problema de los significantes vacíos
que, para desconcierto de la izquierda, ha permitido a la derecha apropiarse de los
discursos emancipadores de la libertad por la mayor «eficacia política y utilidad
propagandística» que ampara el relativismo cultural frente al universalismo de la razón.
39
El caso paradigmático de Isabel D. Ayuso en Madrid, apropiándose del significante
vacío de la libertad, le permite concluir: «Con toda probabilidad, el error más destacado
de ese populismo de izquierdas no ha sido tanto echar mano del recurso de los
significantes vacíos como el de hacer apología de ellos» (p. 202). Y es que la libertad
puede reducirse a libertad negativa sin romper su nexo con los orígenes y la estrategia
conservadora de estudiar al movimiento obrero para anticiparse a sus causas ya la
había practicado Bismarck en el siglo XIX.
Una de las contribuciones más potentes y originales de este capítulo es su
profundización en los supuestos que operan bajo las diferentes interpretaciones que
del derecho a la libertad de expresión hacen «el modelo norteamericano», para el que la
tolerancia de las opiniones más extremas es garantía de la democracia, y el «modelo
europeo», más popperiano, para el que el ejercicio irrestricto de la tolerancia implica
una destrucción de la democracia misma.
Según el filósofo austriaco que considera el discurso extremista uno de los mayores enemigos de
la sociedad abierta, «si extendemos una tolerancia ilimitada incluso hacia aquellos que son
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intolerantes, si no estamos dispuestos a defender la sociedad tolerante frente a las embestidas de la
intolerancia, entonces el tolerante será destruido y con él la tolerancia misma». Estamos ante lo que
se denomina la paradoja de la tolerancia. [p. 210]
Pero Cruz ya había criticado severamente el falsacionismo popperiano desde sus
primeras obras, por lo que sigue profundizando en los diferentes modelos de Estado
que subyacen a ambas concepciones hasta regresar a las figuras reguladoras que
promocionan ambos modelos. Mientras en el modelo norteamericano la figura del
disidente debe ser protegida como garantía de una ampliación de derechos (estilo
Martin Luther King) en el modelo europeo es el Estado benefactor el que se erige en
protector de la víctima inocente. Más allá de los elementos históricos subyacentes, alude
Cruz a los elementos valorativos y deja planteado el problema teórico-doctrinal
siguiente: «¿podemos considerar que en el listado de ‘formas de odio basadas en la
intolerancia’ debemos incluir también la ideología, tal y como queda tipificado en el
artículo 510 del Código Penal español?» (p. 218). Sin reiterar el análisis de la «eficacia
exculpatoria del mecanismo de victimización» llevado a cabo en la primera parte,
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insiste Cruz ahora en la reacción diferencial que se espera de cada una de esas figuras
contra las agresiones, pues el outsider no sólo está protegido por la Primera Enmienda
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contra el Estado, sino también contra la «tiranía de la mayoría», como decía
Tocqueville. Por eso concluye que
[…] el disidente en realidad es una víctima activa, politizada, combativa. Frente a la actitud
puramente reactiva de la víctima, que se limita a reclamar la reparación del perjuicio que se le ha
causado en nombre del sufrimiento padecido, el disidente tiene un en nombre de qué que constituye
el auténtico motor de su actuación. [p. 225]
Deja así el terreno abonado para abordar el asunto más peliagudo de cuantos
invaden la esfera pública en la actualidad en la que la «cultura del victimismo»
propicia aberraciones tales como que Donald Trump se considere víctima de una
persecución judicial o que los militantes de Vox se consideren agredidos por el
«feminismo», las feminazis o la «ideología de género». Arranca Cruz de la distinción
que hacen Bradley Campbell y Jason Manning entre los tres paradigmas de la cultura
moral: «la cultura del honor, la cultura de la dignidad y la cultura del victimismo». En la
cultura del honor, el ofendido tiene derecho a tomarse venganza y si no lo hace incurre
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en vergüenza. En la cultura de la dignidad prevalecen la moderación y la tolerancia
para preservar la cohesión social y la superioridad moral del ofendido se muestra
cuando «considera primordial la salvaguarda de la armonía del grupo, no
desgarrándolo en conflictos y antagonismos permanentes». La posmodernidad
adquiere en el siglo XXI gran predicamento en los campus universitarios y, aunque la
llamada corrección política ha sido contestada por destacados intelectuales en la revista
Harper’s en julio de 2020, acaba imponiendo la cultura de la victimización que saca a
la luz la existencia de lo que se llaman microagresiones:
[…] ofensas involuntarias que la propia víctima hace públicas precisamente para exhibir su
condición de tal, ya que, de no hacerlo, habrían pasado desapercibidas (dada la ausencia de intención
del agresor y la a menudo escasa importancia objetiva de la cosa misma), y para concitar el apoyo
de terceros. [p. 230]
Varios ejemplos hay de esta hipersensibilidad a flor de piel, como la de los
estudiantes de Derecho de la Universidad de Harvard en 2014 que pidieron a los
profesores no les enseñaran el delito de violación, ni usaran la palabra violar en sentido
figurado, porque provocaban en ellos «angustia y aflicción» (v. Madrid Ramírez, 2018).
No necesito seguir reproduciendo los argumentos que avalan la tesis del victimismo
como «utopía del resentimiento». Pero, por mucho que una sociedad victimizada no
tenga futuro, lo cierto es que el éxito de la tesis de la existencia de microagresiones
plantea un dilema de difícil solución. Por un lado, muchos ofendidos que no encuentran
protección en las instituciones buscan el apoyo en las redes sociales, pero, por otro
lado, si los poderes públicos conceden el estatuto de víctimas a todos los ofendidos,
los dispositivos habilitados para tal efecto «desembocan en una verdadera
aniquilación de la racionalidad» (p. 237). El hecho de que los colectivos reconocidos
políticamente como víctimas hayan acabado usando ese poder para silenciar a sus
críticos, no justifica, sin embargo, ninguna equidistancia o neutralidad entre las
víctimas y sus opresores.
Ahora bien, una cosa es que los poderes públicos arbitren políticas para resolver, o, cuando
menos, paliar las situaciones de injusticias y sufrimiento reales derivadas de dimensiones
estructurales de nuestra sociedad, y otra, que concedan el estatuto de víctima a cualquier persona
41
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perteneciente a esos grupos, con absoluta independencia de que exista o no conexión real o necesaria
con un daño o una opresión. [P. 241]
Experto en «guerras culturales», Manuel Cruz apuesta siempre por la libertad de
expresión, citando a Orwell que la define como «el derecho a decirle a la gente lo que
no quiere oír» (p. 244) y critica, a lo largo de su capítulo sobre «El problema de pensar
en público», todas las situaciones que operan como inhibidores del debate colectivo o
que provocan la muerte súbita de toda discusión, porque sólo así cabe defender la
democracia. A lo largo de todo su libro aparece recurrentemente el problema de la
victimización como utopía del resentimiento y principal causante de la crispación
política actual, de modo que al final de la primera parte generaliza una tesis, según la
cual, el rasgo específico de nuestro tiempo es el «agravio comparativo» que ha venido
a suplantar todos los antiguos antagonismo incluida la lucha de clases. De esta forma,
si lo cultural ha desplazado por completo a lo material, puede llegar a decir que «la
lucha de agravios es el motor de la historia» (p. 191) ¿No es esa la razón por la que
pone tanto empeño en defender y matizar el sentido que tiene la «libertad de
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expresión»? Pero, por mucho que la «libertad de expresión» se muestre como una
herramienta efectiva para luchar contra la discriminación y el odio, al final del capítulo
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4.º, que debate el problema de cómo se bate el cobre en lo público, acaba reconociendo
los límites de tal libertad, porque «una libertad irrestricta para debatir, pero ayuna de
crítica racional desemboca, de manera casi ineludible, en mero alboroto y proliferación
de insultos» (p. 248).
Antes de abordar la vidriosa cuestión del feminismo, en la que se mezcla
irremediablemente la cuestión biológica del sexo con la cuestión semántica del género,
de modo que lo cultural interfiere forzosamente con lo «natural», sea esto lo que fuere,
menciona Manuel Cruz el libro de la filósofa inglesa Miranda Fricker 21 , en la que
distingue la injusticia testimonial «que se produce cuando un emisor es desacreditado
debido a los prejuicios que de él tiene su audiencia» de la injusticia hermenéutica «que
Miranda Flicker, Injusticia epistémica (Herder, 2017), y en la misma línea con el argumento de la
necesidad de afinar los instrumentos cognitivos para evitar injusticias cita el libro de Owen Jones, Chavs:
la demonización de la clase obrera (Capitán Swing, 2019), que afirma lo siguiente: «Sin una izquierda fuerte
que dé respuesta a las preocupaciones básicas de la clase trabajadora en la era neoliberal de la
precariedad laboral y la crisis de la vivienda, el BNP (Partido Nacionalista Británico) ha llenado ese
vacío» (p. 269).
21
Manuel Cruz: filósofo de guardia en el parlamento español | Alberto Hidalgo Tuñón
se produce ante la incapacidad de un colectivo para comprender la experiencia social
de un sujeto debido a una falta de recursos interpretativos» (p. 255). Este matiz es
necesario para evitar polémicas, cargadas de malentendidos y obcecaciones cerriles
como las que se han producido recientemente a propósito de la ley del «sólo sí es sí»,
que ha fracturado la mismísima unidad (¿existía antes?) del feminismo.
El hecho de que el capítulo 5.º se titule interrogativamente «¿Tiene interlocutores el
feminismo?» es ya un indicativo de la forma indirecta en la que Manuel Cruz entra en
el debate advirtiendo del peligro de que la vindicación del papel de las mujeres en la
sociedad actual pueda llegar a «morir de éxito». De ahí que se pregunte sobre el papel
de la otra parte del conflicto, los hombres: ¿cómo debemos definir la nueva
masculinidad, al tener que sortear simultáneamente la Escila de los machirulos y la
Caribdis de los pagafantas? Y es que ahora, lo que decía Simone de Beauvoir22 de que las
mujeres se preguntan qué es ser mujer, porque los hombres no necesitan preguntarse
tal cosa, al ser «autoevidente», ha dejado de serlo desde el momento en que el discurso
feminista se ha convertido en hegemónico. Esto se demuestra para Manuel Cruz en el
hecho de que cualquier matiz sobre el asunto se ha convertido en sospechoso. Pone el
caso de Catherine Deneuve que fue vituperada sin piedad por la cuarta ola del
43
movimiento #MeToo, lo que viene a demostrar que se ha producido una peligrosa
combinación de la lógica del victimismo con la perspectiva maniquea:
Todo lo que no sea haber sido víctima o haber estado a punto de serlo (y, por tanto, haberse hecho
merecedor de esa misma condición) convierte a quien sea, de manera indefectible, en sospechoso de
complicidad con el estado de cosas existente, lo que es como decir con el daño. [P. 279]
Antes, pues, de que estallara la reciente polémica sobre los problemas de aplicación
de la ley del «sólo sí es sí» ⎯que tantas matizaciones jurídicas requirieron⎯ Cruz ya
había advertido las diferencias estructurales entre la segunda ola del feminismo
(Simone de Beauvoir), la tercera ola (Rebecca Walker) y esta cuarta ola, donde la cuestión
vidriosa de discriminar lo que ocurre en el mundo de las emociones y los deseos obliga
a dilucidar «en qué condiciones podemos considerar que un consentimiento se ha
llevado a cabo sin intimidación ni coerción» (p. 291).
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Simone de Beauvoir, Le deuxième sexe (1949). La traducción española: El segundo sexo (Cátedra, 2017).
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Si el empoderamiento femenino consiste en recitar eslóganes de canciones que
entonan el despecho de heroínas que ya no lloran, sino que facturan o en exhibir a sus
parejas como «trofeos» de discoteca, parecería que el feminismo no pasa de ser más
que la nuda inversión del machismo. Pero, si se lleva al extremo la idea de que «lo
personal es político» y la de que «todo vale en materia sexual si se da entre adultos y
es consentido», se producirá un conflicto inevitable entre ambas, que dará lugar a
«específicas patologías (en un caso, la de un intervencionismo paternalista, fronterizo
con el totalitarismo y en última instancia incompatible con la autonomía personal, y,
en el otro, la de la libertad personal utilizada como burladero inefable para esquivar
cualquier norma socialmente aceptada)» (p. 292).
Manuel Cruz tiene recursos para salir airoso de los complicados jardines en los que
se mete, gracias a su experiencia docente en las materias Filosofía Contemporánea y
Filosofía de la Historia y a sus intereses investigadores, centrados en la reflexión sobre
las teorías contemporáneas de la subjetividad, las reflexiones acerca del lugar de la
memoria y del olvido en el mundo actual y las filosofías de la acción de las diversas
tradiciones vigentes. Pero lo que ha incrementado sus habilidades, ha sido, sin duda,
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su constante presencia en los medios. Recuerdo, por ejemplo, un diálogo que mantenía
con mi amigo Manolo Delgado, que heredó de Alberto Cardín la obligación de seguir
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actuando como «antropólogo de guardia», en una tertulia coordinada por Gemma
Nierga, que me confesó en privado le había resultado dialécticamente muy
estimulante. Como colaborador habitual en medios como El País, La Vanguardia, El
Confidencial, Infolibre, Catalunya Ràdio y como director o codirector de colecciones de
libros como Pensamiento Contemporáneo, Biblioteca del Presente (Paidós); Filosofía,
Hoy (Santillana); Biblioteca Iberoamericana de Ensayo (Paidós México); Pensamiento
Herder; es consciente del perfil cultural de una multitud de públicos lectores. De ahí
su capacidad para transitar desde la izquierda solidaria, que frecuenta la serie
Pensamiento 21 del sello editorial Los Libros de la Catarata, hasta el público
heterogéneo y urbanita que compra la revista Barcelona Metrópolis.
El último jardín en el que se mete Manuel Cruz en El Gran Apagón es el de la
«identidad cultural» con la sana intención de desmontar definitivamente la fabulación
mítica del independentismo catalán. Para ello usa todos los recursos mencionados en
el párrafo anterior. Es posible que tal enfoque sea más persuasivo que el agresivo
Manuel Cruz: filósofo de guardia en el parlamento español | Alberto Hidalgo Tuñón
planteamiento técnico de Gustavo Bueno, quien el capítulo 7.º de su último gran libro
El mito de la cultura (1996), redundantemente titulado «El mito de la identidad cultural
y la realidad de las esferas culturales», distingue entre Identidad sustancial (autós) e
Identidad esencial (isos) para denunciar las intenciones sustancialistas que abrigan
quienes conciben metafísicamente las culturas como organismos vivientes que
permanecen siendo las mismas, a pesar de las sustituciones sucesivas de las piezas que
las constituyen. Manuel Cruz es perfectamente consciente de la «equivocidad del
concepto» (p. 304) de identidad y se niega a quedar atrapado entre el antagonismo
abstracto «entre cosmopolitismo y nacionalismo, que vendría a constituir una variante
del clásico antagonismo entre universalismo y particularismo» (p.302).
Ahora bien, el ejercicio de la crítica filosófica requiere ir más allá de la mera
denuncia de la falsedad de los argumentos de los nacionalistas (el famoso «España nos
roba») o de la puesta en evidencia de que «las emociones no son preceptos» (p. 311). A
este respecto G. Bueno hace un dura distinción entre identidad analítica (cuyo formato
idempotente —A=A— resulta metafísico y engañoso) e identidad sintética, que, como
resulta sabido, para el materialismo filosófico es la acepción primaria (toda identidad
es identidad sintética), precisamente por la razón bien formal de que la identidad no es
45
un axioma, sino una propiedad que se produce en aquellos conjuntos cuyos elementos
tienen previamente la propiedad simétrica y la propiedad transitiva.
Así pues, en la noción de «identidad cultural» ⎯forzosamente sintética, porque no
se instaura a través de una suerte de reflexión autóctona, sino a través de la diferenciación
con respecto a otros pueblos y culturas⎯ se funden y confunden los dos sentidos
anteriores de identidad ⎯la sustancial y la esencial⎯ gracias a una operación
sumamente capciosa que consiste en pensar la identidad sustancial esquemáticamente, es
decir, como una suerte de idealización estilizada de un rasgo esencial característico
(una haecceitas racial) que se viene improntando invariantemente desde los orígenes de
los tiempos en todos los especímenes de la raza, pueblo o cultura cuya identidad se
postula. Manuel Cruz se percata de la complejidad sincrónica y diacrónica o procesual
de la identidad e incluso cita a Ernst Renan para perimetrar el territorio de la
manipulación, en el que se produce esta capciosa operación «El olvido y, yo diría
incluso el error histórico son un factor esencial de la creación de una nación, y es así
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como el progreso de los estudios históricos es a menudo un peligro para la
nacionalidad»23.
Ahora bien, mientras en este punto el análisis de Manuel Cruz parece estancarse
reiterando desde distintas perspectivas su tesis de que «hay que poner por delante las
identidades cívicas a las culturales, siempre tan proclives a ofrecer sus servicios a los
nacionalismos y particularismos del más variado pelaje» (p. 317), siguiendo la estela
que va de Hans Kohn a Jürgen Habermas24, G. Bueno sigue argumentando desde una
distinción lógica, aseverando que la forma de una identidad cultural se ajusta más bien
a un sistema que a un esquema, porque resulta precisamente de conjuntar ciertos rasgos
de naturaleza objetual con otros de naturaleza subjetual o social, de modo que, si se
trata de una substancia es ciertamente una substancia bien compleja sincrónicamente
considerada. ¿Social o personal? Manuel Cruz acude al cuento de Monterroso para
denunciar la presencia del «yo» como el dinosaurio que estaba ahí desde el principio,
G. Bueno, mucho antes de perderse por los vericuetos del Ego trascendental, acude a
la famosa definición de cultura que hizo Tylor en 1871: «aquel todo complejo que
incluye el conocimiento, las creencias, el arte, la moral, el derecho, las costumbres y
46
cualesquiera otros hábitos y capacidades adquiridos por el hombre en cuanto miembro
de la sociedad»25.
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Pero no se trata sólo de que la definición de Tylor sume churras con merinas en el
«todo complejo» de marras (cuestión terminológica que G. Bueno resuelve
distinguiendo entre categorías culturales ⎯rasgos, pautas o partes universales
distributivas presentes en toda cultura⎯ y círculos o esferas culturales ⎯sociedades
concretas entendidas como agregados de rasgos específicos que se constituyen unitaria
y atributivamente como entidades diferenciadas geográfica y socialmente⎯). También
Manuel Cruz, sin utilizar esta terminología, se percata del carácter procesual de las
culturas que, como la catalana, proclaman su identidad sustancial que las constituye
La cita aparece en la nota 26 de la página 315 de El Gran Apagón, a propósito de la retorcida utilización
del tricentenario de Cataluña de 1714, en el que el eslogan «La historia ens convoca» pretende erigirse en
un precepto normativo cargado por la historia misma.
24 Hans Kohn, Historia del nacionalismo (FCE, 1949) y Jürgen Habermas, Identidades nacionales y
posnacionales (Tecnos, 1989).
25 Edward Burnett Tylor, Primitive Culture: Researches into the Development of Mythology, Philosophy,
Religion, Language, Art and Custom (1871). Publicado en español como E. B. Tylor, Cultura primitiva: los
orígenes de la cultura (Ayuso, 1976, 2 vols.).
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internamente. Pero no las caracteriza como «sistemas morfodinámicos complejos», que
comportan «crisis y lysis, restauraciones, demoliciones y reconstrucciones» a partir de
las cuales es imposible que se mantengan invariantes los supuestos orígenes míticos
sobre los que se imposta la supuesta «sustancia de la vida de un pueblo». Y es que
hablar de sistemas morfodinámicos complejos obliga a desarrollar el concepto mismo
de identidad cultural hacia alguna propuesta de parametrización.
Y es que no basta para fijar parámetros distinguir estas diferentes acepciones de
identidad (analítica/sintética; esquemática/sistemática; esencial/sustancial). Cuando
hablamos de identidad cultural en abstracto:
[…] el todo complejo de que estamos hablando está siendo tomado al modo de una función sin
parámetros; los parámetros ⎯añade Gustavo Bueno⎯ determinarán el radio extensional del todo
complejo del que se habla: [si] es el conjunto de todas las culturas humanas o bien si sólo es una
cultura determinada, una esfera cultural o incluso un subconjunto de alguna cultura dada. [Bueno,
1996: 164]
Justamente el problema del eclipse de la razón en el mundo actual consiste en
determinar el alcance de su radio de acción. Es cierto que el senador Cruz no resuelve
47
en qué consiste este apagón de la razón: si será un simple eclipse, pasado el cual,
retornará la luz o, si por el contrario se trata de una auténtica muerte de la razón
ilustrada, que no daría más de sí.
Tampoco Gustavo Bueno resuelve el asunto de las identidades culturales. Pero
tanto Bueno como Cruz acaban desembocando en la política, intentando preservar y
superar un cierto marxismo. Pero esto nos lleva mucho más allá del reconocimiento
que quiero hacer aquí a Manuel Cruz por seguir ejerciendo como como filósofo de
guardia.
Bibliografía
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