Academia.eduAcademia.edu

La intuicion del instante - Gaston Bachelard

La intuición del instante»cuya edición original data de 1932es una cuidadosa e inspirada exploración del tiempo, de su duración y de su percepción, de los temas -variados y problemáticosque el tiempo convoca. Bachelard examina polémicamente, con su característico y bello estilo, las ideas de Henri Bergson y de Roupnel, así como las revolucionarias teorías de Albert Einstein. Al igual que en el resto de su obra, Gaston Bachelard ofrece en 'La intuición del instante', con refrescante generosidad, una original visión del mundo.

«La intuición del instante» cuya edición original data de 1932es una cuidadosa e inspirada exploración del tiempo, de su duración y de su percepción, de los temas -variados y problemáticosque el tiempo convoca. Bachelard examina polémicamente, con su característico y bello estilo, las ideas de Henri Bergson y de Roupnel, así como las revolucionarias teorías de Albert Einstein. Al igual que en el resto de su obra, Gaston Bachelard ofrece en 'La intuición del instante', con refrescante generosidad, una original visión del mundo. Gaston Bachelard La intuición del instante Título original: L'Intuition de l'instant 1987 Gaston Bachelard, enero de Traducción: Jorge Ferreiro Introducción Cuando un alma sensible y culta recuerda sus esfuerzos por trazar, según su propio destino intelectual, las grandes líneas de la Razón, cuando estudia, por medio de la memoria, la historia de su propia cultura, se da cuenta de que en la base de sus certidumbres íntimas queda aún el recuerdo de una ignorancia esencial. En el reino del conocimiento mismo hay así una falta original, la de tener un origen; la de perderse la gloria de ser intemporal; la de no despertar siendo uno mismo para permanecer como uno mismo, sino esperar del mundo oscuro la lección de la luz. ¿En qué agua lustral encontraremos, no sólo la renovación de la frescura racional, sino además el derecho al regreso eterno del acto de Razón? ¿Qué Siloé pondrá orden suficiente en nuestro espíritu para permitirnos comprender el orden supremo de las cosas, marcándonos con el signo de la Razón pura? ¿Qué gracia divina nos dará el poder de acoplar el principio del ser y el principio del pensamiento y, empezándonos en verdad a nosotros mismos en un pensamiento nuevo, el de retomar en nosotros, para nosotros y sobre nuestro propio espíritu, la tarea del Creador? Esa fuente de la juventud intelectual es la que, como buen hechicero, busca Roupnel en todos los campos del espíritu y del corazón. Tras él, poco hábiles por nuestra parte en el manejo de la vara de avellano, nosotros sin duda no encontraremos todas las aguas vivas ni sentiremos todas las corrientes subterráneas de un agua profunda. Pero al menos quisiéramos decir en qué puntos de Siloé recibimos los impulsos más eficaces y qué temas enteramente nuevos aporta Roupnel al filósofo que quiere meditar en los problemas del tiempo y del instante, de la costumbre y de la vida. Antes que nada, en esa obra arde un hogar secreto. No sabemos lo que le da su calor ni su claridad. No podemos determinar el momento en que el misterio se aclaró lo suficiente para enunciarse como problema. Mas, ¡qué importa! Provenga del sufrimiento o de la dicha, todo hombre tiene en su vida esa hora de luz, la hora en que de pronto comprende su propio mensaje, la hora en que, aclarando la pasión, el conocimiento revela a la vez las reglas y la monotonía del Destino, el momento verdaderamente sintético en que, al dar conciencia de lo irracional, el fracaso decisivo a pesar de todo es el éxito del pensamiento. Allí se sitúa la diferencia del conocimiento, la fluxión newtoniana que nos permite apreciar cómo de la ignorancia surge el espíritu, la inflexión del genio humano sobre la curva descrita por el correr de la vida. El valor intelectual consiste en mantener activo y vivo ese instante del conocimiento naciente, de hacer de él la fuente sin cesar brotante de nuestra intuición y de trazar, con la historia subjetiva de nuestros errores y de nuestras faltas, el modelo objetivo de una vida mejor y más luminosa. El valor de coherencia de esa acción persistente de una intuición filosófica oculta se siente de principio a fin en la obra de Roupnel. Aunque el autor no nos muestre su origen, no podemos equivocarnos sobre la unidad y la hondura de su intuición. El lirismo que guía ese drama filosófico que es Siloé es signo de su intimidad, pues, como escribe Renán, «lo que decimos de nosotros mismos siempre es poesía».[1] Por ser enteramente espontáneo, ese lirismo ofrece una fuerza de persuasión que sin duda no podríamos transportar a nuestro estudio. Habría que volver a vivir el libro entero, seguirlo línea por línea para comprender toda la claridad que le agrega su carácter estético. Por lo demás, para leer convenientemente Siloé es preciso darse cuenta de que es obra de un poeta, de un psicólogo, de un historiador que aún niega ser filósofo en el momento mismo en que su meditación solitaria le entrega la más bella de las recompensas filosóficas: la de orientar el alma y el espíritu hacia una intuición original. En los estudios siguientes, nuestra tarea principal consistirá en arrojar luz sobre esa intuición nueva y en mostrar su interés metafísico. Antes de adentrarnos en nuestra exposición serán útiles algunas observaciones para justificar el método que hemos escogido. Nuestra finalidad no es resumir el libro de Roupnel. Siloé es un libro donde abundan el pensamiento y los hechos. Más que resumirse, debería desarrollarse. Mientras que las novelas de Roupnel están animadas por una verdadera alegría del verbo, por una profusa vida de las palabras y de los ritmos, es sorprendente que Roupnel haya encontrado en Siloé la frase condensada, recogida por entero en el fuego de la intuición. Desde ese momento, nos pareció que, aquí, explicar era explicitar. Por tanto, retomamos las intuiciones de Siloé lo más cerca posible de su origen y nos esforzamos por seguir en nosotros mismos la animación que esas intuiciones podían dar a la meditación filosófica. Durante varios meses hicimos el marco y el armazón de nuestras construcciones. Por lo demás, una intuición no se demuestra, sino que se experimenta. Y se experimenta multiplicando o incluso modificando las condiciones de su uso. Samuel Butler dice con razón: «Si una verdad no es lo suficientemente sólida para soportar que se le desnaturalice o se le maltrate, no es de especie muy robusta».[2] Por las deformaciones que hemos hecho sufrir a las tesis de Roupnel tal vez se pueda medir su verdadera fuerza. Por tanto, con entera libertad nos hemos valido de las intuiciones de Siloé y, finalmente, más que una exposición objetiva, lo que ofrecemos aquí es nuestra experiencia del libro. Sin embargo, si nuestros arabescos deforman demasiado el dibujo de Roupnel, siempre será posible restituir la unidad volviendo a la fuente misteriosa del libro. Como trataremos de demostrar, en ella se hallará siempre la misma intuición. Además, Roupnel nos dice[3] que el extraño título de su obra sólo tiene verdadera inteligencia por sí mismo. ¿No es eso invitar al lector a poner también en el umbral de su lectura, su propia Siloé, el misterioso refugio de su personalidad? Así se recibe de la obra una lección extrañamente conmovedora y personal que confirma su unidad en un nuevo plano. Digámoslo de una vez: Siloé es una lección de soledad. Es la razón por la cual su intimidad es tan profunda, es la razón por la que, más allá de la dispersión de los capítulos y pese también al juego demasiado holgado de nuestros comentarios, está segura de conservar la unidad de su fuerza íntima. Tomemos pues al punto las intuiciones rectoras sin sujetarnos a seguir el orden del libro. Son esas intuiciones las que nos darán las claves más cómodas para abrir las perspectivas múltiples en que se desarrolla la obra. I. El instante El presente virgen, vivo y bello. Mallarmé Habremos perdido hasta la memoria de nuestro encuentro... y sin embargo nos reuniremos, para separarnos y reunimos de nuevo, allí donde se reúnen los hombres muertos: en los labios de los vivos. Samuel Butler I La idea metafísica decisiva del libro de Roupnel es la siguiente: el tiempo sólo tiene una realidad, la del instante. En otras palabras, el tiempo es una realidad afianzada en el instante y suspendida entre dos nadas. No hay duda de que el tiempo podrá renacer, pero antes tendrá que morir. No podrá transportar su ser de uno a otro instante para hacer de él una duración. Ya el instante es soledad... Es la soledad más desnuda en su valor metafísico. Pero una soledad de orden más sentimental confirma el aislamiento trágico del instante: mediante una especie de violencia creadora, el tiempo limitado al instante nos aísla no sólo de los demás, sino también de nosotros mismos, puesto que rompe con nuestro más caro pasado. Allí, desde el umbral de su meditación —y la meditación en el tiempo es tarea preliminar de toda metafísica— está así el filósofo ante la afirmación de que el tiempo se presenta como el instante solitario, como conciencia de una soledad. A continuación veremos cómo se volverán a formar el fantasma del pasado o la ilusión del porvenir; pero, para comprender bien a bien la obra que explicamos, antes que nada es necesario empaparse en la igualdad total del instante presente y de la realidad. ¿Cómo escaparía lo que es real a la marca del instante presente, pero, recíprocamente, cómo podría el instante presente no imprimir su huella sobre la realidad? Si mi ser sólo toma conciencia de sí en el instante presente, ¿cómo no ver que ese instante es el único terreno en que se pone a prueba la realidad? Aunque hubiéramos de eliminar nuestro ser, en efecto es preciso partir de nosotros mismos para demostrar el ser. Por consiguiente, tomemos primero nuestro pensamiento y lo sentiremos borrarse sin cesar con el instante que pasa, sin ningún recuerdo para lo que nos acaba de abandonar, ni tampoco esperanza, ya que estamos inconscientes, para lo que el instante que viene nos entregará. «Tenemos conciencia del presente y sólo del presente», nos dice Roupnel. El instante que se nos acaba de escapar es la misma muerte inmensa a la que pertenecen los mundos abolidos y los firmamentos extintos. Y, en las propias tinieblas del porvenir, lo ignoto mismo y temible contiene tanto el instante que se nos acerca como los Mundos y los Cielos que, se desconocen todavía.[1] Y Roupnel agrega un argumento que vamos a contradecir con la única intención de acentuar más su pensamiento: «No hay grados en esa muerte que es a la vez el porvenir y el pasado». Para reforzar el aislamiento del instante, incluso nos atreveríamos a decir que hay grados en la muerte y que aquello que está más muerto que la muerte es lo que acaba de desaparecer... Y en efecto, la meditación del instante nos convence de que el olvido es tanto más claro cuánto que destruye un pasado más cercano, igual que la incertidumbre es tanto más conmovedora cuanto que se le sitúa en el eje del pensamiento por venir, en el sueño que se solicita pero al que ya se siente engañoso. Por efecto de una permanencia enteramente formal que habremos de estudiar, del pasado más remoto tal vez pueda volver y revivir un fantasma un tanto coherente y sólido, pero el instante que acaba de sonar no podemos conservarlo con su individualidad, como a un ser completo. Asimismo, el luto más cruel es la conciencia del porvenir traicionado y cuando llega el desgarrador instante en que un ser querido cierra los ojos, al punto se siente con qué novedad hostil el instante siguiente «asalta» nuestro corazón. Ese carácter dramático del instante tal vez pueda hacernos presentir la realidad. Lo que quisiéramos subrayar es que, en esa ruptura del ser, la idea de lo discontinuo se impone sin la menor sombra de duda. Tal vez se objete que esos instantes dramáticos separan dos duraciones más monótonas. Pero llamamos monótona y regular a toda evolución que no examinamos con atención apasionada. Si nuestro corazón fuera suficientemente vasto para amar la vida en el detalle, veríamos que todos los instantes son a la vez donadores y expoliadores, y que una novedad joven o trágica, repentina siempre, no deja de ejemplificar la discontinuidad esencial del Tiempo. II Pero esa consagración del instante como elemento primordial del tiempo evidentemente sólo puede ser definitiva habiendo confrontado antes la noción de instante y la noción de tiempo. Desde ese momento, aunque Siloé no tenga ni rastro de pensamiento polémico, el lector no puede dejar de recordar algunas tesis bergsonianas. Puesto que en este trabajo nos hemos impuesto la tarea de confiar todos los pensamientos de un lector atento, debemos hablar de todas las objeciones que nacían de nuestros recuerdos de los temas bergsonianos. Por lo demás, oponiendo la tesis de Roupnel a la de Bergson tal vez se comprenda mejor la intuición que aquí presentamos. Este es entonces el plan que habremos de seguir en las páginas siguientes: Recordaremos la esencia de la teoría de la duración y desarrollaremos lo más claramente posible ambos términos de la oposición: —La filosofía de Bergson es una filosofía de la duración. —La filosofía de Roupnel es una filosofía del instante. Luego trataremos de indicar los esfuerzos de conciliación que personalmente hemos desplegado; pero no daremos nuestra adhesión a la doctrina intermedia que nos ha retenido un momento. Si la recordamos, es porque, a nuestro parecer, acude naturalmente al espíritu de un lector ecléctico y puede retardar su decisión. En fin, tras un relato de nuestros propios debates, veremos que, en nuestra opinión, la posición más clara y más prudente, la que corresponde a la conciencia más directa del tiempo sigue siendo la teoría roupneliana. Estudiemos pues, primero, la posición bergsoniana. Según Bergson, tenemos una experiencia íntima y directa de la duración. Ésta es incluso antecedente inmediato de la conciencia. Sin duda, luego puede elaborarse, objetivarse y deformarse. Por ejemplo, entregados por entero a sus abstracciones, los físicos hacen de ella un tiempo uniforme y sin vida, sin término ni discontinuidad. Luego entregan el tiempo enteramente deshumanizado a los matemáticos. Penetrando en el campo de esos profetas de lo abstracto, el tiempo se reduce a mía simple variable algebraica, la variable por excelencia, en lo sucesivo más adecuada para el análisis de lo posible que de lo real. En efecto, la continuidad es para el matemático más bien el esquema de la posibilidad pura que el carácter de una realidad. De ese modo, ¿qué es el instante para Bergson? Ya no es sino una ruptura artificial que ayuda al pensamiento esquemático del geómetra. En su falta de aptitud para seguir lo vital, la inteligencia inmoviliza el tiempo en un presente siempre facticio. Ese presente es una nada pura que ni siquiera logra separar realmente el pasado y el porvenir. En efecto, parecería que el pasado llevara sus fuerzas al porvenir, y también parecería que el porvenir fuera necesario para dar salida a las fuerzas del pasado y que un solo y único impulso vital solidarizara la duración. Como fragmento de la vida, la duración no debe dictar sus reglas a la vida. Entregada por entero a su contemplación del ser estático, del ser espacial, la inteligencia debe cuidarse de desconocer la realidad del devenir. Finalmente, la filosofía bergsoniana reúne indisolublemente el pasado y el porvenir. A partir de entonces, es preciso tomar el tiempo en bloque para tomarlo en su realidad. El tiempo está en la fuente misma del impulso vital. La vida puede recibir explicaciones instantáneas, pero lo que en verdad explica la vida es la duración. Una vez recordada la intuición bergsoniana, veamos de qué lado se acumularán las dificultades en su contra. Antes que nada, he aquí cómo reacciona la crítica bergsoniana contra la realidad del instante. En efecto, si el instante es una falsa cesura, el pasado y el porvenir serán sumamente difíciles de distinguir, puesto que siempre se les separa de manera artificial. Entonces es necesario tomar la duración en una indestructible unidad. De ahí todas las consecuencias de la filosofía bergsoniana: en cada uno de nuestros actos, en el menor de nuestros ademanes se podría aprehender entonces el carácter acabado de lo que se esboza, el fin en el principio, el ser y tocio su devenir en el aliento del germen. Mas admitamos que se puedan mezclar de manera definitiva el pasado y el porvenir. De acuerdo con esa hipótesis, nos parece que se presenta una dificultad para quien quiera llevar hasta sus últimas consecuencias la utilización de la intuición bergsoniana. Luego de triunfar probando la irrealidad del instante, ¿cómo hablaremos del principio de un acto? ¿Qué fuerza sobrenatural, situada fuera de la duración, gozará entonces del favor de marcar con una señal decisiva una hora fecunda que, para durar, a pesar de todo debe empezar? ¡Qué oscura debe de permanecer, en una filosofía opuesta que niega el valor de lo instantáneo, esa doctrina de los principios cuya importancia veremos en la filosofía roupneliana! Sin duda, de tomar la vida por en medio, en su crecimiento y en su ascenso, se tiene cabal ocasión de mostrar, con Bergson, que las palabras antes y después sólo poseen un sentido de referencia, porque entre el pasado y el porvenir se sigue una evolución que, en su éxito general, parece continua. Pero si nos trasladamos al terreno de los cambios bruscos, en que el acto creado se inscribe abruptamente, ¿cómo no comprender que una nueva era se abre siempre mediante un absoluto? Pues bien, en la medida en que es decisiva, toda evolución está marcada por instantes creadores. ¿Dónde encontraremos ese conocimiento del instante creador con mayor seguridad que en el surgimiento de nuestra conciencia? ¿No es allí donde es más activo el impulso vital? ¿Por qué tratar de volver a cierta fuerza sorda y oculta, que más o menos ha perdido su propio impulso, que no lo ha acabado, que ni siquiera lo ha continuado, cuando ante nuestros ojos y en el presente activo se desarrollan los mil accidentes de nuestra propia cultura, las mil tentativas de renovarnos y de crearnos? Volvamos pues al punto de partida idealista, aceptemos tomar como campo de experiencia nuestro propio espíritu en su esfuerzo de conocimiento. El conocimiento es una obra temporal por excelencia. Tratemos entonces de desligar nuestro espíritu de los lazos de la carne, de las prisiones materiales. En cuanto lo liberamos y en la proporción en que lo liberamos, nos damos cuenta de que recibe mil incidentes, de que la línea de su sueño se quiebra en mil segmentos suspendidos de mil cimas. En su obra de conocimiento, el espíritu se presenta como una fila de instantes separados con claridad. Escribiendo su historia, artificialmente como todo historiador, el psicólogo pone en ellos el vínculo de la duración. En el fondo de nosotros mismos, donde la gratuidad posee un sentido tan claro, no captamos la causalidad que daría fuerza a la duración, y es un problema docto e indirecto buscar causas en un espíritu en que sólo nacen ideas. En resumen, piénsese lo que se piense de la duración en sí, aprehendida en la intuición bergsoniana cuya revisión no pretendemos haber hecho en unas cuantas páginas, junto a la duración al menos es necesario conceder al instante una realidad decisiva. Por lo demás, ya habrá ocasión de retomar el debate contra la teoría de una duración considerada como antecedente inmediato de la conciencia. Para lo cual, valiéndonos de las intuiciones de Roupnel, mostraremos cómo con instantes sin duración se puede construir la duración, lo que en esta ocasión constituirá la prueba, creemos que de una manera enteramente positiva, del carácter metafísico primordial del instante y, en consecuencia, del carácter indirecto y mediato de la duración. Mas tenemos prisa por volver a una exposición positiva. De tal suerte, el método bergsoniano nos autoriza a usar en lo sucesivo el examen psicológico. Fuerza es concluir entonces con Roupnel: La idea que tenemos del presente es de una plenitud y de una evidencia positiva singulares. En él nos encontramos a nosotros mismos con nuestra personalidad completa. Sólo allí, por él y en él, tenemos la sensación de existir. Y hay identidad absoluta entre el sentimiento del presente y el sentimiento de la vida.[2] Por consiguiente, desde el punto de vista de la vida misma, será preciso tratar de comprender el pasado mediante el presente, lejos de esforzarse sin cesar por explicar el presente mediante el pasado. Sin duda, luego habrá de esclarecerse la sensación de la duración. Entretanto, tomémosla como un hecho: la duración es una sensación como las otras, tan compleja como las otras. Y no tengamos empacho en subrayar su carácter al parecer contradictorio: la duración está hecha de instantes sin duración, como la recta de puntos sin dimensión. En el fondo, para contradecirse es necesario que las entidades actúen en la misma zona del ser. Si dejamos establecido que la duración es un elemento relativo y secundario, más o menos facticio siempre, como la ilusión que de ella tenemos, ¿contradiríamos así nuestra experiencia inmediata del instante? Todas esas reservas se exponen aquí para que no se nos acuse de círculo vicioso formal cuando tomamos las palabras en su sentido vago, sin apegarnos a su sentido técnico. Una vez tomadas esas precauciones, podemos decir con Roupnel: Nuestros actos de atención son episodios sensacionales extraídos de esa continuidad llamada duración. Pero la trama continua, en que nuestro espíritu borda dibujos discontinuos de actos, no es sino la construcción laboriosa y facticia de nuestro espíritu. Nada nos autoriza a afirmar la duración. Todo en nosotros contradice su sentido y estropea su lógica. Por lo demás, nuestro instinto está mejor informado al respecto que nuestra razón. El sentimiento que tenemos del pasado es el de una negación y de una destrucción. El crédito que nuestro espíritu concede a una supuesta duración que ya no existiría y donde él no existiría es un crédito sin fondos...[3] De paso hay que señalar el lugar del acto de atención en la experiencia del instante. Y es que, en efecto, verdaderamente sólo hay evidencia en la voluntad, en la conciencia que se tensa hasta decidir un acto. La acción desarrollada tras el acto entra ya en el reino de las consecuencias lógicas o físicamente pasivas. Lo cual es un matiz importante que distingue la filosofía de Roupnel y la de Bergson: La filosofía bergsoniana es una filosofía de la acción; la filosofía roupneliana es una filosofía del acto. Para Bergson, una acción siempre es un desarrollo continuo que, entre la decisión y la finalidad —una y otra más o menos esquemáticas—, sitúa una duración siempre original y real. Para un seguidor de Roupnel, un acto es ante todo una decisión instantánea y esa decisión es la que lleva toda la carga de la originalidad. Hablando en un sentido más físico, el hecho de que, en mecánica, el impulso se presente siempre como la composición de dos órdenes infinitesimales distintos nos conduce a estrechar hasta su límite puntiforme el instante que decide y que sacude. Por ejemplo, una percusión se explica por una fuerza infinitamente grande que se desarrolla en un tiempo infinitamente breve. Por lo demás, sería posible analizar el desarrollo consecutivo a una decisión en los propios términos de decisiones subalternas. Se vería que un movimiento variado —el único que, con toda razón, Bergson considera real— continúa siguiendo los mismos principios que lo hacen empezar. Sólo que la observación de las discontinuidades del desarrollo es cada vez más difícil a medida que la acción que sigue al acto se confía a automatismos orgánicos menos conscientes. Por eso, para sentir el instante, nos es preciso volver a los actos claros de la conciencia. Cuando lleguemos a las últimas páginas de este ensayo, para comprender las relaciones del tiempo y del progreso nos será necesario insistir en esa concepción actual y activa de la experiencia del instante. Entonces veremos que la vida no se puede comprender en una contemplación pasiva; comprenderla es más que vivirla, es verdaderamente propulsarla. No corre por una pendiente, en el eje de un tiempo objetivo que la recibiría como un canal. Es una forma impuesta a la fila de instantes del tiempo, pero siempre encuentra su realidad primordial en un instante. Desde ese momento, si la llevamos al centro de la evidencia psicológica, al punto en que la sensación ya no es sino el reflejo o la respuesta siempre compleja del acto voluntario siempre simple, cuando la atención condensada estrecha la vida en un solo elemento, en un elemento aislado, nos damos cuenta de que el instante es el rasgo verdaderamente específico del tiempo. Cuanto más hondo penetre más mengua nuestra meditación del tiempo. Sólo la pereza es duradera, el acto es instantáneo. ¿Cómo no decir entonces que, recíprocamente, lo instantáneo es acto? Tómese una idea pobre, estréchesele en un instante e iluminará el espíritu. En cambio, el reposo del ser es ya la nada. ¿Cómo no ver entonces que, mediante un singular encuentro verbal, la naturaleza del acto es ser actual? ¿Y cómo no ver luego que la vida es lo discontinuo de los actos? Ésa es la intuición que Roupnel nos presenta en términos particularmente claros: Se ha llegado a decir que la duración era ]a vida. Sin duda; pero cuando menos es preciso situar la vida dentro del marco de lo discontinuo que la contiene y en la forma acometedora que la manifiesta. Ya no es esa (luida continuidad de fenómenos orgánicos que corrían unos en otros confundiéndose en la unidad funcional. Como extraño lugar de recuerdos materiales, el ser no es de suyo sino un hábito. Lo que el ser puede tener de permanente es la expresión, no de una causa inmóvil y constante, sino de una yuxtaposición de resultados fugaces e incesantes, cada uno de los cuales tiene su base solitaria y cuya ligadura, que es sólo un hábito, compone a un individuo.[4] Sin duda, escribiendo la epopeya de la evolución, Bergson tenía que olvidarse de los accidentes. Como historiador minucioso, Roupnel no podía desconocer que cada acción, por simple que sea, rompe necesariamente la continuidad del devenir vital. Si se considera la historia de la vida en detalle, se ve que es una historia como las demás, llena de repeticiones, llena de anacronismos, llena de esbozos, de fracasos y de reanudaciones. Entre los accidentes, Bergson sólo ha tomado en cuenta los actos revolucionarios en que se escindía el impulso vital, en que se dividía el árbol genealógico en ramas divergentes. Para pintar ese fresco no necesitaba dibujar los detalles. Vale decir que no necesitaba dibujar los objetos. Por tanto, tenía que llegar a ese lienzo impresionista que es el libro de la Evolution créatice. Esa intuición ilustrada es la imagen de un alma más que el retrato de las cosas. Pero el filósofo que quiere describir átomo por átomo, célula por célula, pensamiento por pensamiento, la historia de las cosas, de los seres vivos y del espíritu, ha de poder desligar los hechos unos de otros, porque los hechos son hechos, porque hechos son actos, porque si no se acaban o si se acaban mal, unos actos al menos deben por necesidad absoluta empezar en el absoluto del nacimiento. Por eso es preciso describir la historia eficaz con principios; de acuerdo con Roupnel, es preciso hacer una doctrina del accidente como principio. En una evolución verdaderamente creadora no hay sino una ley general, y es que un accidente está en el origen de toda tentativa de evolución. Así, en esas consecuencias relativas a la evolución de la vida, como en su primera forma intuitiva, vemos que la intuición temporal de Roupnel es exactamente lo contrario de la intuición bergsoniana. Antes de avanzar más lejos, resumamos mediante un doble esquema la oposición de ambas doctrinas. Para Bergson, la verdadera realidad del tiempo es su duración; el instante es sólo una abstracción, sin ninguna realidad. Está impuesto desde el exterior por la inteligencia que sólo comprende el devenir identificando estados móviles. Por tanto, representaríamos adecuadamente el tiempo bergsoniano mediante una recta negra, en que, para simbolizar el instante como una nada, como un vacío ficticio, pusiéramos un punto blanco. Para Roupnel, la verdadera realidad del tiempo es el instante; la duración es sólo una construcción, sin ninguna realidad absoluta. Está hecha desde el exterior, por la memoria, fuerza de imaginación por excelencia, que quiere soñar y revivir, pero no comprender. Por tanto, representaríamos adecuadamente el tiempo roupneliano mediante una recta blanca, toda ella de fuerza, de posibilidad, en que, de pronto, como un accidente imprevisible, fuera a inscribirse un punto negro, símbolo de una opaca realidad. Por lo demás, es preciso señalar que esa disposición lineal de los instantes sigue siendo, tanto para Roupnel como para Bergson, un artificio de la imaginación. Bergson ve en esa duración desplegada en el espacio un medio indirecto de medir el tiempo. Pero la longitud de un tiempo no representa el valor de una duración y habría que remontarse desde el tiempo extensible hasta la duración intensiva. Donde, una vez más, la tesis discontinua se adapta sin dificultad: se analiza la intensidad mediante el número de instantes en que la voluntad se esclarece y se tensa, tan fácilmente como el enriquecimiento gradual y fluido del yo.[5] Abramos ahora un paréntesis antes de precisar más el punto de vista de Siloé. Líneas arriba decíamos que, entre las dos intuiciones anteriores, personalmente habíamos vacilado largo tiempo, buscando incluso por los caminos de la conciliación reunir bajo un mismo esquema las ventajas de ambas doctrinas. Al final, no hallamos satisfacción en ese ideal ecléctico. Sin embargo, puesto que nos impusimos como tarea estudiar en nosotros mismos las reacciones intuitivas inspiradas en las intuiciones maestras, debemos al lector la revelación detallada de nuestro fracaso. En primer lugar habríamos querido dar al instante una dimensión, hacer de él una especie de átomo temporal que conservara en sí cierta duración. Nos decíamos que un acaecimiento aislado debía tener una breve historia lógica referente a sí mismo, en el absoluto de su evolución interna. Comprendíamos bien que su comienzo podía vincularse a un accidente de origen externo; pero para brillar, y luego declinar y morir pedíamos que, por aislado que estuviera, se diera al ser su participación en el tiempo. Aceptábamos que el ideal de la vida fuera la vida ardiente de lo efímero, pero de la aurora al vuelo nupcial reclamábamos para lo efímero su tesoro de vida íntima. Queríamos por tanto que la duración fuera una riqueza profunda e inmediata del ser. Ésa fue nuestra primera posición por lo que toca al instante que entonces hubiera sido un pequeño fragmento de la continuidad bergsoniana. Esto es lo que tomábamos en seguida del tiempo roupneliano. Imaginábamos que los átomos temporales no pudieran tocarse o, antes bien, que no pudieran fundirse uno en otro. Lo que detendría siempre esa fusión era la imprescriptible novedad de los instantes, cuya doctrina del accidente abrevada en Siloé nos había convencido. En una doctrina de la sustancia, que por lo demás no está lejos de ser tautológica, sin dificultad se llevarán de uno a otro instante las cualidades y los recuerdos; nunca se hará que lo permanente explique el devenir. Si por tanto la novedad es esencial para el devenir, se tiene todo por ganar poniendo esa novedad en la cuenta del propio Tiempo: lo nuevo en un tiempo uniforme no es el ser, sino el instante que, renovándose, transporta el ser a la libertad o a la suerte inicial del devenir. Además, con su ataque, el instante se impone de una vez por todas, por entero; es el factor de la síntesis del ser. Según esa teoría, el instante por necesidad reserva entonces su individualidad. En cuanto al problema de saber si los átomos temporales se tocaban o estaban separados por la nada, el hecho nos parecía secundario. , antes bien, en cuanto aceptábamos la constitución de los átomos temporales, nos veíamos inducidos a pensarlos aisladamente y, para la claridad metafísica de la intuición, nos dábamos cuenta de que era necesario un vacío —aunque en verdad exista o no— a fin de imaginar correctamente el átomo temporal. Por eso nos parecía ventajoso condensar el tiempo en torno a núcleos de acción en que el ser se encontraba en parte, tomando al mismo tiempo del misterio de la Siloé lo que se precisa de invención y de energía para ser y progresar. Finalmente, ambas doctrinas entonces a un comparando llegábamos bergsonismo parcelado, a un impulso vital que se quebraba en impulsiones, a un pluralismo temporal que, aceptando duraciones diversas, tiempos individuales, nos parecía presentar medios de análisis tan flexibles como ricos. Pero es muy raro que las intuiciones metafísicas construidas con un ideal ecléctico tengan fuerza duradera. Antes que nada, una intuición fecunda debe dar pruebas de su unidad. No tardamos en comprender que, mediante nuestra conciliación, habíamos reunido las dificultades de las dos doctrinas. Había que escoger, no al término de nuestros desarrollos, sino en la base misma de las intuiciones. Vamos pues a hablar ahora de cómo llegamos a la atomización del tiempo en que nos habíamos detenido, hasta la aritmetización temporal absoluta tal como Roupnel la afirma sin desmayo. Primeramente, lo que nos había seducido, lo que nos había empujado al callejón sin salida donde acabábamos de tropezar era una falsa concepción del orden de las entidades metafísicas: conservando el contacto con la tesis bergsoniana, queríamos poner la duración en el espacio mismo del tiempo. Sin discutir, tomábamos esa duración como la única cualidad del tiempo, como sinónimo del tiempo. Reconozcámoslo: no es más que un postulado. No debemos juzgar su valor sino en función de la claridad y de la envergadura de la construcción que favorece ese postulado. Pero aún tenemos el derecho a priori de partir de un postulado distinto y de probar una nueva construcción en que la duración se deduzca en vez de postularse. Pero esa consideración a priori naturalmente no habría bastado para llevarnos de nuevo a la intuición de Roupnel. En efecto, a favor de la concepción de la duración bergsoniana estaban todavía todas las pruebas que Bergson ha reunido sobre la objetividad de la duración. Sin duda, Bergson nos pedía sentir la duración en nosotros, en una experiencia íntima y personal. Pero no se limitaba a eso. Nos mostraba de manera objetiva que éramos solidarios de un solo impulso, que a todos nos arrastraba a un mismo raudal. Si nuestro hastío o nuestra impaciencia alargaba la hora, si la alegría acortaba el día, la vida impersonal, la vida de los demás nos hacía volver a la justa apreciación de la Duración. Bastaba ponernos ante una experiencia simple: un terrón de azúcar que se disuelve en un vaso de agua, para comprender que a nuestro sentimiento de la duración correspondía una duración objetiva y absoluta. Con ello, el bergsonismo pretendía entonces alcanzar el campo de la medida, conservando al mismo tiempo la evidencia de la intuición íntima. Teníamos en nuestra alma una comunicación inmediata con la cualidad temporal del ser, con la esencia de su devenir; mas, por indirectos que sean nuestros medios de estudiarlo, el reino de la cantidad del tiempo era la reserva de la objetividad del devenir. Así, todo parecía proteger la primitividad de la Duración: la evidencia intuitiva y las pruebas discursivas. Ahora veamos cómo se alteró nuestra propia confianza en la tesis bergsoniana. Fuimos sacados de nuestros sueños dogmáticos por la crítica einsteniana de la duración objetiva. Muy rápidamente nos pareció evidente que esa crítica destruye lo absoluto de lo que dura, al tiempo que, como hemos de ver, conserva lo absoluto de lo que es, en otras palabras, lo absoluto del instante. Lo que el pensamiento de Einstein afecta con la relatividad es el lapso de tiempo, es la «longitud» del tiempo. Longitud ésta que se muestra relativa a su método de medición. Se nos cuenta que, haciendo un viaje de ida y vuelta por el espacio a una velocidad lo suficientemente grande, de regreso a la Tierra la encontraríamos envejecida unos siglos cuando nuestro propio reloj llevado durante el recorrido habría marcado sólo unas horas. Mucho menos largo sería el viaje necesario para ajustar a nuestra impaciencia el tiempo que Bergson postula como fijo y necesario para disolver el terrón de azúcar en el vaso de agua. Por otra parte, es preciso señalar que no se trata de vanos juegos de cálculo. En lo sucesivo, la relatividad del lapso de tiempo para sistemas en movimiento es un dato científico. Si a ese respecto se pensara tener derecho a recusar la lección de la ciencia, se necesitaría permitirnos dudar de la intervención de las condiciones físicas en la experiencia de la disolución del azúcar y de la interferencia efectiva del tiempo con las variables experimentales. Por ejemplo, ¿está todo el mundo de acuerdo en que esa experiencia de disolución pone en juego la temperatura? Pues bien, para la ciencia moderna igualmente hace intervenir la relatividad del tiempo. No se toma la ciencia sólo en parte, es preciso tomarla por entero. Así, con la Relatividad, de pronto quedó estropeado todo lo que se vinculaba a las pruebas externas de una Duración única, principio claro de ordenación de los elementos. El Metafísico debía replegarse hacia su tiempo local, encerrarse en su propia duración íntima. Al menos de manera inmediata, el mundo no ofrecía garantía de convergencia para nuestras duraciones individuales, vividas en la intimidad de la conciencia. Pero, ahora, he aquí lo que merece observarse: en la doctrina de Einstein, el instante bien precisado sigue siendo un absoluto. Para darle ese valor de absoluto, basta considerar el instante en su estado sintético, como un punto del espacio-tiempo. En otras palabras, hay que considerar al ser como una síntesis apoyada a la vez en el espacio y en el tiempo. Está en el punto en que concurren el lugar y el presente: hic et nunc; no aquí y mañana, ni tampoco allá y ahora. En estas dos últimas fórmulas, el instante se dilataría en el eje de las duraciones o en el eje del espacio; escapando por un lado a una síntesis precisa, esas fórmulas darían pábulo a un estudio enteramente relativo de la duración y del espacio. Pero en cuanto se acepta soldar y fundir los dos adverbios, he aquí que el verbo ser recibe al fin su poder de absoluto. En este mismo lugar y en este mismo momento, ahí es clara, evidente y precisa la simultaneidad; ahí se ordena la sucesión sin desmayo y sin oscuridad. La doctrina ele Einstein nos niega la pretensión de considerar clara en sí la simultaneidad de dos acaecimientos localizados en puntos diferentes del espacio. Para establecer esa simultaneidad sería preciso una experiencia en que pudiéramos basarnos sobre el éter fijo. El fracaso de Michelson nos prohíbe la esperanza de realizar esa experiencia. Por tanto, es necesario poder definir indirectamente la simultaneidad en lugares diversos y, por consecuencia, hay que ajustar la medida de la duración que separa instantes diferentes a esa definición aún relativa de la simultaneidad. No hay concomitancia segura que no vaya acompañada de una coincidencia. Así, incursión fenómeno duración volvemos de nuestra por el campo del con la certeza de que la sólo se aglomera, de manera facticia, en una atmósfera de convenciones y de definiciones previas, y que su unidad sólo procede de la generalidad y de la pereza de nuestro examen. En cambio, el instante se muestra capaz de precisión y de objetividad, y nosotros sentimos en él la marca de la fijeza y de lo absoluto. ¿Vamos ahora a hacer del instante el centro de condensación en torno al cual plantearíamos una duración evanescente, lo que se necesita exactamente de continuidad para hacer un átomo de tiempo aislado en relieve sobre la nada y dar en profundidad a la Nada sus dos figuras engañosas según que miremos hacia el pasado o que nos volvamos hacia el porvenir? Ésa fue nuestra última tentativa, antes de adoptar al fin, sin compromiso alguno, el punto de vista claramente marcado de Roupnel. Hablemos entonces de la razón que ha puesto término a nuestra conversación. Cuando todavía teníamos fe en la duración bergsoniana y para estudiarla nos esforzábamos por depurar y por consiguiente por empobrecer el antecedente, nuestros esfuerzos siempre encontraban el mismo obstáculo: nunca lográbamos vencer el carácter de pródiga heterogeneidad de la duración. Como es natural, sólo acusábamos a nuestra incapacidad de meditar, de desligamos de lo accidental y de la novedad que nos asaltaba. Nunca lográbamos perdernos lo suficiente para volver a encontrarnos, nunca llegábamos a tocar y a seguir esa corriente uniforme en que la duración desarrollaría una historia sin historias, una incidencia sin incidentes. Nosotros habríamos querido un devenir que fuera un vuelo en un cielo límpido, un vuelo que no desplazara nada, al que no se opusiera el menor obstáculo, el impulso en el vacío; en pocas palabras, el devenir en su pureza y en su simplicidad, el devenir en su soledad. ¡Cuántas veces buscamos en el devenir elementos tan claros y tan coherentes como los que Spinoza observaba en la meditación del ser! Pero en nuestra impotencia por encontrar en nosotros mismos esas grandes líneas lisas, esos grandes rasgos simples mediante los cuales el impulso vital debe dibujar el devenir, de manera enteramente natural nos veíamos inducidos a buscar la homogeneidad de la duración limitándonos a fragmentos cada vez menos extensos. Pero siempre era el mismo fracaso: ¡la duración no se limitaba a durar sino que vivía! Por pequeño que fuera el fragmento considerado, bastaba un examen microscópico para leer en él una multiplicidad de acaecimientos; siempre bordados, nunca la tela; siempre sombras y reflejos en el espejo móvil del río, nunca la comente límpida. Como la sustancia, la duración no nos envía sino fantasmas. Duración y sustancia incluso representan, una respecto a otra, en una desesperante reciprocidad, la fábula del burlador burlado: el devenir es el fenómeno de la sustancia, la sustancia es el fenómeno del devenir. ¿Por qué entonces no aceptar, como más prudente en lo metafísico, igualar el tiempo al accidente, lo que equivale a igualar el tiempo a su fenómeno? El tiempo sólo se observa por los instantes; la duración —ya veremos cómo— sólo se siente por los instantes. Es un polvo de instantes, mejor aún, un grupo de puntos en que un fenómeno de perspectiva solidariza de manera más o menos estrecha.[6] Pues claramente se siente que ahora es preciso bajar hasta los puntos temporales sin ninguna dimensión individual. La línea que reúne los puntos y esquematiza la duración es sólo una función panorámica y retrospectiva, cuyo carácter subjetivo e indirecto demostraremos a continuación. Sin querer desarrollar largamente pruebas psicológicas, indiquemos tan sólo aquí el carácter psicológico del problema. Démonos cuenta entonces de que la experiencia inmediata del tiempo no es la experiencia tan fugaz, tan difícil y tan docta de la duración, sino antes bien la experiencia despreocupada del instante, aprehendido siempre en su inmovilidad. Todo lo que es simple, todo lo que en nosotros es fuerte, todo lo que es incluso durable, es el don de un instante. Para luchar al punto en el terreno más difícil, subrayemos por ejemplo que el recuerdo de la duración está entre los recuerdos menos durables. Se recuerda haber sido, pero no se recuerda haber durado. El alejamiento en el tiempo deforma la perspectiva de la longitud, pues la duración siempre depende de un punto de vista. Por lo demás, ¿qué es el recuerdo puro de la filosofía bergsoniana sino una imagen considerada en su aislamiento? Si en una obra más larga tuviéramos tiempo de estudiar el problema de la localización temporal de los recuerdos, no nos sería difícil demostrar hasta qué grado se sitúan mal, hasta dónde encuentran artificialmente un orden en nuestra historia íntima. El libro entero de Halbwachs sobre «los marcos sociales de la memoria» nos probaría que nuestra meditación no dispone en absoluto de una trama psicológica sólida, esqueleto de la duración muerta, donde pudiéramos natural, psicológicamente y en la soledad de nuestra propia conciencia fijar el lugar del recuerdo evocado. En el fondo, nos es preciso aprender una y otra vez nuestra propia cronología y, para este estudio, recurrimos a los cuadros sinópticos, verdaderos resúmenes de las coincidencias más accidentales. Y así es como en los corazones más humildes viene a inscribirse la historia de los reyes. Mal sabríamos nuestra propia historia o cuando menos nuestra propia historia estaría llena de anacronismos, si estuviéramos menos atentos a la historia contemporánea. Mediante la elección tan insignificante de un presidente de la República localizamos con rapidez y precisión tal o cual recuerdo íntimo: ¿no es prueba de que no hemos conservado el menor rastro de las duraciones muertas? Guardiana del tiempo, la memoria sólo guarda el instante; no conserva nada, absolutamente nada de nuestra sensación complicada y ficticia que es la duración. La psicología de la voluntad y de la atención —voluntad ésta de la inteligencia— nos prepara también para admitir como hipótesis de trabajo la concepción roupneliana del instante sin duración. En esa psicología, es ya muy seguro que la duración sólo podría intervenir de manera indirecta; fácilmente se ve que no es condición primordial: con la duración tal vez se pueda medir la espera, pero no la atención misma que recibe su valor de intensidad en un solo instante. El problema de la atención se nos presentó naturalmente en el nivel mismo de las meditaciones que llevamos adelante sobre la duración. En efecto, ya que personalmente no podíamos fijar por mucho tiempo nuestra atención en esa nada ideal que representa el yo desnudo, debíamos vernos tentados a romper la duración en el ritmo de nuestros actos de atención. Y una vez más, allí, ante el mínimo de imprevisto, tratando de encontrar el reino de la intimidad pura y desnuda, de pronto nos dábamos cuenta de que esa atención para nosotros mismos ofrecía por su propio funcionamiento esas deliciosas y frágiles novedades de un pensamiento sin historia, de un pensamiento sin pensamientos. Estrechado por entero contra el cogito cartesiano, ese pensamiento no dura. Sólo obtiene su evidencia de su carácter instantáneo, sólo toma conciencia clara de sí mismo porque es vacío y solitario. Entonces aguarda el ataque del mundo en una duración que no es sino la nada del pensamiento y por consiguiente una nada afectiva. El mundo le da un conocimiento, y una vez más, en un instante fecundo, la conciencia se enriquecerá con un conocimiento objetivo. Por otra parte, puesto que la atención siente la necesidad y tiene la facultad de recobrarse, por esencia, está del todo en sus recuperaciones. La atención es también una serie de comienzos, está hecha de los renacimientos del espíritu que vuelve a la conciencia cuando el tiempo marca instantes. Además, si lleváramos nuestro examen a ese estrecho campo en que la atención es decisión, veríamos cuánto tiene de fulgurante una voluntad donde vienen a converger la evidencia de los motivos y la alegría del acto. Entonces podríamos hablar de condiciones propiamente instantáneas. Condiciones éstas rigurosamente preliminares o,mejor aún, preiniciales, por ser antecedentes de lo que los geómetras llaman las condiciones iniciales del movimiento. Y por ello son metafísica y no abstractamente instantáneas. Contemplando el gato al acecho, verá usted el instante del mal inscribirse en la realidad, mientras que un bergsoniano pasa de allí a considerar la trayectoria del mal, por ajustado que sea el examen que haga de la duración. Sin duda, el salto desarrolla al iniciarse una duración acorde con las leyes físicas y fisiológicas, leyes que rigen conjuntos complejos. Pero antes ha habido el complicado proceso del impulso, el instante simple y criminal de la decisión. Además, si enfocamos esa atención en el espectáculo que nos rodea, si en vez de ser atención para el pensamiento íntimo la consideramos como atención para la vida, al punto nos damos cuenta de que nace de una coincidencia. La coincidencia es el mínimo de novedad necesaria para lijar nuestro espíritu. No podríamos poner atención en un proceso de desarrollo en que la duración fuera el único principio de ordenación y de diferenciación de los acontecimientos. Se necesita algo nuevo para que intervenga el pensamiento, algo nuevo para que la conciencia se afirme y para que la vida progrese. Pues bien, en su principio, la novedad a todas luces siempre es instantánea. Finalmente, lo que mejor analizaría la psicología de la voluntad, de la evidencia, de la atención, es el punto del espacio- tiempo. Desafortunadamente, para que ese análisis sea claro y probante, sería preciso que el lenguaje filosófico, o incluso el lenguaje común, haya asimilado las doctrinas de la relatividad. Se siente ya que esa asimilación ha empezado, aunque esté lejos de haberse terminado. Sin embargo, creemos que por ese camino se podrá realizar la fusión del atomismo espacial y del atomismo temporal. Cuanto más íntima sea esa fusión, mejor se comprenderá el precio de la tesis de Roupnel. De ese modo se captará mejor su carácter concreto. El complejo espacio-tiempo-conciencia es el atomismo de triple esencia, es la mónada afirmada en su triple soledad, sin comunicación con las cosas, sin comunicación con el pasado y sin comunicación con las almas extrañas. Mas todas esas presunciones parecerán tanto más débiles cuanto que tienen en su contra muchos hábitos de pensamiento y de expresión. Por otra parte, claramente nos damos cuenta de que la convicción no se obtendrá de un solo golpe y de que el terreno psicológico puede parecer a muchos lectores poco propicio para esas investigaciones metafísicas. ¿Qué hemos esperado acumulando todas esas razones? Sólo demostrar que, de ser necesario, aceptaríamos el combate en los terrenos más desfavorables. Pero la posición metafísica del problema es más fuerte en resumidas cuentas. A ella dedicaremos ahora nuestro esfuerzo. Consideremos pues la tesis en toda su claridad. La intuición temporal de Roupnel afirma: 1. El carácter absolutamente discontinuo del tiempo. 2. El carácter absolutamente puntiforme del instante. Por tanto, la tesis de Roupnel realiza la aritmetización más completa y más franca del tiempo. La duración no es sino un número cuya unidad es el instante. Para mayor claridad, enunciemos además, como corolario, la negación del carácter realmente temporal e inmediato de la duración. Roupnel dice que «el Espacio y el Tiempo sólo nos parecen infinitos cuando no existen».[7] Bacon había observado ya que «no hay nada más vasto que las cosas vacías». Inspirándonos en esas fórmulas, creemos poder decir, sin deformar el pensamiento de Roupnel, que en verdad no existe sino la nada que sea continua. III Conocemos de sobra la réplica que provocaremos escribiendo esa fórmula. Se nos dirá que la nada del tiempo es precisamente el intervalo que separa los instantes en verdad marcados por acontecimientos. De ser necesario y para vencernos mejor, se nos concederá que los acontecimientos tienen nacimiento instantáneo, si es preciso que incluso son instantáneos, pero para distinguir los instantes se reclamará un intervalo con una existencia real. Se nos querrá hacer decir que ese intervalo es en verdad el tiempo, el tiempo vacío, el tiempo sin acaecimientos, el tiempo que dura, la duración que se prolonga y que se mide. Pero insistimos en afirmar que el tiempo no es nada si en él no ocurre nada, que no tiene sentido la Eternidad antes de la creación; que la nada no se mide y no podría tener tamaño. Sin duda nuestra intuición del tiempo totalmente aritmetizado se opone a una tesis común, por tanto puede chocar con ideas comunes, pero es conveniente que nuestra intuición se juzgue en sí misma. Esa intuición puede parecer pobre, pero fuerza es reconocer que, en sus desarrollos, hasta aquí es coherente consigo misma. Si por otra parte ofrecemos un principio que dé pie a un sucedáneo de la medida del tiempo, habremos franqueado, o eso creemos, un momento decisivo, sin duda el último en que nos aguarde la crítica. Formulemos esa crítica de la manera más brutal posible. En la tesis de usted, se nos dirá, no puede aceptar una medida del tiempo como tampoco su división en partes alícuotas; y sin embargo, dice como todo el mundo que la hora dura 60 minutos y que el minuto equivale a 60 segundos. Por tanto, cree usted en la duración. No puede hablar sin emplear todos los adverbios, todas las palabras que evocan lo que dura, lo que pasa, lo que se espera. En su propia discusión, se ve obligado a decir: mucho tiempo, durante, entretanto. La duración está entonces en la gramática, tanto en la morfología como en la sintaxis. Sí, las palabras están allí antes que el pensamiento, antes que nuestro esfuerzo por renovar un pensamiento. Pero, ¿no es la función del filósofo deformar lo suficiente el sentido de las palabras para obtener lo abstracto de lo concreto, para permitir al pensamiento evadirse de las cosas? ¿No debe, como el poeta, «dar un sentido más puro a las palabras de la tribu?" (Mallarmé). Y si se quiere reflexionar en el hecho de que todas las palabras que manifiestan las características temporales están implicadas en las metáforas, puesto que toman una parte de sus radicales de los aspectos espaciales, se verá que en el terreno de la polémica no estaríamos desarmados y sin duda se nos dispensará de esa acusación de círculo vicioso enteramente verbal. Mas el problema de la medida sigue intacto y evidentemente es allí donde la crítica debe parecer decisiva; puesto que la duración se mide, es porque tiene una magnitud. Por tanto, lleva el signo evidente de su realidad. Veamos entonces si ese signo es en verdad inmediato. Tratemos de demostrar cómo, en nuestra opinión, se debería plantear la apreciación de la duración en la intuición roupneliana. ¿Qué da al tiempo su apariencia de continuidad? Al parecer, el hecho de que, imponiendo un corte donde queramos, podemos designar un fenómeno que muestre el instante designado arbitrariamente. Así estaríamos seguros de que nuestro acto de conocimiento se entrega a una cabal libertad de examen. Dicho de otro modo, pretendemos situar nuestros actos de libertad en una línea continua puesto que en cualquier momento podemos experimentar la eficacia de nuestros actos. Estamos seguros de todo ello, pero es todo de lo que estamos seguros. Expresaremos el mismo pensamiento en un lenguaje un tanto distinto que, por lo demás, a primera vista debe parecer sinónimo de la primera expresión. Diremos lo siguiente: podemos experimentar la eficacia de nuestros actos todas las veces que queramos. Ahora, una objeción. ¿No supone tácitamente la primera manera de expresarnos la continuidad de nuestro ser y no es esa continuidad supuesta como por su propio peso la que transportamos a cargo de la duración? Pero, ¿qué garantía tenemos entonces de la continuidad atribuida así a nosotros mismos? Bastaría que el rimo de nuestro ser deshilvanado correspondiera a un ritmo del Cosmos para que nuestro examen sea siempre satisfactorio o, más sencillamente, para probar lo arbitrario de nuestro corte bastaría que nuestra ocasión de acción íntima correspondiera a una ocasión del universo; en pocas palabras, que se afirme una coincidencia en un punto del espacio-tiempoconciencia. Siendo así, y ése es nuestro argumento principal, todas las veces nos parece entonces, según la tesis del tiempo discontinuo, sinónimo exacto de la palabra siempre considerada en la tesis del tiempo continuo. Si se acepta permitirnos esta traducción, todo el lenguaje de lo continuo se nos transmite mediante el uso de esa clave. Por otra parte, la vida pone a nuestra disposición una riqueza tan prodigiosa de instantes que, ante la cuenta en que los tenemos, ella parece sumamente indefinida. Nos percatamos de que podríamos gastar mucho más y de ahí la creencia de que podríamos gastar sin contar. En ello reside nuestra impresión de continuidad íntima. En cuanto comprendemos la importancia de una concomitancia que se expresa mediante una concordancia de instantes, la interpretación del sincronismo es evidente en la hipótesis de la discontinuidad roupneliana y, una vez más, hay que establecer cierto paralelismo entre las intuiciones de Bergson y las intuiciones de Roupnel: Dos fenómenos son sincrónicos, dirá el filósofo bergsoniano, si concuerdan siempre. Es cosa de ajustar devenires y acciones. Dos fenómenos son sincrónicos, dirá el filósofo roupneliano, si cada vez que el primero está presente también lo está el segundo. Es cuestión de ajustar reanudaciones y actos. ¿Cuál es la fórmula más prudente? Decir, con Bergson, que el sincronismo corresponde a dos desarrollos paralelos equivale a rebasar un poco las pruebas objetivas, a ensanchar el campo de nuestra verificación. Recusamos esa extrapolación metafísica que afirma una continuidad en sí, cuando que nunca estamos sino ante la discontinuidad de nuestra experiencia. El sincronismo entonces aparece siempre en una numeración concordante de los instantes eficaces, nunca como una medida en cierto modo geométrica de una duración continua. Aquí sin duda se nos detendrá para hacer otra objeción: se nos dirá que, incluso admitiendo que el fenómeno en general se pueda someter a un examen sobre el esquema temporal exacto de la toma de perspectiva cinematográfica, no puede usted desconocer que, en realidad, sigue siendo posible una división del tiempo y que incluso sigue siendo deseable si se quiere seguir el desarrollo del fenómeno en todas sus sinuosidades; y se nos citará tal o cual ultracinematógrafo que describe el devenir en diezmilésimas de segundo. ¿Por qué entonces habríamos de detenernos en la división del tiempo? La razón por la cual nuestros adversarios postulan una división sin término es que siempre sitúan su examen en el nivel de una vida general, resumida en la curva del impulso vital. Como vivimos una duración que parece continua en un examen macroscópico, para el examen de los detalles nos vemos inducidos a apreciar la duración en fracciones cada vez más pequeñas de nuestras unidades elegidas. Pero el problema cambiaría de sentido si consideráramos la construcción real del tiempo a partir de los instantes en vez de su división aún facticia a partir de la duración. Entonces veríamos que el tiempo se multiplica de acuerdo con el esquema de las correspondencias numéricas, lejos de dividirse según el esquema de la parcelación de una continuidad. Por lo demás, la palabra fracción es ya ambigua. Desde nuestro punto de vista, habría que evocar aquí la teoría de la fracción tal como la había resumido Couturat. Una fracción es el agrupamiento de dos números enteros, en que el denominador no divide verdaderamente al numerador. Entre los partidarios de la continuidad temporal y nosotros, la diferencia sobre ese aspecto aritmético del problema es la siguiente: nuestros adversarios parten del numerador que consideran una cantidad homogénea y continua —y sobre todo una cantidad dada de manera inmediata — para las necesidades del análisis; dividen ese «dato» entre el denominador que de ese modo se entrega a lo arbitrario del examen, arbitrariedad tanto mayor cuanto más sutil es el examen; nuestros adversarios incluso podrían temer «disolver» la duración si llevaran demasiado lejos el análisis infinitesimal. Nosotros, en cambio, partimos del denominador que es signo de la riqueza de instantes del fenómeno, base de la comparación; se le conoce naturalmente, con la mayor sutileza. —Pretendemos, en efecto, que sería absurdo tener menos sutileza en el aparato de medida que en el fenómeno por medir. —Apoyándonos en esa base, nos preguntamos entonces cuántas veces corresponde a ese fenómeno finamente escandido una actualización del fenómeno más perezoso; los aciertos del sincronismo nos dan al fin el numerador de la fracción. Las dos fracciones constituidas de ese modo pueden poseer el mismo valor. No se construyen de la misma manera. Ciertamente, entendemos la tácita objeción: ¿no es preciso, para sacar cuenta de los aciertos, que un misterioso director de orquesta marque un compás fuera y por encima de los dos ritmos comparados? En otras palabras, se nos dirá, ¿no es de temer que su análisis utilice la palabra «mientras», aún no pronunciada por usted? En efecto, en la tesis roupneliana toda la dificultad estriba en evitar las palabras tomadas de la psicología habitual de la duración. Pero, una vez más, si se accede de buena gana a ejercitarse en meditar yendo del fenómeno rico en instantes al fenómeno pobre en ellos —del denominador al numerador— y no a la inversa, se aprecia que se puede pasar no sólo de las palabras que sugieren la idea de duración, lo cual no sería más que un acierto verbal, sino en fin de la idea de duración misma, lo cual demuestra que, en ese terreno en que reinaba como dueña y señora, sólo se podría utilizar como servidora. Pero, para mayor claridad, demos un esquema de la correspondencia; luego, de acuerdo con ese esquema, hagamos las dos lecturas, la que está en lenguaje de duración y la que está en lenguaje de instantes, al mismo tiempo que en esa doble lectura permanecemos, por lo demás, dentro de la tesis roupneliana. Supongamos que el fenómeno macroscópico esté figurado por la primera línea de puntos: 1. Colocamos esos puntos sin fijarnos en el intervalo puesto que, para nosotros, no es por ello que la duración tiene un sentido, ni un esquema, puesto que para nosotros el intervalo continuo es la nada y desde luego la nada no tiene «longitud» como tampoco duración. Supongamos que el fenómeno escandido finamente esté figurado por la segunda línea de puntos, con las mismas reservas de antes. Comparemos esquemas. los dos Si ahora leemos a la manera de los partidarios de la continuidad, de arriba abajo —a pesar de todo lectura roupneliana— diremos que mientras que el fenómeno se produce una vez, el fenómeno se produce tres veces. Apelaremos a una duración que domine las tres series, duración en que nuestra palabra «mientras» cobrará sentido y se esclarecerá en campos cada vez más vastos, como los del minuto, de la hora, del día... En cambio, si leemos el sincronismo a la manera de los partidarios absolutos de lo discontinuo, de abajo arriba, diremos que una de cada tres veces corresponde a los fenómenos de apariciones numerosas (fenómenos que se acercan más al tiempo real) un fenómeno de tiempo macroscópico. En el fondo, ambas lecturas son equivalentes, pero la primera se antoja demasiado imaginativa; la segunda está más cerca del texto primitivo. Precisemos nuestro pensamiento mediante una metáfora. En la orquesta del Mundo hay instrumentos que callan con frecuencia, pero es falso decir que haya siempre un instrumento que toca. El Mundo está regido de acuerdo con una medida musical impuesta por la cadencia de los instantes. Si pudiéramos oír todos los instantes de la realidad, comprenderíamos que la corchea no está hecha con trozos de blanca sino que, antes bien, la blanca repite la corchea. De esa repetición nace la impresión de continuidad. Así se comprende que la riqueza relativa en instantes nos prepara una especie de medida relativa del tiempo. Para hacer la cuenta exacta de nuestra fortuna temporal, medir en suma todo lo que se repite en nosotros mismos, sería preciso vivir en verdad todos los instantes del tiempo. Dentro de esa totalidad se obtendría el verdadero despliegue del tiempo discontinuo y en la monotonía de la repetición se encontraría la impresión de la duración vacía y, por consiguiente, pura. Basado en una comparación numérica con la totalidad de los instantes, el concepto de riqueza temporal de una vida o de un fenómeno particulares cobraría entonces un sentido absoluto, de acuerdo con la manera en que se utilice esa riqueza o, antes bien, de acuerdo con el modo en que falle su realización. Pero esa base absoluta se nos niega y debemos contentarnos con balances relativos. He aquí entonces que se prepara una concepción de la duración-riqueza, que debe prestar los mismos servicios que la duración-extensión. Puede verse que no solamente explica los hechos sino también antes que nada las ilusiones; lo que, en términos psicológicos, es de importancia decisiva, pues la vida del espíritu es ilusión antes de ser pensamiento. Comprendemos también que nuestras ilusiones constantes, encontradas sin cesar, no son más que ilusión pura y que al meditar nuestro error nos acercamos a la verdad. La Fontaine tiene razón cuando nos habla de las ilusiones «que jamás se equivocan mintiéndonos siempre». Entonces puede reducirse el duro rigor de las metafísicas sapientes y nosotros podemos regresar a las márgenes de Siloé, donde se reconcilian, completándose, el espíritu y el corazón. Lo que constituye el carácter afectivo de la duración, la alegría o el dolor de ser, es la proporción o la desproporción de las horas de vida utilizadas como hora de pensamiento o como hora de simpatía. La materia se olvida de ser, la vida se olvida de vivir y el corazón se olvida de amar. Durmiendo perdemos el Paraíso. Por lo demás, sigamos la perspectiva de nuestra pereza: el átomo irradia y con frecuencia existe, utiliza gran número de instantes y sin embargo no utiliza todos los instantes. La célula viva es ya más avara en sus esfuerzos y utiliza tan sólo una fracción de las posibilidades temporales que le entrega el conjunto de átomos que la constituyen. En cuanto al pensamiento, él utiliza la vida por relámpagos irregulares. ¡Tres filtraciones a través de las cuales vienen a la conciencia demasiado pocos instantes! Entonces sentimos un sordo sufrimiento cuando vamos en busca de los instantes perdidos. Recordamos aquellas horas ricas que se marcan con mil repiques de campanas de Pascua, de aquellas campanas de resurrección cuyos golpes no se cuentan porque todos cuentan, porque cada cual tiene un eco en nuestra alma despierta. Y ese recuerdo de dicha es ya remordimiento cuando comparamos con esas horas de vida total las horas intelectualmente lentas por ser relativamente pobres, las horas muertas por estar vacías —vacías de intención, como decía Carlyle del fondo de su tristeza—, las horas hostiles interminables porque no dan nada. Ynosotros soñamos con una hora divina que lo diera todo. No con la hora plena, sino con la hora completa. La hora en que todos los instantes del tiempo fueran utilizados por la materia, la hora en que todos los instantes realizados en la materia fueran utilizados por la vida, la hora en que todos los instantes vivos fueran sentidos, amados y pensados. Por consiguiente, la hora en que la relatividad de la conciencia fuera borrada, puesto que la conciencia estaría a la medida exacta del tiempo completo. Finalmente, el tiempo objetivo es el tiempo máximo. el que contiene todos los instantes. Está hecho del conjunto denso de los actos del Creador. Faltaría ahora dar cuenta del carácter vectorial de la duración, indicar aquello que causa la dirección del tiempo, por qué una perspectiva de instantes desaparecidos puede llamarse pasado, por qué una perspectiva de espera puede llamarse porvenir. Si pudimos hacer comprender el significado primordial de la intuición propuesta por Roupnel, se debe estar dispuesto a admitir que —como la duración— el pasado y el porvenir corresponden a impresiones en esencia secundarias e indirectas. Ni el pasado ni el porvenir conciernen a la esencia del ser y aún menos a la esencia primordial del tiempo. Repitámoslo, para Roupnel el tiempo es el instante, y el instante presente tiene toda la carga temporal. El pasado es tan vacío como el porvenir. El porvenir está tan muerto como el pasado. El instante no acoge en su seno ninguna duración; no impele ninguna fuerza en uno u otro sentido. No tiene dos caras, es entero y solo. Se podrá meditar cuanto se quiera en su esencia, pero no hallar en él la raíz de una dualidad suficiente y necesaria para pensar una dirección. Por lo demás, cuando bajo la inspiración de Roupnel queremos ejercitarnos en la meditación del Instante, nos damos cuenta de que el presente no pasa, pues un instante sólo se deja para encontrar otro; la conciencia es conciencia del instante, y la conciencia del instante es la conciencia: dos fórmulas éstas tan cercanas que nos colocan en la más próxima de las reciprocidades y afirman una asimilación de la conciencia pura y de la realidad temporal. Una vez presa en una meditación solitaria, la conciencia posee la inmovilidad del instante aislado. El tiempo puede recibir una homogeneidad pobre pero pura considerado en el aislamiento del instante. Por lo demás, esta homogeneidad del instante no prueba nada contra la anisotropía resultante de agrupamientos que permiten encontrar la individualidad de las duraciones, señaladas tan acertadamente por Bergson. En otras palabras, puesto que en el propio instante no hay nada que nos permita postular una duración, puesto que tampoco hay nada que de manera inmediata pueda dar razón de nuestra experiencia, sin embargo real, de lo que llamamos el pasado y el porvenir, nos es absolutamente necesario tratar de construir la perspectiva de instantes única que designa el pasado y el porvenir. Ahora bien, escuchando la sinfonía de los instantes, se sienten frases que mueren, frases que caen y son arrastradas al pasado. Mas, por el propio hecho de ser una apariencia secundaria, esa huida hacia el pasado es absolutamente relativa. Un ritmo se apaga respecto de otra partitura de la sinfonía que prosigue. Decrecimiento relativo éste que se representaría de manera bastante adecuada mediante el esquema siguiente: Del tres por cinco se constituye en dos por cinco, luego en uno por cinco y luego en el silencio de un ser que nos deja cuando alrededor el mundo continúa resonando. Con este esquema se comprende lo que tiene a la vez de potencial y relativo aquello que, sin precisar sus lindes, llamamos la hora presente. Un ritmo que continúa inmutable es un presente con duración. Ése presente que dura está hecho de instantes múltiples que, desde un punto de vista particular, tienen la seguridad de una perfecta monotonía. Con esas monotonías se hacen los sentimientos perdurables que determinan la individualidad de un alma particular. Por lo demás, la unificación se puede establecer en medio de circunstancias sumamente diversas. Para quien sigue amando, un amor muerto es a la vez presente y pasado; es presente para el corazón fiel y pasado para el corazón infeliz. Por tanto, es sufrimiento y consuelo para el corazón que acepta al mismo tiempo el sufrimiento y el recuerdo. Lo que equivale a decir que un amor permanente, signo de un alma durable, es otra cosa que sufrimiento y felicidad, y que, trascendiendo la contradicción afectiva, un sentimiento que dura adquiere un sentimiento metafísico. Un alma amante en verdad experimenta la solidaridad de los instantes repetidos con regularidad. Recíprocamente, un ritmo uniforme de instantes es una forma a priori de la simpatía. Un esquema opuesto al primero nos representaría un ritmo naciente y nos daría los elementos de la medida relativa de su progreso. El oído musical oye el destino de la melodía y sabe cómo acabará la frase empezada. Preoímos el porvenir del sonido como prevemos el porvenir de una trayectoria. Nos tendemos con toda la fuerza hacia el porvenir inmediato; y esa tensión constituye nuestra duración actual. Como dice Guyau, es nuestra intención la que en verdad ordena el provenir como una perspectiva cuyo centro de proyección somos nosotros. «Es preciso desear, es preciso querer, es preciso alargar la mano y andar para crear el porvenir. El porvenir no es lo que viene hacia nosotros, sino aquello hacia lo cual vamos»[8] Tanto el sentido como el alcance del porvenir están inscritos en el propio presente. Así construimos tanto en el tiempo como en el espacio. En lo cual hay cierta persistencia metafórica que habremos de aclarar. Reconocemos entonces que el recuerdo del pasado y la previsión del porvenir se basan en hábitos. Y como el pasado es sólo un recuerdo y el porvenir sólo una previsión, afirmaremos que pasado y porvenir no son en el fondo sino hábitos. Por otra parte, esos hábitos se hallan lejos de ser inmediatos y precoces. Finalmente, las características que hacen que el Tiempo nos parezca durar, como aquellas que hacen que se defina según las perspectivas del pasado y del porvenir, no son, a nuestro entender, propiedades de primer aspecto. El filósofo debe reconstruirlas apoyándose en la única realidad temporal dada de manera inmediata al Pensamiento sobre la realidad del Instante. Ya veremos que en ese punto se condensan todas las dificultades de Siloé. Mas éstas pueden provenir de las ideas preconcebidas del lector. Si de buena gana se acepta sujetar con fuerza los dos extremos de la cadena que vamos a fijar, en seguida se comprenderá mejor el encadenamiento de los argumentos. Éstas son nuestras dos conclusiones, al parecer opuestas, que habremos de conciliar: la. La duración no tiene fuerza directa; el tiempo real sólo existe verdaderamente por el instante aislado, está por entero en lo actual, en el acto, en el presente. 2a. Sin embargo, el ser es un lugar de resonancia para los ritmos de los instantes y, como tal, podríamos decir que tiene un pasado, como se dice que un eco tiene una voz. Pero ese pasado es sólo un hábito presente y ese estado presente del pasado sigue siendo una metáfora. Y en efecto, para nosotros el hábito no se inscribe ni en una materia ni en un espacio. Sólo puede tratarse de un hábito absolutamente sonoro que, así lo creemos, sigue siendo en esencia relativo. El hábito que para nosotros es pensamiento resulta demasiado aéreo para registrarse y demasiado inmaterial para dormir en la materia. Es un juego que prosigue, una frase musical que debe repetirse porque es parte de una sinfonía en la que tiene una función. Al menos, así es como, mediante el hábito, trataremos de solidarizar el pasado y el porvenir. Naturalmente, el ritmo es menos sólido por el lado del porvenir. Entre las dos nadas, del ayer y del mañana, no hay simetría. El porvenir es tan sólo un preludio, una frase que se sugiere y que se ensaya. Una sola frase. El Mundo no se prolonga sino por una brevísima preparación. En la sinfonía que se crea, el porvenir se asegura sólo por unas cuantas medidas. Humanamente, la disimetría del pasado y del porvenir es radical. El pasado es en nosotros una voz que ¡ encontró eco. De ese modo damos fuerza a lo que no es sino una forma o, más aún, damos una forma única a la pluralidad de las formas. Mediante esa síntesis, el pasado cobra entonces el peso de la realidad. Mas, por extenso que sea nuestro deseo, el porvenir es una perspectiva sin profundidad. No tiene en verdad el menor nexo sólido con la realidad. Es la razón por la cual nos decimos que está en el seno de Dios. Tal vez todo se aclare si podemos resumir el segundo tema de la filosofía roupneliana. Queremos hablar del hábito. Roupnel lo estudia en primer lugar. Si hemos trastocado el orden de nuestro examen es porque la negación absoluta de la realidad del pasado constituye el temible postulado que se debe admitir, antes de apreciar convenientemente la dificultad que hay en asimilarlo a las ideas corrientes sobre el hábito. En pocas palabras, en el capítulo siguiente nos preguntaremos cómo se puede conciliar la psicología usual del hábito con una tesis que niega al pasado una acción directa e inmediata sobre el instante presente. Sin embargo, antes de abordar ese capítulo, podríamos, si tal fuese nuestra meta, buscar en el campo de la ciencia contemporánea razones para fortalecer la intuición del tiempo discontinuo. Roupnel no ha dejado de establecer una comparación entre su tesis y la descripción moderna de los fenómenos de radiación en la hipótesis de los cuanta.[9] En el fondo, la contabilidad de la energía atómica se realiza empleando la aritmética más que la geometría. Esa contabilidad se expresa con frecuencias y no con duraciones, mientras el lenguaje del «cuántas veces» suplanta poco a poco al lenguaje del «cuánto tiempo». Por otra parte, en el momento en que Roupnel escribía, no estaba en posibilidad de prever toda la extensión que habrían de cobrar las tesis de la discontinuidad temporal, tal como fueron presentadas en el Congreso del Instituto Solvay en 1927. Leyendo también los trabajos modernos sobre las estadísticas atómicas, nos damos cuenta de que se vacila en fijar el elemento fundamental de esas estadísticas. ¿Qué se debe enumerar: electrones, cuanta, grupos de energía? ¿Dónde poner la raíz de la individualidad? No es absurdo remontarse hasta una realidad temporal misma para hallar el elemento movilizado por el azar. De ese modo se puede pensar en una concepción estadística de los instantes fecundos, considerado cada cual en su aislamiento y su independencia. También habría interesantes relaciones que establecer entre el problema de la existencia positiva del átomo y su manifestación aún instantánea. En ciertos aspectos, se interpretarían de manera bastante conveniente los fenómenos de radiación diciendo que el átomo sólo existe en el momento en que cambia. Si se agrega que ese cambio se opera bruscamente, se es proclive a admitir que toda la realidad se condensa en el instante; se debería hacer la cuenta de su energía valiéndose no de las velocidades sino de los impulsos. En cambio, mostrando la importancia del instante en el acontecimiento se haría ver toda la debilidad de la objeción, repetida sin cesar, del carácter supuestamente real del «intervalo» que separa dos instantes. Para las concepciones estadísticas del tiempo, el intervalo entre dos instantes es sólo un intervalo de probabilidad; cuando más se alarga su nada, hay mayor probabilidad de que un instante venga a terminarlo. Es esa acentuación de probabilidad la que mide su tamaño. La duración vacía, la duración pura sólo tiene entonces una medida de probabilidad. Cuando ya no irradia, el átomo pasa a una existencia energética enteramente virtual; ya no gasta nada, la velocidad de sus electrones va no usa ninguna energía; en ese estado virtual tampoco economiza una fuerza que podría liberar tras un largo reposo. A decir verdad es tan sólo un juguete olvidado, y aún menos: tan sólo una regla de juego enteramente formal que organiza simples posibilidades. La existencia volverá al átomo con la probabilidad; en otras palabras, el átomo recibirá el don de un instante fecundo, pero lo recibirá por azar, como una novedad esencial, según las leyes del cálculo de probabilidades, porque fuerza es que tarde o temprano el Universo tenga en todas sus partes lo que corresponde de la realidad temporal, porque lo posible es una tentación que la realidad siempre acaba por aceptar. Por lo demás, el azar obliga sin atar con una necesidad absoluta. Se comprende entonces que el tiempo que en verdad carece de acción real pueda dar la ilusión de una acción fatal. Si un átomo permaneció inactivo muchas veces mientras que los átomos vecinos irradiaron, la ocasión de actuar de ese átomo tanto tiempo dormido y aislado es cada vez más probable. El reposo aumenta la probabilidad de la acción, pero no prepara ésta en realidad. La duración no actúa «a la manera de una causa»,[10] sino que actúa a la manera de una probabilidad. Una vez más, el principio de causalidad se expresa mejor en el lenguaje de la numeración de los actos que en el lenguaje de la geometría de las acciones que duran. Pero todas esas pruebas científicas caen fuera de nuestra investigación actual. En caso de desarrollarlas, apartaríamos al lector de la meta que se persigue. Y efectivamente, no queremos emprender aquí sino una tarea de liberación mediante la intuición. Como la intuición de la continuidad nos oprime con frecuencia, no hay duda de que resulta útil interpretar las cosas con la intuición opuesta. Independientemente de lo que se piense de la fuerza de nuestras demostraciones, no es posible desconocer el interés que existe en multiplicar las intuiciones diferentes en la base de la filosofía y de la ciencia. Leyendo el libro de Roupnel, nosotros mismos nos hemos sentido impresionados por la lección de independencia intuitiva que recibíamos desarrollando una intuición difícil. Por medio de la dialéctica de las intuiciones llegaremos a valemos de las intuiciones, sin peligro de quedar deslumbrados por ellas. Considerada en su aspecto filosófico, la intuición del tiempo discontinuo ayuda al lector que, por los terrenos más variados de las ciencias físicas, quiere seguir la introducción de las tesis sobre la discontinuidad. El tiempo es lo más difícil de pensar en forma discontinua. Por consiguiente, es la meditación de esa discontinuidad temporal realizada mediante el Instante aislado la que nos abrirá los caminos más directos para una pedagogía de la discontinuidad. II. El problema del hábito y el tiempo discontinuo Toda alma es una melodía que se debe renovar. Mallarmé I A primera vista, como indicábamos antes, el problema del hábito parece insoluble a partir de la tesis temporal que acabamos de desarrollar. En electo, hemos negado la existencia real del pasado; hemos demostrado que el pasado estaba totalmente muerto cuando el nuevo instante afirmaba la realidad. Y he aquí que, de conformidad con la idea que en general nos hacemos del hábito, nos veremos obligados a restituir al hábito, legado de un pasado extinto, la fuerza que da al ser una figura estable bajo el devenir en movimiento. Por tanto es posible temer que nos hayamos adentrado en un callejón sin salida. Ya veremos cómo, siguiendo a Roupnel con confianza en ese difícil terreno, podremos encontrar nuevamente las grandes vías de las intuiciones filosóficas fecundas. Roupnel mismo indica el carácter de su tarea: «Ahora nos es preciso investir al átomo de las realidades que hemos quitado al Espacio y al Tiempo, y sacar partido de los despojos arrancados a esos dos expoliadores del Templo».[1] Y es que, en efecto, el ataque dirigido contra la realidad atribuida al espacio continuo no es menos viva que el ataque que liemos descrito contra la realidad atribuida a la duración, considerada como una continuidad inmediata. Para Roupnel, el átomo tiene propiedades espaciales del mismo modo y de manera tan indirecta como tiene propiedades químicas. En otras palabras, el átomo no se sustantiva tomando un trozo de espacio que de tal suerte sería el armazón de la realidad, todo lo que hace es exponerse en el espacio. El plan del átomo sólo organiza puntos separados, como su devenir organiza instantes aislados. No es el espacio ni tampoco el tiempo el que porta en verdad las fuerzas de solidaridad del ser. En otra parte no actúa sobre aquí, como tampoco antaño actúa sobre ahora. Visto desde el exterior, el ser está doblemente bloqueado en la soledad del instante y del punto. A esa soledad física redoblada se agrega, como hemos dicho, la soledad de la conciencia cuando se trata de captar al ser por dentro. Cómo no ver en ello un reforzamiento de las intuiciones leibnizianas. Leibniz negaba la solidaridad directa y activa de los seres distribuidos en el espacio. En cambio, la armonía preestablecida suponía en el seno de cada mónada una verdadera continuidad realizada por la acción de un tiempo universal y absoluto a lo largo del cual se mostraba la perfecta concordancia de todas las mónadas. En Siloé encontramos una negación adicional, la negación de la solidaridad directa del ser presente con el ser pasado. Pero, una vez más, si esa solidaridad de los instantes del tiempo no es ni directa ni está dada; si, en otras palabras, no es la duración la que liga de manera inmediata los instantes reunidos en grupos de acuerdo con ciertos principios, es más necesario que nunca demostrar cómo una solidaridad no directa, no temporal, se manifiesta en el devenir del ser. En resumen, nos es preciso hallar un principio para reemplazar la hipótesis de la armonía preestablecida. Hacia eso se orientan, según nosotros, las tesis roupnelianas sobre el hábito. Nuestro problema consistirá entonces en demostrar antes que nada que el hábito sigue siendo concebible aun cuando se le separe de su apoyo en un pasado postulado de manera gratuita y errónea como directamente eficaz. Luego necesitaremos demostrar que ese hábito, definido esta vez en la intuición de los instantes aislados, explica al mismo tiempo la permanencia del ser y su progreso. Pero paréntesis. antes abramos un Si nuestra posición es difícil, en cambio la de nuestros adversarios es de una facilidad sorprendente. Veamos por ejemplo cómo todo es simple para el pensamiento realista, para el pensamiento que lo «realiza» todo. En primer término, el ser es la sustancia, la sustancia que, por gracia de las definiciones, es al mismo tiempo soporte de las cualidades y soporte del devenir. El pasado deja una huella en la materia, por tanto pone un reflejo en el presente y por tanto siempre está materialmente vivo. Si se habla del germen, el porvenir parece preparado con la misma facilidad con que la célula cerebral guarda el recuerdo. En cuanto al hábito, inútil es explicarlo puesto que es el que lo explica todo. Baste decir que el cerebro es la reserva de los esquemas motores para comprender que el hábito es un mecanismo puesto a disposición del ser por los antiguos esfuerzos. Así, el hábito diferenciará la materia del ser, al grado de organizar la solidaridad del pasado y del porvenir. ¿Cuál es en el fondo la palabra-fuerza que aclara toda esa psicología realista? Es la palabra que traduce una inscripción. En cuanto se dice que el pasado o el hábito están inscritos en la materia, todo está explicado y no hay pregunta. Debemos ser más exigentes con nosotros mismos. Para nosotros, una inscripción no explica nada. Formulemos antes que nada nuestras objeciones contra la acción material del instante presente sobre los instantes futuros, tal como el germen sería capaz de ejercerla en la transmisión de las formas vitales. Como observa Roupnel, sin duda es conveniencia de lenguaje particularmente fácil investir el germen con todas las promesas que realizará el individuo y colocar en él el patrimonio reunido de los hábitos que realizarán para el ser sus formas y sus funciones. Pero cuando decimos que el total de esos hábitos está contenido en el germen, es preciso estar de acuerdo sobre el sentido de la expresión o, antes bien, sobre el valor de la imagen. Nada sería más peligroso que imaginar el germen como un continente cuyo contenido sería un conjunto de propiedades. Esa asociación de lo abstracto y de lo concreto es imposible, y además no explica nada.[2] Es curioso vincular con esa crítica una objeción metafísica presentada por Koyré en su análisis del pensamiento místico: Quisiéramos insistir, sin embargo, en la concepción del germen que, oculta o expresada, se encuentra en toda doctrina organicista. La idea del germen es, en efecto, un misterium. Concentra, por decirlo así, todas las particularidades del pensamiento organicista. Es una verdadera unión de los opuestos, e incluso de lo contradictorio. Podría decirse que el germen es lo que no es. Es ya lo que aún no es, lo que tan sólo habrá de ser. Lo es puesto que, de otro modo, no podría llegar a serlo. Y no lo es porque, de otro modo, ¿cómo podría llegar a serlo? El germen es al mismo tiempo la materia que evoluciona y la fuerza que lo hace evolucionar. El germen actúa sobre sí mismo. Es una causa sai; si no la del ser, cuando menos la de su desarrollo. El entendimiento al parecer no es capaz de captar ese concepto: el ciclo orgánico de la vida necesariamente se transforma para la lógica lineal en círculo vicioso. [3] La razón de esa confusión plena de contradicciones proviene sin duda del hecho de haber reunido dos definiciones diferentes de la sustancia que al mismo tiempo debe tener el ser y el devenir, el instante real y la duración pensada, lo concreto y lo construido o, para decirlo mejor con Roupnel, lo concreto y lo abstracto. Si en la generación de los seres vivos —cuando sin embargo es concebible un plan normativo—: no se llega a comprender claramente la acción del instante presente sobre los instantes futuros, cuánto más prudente se debería ser cuando se postula la inscripción de los mil acaecimientos confusos y enredados del pasado en la materia encargada de actualizar el tiempo desaparecido. En primer término, ¿por qué habría la célula nerviosa de registrar ciertos acaecimientos y no otros? De una manera más precisa, si no hay una acción normativa o estética, ¿cómo puede el hábito conservar una regla y una forma? En el fondo, es siempre el mismo debate. Los partidarios de la duración no se sienten culpables de multiplicar y de prolongar las acciones temporales. Quieren beneficiarse al mismo tiempo de la continuidad de la acción cada vez más cerca y de la discontinuidad de una acción que permaneciera latente y esperara a lo largo de la duración el instante propicio para renacer. Según ellos, un hábito se refuerza tanto durando como repitiéndose. Los partidarios del tiempo discontinuo más bien se sorprenden ante la novedad de los instantes fecundos que da al hábito su flexibilidad y su eficacia; quisieran explicar su función y su persistencia sobre todo mediante el ataque del hábito, así como la acometida del arco decide el sonido siguiente. El hábito sólo puede utilizar la energía si ésta se desgrana siguiendo un ritmo particular. Tal vez en ese sentido pueda interpretarse la fórmula roupneliana: «La energía es sólo una gran memoria».[4] Y en efecto, no es utilizable sino por la memoria; ella es la memoria de un ritmo. Para nosotros, el hábito siempre es entonces un acto restituido en su novedad; las consecuencias y el desarrollo de ese acto se entregan a hábitos subalternos, sin duda menos ricos, aunque también gasten su energía obedeciendo a actos primordiales que los dominan. Samuel Butler observaba ya que la memoria se ve afectada sobre todo por dos fuerzas de características opuestas: «La de la novedad y la de la rutina, por los incidentes o los objetos que nos son más o menos familiares».[5] En nuestra opinión, ante esas dos fuerzas, el ser reacciona más bien de manera sintética que dialéctica, y nosotros de grado definiríamos el hábito como una asimilación rutinaria de una novedad. Mas no introduzcamos con esa noción de rutina una mecanización inferior, lo cual nos expondría a una acusación de relatividad de puntos de vista y en cuanto se lleva el examen al terreno de la rutina se da uno cuenta de que, igual que los hábitos intelectuales más activos, ésta se beneficia con el impulso dado por la novedad radical de los instantes. Examínese el juego de los hábitos jerarquizados; se verá que una aptitud sólo sigue siendo aptitud si se esfuerza por superarse, si constituye un progreso. Si el pianista no quiere tocar hoy mejor que ayer, se abandona a hábitos menos claros. Si está ausente de la obra, sus dedos pronto perderán el hábito de correr sobre el teclado. El alma es en verdad la que dirige la mano. Por tanto, es preciso captar la costumbre en su crecimiento para captarla en su esencia; de ese modo, por el incremento de su éxito es síntesis de la novedad y de la rutina, y esa síntesis es lograda por los instantes fecundos.[6] Desde ese momento se comprende que las grandes creaciones, por ejemplo la creación de un ser vivo, reclame al principio una materia en cierto modo fresca, propia para acoger la novedad con fe. Y ésa es la palabra que sale de la pluma de Butler: En cuanto a tratar de explicar cómo la parcela más pequeña de materia pudo impregnarse de tanta fe para que se deba considerar el principio de vida, o a determinar en qué consiste esa fe, es cosa imposible, y todo lo que podemos decir es que esa fe es parte de la esencia misma de todas las cosas y no se basa en nada.[7] Lo es todo, diríamos nosotros, porque actúa en el nivel mismo de la síntesis de los instantes; pero sustancialmente no es nada, puesto que pretende trascender la realidad del instante. Una vez más, la Fe es aquí espera y novedad. Nada menos tradicional que la fe en la vida. En su embriaguez de novedad, el ser que se ofrece a la vida incluso está dispuesto a considerar el presente como una promesa del porvenir. La fuerza más grande es la ingentiidad. Y precisamente, Roupnel ha señalado el estado de recogimiento en que se encuentra el germen de donde saldrá la vida. Comprendió cuánta libertad afirmada había en un principio absoluto. El germen sin duda es un ser que en ciertos aspectos imita, que vuelve a empezar, aunque en verdad no pueda hacerlo sino en la exuberancia de un principio. Su verdadera función es principiar. «El germen no lleva consigo otra cosa que un principio de procreación celular».[8] En otras palabras, el germen es el principio de la costumbre de vivir. Si en la propagación de una especie leemos una continuidad es porque nuestra lectura es grosera; tomamos a los individuos como testigos de la evolución cuando ellos son los actores. Con justa razón, Roupnel descarta todos los principios más o menos materialistas propuestos para asegurar una continuidad formal de los seres vivos. Tal vez hayamos parecido razonar —dice— como si los gérmenes no constituyeran elementos discontinuos. Hemos investido al gameto con la herencia de las épocas, como si hubiera estado presente. Pero de una vez por todas declaramos que la teoría de las partículas representativas nada tiene que ver con la teoría presente. No es en absoluto necesario introducir en el gameto elementos que hubieran sido legatarios constantes del pasado y actores eternos del devenir. Para desempeñar el papel que le atribuimos, el gameto no necesita en lo mínimo de las micelas de Naegeli, de las gémulas de Darwin, de las pangenas de De Vries o del plasma germinativo de Weissmann. Se basta a sí mismo, con su sustancia actual, con su virtud actual y con su hora; vive y muere todo él como contemporáneo. Sólo recibe del ser actual la herencia que le es particular y que recoge. Ese ser lo construyó con apasionado esmero, como si las llamas de amor en que nació lo hubieran despojado de todas sus servidumbres funcionales, restablecido en su fuerza original y restituido a sus pobrezas iniciales.[9] II Para ser más claros, formulemos nuestra tesis oponiéndola al punto a las tesis realistas. Por lo general se dice que el hábito está inscrito en el ser. Nosotros creemos que, empleando el lenguaje de los geómetras, más valdría decir que el hábito está exinscrito en el ser. Antes que nada, el individuo corresponde a una simultaneidad de acciones instantáneas en la medida en que es complejo; sólo se siente él mismo en la proporción en que se reanudan esas acciones simultáneas. Tal vez nos expresemos convenientemente diciendo que un individuo considerado según la suma de sus cualidades y de su devenir corresponde a una armonía de ritmos temporales. En efecto, mediante el ritmo se comprenderá mejor esa continuidad de lo discontinuo que ahora nos es preciso establecer para vincular las cimas del ser y dibujar su unidad. El ritmo franquea el silencio, así como el ser franquea el vacío temporal que separa los instantes. El ser se continúa mediante el hábito, tanto como el tiempo dura mediante la densidad regular de los instantes sin duración. Al menos, en ese sentido interpretamos la tesis roupneliana: Un individuo es la expresión, no de una causa constante, sino de una yuxtaposición de recuerdos incesantes fijados por la materia, cuya ligadura no es en sí sino un hábito sobrepuesto a todos los demás. El ser es ya sólo un extraño lugar de los recuerdos y casi se podría decir que la permanencia de que se cree dotado no es sino expresión del hábito en sí.[10] En el fondo, la coherencia del ser no está hecha de la inherencia de las cualidades y del devenir de la materia,-es armónica y aérea. Es frágil y libre como una sinfonía. Un hábito particular es un ritmo sostenido, donde todos los actos se repiten igualando de manera bastante exacta su valor de novedad, pero sin perder nunca ese carácter dominante de ser una novedad. La dilución de lo nuevo puede ser tal que el hábito a veces puede considerarse inconsciente. Parecería que, siendo tan intensa al primer intento, la conciencia se hubiera perdido compartiéndose entre todas las reiteraciones; pero la novedad se organiza economizándose; inventa en el tiempo en vez de inventar en el espacio. La vida encuentra ya la regla formal en una regulación temporal, el órgano se construye mediante la función; y para que los órganos sean complejos basta con que las funciones sean activas v frecuentes. Todo equivale entonces a utilizar un número cada vez mayor de los instantes que ofrece el Tiempo. El átomo, que al parecer los utiliza en mayor cantidad, encuentra en ellos hábitos tan consistentes, tan durables y tan regulares que precisamente terminamos por tomar sus hábitos por propiedades. Así se consideran atributos de una sustancia características hechas de tiempo bien utilizado y de instantes bien ordenados. No es entonces sorprendente encontrar en Siloé fórmulas que parecen oscuras a quien vacila en hacer descender hasta la materia las instrucciones que recibimos del examen de nuestra vida consciente: «La obra de los tiempos concluidos está por entero vigilante en la fuerza y la inmovilidad de los elementos y se afirma dondequiera por las pruebas que llenan el silencio y componen la atención de las cosas».[11] Pues, para nosotros como para Roupnel, son las cosas las que ponen mayor atención en el Ser, y su atención para aprehender todos los instantes del tiempo es su permanencia... La. materia es así el hábito de ser realizado de la manera más uniforme, puesto que se forma en el nivel mismo de la sucesión de los instantes. Pero volvamos al punto de partida del hábito psicológico, puesto que allí radica el origen de nuestra instrucción. Dado que los hábitos-ritmos que constituyen tanto la vida del espíritu como la vida de la materia se desarrollan en registros múltiples y diferentes, se tiene la impresión de que, por debajo de un hábito efímero, siempre es posible encontrar un hábito más estable. Por tanto, para caracterizar a un individuo, claramente hay una jerarquía de los hábitos. Fácilmente nos veríamos tentados a postular un hábito fundamental. Éste correspondería al simple hábito de ser, el más sencillo, el más monótono, y ese hábito consagraría la unidad y la identidad del individuo; aprehendido por la conciencia, sería por ejemplo el sentimiento de la duración. Pero creemos que se deben conservar a la intuición que nos ofrece Roupnel todas sus posibilidades de interpretación. Ahora bien, no nos parece que el individuo esté definido de manera tan clara como enseña la filosofía escolar: no se debe hablar ni de la unidad ni de la identidad del yo fuera de la síntesis realizada por el instante. Los problemas de la física contemporánea incluso nos inclinan a creer que es igualmente arriesgado hablar de la unidad y de la identidad de un átomo particular. A cualquier nivel que se le aprehenda, en la materia, en la vida o en el pensamiento, el individuo es una suma bastante variable de hábitos no contados. Como no todos los hábitos que caracterizan el ser, en caso de ser conocidos, disfrutan simultáneamente de todos los instantes que podrían actualizarlos, la unidad de un ser siempre parece afectada por la contingencia. En el fondo, el individuo no es ya sino una suma de accidentes: pero, además, esa suma es de suyo accidental. Al mismo tiempo, la identidad del ser nunca está realizada con plenitud, y adolece del hecho de que la riqueza de hábitos no se ha regulado con suficiente atención. Así, la identidad global está hecha de reiteraciones más o menos exactas, de reflejos más o menos detallados. El individuo sin duda se esfuerza por copiar el hoy del ayer; y en esa copia ayuda además la dinámica de los ritmos, pero no todos ellos se hallan en el mismo punto de su evolución, por lo que de ese modo se degrada en semejanza la más sólida de las permanencias espirituales, de identidad deseada, afirmada en un carácter. La vida lleva entonces nuestra imagen de espejo en espejo; somos así reflejos de reflejos y nuestro valor está hecho del recuerdo de nuestra decisión. Mas, por firmes que seamos, nunca nos conservamos cabalmente, porque nunca estuvimos conscientes de todo nuestro ser. Por otra parte, se puede vacilar en cuanto al sentido en que se debe leer una jerarquía. ¿Radica la verdadera fuerza en el mando o en la obediencia? Por eso resistimos finalmente a la tentación de buscar los hábitos predominantes entre los más inconscientes. En cambio, tal vez la concepción del individuo como suma integral del ritmo pueda tener una interpretación cada vez menos sustancialista, cada vez más alejada de la materia y cada vez más próxima al pensamiento. Planteemos el problema en lenguaje musical. ¿Qué produce la armonía, qué le da verdaderamente movimiento? ¿La melodía o el acompañamiento? ¿Puede o no darse fuerza de evolución a la partitura más melodiosa? Dejemos las metáforas y digamos en una palabra: el ser es dirigido por el pensamiento. Los seres se transmiten su herencia mediante el pensamiento oscuro o luminoso, mediante lo que se ha comprendido y sobre todo mediante lo que fue querido, en la unidad y en la inocencia del acto. Todo ser individual y complejo dura así en la medida en que se constituye una conciencia, en la medida en que su voluntad se armoniza con las fuerzas subalternas y encuentran ese esquema del gasto ecónomo que constituye un hábito. Nuestras arterias tienen la edad de nuestros hábitos. Por ese camino viene aquí un aspecto finalista a enriquecer la noción de hábito. Roupnel sólo da cabida a la finalidad rodeándose de las precauciones más minuciosas. Evidentemente, sería anormal dar al porvenir una fuerza de solicitación real, en una tesis en que se niega al pasado una fuerza real de causalidad. Pero si de grado queremos situarnos ante la intuición primordial de Roupnel y. poner con él las condiciones temporales en el mismo plano de las condiciones espaciales, cuando que la mayoría de las filosofías atribuyen al espacio un privilegio de explicación injustificado, claramente se verá que algunos problemas se presentan bajo una luz más favorable. Como ocurre con el finalismo. Y en efecto, es sorprendente que en el mundo de la materia toda dirección privilegiada sea en última instancia un privilegio de propagación. A partir de ese momento, podríamos decir en nuestra hipótesis que si un acaecimiento se propaga con mayor rapidez en determinado eje de un cristal, es porque en ese eje se utilizan más instantes que en cualquier otra dirección. Asimismo, si la vida acepta la afirmación de los instantes siguiendo una cadencia particular, crece más rápidamente en una dirección determinada; la vida se presenta como una sucesión lineal de células porque constituye el resumen de la propagación de una fuerza de generación muy homogénea. La fibra es un hábito materializado; está hecha de instantes cuidadosamente escogidos y fuertemente solidarizados mediante un ritmo. De ese modo, si nos situamos ante la enorme riqueza de posibilidades que ofrecen los instantes discontinuos ligados por hábitos, se aprecia que podremos hablar de cronotropisinos correspondientes a los diversos ritmos que constituyen el ser vivo. Así es como interpretamos en la hipótesis roupneliana la multiplicidad de las duraciones que reconoce Bergson. Desde su punto de vista, éste recurre a una metáfora cuando evoca un ritmo y cuando escribe: «No hay en la duración un ritmo único; podríamos imaginar muchos ritmos distintos que, más lentos o más rápidos, midieran el grado de tensión o de relajamiento de las conciencias y, con ello, fijaran sus sitios respectivos en la serie de los seres».[12] Nosotros decimos exactamente lo mismo, pero lo decimos en un lenguaje directo, manifestando, según creemos, de manera directa la realidad. Y en efecto, hemos dado la realidad al instante v el grupo de instantes forma naturalmente para nosotros el ritmo temporal. No siendo el instante sino una abstracción, para Bergson habría que hacer ritmos metafóricos con los intervalos «de elasticidad desigual». La multiplicidad de duraciones se evoca con toda razón, y sin embargo no se explica mediante esa tesis de elasticidad temporal. Una vez más, corresponde a nuestra conciencia la carga de tender sobre el canevá de instantes una trama suficientemente regular para dar al mismo tiempo la impresión de la continuidad del ser y de la rapidez del devenir. Como indicaremos ulteriormente, tendiendo nuestra conciencia hacia un proyecto más o menos racional es como encontraremos en verdad la coherencia temporal básica que, para nosotros, corresponde simple hábito de ser. al Esa repentina posibilidad de elección de los instantes creadores, esa libertad dentro de su vinculación en ritmos distintos ofrecen dos razones bastantes apropiadas para hacernos comprender la imbricación de devenires de las diversas especies vivientes. Desde hace ya mucho tiempo nos hemos asombrado ante el hecho de que las diferentes especies animales se encuentran coordinadas tanto histórica como funcionalmente. El orden de sucesión de las especies da el orden de los órganos coexistentes en un individuo determinado. La ciencia natural es a nuestro antojo una historia o una descripción: el tiempo es el esquema que moviliza, la coordinación finalista, el esquema que la describe de la manera más clara. En otras palabras, la coordinación y el finalismo en un solo ser particular son las dos recíprocas de un solo y único hecho. El orden del devenir es al punto el devenir de un orden. Aquello que se coordina en la especie se encuentra subordinado en el tiempo y viceversa. Un hábito se produce con una altura determinada y con un timbre particular. Es un haz de hábitos lo que nos permite seguir siendo dentro de la multiplicidad de nuestros atributos, dejándonos la impresión de haber sido, incluso cuando, como raíz sustancial, sólo pudiéramos encontrar en nosotros la realidad que nos entrega el instante presente. De manera análoga, por ser el hábito una perspectiva de actos, fijamos metas y fines a nuestro porvenir. Esa invitación del hábito a ajustarse al ritmo de actos perfectamente ordenados constituye en el fondo una obligación de naturaleza casi racional y estética. Lo que nos obliga entonces a perseverar en el ser son menos determinadas fuerzas que determinadas razones. Y esa coherencia racional y estética de los ritmos superiores del pensamiento es lo que constituye la piedra angular del ser. Su unidad ideal aporta a la filosofía con frecuencia amarga de Roupnel un poco de ese optimismo racional —mesurado y valeroso— que hace al libro inclinarse hacia los problemas morales. De esa manera nos vernos inducidos a estudiar, en un nuevo capítulo, la idea de progreso dentro de sus relaciones con la tesis del tiempo discontinuo. III. La idea del progreso y la intuición del tiempo discontinuo [Si] el ser que más amo en el mundo [viniera] a preguntarme lo que debía elegir, y cuál es el refugio más profundo, más inatacable y más dulce, le aconsejaría abrigar su destino en el refugio del alma que se supera. Maeterlinck I En la tesis de Roupnel sobre el hábito queda una dificultad aparente que quisiéramos elucidar. Mediante ese esfuerzo de esclarecimiento nos veremos inducidos a definir de la manera más natural la metafísica del progreso en relación con las intuiciones de Siloé. Esa dificultad es la siguiente: para penetrar en todo el sentido de la idea de hábito, es preciso asociar dos conceptos que a primera vista parecerían contradictorios: la repetición y el principio. Ahora bien, la objeción se desvanece si se logra ver que todo hábito particular se mantiene dependiente de ese hábito general —claro y consciente — que es la voluntad. De tal suerte, con gusto definiríamos el hábito considerado en su sentido pleno mediante esta fórmula que concilla los dos contrarios enfrentados demasiado prematuramente por la crítica: el hábito es la voluntad de empezar a repetirse a sí mismo. Si, en efecto, comprendemos bien la teoría de Roupnel, no debemos considerar el hábito como un mecanismo desprovisto de acción renovadora. Habría contradicción entre los términos si se dijera que el hábito es una fuerza pasiva. La repetición que lo caracteriza es una repetición que construye instruyéndose. Por lo demás, lo que rige al ser son menos las circunstancias necesarias para subsistir que las condiciones suficientes para progresar. Para suscitar el ser es necesaria una justa medida de novedad. Butler dice con razón: La introducción de elementos ligeramente nuevos en nuestra manera de actuar nos da ciertas ventajas: lo nuevo se funde entonces con lo antiguo y ello nos ayuda a soportar la monotonía de nuestra acción. Pero si el elemento nuevo nos es demasiado ajeno, no se produce la fusión de lo antiguo con lo nuevo, pues la Naturaleza parece sentir igual horror ante toda desviación demasiado grande de nuestra práctica ordinaria que ante la ausencia de toda desviación.[1] De ese modo, el hábito se constituye en progreso. De allí la necesidad de desear el progreso para conservar al hábito su eficacia. En toda reanudación, el deseo de progreso da el verdadero valor del instante inicial que echa a andar un hábito. La idea del eterno retorno sin duda pasó por la mente de Roupnel; pero él comprendió al punto que aquella idea fecunda y verídica no podía ser un absoluto. Renaciendo, acentuamos la vida. ¡Pues no en vano resucitamos!... ¡La repetición no está hecha en absoluto de un siempre eterno, siempre idéntico a sí mismo!... ¡Nuestros actos cerebrales y nuestros pensamientos se retoman según el rito de hábitos cada vez más adquiridos y se invisten de fidelidades físicas cada vez mayores! Si nuestros errores agravan sus funestos contornos, precisan y empeoran sus formas y sus efectos... por su parte, nuestros actos útiles y benéficos llenan de huellas más firmes el rastro de los pasos eternos. A cada repetición, toca en suerte al acto alguna firmeza nueva y, en los resultados, poco a poco aporta la abundancia desconocida. No digamos que el acto es permanente: sin cesar se acrecienta con la precisión de sus orígenes y de sus efectos. Vivimos cada vida nueva como la obra que pasa: pero la vida lega a la vida todas sus huellas frescas. Cautivo siempre de su rigor, el acto vuelve a pasar sobre sus intenciones y sobre sus consecuencias, y al hacerlo completa lo que no acaba jamás. ¡Y las generosidades crecen en nuestras obras y se multiplican en nosotros!... En los días de los mundos pasados, ¿nos reconocería bajo los grandes soplos aquel que nos ha visto, sensual arcilla y barro doliente, arrastrar por tierra un alma primitiva?... Venimos de lejos con nuestra sangre tibia... ¡y he aquí que somos el Alma con las alas y el Pensamiento en la Tormenta!...[2] Un destino tan largo demuestra que, volviendo eternamente a los orígenes del ser, hemos hallado el valor del vuelo renovado. Antes que una doctrina del regreso eterno, la tesis roupneliana claramente es por tanto una doctrina de, la repetición eterna. Representa la continuidad del valor en la discontinuidad de las tentativas,, la continuidad del ideal pese a la ruptura de los hechos. Cada vez que Bergson habla[3] de una continuidad que se prolonga (continuidad de nuestra vida interior, continuidad de un movimiento voluntario) podemos traducir diciendo que se trata de una forma discontinua que se reconstituye. Toda prolongación efectiva es una adjunción, toda identidad una semejanza. Nos reconocemos en nuestro carácter porque nos imitamos a nosotros mismos y porque nuestra personalidad es así el hábito de nuestro propio nombre. Porque nos unificamos en torno a nuestro nombre y a nuestra dignidad —la nobleza del pobre— podemos transportar al porvenir la unidad de un alma. Por lo demás, la copia que rehacemos sin cesar debe superarse, pues de otro modo el modelo se empaña y el alma, siendo tan sólo persistencia estética, se disuelve. En cuanto a la mónada, nacer y renacer, comenzar o recomenzar, equivalen siempre a la misma acción que intentamos. Pero las ocasiones no siempre son las mismas, como no todas las repeticiones son sincrónicas ni todos los instantes son utilizados ni están vinculados por los mismos ritmos. No siendo las ocasiones sino sombras de condiciones, toda la fuerza se guarda en el seno de los instantes que hacen renacer al ser y reanudan la tarea empezada. En esas repeticiones se manifiesta una novedad que cobra forma de libertad y de ese modo, mediante la renovación del tiempo discontinuo, una novedad esencial puede constituirse en progreso en toda la acepción de la palabra. La teoría del hábito se concilia así en Roupnel con la negación de la acción física y material del pasado. El pasado indudablemente puede persistir, pero creemos que sólo como verdad, sólo como valor racional, sólo como un conjunto de armoniosas solicitaciones hacia el progreso. El Pasado es, si se quiere, un terreno fácil de actualizar, pero sólo se actualiza en la proporción en que ha sido un éxito. El progreso se asegura entonces mediante la permanencia de las condiciones lógicas y estéticas. Esa filosofía de la vida de un historiador se aclara mediante la aceptación de la inutilidad de la historia en sí, de la historia como suma de los hechos. Ciertamente hay fuerzas históricas que pueden revivir, pero para hacerlo deben recibir la síntesis del instante y cobrar «el vigor de los resúmenes», lo que nosotros mismos llamaríamos la dinámica de los ritmos. Como es natural, Roupnel no separa la filosofía de la historia ni la filosofía de la vida. En lo cual una vez más el presente lo domina todo; a propósito del origen de las especies, Roupnel escribe: Los tipos que se conservan no lo son en proporción de su papel histórico, sino de su papel actual. Las formas embrionarias ya no pueden sino recordar muy lejanamente las formas específicas adaptadas a las antiguas condiciones de vida histórica. La adaptación que las ha realizado no tiene ya títulos presentes. Si usted quiere, son adaptaciones desafectadas. Son los despojos de que se apodera el raptor, pues son formas de tipos pasados al servicio de alguien más. Su interdependencia activa reemplaza su independencia abolida. Valen en la medida en que se llaman...[4] De ese modo se vuelve a encontrar siempre la supremacía de la armonía presente sobre una armonía preestablecida que, de acuerdo con la intuición leibniziana, descargaría sobre el pasado el peso del destino. Finalmente, las condiciones de progreso son las razones más sólidas y más coherentes para enriquecer el ser, y Roupnel resume su punto de vista en esta fórmula que tiene tanto más sentido cuanto que se incluye en la parte del libro dedicada al examen de tesis enteramente biológicas: «La asimilación avanzó en la medida misma en que avanzó la reproducción».[5] Lo que persiste es siempre lo que se regenera. II Naturalmente, Roupnel sintió toda la holgura que el hábito considerado en su aspecto psicológico da al progreso. La idea de progreso —dice con toda razón— se asocia lógicamente a la idea de reanudación y de repetición. El hábito posee ya en sí la significación de un progreso; por efecto del hábito adquirido, el acto que se recomienza se vuelve a empezar con mayor facilidad y mayor precisión; los movimientos que lo ejecutan pierden su amplitud excesiva, su complicación inútil; se simplifican y se acortan. Desaparecen los movimientos parásitos. El acto reduce el gasto al mínimo necesario, a la energía suficiente, al tiempo mínimo. Y a la vez que el dinamismo mejora v se precisa, se perfeccionan la obra y el resultado.[6] Todas esas observaciones son suficientemente clásicas para que Roupnel no insista en ellas; pero agrega que su aplicación a la teoría de la instantaneidad del ser implica dificultades. En el fondo, la dificultad de asegurar el progreso por encima de un pasado cuya ineficacia se ha demostrado es la misma que la dificultad encontrada cuando quisimos fijar en ese mismo pasado las raíces del hábito. Por tanto, es preciso volver incesantemente al mismo punto y luchar contra la falsa claridad de la eficacia de un pasado abolido, puesto que esa eficacia es el postulado de nuestros adversarios. La posición de Roupnel es particularmente franca. Postulando esa eficacia, dice él, siempre nos dejamos engañar por la constante ilusión que nos hace creer en la realidad de un tiempo objetivo, y nos hace aceptar sus pretendidos afectos. En la vida del ser, dos instantes que se suceden tienen entre sí la independencia que corresponde a la independencia de los dos ritmos moleculares que ellos mismos interpretan. Esa independencia, que desconocemos cuando se trata de dos situaciones consecutivas, se afirma cuando consideramos fenómenos que no son consecutivos de manera inmediata. Pero entonces pretendemos atribuir a la duración que los aparta la indiferencia que los separa. En realidad, cuando empezamos a reconocer a la duración esa energía disolvente y esa virtud separativa es cuando empezamos apenas a hacer justicia a su naturaleza negativa y a sus cualidades de nada. Así se tome a pequeñas o fuertes dosis, la duración sólo es siempre una ilusión. Y la fuerza de su nada separa tanto los fenómenos en apariencia menos consecutivos como los menos contemporáneos. Entre fenómenos consecutivos hay por tanto pasividad e indiferencia. Gomo ya hemos demostrado, la verdadera dependencia está hecha de las simetrías y de las referencias entre situaciones homologas. Según esas simetrías y esas referencias esculpe la energía sus actos y moldea sus gestos. Así, los verdaderos parentescos de instantes estarían adaptados a los verdaderos parentescos de las situaciones del ser. Si a toda costa se quisiera construir una duración continua, ésta sería siempre una duración subjetiva, y los instantes-vida siempre se referirían en ella a las series homologas. Un paso más y, habiendo partido de esa homología o de esa simetría de instantes en grupo, llegaremos a esa idea de que — aprehendida siempre de manera indirecta— la duración sólo tiene fuerza por su progreso. Es el perfeccionamiento, sin duda muy pequeño, pero que resulta lógicamente innegable y es suficiente para introducir una diferenciación en los instantes y, por consiguiente, para introducir el elemento de una duración. Mas de ese modo nos percatamos de que esa duración no es otra cosa que la expresión de un progreso dinámico. Yentonces, nosotros, que lo hemos reducido todo al dinamismo, diremos simple y sencillamente que, de existir, la duración continua es la expresión del progreso.[7] Entonces se comprende que se pueda aplicar directamente al grupo de los instantes reunidos mediante cronotropismos activos una escala de perfección. Por una extraña reciprocidad, se puede estar seguro de la marcha del Tiempo poique hay un progreso en el sentido estético, moral o religioso. Los instantes son distintos porque son fecundos. Y no son fecundos por virtud de los recuerdos que puedan actualizar, sino antes bien por el hecho de que a ellos se agrega una novedad temporal convenientemente adaptada al ritmo de un progreso. Pero es en los problemas más simples o más simplificados donde tal vez se reconozca mejor esa ecuación entre la duración pura y el progreso; es allí donde comprenderá mejor la necesidad asentar en la cuenta del tiempo valor esencial de renovación. tiempo sólo dura inventando. se de su El Con objeto de simplificar el elemento temporal, también Bergson parte de una melodía; pero en vez de subrayar que una melodía sólo tiene sentido por la diversidad de sus sonidos, en vez de reconocer que el sonido mismo posee una vida diversa, eliminando esa diversidad entre los sonidos y en el propio interior de un sonido, trata de demostrar que, en última instancia, se llega a la uniformidad. En otras palabras, quitando la materia sensible del sonido se encontraría la uniformidad del tiempo fundamental. En nuestra opinión, por esa vía sólo se alcanza la uniformidad de la nada. Si examinamos un sonido que objetivamente sea lo más sencillo posible, veremos que subjetivamente ese sonido llano no es uniforme. Es imposible mantener un sincronismo entre el ritmo de la excitación y el ritmo de la sensación. A la menor experiencia reconoceremos que la perfección del sonido no es una simple conminación, que las vibraciones no pueden tener un papel idéntico puesto que no tienen el mismo sitio. De suerte que un sonido prolongado sin variación es una verdadera tortura, como lo ha señalado sutilmente Octave Mirbeau. En todos los campos encontraríamos · la misma crítica de lo uniforme, pues la repetición pura y simple tiene efectos similares en el mundo orgánico y en el mundo inorgánico. Esa repetición demasiado uniforme es el principio de ruptura para la materia más dura que acaba por romperse bajo ciertos esfuerzos rítmicos monótonos. Desde ese momento, ¿cómo podríamos hablar con Bergson, siguiendo la psicología de la sensación acústica, «de una continuación de loque precede en lo que sigue», de «la transición ininterrumpida, multiplicada sin diversidad» y de la «sucesión sin separación», cuando basta con prolongar el sonido más puro para que cambie de carácter? Pero incluso sin considerar el sonido que, por su prolongación, constituye un dolor, dejando al sonido su valor musical, debemos reconocer que, en una prolongación medida, ¡se renueva y canta! Cuanta más atención se presta a una sensación al parecer uniforme, más se diversifica. Verdaderamente equivale a ser víctima de una abstracción imaginar una meditación que simplificara un elemento sensible. La sensación es variedad, es la única memoria que uniforma. Entre Bergson y nosotros mismos siempre hay pues la misma diferencia de método; él considera el tiempo pleno de acaecimientos en el nivel mismo de la conciencia de los acaecimientos, luego borra poco a poco esos acaecimientos o la conciencia de los acaecimientos; según cree, llegaría entonces al tiempo sin acaecimientos, o a la conciencia de la duración pura. En cambio, nosotros sólo podemos sentir el tiempo multiplicando los instantes conscientes. Si nuestra pereza relaja nuestra meditación, sin duda pueden quedar todavía suficientes instantes enriquecidos por la vida de los sentidos y de la carne para que aún tengamos el sentimiento más o menos vago de que duramos; mas si queremos aclarar ese sentimiento, por nuestra parte sólo hallamos esa claridad en una multiplicación de los pensamientos. Para nosotros la conciencia del tiempo es siempre una conciencia de la utilización de los instantes, siempre activa, nunca pasiva; en resumen, la conciencia de nuestra duración es la conciencia de un progreso de nuestro ser íntimo, por lo demás, aunque ese progreso sea efectivo, fingido o incluso simplemente soñado. El complejo organizado así en progreso es entonces más claro y más simple, el ritmo muy renovado más coherente que la repetición pura y simple. Además, si en seguida llegamos —mediante una construcción sapiente— a la uniformidad en nuestra meditación, nos parece que es entonces una conquista más, pues hallamos esa uniformidad en un ordenamiento de los instantes creadores, por ejemplo, en uno de esos pensamientos generales y fecundos que tienen bajo dependencia suya mil pensamientos ordenados. La duración es por tanto una riqueza, no se encuentra por abstracción. Su trama se construye poniendo uno tras otro —de nuevo sin que se toquen— instantes concretos, ricos en novedad consciente y sumamente mesurada. La coherencia de la duración es la coordinación de un método de enriquecimiento. No se puede hablar de una uniformidad pura y simple, como no sea en un mundo de abstracciones, en una descripción de la nada. No es por el lado de la simplicidad sino por el de la riqueza por donde hay que llegar al límite. En nuestra opinión, la sola duración uniforme real es una duración uniformemente variada, una duración progresiva. III Si a estas alturas de nuestra exposición se nos pidiera marcar con una etiqueta filosófica la doctrina temporal de Roupnel, diríamos que esa doctrina corresponde a uno de los fenomenismos más claros que existen. Y en efecto, decir que, como sustancia, sólo el tiempo cuenta para Roupnel equivaldría a caracterizarla muy deficientemente pues, en Siloé, el tiempo siempre se considera al mismo tiempo como sustancia y como atributo. Así se explica esa curiosa trinidad sin sustancia que hace que la duración, el hábito y el progreso se hallen siempre en perpetuo intercambio de efectos. Cuando se ha comprendido esa perfecta ecuación de los tres fenómenos del devenir, se da uno cuenta de que sería injusto lanzar aquí una acusación de círculo vicioso. Sin duda, si partiéramos de las intuiciones comunes, fácilmente se objetaría que la duración no puede explicar el progreso puesto que el progreso reclama la duración para desarrollarse, además de objetarse que el hábito no puede actualizar el pasado puesto que el ser no tiene modo de conservar un pasado inactivo. Mas el orden no es ninguna prueba contra la unidad intuitiva que vemos aclararse al meditar en Siloé. Y en efecto, no se trata de clasificar realidades, sino de hacer comprender los fenómenos reconstruyéndolos de múltiples maneras. Como realidad, sólo hay una: el instante. Duración, hábito y progreso sólo son agrupamientos de instantes, de los más simples de los fenómenos del tiempo. Ninguno de esos fenómenos puede tener un privilegio ontológico. Por tanto, somos libres de leer su relación en ambas direcciones, de recorrer el círculo que los vincula en ambos sentidos. La síntesis metafísica del progreso y de la duración conduce a Roupnel, al final del libro, a garantizar la Perfección inscribiéndola en el corazón mismo de la Divinidad que nos dispensa el Tiempo. Roupnel permanece largo tiempo con un alma en espera. Pero, al parecer, Roupnel hace de esa propia espera un conocimiento. En una fórmula sorprendente de humildad intelectual, nos indica que la trascendencia de Dios se moldea en la inmanencia de nuestro deseo: «Cuando percibimos, lo inconocible ya no es fuera de nuestros alcances sino la causa que lo explica o cuando menos la forma en que se oculta».[8]Nuestros deseos, nuestras esperanzas y nuestro amor dibujarían por tanto desde fuera al Ser supremo... La luz pasa entonces de la razón al corazón: "¡El Amor! ¿Qué otra palabra podría venir así a dar una envoltura verbal adaptada de nuestras espiritualidades a la íntima concordancia que compone la naturaleza de las cosas, y al ritmo grave y grande que realiza el Universo entero?"[9] Sí, para que los instantes hagan la duración, para que la duración haga el progreso, sobre el propio fondo del tiempo se habrá de inscribir al Amor... Leyendo esas páginas amantes, se siente al poeta de nuevo en marcha hacia el origen íntimo y misterioso de su propia Siloé... Que cada cual siga entonces su camino. Puesto que nos hemos permitido tomar del libro lo que era para nuestro propio espíritu la ayuda más eficaz, indiquemos pues que, por nuestra parte, antes bien perseguimos nuestro sueño hacia un esfuerzo donde encontramos el carácter racional del amor. En nuestra opinión, los caminos del progreso íntimo son los caminos de la lógica y de las leyes generales. Un buen día nos percatamos de que los grandes recuerdos de un alma, los que dan a un alma su sentido y su profundidad, están en vías de ser racionales. Sólo se puede llorar mucho tiempo a un ser al que es racional llorar. Entonces es la razón estoica la que consuela al corazón sin pedirle olvido. En el amor mismo, lo singular siempre es pequeño, permanece anormal y aislado: no puede tener cabida en el ritmo regular que constituye un hábito sentimental. En torno a esos recuerdos de amor se podrá poner todo lo particular que se quiera, el seto de espinos o el pórtico de flores, la noche de otoño o el amanecer de mayo. El corazón sincero es siempre el mismo. La escena puede cambiar, pero el actor sigue siendo idéntico. En su novedad esencial, la alegría de amar puede sorprender y maravillar. Pero viviéndola en su profundidad se le vive en su sencillez. Los caminos de la tristeza no son menos regulares. Cuando un amor perdió su misterio perdiendo su porvenir, cuando cerrando el libro brutalmente el destino detuvo la lectura, se reconoce en el recuerdo, bajo las variaciones del lamento, el tema tan claro, simple y general del sufrimiento-humano. Con un pie en el sepulcro, Guyau decía aún en un verso de filósofo: Le bonheur le plus doux est celui qu 'on espere. [La felicidad más dulce es la que se espera.] Al cual responderemos nosotros evocando Le bonheur le plus pur, celui qu 'on a perdu. [La felicidad más pura, la que se ha perdido.] Sin duda, nuestra opinión es una opinión de filósofo y tendrá en su contra toda la experiencia de los novelistas. Pero no podemos evitar la impresión de que la riqueza de caracteres singulares y con frecuencia heteróclitos coloca a la novela en una atmósfera de realismo ingenuo y fácil que, en resumidas cuentas, no es sino una forma primitiva de la psicología. En cambio, desde nuestro punto de vista, la pasión es tanto más variada en sus efectos cuanto que es más simple y más lógica en sus principios. Una fantasía nunca tiene duración suficiente para totalizar todas las posibilidades del ser sentimental. Y precisamente no es sino una posibilidad, cuando mucho un ensayo, un ritmo jadeante. En cambio, un amor profundo es una coordinación de todas las posibilidades del ser, pues es en esencia una referencia del ser, un ideal de armonía temporal en que el presente se ocupa sin cesar en preparar el porvenir. Es a la vez una duración, un hábito y un progreso. Para fortalecer el corazón, es preciso aunar la moral a la pasión, es necesario hallar las razones generales para amar. Así se comprende el alcance metafísico de las tesis que van en busca de la fuerza misma de coordinación temporal, en la simpatía y la preocupación. El tiempo se prolonga y dura en nosotros porque amamos y sufrimos. Medio siglo antes de las tesis hoy célebres, Guyau ya había reconocido que la memoria y la simpatía tienen... en el fondo el mismo origen».[10] Había demostrado que el Tiempo es en esencia afectivo: «La idea de pasado y porvenir», decía hondamente, «no sólo es condición necesaria de todo sufrimiento moral; en cierto modo es su principio».[11] Llenamos nuestro tiempo como llenamos nuestro espacio mediante el simple cuidado que tomamos en nuestro porvenir y mediante el deseo de nuestra propia expansión. De ese modo, en nuestro corazón y nuestra razón, el ser corresponde al Universo y reclama la Eternidad. Como dice Roupnel en una frase que consignamos en su redacción primitiva: Allí radica el genio de nuestra alma ávida de un espacio sin fin, hambrienta de una elucubración sin límites, sedienta do Ideal, obsesionado, por el Infinito, cuya vida es la inquietud de otro lugar perpetuo y cuya naturaleza no es sino el largo tormento de una expansión a todo el Universo. Así, por el propio hecho de, que vivimos, por el hecho mismo de que amamos y sufrimos, nos vemos adentrados por los caminos de lo universal y de lo permanente. Si nuestro amor queda a veces sin fuerza, con frecuencia es porque somos víctimas del realismo de nuestra pasión. Vinculamos nuestro amor a nuestro nombre, cuando es la verdad general de un alma; no queremos vincular en un conjunto coherente y racional la diversidad de nuestros deseos, aunque sólo son eficaces si se completan y se relevan. Si tuviéramos la prudencia de escuchar en nosotros mismos la armonía de lo posible, reconoceríamos que los mil ritmos de los instantes aportan en nosotros realidades tan exactamente complementarias que debemos comprender el carácter finalmente racional de los dolores y de las alegrías puestas en el origen del Ser. Un sufrimiento se vincula siempre a una redención, una alegría a un esfuerzo intelectual. Todo se duplica en nosotros mismos cuando queremos tomar posesión de todas las posibilidades de la duración: Si usted ama —dice Maeterlinck—, ese amor no es parte de su destino; lo que modificará su vida es la conciencia de sí que habrá hallado en el fondo de ese amor. Si lo han traicionado, lo que importa no es la traición; es el perdón que la traición hizo nacer en su alma y es la naturaleza, más o menos general, más o menos elevada, más o menos pensada de ese perdón lo que orientará su existencia hacia el lado apacible y más claro del destino, donde usted se verá mejor que si lo hubieran sido fieles. Pero si la traición no aumentó la simplicidad, la confianza más alta, la extensión del amor, entonces lo habrán traicionado inútilmente y podrá usted decir que no ha pasado nada. [12] razón suficiente para la unión de los instantes. En otras palabras, en las fuerzas del mundo sólo hay un principio de continuidad: la permanencia de las condiciones racionales, de las condiciones del éxito moral y estético. Esas condiciones rigen el corazón como rigen el espíritu. Son ellas las que determinan la solidaridad de los instantes en movimiento. La duración íntima siempre es la sensatez. Lo que coordina el mundo no son las fuerzas del pasado, sino la armonía enteramente en tensión que ha de realizar el mundo. Se puede hablar de una armonía preestablecida, pero no puede ser una armonía preestablecida en las cosas; sólo hay acción medíante una armonía preestablecida en la razón. Toda la fuerza del tiempo se condensa en el instante innovador en que la vista se abre, cerca de la fuente de Siloé, bajo el toque de un divino redentor que nos da en un solo movimiento la alegría y la razón, y el modo de ser eternos mediante la verdad y la bondad. Cómo expresar mejor que el ser sólo puede conservar del pasado lo que sirve a su progreso, lo que puede entrar en un sistema racional de simpatía y de afecto. Sólo dura lo que tiene razones para durar. La duración es así el primer fenómeno del principio de razón suficiente para la unión de los instantes. En otras palabras, en las fuerzas del mundo sólo hay un principio de continuidad: la permanencia de las condiciones racionales, de las condiciones del éxito moral y estético. Esas condiciones rigen el corazón como rigen el espíritu. Son ellas las que determinan la solidaridad de los instantes en movimiento. La duración íntima siempre es la sensatez. Lo que coordina el mundo no son las fuerzas del pasado, sino la armonía enteramente en tensión que ha de realizar el mundo. Se puede hablar de una armonía preestablecida, pero no puede ser una armonía preestablecida en las cosas; sólo hay acción mediante una armonía preestablecida en la razón. Toda la fuerza del tiempo se condensa en el instante innovador en que la vista se abre, cerca de la fuente de Siloé, bajo el toque de un divino redentor que nos da en un solo movimiento la alegría y la razón, y el modo de ser eternos mediante la verdad y la bondad. Conclusión El ser entregado a la razón encuentra fuerzas en la soledad. Posee en sí los medios de corregirse. Tiene para sí la eternidad de lo cierto sin la carga ni la custodia de la experiencia pasada. Con toda razón decía Jean Guéhenno (Habla Caliban): «La razón, esa extraña sin memoria y sin herencia, que siempre quisiera recomenzarlo todo», pues en verdad, mediante la razón, todo puede empezar de nuevo. El fracaso es tan sólo una prueba negativa, el fracaso es siempre experimental. En el terreno de la razón, basta con relacionar dos temas oscuros para que se produzca la claridad de la evidencia. Entonces se hace una novedad fecunda con lo antiguo mal comprendido. De haber un eterno retorno que sostenga al mundo, es el eterno retorno de la razón. No es por el lado de esa inocencia racional por donde Roupnel busca los caminos de la redención del ser. Roupnel encuentra en el Arte un medio adaptado más directamente a los principios mismos de la creación. Y de las páginas que llegan al centro mismo de la intuición estética, nos trae a esa frescura del alma y de los sentidos que renueva la fuerza poética. Es el Arte lo que nos libera de la rutina literaria y artística... El nos cura de la fatiga social del alma y rejuvenece la percepción gastada. El restituye a la expresión envilecida el sentido activo y la representación realista. El devuelve la verdad a la sensación y la probidad a la emoción. El nos enseña a valemos de nuestros sentidos y de nuestras almas corno si nada hubiera depravado aún su vigor o estropeado su clarividencia. El nos enseña a ver y a escuchar el Universo como si apenas tuviéramos ahora la revelación sana y repentina de sí. El trae ante nuestra mirada la gracia de una Naturaleza que despierta. Él nos entrega los momentos encantadores de la mañana primigenia resplandecientes de creaciones nuevas. El nos devuelve, por decirlo así, al hombre maravillado que escuchó nacer las voces en la Naturaleza, que asistió a la aparición del firmamento y ante el cual se levantó el Cielo como un Desconocido.[1] Pero, una vez más, si el Arte, como la Razón, es soledad, he aquí que la Soledad es el propio Arte. Después del sufrimiento, se nos devuelve «a la altiva soledad de nuestro corazón... y entonces, nuestra alma, que ha roto las infames cadenas, vuelve a su templo subterráneo». Y Roupnel agrega: El arle es la escucha de esa voz interior. El nos trae el murmullo escondido. El es la voz de la conciencia sobrenatural que reside en nosotros sobre el fondo inalienable y perpetuo. El nos devuelve al sitio primordial de nuestro Ser y al lugar inmenso donde estamos en el Universo entero. Nuestra parcela miserable cobra allí su grado universal y nos entrega la autoridad que él detenta. Triunfador sobre todos los temas discontinuos que separan al Ser y componen al Individuo, el Arte es el sentido de Armonía que nos restituye al suave ritmo del Mundo y nos devuelve al infinito que nos llama. Todo en nosotros es entonces participante, del ritmo absoluto donde se desarrolla el fenómeno completo del Mundo. Entonces, todo en nosotros se somete a las supremas directivas, todo se aclara para las clarividencias íntimas. Las luces cobran su significado mensajero. Las líneas despliegan la gracia de una asociación misteriosa a los acordes infinitos. Los sonidos desarrollan su melodía en la voz interior en que canta el Universo entero. Un amor vehemente, una simpatía universal nos busca el corazón y quiere vincularnos al alma que tiembla en toda cosa. El Universo que cobra su belleza es el Universo que cobra su sentido; y las imágenes en desuso que le atribuimos caen del rostro absoluto que surge del misterio.[2] Creemos que, en el origen de esa redención contemplativa, hay una fuerza que nos permite aceptar en un solo acto la vida con todas sus contradicciones íntimas. Y situando la nada absoluta en los dos bordes del instante, Roupnel tenía que ser llevado a una intensidad de conciencia tal que, mediante un súbito resplandor, toda la imagen de un destino era legible en el acto mismo del espíritu. La causa profunda de la melancolía roupneliana tal vez obedezca a esa necesidad metafísica: En un mismo pensamiento debemos hacer caber el lamento y la esperanza. Síntesis sentimental de los contrarios, así es el instante vivido. Por lo demás, podemos invertir el eje sentimental del tiempo y situar la esperanza en un recuerdo cuya frescura restituimos en nuestro ensueño. En cambio, contemplando el porvenir podemos desalentarnos porque, en determinados instantes, por ejemplo en la cúspide de la edad, nos damos cuenta de que no podemos posponer más para el mañana la custodia de nuestras esperanzas. La amargura de la vida es el lamento de no poder esperar, de no oír más los ritmos que nos solicitan para tocar nuestra parle en la sinfonía del devenir. Es entonces cuando el «lamento sonriente» nos aconseja invitar a la Muerte y aceptar, como una canción de cuna, los ritmos monótonos de la Materia. En esa atmósfera metafísica es donde nos gusta situar a Siloé; con esa interpretación personal nos gusta releer esa obra extraña. Ella nos habla entonces en la fuerza y la tristeza porque es verdad y valor. Y en efecto, en esa obra amarga y tierna la alegría es siempre una conquista; la bondad rebasa por sistema la conciencia del mal, porque la conciencia del mal es ya el deseo de la redención. El optimismo es voluntad incluso cuando el pesimismo es conciencia clara. ¡Asombroso privilegio de la intimidad! El corazón humano es en verdad la mayor fuerza de coherencia en las ideas opuestas. Leyendo Siloé, claramente nos dábamos cuenta de que, con nuestro propio comentario, aportábamos nuestra parte de graves contradicciones; pero al punto la simpatía por la obra nos alentaba a tener confianza en las lecciones que sacábamos de nuestros propios errores. Por eso es Siloé un bello libro humano. En vez de enseñar, evoca. Como obra de la soledad, es una lectura de solitario. Encontramos el libro como nos encontramos entrando en nosotros mismos. Si el lector lo contradice, le responde. Si lo sigue, lo impulsa. Apenas cerrado renace va el deseo de volver a abrirlo. No bien ha callado cuando ya en el alma que lo ha comprendido le responde un eco. IV. Instante poético e instante metafísico[*] I LA POESÍA es una metafísica instantánea. En un breve poema, debe dar una visión del universo y el secreto de un alma, un ser y unos objetos, todo al mismo tiempo. Si sigue simplemente el tiempo de la vida, es menos que la vida; sólo puede ser más que la vida inmovilizando la vida, viviendo en el lugar de los hechos la dialéctica de las dichas y de las penas. Y entonces es principio de una simultaneidad esencial en que el ser más disperso, en que el ser más desunido conquista su unidad. Mientras todas las demás experiencias metafísicas se preparan en prólogos interminables, la poesía se niega a los preámbulos, a los principios, a los métodos y a las pruebas. Se niega a la duda. Cuando mucho necesita un preludio de silencio. Antes que nada, golpeando contra palabras huecas, hace callar la prosa o el canturreo que dejarían en el alma del lector una continuidad de pensamiento o de murmullo. Luego, tras las sonoridades huecas, produce su instante. Y para construir un instante complejo, para reunir en ese instante gran número de simultaneidades, destruye el poeta la continuidad simple del tiempo encadenado. Así, en todo poema verdadero se pueden encontrarlos elementos de un tiempo detenido, de un tiempo que no sigue el compás, de un tiempo al que llamaremos vertical para distinguirlo de un tiempo común que corre horizontalmente con el agua del río y con el viento que pasa. De allí cierta paradoja que es preciso enunciar con claridad: mientras que el tiempo de la prosodia es horizontal, el tiempo de la poesía es vertical. La prosodia sólo organiza sonoridades sucesivas; rige cadencias, administra fugas y conmociones, ron frecuencia, ¡ay!, a contratiempo. Aceptando las consecuencias del instante poético, la prosodia permite acercarse a la prosa, al pensamiento explicado, a los amores tenidos, a la vida social, a la vida corriente, a la vida que corre, lineal y continua. Mas todas las reglas prosódicas son sólo medios, viejos medios. El fin es la verticalidad, la profundidad o la altura:, es el instante estabilizado en que, ordenándose, las simultaneidades demuestran que el instante poético tiene perspectiva metafísica. El instante poético es entonces necesariamente complejo: conmueve, prueba —invita, consuela—, es sorprendente y familiar. En esencia, el instante poético es una relación armónica de dos opuestos. En el instante apasionado del poeta hay siempre un poco de razón; en la recusación razonada queda siempre un poco de pasión. Las antítesis sucesivas gustan al poeta. Mas para el encanto, para el éxtasis, es preciso que las antítesis se contraigan en ambivalencia. Entonces surge el instante poético... El instante poético es cuando menos conciencia de una ambivalencia. Pero es más, porque es una ambivalencia excitada, activadinámica. El instante poético obliga al ser a valuar o devaluar. En el instante poético, el ser sube o baja, sin aceptar el tiempo del mundo que reduciría la ambivalencia o la antítesis y lo simultáneo a lo sucesivo. Esa relación de la antítesis o de la ambivalencia se verificará fácilmente si se está dispuesto a comulgar con el poeta, quien, con toda evidencia, vive en un instante ambos términos de sus antítesis. Al segundo término no lo llama el primero. Ambos términos nacieron juntos. Desde ese momento se encontrarán los verdaderos instantes poéticos de un poema en todos los puntos en que el corazón humano pueda invertir las antítesis. De una manera más intuitiva, la ambivalencia bien urdida se revela por su carácter temporal: en vez del tiempo masculino y valiente que se lanza y que rompe, en vez del tiempo suave y sumiso que lamenta y que llora, he aquí el instante andrógino. El misterio poético es un androginia. II Mas, ¿es tiempo todavía ese pluralismo de acontecimientos contradictorios encerrados en un solo instante? ¿Es tiempo toda esa perspectiva vertical que domina el instante poético? Sí, pues las simultaneidades acumuladas son simultaneidades ordenadas. Dan al instante una dimensión puesto que le dan un orden interno. Ahora bien, el tiempo es un orden v no otra cosa. Y todo orden es un tiempo. El orden de las ambivalencias en el instante es, por tanto, un tiempo. Yes ese tiempo vertical el que descubre el poeta cuando recusa el tiempo horizontal, es decir, el devenir de los otros, el devenir de la vida y el devenir del mundo. Estos son entonces los tres órdenes de experiencias sucesivas que deben desatar al ser encadenado en el tiempo horizontal. 1. Acostumbrarse a no referir el tiempo propio al tiempo de los demás; romper los marcos sociales de la duración. 2. Acostumbrarse a no referir el tiempo propio al tiempo de las cosas; romper los marcos fenoménicos de la duración. 3. Acostumbrarse —difícil ejercicio— a no referir el tiempo propio al tiempo de la vida: no saber si el corazón late, si la dicha surge; romper los marcos vitales de la duración. Entonces y sólo entonces se logra la referencia auto-sincrónica, en el centro de sí mismo y sin vida periférica. Toda la horizontalidad llana se borra de pronto. El tiempo no corre. Brota. III Para conservar o, mejor dicho, para recobrar ese instante poético estabilizado, hay poetas, como Mallarmé, que violentan directamente el tiempo horizontal, que invierten la sintaxis, que detienen o desvían las consecuencias del instante poético. Las prosodias complejas ponen guijarros en el arroyo para que las ondas pulvericen las imágenes fútiles, y para que los remolinos quiebren los reflejos. Leyendo a Mallarmé, de pronto se tiene la impresión de un tiempo recurrente que viene a acabar instantes acabados. Entonces se viven tardíamente los instantes que habrían tenido que vivirse: sensación ésta tanto más extraña cuanto que no participa en ningún lamento, en ningún arrepentimiento ni en ninguna nostalgia. Simple y sencillamente está hecha de un tiempo trabajado que a veces sabe poner el eco ante la voz y la negativa ante la confesión. Otros poetas más felices captan naturalmente el instante estabilizado. Como los chinos, Baudelaire ve la hora en el ojo de los gatos, la hora insensible en que la pasión es tan completa que desdeña realizarse: «En el fondo de sus ojos adorables veo siempre la hora claramente, siempre la misma, es una hora vasta, solemne, grande como el espacio, sin divisiones de minutos ni de segundos, una hora inmóvil que no marcan los relojes... [1] Para los poetas que así realizan el instante fácilmente, el poema no se desarrolla sino se trama, se teje de nudo en nudo. Su drama no se efectúa. Su mal tranquila. es una flor En equilibrio a la medianoche, sin esperar nada del soplo de las horas, el poeta se despoja de toda vida inútil; siente la ambivalencia abstracta del ser y del no ser. En las tinieblas ve mejor su propia luz. La soledad le brinda el pensamiento solitario, un pensamiento sin desviación, un pensamiento que se eleva y se apasiona exaltándose puramente. El tiempo vertical se eleva. A veces también se hunde. Para quien sabe leer El cuervo, medianoche nunca más suena horizontalmente. Suena en el alma bajando, bajando... Raras son las noches en que tengo el valor de bajar hasta el fondo, hasta la duodécima campanada, hasta la duodécima herida, hasta el duodécimo recuerdo... Entonces vuelvo al tiempo llano; encadeno, me reencadeno y vuelvo al lado de los vivos, vuelvo a la vida. Para vivir es preciso traicionar fantasmas... A lo largo de ese tiempo vertical —bajando— se escalonan las peores penas, las penas sin causalidad temporal, las penas agudas que traspasan un corazón por una nada, sin languidecer jamás. A lo largo del tiempo vertical —subiendo— se consolida el consuelo sin esperanza, ese extraño consuelo autóctono y sin protector. En pocas palabras, todo aquello que nos desliga de la causa y de la recompensa, todo aquello que niega la historia íntima y el deseo mismo, todo aquello que devalúa a la vez el pasado y el porvenir está allí, en ese instante poético. ¿Se desea un estudio de un pequeño fragmento del tiempo vertical? Que se tome el instante poético del lamento sonriente, en el momento mismo en que la noche duerme y estabiliza las tinieblas, en que las horas apenas respiran y en que la soledad por sí sola es ya un remordimiento. Los polos ambivalentes del lamento sonriente casi se tocan. La menor oscilación sustituye al uno por el otro. El lamento sonriente es por tanto una de las ambivalencias más sensibles de un corazón sensible. Pues bien, con toda evidencia se desarrolla en un tiempo vertical, puesto que ninguno de los dos momentos, ni la sonrisa ni el lamento, es su antecedente. Aquí, el sentimiento es reversible o, mejor dicho, la reversibilidad del ser está aquí sentimentalizada: la sonrisa lamenta y el lamento sonríe, el lamento consuela. Ninguno de los tiempos expresados sucesivamente es causa del otro, y por lo tanto es prueba de que están mal expresados en el tiempo sucesivo, en el tiempo horizontal. Pero aun así hay del uno al otro un devenir, devenir que no se puede experimentar sino verticalmente, subiendo, con la impresión de que el lamento se aligera, de que el alma se eleva y de que el fantasma perdona. Entonces en verdad florece la desdicha. De tal suerte que un metafísico sensible encontrará en el lamento sonriente la belleza formal de la desdicha. En función de la causalidad formal comprenderá el valor de desmaterialización donde se reconoce el instante poético. Nueva prueba ésta de que la causalidad formal se desarrolla en el interior del instante, en el sentido de un tiempo vertical, mientras que la causalidad eficiente se desarrolla en la vida y en las cosas, horizontalmente, agrupando instantes de intensidades diversas. Naturalmente, dentro de la perspectiva del instante se pueden experimentar ambivalencias de mayor alcance: «De muy niño sentí en el corazón dos sentimientos contradictorios: el horror por la vida y el éxtasis ante la vida».[2] Los instantes en que esos sentimientos se experimentan juntos inmovilizan el tiempo, pues experimentan juntos vinculados por el interés fascinante ante la vida. Llevan al ser fuera de la duración común. Y esa ambivalencia no se puede escribir en tiempos sucesivos como un vulgar balance de alegrías y de penas pasajeras. Opuestos tan vivos y tan fundamentales derivan de una metafísica inmediata. Su oscilación se vive en un solo instante, mediante éxtasis y caídas que incluso pueden oponerse a los acontecimientos: el mismo hastío de la vida llega a invadirnos en el gozo tan fatalmente como el orgullo en la desgracia. Los temperamentos cíclicos que en la duración habitual y siguiendo a la luna desarrollan estados contradictorios no ofrecen sino parodias de la ambivalencia fundamental. Sólo una psicología profunda del instante podrá darnos los esquemas necesarios para comprender el drama poético esencial. IV Por lo demás, es sorprendente que uno de los poetas que han captado con mayor fuerza los instantes decisivos del ser sea el poeta de las correspondencias. La correspondencia baudelairiana no es, corno muy frecuentemente se ha manifestado, una simple transposición que dé un código de analogías sensuales. Es una suma del ser sensible en un solo instante. Pero las simultaneidades sensibles que reúnen los perfumes, los colores y los sonidos no hacen más que preparar simultaneidades más lejanas y más profundas. En esas dos unidades de la noche y de la luz se encuentra la doble eternidad del bien y del mal. Por lo demás, lo que tienen de «vasto» la noche y la claridad no debe sugerirnos una visión espacial. La noche y la luz no se evocan por su extensión, por su infinito, sino por su unidad. La noche no es un espacio. Es una amenaza de eternidad. Noche y luz son instantes inmóviles, instantes oscuros o luminosos, alegres o tristes, oscuros y luminosos, alegres y tristes. Nunca el instante poético fue más completo que en ese verso donde se le puede asociar a la vez con la inmensidad del día y de la noche. Nunca se ha hecho sentir tan físicamente la ambivalencia de los sentimientos, el maniqueísíno de los principios. Meditando por ese camino se llega pronto a esta conclusión:toda moralidad es instantánea. El imperativo categórico de la moralidad nada tiene que ver con la duración. No tiene ninguna causa sensible, no espera ninguna consecuencia. Va directo y verticalmente por el tiempo de las formas y de las personas. El poeta es entonces guía natural del metafísico que quiere comprender todas las fuerzas de uniones instantáneas, el ímpetu del sacrificio, sin dejarse dividir por la dualidad filosófica burda del sujeto y del objeto, sin dejarse detener por el dualismo del egoísmo y del deber. El poeta anima una dialéctica más sutil. En el mismo instante, revela a la vez la solidaridad de la forma y de la persona. Demuestra que la forma es una persona y que la persona es una forma. La poesía es así un instante de la causa formal, un instante de la fuerza personal. Entonces se desinteresa de lo que rompe y de lo que disuelve, de una duración que dispersa «ecos. Busca el instante. Sólo necesita del instante. Crea el instante. Fuera del instante sólo hay prosa y canción. En el tiempo vertical de un instante inmovilizado encuentra la poesía su dinamismo específico. Hay un dinamismo puro de la poesía pura. Es el que se desarrolla verticalmente en el tiempo de las formas y de las personas. Introducción a la poética de Bachelard Jean Lescure No temo en absoluto a los que me ataquen sino a los que me defiendan. André Gide La poesía desconfía del discurso. De uno a otro instante procede mediante denominaciones inmediatas. Sus razones son el hecho de sus comentaristas. Los encadenamientos que se le encuentran suceden a sus presencias. Las explicaciones que se le dan son incapaces de revelarla. ¿Cómo acercarse a ella por otro medio distinto de sí misma y libre de lo que consideramos sus oscuridades? Caídos ya los cohetes surrealistas y remitidos a un erotismo de bazar los extravíos abismales, la poesía todavía se interroga sobre lo que puede ser. ¿Qué son esas imágenes que crea y que rehuyen a la pintura? Creerlas visibles y creer las descripciones de lo visible extravió a pintores buenos en productos ingenuos de la imaginación. ¿No es identificarlas con la música perderse lo que porta significados en las palabras que hay en ellas? Mas, desde luego, ¿quién pensaría en igualar con el poema esos significados, por conmovedores o por gloriosos que fueran? Ese objeto cargado de sentidos parece impaciente de recusarlos. Se ve actuar en él una resistencia al significado que lo mantiene muy cerca del silencio de las estatuas. Quiere ser a la vez omnipresente y estar a punto de ser. Jamás transformado por el tiempo que pasa en sus consecuencias, parecería que se extenuara en negarlas y que ello tal vez equivaliera a negarse a sí mismo. Y sin embargo, ese objeto del lenguaje no se niega sino para darse, renaciendo siempre, secreto y evidente, igual a sí mismo en cada uno de sus instantes. Poco es lo que vivimos cada instante de lo que nos propone el instante. Y sin embargo, todo lo que de él vivimos es el propio instante. Es preciso imbuirnos de «la total igualdad del instante presente y de la realidad». Escribo estas frases, copio estas palabras que reunía Bachelard y todo a mi alrededor se amotinan cien frases más de las que estoy a punto de acordarme o que pienso que podría descubrir, tal vez la voz del filósofo que las pronunciaría, que oigo y que no oigo, que se apaga antes de sonar, que sólo puede aparecer aquí porque desapareció antes de hacerlo, estando en lo sucesivo absolutamente ausente, pero en mis sueños locamente a punto de ser, y permaneciendo con mil mundos en el confuso espino del que el presente sólo obtiene a fin de cuentas poca cosa. Bachelard tuvo el placer de transcribir las bellas frases de Roupnel: El instante que acaba de escapársenos es la propia muerte inmensa a la que pertenecen los mundos abolidos y los firmamentos extintos. Y, en las propias tinieblas del porvenir, lo ignoto mismo y temible contiene tanto el instante que se nos acerca como los Mundos y los Cielos que se desconocen todavía. Por simple que sea, por replegado que a veces pueda estar sobre la vacilación de una sola palabra (cómo se ve que la poesía logra constreñirlo), el instante sin embargo se hincha con esa investidura de su claridad por tantas sombras o por tantas penumbras. Cosas que no puedo nombrar no obstante parecen manifestarse en él al menos mediante el sentimiento que tengo de una cercana presencia. La vida me concede el feliz poder de transformar en acto, casi a discreción, una posibilidad pura cuya pureza no altera ese poder. Por lo que adviene y que un instante antes aún no era, cada instante puedo hacer saber que hay posibilidad y que esa posibilidad provoca en mí cierta conciencia instantáneamente presente, mientras que él me dispone de mil maneras a convocar su advenimiento. Y sin embargo, no me valgo de ese poder, no uso ese poder; todo el placer que da obedece a que siempre se mantiene en reserva. Sé que está allí y que a su primera sacudida vendrán las palabras, de la conciencia, del ser. Suele suceder que engañe yo a mi ensueño. Cuando me obliga a ceder y trato de contenerlo, siento que el nacimiento de las palabras se detiene largamente en el umbral donde su formación las haría a la vez surgir y morir, sustituyendo por el instante en que sobrevinieron quién sabe qué otro instante que las borra, cuya figura dibujarán en un momento otras palabras. Si mantengo su continuación, si no vacía de palabras al menos vacante de razonamientos y de discurso, esos instantes se llenan de colores y de sonidos, incluso tal vez de fonemas que los designan vagamente: el cielo claro de la mañana en mi ventana los fija, sin que aparezca la palabra, cielo, las tejas viejas del techo cercano, el vuelo de los martinetes, el piar de los gorriones... Demasiado cerca de la agresión de lo visible, las palabras que se me ocurrirían se intimidan y se borran. ¿Hacia dónde me llevan tantas presencias diversas? Nada en principio parece destinarlas a componer un conjunto coherente o memorable. Y sin embargo el placer de un instante tal vez las alie de manera indisoluble, como, posteriormente, quizás me lo revele el sabor de una magdalena que, yo también, puedo vincular a él. Por el momento, se me remite al silencio. Una pura amenaza de ser inviste una sombra de conciencia. El hombre parte de su soledad, del umbral de su soledad. Vivir sólo lo saca de ella para arrojarlo de nuevo en ella. Mas cierta impaciencia de ser se superpone a esa invasión. Tal vez en las propias cosas, cuando no las considero, cierta manera que tienen de avisarme, de avisarse, cierta distracción, que oponen al adormecimiento de mi conciencia, responda a la excitación que me viene del nacimiento de una vida pensativa que se forma en mí sin que yo tenga bien a bien el sentimiento de ser su autor. Me siento como un lugar donde fuera contemporáneo del mundo. Y de tanto que ese mundo me apremia, en esa conciencia de azul o de viento o de canciones que soy, ya no sé ni quién es él ni quién soy yo. Pensamientos se encadenan así, sin que yo los dirija. Quiero descifrarlos. Leería a un mundo abierto si supiera desenredar pensamiento y cosas enmarañadas. No necesariamente es el más próximo de esos pensamientos, o ideas, el que se vincula al que muere y le sucede. ¿Qué sentido puede tener realmente aquí la noción de proximidad? Antes de aparecer, la idea que va a venir está inconmensurablemente lejos de la que en un momento parecerá haberla suscitado. Una distancia absoluta separa lo que es de lo que no es. Sólo por su sucesión, y por el encadenamiento que nos ingeniaremos para verificar entre ellas, concluiremos sobre su proximidad. Pero alguna otra, que no me parece seguir en el instante mismo y que nada habrá de despertar antes de mucho tiempo, he aquí que, en unos años, aparecerá y se asociará a la primera, resultando a su vez estar muy próxima. Tan próxima tal vez que ingenuamente podremos preguntarnos si no es la misma o por qué antes no pensamos en ella. ¿Y qué armonía podría haber así entre las cosas mismas para que, desde tan lejos, parezcan solicitar a la razón acogerlas en su vasta coherencia? A no ser que las cosas y el espíritu sean tan distintas y que un solo instante nos dé unas y otras a la vez. A no ser que la razón opere misteriosamente una interminable reunión en las fragmentaciones de ser cuyo teatro y cuyo actor soy y procese en ella «la armonía por entero en tensión que el mundo va a realizar». "¡Ah! —decía sonriendo Bachelard a una entrevistadora—, no vivo en el infinito porque nuestra morada no es el infinito». Sobre un «porvenir traicionado», sobre especies de ruinas, el filósofo se había propuesto construir su casa y su reposo. Su apuesta, que hoy los hechos verifican, es que sería habitable para los demás. La necesitaba terminada y actual, aquí y ahora. De Roupnel, cita: «El espacio y el tiempo sólo nos parecen infinitos cuando no existen». Y del tiempo, lo que existe nunca es sino el instante que vivimos. No podemos vivir de él otra cosa. Pero en él podemos vivir extrañeza y sorpresa, admiración y protesta, todas las cosas al mismo tiempo salvo pasado y futuro, reconocimiento y proyecto. Nada en él escapa a sí mismo ni se reduce a ninguna duración confusa y sin objeto. Todo se exalta ante la irremplazable presencia. A la cual le es preciso morir para renacer en otros objetos, igualmente pura. En ese tiempo entrecortado se alejan las Bellas ilusiones de una continuidad dada. ¿Cómo desposar sus olas? De algún modo está preso en una especie de sustancia a donde no se ve cómo iríamos a buscarlo. El orgullo de las nobles heredades se agota, son dudosos la constancia de una naturaleza o los imperativos de una astrología, y la orgullosa seguridad del saber se hace modesta. Todo lo que enliga al hombre lo paraliza o lo somete, le estorba o lo fataliza y se remite a la superstición. A la orilla de todo pensamiento vacila una noche futura que nos contiene, hasta de verla y de asirla. Sus secretos son falsos secretos. Aspira a revelarlos. A las luces sucesivas que en esa noche se enciendan se alumbrará la conciencia que nace en ese instante y morirá en él. Cada cosa nueva, cada pensamiento ganado, cada descubrimiento, cada iluminación, tirados hacia nosotros desde la confusión tenebrosa del porvenir, dan a todo el pasado un sentido que lo alimenta, lo organiza y lo anima. Si bien sólo en parte lo hace inteligible, no cesa de concederle una inteligencia viva, pronta a excitar nuevas salidas hacia nuevas sorpresas. Ella explica su invención de nuevas experiencias: los viajes de la exploración metódica. Su energía se recrea con que, volviendo su luz hacia el pasado, vaya a repercutir en él un futuro que tenía. Nuestra vida entera disfruta de su progreso. Avanza a cada instante, muy completa y desconocida, toda antigua y toda nueva. Más que respuestas al pasado, las señales que deja de sí misma son preguntas al futuro. A los ojos de un autor, un libro de antaño puede ser irritante y reclamar que se relea o simplemente se deseche. Se detiene en las frases que la imprenta fija. Sin embargo, el hombre que las escribió se ha adelantado. Volviéndose hacia ellas y girándolas, se da cuenta de que implicaban significados que ni siquiera concebía al escribirlas. Las releyó mucho tiempo sin descubrir en ellas más que el discurso que estimaba haber compuesto. Cada cual se encadenaba sólo con la que él le diera por siguiente. Una lógica que reconocía sacaba aquel rebaño de sí mismo. Pero que escriba otro libro y empezará a sorprenderse del primero. El nuevo libro ha modificado la lectura que hacía del precedente. Él lo comprende. Una conducta mantenida así durante toda una vida da en fin a las primeras intuiciones un contenido que no agotan. Que al contrario reaniman. Habría que leer a un autor a la inversa. Sus primeros libros al final, sus últimos al principio. Método singular. Que es preciso examinar. El mundo de las palabras es dudoso. Tan lleno de trampas como aquel cuya visibilidad garantiza largo tiempo al espíritu la evidente y simple realidad. Aprendimos a desconfiar de la apariencia. Quisimos creer en la autoridad del verbo revelado. Al parecer, necesitamos aprender a leer a la una y al otro. Mas las claves de la lectura son poco seguras. Quien se vale de las palabras y quien ingenuamente pensaba que sin gran dificultad se les somete al servicio de intenciones claras, empieza a saber que las palabras se resisten. O, antes bien, en las composiciones mismas que el espíritu piensa asignarles y en los encadenamientos en que cree mantenerlas, forman incontables combinaciones mediante las cuales escapan a sus intenciones. Enseñan significados involuntarios. Sorprenden. Se les considera. Se quiso decir una cosa y en efecto se dijo. Pero también se dijo otra. De la que claramente es preciso conceder a quien la oye que se encuentra en las palabras a las que interroga y no en el ensueño de su sola conciencia. Y no es que no proyecte en modo alguno sus sueños en los signos que hasta él llegan. Sino que no son sueños cualesquiera. Y los que en ocasión de esos signos figuran despertados singularmente ellos. son por Valéry no dejó de advertir a sus contemporáneos al respecto. Las hermenéuticas de hoy han despojado al autor de sus derechos a comprenderse para armarse de ellos exclusivamente. Lo cual es olvidar que en esos varios métodos de explicación de un texto, basados en la sospecha a la manera del psicoanálisis o del marxismo, o en una voluntad de «recolección» como la que describe Ricoeur, el autor puede conservar una clave considerable para descifrar su obra. Y es la de su proyecto. El modo de lectura que es el suyo es entonces el de la soledad en que se descubre como desconocido de sí mismo. Sigue siendo cierto que leemos a Racine como nunca se leyó a él mismo. Y suele suceder que, 10 o 20 años después, nosotros mismos nos asombremos de las frases que escribíamos y de los grupos de palabras en que pensábamos fijar significados de los que cuando menos nos parece extraño que, en aquel momento, no hayamos derivado las consecuencias que saltan a los ojos en una nueva lectura. Sin embargo parecen seguirse de acuerdo con un rigor casi matemático. ¿Cómo fue que no las vimos, disimuladas en las proposiciones que actualmente nos las revelan? Aquel momento no las portaba. El presente sí las contiene. Pero cambia de rostro toda una historia. Así, en sus últimos años Bachelard no leía sus primeros libros como los había escrito. A veces hablábamos de El psicoanálisis del fuego, que desempeña un papel importante tanto en el catálogo de su obra como en la cronología de su reflexión. Es la primera obra en que aparece el nombre de uno de los cuatro elementos a los cuales refirió en un principio su estudio de lo imaginario. Lleva así la carga de aunar a la descripción del agua, del aire y de la tierra el cuarto elemento del que se imaginan todas las cosas posibles. ¿Se puede consentir que ese elemento tenga menor importancia que los demás? ¿Habrá que distinguirlo en un libro donde su presencia se ha disimulado señalando que toda objetividad desmiente siempre el primer contacto con el objeto? Si antes que nada los ejes de la poesía y de la ciencia son inversos, si tiene razón Éluard, al que cita Bachelard: Ne faut pas voir la realité telle que je suis, [No hay que ver la realidad tal como soy,] ¿Es preciso ver en el Fuego y los ensueños que provoca sólo un obstáculo al conocimiento? El primer proyecto de Bachelard era, según se dice, exonerar a la ciencia de los extravíos de la psique. Claramente se siente lo que al respecto podía molestar al filósofo de la conciencia nocturna de la poesía. En el propio título de su obra. Y es que el psicoanálisis es enteramente diurno y social. Sometía su examen a la preocupación de librar a la conciencia científica de los fantasmas que la perturban. Había querido hacer de él, había hecho de él una crítica del conocimiento objetivo. Había querido mostrar que ese conocimiento afirmado como objetivo con suma frecuencia no es sino disfraz de una subjetividad, la proyección autorizada de ensueños prohibidos. A la que por tanto es conveniente exponer a una crítica rigurosa con el fin de «librarla tanto de sus filias como de sus fobias». Lo que mostraba claramente su examen de cierta química y de algunos tratados de flogística es que la materia de la ciencia mezclada con el ensueño de un alma no puede aspirar al rigor científico si no extravía el espíritu objetivo. Y tal vez parecía ya que, mal empleada, impidiera manifestarse a una realidad totalmente distinta. Era en efecto El psicoanálisis del fuego, libro en que paradójicamente se advierte al lector que leyéndolo «no enriquecerá en absoluto sus conocimientos», libro que, además de su crítica, se propone enseñar un método, el de la ironía que nos aplicamos a nosotros mismos, la que hace cuidar de creernos demasiado, que con gusto nos burlemos de sus poderes y de sus hallazgos y sin la cual «no es posible ningún progreso en el campo del conocimiento». Pero aquel método se abría hacia otros que habrían de devolver a su sitio a un psicoanálisis ingenuamente expansivo. Dos de las últimas obras de Bachelard llevan cada cual en primer plano una frase en que aparece la palabra método. La de La poética del ensueño está tomada de Laforgue: «Método, Método, ¿qué quieres de mí? Sabes bien que he probado el fruto de lo inconsciente». ¿Responde voluntariamente a Laforgue, y de qué modo, la segunda, que se lee en el manuscrito inédito de la introducción a La poética del fénix (redactada en agosto de 1962) y está tomada de Rimbaud?: "¡Nosotros te afirmamos, método! No olvidamos que ayer glorificaste todas nuestras épocas». ¿Habrá un método de lo inconsciente? O antes bien, si se quiere pasar a un inconsciente enteramente psicológico, ¿habrá un método de lo imaginario? Malicia y bondad se alían en Bachelard. Era en él una naturaleza. Tal vez. «La polémica me despierta», me dijo un día; «a pesar de todo soy un champanes que antes no se dejaba cerrar fácilmente el pico». Si hubiera que buscar un enunciado metódico a esas palabras, se encontraría en La filosofía del no en la siguiente forma: «La verdad es hija de la discusión..." Creo que en esa alianza de humores hay que ver, más que un temperamento, una sabiduría y lo que podría llamarse una naturaleza convertida. Quizás en sí misma y en la medida que se desee, pero transformada en valor asignado. Para Bachelard, la naturaleza nunca es muy interesante; «un complejo nunca es muy original», decía. Lo original está ante nosotros. Somos nosotros mismos refutados por nosotros mismos. Toda naturaleza que se ve opera en sí misma esa impugnación y esa transformación. Y también es un método. Para el espíritu decidido a esclarecerse, con el fin de librarse de su azar, toda acción se constituye en método. Toda decisión es una manera de ser. Proyecta recusar en sí el accidente y constituirse en hábito. Al mismo tiempo expresa en sí su permanencia y su progreso. Pues si el hábito es «la voluntad de empezar a repetirse», fuerza es ver que lo importante es la voluntad de repetir un principio, puesto que quién puede saber lo que uno mismo es antes que el fin permita en efecto definirlo. Imagino a Bachelard tender una trampa a su lector. Malicioso como cuando escribe: «Lo que echa a andar la locomotora es el silbato del jefe de estación»; bueno como cuando aconseja: "¿Quiere usted sentirse en calma? Respire suavemente ante la flama ligera que cumple en calma su trabajo de luz», donde se ve claramente que una función tan primordial como la respiración es método para el filósofo ocupado en trazar los caminos de una filosofía del reposo. —¡Ah, Método! Método por conquistar tanto como la vida sensata cuya conquista harás posible a tu vez, antes que nada debes comprometerte. Tú, filósofo, te sobresaltarás ante ese desdén de Laforgue por una organización tan necesaria, mientras que tú, poeta, triunfarás y con razón creerás hacerlo. Y sin embargo yo, «soñador de palabras, soñador de palabras escritas», arrastraré a ambos en la búsqueda metódica de lo imaginario no metódico. El método no es ningún libro de cocina. Es la vida misma. Tú, filósofo, aprenderás a escuchar al poeta, «fenomenólogo nato»; tú, poeta, deberás discernir las razones y los caminos difíciles por los que es posible apartar a la poesía de las escorias y las reminiscencias que la matan, y actuar de suerte que, «pese a la vida», un hombre sea poeta. Pues el poeta no nace, sino que se hace. Para lo cual se precisan armas poderosas. Nada de lo que somos nos es dado y todo lo que de humano somos es producto de una metamorfosis. Todo surgimiento de conciencia «repercute» en los profundos pasadizos donde se entenebra nuestro pasado, y todo nuevo instante proyecta su luz nueva sobre realidades jamás comprendidas cabalmente. En el propio acto se dibuja poco a poco un progreso que al punto hace aparecer al mundo y a mí mismo. Pero ese camino se enfrenta extrañamente a lo desconocido. Si es preciso «imbuirse de la total igualdad del instante presente y de la realidad», también lo es convencerse de que el hombre está solo, no consigo mismo, sino desolado de sí mismo, abandonado de sí mismo, aislado de su pasado por los bordes del instante en que lo encierra un tiempo desgarrado. Se desliga de sus funciones. Helo aquí heterogéneo, sin límites asignables, sin identidad aprensible. No es sino el «material neurótico» sobre el que opera el psicoanálisis «que puede hacernos creer que la energía psíquica es homogénea y limitada, y está vinculada a su función psicológica». ¿Quién podría, de manera enteramente seria, hacernos creer cuando se habla de Baudelaire que «el autor de sus poemas es hijo de su madre?" Poco peso tiene la psicología ante las conductas creadoras que califican al hombre para la fenomenología. Bachelard encuentra en los «principios de la fenomenología» el método que puede abrirnos la puerta de la «conciencia creante del poeta». ¿Cómo podría un filósofo «doblegar su orgullo para hacer obra de psicólogo?" El filósofo no renuncia tan fácilmente a su propia poética que consiste en afirmar valores. Para empezar, los de aquellas imágenes que el análisis fenomenológico nos presenta precisamente como de orígenes puros. Donde aparece que «la poesía es uno de los destinos de la palabra». Esta afirmación, que Bachelard pronunciaba al final de su vida, respondía exactamente a la pregunta que va en 1936, en La dialéctica de la duración, el filósofo de las ciencias que era se había visto inducido a plantear: "¿Tendrá el hombre un destino poético?" Pregunta escandalosa en sumo grado. Bachelard todavía no pensaba en el método fenomenológico cuando redactaba sus primeros libros. E incluso en las obras dedicadas a los elementos todavía aparece sólo en filigrana. Tal vez no se inclinaba aún por aquellas «imágenes» que, en vez de ser lo que extravía una búsqueda de conocimiento objetivo, antes que nada son «raíces de la realidad». «Por un privilegio único, se constituyen en imágenes verdaderas». Esta frase, en que la noción casi epistemológica de verdad viene a calificar el mundo imaginario, la escribirá apenas al final de su vida. Pero, ¿no es legible ya a lo largo de sus primeros libros? ¿Es posible reescribir un libro? Cuando pregunté a Malratxx por qué no retomaba la continuación de Los nogales de Altenburgo, destruida por los alemanes, me respondió: «Una obra de imaginación no vuelve a hacerse». Sin duda. La idea me pareció evidente. Largo tiempo pensé en ella. Me parecía que en efecto no se podía volver a hacer. Por próxima a la primera que esté la obra reiniciada, por semejante que se pretenda, no puede re-producirla, sólo alterarla. El propio recuerdo que pudiera conservar de ella amenazaría más bien con obstruirla y extraviarla. Sería preciso aceptar rio acordarse, dejar tal vez todas las oportunidades para otra obra... Pues, en efecto, no sería la misma, sino otra. «Una obra de imaginación no vuelve a hacerse». Aunque precisamente, ¿no sería ésa una nueva oportunidad? No de rehacer sino de hacer algo nuevo. De hacer de nuevo. Y además, en el caso de los libros de Bachelard, éstos son obras sobre la imaginación, incluso si la imaginación conspira en su elaboración. ¿Es o no posible operar diversos descubrimientos sobre un mismo tema, por más cercanos que estén unos de otros? Pues, al fin y al cabo, ¿no hay ejemplos de autores que han pasado la vida diciendo de mil maneras cosas muy semejantes y diferentes, como vemos que son todas las cosas del mundo? De suerte que no acogí corno una empresa absurda el sorprendente proyecto abrigado por Bachelard de ceder a las ganas de rehacer sus libros. Por el contrario, me parecía que podía entrar dentro de un método de la creación y que debía formar una especie de arte poético. En él se restituían al autor sus derechos a declararse el hermeneuta de sí mismo. ¿Que los críticos pretendían encerrarlo en lo que había dicho y remitirlo a sus enigmas? A ellos se remitía él antes que nadie. Ciertamente, menos para examinarlos que para experimentarlos. No tiene intención de explicarlos y de justificarlos. Antes bien, se negaría a hacerlo. Su hermenéutica es singular. No traduce unas palabras. Suscita otras nuevas. No descifra un sentido. Antes bien, agregaría sentido al sentido y enigma al enigma. Actúa de tal suerte que tanto el nuevo sentido provoca enigma como el antiguo enigma da sentido y viceversa. Se trata menos de un texto pasado que quiere poner al día que de un texto nuevo al que pretende constreñir a iluminar el antiguo con sus luces enigmáticas. En pocas palabras, su hermenéutica procede mediante descubrimientos, avanza y, método poético, profesa que es preciso ir: au fond de il inconnu pour trouver du nouveau. [al fondo de lo desconocido para hallar algo nuevo.] No se acepta con facilidad que un filósofo sea poeta Salvo al cabo de algún tiempo y electivamente en el caso de los presocráticos, cuyos fragmentos decepcionan a los rumiantes de los sistemas. Hay algo tranquilizante en la mueca que algunas personas hacen al decir de Bachelard: «Es un poeta», pensando desacreditar así su reflexión. Dándose cuenta de que no es desacreditarlo concederle un poder que toda su obra exalta, otras le niegan al mismo tiempo ser tanto filósofo como poeta. Entre dos sillas desaparece de la mesa de los profesores. Siendo inclasificable, en consecuencia tal vez no exista. Y, en efecto, tal vez no sea ni filosofo ni poeta en el sentido en que lo entienden los espíritus escolares. No escribe en verso. Razona. Enseña. Pero sueña. No hace confidencias sobre sus amores. Incluso afirmaría que escribir es ocultarse. Mas, ¿de quién es esta frase? «Antaño, en un antaño por los sueños misinos olvidado, la llama de una vela hacía pensar a los sabios». ¿No hace en cierto modo eco a: «Una vez, en una lúgubre medianoche, mientras me adormecía débil y fatigado sobre un muy curioso y raro volumen de saber olvidado...?" Que, desde luego, es de Mallarme, a quien nadie niega el título de poeta, ni siquiera cuando traduce a Poe, a quien igualmente nadie, etcétera. ¿Y pertenecen o no a la poesía gnómica estas frases que otras tantas páginas nos dan?: El hombre es una superficie para el hombre. Todo lo que miro me mira. En el agua dormida reposa el mundo. Qué caracol es la palabra rumor. Estoy solo y por tanto somos cuatro. Cuando respira la memoria son buenos todos los olores. Bajo su madera roja el armario es una almendra muy blanca. Imagino esta obra destruida y encontrada por fragmentos. Al punto se agregaría a esos presocráticos que están tan de moda. ¿Qué es entonces la poesía sino tal vez simplemente una combinación de palabras que poseen la singular propiedad de impedir al significado, o a los significados que de ella se siguen, abolir la figura sensible? «Lenguaje libre respecto de sí misma», también lo es respecto del sentido que porta. No es posible traducirlo ni trasponerlo, sin anularlo totalmente en otra figura. Y esa resistencia que la poesía opone a la función de comprender la hace enigmática. No es que su sentido no sea claro, lo que constituye un enigma, sino que no sea todo de ella misma. Al punto ha dejado ya de ser esencial y la realidad es la figura de las imágenes sonoras, a la que ya no dejamos de enfrentarnos en un cuerpo a cuerpo que recusa el abrigo de la distancia y la perspectiva del problema. La manera de leer la poesía es un mimologismo. Es preciso desposar la propia cosa; el objeto que compone las palabras no deja escapar de sí nada cuya fuerza no reforme al punto. Qué lenguaje tan extraño para un filósofo el que resiste a su sentido y aspira a una existencia distinta e insensata. En la lectura de un discurso lógico el espíritu va de argumento en argumento encadenado por los luego, los así y los por tanto. Sin embargo, es libre de interrumpir su curso para examinarlos, no sin mantener presente su sucesión. La continuidad instituida por esos eslabones que unen los momentos de la reflexión lo lleva a operaciones paralelas en que él mismo se complace en vincularse. Los fragmentos de esos discursos al punto hacen aparecer en sus bordes la ausencia de cadenas que los justifiquen. Han obrado a modo de atenuar los efectos de todo lo que el pensamiento tiene de espontáneo y de sorprendente, de suerte que toda proposición parece derivar de la anterior y propone la ilusión de una vasta unidad encontrada en un espacio de tiempo lo suficientemente largo para simular la duración inmóvil. ¿Habrá que convenir que, para un filósofo que medita en el desgarramiento del tiempo en cada uno de sus instantes, que quiere vivir el propio estallido en que el tiempo en-cada-uno-de-sus- instantes propone la evidente irrupción de la realidad, aun cuando razone, aun cuando introduzca en el tropel de surgimientos instantáneos la rigurosa perspectiva» de su proyecto, queda convencido de vivir y de morir en cada-uno-desus-instantes, cada uno de los instantes en que la realidad le entrega sus secretos? A cada «por consiguiente», podrán derivarse otras consecuencias a las que esta vez algo sin duda impide ser y permanecen desconocidas. Pero a las que tal vez otro tiempo, otras cosas en otra ocasión dejarán aparecer. Por eso propongo un método de lectura de Bachelard que sea un método de lo discontinuo, que sepa interrumpir cada instante el curso del razonamiento, superponerle las altas verticalidades de los instantes, que instantáneamente pueda exaltarse en el descubrimiento y hundirse en la repercusión profunda de su resplandor. En pocas palabras, que mantenga sin cesar esa obra futura. Es preciso saber ¿destruir y construir su orden vivido, leer al revés v al derecho, al azar y en todos sentidos, provocar sus sorpresas, ponerla en perspectivas inesperadas, tal vez de sí misma, leerla y releerla, y volver a releerla, indefinidamente como un poema que no se agota nunca en sus significados: «La literatura empieza con la segunda lectura». Desligada del discurso al que la plegaba la modestia del filósofo, leída en las emergencias de mil fragmentos reunidos, y más profundamente comprometida en sí misma, parece ser lo que es: un grande y numeroso poema gnómico. No juraría yo que Bachelard no haya escrito nunca versos. Ciertas palabras evasivas, acompañadas de un movimiento de la mano me permiten creer lo contrario. Lo cierto es que jamás los enseñó. Y sin duda abandonó muy prematuramente su preocupación por ellos. Cierto día en que hablábamos del nacimiento de las imágenes y en que yo lo impulsaba a confesar que él mismo... No —me dijo—, pues siempre he tenido dos oficios... No quiero permitirme soñar. Se necesita que un poeta llegue de pronto a mi mesa, y entonces olvido, evidentemente, olvido mi trabajo... Y allí estoy en camino de amar la imagen, con un amor que deslizo en los libros... Pero es una bendición que no salga de mí. Descubrimos que el arte es un producto de la pareja autorconsumidor y que, contrariamente a lo que creía el prometeísmo romántico, de los miembros de esa pareja el que puede ausentarse mejor no es el consumidor sino el autor Aun cuando su lector leyéndolo haga la experiencia de una extraña comunión con otro ser que es su «semejante», su «hermano», paradójicamente. el poeta se ha hecho menos necesario para el poema que el lector, el escultor para la estatua que el espectador. La estatua nace de cierta mirada, el poema de cierto silencio. El arte en bruto ha confiado al consumidor la decisión que hace de un objeto de la naturaleza, de una figura del mundo de la apariencia, una obra de arte. Y para ser bella, toda obra de arte precisa en lo sucesivo de la elección que su lector o su espectador hace de ella. El autor repetirá «yo es otro» o «yo no soy un poeta», esperando del lector o del espectador que está en él el juicio que conferirá a un objeto que él mismo ha echado al mundo la dignidad de la belleza. La poesía que se escribe en Francia con frecuencia es como si no existiera, a falta de haber aprendido buenamente sus lectores eventuales a leerla y a darle el amor que la hace aparecer y hace efectivos sus favores. El orgullo de lector con que Bachelard invitaba a los aficionados a conocer la poesía tal vez no tenga más sentido que situar en la poesía un mundo que, para ser, exige una adhesión de singular naturaleza. De todos modos fue mucha bondad por parte de Bachelard declarar públicamente que a nuestro encuentro ocurrido en 1939 hay que imputar su decisión de dedicar, también, su vida a lo imaginario y a la poesía. Igual lo habría hecho sin mí. Por lo demás, no me había esperado para amar la poesía. Sin embargo, no acostumbraba hablar para no decir nada. ¿Qué deseaba significar más allá de un gesto de afecto, e incluso cediendo a ese gesto, queriéndolo hacer público? Me parece que lo que dimos a Bachelard a partir del 1939 y, sobre todo, de 1941, cuando vino a instalarse en la plaza Mauber de París y empezó sus cursos en la Sorbona, fue la animación de sentirse escuchado y solicitado, de sentirse urgido de ser futuro. Se oía oído, se veía visto y se leía leído. Y acosado por nuestras preguntas, mezcladas con las que él mismo se hacía. En discusión, por nosotros, consigo mismo. Sacado de su soledad y devuelto a su soledad todos los días. Éluard, Queneau, Frénaud, Guillevic, Benjamín Fondane, Ubac, Noel Artaud asistieron a sus cursos. El interrogaba largo tiempo a sus obras y a lo que él mismo decía. A lo largo de conversaciones en que se bromeaba fuerte, compartíamos los raros pollos del mercado negro, las raciones de vino. Eran aquéllas «las verdaderas fiestas de la amistad», decía Bachelard. Gran sentimiento ése en la vida de Bachelard. La amistad fue en él cuidadosa y fiel, atenta y respetuosa, conmovida y generosa. Veinticinco años de sus dones me dejan perdido desde su muerte. La amistad no es un sentimiento tan común. Para experimentarlo claramente se necesita ingenuidad, se necesita el don de maravillarse, el placer de admirar: «al mundo se entra admirándolo», una voluntad sostenida con dignidad, «esa nobleza del pobre», como dice él, y generosidad. Cuando en 1930 es nombrado profesor en Dijon, conoce allí a Gastón Roupnel, el autor de ese gran libro que es La campagne frangaise. Bachelard hablaba poco de su pasado, de su juventud. Había que impulsarlo. Pero cuando llegaba a recordar a Roupnel, su voz cambiaba. Se hacía más profunda, se envolvía en un calor que agravaba el alejamiento del recuerdo. Cierta impaciencia de reunirse con el amigo perdido la hacía precipitarse, como la hacía suspenderse el sueño de una presencia recuperada de pronto. Bachelard evocaba antiguas palabras, inflexiones que en lo sucesivo sólo él oía y hacia las cuales orientaba su silencio. "¿A dónde va la luz de una mirada cuando la muerte pone su dedo frío sobre los ojos de un moribundo?" Cierto día en que yo había logrado convencerlo de dejar registrarse en una grabadora la conversación que sosteníamos: "¡Ah!", dijo interrumpiéndose y mirando el aparato, «nosotros no teníamos nada para conservar una voz y ni siquiera usted tiene nada aquí que hubiera fijado el ademán de lo que él decía». «Permítame decirle que coa Roupnel tuve», me dijo Bachelard ese día, «tuvimos al punto simpatía de modestia». Oigo su voz pronunciar esas palabras. En verdad la oigo. No lo invento, como se dice tan bien en francés. Está allí en la cinta magnética que giraba en silencio mientras hablábamos y que hoy me la restituye fielmente. Me dice todo lo que aún busco oír. Todo Bachelard instantáneamente está presente aquí. Pero desesperadamente. Privado para siempre de futuro, de agregar a esas palabras otras palabras nuevas. Ante la insistencia con que se pronuncian las palabras que he citado siento que esa simpatía de modestia claramente es otra cosa que una confidencia psicológica. En el hombre engendrador de realidad que amaba Bachelard, la modestia del trabajador se alia al orgullo de la provocación. Es su dignidad. La modestia es también un método. Conduce el espíritu a evitar las trampas de la suficiencia. Forma para el respeto. Ayuda a admirar. Poco más adelante, en la cinta magnética, la palabra bondad viene a agregarse al nombre de Roupnel. Simpatía de bondad La paradoja de toda gran obra, y singularmente de toda obra poética, es que remite indefinidamente a sí misma y fuera de sí. Invita a dos conjuntos igualmente abiertos: el qué constituye la conciencia del lector donde nacen, además de las nociones que ésta profesa, ideas que no ha hecho explícitas pero que excita en él. y el que fomenta la larga expresión de un pensamiento que, sin embargo, un buen día es detenido por la muerte y permanece abierto dentro de sí mismo en la cerrada red de las figuras múltiples, de las innumerables combinaciones que autoriza indefinidamente, tal vez porque se ha negado toda sistematización y se ha definido por su enfrentamiento a lo que en él sigue siendo un futuro. Bachelard sabe que el pensamiento de que quiso apoderarse sobreviene en el instante. Es un pensamiento a punto de, maravillado ante una realidad instantánea, sorprendido ante la verdad. La conciencia de la que ha hecho el lugar de una alabanza y de un «asombro de ser» es la conciencia del umbral. En la meditación del tiempo que le propone Roupnel, Bachelard capta esa revelación de un umbral que siempre se vuelve a empezar. Que se abandona y se encuentra sin cesar. La amistad que sentía por el compañero de sus paseos borgoñeses y la complicidad para sus intuiciones autorizan un método de la simpatía. Debo decir que Bachelard hizo en la amistad la experiencia de un método de descubrimiento y de un medio de análisis. No explica. Lo cual sería una pobre prueba de afecto, una falsa prueba de simpatía. ¿Se explica acaso la poesía? «Una intuición no se prueba, sino que se experimenta». Quiere explicitar, dice. Despliega su vida pensativa para invocar un libro cuyas bellezas le ofrecen a su vez las claves secretas de la amistad. Todo aquí le enseña una manera de conducirse. Y más que conducir sus pensamientos, lo que desea es conducir su vida. O, antes bien, puesto que vivir es pensar, es encontrar el modo de pensar su vida pensamiento. viviendo su «Por tanto, retomamos las intuiciones de Siloe lo más cerca posible de su origen y nos esforzamos por seguir en nosotros mismos la animación que esas intuiciones podían dar a la meditación filosófica». Ese acto de retomar el pensamiento de un amigo en el pensamiento que se vive, que es absolutamente preciso vivir entonces, esa manera de empezar por devolver futuro a momentos de conciencia pasados y al parecer inmovilizados en un libro, esa animación de sí que es reanimación del otro agrega una exaltación de afecto y agradecimiento al placer de vivir. La vida reclusa del estudio está allí en comunión con un ser de pronto real. La soledad a que el instante nos remite sin cesar es rota sin cesar por ese progreso del espíritu que en su paso arrastra el paso que lo arrastra, que empuja ante sí la real presencia que lo empuja. La bondad de Bachelard quería que el hombre reconociera la felicidad fraterna que propone el pensamiento verdadero. No veo ningún otro método recomendable para quien se ponga a leerlo. Si se piensa buscar en su obra un sistema, hay que desconfiar de un hombre que profesaba que había quedado atrás la era de los grandes sistemas. Metafísico sin duda y, claro está, su obra una metafísica del ser; pero que dice ser un camino abierto a una búsqueda viva, más que un saber, una manera de preguntar más que una respuesta. A la coherencia de un pensamiento racional le conserva la posibilidad necesaria para que no se pueda encerrarlo en una definición escolar donde a veces se deja deshacer la razón más clara. Los lazos que el pensamiento establece consigo mismo son a la manera del guiño más que del corsé. Fuerza es que cada cual se convenza de que, según frase del prefacio a El psicoanálisis del fuego, leyendo esas obras no enriquecerá en nada sus conocimientos ni acumulará haberes perecederos, pero exaltará su capacidad de vivir, agudizará su arte de conducir su vida pensativa y aprenderá a burlarse de sí mismo. Descifrará una biografía de la sapiencia asombrada. Rastreará una trayectoria ejemplar en que los bellos campos de la soledad, del valor, del silencio y de la palabra, del ensueño y de la realidad se abrieron para una voluntad de hacer al hombre bien, y de hacerlo amigable. Se trata de una virtud. Invito al lector a abandonar aquí las ideas que la escuela pudo imbuirle sobre lo que debe ser un filósofo. Es necesario imaginar a un sabio, cuya ambición es responder por esta vida. Para sí; para todos. La intersubjetividad de los sueños lo lleva al mundo común. Se aplica a conducir su existencia fuera de las agitaciones cotidianas. En ellas nos perdemos. Fuera de los yerros de las pasiones. En ellos nos extraviamos. Él pretende izarse hasta los tiempos intensos en que es posible desarrollar una filosofía del reposo. Bachelard sin duda alcanzó ese objetivo que, desde el principio de La dialéctica de la duración, asignaba a su valor. No sin ironía: «Una filosofía del reposo no lo es de todo reposo». No hay valor humano natural. Estamos y no estamos en el mundo. Aún debemos poner en él ese cuerpo que es del mundo, y volver a ponerlo sin cesar. ¿Qué medios desesperados nos auxilian? En una impaciencia profunda y fraterna dos grandes muertos alian en mi soledad la injusticia de su ausencia. Eluard y Bachelard sabían por igual que «para fortalecer un corazón es preciso duplicar la pasión por la moral». El hombre es una decisión. Nuestros valores se inscriben al término de la acción mediante la cual hacernos nosotros mismos, de los instantes que vivimos, nuestro tiempo. Enteramente orientada a no ver en nosotros sino el producto enfermo de antiguos accidentes, la psicología distingue mal las bellas perspectivas que nos abren nuestras sorpresas. ¿Será cierto que nos muevan necesidades tan simples? ¿No lleva consigo el lenguaje en que transformamos sus impulsos ninguna realidad ni nada del mundo que nos abre? Si se conocen los mecanismos mediante los cuales llega a suceder que necesidades ingenuas se transformen en bellas palabras, se olvida que la belleza de las palabras ha acabado por triunfar sobre las necesidades que creíamos que sólo ellas expresaban, al grado de forzarlas a delegar su energía para fines diferentes. Hablar no es traducir cierta sensación de malestar, sino entrar en el mundo de la palabra en que operan extraños poderes. El poeta agrega a las cosas aquello que se alía a sus poderes secretos. Lo que equivale a lanzarlas en una realidad que llevan en sí, pero oscuramente. Las cosas se ponen a despertar indefinidamente en mí, quien las interrogo en las palabras que las nombran, en ensueño sonoro formador de palabras. Las palabras proponen revelar indefinidamente un algo de realidad en las cosas. Les impacientaría el sonsonete del corazón. Quieren más. Cada instante la muerte del instante prohíbe al poeta detenerse e impulsa su historia hacia un «después» interminable. Somos los seres del meta y del supra. Los prefijos de la conversión nos designan. Suprarrealistas o supranaturalistas, se trata siempre de los poderes de la metamorfosis. Y toda conducta humana es metafísica. «La meditación en el tiempo es tarea preliminar de toda metafísica». Y es cierto que toda la obra de Bachelard es metafísica y que sería no comprender nada de ella considerar a la imaginación de que allí se trata como una noción psicológica, como aquella que, en los manuales especializados, se estudia entre la percepción y la memoria. La imaginación es una facultad específica. «A ella pertenece esa función de lo irreal, que psíquicamente es tan útil como la función de lo real». Quizás podríamos leer La poética del ensueño como una Crítica de la Imaginación Pura. Bachelard sin duda habría preferido a ese título el de «fantástico trascendental que en ocasiones tomaba con gula de Novalis. «Un hombre debe definirse por el conjunto de tendencias que loimpulsan a superar la humana condición». Al servicio de esas tendencias pone la imaginación las armas de las palabras. El mundo aparece en ellas. Bachelard citaba a Novalis: «De la imaginación productora deben deducirse todas las facultades, todas las actividades del mundo interior y del mundo exterior». Los valores de conversión, de redención y de purificación operan atracciones incansables en esa alma metafísica. La palabra «pura» se repite una y otra vez en su obra. «Una conciencia pura» escribe en la Duración. «Un instante puro», «un principio puro» y «el acto puro» en Lautréamont. «La espontaneidad pura» en el último texto de introducción a La poética del fénix. Apareciendo con tanta frecuencia, ese atributo merece sufrir una mutación sustancial. Fuerza es hablar de pureza, de la pureza como factor de realidad. En la nomenclatura de los elementos objetivos que deben desprenderse de la confusión del mundo donde actúa el lenguaje, la pureza se debe considerar una prueba de ser y tal vez incluso un motor, una fuente de energía. Cuando, en las matemáticas, Bachelard exalta «la alegría de vivir abstractamente la no vida» es que, sin duda, hay una vida impura que no puede llegar al ser. Si es preciso «apartarse de las obligaciones del deseo», «quebrar el paralelismo de la voluntad y la felicidad» es que, para ser, todas las cosas pueden y deben sufrir una metamorfosis. La no vida no es ninguna otra parte, ningún anywhere out of the world. Siendo igual a la vida, su ausencia es tan sólo ingenuidad. Pues es el aquí mismo y el ahora transformados en sí mismos. «La función principal de la poesía es transformarnos». Y: «a algunos poetas solitarios les está reservado vivir en estado de metamorfosis permanente». Por eso, «no se puede reproducir lo bello; antes que nada se debe producirlo. Lo bello toma de la vida... energías elementales que primero se transforman y luego se transfiguran». El matemático y el poeta se unen. El alma matemática de Lautréamont «se acordaba de las horas en que detenía sus impulsiones, en que aniquilaba en él la vida para obtener el pensamiento, en que gustaba de la abstracción como de una bella soledad». Pero es en Éluard en quien Bachelard halla la prueba de que hay «almas para las cuales la expresión es más que la vida». La propia vida y sólo la vida puede ser más que la vida. La vida nombrada. El lenguaje es un modo de existencia. En él se produce el descubrimiento. No reproduce el mundo sino lo produce. Lo que lleva en sí no existe ni fuera ni antes de sí. No se agrega a la vida, sino agrega a la vida. Y es la vida y siempre la vida la que en él se agrega a la vida. Aunque se vuelva hacia el pasado, la palabra se enfrenta a un «todavía no», impone a las confesiones la ausencia en que se encoge algo del futuro. «El ensueño orientado a la infancia no consiste realmente en acordarse... Toda la poética de Bachelard se rebela contra ese falsorealismo»,escribe Francoise Dagognet en el excelente libro que dedicó a suamigo, quien también fue su maestro. Bachelard admiraba a esa antigua alumna suya. Sin duda también se tenían «simpatía de modestia» Su pasión por la enseñanza era una forma más de ese don que tenía para la amistad. Cuando quería a alguien era preciso que se compartiera esa amistad. Era, más que un sentimiento, una conciencia de los valores. Francoise Dagognet señala que a partir de La poética del espacioBachelardmezcla más supropio ensueño con lasimágenesde los poetasen las que basa su reflexión. Se creería que recuerda, que se vuelve, que renuncia a parte del porvenir por las complacencias morosas del pasado, que se conmueve contándose. Pero no; en el pasado mismo descubre algo del futuro. La memoria objetiva y fechada, con sus acaecimientos, es para Bachelard una mentira del hombre para sí y para los demás, y sobre todo una pequeña leyenda, inventada por los adultos. Más allá de esos «hechos» localizados, vive en nosotros una niñez real y permanente; por lo demás, no surge sino tardíamente, en la vejez, cuando se atenúan los ruidos de la existencia... Bachelard opera audaces inversiones: la infancia se constituye en un porvenir en reanudación perpetua, en una creación continua... Yes cierto que en esa obra encontramos infancia y recuerdos. Algún día tal vez se saque de esos libros una «historia de mis ensueños» en la que se leerá: Nací en una región de arroyos y de ríos, en un rincón de la Champaña de los valles, en el Vallage, llamado asía causa de sus innumerables valles. La más bella de las moradas estaría para mí enclavada en un valle pequeño, a orillas de un agua viva, a la sombra breve de los saucesy de los juncos. Y al llegar octubre, con sus brumas por encima de~l río... Cuando estaba enfermo, mi padre encendía el fuego en mi habitación. Ponía gran cuidado en parar los leños sobre la leña menuda, en deslizar entre los morillos el puñado de virutas. De los dientes de la cremallera colgaba el negro caldero. La marmita se adentraba en tres pies en la ceniza caliente. Soplando a lodo pulmón en el cañón de acero, mi abuela reavivaba las llamas adormecidas. Para las grandes fiestas de invierno, encendíamos en mi niñez un brulote. Mi padre echaba orujos de nuestra viña en un platón. En el centro colocaba terrones de azúcar rotos, los más grandes de la azucarera. En cuanto el fósforo tocaba la punta del azúcar, la llama azul bajaba con un ruidito hacia el alcohol extendido. Mi madre apagaba la suspensión. Era la hora del misterio y de la fiesta un tanto grave... Un pozo marcó mi tierna infancia. Nunca me acercaba a él sino tomado de la mano de un abuelo. ¿Quién de los dos tenía miedo: el abuelo o el niño?... Es preciso leer esos recuerdos como los de un futuro, como los de una infancia por formar, como los de una poesía por esperar. No se puede dejar de vivir, de ganar la vida contra la vida. Fijar nuestro pasado sólo significaría fijarnos en nuestro pasado. Los dramas que encontráramos en él derivarían de una representación. Tal vez satisfarían cierta complacencia romántica a considerarnos y a querer que nos consideren un lugar de bellos desastres. Un personaje es lo que definirían. Lo contrario del hombre que Bachelard quiso vivo y feliz. A la mitad de su vida y diestro en el ejercicio de burlarse de sí mismo, Bachelard aprendía a consentir no en lo que era sino en lo que necesitaba ser para ser. Vivir con el trabajo es una moral. Una moral metafísica nace con La intuición del instante. «Para quien se espiritualiza», dirá después Bachelard, «la purificación tiene una suavidad extraña y la conciencia de la pureza prodiga una extraña luz». Las conductas de la purificación suponen la posibilidad de los nacimientos reiterados. Quieren que el instante desgarre la fatalidad temporal, que la discontinuidad autorice acaecimientos sorprendentes. Si «el luto más cruel es la conciencia del porvenir traicionado», la evidencia del tiempo obstinado proveedor de asombro, de sorpresa y de novedad se asocia a esa revelación inicial del sufrimiento, a esa irrupción del instante expoliador. Lo que me arroja a la muerte es también lo que me da ocasión de renacer. Pues en ningún momento somos la suma de nuestro pasado. Cada instante que se descubre es lo que cada instante da sentido a la historia insensata que ya vivimos y lo que concede a nuestro esfuerzo un poco del sentido que necesitamos para apropiarnos de un alma que será la nuestra. Un poco de felicidad es posible en este mundo. Aun cuando su presencia se haga con una ausencia acosada para siempre: la felicidad más pura, la que se ha perdido. Es posible que, para ser, toda felicidad antes tenga que perderse. El hombre es la vasta energía de su trasmutación. De ese modo es hasta la muerte su propio futuro. Ésa es sin duda su libertad. Nuestras palabras nos alían en nuestro ensueño a nuestro porvenir. No son expresión «de un pensamiento previo». Son el nacimiento mismo del pensamiento. Lejos de ser esclavos de nuestro pasado y de estar encadenados a nuestros remordimientos y atados a nuestros temores, somos la franqueza de ser lo que no somos. Es preciso una poética para sacar de su ausencia a ese ser para siempre por venir. La tiniebla extrema, eso desconocido puro que espera que lo iluminemos al mismo tiempo que nos ilumina con su destrucción, nos brinda nuestra figura secreta. No aún sino siempre secreta. Nuestra figura del secreto. Somos el animal que por sí mismo se asigna a sí mismo su descubrimiento sin fin. En la obra de Bachelard la novedad es un factor de realidad. La poesía se designa con ella como «una de las formas de la audacia humana». Para el espíritu enamorado de saber y de vivir, antes que nada todo conocimiento es falible y toda vida está ausente. ¿Qué Siloé nos permitirá «comprender el orden supremo de las cosas? ¿Qué gracia divina nos dará el poder de conceder el principio del ser y del pensamiento?" Hay un camino de la ciencia y uno de la poesía. Sin haberse obstinado nunca en reconciliar sus poderes diurnos con sus potencias nocturnas, Bachelard señaló que, sabio o poeta, el hombre no es un ser dado. El hombre se hace. Como en poesía, «todo progreso real del pensamiento científico necesita una conversión». A un sabio para quien la belleza progresa en la obra de los poetas y de los artistas, para quien hay progreso en el arte y, por consiguiente, progreso en la vida, hay que leerlo en términos de progresión. Es preciso seguirlo, viviendo su exaltación. «La poesía es una admiración, exactamente en el nivel de la palabra, en la palabra y por la palabra». Sólo se escapa de la muerte escogiéndola. No de la del ser absoluto, sino de la del tiempo humano, de la que actúa sobre el tiempo y lo desgarra, aquella cuya irrupción en nuestra existencia hace posible la saliente de la vida; el vacío en el cual arrojamos nuestra voluntad; la ausencia en pos de la cual comprometemos incansablemente nuestra libertad por nacimientos no previstos. Allí es el hombre igual al mundo, dado con las cosas, y en realidad contemporáneo suyo. Lo que el instante nos ofrece es ciertamente «un ser y unos objetos, a la vez». A orillas del mundo, el mundo y nosotros vacilamos con la misma vacilación. A punto de ser, durante el instante de un instante, aún no soy lo que se aniquila. Existiendo durante el instante de un surgimiento, de una invasión del silencio, no me siento entregado al pasado que me engulle. La verdadera vida está presente porque está siempre por ganar. Actúa en cada uno de nuestros desvelos. Es contemporánea de nuestras palabras. Como el ave de fuego, renace y nos invita a renacer de sus cenizas. No basta con decir que para nosotros es posible una nueva vida. Es preciso afirmar que también es «un destino para el hombre». La filosofía de Bachelard la instaura en una sonrisa maliciosa; una nueva vida tal vez no sea simple y sencillamente sólo la vida nueva, la vida siempre y a cada instante nueva. Fuerza era que, pasando por El psicoanálisis del fuego, el último libro de ese sabio fuese La poética del fénix. Fuerza era que el primero en introducirnos a las metamorfosis de la pureza fuese La intuición del instante. Gastón Bachelard nace el 27 de junio de 1884 en Bar-sur-Aube, donde sus padres tienen un expendio de tabaco y periódicos. Pasa sus primeros años en esa ciudad. En 1903, habiendo obtenido su bachillerato, entra en la administración de correos, a la cual permanecerá ligado hasta 1913. A disponibilidad por razones de estudios, prepara desde esa fecha el curso de alumnos ingenieros de telégrafos y termina al mismo tiempo su licenciatura en matemáticas. Pero Bachelard no será ingeniero; en 1919, después de la guerra, su vida da un giro: entra en la enseñanza secundaria como profesor de ciencias en el colegio de su ciudad natal. Agregado de filosofía en 1922, logra permanecer en Bar-sur-Aube como profesor de ciencias y de filosofía. En 1927 sostiene sus dos tesis: Essai sur la connaissance approchée y Etude sur Vévolution d' un probleme de physique: la propagation thermique dans les solides. Estas dos obras constituyen el preludio de numerosas publicaciones, de las cuales las más conocidas son los estudios dedicados a la imaginación al contacto de los elementos naturales. La Facultad de Letras de Dijon lo llama en 1930, y luego también la Sorbona en 1940. Gastón Bachelard muere en París el 16 de octubre de 1962. Notas [1] Souveiiüs denfance et de jeunesse, prefacio m.<< [2] Butler, La vie et Vhabitude, p. 17, trad. de Larbaud.<< [3] Siloé, p. 8.<< [1] Siloé, p. 109.<< [2] Siloé, p. 109.<< [3] Siloé, p. 109.<< [4] Siloé, p. 109.<< [5] Cí. Bergson, Essai sur les données immédiates de la conscience, p. 82.<< [6] Desde un punto de vista ciertamente más psicológico que el nuestro, Guyau decía: "La idea del tiempo... se reduce a un efecto de perspectiva". (Prefacio a La genese de l’idée du temps).<< [7] Siloé, p. 126.<< [8] Cuyau, La genése de l'irlée du temps, p. 33.<< [9] Cí. Siloé, p. 121.<< [10] Bergson, lEssai sur les données ¡mmediatés de la conscience, p. 117.<< [1] Siloé, p. 127.<< [2] Siloé, p. 34.<< [3] A. Koyré, Boélime, p. 131. [4] Siloé, p. 10.<< [5] Butler, op. cit.. p. 149.<< << [6] 151.<< Butler, op. cit., pp. 150- [7] Ibid, p. 128.<< [8] Siloé, p. 33.<< [9] Siloé, p. 38.<< [10] Siloé, p. 36.<< [11] Siloé, p. 101.<< [12] Bergson, mémoire, p. 231.<< Moliere [1] Op. cit, p. 159.<< [2] Siloé, p. 186.<< [3] Cf. Bergson, etsimultanéité, p. 70.<< [4] Siloé, p. 55.<< el Durée [5] Siloé, p. 74.<< [6] Siloé p. 157.<< [7] Siloé, p. 158.<< [8] Siloé, p. 172.<< [9] Siloé, p. 162.<< [10] Guyau, La gertése de l'idée de temps, p. 80.<< [11] Op'.cil., p. 82.<< [12] Maeterlinck, Sagesse et destinée, p. 27.<< [1] Siloé, p. 196.<< [2] Siloé, p. 198.<< [*] Cómo complemento de La Intuición del instante, se presenta este texto de Bachelard publicado originalmente en 1939, en el número 2 de la revista Messages: Métaphysique el poésie, que prolonga la meditación del autor sobre el problema del tiempo.<< [1] Baudelaire, (Euvres, tomo l, Pleiade, p. 429.<< [2] Baudelaire, Mon coeurmis á nu, p. 88.<<