«La intuición del instante» cuya edición original data de 1932es una cuidadosa e inspirada
exploración del tiempo, de su
duración y de su percepción, de los
temas -variados y problemáticosque el tiempo convoca. Bachelard
examina polémicamente, con su
característico y bello estilo, las
ideas de Henri Bergson y de
Roupnel,
así
como
las
revolucionarias teorías de Albert
Einstein. Al igual que en el resto de
su obra, Gaston Bachelard ofrece
en 'La intuición del instante', con
refrescante
generosidad,
una
original visión del mundo.
Gaston Bachelard
La intuición del instante
Título original: L'Intuition de
l'instant
1987
Gaston Bachelard, enero de
Traducción: Jorge Ferreiro
Introducción
Cuando un alma sensible y
culta recuerda sus esfuerzos por
trazar, según su propio destino
intelectual, las grandes líneas de la
Razón, cuando estudia, por medio
de la memoria, la historia de su
propia cultura, se da cuenta de que
en la base de sus certidumbres
íntimas queda aún el recuerdo de
una ignorancia esencial. En el reino
del conocimiento mismo hay así una
falta original, la de tener un origen;
la de perderse la gloria de ser
intemporal; la de no despertar
siendo uno mismo para permanecer
como uno mismo, sino esperar del
mundo oscuro la lección de la luz.
¿En
qué
agua
lustral
encontraremos,
no
sólo
la
renovación de la frescura racional,
sino además el derecho al regreso
eterno del acto de Razón? ¿Qué
Siloé pondrá orden suficiente en
nuestro espíritu para permitirnos
comprender el orden supremo de
las cosas, marcándonos con el signo
de la Razón pura? ¿Qué gracia
divina nos dará el poder de acoplar
el principio del ser y el principio
del pensamiento y, empezándonos
en verdad a nosotros mismos en un
pensamiento nuevo, el de retomar
en nosotros, para nosotros y sobre
nuestro propio espíritu, la tarea del
Creador? Esa fuente de la juventud
intelectual es la que, como buen
hechicero, busca Roupnel en todos
los campos del espíritu y del
corazón. Tras él, poco hábiles por
nuestra parte en el manejo de la
vara de avellano, nosotros sin duda
no encontraremos todas las aguas
vivas ni sentiremos todas las
corrientes subterráneas de un agua
profunda.
Pero
al
menos
quisiéramos decir en qué puntos de
Siloé recibimos los impulsos más
eficaces y qué temas enteramente
nuevos aporta Roupnel al filósofo
que quiere meditar en los
problemas del tiempo y del instante,
de la costumbre y de la vida.
Antes que nada, en esa obra
arde un hogar secreto. No sabemos
lo que le da su calor ni su claridad.
No podemos determinar el momento
en que el misterio se aclaró lo
suficiente para enunciarse como
problema. Mas, ¡qué importa!
Provenga del sufrimiento o de la
dicha, todo hombre tiene en su vida
esa hora de luz, la hora en que de
pronto comprende su propio
mensaje, la hora en que, aclarando
la pasión, el conocimiento revela a
la vez las reglas y la monotonía del
Destino,
el
momento
verdaderamente sintético en que, al
dar conciencia de lo irracional, el
fracaso decisivo a pesar de todo es
el éxito del pensamiento. Allí se
sitúa
la
diferencia
del
conocimiento, la fluxión newtoniana
que nos permite apreciar cómo de
la ignorancia surge el espíritu, la
inflexión del genio humano sobre la
curva descrita por el correr de la
vida. El valor intelectual consiste
en mantener activo y vivo ese
instante del conocimiento naciente,
de hacer de él la fuente sin cesar
brotante de nuestra intuición y de
trazar, con la historia subjetiva de
nuestros errores y de nuestras
faltas, el modelo objetivo de una
vida mejor y más luminosa. El
valor de coherencia de esa acción
persistente de una intuición
filosófica oculta se siente de
principio a fin en la obra de
Roupnel. Aunque el autor no nos
muestre su origen, no podemos
equivocarnos sobre la unidad y la
hondura de su intuición. El lirismo
que guía ese drama filosófico que
es Siloé es signo de su intimidad,
pues, como escribe Renán, «lo que
decimos de nosotros mismos
siempre es poesía».[1] Por ser
enteramente espontáneo, ese lirismo
ofrece una fuerza de persuasión que
sin duda no podríamos transportar a
nuestro estudio. Habría que volver
a vivir el libro entero, seguirlo
línea por línea para comprender
toda la claridad que le agrega su
carácter estético. Por lo demás,
para leer convenientemente Siloé es
preciso darse cuenta de que es obra
de un poeta, de un psicólogo, de un
historiador que aún niega ser
filósofo en el momento mismo en
que su meditación solitaria le
entrega la más bella de las
recompensas filosóficas: la de
orientar el alma y el espíritu hacia
una intuición original.
En los estudios siguientes,
nuestra tarea principal consistirá en
arrojar luz sobre esa intuición
nueva y en mostrar su interés
metafísico.
Antes de adentrarnos en
nuestra exposición serán útiles
algunas
observaciones
para
justificar el método que hemos
escogido.
Nuestra finalidad no es
resumir el libro de Roupnel. Siloé
es un libro donde abundan el
pensamiento y los hechos. Más que
resumirse, debería desarrollarse.
Mientras que las novelas de
Roupnel están animadas por una
verdadera alegría del verbo, por
una profusa vida de las palabras y
de los ritmos, es sorprendente que
Roupnel haya encontrado en Siloé
la frase condensada, recogida por
entero en el fuego de la intuición.
Desde ese momento, nos pareció
que, aquí, explicar era explicitar.
Por tanto, retomamos las intuiciones
de Siloé lo más cerca posible de su
origen y nos esforzamos por seguir
en nosotros mismos la animación
que esas intuiciones podían dar a la
meditación filosófica. Durante
varios meses hicimos el marco y el
armazón de nuestras construcciones.
Por lo demás, una intuición no se
demuestra, sino que se experimenta.
Y se experimenta multiplicando o
incluso
modificando
las
condiciones de su uso. Samuel
Butler dice con razón: «Si una
verdad no es lo suficientemente
sólida para soportar que se le
desnaturalice o se le maltrate, no es
de especie muy robusta».[2] Por las
deformaciones que hemos hecho
sufrir a las tesis de Roupnel tal vez
se pueda medir su verdadera fuerza.
Por tanto, con entera libertad nos
hemos valido de las intuiciones de
Siloé y, finalmente, más que una
exposición objetiva, lo que
ofrecemos
aquí
es
nuestra
experiencia del libro.
Sin embargo, si nuestros
arabescos deforman demasiado el
dibujo de Roupnel, siempre será
posible
restituir
la
unidad
volviendo a la fuente misteriosa del
libro.
Como
trataremos
de
demostrar, en ella se hallará
siempre la misma intuición.
Además, Roupnel nos dice[3] que el
extraño título de su obra sólo tiene
verdadera inteligencia por sí
mismo. ¿No es eso invitar al lector
a poner también en el umbral de su
lectura, su propia Siloé, el
misterioso
refugio
de
su
personalidad? Así se recibe de la
obra una lección extrañamente
conmovedora y personal que
confirma su unidad en un nuevo
plano. Digámoslo de una vez: Siloé
es una lección de soledad. Es la
razón por la cual su intimidad es tan
profunda, es la razón por la que,
más allá de la dispersión de los
capítulos y pese también al juego
demasiado holgado de nuestros
comentarios, está segura de
conservar la unidad de su fuerza
íntima.
Tomemos pues al punto las
intuiciones rectoras sin sujetarnos a
seguir el orden del libro. Son esas
intuiciones las que nos darán las
claves más cómodas para abrir las
perspectivas múltiples en que se
desarrolla la obra.
I. El instante
El presente virgen, vivo y
bello.
Mallarmé
Habremos perdido hasta la
memoria de nuestro encuentro... y
sin embargo nos reuniremos, para
separarnos y reunimos de nuevo,
allí donde se reúnen los hombres
muertos: en los labios de los vivos.
Samuel Butler
I
La idea metafísica decisiva
del libro de Roupnel es la
siguiente: el tiempo sólo tiene una
realidad, la del instante. En otras
palabras, el tiempo es una realidad
afianzada en el instante y
suspendida entre dos nadas. No hay
duda de que el tiempo podrá
renacer, pero antes tendrá que
morir. No podrá transportar su ser
de uno a otro instante para hacer de
él una duración. Ya el instante es
soledad... Es la soledad más
desnuda en su valor metafísico.
Pero una soledad de orden más
sentimental confirma el aislamiento
trágico del instante: mediante una
especie de violencia creadora, el
tiempo limitado al instante nos aísla
no sólo de los demás, sino también
de nosotros mismos, puesto que
rompe con nuestro más caro
pasado.
Allí, desde el umbral de su
meditación —y la meditación en el
tiempo es tarea preliminar de toda
metafísica— está así el filósofo
ante la afirmación de que el tiempo
se presenta como el instante
solitario, como conciencia de una
soledad. A continuación veremos
cómo se volverán a formar el
fantasma del pasado o la ilusión del
porvenir; pero, para comprender
bien a bien la obra que explicamos,
antes que nada es necesario
empaparse en la igualdad total del
instante presente y de la realidad.
¿Cómo escaparía lo que es real a la
marca del instante presente, pero,
recíprocamente, cómo podría el
instante presente no imprimir su
huella sobre la realidad? Si mi ser
sólo toma conciencia de sí en el
instante presente, ¿cómo no ver que
ese instante es el único terreno en
que se pone a prueba la realidad?
Aunque hubiéramos de eliminar
nuestro ser, en efecto es preciso
partir de nosotros mismos para
demostrar el ser. Por consiguiente,
tomemos
primero
nuestro
pensamiento y lo sentiremos
borrarse sin cesar con el instante
que pasa, sin ningún recuerdo para
lo que nos acaba de abandonar, ni
tampoco esperanza, ya que estamos
inconscientes, para lo que el
instante que viene nos entregará.
«Tenemos conciencia del presente y
sólo del presente», nos dice
Roupnel.
El instante que se nos acaba
de escapar es la misma muerte
inmensa a la que pertenecen los
mundos abolidos y los firmamentos
extintos. Y, en las propias tinieblas
del porvenir, lo ignoto mismo y
temible contiene tanto el instante
que se nos acerca como los Mundos
y los Cielos que, se desconocen
todavía.[1]
Y Roupnel
agrega
un
argumento que vamos a contradecir
con la única intención de acentuar
más su pensamiento: «No hay
grados en esa muerte que es a la vez
el porvenir y el pasado». Para
reforzar el aislamiento del instante,
incluso nos atreveríamos a decir
que hay grados en la muerte y que
aquello que está más muerto que la
muerte es lo que acaba de
desaparecer... Y en efecto, la
meditación del instante nos
convence de que el olvido es tanto
más claro cuánto que destruye un
pasado más cercano, igual que la
incertidumbre
es
tanto
más
conmovedora cuanto que se le sitúa
en el eje del pensamiento por venir,
en el sueño que se solicita pero al
que ya se siente engañoso. Por
efecto
de
una
permanencia
enteramente formal que habremos
de estudiar, del pasado más remoto
tal vez pueda volver y revivir un
fantasma un tanto coherente y
sólido, pero el instante que acaba
de sonar no podemos conservarlo
con su individualidad, como a un
ser completo. Asimismo, el luto
más cruel es la conciencia del
porvenir traicionado y cuando llega
el desgarrador instante en que un
ser querido cierra los ojos, al punto
se siente con qué novedad hostil el
instante siguiente «asalta» nuestro
corazón.
Ese carácter dramático del
instante tal vez pueda hacernos
presentir la realidad. Lo que
quisiéramos subrayar es que, en esa
ruptura del ser, la idea de lo
discontinuo se impone sin la menor
sombra de duda. Tal vez se objete
que esos instantes dramáticos
separan dos duraciones más
monótonas.
Pero
llamamos
monótona y regular a toda
evolución que no examinamos con
atención apasionada. Si nuestro
corazón fuera suficientemente vasto
para amar la vida en el detalle,
veríamos que todos los instantes
son a la vez donadores y
expoliadores, y que una novedad
joven o trágica, repentina siempre,
no deja de ejemplificar la
discontinuidad esencial del Tiempo.
II
Pero esa consagración del
instante como elemento primordial
del tiempo evidentemente sólo
puede ser definitiva habiendo
confrontado antes la noción de
instante y la noción de tiempo.
Desde ese momento, aunque Siloé
no tenga ni rastro de pensamiento
polémico, el lector no puede dejar
de
recordar
algunas
tesis
bergsonianas. Puesto que en este
trabajo nos hemos impuesto la tarea
de confiar todos los pensamientos
de un lector atento, debemos hablar
de todas las objeciones que nacían
de nuestros recuerdos de los temas
bergsonianos. Por lo demás,
oponiendo la tesis de Roupnel a la
de Bergson tal vez se comprenda
mejor la intuición que aquí
presentamos.
Este es entonces el plan que
habremos de seguir en las páginas
siguientes:
Recordaremos la esencia de
la teoría de la duración y
desarrollaremos lo más claramente
posible ambos términos de la
oposición: —La filosofía de
Bergson es una filosofía de la
duración. —La filosofía de Roupnel
es una filosofía del instante.
Luego trataremos de indicar
los esfuerzos de conciliación que
personalmente hemos desplegado;
pero no daremos nuestra adhesión a
la doctrina intermedia que nos ha
retenido un momento. Si la
recordamos, es porque, a nuestro
parecer, acude naturalmente al
espíritu de un lector ecléctico y
puede retardar su decisión.
En fin, tras un relato de
nuestros propios debates, veremos
que, en nuestra opinión, la posición
más clara y más prudente, la que
corresponde a la conciencia más
directa del tiempo sigue siendo la
teoría roupneliana.
Estudiemos pues, primero, la
posición bergsoniana.
Según Bergson, tenemos una
experiencia íntima y directa de la
duración.
Ésta
es
incluso
antecedente inmediato de la
conciencia. Sin duda, luego puede
elaborarse,
objetivarse
y
deformarse.
Por
ejemplo,
entregados por entero a sus
abstracciones, los físicos hacen de
ella un tiempo uniforme y sin vida,
sin término ni discontinuidad.
Luego
entregan
el
tiempo
enteramente deshumanizado a los
matemáticos. Penetrando en el
campo de esos profetas de lo
abstracto, el tiempo se reduce a mía
simple variable algebraica, la
variable por excelencia, en lo
sucesivo más adecuada para el
análisis de lo posible que de lo
real. En efecto, la continuidad es
para el matemático más bien el
esquema de la posibilidad pura que
el carácter de una realidad.
De ese modo, ¿qué es el
instante para Bergson? Ya no es
sino una ruptura artificial que ayuda
al pensamiento esquemático del
geómetra. En su falta de aptitud
para seguir lo vital, la inteligencia
inmoviliza el tiempo en un presente
siempre facticio. Ese presente es
una nada pura que ni siquiera logra
separar realmente el pasado y el
porvenir. En efecto, parecería que
el pasado llevara sus fuerzas al
porvenir, y también parecería que el
porvenir fuera necesario para dar
salida a las fuerzas del pasado y
que un solo y único impulso vital
solidarizara la duración. Como
fragmento de la vida, la duración no
debe dictar sus reglas a la vida.
Entregada por entero a su
contemplación del ser estático, del
ser espacial, la inteligencia debe
cuidarse de desconocer la realidad
del devenir. Finalmente, la filosofía
bergsoniana reúne indisolublemente
el pasado y el porvenir. A partir de
entonces, es preciso tomar el
tiempo en bloque para tomarlo en
su realidad. El tiempo está en la
fuente misma del impulso vital. La
vida puede recibir explicaciones
instantáneas, pero lo que en verdad
explica la vida es la duración.
Una vez recordada la
intuición bergsoniana, veamos de
qué lado se acumularán las
dificultades en su contra.
Antes que nada, he aquí cómo
reacciona la crítica bergsoniana
contra la realidad del instante.
En efecto, si el instante es una
falsa cesura, el pasado y el
porvenir serán sumamente difíciles
de distinguir, puesto que siempre se
les separa de manera artificial.
Entonces es necesario tomar la
duración en una indestructible
unidad. De ahí todas las
consecuencias de la filosofía
bergsoniana: en cada uno de
nuestros actos, en el menor de
nuestros ademanes se podría
aprehender entonces el carácter
acabado de lo que se esboza, el fin
en el principio, el ser y tocio su
devenir en el aliento del germen.
Mas admitamos que se puedan
mezclar de manera definitiva el
pasado y el porvenir. De acuerdo
con esa hipótesis, nos parece que se
presenta una dificultad para quien
quiera llevar hasta sus últimas
consecuencias la utilización de la
intuición bergsoniana. Luego de
triunfar probando la irrealidad del
instante, ¿cómo hablaremos del
principio de un acto? ¿Qué fuerza
sobrenatural, situada fuera de la
duración, gozará entonces del favor
de marcar con una señal decisiva
una hora fecunda que, para durar, a
pesar de todo debe empezar? ¡Qué
oscura debe de permanecer, en una
filosofía opuesta que niega el valor
de lo instantáneo, esa doctrina de
los principios cuya importancia
veremos en la filosofía roupneliana!
Sin duda, de tomar la vida por en
medio, en su crecimiento y en su
ascenso, se tiene cabal ocasión de
mostrar, con Bergson, que las
palabras antes y después sólo
poseen un sentido de referencia,
porque entre el pasado y el
porvenir se sigue una evolución
que, en su éxito general, parece
continua. Pero si nos trasladamos al
terreno de los cambios bruscos, en
que el acto creado se inscribe
abruptamente,
¿cómo
no
comprender que una nueva era se
abre siempre mediante un absoluto?
Pues bien, en la medida en que es
decisiva, toda evolución está
marcada por instantes creadores.
¿Dónde encontraremos ese
conocimiento del instante creador
con mayor seguridad que en el
surgimiento de nuestra conciencia?
¿No es allí donde es más activo el
impulso vital? ¿Por qué tratar de
volver a cierta fuerza sorda y
oculta, que más o menos ha perdido
su propio impulso, que no lo ha
acabado, que ni siquiera lo ha
continuado, cuando ante nuestros
ojos y en el presente activo se
desarrollan los mil accidentes de
nuestra propia cultura, las mil
tentativas de renovarnos y de
crearnos? Volvamos pues al punto
de partida idealista, aceptemos
tomar como campo de experiencia
nuestro propio espíritu en su
esfuerzo de conocimiento. El
conocimiento es una obra temporal
por excelencia. Tratemos entonces
de desligar nuestro espíritu de los
lazos de la carne, de las prisiones
materiales. En cuanto lo liberamos
y en la proporción en que lo
liberamos, nos damos cuenta de que
recibe mil incidentes, de que la
línea de su sueño se quiebra en mil
segmentos suspendidos de mil
cimas. En su obra de conocimiento,
el espíritu se presenta como una fila
de instantes separados con claridad.
Escribiendo
su
historia,
artificialmente
como
todo
historiador, el psicólogo pone en
ellos el vínculo de la duración. En
el fondo de nosotros mismos, donde
la gratuidad posee un sentido tan
claro, no captamos la causalidad
que daría fuerza a la duración, y es
un problema docto e indirecto
buscar causas en un espíritu en que
sólo nacen ideas.
En resumen, piénsese lo que
se piense de la duración en sí,
aprehendida en la intuición
bergsoniana cuya revisión no
pretendemos haber hecho en unas
cuantas páginas, junto a la duración
al menos es necesario conceder al
instante una realidad decisiva.
Por lo demás, ya habrá
ocasión de retomar el debate contra
la teoría de una duración
considerada como antecedente
inmediato de la conciencia. Para lo
cual, valiéndonos de las intuiciones
de Roupnel, mostraremos cómo con
instantes sin duración se puede
construir la duración, lo que en esta
ocasión constituirá la prueba,
creemos que de una manera
enteramente positiva, del carácter
metafísico primordial del instante y,
en consecuencia, del carácter
indirecto y mediato de la duración.
Mas tenemos prisa por volver
a una exposición positiva. De tal
suerte, el método bergsoniano nos
autoriza a usar en lo sucesivo el
examen psicológico. Fuerza es
concluir entonces con Roupnel:
La idea que tenemos del
presente es de una plenitud y de una
evidencia positiva singulares. En él
nos encontramos a nosotros mismos
con nuestra personalidad completa.
Sólo allí, por él y en él, tenemos la
sensación de existir.
Y hay identidad absoluta entre
el sentimiento del presente y el
sentimiento de la vida.[2]
Por consiguiente, desde el
punto de vista de la vida misma,
será preciso tratar de comprender
el pasado mediante el presente,
lejos de esforzarse sin cesar por
explicar el presente mediante el
pasado. Sin duda, luego habrá de
esclarecerse la sensación de la
duración. Entretanto, tomémosla
como un hecho: la duración es una
sensación como las otras, tan
compleja como las otras. Y no
tengamos empacho en subrayar su
carácter al parecer contradictorio:
la duración está hecha de instantes
sin duración, como la recta de
puntos sin dimensión. En el fondo,
para contradecirse es necesario que
las entidades actúen en la misma
zona del ser. Si dejamos
establecido que la duración es un
elemento relativo y secundario, más
o menos facticio siempre, como la
ilusión que de ella tenemos,
¿contradiríamos
así
nuestra
experiencia inmediata del instante?
Todas esas reservas se exponen
aquí para que no se nos acuse de
círculo vicioso formal cuando
tomamos las palabras en su sentido
vago, sin apegarnos a su sentido
técnico. Una vez tomadas esas
precauciones, podemos decir con
Roupnel:
Nuestros actos de atención
son
episodios
sensacionales
extraídos de esa continuidad
llamada duración. Pero la trama
continua, en que nuestro espíritu
borda dibujos discontinuos de
actos, no es sino la construcción
laboriosa y facticia de nuestro
espíritu. Nada nos autoriza a
afirmar la duración. Todo en
nosotros contradice su sentido y
estropea su lógica. Por lo demás,
nuestro
instinto
está
mejor
informado al respecto que nuestra
razón. El sentimiento que tenemos
del pasado es el de una negación y
de una destrucción. El crédito que
nuestro espíritu concede a una
supuesta duración que ya no
existiría y donde él no existiría es
un crédito sin fondos...[3]
De paso hay que señalar el
lugar del acto de atención en la
experiencia del instante. Y es que,
en efecto, verdaderamente sólo hay
evidencia en la voluntad, en la
conciencia que se tensa hasta
decidir un acto.
La acción desarrollada tras el
acto entra ya en el reino de las
consecuencias lógicas o físicamente
pasivas. Lo cual es un matiz
importante que distingue la filosofía
de Roupnel y la de Bergson: La
filosofía bergsoniana es una
filosofía de la acción; la filosofía
roupneliana es una filosofía del
acto. Para Bergson, una acción
siempre es un desarrollo continuo
que, entre la decisión y la finalidad
—una y otra más o menos
esquemáticas—, sitúa una duración
siempre original y real. Para un
seguidor de Roupnel, un acto es
ante todo una decisión instantánea y
esa decisión es la que lleva toda la
carga de la originalidad. Hablando
en un sentido más físico, el hecho
de que, en mecánica, el impulso se
presente
siempre
como
la
composición de dos órdenes
infinitesimales
distintos
nos
conduce a estrechar hasta su límite
puntiforme el instante que decide y
que sacude. Por ejemplo, una
percusión se explica por una fuerza
infinitamente grande que se
desarrolla
en
un
tiempo
infinitamente breve. Por lo demás,
sería posible analizar el desarrollo
consecutivo a una decisión en los
propios términos de decisiones
subalternas. Se vería que un
movimiento variado —el único que,
con toda razón, Bergson considera
real— continúa siguiendo los
mismos principios que lo hacen
empezar. Sólo que la observación
de las discontinuidades del
desarrollo es cada vez más difícil a
medida que la acción que sigue al
acto se confía a automatismos
orgánicos menos conscientes. Por
eso, para sentir el instante, nos es
preciso volver a los actos claros de
la conciencia.
Cuando lleguemos a las
últimas páginas de este ensayo,
para comprender las relaciones del
tiempo y del progreso nos será
necesario insistir en esa concepción
actual y activa de la experiencia del
instante. Entonces veremos que la
vida no se puede comprender en
una
contemplación
pasiva;
comprenderla es más que vivirla, es
verdaderamente propulsarla. No
corre por una pendiente, en el eje
de un tiempo objetivo que la
recibiría como un canal. Es una
forma impuesta a la fila de instantes
del tiempo, pero siempre encuentra
su realidad primordial en un
instante. Desde ese momento, si la
llevamos al centro de la evidencia
psicológica, al punto en que la
sensación ya no es sino el reflejo o
la respuesta siempre compleja del
acto voluntario siempre simple,
cuando la atención condensada
estrecha la vida en un solo
elemento, en un elemento aislado,
nos damos cuenta de que el instante
es el rasgo verdaderamente
específico del tiempo. Cuanto más
hondo penetre más mengua nuestra
meditación del tiempo. Sólo la
pereza es duradera, el acto es
instantáneo. ¿Cómo no decir
entonces que, recíprocamente, lo
instantáneo es acto? Tómese una
idea pobre, estréchesele en un
instante e iluminará el espíritu. En
cambio, el reposo del ser es ya la
nada.
¿Cómo no ver entonces que,
mediante un singular encuentro
verbal, la naturaleza del acto es ser
actual? ¿Y cómo no ver luego que la
vida es lo discontinuo de los actos?
Ésa es la intuición que Roupnel nos
presenta
en
términos
particularmente claros:
Se ha llegado a decir que la
duración era ]a vida. Sin duda; pero
cuando menos es preciso situar la
vida dentro del marco de lo
discontinuo que la contiene y en la
forma
acometedora
que
la
manifiesta. Ya no es esa (luida
continuidad
de
fenómenos
orgánicos que corrían unos en otros
confundiéndose en la unidad
funcional. Como extraño lugar de
recuerdos materiales, el ser no es
de suyo sino un hábito. Lo que el
ser puede tener de permanente es la
expresión, no de una causa inmóvil
y constante,
sino
de
una
yuxtaposición de resultados fugaces
e incesantes, cada uno de los cuales
tiene su base solitaria y cuya
ligadura, que es sólo un hábito,
compone a un individuo.[4]
Sin duda, escribiendo la
epopeya de la evolución, Bergson
tenía que olvidarse de los
accidentes.
Como
historiador
minucioso, Roupnel no podía
desconocer que cada acción, por
simple
que
sea,
rompe
necesariamente la continuidad del
devenir vital. Si se considera la
historia de la vida en detalle, se ve
que es una historia como las demás,
llena de repeticiones, llena de
anacronismos, llena de esbozos, de
fracasos y de reanudaciones. Entre
los accidentes, Bergson sólo ha
tomado en cuenta los actos
revolucionarios en que se escindía
el impulso vital, en que se dividía
el árbol genealógico en ramas
divergentes. Para pintar ese fresco
no necesitaba dibujar los detalles.
Vale decir que no necesitaba
dibujar los objetos. Por tanto, tenía
que
llegar
a
ese
lienzo
impresionista que es el libro de la
Evolution créatice. Esa intuición
ilustrada es la imagen de un alma
más que el retrato de las cosas.
Pero el filósofo que quiere
describir átomo por átomo, célula
por célula, pensamiento por
pensamiento, la historia de las
cosas, de los seres vivos y del
espíritu, ha de poder desligar los
hechos unos de otros, porque los
hechos son hechos, porque hechos
son actos, porque si no se acaban o
si se acaban mal, unos actos al
menos deben por necesidad
absoluta empezar en el absoluto del
nacimiento. Por eso es preciso
describir la historia eficaz con
principios; de
acuerdo
con
Roupnel, es preciso hacer una
doctrina del accidente como
principio.
En
una
evolución
verdaderamente creadora no hay
sino una ley general, y es que un
accidente está en el origen de toda
tentativa de evolución.
Así, en esas consecuencias
relativas a la evolución de la vida,
como en su primera forma intuitiva,
vemos que la intuición temporal de
Roupnel
es
exactamente
lo
contrario
de
la
intuición
bergsoniana. Antes de avanzar más
lejos, resumamos mediante un doble
esquema la oposición de ambas
doctrinas.
Para Bergson, la verdadera
realidad del tiempo es su duración;
el instante es sólo una abstracción,
sin ninguna realidad. Está impuesto
desde el exterior por la inteligencia
que sólo comprende el devenir
identificando estados móviles. Por
tanto,
representaríamos
adecuadamente
el
tiempo
bergsoniano mediante una recta
negra, en que, para simbolizar el
instante como una nada, como un
vacío ficticio, pusiéramos un punto
blanco.
Para Roupnel, la verdadera
realidad del tiempo es el instante;
la
duración
es
sólo
una
construcción, sin ninguna realidad
absoluta. Está hecha desde el
exterior, por la memoria, fuerza de
imaginación por excelencia, que
quiere soñar y revivir, pero no
comprender.
Por
tanto,
representaríamos adecuadamente el
tiempo roupneliano mediante una
recta blanca, toda ella de fuerza, de
posibilidad, en que, de pronto,
como un accidente imprevisible,
fuera a inscribirse un punto negro,
símbolo de una opaca realidad.
Por lo demás, es preciso
señalar que esa disposición lineal
de los instantes sigue siendo, tanto
para Roupnel como para Bergson,
un artificio de la imaginación.
Bergson ve en esa duración
desplegada en el espacio un medio
indirecto de medir el tiempo. Pero
la longitud de un tiempo no
representa el valor de una duración
y habría que remontarse desde el
tiempo extensible hasta la duración
intensiva. Donde, una vez más, la
tesis discontinua se adapta sin
dificultad: se analiza la intensidad
mediante el número de instantes en
que la voluntad se esclarece y se
tensa, tan fácilmente como el
enriquecimiento gradual y fluido
del yo.[5]
Abramos ahora un paréntesis
antes de precisar más el punto de
vista de Siloé.
Líneas arriba decíamos que,
entre las dos intuiciones anteriores,
personalmente habíamos vacilado
largo tiempo, buscando incluso por
los caminos de la conciliación
reunir bajo un mismo esquema las
ventajas de ambas doctrinas. Al
final, no hallamos satisfacción en
ese ideal ecléctico. Sin embargo,
puesto que nos impusimos como
tarea estudiar en nosotros mismos
las reacciones intuitivas inspiradas
en las intuiciones maestras,
debemos al lector la revelación
detallada de nuestro fracaso.
En primer lugar habríamos
querido dar al instante una
dimensión, hacer de él una especie
de átomo temporal que conservara
en sí cierta duración. Nos decíamos
que un acaecimiento aislado debía
tener una breve historia lógica
referente a sí mismo, en el absoluto
de
su
evolución
interna.
Comprendíamos bien que su
comienzo podía vincularse a un
accidente de origen externo; pero
para brillar, y luego declinar y
morir pedíamos que, por aislado
que estuviera, se diera al ser su
participación en el
tiempo.
Aceptábamos que el ideal de la
vida fuera la vida ardiente de lo
efímero, pero de la aurora al vuelo
nupcial reclamábamos para lo
efímero su tesoro de vida íntima.
Queríamos por tanto que la
duración fuera una riqueza profunda
e inmediata del ser. Ésa fue nuestra
primera posición por lo que toca al
instante que entonces hubiera sido
un pequeño fragmento de la
continuidad bergsoniana.
Esto es lo que tomábamos en
seguida del tiempo roupneliano.
Imaginábamos que los átomos
temporales no pudieran tocarse o,
antes bien, que no pudieran fundirse
uno en otro. Lo que detendría
siempre esa fusión era la
imprescriptible novedad de los
instantes, cuya doctrina del
accidente abrevada en Siloé nos
había convencido. En una doctrina
de la sustancia, que por lo demás no
está lejos de ser tautológica, sin
dificultad se llevarán de uno a otro
instante las cualidades y los
recuerdos; nunca se hará que lo
permanente explique el devenir. Si
por tanto la novedad es esencial
para el devenir, se tiene todo por
ganar poniendo esa novedad en la
cuenta del propio Tiempo: lo nuevo
en un tiempo uniforme no es el ser,
sino el instante que, renovándose,
transporta el ser a la libertad o a la
suerte inicial del devenir. Además,
con su ataque, el instante se impone
de una vez por todas, por entero; es
el factor de la síntesis del ser.
Según esa teoría, el instante por
necesidad reserva entonces su
individualidad. En cuanto al
problema de saber si los átomos
temporales se tocaban o estaban
separados por la nada, el hecho nos
parecía secundario. , antes bien, en
cuanto aceptábamos la constitución
de los átomos temporales, nos
veíamos inducidos a pensarlos
aisladamente y, para la claridad
metafísica de la intuición, nos
dábamos cuenta de que era
necesario un vacío —aunque en
verdad exista o no— a fin de
imaginar correctamente el átomo
temporal. Por eso nos parecía
ventajoso condensar el tiempo en
torno a núcleos de acción en que el
ser se encontraba en parte, tomando
al mismo tiempo del misterio de la
Siloé lo que se precisa de
invención y de energía para ser y
progresar.
Finalmente,
ambas
doctrinas
entonces
a
un
comparando
llegábamos
bergsonismo
parcelado, a un impulso vital que se
quebraba en impulsiones, a un
pluralismo temporal que, aceptando
duraciones
diversas,
tiempos
individuales, nos parecía presentar
medios de análisis tan flexibles
como ricos.
Pero es muy raro que las
intuiciones metafísicas construidas
con un ideal ecléctico tengan fuerza
duradera. Antes que nada, una
intuición fecunda debe dar pruebas
de su unidad. No tardamos en
comprender que, mediante nuestra
conciliación, habíamos reunido las
dificultades de las dos doctrinas.
Había que escoger, no al término de
nuestros desarrollos, sino en la
base misma de las intuiciones.
Vamos pues a hablar ahora de
cómo llegamos a la atomización del
tiempo en que nos habíamos
detenido, hasta la aritmetización
temporal absoluta tal como Roupnel
la afirma sin desmayo.
Primeramente, lo que nos
había seducido, lo que nos había
empujado al callejón sin salida
donde acabábamos de tropezar era
una falsa concepción del orden de
las
entidades
metafísicas:
conservando el contacto con la tesis
bergsoniana, queríamos poner la
duración en el espacio mismo del
tiempo. Sin discutir, tomábamos esa
duración como la única cualidad
del tiempo, como sinónimo del
tiempo. Reconozcámoslo: no es más
que un postulado. No debemos
juzgar su valor sino en función de la
claridad y de la envergadura de la
construcción que favorece ese
postulado. Pero aún tenemos el
derecho a priori de partir de un
postulado distinto y de probar una
nueva construcción en que la
duración se deduzca en vez de
postularse.
Pero esa consideración a
priori naturalmente no habría
bastado para llevarnos de nuevo a
la intuición de Roupnel. En efecto,
a favor de la concepción de la
duración
bergsoniana
estaban
todavía todas las pruebas que
Bergson ha reunido sobre la
objetividad de la duración. Sin
duda, Bergson nos pedía sentir la
duración en nosotros, en una
experiencia íntima y personal. Pero
no se limitaba a eso. Nos mostraba
de manera objetiva que éramos
solidarios de un solo impulso, que a
todos nos arrastraba a un mismo
raudal. Si nuestro hastío o nuestra
impaciencia alargaba la hora, si la
alegría acortaba el día, la vida
impersonal, la vida de los demás
nos hacía volver a la justa
apreciación de la Duración.
Bastaba
ponernos
ante
una
experiencia simple: un terrón de
azúcar que se disuelve en un vaso
de agua, para comprender que a
nuestro sentimiento de la duración
correspondía una duración objetiva
y absoluta.
Con ello,
el
bergsonismo pretendía entonces
alcanzar el campo de la medida,
conservando al mismo tiempo la
evidencia de la intuición íntima.
Teníamos en nuestra alma una
comunicación inmediata con la
cualidad temporal del ser, con la
esencia de su devenir; mas, por
indirectos que sean nuestros medios
de estudiarlo, el reino de la
cantidad del tiempo era la reserva
de la objetividad del devenir. Así,
todo
parecía
proteger
la
primitividad de la Duración: la
evidencia intuitiva y las pruebas
discursivas.
Ahora veamos cómo se alteró
nuestra propia confianza en la tesis
bergsoniana.
Fuimos sacados de nuestros
sueños dogmáticos por la crítica
einsteniana de la duración objetiva.
Muy rápidamente nos pareció
evidente que esa crítica destruye lo
absoluto de lo que dura, al tiempo
que, como hemos de ver, conserva
lo absoluto de lo que es, en otras
palabras, lo absoluto del instante.
Lo que el pensamiento de
Einstein afecta con la relatividad es
el lapso de tiempo, es la «longitud»
del tiempo. Longitud ésta que se
muestra relativa a su método de
medición. Se nos cuenta que,
haciendo un viaje de ida y vuelta
por el espacio a una velocidad lo
suficientemente grande, de regreso
a la Tierra la encontraríamos
envejecida unos siglos cuando
nuestro propio reloj llevado durante
el recorrido habría marcado sólo
unas horas. Mucho menos largo
sería el viaje necesario para ajustar
a nuestra impaciencia el tiempo que
Bergson postula como fijo y
necesario para disolver el terrón de
azúcar en el vaso de agua.
Por otra parte, es preciso
señalar que no se trata de vanos
juegos de cálculo. En lo sucesivo,
la relatividad del lapso de tiempo
para sistemas en movimiento es un
dato científico. Si a ese respecto se
pensara tener derecho a recusar la
lección de la ciencia, se necesitaría
permitirnos
dudar
de
la
intervención de las condiciones
físicas en la experiencia de la
disolución del azúcar y de la
interferencia efectiva del tiempo
con las variables experimentales.
Por ejemplo, ¿está todo el mundo
de acuerdo en que esa experiencia
de disolución pone en juego la
temperatura? Pues bien, para la
ciencia moderna igualmente hace
intervenir la relatividad del tiempo.
No se toma la ciencia sólo en parte,
es preciso tomarla por entero.
Así, con la Relatividad, de
pronto quedó estropeado todo lo
que se vinculaba a las pruebas
externas de una Duración única,
principio claro de ordenación de
los elementos. El Metafísico debía
replegarse hacia su tiempo local,
encerrarse en su propia duración
íntima. Al menos de manera
inmediata, el mundo no ofrecía
garantía de convergencia para
nuestras duraciones individuales,
vividas en la intimidad de la
conciencia.
Pero, ahora, he aquí lo que
merece observarse: en la doctrina
de Einstein, el instante bien
precisado sigue siendo un absoluto.
Para darle ese valor de absoluto,
basta considerar el instante en su
estado sintético, como un punto del
espacio-tiempo. En otras palabras,
hay que considerar al ser como una
síntesis apoyada a la vez en el
espacio y en el tiempo. Está en el
punto en que concurren el lugar y el
presente: hic et nunc; no aquí y
mañana, ni tampoco allá y ahora. En
estas dos últimas fórmulas, el
instante se dilataría en el eje de las
duraciones o en el eje del espacio;
escapando por un lado a una
síntesis precisa, esas fórmulas
darían pábulo a un estudio
enteramente relativo de la duración
y del espacio. Pero en cuanto se
acepta soldar y fundir los dos
adverbios, he aquí que el verbo ser
recibe al fin su poder de absoluto.
En este mismo lugar y en este
mismo momento, ahí es clara,
evidente y precisa la simultaneidad;
ahí se ordena la sucesión sin
desmayo y sin oscuridad. La
doctrina ele Einstein nos niega la
pretensión de considerar clara en sí
la
simultaneidad
de
dos
acaecimientos
localizados
en
puntos diferentes del espacio. Para
establecer esa simultaneidad sería
preciso una experiencia en que
pudiéramos basarnos sobre el éter
fijo. El fracaso de Michelson nos
prohíbe la esperanza de realizar esa
experiencia. Por tanto, es necesario
poder definir indirectamente la
simultaneidad en lugares diversos y,
por consecuencia, hay que ajustar la
medida de la duración que separa
instantes diferentes a esa definición
aún relativa de la simultaneidad.
No hay concomitancia segura que
no vaya acompañada de una
coincidencia.
Así,
incursión
fenómeno
duración
volvemos de nuestra
por el campo del
con la certeza de que la
sólo se aglomera, de
manera facticia, en una atmósfera
de convenciones y de definiciones
previas, y que su unidad sólo
procede de la generalidad y de la
pereza de nuestro examen. En
cambio, el instante se muestra capaz
de precisión y de objetividad, y
nosotros sentimos en él la marca de
la fijeza y de lo absoluto.
¿Vamos ahora a hacer del
instante el centro de condensación
en torno al cual plantearíamos una
duración evanescente, lo que se
necesita exactamente de continuidad
para hacer un átomo de tiempo
aislado en relieve sobre la nada y
dar en profundidad a la Nada sus
dos figuras engañosas según que
miremos hacia el pasado o que nos
volvamos hacia el porvenir?
Ésa fue nuestra última
tentativa, antes de adoptar al fin, sin
compromiso alguno, el punto de
vista claramente marcado de
Roupnel.
Hablemos entonces de la
razón que ha puesto término a
nuestra conversación.
Cuando todavía teníamos fe
en la duración bergsoniana y para
estudiarla nos esforzábamos por
depurar y por consiguiente por
empobrecer el antecedente, nuestros
esfuerzos siempre encontraban el
mismo obstáculo: nunca lográbamos
vencer el carácter de pródiga
heterogeneidad de la duración.
Como es natural, sólo acusábamos a
nuestra incapacidad de meditar, de
desligamos de lo accidental y de la
novedad que nos asaltaba. Nunca
lográbamos perdernos lo suficiente
para volver a encontrarnos, nunca
llegábamos a tocar y a seguir esa
corriente uniforme en que la
duración desarrollaría una historia
sin historias, una incidencia sin
incidentes. Nosotros habríamos
querido un devenir que fuera un
vuelo en un cielo límpido, un vuelo
que no desplazara nada, al que no
se opusiera el menor obstáculo, el
impulso en el vacío; en pocas
palabras, el devenir en su pureza y
en su simplicidad, el devenir en su
soledad. ¡Cuántas veces buscamos
en el devenir elementos tan claros y
tan coherentes como los que
Spinoza observaba en la meditación
del ser!
Pero en nuestra impotencia
por encontrar en nosotros mismos
esas grandes líneas lisas, esos
grandes rasgos simples mediante
los cuales el impulso vital debe
dibujar el devenir, de manera
enteramente natural nos veíamos
inducidos
a
buscar
la
homogeneidad de la duración
limitándonos a fragmentos cada vez
menos extensos. Pero siempre era
el mismo fracaso: ¡la duración no
se limitaba a durar sino que vivía!
Por pequeño que fuera el fragmento
considerado, bastaba un examen
microscópico para leer en él una
multiplicidad de acaecimientos;
siempre bordados, nunca la tela;
siempre sombras y reflejos en el
espejo móvil del río, nunca la
comente
límpida.
Como
la
sustancia, la duración no nos envía
sino fantasmas. Duración y
sustancia incluso representan, una
respecto a otra, en una desesperante
reciprocidad, la fábula del burlador
burlado: el devenir es el fenómeno
de la sustancia, la sustancia es el
fenómeno del devenir.
¿Por qué entonces no aceptar,
como más prudente en lo
metafísico, igualar el tiempo al
accidente, lo que equivale a igualar
el tiempo a su fenómeno? El tiempo
sólo se observa por los instantes; la
duración —ya veremos cómo—
sólo se siente por los instantes. Es
un polvo de instantes, mejor aún, un
grupo de puntos en que un fenómeno
de perspectiva solidariza de manera
más o menos estrecha.[6]
Pues claramente se siente que
ahora es preciso bajar hasta los
puntos temporales sin ninguna
dimensión individual. La línea que
reúne los puntos y esquematiza la
duración es sólo una función
panorámica y retrospectiva, cuyo
carácter subjetivo e indirecto
demostraremos a continuación.
Sin
querer
desarrollar
largamente pruebas psicológicas,
indiquemos tan sólo aquí el carácter
psicológico
del
problema.
Démonos cuenta entonces de que la
experiencia inmediata del tiempo
no es la experiencia tan fugaz, tan
difícil y tan docta de la duración,
sino antes bien la experiencia
despreocupada
del
instante,
aprehendido
siempre
en su
inmovilidad. Todo lo que es simple,
todo lo que en nosotros es fuerte,
todo lo que es incluso durable, es el
don de un instante.
Para luchar al punto en el
terreno más difícil, subrayemos por
ejemplo que el recuerdo de la
duración está entre los recuerdos
menos durables. Se recuerda haber
sido, pero no se recuerda haber
durado. El alejamiento en el tiempo
deforma la perspectiva de la
longitud, pues la duración siempre
depende de un punto de vista. Por
lo demás, ¿qué es el recuerdo puro
de la filosofía bergsoniana sino una
imagen
considerada
en
su
aislamiento? Si en una obra más
larga tuviéramos tiempo de estudiar
el problema de la localización
temporal de los recuerdos, no nos
sería difícil demostrar hasta qué
grado se sitúan mal, hasta dónde
encuentran artificialmente un orden
en nuestra historia íntima. El libro
entero de Halbwachs sobre «los
marcos sociales de la memoria»
nos probaría que nuestra meditación
no dispone en absoluto de una trama
psicológica sólida, esqueleto de la
duración muerta, donde pudiéramos
natural, psicológicamente y en la
soledad
de
nuestra
propia
conciencia fijar el lugar del
recuerdo evocado. En el fondo, nos
es preciso aprender una y otra vez
nuestra propia cronología y, para
este estudio, recurrimos a los
cuadros sinópticos, verdaderos
resúmenes de las coincidencias más
accidentales. Y así es como en los
corazones más humildes viene a
inscribirse la historia de los reyes.
Mal sabríamos nuestra propia
historia o cuando menos nuestra
propia historia estaría llena de
anacronismos, si estuviéramos
menos atentos a la historia
contemporánea.
Mediante
la
elección tan insignificante de un
presidente de la República
localizamos con rapidez y precisión
tal o cual recuerdo íntimo: ¿no es
prueba de que no hemos conservado
el menor rastro de las duraciones
muertas? Guardiana del tiempo, la
memoria sólo guarda el instante; no
conserva nada, absolutamente nada
de nuestra sensación complicada y
ficticia que es la duración.
La psicología de la voluntad y
de la atención —voluntad ésta de la
inteligencia— nos prepara también
para admitir como hipótesis de
trabajo la concepción roupneliana
del instante sin duración. En esa
psicología, es ya muy seguro que la
duración sólo podría intervenir de
manera indirecta; fácilmente se ve
que no es condición primordial: con
la duración tal vez se pueda medir
la espera, pero no la atención
misma que recibe su valor de
intensidad en un solo instante.
El problema de la atención se
nos presentó naturalmente en el
nivel mismo de las meditaciones
que llevamos adelante sobre la
duración. En efecto, ya que
personalmente no podíamos fijar
por mucho tiempo nuestra atención
en esa nada ideal que representa el
yo desnudo, debíamos vernos
tentados a romper la duración en el
ritmo de nuestros actos de atención.
Y una vez más, allí, ante el mínimo
de imprevisto, tratando de encontrar
el reino de la intimidad pura y
desnuda, de pronto nos dábamos
cuenta de que esa atención para
nosotros mismos ofrecía por su
propio
funcionamiento
esas
deliciosas y frágiles novedades de
un pensamiento sin historia, de un
pensamiento sin pensamientos.
Estrechado por entero contra el
cogito cartesiano, ese pensamiento
no dura. Sólo obtiene su evidencia
de su carácter instantáneo, sólo
toma conciencia clara de sí mismo
porque es vacío y solitario.
Entonces aguarda el ataque del
mundo en una duración que no es
sino la nada del pensamiento y por
consiguiente una nada afectiva. El
mundo le da un conocimiento, y una
vez más, en un instante fecundo, la
conciencia se enriquecerá con un
conocimiento objetivo.
Por otra parte, puesto que la
atención siente la necesidad y tiene
la facultad de recobrarse, por
esencia, está del todo en sus
recuperaciones. La atención es
también una serie de comienzos,
está hecha de los renacimientos del
espíritu que vuelve a la conciencia
cuando el tiempo marca instantes.
Además, si lleváramos nuestro
examen a ese estrecho campo en
que la atención es decisión,
veríamos cuánto tiene de fulgurante
una voluntad donde vienen a
converger la evidencia de los
motivos y la alegría del acto.
Entonces podríamos hablar de
condiciones
propiamente
instantáneas. Condiciones éstas
rigurosamente preliminares o,mejor
aún,
preiniciales,
por
ser
antecedentes de lo que los
geómetras llaman las condiciones
iniciales del movimiento. Y por
ello son metafísica y no
abstractamente
instantáneas.
Contemplando el gato al acecho,
verá usted el instante del mal
inscribirse en la realidad, mientras
que un bergsoniano pasa de allí a
considerar la trayectoria del mal,
por ajustado que sea el examen que
haga de la duración. Sin duda, el
salto desarrolla al iniciarse una
duración acorde con las leyes
físicas y fisiológicas, leyes que
rigen conjuntos complejos. Pero
antes ha habido el complicado
proceso del impulso, el instante
simple y criminal de la decisión.
Además, si enfocamos esa
atención en el espectáculo que nos
rodea, si en vez de ser atención
para el pensamiento íntimo la
consideramos como atención para
la vida, al punto nos damos cuenta
de que nace de una coincidencia. La
coincidencia es el mínimo de
novedad necesaria para lijar
nuestro espíritu. No podríamos
poner atención en un proceso de
desarrollo en que la duración fuera
el único principio de ordenación y
de
diferenciación
de
los
acontecimientos. Se necesita algo
nuevo para que intervenga el
pensamiento, algo nuevo para que
la conciencia se afirme y para que
la vida progrese. Pues bien, en su
principio, la novedad a todas luces
siempre es instantánea.
Finalmente, lo que mejor
analizaría la psicología de la
voluntad, de la evidencia, de la
atención, es el punto del espacio-
tiempo. Desafortunadamente, para
que ese análisis sea claro y
probante, sería preciso que el
lenguaje filosófico, o incluso el
lenguaje común, haya asimilado las
doctrinas de la relatividad. Se
siente ya que esa asimilación ha
empezado, aunque esté lejos de
haberse terminado. Sin embargo,
creemos que por ese camino se
podrá realizar la fusión del
atomismo espacial y del atomismo
temporal. Cuanto más íntima sea
esa fusión, mejor se comprenderá el
precio de la tesis de Roupnel. De
ese modo se captará mejor su
carácter concreto. El complejo
espacio-tiempo-conciencia es el
atomismo de triple esencia, es la
mónada afirmada en su triple
soledad, sin comunicación con las
cosas, sin comunicación con el
pasado y sin comunicación con las
almas extrañas.
Mas todas esas presunciones
parecerán tanto más débiles cuanto
que tienen en su contra muchos
hábitos de pensamiento y de
expresión.
Por
otra
parte,
claramente nos damos cuenta de que
la convicción no se obtendrá de un
solo golpe y de que el terreno
psicológico puede parecer a
muchos lectores poco propicio para
esas investigaciones metafísicas.
¿Qué
hemos
esperado
acumulando todas esas razones?
Sólo demostrar que, de ser
necesario, aceptaríamos el combate
en los terrenos más desfavorables.
Pero la posición metafísica del
problema es más fuerte en
resumidas
cuentas.
A
ella
dedicaremos
ahora
nuestro
esfuerzo. Consideremos pues la
tesis en toda su claridad. La
intuición temporal de Roupnel
afirma:
1. El carácter absolutamente
discontinuo del tiempo.
2. El carácter absolutamente
puntiforme del instante.
Por tanto, la tesis de Roupnel
realiza la aritmetización más
completa y más franca del tiempo.
La duración no es sino un número
cuya unidad es el instante.
Para
mayor
claridad,
enunciemos
además,
como
corolario, la negación del carácter
realmente temporal e inmediato de
la duración. Roupnel dice que «el
Espacio y el Tiempo sólo nos
parecen infinitos cuando no
existen».[7] Bacon había observado
ya que «no hay nada más vasto que
las cosas vacías». Inspirándonos en
esas fórmulas, creemos poder decir,
sin deformar el pensamiento de
Roupnel, que en verdad no existe
sino la nada que sea continua.
III
Conocemos de sobra la
réplica
que
provocaremos
escribiendo esa fórmula. Se nos
dirá que la nada del tiempo es
precisamente el intervalo que
separa los instantes en verdad
marcados por acontecimientos. De
ser necesario y para vencernos
mejor, se nos concederá que los
acontecimientos tienen nacimiento
instantáneo, si es preciso que
incluso son instantáneos, pero para
distinguir los instantes se reclamará
un intervalo con una existencia real.
Se nos querrá hacer decir que ese
intervalo es en verdad el tiempo, el
tiempo vacío, el tiempo sin
acaecimientos, el tiempo que dura,
la duración que se prolonga y que
se mide. Pero insistimos en afirmar
que el tiempo no es nada si en él no
ocurre nada, que no tiene sentido la
Eternidad antes de la creación; que
la nada no se mide y no podría tener
tamaño.
Sin duda nuestra intuición del
tiempo totalmente aritmetizado se
opone a una tesis común, por tanto
puede chocar con ideas comunes,
pero es conveniente que nuestra
intuición se juzgue en sí misma. Esa
intuición puede parecer pobre, pero
fuerza es reconocer que, en sus
desarrollos, hasta aquí es coherente
consigo misma.
Si por otra parte ofrecemos un
principio que dé pie a un sucedáneo
de la medida del tiempo, habremos
franqueado, o eso creemos, un
momento decisivo, sin duda el
último en que nos aguarde la
crítica.
Formulemos esa crítica de la
manera más brutal posible.
En la tesis de usted, se nos
dirá, no puede aceptar una medida
del tiempo como tampoco su
división en partes alícuotas; y sin
embargo, dice como todo el mundo
que la hora dura 60 minutos y que el
minuto equivale a 60 segundos. Por
tanto, cree usted en la duración. No
puede hablar sin emplear todos los
adverbios, todas las palabras que
evocan lo que dura, lo que pasa, lo
que se espera. En su propia
discusión, se ve obligado a decir:
mucho tiempo, durante, entretanto.
La duración está entonces en la
gramática, tanto en la morfología
como en la sintaxis.
Sí, las palabras están allí
antes que el pensamiento, antes que
nuestro esfuerzo por renovar un
pensamiento. Pero, ¿no es la
función del filósofo deformar lo
suficiente el sentido de las palabras
para obtener lo abstracto de lo
concreto,
para
permitir
al
pensamiento evadirse de las cosas?
¿No debe, como el poeta, «dar un
sentido más puro a las palabras de
la tribu?" (Mallarmé). Y si se
quiere reflexionar en el hecho de
que todas las palabras que
manifiestan las características
temporales están implicadas en las
metáforas, puesto que toman una
parte de sus radicales de los
aspectos espaciales, se verá que en
el terreno de la polémica no
estaríamos desarmados y sin duda
se nos dispensará de esa acusación
de círculo vicioso enteramente
verbal.
Mas el problema de la
medida
sigue
intacto
y
evidentemente es allí donde la
crítica debe parecer decisiva;
puesto que la duración se mide, es
porque tiene una magnitud. Por
tanto, lleva el signo evidente de su
realidad.
Veamos entonces si ese signo
es en verdad inmediato. Tratemos
de demostrar cómo, en nuestra
opinión, se debería plantear la
apreciación de la duración en la
intuición roupneliana.
¿Qué da al tiempo su
apariencia de continuidad? Al
parecer, el hecho de que,
imponiendo un corte donde
queramos, podemos designar un
fenómeno que muestre el instante
designado arbitrariamente. Así
estaríamos seguros de que nuestro
acto de conocimiento se entrega a
una cabal libertad de examen.
Dicho de otro modo, pretendemos
situar nuestros actos de libertad en
una línea continua puesto que en
cualquier
momento
podemos
experimentar la eficacia de nuestros
actos. Estamos seguros de todo
ello, pero es todo de lo que estamos
seguros.
Expresaremos
el
mismo
pensamiento en un lenguaje un tanto
distinto que, por lo demás, a
primera vista debe parecer
sinónimo de la primera expresión.
Diremos lo siguiente: podemos
experimentar la eficacia de nuestros
actos todas las veces que queramos.
Ahora, una objeción. ¿No
supone tácitamente la primera
manera
de
expresarnos
la
continuidad de nuestro ser y no es
esa continuidad supuesta como por
su propio peso la que transportamos
a cargo de la duración? Pero, ¿qué
garantía tenemos entonces de la
continuidad atribuida así a nosotros
mismos? Bastaría que el rimo de
nuestro
ser
deshilvanado
correspondiera a un ritmo del
Cosmos para que nuestro examen
sea siempre satisfactorio o, más
sencillamente, para probar lo
arbitrario de nuestro corte bastaría
que nuestra ocasión de acción
íntima correspondiera a una ocasión
del universo; en pocas palabras,
que se afirme una coincidencia en
un punto del espacio-tiempoconciencia. Siendo así, y ése es
nuestro argumento principal, todas
las veces nos parece entonces,
según la tesis del tiempo
discontinuo, sinónimo exacto de la
palabra siempre considerada en la
tesis del tiempo continuo. Si se
acepta permitirnos esta traducción,
todo el lenguaje de lo continuo se
nos transmite mediante el uso de
esa clave.
Por otra parte, la vida pone a
nuestra disposición una riqueza tan
prodigiosa de instantes que, ante la
cuenta en que los tenemos, ella
parece sumamente indefinida. Nos
percatamos de que podríamos
gastar mucho más y de ahí la
creencia de que podríamos gastar
sin contar. En ello reside nuestra
impresión de continuidad íntima.
En cuanto comprendemos la
importancia de una concomitancia
que se expresa mediante una
concordancia de instantes, la
interpretación del sincronismo es
evidente en la hipótesis de la
discontinuidad roupneliana y, una
vez más, hay que establecer cierto
paralelismo entre las intuiciones de
Bergson y las intuiciones de
Roupnel:
Dos
fenómenos
son
sincrónicos, dirá el filósofo
bergsoniano,
si
concuerdan
siempre. Es cosa de ajustar
devenires y acciones.
Dos
fenómenos
son
sincrónicos, dirá el filósofo
roupneliano, si cada vez que el
primero está presente también lo
está el segundo. Es cuestión de
ajustar reanudaciones y actos. ¿Cuál
es la fórmula más prudente?
Decir, con Bergson, que el
sincronismo corresponde a dos
desarrollos paralelos equivale a
rebasar un poco las pruebas
objetivas, a ensanchar el campo de
nuestra verificación. Recusamos
esa extrapolación metafísica que
afirma una continuidad en sí,
cuando que nunca estamos sino ante
la discontinuidad de nuestra
experiencia.
El
sincronismo
entonces aparece siempre en una
numeración concordante de los
instantes eficaces, nunca como una
medida en cierto modo geométrica
de una duración continua.
Aquí sin duda se nos detendrá
para hacer otra objeción: se nos
dirá que, incluso admitiendo que el
fenómeno en general se pueda
someter a un examen sobre el
esquema temporal exacto de la toma
de perspectiva cinematográfica, no
puede usted desconocer que, en
realidad, sigue siendo posible una
división del tiempo y que incluso
sigue siendo deseable si se quiere
seguir el desarrollo del fenómeno
en todas sus sinuosidades; y se nos
citará tal o cual ultracinematógrafo
que describe el devenir en
diezmilésimas de segundo. ¿Por qué
entonces habríamos de detenernos
en la división del tiempo?
La razón por la cual nuestros
adversarios postulan una división
sin término es que siempre sitúan su
examen en el nivel de una vida
general, resumida en la curva del
impulso vital. Como vivimos una
duración que parece continua en un
examen macroscópico, para el
examen de los detalles nos vemos
inducidos a apreciar la duración en
fracciones cada vez más pequeñas
de nuestras unidades elegidas.
Pero el problema cambiaría
de sentido si consideráramos la
construcción real del tiempo a
partir de los instantes en vez de su
división aún facticia a partir de la
duración. Entonces veríamos que el
tiempo se multiplica de acuerdo con
el esquema de las correspondencias
numéricas, lejos de dividirse según
el esquema de la parcelación de una
continuidad.
Por lo demás, la palabra
fracción es ya ambigua. Desde
nuestro punto de vista, habría que
evocar aquí la teoría de la fracción
tal como la había resumido
Couturat. Una fracción es el
agrupamiento de dos números
enteros, en que el denominador no
divide
verdaderamente
al
numerador. Entre los partidarios de
la continuidad temporal y nosotros,
la diferencia sobre ese aspecto
aritmético del problema es la
siguiente: nuestros adversarios
parten
del
numerador
que
consideran una cantidad homogénea
y continua —y sobre todo una
cantidad dada de manera inmediata
— para las necesidades del
análisis; dividen ese «dato» entre el
denominador que de ese modo se
entrega a lo arbitrario del examen,
arbitrariedad tanto mayor cuanto
más sutil es el examen; nuestros
adversarios incluso podrían temer
«disolver» la duración si llevaran
demasiado lejos el análisis
infinitesimal.
Nosotros,
en
cambio,
partimos del denominador que es
signo de la riqueza de instantes del
fenómeno, base de la comparación;
se le conoce naturalmente, con la
mayor sutileza. —Pretendemos, en
efecto, que sería absurdo tener
menos sutileza en el aparato de
medida que en el fenómeno por
medir. —Apoyándonos en esa base,
nos preguntamos entonces cuántas
veces corresponde a ese fenómeno
finamente
escandido
una
actualización del fenómeno más
perezoso;
los
aciertos
del
sincronismo nos dan al fin el
numerador de la fracción.
Las
dos
fracciones
constituidas de ese modo pueden
poseer el mismo valor. No se
construyen de la misma manera.
Ciertamente, entendemos la
tácita objeción: ¿no es preciso, para
sacar cuenta de los aciertos, que un
misterioso director de orquesta
marque un compás fuera y por
encima de los dos ritmos
comparados? En otras palabras, se
nos dirá, ¿no es de temer que su
análisis
utilice
la
palabra
«mientras», aún no pronunciada por
usted? En efecto, en la tesis
roupneliana toda la dificultad
estriba en evitar las palabras
tomadas de la psicología habitual
de la duración. Pero, una vez más,
si se accede de buena gana a
ejercitarse en meditar yendo del
fenómeno rico en instantes al
fenómeno pobre en ellos —del
denominador al numerador— y no a
la inversa, se aprecia que se puede
pasar no sólo de las palabras que
sugieren la idea de duración, lo
cual no sería más que un acierto
verbal, sino en fin de la idea de
duración misma, lo cual demuestra
que, en ese terreno en que reinaba
como dueña y señora, sólo se
podría utilizar como servidora.
Pero, para mayor claridad,
demos un esquema de la
correspondencia; luego, de acuerdo
con ese esquema, hagamos las dos
lecturas, la que está en lenguaje de
duración y la que está en lenguaje
de instantes, al mismo tiempo que
en esa doble lectura permanecemos,
por lo demás, dentro de la tesis
roupneliana. Supongamos que el
fenómeno
macroscópico
esté
figurado por la primera línea de
puntos:
1. Colocamos esos puntos sin
fijarnos en el intervalo puesto que,
para nosotros, no es por ello que la
duración tiene un sentido, ni un
esquema, puesto que para nosotros
el intervalo continuo es la nada y
desde luego la nada no tiene
«longitud» como tampoco duración.
Supongamos que el fenómeno
escandido finamente esté figurado
por la segunda línea de puntos, con
las mismas reservas de antes.
Comparemos
esquemas.
los
dos
Si ahora leemos a la manera
de los partidarios de la continuidad,
de arriba abajo —a pesar de todo
lectura roupneliana— diremos que
mientras que el fenómeno se
produce una vez, el fenómeno se
produce tres veces. Apelaremos a
una duración que domine las tres
series, duración en que nuestra
palabra «mientras» cobrará sentido
y se esclarecerá en campos cada
vez más vastos, como los del
minuto, de la hora, del día...
En cambio, si leemos el
sincronismo a la manera de los
partidarios absolutos de lo
discontinuo, de abajo arriba,
diremos que una de cada tres veces
corresponde a los fenómenos de
apariciones numerosas (fenómenos
que se acercan más al tiempo real)
un
fenómeno
de
tiempo
macroscópico.
En el fondo, ambas lecturas
son equivalentes, pero la primera se
antoja demasiado imaginativa; la
segunda está más cerca del texto
primitivo.
Precisemos
nuestro
pensamiento mediante una metáfora.
En la orquesta del Mundo hay
instrumentos que callan con
frecuencia, pero es falso decir que
haya siempre un instrumento que
toca. El Mundo está regido de
acuerdo con una medida musical
impuesta por la cadencia de los
instantes. Si pudiéramos oír todos
los instantes de la realidad,
comprenderíamos que la corchea no
está hecha con trozos de blanca sino
que, antes bien, la blanca repite la
corchea. De esa repetición nace la
impresión de continuidad.
Así se comprende que la
riqueza relativa en instantes nos
prepara una especie de medida
relativa del tiempo. Para hacer la
cuenta exacta de nuestra fortuna
temporal, medir en suma todo lo
que se repite en nosotros mismos,
sería preciso vivir en verdad todos
los instantes del tiempo. Dentro de
esa totalidad se obtendría el
verdadero despliegue del tiempo
discontinuo y en la monotonía de la
repetición se encontraría la
impresión de la duración vacía y,
por consiguiente, pura. Basado en
una comparación numérica con la
totalidad de los instantes, el
concepto de riqueza temporal de
una vida o de un fenómeno
particulares cobraría entonces un
sentido absoluto, de acuerdo con la
manera en que se utilice esa riqueza
o, antes bien, de acuerdo con el
modo en que falle su realización.
Pero esa base absoluta se nos niega
y debemos contentarnos con
balances relativos.
He aquí entonces que se
prepara una concepción de la
duración-riqueza, que debe prestar
los mismos servicios que la
duración-extensión. Puede verse
que no solamente explica los
hechos sino también antes que nada
las ilusiones; lo que, en términos
psicológicos, es de importancia
decisiva, pues la vida del espíritu
es ilusión antes de ser pensamiento.
Comprendemos
también
que
nuestras
ilusiones
constantes,
encontradas sin cesar, no son más
que ilusión pura y que al meditar
nuestro error nos acercamos a la
verdad. La Fontaine tiene razón
cuando nos habla de las ilusiones
«que
jamás
se
equivocan
mintiéndonos siempre».
Entonces puede reducirse el
duro rigor de las metafísicas
sapientes y nosotros podemos
regresar a las márgenes de Siloé,
donde
se
reconcilian,
completándose, el espíritu y el
corazón. Lo que constituye el
carácter afectivo de la duración, la
alegría o el dolor de ser, es la
proporción o la desproporción de
las horas de vida utilizadas como
hora de pensamiento o como hora
de simpatía. La materia se olvida
de ser, la vida se olvida de vivir y
el corazón se olvida de amar.
Durmiendo perdemos el Paraíso.
Por lo demás, sigamos la
perspectiva de nuestra pereza: el
átomo irradia y con frecuencia
existe, utiliza gran número de
instantes y sin embargo no utiliza
todos los instantes. La célula viva
es ya más avara en sus esfuerzos y
utiliza tan sólo una fracción de las
posibilidades temporales que le
entrega el conjunto de átomos que
la constituyen. En cuanto al
pensamiento, él utiliza la vida por
relámpagos
irregulares.
¡Tres
filtraciones a través de las cuales
vienen a la conciencia demasiado
pocos instantes!
Entonces sentimos un sordo
sufrimiento cuando vamos en busca
de
los
instantes
perdidos.
Recordamos aquellas horas ricas
que se marcan con mil repiques de
campanas de Pascua, de aquellas
campanas de resurrección cuyos
golpes no se cuentan porque todos
cuentan, porque cada cual tiene un
eco en nuestra alma despierta. Y
ese recuerdo de dicha es ya
remordimiento cuando comparamos
con esas horas de vida total las
horas intelectualmente lentas por
ser relativamente pobres, las horas
muertas por estar vacías —vacías
de intención, como decía Carlyle
del fondo de su tristeza—, las horas
hostiles interminables porque no
dan nada.
Ynosotros soñamos con una
hora divina que lo diera todo. No
con la hora plena, sino con la hora
completa. La hora en que todos los
instantes
del
tiempo
fueran
utilizados por la materia, la hora en
que todos los instantes realizados
en la materia fueran utilizados por
la vida, la hora en que todos los
instantes vivos fueran sentidos,
amados
y
pensados.
Por
consiguiente, la hora en que la
relatividad de la conciencia fuera
borrada, puesto que la conciencia
estaría a la medida exacta del
tiempo completo.
Finalmente,
el
tiempo
objetivo es el tiempo máximo. el
que contiene todos los instantes.
Está hecho del conjunto denso de
los actos del Creador.
Faltaría ahora dar cuenta del
carácter vectorial de la duración,
indicar aquello que causa la
dirección del tiempo, por qué una
perspectiva
de
instantes
desaparecidos puede llamarse
pasado, por qué una perspectiva de
espera puede llamarse porvenir.
Si pudimos hacer comprender
el significado primordial de la
intuición propuesta por Roupnel, se
debe estar dispuesto a admitir que
—como la duración— el pasado y
el porvenir corresponden a
impresiones en esencia secundarias
e indirectas. Ni el pasado ni el
porvenir conciernen a la esencia
del ser y aún menos a la esencia
primordial
del
tiempo.
Repitámoslo, para Roupnel el
tiempo es el instante, y el instante
presente tiene toda la carga
temporal. El pasado es tan vacío
como el porvenir. El porvenir está
tan muerto como el pasado. El
instante no acoge en su seno ninguna
duración; no impele ninguna fuerza
en uno u otro sentido. No tiene dos
caras, es entero y solo. Se podrá
meditar cuanto se quiera en su
esencia, pero no hallar en él la raíz
de una dualidad suficiente y
necesaria
para
pensar
una
dirección.
Por lo demás, cuando bajo la
inspiración de Roupnel queremos
ejercitarnos en la meditación del
Instante, nos damos cuenta de que el
presente no pasa, pues un instante
sólo se deja para encontrar otro; la
conciencia es conciencia del
instante, y la conciencia del instante
es la conciencia: dos fórmulas éstas
tan cercanas que nos colocan en la
más próxima de las reciprocidades
y afirman una asimilación de la
conciencia pura y de la realidad
temporal. Una vez presa en una
meditación solitaria, la conciencia
posee la inmovilidad del instante
aislado.
El tiempo puede recibir una
homogeneidad pobre pero pura
considerado en el aislamiento del
instante. Por lo demás, esta
homogeneidad del instante no
prueba nada contra la anisotropía
resultante de agrupamientos que
permiten
encontrar
la
individualidad de las duraciones,
señaladas tan acertadamente por
Bergson. En otras palabras, puesto
que en el propio instante no hay
nada que nos permita postular una
duración, puesto que tampoco hay
nada que de manera inmediata
pueda dar razón de nuestra
experiencia, sin embargo real, de lo
que llamamos el pasado y el
porvenir, nos es absolutamente
necesario tratar de construir la
perspectiva de instantes única que
designa el pasado y el porvenir.
Ahora bien, escuchando la
sinfonía de los instantes, se sienten
frases que mueren, frases que caen
y son arrastradas al pasado. Mas,
por el propio hecho de ser una
apariencia secundaria, esa huida
hacia el pasado es absolutamente
relativa. Un ritmo se apaga respecto
de otra partitura de la sinfonía que
prosigue. Decrecimiento relativo
éste que se representaría de manera
bastante adecuada mediante el
esquema siguiente:
Del tres por cinco se
constituye en dos por cinco, luego
en uno por cinco y luego en el
silencio de un ser que nos deja
cuando alrededor el mundo
continúa resonando.
Con
este
esquema
se
comprende lo que tiene a la vez de
potencial y relativo aquello que, sin
precisar sus lindes, llamamos la
hora presente. Un ritmo que
continúa inmutable es un presente
con duración. Ése presente que dura
está hecho de instantes múltiples
que, desde un punto de vista
particular, tienen la seguridad de
una perfecta monotonía. Con esas
monotonías
se
hacen
los
sentimientos
perdurables
que
determinan la individualidad de un
alma particular. Por lo demás, la
unificación se puede establecer en
medio de circunstancias sumamente
diversas. Para quien sigue amando,
un amor muerto es a la vez presente
y pasado; es presente para el
corazón fiel y pasado para el
corazón infeliz. Por tanto, es
sufrimiento y consuelo para el
corazón que acepta al mismo
tiempo el sufrimiento y el recuerdo.
Lo que equivale a decir que un
amor permanente, signo de un alma
durable, es otra cosa que
sufrimiento y felicidad, y que,
trascendiendo la contradicción
afectiva, un sentimiento que dura
adquiere un sentimiento metafísico.
Un alma amante en verdad
experimenta la solidaridad de los
instantes repetidos con regularidad.
Recíprocamente, un ritmo uniforme
de instantes es una forma a priori de
la simpatía.
Un esquema opuesto al
primero nos representaría un ritmo
naciente y nos daría los elementos
de la medida relativa de su
progreso. El oído musical oye el
destino de la melodía y sabe cómo
acabará la frase empezada.
Preoímos el porvenir del sonido
como prevemos el porvenir de una
trayectoria. Nos tendemos con toda
la fuerza hacia el porvenir
inmediato; y esa tensión constituye
nuestra duración actual. Como dice
Guyau, es nuestra intención la que
en verdad ordena el provenir como
una perspectiva cuyo centro de
proyección somos nosotros. «Es
preciso desear, es preciso querer,
es preciso alargar la mano y andar
para crear el porvenir. El porvenir
no es lo que viene hacia nosotros,
sino aquello hacia lo cual vamos»[8]
Tanto el sentido como el alcance
del porvenir están inscritos en el
propio presente.
Así construimos tanto en el
tiempo como en el espacio. En lo
cual hay cierta persistencia
metafórica que habremos de
aclarar. Reconocemos entonces que
el recuerdo del pasado y la
previsión del porvenir se basan en
hábitos. Y como el pasado es sólo
un recuerdo y el porvenir sólo una
previsión, afirmaremos que pasado
y porvenir no son en el fondo sino
hábitos. Por otra parte, esos hábitos
se hallan lejos de ser inmediatos y
precoces.
Finalmente,
las
características que hacen que el
Tiempo nos parezca durar, como
aquellas que hacen que se defina
según las perspectivas del pasado y
del porvenir, no son, a nuestro
entender, propiedades de primer
aspecto.
El
filósofo
debe
reconstruirlas apoyándose en la
única realidad temporal dada de
manera inmediata al Pensamiento
sobre la realidad del Instante.
Ya veremos que en ese punto
se condensan todas las dificultades
de Siloé. Mas éstas pueden
provenir
de
las
ideas
preconcebidas del lector. Si de
buena gana se acepta sujetar con
fuerza los dos extremos de la
cadena que vamos a fijar, en
seguida se comprenderá mejor el
encadenamiento de los argumentos.
Éstas
son
nuestras
dos
conclusiones, al parecer opuestas,
que habremos de conciliar:
la. La duración no tiene fuerza
directa; el tiempo real sólo existe
verdaderamente por el instante
aislado, está por entero en lo actual,
en el acto, en el presente.
2a. Sin embargo, el ser es un
lugar de resonancia para los ritmos
de los instantes y, como tal,
podríamos decir que tiene un
pasado, como se dice que un eco
tiene una voz. Pero ese pasado es
sólo un hábito presente y ese estado
presente del pasado sigue siendo
una metáfora. Y en efecto, para
nosotros el hábito no se inscribe ni
en una materia ni en un espacio.
Sólo puede tratarse de un hábito
absolutamente sonoro que, así lo
creemos, sigue siendo en esencia
relativo. El hábito que para
nosotros es pensamiento resulta
demasiado aéreo para registrarse y
demasiado inmaterial para dormir
en la materia. Es un juego que
prosigue, una frase musical que
debe repetirse porque es parte de
una sinfonía en la que tiene una
función. Al menos, así es como,
mediante el hábito, trataremos de
solidarizar el pasado y el porvenir.
Naturalmente, el ritmo es
menos sólido por el lado del
porvenir. Entre las dos nadas, del
ayer y del mañana, no hay simetría.
El porvenir es tan sólo un preludio,
una frase que se sugiere y que se
ensaya. Una sola frase. El Mundo
no se prolonga sino por una
brevísima preparación. En la
sinfonía que se crea, el porvenir se
asegura sólo por unas cuantas
medidas.
Humanamente, la disimetría
del pasado y del porvenir es
radical. El pasado es en nosotros
una voz que ¡ encontró eco. De ese
modo damos fuerza a lo que no es
sino una forma o, más aún, damos
una forma única a la pluralidad de
las formas. Mediante esa síntesis, el
pasado cobra entonces el peso de la
realidad.
Mas, por extenso que sea
nuestro deseo, el porvenir es una
perspectiva sin profundidad. No
tiene en verdad el menor nexo
sólido con la realidad. Es la razón
por la cual nos decimos que está en
el seno de Dios.
Tal vez todo se aclare si
podemos resumir el segundo tema
de la filosofía roupneliana.
Queremos hablar del hábito.
Roupnel lo estudia en primer lugar.
Si hemos trastocado el orden de
nuestro examen es porque la
negación absoluta de la realidad del
pasado constituye el temible
postulado que se debe admitir, antes
de apreciar convenientemente la
dificultad que hay en asimilarlo a
las ideas corrientes sobre el hábito.
En pocas palabras, en el capítulo
siguiente nos preguntaremos cómo
se puede conciliar la psicología
usual del hábito con una tesis que
niega al pasado una acción directa e
inmediata
sobre
el
instante
presente.
Sin embargo, antes de abordar
ese capítulo, podríamos, si tal fuese
nuestra meta, buscar en el campo de
la ciencia contemporánea razones
para fortalecer la intuición del
tiempo discontinuo. Roupnel no ha
dejado
de
establecer
una
comparación entre su tesis y la
descripción moderna de los
fenómenos de radiación en la
hipótesis de los cuanta.[9] En el
fondo, la contabilidad de la energía
atómica se realiza empleando la
aritmética más que la geometría.
Esa contabilidad se expresa con
frecuencias y no con duraciones,
mientras el lenguaje del «cuántas
veces» suplanta poco a poco al
lenguaje del «cuánto tiempo».
Por otra parte, en el momento
en que Roupnel escribía, no estaba
en posibilidad de prever toda la
extensión que habrían de cobrar las
tesis de la discontinuidad temporal,
tal como fueron presentadas en el
Congreso del Instituto Solvay en
1927. Leyendo también los trabajos
modernos sobre las estadísticas
atómicas, nos damos cuenta de que
se vacila en fijar el elemento
fundamental de esas estadísticas.
¿Qué se debe enumerar: electrones,
cuanta, grupos de energía? ¿Dónde
poner la raíz de la individualidad?
No es absurdo remontarse hasta una
realidad temporal misma para
hallar el elemento movilizado por
el azar. De ese modo se puede
pensar
en
una
concepción
estadística
de
los
instantes
fecundos, considerado cada cual en
su aislamiento y su independencia.
También habría interesantes
relaciones que establecer entre el
problema de la existencia positiva
del átomo y su manifestación aún
instantánea. En ciertos aspectos, se
interpretarían de manera bastante
conveniente los fenómenos de
radiación diciendo que el átomo
sólo existe en el momento en que
cambia. Si se agrega que ese
cambio se opera bruscamente, se es
proclive a admitir que toda la
realidad se condensa en el instante;
se debería hacer la cuenta de su
energía valiéndose no de las
velocidades sino de los impulsos.
En cambio, mostrando la
importancia del instante en el
acontecimiento se haría ver toda la
debilidad de la objeción, repetida
sin
cesar,
del
carácter
supuestamente real del «intervalo»
que separa dos instantes. Para las
concepciones
estadísticas
del
tiempo, el intervalo entre dos
instantes es sólo un intervalo de
probabilidad; cuando más se alarga
su nada, hay mayor probabilidad de
que un instante venga a terminarlo.
Es esa acentuación de probabilidad
la que mide su tamaño. La duración
vacía, la duración pura sólo tiene
entonces
una
medida
de
probabilidad. Cuando ya no irradia,
el átomo pasa a una existencia
energética enteramente virtual; ya
no gasta nada, la velocidad de sus
electrones va no usa ninguna
energía; en ese estado virtual
tampoco economiza una fuerza que
podría liberar tras un largo reposo.
A decir verdad es tan sólo un
juguete olvidado, y aún menos: tan
sólo una regla de juego enteramente
formal que organiza simples
posibilidades.
La
existencia
volverá al
átomo con la
probabilidad; en otras palabras, el
átomo recibirá el don de un instante
fecundo, pero lo recibirá por azar,
como una novedad esencial, según
las
leyes
del
cálculo
de
probabilidades, porque fuerza es
que tarde o temprano el Universo
tenga en todas sus partes lo que
corresponde de la realidad
temporal, porque lo posible es una
tentación que la realidad siempre
acaba por aceptar.
Por lo demás, el azar obliga
sin atar con una necesidad absoluta.
Se comprende entonces que el
tiempo que en verdad carece de
acción real pueda dar la ilusión de
una acción fatal. Si un átomo
permaneció inactivo muchas veces
mientras que los átomos vecinos
irradiaron, la ocasión de actuar de
ese átomo tanto tiempo dormido y
aislado es cada vez más probable.
El reposo aumenta la probabilidad
de la acción, pero no prepara ésta
en realidad. La duración no actúa
«a la manera de una causa»,[10] sino
que actúa a la manera de una
probabilidad. Una vez más, el
principio de causalidad se expresa
mejor en el lenguaje de la
numeración de los actos que en el
lenguaje de la geometría de las
acciones que duran.
Pero todas esas pruebas
científicas caen fuera de nuestra
investigación actual. En caso de
desarrollarlas, apartaríamos al
lector de la meta que se persigue. Y
efectivamente,
no
queremos
emprender aquí sino una tarea de
liberación mediante la intuición.
Como la intuición de la continuidad
nos oprime con frecuencia, no hay
duda de que resulta útil interpretar
las cosas con la intuición opuesta.
Independientemente de lo que se
piense de la fuerza de nuestras
demostraciones, no es posible
desconocer el interés que existe en
multiplicar
las
intuiciones
diferentes en la base de la filosofía
y de la ciencia. Leyendo el libro de
Roupnel, nosotros mismos nos
hemos sentido impresionados por la
lección de independencia intuitiva
que recibíamos desarrollando una
intuición difícil. Por medio de la
dialéctica de las intuiciones
llegaremos a valemos de las
intuiciones, sin peligro de quedar
deslumbrados
por
ellas.
Considerada
en su aspecto
filosófico, la intuición del tiempo
discontinuo ayuda al lector que, por
los terrenos más variados de las
ciencias físicas, quiere seguir la
introducción de las tesis sobre la
discontinuidad. El tiempo es lo más
difícil de pensar en forma
discontinua. Por consiguiente, es la
meditación de esa discontinuidad
temporal realizada mediante el
Instante aislado la que nos abrirá
los caminos más directos para una
pedagogía de la discontinuidad.
II. El problema del hábito y
el tiempo discontinuo
Toda alma es una melodía que
se debe renovar.
Mallarmé
I
A primera vista, como
indicábamos antes, el problema del
hábito parece insoluble a partir de
la tesis temporal que acabamos de
desarrollar. En electo, hemos
negado la existencia real del
pasado; hemos demostrado que el
pasado estaba totalmente muerto
cuando el nuevo instante afirmaba
la realidad. Y he aquí que, de
conformidad con la idea que en
general nos hacemos del hábito, nos
veremos obligados a restituir al
hábito, legado de un pasado extinto,
la fuerza que da al ser una figura
estable bajo el devenir en
movimiento. Por tanto es posible
temer que nos hayamos adentrado
en un callejón sin salida. Ya
veremos cómo, siguiendo a Roupnel
con confianza en ese difícil terreno,
podremos encontrar nuevamente las
grandes vías de las intuiciones
filosóficas fecundas.
Roupnel mismo indica el
carácter de su tarea: «Ahora nos es
preciso investir al átomo de las
realidades que hemos quitado al
Espacio y al Tiempo, y sacar
partido de los despojos arrancados
a esos dos expoliadores del
Templo».[1] Y es que, en efecto, el
ataque dirigido contra la realidad
atribuida al espacio continuo no es
menos viva que el ataque que
liemos descrito contra la realidad
atribuida a la duración, considerada
como una continuidad inmediata.
Para Roupnel, el átomo tiene
propiedades espaciales del mismo
modo y de manera tan indirecta
como tiene propiedades químicas.
En otras palabras, el átomo no se
sustantiva tomando un trozo de
espacio que de tal suerte sería el
armazón de la realidad, todo lo que
hace es exponerse en el espacio. El
plan del átomo sólo organiza puntos
separados, como su devenir
organiza instantes aislados. No es
el espacio ni tampoco el tiempo el
que porta en verdad las fuerzas de
solidaridad del ser. En otra parte no
actúa sobre aquí, como tampoco
antaño actúa sobre ahora.
Visto desde el exterior, el ser
está doblemente bloqueado en la
soledad del instante y del punto. A
esa soledad física redoblada se
agrega, como hemos dicho, la
soledad de la conciencia cuando se
trata de captar al ser por dentro.
Cómo no ver en ello un
reforzamiento de las intuiciones
leibnizianas. Leibniz negaba la
solidaridad directa y activa de los
seres distribuidos en el espacio. En
cambio, la armonía preestablecida
suponía en el seno de cada mónada
una
verdadera
continuidad
realizada por la acción de un
tiempo universal y absoluto a lo
largo del cual se mostraba la
perfecta concordancia de todas las
mónadas. En Siloé encontramos una
negación adicional, la negación de
la solidaridad directa del ser
presente con el ser pasado. Pero,
una vez más, si esa solidaridad de
los instantes del tiempo no es ni
directa ni está dada; si, en otras
palabras, no es la duración la que
liga de manera inmediata los
instantes reunidos en grupos de
acuerdo con ciertos principios, es
más necesario que nunca demostrar
cómo una solidaridad no directa, no
temporal, se manifiesta en el
devenir del ser. En resumen, nos es
preciso hallar un principio para
reemplazar la hipótesis de la
armonía preestablecida. Hacia eso
se orientan, según nosotros, las
tesis roupnelianas sobre el hábito.
Nuestro problema consistirá
entonces en demostrar antes que
nada que el hábito sigue siendo
concebible aun cuando se le separe
de su apoyo en un pasado postulado
de manera gratuita y errónea como
directamente
eficaz.
Luego
necesitaremos demostrar que ese
hábito, definido esta vez en la
intuición de los instantes aislados,
explica al mismo tiempo la
permanencia del ser y su progreso.
Pero
paréntesis.
antes
abramos
un
Si nuestra posición es difícil,
en cambio la de nuestros
adversarios es de una facilidad
sorprendente. Veamos por ejemplo
cómo todo es simple para el
pensamiento realista, para el
pensamiento que lo «realiza» todo.
En primer término, el ser es la
sustancia, la sustancia que, por
gracia de las definiciones, es al
mismo tiempo soporte de las
cualidades y soporte del devenir. El
pasado deja una huella en la
materia, por tanto pone un reflejo en
el presente y por tanto siempre está
materialmente vivo. Si se habla del
germen, el porvenir parece
preparado con la misma facilidad
con que la célula cerebral guarda el
recuerdo. En cuanto al hábito, inútil
es explicarlo puesto que es el que
lo explica todo. Baste decir que el
cerebro es la reserva de los
esquemas motores para comprender
que el hábito es un mecanismo
puesto a disposición del ser por los
antiguos esfuerzos. Así, el hábito
diferenciará la materia del ser, al
grado de organizar la solidaridad
del pasado y del porvenir. ¿Cuál es
en el fondo la palabra-fuerza que
aclara toda esa psicología realista?
Es la palabra que traduce una
inscripción. En cuanto se dice que
el pasado o el hábito están inscritos
en la materia, todo está explicado y
no hay pregunta.
Debemos ser más exigentes
con nosotros
mismos.
Para
nosotros, una inscripción no explica
nada. Formulemos antes que nada
nuestras objeciones contra la acción
material del instante presente sobre
los instantes futuros, tal como el
germen sería capaz de ejercerla en
la transmisión de las formas vitales.
Como observa Roupnel, sin duda es
conveniencia
de
lenguaje
particularmente fácil investir el
germen con todas las promesas que
realizará el individuo y colocar en
él el patrimonio reunido de los
hábitos que realizarán para el ser
sus formas y sus funciones. Pero
cuando decimos que el total de esos
hábitos está contenido en el germen,
es preciso estar de acuerdo sobre el
sentido de la expresión o, antes
bien, sobre el valor de la imagen.
Nada sería más peligroso que
imaginar el germen como un
continente cuyo contenido sería un
conjunto de propiedades. Esa
asociación de lo abstracto y de lo
concreto es imposible, y además no
explica nada.[2]
Es curioso vincular con esa
crítica una objeción metafísica
presentada por Koyré en su análisis
del pensamiento místico:
Quisiéramos insistir, sin
embargo, en la concepción del
germen que, oculta o expresada, se
encuentra
en
toda
doctrina
organicista. La idea del germen es,
en efecto, un misterium. Concentra,
por decirlo así, todas las
particularidades del pensamiento
organicista. Es una verdadera unión
de los opuestos, e incluso de lo
contradictorio. Podría decirse que
el germen es lo que no es. Es ya lo
que aún no es, lo que tan sólo habrá
de ser. Lo es puesto que, de otro
modo, no podría llegar a serlo. Y
no lo es porque, de otro modo,
¿cómo podría llegar a serlo? El
germen es al mismo tiempo la
materia que evoluciona y la fuerza
que lo hace evolucionar. El germen
actúa sobre sí mismo. Es una causa
sai; si no la del ser, cuando menos
la
de
su
desarrollo.
El
entendimiento al parecer no es
capaz de captar ese concepto: el
ciclo orgánico de la vida
necesariamente se transforma para
la lógica lineal en círculo vicioso.
[3]
La razón de esa confusión
plena de contradicciones proviene
sin duda del hecho de haber reunido
dos definiciones diferentes de la
sustancia que al mismo tiempo debe
tener el ser y el devenir, el instante
real y la duración pensada, lo
concreto y lo construido o, para
decirlo mejor con Roupnel, lo
concreto y lo abstracto.
Si en la generación de los
seres vivos —cuando sin embargo
es concebible un plan normativo—:
no se llega a comprender
claramente la acción del instante
presente sobre los instantes futuros,
cuánto más prudente se debería ser
cuando se postula la inscripción de
los mil acaecimientos confusos y
enredados del pasado en la materia
encargada de actualizar el tiempo
desaparecido.
En primer término, ¿por qué
habría la célula nerviosa de
registrar ciertos acaecimientos y no
otros? De una manera más precisa,
si no hay una acción normativa o
estética, ¿cómo puede el hábito
conservar una regla y una forma?
En el fondo, es siempre el mismo
debate. Los partidarios de la
duración no se sienten culpables de
multiplicar y de prolongar las
acciones
temporales.
Quieren
beneficiarse al mismo tiempo de la
continuidad de la acción cada vez
más cerca y de la discontinuidad de
una acción que permaneciera latente
y esperara a lo largo de la duración
el instante propicio para renacer.
Según ellos, un hábito se refuerza
tanto durando como repitiéndose.
Los
partidarios
del
tiempo
discontinuo más bien se sorprenden
ante la novedad de los instantes
fecundos que da al hábito su
flexibilidad y su eficacia; quisieran
explicar su función y su persistencia
sobre todo mediante el ataque del
hábito, así como la acometida del
arco decide el sonido siguiente. El
hábito sólo puede utilizar la energía
si ésta se desgrana siguiendo un
ritmo particular. Tal vez en ese
sentido pueda interpretarse la
fórmula roupneliana: «La energía es
sólo una gran memoria».[4] Y en
efecto, no es utilizable sino por la
memoria; ella es la memoria de un
ritmo.
Para nosotros, el hábito
siempre es entonces un acto
restituido en su novedad; las
consecuencias y el desarrollo de
ese acto se entregan a hábitos
subalternos, sin duda menos ricos,
aunque también gasten su energía
obedeciendo a actos primordiales
que los dominan. Samuel Butler
observaba ya que la memoria se ve
afectada sobre todo por dos fuerzas
de características opuestas: «La de
la novedad y la de la rutina, por los
incidentes o los objetos que nos son
más o menos familiares».[5] En
nuestra opinión, ante esas dos
fuerzas, el ser reacciona más bien
de manera sintética que dialéctica,
y nosotros de grado definiríamos el
hábito como una asimilación
rutinaria de una novedad. Mas no
introduzcamos con esa noción de
rutina una mecanización inferior, lo
cual nos expondría a una acusación
de relatividad de puntos de vista y
en cuanto se lleva el examen al
terreno de la rutina se da uno cuenta
de que, igual que los hábitos
intelectuales más activos, ésta se
beneficia con el impulso dado por
la novedad radical de los instantes.
Examínese el juego de los hábitos
jerarquizados; se verá que una
aptitud sólo sigue siendo aptitud si
se esfuerza por superarse, si
constituye un progreso. Si el
pianista no quiere tocar hoy mejor
que ayer, se abandona a hábitos
menos claros. Si está ausente de la
obra, sus dedos pronto perderán el
hábito de correr sobre el teclado.
El alma es en verdad la que dirige
la mano. Por tanto, es preciso
captar la costumbre en su
crecimiento para captarla en su
esencia; de ese modo, por el
incremento de su éxito es síntesis
de la novedad y de la rutina, y esa
síntesis es lograda por los instantes
fecundos.[6]
Desde ese momento se
comprende que las grandes
creaciones, por ejemplo la creación
de un ser vivo, reclame al principio
una materia en cierto modo fresca,
propia para acoger la novedad con
fe. Y ésa es la palabra que sale de
la pluma de Butler:
En cuanto a tratar de explicar
cómo la parcela más pequeña de
materia pudo impregnarse de tanta
fe para que se deba considerar el
principio de vida, o a determinar en
qué consiste esa fe, es cosa
imposible, y todo lo que podemos
decir es que esa fe es parte de la
esencia misma de todas las cosas y
no se basa en nada.[7]
Lo es todo, diríamos nosotros,
porque actúa en el nivel mismo de
la síntesis de los instantes; pero
sustancialmente no es nada, puesto
que pretende trascender la realidad
del instante. Una vez más, la Fe es
aquí espera y novedad. Nada menos
tradicional que la fe en la vida. En
su embriaguez de novedad, el ser
que se ofrece a la vida incluso está
dispuesto a considerar el presente
como una promesa del porvenir. La
fuerza más grande es la ingentiidad.
Y precisamente, Roupnel ha
señalado el estado de recogimiento
en que se encuentra el germen de
donde saldrá la vida. Comprendió
cuánta libertad afirmada había en un
principio absoluto. El germen sin
duda es un ser que en ciertos
aspectos imita, que vuelve a
empezar, aunque en verdad no
pueda hacerlo sino en la
exuberancia de un principio. Su
verdadera función es principiar. «El
germen no lleva consigo otra cosa
que un principio de procreación
celular».[8] En otras palabras, el
germen es el principio de la
costumbre de vivir. Si en la
propagación de una especie leemos
una continuidad es porque nuestra
lectura es grosera; tomamos a los
individuos como testigos de la
evolución cuando ellos son los
actores. Con justa razón, Roupnel
descarta todos los principios más o
menos materialistas propuestos
para asegurar una continuidad
formal de los seres vivos.
Tal vez hayamos parecido
razonar —dice— como si los
gérmenes
no
constituyeran
elementos discontinuos. Hemos
investido al gameto con la herencia
de las épocas, como si hubiera
estado presente. Pero de una vez
por todas declaramos que la teoría
de las partículas representativas
nada tiene que ver con la teoría
presente. No es en absoluto
necesario introducir en el gameto
elementos que hubieran sido
legatarios constantes del pasado y
actores eternos del devenir. Para
desempeñar el papel que le
atribuimos, el gameto no necesita en
lo mínimo de las micelas de
Naegeli, de las gémulas de Darwin,
de las pangenas de De Vries o del
plasma germinativo de Weissmann.
Se basta a sí mismo, con su
sustancia actual, con su virtud
actual y con su hora; vive y muere
todo él como contemporáneo. Sólo
recibe del ser actual la herencia que
le es particular y que recoge. Ese
ser lo construyó con apasionado
esmero, como si las llamas de amor
en que nació lo hubieran despojado
de
todas
sus
servidumbres
funcionales, restablecido en su
fuerza original y restituido a sus
pobrezas iniciales.[9]
II
Para
ser
más
claros,
formulemos
nuestra
tesis
oponiéndola al punto a las tesis
realistas.
Por lo general se dice que el
hábito está inscrito en el ser.
Nosotros creemos que, empleando
el lenguaje de los geómetras, más
valdría decir que el hábito está
exinscrito en el ser.
Antes que nada, el individuo
corresponde a una simultaneidad de
acciones instantáneas en la medida
en que es complejo; sólo se siente
él mismo en la proporción en que se
reanudan esas acciones simultáneas.
Tal
vez
nos
expresemos
convenientemente diciendo que un
individuo considerado según la
suma de sus cualidades y de su
devenir corresponde a una armonía
de ritmos temporales. En efecto,
mediante el ritmo se comprenderá
mejor esa continuidad de lo
discontinuo que ahora nos es
preciso establecer para vincular las
cimas del ser y dibujar su unidad.
El ritmo franquea el silencio, así
como el ser franquea el vacío
temporal que separa los instantes.
El ser se continúa mediante el
hábito, tanto como el tiempo dura
mediante la densidad regular de los
instantes sin duración. Al menos, en
ese sentido interpretamos la tesis
roupneliana:
Un individuo es la expresión,
no de una causa constante, sino de
una yuxtaposición de recuerdos
incesantes fijados por la materia,
cuya ligadura no es en sí sino un
hábito sobrepuesto a todos los
demás. El ser es ya sólo un extraño
lugar de los recuerdos y casi se
podría decir que la permanencia de
que se cree dotado no es sino
expresión del hábito en sí.[10]
En el fondo, la coherencia del
ser no está hecha de la inherencia
de las cualidades y del devenir de
la materia,-es armónica y aérea. Es
frágil y libre como una sinfonía. Un
hábito particular es un ritmo
sostenido, donde todos los actos se
repiten igualando de manera
bastante exacta su valor de
novedad, pero sin perder nunca ese
carácter dominante de ser una
novedad. La dilución de lo nuevo
puede ser tal que el hábito a veces
puede considerarse inconsciente.
Parecería que, siendo tan intensa al
primer intento, la conciencia se
hubiera perdido compartiéndose
entre todas las reiteraciones; pero
la
novedad
se
organiza
economizándose; inventa en el
tiempo en vez de inventar en el
espacio. La vida encuentra ya la
regla formal en una regulación
temporal, el órgano se construye
mediante la función; y para que los
órganos sean complejos basta con
que las funciones sean activas v
frecuentes. Todo equivale entonces
a utilizar un número cada vez mayor
de los instantes que ofrece el
Tiempo. El átomo, que al parecer
los utiliza en mayor cantidad,
encuentra en ellos hábitos tan
consistentes, tan durables y tan
regulares
que
precisamente
terminamos por tomar sus hábitos
por propiedades. Así se consideran
atributos
de
una
sustancia
características hechas de tiempo
bien utilizado y de instantes bien
ordenados.
No
es
entonces
sorprendente encontrar en Siloé
fórmulas que parecen oscuras a
quien vacila en hacer descender
hasta la materia las instrucciones
que recibimos del examen de
nuestra vida consciente: «La obra
de los tiempos concluidos está por
entero vigilante en la fuerza y la
inmovilidad de los elementos y se
afirma dondequiera por las pruebas
que llenan el silencio y componen
la atención de las cosas».[11] Pues,
para nosotros como para Roupnel,
son las cosas las que ponen mayor
atención en el Ser, y su atención
para aprehender todos los instantes
del tiempo es su permanencia... La.
materia es así el hábito de ser
realizado de la manera más
uniforme, puesto que se forma en el
nivel mismo de la sucesión de los
instantes.
Pero volvamos al punto de
partida del hábito psicológico,
puesto que allí radica el origen de
nuestra instrucción. Dado que los
hábitos-ritmos que constituyen tanto
la vida del espíritu como la vida de
la materia se desarrollan en
registros múltiples y diferentes, se
tiene la impresión de que, por
debajo de un hábito efímero,
siempre es posible encontrar un
hábito más estable. Por tanto, para
caracterizar a un individuo,
claramente hay una jerarquía de los
hábitos. Fácilmente nos veríamos
tentados a postular un hábito
fundamental. Éste correspondería al
simple hábito de ser, el más
sencillo, el más monótono, y ese
hábito consagraría la unidad y la
identidad
del
individuo;
aprehendido por la conciencia,
sería por ejemplo el sentimiento de
la duración. Pero creemos que se
deben conservar a la intuición que
nos ofrece Roupnel todas sus
posibilidades de interpretación.
Ahora bien, no nos parece que el
individuo esté definido de manera
tan clara como enseña la filosofía
escolar: no se debe hablar ni de la
unidad ni de la identidad del yo
fuera de la síntesis realizada por el
instante. Los problemas de la física
contemporánea incluso nos inclinan
a creer que es igualmente
arriesgado hablar de la unidad y de
la identidad de un átomo particular.
A cualquier nivel que se le
aprehenda, en la materia, en la vida
o en el pensamiento, el individuo es
una suma bastante variable de
hábitos no contados. Como no todos
los hábitos que caracterizan el ser,
en caso de ser conocidos, disfrutan
simultáneamente de todos los
instantes que podrían actualizarlos,
la unidad de un ser siempre parece
afectada por la contingencia. En el
fondo, el individuo no es ya sino
una suma de accidentes: pero,
además, esa suma es de suyo
accidental. Al mismo tiempo, la
identidad del ser nunca está
realizada con plenitud, y adolece
del hecho de que la riqueza de
hábitos no se ha regulado con
suficiente
atención.
Así,
la
identidad global está hecha de
reiteraciones más o menos exactas,
de reflejos más o menos detallados.
El individuo sin duda se esfuerza
por copiar el hoy del ayer; y en esa
copia ayuda además la dinámica de
los ritmos, pero no todos ellos se
hallan en el mismo punto de su
evolución, por lo que de ese modo
se degrada en semejanza la más
sólida de las permanencias
espirituales, de identidad deseada,
afirmada en un carácter. La vida
lleva entonces nuestra imagen de
espejo en espejo; somos así reflejos
de reflejos y nuestro valor está
hecho del recuerdo de nuestra
decisión. Mas, por firmes que
seamos, nunca nos conservamos
cabalmente,
porque
nunca
estuvimos conscientes de todo
nuestro ser.
Por otra parte, se puede
vacilar en cuanto al sentido en que
se debe leer una jerarquía. ¿Radica
la verdadera fuerza en el mando o
en la obediencia? Por eso
resistimos finalmente a la tentación
de
buscar
los
hábitos
predominantes entre los más
inconscientes.
En cambio, tal vez la
concepción del individuo como
suma integral del ritmo pueda tener
una interpretación cada vez menos
sustancialista, cada vez más alejada
de la materia y cada vez más
próxima
al
pensamiento.
Planteemos el problema en lenguaje
musical. ¿Qué produce la armonía,
qué
le
da
verdaderamente
movimiento? ¿La melodía o el
acompañamiento? ¿Puede o no
darse fuerza de evolución a la
partitura más melodiosa? Dejemos
las metáforas y digamos en una
palabra: el ser es dirigido por el
pensamiento.
Los
seres
se
transmiten su herencia mediante el
pensamiento oscuro o luminoso,
mediante lo que se ha comprendido
y sobre todo mediante lo que fue
querido, en la unidad y en la
inocencia del acto. Todo ser
individual y complejo dura así en la
medida en que se constituye una
conciencia, en la medida en que su
voluntad se armoniza con las
fuerzas subalternas y encuentran ese
esquema del gasto ecónomo que
constituye un hábito. Nuestras
arterias tienen la edad de nuestros
hábitos.
Por ese camino viene aquí un
aspecto finalista a enriquecer la
noción de hábito. Roupnel sólo da
cabida a la finalidad rodeándose de
las precauciones más minuciosas.
Evidentemente, sería anormal dar al
porvenir una fuerza de solicitación
real, en una tesis en que se niega al
pasado una fuerza real de
causalidad.
Pero si de grado queremos
situarnos
ante
la
intuición
primordial de Roupnel y. poner con
él las condiciones temporales en el
mismo plano de las condiciones
espaciales, cuando que la mayoría
de las filosofías atribuyen al
espacio
un
privilegio
de
explicación
injustificado,
claramente se verá que algunos
problemas se presentan bajo una luz
más favorable. Como ocurre con el
finalismo. Y en efecto, es
sorprendente que en el mundo de la
materia toda dirección privilegiada
sea en última instancia un privilegio
de propagación. A partir de ese
momento, podríamos decir en
nuestra hipótesis que si un
acaecimiento se propaga con mayor
rapidez en determinado eje de un
cristal, es porque en ese eje se
utilizan más instantes que en
cualquier otra dirección. Asimismo,
si la vida acepta la afirmación de
los instantes siguiendo una cadencia
particular, crece más rápidamente
en una dirección determinada; la
vida se presenta como una sucesión
lineal de células porque constituye
el resumen de la propagación de
una fuerza de generación muy
homogénea. La fibra es un hábito
materializado; está hecha de
instantes cuidadosamente escogidos
y
fuertemente
solidarizados
mediante un ritmo. De ese modo, si
nos situamos ante la enorme riqueza
de posibilidades que ofrecen los
instantes discontinuos ligados por
hábitos, se aprecia que podremos
hablar
de
cronotropisinos
correspondientes a los diversos
ritmos que constituyen el ser vivo.
Así es como interpretamos en
la
hipótesis
roupneliana
la
multiplicidad de las duraciones que
reconoce Bergson. Desde su punto
de vista, éste recurre a una metáfora
cuando evoca un ritmo y cuando
escribe: «No hay en la duración un
ritmo único; podríamos imaginar
muchos ritmos distintos que, más
lentos o más rápidos, midieran el
grado de tensión o de relajamiento
de las conciencias y, con ello,
fijaran sus sitios respectivos en la
serie de los seres».[12] Nosotros
decimos exactamente lo mismo,
pero lo decimos en un lenguaje
directo,
manifestando,
según
creemos, de manera directa la
realidad. Y en efecto, hemos dado
la realidad al instante v el grupo de
instantes forma naturalmente para
nosotros el ritmo temporal. No
siendo el instante sino una
abstracción, para Bergson habría
que hacer ritmos metafóricos con
los intervalos «de elasticidad
desigual». La multiplicidad de
duraciones se evoca con toda razón,
y sin embargo no se explica
mediante esa tesis de elasticidad
temporal.
Una
vez
más,
corresponde a nuestra conciencia la
carga de tender sobre el canevá de
instantes una trama suficientemente
regular para dar al mismo tiempo la
impresión de la continuidad del ser
y de la rapidez del devenir. Como
indicaremos
ulteriormente,
tendiendo nuestra conciencia hacia
un proyecto más o menos racional
es como encontraremos en verdad
la coherencia temporal básica que,
para nosotros, corresponde
simple hábito de ser.
al
Esa repentina posibilidad de
elección de los instantes creadores,
esa libertad dentro de su
vinculación en ritmos distintos
ofrecen dos razones bastantes
apropiadas
para
hacernos
comprender la imbricación de
devenires de las diversas especies
vivientes. Desde hace ya mucho
tiempo nos hemos asombrado ante
el hecho de que las diferentes
especies animales se encuentran
coordinadas tanto histórica como
funcionalmente. El orden de
sucesión de las especies da el
orden de los órganos coexistentes
en un individuo determinado. La
ciencia natural es a nuestro antojo
una historia o una descripción: el
tiempo es el esquema que moviliza,
la coordinación finalista, el
esquema que la describe de la
manera más clara. En otras
palabras, la coordinación y el
finalismo en un solo ser particular
son las dos recíprocas de un solo y
único hecho. El orden del devenir
es al punto el devenir de un orden.
Aquello que se coordina en la
especie se encuentra subordinado
en el tiempo y viceversa. Un hábito
se produce con una altura
determinada y con un timbre
particular. Es un haz de hábitos lo
que nos permite seguir siendo
dentro de la multiplicidad de
nuestros atributos, dejándonos la
impresión de haber sido, incluso
cuando, como raíz sustancial, sólo
pudiéramos encontrar en nosotros la
realidad que nos entrega el instante
presente. De manera análoga, por
ser el hábito una perspectiva de
actos, fijamos metas y fines a
nuestro porvenir.
Esa invitación del hábito a
ajustarse al ritmo de actos
perfectamente ordenados constituye
en el fondo una obligación de
naturaleza casi racional y estética.
Lo que nos obliga entonces a
perseverar en el ser son menos
determinadas
fuerzas
que
determinadas razones. Y esa
coherencia racional y estética de
los
ritmos
superiores
del
pensamiento es lo que constituye la
piedra angular del ser.
Su unidad ideal aporta a la
filosofía con frecuencia amarga de
Roupnel un poco de ese optimismo
racional —mesurado y valeroso—
que hace al libro inclinarse hacia
los problemas morales. De esa
manera nos vernos inducidos a
estudiar, en un nuevo capítulo, la
idea de progreso dentro de sus
relaciones con la tesis del tiempo
discontinuo.
III. La idea del progreso y la
intuición del tiempo
discontinuo
[Si] el ser que más amo en el
mundo [viniera] a preguntarme lo
que debía elegir, y cuál es el
refugio
más
profundo,
más
inatacable y más dulce, le
aconsejaría abrigar su destino en el
refugio del alma que se supera.
Maeterlinck
I
En la tesis de Roupnel sobre
el hábito queda una dificultad
aparente que quisiéramos elucidar.
Mediante
ese
esfuerzo
de
esclarecimiento
nos
veremos
inducidos a definir de la manera
más natural la metafísica del
progreso en relación con las
intuiciones de Siloé.
Esa dificultad es la siguiente:
para penetrar en todo el sentido de
la idea de hábito, es preciso asociar
dos conceptos que a primera vista
parecerían contradictorios:
la
repetición y el principio. Ahora
bien, la objeción se desvanece si se
logra ver que todo hábito particular
se mantiene dependiente de ese
hábito general —claro y consciente
— que es la voluntad. De tal suerte,
con gusto definiríamos el hábito
considerado en su sentido pleno
mediante esta fórmula que concilla
los dos contrarios enfrentados
demasiado prematuramente por la
crítica: el hábito es la voluntad de
empezar a repetirse a sí mismo.
Si, en efecto, comprendemos
bien la teoría de Roupnel, no
debemos considerar el hábito como
un mecanismo desprovisto de
acción
renovadora.
Habría
contradicción entre los términos si
se dijera que el hábito es una fuerza
pasiva. La repetición que lo
caracteriza es una repetición que
construye instruyéndose.
Por lo demás, lo que rige al
ser son menos las circunstancias
necesarias para subsistir que las
condiciones
suficientes
para
progresar. Para suscitar el ser es
necesaria una justa medida de
novedad. Butler dice con razón:
La introducción de elementos
ligeramente nuevos en nuestra
manera de actuar nos da ciertas
ventajas: lo nuevo se funde
entonces con lo antiguo y ello nos
ayuda a soportar la monotonía de
nuestra acción. Pero si el elemento
nuevo nos es demasiado ajeno, no
se produce la fusión de lo antiguo
con lo nuevo, pues la Naturaleza
parece sentir igual horror ante toda
desviación demasiado grande de
nuestra práctica ordinaria que ante
la ausencia de toda desviación.[1]
De ese modo, el hábito se
constituye en progreso. De allí la
necesidad de desear el progreso
para conservar al hábito su
eficacia. En toda reanudación, el
deseo de progreso da el verdadero
valor del instante inicial que echa a
andar un hábito.
La idea del eterno retorno sin
duda pasó por la mente de Roupnel;
pero él comprendió al punto que
aquella idea fecunda y verídica no
podía ser un absoluto. Renaciendo,
acentuamos la vida.
¡Pues
no
en
vano
resucitamos!... ¡La repetición no
está hecha en absoluto de un
siempre eterno, siempre idéntico a
sí mismo!... ¡Nuestros actos
cerebrales y nuestros pensamientos
se retoman según el rito de hábitos
cada vez más adquiridos y se
invisten de fidelidades físicas cada
vez mayores!
Si nuestros errores agravan
sus funestos contornos, precisan y
empeoran sus formas y sus efectos...
por su parte, nuestros actos útiles y
benéficos llenan de huellas más
firmes el rastro de los pasos
eternos. A cada repetición, toca en
suerte al acto alguna firmeza nueva
y, en los resultados, poco a poco
aporta la abundancia desconocida.
No digamos que el acto es
permanente: sin cesar se acrecienta
con la precisión de sus orígenes y
de sus efectos. Vivimos cada vida
nueva como la obra que pasa: pero
la vida lega a la vida todas sus
huellas frescas. Cautivo siempre de
su rigor, el acto vuelve a pasar
sobre sus intenciones y sobre sus
consecuencias, y al hacerlo
completa lo que no acaba jamás. ¡Y
las generosidades crecen en
nuestras obras y se multiplican en
nosotros!... En los días de los
mundos pasados, ¿nos reconocería
bajo los grandes soplos aquel que
nos ha visto, sensual arcilla y barro
doliente, arrastrar por tierra un
alma primitiva?... Venimos de lejos
con nuestra sangre tibia... ¡y he aquí
que somos el Alma con las alas y el
Pensamiento en la Tormenta!...[2] Un
destino tan largo demuestra que,
volviendo eternamente a los
orígenes del ser, hemos hallado el
valor del vuelo renovado. Antes
que una doctrina del regreso eterno,
la tesis roupneliana claramente es
por tanto una doctrina de, la
repetición eterna. Representa la
continuidad del valor en la
discontinuidad de las tentativas,, la
continuidad del ideal pese a la
ruptura de los hechos. Cada vez que
Bergson
habla[3]
de
una
continuidad que se prolonga
(continuidad de nuestra vida
interior,
continuidad
de
un
movimiento voluntario) podemos
traducir diciendo que se trata de
una forma discontinua que se
reconstituye. Toda prolongación
efectiva es una adjunción, toda
identidad una semejanza. Nos
reconocemos en nuestro carácter
porque nos imitamos a nosotros
mismos
y
porque
nuestra
personalidad es así el hábito de
nuestro propio nombre. Porque nos
unificamos en torno a nuestro
nombre y a nuestra dignidad —la
nobleza del pobre— podemos
transportar al porvenir la unidad de
un alma. Por lo demás, la copia que
rehacemos
sin
cesar
debe
superarse, pues de otro modo el
modelo se empaña y el alma, siendo
tan sólo persistencia estética, se
disuelve.
En cuanto a la mónada, nacer
y renacer, comenzar o recomenzar,
equivalen siempre a la misma
acción que intentamos. Pero las
ocasiones no siempre son las
mismas, como no todas las
repeticiones son sincrónicas ni
todos los instantes son utilizados ni
están vinculados por los mismos
ritmos. No siendo las ocasiones
sino sombras de condiciones, toda
la fuerza se guarda en el seno de los
instantes que hacen renacer al ser y
reanudan la tarea empezada. En
esas repeticiones se manifiesta una
novedad que cobra forma de
libertad y de ese modo, mediante la
renovación del tiempo discontinuo,
una novedad esencial puede
constituirse en progreso en toda la
acepción de la palabra.
La teoría del hábito se
concilia así en Roupnel con la
negación de la acción física y
material del pasado. El pasado
indudablemente puede persistir,
pero creemos que sólo como
verdad, sólo como valor racional,
sólo como un conjunto de
armoniosas solicitaciones hacia el
progreso. El Pasado es, si se
quiere, un terreno fácil de
actualizar, pero sólo se actualiza en
la proporción en que ha sido un
éxito. El progreso se asegura
entonces mediante la permanencia
de las condiciones lógicas y
estéticas.
Esa filosofía de la vida de un
historiador se aclara mediante la
aceptación de la inutilidad de la
historia en sí, de la historia como
suma de los hechos. Ciertamente
hay fuerzas históricas que pueden
revivir, pero para hacerlo deben
recibir la síntesis del instante y
cobrar «el vigor de los resúmenes»,
lo
que
nosotros
mismos
llamaríamos la dinámica de los
ritmos. Como es natural, Roupnel
no separa la filosofía de la historia
ni la filosofía de la vida. En lo cual
una vez más el presente lo domina
todo; a propósito del origen de las
especies, Roupnel escribe:
Los tipos que se conservan no
lo son en proporción de su papel
histórico, sino de su papel actual.
Las formas embrionarias ya no
pueden
sino
recordar
muy
lejanamente las formas específicas
adaptadas
a
las
antiguas
condiciones de vida histórica. La
adaptación que las ha realizado no
tiene ya títulos presentes. Si usted
quiere,
son
adaptaciones
desafectadas. Son los despojos de
que se apodera el raptor, pues son
formas de tipos pasados al servicio
de
alguien
más.
Su
interdependencia activa reemplaza
su independencia abolida. Valen en
la medida en que se llaman...[4]
De ese modo se vuelve a
encontrar siempre la supremacía de
la armonía presente sobre una
armonía preestablecida que, de
acuerdo
con
la
intuición
leibniziana, descargaría sobre el
pasado el peso del destino.
Finalmente, las condiciones
de progreso son las razones más
sólidas y más coherentes para
enriquecer el ser, y Roupnel resume
su punto de vista en esta fórmula
que tiene tanto más sentido cuanto
que se incluye en la parte del libro
dedicada al examen de tesis
enteramente
biológicas:
«La
asimilación avanzó en la medida
misma en que avanzó la
reproducción».[5] Lo que persiste es
siempre lo que se regenera.
II
Naturalmente, Roupnel sintió
toda la holgura que el hábito
considerado
en
su
aspecto
psicológico da al progreso.
La idea de progreso —dice
con toda razón— se asocia
lógicamente a la idea de
reanudación y de repetición. El
hábito posee ya en sí la
significación de un progreso; por
efecto del hábito adquirido, el acto
que se recomienza se vuelve a
empezar con mayor facilidad y
mayor precisión; los movimientos
que lo ejecutan pierden su amplitud
excesiva, su complicación inútil; se
simplifican
y
se
acortan.
Desaparecen los movimientos
parásitos. El acto reduce el gasto al
mínimo necesario, a la energía
suficiente, al tiempo mínimo. Y a la
vez que el dinamismo mejora v se
precisa, se perfeccionan la obra y
el resultado.[6]
Todas esas observaciones son
suficientemente clásicas para que
Roupnel no insista en ellas; pero
agrega que su aplicación a la teoría
de la instantaneidad del ser implica
dificultades. En el fondo, la
dificultad de asegurar el progreso
por encima de un pasado cuya
ineficacia se ha demostrado es la
misma que la dificultad encontrada
cuando quisimos fijar en ese mismo
pasado las raíces del hábito. Por
tanto,
es
preciso
volver
incesantemente al mismo punto y
luchar contra la falsa claridad de la
eficacia de un pasado abolido,
puesto que esa eficacia es el
postulado de nuestros adversarios.
La posición de Roupnel es
particularmente franca. Postulando
esa eficacia, dice él, siempre nos
dejamos engañar por la constante
ilusión que nos hace creer en la
realidad de un tiempo objetivo, y
nos hace aceptar sus pretendidos
afectos. En la vida del ser, dos
instantes que se suceden tienen
entre sí la independencia que
corresponde a la independencia de
los dos ritmos moleculares que
ellos mismos interpretan. Esa
independencia, que desconocemos
cuando se trata de dos situaciones
consecutivas, se afirma cuando
consideramos fenómenos que no
son consecutivos de manera
inmediata.
Pero
entonces
pretendemos atribuir a la duración
que los aparta la indiferencia que
los separa. En realidad, cuando
empezamos a reconocer a la
duración esa energía disolvente y
esa virtud separativa es cuando
empezamos apenas a hacer justicia
a su naturaleza negativa y a sus
cualidades de nada. Así se tome a
pequeñas o fuertes dosis, la
duración sólo es siempre una
ilusión. Y la fuerza de su nada
separa tanto los fenómenos en
apariencia menos consecutivos
como los menos contemporáneos.
Entre fenómenos consecutivos
hay por tanto pasividad e
indiferencia. Gomo ya hemos
demostrado,
la
verdadera
dependencia está hecha de las
simetrías y de las referencias entre
situaciones homologas. Según esas
simetrías y esas referencias esculpe
la energía sus actos y moldea sus
gestos. Así, los verdaderos
parentescos de instantes estarían
adaptados a los verdaderos
parentescos de las situaciones del
ser. Si a toda costa se quisiera
construir una duración continua,
ésta sería siempre una duración
subjetiva, y los instantes-vida
siempre se referirían en ella a las
series homologas.
Un paso más y, habiendo
partido de esa homología o de esa
simetría de instantes en grupo,
llegaremos a esa idea de que —
aprehendida siempre de manera
indirecta— la duración sólo tiene
fuerza por su progreso. Es el
perfeccionamiento, sin duda muy
pequeño,
pero
que
resulta
lógicamente innegable y es
suficiente para introducir una
diferenciación en los instantes y,
por consiguiente, para introducir el
elemento de una duración. Mas de
ese modo nos percatamos de que
esa duración no es otra cosa que la
expresión de un progreso dinámico.
Yentonces, nosotros, que lo
hemos reducido todo al dinamismo,
diremos simple y sencillamente
que, de existir, la duración continua
es la expresión del progreso.[7]
Entonces se comprende que se
pueda aplicar directamente al grupo
de los instantes reunidos mediante
cronotropismos activos una escala
de perfección. Por una extraña
reciprocidad, se puede estar seguro
de la marcha del Tiempo poique
hay un progreso en el sentido
estético, moral o religioso. Los
instantes son distintos porque son
fecundos. Y no son fecundos por
virtud de los recuerdos que puedan
actualizar, sino antes bien por el
hecho de que a ellos se agrega una
novedad
temporal
convenientemente adaptada al ritmo
de un progreso.
Pero es en los problemas más
simples o más simplificados donde
tal vez se reconozca mejor esa
ecuación entre la duración pura y el
progreso; es allí donde
comprenderá mejor la necesidad
asentar en la cuenta del tiempo
valor esencial de renovación.
tiempo sólo dura inventando.
se
de
su
El
Con objeto de simplificar el
elemento
temporal,
también
Bergson parte de una melodía; pero
en vez de subrayar que una melodía
sólo tiene sentido por la diversidad
de sus sonidos, en vez de reconocer
que el sonido mismo posee una vida
diversa, eliminando esa diversidad
entre los sonidos y en el propio
interior de un sonido, trata de
demostrar que, en última instancia,
se llega a la uniformidad. En otras
palabras, quitando la materia
sensible del sonido se encontraría
la
uniformidad
del
tiempo
fundamental. En nuestra opinión,
por esa vía sólo se alcanza la
uniformidad de la nada. Si
examinamos
un sonido
que
objetivamente sea lo más sencillo
posible,
veremos
que
subjetivamente ese sonido llano no
es uniforme. Es imposible mantener
un sincronismo entre el ritmo de la
excitación y el ritmo de la
sensación. A la menor experiencia
reconoceremos que la perfección
del sonido no es una simple
conminación, que las vibraciones
no pueden tener un papel idéntico
puesto que no tienen el mismo sitio.
De suerte que un sonido prolongado
sin variación es una verdadera
tortura, como lo ha señalado
sutilmente Octave Mirbeau. En
todos los campos encontraríamos ·
la misma crítica de lo uniforme,
pues la repetición pura y simple
tiene efectos similares en el mundo
orgánico y en el mundo inorgánico.
Esa repetición demasiado uniforme
es el principio de ruptura para la
materia más dura que acaba por
romperse bajo ciertos esfuerzos
rítmicos monótonos. Desde ese
momento, ¿cómo podríamos hablar
con
Bergson,
siguiendo
la
psicología de la sensación acústica,
«de una continuación de loque
precede en lo que sigue», de «la
transición
ininterrumpida,
multiplicada sin diversidad» y de la
«sucesión sin separación», cuando
basta con prolongar el sonido más
puro para que cambie de carácter?
Pero incluso sin considerar el
sonido que, por su prolongación,
constituye un dolor, dejando al
sonido su valor musical, debemos
reconocer que, en una prolongación
medida, ¡se renueva y canta! Cuanta
más atención se presta a una
sensación al parecer uniforme, más
se diversifica. Verdaderamente
equivale a ser víctima de una
abstracción
imaginar
una
meditación que simplificara un
elemento sensible. La sensación es
variedad, es la única memoria que
uniforma. Entre Bergson y nosotros
mismos siempre hay pues la misma
diferencia de método; él considera
el tiempo pleno de acaecimientos
en el nivel mismo de la conciencia
de los acaecimientos, luego borra
poco a poco esos acaecimientos o
la conciencia de los acaecimientos;
según cree, llegaría entonces al
tiempo sin acaecimientos, o a la
conciencia de la duración pura. En
cambio, nosotros sólo podemos
sentir el tiempo multiplicando los
instantes conscientes. Si nuestra
pereza relaja nuestra meditación,
sin duda pueden quedar todavía
suficientes instantes enriquecidos
por la vida de los sentidos y de la
carne para que aún tengamos el
sentimiento más o menos vago de
que duramos; mas si queremos
aclarar ese sentimiento, por nuestra
parte sólo hallamos esa claridad en
una
multiplicación
de
los
pensamientos. Para nosotros la
conciencia del tiempo es siempre
una conciencia de la utilización de
los instantes, siempre activa, nunca
pasiva; en resumen, la conciencia
de nuestra duración es la conciencia
de un progreso de nuestro ser
íntimo, por lo demás, aunque ese
progreso sea efectivo, fingido o
incluso simplemente soñado. El
complejo organizado así en
progreso es entonces más claro y
más simple, el ritmo muy renovado
más coherente que la repetición
pura y simple. Además, si en
seguida llegamos —mediante una
construcción sapiente— a la
uniformidad en nuestra meditación,
nos parece que es entonces una
conquista más, pues hallamos esa
uniformidad en un ordenamiento de
los instantes creadores, por
ejemplo, en uno de esos
pensamientos generales y fecundos
que tienen bajo dependencia suya
mil pensamientos ordenados. La
duración es por tanto una riqueza,
no se encuentra por abstracción. Su
trama se construye poniendo uno
tras otro —de nuevo sin que se
toquen— instantes concretos, ricos
en novedad consciente y sumamente
mesurada. La coherencia de la
duración es la coordinación de un
método de enriquecimiento. No se
puede hablar de una uniformidad
pura y simple, como no sea en un
mundo de abstracciones, en una
descripción de la nada. No es por
el lado de la simplicidad sino por
el de la riqueza por donde hay que
llegar al límite.
En nuestra opinión, la sola
duración uniforme real es una
duración uniformemente variada,
una duración progresiva.
III
Si a estas alturas de nuestra
exposición se nos pidiera marcar
con una etiqueta filosófica la
doctrina temporal de Roupnel,
diríamos
que
esa
doctrina
corresponde a uno de los
fenomenismos más claros que
existen. Y en efecto, decir que,
como sustancia, sólo el tiempo
cuenta para Roupnel equivaldría a
caracterizarla muy deficientemente
pues, en Siloé, el tiempo siempre se
considera al mismo tiempo como
sustancia y como atributo. Así se
explica esa curiosa trinidad sin
sustancia que hace que la duración,
el hábito y el progreso se hallen
siempre en perpetuo intercambio de
efectos. Cuando se ha comprendido
esa perfecta ecuación de los tres
fenómenos del devenir, se da uno
cuenta de que sería injusto lanzar
aquí una acusación de círculo
vicioso. Sin duda, si partiéramos de
las intuiciones comunes, fácilmente
se objetaría que la duración no
puede explicar el progreso puesto
que el progreso reclama la duración
para desarrollarse, además de
objetarse que el hábito no puede
actualizar el pasado puesto que el
ser no tiene modo de conservar un
pasado inactivo. Mas el orden no es
ninguna prueba contra la unidad
intuitiva que vemos aclararse al
meditar en Siloé. Y en efecto, no se
trata de clasificar realidades, sino
de hacer comprender los fenómenos
reconstruyéndolos de múltiples
maneras. Como realidad, sólo hay
una: el instante. Duración, hábito y
progreso sólo son agrupamientos de
instantes, de los más simples de los
fenómenos del tiempo. Ninguno de
esos fenómenos puede tener un
privilegio ontológico. Por tanto,
somos libres de leer su relación en
ambas direcciones, de recorrer el
círculo que los vincula en ambos
sentidos.
La síntesis metafísica del
progreso y de la duración conduce a
Roupnel, al final del libro, a
garantizar
la
Perfección
inscribiéndola en el corazón mismo
de la Divinidad que nos dispensa el
Tiempo. Roupnel permanece largo
tiempo con un alma en espera. Pero,
al parecer, Roupnel hace de esa
propia espera un conocimiento. En
una fórmula sorprendente de
humildad intelectual, nos indica que
la trascendencia de Dios se moldea
en la inmanencia de nuestro deseo:
«Cuando
percibimos,
lo
inconocible ya no es fuera de
nuestros alcances sino la causa que
lo explica o cuando menos la forma
en que se oculta».[8]Nuestros
deseos, nuestras esperanzas y
nuestro amor dibujarían por tanto
desde fuera al Ser supremo...
La luz pasa entonces de la
razón al corazón: "¡El Amor! ¿Qué
otra palabra podría venir así a dar
una envoltura verbal adaptada de
nuestras espiritualidades a la íntima
concordancia que compone la
naturaleza de las cosas, y al ritmo
grave y grande que realiza el
Universo entero?"[9] Sí, para que
los instantes hagan la duración, para
que la duración haga el progreso,
sobre el propio fondo del tiempo se
habrá de inscribir al Amor...
Leyendo esas páginas amantes, se
siente al poeta de nuevo en marcha
hacia el origen íntimo y misterioso
de su propia Siloé...
Que cada cual siga entonces
su camino. Puesto que nos hemos
permitido tomar del libro lo que era
para nuestro propio espíritu la
ayuda más eficaz, indiquemos pues
que, por nuestra parte, antes bien
perseguimos nuestro sueño hacia un
esfuerzo donde encontramos el
carácter racional del amor.
En nuestra opinión, los
caminos del progreso íntimo son los
caminos de la lógica y de las leyes
generales. Un buen día nos
percatamos de que los grandes
recuerdos de un alma, los que dan a
un alma su sentido y su
profundidad, están en vías de ser
racionales. Sólo se puede llorar
mucho tiempo a un ser al que es
racional llorar. Entonces es la razón
estoica la que consuela al corazón
sin pedirle olvido. En el amor
mismo, lo singular siempre es
pequeño, permanece anormal y
aislado: no puede tener cabida en el
ritmo regular que constituye un
hábito sentimental. En torno a esos
recuerdos de amor se podrá poner
todo lo particular que se quiera, el
seto de espinos o el pórtico de
flores, la noche de otoño o el
amanecer de mayo. El corazón
sincero es siempre el mismo. La
escena puede cambiar, pero el actor
sigue siendo idéntico. En su
novedad esencial, la alegría de
amar
puede
sorprender
y
maravillar. Pero viviéndola en su
profundidad se le vive en su
sencillez. Los caminos de la tristeza
no son menos regulares.
Cuando un amor perdió su
misterio perdiendo su porvenir,
cuando
cerrando
el
libro
brutalmente el destino detuvo la
lectura, se reconoce en el recuerdo,
bajo las variaciones del lamento, el
tema tan claro, simple y general del
sufrimiento-humano. Con un pie en
el sepulcro, Guyau decía aún en un
verso de filósofo:
Le bonheur le plus doux est
celui qu 'on espere.
[La felicidad más dulce es la
que se espera.]
Al
cual
responderemos
nosotros evocando
Le bonheur le plus pur, celui
qu 'on a perdu.
[La felicidad más pura, la
que se ha perdido.]
Sin duda, nuestra opinión es
una opinión de filósofo y tendrá en
su contra toda la experiencia de los
novelistas. Pero no podemos evitar
la impresión de que la riqueza de
caracteres singulares y con
frecuencia heteróclitos coloca a la
novela en una atmósfera de
realismo ingenuo y fácil que, en
resumidas cuentas, no es sino una
forma primitiva de la psicología.
En cambio, desde nuestro punto de
vista, la pasión es tanto más variada
en sus efectos cuanto que es más
simple y más lógica en sus
principios. Una fantasía nunca tiene
duración suficiente para totalizar
todas las posibilidades del ser
sentimental. Y precisamente no es
sino una posibilidad, cuando mucho
un ensayo, un ritmo jadeante. En
cambio, un amor profundo es una
coordinación
de
todas
las
posibilidades del ser, pues es en
esencia una referencia del ser, un
ideal de armonía temporal en que el
presente se ocupa sin cesar en
preparar el porvenir. Es a la vez
una duración, un hábito y un
progreso.
Para fortalecer el corazón, es
preciso aunar la moral a la pasión,
es necesario hallar las razones
generales para amar. Así se
comprende el alcance metafísico de
las tesis que van en busca de la
fuerza misma de coordinación
temporal, en la simpatía y la
preocupación. El tiempo se
prolonga y dura en nosotros porque
amamos y sufrimos. Medio siglo
antes de las tesis hoy célebres,
Guyau ya había reconocido que la
memoria y la simpatía tienen... en el
fondo el mismo origen».[10] Había
demostrado que el Tiempo es en
esencia afectivo: «La idea de
pasado
y
porvenir»,
decía
hondamente, «no sólo es condición
necesaria de todo sufrimiento
moral; en cierto modo es su
principio».[11] Llenamos nuestro
tiempo como llenamos nuestro
espacio mediante el simple cuidado
que tomamos en nuestro porvenir y
mediante el deseo de nuestra propia
expansión. De ese modo, en nuestro
corazón y nuestra razón, el ser
corresponde al Universo y reclama
la Eternidad. Como dice Roupnel
en una frase que consignamos en su
redacción primitiva:
Allí radica el genio de nuestra
alma ávida de un espacio sin fin,
hambrienta de una elucubración sin
límites,
sedienta
do
Ideal,
obsesionado, por el Infinito, cuya
vida es la inquietud de otro lugar
perpetuo y cuya naturaleza no es
sino el largo tormento de una
expansión a todo el Universo.
Así, por el propio hecho de,
que vivimos, por el hecho mismo de
que amamos y sufrimos, nos vemos
adentrados por los caminos de lo
universal y de lo permanente. Si
nuestro amor queda a veces sin
fuerza, con frecuencia es porque
somos víctimas del realismo de
nuestra pasión. Vinculamos nuestro
amor a nuestro nombre, cuando es
la verdad general de un alma; no
queremos vincular en un conjunto
coherente y racional la diversidad
de nuestros deseos, aunque sólo son
eficaces si se completan y se
relevan. Si tuviéramos la prudencia
de escuchar en nosotros mismos la
armonía
de
lo
posible,
reconoceríamos que los mil ritmos
de los instantes aportan en nosotros
realidades
tan
exactamente
complementarias que debemos
comprender el carácter finalmente
racional de los dolores y de las
alegrías puestas en el origen del
Ser. Un sufrimiento se vincula
siempre a una redención, una
alegría a un esfuerzo intelectual.
Todo se duplica en nosotros mismos
cuando queremos tomar posesión de
todas las posibilidades de la
duración:
Si
usted
ama
—dice
Maeterlinck—, ese amor no es
parte de su destino; lo que
modificará su vida es la conciencia
de sí que habrá hallado en el fondo
de ese amor. Si lo han traicionado,
lo que importa no es la traición; es
el perdón que la traición hizo nacer
en su alma y es la naturaleza, más o
menos general, más o menos
elevada, más o menos pensada de
ese perdón lo que orientará su
existencia hacia el lado apacible y
más claro del destino, donde usted
se verá mejor que si lo hubieran
sido fieles. Pero si la traición no
aumentó
la
simplicidad,
la
confianza más alta, la extensión del
amor,
entonces
lo
habrán
traicionado inútilmente y podrá
usted decir que no ha pasado nada.
[12]
razón suficiente para la unión
de los instantes. En otras palabras,
en las fuerzas del mundo sólo hay
un principio de continuidad: la
permanencia de las condiciones
racionales, de las condiciones del
éxito moral y estético. Esas
condiciones rigen el corazón como
rigen el espíritu. Son ellas las que
determinan la solidaridad de los
instantes en movimiento. La
duración íntima siempre es la
sensatez. Lo que coordina el mundo
no son las fuerzas del pasado, sino
la armonía enteramente en tensión
que ha de realizar el mundo. Se
puede hablar de una armonía
preestablecida, pero no puede ser
una armonía preestablecida en las
cosas; sólo hay acción medíante una
armonía preestablecida en la razón.
Toda la fuerza del tiempo se
condensa en el instante innovador
en que la vista se abre, cerca de la
fuente de Siloé, bajo el toque de un
divino redentor que nos da en un
solo movimiento la alegría y la
razón, y el modo de ser eternos
mediante la verdad y la bondad.
Cómo expresar mejor que el
ser sólo puede conservar del
pasado lo que sirve a su progreso,
lo que puede entrar en un sistema
racional de simpatía y de afecto.
Sólo dura lo que tiene razones para
durar. La duración es así el primer
fenómeno del principio de razón
suficiente para la unión de los
instantes. En otras palabras, en las
fuerzas del mundo sólo hay un
principio de continuidad: la
permanencia de las condiciones
racionales, de las condiciones del
éxito moral y estético. Esas
condiciones rigen el corazón como
rigen el espíritu. Son ellas las que
determinan la solidaridad de los
instantes en movimiento. La
duración íntima siempre es la
sensatez. Lo que coordina el mundo
no son las fuerzas del pasado, sino
la armonía enteramente en tensión
que ha de realizar el mundo. Se
puede hablar de una armonía
preestablecida, pero no puede ser
una armonía preestablecida en las
cosas; sólo hay acción mediante una
armonía preestablecida en la razón.
Toda la fuerza del tiempo se
condensa en el instante innovador
en que la vista se abre, cerca de la
fuente de Siloé, bajo el toque de un
divino redentor que nos da en un
solo movimiento la alegría y la
razón, y el modo de ser eternos
mediante la verdad y la bondad.
Conclusión
El ser entregado a la razón
encuentra fuerzas en la soledad.
Posee en sí los medios de
corregirse. Tiene para sí la
eternidad de lo cierto sin la carga ni
la custodia de la experiencia
pasada. Con toda razón decía Jean
Guéhenno (Habla Caliban): «La
razón, esa extraña sin memoria y sin
herencia, que siempre quisiera
recomenzarlo todo», pues en
verdad, mediante la razón, todo
puede empezar de nuevo. El fracaso
es tan sólo una prueba negativa, el
fracaso es siempre experimental. En
el terreno de la razón, basta con
relacionar dos temas oscuros para
que se produzca la claridad de la
evidencia. Entonces se hace una
novedad fecunda con lo antiguo mal
comprendido. De haber un eterno
retorno que sostenga al mundo, es el
eterno retorno de la razón.
No es por el lado de esa
inocencia racional por donde
Roupnel busca los caminos de la
redención del
ser. Roupnel
encuentra en el Arte un medio
adaptado más directamente a los
principios mismos de la creación.
Y de las páginas que llegan al
centro mismo de la intuición
estética, nos trae a esa frescura del
alma y de los sentidos que renueva
la fuerza poética. Es el Arte lo que
nos libera de la rutina literaria y
artística... El nos cura de la fatiga
social del alma y rejuvenece la
percepción gastada. El restituye a la
expresión envilecida el sentido
activo y la representación realista.
El devuelve la verdad a la
sensación y la probidad a la
emoción. El nos enseña a valemos
de nuestros sentidos y de nuestras
almas corno si nada hubiera
depravado aún su vigor o
estropeado su clarividencia. El nos
enseña a ver y a escuchar el
Universo
como
si
apenas
tuviéramos ahora la revelación sana
y repentina de sí. El trae ante
nuestra mirada la gracia de una
Naturaleza que despierta. Él nos
entrega los momentos encantadores
de
la
mañana
primigenia
resplandecientes de creaciones
nuevas. El nos devuelve, por
decirlo así, al hombre maravillado
que escuchó nacer las voces en la
Naturaleza, que asistió a la
aparición del firmamento y ante el
cual se levantó el Cielo como un
Desconocido.[1]
Pero, una vez más, si el Arte,
como la Razón, es soledad, he aquí
que la Soledad es el propio Arte.
Después del sufrimiento, se nos
devuelve «a la altiva soledad de
nuestro corazón... y entonces,
nuestra alma, que ha roto las
infames cadenas, vuelve a su
templo subterráneo». Y Roupnel
agrega:
El arle es la escucha de esa
voz interior. El nos trae el murmullo
escondido. El es la voz de la
conciencia sobrenatural que reside
en nosotros sobre el fondo
inalienable y perpetuo. El nos
devuelve al sitio primordial de
nuestro Ser y al lugar inmenso
donde estamos en el Universo
entero. Nuestra parcela miserable
cobra allí su grado universal y nos
entrega la autoridad que él detenta.
Triunfador sobre todos los temas
discontinuos que separan al Ser y
componen al Individuo, el Arte es
el sentido de Armonía que nos
restituye al suave ritmo del Mundo
y nos devuelve al infinito que nos
llama.
Todo en nosotros es entonces
participante, del ritmo absoluto
donde se desarrolla el fenómeno
completo del Mundo. Entonces,
todo en nosotros se somete a las
supremas directivas, todo se aclara
para las clarividencias íntimas. Las
luces cobran su significado
mensajero. Las líneas despliegan la
gracia de una asociación misteriosa
a los acordes infinitos. Los sonidos
desarrollan su melodía en la voz
interior en que canta el Universo
entero. Un amor vehemente, una
simpatía universal nos busca el
corazón y quiere vincularnos al
alma que tiembla en toda cosa.
El Universo que cobra su
belleza es el Universo que cobra su
sentido; y las imágenes en desuso
que le atribuimos caen del rostro
absoluto que surge del misterio.[2]
Creemos que, en el origen de
esa redención contemplativa, hay
una fuerza que nos permite aceptar
en un solo acto la vida con todas
sus contradicciones íntimas. Y
situando la nada absoluta en los dos
bordes del instante, Roupnel tenía
que ser llevado a una intensidad de
conciencia tal que, mediante un
súbito resplandor, toda la imagen
de un destino era legible en el acto
mismo del espíritu. La causa
profunda
de
la
melancolía
roupneliana tal vez obedezca a esa
necesidad metafísica: En un mismo
pensamiento debemos hacer caber
el lamento y la esperanza. Síntesis
sentimental de los contrarios, así es
el instante vivido. Por lo demás,
podemos invertir el eje sentimental
del tiempo y situar la esperanza en
un
recuerdo
cuya
frescura
restituimos en nuestro ensueño. En
cambio, contemplando el porvenir
podemos desalentarnos porque, en
determinados instantes, por ejemplo
en la cúspide de la edad, nos damos
cuenta de que no podemos posponer
más para el mañana la custodia de
nuestras esperanzas. La amargura
de la vida es el lamento de no
poder esperar, de no oír más los
ritmos que nos solicitan para tocar
nuestra parle en la sinfonía del
devenir. Es entonces cuando el
«lamento sonriente» nos aconseja
invitar a la Muerte y aceptar, como
una canción de cuna, los ritmos
monótonos de la Materia.
En esa atmósfera metafísica
es donde nos gusta situar a Siloé;
con esa interpretación personal nos
gusta releer esa obra extraña. Ella
nos habla entonces en la fuerza y la
tristeza porque es verdad y valor. Y
en efecto, en esa obra amarga y
tierna la alegría es siempre una
conquista; la bondad rebasa por
sistema la conciencia del mal,
porque la conciencia del mal es ya
el deseo de la redención. El
optimismo es voluntad incluso
cuando el pesimismo es conciencia
clara. ¡Asombroso privilegio de la
intimidad! El corazón humano es en
verdad la mayor fuerza de
coherencia en las ideas opuestas.
Leyendo Siloé, claramente nos
dábamos cuenta de que, con nuestro
propio comentario, aportábamos
nuestra
parte
de
graves
contradicciones; pero al punto la
simpatía por la obra nos alentaba a
tener confianza en las lecciones que
sacábamos de nuestros propios
errores.
Por eso es Siloé un bello
libro humano. En vez de enseñar,
evoca. Como obra de la soledad, es
una
lectura
de
solitario.
Encontramos el libro como nos
encontramos entrando en nosotros
mismos. Si el lector lo contradice,
le responde. Si lo sigue, lo impulsa.
Apenas cerrado renace va el deseo
de volver a abrirlo. No bien ha
callado cuando ya en el alma que lo
ha comprendido le responde un eco.
IV. Instante poético e
instante metafísico[*]
I
LA POESÍA es una metafísica
instantánea. En un breve poema,
debe dar una visión del universo y
el secreto de un alma, un ser y unos
objetos, todo al mismo tiempo. Si
sigue simplemente el tiempo de la
vida, es menos que la vida; sólo
puede ser más que la vida
inmovilizando la vida, viviendo en
el lugar de los hechos la dialéctica
de las dichas y de las penas. Y
entonces es principio de una
simultaneidad esencial en que el ser
más disperso, en que el ser más
desunido conquista su unidad.
Mientras todas las demás
experiencias
metafísicas
se
preparan en prólogos interminables,
la poesía se niega a los preámbulos,
a los principios, a los métodos y a
las pruebas. Se niega a la duda.
Cuando mucho necesita un preludio
de silencio. Antes que nada,
golpeando contra palabras huecas,
hace callar la prosa o el canturreo
que dejarían en el alma del lector
una continuidad de pensamiento o
de murmullo. Luego, tras las
sonoridades huecas, produce su
instante. Y para construir un instante
complejo, para reunir en ese
instante
gran
número
de
simultaneidades, destruye el poeta
la continuidad simple del tiempo
encadenado.
Así, en todo poema verdadero
se pueden encontrarlos elementos
de un tiempo detenido, de un tiempo
que no sigue el compás, de un
tiempo al que llamaremos vertical
para distinguirlo de un tiempo
común que corre horizontalmente
con el agua del río y con el viento
que pasa. De allí cierta paradoja
que es preciso enunciar con
claridad: mientras que el tiempo de
la prosodia es horizontal, el tiempo
de la poesía es vertical. La
prosodia sólo organiza sonoridades
sucesivas;
rige
cadencias,
administra fugas y conmociones,
ron frecuencia, ¡ay!, a contratiempo.
Aceptando las consecuencias del
instante poético, la prosodia
permite acercarse a la prosa, al
pensamiento explicado, a los
amores tenidos, a la vida social, a
la vida corriente, a la vida que
corre, lineal y continua. Mas todas
las reglas prosódicas son sólo
medios, viejos medios. El fin es la
verticalidad, la profundidad o la
altura:, es el instante estabilizado
en
que,
ordenándose,
las
simultaneidades demuestran que el
instante poético tiene perspectiva
metafísica.
El instante poético es
entonces necesariamente complejo:
conmueve,
prueba
—invita,
consuela—, es sorprendente y
familiar. En esencia, el instante
poético es una relación armónica de
dos opuestos. En el instante
apasionado del poeta hay siempre
un poco de razón; en la recusación
razonada queda siempre un poco de
pasión. Las antítesis sucesivas
gustan al poeta. Mas para el
encanto, para el éxtasis, es preciso
que las antítesis se contraigan en
ambivalencia. Entonces surge el
instante poético... El instante
poético
es
cuando
menos
conciencia de una ambivalencia.
Pero es más, porque es una
ambivalencia excitada, activadinámica. El instante poético obliga
al ser a valuar o devaluar. En el
instante poético, el ser sube o baja,
sin aceptar el tiempo del mundo que
reduciría la ambivalencia o la
antítesis y lo simultáneo a lo
sucesivo.
Esa relación de la antítesis o
de la ambivalencia se verificará
fácilmente si se está dispuesto a
comulgar con el poeta, quien, con
toda evidencia, vive en un instante
ambos términos de sus antítesis. Al
segundo término no lo llama el
primero. Ambos términos nacieron
juntos. Desde ese momento se
encontrarán
los
verdaderos
instantes poéticos de un poema en
todos los puntos en que el corazón
humano pueda invertir las antítesis.
De una manera más intuitiva, la
ambivalencia bien urdida se revela
por su carácter temporal: en vez del
tiempo masculino y valiente que se
lanza y que rompe, en vez del
tiempo suave y sumiso que lamenta
y que llora, he aquí el instante
andrógino. El misterio poético es un
androginia.
II
Mas, ¿es tiempo todavía ese
pluralismo de acontecimientos
contradictorios encerrados en un
solo instante? ¿Es tiempo toda esa
perspectiva vertical que domina el
instante poético? Sí, pues las
simultaneidades acumuladas son
simultaneidades ordenadas. Dan al
instante una dimensión puesto que
le dan un orden interno. Ahora bien,
el tiempo es un orden v no otra
cosa. Y todo orden es un tiempo. El
orden de las ambivalencias en el
instante es, por tanto, un tiempo.
Yes ese tiempo vertical el que
descubre el poeta cuando recusa el
tiempo horizontal, es decir, el
devenir de los otros, el devenir de
la vida y el devenir del mundo.
Estos son entonces los tres órdenes
de experiencias sucesivas que
deben desatar al ser encadenado en
el tiempo horizontal.
1. Acostumbrarse a no referir
el tiempo propio al tiempo de los
demás; romper los marcos sociales
de la duración.
2. Acostumbrarse a no referir
el tiempo propio al tiempo de las
cosas;
romper
los
marcos
fenoménicos de la duración.
3. Acostumbrarse —difícil
ejercicio— a no referir el tiempo
propio al tiempo de la vida: no
saber si el corazón late, si la dicha
surge; romper los marcos vitales de
la duración.
Entonces y sólo entonces se
logra la referencia auto-sincrónica,
en el centro de sí mismo y sin vida
periférica. Toda la horizontalidad
llana se borra de pronto. El tiempo
no corre. Brota.
III
Para conservar o, mejor
dicho, para recobrar ese instante
poético estabilizado, hay poetas,
como Mallarmé, que violentan
directamente el tiempo horizontal,
que invierten la sintaxis, que
detienen
o
desvían
las
consecuencias del instante poético.
Las prosodias complejas ponen
guijarros en el arroyo para que las
ondas pulvericen las imágenes
fútiles, y para que los remolinos
quiebren los reflejos. Leyendo a
Mallarmé, de pronto se tiene la
impresión de un tiempo recurrente
que viene a acabar instantes
acabados. Entonces se viven
tardíamente los instantes que
habrían tenido que vivirse:
sensación ésta tanto más extraña
cuanto que no participa en ningún
lamento, en ningún arrepentimiento
ni en ninguna nostalgia. Simple y
sencillamente está hecha de un
tiempo trabajado que a veces sabe
poner el eco ante la voz y la
negativa ante la confesión.
Otros poetas más felices
captan naturalmente el instante
estabilizado. Como los chinos,
Baudelaire ve la hora en el ojo de
los gatos, la hora insensible en que
la pasión es tan completa que
desdeña realizarse: «En el fondo de
sus ojos adorables veo siempre la
hora claramente, siempre la misma,
es una hora vasta, solemne, grande
como el espacio, sin divisiones de
minutos ni de segundos, una hora
inmóvil que no marcan los relojes...
[1] Para los poetas que así realizan
el instante fácilmente, el poema no
se desarrolla sino se trama, se teje
de nudo en nudo. Su drama no se
efectúa. Su mal
tranquila.
es
una
flor
En
equilibrio
a
la
medianoche, sin esperar nada del
soplo de las horas, el poeta se
despoja de toda vida inútil; siente
la ambivalencia abstracta del ser y
del no ser. En las tinieblas ve mejor
su propia luz. La soledad le brinda
el pensamiento solitario, un
pensamiento sin desviación, un
pensamiento que se eleva y se
apasiona exaltándose puramente.
El tiempo vertical se eleva. A
veces también se hunde. Para quien
sabe leer El cuervo, medianoche
nunca más suena horizontalmente.
Suena en el alma bajando,
bajando... Raras son las noches en
que tengo el valor de bajar hasta el
fondo,
hasta
la
duodécima
campanada, hasta la duodécima
herida, hasta el
duodécimo
recuerdo... Entonces vuelvo al
tiempo llano; encadeno, me
reencadeno y vuelvo al lado de los
vivos, vuelvo a la vida. Para vivir
es preciso traicionar fantasmas...
A lo largo de ese tiempo
vertical —bajando— se escalonan
las peores penas, las penas sin
causalidad temporal, las penas
agudas que traspasan un corazón
por una nada, sin languidecer
jamás. A lo largo del tiempo
vertical —subiendo— se consolida
el consuelo sin esperanza, ese
extraño consuelo autóctono y sin
protector. En pocas palabras, todo
aquello que nos desliga de la causa
y de la recompensa, todo aquello
que niega la historia íntima y el
deseo mismo, todo aquello que
devalúa a la vez el pasado y el
porvenir está allí, en ese instante
poético. ¿Se desea un estudio de un
pequeño fragmento del tiempo
vertical? Que se tome el instante
poético del lamento sonriente, en el
momento mismo en que la noche
duerme y estabiliza las tinieblas, en
que las horas apenas respiran y en
que la soledad por sí sola es ya un
remordimiento.
Los
polos
ambivalentes del lamento sonriente
casi se tocan. La menor oscilación
sustituye al uno por el otro. El
lamento sonriente es por tanto una
de las ambivalencias más sensibles
de un corazón sensible. Pues bien,
con toda evidencia se desarrolla en
un tiempo vertical, puesto que
ninguno de los dos momentos, ni la
sonrisa ni el lamento, es su
antecedente. Aquí, el sentimiento es
reversible o, mejor dicho, la
reversibilidad del ser está aquí
sentimentalizada: la sonrisa lamenta
y el lamento sonríe, el lamento
consuela. Ninguno de los tiempos
expresados sucesivamente es causa
del otro, y por lo tanto es prueba de
que están mal expresados en el
tiempo sucesivo, en el tiempo
horizontal. Pero aun así hay del uno
al otro un devenir, devenir que no
se puede experimentar sino
verticalmente, subiendo, con la
impresión de que el lamento se
aligera, de que el alma se eleva y
de que el fantasma perdona.
Entonces en verdad florece la
desdicha. De tal suerte que un
metafísico sensible encontrará en el
lamento sonriente la belleza formal
de la desdicha. En función de la
causalidad formal comprenderá el
valor de desmaterialización donde
se reconoce el instante poético.
Nueva prueba ésta de que la
causalidad formal se desarrolla en
el interior del instante, en el sentido
de un tiempo vertical, mientras que
la causalidad eficiente se desarrolla
en la vida y en las cosas,
horizontalmente,
agrupando
instantes de intensidades diversas.
Naturalmente, dentro de la
perspectiva del instante se pueden
experimentar ambivalencias de
mayor alcance: «De muy niño sentí
en el corazón dos sentimientos
contradictorios: el horror por la
vida y el éxtasis ante la vida».[2]
Los instantes en que esos
sentimientos se experimentan juntos
inmovilizan el tiempo, pues
experimentan juntos vinculados por
el interés fascinante ante la vida.
Llevan al ser fuera de la duración
común. Y esa ambivalencia no se
puede escribir en tiempos sucesivos
como un vulgar balance de alegrías
y de penas pasajeras. Opuestos tan
vivos y tan fundamentales derivan
de una metafísica inmediata. Su
oscilación se vive en un solo
instante, mediante éxtasis y caídas
que incluso pueden oponerse a los
acontecimientos: el mismo hastío de
la vida llega a invadirnos en el
gozo tan fatalmente como el orgullo
en la desgracia. Los temperamentos
cíclicos que en la duración habitual
y siguiendo a la luna desarrollan
estados contradictorios no ofrecen
sino parodias de la ambivalencia
fundamental. Sólo una psicología
profunda del instante podrá darnos
los esquemas necesarios para
comprender el drama poético
esencial.
IV
Por lo demás, es sorprendente
que uno de los poetas que han
captado con mayor fuerza los
instantes decisivos del ser sea el
poeta de las correspondencias. La
correspondencia baudelairiana no
es, corno muy frecuentemente se ha
manifestado,
una
simple
transposición que dé un código de
analogías sensuales. Es una suma
del ser sensible en un solo instante.
Pero las simultaneidades sensibles
que reúnen los perfumes, los
colores y los sonidos no hacen más
que preparar simultaneidades más
lejanas y más profundas. En esas
dos unidades de la noche y de la luz
se encuentra la doble eternidad del
bien y del mal. Por lo demás, lo que
tienen de «vasto» la noche y la
claridad no debe sugerirnos una
visión espacial. La noche y la luz
no se evocan por su extensión, por
su infinito, sino por su unidad. La
noche no es un espacio. Es una
amenaza de eternidad. Noche y luz
son instantes inmóviles, instantes
oscuros o luminosos, alegres o
tristes, oscuros y luminosos, alegres
y tristes. Nunca el instante poético
fue más completo que en ese verso
donde se le puede asociar a la vez
con la inmensidad del día y de la
noche. Nunca se ha hecho sentir tan
físicamente la ambivalencia de los
sentimientos, el maniqueísíno de los
principios.
Meditando por ese camino se
llega pronto a esta conclusión:toda
moralidad es instantánea. El
imperativo categórico de la
moralidad nada tiene que ver con la
duración. No tiene ninguna causa
sensible, no espera ninguna
consecuencia.
Va
directo
y
verticalmente por el tiempo de las
formas y de las personas. El poeta
es entonces guía natural del
metafísico que quiere comprender
todas las fuerzas de uniones
instantáneas,
el
ímpetu
del
sacrificio, sin dejarse dividir por la
dualidad filosófica burda del sujeto
y del objeto, sin dejarse detener por
el dualismo del egoísmo y del
deber. El poeta anima una
dialéctica más sutil. En el mismo
instante, revela a la vez la
solidaridad de la forma y de la
persona. Demuestra que la forma es
una persona y que la persona es una
forma. La poesía es así un instante
de la causa formal, un instante de la
fuerza personal. Entonces se
desinteresa de lo que rompe y de lo
que disuelve, de una duración que
dispersa «ecos. Busca el instante.
Sólo necesita del instante. Crea el
instante. Fuera del instante sólo hay
prosa y canción. En el tiempo
vertical de un instante inmovilizado
encuentra la poesía su dinamismo
específico. Hay un dinamismo puro
de la poesía pura. Es el que se
desarrolla verticalmente en el
tiempo de las formas y de las
personas.
Introducción a la poética de
Bachelard
Jean Lescure
No temo en absoluto a los que
me ataquen sino a los que me
defiendan.
André Gide
La poesía desconfía del
discurso. De uno a otro instante
procede mediante denominaciones
inmediatas. Sus razones son el
hecho de sus comentaristas. Los
encadenamientos
que
se
le
encuentran
suceden
a
sus
presencias. Las explicaciones que
se le dan son incapaces de
revelarla. ¿Cómo acercarse a ella
por otro medio distinto de sí misma
y libre de lo que consideramos sus
oscuridades?
Caídos ya los cohetes
surrealistas y remitidos a un
erotismo de bazar los extravíos
abismales, la poesía todavía se
interroga sobre lo que puede ser.
¿Qué son esas imágenes que crea y
que rehuyen a la pintura? Creerlas
visibles y creer las descripciones
de lo visible extravió a pintores
buenos en productos ingenuos de la
imaginación. ¿No es identificarlas
con la música perderse lo que porta
significados en las palabras que hay
en ellas? Mas, desde luego, ¿quién
pensaría en igualar con el poema
esos
significados,
por
conmovedores o por gloriosos que
fueran? Ese objeto cargado de
sentidos parece impaciente de
recusarlos. Se ve actuar en él una
resistencia al significado que lo
mantiene muy cerca del silencio de
las estatuas. Quiere ser a la vez
omnipresente y estar a punto de ser.
Jamás transformado por el tiempo
que pasa en sus consecuencias,
parecería que se extenuara en
negarlas y que ello tal vez
equivaliera a negarse a sí mismo. Y
sin embargo, ese objeto del
lenguaje no se niega sino para
darse, renaciendo siempre, secreto
y evidente, igual a sí mismo en cada
uno de sus instantes.
Poco es lo que vivimos cada
instante de lo que nos propone el
instante. Y sin embargo, todo lo que
de él vivimos es el propio instante.
Es preciso imbuirnos de «la total
igualdad del instante presente y de
la realidad». Escribo estas frases,
copio estas palabras que reunía
Bachelard y todo a mi alrededor se
amotinan cien frases más de las que
estoy a punto de acordarme o que
pienso que podría descubrir, tal vez
la voz del filósofo que las
pronunciaría, que oigo y que no
oigo, que se apaga antes de sonar,
que sólo puede aparecer aquí
porque desapareció antes de
hacerlo, estando en lo sucesivo
absolutamente ausente, pero en mis
sueños locamente a punto de ser, y
permaneciendo con mil mundos en
el confuso espino del que el
presente sólo obtiene a fin de
cuentas poca cosa.
Bachelard tuvo el placer de
transcribir las bellas frases de
Roupnel:
El instante que acaba de
escapársenos es la propia muerte
inmensa a la que pertenecen los
mundos abolidos y los firmamentos
extintos. Y, en las propias tinieblas
del porvenir, lo ignoto mismo y
temible contiene tanto el instante
que se nos acerca como los Mundos
y los Cielos que se desconocen
todavía.
Por simple que sea, por
replegado que a veces pueda estar
sobre la vacilación de una sola
palabra (cómo se ve que la poesía
logra constreñirlo), el instante sin
embargo se hincha con esa
investidura de su claridad por
tantas sombras o por tantas
penumbras. Cosas que no puedo
nombrar no obstante parecen
manifestarse en él al menos
mediante el sentimiento que tengo
de una cercana presencia. La vida
me concede el feliz poder de
transformar en acto, casi a
discreción, una posibilidad pura
cuya pureza no altera ese poder. Por
lo que adviene y que un instante
antes aún no era, cada instante
puedo hacer saber que hay
posibilidad y que esa posibilidad
provoca en mí cierta conciencia
instantáneamente presente, mientras
que él me dispone de mil maneras a
convocar su advenimiento. Y sin
embargo, no me valgo de ese poder,
no uso ese poder; todo el placer que
da obedece a que siempre se
mantiene en reserva. Sé que está
allí y que a su primera sacudida
vendrán las palabras, de la
conciencia, del ser. Suele suceder
que engañe yo a mi ensueño.
Cuando me obliga a ceder y
trato de contenerlo, siento que el
nacimiento de las palabras se
detiene largamente en el umbral
donde su formación las haría a la
vez surgir y morir, sustituyendo por
el instante en que sobrevinieron
quién sabe qué otro instante que las
borra, cuya figura dibujarán en un
momento otras palabras.
Si mantengo su continuación,
si no vacía de palabras al menos
vacante de razonamientos y de
discurso, esos instantes se llenan de
colores y de sonidos, incluso tal
vez de fonemas que los designan
vagamente: el cielo claro de la
mañana en mi ventana los fija, sin
que aparezca la palabra, cielo, las
tejas viejas del techo cercano, el
vuelo de los martinetes, el piar de
los gorriones... Demasiado cerca de
la agresión de lo visible, las
palabras que se me ocurrirían se
intimidan y se borran.
¿Hacia dónde me llevan tantas
presencias diversas? Nada en
principio parece destinarlas a
componer un conjunto coherente o
memorable. Y sin embargo el
placer de un instante tal vez las alie
de manera indisoluble, como,
posteriormente, quizás me lo revele
el sabor de una magdalena que, yo
también, puedo vincular a él.
Por el momento, se me remite
al silencio. Una pura amenaza de
ser inviste una sombra de
conciencia. El hombre parte de su
soledad, del umbral de su soledad.
Vivir sólo lo saca de ella para
arrojarlo de nuevo en ella.
Mas cierta impaciencia de ser
se superpone a esa invasión. Tal
vez en las propias cosas, cuando no
las considero, cierta manera que
tienen de avisarme, de avisarse,
cierta distracción, que oponen al
adormecimiento de mi conciencia,
responda a la excitación que me
viene del nacimiento de una vida
pensativa que se forma en mí sin
que yo tenga bien a bien el
sentimiento de ser su autor. Me
siento como un lugar donde fuera
contemporáneo del mundo. Y de
tanto que ese mundo me apremia, en
esa conciencia de azul o de viento o
de canciones que soy, ya no sé ni
quién es él ni quién soy yo.
Pensamientos se encadenan así, sin
que yo los dirija. Quiero
descifrarlos. Leería a un mundo
abierto si supiera desenredar
pensamiento y cosas enmarañadas.
No necesariamente es el más
próximo de esos pensamientos, o
ideas, el que se vincula al que
muere y le sucede. ¿Qué sentido
puede tener realmente aquí la
noción de proximidad? Antes de
aparecer, la idea que va a venir está
inconmensurablemente lejos de la
que en un momento parecerá
haberla suscitado. Una distancia
absoluta separa lo que es de lo que
no es. Sólo por su sucesión, y por el
encadenamiento
que
nos
ingeniaremos para verificar entre
ellas, concluiremos sobre su
proximidad. Pero alguna otra, que
no me parece seguir en el instante
mismo y que nada habrá de
despertar antes de mucho tiempo, he
aquí que, en unos años, aparecerá y
se asociará a la primera, resultando
a su vez estar muy próxima. Tan
próxima tal vez que ingenuamente
podremos preguntarnos si no es la
misma o por qué antes no pensamos
en ella. ¿Y qué armonía podría
haber así entre las cosas mismas
para que, desde tan lejos, parezcan
solicitar a la razón acogerlas en su
vasta coherencia? A no ser que las
cosas y el espíritu sean tan distintas
y que un solo instante nos dé unas y
otras a la vez. A no ser que la razón
opere
misteriosamente
una
interminable reunión en las
fragmentaciones de ser cuyo teatro
y cuyo actor soy y procese en ella
«la armonía por entero en tensión
que el mundo va a realizar».
"¡Ah! —decía sonriendo
Bachelard a una entrevistadora—,
no vivo en el infinito porque nuestra
morada no es el infinito». Sobre un
«porvenir traicionado», sobre
especies de ruinas, el filósofo se
había propuesto construir su casa y
su reposo. Su apuesta, que hoy los
hechos verifican, es que sería
habitable para los demás. La
necesitaba terminada y actual, aquí
y ahora.
De Roupnel, cita: «El espacio
y el tiempo sólo nos parecen
infinitos cuando no existen». Y del
tiempo, lo que existe nunca es sino
el instante que vivimos. No
podemos vivir de él otra cosa. Pero
en él podemos vivir extrañeza y
sorpresa, admiración y protesta,
todas las cosas al mismo tiempo
salvo
pasado
y
futuro,
reconocimiento y proyecto. Nada en
él escapa a sí mismo ni se reduce a
ninguna duración confusa y sin
objeto. Todo se exalta ante la
irremplazable presencia. A la cual
le es preciso morir para renacer en
otros objetos, igualmente pura.
En ese tiempo entrecortado se
alejan las Bellas ilusiones de una
continuidad dada. ¿Cómo desposar
sus olas? De algún modo está preso
en una especie de sustancia a donde
no se ve cómo iríamos a buscarlo.
El orgullo de las nobles heredades
se agota, son dudosos la constancia
de una naturaleza o los imperativos
de una astrología, y la orgullosa
seguridad del saber se hace
modesta. Todo lo que enliga al
hombre lo paraliza o lo somete, le
estorba o lo fataliza y se remite a la
superstición. A la orilla de todo
pensamiento vacila una noche futura
que nos contiene, hasta de verla y
de asirla. Sus secretos son falsos
secretos. Aspira a revelarlos. A las
luces sucesivas que en esa noche se
enciendan
se
alumbrará
la
conciencia que nace en ese instante
y morirá en él. Cada cosa nueva,
cada pensamiento ganado, cada
descubrimiento, cada iluminación,
tirados hacia nosotros desde la
confusión tenebrosa del porvenir,
dan a todo el pasado un sentido que
lo alimenta, lo organiza y lo anima.
Si bien sólo en parte lo hace
inteligible, no cesa de concederle
una inteligencia viva, pronta a
excitar nuevas salidas hacia nuevas
sorpresas. Ella explica su invención
de nuevas experiencias: los viajes
de la exploración metódica. Su
energía se recrea con que,
volviendo su luz hacia el pasado,
vaya a repercutir en él un futuro que
tenía. Nuestra vida entera disfruta
de su progreso. Avanza a cada
instante,
muy
completa
y
desconocida, toda antigua y toda
nueva. Más que respuestas al
pasado, las señales que deja de sí
misma son preguntas al futuro.
A los ojos de un autor, un
libro de antaño puede ser irritante y
reclamar
que
se
relea
o
simplemente se deseche. Se detiene
en las frases que la imprenta fija.
Sin embargo, el hombre que las
escribió
se
ha
adelantado.
Volviéndose
hacia
ellas
y
girándolas, se da cuenta de que
implicaban significados que ni
siquiera concebía al escribirlas.
Las releyó mucho tiempo sin
descubrir en ellas más que el
discurso que estimaba haber
compuesto.
Cada
cual
se
encadenaba sólo con la que él le
diera por siguiente. Una lógica que
reconocía sacaba aquel rebaño de
sí mismo.
Pero que escriba otro libro y
empezará a sorprenderse del
primero. El nuevo libro ha
modificado la lectura que hacía del
precedente. Él lo comprende. Una
conducta mantenida así durante toda
una vida da en fin a las primeras
intuiciones un contenido que no
agotan. Que al contrario reaniman.
Habría que leer a un autor a la
inversa. Sus primeros libros al
final, sus últimos al principio.
Método singular. Que es preciso
examinar.
El mundo de las palabras es
dudoso. Tan lleno de trampas como
aquel cuya visibilidad garantiza
largo tiempo al espíritu la evidente
y simple realidad. Aprendimos a
desconfiar de la apariencia.
Quisimos creer en la autoridad del
verbo revelado. Al parecer,
necesitamos aprender a leer a la
una y al otro. Mas las claves de la
lectura son poco seguras. Quien se
vale de las palabras y quien
ingenuamente pensaba que sin gran
dificultad se les somete al servicio
de intenciones claras, empieza a
saber que las palabras se resisten.
O, antes bien, en las composiciones
mismas que el espíritu piensa
asignarles y en los encadenamientos
en que cree mantenerlas, forman
incontables
combinaciones
mediante las cuales escapan a sus
intenciones. Enseñan significados
involuntarios. Sorprenden. Se les
considera. Se quiso decir una cosa
y en efecto se dijo. Pero también se
dijo otra. De la que claramente es
preciso conceder a quien la oye que
se encuentra en las palabras a las
que interroga y no en el ensueño de
su sola conciencia. Y no es que no
proyecte en modo alguno sus sueños
en los signos que hasta él llegan.
Sino
que
no
son sueños
cualesquiera. Y los que en ocasión
de esos signos figuran
despertados singularmente
ellos.
son
por
Valéry no dejó de advertir a
sus contemporáneos al respecto.
Las hermenéuticas de hoy han
despojado al autor de sus derechos
a comprenderse para armarse de
ellos exclusivamente. Lo cual es
olvidar que en esos varios métodos
de explicación de un texto, basados
en la sospecha a la manera del
psicoanálisis o del marxismo, o en
una voluntad de «recolección»
como la que describe Ricoeur, el
autor puede conservar una clave
considerable para descifrar su obra.
Y es la de su proyecto. El modo de
lectura que es el suyo es entonces el
de la soledad en que se descubre
como desconocido de sí mismo.
Sigue siendo cierto que
leemos a Racine como nunca se
leyó a él mismo. Y suele suceder
que, 10 o 20 años después, nosotros
mismos nos asombremos de las
frases que escribíamos y de los
grupos de palabras en que
pensábamos fijar significados de
los que cuando menos nos parece
extraño que, en aquel momento, no
hayamos
derivado
las
consecuencias que saltan a los ojos
en una nueva lectura. Sin embargo
parecen seguirse de acuerdo con un
rigor casi matemático. ¿Cómo fue
que no las vimos, disimuladas en
las proposiciones que actualmente
nos las revelan? Aquel momento no
las portaba. El presente sí las
contiene. Pero cambia de rostro
toda una historia.
Así, en sus últimos años
Bachelard no leía sus primeros
libros como los había escrito. A
veces
hablábamos
de
El
psicoanálisis del fuego, que
desempeña un papel importante
tanto en el catálogo de su obra
como en la cronología de su
reflexión. Es la primera obra en que
aparece el nombre de uno de los
cuatro elementos a los cuales
refirió en un principio su estudio de
lo imaginario. Lleva así la carga de
aunar a la descripción del agua, del
aire y de la tierra el cuarto
elemento del que se imaginan todas
las cosas posibles. ¿Se puede
consentir que ese elemento tenga
menor importancia que los demás?
¿Habrá que distinguirlo en un libro
donde su presencia se ha
disimulado señalando que toda
objetividad desmiente siempre el
primer contacto con el objeto? Si
antes que nada los ejes de la poesía
y de la ciencia son inversos, si tiene
razón Éluard, al que cita Bachelard:
Ne faut pas voir la realité
telle que je suis,
[No hay que ver la realidad
tal como soy,]
¿Es preciso ver en el Fuego y
los ensueños que provoca sólo un
obstáculo al conocimiento? El
primer proyecto de Bachelard era,
según se dice, exonerar a la ciencia
de los extravíos de la psique.
Claramente se siente lo que al
respecto podía molestar al filósofo
de la conciencia nocturna de la
poesía. En el propio título de su
obra. Y es que el psicoanálisis es
enteramente diurno y social.
Sometía
su examen a
la
preocupación de librar a la
conciencia científica de los
fantasmas que la perturban. Había
querido hacer de él, había hecho de
él una crítica del conocimiento
objetivo. Había querido mostrar
que ese conocimiento afirmado
como objetivo con suma frecuencia
no es sino disfraz de una
subjetividad,
la
proyección
autorizada de ensueños prohibidos.
A la que por tanto es conveniente
exponer a una crítica rigurosa con
el fin de «librarla tanto de sus filias
como de sus fobias». Lo que
mostraba claramente su examen de
cierta química y de algunos tratados
de flogística es que la materia de la
ciencia mezclada con el ensueño de
un alma no puede aspirar al rigor
científico si no extravía el espíritu
objetivo. Y tal vez parecía ya que,
mal
empleada,
impidiera
manifestarse a una realidad
totalmente distinta.
Era en efecto El psicoanálisis
del
fuego,
libro
en
que
paradójicamente se advierte al
lector
que
leyéndolo
«no
enriquecerá en absoluto sus
conocimientos», libro que, además
de su crítica, se propone enseñar un
método, el de la ironía que nos
aplicamos a nosotros mismos, la
que hace cuidar de creernos
demasiado, que con gusto nos
burlemos de sus poderes y de sus
hallazgos y sin la cual «no es
posible ningún progreso en el
campo del conocimiento».
Pero aquel método se abría
hacia otros que habrían de devolver
a su sitio a un psicoanálisis
ingenuamente expansivo.
Dos de las últimas obras de
Bachelard llevan cada cual en
primer plano una frase en que
aparece la palabra método. La de
La poética del ensueño está tomada
de Laforgue: «Método, Método,
¿qué quieres de mí? Sabes bien que
he probado el fruto de lo
inconsciente».
¿Responde
voluntariamente a Laforgue, y de
qué modo, la segunda, que se lee en
el manuscrito inédito de la
introducción a La poética del fénix
(redactada en agosto de 1962) y
está
tomada
de
Rimbaud?:
"¡Nosotros te afirmamos, método!
No olvidamos que ayer glorificaste
todas nuestras épocas». ¿Habrá un
método de lo inconsciente? O antes
bien, si se quiere pasar a un
inconsciente
enteramente
psicológico, ¿habrá un método de lo
imaginario?
Malicia y bondad se alían en
Bachelard. Era en él una naturaleza.
Tal vez. «La polémica me
despierta», me dijo un día; «a pesar
de todo soy un champanes que antes
no se dejaba cerrar fácilmente el
pico». Si hubiera que buscar un
enunciado
metódico
a
esas
palabras, se encontraría en La
filosofía del no en la siguiente
forma: «La verdad es hija de la
discusión..." Creo que en esa
alianza de humores hay que ver,
más que un temperamento, una
sabiduría y lo que podría llamarse
una naturaleza convertida. Quizás
en sí misma y en la medida que se
desee, pero transformada en valor
asignado. Para Bachelard, la
naturaleza nunca es muy interesante;
«un complejo nunca es muy
original», decía. Lo original está
ante nosotros. Somos nosotros
mismos refutados por nosotros
mismos. Toda naturaleza que se ve
opera en sí misma esa impugnación
y esa transformación. Y también es
un método. Para el espíritu
decidido a esclarecerse, con el fin
de librarse de su azar, toda acción
se constituye en método. Toda
decisión es una manera de ser.
Proyecta recusar en sí el accidente
y constituirse en hábito. Al mismo
tiempo
expresa
en sí
su
permanencia y su progreso. Pues si
el hábito es «la voluntad de
empezar a repetirse», fuerza es ver
que lo importante es la voluntad de
repetir un principio, puesto que
quién puede saber lo que uno
mismo es antes que el fin permita en
efecto definirlo.
Imagino a Bachelard tender
una trampa a su lector. Malicioso
como cuando escribe: «Lo que echa
a andar la locomotora es el silbato
del jefe de estación»; bueno como
cuando aconseja: "¿Quiere usted
sentirse en calma? Respire
suavemente ante la flama ligera que
cumple en calma su trabajo de luz»,
donde se ve claramente que una
función tan primordial como la
respiración es método para el
filósofo ocupado en trazar los
caminos de una filosofía del
reposo.
—¡Ah, Método! Método por
conquistar tanto como la vida
sensata cuya conquista harás
posible a tu vez, antes que nada
debes comprometerte. Tú, filósofo,
te sobresaltarás ante ese desdén de
Laforgue por una organización tan
necesaria, mientras que tú, poeta,
triunfarás y con razón creerás
hacerlo. Y sin embargo yo,
«soñador de palabras, soñador de
palabras escritas», arrastraré a
ambos en la búsqueda metódica de
lo imaginario no metódico. El
método no es ningún libro de
cocina. Es la vida misma. Tú,
filósofo, aprenderás a escuchar al
poeta, «fenomenólogo nato»; tú,
poeta, deberás discernir las razones
y los caminos difíciles por los que
es posible apartar a la poesía de las
escorias y las reminiscencias que la
matan, y actuar de suerte que, «pese
a la vida», un hombre sea poeta.
Pues el poeta no nace, sino que se
hace. Para lo cual se precisan
armas poderosas.
Nada de lo que somos nos es
dado y todo lo que de humano
somos es producto de una
metamorfosis. Todo surgimiento de
conciencia «repercute» en los
profundos pasadizos donde se
entenebra nuestro pasado, y todo
nuevo instante proyecta su luz nueva
sobre
realidades
jamás
comprendidas cabalmente. En el
propio acto se dibuja poco a poco
un progreso que al punto hace
aparecer al mundo y a mí mismo.
Pero ese camino se enfrenta
extrañamente a lo desconocido. Si
es preciso «imbuirse de la total
igualdad del instante presente y de
la realidad», también lo es
convencerse de que el hombre está
solo, no consigo mismo, sino
desolado de sí mismo, abandonado
de sí mismo, aislado de su pasado
por los bordes del instante en que
lo encierra un tiempo desgarrado.
Se desliga de sus funciones.
Helo aquí heterogéneo, sin límites
asignables,
sin
identidad
aprensible. No es sino el «material
neurótico» sobre el que opera el
psicoanálisis «que puede hacernos
creer que la energía psíquica es
homogénea y limitada, y está
vinculada
a
su
función
psicológica». ¿Quién podría, de
manera enteramente seria, hacernos
creer cuando se habla de
Baudelaire que «el autor de sus
poemas es hijo de su madre?" Poco
peso tiene la psicología ante las
conductas creadoras que califican
al hombre para la fenomenología.
Bachelard encuentra en los
«principios de la fenomenología» el
método que puede abrirnos la
puerta de la «conciencia creante del
poeta». ¿Cómo podría un filósofo
«doblegar su orgullo para hacer
obra de psicólogo?" El filósofo no
renuncia tan fácilmente a su propia
poética que consiste en afirmar
valores. Para empezar, los de
aquellas imágenes que el análisis
fenomenológico
nos
presenta
precisamente como de orígenes
puros. Donde aparece que «la
poesía es uno de los destinos de la
palabra».
Esta
afirmación,
que
Bachelard pronunciaba al final de
su vida, respondía exactamente a la
pregunta que va en 1936, en La
dialéctica de la duración, el
filósofo de las ciencias que era se
había visto inducido a plantear:
"¿Tendrá el hombre un destino
poético?" Pregunta escandalosa en
sumo grado.
Bachelard todavía no pensaba
en el método fenomenológico
cuando redactaba sus primeros
libros. E incluso en las obras
dedicadas a los elementos todavía
aparece sólo en filigrana. Tal vez
no se inclinaba aún por aquellas
«imágenes» que, en vez de ser lo
que extravía una búsqueda de
conocimiento objetivo, antes que
nada son «raíces de la realidad».
«Por un privilegio único, se
constituyen
en
imágenes
verdaderas». Esta frase, en que la
noción casi epistemológica de
verdad viene a calificar el mundo
imaginario, la escribirá apenas al
final de su vida. Pero, ¿no es
legible ya a lo largo de sus
primeros libros? ¿Es posible
reescribir un libro? Cuando
pregunté a Malratxx por qué no
retomaba la continuación de Los
nogales de Altenburgo, destruida
por los alemanes, me respondió:
«Una obra de imaginación no
vuelve a hacerse». Sin duda. La
idea me pareció evidente. Largo
tiempo pensé en ella. Me parecía
que en efecto no se podía volver a
hacer. Por próxima a la primera que
esté la obra reiniciada, por
semejante que se pretenda, no
puede re-producirla, sólo alterarla.
El propio recuerdo que pudiera
conservar de ella amenazaría más
bien con obstruirla y extraviarla.
Sería preciso aceptar rio acordarse,
dejar
tal
vez
todas
las
oportunidades para otra obra...
Pues, en efecto, no sería la misma,
sino otra. «Una obra de imaginación
no vuelve a hacerse».
Aunque
precisamente,
¿no
sería ésa una nueva oportunidad?
No de rehacer sino de hacer algo
nuevo. De hacer de nuevo. Y
además, en el caso de los libros de
Bachelard, éstos son obras sobre la
imaginación,
incluso
si
la
imaginación conspira en su
elaboración. ¿Es o no posible
operar diversos descubrimientos
sobre un mismo tema, por más
cercanos que estén unos de otros?
Pues, al fin y al cabo, ¿no hay
ejemplos de autores que han pasado
la vida diciendo de mil maneras
cosas muy semejantes y diferentes,
como vemos que son todas las
cosas del mundo?
De suerte que no acogí corno
una
empresa
absurda
el
sorprendente proyecto abrigado por
Bachelard de ceder a las ganas de
rehacer sus libros. Por el contrario,
me parecía que podía entrar dentro
de un método de la creación y que
debía formar una especie de arte
poético. En él se restituían al autor
sus derechos a declararse el
hermeneuta de sí mismo. ¿Que los
críticos pretendían encerrarlo en lo
que había dicho y remitirlo a sus
enigmas? A ellos se remitía él antes
que nadie.
Ciertamente, menos para
examinarlos
que
para
experimentarlos. No tiene intención
de explicarlos y de justificarlos.
Antes bien, se negaría a hacerlo. Su
hermenéutica es singular. No
traduce unas palabras. Suscita otras
nuevas. No descifra un sentido.
Antes bien, agregaría sentido al
sentido y enigma al enigma. Actúa
de tal suerte que tanto el nuevo
sentido provoca enigma como el
antiguo enigma da sentido y
viceversa. Se trata menos de un
texto pasado que quiere poner al
día que de un texto nuevo al que
pretende constreñir a iluminar el
antiguo con sus luces enigmáticas.
En pocas palabras, su hermenéutica
procede mediante descubrimientos,
avanza y, método poético, profesa
que es preciso ir:
au fond de il inconnu pour
trouver du nouveau.
[al fondo de lo desconocido
para hallar algo nuevo.]
No se acepta con facilidad
que un filósofo sea poeta Salvo al
cabo
de
algún tiempo
y
electivamente en el caso de los
presocráticos, cuyos fragmentos
decepcionan a los rumiantes de los
sistemas. Hay algo tranquilizante en
la mueca que algunas personas
hacen al decir de Bachelard: «Es un
poeta», pensando desacreditar así
su reflexión. Dándose cuenta de que
no es desacreditarlo concederle un
poder que toda su obra exalta, otras
le niegan al mismo tiempo ser tanto
filósofo como poeta. Entre dos
sillas desaparece de la mesa de los
profesores. Siendo inclasificable,
en consecuencia tal vez no exista.
Y, en efecto, tal vez no sea ni
filosofo ni poeta en el sentido en
que lo entienden los espíritus
escolares. No escribe en verso.
Razona. Enseña. Pero sueña. No
hace confidencias sobre sus
amores. Incluso afirmaría que
escribir es ocultarse. Mas, ¿de
quién es esta frase? «Antaño, en un
antaño por los sueños misinos
olvidado, la llama de una vela
hacía pensar a los sabios». ¿No
hace en cierto modo eco a: «Una
vez, en una lúgubre medianoche,
mientras me adormecía débil y
fatigado sobre un muy curioso y
raro volumen de saber olvidado...?"
Que, desde luego, es de Mallarme,
a quien nadie niega el título de
poeta, ni siquiera cuando traduce a
Poe, a quien igualmente nadie,
etcétera.
¿Y pertenecen o no a la
poesía gnómica estas frases que
otras tantas páginas nos dan?:
El hombre es una superficie
para el hombre.
Todo lo que miro me mira.
En el agua dormida reposa el
mundo.
Qué caracol es la palabra
rumor.
Estoy solo y por tanto somos
cuatro.
Cuando respira la memoria
son buenos todos los olores.
Bajo su madera roja el
armario es una almendra muy
blanca.
Imagino esta obra destruida y
encontrada por fragmentos. Al
punto se agregaría a esos
presocráticos que están tan de
moda. ¿Qué es entonces la poesía
sino tal vez simplemente una
combinación de palabras que
poseen la singular propiedad de
impedir al significado, o a los
significados que de ella se siguen,
abolir la figura sensible? «Lenguaje
libre respecto de sí misma»,
también lo es respecto del sentido
que porta. No es posible traducirlo
ni trasponerlo, sin anularlo
totalmente en otra figura. Y esa
resistencia que la poesía opone a la
función de comprender la hace
enigmática. No es que su sentido no
sea claro, lo que constituye un
enigma, sino que no sea todo de ella
misma. Al punto ha dejado ya de
ser esencial y la realidad es la
figura de las imágenes sonoras, a la
que ya no dejamos de enfrentarnos
en un cuerpo a cuerpo que recusa el
abrigo de la distancia y la
perspectiva del problema. La
manera de leer la poesía es un
mimologismo. Es preciso desposar
la propia cosa; el objeto que
compone las palabras no deja
escapar de sí nada cuya fuerza no
reforme al punto. Qué lenguaje tan
extraño para un filósofo el que
resiste a su sentido y aspira a una
existencia distinta e insensata.
En la lectura de un discurso
lógico el espíritu va de argumento
en argumento encadenado por los
luego, los así y los por tanto. Sin
embargo, es libre de interrumpir su
curso para examinarlos, no sin
mantener presente su sucesión. La
continuidad instituida por esos
eslabones que unen los momentos
de la reflexión lo lleva a
operaciones paralelas en que él
mismo se complace en vincularse.
Los fragmentos de esos discursos al
punto hacen aparecer en sus bordes
la ausencia de cadenas que los
justifiquen. Han obrado a modo de
atenuar los efectos de todo lo que el
pensamiento tiene de espontáneo y
de sorprendente, de suerte que toda
proposición parece derivar de la
anterior y propone la ilusión de una
vasta unidad encontrada en un
espacio
de
tiempo
lo
suficientemente largo para simular
la duración inmóvil.
¿Habrá que convenir que,
para un filósofo que medita en el
desgarramiento del tiempo en cada
uno de sus instantes, que quiere
vivir el propio estallido en que el
tiempo
en-cada-uno-de-sus-
instantes propone la evidente
irrupción de la realidad, aun cuando
razone, aun cuando introduzca en el
tropel de surgimientos instantáneos
la rigurosa perspectiva» de su
proyecto, queda convencido de
vivir y de morir en cada-uno-desus-instantes, cada uno de los
instantes en que la realidad le
entrega sus secretos? A cada «por
consiguiente», podrán derivarse
otras consecuencias a las que esta
vez algo sin duda impide ser y
permanecen desconocidas. Pero a
las que tal vez otro tiempo, otras
cosas en otra ocasión dejarán
aparecer.
Por eso propongo un método
de lectura de Bachelard que sea un
método de lo discontinuo, que sepa
interrumpir cada instante el curso
del razonamiento, superponerle las
altas verticalidades de los instantes,
que
instantáneamente
pueda
exaltarse en el descubrimiento y
hundirse en la repercusión profunda
de su resplandor. En pocas
palabras, que mantenga sin cesar
esa obra futura. Es preciso saber
¿destruir y construir su orden
vivido, leer al revés v al derecho,
al azar y en todos sentidos,
provocar sus sorpresas, ponerla en
perspectivas inesperadas, tal vez de
sí misma, leerla y releerla, y volver
a releerla, indefinidamente como un
poema que no se agota nunca en sus
significados: «La literatura empieza
con la segunda lectura». Desligada
del discurso al que la plegaba la
modestia del filósofo, leída en las
emergencias de mil fragmentos
reunidos, y más profundamente
comprometida en sí misma, parece
ser lo que es: un grande y numeroso
poema gnómico.
No juraría yo que Bachelard
no haya escrito nunca versos.
Ciertas
palabras
evasivas,
acompañadas de un movimiento de
la mano me permiten creer lo
contrario. Lo cierto es que jamás
los enseñó. Y sin duda abandonó
muy
prematuramente
su
preocupación por ellos. Cierto día
en que hablábamos del nacimiento
de las imágenes y en que yo lo
impulsaba a confesar que él
mismo...
No —me dijo—, pues
siempre he tenido dos oficios... No
quiero permitirme soñar. Se
necesita que un poeta llegue de
pronto a mi mesa, y entonces
olvido, evidentemente, olvido mi
trabajo... Y allí estoy en camino de
amar la imagen, con un amor que
deslizo en los libros... Pero es una
bendición que no salga de mí.
Descubrimos que el arte es un
producto de la pareja autorconsumidor y que, contrariamente a
lo que creía el prometeísmo
romántico, de los miembros de esa
pareja el que puede ausentarse
mejor no es el consumidor sino el
autor Aun cuando su lector
leyéndolo haga la experiencia de
una extraña comunión con otro ser
que es su «semejante», su
«hermano», paradójicamente. el
poeta se ha hecho menos necesario
para el poema que el lector, el
escultor para la estatua que el
espectador. La estatua nace de
cierta mirada, el poema de cierto
silencio. El arte en bruto ha
confiado al consumidor la decisión
que hace de un objeto de la
naturaleza, de una figura del mundo
de la apariencia, una obra de arte.
Y para ser bella, toda obra de arte
precisa en lo sucesivo de la
elección que su lector o su
espectador hace de ella. El autor
repetirá «yo es otro» o «yo no soy
un poeta», esperando del lector o
del espectador que está en él el
juicio que conferirá a un objeto que
él mismo ha echado al mundo la
dignidad de la belleza.
La poesía que se escribe en
Francia con frecuencia es como si
no existiera, a falta de haber
aprendido buenamente sus lectores
eventuales a leerla y a darle el
amor que la hace aparecer y hace
efectivos sus favores. El orgullo de
lector con que Bachelard invitaba a
los aficionados a conocer la poesía
tal vez no tenga más sentido que
situar en la poesía un mundo que,
para ser, exige una adhesión de
singular naturaleza.
De todos modos fue mucha
bondad por parte de Bachelard
declarar públicamente que a nuestro
encuentro ocurrido en 1939 hay que
imputar su decisión de dedicar,
también, su vida a lo imaginario y a
la poesía. Igual lo habría hecho sin
mí. Por lo demás, no me había
esperado para amar la poesía. Sin
embargo, no acostumbraba hablar
para no decir nada. ¿Qué deseaba
significar más allá de un gesto de
afecto, e incluso cediendo a ese
gesto, queriéndolo hacer público?
Me parece que lo que dimos a
Bachelard a partir del 1939 y, sobre
todo, de 1941, cuando vino a
instalarse en la plaza Mauber de
París y empezó sus cursos en la
Sorbona, fue la animación de
sentirse escuchado y solicitado, de
sentirse urgido de ser futuro. Se oía
oído, se veía visto y se leía leído. Y
acosado por nuestras preguntas,
mezcladas con las que él mismo se
hacía. En discusión, por nosotros,
consigo mismo. Sacado de su
soledad y devuelto a su soledad
todos los días. Éluard, Queneau,
Frénaud,
Guillevic,
Benjamín
Fondane, Ubac, Noel Artaud
asistieron a sus cursos. El
interrogaba largo tiempo a sus
obras y a lo que él mismo decía. A
lo largo de conversaciones en que
se bromeaba fuerte, compartíamos
los raros pollos del mercado negro,
las raciones de vino. Eran aquéllas
«las verdaderas fiestas de la
amistad», decía Bachelard.
Gran sentimiento ése en la
vida de Bachelard. La amistad fue
en él cuidadosa y fiel, atenta y
respetuosa, conmovida y generosa.
Veinticinco años de sus dones me
dejan perdido desde su muerte.
La
amistad
no
es
un
sentimiento tan común. Para
experimentarlo
claramente
se
necesita ingenuidad, se necesita el
don de maravillarse, el placer de
admirar: «al mundo se entra
admirándolo»,
una
voluntad
sostenida con dignidad, «esa
nobleza del pobre», como dice él, y
generosidad. Cuando en 1930 es
nombrado profesor en Dijon,
conoce allí a Gastón Roupnel, el
autor de ese gran libro que es La
campagne frangaise.
Bachelard hablaba poco de su
pasado, de su juventud. Había que
impulsarlo. Pero cuando llegaba a
recordar a Roupnel, su voz
cambiaba. Se hacía más profunda,
se envolvía en un calor que
agravaba el alejamiento del
recuerdo. Cierta impaciencia de
reunirse con el amigo perdido la
hacía precipitarse, como la hacía
suspenderse el sueño de una
presencia recuperada de pronto.
Bachelard
evocaba
antiguas
palabras, inflexiones que en lo
sucesivo sólo él oía y hacia las
cuales orientaba su silencio. "¿A
dónde va la luz de una mirada
cuando la muerte pone su dedo frío
sobre los ojos de un moribundo?"
Cierto día en que yo había logrado
convencerlo de dejar registrarse en
una grabadora la conversación que
sosteníamos:
"¡Ah!",
dijo
interrumpiéndose y mirando el
aparato, «nosotros no teníamos
nada para conservar una voz y ni
siquiera usted tiene nada aquí que
hubiera fijado el ademán de lo que
él decía».
«Permítame decirle que coa
Roupnel tuve», me dijo Bachelard
ese día, «tuvimos al punto simpatía
de modestia».
Oigo su voz pronunciar esas
palabras. En verdad la oigo. No lo
invento, como se dice tan bien en
francés. Está allí en la cinta
magnética que giraba en silencio
mientras hablábamos y que hoy me
la restituye fielmente. Me dice todo
lo que aún busco oír. Todo
Bachelard instantáneamente está
presente
aquí.
Pero
desesperadamente. Privado para
siempre de futuro, de agregar a esas
palabras otras palabras nuevas.
Ante la insistencia con que se
pronuncian las palabras que he
citado siento que esa simpatía de
modestia claramente es otra cosa
que una confidencia psicológica. En
el hombre engendrador de realidad
que amaba Bachelard, la modestia
del trabajador se alia al orgullo de
la provocación. Es su dignidad. La
modestia es también un método.
Conduce el espíritu a evitar las
trampas de la suficiencia. Forma
para el respeto. Ayuda a admirar.
Poco más adelante, en la cinta
magnética, la palabra bondad viene
a agregarse al nombre de Roupnel.
Simpatía de bondad
La paradoja de toda gran
obra, y singularmente de toda obra
poética,
es
que
remite
indefinidamente a sí misma y fuera
de sí. Invita a dos conjuntos
igualmente abiertos: el qué
constituye la conciencia del lector
donde nacen, además de las
nociones que ésta profesa, ideas
que no ha hecho explícitas pero que
excita en él. y el que fomenta la
larga expresión de un pensamiento
que, sin embargo, un buen día es
detenido por la muerte y permanece
abierto dentro de sí mismo en la
cerrada red de las figuras múltiples,
de las innumerables combinaciones
que autoriza indefinidamente, tal
vez porque se ha negado toda
sistematización y se ha definido por
su enfrentamiento a lo que en él
sigue siendo un futuro. Bachelard
sabe que el pensamiento de que
quiso apoderarse sobreviene en el
instante. Es un pensamiento a punto
de, maravillado ante una realidad
instantánea, sorprendido ante la
verdad. La conciencia de la que ha
hecho el lugar de una alabanza y de
un «asombro de ser» es la
conciencia del umbral.
En la meditación del tiempo
que le propone Roupnel, Bachelard
capta esa revelación de un umbral
que siempre se vuelve a empezar.
Que se abandona y se encuentra sin
cesar. La amistad que sentía por el
compañero
de
sus
paseos
borgoñeses y la complicidad para
sus intuiciones autorizan un método
de la simpatía. Debo decir que
Bachelard hizo en la amistad la
experiencia de un método de
descubrimiento y de un medio de
análisis. No explica. Lo cual sería
una pobre prueba de afecto, una
falsa prueba de simpatía. ¿Se
explica acaso la poesía? «Una
intuición no se prueba, sino que se
experimenta». Quiere explicitar,
dice. Despliega su vida pensativa
para invocar un libro cuyas bellezas
le ofrecen a su vez las claves
secretas de la amistad. Todo aquí le
enseña una manera de conducirse. Y
más que conducir sus pensamientos,
lo que desea es conducir su vida. O,
antes bien, puesto que vivir es
pensar, es encontrar el modo de
pensar su vida
pensamiento.
viviendo
su
«Por tanto, retomamos las
intuiciones de Siloe lo más cerca
posible de su origen y nos
esforzamos por seguir en nosotros
mismos la animación que esas
intuiciones podían dar a la
meditación filosófica». Ese acto de
retomar el pensamiento de un amigo
en el pensamiento que se vive, que
es absolutamente preciso vivir
entonces, esa manera de empezar
por devolver futuro a momentos de
conciencia pasados y al parecer
inmovilizados en un libro, esa
animación de sí que es reanimación
del otro agrega una exaltación de
afecto y agradecimiento al placer
de vivir. La vida reclusa del estudio
está allí en comunión con un ser de
pronto real. La soledad a que el
instante nos remite sin cesar es rota
sin cesar por ese progreso del
espíritu que en su paso arrastra el
paso que lo arrastra, que empuja
ante sí la real presencia que lo
empuja. La bondad de Bachelard
quería que el hombre reconociera la
felicidad fraterna que propone el
pensamiento verdadero.
No veo ningún otro método
recomendable para quien se ponga
a leerlo. Si se piensa buscar en su
obra un sistema, hay que desconfiar
de un hombre que profesaba que
había quedado atrás la era de los
grandes sistemas. Metafísico sin
duda y, claro está, su obra una
metafísica del ser; pero que dice
ser un camino abierto a una
búsqueda viva, más que un saber,
una manera de preguntar más que
una respuesta. A la coherencia de
un pensamiento
racional
le
conserva la posibilidad necesaria
para que no se pueda encerrarlo en
una definición escolar donde a
veces se deja deshacer la razón más
clara.
Los lazos que el pensamiento
establece consigo mismo son a la
manera del guiño más que del
corsé. Fuerza es que cada cual se
convenza de que, según frase del
prefacio a El psicoanálisis del
fuego, leyendo esas obras no
enriquecerá
en
nada
sus
conocimientos ni acumulará haberes
perecederos, pero exaltará su
capacidad de vivir, agudizará su
arte de conducir su vida pensativa y
aprenderá a burlarse de sí mismo.
Descifrará una biografía de la
sapiencia asombrada. Rastreará una
trayectoria ejemplar en que los
bellos campos de la soledad, del
valor, del silencio y de la palabra,
del ensueño y de la realidad se
abrieron para una voluntad de hacer
al hombre bien, y de hacerlo
amigable.
Se trata de una virtud. Invito
al lector a abandonar aquí las ideas
que la escuela pudo imbuirle sobre
lo que debe ser un filósofo. Es
necesario imaginar a un sabio, cuya
ambición es responder por esta
vida. Para sí; para todos. La
intersubjetividad de los sueños lo
lleva al mundo común. Se aplica a
conducir su existencia fuera de las
agitaciones cotidianas. En ellas nos
perdemos. Fuera de los yerros de
las pasiones. En ellos nos
extraviamos. Él pretende izarse
hasta los tiempos intensos en que es
posible desarrollar una filosofía del
reposo.
Bachelard sin duda alcanzó
ese objetivo que, desde el principio
de La dialéctica de la duración,
asignaba a su valor. No sin ironía:
«Una filosofía del reposo no lo es
de todo reposo».
No hay valor humano natural.
Estamos y no estamos en el mundo.
Aún debemos poner en él ese
cuerpo que es del mundo, y volver a
ponerlo sin cesar. ¿Qué medios
desesperados nos auxilian? En una
impaciencia profunda y fraterna dos
grandes muertos alian en mi
soledad la injusticia de su ausencia.
Eluard y Bachelard sabían por igual
que «para fortalecer un corazón es
preciso duplicar la pasión por la
moral». El hombre es una decisión.
Nuestros valores se inscriben al
término de la acción mediante la
cual hacernos nosotros mismos, de
los instantes que vivimos, nuestro
tiempo.
Enteramente orientada a no
ver en nosotros sino el producto
enfermo de antiguos accidentes, la
psicología distingue mal las bellas
perspectivas que nos abren nuestras
sorpresas. ¿Será cierto que nos
muevan necesidades tan simples?
¿No lleva consigo el lenguaje en
que transformamos sus impulsos
ninguna realidad ni nada del mundo
que nos abre? Si se conocen los
mecanismos mediante los cuales
llega a suceder que necesidades
ingenuas se transformen en bellas
palabras, se olvida que la belleza
de las palabras ha acabado por
triunfar sobre las necesidades que
creíamos que sólo ellas expresaban,
al grado de forzarlas a delegar su
energía para fines diferentes.
Hablar no es traducir cierta
sensación de malestar, sino entrar
en el mundo de la palabra en que
operan extraños poderes.
El poeta agrega a las cosas
aquello que se alía a sus poderes
secretos. Lo que equivale a
lanzarlas en una realidad que llevan
en sí, pero oscuramente. Las cosas
se
ponen
a
despertar
indefinidamente en mí, quien las
interrogo en las palabras que las
nombran, en ensueño sonoro
formador de palabras. Las palabras
proponen revelar indefinidamente
un algo de realidad en las cosas.
Les impacientaría el sonsonete del
corazón. Quieren más. Cada
instante la muerte del instante
prohíbe al poeta detenerse e
impulsa su historia hacia un
«después» interminable. Somos los
seres del meta y del supra. Los
prefijos de la conversión nos
designan.
Suprarrealistas
o
supranaturalistas, se trata siempre
de los poderes de la metamorfosis.
Y toda conducta humana es metafísica.
«La meditación en el tiempo
es tarea preliminar de toda
metafísica». Y es cierto que toda la
obra de Bachelard es metafísica y
que sería no comprender nada de
ella considerar a la imaginación de
que allí se trata como una noción
psicológica, como aquella que, en
los manuales especializados, se
estudia entre la percepción y la
memoria.
La imaginación es una
facultad específica. «A ella
pertenece esa función de lo irreal,
que psíquicamente es tan útil como
la función de lo real». Quizás
podríamos leer La poética del
ensueño como una Crítica de la
Imaginación Pura. Bachelard sin
duda habría preferido a ese título el
de «fantástico trascendental que en
ocasiones tomaba con gula de
Novalis. «Un hombre debe
definirse por el conjunto de
tendencias que loimpulsan a superar
la humana condición». Al servicio
de esas tendencias pone la
imaginación las armas de las
palabras. El mundo aparece en
ellas.
Bachelard citaba a Novalis:
«De la imaginación productora
deben
deducirse
todas
las
facultades, todas las actividades del
mundo interior y del mundo
exterior».
Los valores de conversión, de
redención y de purificación operan
atracciones incansables en esa alma
metafísica. La palabra «pura» se
repite una y otra vez en su obra.
«Una conciencia pura» escribe en
la Duración. «Un instante puro»,
«un principio puro» y «el acto
puro»
en Lautréamont.
«La
espontaneidad pura» en el último
texto de introducción a La poética
del fénix.
Apareciendo
con
tanta
frecuencia, ese atributo merece
sufrir una mutación sustancial.
Fuerza es hablar de pureza, de la
pureza como factor de realidad. En
la nomenclatura de los elementos
objetivos que deben desprenderse
de la confusión del mundo donde
actúa el lenguaje, la pureza se debe
considerar una prueba de ser y tal
vez incluso un motor, una fuente de
energía.
Cuando,
en
las
matemáticas, Bachelard exalta «la
alegría de vivir abstractamente la
no vida» es que, sin duda, hay una
vida impura que no puede llegar al
ser. Si es preciso «apartarse de las
obligaciones del deseo», «quebrar
el paralelismo de la voluntad y la
felicidad» es que, para ser, todas
las cosas pueden y deben sufrir una
metamorfosis. La no vida no es
ninguna otra parte, ningún anywhere
out of the world. Siendo igual a la
vida, su ausencia es tan sólo
ingenuidad. Pues es el aquí mismo y
el ahora transformados en sí
mismos. «La función principal de la
poesía es transformarnos». Y: «a
algunos poetas solitarios les está
reservado vivir en estado de
metamorfosis permanente». Por eso,
«no se puede reproducir lo bello;
antes que nada se debe producirlo.
Lo bello toma de la vida... energías
elementales que primero se
transforman
y
luego
se
transfiguran».
El matemático y el poeta se
unen. El alma matemática de
Lautréamont «se acordaba de las
horas en que detenía sus
impulsiones, en que aniquilaba en
él la vida para obtener el
pensamiento, en que gustaba de la
abstracción como de una bella
soledad». Pero es en Éluard en
quien Bachelard halla la prueba de
que hay «almas para las cuales la
expresión es más que la vida».
La propia vida y sólo la vida
puede ser más que la vida. La vida
nombrada. El lenguaje es un modo
de existencia. En él se produce el
descubrimiento. No reproduce el
mundo sino lo produce. Lo que
lleva en sí no existe ni fuera ni
antes de sí. No se agrega a la vida,
sino agrega a la vida. Y es la vida y
siempre la vida la que en él se
agrega a la vida.
Aunque se vuelva hacia el
pasado, la palabra se enfrenta a un
«todavía no», impone a las
confesiones la ausencia en que se
encoge algo del futuro. «El ensueño
orientado a la infancia no consiste
realmente en acordarse... Toda la
poética de Bachelard se rebela
contra ese falsorealismo»,escribe
Francoise Dagognet en el excelente
libro que dedicó a suamigo, quien
también fue su maestro.
Bachelard admiraba a esa
antigua alumna suya. Sin duda
también se tenían «simpatía de
modestia» Su pasión por la
enseñanza era una forma más de ese
don que tenía para la amistad.
Cuando quería a alguien era preciso
que se compartiera esa amistad.
Era, más que un sentimiento, una
conciencia de los valores.
Francoise Dagognet señala
que a partir de La poética del
espacioBachelardmezcla
más
supropio
ensueño
con
lasimágenesde los poetasen las que
basa su reflexión. Se creería que
recuerda, que se vuelve, que
renuncia a parte del porvenir por
las complacencias morosas del
pasado,
que
se
conmueve
contándose. Pero no; en el pasado
mismo descubre algo del futuro.
La memoria objetiva y
fechada, con sus acaecimientos, es
para Bachelard una mentira del
hombre para sí y para los demás, y
sobre todo una pequeña leyenda,
inventada por los adultos. Más allá
de esos «hechos» localizados, vive
en nosotros una niñez real y
permanente; por lo demás, no surge
sino tardíamente, en la vejez,
cuando se atenúan los ruidos de la
existencia...
Bachelard
opera
audaces inversiones: la infancia se
constituye en un porvenir en
reanudación perpetua, en una
creación continua...
Yes cierto que en esa obra
encontramos infancia y recuerdos.
Algún día tal vez se saque de esos
libros una «historia de mis
ensueños» en la que se leerá:
Nací en una región de arroyos
y de ríos, en un rincón de la
Champaña de los valles, en el
Vallage, llamado asía causa de sus
innumerables valles. La más bella
de las moradas estaría para mí
enclavada en un valle pequeño, a
orillas de un agua viva, a la sombra
breve de los saucesy de los juncos.
Y al llegar octubre, con sus brumas
por encima de~l río...
Cuando estaba enfermo, mi
padre encendía el fuego en mi
habitación. Ponía gran cuidado en
parar los leños sobre la leña
menuda, en deslizar entre los
morillos el puñado de virutas.
De los dientes de la
cremallera colgaba el negro
caldero. La marmita se adentraba en
tres pies en la ceniza caliente.
Soplando a lodo pulmón en el
cañón de acero, mi abuela
reavivaba las llamas adormecidas.
Para las grandes fiestas de
invierno, encendíamos en mi niñez
un brulote. Mi padre echaba orujos
de nuestra viña en un platón. En el
centro colocaba terrones de azúcar
rotos, los más grandes de la
azucarera. En cuanto el fósforo
tocaba la punta del azúcar, la llama
azul bajaba con un ruidito hacia el
alcohol extendido. Mi madre
apagaba la suspensión. Era la hora
del misterio y de la fiesta un tanto
grave...
Un pozo marcó mi tierna
infancia. Nunca me acercaba a él
sino tomado de la mano de un
abuelo. ¿Quién de los dos tenía
miedo: el abuelo o el niño?...
Es
preciso
leer
esos
recuerdos como los de un futuro,
como los de una infancia por
formar, como los de una poesía por
esperar. No se puede dejar de vivir,
de ganar la vida contra la vida.
Fijar
nuestro
pasado
sólo
significaría fijarnos en nuestro
pasado.
Los
dramas
que
encontráramos en él derivarían de
una representación. Tal vez
satisfarían cierta complacencia
romántica a considerarnos y a
querer que nos consideren un lugar
de bellos desastres. Un personaje
es lo que definirían. Lo contrario
del hombre que Bachelard quiso
vivo y feliz.
A la mitad de su vida y
diestro en el ejercicio de burlarse
de sí mismo, Bachelard aprendía a
consentir no en lo que era sino en lo
que necesitaba ser para ser. Vivir
con el trabajo es una moral. Una
moral metafísica nace con La
intuición del instante. «Para quien
se espiritualiza», dirá después
Bachelard, «la purificación tiene
una suavidad extraña y la
conciencia de la pureza prodiga una
extraña luz».
Las
conductas
de
la
purificación suponen la posibilidad
de los nacimientos reiterados.
Quieren que el instante desgarre la
fatalidad
temporal,
que
la
discontinuidad
autorice
acaecimientos sorprendentes. Si «el
luto más cruel es la conciencia del
porvenir traicionado», la evidencia
del tiempo obstinado proveedor de
asombro, de sorpresa y de novedad
se asocia a esa revelación inicial
del sufrimiento, a esa irrupción del
instante expoliador.
Lo que me arroja a la muerte
es también lo que me da ocasión de
renacer.
Pues en ningún momento
somos la suma de nuestro pasado.
Cada instante que se descubre es lo
que cada instante da sentido a la
historia insensata que ya vivimos y
lo que concede a nuestro esfuerzo
un poco del
sentido que
necesitamos para apropiarnos de un
alma que será la nuestra.
Un poco de felicidad es
posible en este mundo. Aun cuando
su presencia se haga con una
ausencia acosada para siempre:
la felicidad más pura, la que
se ha perdido.
Es posible que, para ser, toda
felicidad antes tenga que perderse.
El hombre es la vasta energía de su
trasmutación. De ese modo es hasta
la muerte su propio futuro. Ésa es
sin duda su libertad. Nuestras
palabras nos alían en nuestro
ensueño a nuestro porvenir. No son
expresión «de un pensamiento
previo». Son el nacimiento mismo
del pensamiento. Lejos de ser
esclavos de nuestro pasado y de
estar encadenados a nuestros
remordimientos y atados a nuestros
temores, somos la franqueza de ser
lo que no somos. Es preciso una
poética para sacar de su ausencia a
ese ser para siempre por venir. La
tiniebla extrema, eso desconocido
puro que espera que lo iluminemos
al mismo tiempo que nos ilumina
con su destrucción, nos brinda
nuestra figura secreta. No aún sino
siempre secreta. Nuestra figura del
secreto. Somos el animal que por sí
mismo se asigna a sí mismo su
descubrimiento sin fin. En la obra
de Bachelard la novedad es un
factor de realidad. La poesía se
designa con ella como «una de las
formas de la audacia humana».
Para el espíritu enamorado de
saber y de vivir, antes que nada
todo conocimiento es falible y toda
vida está ausente. ¿Qué Siloé nos
permitirá «comprender el orden
supremo de las cosas? ¿Qué gracia
divina nos dará el poder de
conceder el principio del ser y del
pensamiento?" Hay un camino de la
ciencia y uno de la poesía. Sin
haberse obstinado nunca en
reconciliar sus poderes diurnos con
sus potencias nocturnas, Bachelard
señaló que, sabio o poeta, el
hombre no es un ser dado. El
hombre se hace. Como en poesía,
«todo
progreso
real
del
pensamiento científico necesita una
conversión».
A un sabio para quien la
belleza progresa en la obra de los
poetas y de los artistas, para quien
hay progreso en el arte y, por
consiguiente, progreso en la vida,
hay que leerlo en términos de
progresión. Es preciso seguirlo,
viviendo su exaltación. «La poesía
es una admiración, exactamente en
el nivel de la palabra, en la palabra
y por la palabra».
Sólo se escapa de la muerte
escogiéndola. No de la del ser
absoluto, sino de la del tiempo
humano, de la que actúa sobre el
tiempo y lo desgarra, aquella cuya
irrupción en nuestra existencia hace
posible la saliente de la vida; el
vacío en el cual arrojamos nuestra
voluntad; la ausencia en pos de la
cual
comprometemos
incansablemente nuestra libertad
por nacimientos no previstos.
Allí es el hombre igual al
mundo, dado con las cosas, y en
realidad contemporáneo suyo. Lo
que el instante nos ofrece es
ciertamente «un ser y unos objetos,
a la vez». A orillas del mundo, el
mundo y nosotros vacilamos con la
misma vacilación. A punto de ser,
durante el instante de un instante,
aún no soy lo que se aniquila.
Existiendo durante el instante de un
surgimiento, de una invasión del
silencio, no me siento entregado al
pasado que me engulle. La
verdadera vida está presente
porque está siempre por ganar.
Actúa en cada uno de nuestros
desvelos. Es contemporánea de
nuestras palabras. Como el ave de
fuego, renace y nos invita a renacer
de sus cenizas. No basta con decir
que para nosotros es posible una
nueva vida. Es preciso afirmar que
también es «un destino para el
hombre». La filosofía de Bachelard
la instaura en una sonrisa maliciosa;
una nueva vida tal vez no sea
simple y sencillamente sólo la vida
nueva, la vida siempre y a cada
instante nueva.
Fuerza era que, pasando por
El psicoanálisis del fuego, el último
libro de ese sabio fuese La poética
del fénix. Fuerza era que el primero
en introducirnos a las metamorfosis
de la pureza fuese La intuición del
instante.
Gastón Bachelard nace el 27
de junio de 1884 en Bar-sur-Aube,
donde sus padres tienen un
expendio de tabaco y periódicos.
Pasa sus primeros años en esa
ciudad. En 1903, habiendo obtenido
su bachillerato, entra en la
administración de correos, a la cual
permanecerá ligado hasta 1913. A
disponibilidad por razones de
estudios, prepara desde esa fecha el
curso de alumnos ingenieros de
telégrafos y termina al mismo
tiempo
su
licenciatura
en
matemáticas. Pero Bachelard no
será ingeniero; en 1919, después de
la guerra, su vida da un giro: entra
en la enseñanza secundaria como
profesor de ciencias en el colegio
de su ciudad natal. Agregado de
filosofía en 1922, logra permanecer
en Bar-sur-Aube como profesor de
ciencias y de filosofía. En 1927
sostiene sus dos tesis: Essai sur la
connaissance approchée y Etude sur
Vévolution d' un probleme de
physique: la propagation thermique
dans les solides. Estas dos obras
constituyen
el
preludio
de
numerosas publicaciones, de las
cuales las más conocidas son los
estudios dedicados a la imaginación
al contacto de los elementos
naturales. La Facultad de Letras de
Dijon lo llama en 1930, y luego
también la Sorbona en 1940. Gastón
Bachelard muere en París el 16 de
octubre de 1962.
Notas
[1]
Souveiiüs denfance et de
jeunesse, prefacio m.<<
[2]
Butler, La vie et Vhabitude,
p. 17, trad. de Larbaud.<<
[3]
Siloé, p. 8.<<
[1]
Siloé, p. 109.<<
[2]
Siloé, p. 109.<<
[3]
Siloé, p. 109.<<
[4]
Siloé, p. 109.<<
[5]
Cí. Bergson, Essai sur les
données
immédiates
de
la
conscience, p. 82.<<
[6]
Desde un punto de vista
ciertamente más psicológico que el
nuestro, Guyau decía: "La idea del
tiempo... se reduce a un efecto de
perspectiva". (Prefacio a La genese
de l’idée du temps).<<
[7]
Siloé, p. 126.<<
[8]
Cuyau, La genése de l'irlée
du temps, p. 33.<<
[9]
Cí. Siloé, p. 121.<<
[10]
Bergson, lEssai sur les
données
¡mmediatés
de
la
conscience, p. 117.<<
[1]
Siloé, p. 127.<<
[2]
Siloé, p. 34.<<
[3]
A. Koyré, Boélime, p. 131.
[4]
Siloé, p. 10.<<
[5]
Butler, op. cit.. p. 149.<<
<<
[6]
151.<<
Butler, op. cit., pp. 150-
[7]
Ibid, p. 128.<<
[8]
Siloé, p. 33.<<
[9]
Siloé, p. 38.<<
[10]
Siloé, p. 36.<<
[11]
Siloé, p. 101.<<
[12]
Bergson,
mémoire, p. 231.<<
Moliere
[1]
Op. cit, p. 159.<<
[2]
Siloé, p. 186.<<
[3]
Cf. Bergson,
etsimultanéité, p. 70.<<
[4]
Siloé, p. 55.<<
el
Durée
[5]
Siloé, p. 74.<<
[6]
Siloé p. 157.<<
[7]
Siloé, p. 158.<<
[8]
Siloé, p. 172.<<
[9]
Siloé, p. 162.<<
[10]
Guyau, La gertése de
l'idée de temps, p. 80.<<
[11]
Op'.cil., p. 82.<<
[12]
Maeterlinck, Sagesse et
destinée, p. 27.<<
[1]
Siloé, p. 196.<<
[2]
Siloé, p. 198.<<
[*]
Cómo complemento de La
Intuición del instante, se presenta
este texto de Bachelard publicado
originalmente en 1939, en el
número 2 de la revista Messages:
Métaphysique el poésie, que
prolonga la meditación del autor
sobre el problema del tiempo.<<
[1]
Baudelaire, (Euvres, tomo
l, Pleiade, p. 429.<<
[2]
Baudelaire, Mon coeurmis
á nu, p. 88.<<