De Puntanos, Ranqueles y Picahuesos
De Puntanos, Ranqueles y Picahuesos
De Puntanos, Ranqueles y Picahuesos
PICAHUESOS
CUENTOS HISTORICOS
A Max Kloppenburg
Por todas las cosas de l
que hay en estos cuentos.
INDICE
PROLOGO ......................................................................................................... 3
1- JANUARIO O EL PICAHUESO..................................................................... 4
2- REQUIEM PARA UN VIAJE.......................................................................... 6
3- EL BAUTISMO ............................................................................................ 10
4- EL PENOSO DUELO DEL INDIO Y EL CRISTIANO .................................. 12
5- AL FINAL DE LA NOCHE ........................................................................... 14
6- LAS TRES NIAS ....................................................................................... 16
7- LA PEQUEA-GRAN DINASTIA DE LOS ZORROS ................................. 21
8- DE TODOS LOS SANTOS, EL PEOR ........................................................ 23
9- LOS CERROS JUJEOS............................................................................ 24
10- UN VIAJE AL INFIERNO........................................................................... 27
11- MAS ALLA DEL CIELO Y LAS ESTRELLAS........................................... 29
12- EL ENCUENTRO DE LAGUNA AMARILLA ............................................. 31
13- Y EL RIO FUE TESTIGO ........................................................................... 33
14- DE PUNTANOS AGUERRIDOS ............................................................ 35
15- DESDE LA OTRA VEREDA ...................................................................... 39
16- LAZARO .................................................................................................... 42
PROLOGO
1- JANUARIO O EL PICAHUESO
Januario siempre se sinti pjaro porque naci con los ojos abiertos
como buscando un lugar para escapar del mundo. Creci rodeado de aves
enjauladas en la enorme pajarera del patio y antes que aprendiera a hablar
imitaba el canto de la reina mora que tena al lado del cajn de frutas que le
serva de cuna. Ya ms grande, se suba a los rboles, y all pasaba horas y
horas, contemplando los nidos, dndoles de comer a los pichones, aprendiendo
sus gorjeos hasta que se quedaba dormido soando que levantaba vuelo en un
cielo azul inmaculado. Lo despertaban los gritos destemplados de Mara Mayo,
su madre:
-Januario! Januario! Nio bobo. Baja del rbol. Ten que llevar a pastar
la oveca.
Y l bajaba, desganado, y llevaba los animales donde haba pastos
frescos y fragantes, a orillas del Conlara o sus tierras adyacentes que, aunque
fuera tiempo de bajas lluvias, siempre verdeaban. Mientras los animales se
daban la panzada, l miraba las bandadas de pjaros, rey del bosque,
caseritas, cardenales, tordos, siete colores, golondrinas y colibres que
pintarrajeaban el cielo y ensordecan los odos. Y yo aqu!, deca Januario con
envidia, mientras los miraba alejarse.
Cuando se rompi la camisa se sinti feliz, los jirones parecan plumas
multicolores que le haban nacido en el cuerpo y la uso por das enteros, sin
cambiarla, slo por pensar en un milagro.
Para distraerse, mientras las ovejas pastoreaban, suba a los rboles
para controlarlas desde all. Con un silbido las diriga desde lo alto y de paso,
se extasiaba con el extenso valle del Concarn, avistaba los macizos de la
Carolina y cuando el da estaba claro vea las aguas que bajaban rumorosas de
las sierras de Comechingones. Era mirar el mundo desde tres metros de altura,
extender el brazo y tocar las nubes, elevar los ojos y encontrar el sol, silbar
como pjaro y sentir que era dueo de todos los sonidos. Pronto comprob que
introduciendo dos dedos en la boca, soplando con fuerza y de determinada
manera lograba el mismo sonido del picahueso. Tanto lo ensay y lo mejor
que desde entonces, lo llamaban el picahuesero, no slo por el canto sino por
sus patitas flacas y su jeta grande.
y el picahueso me dijo que para poder picar
no solo hay que tener pico
Gobernador Massa, interino de la provincia de Buenos Aires. Su titular, General Juan Manuel
de Rosas se encontraba librando la guerra al indio.
2
Ins Vlez Sarsfield, hermana del codificador, Dalmacio Vlez Sarsfield.
hacerlo con un solo ojo, oteando, vigilando desde los sueos. Ahora pareca
hipnotizado, una leve sonrisa venida de lejos se dibujaba en sus labios.
Conoca demasiado bien a su amigo, o eran polleras o naipes lo que la
provocaba.
-La partida de mus que jugu en Santiago la gan en buena ley y las
onzas de oro, sin lugar a dudas, me pertenecen. No soy tramposo, solo
suertudo, dijo el general como adivinando el pensamiento de su camarada.
Aunque usted no lo acepte, compadre, el hombre necesita unos brazos
cariosos, donde quiera que vaya, para recostarse despus de un da
agotador. Los tiempos que la patria deja libre hay que disfrutarlos. Quin puede
saber lo que suceder maana.
-General, estamos llegando a la posta de Ojo de Agua, mudaremos
caballos y seguiremos viaje, no es conveniente que la tormenta nos alcance en
camino.
-El calor es insoportable y s que se avecina un buen chaparrn pero
anso unos mates y una china buena moza que me los cebe.
En la posta fueron bien recibidos. General, general! gritaban las
muchachas. El general, est aqu! Ya lleg! La noticia corri de boca en boca
y todos se apersonaron. El, engredo y presuntuoso se dejaba atender.
Cebaron mates con yuyos, sirvieron chipacos y tortas con chicharrones,
mientras las chinitas se peleaban por alcanzarle el amargo, slo por rozar su
mano, una guitarra son, infaltable en esa tierra, donde los hombres parecen
haber nacido con una bajo el brazo. Y todo se hizo fiesta con la sucesin
interminable de sonidos, la alegra de las chacareras, el meneo de polleras y
las trenzas aleteando como pjaros.
El doctor sonrea. Parado contra un rbol contemplaba la escena
conocida, siempre la misma, en todo lugar que hubiese mujeres.
Alguien se acerca al galope tendido, trae prisa y malas noticias que
susurra al odo del general. De un salto se pone de pie y con la diestra separa
a las muchachas. Tiene la cara transfigurada y de los ojos encendidos parecen
salir llamas. Una conspiracin los espera.
-General, no debe seguir! Aguardan para matarlo. La traicin lo acecha.
El no escucha. Otras veces oy esas mismas palabras. Sabe que muchos
desearan verlo muerto pero no es un calzonudo para esconderse tras las
faldas femeninas. Hay que seguir.
-Esperemos hasta maana, aconseja el doctor.
-Cada uno hace la guerra a su manera. Algunos se esconden detrs de
los rboles, yo, tengo el pellejo duro y mir a todos de frente. Caballos!
Pronto! Es la orden imperiosa.
Los dos viajeros junto al muchacho, reanudan la marcha, dejando
guitarras mudas y doncellas llorosas haciendo la despedida. Tal vez, la ltima.
Sentados frente a frente ninguno habla. Todo es silencio, solo se escucha el
golpeteo de los caballos en la senda apenas abierta. Ahora, los recuerdos son
conciencia. Lo que se hizo y se dej de hacer. Los ideales y los excesos. Los
unitarios y federales. Una brisa fresca comienza a soplar e ingresa por las
ventanillas, leve respiro de almas atormentadas por otros vientos. El general se
asoma y grita al cochero: -Ms rpido! La tormenta nos alcanza y la noche
llega.
esperan ha llegado. Una bala penetr por el ojo, entre los pelos mojados que
caan por la frente, haciendo estallar la cabeza. El doctor cae a su lado
atravesado por un sable que aparece por la espalda. Tambin el muchacho, y
el cochero y los caballos han sido degollados.
El vaticinio est cumplido. Todo es sangre. Todo es duelo. Los forajidos
roban los bales y emprenden la fuga cuando la lluvia empieza a caer. El agua
barre la sangre y son ros rojos los de Barranca Yaco. El Camino Real es una
sangradera. El barro salpica los cadveres y entra irreverente en las narices,
en las orejas y en las cuencas vacas. La muerte no tiene respeto, no conoce
dignidades, el general y el doctor junto a hombres comunes y animales son
iguales ante ella.
Ha cesado de llover. Est amaneciendo. Una comisin de la posta de
Sinsacate lleg a todo galope, salpicando lodo y agua. El sol que aparece en el
horizonte ilumin la macabra escena. Los muertos cubiertos de sangre y pastos
mojados, agredidos por insectos son una masa informe. Los caranchos
esperan su festn. Un silencio profundo invade el campo. Todo est perdido. La
guerra de la independencia tiene sus maas. En la mano del doctor endurecida
por la extincin hay un rosario impecable, sin mancha. El oficial desciende de la
cabalgadura y anota con mano temblorosa y ojos llenos de lgrimas, las bajas
sufridas, general Facundo Quiroga oriundo de la Provincia de La Rioja. Doctor
Jos Santos Ortiz, natural de Renca (Provincia de San Luis).
3- EL BAUTISMO
5- AL FINAL DE LA NOCHE
Nombre que reciban en esta regin puntana los flamencos cuyos nidos eran conos de barro.
Luis que caminaban tras sus rastros? Y los muchacho, por qu tardaban
tanto?
Se qued un rato sin moverse con el cuchillo presto. Cuando le pareci
que todo estaba tranquilo y que el peligro haba sido una imaginacin de su
mente perturbada, sali del escondite. Desat el caballo, levant la pierna para
alcanzar el estribo cuando una fuerza poderosa la tom del cuello y la tir al
suelo. Quiso defenderse pero el hombre estaba encima de ella. Senta su
respiracin de jadeos entrecortados mientras le ataba fuertemente las manos y
tiraba lejos su cuchillo. Percibi la muerte galopando cerca, al recibir en la
garganta el fro metal de la daga. Ella se mova, se retorca en un intento vano
de zafarse del monstruo. En tanto movimiento el chambergo vol por el aire.
Toda la mata de pelo renegrido cay como cascada sobre los hombros dndole
un aspecto delicado y femenino. El hombre se detuvo, no poda creer lo que
vea. Chapanay era una mujer, una bella mujer y la tena all, entre sus brazos.
Las toscas y nudosas manos comenzaron tmidamente a tocarla recorriendo la
cara y el cuello y ella sinti con fuerza inusitada ese raro e intenso cosquilleo
que por las noches le corra con urgencia por el espinazo.
Comenz a besarla con fruicin, con avidez. Asqueada reciba en la
boca y en la nariz el hediondo olor a tabaco, alcohol y frituras. Las manos
avanzaban, eran torrentes desatados de entusiasmo enardecido. De un tirn
rompi el chaleco, saltaron todos los botones de la camisa y los senos
pulposos, suaves, sin dueo, tantas veces negados y escondidos quedaron a la
vista. Dos frutas maduras, nunca tocadas por el sol hicieron explosin de luz en
la negrura de la noche.
Sediento, extasiado, los acariciaba, hunda la cara en el milagro de
mieles y sobacos.
Mujer!, Mujer!, deca una y otra vez mientras gruesas gotas de saliva
salpicaban el rostro desencajado de la mujer. Ella se defenda, pero el hombre
forcejeaba, tironeaba. Los fuertes gritos en pedido de auxilio eran intiles, slo
las ranas en las lagunas del Guanacache interrumpan el silencio nocturno.
Ladino, bribn, mal nacido, gritaba furiosa. Soy la Chapanay. No hembra
de las que t crees y menos para andar de revolcones. Te arrepentirs mil
veces de haberme puesto tus inmundas manos encima. Nada poda intimidarlo,
ni los insultos ni las amenazas, el individuo estaba dispuesto a concretar su
venganza. Tanto rencor y odio se lo imponan, slo que, por una rara
casualidad del destino, sera en forma inesperada.
La encontraron sucia, semidesnuda, sin cuchillo y con las manos
fuertemente atadas.
Nadie pregunt, no era necesario.
banderas ni estandartes pero sus soldados lucan los uniformes rojos del
Regimiento de Burgos rotos y deslucidos por los fragores de las batallas y el
azaroso cruce de los Andes.
Margarita, Ursula y Melchora Pringles hacan oscilar los peinetones con
tantos movimientos indiscretos. Los ojos brillaban en sus caras juveniles y con
las manos, finas y delicadas, tapaban las bocas por donde se escapaban
sonrisas juguetonas. Ellas, al igual que otras nias en edad de merecer, hacan
lo imposible por escapar la vestida de santos, por esa ausencia de hombres en
tiempo de guerra. Slo quedaban en casa, viejos, nios, enfermos y cobardes,
cuando todo varn que se preciaba de tal andaba enredado en campaas
libertadoras, montoneras o guerrillas.
Con esa forma de batallar convertan los poblados en pequeos
matriarcados. Las mujeres hacan tantos sacrificios como los guerreros para
alimentar la prole, defenderse de los indios y mitigar la obligatoria veda
amorosa. En ese momento, tenan la oportunidad servida en bandeja de salir
de tan incmoda situacin.
La criada, una esclava mulata que serva en la casa desde el momento
mismo que alcanz el entendimiento qued detrs de las nias con el mate fro
en la mano, incapaz de pronunciar una palabra.
-Son godos!
-Ave Mara Pursima.
Las habladuras se hacan realidad. Desde tiempo atrs los pobladores
murmuraban, alguien bien informado les haba dado la mala noticia. El General
San Martn, luego de su triunfo en Maip, no quiso encarcelar a los vencidos en
tierras chilenas (algunos amigos o conocidos desde su estada en la
pennsula), y prefera mandarlos a San Luis donde gozaran de la calma
serrana y la viva amistad. El momento haba llegado y los habitantes de la villa
estaban preocupados. Tenan fe ciega en el General, pero no entendan por
qu razn estaban all, alterando la vida pacfica de la ciudad.
Cuando la iglesia, lanz su campana al viento celebrando el saludo del
gobernador Vicente Dupuy y el general Ordez, todos respiraron aliviados.
Las nias, detrs de las amplias ventanas enrejadas de la casa paterna,
seguan los movimientos. Dejaron sus tejidos y bordados y entre absortas y
risueas vieron desfilar por las modestas calles de tierra, levantando
polvaredas y cuchicheos femeninos, una gran cantidad de soldados.
La plaza, una manzana desolada, librada a su propia suerte fue la
primera en brindar sus lazos fraternos. Alberg a los recin llegados bajo las
sombras de sus rboles y las pesadas carretas que hacan sus viajes hasta La
Rioja, los caballos en los palenques y la exhibicin de pelones, tunas, ajos,
miel, ponchos artesanales y artculos de plata en colorido revoltijo.
El Fuerte, ubicado frente a la plaza, fue testigo del arribo, lo mismo que
la iglesia, un edificio de piedras y adobes con dos torres tembleques que
apuntaban al cielo. Cada vez que el Chorrillero se lanzaba a correr, los
torreones oscilaban al ritmo de su locura pero nunca consigui derribarlos. La
fortaleza contaba en sus patios, invadidos por los tunales de la pampa, con
calabozos de pesados adobones malolientes que nunca estuvieron a
disposicin de los recin llegados, pese que, entre sus muros permaneca
engrillado un revoltoso riojano, apellidado Quiroga, que andaba alborotando al
pueblero. Tanto susto meta que fue a parar con sus huesos y los de sus
montoneros en las celdas puntanas.
el vino de las celebraciones. Se iniciaron los bailes del duelo entre las chispas
del alcohol y el inmenso sufrimiento de la ausencia. Los brazos suban y
bajaban temblorosos, una y otra vez, pidiendo a los dioses aceptaran al viajero
que haba partido y a sus cinco mujeres flageladas. Pedan perdn por la cruel
despedida que les haban brindado.
El desierto, siempre feliz, qued hurfano. Las cocinas sin lumbre,
apagados los sahumerios, las gargantas roncas sin pronunciar el nombre, un
cielo oscuro, pesado como de luto, y una tierra herida de lamentos que se
llevaba el viento. El gran Payn, el cacique Payn, se haba marchado a los
dominios del sol y la luna, a reinar entre sus dioses protectores.
A Payn lo sucedi su hijo mayor, Mariano Rosas, que gobern a los
ranqueles hasta 1877, ao en que muri en Leubuc, capital del vasto imperio
ranquelino. Su tumba, considerada una bastin entre la indiada fue profanada
por orden del coronel Racedo, el infatigable enemigo de los indomables. El
crneo del famoso cacique fue expuesto como trofeo de guerra.
multicolores los pauelos que lo saludaban hasta que se perdi entre las
estrellas que brillaban con inusitado fulgor.
Luego, el viento de turbonada, de gran agitacin y alboroto, empez a
soplar. Primero jug con las alas, luego arranco las telas y ya furioso las
destroz. El ave sin alas no pudo seguir volando y herido de muerte cay
pesadamente para silbar sus ltimos estertores. El monoplano y su piloto, el
teniente Manuel Flix Origone, llegaron hasta Domselaar, lugar donde el genio
y la tecnologa comenzaron a hacer historia.
Manuel seguro de conquistar las estrellas no se enter que una
mademoiselle esperaba por l en Mar del Plata, y que un huracn lo hizo mrtir
cuando la vida le sonrea.
Nota
19-ENE-1913. Fallece en accidente de aviacin en el partido
de Brandsen Prov. Bs. As. El teniente piloto aviador Manuel
Flix Origone al mando de un avin Blriot XI, nacido el 6 de
enero de 1891 en Villa Mercedes (Prov. de San Luis).
Precursor y benemrito de la Aeronutica Argentina y primera
vctima de la Aviacin Militar Argentina (Ley 18.559, Boletn
Aeronutico Pblico 2100).
19-ENE-1942. Se fija el da 19 de enero de cada ao como
Da de los muertos de la Aviacin Militar en memoria de su
primer mrtir, el teniente piloto aviador Manuel Flix Origone,
quien perdiera su vida en esta fecha del ao 1913. (Decreto
110695/42-BM 2da. Parte 3762 del 12 de enero de 1942).
Los hermanos Juan, Francisco y Felipe Sa, hijos del espaol don Jos
Sa, que lleg desde la Guardia de los Lobos confinado a San Luis, debieron,
por motivos polticos, desterrarse. Vivieron largo tiempo en el desierto mano a
mano con los indios en lo que se llamaba tierra adentro. Por sus vocaciones
militares, buen manejo de las armas y sus actitudes valientes, tuvieron gran
actuacin en las cortes ranquelinas, especialmente en la del cacique Payn.
Con ellos compartan casa, comida, caballos, correras, boleadas y malones.
En esa vida semisalvaje, que por propia voluntad se haban impuesto, no
estaban solos. Otros refugiados, el coronel Feliciano Ayala, el sargento Carmen
Molina, Santos Valor y los hermanos Videla, participaban de las andanzas
ranquelinas maloqueando la zona de Buenos Aires y Santa Fe. Ocasionaban
perjuicios graves en las instalaciones de Rosas y Estanislao Lpez, grandes
estancieros y enemigos de ideas. Pasados seis aos de vivir mezclados con
los indios, masticando angustias y soledades, los Sa pidieron el indulto. Don
Pablo Lucero, gobernador de San Luis en aquel trajinado 1846 se los otorg y
Payn enfureci.
-Baigorria!, los quiero vivos o muertos y es mi ltima palabra.
Manuel Baigorria, coronel del ejrcito, guarecido entre los indios por
ideas mal avenidas, era amigo y protegido de Payn. Estaba casado con la hija
del poderoso cacique Pichn. Como le ordenaron, sali a perseguirlos. Los Sa
haban recibido el auxilio de buenas cabalgaduras y pudieron hacer frente a la
indiada que los acosaba siguindoles el rastro. Perseguidos y perseguidores se
enredaron en una pugna incruenta, unos buscaban con feroz denuedo y otros
se diluan como por arte de magia. Nunca se encontraban. En ese ir y venir
continuo naci un odio visceral entre los dos coroneles del ejrcito, Juan Sa y
Manuel Baigorria.
Los unitarios vieron con buenos ojos el abandono de la vida nmada de
los tres hermanos y los acogieron como oficiales en la guarnicin acantonada
en el Morro. Guerreros, baqueanos, diestros en el manejo de lanzas, sable o
pual y sobre todo conocedores de usos y costumbres de los indios, muy
pronto los Sa tuvieron oportunidades de prestar importantes servicios.
Mediaba el 47 cuando una gran invasin ranquelina azot el sur del ro
Quinto. El coronel Meriles, jefe de la guarnicin del Morro, llevando como
segundo a don Juan Sa, salieron a perseguirlos. Les dieron alcance cerca de
la villa mercedina, en el lugar conocido como Laguna Amarilla. A pesar de la
numerosidad indgena, los guerreros pusieron pie en tierra, manearon los
caballos y se prepararon a la defensa. Los indios capitaneados por el famoso
cacique Quichusdeo y el clebre caudillo Baigorria no se hicieron esperar. Los
atacaron con fiereza, a caballo, caminando, armados con lanzas, boleadoras,
piedras y cuanto elemento tenan a su alcance.
La lucha era pareja y encarnizada, unas veces a favor de uno, otras, del
rival. El cacique, como distingo de su misma raza, no era de los que se dejaban
vencer fcilmente. Embravecido como un felino y estimulado con un mazacote
de hojas de cebil se puso al frente de sus huestes. La furia lo dominaba. Los
salvajes hermanos unitarios no podan salirse con la suya. Como las batallas
son impredecibles y no siempre pueden calcularse los rditos ni los desatinos,
en un descuido, Quichusdeo el feroz, fue muerto por Sa. No qued ms
remedio que retirar el cadver del campo de lucha y dejarlo arrumbado a un
costado de la arena.
Baigorria se puso como loco. Totalmente fuera de s, viendo mancillado
el temple y la bizarra de la tribu, y conocedor de las iras de Payn desafi a
Sa a medir coraje, cuerpo a cuerpo.
Montados a caballo, uno frente a otro, se miraron. En esa mirada
refulgan los resentimientos y los odios, se amurallaban las separaciones y los
distingos, los descontentos y los celos. No hubo frases procaces ni gestos
atrevidos, en las manos relucieron los metales y un duelo endiablado surgi en
medio de la batalla. Iluminados por una pasional hoguera, junto a los ruidos, los
gritos, el humo y la sangre, las armas chocaron sonaron y despidieron
luces cmo fuego de otras luces, cmo soles de otros soles. Todos se
detuvieron, indios y cristianos bajaron de sus cabalgaduras y formaron rueda
para presenciar la lucha, la alharaca de los hombres en pugna.
En el centro, ambos, Sa y Baigorria, Baigorria y Sa se jugaban el
orgullo y el prestigio, demasiado precio para dos coroneles del ejrcito. Los
animales sudorosos y cansados, las fauces chorreantes, las orejas enhiestas,
en el silencio angustioso del miedo. Los ojos azule, fros y calculadores del
amo miraban a los infelices, se detenan en uno y seguan con el prximo, sin
soltar palabra. Cuando lleg al muchacho se detuvo. Algo haba en l que lo
distingua de los otros. Vos, quin sos? Me llam Payn como mi padre. Es
el cacique ranquelino descendiente de los araucanos en las tierras que van del
ro Quinto al Colorado, al naciente del Chalileo.
El hombre, al escuchar el desenfado del indio clav la vista en la tez
morena y lustrosa. Vio los msculos tensos y elsticos que afloraban bajo la
piel de sus extremidades, las manos grandes encallecidas por el trabajo y la
boca que apenas retena los escupitajos del odio. Justo lo que necesitaba. Con
algunos regalos los tendra en su poder. T, sers de los mos. Y para
demostrrtelo ser tu padrino. Desde hoy te llamars Mariano, Mariano Rosas1.
Y la pila fue testigo. Pocas veces volvi a ver a su protector pero sus
condiciones mejoraron, pas a ser conchabado de un saladero. Pasaba sus
das en un lugar inmundo, hollando el suelo empapado en sangre y
excrementos, entre las grescas de perros y aves disputando un bocado.
Aprendi a cuerear, curtir, hacer sebo, salar, y soplar vejigas y tripas a puro
pulmn. La primera vaca que mat a golpes de cuchillo lo llen de repugnancia.
En las enramadas se sacrificaba un animal para saciar el hambre, nunca para
llenarlo de sal. La necesidad lo llev a usar la lanceta con arte y presteza.
A pesar de los cambios, comida y paga, Mariano estaba preso. No
cargaba grilletes pero la estancia Pino era su cautividad, su encierro y su pena.
Aoraba la libertad que lo llevaba a cruzar la pampa sin ms lmites que su
cansancio. Tenderse sobre la tierra a cielo descubierto para mirar la luna y
descubrir sus mensajes. Baarse en el Quinto y sentir el agua en su piel
tostada a fuerza de intensos soles. Arriar animales hacia el oeste buscando la
cordillera despus de un maln. Todo lo haba perdido. Toda su soltura se
haba esfumado como volutas de humo. Deseaba volver a ser libre,
conchabado morira.
Planeaba la fuga, la ideaba de mil formas y en distintas circunstancias,
hasta que se convirti en obsesin, por eso estaba arrastrndose aquella
noche de luna escondido entre la maleza pampeana.
Tenan cerca el corral. Podan ver la caballada atenta y briosa,
propiedad del patrn, entre los lmites de palos. Los animales percibieron las
presencias extraas, y cocearon nerviosos, delatndolos. Mariano saba
entenderse con los potros y bast un chiflido para que ninguno se moviera.
Tranquilos se dejaron montar como si el principal estuviera sobre sus lomos.
En pelo y a toda prisa pusieron rienda al norte.
Respiraron distinto al sentir el perfume del campo abierto. Emancipados
todo pareca diferente, hasta el rumbo, que se torn esquivo. Las grandes
extensiones de gramilla, porotillo y trbol y los alfalfares no les permitan
orientarse hacia las rastrilladas. Anduvieron varias leguas con la cerrazn de la
noche sin estrellas, para comprobar que se encontraban en el mismo lugar de
partida. La polica los segua. En el puente de Mrquez, cuando todo pareca
perdido, pudieron burlarla. Pero las rastrilladas no aparecan. Dnde estar
Leubuc? Dnde Bragado? Intentaba descubrir la zona recorrida con su
padre, pero todo le era desconocido. Tampoco acertaba con la laguna Cuero
del cacique blanco, ni las tolderas de Ramn en Carrilobo, ni la de Calfucur.
1
Su nombre indio era PAGUITHRUZGUOR. zorro cazador de leones. (La lucha con el indio,
R. A. Pastor, pg. 100).
saba que uno de los jefes era Pascual Pringles, famoso en toda Amrica por su valor
legendario durante la guerra de la Independencia y por sus cargas de caballera; y tema
encontrarse con l cita de Manuel Glvez en El General Quiroga.
2
Idem.
a mi mujer y mis hijos y como tanto dolor y muerte les pareci insuficiente
Villafae! aura la van a pagar, carajo!
Con aparente calma, Quiroga dio unos pasos hasta llegar a la vereda
opuesta. Se quit el poncho, lo extendi en el suelo y se sent a la turca.
-Aura me traen todos los unitarios prisioneros! Comenz el desfile de
presos. Eran veintisis. Cuando los tuvo al frente, alineados y firmes pese a las
graves heridas de la batalla, los mir, lentamente, uno por uno, dibuj una
sonrisa sarcstica y grit:
-A ver Un piquete! pronto!...
-Apunten! Fuego!
El general contemplaba la ttrica escena con una expresin felina en sus
ojos de bano. Los fusilados caan unos sobre otros, en un mar de sangre. As
amontonados como si fueran bolsas, en posiciones grotescas, colgando un
brazo o una pierna, fueron arrojados sin respeto, a los carros que partieron
presurosos hacia la lejana iglesia de la Caridad donde se enterraban a los
ajusticiados.
Cedieron las cadenas, la pesada puerta se abri y se escuch el eco de
las botas rechinando en el piso de ladrillos. Afuera, se oan los relinchos y los
corcovos de los caballos que haban participado de la refriega. An persistan
ruidos de bayonetas y cuchillos y se escuchaban las pesadas ruedas de los
carros que se alejaban con la carga de los fusilados.
-Coronel Videla! Pngase de pie cuando el Tigre de los Llanos le dirige
la palabra!, grit el riojano. Videla desfalleca, eran tan graves sus heridas que
su vida penda de un hilo. La boca entreabierta buscaba aire para seguir
respirando. An senta el castigo de las lanzas, tena encima los caballos y los
soldados. Entre sueos escuchaba los gritos y las voces.
-Levntese, carajo!, no oye? Nadie permanece tirado en un jergn
mientras Facundo Quiroga le dirige la palabra.
-Maana lo visitar nuevamente, espero se encuentre mejor porque
debo tratar urgentes asuntos con usted.
Todos los das se repeta la misma escena, un monlogo amenazante
sin respuesta.
-Pngase de pie! unitario e mierda!
Un mes le llev al coronel Luis de Videla mirar desde la misma altura a
su adversario. Haba salvado la vida por milagro. Estaba flaco y descolorido y
cojeaba de una pierna. Le resultaba un esfuerzo extremo permanecer parado
pero, en esa posicin y con eterna dignidad, escuch las palabras de Quiroga:
-A pesar de los agravios que los unitarios han hecho a nuestra causa,
hemos decidido perdonarle la vida. No somos monstruos como nos pintan y
para demostrrselo le dir que don Juan Manuel de Rosas, Restaurador de las
Leyes quiere entrevistarse con usted en Santos Lugares.
Emprendieron la marcha tiempo despus.
Videla era un espectro. Las carnes cadas en colgajos a duras penas
tapaban los huesos. Los pelos se arracimaban en maraas y un sabor amargo
cubra la boca y las vsceras. Iniciaron la marcha en una pesada carreta con
profusin de banderas y cintas punz que el viento mova con indiferencia.
Recorrieron los agrestes caminos mendocinos y cruzaron el puente del
Desaguadero. Luego fue, La Cabra, Chosmes, pasaron por San Luis, El
Chorrillo, Posta del Paso hasta llegar a Crdoba. En la larga marcha avistaron
Oncativo, la tierra que lo viera triunfante junto al general Paz. Se avivaron las
nostalgias en tristes arremetidas, no poda creer las vueltas del destino, los
avatares de la poltica, las sin razones de los hombres y las ideas, tiempo atrs
tena los atributos de gobernador. En ese momento era slo un guiapo, con
hambre y fro, enfermo, despojado del uniforme y sus galones y seguido de una
soldadesca atrevida que lo burlaban sin piedad. Un pensamiento lo desvelaba
por qu razn haban salvado su vida de una manera tan visible? qu
enjuague se traan entre manos?
El viaje fue un suplicio. Todos los das, al atardecer lo bajaban de la
carreta y los hacan caminar atado a una larga tira de cuero. Cuando las
fuerzas se acababan y slo poda arrastrarse prendido del infame pellejo, lo
volvan al carruaje como bolsa de huesos que sonaban al darse unos contra
otros.
Se avistaba Santos Lugares. Con un poco de suerte en uno o dos das
estaran all.
Por la tarde, de ese el primer da, un gaucho con poncho colorado
aleteando al viento alcanz a Quiroga. Su alazn sudoroso, corcoveaba. El
jinete extrajo de entre sus ropas un sobre que entreg al riojano. Este lo abri y
busc al pie la inconfundible firma del Restaurador. No necesitaba leerlo,
conoca su contenido.
-Acampemos aqu ordena Quiroga.
-General, todava faltan ms de tres horas para el anochecer.
Era octubre, una primavera esplendorosa; el suelo estaba cubierto de
flores silvestres y las plantas verdeaban. Facundo se dirigi donde sus
soldados descansaban despus de la larga travesa. Entre risas y comentarios,
unos cebaban amargos y otros se entusiasmaban en una partida de taba.
-Atencin! orden el sargento. Los soldados se levantaron prestos.
-Con la carabina al hombro, hasta aquellos rboles! March!
En el lugar estaba don Luis de Videla3, atados los brazos a la espalda,
los ojos descubiertos a su solicitud, la cabeza alta y el porte erguido. Junto a l,
unos soldados vigilaban. -Cuiden que no se escape! Esas palabras sonaron a
injuria. Era un coronel del ejrcito de la Libertad, no un muerto de miedo que
buscaba esconderse entre las matas. Todos callaron y aprestaron las armas.
No maldijo su suerte ni cerr los ojos. Se persign, como la nica forma
valedera para despedirse del valle de lgrimas. Puso el pecho y esper la
muerte.
Las balas federales dieron cuenta de su vida.
-Puebla se escapa!
-No dejen que el desierto se lo trague, carajo! Gritaba el coronel Iseas
cubierto de polvo, salpicado de sangre y montado an en su caballo.
-El mal parido escap hacia La Rioja, hay que encontrarlo!
En la madrugada del 24 los mercedinos sintieron los ruidos del tropel, los
gritos desaforados de los indios y la gauchada. El sol, plido y ceniciento,
tapado totalmente por el guadal que la turba levantaba. Entraron a la poblacin
armados hasta los dientes, a trote corto, y agitando una mugrienta bandera.
Puebla iba a la cabeza. Los pelos renegridos volaban por el aire. Portaba su
habitual guardamonte de cuero, en forma de pollera, tocando las verijas. A su
derecha, Mariano, el cacique ranquel con la lanza en alto amenazante y
soberbia. Al otro lado, Carmona el Potrillo gaucho de triste fama. La comitiva
diablica preceda una invasin de indios en cantidad nunca vista, una
pavorosa horda saturada de aguardiente, cortando el aire con picas y
boleadoras, lanzas y rebenques.
El montonero Puebla ambicionaba la gloria. Si haba buscado ayuda
entre los indios era slo para aplastar los ejrcitos que le hacan sombra, l,
slo l, deba tomar venganza. El desquite deba venir por su mano porque
nadie se haba animado, hasta ahora, a fusilar a unos gauchos vencidos y
abandonados. Estara satisfecho cuando desarmara, uno a uno, todos los
milicianos de frontera. Ese gusto no lo compartira con nadie.
En un descuido de sus secuaces y guiado por el gaucho Gallardo,
conocedor del trazado de la villa, Puebla se alej del grupo y se intern por una
callejuela hasta llegar a la plaza.
La ciudad aparentaba dormir. Ni el ms leve ruido quebraba la paz de la
maana. Los habitantes del ex Fuerte Constitucional, entonces Villa de
Mercedes por su iglesia y patrona, estaban concentrados dentro del permetro
de la defensa, ocupando sus puestos y cubriendo las estratgicas trincheras. El
coronel Iseas, dispuesto a todo, los arengaba:
-Los venceremos! Pongamos garras y los mandaremos al infierno!
Siempre animando aunque conoca demasiado bien la calaa de sus
oponentes, su nmero y fiereza. Esperaban la entrada de los provocadores,
nerviosos y con todos los pertrechos disponibles.
Dos cuadras ms all, un prestigioso vecino de Mercedes, don Santiago
Betbeder, de origen francs y activo en la guerra de Crimea decidi unirse a
sus vecinos. Como no perteneca a los milicianos sali solo armado con su
escopeta. Cav con sus manos una trinchera amurallada entre unos
deshilachados sauces y esper. (Actual Balcarce y Riobamba). Permaneci
all, impregnado de olor a tierra hmeda y tapado con su capa. En un triste
ritual de soledad trataba de poner en alto su honra y la de ese pueblo que lo
haba albergado y lo distingua como hijo.
El tiempo transcurra lento. El sol del medioda caa a pique cuando la
tierra tembl y supo que la horda salvaje estaba cerca. Escuch los ruidos,
gritos y relinchos. Poda distinguir al cretino Puebla con sus pelos al viento y su
inmunda bandera. A su lado, el sopln Gallardo. No mereca llamarse
mercedino, el muy ladino los haba vendido. Llegaron. Ya los tena encima. Las
patas de los animales estaban sobre su cabeza. El tufo a orines y bosta era
insoportable. El gritero ensordecedor. Era el momento preciso.
Reconoci la figura del enemigo, su inconfundible porte, su diablica
risa. Armado con la firme voluntad de concretar la empresa y con la bravura del
guerrero que le vena de antes, fij la puntera y dispar.
Un solo tiro fue suficiente, Puebla cay del caballo que jineteaba. La
descarga de la escopeta le dio de lleno en la cara como un relmpago
zigzagueante que surc el cielo de la historia.
16- LAZARO