¿Qué Hacer Con El Arte de Hombres Monstruosos?
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| Cultura | EL PAÍS
Escena de la película Manhattan de Woody Allen. UNITED ARTISTS / ALBUM MANHATTAN (1979)
Roman Polanski, Woody Allen, Bill Cosby, William Burroughs, Richard Wagner, Sid
Vicious, V. S. Naipaul, John Galliano, Norman Mailer, Ezra Pound, Caravaggio, Floyd
Mayweather, y si empezamos a enumerar deportistas no acabaremos nunca. ¿Y qué
decir de las mujeres? De inmediato, la lista se vuelve mucho más difícil e incierta: ¿Anne
Sexton? ¿Joan Crawford? ¿Sylvia Plath? ¿Cuenta las que se hacían daño a sí mismas?
Vale, supongo que entonces es mejor volver a los hombres: Pablo Picasso, Max Ernst,
Lead Belly, Miles Davis, Phil Spector.
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sexual tras el caso artista de la obra de arte. En cualquier caso, es perturbador. Son
Weinstein
genios y son monstruos, y no sé qué hacer con ellos.
Seis actrices
denuncian al
magnate Harvey En la era de Trump, todos hemos estado pensando en monstruos.
Weinstein ante un
Por lo que a mí respecta, empecé hace varios años. Estaba
tribunal
investigando sobre Roman Polanski para un libro que estaba
escribiendo y me quedé sobrecogida por sus atrocidades. Era algo
monumental, como el Gran Cañón del Colorado. Y sin embargo... Cuando veía sus
películas, tenían una belleza que era otro tipo de monumento, inmune a todo lo que sabía
de su maldad. Había leído muchísimo sobre cuando violó a la chica de 13 años Samantha
Gailey; estoy segura de que no me queda un detalle por saber. Pero, a pesar de ello,
seguía siendo capaz de ver sus películas. Deseándolo, incluso. Cuanto más investigaba
sobre Polanski, más empujada me sentía a ver su cine, y lo hacía una y otra vez, sobre
todo los grandes títulos: Repulsión, La semilla del diablo, Chinatown. Como todas las
obras maestras, invitan a verlas repetidamente. Yo las devoraba. Se convirtieron en
parte de mí, como pasa cuando se ama algo.
¿Y es solo una cuestión pragmática? ¿Retiramos nuestro apoyo a esa persona si está
viva, para que no obtenga beneficios económicos de nuestro consumo de su obra?
¿Votamos con la cartera? En ese caso, ¿está bien bajarse gratis de Internet una película
de Roman Polanski, por ejemplo? ¿Podemos verla en casa de un amigo?
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Un momento: ¿quién es ese “nosotros” que aparece siempre en los ensayos críticos?
Nosotros es una escapatoria. Nosotros es barato. Nosotros es una forma de deshacernos
de la responsabilidad personal y, al mismo tiempo, asumir fácilmente la autoridad. Es la
voz del crítico masculino tradicional, el que cree sinceramente que sabe lo que debe
pensar todo el mundo. Nosotros es corrupto. Nosotros es artificial. La pregunta que hay
que hacerse es: ¿Puedo yo amar el arte pero odiar al artista? ¿Puede usted? Cuando digo
nosotros, me refiero a mí. Me refiero a usted.
Sé que Polanski es peor, -signifique esto lo que signifique-, pero para mí el ultramonstruo
es Woody Allen.
Los hombres quieren saber por qué nos indigna tanto Woody Allen. Woody Allen se
acostó con Soon-Yi Previn, hija de su pareja Mia Farrow. La primera vez que se acostaron
juntos, Soon-Yi era una adolescente que estaba bajo su cuidado, y él era el director de
cine más famoso del mundo.
La relación sexual con Soon-Yi me afectó como una traición personal. Cuando era joven,
yo me sentía como Woody Allen. Intuía o creía que él me representaba en la pantalla. Era
yo. Ese es uno de los aspectos peculiares de su talento, su capacidad para suplantar al
espectador. La identificación era aún más intensa por su personaje habitual: flaco como
un niño, bajito como un niño, confuso ante un mundo frío e incomprensible (como antes
Chaplin). Sentía una afinidad con él superior a la normal entre una niña y un cineasta
adulto. De una manera algo absurda, me parecía que era mío. Siempre le había
considerado uno de nosotros, los indefensos. A partir de Soon-Yi, me pareció un
depredador. Mi reacción no era lógica; era emocional.
Una tarde lluviosa de la primavera de 2017, me dejé caer en el sofá del cuarto de estar y
cometí un acto transgresor. No el que están ustedes pensando. Lo que hice fue contratar
Annie Hall en el servicio a la carta de mi televisor. Fue fácil. Me limité a darle al botón de
OK en mi enorme mando y luego me dediqué a rebuscar galletas en un paquete mientras
aparecían los títulos de crédito. Como acto transgresor, fue bastante modesto.
Había visto la película al menos una docena de veces, pero volvió a cautivarme. Annie
Hall es una comedia ingeniosa, como un terso paso de baile de Fred Astaire, un globo
lleno de helio que tensa la cuerda que lo sujeta. Es una historia de amor para gente que
no cree en el amor: Annie y Alvy se unen, se distancian, vuelven a unirse y se separan
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Annie Hall es el mejor film cómico del siglo XX —mejor que La fiera de mi niña, mejor
incluso que Caddyshack—, porque reconoce el incontenible nihilismo que acecha dentro
de toda comedia. Y además, es muy divertido. Ver Annie Hall es sentir por un instante
que una pertenece a la humanidad. Sentirse casi asaltada por ese sentimiento de
pertenencia, esa conexión inventada que puede ser más bella incluso que el amor. Y eso
es lo que llamamos verdadero arte. Por si no lo sabían.
Cuando le mencioné a mi amiga Sara que estaba escribiendo sobre Woody Allen, me dijo
que había visto en su barrio una biblioteca de intercambio que estaba hasta arriba de
libros escritos por y sobre él. Nos reímos al imaginar a algún furioso aficionado,
seguramente una mujer, que había decidido que no podía soportar seguir teniendo esos
libros en su casa y los había llevado todos a la biblioteca.
Y entonces Sara dijo en tono nostálgico: “Yo no sé dónde poner todo lo que siento sobre
Woody Allen”. Exacto.
También le conté que estaba escribiendo sobre Allen a otra amiga muy inteligente. “¡Yo
tengo muchas opiniones sobre Woody Allen!”, exclamó entusiasmada. Estábamos
bebiendo una copa de vino en el porche de su casa y la luz de la tarde le iluminaba el
rostro. “¡Estoy furiosa con él! Ya estaba cabreada con él por lo de Soon-Yi, y entonces
llegó lo de ¿cómo se llama? ¿Dylan? Llegaron las acusaciones de Dylan, y la reacción tan
desdeñosa que tuvo. Y detesto cómo habla sobre Soon-Yi, siempre diciendo que gracias
a él tiene una vida más plena”.
Esto creo que es lo que nos sucede a muchos cuando pensamos en la obra de genios
monstruosos: nos decimos que tenemos pensamientos éticos cuando, en realidad, lo que
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Y ese día llegó. Me senté en el bonito sofá de mi cómodo cuarto de estar mientras se
celebraba el juicio a Bill Cosby. Era junio de 2017. Mi marido, que tiene un don para el
dramatismo discreto, me sugirió que alternara entre el juicio y la película para construir
una especie de metarrelato de la monstruosidad. Pero su austero sentido noreuropeo del
espectáculo no sirvió de nada, porque no retransmitieron el juicio de Cosby. Aun así,
estaba celebrándose.
El ambiente, ese verano, era de enorme malestar. Cundía un sentimiento general de que
algo no estaba bien. Las gentes, y al decir gentes me refiero a las mujeres, estaban
agitadas e insatisfechas. Se encontraban en la calle, se miraban, negaban con la cabeza
y se alejaban en silencio. Las mujeres estaban hartas. Organizaron una manifestación
gigantesca del hartazgo. Empezaron a comunicarse por Facebook y Twitter, a hacer
largas marchas indignadas, a dar dinero a organizaciones de derechos civiles, a
preguntarse por qué sus parejas y sus hijos no fregaban más los platos. Empezaron a
darse cuenta de que el paradigma de los platos era odioso. Empezaron a radicalizarse,
pese a que no tenían tiempo de ser radicales. Arlie Hochschild publicó The Second Shift
(La doble jornada) en 1989, y en 2017 las mujeres empezaron a descubrir que esa mierda
era más verdad que nunca. Un par de meses después surgieron las acusaciones contra
Harvey Weinstein y, con ellas, el desbordamiento de la campaña de #MeToo.
Como escribí cuando era adolescente en mi diario: “En estos momentos no tengo una
gran opinión de los hombres”. En el verano de 2017 seguía sin tenerla, y otras muchas
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mujeres tampoco la tenían. Muchos hombres tampoco se sentían muy bien sobre otros
hombres. Incluso los patriarcas estaban hartos del patriarcado.
“En el instituto, hasta las chicas más feas son guapas”. Esta frase me la dijo una vez un
profesor.
El rostro de Tracy, que es el de Mariel, está hecho de planos abiertos que recuerdan a los
pioneros, los campos de trigo y el sol (es una chica de Idaho, al fin y al cabo). Para Allen,
Tracy tiene una bondad y una pureza que las mujeres adultas de la película no pueden
tener jamás. Tracy es sabia, tal como la ha escrito Allen, pero, a diferencia de los adultos,
está milagrosamente libre de cualquier neurosis.
peras y manzanas de Cézanne, los cangrejos de Sam Wo’s y, ah, sí, el rostro de Tracy”.
(Al ver la película por primera vez desde hacía décadas, me sorprendió lo mucho que la
lista de Isaac se parece a una nota de Facebook).
Allen/Isaac puede acercarse más a ese mundo ideal, un mundo que ha olvidado su
conocimiento de la muerte, acostándose con Tracy. Como es Woody Allen —un gran
cineasta—, deja hablar a Tracy, y ella no es ninguna tonta. “Tus preocupaciones son mis
preocupaciones”, dice. “Tenemos un sexo estupendo”. A Isaac le resulta muy
conveniente: consigue absorber su sencillez encerrada en un cuerpo tan hermoso y
queda absuelto de culpa. Las mujeres de la película no tienen esa suerte.
En mi opinión, el momento más significativo de la película es una frase que dice una
mujer muy elegante en tono quejumbroso durante un cóctel: “Por fin he tenido un
orgasmo y mi médico me ha dicho que era de los malos”. La (divertida) respuesta de
Isaac: “¿Que era de los malos? Nunca he tenido uno de los malos, jamás. El peor mío dio
en la diana”.
Todas las mujeres que ven la película saben que el estúpido es el médico, no la mujer.
Pero Woody/Isaac no lo ve así.
Igual que Manhattan no examina nunca de verdad o por completo las complejidades de
que un vejestorio se acueste con una adolescente, el propio Allen —un individuo
extremadamente elocuente— se vuelve extrañamente incoherente cuando habla de
Soon-Yi. En una entrevista que le hizo en 1992 Walter Isaacson, para la revista Time,
Allen soltó una frase que se hizo famosa por el fatuo desprecio de sus fallos morales: “El
corazón quiere lo que quiere”.
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Fue una de esas respuestas que nunca olvidas una vez que la has oído. Todos la
memorizamos de inmediato, nos gustase o no. Su atroz desdén por todo lo que no sea él
mismo, su orgullosa irracionalidad. Y Allen continuaba: “Estas cosas no siguen ninguna
lógica. Conoces a alguien, te enamoras y a está”.
Me costó terminar de ver Manhattan -tardé un par de sesiones-. Mencioné en las redes
sociales esa dificultad para ver Manhattan en ese momento Trump (confiaba
fervientemente en que fuera un momento). “¡Manhattan es una obra maestra! ¡He
terminado contigo, Claire!”, respondió un escritor a quien no conozco personalmente.
Este escritor había soportado varios pronunciamientos míos de lo más escandalosos,
incluidos algunos sobre mi deseo de ejecutar y trocear a la mitad masculina de la
humanidad, al estilo de Valerie Solanas. Sin embargo, cuando confesé que me sentía
incómoda viendo Manhattan —creo que dije que la película me había dado “un poco de
náuseas”—, salió furioso a decirme que me borraba y no pensaba dialogar conmigo
nunca más.
Otro escritor y yo lo discutimos una noche mientras cenábamos. Fue como una obra de
teatro:
Ella: “Bueno, parece todo un poco displicente. A Isaac no le preocupa que ella esté en el
instituto”.
Él: “Estás pensando en Soon-Yi estás dejando que eso te influya a la hora de ver la
película. Creía que eras más seria”.
Ella: “Me parece siniestra por méritos propios, aunque no supiera nada de Soon-Yi”.
Él: Tienes que olvidarte. Tienes que juzgarla solo por sus valores estéticos”.
El escritor dice algo sobre “equilibrio y elegancia” que suena muy inteligente.
Me gustaría que la escritora hubiera sido capaz de dar la puntilla, pero no fue así. No
estaba segura de sí misma.
¿Quién es más clarividente? ¿Aquel que tiene la capacidad —algunos dirían el privilegio—
de que no le preocuparan las actitudes del cineasta respecto a las mujeres ni sus
antecedentes con jovencitas? ¿Aquel que puede contemplar el arte caer en las falacias
biográficas? ¿O quien no puede evitar ver las antipatías y los impulsos que parecen dar
vida al proyecto? Lo pregunto sinceramente.
Creo que Manhattan , y su historia pro-chica anti-mujer, sería inquietante incluso aunque
nunca hubiera aterrizado el huracán Soon-Yi, pero no lo podemos saber, y ahí está la
clave del asunto. La película de Louis C. K. I Love You, Daddy -el relato de un padre que
trata de evitar que su hija adolescente se líe con un hombre mayor- va a tener una suerte
similar. Será imposible verla como algo ajeno al mal comportamiento sexual de Louis C.
K., si es que alguna vez llega a verse. Por el momento, se ha parado la distribución y no
se va a estrenar.
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Una gran obra de arte nos provoca sentimientos. Y, sin embargo, cuando digo que
Manhattan me provoca náuseas, un hombre me responde: “No, ese sentimiento no.
Estás teniendo el sentimiento equivocado”. Y habla con autoridad: “Manhattan es una
obra maestra”. ¿Pero quién lo dice? La voz autorizada dice que la obra no debe verse
afectada por la vida. Que la biografía es una falacia. Que la obra existe en un mundo ideal
(ahistórico, alpino, nevado, puro). La voz autorizada desprecia el sentimiento natural que
provoca conocer la biografía de un sujeto. Reacciona con brusquedad ante cosas así.
Dice que es capaz de apreciar la obra sin tener en cuenta la biografía ni la historia. La voz
autorizada se coloca del lado del creador (masculino) y en contra del público.
La cosa es que no digo que yo tenga razón. Pero soy el público. Y lo único que hago es
ser consciente de la realidad de esta situación: la película Manhattan se ve de otra
manera por lo que sabemos sobre Soon-Yi, pero además es ligeramente repugnante por
sí misma y, al mismo tiempo, tiene un montón de cosas que son maravillosas. Y todo eso
puede ser verdad al mismo tiempo. Que los hombres te digan simplemente que la
historia de Allen no cuenta no logra el objetivo de que deje de importar.
¿Y por qué nos pone tan furiosos - me pone tan furiosa- el monstruo?
El público quiere algo que ver, leer o escuchar. Eso es lo que lo convierte en público. En
este momento histórico concreto en el que estamos abrumados por las amargas
revelaciones, el público se indigna de nuevo con la aparición de nuevos monstruos cada
día, una y otra vez. El público palpita con el drama de las denuncias contra los
monstruos. Se da media vuelta y jura que nunca más verá una película de Kevin Spacey.
Quizá los sentimientos del público son puros, justos y sinceros. Pero también puede
estar pasando otra cosa.
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Cuando tienes un sentimiento moral, estás satisfecho contigo mismo. Colocas tus
emociones en un lecho de lenguaje ético y te admiras por hacerlo. Nos regimos por las
emociones, unas emociones que rodeamos de lenguaje. La transmisión de nuestros
sentimientos virtuosos nos parece muy importante y extrañamente apasionante.
Recordatorio: no hay que decir “tú”, ni “nosotros”, no hay que hablar de “alguien”, soy
“yo” Hay que reconocer las cosas. Yo soy el público. Y me doy cuenta de que dentro de
mí acecha algo completamente inaceptable. Incluso en medio de mis arrebatos de justa
indignación por Woody y Soon-Yi, sé que, en cierto sentido, yo no soy una ciudadana
completamente noble. Me llevo bien con mis hijos y cuido a mis amigos; tengo una casa
acogedora, escucho a mi marido y soy razonablemente buena con mis padres. En lo que
hago y pienso a diario, soy un ser humano más o menos decente. Pero también soy algo
más, algo que se parece vagamente a un monstruo. Los victorianos comprendían ese
sentimiento; por eso nos dieron las tremendas dicotomías de Dorian Gray, de Jekyll y
Hyde. Supongo que esa es la condición humana, esa leve sospecha de nuestra propia
maldad. Es lo que subyace en nuestra fascinación con las personas que hacen cosas
terribles. Algo en nosotros -en mí- vibra con ese horror, lo reconoce, se espanta al
reconocerlo y luego se entusiasma con el espectáculo de denunciar públicamente al
monstruo en cuestión.
Con todas las cosas horribles que no he hecho, a lo mejor no soy un monstruo.
Pero hay una cosa que sí he hecho: escribir un libro. Y escribir otro libro más. Ensayos,
artículos y reseñas. O quizá eso me convierte en monstruo, pero en un sentido muy
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específico.
El crítico Walter Benjamin hablaba de “la barbarie que está en la base de toda gran obra
de arte”. Mis obras no son precisamente grandes, pero me pregunto: ¿quizá en la base
de toda pequeña obra de arte hay un poco de barbarie? ¿Una pizca?
Para ser escritor o artista, una persona debe poseer muchas cualidades. Talento,
inteligencia, tenacidad. No viene mal contar con padres ricos. Es decididamente
conveniente. Pero el ingrediente más necesario es el egoísmo. Un libro está hecho de
pequeños egoísmos. El egoísmo de cerrar la puerta a la familia. El egoísmo de ignorar el
cochecito que aguarda en el pasillo. El egoísmo de olvidarse del mundo real para crear
otro distinto. El egoísmo de robar historias a personas de carne y hueso. El egoísmo de
reservar lo mejor de uno mismo para ese amante anónimo y sin rostro, el lector. El
egoísmo de decir lo que uno tiene que decir.
Todas las escritoras y madres a las que conozco se han hecho esta pregunta. Ninguna lo
dice en voz alta, pero puedo oír cómo lo piensan; es casi ensordecedor. ¿Acaso una
identidad corta fatalmente la otra? ¿Mi trabajo me hace ser una madre peor? ¿Eso es lo
que te preguntas todo el tiempo. Pero también me pregunto: ¿La maternidad me hace
ser peor escritora? Esta pregunta es un poco más incómoda.
Aborrezco chupar los sellos con la lengua. Un monstruo del arte, pensé cuando leí este
fragmento. Eso es lo que quiero ser. Mis amigas pensaron lo mismo. Victoria, que es
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pintora, se dedicó a ir por ahí gritando “monstruo del arte” durante varios días.
Las escritoras que conozco sueñan con ser más monstruosas. Lo dicen medio en broma:
"Ojalá tuviera una esposa”. ¿Qué quiere decir eso? Quiere decir que sueñan con
abandonar los cuidados cotidianos para practicar los sacramentos egoístas que exige el
arte.
En cierto modo, llevo años preguntándoselo a un par de amigos escritores a los que
considero magníficos. Les envío correos llenos de simpatía pero en los que, en realidad,
siempre estoy intentando saber: ¿cuánto tienes de egoísta? O, para decirlo de otro
modo: ¿Cómo de egoísta debo ser para ser tan buena artista como tú?
Muy egoísta, según he descubierto observando a esos hombres desde lejos. Egoísta de
cerrar la puerta y no hacer caso a tu hijo cuando trabajas. Egoísta de trabajar todos los
días, incluidas las fiestas, incluido Navidad. Egoísta para irte semanas seguidas de gira
para promocionar un libro. Egoísta como para acostarte con otras mujeres en
congresos. Tan egoísta para hacer lo que haga falta.
Una noche reciente, me encontraba en el caótico salón lleno de libros de una joven
escritora y su marido, también escritor. Sus hijos estaban ya en la cama, en el piso de
arriba; de vez en cuando se oía algún llanto.
Mi amiga estaba en su salsa: los tres hijos estaban en el colegio y su marido tenía un
trabajo a tiempo completo mientras ella trataba de labrarse una carrera con
colaboraciones y escribiendo libros. Una nube de intensa ambición literaria cubría la
casa, como un microclima tormentoso. Era un día laborable; todos deberíamos habernos
ido ya a la cama, pero allí estábamos, bebiendo vino y hablando de trabajo. El marido me
pareció encantador, lo que quiere decir que se reía con todos mis chistes. Estaba muy
tenso y alerta, quizá porque, como escritor, no estaba teniendo demasiado éxito. La
mujer, en cambio, sí lo tenía, y mucho.
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“Ah, ¿te refieres a la última excusa para abandonarnos a los niños y a mí?”, preguntó el
inteligente y encantador marido.
Una mujer escritora no necesariamente se suicida ni abandona a sus hijos. Pero siempre
abandona algo, una parte solícita de sí misma. Cuando acaba un libro, el suelo está lleno
de pequeñas cosas rotas: citas canceladas, promesas incumplidas, compromisos
deshechos. Y otros olvidos y fallos más importantes: los deberes de los hijos sin haber
sido repasados, las llamadas no hechas a los padres, el sexo conyugal olvidado. Todas
esas cosas tienen que romperse para que se escriba el libro.
Porque acabar es lo que hace al artista. El artista debe ser suficientemente monstruoso
como para no solo empezar la obra sino terminarla. Y cometer todas las barbaridades
que salpican el camino entre el principio y el final.
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Mi amiga y yo no habíamos hecho nada más que contar con que alguien se ocuparía de
nuestros hijos mientras terminábamos nuestra obra. No es algo tan malo como la
violación ni como, por ejemplo, obligar a alguien a que mire mientras te masturbas junto
a una planta. Puede dar la impresión de que estoy mezclando dos cosas —los hombres
depredadores y las mujeres artistas— y que resulta preocupante. Es posible. Porque,
cuando las mujeres hacemos lo que hay que hacer para escribir o crear arte, a veces, nos
sentimos monstruosas. Y otros se apresuran a calificarnos como tales.
En cualquier caso, quedan preguntas por responder: ¿Qué hacemos con los monstruos?
¿Podemos y debemos amar sus obras? ¿Todos los artistas ambiciosos son monstruos?
Y en voz muy baja: ¿Soy un monstruo?
Claire Dederer es la autora de las memorias Love and Trouble. Está escribiendo un libro sobre la relación entre el mal
comportamiento y el arte de calidad. Este artículo fue publicado en inglés por The Paris Review Daily.
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