¿Qué Hacer Con El Arte de Hombres Monstruosos?

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2/4/2019 ¿Qué hacer con el arte de hombres monstruosos?

| Cultura | EL PAÍS

¿Qué hacer con el arte de hombres monstruosos?


Hicieron o dijeron algo horrible y crearon algo maravilloso. ¿Debe la
biografía de un artista influir en la apreciación de su obra? Las denuncias
por acoso reabren la pregunta
CLAIRE DEDERER

9 ENE 2018 - 12:33 CET

Escena de la película Manhattan de Woody Allen. UNITED ARTISTS / ALBUM MANHATTAN (1979)

Roman Polanski, Woody Allen, Bill Cosby, William Burroughs, Richard Wagner, Sid
Vicious, V. S. Naipaul, John Galliano, Norman Mailer, Ezra Pound, Caravaggio, Floyd
Mayweather, y si empezamos a enumerar deportistas no acabaremos nunca. ¿Y qué
decir de las mujeres? De inmediato, la lista se vuelve mucho más difícil e incierta: ¿Anne
Sexton? ¿Joan Crawford? ¿Sylvia Plath? ¿Cuenta las que se hacían daño a sí mismas?
Vale, supongo que entonces es mejor volver a los hombres: Pablo Picasso, Max Ernst,
Lead Belly, Miles Davis, Phil Spector.

Todos ellos hicieron o dijeron algo horrible y crearon algo


MÁS INFORMACIÓN
maravilloso. Lo horrible afecta a lo maravilloso; no podemos ver, oír o
Conducta impropia
leer esa obra de arte sin recordar el horror. Desbordados por lo que
Las actrices se
sabemos de la monstruosidad del creador, nos apartamos, llenos de
rebelan contra su
imagen de objeto repugnancia. O quizá no. Seguimos mirando, intentando separar al

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sexual tras el caso artista de la obra de arte. En cualquier caso, es perturbador. Son
Weinstein
genios y son monstruos, y no sé qué hacer con ellos.
Seis actrices
denuncian al
magnate Harvey En la era de Trump, todos hemos estado pensando en monstruos.
Weinstein ante un
Por lo que a mí respecta, empecé hace varios años. Estaba
tribunal
investigando sobre Roman Polanski para un libro que estaba
escribiendo y me quedé sobrecogida por sus atrocidades. Era algo
monumental, como el Gran Cañón del Colorado. Y sin embargo... Cuando veía sus
películas, tenían una belleza que era otro tipo de monumento, inmune a todo lo que sabía
de su maldad. Había leído muchísimo sobre cuando violó a la chica de 13 años Samantha
Gailey; estoy segura de que no me queda un detalle por saber. Pero, a pesar de ello,
seguía siendo capaz de ver sus películas. Deseándolo, incluso. Cuanto más investigaba
sobre Polanski, más empujada me sentía a ver su cine, y lo hacía una y otra vez, sobre
todo los grandes títulos: Repulsión, La semilla del diablo, Chinatown. Como todas las
obras maestras, invitan a verlas repetidamente. Yo las devoraba. Se convirtieron en
parte de mí, como pasa cuando se ama algo.

No me deberían haber gustado esas películas ni ese director. Polanski es el blanco de


boicots, querellas e indignación. Para la gente, el hombre y su obra parecen ser la misma
cosa. ¿Pero lo son? ¿Debemos intentar separar el arte del artista, al creador de su obra?
¿Nos sumimos en un olvido voluntario cuando queremos escuchar, por ejemplo, el ciclo
del Anillo de Wagner? (Olvidar es más fácil para algunas personas que para otras; las
obras de Wagner se han representado muy pocas veces en Israel). ¿O pensamos que el
genio merece una dispensa especial, un permiso para comportarse mal?

¿Y cómo varía nuestra respuesta en función de las situaciones? Da la impresión de que


algunas obras de arte son ya imposibles de disfrutar por las transgresiones de su
creador: ¿Cómo podemos ver The Cosby Show después de las acusaciones de violación
contra Bill Cosby? Por supuesto, se puede hacer, pero ¿estaremos viendo
verdaderamente la serie? ¿O más bien el espectáculo de nuestra inocencia perdida?

¿Y es solo una cuestión pragmática? ¿Retiramos nuestro apoyo a esa persona si está
viva, para que no obtenga beneficios económicos de nuestro consumo de su obra?
¿Votamos con la cartera? En ese caso, ¿está bien bajarse gratis de Internet una película
de Roman Polanski, por ejemplo? ¿Podemos verla en casa de un amigo?

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Un momento: ¿quién es ese “nosotros” que aparece siempre en los ensayos críticos?
Nosotros es una escapatoria. Nosotros es barato. Nosotros es una forma de deshacernos
de la responsabilidad personal y, al mismo tiempo, asumir fácilmente la autoridad. Es la
voz del crítico masculino tradicional, el que cree sinceramente que sabe lo que debe
pensar todo el mundo. Nosotros es corrupto. Nosotros es artificial. La pregunta que hay
que hacerse es: ¿Puedo yo amar el arte pero odiar al artista? ¿Puede usted? Cuando digo
nosotros, me refiero a mí. Me refiero a usted.

Sé que Polanski es peor, -signifique esto lo que signifique-, pero para mí el ultramonstruo
es Woody Allen.

Los hombres quieren saber por qué nos indigna tanto Woody Allen. Woody Allen se
acostó con Soon-Yi Previn, hija de su pareja Mia Farrow. La primera vez que se acostaron
juntos, Soon-Yi era una adolescente que estaba bajo su cuidado, y él era el director de
cine más famoso del mundo.

La relación sexual con Soon-Yi me afectó como una traición personal. Cuando era joven,
yo me sentía como Woody Allen. Intuía o creía que él me representaba en la pantalla. Era
yo. Ese es uno de los aspectos peculiares de su talento, su capacidad para suplantar al
espectador. La identificación era aún más intensa por su personaje habitual: flaco como
un niño, bajito como un niño, confuso ante un mundo frío e incomprensible (como antes
Chaplin). Sentía una afinidad con él superior a la normal entre una niña y un cineasta
adulto. De una manera algo absurda, me parecía que era mío. Siempre le había
considerado uno de nosotros, los indefensos. A partir de Soon-Yi, me pareció un
depredador. Mi reacción no era lógica; era emocional.

Una tarde lluviosa de la primavera de 2017, me dejé caer en el sofá del cuarto de estar y
cometí un acto transgresor. No el que están ustedes pensando. Lo que hice fue contratar
Annie Hall en el servicio a la carta de mi televisor. Fue fácil. Me limité a darle al botón de
OK en mi enorme mando y luego me dediqué a rebuscar galletas en un paquete mientras
aparecían los títulos de crédito. Como acto transgresor, fue bastante modesto.

Había visto la película al menos una docena de veces, pero volvió a cautivarme. Annie
Hall es una comedia ingeniosa, como un terso paso de baile de Fred Astaire, un globo
lleno de helio que tensa la cuerda que lo sujeta. Es una historia de amor para gente que
no cree en el amor: Annie y Alvy se unen, se distancian, vuelven a unirse y se separan
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definitivamente. Su relación no ha tenido sentido en ningún momento y, al mismo


tiempo, ha merecido la pena. El estribillo de Annie, “la la la”, es el principio que rige la
aventura, la colección de sílabas sin sentido que dan feliz expresión al existencialismo de
Allen. “La la la” significa “No importa nada”. Significa “Vamos a divertirnos mientras nos
estrellamos”. Significa “Se nos van a romper los corazones, ¿a que es una juerga?

Annie Hall es el mejor film cómico del siglo XX —mejor que La fiera de mi niña, mejor
incluso que Caddyshack—, porque reconoce el incontenible nihilismo que acecha dentro
de toda comedia. Y además, es muy divertido. Ver Annie Hall es sentir por un instante
que una pertenece a la humanidad. Sentirse casi asaltada por ese sentimiento de
pertenencia, esa conexión inventada que puede ser más bella incluso que el amor. Y eso
es lo que llamamos verdadero arte. Por si no lo sabían.

Yo no siempre me siento conectada con la humanidad. Es un placer poco frecuente. ¿Y


tengo que renunciar a él solo porque Woody Allen se portó mal? No me parece justo.

Cuando le mencioné a mi amiga Sara que estaba escribiendo sobre Woody Allen, me dijo
que había visto en su barrio una biblioteca de intercambio que estaba hasta arriba de
libros escritos por y sobre él. Nos reímos al imaginar a algún furioso aficionado,
seguramente una mujer, que había decidido que no podía soportar seguir teniendo esos
libros en su casa y los había llevado todos a la biblioteca.

Y entonces Sara dijo en tono nostálgico: “Yo no sé dónde poner todo lo que siento sobre
Woody Allen”. Exacto.

También le conté que estaba escribiendo sobre Allen a otra amiga muy inteligente. “¡Yo
tengo muchas opiniones sobre Woody Allen!”, exclamó entusiasmada. Estábamos
bebiendo una copa de vino en el porche de su casa y la luz de la tarde le iluminaba el
rostro. “¡Estoy furiosa con él! Ya estaba cabreada con él por lo de Soon-Yi, y entonces
llegó lo de ¿cómo se llama? ¿Dylan? Llegaron las acusaciones de Dylan, y la reacción tan
desdeñosa que tuvo. Y detesto cómo habla sobre Soon-Yi, siempre diciendo que gracias
a él tiene una vida más plena”.

Esto creo que es lo que nos sucede a muchos cuando pensamos en la obra de genios
monstruosos: nos decimos que tenemos pensamientos éticos cuando, en realidad, lo que

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tenemos son sentimientos morales. Ponemos palabras alrededor de esos sentimientos y


lo llamamos opiniones: “Lo que hizo Woody Allen estuvo muy mal”. Y los sentimientos
nacen de un lugar más elemental que los pensamientos. El hecho era que me sentía
disgustada por la historia de Woody y Soon-Yi. No estaba pensando; estaba sintiendo.
Me sentía personalmente ofendida.

 Si quieren emociones complicadas, vean Manhattan.

Como muchas personas —¿muchas qué? ¿Muchas mujeres? ¿Muchas madres?


¿Muchas que fueron niñas? ¿Muchas personas con sentimientos morales?— he pasado
años sin ser capaz de ver Manhattan. Hace unos meses, cuando empecé a pensar en
Woody Allen como monstruo, vi prácticamente todas las demás películas que ha dirigido
antes de afrontar que en algún momento tendría que ver Manhattan.

Y ese día llegó. Me senté en el bonito sofá de mi cómodo cuarto de estar mientras se
celebraba el juicio a Bill Cosby. Era junio de 2017. Mi marido, que tiene un don para el
dramatismo discreto, me sugirió que alternara entre el juicio y la película para construir
una especie de metarrelato de la monstruosidad. Pero su austero sentido noreuropeo del
espectáculo no sirvió de nada, porque no retransmitieron el juicio de Cosby. Aun así,
estaba celebrándose.

El ambiente, ese verano, era de enorme malestar. Cundía un sentimiento general de que
algo no estaba bien. Las gentes, y al decir gentes me refiero a las mujeres, estaban
agitadas e insatisfechas. Se encontraban en la calle, se miraban, negaban con la cabeza
y se alejaban en silencio. Las mujeres estaban hartas. Organizaron una manifestación
gigantesca del hartazgo. Empezaron a comunicarse por Facebook y Twitter, a hacer
largas marchas indignadas, a dar dinero a organizaciones de derechos civiles, a
preguntarse por qué sus parejas y sus hijos no fregaban más los platos. Empezaron a
darse cuenta de que el paradigma de los platos era odioso. Empezaron a radicalizarse,
pese a que no tenían tiempo de ser radicales. Arlie Hochschild publicó The Second Shift
(La doble jornada) en 1989, y en 2017 las mujeres empezaron a descubrir que esa mierda
era más verdad que nunca. Un par de meses después surgieron las acusaciones contra
Harvey Weinstein y, con ellas, el desbordamiento de la campaña de #MeToo.

Como escribí cuando era adolescente en mi diario: “En estos momentos no tengo una
gran opinión de los hombres”. En el verano de 2017 seguía sin tenerla, y otras muchas
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mujeres tampoco la tenían. Muchos hombres tampoco se sentían muy bien sobre otros
hombres. Incluso los patriarcas estaban hartos del patriarcado.

A pesar de toda esta bola masticada de opiniones, sentimientos y rabia, tenía la


determinación de al menos intentar acercarme a Manhattan con la mente abierta.
Después de todo, mucha gente piensa que es la obra maestra de Allen, y yo estaba
dispuesta a dejarme conquistar. Y me conquistó con los títulos de crédito, en blanco y
negro; con los saltos temporales editados a la perfección, casi cómicamente, para
coincidir con los acordes triunfales de Rhapsody in Blue. Momentos después, cortamos a
un plano de Isaac (el personaje de Allen), de cena con sus amigos Yale (¿Yale? ¿De
verdad? ¿Estás de coña?) y su mujer, Emily. Está también la acompañante de Allen, una
estudiante de 17 años llamada Tracy, a la que interpreta Mariel Hemingway.

Lo asombroso de esta escena es su despreocupación. Claro, él sabe que la relación no va


a durar, pero las implicaciones morales que esto tiene parece que solo le perturban
ligeramente. A Allen le fascinan la sombras morales, salvo en este tema concreto, el de
los hombres de mediana edad que se acuestan con adolescentes. Frente a este asunto
en particular, uno de los grandes observadores de la ética contemporánea -alguien cuyas
obras de madurez son casi dignas de Flaubert- se vuelve de repente idiota.

“En el instituto, hasta las chicas más feas son guapas”. Esta frase me la dijo una vez un
profesor.

El rostro de Tracy, que es el de Mariel, está hecho de planos abiertos que recuerdan a los
pioneros, los campos de trigo y el sol (es una chica de Idaho, al fin y al cabo). Para Allen,
Tracy tiene una bondad y una pureza que las mujeres adultas de la película no pueden
tener jamás. Tracy es sabia, tal como la ha escrito Allen, pero, a diferencia de los adultos,
está milagrosamente libre de cualquier neurosis.

Heidegger utilizaba los conceptos de Dasein y Vorhandensein. Dasein significa la


presencia consciente, una entidad consciente de su mortalidad; por ejemplo, los
personajes de todas las películas de Woody Allen salvo Tracy. Vorhandensein , por el
contrario, es un ser que existe en sí mismo, simplemente es, como un objeto o un animal.
O Tracy. La joven es gloriosa sin necesidad de hacer nada: inerte, como un objeto,
Vorhandensein . Como las grandes estrellas del cine clásico, es un rostro, e Isaac lo deja
claro en su letanía de motivos para vivir: “Groucho Marx y Willie Mays, las increíbles
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peras y manzanas de Cézanne, los cangrejos de Sam Wo’s y, ah, sí, el rostro de Tracy”.
(Al ver la película por primera vez desde hacía décadas, me sorprendió lo mucho que la
lista de Isaac se parece a una nota de Facebook).

Allen/Isaac puede acercarse más a ese mundo ideal, un mundo que ha olvidado su
conocimiento de la muerte, acostándose con Tracy. Como es Woody Allen —un gran
cineasta—, deja hablar a Tracy, y ella no es ninguna tonta. “Tus preocupaciones son mis
preocupaciones”, dice. “Tenemos un sexo estupendo”. A Isaac le resulta muy
conveniente: consigue absorber su sencillez encerrada en un cuerpo tan hermoso y
queda absuelto de culpa. Las mujeres de la película no tienen esa suerte.

Las mujeres adultas de Manhattan son frágiles y demasiado conscientes de la muerte; lo


saben todo. Una mujer que piensa está atrapada, alejada del cuerpo, de la belleza, de la
propia vida.

En mi opinión, el momento más significativo de la película es una frase que dice una
mujer muy elegante en tono quejumbroso durante un cóctel: “Por fin he tenido un
orgasmo y mi médico me ha dicho que era de los malos”. La (divertida) respuesta de
Isaac: “¿Que era de los malos? Nunca he tenido uno de los malos, jamás. El peor mío dio
en la diana”.

Todas las mujeres que ven la película saben que el estúpido es el médico, no la mujer.
Pero Woody/Isaac no lo ve así.

Si una mujer es capaz de pensar, no puede tener un orgasmo; si puede tener un


orgasmo, no es capaz de pensar.

Igual que Manhattan no examina nunca de verdad o por completo las complejidades de
que un vejestorio se acueste con una adolescente, el propio Allen —un individuo
extremadamente elocuente— se vuelve extrañamente incoherente cuando habla de
Soon-Yi. En una entrevista que le hizo en 1992 Walter Isaacson, para la revista Time,
Allen soltó una frase que se hizo famosa por el fatuo desprecio de sus fallos morales: “El
corazón quiere lo que quiere”.

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Fue una de esas respuestas que nunca olvidas una vez que la has oído. Todos la
memorizamos de inmediato, nos gustase o no. Su atroz desdén por todo lo que no sea él
mismo, su orgullosa irracionalidad. Y Allen continuaba: “Estas cosas no siguen ninguna
lógica. Conoces a alguien, te enamoras y a está”.

Rumié aquello como una perra.

Me costó terminar de ver Manhattan -tardé un par de sesiones-. Mencioné en las redes
sociales esa dificultad para ver Manhattan en ese momento Trump (confiaba
fervientemente en que fuera un momento). “¡Manhattan es una obra maestra! ¡He
terminado contigo, Claire!”, respondió un escritor a quien no conozco personalmente.
Este escritor había soportado varios pronunciamientos míos de lo más escandalosos,
incluidos algunos sobre mi deseo de ejecutar y trocear a la mitad masculina de la
humanidad, al estilo de Valerie Solanas. Sin embargo, cuando confesé que me sentía
incómoda viendo Manhattan —creo que dije que la película me había dado “un poco de
náuseas”—, salió furioso a decirme que me borraba y no pensaba dialogar conmigo
nunca más.

Había fallado en lo que él consideraba que era mi deber: en la capacidad de superar mi


moralina y mis tonterías -mis emociones - y hacer el trabajo de apreciación del genio.
¿Pero quién se mostró más emocional en esta situación? Fue él quien salió furioso de la
habitación virtual. En los meses sucesivos repetí esta conversación con muchos
hombres, listos y tontos: “¡Tienes que juzgar Manhattan por su estética!”, decían todos.

Otro escritor y yo lo discutimos una noche mientras cenábamos. Fue como una obra de
teatro:

Escritora: “Mmm, no se sostiene”.

Escritor, con brusquedad: “¿A qué te refieres?”

Ella: “Bueno, parece todo un poco displicente. A Isaac no le preocupa que ella esté en el
instituto”.

Él: “No, no, no, le preocupa muchísimo”.


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Ella: “Hace bromas al respecto, pero no le preocupa tanto”.

Él: “Estás pensando en Soon-Yi estás dejando que eso te influya a la hora de ver la
película. Creía que eras más seria”.

Ella: “Me parece siniestra por méritos propios, aunque no supiera nada de Soon-Yi”.

Él: Tienes que olvidarte. Tienes que juzgarla solo por sus valores estéticos”.

Ella: “¿Y qué le da esa calidad estética, objetivamente?”

El escritor dice algo sobre “equilibrio y elegancia” que suena muy inteligente.

Me gustaría que la escritora hubiera sido capaz de dar la puntilla, pero no fue así. No
estaba segura de sí misma.

¿Quién es más clarividente? ¿Aquel que tiene la capacidad —algunos dirían el privilegio—
de que no le preocuparan las actitudes del cineasta respecto a las mujeres ni sus
antecedentes con jovencitas? ¿Aquel que puede contemplar el arte caer en las falacias
biográficas? ¿O quien no puede evitar ver las antipatías y los impulsos que parecen dar
vida al proyecto? Lo pregunto sinceramente.

¿Estaban siendo esos espectadores orgullosos de su objetividad tan objetivos como


piensan?La genialidad habitual de Woody Allen es su capacidad para autoinculparse, y
aquí está una película en la que esa capacidad falla y en la que también se acuesta con
una adolescente; ¿y esa es la película que es calificada de obra maestra? ¿Qué es
exactamente lo que defienden estos tipos? ¿Es la película? ¿O es otra cosa?

Creo que Manhattan , y su historia pro-chica anti-mujer, sería inquietante incluso aunque
nunca hubiera aterrizado el huracán Soon-Yi, pero no lo podemos saber, y ahí está la
clave del asunto. La película de Louis C. K. I Love You, Daddy -el relato de un padre que
trata de evitar que su hija adolescente se líe con un hombre mayor- va a tener una suerte
similar. Será imposible verla como algo ajeno al mal comportamiento sexual de Louis C.
K., si es que alguna vez llega a verse. Por el momento, se ha parado la distribución y no
se va a estrenar.
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Una gran obra de arte nos provoca sentimientos. Y, sin embargo, cuando digo que
Manhattan me provoca náuseas, un hombre me responde: “No, ese sentimiento no.
Estás teniendo el sentimiento equivocado”. Y habla con autoridad: “Manhattan es una
obra maestra”. ¿Pero quién lo dice? La voz autorizada dice que la obra no debe verse
afectada por la vida. Que la biografía es una falacia. Que la obra existe en un mundo ideal
(ahistórico, alpino, nevado, puro). La voz autorizada desprecia el sentimiento natural que
provoca conocer la biografía de un sujeto. Reacciona con brusquedad ante cosas así.
Dice que es capaz de apreciar la obra sin tener en cuenta la biografía ni la historia. La voz
autorizada se coloca del lado del creador (masculino) y en contra del público.

Yo no soy ahistórica, ni inmune a la biografía. Eso queda para los vencedores de la


historia (los hombres) (hasta ahora).

La cosa es que no digo que yo tenga razón. Pero soy el público. Y lo único que hago es
ser consciente de la realidad de esta situación: la película Manhattan se ve de otra
manera por lo que sabemos sobre Soon-Yi, pero además es ligeramente repugnante por
sí misma y, al mismo tiempo, tiene un montón de cosas que son maravillosas. Y todo eso
puede ser verdad al mismo tiempo. Que los hombres te digan simplemente que la
historia de Allen no cuenta no logra el objetivo de que deje de importar.

¿Y qué hago con el monstruo? ¿Tengo alguna responsabilidad? ¿Debo apartarme, o


superar mi desagrado biográfico y en su lugar ver, leer, escuchar?

¿Y por qué nos pone tan furiosos - me pone tan furiosa- el monstruo?

El público quiere algo que ver, leer o escuchar. Eso es lo que lo convierte en público. En
este momento histórico concreto en el que estamos abrumados por las amargas
revelaciones, el público se indigna de nuevo con la aparición de nuevos monstruos cada
día, una y otra vez. El público palpita con el drama de las denuncias contra los
monstruos. Se da media vuelta y jura que nunca más verá una película de Kevin Spacey.

Quizá los sentimientos del público son puros, justos y sinceros. Pero también puede
estar pasando otra cosa.

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Cuando tienes un sentimiento moral, estás satisfecho contigo mismo. Colocas tus
emociones en un lecho de lenguaje ético y te admiras por hacerlo. Nos regimos por las
emociones, unas emociones que rodeamos de lenguaje. La transmisión de nuestros
sentimientos virtuosos nos parece muy importante y extrañamente apasionante.

Recordatorio: no hay que decir “tú”, ni “nosotros”, no hay que hablar de “alguien”, soy
“yo” Hay que reconocer las cosas. Yo soy el público. Y me doy cuenta de que dentro de
mí acecha algo completamente inaceptable. Incluso en medio de mis arrebatos de justa
indignación por Woody y Soon-Yi, sé que, en cierto sentido, yo no soy una ciudadana
completamente noble. Me llevo bien con mis hijos y cuido a mis amigos; tengo una casa
acogedora, escucho a mi marido y soy razonablemente buena con mis padres. En lo que
hago y pienso a diario, soy un ser humano más o menos decente. Pero también soy algo
más, algo que se parece vagamente a un monstruo. Los victorianos comprendían ese
sentimiento; por eso nos dieron las tremendas dicotomías de Dorian Gray, de Jekyll y
Hyde. Supongo que esa es la condición humana, esa leve sospecha de nuestra propia
maldad. Es lo que subyace en nuestra fascinación con las personas que hacen cosas
terribles. Algo en nosotros -en mí- vibra con ese horror, lo reconoce, se espanta al
reconocerlo y luego se entusiasma con el espectáculo de denunciar públicamente al
monstruo en cuestión.

El teatro psicológico de la condena pública de los monstruos puede considerarse una


especie de complejo engaño: No me miren a mí, no hay nada que ver. Yo no soy ningún
monstruo. En cambio, fíjense en ese tipo de ahí fuera.

¿Soy un monstruo? Nunca he matado a nadie. ¿Soy un monstruo? Nunca he


preconizado el fascismo. ¿Soy un monstruo? Yo no he cometido abusos sexuales contra
un niño. ¿Soy un monstruo? A mí no me han acusado docenas de mujeres de drogarlas y
violarlas. ¿Soy un monstruo? No pego a mis hijos (todavía). ¿Soy un monstruo? No soy
antisemita. ¿Soy un monstruo? Nunca he presidido una secta sexual que capture a
mujeres jóvenes en una mansión dorada de Atlanta. ¿Soy un monstruo? Yo no he violado
analmente a un chico de 13 años.

Con todas las cosas horribles que no he hecho, a lo mejor no soy un monstruo.

Pero hay una cosa que sí he hecho: escribir un libro. Y escribir otro libro más. Ensayos,
artículos y reseñas. O quizá eso me convierte en monstruo, pero en un sentido muy
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específico.

El crítico Walter Benjamin hablaba de “la barbarie que está en la base de toda gran obra
de arte”. Mis obras no son precisamente grandes, pero me pregunto: ¿quizá en la base
de toda pequeña obra de arte hay un poco de barbarie? ¿Una pizca?

Para ser escritor o artista, una persona debe poseer muchas cualidades. Talento,
inteligencia, tenacidad. No viene mal contar con padres ricos. Es decididamente
conveniente. Pero el ingrediente más necesario es el egoísmo. Un libro está hecho de
pequeños egoísmos. El egoísmo de cerrar la puerta a la familia. El egoísmo de ignorar el
cochecito que aguarda en el pasillo. El egoísmo de olvidarse del mundo real para crear
otro distinto. El egoísmo de robar historias a personas de carne y hueso. El egoísmo de
reservar lo mejor de uno mismo para ese amante anónimo y sin rostro, el lector. El
egoísmo de decir lo que uno tiene que decir.

Me pregunto si soy suficientemente monstruosa. Soy consciente de mis fallos como


escritora —conozco la lista al detalle, y lo peor son los fallos que sé que no conozco—,
pero una pequeña parte de mí tiene que preguntar: si fuera más egoísta, ¿sería mejor mi
trabajo? ¿Debería aspirar a ser más egoísta?

Todas las escritoras y madres a las que conozco se han hecho esta pregunta. Ninguna lo
dice en voz alta, pero puedo oír cómo lo piensan; es casi ensordecedor. ¿Acaso una
identidad corta fatalmente la otra? ¿Mi trabajo me hace ser una madre peor? ¿Eso es lo
que te preguntas todo el tiempo. Pero también me pregunto: ¿La maternidad me hace
ser peor escritora? Esta pregunta es un poco más incómoda.

Jenny Offill aborda esta idea en un fragmento de su novela Dept. of Speculation, un


pasaje muy comentado por las escritoras y artistas que conozco: “Mi plan era no
casarme jamás. En lugar de ello, iba a ser un monstruo del arte. Las mujeres no llegan
casi nunca a ser monstruos del arte, porque los monstruos del arte solo se ocupan de
ese arte, nunca de las cosas cotidianas. Nabokov ni siquiera cerraba su paraguas. Y Vera
le humedecía los sellos”.

Aborrezco chupar los sellos con la lengua. Un monstruo del arte, pensé cuando leí este
fragmento. Eso es lo que quiero ser. Mis amigas pensaron lo mismo. Victoria, que es

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2/4/2019 ¿Qué hacer con el arte de hombres monstruosos? | Cultura | EL PAÍS

pintora, se dedicó a ir por ahí gritando “monstruo del arte” durante varios días.

Las escritoras que conozco sueñan con ser más monstruosas. Lo dicen medio en broma:
"Ojalá tuviera una esposa”. ¿Qué quiere decir eso? Quiere decir que sueñan con
abandonar los cuidados cotidianos para practicar los sacramentos egoístas que exige el
arte.

¿Y si no soy suficientemente monstruosa?

En cierto modo, llevo años preguntándoselo a un par de amigos escritores a los que
considero magníficos. Les envío correos llenos de simpatía pero en los que, en realidad,
siempre estoy intentando saber: ¿cuánto tienes de egoísta? O, para decirlo de otro
modo: ¿Cómo de egoísta debo ser para ser tan buena artista como tú?

Muy egoísta, según he descubierto observando a esos hombres desde lejos. Egoísta de
cerrar la puerta y no hacer caso a tu hijo cuando trabajas. Egoísta de trabajar todos los
días, incluidas las fiestas, incluido Navidad. Egoísta para irte semanas seguidas de gira
para promocionar un libro. Egoísta como para acostarte con otras mujeres en
congresos. Tan egoísta para hacer lo que haga falta.

Una noche reciente, me encontraba en el caótico salón lleno de libros de una joven
escritora y su marido, también escritor. Sus hijos estaban ya en la cama, en el piso de
arriba; de vez en cuando se oía algún llanto.

Mi amiga estaba en su salsa: los tres hijos estaban en el colegio y su marido tenía un
trabajo a tiempo completo mientras ella trataba de labrarse una carrera con
colaboraciones y escribiendo libros. Una nube de intensa ambición literaria cubría la
casa, como un microclima tormentoso. Era un día laborable; todos deberíamos habernos
ido ya a la cama, pero allí estábamos, bebiendo vino y hablando de trabajo. El marido me
pareció encantador, lo que quiere decir que se reía con todos mis chistes. Estaba muy
tenso y alerta, quizá porque, como escritor, no estaba teniendo demasiado éxito. La
mujer, en cambio, sí lo tenía, y mucho.

Ella mencionó un relato breve que acababa de escribir y publicar.

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2/4/2019 ¿Qué hacer con el arte de hombres monstruosos? | Cultura | EL PAÍS

“Ah, ¿te refieres a la última excusa para abandonarnos a los niños y a mí?”, preguntó el
inteligente y encantador marido.

La mujer se había convertido en un monstruo capaz de terminar su obra. El marido, no.

Esa es la monstruosidad femenina: abandonar a los hijos. Siempre. El monstruo


femenino es Doris Lessing dejando a sus hijos para entregarse a una vida literaria a
Londres. El monstruo femenino es Sylvia Plath, que, por si fuera poco su suicidio, antes
se molestó en sellar la habitación de los niños. Y de dejarles pan y leche preparados, todo
un poema en sí. Soñaba con devorar hombres como el aire, pero era monstruosa porque
dejó a sus hijos sin madre.

Una mujer escritora no necesariamente se suicida ni abandona a sus hijos. Pero siempre
abandona algo, una parte solícita de sí misma. Cuando acaba un libro, el suelo está lleno
de pequeñas cosas rotas: citas canceladas, promesas incumplidas, compromisos
deshechos. Y otros olvidos y fallos más importantes: los deberes de los hijos sin haber
sido repasados, las llamadas no hechas a los padres, el sexo conyugal olvidado. Todas
esas cosas tienen que romperse para que se escriba el libro.

Desde luego, poseo la monstruosidad corriente de una persona normal, las


profundidades insondables, el Hyde reprimido. Pero también tengo otra monstruosidad
más visible y cuantificable, la de la artista que termina su trabajo. Los artistas que
terminan sus obras siempre son monstruos. Woody Allen no solo intenta rodar una
película al año; intenta estrenar una película al año.

En mi caso, la monstruosidad de terminar mi trabajo siempre se ha parecido mucho a la


soledad: apartarme de la familia, encerrarme en una cabaña prestada o en una
habitación de motel. Si no puedo alejarme físicamente, me encierro en mi despacho
helador, envuelta en bufandas y mitones, con un gorro de piel en la cabeza, aislada del
mundo, intentando acabar.

Porque acabar es lo que hace al artista. El artista debe ser suficientemente monstruoso
como para no solo empezar la obra sino terminarla. Y cometer todas las barbaridades
que salpican el camino entre el principio y el final.

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2/4/2019 ¿Qué hacer con el arte de hombres monstruosos? | Cultura | EL PAÍS

Mi amiga y yo no habíamos hecho nada más que contar con que alguien se ocuparía de
nuestros hijos mientras terminábamos nuestra obra. No es algo tan malo como la
violación ni como, por ejemplo, obligar a alguien a que mire mientras te masturbas junto
a una planta. Puede dar la impresión de que estoy mezclando dos cosas —los hombres
depredadores y las mujeres artistas— y que resulta preocupante. Es posible. Porque,
cuando las mujeres hacemos lo que hay que hacer para escribir o crear arte, a veces, nos
sentimos monstruosas. Y otros se apresuran a calificarnos como tales.

La pareja de Hemingway, la escritora Martha Gellhorn, no pensaba que el artista tuviera


que ser un monstruo; pensaba que el monstruo necesitaba convertirse en artista. “Un
hombre debe ser un genio inmenso para compensar el hecho de ser una persona tan
abominable” (supongo que sabía de lo que hablaba). Lo que dice es que alguien que es
verdaderamente horrible se siente arrastrado a ser un genio para compensar al mundo
por todas las cosas espantosas que le va a hacer. En cierto modo, es una revisión
feminista de toda la historia del arte; una historia que ella, con una sola frase ácida y
brillante, convierte en un alegoría moral de compensación.

En cualquier caso, quedan preguntas por responder: ¿Qué hacemos con los monstruos?
¿Podemos y debemos amar sus obras? ¿Todos los artistas ambiciosos son monstruos?
Y en voz muy baja: ¿Soy un monstruo?

Claire Dederer es la autora de las memorias Love and Trouble. Está escribiendo un libro sobre la relación entre el mal

comportamiento y el arte de calidad. Este artículo fue publicado en inglés por The Paris Review Daily.

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia

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