Directorio para El Ministerio y La Vida de Los Presbíteros
Directorio para El Ministerio y La Vida de Los Presbíteros
Directorio para El Ministerio y La Vida de Los Presbíteros
Nueva Edición
ÍNDICE
PRESENTACIÓN
INTRODUCCIÓN
I. IDENTIDAD DEL PRESBÍTERO
1.1. Dimensión trinitaria
1.2. Dimensión cristológica
Identidad específica
Consagración y misión
1.3. Dimensión pneumatológica
Carácter sacramental
Comunión personal con el Espíritu Santo
Invocación del Espíritu
Fuerza para guiar la comunidad
1.4. Dimensión eclesiológica
1.5. Comunión sacerdotal
Comunión con la Trinidad y con Cristo
Comunión con la Iglesia
Comunión jerárquica
Comunión en la celebración eucarística
Comunión en la actividad ministerial
Comunión en el presbiterio
La incardinación, auténtico vínculo jurídico con valor espiritual
El presbiterio, lugar de santificación
Fraterna amistad sacerdotal
Vida en común
Comunión con los fieles laicos
Comunión con los miembros de los Institutos de vida consagrada.
Pastoral vocacional
Compromiso político y social
2.3. Caridad pastoral
2.4. La obediencia
Fundamento de la obediencia
Obediencia jerárquica
Autoridad ejercitada con caridad
Respeto de las normas litúrgicas
Unidad en los planes pastorales
Importancia y obligatoriedad del traje eclesiástico
2.5. Predicación de la Palabra
Fidelidad a la Palabra
Palabra y vida
Palabra y catequesis
El Misterio eucarístico
Celebrar bien la Eucaristía
Adoración eucarística
Intenciones de las Misas
Ministro de la Reconciliación
Dedicación al ministerio de la Reconciliación
Necesidad de confesarse
Dirección espiritual para sí mismo y para los demás
2.9. Guía de la comunidad
2.12. Devoción a María
3.1. Principios
3.2. Organización y medios
Encuentros sacerdotales
Año Pastoral
Tiempo de descanso
Casa del Clero
Retiros y Ejercicios Espirituales
Necesidad de la programación
3.3. Responsables
El presbítero
Ayuda a sus hermanos
El Obispo
La formación de los formadores
Colaboración entre las Iglesias
Colaboración de centros académicos y de espiritualidad
CONCLUSIÓN
PRESENTACIÓN
Si es cierto que la Iglesia existe, vive y se perpetúa en el tiempo por medio de la misión
evangelizadora (Cf. Concilio Vaticano II, decreto Ad Gentes), está claro que para ella el
efecto más deletéreo que ha causado la generalizada secularización es la crisis del ministerio
sacerdotal, crisis que por una parte se manifiesta en la sensible reducción de las vocaciones
y, por otra, en la difusión de un espíritu de verdadera pérdida de sentido sobrenatural de la
misión sacerdotal, formas de inautenticidad que no pocas veces, en las degeneraciones más
extremas, han provocado situaciones de graves sufrimientos. Por este motivo, la reflexión
sobre el futuro del sacerdocio coincide con el futuro de la evangelización y, por eso, de la
Iglesia misma.
En 1992, el beato Juan Pablo II, con la Exhortación postsinodal Pastores dabo vobis, ya
ponía ampliamente de relieve lo que estamos diciendo, y había impulsado sucesivamente a
tomar en seria consideración el problema a través de una serie de intervenciones e iniciativas.
Entre estas últimas, sin duda hay que recordar especialmente el Año Sacerdotal 2009-2010, y
es significativo que se celebrara en concomitancia con el 150° aniversario de la muerte de
san Juan María Vianney, patrono de los párrocos y los sacerdotes al cuidado de las almas.
Estas son las razones fundamentales por las cuales, tras una larga serie de consultas,
redactamos en 1994 la primera edición del Directorio para el Ministerio y la Vida de los
Presbíteros, un instrumento adecuado para arrojar luz y servir de guía en el compromiso de
renovación espiritual de los ministros sagrados, apóstoles cada vez más desorientados,
inmersos en un mundo difícil y continuamente cambiante.
Vale la pena considerar algunos temas tradicionales que poco a poco se han ido dejando a un
lado o a veces se han negado abiertamente, en beneficio de una visión funcional del
sacerdote como “profesional de lo sagrado”, o de una concepción “política” que le reconoce
dignidad y valor sólo si es activo en el campo social. Todo esto con frecuencia ha
mortificado la dimensión más connotativa, y que se podría definir “sacramental”: la del
ministro que, mientras dispensa los tesoros de la gracia divina, es presencia misteriosa de
Cristo en el mundo, aunque en los límites de una humanidad herida por el pecado.
Ante todo la relación del sacerdote con Dios-Trinidad. La revelación de Dios como Padre,
Hijo y Espíritu Santo está vinculada a la manifestación de Dios como el Amor que crea y que
salva. Ahora bien, si la redención es una especie de creación y una prolongación de esta (de
hecho, se la denomina «nueva»), el sacerdote, ministro de la redención, puesto que su ser es
fuente de vida nueva, se convierte en instrumento de la nueva creación. Este hecho ya es
suficiente para reflexionar sobre la grandeza del ministro ordenado, independientemente de
sus capacidades y sus talentos, sus límites y sus miserias. Esto es lo que induce a Francesco
de Asís a declarar en su Testamento: «Y a estos y a todos los demás sacerdotes quiero temer,
amar y honrar como a mis señores. Y no quiero ver pecado en ellos, porque en ellos miro al
Hijo de Dios y son mis señores. Y lo hago por esto: porque en este siglo no veo nada
físicamente del mismo altísimo Hijo de Dios, sino su santísimo cuerpo y santísima sangre,
que ellos reciben y sólo ellos administran a los demás». El Cuerpo y la Sangre que regeneran
la humanidad.
Otro punto importante sobre el que habitualmente se insiste poco, pero del cual proceden
todas las implicaciones prácticas, es el de la dimensión ontológica de la oración, en el que
ocupa un lugar especial la Liturgia de las Horas. Con frecuencia se acentúa que esta, en el
plano litúrgico, es una especie de prolongación del sacrificio eucarístico (Sal 49: «El que me
ofrece acción de gracias, ese me honra») y, en el plano jurídico, un deber imprescindible.
Pero en la visión teológica del sacerdocio ordenado como participación ontológica de la
persona de Cristo —Cabeza de la Iglesia— la oración del ministro sagrado, prescindiendo de
su condición moral, es a todos los efectos oración de Cristo, con la misma dignidad y la
misma eficacia. Además, con la autoridad que los Pastores han recibido del Hijo de Dios de
“vincular” al Cielo sobre cuestiones decididas en la tierra en beneficio de la santificación de
los creyentes (Mt 18, 18), satisface plenamente el mandato del Señor de orar siempre, en todo
momento, sin desfallecer (Lc 18, 1; 21, 36). Este es un punto sobre el que es bueno insistir.
«Sabemos que Dios no escucha a los pecadores, sino al que es piadoso y hace su voluntad»
(Jn 9, 31). Ahora bien, ¿quién más que Cristo en persona honra al Padre y cumple
perfectamente su voluntad? Por tanto, si el sacerdote actúa in persona Christi en cada una de
sus actividades de participación en la redención —con las debidas diferencias: en la
enseñanza, en la santificación, a la hora de guiar a los fieles a la salvación— nada de su
naturaleza pecadora puede ofuscar el poder de su oración. Esto, obviamente, no debe inducir
a minimizar la importancia de una sana conducta moral del ministro (como de cualquier
bautizado, por lo demás), cuya medida debe ser, en cambio, la santidad de Dios (Lev 20,
8; 1Pe 1, 15-16). Al contrario, sirve para subrayar que la salvación viene de Dios y que Él
necesita de los sacerdotes para perpetuarla en el tiempo, y que no son necesarias complicadas
prácticas ascéticas o particulares formas de expresión espiritual para que todos los hombres
puedan gozar, también a través de la oración de los pastores, elegidos para ellos, de los
efectos benéficos del sacrificio de Cristo.
Se insiste una vez más sobre la importancia de la formación del sacerdote que debe ser
integral, sin privilegiar un aspecto en detrimento de otro. La esencia de la formación
cristiana, en cualquier caso, no se puede entender como un “adiestramiento” que ataña a las
facultades humanas espirituales (inteligencia y voluntad) a la hora de manifestarse —por
decirlo así— exteriormente. Se trata de la transformación del ser mismo del hombre, y todo
cambio ontológico sólo lo puede realizar Dios mismo, por medio del Espíritu, cuya tarea,
como reza el Credo, es «dar la vida». “Formar” significa dar un aspecto a las cosas, o, en
nuestro caso, a Alguien: «Por otra parte, sabemos que a los que aman a Dios todo les sirve
para el bien; a los cuales ha llamado conforme a su designio. Porque a los que había
conocido de antemano los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo» (Rom 8, 28-29). La
formación específica del sacerdote, por tanto, puesto que es, como hemos dicho antes, una
especie de “co-creador”, requiere un abandono completamente singular a la obra del Espíritu
Santo, evitando, aunque se valoren los propios talentos, caer en el peligro del activismo, de
considerar que la eficacia de la propia acción pastoral dependa de sus habilidades personales.
Este punto, bien considerado, ciertamente puede dar confianza a cuantos, en un mundo
ampliamente secularizado y sordo respecto de la fe, podrían caer fácilmente en el desaliento,
y a partir de ahí en la mediocridad pastoral, en la tibieza y, por último, en poner en tela de
juicio la misión que en un principio habían acogido con sincero entusiasmo.
INTRODUCCIÓN
Hace algunos años, tomando como referencia la rica experiencia de la Iglesia sobre el
ministerio y la vida de los presbíteros, condensada en diversos documentos del
Magisterio[1] y, en particular, en los contenidos de la Exhortación apostólica
postsinodal Pastores dabo vobis[2], este Dicasterio presentó el Directorio para el ministerio
y la vida de los presbíteros[3].
La publicación de ese documento respondía entonces a una exigencia fundamental: «la tarea
pastoral prioritaria de la nueva evangelización, que atañe a todo el Pueblo de Dios y pide un
nuevo ardor, nuevos métodos y una nueva expresión para el anuncio y el testimonio del
Evangelio, exige sacerdotes radical e integralmente inmersos en el misterio de Cristo y
capaces de realizar un nuevo estilo de vida pastoral»[4]. El citado Directorio constituyó, en
1994, una respuesta a esta exigencia y asimismo a las peticiones de numerosos Obispos
planteadas tanto durante el Sínodo de 1990, como con ocasión de la consulta general del
Episcopado promovida por este Dicasterio.
Después de 1994, el Magisterio del beato Juan Pablo II fue rico en contenidos sobre el
sacerdocio; un tema que, a su vez, el Papa Benedicto XVI ha profundizado con sus
numerosas enseñanzas. El Año Sacerdotal 2009-2010 fue un tiempo especialmente propicio
para meditar sobre el ministerio sacerdotal y promover una auténtica renovación espiritual de
los sacerdotes.
Por todas estas razones, nos ha parecido que era un deber trabajar en una versión actualizada
del Directorio, que recogiese el rico Magisterio más reciente[5].
Como es lógico, la nueva redacción en general respeta el esquema del documento original,
que tuvo muy buena acogida en la Iglesia, especialmente de parte de los propios sacerdotes.
Al delinear los diversos contenidos, se habían tenido presentes tanto las sugerencias de todo
el Episcopado mundial, expresamente consultado, como el fruto de los trabajos de la
Congregación plenaria, que tuvo lugar en el Vaticano en octubre de 1993, como, por último,
las reflexiones de no pocos teólogos, canonistas y expertos en la materia, provenientes de
distintas áreas geográficas e insertados en las actuales situaciones pastorales.
Por otra parte, tal como ya se decía en la Introducción de la primera edición del Directorio,
tampoco en esta versión actualizada se entiende ofrecer una exposición exhaustiva sobre el
sacerdocio ordenado, ni limítase a una pura y simple repetición de lo que ya declaró
auténticamente el Magisterio de la Iglesia; más bien, se entiende responder a los principales
interrogantes, de orden doctrinal, disciplinario y pastoral, que plantean a los sacerdotes los
desafíos de la nueva evangelización, con vistas a la cual el Papa Benedicto XVI ha querido
instituir un Consejo pontificio propio[6].
Deseamos, pues, que esta nueva edición del Directorio para el ministerio y la vida de los
presbíteros pueda constituir para todo hombre llamado a participar en el sacerdocio de Cristo
Cabeza y Pastor una ayuda para profundizar la propia identidad vocacional y acrecer la
propia vida interior; un estímulo en el ministerio y en la realización de la propia formación
permanente, de la cual cada uno es el primer responsable; un punto de referencia para un
apostolado rico y auténtico, en beneficio de la Iglesia y del mundo entero.
Que María haga resonar en nuestros corazones, día tras día, y especialmente cuando nos
preparamos para celebrar el Sacrificio del altar, su invitación en las bodas de Caná de
Galilea: «Haced lo que Él os diga» (Jn 2, 5). Nos encomendamos a María, Madre de los
sacerdotes, con la oración del Papa Benedicto XVI:
«Madre de la Iglesia,
nosotros, los sacerdotes,
queremos ser pastores
que no se apacientan a sí mismos,
sino que se entregan a Dios por los hermanos,
encontrando en esto la felicidad.
Repite al Señor
esas eficaces palabras tuyas:
“No tienen vino” (Jn 2, 3),
para que el Padre y el Hijo
derramen sobre nosotros,
como una nueva efusión,
el Espíritu Santo»[7].
La Iglesia, sin embargo, no puede llevar adelante por sí misma esta misión: toda su actividad
necesita intrínsecamente la comunión con Cristo, Cabeza de su Cuerpo. Ella,
indisolublemente unida a su Señor, de Él mismo recibe constantemente el influjo de gracia y
de verdad, de guía y de apoyo (cfr. Col 2, 19), para que pueda ser para todos y cada uno
«signo e instrumento de la íntima unión del hombre con Dios y de la unidad de todo el
género humano»[10].
Este don, instituido por Cristo para continuar su misión salvadora, fue conferido inicialmente
a los Apóstoles y continúa en la Iglesia, a través de los Obispos, sus sucesores, los cuales, a
su vez, lo transmiten en grado subordinado a los presbíteros, en cuanto cooperadores del
orden episcopal; por esta razón, la identidad de estos últimos en la Iglesia brota de su
conformación a la misión de la Iglesia, la cual, para el sacerdote, se realiza, a su vez, en la
comunión con el propio Obispo[11]. «La vocación del sacerdote, por tanto, es altísima y
sigue siendo un gran misterio incluso para quienes la hemos recibido como don. Nuestras
limitaciones y debilidades deben inducirnos a vivir y a custodiar con profunda fe este don
precioso, con el que Cristo nos ha configurado a sí, haciéndonos partícipes de su misión
salvífica»[12].
Raíz sacramental
Al mismo tiempo, no hay que olvidar que todo sacerdote es único como persona, y posee su
propia manera de ser. Cada uno es único e insustituible. Dios no borra la personalidad del
sacerdote, es más, la requiere completamente, deseando servirse de ella —la gracia, de
hecho, edifica sobre la naturaleza— a fin de que el sacerdote pueda transmitir las verdades
más profundas y preciosas a través de sus características, que Dios respeta y también los
demás deben respetar.
3. El cristiano, por medio del Bautismo, entra en comunión con Dios Uno y Trino que le
comunica la propia vida divina para convertirlo en hijo adoptivo en su único Hijo; por eso
está llamado a reconocer a Dios como Padre y, a través de la filiación divina, a experimentar
la providencia paterna que nunca abandona a sus hijos. Esto es verdad para todo cristiano,
pero también es cierto que el sacerdote es constituido en una relación particular y específica
con el Padre, con el Hijo y con el Espíritu Santo. En efecto, «nuestra identidad tiene como
última fuente el amor del Padre. Hemos contemplado al Hijo que Él nos ha enviado, Sumo
Sacerdote y Buen Pastor, con quien nos unimos sacramentalmente en el sacerdocio
ministerial por la acción del Espíritu Santo. La vida y el ministerio del sacerdote son
continuación de la vida y la acción del mismo Cristo. Esta es para nosotros la identidad, la
verdadera dignidad, la fuente de gozo, la certeza de la vida»[18].
El sacerdote, pues, debe vivir esa relación necesariamente de modo íntimo y personal, en un
diálogo de adoración y de amor con las Tres Personas divinas, sabiendo que el don recibido
le fue otorgado para el servicio de todos.
Identidad específica
En este sentido, la identidad del sacerdote es nueva respecto a la de todos los cristianos que,
mediante el Bautismo, ya participan, en conjunto, del único sacerdocio de Cristo y están
llamados a darle testimonio en toda la tierra[25]. La especificidad del sacerdocio ministerial,
sin embargo, no se define por una supuesta “superioridad” respecto del sacerdocio común,
sino por el servicio, que está llamado a desempeñar en favor de todos los fieles, para que
puedan adherirse a la mediación y al señorío de Cristo, visibles por el ejercicio del
sacerdocio ministerial.
Consagración y misión
8. Cristo asocia a los Apóstoles a su misma misión. «Como el Padre me ha enviado, así os
envío yo a vosotros» (Jn 20, 21). En la misma sagrada Ordenación está ontológicamente
presente la dimensión misionera. El sacerdote es elegido, consagrado y enviado para hacer
eficazmente actual la misión eterna de Cristo[31], de quien se convierte en auténtico
representante y mensajero. No se trata de una simple función de representación extrínseca,
sino que constituye un auténtico instrumento de transmisión de la gracia de la Redención:
«Quien a vosotros escucha, a mí me escucha; quien a vosotros rechaza, a mí me rechaza; y
quien me rechaza a mí, rechaza al que me ha enviado» (Lc 10, 16).
Se puede decir, entonces, que la configuración con Cristo, obrada por la consagración
sacramental, define al sacerdote en el seno del Pueblo de Dios, haciéndolo participar, en un
modo suyo propio, en la potestad santificadora, magisterial y pastoral del mismo Cristo
Jesús, Cabeza y Pastor de la Iglesia[32]. El sacerdote, al hacerse más semejante a Cristo es
—gracias a Él, y no por sí solo— colaborador de la salvación de los hermanos: ya no es él
quien vive y existe, sino Cristo en él (cfr. Gál 2, 20).
Actuando in persona Christi Capitis, el presbítero llega a ser el ministro de las acciones
salvíficas esenciales, transmite las verdades necesarias para la salvación y apacienta al
Pueblo de Dios, guiándolo hacia la santidad[33].
Carácter sacramental
11. El sacerdote es ungido por el Espíritu Santo. Esto conlleva no sólo el don del signo
indeleble que confiere la unción, sino la tarea de invocar constantemente al Paráclito —don
de Cristo resucitado— sin el cual el ministerio del presbítero sería estéril. Cada día el
sacerdote pide la luz del Espíritu Santo para imitar a Cristo.
12. Es, en definitiva, en la comunión con el Espíritu Santo donde el sacerdote encuentra la
fuerza para guiar la comunidad que le fue confiada y para mantenerla en la unidad que el
Señor quiere[38]. La oración del sacerdote en el Espíritu Santo puede inspirarse en la oración
sacerdotal de Jesucristo (cfr. Jn 17). Por lo tanto, debe rezar por la unidad de los fieles, para
que sean uno, y así el mundo crea que el Padre ha enviado al Hijo para la salvación de todos.
13. Cristo, origen permanente y siempre nuevo de la salvación, es el misterio principal del
que deriva el misterio de la Iglesia, su Cuerpo y su Esposa, llamada por el Esposo a ser signo
e instrumento de redención. Cristo sigue dando vida a su Iglesia por medio de la obra
confiada a los Apóstoles y a sus Sucesores. En ella el ministerio de los presbíteros encuentra
su locus natural y lleva a cabo su misión.
A través del misterio de Cristo, el sacerdote, ejercitando su múltiple ministerio, está insertado
también en el misterio de la Iglesia, la cual «toma conciencia, en la fe, de que no proviene de
sí misma, sino por la gracia de Cristo en el Espíritu Santo»[39]. De tal manera, el sacerdote,
a la vez que está en la Iglesia, se encuentra también ante ella[40].
14. El sacramento del Orden, en efecto, no sólo hace partícipe al sacerdote del misterio de
Cristo Sacerdote, Maestro, Cabeza y Pastor, sino —en cierto modo— también de Cristo
«Siervo y Esposo de la Iglesia»[42]. Esta es el «Cuerpo» de Cristo, que Él amó y la ama
hasta el extremo de entregarse a Sí mismo por Ella (cfr. Ef 5, 25); Cristo regenera y purifica
continuamente a su Iglesia por medio de la Palabra de Dios y de los sacramentos (cfr. ibid. 5,
26); se ocupa el Señor de hacer siempre más bella (cfr. ibid. 5, 26) a su Esposa y, finalmente,
la nutre y la cuida con solicitud (cfr. ibid. 5, 29).
Los presbíteros —colaboradores del Orden Episcopal—, que constituyen con su Obispo un
único presbiterio[43] y participan, en grado subordinado, del único sacerdocio de Cristo,
también participan, en cierto modo, —a semejanza del Obispo— de aquella dimensión
esponsal con respecto a la Iglesia, que está bien significada en el rito de la ordenación
episcopal con la entrega del anillo[44].
Los presbíteros, que «en cada una de las comunidades locales de fieles hacen presente de
alguna manera a su Obispo, al que están unidos con confianza y magnanimidad»[45],
deberán ser fieles a la Esposa y, como viva imagen que son de Cristo Esposo, han de hacer
operativa la multiforme donación de Cristo a su Iglesia. El sacerdote, llamado por un acto de
amor sobrenatural absolutamente gratuito, ama a la Iglesia como Cristo la amó,
consagrándole todas sus energías y donándose con caridad pastoral hasta dar cotidianamente
la propia vida.
15. El mandamiento del Señor de ir a todas las gentes (Cfr. Mt 28, 18-20) constituye otra
modalidad con la que el sacerdote está ante la Iglesia[46]. Este, enviado —missus— por el
Padre por medio de Cristo, pertenece «de modo inmediato» a la Iglesia universal[47], que
tiene la misión de anunciar la Buena Noticia hasta los «confines de la tierra» (Hch 1, 8)[48].
«El don espiritual que los presbíteros reciben en la ordenación los prepara a una vastísima y
universal misión de salvación»[49]. En efecto, por el Orden y el ministerio recibidos, todos
los sacerdotes han sido asociados al Cuerpo Episcopal y, en comunión jerárquica con él
según la propia vocación y gracia, sirven al bien de toda la Iglesia[50]. El hecho de la
incardinación[51] no debe encerrar al sacerdote en una mentalidad estrecha y particularista,
sino abrirlo al servicio de la única Iglesia de Jesucristo.
En este sentido, cada sacerdote recibe una formación que le permite servir a la Iglesia
universal y no sólo especializarse en un único lugar o en una tarea particular. Esta
“formación para la Iglesia universal” significa estar listo para afrontar las circunstancias más
variadas, con la constante disponibilidad a servir, sin condiciones, a toda la Iglesia[52].
«Los presbíteros, en virtud del sacramento del Orden, están llamados a compartir la solicitud
por la misión: “El don espiritual que los presbíteros recibieron en la ordenación no los
prepara a una misión limitada y restringida, sino a la misión universal y amplísima de
salvación […]” (Presbyterorum Ordinis, 10). Todos los sacerdotes deben de tener corazón y
mentalidad misioneros, estar abiertos a las necesidades de la Iglesia y del mundo»[54]. Todo
presbítero debe sentir y vivir esta exigencia de la vida de la Iglesia en el mundo
contemporáneo. Por eso, todo sacerdote está llamado a tener espíritu misionero, es decir, un
espíritu verdaderamente “católico” que partiendo de Cristo se dirige a todos para que «todos
se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1 Tim 2, 4-6).
Por tanto, es importante que tenga plena conciencia de esta realidad misionera de su
sacerdocio, y la viva en plena sintonía con la Iglesia que, hoy como ayer, siente la necesidad
de enviar a sus ministros a los lugares donde es más urgente su misión, especialmente a los
más pobres[55]. De aquí derivará también una distribución del clero más equitativa[56]. Al
respecto, hay que reconocer que los sacerdotes que están dispuestos a prestar su servicio en
otras Diócesis o países son un gran don tanto para la Iglesia local a la cual son enviados
como para aquella que los envía.
17. «Hoy en día, sin embargo, hay una confusión creciente que induce a muchos a desatender
y dejar inoperante el mandato misionero del Señor (cfr. Mt 28, 19). A menudo se piensa que
todo intento de convencer a otros en cuestiones religiosas es limitar la libertad. Se considera
lícito solamente exponer las propias ideas e invitar a las personas a actuar según la
conciencia, sin favorecer su conversión a Cristo y a la fe católica: se dice que basta con
ayudar a los hombres a ser más hombres o más fieles a su propia religión, que basta con
construir comunidades capaces de trabajar por la justicia, la libertad, la paz y la solidaridad.
Además, algunos sostienen que no se debería anunciar a Cristo a quienes no lo conocen, ni
favorecer la adhesión a la Iglesia, pues también es posible salvarse sin un conocimiento
explícito de Cristo y sin una incorporación formal a la Iglesia»[57].
El Siervo de Dios Pablo VI se dirige también a los sacerdotes al afirmar: «No sería inútil que
cada cristiano y cada evangelizador examinasen en profundidad, a través de la oración, este
pensamiento: los hombres podrán salvarse por otros caminos, gracias a la misericordia de
Dios, si nosotros no les anunciamos el Evangelio; pero ¿podremos nosotros salvarnos si por
negligencia, por miedo, por vergüenza —lo que San Pablo llamaba avergonzarse del
Evangelio (cfr. Rom 1, 16)— o por ideas falsas omitimos anunciarlo? Porque eso significaría
ser infieles a la llamada de Dios que, a través de los ministros del Evangelio, quiere hacer
germinar la semilla; y de nosotros depende que esa semilla se convierta en árbol y produzca
fruto»[58]. Nunca como hoy, por tanto, el clero debe sentirse apostólicamente comprometido
a unir a todos los hombres en Cristo, en su Iglesia. «Todos los hombres, por tanto, están
invitados a esta unidad católica del pueblo de Dios, que prefigura y promueve la paz
universal»[59].
No son, pues, admisibles todas las opiniones que, en nombre de un malentendido respeto de
las culturas particulares, tienden a desnaturalizar la acción misionera de la Iglesia, llamada a
cumplir el mismo ministerio universal, de salvación, que transciende y debe vivificar todas
las culturas[60]. La dilatación universal es intrínseca al ministerio sacerdotal y, por tanto,
irrenunciable.
18. Desde los inicios de la Iglesia, los Apóstoles obedecieron al último mandamiento del
Señor resucitado. Siguiendo sus pasos, la Iglesia a lo largo de los siglos «evangeliza siempre
y nunca ha interrumpido el camino de la evangelización»[61].
Esta «sin embargo, se realiza de forma diversa, de acuerdo a las diferentes situaciones en las
cuales tiene lugar. En sentido estricto se habla de “missio ad gentes” dirigida a los que no
conocen a Cristo. En sentido amplio se habla de “evangelización”, para referirse al aspecto
ordinario de la pastoral»[62]. La evangelización es la acción de la Iglesia que proclama la
Buena Noticia con vistas a la conversión, invita a la fe, al encuentro personal con Jesús, a
convertirse en su discípulo en la Iglesia, a comprometerse a pensar como Él, a juzgar como
Él y a vivir como Él vivió[63]. La evangelización comienza con el anuncio del Evangelio y
encuentra su cumplimiento último en la santidad del discípulo que, como miembro de la
Iglesia, se ha convertido en evangelizador. En ese sentido, la evangelización es la acción
global de la Iglesia, «la tarea central y unificadora del servicio que la Iglesia, y en ella los
fieles laicos, están llamados a prestar a la familia humana»[64].
El Papa Pablo VI ya afirmaba que «las condiciones de la sociedad nos obligan, por tanto, a
revisar métodos, a buscar por todos los medios el modo de llevar al hombre moderno el
mensaje cristiano, en el cual únicamente podrá hallar la respuesta a sus interrogantes y la
fuerza para su empeño de solidaridad humana»[68]. El beato Juan Pablo II presentó de este
modo el nuevo milenio: «Hoy se ha de afrontar con valentía una situación que cada vez es
más variada y comprometedora, en el contexto de la globalización y de la nueva y cambiante
mezcla de pueblos y culturas que la caracteriza»[69]. Por tanto, ha iniciado una “nueva
evangelización”, que sin embargo no es una “re-evangelización”[70] porque el anuncio «es
siempre el mismo. La cruz se eleva sobre el mundo que cambia»[71]. Es nueva en cuanto
«buscamos, además de la evangelización permanente, nunca interrumpida, que nunca hay
que interrumpir, una nueva evangelización, capaz de hacerse oír por este mundo, que no
encuentra acceso a la evangelización “clásica”»[72].
21. Los sacerdotes empeñan todas sus fuerzas en esta nueva evangelización, cuyas
características definió el beato Juan Pablo II: «nueva en su ardor, en sus métodos y en su
expresión»[82].
En primer lugar, «hace falta reavivar en nosotros el impulso de los orígenes, dejándonos
impregnar por el ardor de la predicación apostólica que siguió a Pentecostés. Hemos de
revivir en nosotros el celo apremiante de san Pablo, que exclamaba: “¡ay de mí si no
predicara el Evangelio!” (1 Cor 9, 16)»[83]. En efecto, «quien ha encontrado
verdaderamente a Cristo no puede tenerlo sólo para sí; debe anunciarlo»[84]. A imagen de
los Apóstoles, el celo apostólico es fruto de la experiencia impresionante que deriva de la
cercanía con Jesús. «La misión es un problema de fe, es el índice exacto de nuestra fe en
Cristo y en su amor por nosotros»[85]. El Señor no cesa de enviar su Espíritu por cuya fuerza
debemos dejarnos regenerar en vista de ese «renovado impulso misionero, expresión de una
nueva y generosa apertura al don de la gracia»[86]. «Es esencial e indispensable que el
presbítero se decida, muy conscientemente y con determinación, no sólo a acoger y
evangelizar a quienes lo buscan, ya sea en la parroquia u otras partes, sino también a
“levantarse e ir” en busca sobre todo de los bautizados que, por motivos diversos, no viven
su pertenencia a la comunidad eclesial, así como de quienes poco o nada conocen a
Jesucristo»[87].
Los sacerdotes deben recordar que no pueden comprometerse solos en la misión. Como
pastores de su pueblo, formen las comunidades cristianas al testimonio evangélico y al
anuncio de la Buena Nueva. La «nueva acción misionera no podrá ser delegada a unos pocos
“especialistas”, sino que ha de implicar la responsabilidad de todos los miembros del Pueblo
de Dios […] Es necesario un nuevo impulso apostólico que se viva como compromiso
cotidiano de las comunidades y de los grupos cristianos»[88]. La parroquia no es únicamente
el lugar donde se enseña el catecismo, también es el ambiente vivo que debe llevar a cabo la
nueva evangelización[89], concibiéndose como “misión permanente”»[90]. Cada comunidad
es a imagen de la misma Iglesia, «llamada, por naturaleza, a salir de sí misma en un
movimiento hacia el mundo, para ser signo del Emmanuel, del Verbo hecho carne, del Dios
con nosotros»[91]. «En la parroquia será preciso que los presbíteros convoquen a los
miembros de la comunidad, consagrados y laicos, para prepararlos adecuadamente y
enviarlos en misión evangelizadora a las personas, a las familias, incluso mediante visitas a
domicilio, y a todos los ambientes sociales que se encuentran en el territorio»[92].
Recordando que la Iglesia es «misterio de comunión y de misión»[93], que los pastores guíen
a las comunidades a ser testigos con su «fe profesada, celebrada, vivida y rezada»[94] y con
su entusiasmo[95]. El Papa Pablo VI exhortaba a la alegría: «Que el mundo actual, que busca
a veces con angustia, a veces con esperanza, pueda recibir la Buena Nueva, no a través de
evangelizadores tristes y desalentados, impacientes o ansiosos, sino a través de ministros del
Evangelio, cuya vida irradia el fervor de quienes han recibido, ante todo en sí mismos, la
alegría de Cristo»[96]. Los fieles necesitan que sus pastores les alienten para no tener miedo
de anunciar la fe con franqueza; además, quien evangeliza experimenta que el mismo acto
misionero es fuente de renovación personal: «En efecto, la misión renueva la Iglesia,
refuerza la fe y la identidad cristiana, da nuevo entusiasmo y nuevas motivaciones.
22. La evangelización también es nueva en sus métodos. Estimulada por el Apóstol que
exclamaba: «¡ay de mí si no anuncio el Evangelio!» (1Cor 9, 16), deberá saber utilizar todos
los medios de transmisión que ofrecen las ciencias y la tecnología moderna[98].
Ciertamente no todo depende de esos medios o de las capacidades humanas, puesto que la
gracia divina puede alcanzar su efecto independientemente de la obra de los hombres; pero,
en el plan de Dios, la predicación de la Palabra es, normalmente, el canal privilegiado para la
transmisión de la fe y para la misión evangelizadora.
Sin duda el uso de Internet constituye una oportunidad útil para llevar el anuncio evangélico
a numerosas personas. Sin embargo, que el sacerdote valore con prudencia y ponderación su
implicación, a fin de no quitar tiempo a su ministerio pastoral en aspectos como la
predicación de la Palabra de Dios, la celebración de los sacramentos, la dirección espiritual,
etc., en los cuales es realmente insustituible. Que sepa, asimismo, implicar a los laicos en la
evangelización mediante dichos medios modernos. En cualquier caso, su participación en
estos nuevos ámbitos deberá reflejar siempre especial caridad, sentido sobrenatural,
sobriedad y templanza, a fin de que todos se sientan atraídos no tanto por la figura del
sacerdote, sino más bien por la Persona de nuestro Señor Jesucristo.
Para que sea eficaz y creíble es pues importante que el presbítero —en la perspectiva de la fe
y de su ministerio— conozca, con sentido crítico constructivo, las ideologías, el lenguaje, los
contextos culturales, las tipologías que se difunden a través de los medios de comunicación
que, en gran parte, condicionan las mentalidades. Que sepa dirigirse a todos «sin ocultar
nunca las exigencias más radicales del mensaje evangélico, atendiendo a las exigencias de
cada uno, por lo que se refiere a la sensibilidad y al lenguaje, según el ejemplo de san Pablo,
que decía: “Me he hecho todo a todos para salvar a toda costa a algunos” (1Cor 9, 22)»[99].
El Concilio ecuménico Vaticano II afirmó que la Iglesia, «desde el comienzo de su historia,
aprendió a expresar el mensaje de Cristo por medio de los conceptos y de las lenguas de los
distintos pueblos y procuró, además, ilustrarlo con la sabiduría de los filósofos. Procedió así
a fin de adaptar el Evangelio a nivel del saber popular y a las exigencias de los sabios en
cuanto era posible. Esta adaptación de la predicación de la palabra revelada debe mantenerse
como ley de toda evangelización»[100]. Esto debe hacerse respetando debidamente el
camino siempre distinto de cada persona y atendiendo a las diversas culturas que se han de
impregnar del mensaje cristiano; así el cristianismo del tercer milenio, permaneciendo
plenamente lo que es, en la fidelidad total al anuncio evangélico y a la tradición eclesial,
llevará consigo también el rostro de tantas culturas y de tantos pueblos en que ha sido
acogido y ha arraigado, cuyos valores peculiares no se niegan, sino que son purificados y
llevados a su plenitud[101].
Paternidad espiritual
24. La vocación pastoral de los sacerdotes es grande y universal: se dirige a toda la Iglesia y,
por tanto, es también misionera. «Normalmente, está unida al servicio de una determinada
comunidad del Pueblo de Dios, en la que cada uno espera atención, cuidado y amor»[102].
Por eso, el ministerio del sacerdote es a su vez ministerio de paternidad[103]. A través de su
dedicación a las almas, muchas son engendradas a la vida nueva en Cristo. Se trata de una
verdadera paternidad espiritual, como exclamaba San Pablo: «ahora que estáis en Cristo
tendréis mil tutores, pero padres no tenéis muchos; por medio del Evangelio soy yo quien os
ha engendrado para Cristo Jesús» (1Cor 4, 15).
Los presbíteros hacen vida propia las palabras vibrantes del Apóstol: «Hijos míos, por
quienes vuelvo a sufrir dolores de parto, hasta que Cristo se forme en vosotros» (Gál 4, 19).
Así viven con generosidad, renovada cada día, este don de la paternidad espiritual y a ella
orientan el cumplimiento de toda tarea de su ministerio.
25. Otra manifestación de que el sacerdote está frente a la Iglesia, radica en el hecho de ser
guía, que lleva a la santificación de los fieles confiados a su ministerio, que es esencialmente
pastoral, pero presentándose con la autoridad que fascina y hace creíble el mensaje (cfr. Mt 7,
29). En efecto, toda autoridad ha de ejercitarse con espíritu de servicio, como amoris
officium y dedicación desinteresada al bien del rebaño (cfr. Jn 10, 11; 13, 14)[105].
Esta realidad, que ha de vivirse con humildad y coherencia, puede estar sujeta a dos
tentaciones opuestas. La primera consiste en desempeñar el propio ministerio tiranizando a
su rebaño (cfr. Lc 22, 24-27; 1 Pe 5, 1-4), mientras que la segunda tentación es la que lleva a
hacer inútil, en nombre de una incorrecta noción de comunidad, la propia configuración con
Cristo Cabeza y Pastor.
La primera tentación ha sido fuerte también para los mismos discípulos, y recibió de Jesús
una puntual y reiterada corrección. Cuando esta dimensión viene a menos, no es difícil caer
en la tentación del “clericalismo”, con un deseo de señorear sobre los laicos, que genera
siempre antagonismos entre los ministros sagrados y el pueblo.
Los sacerdotes darán testimonio auténtico del Señor Resucitado, a Quien se ha dado «todo
poder en el cielo y en la tierra» (cfr. Mt 28, 18), si lo ejercitan empleándolo en el servicio tan
humilde como lleno de autoridad al propio rebaño[107] y respetando la misión que Cristo y
la Iglesia confían a los fieles laicos[108] y a los fieles consagrados por la profesión de los
consejos evangélicos[109].
26. A veces sucede que para evitar esta primera desviación se cae en la segunda, y se tiende a
eliminar toda diferencia de función entre los miembros del Cuerpo de Cristo que es la Iglesia,
negando en la práctica la distinción entre el sacerdocio común o bautismal y el
ministerial[110].
Entre las diversas formas de esta negación que hoy se observan, se encuentra el llamado
«democraticismo», que lleva a no reconocer la autoridad y la gracia capital de Cristo
presente en los ministros sagrados y a desnaturalizar la Iglesia como Cuerpo Místico de
Cristo. A este propósito hay que recordar que la Iglesia reconoce todos los méritos y los
bienes que la cultura democrática ha aportado a la sociedad civil. Por otra parte, ella misma
lucha con todos los medios a su disposición, por el reconocimiento de la igual dignidad de
todos los hombres. De acuerdo con la Revelación, el Concilio Ecuménico Vaticano II se
expresó abiertamente acerca de la común dignidad de todos los bautizados en la Iglesia[111].
Sin embargo, es necesario afirmar que tanto esta igualdad radical como la diversidad de
condiciones y tareas tienen como fundamento último la naturaleza misma de la Iglesia.
En este sentido es necesario recordar que tanto el presbiterio como el Consejo Presbiteral —
instituto jurídico que quiso el Decreto Presbyterorum Ordinis[112]— no son expresión del
derecho de asociación de los clérigos, ni mucho menos pueden ser entendidos desde una
perspectiva sindicalista, que conlleve reivindicaciones e intereses de parte, ajenos a la
comunión eclesial[113].
Por lo tanto, a nadie le es lícito cambiar lo que Cristo ha querido para su Iglesia. Ella está
íntimamente ligada a su Fundador y Cabeza, que es el único que le da, a través del poder del
Espíritu Santo, ministros al servicio de sus fieles. Al Cristo que llama, consagra y envía a
través de los legítimos Pastores, no puede sustraerse ninguna comunidad ni siquiera en
situaciones de particular necesidad, situaciones en las que quisiera darse sus propios
sacerdotes de modo diverso a las disposiciones de la Iglesia: el sacerdocio es una elección de
Jesús y no de la comunidad (cfr. Jn 15, 16). La respuesta para resolver los casos de necesidad
es la oración de Jesús: «rogad al dueño de la mies que envíe trabajadores a su mies» (Mt 9,
38). Si a esta oración, hecha con fe, se une la vida de caridad intensa de la comunidad,
entonces tendremos la seguridad de que el Señor no dejará de enviar pastores según su
corazón (cfr. Jer 3, 15)[116].
28. Asimismo, es preciso salvaguardar el orden que estableció nuestro Señor Jesucristo,
evitar la llamada “clericalización” del laicado[117], que tiende a disminuir el sacerdocio
ministerial del presbítero; de hecho, sólo al presbítero, después del Obispo, y en virtud del
ministerio sacerdotal recibido con la ordenación, se puede atribuir de manera propia y
unívoca el término «pastor». El adjetivo «pastoral», pues, se refiere a la participación en el
ministerio episcopal.
29. A la luz de todo lo ya dicho acerca de la identidad sacerdotal, la comunión del sacerdote
se realiza, sobre todo, con el Padre, origen último de toda su potestad; con el Hijo, de cuya
misión redentora participa; y con el Espíritu Santo, que le da la fuerza para vivir y realizar la
caridad pastoral que, como «principio interior y virtud que anima y guía la vida espiritual del
presbítero»[118], lo cualifica como sacerdote. Una caridad pastoral que, lejos de reducirse a
un conjunto de técnicas y métodos dirigidos a la eficiencia funcional del ministerio, más bien
hace referencia a la naturaleza propia de la misión de la Iglesia finalizada a la salvación de la
humanidad.
Así «no se puede definir la naturaleza y la misión del sacerdocio ministerial si no es desde
este multiforme y rico entramado de relaciones que brotan de la Santísima Trinidad y se
prolongan en la comunión de la Iglesia, como signo, en Cristo, de la unión con Dios y de la
unidad de todo el género humano»[119].
30. De esta fundamental unión-comunión con Cristo y con la Trinidad deriva, para el
presbítero, su comunión-relación con la Iglesia en sus aspectos de misterio y de comunidad
eclesial[120].
Comunión jerárquica
En esta comunión ministerial toman forma también algunos precisos vínculos en relación,
sobre todo, con el Papa, con el Colegio Episcopal y con el propio Obispo. «No se da
ministerio sacerdotal sino en la comunión con el Sumo Pontífice y con el Colegio Episcopal,
en particular con el propio Obispo diocesano, a los que se han de reservar el respeto filial y la
obediencia prometidos en el rito de la ordenación»[122]. Se trata, pues, de una comunión
jerárquica, es decir, de una comunión en la jerarquía tal como ella está internamente
estructurada.
También la unión filial con el propio Obispo es una condición indispensable para la eficacia
del propio ministerio sacerdotal. Para los pastores más expertos, es fácil constatar la
necesidad de evitar toda forma de subjetivismo en el ejercicio de su ministerio, y de adherir
corresponsablemente a los programas pastorales. Esta adhesión, que conlleva proceder de
acuerdo con la mente del Obispo, además de ser expresión de madurez, contribuye a edificar
la unidad en la comunión, que es indispensable para la obra de la evangelización[130].
Con vistas al propio crecimiento espiritual y pastoral, y por amor de su rebaño, el sacerdote
debería acoger con gratitud, e incluso buscar con regularidad, directrices de parte de su
Obispo o sus representantes para el desarrollo de su ministerio pastoral. Asimismo, es una
práctica de admirar pedir el parecer de los sacerdotes más expertos y de los laicos calificados
acerca de los métodos pastorales más adecuados.
Comunión en el presbiterio
34. En virtud del sacramento del Orden «cada sacerdote está unido a los demás miembros del
presbiterio por particulares vínculos de caridad apostólica, de ministerio y de
fraternidad»[132]. El presbítero está unido al Ordo Presbyterorum: así se constituye una
unidad, que puede considerarse como verdadera familia, en la que los vínculos no proceden
de la carne o de la sangre sino de la gracia del Orden[133].
«Los Obispos y los presbíteros reciben la misión y la facultad (el “poder sagrado”) de
actuar in persona Christi Capitis, los diáconos las fuerzas para servir al pueblo de Dios en la
“diaconía” de la liturgia, de la palabra y de la caridad, en comunión con el obispo y su
presbiterio»[137].
Para tal propósito, no hay que olvidar que los sacerdotes seculares no incardinados en la
Diócesis y los sacerdotes miembros de un Instituto religioso o de una Sociedad de vida
apostólica —que viven en la Diócesis y ejercitan, para su bien, algún oficio— aunque estén
sometidos a sus legítimos Ordinarios, pertenecen con pleno o con distinto título al presbiterio
de esa Diócesis[141] donde «tienen voz, tanto activa como pasiva, para constituir el consejo
presbiteral»[142]. Los sacerdotes religiosos, en particular, con unidad de fuerzas, comparten
la solicitud pastoral ofreciendo el contributo de carismas específicos y «estimulando con su
presencia a la Iglesia particular para que viva más intensamente su apertura universal»[143].
Los presbíteros incardinados en una Diócesis pero que están al servicio de algún movimiento
eclesial o nueva comunidad aprobados por la autoridad eclesiástica competente[144] sean
conscientes de su pertenencia al presbiterio de la Diócesis en la que desarrollan su ministerio,
y lleven a la práctica el deber de colaborar sinceramente con él. El Obispo de incardinación,
a su vez, ha de favorecer positivamente el derecho a la propia espiritualidad que la ley
reconoce a todos los fieles[145], ha de respetar el estilo de vida requerido por el movimiento,
y estar dispuesto —a norma del derecho— a permitir que el presbítero pueda prestar su
servicio en otras Iglesias, si esto es parte del carisma del movimiento mismo,
[146] comprometiéndose en cualquier caso a reforzar la comunión eclesial.
El presbiterio, lugar de santificación
36. El presbiterio es el lugar privilegiado en el cual el sacerdote debería encontrar los medios
específicos de formación, de santificación y de evangelización; allí mismo debería ser
ayudado a superar los límites y debilidades propios de la naturaleza humana, especialmente
aquellos problemas que hoy día se sienten con particular intensidad.
El sacerdote, por tanto, hará todos los esfuerzos necesarios para evitar vivir el propio
sacerdocio de modo aislado y subjetivista, y buscará favorecer la comunión fraterna dando y
recibiendo —de sacerdote a sacerdote— el calor de la amistad, de la asistencia afectuosa, de
la comprensión, de la corrección fraterna[147], bien consciente de que la gracia del Orden
«asume y eleva las relaciones humanas, psicológicas, afectivas, amistosas y espirituales [...]
y se concreta en las formas más variadas de ayuda mutua, no sólo espirituales sino también
materiales»[148].
Todo esto se expresa, además que en la Misa crismal —manifestación de la comunión de los
presbíteros con su Obispo—, en la liturgia de la Misa in Coena Domini del Jueves Santo, la
cual muestra como de la comunión eucarística —nacida en la Ultima Cena— los sacerdotes
reciben la capacidad de amarse unos a otros como el Maestro los ama[149].
37. El profundo y eclesial sentido del presbiterio, no sólo no impide, sino que facilita las
responsabilidades personales de cada presbítero en el cumplimiento del ministerio particular,
que le es confiado por el Obispo[150]. La capacidad de cultivar y vivir maduras y profundas
amistades sacerdotales se revela fuente de serenidad y de alegría en el ejercicio del
ministerio; las amistades verdaderas son ayuda decisiva en las dificultades y, a la vez, ayuda
preciosa para incrementar la caridad pastoral, que el presbítero debe ejercitar de modo
particular con aquellos hermanos en el sacerdocio, que se encuentren necesitados de
comprensión, ayuda y apoyo[151]. La fraternidad sacerdotal, expresión de la ley de la
caridad, no se reduce a un simple sentimiento, sino que es para los presbíteros una memoria
existencial de Cristo y un testimonio apostólico de comunión eclesial.
Vida en común
38. Una manifestación de esta comunión es también la vida en común, que la Iglesia ha
favorecido desde siempre,[152] y que recientemente ha sido reavivada por los documentos
del Concilio Ecuménico Vaticano II[153] y del Magisterio sucesivo,[154]y se lleva a la
práctica positivamente en no pocas Diócesis. «La vida en común, por este motivo, expresa
una ayuda que Cristo da a nuestra existencia, llamándonos, a través de la presencia de los
hermanos, a una configuración cada vez más profunda a su persona. Vivir con otros significa
aceptar la necesidad de la propia y continua conversión y sobre todo descubrir la belleza de
este camino, la alegría de la humildad, de la penitencia, y también de la conversación, del
perdón mutuo, de sostenerse mutuamente.Ecce quam bonum et quam iucundum habitare
fratres in unum (Sal 133, 1)»[155].
Para afrontar uno de los problemas más importantes de la vida sacerdotal actual, a saber, la
soledad del sacerdote, «nunca se recomendará suficientemente a los sacerdotes una cierta
vida en común entre ellos, toda enderezada al ministerio propiamente espiritual; la práctica
de encuentros frecuentes con fraternal intercambio de ideas, de consejos y de experiencias
entre hermanos; el impulso a las asociaciones que favorecen la santidad sacerdotal»[156].
39. Entre las diversas formas posibles de vida en común (casa común, comunidad de mesa,
etc.), se ha de dar el máximo valor a la participación comunitaria en la oración litúrgica[157].
Las diversas modalidades han de favorecerse de acuerdo con las posibilidades y
conveniencias prácticas, sin remarcar necesariamente, aunque sean laudables, modelos
propios de la vida religiosa. De modo particular hay que alabar aquellas asociaciones que
favorecen la fraternidad sacerdotal, la santidad en el ejercicio del ministerio, la comunión
con el Obispo y con toda la Iglesia[158].
En numerosos lugares, la experiencia de esta vida en común ha sido muy positiva porque ha
representado una verdadera ayuda para el sacerdote: se crea un ambiente de familia, se puede
tener —una vez obtenido el permiso del Ordinario[162]— una capilla con el Santísimo
Sacramento, se puede rezar juntos, etc. Además, como resulta de la experiencia y las
enseñanzas de los santos, «nadie puede asumir la fuerza regeneradora de la vida en común
sin la oración […] sin una vida sacramental vivida con fidelidad. Si no se entra en el diálogo
eterno que el Hijo mantiene con el Padre en el Espíritu Santo, no es posible una auténtica
vida en común. Es imprescindible estar con Jesús para poder estar con los demás»[163]. Son
muchos los casos de sacerdotes que han encontrado en la adopción de oportunas formas de
vida comunitaria una importante ayuda tanto para sus exigencias personales como para el
ejercicio de su ministerio pastoral.
40. La vida en común es imagen de la apostolica vivendi forma de Jesús con sus apóstoles.
Con el don del celibato sagrado para el Reino de los Cielos, el Señor nos ha hecho de modo
especial miembros de su familia. En una sociedad fuertemente marcada por el
individualismo, el sacerdote necesita una relación personal más profunda y un espacio vital
caracterizado por la amistad fraterna en el cual pueda vivir como cristiano y sacerdote: «los
momentos de oración y estudio en común, compartiendo las exigencias de la vida y del
trabajo sacerdotal, son una parte necesaria de vuestra existencia»[164].
Así, en este ambiente de ayuda recíproca, el sacerdote encuentra el terreno adecuado para
perseverar en la vocación de servicio a la Iglesia: «En compañía de Cristo y de los hermanos,
cualquier sacerdote puede encontrar las energías necesarias para poder atender a los
hombres, para hacerse cargo de las necesidades espirituales y materiales con las que se
encuentra, para enseñar con palabras siempre nuevas, que vienen del amor, las verdades
eternas de la fe de las que también tienen sed nuestros contemporáneos»[165].
En la oración sacerdotal de la última Cena, Jesús rezó por la unidad de sus discípulos:
«Como tú, Padre, en mí, y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros» (Jn 17, 21).
Toda comunión en la Iglesia «deriva de la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu
Santo»[166]. Los sacerdotes han de estar convencidos de que su comunión fraterna,
especialmente en la vida en común, constituye un testimonio, según lo que nuestro Señor
Jesucristo precisó en su oración al Padre: que los discípulos sean uno, para que el mundo
«crea que tú me has enviado» (Jn 17, 21) y sepa «que los has amado a ellos como me has
amado a mí» (Jn 17, 23). «Jesús pide que la comunidad sacerdotal sea reflejo y participación
de la comunión trinitaria: ¡qué ideal tan sublime!»[167].
41. Hombre de comunión, el sacerdote no podrá expresar su amor al Señor y a la Iglesia sin
traducirlo en un amor efectivo e incondicionado por el Pueblo cristiano, objeto de su
solicitud pastoral[168].
Como Cristo, debe hacerse «como una transparencia suya en medio del rebaño» que le ha
sido confiado[169], poniéndose en relación positiva con respecto a los fieles laicos. Ha de
poner al servicio de los laicos todo su ministerio sacerdotal y su caridad pastoral[170] a la
vez que les reconoce la dignidad de hijos de Dios y promueve la función propia de los laicos
en la Iglesia. Esta actitud de amor y de caridad queda muy lejos de la llamada “laicización de
los presbíteros”, que en cambio lleva a diluir en los sacerdotes precisamente aquello que
constituye su identidad: los fieles piden a sus sacerdotes que se muestren como tales, tanto en
su aspecto exterior como en su dimensión interior, en todo momento, lugar y circunstancia.
Una ocasión preciosa para la misión evangelizadora del pastor de almas es la tradicional
visita anual y la bendición pascual de las familias.
Consciente de la profunda comunión, que lo vincula a los fieles laicos y a los religiosos, el
sacerdote dedicará todo esfuerzo a «suscitar y desarrollar la corresponsabilidad en la común
y única misión de salvación; ha de valorar, en fin, pronta y cordialmente, todos los carismas
y funciones, que el Espíritu ofrece a los creyentes para la edificación de la Iglesia»[171].
Una de las tareas que requiere especial atención es la formación de los laicos. El presbítero
no se puede contentar con que los fieles tengan un conocimiento superficial de la fe, sino que
debe tratar de darles una formación sólida, perseverando en su esfuerzo mediante clases de
teología, cursos acerca de la doctrina cristiana, especialmente con el estudio del Catecismo
de la Iglesia Católica y de su Compendio. Esta formación ayudará a los laicos a desempeñar
plenamente su papel de animación cristiana del orden temporal (político, cultural,
económico, social)[173]. Además, en determinados casos, se pueden confiar a laicos, que
tengan una formación suficiente y el deseo sincero de servir a la Iglesia, algunas tareas —de
acuerdo con las leyes de la Iglesia— que no pertenezcan exclusivamente al ministerio
sacerdotal y que estos puedan llevar a cabo a partir de su experiencia profesional y personal.
De este modo, el sacerdote estará más libre a la hora de atender a sus compromisos
primarios, como la predicación, la celebración de los sacramentos y la dirección espiritual.
En este sentido, una de las tareas importantes de los párrocos es la de descubrir entre los
fieles a personas con la capacidad, las virtudes y una vida cristiana coherente —por ejemplo,
por lo que se refiere al matrimonio—, que puedan ayudar eficazmente en las diversas
actividades pastorales: preparación de los niños a la primera comunión y la primera
confesión o de los jóvenes a la confirmación, la pastoral familiar, la catequesis para quienes
van a casarse, etc. Sin duda, la preocupación por la formación de estas personas —que son
un modelo para muchas otras— y el hecho de ayudarles en su camino de fe deberá
representar una de las inquietudes principales de los presbíteros.
Se trata de afirmar la caridad de Cristo como origen y perfecta realización del hombre nuevo
(cfr. Ef 2, 15), o sea de lo que es el hombre en su plena verdad. En la vida del presbítero esta
caridad se traduce en una auténtica pasión que configura expresamente su ministerio en
función de la generación del pueblo cristiano.
42. El sacerdote prestará especial atención a las relaciones con los hermanos y hermanas
comprometidos en la vida de especial consagración a Dios en todas sus formas; les mostrará
su aprecio sincero y su operativo espíritu de colaboración apostólica; respetará y promoverá
los carismas específicos. Asimismo, cooperará para que la vida consagrada aparezca cada
vez más luminosa —para el provecho de toda la Iglesia— y atractiva a las nuevas
generaciones.
Pastoral vocacional
43. Todo sacerdote se dedicará con especial solicitud a la pastoral vocacional. No dejará de
incentivar la oración por las vocaciones y se prodigara en la catequesis. Ha de esforzarse
también, en la formación de los acólitos, lectores y colaboradores de todo genero.
Favorecerá, además, iniciativas apropiadas, que, mediante una relación personal, hagan
descubrir los talentos y sepan individuar la voluntad de Dios hacia una elección valiente en el
seguimiento de Cristo[178]. En este trabajo revisten una importancia fundamental las
familias que se constituyen como iglesias domésticas, donde los jóvenes aprenden desde
pequeños a rezar, a crecer en las virtudes, a ser generosos. Los presbíteros deben alentar a los
esposos cristianos a configurar su hogar como verdadera escuela de vida cristiana, a rezar
con sus hijos, a pedir a Dios que llame a alguno a seguirlo de cerca con corazón íntegro
(cfr. 1 Cor 7, 32-34), a acoger siempre con júbilo las vocaciones que puedan surgir en la
propia familia.
44. El sacerdote estará por encima de toda parcialidad política, pues es servidor de la Iglesia:
no olvidemos que la Esposa de Cristo, por su universalidad y catolicidad, no puede atarse a
las contingencias históricas. No puede tomar parte activa en partidos políticos o en la
conducción de asociaciones sindicales, a menos que, según el juicio de la autoridad
eclesiástica competente, así lo requieran la defensa de los derechos de la Iglesia y la
promoción del bien común[180]. Las actividades políticas y sindicales son cosas en sí
mismas buenas, pero son ajenas al estado clerical, ya que pueden constituir un grave peligro
de ruptura de la comunión eclesial[181].
El sacerdocio no nace de la historia sino de la inmutable voluntad del Señor. Sin embargo, se
enfrenta con las circunstancias históricas y, aunque sigue siendo siempre idéntico, se
configura en cuanto a sus rasgos concretos también mediante una valoración evangélica de
los “signos de los tiempos”. Por lo tanto, los presbíteros tienen el deber de interpretar estos
“signos” a la luz de la fe y someterlos a un discernimiento prudente. En cualquier caso, no
podrán ignorarlos, sobre todo si se quiere orientar de modo eficaz e idóneo la propia vida, de
manera que su servicio y testimonio sean siempre más fecundos para el reino de Dios.
Hoy, por lo tanto, están empeñados en diversos campos de apostolado, que requieren
generosidad y dedicación completa, preparación intelectual y, sobre todo, una vida espiritual
madura y profunda, radicada en la caridad pastoral, que es el camino específico de santidad
para ellos y, además, constituye un auténtico servicio a los fieles en el ministerio pastoral. De
este modo, si se esfuerzan por vivir plenamente su consagración —permaneciendo unidos a
Cristo y dejándose compenetrar por su Espíritu—, a pesar de sus límites, podrán realizar su
ministerio, ayudados por la gracia, en la cual depositarán su confianza. A ella deben recurrir,
«conscientes de que así pueden tender a la perfección con la esperanza de progresar cada vez
más en la santidad»[187].
Por tanto, esta es la hora de una renovación de nuestra fe en Jesucristo, que es el mismo
«ayer, hoy y siempre» (Heb 13, 8). Por eso, «la llamada a la nueva evangelización es sobre
todo una llamada a la conversión»[189]. Al mismo tiempo, es una llamada a aquella
esperanza «que se apoya en las promesas de Dios, y que tiene como certeza indefectible
la resurrección de Cristo, su victoria definitiva sobre el pecado y sobre la muerte, primer
anuncio y raíz de toda evangelización, fundamento de toda promoción humana, principio de
toda auténtica cultura cristiana»[190].
En un contexto así, el sacerdote debe sobre todo reavivar su fe, su esperanza y su amor
sincero al Señor, de modo que pueda ofrecer a Jesús a la contemplación de los fieles y de
todos los hombres como realmente es: una Persona viva, fascinante, que nos ama más que
nadie porque ha dado su vida por nosotros; «nadie tiene amor más grande que el que da la
vida por sus amigos» (Jn 15, 13).
47. La proliferación de sectas y cultos nuevos, así como su difusión, también entre fieles
católicos, constituye un particular desafío al ministerio pastoral. En el origen de este
fenómeno hay motivaciones diversas y complejas. De todos modos, el ministerio de los
presbíteros ha de responder con prontitud e incisividad a la búsqueda de lo sagrado y, de
modo especial, de la verdadera espiritualidad hoy emergente. Por consiguiente, es preciso
que el sacerdote sea hombre de Dios y maestro de oración. Al mismo tiempo, se impone la
necesidad de hacer que la comunidad, confiada a su solicitud pastoral sea realmente
acogedora, de modo que nadie pueda sentirse anónimo o bien sea tratado con indiferencia. Se
trata de una responsabilidad que recae, ciertamente, sobre cada uno de los fieles y muy
especialmente sobre el presbítero, que es el hombre de la comunión. Si sabe acoger con
estima y respeto a todos los que se le acerquen, valorando la personalidad de todos, creará un
estilo de caridad auténtica, que resultará contagioso y se extenderá gradualmente a toda la
comunidad.
Para vencer el desafío de las sectas y cultos nuevos, es particularmente importante —además
del deseo de la salvación eterna de los fieles, que late en el corazón de todo sacerdote— una
catequesis madura y completa; este trabajo catequético requiere hoy un esfuerzo especial por
parte del ministro de Dios, a fin de que todos sus fieles conozcan realmente el significado de
la vocación cristiana y de la fe católica. En este sentido, «tal vez la medida más sencilla, la
más obvia y urgente que hay que tomar, y acaso también la más eficaz, sea aprovechar al
máximo las riquezas de la herencia espiritual cristiana»[192].
48. Es un motivo de consuelo señalar que hoy la gran mayoría de los sacerdotes de todas las
edades desarrollan su sagrado ministerio con tesón y alegría, frecuentemente fruto de un
heroísmo silencioso. Trabajan hasta el límite de sus propias energías, sin ver, a veces, los
frutos de su labor.
En virtud de este empeño, constituyen hoy un anuncio vivo de la gracia divina que, una vez
recibida en el momento de la ordenación, sigue dando un ímpetu siempre nuevo para la labor
ministerial.
Junto a estas luces, que iluminan la vida del sacerdote, no faltan sombras, que tienden a
disminuir la belleza de su testimonio y a hacerlo menos eficaz el ejercicio del ministerio: «En
el mundo actual, los hombres tienen que hacer frente a muchas obligaciones. Problemas muy
diversos les angustian y muchas veces exigen soluciones rápidas. Por eso, muchas veces se
encuentran en peligro de perderse en la dispersión. Los presbíteros, a su vez, comprometidos
y distraídos en las muchísimas obligaciones de su ministerio, se preguntan con ansiedad
cómo compaginar su vida interior con las exigencias de la actividad exterior»[194].
Para vencer los desafíos que la mentalidad laicista plantea al presbítero, este hará todos los
esfuerzos posibles para reservar el primado absoluto a la vida espiritual, al estar siempre con
Cristo, y a vivir con generosidad la caridad pastoral intensificando la comunión con todos y,
en primer lugar, con los otros presbíteros. Como recordaba Benedicto XVI a los sacerdotes,
«la relación con Cristo, el coloquio personal con Cristo es una prioridad pastoral
fundamental, es condición para nuestro trabajo por los demás. Y la oración no es algo
marginal: precisamente rezar es “oficio” del sacerdote, también como representante de la
gente que no sabe rezar o no encuentra el tiempo para rezar»[195].
49. Se podría decir que el presbítero ha sido concebido en la larga noche de oración en la que
el Señor Jesús habló al Padre acerca de sus Apóstoles y, ciertamente, de todos aquellos que, a
lo largo de los siglos, participarían de su misma misión (cfr. Lc 6, 12; Jn 17, 15-20)[196]. La
misma oración de Jesús en el huerto de Getsemaní (cfr. Mt 26, 36-44), dirigida toda ella
hacia el sacrificio sacerdotal del Gólgota, manifiesta de modo paradigmático «hasta qué
punto nuestro sacerdocio debe estar profundamente vinculado a la oración, radicado en la
oración»[197].
Nacidos como fruto de esta oración y llamados a renovar de modo sacramental e incruento
un Sacrificio que de esta es inseparable, los presbíteros mantendrán vivo su ministerio con
una vida espiritual a la que darán primacía absoluta, evitando descuidarla a causa de las
diversas actividades.
50. En efecto, entre las graves contradicciones de la cultura relativista es evidente una
auténtica desintegración de la personalidad, causada por el oscurecimiento de la verdad sobre
el hombre. El riesgo del dualismo en la vida sacerdotal siempre está al acecho.
Esta vida espiritual debe encarnarse en la existencia de cada presbítero a través de la liturgia,
la oración personal, el tenor de vida y la práctica de las virtudes cristianas; todo esto
contribuye a la fecundidad de la acción ministerial. La misma configuración con Cristo exige
que el sacerdote cultive un clima de amistad con el Señor Jesús, haga experiencia de un
encuentro personal con Él, y se ponga al servicio de la Iglesia, su Cuerpo, que el presbítero
amará, dándose a ella mediante el servicio fiel e incansable de los deberes del ministerio
pastoral[199].
Por tanto, es necesario que en la vida de oración del presbítero no falten nunca la celebración
diaria de la eucaristía[200], con una adecuada preparación y sucesiva acción de gracias; la
confesión frecuente[201] y la dirección espiritual ya practicada en el Seminario y a menudo
antes[202]; la celebración íntegra y fervorosa de la Liturgia de las Horas[203], obligación
cotidiana[204]; el examen de conciencia[205]; la oración mental propiamente dicha[206];
la lectio divina[207], los ratos prolongados de silencio y de diálogo, sobre todo, en ejercicios
y retiros espirituales periódicos[208]; las preciosas expresiones de devoción mariana como el
Rosario[209]; el Vía Crucis y otros ejercicios piadosos[210]; la provechosa lectura
hagiográfica[211]; etc. Sin duda, el buen uso del tiempo, por amor de Dios y de la Iglesia,
permitirá al sacerdote mantener más fácilmente una sólida vida de oración. De hecho, se
aconseja que el presbítero, con la ayuda de su director espiritual, trate de atenerse con
constancia a este plan de vida, que le permite crecer interiormente en un contexto en el cual
numerosas exigencias de la vida lo podrían inducir muchas veces al activismo y a descuidar
la dimensión espiritual.
Cada año, como un signo del deseo duradero de fidelidad, los presbíteros renuevan en la
Misa crismal, delante del Obispo y junto con él, las promesas hechas en la ordenación[212].
El cuidado de la vida espiritual, que aleja al enemigo de la tibieza, debe ser para el sacerdote
una exigencia gozosa, pero es también un derecho de los fieles que buscan en él —consciente
o inconscientemente— al hombre de Dios, al consejero, al mediador de paz, al amigo fiel y
prudente y al guía seguro en quien se pueda confiar en los momentos más difíciles de la vida
para hallar consuelo y firmeza[213].
Contra esta tentación no se debe olvidar que la primera intención de Jesús fue convocar en
torno a sí a los Apóstoles, sobre todo para que «estuviesen con Él» (Mc 3, 14).
El mismo Hijo de Dios quiso dejarnos el testimonio de su oración. De hecho, con mucha
frecuencia los Evangelios nos presentan a Cristo en oración: cuando el Padre le revela su
misión (Lc 3, 21-22), antes de la llamada de los Apóstoles (Lc 6, 12), en la acción de gracias
durante la multiplicación de los panes (Mt 14, 19; 15, 36; Mc 6, 41; 8,7; Lc 9, 16; Jn 6, 11),
en la transfiguración en el monte (Lc 9, 28-29), cuando sana al sordomudo (Mc 7, 34) y
resucita a Lázaro (Jn 11, 41 ss), antes de la confesión de Pedro (Lc 9, 18), cuando enseña a
los discípulos a orar (Lc 11, 1), cuando regresan de su misión (Mt 11, 25 ss; Lc 10, 21), al
bendecir a los niños (Mt 19, 13) y al rezar por Pedro (Lc 22, 32).
Hasta el final de su vida, en la última Cena (Jn 17, 1-26), durante la agonía (Mt 26, 36-44),
en la Cruz (Lc 23, 34.46; Mt 27, 46; Mc 15, 34) el divino Maestro demostró que la oración
animaba su ministerio mesiánico y su éxodo pascual. Resucitado de la muerte, vive para
siempre e intercede por nosotros (Heb 7, 25)[215].
Por eso, la prioridad fundamental del sacerdote es su relación personal con Cristo a través de
la abundancia de los momentos de silencio y oración, en los cuales cultiva y profundiza su
relación con la persona viva de Jesús, nuestro Señor. Siguiendo el ejemplo de san José, el
silencio del sacerdote «no manifiesta un vacío interior, sino, al contrario, la plenitud de fe
que lleva en el corazón, y que guía todos sus pensamientos y todos sus actos»[216]. Un
silencio que, como el del santo Patriarca, «guarda la Palabra de Dios, conocida a través de las
Sagradas Escrituras, confrontándola continuamente con los acontecimientos de la vida de
Jesús; un silencio entretejido de oración constante, oración de bendición del Señor, de
adoración de su santísima voluntad y de confianza sin reservas en su providencia»[217].
De este modo, los fieles verán en el sacerdote a un hombre apasionado de Cristo, que lleva
consigo el fuego de Su amor; un hombre que sabe que el Señor le llama y está lleno de amor
por los suyos.
52. Para permanecer fiel al empeño de «estar con Jesús», hace falta que el presbítero sepa
imitar a la Iglesia que ora.
Al difundir la Palabra de Dios, que él mismo ha recibido con gozo, el sacerdote recuerda la
exhortación del Evangelio que hizo el Obispo el día de su ordenación: «Por esto, haciendo de
la Palabra el objeto continuo de tu reflexión, cree siempre lo que lees, enseña lo que crees y
haz vida lo que enseñas. De este modo, mientras darás alimento al Pueblo de Dios con la
doctrina y serás consuelo y apoyo con el buen testimonio de vida, serás constructor del
templo de Dios, que es la Iglesia». De modo semejante, en cuanto a la celebración de los
sacramentos, y en particular de la Eucaristía: «Sé por lo tanto consciente de lo que haces,
imita lo que realizas y, ya que celebras el misterio de la muerte y resurrección del Señor,
lleva la muerte de Cristo en tu cuerpo y camina en su vida nueva». Finalmente, con respecto
a la dirección pastoral del Pueblo de Dios, a fin de conducirlo al Padre: «Por esto, no ceses
nunca de tener la mirada puesta en Cristo, Pastor bueno, que ha venido no para ser servido,
sino para servir y para buscar y salvar a los que se han perdido»[220].
53. El presbítero, fortalecido por el vínculo especial con el Señor, sabrá afrontar los
momentos en que se podría sentir solo entre los hombres; además, renovará con vigor su
trato con Jesús en la Eucaristía, lugar real de la presencia de su Señor.
Así como Jesús, que, mientras estaba a solas, estaba continuamente con el Padre (cfr. Lc 3,
21; Mc 1, 35), también el presbítero debe ser el hombre, que, en el recogimiento, en el
silencio y en la soledad, encuentra la comunión con Dios[221], por lo que podrá decir con
San Ambrosio: «Nunca estoy tan poco solo como cuando estoy solo»[222].
Junto al Señor, el presbítero encontrará la fuerza y los instrumentos para acercar a los
hombres a Dios, para encender la fe de los demás, para suscitar compromiso y
coparticipación.
55. Hoy día, la caridad pastoral corre el riesgo de ser vaciada de su significado por el
llamado funcionalismo. De hecho, no es raro percibir en algunos sacerdotes la influencia de
una mentalidad que equivocadamente tiende a reducir el sacerdocio ministerial a los aspectos
funcionales. “Hacer” de sacerdote, desempeñar determinados servicios y garantizar algunas
prestaciones comprendería toda la existencia sacerdotal. Pero el sacerdote no ejerce sólo un
“trabajo” y después está libre para dedicarse a sí mismo: el riesgo de esta concepción
reduccionista de la identidad y del ministerio sacerdotal es que lo impulse hacia un vacío
que, con frecuencia, se llena de formas no conformes al propio ministerio.
El sacerdote, que se sabe ministro de Cristo y de la Iglesia, que actúa como apasionado de
Cristo con todas las fuerzas de su vida al servicio de Dios y de los hombres, encontrará en la
oración, en el estudio y en la lectura espiritual, la fuerza necesaria para vencer también este
peligro[224].
2.4. La obediencia
Fundamento de la obediencia
Como para Cristo, también para el presbítero, la obediencia expresa la disponibilidad total y
dichosa de cumplir la voluntad de Dios. Por esto el sacerdote reconoce que dicha voluntad se
manifiesta también a través de las indicaciones de sus legítimos superiores. La disponibilidad
para con estos últimos hay que comprenderla como verdadero ejercicio de la libertad
personal, consecuencia de una elección madurada constantemente ante Dios en la oración. La
virtud de la obediencia, que el sacramento y la estructura jerárquica de la Iglesia requieren
intrínsecamente, la promete explícitamente el clérigo, primero en el rito de ordenación
diaconal y después en el de la ordenación presbiteral. Con ella el presbítero fortalece su
voluntad de comunión, entrando, así, en la dinámica de la obediencia de Cristo, quien se hizo
Siervo obediente hasta una muerte de cruz (cfr. Flp 2, 7-8)[226].
- la fraternidad cristiana: «la caridad pastoral, por tanto, urge a los presbíteros a que,
actuando en esta comunión, entreguen mediante la obediencia su propia voluntad al servicio
de Dios y de los hermanos. Lo harán aceptando y cumpliendo con espíritu de fe lo que
manden y recomienden el Sumo Pontífice, su propio Obispo y otros superiores; gastándose y
agotándose de buena gana en cualquier servicio que se les haya confiado, aunque sea el más
pobre y humilde. Por esta razón, en efecto, mantienen y consolidan la unidad necesaria con
sus hermanos en el ministerio, sobre todo con los que el Señor estableció rectores visibles de
su Iglesia y trabajan en la construcción del Cuerpo de Cristo, que crece “a través de los
ligamentos que lo nutren”»[230].
Obediencia jerárquica
57. El presbítero tiene una «obligación especial de respeto y obediencia» al Sumo Pontífice y
al propio Ordinario[231]. En virtud de la pertenencia a un determinado presbiterio, él está
dedicado al servicio de una Iglesia particular, cuyo principio y fundamento de unidad es el
Obispo[232]; este último tiene sobre ella toda la potestad ordinaria, propia e inmediata,
necesaria para el ejercicio de su oficio pastoral[233]. La subordinación jerárquica requerida
por el sacramento del Orden encuentra su actualización eclesiológico-estructural en
referencia al propio Obispo y al Romano Pontífice; este último tiene el primado (principatus)
de la potestad ordinaria sobre todas las Iglesias particulares[234].
Nadie mejor que el presbítero tiene conciencia del hecho de que la Iglesia tiene necesidad de
normas que sirvan para proteger adecuadamente los dones del Espíritu Santo encomendados
a la Iglesia; ya que su estructura jerárquica y orgánica es visible, el ejercicio de las funciones
divinamente confiadas a Ella —especialmente la de guía y la de celebración de los
sacramentos— debe ser organizado adecuadamente[238].
58. Para que la observancia de la obediencia sea real y pueda alimentar la comunión eclesial,
todos los que han sido constituidos en autoridad —los Ordinarios, los Superiores religiosos,
los Moderadores de Sociedades de vida apostólica—, además de ofrecer el necesario y
constante ejemplo personal, deben ejercitar con caridad el propio carisma institucional, bien
sea previniendo, bien requiriendo, con el modo y en el momento oportuno, la adhesión a
todas las disposiciones en el ámbito magisterial y disciplinar[240].
Esta adhesión es fuente de libertad, en cuanto que no impide, sino que estimula la madura
espontaneidad del presbítero, quien sabrá asumir una postura pastoral serena y equilibrada,
creando una armonía en la que la capacidad personal se funde en una superior unidad.
59. Entre varios aspectos del problema, hoy mayormente relevantes, merece la pena que se
ponga en evidencia el del amor y respeto convencido de las normas litúrgicas.
La liturgia es el ejercicio del sacerdocio de Jesucristo[241], «la cumbre hacia la cual tiende la
acción de la Iglesia y, al mismo tiempo, la fuente de la que mana toda su fuerza»[242]. Ella
constituye un ámbito en el que el sacerdote debe tener particular conciencia de ser ministro,
es decir, siervo, y de deber obedecer fielmente a la Iglesia. «Regular la sagrada liturgia
compete únicamente a la autoridad de la Iglesia, que reside en la Sede Apostólica y, según
norma de derecho, en el Obispo»[243]. El sacerdote, por tanto, en tal materia no añadirá,
quitará o cambiará nada por propia iniciativa[244].
Esto vale de modo especial para los sacramentos, que son por excelencia actos de Cristo y de
la Iglesia, y que el sacerdote administra en la persona de Cristo Cabeza y en nombre de la
Iglesia, para el bien de los fieles[245]. Estos tienen verdadero derecho a participar en las
celebraciones litúrgicas tal como las quiere la Iglesia, y no según los gustos personales de
cada ministro, ni tampoco según particularismos rituales no aprobados, expresiones de
grupos, que tienden a cerrarse a la universalidad del Pueblo de Dios.
El hábito talar es el signo exterior de una realidad interior: «de hecho, el sacerdote ya no se
pertenece a sí mismo, sino que, por el carácter sacramental recibido (cfr. Catecismo de la
Iglesia Católica, n. 1563 y 1582), es “propiedad” de Dios. Este “ser de Otro” deben poder
reconocerlo todos, gracias a un testimonio límpido. […] En el modo de pensar, de hablar, de
juzgar los hechos del mundo, de servir y de amar, de relacionarse con las personas, incluso
en el hábito, el sacerdote debe sacar fuerza profética de su pertenencia sacramental, de su ser
profundo»[249].
b) por su incoherencia con el espíritu de tal disciplina, las praxis contrarias no se pueden
considerar legítimas costumbres[252] y deben ser removidas por la autoridad
competente[253].
Exceptuando las situaciones del todo excepcionales, el no usar el traje eclesiástico por parte
del clérigo puede manifestar un escaso sentido de la propia identidad de pastor, enteramente
dedicado al servicio de la Iglesia[254].
Fidelidad a la Palabra
62. Cristo encomendó a los Apóstoles y a la Iglesia la misión de predicar la Buena Nueva a
todos los hombres.
En el ministerio del presbítero hay dos exigencias. En primer lugar, está el carácter misionero
de la transmisión de la fe. El ministerio de la Palabra no puede ser abstracto o estar apartado
de la vida de la gente; por el contrario, debe hacer referencia al sentido de la vida del
hombre, de cada hombre y, por tanto, deberá entrar en las cuestiones más apremiantes, que
están delante de la conciencia humana.
Para realizar un fructuoso ministerio de la Palabra, el sacerdote también tendrá en cuenta que
el testimonio de su vida permite descubrir el poder del amor de Dios y hace persuasiva la
palabra del predicador. Además, no desatenderá la predicación explícita del misterio de
Cristo a los creyentes, a los no cristianos y a los no creyentes; la catequesis, que es
exposición ordenada y orgánica de la doctrina de la Iglesia; la aplicación de la verdad
revelada a la solución de casos concretos[257].
Este ministerio —realizado en la comunión jerárquica— los habilita a enseñar con autoridad
la fe católica y a dar testimonio oficial de la fe en nombre de la Iglesia. El Pueblo de Dios, en
efecto, «es congregado sobre todo por medio de la palabra de Dios viviente, que todos tienen
el derecho de buscar en los labios de los sacerdotes»[261].
Para que la Palabra sea auténtica se debe transmitir sin doblez y sin ninguna falsificación,
sino manifestando con franqueza la verdad delante de Dios (2 Cor 4, 2). Con madurez
responsable, el sacerdote evitará reducir, distorsionar o diluir el contenido del mensaje
divino. Su tarea consiste en «no enseñar su propia sabiduría, sino la palabra de Dios e invitar
con insistencia a todos a la conversión y la santidad »[262]. «Consiguientemente, sus
palabras, sus decisiones y sus actitudes han de ser cada vez más una trasparencia, un anuncio
y un testimonio del Evangelio; “solamente ‘permaneciendo’ en la Palabra, el sacerdote será
perfecto discípulo del Señor; conocerá la verdad y será verdaderamente libre”»[263].
Palabra y vida
63. La conciencia de la misión propia como heraldo del Evangelio, como instrumento de
Cristo y del Espíritu Santo, se debe concretar cada vez más en la pastoral, de manera que, a
la luz de la Palabra de Dios, pueda dar vida a las muchas situaciones y ambientes en que el
sacerdote desempeña su ministerio.
Para ser eficaz y creíble, es importante, por esto, que el presbítero —en la perspectiva de la
fe y de su ministerio— conozca, con constructivo sentido crítico, las ideologías, el lenguaje,
los entramados culturales, las tipologías difundidas por los medios de comunicación y que,
en gran parte, condicionan las mentalidades.
Sin lugar a dudas, no depende todo solamente de estos medios o de la capacidad humana, ya
que la gracia divina puede alcanzar su efecto independientemente del trabajo de los hombres.
Sin embargo, en el plan de Dios la predicación de la Palabra es normalmente el canal
privilegiado para la transmisión de la fe y para la misión de evangelización.
La exigencia dada por la nueva evangelización constituye un desafío para el sacerdote. Para
los que hoy están fuera o lejos del anuncio de Cristo, el presbítero sentirá particularmente
urgente y actual la dramática pregunta: «¿Cómo invocarán a Aquel en quien no han creído?;
¿cómo creerán en Aquel de quien no han oído hablar?; ¿cómo oirán hablar de Él sin nadie
que anuncie?» (Rom 10, 14).
64. El presbítero sentirá el deber de preparar, tanto remota como próximamente, la homilía
litúrgica con gran atención a sus contenidos, haciendo referencia a los textos litúrgicos, sobre
todo al Evangelio; atento al equilibrio entre parte expositiva y práctica, así como a la
pedagogía y a la técnica del buen hablar, llegando incluso hasta la buena dicción por respeto
a la dignidad del acto y de los destinatarios[269]. En particular, «se han de evitar homilías
genéricas y abstractas, que oculten la sencillez de la Palabra de Dios, así como inútiles
divagaciones que corren el riesgo de atraer la atención más sobre el predicador que sobre el
corazón del mensaje evangélico. Debe quedar claro a los fieles que lo que interesa al
predicador es mostrar a Cristo, que tiene que ser el centro de toda homilía»[270].
Palabra y catequesis
El presbítero, en cuanto colaborador del Obispo y por mandato del mismo, tiene la
responsabilidad de animar, coordinar y dirigir la actividad catequética de la comunidad que
le ha sido encomendada. Es importante que sepa integrar esta labor dentro de un proyecto
orgánico de evangelización, asegurando por encima de todo, la comunión de la catequesis en
la propia comunidad con la persona del Obispo, con la Iglesia particular y con la Iglesia
universal[272].
Con esta finalidad, el presbítero tendrá como principal punto de referencia el Catecismo de
la Iglesia Católica y su Compendio. De hecho, estos textos constituyen una norma segura y
auténtica de la enseñanza de la Iglesia[278] y, por eso, es preciso alentar su lectura y estudio.
Deben ser siempre el punto de apoyo seguro e insustituible para la enseñanza de los
«contenidos fundamentales de la fe, sintetizados sistemática y orgánicamente en
el Catecismo de la Iglesia Católica»[279]. Como ha recordado el Santo Padre Benedicto
XVI, en el Catecismo «en efecto, se pone de manifiesto la riqueza de la enseñanza que la
Iglesia ha recibido, custodiado y ofrecido en sus dos mil años de historia. Desde la Sagrada
Escritura a los Padres de la Iglesia, de los Maestros de teología a los Santos de todos los
siglos, el Catecismo ofrece una memoria permanente de los diferentes modos en que la
Iglesia ha meditado sobre la fe y ha progresado en la doctrina, para dar certeza a los
creyentes en su vida de fe»[280].
El Misterio eucarístico
De hecho, existe una íntima unión entre la primacía de la Eucaristía, la caridad pastoral y la
unidad de vida del presbítero[285]: en ella encuentra las señales decisivas para el itinerario
de santidad al que está específicamente llamado.
Es necesario recordar el valor incalculable que tiene para el sacerdote la celebración diaria de
la Santa Misa —“fuente y cumbre”[286] de la vida sacerdotal—, aún cuando no estuviera
presente ningún fiel[287]. Al respecto, enseña Benedicto XVI: «Junto con los padres del
Sínodo, recomiendo a los sacerdotes “la celebración diaria de la santa misa, aun cuando no
hubiera participación de fieles”. Esta recomendación está en consonancia ante todo con el
valor objetivamente infinito de cada celebración eucarística; y, además, está motivada por su
singular eficacia espiritual, porque si la santa Misa se vive con atención y con fe, es
formativa en el sentido más profundo de la palabra, pues promueve la configuración con
Cristo y consolida al sacerdote en su vocación»[288].
Él la vivirá como el momento central de cada día y del ministerio cotidiano, como fruto de
un deseo sincero y como ocasión de un encuentro profundo y eficaz con Cristo. En la
Eucaristía, el sacerdote aprende a darse cada día, no sólo en los momentos de gran dificultad,
sino también en las pequeñas contrariedades cotidianas. Este aprendizaje se refleja en el
amor por prepararse a la celebración del Santo Sacrificio, para vivirlo con piedad, sin prisas,
respetando las normas litúrgicas y las rúbricas, a fin de que los fieles perciban en este modo
una auténtica catequesis[289].
En una sociedad cada vez más sensible a la comunicación a través de signos e imágenes, el
sacerdote cuidará adecuadamente todo lo que puede aumentar el decoro y el aspecto sagrado
de la celebración. Es importante que en la celebración eucarística haya un adecuado cuidado
de la limpieza del lugar, de la estructura del altar y del sagrario[290], de la nobleza de los
vasos sagrados, de los paramentos[291], del canto[292], de la música[293], del silencio
sagrado[294], del uso del incienso en las celebraciones más solemnes, etc., repitiendo el
gesto amoroso de María hacia el Señor cuando «tomó una libra de perfume de nardo,
auténtico y costoso, le urgió a Jesús los pies y se los enjugó con su cabellera. Y la casa se
llenó de la fragancia del perfume» (Jn 12, 3). Todos estos elementos pueden contribuir a una
mejor participación en el Sacrificio eucarístico. De hecho, la falta de atención a estos
aspectos simbólicos de la liturgia y, aun peor, el descuido, las prisas, la superficialidad y el
desorden, vacían de significado y debilitan la función de aumentar la fe[295]. El que celebra
mal, manifiesta la debilidad de su fe y no educa a los demás en la fe. Al contrario, celebrar
bien constituye una primera e importante catequesis sobre el Santo Sacrificio.
Los Ordinarios, Superiores de los Institutos de vida consagrada, y los Moderadores de las
sociedades de vida apostólica, tienen el deber grave no sólo de preceder con el ejemplo, sino
de vigilar para que todos cumplan siempre fielmente las normas litúrgicas referentes a la
celebración eucarística, en todos los lugares.
Los sacerdotes, que celebran o concelebran están obligados al uso de los ornamentos
sagrados prescritos por las normas litúrgicas[299].
Adoración eucarística
68. La centralidad de la Eucaristía se debe indicar no sólo por la digna y piadosa celebración
del Sacrificio, sino aún más por la adoración habitual del sacramento. El presbítero debe
mostrarse modelo del rebaño también en el devoto cuidado del Señor en el sagrario y en la
meditación asidua que hace ante Jesús Sacramentado. Es conveniente que los sacerdotes
encargados de la dirección de una comunidad dediquen espacios largos de tiempo para la
adoración en comunidad —por ejemplo, todos los jueves, los días de oración por las
vocaciones, etc. —, y tributen atenciones y honores, mayores que a cualquier otro rito, al
Santísimo Sacramento del altar, también fuera de la Santa Misa. «La fe y el amor a la
Eucaristía no pueden permitir que Cristo se quede solo en el tabernáculo»[300]. Impulsados
por el ejemplo de fe de sus pastores, los fieles buscarán ocasiones a lo largo de la semana
para ir a la iglesia a adorar a nuestro Señor, presente en el tabernáculo.
La Liturgia de las Horas puede ser un momento privilegiado para la adoración eucarística.
Esta liturgia es una verdadera prolongación, a lo largo de la jornada, del sacrificio de
alabanza y acción de gracias, que tiene en la Santa Misa el centro y la fuente sacramental. La
Liturgia de las Horas, en la cual el sacerdote unido a Cristo es la voz de la Iglesia para el
mundo entero, también se celebrará comunitariamente, para que sea «intérprete y vehículo de
la voz universal, que canta la gloria de Dios y pide la salvación del hombre»[301].
Con el fin de participar a su modo en el sacrificio del Señor, no sólo con el don de sí mismos
sino también de una parte de lo que poseen, los fieles asocian una ofrenda, normalmente
pecuniaria, a la intención por la cual desean que se aplique una santa Misa. No se trata de
ningún modo de una remuneración, al ser el Sacrificio Eucarístico absolutamente gratuito.
«Impulsados por su sentido religioso y eclesial, que los fieles unan, para una participación
más activa en la celebración eucarística, una aportación personal, contribuyendo así a las
necesidades de la Iglesia y, en particular, a la sustentación de sus ministros»[305]. La
ofrenda para la celebración de santas Misas se debe considerar «una forma excelente» de
limosna[306].
Dicho uso «la Iglesia, no sólo lo aprueba, sino que lo alienta, pues lo considera como una
especie de signo de unión del bautizado con Cristo, así como del fiel con el sacerdote, el cual
desempeña su ministerio precisamente en su favor»[307]. Por tanto, los sacerdotes deben
alentarlo con una catequesis adecuada, explicando a los fieles su sentido espiritual y su
fecundidad. Ellos mismos pondrán diligencia en celebrar la Eucaristía con la viva conciencia
de que, en Cristo y con Cristo, son intercesores delante de Dios, no sólo para aplicar de modo
general el Sacrificio de la Cruz a la salvación de la humanidad, sino también para presentar a
la benevolencia divina la intención particular que se le confía. Constituye para ellos un modo
excelente para participar activamente en la celebración del memorial del Señor.
Los sacerdotes también deben estar convencidos de que, «puesto que la materia toca
directamente el augusto sacramento, cualquier apariencia de lucro o de simonía —aunque
fuese mínima— causaría escándalo»[308]. Por esto la Iglesia ha promulgado reglas precisas
al respecto[309] y castiga con una pena justa «quien obtiene ilegítimamente un lucro con la
ofrenda de la Misa»[310]. Todo sacerdote que acepte el encargo de celebrar una Santa Misa
según las intenciones del oferente, debe hacerlo, por una obligación de justicia, aplicando
una Misa distinta por cada intención para la que ha sido ofrecida[311].
No le es lícito al sacerdote pedir una cantidad mayor de la que haya determinado con decreto
la autoridad legítima; sí le es lícito recibir por la aplicación de una Misa la ofrenda mayor
que la fijada, si es espontáneamente ofrecida, y también una menor[312].
«Todo sacerdote debe anotar cuidadosamente los encargos de Misas recibidos y los ya
satisfechos»[313]. El párroco y el rector de una iglesia deben tomar nota en un libro
especial[314].
Se aceptarán sólo las ofrendas para celebrar Misas personalmente que se puedan satisfacer en
el plazo de un año[315]. «Los sacerdotes que reciben ofrendas para intenciones particulares
de santas Misas en gran número […], en lugar de rechazarlas, frustrando la santa voluntad de
los oferentes y disuadiéndolos de su buen propósito, deben entregarlas a otros sacerdotes
(cfr. C.I.C. can. 955) o bien al propio Ordinario (cfr. C.I.C. can. 956)»[316].
«En el caso de que los oferentes, previa y explícitamente avisados, acepten libremente que
sus ofrendas se acumulen con otras en una única ofrenda, se pueden satisfacer con una sola
santa Misa, celebrada según una única intención “colectiva”. En este caso, es necesario que
se indique públicamente el día, el lugar y el horario en que se celebrará dicha santa Misa, no
más de dos veces por semana»[317]. Tal excepción a la ley canónica vigente, si se ampliara
excesivamente, constituiría un abuso reprobable[318].
El sacerdote que celebre más de una Misa el mismo día, quédese sólo con la ofrenda de una
Misa y destine las demás a los fines determinados por el Ordinario[319].
Todo párroco «está obligado a aplicar la Misa por el pueblo a él confiado todos los domingos
y fiestas que sean de precepto»[320].
Ministro de la Reconciliación
70. El Espíritu Santo para la remisión de los pecados es un don de la resurrección, que se da
a los Apóstoles: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes perdonéis los pecados, les quedan
perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos» (Jn 20, 22-23). Cristo confió la
obra sacramental de reconciliación del hombre con Dios exclusivamente a sus Apóstoles y a
aquellos que les suceden en la misma misión. Los sacerdotes son, por voluntad de Cristo, los
únicos ministros del sacramento de la reconciliación[321]. Como Cristo, son enviados a
convertir a los pecadores y a llevarlos otra vez al Padre, mediante el juicio de misericordia.
La reconciliación sacramental restablece la amistad con Dios Padre y con todos sus hijos en
su familia, que es la Iglesia. Por lo tanto, esta se rejuvenece y se construye en todas sus
dimensiones: universal, diocesana y parroquial[322].
A pesar de la triste realidad de la pérdida del sentido del pecado, muy extendida en la cultura
de nuestro tiempo, el sacerdote debe practicar con gozo y dedicación el ministerio de la
formación de la conciencia, del perdón y de la paz.
Es preciso que él, por tanto, sepa identificarse en cierto sentido con este sacramento y —
asumiendo la actitud de Cristo— se incline con misericordia, como buen samaritano, sobre la
humanidad herida y muestre la novedad cristiana de la dimensión medicinal de la Penitencia,
que está dirigida a sanar y perdonar[323].
71. El presbítero deberá dedicar tiempo —incluso con días, horas establecidas— y energías a
escuchar las confesiones de los fieles[324], tanto por su oficio[325] como por la ordenación
sacramental, pues los cristianos —como demuestra la experiencia— acuden con gusto a
recibir este sacramento, allí donde saben y ven que hay sacerdotes disponibles. Asimismo,
que no se descuide la posibilidad de facilitar a cada fiel la participación en el sacramento de
la Reconciliación y la Penitencia también durante la celebración de la Santa Misa[326]. Esto
se aplica a todas partes, pero especialmente, a las zonas con las iglesias más frecuentadas y a
los santuarios, donde es posible una colaboración fraterna y responsable con los sacerdotes
religiosos y los ancianos[327].
No podemos olvidar que «la fiel y generosa disponibilidad de los sacerdotes a escuchar las
confesiones, a ejemplo de los grandes santos de la historia, como san Juan María Vianney,
san Juan Bosco, san José María Escrivá, san Pío de Pietrelcina, san José Cafasso y san
Leopoldo Mandić, nos indica a todos que el confesonario puede ser un “lugar” real de
santificación»[328].
Por lo que se refiere a la sede para oír las confesiones, las normas las establece la
Conferencia Episcopal, «asegurando en todo caso que existan siempre en lugar patente
confesionarios provistos de rejillas entre el penitente y el confesor que puedan utilizar
libremente los fieles que así lo deseen»[332]. El confesor tendrá oportunidad de iluminar la
conciencia del penitente con unas palabras que, aunque breves, serán apropiadas para su
situación concreta. Estas ayudarán a la renovada orientación personal hacia la conversión e
influirán profundamente en su camino espiritual, también a través de una satisfacción
oportuna[333]. Así se podrá vivir la confesión también como momento de dirección
espiritual.
Entre otras cosas, esto se manifestará en el cumplimiento fiel de la disciplina vigente acerca
del lugar y la sede para las confesiones, que no se deben recibir «fuera del confesionario, a
no ser por causa justa» [334].
Necesidad de confesarse
72. Como todo buen fiel, el sacerdote también tiene necesidad de confesar sus propios
pecados y debilidades. Él es el primero en saber que la práctica de este sacramento lo
fortalece en la fe y en la caridad hacia Dios y los hermanos.
Para hallarse en las mejores condiciones de mostrar con eficacia la belleza de la Penitencia,
es esencial que el ministro del sacramento ofrezca un testimonio personal precediendo a los
demás fieles en esta experiencia del perdón. Además, esto constituye la primera condición
para la revalorización pastoral del sacramento de la Reconciliación: en la confesión
frecuente, el presbítero aprende a comprender a los demás y, siguiendo el ejemplo de los
Santos, se ve impulsado a «ponerlo en el centro de sus preocupaciones pastorales»[335]. En
este sentido, es una cosa buena que los fieles sepan y vean que también sus sacerdotes se
confiesan con regularidad[336]. «Toda la existencia sacerdotal sufre un inexorable
decaimiento si le falta por negligencia o cualquier otro motivo el recurso periódico, inspirado
por auténtica fe y devoción, al sacramento de la Penitencia. En un sacerdote que no se
confesase o se confesase mal, su ser como sacerdote y su ministerio se resentirían muy
pronto, y se daría cuenta también la comunidad de la que es pastor»[337].
Para contribuir a mejorar su propia vida espiritual, es necesario que los mismos presbíteros
practiquen la dirección espiritual, porque «con la ayuda de la dirección o el consejo espiritual
[…] es más fácil discernir la acción del Espíritu Santo en la vida de cada uno»[340]. Al
poner la formación de sus almas en las manos de un hermano sabio —instrumento del
Espíritu Santo—, madurarán desde los primeros pasos de su ministerio la conciencia de la
importancia de no caminar solos por el camino de la vida espiritual y del empeño pastoral.
Para el uso de este eficaz medio de formación tan experimentado en la Iglesia, los presbíteros
tendrán plena libertad en la elección de la persona que los pueda guiar.
74. Para el sacerdote un modo fundamental de estar delante del Señor es la Liturgia de las
Horas: en ella rezamos como hombres que necesitan el diálogo con Dios, dando voz y
supliendo también a todos aquellos que quizás no saben, no quieren o no encuentran tiempo
para orar.
El Concilio Ecuménico Vaticano II recuerda que los fieles «que ejercen esta función no sólo
cumplen el oficio de la Iglesia, sino que también participan del sumo honor de la Esposa de
Cristo, porque, al alabar a Dios, están ante su trono en nombre de la Madre Iglesia»[341].
Esta oración es «la voz de la Esposa que habla al Esposo; más aún, es la oración de Cristo,
con su mismo Cuerpo, al Padre»[342]. En este sentido, el sacerdote prolonga y actualiza la
oración de Cristo Sacerdote.
75. La obligación diaria de rezar el Breviario (la Liturgia de las Horas), es asimismo uno de
los compromisos solemnes que se toman públicamente en la ordenación diaconal, que no se
puede descuidar salvo causa grave. Es una obligación de amor, que es preciso cuidar en toda
circunstancia, incluso en tiempo de vacaciones. El sacerdote tiene «la obligación de recitar
cada día todas las Horas»[343], es decir, Laudes y Vísperas, al igual que el Oficio de las
Lecturas, al menos una de las partes de Hora intermedia, y Completas.
76. A fin de que los sacerdotes puedan profundizar el significado de la Liturgia de las Horas,
se «exige no solamente armonizar la voz con el corazón que ora, sino también “adquirir una
instrucción litúrgica y bíblica más rica especialmente sobre los salmos”»[344]. Es preciso,
pues, interiorizar la Palabra divina, estar atentos a lo que el Señor “me” dice con esta
Palabra, escuchar también el comentario de los Padres de la Iglesia o del Concilio
Ecuménico Vaticano II, profundizar en la vida de los Santos y en los discursos de los Papas,
en la segunda Lectura del Oficio de las Lecturas, y rezar con esta gran invocación que son los
Salmos, que nos introducen en la oración de la Iglesia. «En la medida en que interioricemos
esta estructura, en que comprendamos esta estructura, en que asimilemos las palabras de la
Liturgia, podremos entrar en consonancia interior, de forma que no sólo hablemos con Dios
como personas individuales, sino que entremos en el “nosotros” de la Iglesia que ora; que
transformemos nuestro “yo” entrando en el “nosotros” de la Iglesia, enriqueciendo,
ensanchando este “yo”, orando con la Iglesia, con las palabras de la Iglesia, entablando
realmente un coloquio con Dios»[345]. Más que rezar el Breviario, se trata de favorecer una
actitud de escucha, y también de vivir la «experiencia del silencio»[346]. De hecho, la
Palabra se puede pronunciar y oír solamente en el silencio. Sin embargo, al mismo tiempo, el
sacerdote sabe que nuestro tiempo no favorece el recogimiento. Muchas veces tenemos la
impresión de que hay casi temor de alejarse de los instrumentos de comunicación de masa,
aunque solo sea por un momento[347]. Por esto, el sacerdote debe redescubrir el sentido del
recogimiento y de la serenidad interior «para acoger en el corazón la plena resonancia de la
voz del Espíritu Santo, y para unir más estrechamente la oración personal con la Palabra de
Dios y con la voz pública de la Iglesia»[348]; debe interiorizar cada vez más su naturaleza de
intercesor[349]. Con la Eucaristía, a la cual es “ordenado”, el sacerdote se convierte en el
intercesor calificado para tratar con Dios con gran sencillez de corazón (simpliciter) las
cuestiones de sus hermanos, los hombres. El Papa Juan Pablo II lo recordaba en su discurso
con ocasión del 30° aniversario de Presbyterorum Ordinis: «La identidad sacerdotal es una
cuestión de fidelidad a Cristo y al pueblo de Dios al que nos ha enviado. La conciencia
sacerdotal no es sólo algo únicamente personal. Es una realidad que los hombres
continuamente examinan y verifican, ya que el sacerdote es “elegido” entre los hombres y
establecido para intervenir en sus relaciones con Dios. [...] Puesto que el sacerdote es
mediador entre Dios y los hombres, muchos hombres se dirigen a él para pedirle oraciones.
Por tanto, la oración, en cierto sentido, “crea” al sacerdote, especialmente como pastor. Y, al
mismo tiempo, cada sacerdote se crea a sí mismo constantemente gracias a la oración. Pienso
en la estupenda oración del breviario, Officium divinum, en la cual toda la Iglesia con los
labios de sus ministros ora junto a Cristo»[350].
77. El sacerdote está llamado a ocuparse de otro aspecto de su ministerio, además de aquellos
ya analizados. Se trata de la solicitud por la vida de la comunidad, que le ha sido confiada, y
que se manifiesta sobre todo en el testimonio de la caridad.
Pastor de la comunidad —a imagen de Cristo, Buen Pastor, que ofrece toda su vida por la
Iglesia—, el sacerdote existe y vive para ella; por ella reza, estudia, trabaja y se sacrifica.
Estará dispuesto a dar la vida por ella, la amará como ama a Cristo, volcando sobre ella todo
su amor y su afecto[351], dedicándose —con todas sus fuerzas y sin límite de tiempo— a
configurarla, a imagen de la Iglesia Esposa de Cristo, siempre más hermosa y digna de la
complacencia del Padre y del amor del Espíritu Santo.
Esta dimensión esponsal de la vida del presbítero como pastor, actuará de manera que guíe su
comunidad sirviendo con abnegación a todos y cada uno de sus miembros, iluminando sus
conciencias con la luz de la verdad revelada, custodiando con autoridad la autenticidad
evangélica de la vida cristiana, corrigiendo los errores, perdonando, curando las heridas,
consolando las aflicciones, promoviendo la fraternidad[352].
Este conjunto de atenciones, además de garantizar un testimonio de caridad cada vez más
transparente y eficaz, manifestará también la profunda comunión, que debe existir entre el
presbítero y su comunidad, que es casi la continuación y la actualización de la comunión con
Dios, con Cristo y con la Iglesia[353]. A imitación de Jesús, el sacerdote no está llamado a
ser servido, sino a servir (cfr. Mt 20, 28). Debe estar constantemente en guardia contra la
tentación de abusar, a beneficio personal, del gran respeto y deferencia que los fieles
muestran hacia el sacerdocio y la Iglesia.
Sentir con la Iglesia
78. Para ser un buen guía de su Pueblo, el presbítero estará también atento para conocer los
signos de los tiempos: los que se refieren a la Iglesia universal y a su camino en la historia de
los hombres, y los más próximos a la situación concreta de cada comunidad.
Al desempeñar su ministerio, los presbíteros sabrán traducir esta exigencia en una constante
y sincera actitud para sentir con la Iglesia, de tal manera que trabajarán siempre en el vínculo
de la comunión con el Papa, con los Obispos, con los demás hermanos en el sacerdocio, así
como con los diáconos, los demás fieles consagrados por medio de la profesión de los votos
evangélicos y con todos los fieles.
Los presbíteros deben mostrar un amor fervoroso por la Iglesia, que es la madre de nuestra
existencia cristiana, y vivir la alegría de su pertenencia eclesial como un testimonio precioso
para todo el pueblo de Dios.
Estos mismos, por otro lado, podrán requerir —en la forma adecuada y teniendo en cuenta la
capacidad de cada uno— la cooperación de los fieles consagrados y de los fieles laicos, en el
ejercicio de su actividad.
80. Como todo valor evangélico, también el celibato se debe vivir como don de la
misericordia divina, como una novedad liberadora, como testimonio especial de radicalidad
en el seguimiento de Cristo y como signo de la realidad escatológica: «el celibato es una
anticipación que hace posible la gracia del Señor que nos “atrae” a sí hacia el mundo de la
resurrección; nos invita siempre de nuevo a trascender nuestra persona, este presente, hacia
el verdadero presente del futuro, que se convierte en presente hoy»[355].
«No todos entienden esto, sólo los que han recibido ese don. Hay eunucos que salieron así
del vientre de su madre; a otros les hicieron los hombres, y hay quienes se hacen eunucos
ellos mismos por el Reino de los cielos. El que pueda entender, que entienda» (Mt 19, 10-12)
[356]. El celibato se revela como una correspondencia en el amor de una persona que
«dejando padre y madre, sigue a Jesús, buen pastor, en una comunión apostólica, al servicio
del Pueblo de Dios»[357].
Para vivir con amor y con generosidad el don recibido, es particularmente importante que el
sacerdote entienda desde la formación del seminario la dimensión teológica y la motivación
espiritual de la disciplina sobre el celibato[358]. Este, como don y carisma particular de
Dios, requiere la observancia de la castidad y, por tanto, de la perfecta y perpetua continencia
por el Reino de los cielos, para que los ministros sagrados puedan unirse más fácilmente a
Cristo con un corazón indiviso, y dedicarse más libremente al servicio de Dios y de los
hombres[359]: «el celibato, elevando integralmente al hombre, contribuye efectivamente a su
perfección»[360]. La disciplina eclesiástica manifiesta, antes que la voluntad del sujeto
expresada por medio de su disponibilidad, la voluntad de la Iglesia, la cual encuentra su
razón última en el estrecho vínculo que el celibato tiene con la sagrada ordenación, que
configura al sacerdote con Jesucristo, Cabeza y Esposo de la Iglesia[361].
El celibato, por tanto, no es un influjo, que cae desde fuera sobre el ministerio sacerdotal, ni
puede ser considerado simplemente como una institución impuesta por ley, porque el que
recibe el sacramento del Orden se compromete a ello con plena conciencia y libertad[362],
después de una preparación que dura varios años, de una profunda reflexión y oración asidua.
Una vez que ha llegado a la firme convicción de que Cristo le concede este don por el bien
de la Iglesia y para el servicio a los demás, el sacerdote lo asume para toda la vida,
reforzando esta voluntad suya con la promesa que ya hizo durante el rito de la ordenación
diaconal[363].
Por estas razones, la ley eclesiástica sanciona, por un lado, el carisma del celibato, mostrando
cómo este está en íntima conexión con el ministerio sagrado —en su doble dimensión de
relación con Cristo y con la Iglesia— y, por otro, la libertad de aquel que lo asume[364]. El
presbítero, pues, consagrado a Cristo por un nuevo y excelso título[365], debe ser bien
consciente de que ha recibido un don de Dios que, a su vez, sancionado por un preciso
vínculo jurídico, genera la obligación moral de la observancia. Este vínculo, asumido
libremente, tiene carácter teologal y moral, antes que jurídico, y es signo de aquella realidad
esponsal que se realiza en la ordenación sacramental.
A través del don del celibato, el presbítero adquiere también esta paternidad espiritual, pero
real, que tiene dimensión universal y que, de modo particular, se concreta con respecto a la
comunidad, que le ha sido confiada[366]. «Ellos son hijos de su espíritu, hombres
encomendados por el Buen Pastor a su solicitud. Estos hombres son muchos, más numerosos
de cuantos pueden abrazar una simple familia humana […] El corazón del sacerdote, para
estar disponible a este servicio, a esta solicitud y amor, debe estar libre. El celibato es signo
de una libertad que es para el servicio. En virtud de este signo, el sacerdocio jerárquico, o sea
“ministerial”, según la tradición de nuestra Iglesia, está más estrechamente “ordenado” al
sacerdocio común de los fieles»[367].
Ejemplo de Jesús
81. El celibato, entendido de este modo, es entrega de sí mismo “en” y “con” Cristo a su
Iglesia, y expresa el servicio del sacerdote a la Iglesia “en” y “con” el Señor[368].
El ejemplo es el Señor mismo, el cual, yendo contra la que se puede considerar la cultura
dominante de su tiempo, eligió libremente vivir célibe. Al seguirlo los discípulos lo dejaron
«todo» para cumplir con la misión que les encomendó (Lc 18, 28-30).
Por ese motivo la Iglesia, desde los tiempos apostólicos, ha querido conservar el don de la
continencia perpetua de los clérigos, y ha tendido a escoger a los candidatos al Orden
sagrado entre los célibes (Cfr. 2 Tes 2, 15; 1 Cor 7, 5; 9, 5; 1 Tim 3, 2.12; 5, 9; Tit 1, 6.8)
[369].
Dificultades y objeciones
82. En el actual clima cultural, condicionado a menudo por una visión del hombre carente de
valores y, sobre todo, incapaz de dar un sentido pleno, positivo y liberador a la sexualidad
humana, aparece con frecuencia el interrogante sobre la importancia y el valor del celibato
sacerdotal o, por lo menos, sobre la oportunidad de afirmar su estrecho vínculo y su profunda
sintonía con el sacerdocio ministerial.
«En cierto sentido, esta crítica permanente contra el celibato puede sorprender, en un tiempo
en el que está cada vez más de moda no casarse. Pero el no casarse es algo
fundamentalmente muy distinto del celibato, porque el no casarse se basa en la voluntad de
vivir sólo para uno mismo, de no aceptar ningún vínculo definitivo, de mantener la vida en
una plena autonomía en todo momento, decidir en todo momento qué hacer, qué tomar de la
vida; y, por tanto, un “no” al vínculo, un “no” a lo definitivo, un guardarse la vida sólo para
sí mismos. Mientras que el celibato es precisamente lo contrario: es un “sí” definitivo, es un
dejar que Dios nos tome de la mano, abandonarse en las manos del Señor, en su “yo”, y, por
tanto, es un acto de fidelidad y de confianza, un acto que supone también la fidelidad del
matrimonio; es precisamente lo contrario de este “no”, de esta autonomía que no quiere
crearse obligaciones, que no quiere aceptar un vínculo»[371].
No podemos olvidar que el celibato se vivifica con la práctica de la virtud de la castidad, que
sólo se puede vivir cultivando la pureza con madurez sobrenatural y humana[373], en cuanto
esencial a fin de desarrollar el talento de la vocación. No es posible amar a Cristo y a los
demás con un corazón impuro. La virtud de la pureza nos hace capaces de vivir la indicación
del Apóstol: «¡Glorificad a Dios con vuestro cuerpo!» (1 Cor 6, 20). Por otro lado, cuando
falta esta virtud, todas las demás dimensiones se ven perjudicadas. Es verdad que en el
contexto actual las dificultades para vivir la santa pureza son múltiples, pero también es
verdad que el Señor concede su gracia en abundancia y ofrece los medios necesarios para
practicar, con gozo y alegría, esta virtud.
Está claro que, para garantizar y custodiar este don en un clima de sereno equilibrio y de
progreso espiritual, se deben poner en práctica todas aquellas medidas que alejan al sacerdote
de toda posible dificultad[374].
Es necesario, por tanto, que los presbíteros se comporten con la debida prudencia en las
relaciones con las personas cuya familiaridad puede poner en peligro la fidelidad al don o
bien ser causa de escándalo para los fieles[375]. En los casos particulares se debe someter al
juicio del Obispo, que tiene la obligación de impartir normas precisas sobre esta
materia[376]. Como es lógico, el sacerdote debe abstenerse de toda conducta ambigua y no
olvidar que tiene el deber prioritario de testimoniar el amor redentor de Cristo.
Desafortunadamente, por lo que se refiere a esta materia, algunas situaciones que
lamentablemente han tenido lugar han producido un daño grande a la Iglesia y a su
credibilidad, aunque en el mundo haya habido muchas más situaciones de este tipo. El
contexto actual requiere también de parte de los presbíteros una sensibilidad y prudencia
todavía mayores respecto a las relaciones con niños y protegidos[377]. En particular, es
preciso evitar situaciones que puedan dar lugar a murmuraciones (p. ej., dejar entrar a niños
solos en la casa parroquial o llevar en coche a menores de edad). En cuanto a la confesión,
sería oportuno que por lo general los menores se confesasen en el confesionario durante los
tiempos en los cuales la Iglesia está abierta al público o que, de lo contrario, si por cualquier
razón fuese necesario actuar de otro modo, se respetasen las correspondientes normas de
prudencia.
Los sacerdotes, pues, no descuiden aquellas normas ascéticas que han sido garantizadas por
la experiencia de la Iglesia y que son ahora más necesarias debido a las circunstancias
actuales. Por tanto, que eviten prudentemente frecuentar lugares, asistir a espectáculos,
realizar lecturas o frecuentar páginas Web en Internet que puedan poner en peligro la
observancia de la castidad en el celibato[378] o incluso ser ocasión y causa de graves
pecados contra la moral cristiana. Al hacer uso de los medios de comunicación social, como
agentes o como usuarios, observen la necesaria discreción y eviten todo lo que pueda dañar
la vocación.
Para custodiar con amor el don recibido, en un clima de exasperado permisivismo sexual, los
sacerdotes deben recurrir a todos los medios naturales y sobrenaturales que encuentran en la
rica tradición de la Iglesia. Por una parte, la amistad sacerdotal, cuidar las relaciones buenas
con las personas, la ascesis y el dominio de sí, la mortificación; asimismo, es útil incentivar
una cultura de la belleza, en los distintos campos de la vida, que ayude a la lucha contra todo
lo que es degradante y nocivo, alimentar una cierta pasión por el propio ministerio
apostólico, aceptar serenamente una cierta soledad, una sabia y provechosa organización del
tiempo libre para que no sea un tiempo vacío. Análogamente, son esenciales la comunión con
Cristo, una fuerte piedad eucarística, la confesión frecuente, la dirección espiritual, los
ejercicios y retiros espirituales, un espíritu de aceptación de las cruces de la vida cotidiana, la
confianza y el amor a la Iglesia, la devoción filial a la Santísima Virgen María y la
consideración del ejemplo de los sacerdotes santos de todos los tiempos[379].
Las dificultades y las objeciones han acompañado siempre, a lo largo de los siglos, la
decisión de la Iglesia Latina y de algunas Iglesias Orientales de conferir el sacerdocio
ministerial sólo a aquellos hombres que han recibido de Dios el don de la castidad en el
celibato. La disciplina de otras Iglesias Orientales, que admiten al sacerdocio a hombres
casados, no se contrapone a la de la Iglesia Latina: de hecho, las mismas Iglesias Orientales
exigen el celibato de los Obispos; tampoco admiten el matrimonio de los sacerdotes y no
permiten sucesivas nupcias a los ministros que enviudaron. Se trata, siempre y solamente, de
la ordenación de hombres que ya estaban casados.
Las objeciones que algunos presentan hoy contra el celibato sacerdotal a menudo se fundan
en argumentos que son un pretexto, como por ejemplo, las acusaciones de que refleja un
espiritualismo desencarnado o de que comporta recelo o desprecio respecto a la sexualidad;
otras veces parten de la consideración de casos tristes y dolorosos, pero que son siempre
particulares, que se tiende a generalizar. Se olvida, en cambio, el testimonio ofrecido por la
inmensa mayoría de los sacerdotes, que viven el propio celibato con libertad interior, con
ricas motivaciones evangélicas, con fecundidad espiritual, en un horizonte de convencida y
gozosa fidelidad a la propia vocación y misión, por no hablar de tantos laicos que asumen
felizmente un fecundo celibato apostólico.
83. La pobreza de Jesús tiene una finalidad salvífica. Cristo, siendo rico, se hizo pobre por
nosotros, para enriquecernos por medio de su pobreza (cfr. 2 Cor 8, 9).
A través de la condición de pobre, Cristo manifiesta que ha recibido todo del Padre desde la
eternidad, y todo lo devuelve al Padre hasta la ofrenda total de su vida.
El sacerdote, cuya parte de la herencia es el Señor (cfr. Núm 18, 20)[381], sabe que su misión
—como la de la Iglesia— se desarrolla en medio del mundo, y es consciente de que los
bienes creados son necesarios para el desarrollo personal del hombre. Sin embargo, el
sacerdote ha de usar estos bienes con sentido de responsabilidad, moderación, recta intención
y desprendimiento: todo esto porque sabe que tiene su tesoro en los Cielos; es consciente, en
fin, de que todo se debe usar para la edificación del Reino de Dios (Lc 10, 7; Mt 10, 9-10; 1
Cor 9, 14; Gál 6, 6)[382] y, por ello, se abstendrá de actividades lucrativas impropias de su
ministerio[383]. Asimismo, el presbítero debe evitar dar motivo incluso a la menor
insinuación respecto al hecho de concebir su ministerio como una oportunidad para obtener
también beneficios, favorecer a los suyos o buscar posiciones privilegiadas. Más bien, debe
estar en medio de los hombres para servir a los demás sin límite, siguiendo el ejemplo de
Cristo, el Buen Pastor (cfr. Jn 10, 10). Recordando, además, que el don que ha recibido es
gratuito, ha de estar dispuesto a dar gratuitamente (Mt 10, 8; Hch 8, 18-25)[384] y a emplear
para el bien de la Iglesia y para obras de caridad todo lo que recibe por ejercer su oficio,
después de haber satisfecho su honesto sustento y de haber cumplido los deberes del propio
estado[385].
El presbítero, por último, si bien no asume la pobreza con una promesa pública, está obligado
a llevar una vida sencilla y a abstenerse de todo lo que huela a vanidad[386]; abrazará, pues,
la pobreza voluntaria, con el fin de seguir a Jesucristo más de cerca[387]. En todo
(habitación, medios de transporte, vacaciones, etc.), el presbítero elimine todo tipo de
afectación y de lujo[388]. En este sentido, el sacerdote debe luchar cada día por no caer en el
consumismo y en las comodidades de la vida, que hoy se han apoderado de la sociedad en
numerosas partes del mundo. Un examen de conciencia serio lo ayudará a verificar cuál es su
nivel de vida, su disponibilidad a ocuparse de los fieles y a cumplir con sus propios deberes;
a preguntarse si los medios de los cuales se sirve responden a una verdadera necesidad o si,
en cambio, busca la comodidad rehuyendo el sacrificio. Precisamente en la coherencia entre
lo que dice y lo que hace, especialmente en relación a la pobreza, se juega en buena parte la
credibilidad y la eficacia apostólica del sacerdote.
Amigo de los más pobres, les reservará las más delicadas atenciones de su caridad pastoral,
con una opción preferencial por todas las formas de pobreza —viejas y nuevas—, que están
trágicamente presentes en nuestro mundo; recordará siempre que la primera miseria de la que
debe ser liberado el hombre es el pecado, raíz última de todos los males.
84. Existe una «relación esencial entre la Madre de Jesús y el sacerdocio de los ministros del
Hijo», que deriva de la relación que hay entre la divina maternidad de María y el sacerdocio
de Cristo[389].
Como a Juan al pie de la Cruz, a cada presbítero se le encomienda de modo especial a María
como Madre (cfr. Jn 19, 26-27).
Los sacerdotes, que se cuentan entre los discípulos más amados por Jesús crucificado y
resucitado, deben acoger en su vida a María como a su Madre: será Ella, por tanto, objeto de
sus continuas atenciones y de sus oraciones. La Siempre Virgen es para los sacerdotes la
Madre, que los conduce a Cristo, a la vez que los hace amar auténticamente a la Iglesia y los
guía al Reino de los Cielos.
85. Todo presbítero sabe que María, por ser Madre, es la formadora eminente de su
sacerdocio, ya que Ella es quien sabe modelar el corazón sacerdotal, protegerlo de los
peligros, cansancios y desánimos. Ella vela, con solicitud materna, para que el presbítero
pueda crecer en sabiduría, edad y gracia delante de Dios y de los hombres (cfr. Lc 2, 40).
No serán hijos devotos, quienes no sepan imitar las virtudes de la Madre. El presbítero, por
tanto, ha de mirar a María si quiere ser un ministro humilde, obediente y casto, que pueda dar
testimonio de caridad a través de la donación total al Señor y a la Iglesia[390].
La Eucaristía y María
86. En toda celebración eucarística, escuchamos de nuevo las palabras «Ahí tienes a tu hijo»
que Jesús dijo a su Madre, mientras que Él mismo nos repite a nosotros: «Ahí tienes a tu
Madre» (Jn 19, 26-27). Vivir la Eucaristía implica también recibir continuamente este don:
«María es mujer “eucarística” con toda su vida. La Iglesia, tomando a María como modelo,
ha de imitarla también en su relación con este santísimo Misterio. […] María está presente
con la Iglesia, y como Madre de la Iglesia, en todas nuestras celebraciones eucarísticas. Así
como Iglesia y Eucaristía son un binomio inseparable, lo mismo se puede decir del binomio
María y Eucaristía»[391]. De este modo, el encuentro con Jesús en el Sacrificio del Altar
conlleva inevitablemente el encuentro con María, su Madre. En realidad, «por su
identificación y conformación sacramental a Jesús, Hijo de Dios e Hijo de María, todo
sacerdote puede y debe sentirse verdaderamente hijo predilecto de esta altísima y
humildísima Madre»[392].
Obra maestra del Sacrificio sacerdotal de Cristo, la siempre Virgen Madre de Dios representa
a la Iglesia del modo más puro, «sin mancha ni arruga», totalmente «santa e inmaculada»
(Ef 5, 27). La contemplación de la Santísima Virgen pone siempre ante la mirada del
presbítero el ideal al que ha de tender en el ministerio en favor de la propia comunidad, para
que también esta última sea «Iglesia totalmente gloriosa» (ibid.) mediante el don sacerdotal
de la propia vida.
3.1. Principios
87. Como ha recordado Benedicto XVI «el tema de la identidad sacerdotal [...] es
determinante para el ejercicio del sacerdocio ministerial en el presente y en el futuro»[393].
Estas palabras del Santo Padre constituyen el punto de referencia sobre el cual fundar la
formación permanente del clero: ayudar a profundizar el significado de ser sacerdote. «El
sacerdote tiene como relación fundamental la que le une con Jesucristo, Cabeza y
Pastor»[394] y, en este sentido, la formación permanente debería ser un medio para acrecer
esta relación “exclusiva”, que necesariamente se repercute sobre toda la persona del
presbítero y sus acciones. La formación permanente es una exigencia, que nace y se
desarrolla a partir de la recepción del sacramento del Orden, con el cual el sacerdote no es
sólo «consagrado» por el Padre, «enviado» por el Hijo, sino también «animado» por el
Espíritu Santo. Esta exigencia está destinada a asimilar progresivamente y de modo siempre
más amplio y profundo toda la vida y la acción del presbítero en la fidelidad al don recibido:
«Por esta razón te recuerdo que reavives el don de Dios que hay en ti» (2Tim 1, 6).
Se trata de una necesidad intrínseca al mismo don divino[395], que debe ser continuamente
«vivificado» para que el presbítero pueda responder adecuadamente a su vocación. Él, en
cuanto hombre situado históricamente, tiene necesidad de perfeccionarse en todos los
aspectos de su existencia humana y espiritual para poder alcanzar aquella conformación con
Cristo, que es el principio unificador de todas las cosas.
88. La vida espiritual del sacerdote y su ministerio pastoral van unidos a aquel continuo
trabajo sobre sí mismos —correspondencia a la obra de santificación del Espíritu Santo—,
que permite profundizar y recoger en armónica síntesis tanto la formación espiritual, como la
humana, intelectual y pastoral. Este trabajo, que se debe iniciar desde el tiempo del
seminario, debe ser favorecido por los Obispos a todos los niveles: nacional, regional y,
principalmente, diocesano.
Es motivo de alegría constatar que son ya muchas las Diócesis y las Conferencias
episcopales actualmente empeñadas en prometedoras iniciativas para dar una verdadera
formación permanente a los propios sacerdotes. Es de desear que todas las Diócesis puedan
dar respuesta a esta necesidad. De todos modos, donde esto no fuera momentáneamente
posible, es aconsejable que se pongan de acuerdo entre sí, o tomen contacto con instituciones
o personas especialmente preparadas para desempeñar una tarea tan delicada[397].
Instrumento de santificación
89. La formación permanente es un medio necesario para que el presbítero alcance el fin de
su vocación, que es el servicio de Dios y de su Pueblo.
Esta formación consiste, en la práctica, en ayudar a todos los sacerdotes a dar una respuesta
generosa en el empeño requerido por la dignidad y responsabilidad, que Dios les ha confiado
por medio del sacramento del Orden; en cuidar, defender y desarrollar su específica identidad
y vocación; en santificarse a sí mismos y a los demás mediante el ejercicio del sagrado
ministerio.
Esto significa que el presbítero debe evitar toda forma de dualismo entre espiritualidad y
ministerio, origen profundo de ciertas crisis.
Está claro que para alcanzar estos fines de orden sobrenatural, es preciso descubrir y analizar
los criterios generales sobre los que se debe estructurar la formación permanente de los
presbíteros.
A su vez, el ministro ha recibido también, como exigencia del don que recibió en la
ordenación, el derecho a tener la ayuda necesaria por parte de la Iglesia para realizar eficaz y
santamente su servicio.
92. Dicha formación debe comprender y armonizar todas las dimensiones de la vida
sacerdotal; es decir, debe tender a ayudar a cada presbítero: a desarrollar una personalidad
humana madurada en el espíritu de servicio a los demás, cualquiera que sea el encargo
recibido; a estar intelectualmente preparado en las ciencias teológicas en armonía con el
Magisterio de la Iglesia[400] y también en las humanas en cuanto relacionadas con el propio
ministerio, de manera que desempeñe con mayor eficacia su función de testigo de la fe; a
poseer una vida espiritual sólida, nutrida por la intimidad con Jesucristo y del amor por la
Iglesia; a ejercer su ministerio pastoral con empeño y dedicación.
En definitiva, tal formación debe ser completa: humana, espiritual, intelectual, pastoral,
sistemática y personalizada.
Formación humana
93. La formación humana es especialmente importante, puesto que «sin una adecuada
formación humana, toda la formación sacerdotal estaría privada de su fundamento
necesario»[401]; objetivamente constituye la plataforma y el fundamento sobre los cuales es
posible edificar el edificio de la formación intelectual, espiritual y pastoral. El presbítero no
debe olvidar que «elegido de entre los hombres [...] sigue siendo uno de ellos y está llamado
a servirles entregándoles la vida de Dios»[402]. Por eso, como hermano entre sus hermanos,
para santificarse y para lograr realizar su misión sacerdotal, deberá presentarse con un bagaje
de virtudes humanas que lo hagan digno de estima de los demás. Es preciso recordar que
«para el sacerdote, que deberá acompañar a otros en el camino de la vida y hasta el momento
de la muerte, es importante que haya conseguido un equilibrio justo entre corazón y mente,
razón y sentimiento, cuerpo y alma, y que sea humanamente “íntegro”»[403].
Existe un nexo entre vida humana y vida espiritual, que depende de la unidad del alma y del
cuerpo propia de la naturaleza humana, razón por la cual, si permanecen graves carencias
humanas, la “estructura” de la personalidad nunca está a salvo de “caídas” improvisas.
Por último, en la situación cultural actual, esta formación se debe planificar también para
contribuir —recurriendo, si fuese necesario, a la ayuda de las ciencias psicológicas[406]— a
la maduración humana: esta, aunque resulte difícil precisar sus contenidos, implica sin duda
equilibrio y armonía en la integración de tendencias y valores, la estabilidad psicológica y
afectiva, prudencia, objetividad en los juicios, fortaleza en el dominio del propio carácter,
sociabilidad, etc. De este modo, se ayuda a los presbíteros, en particular a los jóvenes, a
crecer en la maduración humana y afectiva. En este último aspecto, se enseñará también a
vivir con delicadeza la castidad, junto con la modestia y el pudor, en particular en el uso
prudente de la televisión y de Internet.
En este sentido, aunque el uso de Internet constituye una oportunidad útil para llevar el
anuncio evangélico a numerosas personas, el sacerdote deberá valorar con prudencia y
ponderación su uso, de modo que no le quite tiempo a su ministerio pastoral en aspectos
como la predicación de la Palabra de Dios, la celebración de los sacramentos, la dirección
espiritual etc., en los cuales es realmente insustituible. En cualquier caso, su participación en
estos nuevos ámbitos deberá reflejar siempre especial caridad, sentido sobrenatural,
sobriedad y temperancia, a fin de que todos se sientan atraídos, no tanto por la figura del
sacerdote, sino más bien por la Persona de Jesucristo nuestro Señor.
Formación espiritual
94. Teniendo presente cuanto ya ha sido ampliamente expuesto acerca de la vida espiritual,
sólo se presentarán algunos medios prácticos de formación.
Más concretamente, es deseable que cada presbítero, quizás con ocasión de los periódicos
ejercicios espirituales, elabore un proyecto concreto de vida personal —concordado con el
propio director espiritual— para el cual se señalan algunos puntos: 1) meditación diaria sobre
la Palabra o sobre un misterio de la fe; 2) encuentro diario y personal con Jesús en la
Eucaristía, además de la devota celebración de la Santa Misa y la confesión frecuente; 3)
devoción mariana (rosario, consagración o acto de abandono, coloquio íntimo); 4) momento
de formación doctrinal y hagiográfica; 5) descanso debido; 6) renovado empeño sobre la
puesta en práctica de las indicaciones del propio Obispo y de la propia convicción en el
modo de adherirse al Magisterio y a la disciplina eclesiástica; 7) cuidado de la comunión y de
la amistad y fraternidad sacerdotales. Asimismo, es preciso profundizar otros aspectos, como
la administración del propio tiempo y los propios bienes, el trabajo y la importancia de
trabajar junto con los demás.
Formación intelectual
95. Teniendo en cuenta la gran influencia que las corrientes humanístico-filosóficas tienen en
la cultura moderna, así como el hecho de que algunos presbíteros no siempre han recibido la
adecuada preparación en tales disciplinas, quizás entre otras cosas porque provengan de
orientaciones escolásticas diversas, se hace necesario que en los encuentros estén presentes
los temas más relevantes de carácter humanístico y filosófico o que, en cualquier caso,
«tengan una relación con las ciencias sagradas, particularmente en cuanto pueden ser útiles
en el ejercicio del ministerio pastoral»[408].
Estas temáticas constituyen también una valiosa ayuda para tratar correctamente los
principales argumentos de Sagrada Escritura, de teología fundamental, dogmática y moral, de
liturgia, de derecho canónico, de ecumenismo, etc., teniendo presente que la enseñanza de
estas materias no debe ser excesivamente problemática, ni solamente teórica o informativa,
sino que debe llevar a la auténtica formación, es decir, a la oración, a la comunión y a la
acción pastoral. Además, dedicar un tiempo —posiblemente cotidiano— al estudio de
manuales o ensayos de filosofía, teología y derecho canónico será una gran ayuda para
profundizar el sentire cum Ecclesia; en esta tarea, el Catecismo de la Iglesia Católica y
su Compendio constituyen un precioso instrumento básico.
Formación pastoral
96. Para una adecuada formación pastoral es necesario realizar encuentros, que tengan como
objetivo principal la reflexión sobre el plan pastoral de la Diócesis. En ellos, no debería faltar
tampoco el estudio de todas las cuestiones relacionadas con la vida y la práctica pastoral de
los presbíteros como, por ejemplo, la moral fundamental, la ética en la vida profesional y
social, etc. Resultaría sumamente interesante la organización de cursos o seminarios sobre la
pastoral del sacramento de la Confesión[410] o sobre cuestiones prácticas de dirección
espiritual, tanto en general como en situaciones específicas. La formación práctica en el
campo de la liturgia reviste asimismo especial importancia. Habría que prestar especial
atención a aprender a celebrar bien la Santa Misa —como ya se ha observado, el ars
celebrandi es una condición sine qua non de la actuosa participatio de los fieles— y a la
adoración fuera de la Misa.
Otros temas a tratar, particularmente útiles, pueden ser los relacionados con la catequesis, la
familia, las vocaciones sacerdotales y religiosas, el conocimiento de la vida y la
espiritualidad de los santos, los jóvenes, los ancianos, los enfermos, el ecumenismo, los
llamados «alejados», las cuestiones bioéticas, etc.
Es muy importante para la pastoral, en las actuales circunstancias, organizar ciclos especiales
para profundizar y asimilar el Catecismo de la Iglesia Católica, que —de modo especial para
los sacerdotes— constituye un precioso instrumento de formación tanto para la predicación
como, en general, para la obra de evangelización.
97. Para que la formación permanente sea completa, es necesario que esté estructurada «no
como algo, que sucede de vez en cuando, sino como una propuesta sistemática de
contenidos, que se desarrolla en etapas y se reviste de modalidades precisas»[411]. Esto
conlleva la necesidad de crear una cierta estructura organizativa, que establezca
oportunamente los instrumentos, los tiempos y los contenidos para su concreta y adecuada
realización. En este sentido, en la vida del sacerdote será útil volver a temas como: el
conocimiento completo de las Escrituras, de los Padres de la Iglesia y los grandes Concilios;
de cada uno de los contenidos de la fe en su unidad; de cuestiones esenciales de la teología
moral y de la doctrina social de la Iglesia; de teología ecuménica y de la orientación
fundamental acerca de las grandes religiones en relación con los diálogos ecuménico,
interreligioso e intercultural; de la filosofía y del derecho canónico[412].
Tal organización debe estar acompañada por el hábito del estudio personal, ya que los cursos
periódicos también resultarían de escasa utilidad si no fueran acompañados de la aplicación
al estudio[413].
Debe ser personalizada
98. Aunque se imparta a todos, la formación permanente tiene como objetivo directo el
servicio a cada uno de aquellos que la reciben. De este modo, junto con los medios colectivos
o comunes, deben existir todos los demás medios que tienden a personalizar la formación de
cada uno.
Por esta razón se debe favorecer, sobre todo entre los responsables directos, la conciencia de
tener que llegar a cada sacerdote personalmente, haciéndose cargo de cada uno, no
contentándose con poner a disposición de todos las distintas oportunidades.
A su vez, cada presbítero debe sentirse animado, con la palabra y el ejemplo de su Obispo y
de sus hermanos en el sacerdocio, a asumir la responsabilidad de la propia formación, a ser el
primer formador de sí mismo[414].
Encuentros sacerdotales
99. El itinerario de los encuentros sacerdotales debe tener la característica de la unidad y del
progreso por etapas.
Esta unidad debe apuntar a la conformación con Cristo, de modo que la verdad de fe, la vida
espiritual y la actividad ministerial lleven a la progresiva maduración de todo el presbiterio.
El camino formativo unitario está marcado por etapas bien definidas. Esto exigirá una
específica atención a las diversas edades de los presbíteros, no descuidando ninguna, como
también una verificación de las etapas ya cumplidas, con la advertencia de acordar entre ellos
los caminos formativos comunitarios con los personales, sin los cuales los primeros no
podrían surtir efecto.
Los encuentros de los sacerdotes deben considerarse necesarios para crecer en la comunión,
para una toma de conciencia cada vez mayor y para un adecuado examen de los problemas
propios de cada edad.
Acerca de los contenidos de tales reuniones, se pueden tomar los temas eventualmente
propuestos por las Conferencias episcopales nacionales y regionales. En todo caso, es
necesario que sean establecidos en un preciso plan de formación de la Diócesis que, de ser
posible, se actualice cada año[415].
Durante el curso de este año, será conveniente evitar que los nuevos ordenados sean
colocados en situaciones excesivamente gravosas o delicadas, así como también se deberán
evitar destinos en los cuales lleven a cabo su ministerio lejos de sus hermanos. Es más, sería
conveniente, en la medida de las posibilidades, favorecer alguna oportuna forma de vida en
común.
Este período de formación podría transcurrir en una residencia destinada a propósito para
este fin (Casa del Clero) o en un lugar, que pueda constituir un preciso y sereno punto de
referencia para todos los sacerdotes, que están en las primeras experiencias pastorales. Esto
facilitará el coloquio y el diálogo con el Obispo y con los hermanos, la oración en común (en
particular, la Liturgia de las Horas, así como el ejercicio de otras fructuosas prácticas de
piedad como la adoración eucarística, el Santo Rosario, etc.), el intercambio de experiencias,
el animarse recíprocamente, el florecer de buenas relaciones de amistad.
Sería oportuno que el Obispo enviase a los nuevos sacerdotes con hermanos de vida ejemplar
y celo pastoral. La primera destinación, no obstante las frecuentemente graves urgencias
pastorales, debería responder, sobre todo, a la exigencia de encaminar correctamente a los
jóvenes presbíteros. El sacrificio de un año podrá entonces ser más fructuoso para el futuro.
No es superfluo subrayar el hecho de que este año, delicado y precioso, deberá favorecer la
plena maduración del conocimiento entre el presbítero y su Obispo, que, comenzada en el
Seminario, debe convertirse en una auténtica relación de hijo con su padre.
En lo que se refiere a la parte intelectual, este año no deberá ser tanto un período de
aprendizaje de nuevas materias, sino más bien de profunda asimilación e interiorización de lo
que se ha estudiado en los cursos institucionales. De este modo se favorecerá la formación de
una mentalidad capaz de valorar los particulares a la luz del designio de Dios[418].
En definitiva, la tarea de síntesis debe constituir el camino por el que transcurre el año
pastoral. Cada elemento debe corresponder al proyecto fundamental de maduración de la
vida espiritual.
El éxito del año pastoral está siempre condicionado por el empeño personal del mismo
interesado, que debe tender cada día a la santidad, en la continua búsqueda de los medios de
santificación, que lo han ayudado desde el seminario. Además, cuando en algunas Diócesis
existan dificultades prácticas —escasez de sacerdotes, mucho trabajo pastoral, etc.— para
organizar un año con dichas características, el Obispo debe estudiar como adaptar a la
situación concreta las distintas propuestas para el año pastoral, teniendo en cuenta que en
cualquier caso resulta de gran importancia para la formación y la perseverancia en el
ministerio de los jóvenes sacerdotes.
Tiempo de descanso
101. Existen algunos factores, que pueden insinuar el desánimo en quien ejerce una actividad
pastoral: el peligro de la rutina; el cansancio físico debido al gran trabajo al que, hoy
especialmente, están sometidos los presbíteros a causa de su ministerio; el mismo cansancio
psicológico causado, a menudo, por la lucha continua contra la incomprensión, los
malentendidos, los prejuicios, el ir contra fuerzas organizadas y poderosas, que se mueven
para acreditar públicamente la opinión según la cual hoy el sacerdote pertenece a una minoría
culturalmente obsoleta.
A pesar de las urgencias pastorales, es más, justamente para afrontarlas de modo adecuado,
es conveniente reconocer nuestros límites y «encontrar y tener la humildad, la valentía de
descansar»[419]. Aunque normalmente el descanso ordinario es el medio más eficaz para
recobrar fuerzas y seguir trabajando para el Reino de Dios, puede ser útil que se conceda a
los presbíteros tiempos más o menos largos para estar de modo más sereno e intenso con el
Señor Jesús, recobrando fuerzas y ánimo para continuar el camino de santificación.
Para este fin, podrían tener una función notable los monasterios, los santuarios u otros
lugares de espiritualidad, a ser posible fuera de los grandes centros, dejando al presbítero
libre de responsabilidades pastorales directas durante el período en el cual se retira.
En algunos casos podrá ser útil que estos períodos tengan una finalidad de estudio o de
profundización en las ciencias sagradas, sin olvidar, al mismo tiempo, el fin de
fortalecimiento espiritual y apostólico.
En todo caso, que se evite cuidadosamente el peligro de considerar estos períodos como un
tiempo meramente de vacaciones o de reivindicarlos como un derecho y, el sacerdote sienta
más que nunca en los días de descanso la necesidad de celebrar el Sacrificio eucarístico,
centro y origen de su vida.
102. Es deseable, donde sea posible, erigir una «Casa del Clero» que podría constituir lugar
de encuentro para tener los citados encuentros de formación, y de referencia para otras
muchas circunstancias. Esta casa debería ofrecer todas aquellas estructuras organizativas que
puedan hacerla confortable y atrayente.
Allí donde aún no existiese ese centro y las necesidades lo sugirieran, es aconsejable crear, a
nivel nacional o regional, estructuras adaptadas para la recuperación física, psíquica y
espiritual de los sacerdotes con especiales necesidades.
103. Como demuestra la larga experiencia espiritual de la Iglesia, los Retiros y los Ejercicios
Espirituales son un instrumento idóneo y eficaz para una adecuada formación permanente del
clero. Hoy día siguen conservando toda su necesidad y actualidad. Contra una praxis, que
tiende a vaciar al hombre de todo lo que sea interioridad, el sacerdote debe encontrar a Dios
y a sí mismo haciendo un descanso espiritual para sumergirse en la meditación y en la
oración.
Por este motivo la legislación canónica establece que los clérigos: «están llamados a
participar de los retiros espirituales, según las disposiciones del derecho particular»[420].
Los dos modos más usuales, que podrían ser prescriptos por el Obispo en la propia Diócesis
son: el retiro espiritual de un día —de ser posible mensual— y los cursos anuales de retiro,
por ejemplo, de seis días.
Es muy oportuno que el Obispo programe y organice los retiros periódicos y los Ejercicios
Espirituales anuales, de modo que cada sacerdote tenga la posibilidad de elegirlos entre los
que normalmente se hacen, en la Diócesis o fuera de ella, dados por sacerdotes ejemplares,
por Asociaciones sacerdotales[421] o por Institutos religiosos especialmente experimentados
por su mismo carisma en la formación espiritual, o en monasterios.
Durante tales encuentros, es importante que se traten temas espirituales, se ofrezcan largos
espacios de silencio y de oración y se cuiden particularmente las celebraciones litúrgicas, el
sacramento de la Penitencia, la adoración eucarística, la dirección espiritual y los actos de
veneración y culto a la Virgen María.
En todo caso, es necesario que los retiros y especialmente los Ejercicios Espirituales anuales
se vivan como tiempos de oración y no como cursos de actualización teológico-pastoral.
Necesidad de la programación
104. Aun reconociendo las dificultades habituales que una auténtica formación permanente
suele encontrar, a causa sobre todo de las numerosas y gravosas obligaciones a las que están
sometidos los sacerdotes, todas las dificultades son superables cuando se pone empeño para
afrontarlas con responsabilidad.
Para mantenerse a la altura de las circunstancias y afrontar las exigencias del urgente trabajo
de evangelización, se hace necesaria —entre otros instrumentos— una acción de gobierno
pastoral valiente dirigida a hacerse cargo de los sacerdotes. Es indispensable que los Obispos
exijan, con la fuerza del amor, que sus sacerdotes sigan generosamente las legítimas
disposiciones emanadas en esta materia.
3.3. Responsables
El presbítero
Este deber deriva del hecho de que ninguno puede sustituir al propio presbítero en el vigilar
sobre sí mismo (cfr. 1 Tim 4, 16). Él, en efecto, por participar del único sacerdocio de Cristo,
está llamado a revelar y a actuar, según una vocación suya, única e irrepetible, algún aspecto
de la extraordinaria riqueza de gracia, que ha recibido.
Por otra parte, las condiciones y situaciones de vida de cada sacerdote son tales que, también
desde un punto de vista meramente humano, exigen que tome parte personalmente en su
propia formación, de manera que ponga en ejercicio las propias capacidades y posibilidades.
Entre las lecturas, el primer puesto lo debe ocupar la Sagrada Escritura; después por los
escritos de los Padres, de los Doctores de la Iglesia, de los Maestros de espiritualidad
antiguos y modernos, y los Documentos del Magisterio eclesiástico, los cuales constituyen la
fuente más autorizada y actualizada de la formación permanente; asimismo, los escritos y las
biografías de los santos serán de gran utilidad. Los presbíteros, por tanto, los estudiarán y
profundizarán de modo directo y personal para poderlos presentar adecuadamente a los fieles
laicos.
106. En todos los aspectos de la existencia sacerdotal emergerán los «particulares vínculos de
caridad apostólica, de ministerio y de fraternidad»[425], en los cuales se funda la ayuda
recíproca, que se prestarán los presbíteros[426]. Es de desear que crezca y se desarrolle la
cooperación de todos los presbíteros en el cuidado de su vida espiritual y humana, así como
del servicio ministerial. La ayuda que en este campo se debe prestar a los sacerdotes puede
encontrar un sólido apoyo en diversas Asociaciones sacerdotales. Se trata de Asociaciones
que «teniendo estatutos aprobados por la autoridad competente, estimulan a la santidad en el
ejercicio del ministerio y favorecen la unidad de los clérigos entre sí y con el propio
Obispo»[427].
Desde este punto de vista, hay que respetar con gran cuidado el derecho de cada sacerdote
diocesano a practicar la propia vida espiritual del modo que considere más oportuno, siempre
de acuerdo —como es obvio— con las características de la propia vocación, así como con los
vínculos que de ella derivan.
La Iglesia[428] tiene en gran consideración el trabajo que estas Asociaciones, así como los
Movimientos y las nuevas comunidades aprobados, cumplen en favor de los sacerdotes; lo
reconoce como un signo de la vitalidad con que el Espíritu Santo la renueva continuamente.
El Obispo
107. El Obispo, por amplia y necesitada de solicitud pastoral que sea la porción del Pueblo
de Dios que le ha sido encomendada, debe prestar una atención del todo particular en lo que
se refiere a la formación permanente de sus presbíteros[429].
Existe, en efecto, una relación especial entre estos y el Obispo, debido al «hecho que los
presbíteros reciben a través de él su sacerdocio y comparten con él la solicitud pastoral por el
Pueblo de Dios»[430]. Eso determina también que el Obispo tenga responsabilidades
específicas en el campo de la formación sacerdotal. De hecho, el Obispo debe tener una
actitud de Padre respecto a sus sacerdotes, comenzando por los seminaristas, evitando una
lejanía o un estilo personal propio de un simple “empleador”. En virtud de su función,
siempre debe mostrarse cercano a sus presbíteros, fácilmente accesible: su primera
preocupación deben ser sus sacerdotes, es decir, los colaboradores en su ministerio episcopal.
Tales responsabilidades se expresan tanto en relación con cada uno de los presbíteros —para
quienes la formación debe ser lo más personalizada posible—, como en relación con el
conjunto de todos los que forman el presbiterio diocesano. En este sentido, el Obispo
cultivará con empeño la comunicación y la comunión entre los presbíteros, teniendo cuidado,
en particular, de custodiar y promover la verdadera índole de la formación permanente,
educar sus conciencias acerca de su importancia y necesidad y, finalmente, programarla y
organizarla, estableciendo un plan de formación con las estructuras necesarias y las personas
adecuadas para llevarlo a cabo[431].
Todo Obispo, pues, se sentirá sostenido y ayudado en su tarea por sus hermanos en el
Episcopado, reunidos en Conferencia[432].
108. Ninguna formación es posible si no hay, además del sujeto que se debe formar, también
el sujeto que forma, el formador. La bondad y la eficacia de un plan de formación dependen
en parte de las estructuras pero, principalmente, de la persona de los formadores.
Es necesario, por tanto, que el mismo Obispo nombre un “grupo de formadores” y que las
personas sean elegidas entre aquellos sacerdotes altamente cualificados y estimados por su
preparación y madurez humana, espiritual, cultural y pastoral. Los formadores, en efecto,
deben ser ante todo hombres de oración, docentes con marcado sentido sobrenatural, de
profunda vida espiritual, de conducta ejemplar, con adecuada experiencia en el ministerio
sacerdotal, capaces de conjugar —como los Padres de la Iglesia y los santos maestros de
todos los tiempos— las exigencias espirituales con aquellas más propiamente humanas del
sacerdote. Pueden ser elegidos también entre los miembros de los Seminarios, de los Centros
o Instituciones académicas aprobadas por la Autoridad eclesiástica, y también entre aquellos
Institutos religiosos cuyo carisma se refiere justamente a la vida y la espiritualidad
sacerdotal. En todo caso deben ser garantizadas la ortodoxia de la doctrina y la fidelidad a la
disciplina eclesiástica. Los formadores, además, deben ser colaboradores de confianza del
Obispo, que es siempre el responsable último de la formación de los presbíteros, sus más
preciados colaboradores.
Mientras que un solo grupo de formadores es suficiente, es posible que existan —si las
necesidades lo requieren— varios grupos de programación y de realización.
109. En lo referente sobre todo a los medios colectivos, la programación de los diferentes
medios de formación permanente y de sus contenidos concretos puede ser establecida —sin
perjuicio de la responsabilidad del Obispo respecto a su circunscripción— de común acuerdo
entre varias Iglesias particulares, tanto a nivel nacional y regional —a través de las
respectivas Conferencias de los Obispos— como, principalmente, entre Diócesis limítrofes o
más cercanas. Así, por ejemplo, se podrían utilizar —si se consideran adecuadas— las
estructuras interdiocesanas, como las Facultades y los Institutos teológicos y pastorales, y
también los organismos o las federaciones empeñados en la formación presbiteral. Tal unión
de fuerzas, además de realizar una auténtica comunión entre las Iglesias particulares, podría
ofrecer a todos posibilidades más cualificadas y estimulantes para la formación
permanente[434].
110. Los Institutos de estudio, de investigación y los Centros de espiritualidad, así como los
Monasterios de observancia ejemplar y los Santuarios constituyen otros puntos de referencia
para la actualización teológica y pastoral, además de ser lugares donde cultivar el silencio, la
oración, la práctica de la confesión y de la dirección espiritual, el saludable reposo incluso
físico, los momentos de fraternidad sacerdotal. De este modo, también las familias religiosas
podrían colaborar en la formación permanente y contribuir a la renovación del clero exigida
por la nueva evangelización del Tercer Milenio.
Teniendo presente cuanto ya se ha dicho para el año pastoral, es necesario organizar, en los
primeros años de sacerdocio, encuentros anuales de formación en los que se elaboren y
profundicen adecuados temas teológicos, jurídicos, espirituales y culturales, sesiones
especiales dedicadas a problemas de moral, de pastoral, de liturgia, etc. Tales encuentros
pueden también ser ocasión para renovar el permiso de confesar, según lo establecido por
el Código de Derecho Canónico y por el Obispo[436]. Sería útil también que a los jóvenes
presbíteros se facilitara la posibilidad de una convivencia familiar entre ellos y con los más
maduros, de modo que sea posible el intercambio de experiencias, el conocimiento recíproco
y también la delicada práctica evangélica de la corrección fraterna.
En numerosos lugares también ha resultado una buena experiencia organizar a lo largo del
año breves encuentros bajo la guía del Obispo para sacerdotes jóvenes, por ejemplo, para los
que cuentan con menos de diez años de sacerdocio, a fin de acompañarlos más de cerca en
esos primeros años; sin duda, serán también ocasiones para hablar de la espiritualidad
sacerdotal, los desafíos para los ministros, la práctica pastoral, etc. en un ambiente de
convivencia fraterna y sacerdotal.
Conviene, en definitiva, que el clero joven crezca en un ambiente espiritual de auténtica
fraternidad y delicadeza, que se manifiesta en la atención personal, también en lo que
respecta a la salud física y a los diversos aspectos materiales de la vida.
112. Transcurrido un cierto número de años de ministerio, los presbíteros adquieren una
sólida experiencia y el gran mérito de darse por completo por el crecimiento del Reino de
Dios en el trabajo cotidiano. Este grupo de sacerdotes constituye un gran recurso espiritual y
pastoral.
Necesitan que les den ánimos, que los valoren con inteligencia y que les sea posible
profundizar en la formación en todas sus dimensiones, con el fin de examinarse a sí mismos
y examinar sus acciones; reavivar las motivaciones del sagrado ministerio; reflexionar sobre
las metodologías pastorales a la luz de lo que es esencial, en comunión con el presbiterio y
mediante la amistad con el propio Obispo; superar eventuales sentimientos de cansancio, de
frustración, de soledad; redescubrir, en definitiva, el manantial de la espiritualidad
sacerdotal[437].
Por este motivo, es importante que estos presbíteros se beneficien de especiales y profundas
sesiones de formación en las cuales —además de los contenidos teológicos y pastorales— se
examinen todas las dificultades psicológicas y afectivas, que pudieran nacer durante ese
período. Es aconsejable, por tanto, que en tales encuentros estén presentes no sólo el Obispo,
sino también aquellos expertos que puedan dar una contribución válida y segura para la
solución de los problemas expuestos.
Edad avanzada
113. Los presbíteros ancianos o de edad avanzada, a los cuales se debe otorgar delicadamente
todo signo de consideración, también entran en el circuito vital de la formación permanente,
considerada quizás no tanto como un estudio profundo o debate cultural, sino como
«confirmación serena y segura de la función, que todavía están llamados a desempeñar en el
Presbiterio»[438].
Además de la formación organizada para los sacerdotes de edad madura, estos podrán
convenientemente disfrutar de momentos, ambientes y encuentros especialmente dirigidos a
profundizar en el sentido contemplativo de la vida sacerdotal; para redescubrir y gustar de la
riqueza doctrinal de cuanto ha sido ya estudiado; para sentirse útiles —que lo son—,
pudiendo ser valorados en formas adecuadas de verdadero y propio ministerio, sobre todo
como expertos confesores y directores espirituales. En particular, podrán compartir con los
demás las propias experiencias, animar, acoger, escuchar y dar serenidad a sus hermanos,
estar disponibles cuando se les pida el servicio de «convertirse ellos mismos en valiosos
maestros y formadores de otros sacerdotes»[439].
El Obispo y sus sacerdotes jamás deberán dejar de realizar visitas periódicas a estos
hermanos enfermos, que podrán ser informados, sobre todo, de los acontecimientos de la
Diócesis, de modo que se sientan miembros vivos del presbiterio y de la Iglesia universal, a
la que edifican con sus sufrimientos.
Los presbíteros que se aproximan a concluir su jornada terrena, gastada al servicio de Dios
para la salvación de sus hermanos, deberán estar rodeados de un especial y afectuoso
cuidado.
Sin embargo, también estos momentos de dificultad se pueden convertir, con la ayuda del
Señor, en ocasiones privilegiadas para un crecimiento en el camino de la santidad y del
apostolado. En ellos, en efecto, el sacerdote puede descubrir que «se trata de una soledad
habitada por la presencia del Señor»[444]. Obviamente esto no puede hacer olvidar la grave
responsabilidad del Obispo y de todo el presbiterio por evitar toda soledad producida por
descuido de la comunión sacerdotal. Corresponde a la Diócesis establecer cómo realizar
encuentros entre sacerdotes a fin de que estén juntos, aprendan uno de otro, se corrijan y se
ayuden mutuamente, porque nadie es sacerdote solo y exclusivamente en esta comunión con
el Obispo cada uno puede llevar a cabo su servicio.
No hay que olvidarse tampoco de aquellos hermanos, que han abandonado el ejercicio del
ministerio sagrado, con el fin de ofrecerles la ayuda necesaria, sobre todo con la oración y la
penitencia. La debida actitud de caridad hacia ellos no debe inducir jamás a tomar en
consideración la posibilidad de confiarles tareas eclesiásticas, que puedan crear confusión y
desconcierto, sobre todo entre los fieles, a raíz de su situación.
CONCLUSIÓN
El Señor de la mies, que llama y envía a los trabajadores que deben trabajar en su campo
(cfr. Mt 9, 38), ha prometido con fidelidad eterna: «os daré pastores según mi corazón»
(Jer 3, 15). La esperanza de recibir abundantes y santas vocaciones sacerdotales, como ya
sucede en numerosos países, así como la certeza de que el Señor no permitirá que a Su
Iglesia le falte la luz necesaria para afrontar la apasionante aventura de arrojar las redes al
lago, están basadas sobre la fidelidad divina, siempre viva y operante en la Iglesia[445].
Al don de Dios, la Iglesia responde con acciones de gracias, fidelidad, docilidad al Espíritu, y
con una oración humilde e insistente.
Para realizar su misión apostólica, todo sacerdote llevará esculpidas en el corazón las
palabras del Señor: «Padre, yo te he glorificado sobre la tierra, he llevado a cabo la obra que
me encomendaste: dar la vida eterna a los hombres» (Cfr. Jn 17, 2-4). Para esto, hará de su
propia vida don de sí mismo —raíz y síntesis de la caridad pastoral— a la Iglesia, a imagen
del don de Cristo[446]. De este modo, empleará con alegría y paz todas sus fuerzas ayudando
a sus hermanos, viviendo como signo de caridad sobrenatural, en la obediencia, en la
castidad del celibato, en la sencillez de vida y en el respeto a la disciplina y la comunión de
la Iglesia.
En su obra evangelizadora, el presbítero trasciende el orden natural para adherir «a las cosas
de Dios» (Cfr. Heb 5, 1). El sacerdote, pues, está llamado a elevar al hombre engendrándolo
a la vida divina y haciéndolo crecer en la relación con Dios hasta llegar a la plenitud de
Cristo. Por esta razón, un sacerdote auténtico, movido por su fidelidad a Cristo y a la Iglesia,
constituye una fuerza incomparable de verdadero progreso para bien del mundo entero.
«La nueva evangelización requiere nuevos evangelizadores, y estos son los sacerdotes, que
se esfuerzan por vivir su ministerio como camino específico hacia la santidad»[447]. ¡Las
obras de Dios las hacen los hombres de Dios!
Como Cristo, el sacerdote debe presentarse al mundo como modelo de vida sobrenatural:
«Os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis»
(Jn 13, 15).
El testimonio dado con la vida es lo que eleva al presbítero; el testimonio es, además, la
predicación más elocuente. La misma disciplina eclesiástica, vivida por auténticas
motivaciones interiores, es una ayuda magnífica para vivir la propia identidad, para fomentar
la caridad y para dar ese auténtico testimonio de vida sin el cual la preparación cultural o la
programación más rigurosa resultarían vanas ilusiones. De nada sirve hacer, si falta el estar
con Cristo.
En esta obra tan necesaria como urgente, nadie está solo. Es necesario que los presbíteros
sean ayudados por una acción de gobierno pastoral de los propios Obispos, que sea ejemplar,
vigorosa, llena de autoridad, realizada siempre en perfecta y transparente comunión con la
Sede Apostólica y apoyada por la colaboración fraterna del entero presbiterio y de todo el
Pueblo de Dios.
A María, Estrella de la nueva evangelización, se confíe todo sacerdote. En Ella, «modelo del
amor de madre que debe animar a todos los que colaboran en la misión apostólica de la
Iglesia para engendrar a los hombres a una vida nueva»[448], los sacerdotes encontrarán la
ayuda, que les permitirá renovar sus vidas; la protección constante de María hará brotar de
sus vidas sacerdotales una fuerza evangelizadora cada vez más intensa y renovada, en este
tercer milenio de la Redención.
Oh María,
Madre de Jesucristo y Madre de los sacerdotes:
acepta este título con el que hoy te honramos
para exaltar tu maternidad
y contemplar contigo
el Sacerdocio de tu Hijo unigénito y de tus hijos,
oh Santa Madre de Dios.
Madre de Cristo,
que al Mesías Sacerdote diste un cuerpo de carne
por la unción del Espíritu Santo
para salvar a los pobres y contritos de corazón,
custodia en tu seno y en la Iglesia a los sacerdotes,
oh Madre del Salvador.
Madre de la fe,
que acompañaste al templo al Hijo del hombre,
en cumplimiento de las promesas hechas a nuestros Padres:
presenta a Dios Padre, para su gloria,
a los sacerdotes de tu Hijo,
oh Arca de la Alianza.
Madre de la Iglesia,
que con los discípulos en el Cenáculo
implorabas el Espíritu
para el nuevo Pueblo y sus Pastores:
alcanza para el orden de los presbíteros
la plenitud de los dones,
oh Reina de los Apóstoles.
Madre de Jesucristo,
que estuviste con Él al comienzo de su vida
y de su misión,
lo buscaste como Maestro entre la muchedumbre,
lo acompañaste en la cruz,
exhausto por el sacrificio único y eterno,
y tuviste a tu lado a Juan, como hijo tuyo:
acoge desde el principio
a los llamados al sacerdocio,
protégelos en su formación,
y acompaña a tus hijos
en su vida y en su ministerio,
oh Madre de los Sacerdotes.
Amén. [449]
[5] Cfr. Por ejemplo: Juan Pablo II, Carta ap. en forma de motu proprio Misericordia Dei (7
de abril de 2002): AAS 94 (2002), 452-459; Carta enc. Ecclesia de Eucharistia (17 de abril de
2003): AAS 95 (2003), 433-475; Exhort. ap. post-sinodal Pastores gregis (16 de octubre de
2003): AAS 96 (2004), 825-924; Cartas a los sacerdotes (1995-2002; 2004-2005); Benedicto
XVI, Exhort. ap. post-sinodal Sacramentum caritatis (22 de febrero de 2007): AAS 99
(2007), 105-180; Mensaje a los participantes en la XX edición del curso sobre el fuero
interno, organizado por la Penitenciaría Apostólica (12 de marzo de 2009): “L’Osservatore
Romano”, edición en lengua española, n. 12, 20 de marzo de 2009, 9; Discurso a los
participantes en la plenaria de la Congregación para el Clero (16 de marzo de 2009):
“L’Osservatore Romano”, edición en lengua española, n. 12, 20 de marzo de 2009, 5 y
9; Carta para la convocación del Año sacerdotal con ocasión del 150º aniversario del “Dies
natalis” de Juan María Vianney (16 de junio de 2009): “L’Osservatore Romano”, edición en
lengua española, 19 de junio de 2009, 7; Discurso a los participantes en un curso
organizado por la Penitenciaría Apostólica (11 de marzo de 2010): “L’Osservatore
Romano”, edición en lengua española, n. 11, 14 de marzo de 2010, 5; Discurso a los
participantes en el Congreso Teológico organizado por la Congregación para el Clero (12
de marzo de 2010): “L’Osservatore Romano”, edición en lengua española, n. 12, 21 de
marzo de 2010, 5, 5; Vigilia con ocasión de la Conclusión del Año sacerdotal (10 de junio de
2010): “L’Osservatore Romano”, edición en lengua española, n. 25, 20 de junio de 2010, 8-
10; Carta a los seminaristas (18 de octubre de 2010): “L’Osservatore Romano”, edición en
lengua española, n. 43, 24 de octubre de 2010, 3-4.
[14] Ibid., 15.
[15] Ibid., 21; Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 2; 12.
[16] Cfr. Ibid., 12.
[17] Ibid., 23.
[19] Ibid., 16.
[21] Cfr. Conc. Ecum. Trident., Sessio XXIII, De sacramento Ordinis: DS, 1763-1778; Juan
Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 11-18; Audiencia general (31 de
marzo de 1993): “L’Osservatore Romano”, edición en lengua española, n. 14, 2 de abril de
1993, 3.
[23] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 18-31; Decr. Presbyterorum
Ordinis, 2; C.I.C., can. 1008.
[24] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 10; Decr. Presbyterorum
Ordinis, 2.
[26] Cfr. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 13-14; Audiencia
general (31 marzo 1993).
[28] Ibid.
[32] Cfr. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 18.
[33] Cfr. ibid., 15.
[40] Cfr. ibid.
[43] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 28; Decr. Presbyterorum
Ordinis, 7; Decr. Christus Dominus, 28; Decr. Ad Gentes, 19; Juan Pablo II, Exhort. ap.
postsinodal Pastores dabo vobis, 17.
[46] Cfr. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 16.
[48] Cfr. Juan Pablo II, Carta enc. Redemptoris missio (7 dicembre 1990), 23: AAS 83
(1991), 269.
[49] Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 10; Cfr. Juan Pablo II, Exhort. ap.
postsinodal Pastores dabo vobis, 32.
[50] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 28; Decr. Presbyterorum
Ordinis, 7.
[52] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 23; 26; S. Congregación para el
Clero, Notas directrices Postquam Apostoli (25 de marzo de 1980), 5; 14; 23: AAS 72 (1980),
346-347; 353-354; 360-361; Tertuliano, De praescriptione, 20, 5-9: CCL 1, 201-202;
Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta Communionis notio sobre algunos aspectos de
la Iglesia entendida como comunión, 10.
[55] Cfr. Congregación para el Clero, carta circular La identidad misionera del Presbítero en
la Iglesia como dimensión intrínseca del ejercicio de los tria munera (29 de junio de 2010),
3.3.5: LEV, Ciudad del Vaticano 2011, 307.
[56] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 23; Decr. Presbyterorum
Ordinis, 10; Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 32; S. Congregación
para el Clero, Notas directrices Postquam Apostoli (25 de marzo de 1980); Congregación
para la Evangelización de los pueblos, Guía pastoral para los sacerdotes diocesanos de las
Iglesias que dependen de la Congregación para la Evangelización de los Pueblos (1 de
octubre de 1989), 4: EV 11, 1588-1590; C.I.C., can. 271.
[64] Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Christifideles laici (30 de diciembre de 1988), 37.
[66] Ratzinger Card. Josef, Conferencia con ocasión del Jubileo de los Catequistas (10 de
diciembre de 2000).
[69] Juan Pablo II, Carta ap. Novo millennio ineunte (6 de enero de 2001), 40: AAS 93
(2001), 294-295.
[76] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 28; Cfr. Congregación para la
Doctrina de la Fe, Nota doctrinal acerca de algunos aspectos de la Evangelización (3 de
diciembre de 2007), 12; Pablo VI, Exhort. ap. postsinodal Evangelii nuntiandi (8 de
diciembre de 1975), 52.
[78] Ibid., 2.
[79] Ibid., 4.
[81] Ibid.
[91] Ibid., 11.
[92] Ibid., 28.
[94] Benedicto XVI, Carta ap. en forma de Motu proprio Porta fidei (11 de octubre de 2011),
9: AAS 103 (2011), 728.
[102] Juan Pablo II, Carta a los Sacerdotes con ocasión del Jueves Santo (8 de abril de
1979), 8: AAS 71 (1979), 393-417.
[103] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 16; Pablo VI, Carta
enc. Sacerdotalis caelibatus (24 de junio de 1967), 56.
[104] S. Juan María Vianney, en B. Nodet, Le curé d’Ars. Sa pensée - Son cœur, ed. Xavier
Mappus, Foi Vivante, 1966, 98-99 (citado en Benedicto XVI, Carta para la convocación del
Año sacerdotal con ocasión del 150º aniversario del “Dies natalis” de Juan María
Vianney (16 de junio de 2009): l.c., 7).
[105] Cfr. S. Agustín, In Iohannis Evangelium Tractatus, 123, 5: CCL 36, 678; Conc. Ecum.
Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 14.
[107] Cfr. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 21; C.I.C., can. 274.
[110] Cfr. Conc. Ecum. Trident., Sessio XXIII, De sacramento Ordinis, cap. I e IV, cann. 3,
4, 6: DS, 1763-1776; Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 10; S.
Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta a los Obispos de la Iglesia Católica acerca de
algunas cuestiones concernientes al ministro de la Eucaristía Sacerdotium ministeriale (6 de
agosto de 1983), 1: AAS 75 (1983), 1001.
[111]Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 9, 32; C.I.C., can. 208.
[113]Cfr. Ibid.
[119] Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 12; Cfr. Conc. Ecum. Vat.
II, Const. dogm. Lumen gentium, 1.
[120] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 8.
[124] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 22; Decr. Christus Dominus,
4; C.I.C., can. 336.
[127] Cfr. Santo Tomás de Aquino, Summa theol., III, q. 82, a. 2 ad 2; Sent. IV, d. 13, q. 1, a
2, q 2; Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, 41, 57.
[129] Cfr. C.I.C. can. 273.
[130] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 15; Juan Pablo II, Exhort. ap.
postsinodal Pastores dabo vobis, 65; 79.
[131] S. Ignacio de Antioquía, Ad Ephesios, XX 1-2: «[...] Si el Señor me revelara que cada
uno por su cuenta y todos juntos [...] vosotros estáis unidos de corazón en una inquebrantable
sumisión al Obispo y al presbiterio, partiendo el único pan, que es remedio de inmortalidad,
antídoto para no morir, sino para vivir siempre en Jesucristo»: Patres Apostolici; ed. F.X.
FUNK, II, 203-205.
[132] Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 17: l.c., 683; Cfr. Conc.
Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 28; Decr. Presbyterorum Ordinis, 8; C.I.C.,
can. 275, § 1.
[133] Cfr. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 74; Congregación para
la evangelización de los pueblos, Guía pastoral para los sacerdotes diocesanos de las
Iglesias que dependen de la Congregación para la Evangelización de los Pueblos, 6.
[134] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 8; C.I.C., can. 369, 498 y 499.
[139] Cfr. Juan Pablo II, Discurso en la Catedral de Quito a los Obispos, los Sacerdotes, los
Religiosos y los Seminaristas (29 de enero de 1985): “L’Osservatore Romano”, edición en
lengua española, n. 6, 10 de febrero de 1985, 6-7.
[151] Cfr. Ibid., 8.
[153] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 28; Decr. Presbyterorum
Ordinis, 8; Decr. Christus Dominus, 30.
[157] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, 26; 99; Institutio generalis
Liturgiae Horarum, 25.
[158] Cfr. C.I.C., can. 278 § 2; Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis,
31; 68; 81.
[166] S. Cipriano, De Oratione Domini, 23: PL 4, 553; Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const.
dogm. Lumen gentium, 4.
[168] Cfr. Juan Pablo II, Audiencia general (7 de julio de 1993); Conc. Ecum. Vat. II,
Decr. Presbyterorum Ordinis, 15.
[170] Cfr. Conc. Ecum Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 9; C.I.C., can. 275 § 2 y 529 §
2.
[178] Cfr. Conc. Ecum Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 11; C.I.C., can. 233 § 1.
[185] Cfr. Juan Pablo II, Carta ap. Novo millennio ineunte (6 de enero de 2001): AAS 93
(2001), 266-309; Benedicto XVI, Audiencia general (13 de abril de 2011): “L’Osservatore
Romano”, edición en lengua española, n.16, 17 de abril de 2011, 11-12.
[189] Ibid., 1.
[190] Ibid., 25.
[191] Cfr. ibid.
[193] Ibid.
[200]Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 5; 18; Juan Pablo II, Exhort.
ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 23; 26; 38; 46; 48; C.I.C., can. 246 § 1 y 276 § 2, 2°.
[201]Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 5; 18; C.I.C., cann. 246, § 4;
276, § 2, 5°; Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 26; 48.
[202]Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 18; C.I.C., can. 239; Juan
Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 40; 50; 81.
[203]Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 18; C.I.C., can. 246 § 2; 276 §
2, 3°; Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 26; 72; Congregación para
el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, Respuestas Celebratio integra a
cuestiones acerca de la obligatoriedad del rezo de la Liturgia de las Horas (15 de noviembre
de 2000), en Notitiae 37 (2001), 190-194.
[204] Cfr. C.I.C. can. 1174 § 1.
[205] Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 18; Juan Pablo II, Exhort. ap.
postsinodal Pastores dabo vobis, 26; 37-38; 47; 51; 53; 72.
[207] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 4; 13; 18; Juan Pablo II,
Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 26; 47; 53; 70; 72.
[208]Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 18; C.I.C., can. 276 § 2, 4°;
Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 80.
[209]Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis 18; C.I.C., can. 246 § 3 y 276 §
2, 5°. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 36; 38; 45; 82.
[210] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 18; Juan Pablo II, Exhort. ap.
postsinodal Pastores dabo vobis, 26; 37-38; 47; 51; 53; 72.
[212] Cfr. Juan Pablo II, Carta a los Sacerdotes para el Jueves Santo de 1979 (8 de abril de
1979), 1; Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 80.
[217] Ibid.
[221]Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 18; Sínodo de los Obispos,
Documento acerca del sacerdocio ministerial Ultimis temporibus (30 de noviembre de 1971),
II, I, 3: l.c., 913-915; Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 46-
47; Audiencia general (2 de junio de 1993), 3.
[222]«Numquam enim minus solus sum, quam cum solus esse videor»: Epist. 33 (Maur. 49),
1: CSEL 82, 229.
[223] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 14; Juan Pablo II, Exhort. ap.
postsinodal Pastores dabo vobis, 23.
[226] Cfr. Ibid., 15; Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 27.
[227] Cfr. Juan Pablo II, Carta enc. Veritatis splendor (6 agosto 1993), 31; 32; 106: AAS 85
(1993), 1158-1159; 1159-1160; 1216.
[230] Ibid.
[234] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Christus Dominus, 2; Const. dogm. Lumen gentium,
22; C.I.C., can. 333 § 1.
[237] Ibid.
[238] Cfr. Juan Pablo II, Const. ap. Sacrae disciplinae leges (25 de enero de 1983): AAS 75
(1983), Pars II, XIII; Discurso a los participantes en el Symposium internationale «Ius in vita
et in missione Ecclesiae» (23 de abril de 1993): “L'Osservatore Romano”, 25 de abril de
1993, 4.
[239] Cfr. Juan Pablo II, Const. ap. Sacrae disciplinae leges (25 de enero de 1983): l.c., Pars
II, XIII.
[242] Ibid., 10.
[252] Cfr. Ibid., can. 24 § 2.
[255] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, 5; Catecismo de la Iglesia
Católica, 1-2, 142.
[265] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, 10; Juan Pablo II, Audiencia
general (12 de mayo de 1993).
[276] Cfr. ibid., 6.
[280] Ibid.
[282] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 5; Benedicto XVI, Exhort. ap.
postsinodal Sacramentum caritatis (22 de febrero de 2007), 78; 84-88.
[283] Ibid.
[284] «Sacerdos habet duos actus: unum principalem, supra corpus Christi verum; et alium
secundarium, supra corpus Christi mysticum. Secundus autem actus dependet a primo, sed
non convertitur» (Santo Tomás, Summa theologiae, Suppl., q. 36, a. 2, ad 1).
[286] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 11; Cfr. también,
Decr. Presbyterorum Ordinis, 18.
[290] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, 128; Juan Pablo II, Carta
enc. Ecclesia de Eucharistia (17 de abril de 2003), 49-50: l.c., 465-467; Benedicto XVI,
Exhort. ap. postsinodal Sacramentum caritatis, 80.
[293] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, 112, 114, 116; Juan Pablo
II, Carta enc. Ecclesia de Eucharistia (17 de abril de 2003), 49: l.c., 465-466; Benedicto
XVI, Exhort. ap. postsinodal Sacramentum caritatis (22 de febrero de 2007), 42: l.c., 138-
139.
[294] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, 120.
[296] Juan Pablo II, Carta enc. Ecclesia de Eucharistia, 52. Cfr. Congregación para el Culto
Divino y la Disciplina de los Sacramentos, Instrucción Redemptionis Sacramentum (25 de
marzo de 2004): l.c., 549-601.
[297] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, 22; C.I.C., can. 846 § 1;
Benedicto XVI, Exhort. ap. postsinodal Sacramentum caritatis (22 de febrero de 2007), 40.
[301] Juan Pablo II, Audiencia general (2 de junio de 1993), 5; Cfr. Conc. Ecum. Vat. II,
Const. Sacrosanctum Concilium, 99-100.
[321] Cfr. Conc. Ecum. Trident., sess. VI, De Iustificatione, c. 14; sess. XIV, De Poenitentia,
c. 1, 2, 5-7, can. 10; sess. XXIII, De Ordine, c. 1; Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum
Ordinis, 2, 5; C.I.C., can. 965.
[324] Cfr. Juan Pablo II, Carta ap. en forma de motu proprio Misericordia Dei (7 de abril de
2002), 1-2: l.c., 455.
[326] «Los Ordinarios del lugar, así como los párrocos y los rectores de iglesias y santuarios,
deben verificar periódicamente que se den de hecho las máximas facilidades posibles para la
confesión de los fieles. En particular, se recomienda la presencia visible de los confesores en
los lugares de culto durante los horarios previstos, la adecuación de estos horarios a la
situación real de los penitentes y la especial disponibilidad para confesar antes de las Misas y
también, para atender a las necesidades de los fieles, durante la celebración de la Santa Misa,
si hay otros sacerdotes disponibles»: Juan Pablo II, Carta ap. Misericordia Dei, 2.
[329] Cfr. C.I.C., can. 960; Juan Pablo II, Litt. enc. Redemptor hominis, 20: AAS 64 (1979),
257-324; Carta ap. Misericordia Dei (7 de abril de 2002), 3: l.c., 456.
[330] Juan Pablo II, Carta ap. Misericordia Dei (7 de abril de 2002), 1: l.c., 455.
[332] C.I.C., can. 964 § 2. Además, el ministro del sacramento, por causa justa y excluído el
caso de necesidad, puede legítimamente decidir, aunque el penitente no lo pida, que la
confesión sacramental se reciba en un confesionario provisto de rejilla fija (Cfr. Consejo
Pontificio para los textos Legislativos, Responsio ad propositum dubium: de loco excipiendi
sacramentales confessiones: AAS 90 [1998], 711).
[334] Ibid., can. 964; Cfr. Juan Pablo II, Carta ap. Misericordia Dei (7 de abril de 2002),
9: l.c., 459.
[335] Benedicto XVI, Carta para la convocación del Año sacerdotal con ocasión del 150º
aniversario del “Dies natalis” de Juan María Vianney, 16 de junio de 2009: l.c., 7.
[336] Cfr. C.I.C., can. 276 § 2, 5°; Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 18.
[337] Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Reconciliatio et paenitentia, 31; Exhort. ap.
postsinodal Pastores dabo vobis, 26.
[342] Ibid., 84.
[351] Cfr. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 22-23; Cfr. Carta
ap. Mulieris dignitatem (15 agosto 1988), 26: AAS 80 (1988), 1715-1716.
[352] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 6; C.I.C., can. 529 § 1.
[353] S. Juan Crisóstomo, De sacerdotio, III, 6: PG 48, 643-644: «El nacimiento espiritual
de las almas es privilegio de los sacerdotes: ellos las hacen nacer a la vida de la gracia por
medio del Bautismo; por medio de ellos nos revestimos de Cristo, somos sepultados con el
Hijo de Dios y llegamos a ser miembros de aquella santa Cabeza (cfr. Rom 6, 1; Gál 3, 27).
Por lo tanto, nosotros debemos respetar a los sacerdotes más que a príncipes y reyes, y
venerarlos más que a nuestros padres. Estos últimos nos han engendrado por medio de la
sangre y de la voluntad de la carne (cfr. Jn 1, 13); los sacerdotes en cambio, nos hacen nacer
como hijos de Dios, pues son los instrumentos de nuestra bienaventurada regeneración, de
nuestra libertad y de nuestra adopción en el orden de la gracia».
[354] Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 29; Cfr. Conc. Ecum. Vat.
II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 16; PaBlo VI, Carta enc. Sacerdotalis caelibatus (24 de
junio de 1967), 14: l.c., 662; C.I.C., can. 277 § 1.
[358] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Optatam totius, 10; C.I.C., can. 247, § 1; S.
Congregación para la Educación Católica, Ratio Fundamentalis Institutionis Sacerdotalis,
48; Orientaciones educativas para la formación al celibato sacerdotal (11 de abril de 1974),
16: EV 5 (1974-1976), 200-201.
[359] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 16; Juan Pablo II, Carta a los
Sacerdotes para el Jueves Santo de 1979 (8 de abril de 1979), 8: l.c., 405-409; Exhort. ap.
postsinodal Pastores dabo vobis, 29; C.I.C., can. 277 § 1.
[361] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 16; Paolo VI, Carta
enc. Sacerdotalis caelibatus, 14.
[362] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 16; C.I.C., can. 1036 y 1037.
[366] Cfr. ibid.
[367] Juan Pablo II, Carta a los Sacerdotes para el Jueves Santo (8 de abril de 1979), 8.
[368] Cfr. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 29.
[369] Para la interpretación de estos textos, Cfr. Conc. de Elvira, (a. 300-305) can. 27; 33:
Bruns Herm. Canones Apostolorum et Conciliorum saec. IV-VII, II, 5-6; Conc. De
Neocesarea (a. 314), can. 1: Pont.Commissio ad redigendum C.I.C Orientalis, IX, 1/2, 74-82;
Conc. Ecum. Niceno I (a. 325), can. 3: Conc. Oecum. Decr., 6; Sínodo Romano (a.
386): Concilia Africae a. 345-325, CCL 149, (in Conc. de Telepte), 58-63; Conc. de Cartago
(a. 390): ibid., 13; 133 ss.; Conc. Trullano (a. 691), can. 3, 6, 12, 13, 26, 30, 48: Pont.
Commissio ad redigendum C.I.C. Orientalis, IX, I/1, 125-186; Siricio, decretal Directa (a.
386): PL 13, 1131-1147; Inocencio I, carta Dominus inter (a. 405): Bruns, Cit. 274-277. S.
León Mano, Carta a Rusticus (a. 456): PL 54, 1191; Eusebio de Cesarea, Demonstratio
Evangelica, 1, 9: PG 22, 82 (78-83); Epifanio de Salamina, Panarion, PG 41, 868,
1024; Expositio Fidei, PG 42, 822-826.
[373] Cfr. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 29; 50; Congregación
para la educación Católica, Instrucción In continuità acerca de los criterios de discernimiento
vocacional en relación con las personas de tendencias homosexuales antes de su admisión al
Seminario y a las Órdenes sagradas (4 de noviembre de 2005): AAS 97 (2005), 1007-
1013; Orientaciones educativas para la formación al celibato sacerdotal (11 de abril de
1974): EV 5 (1974-1976), 188-256.
[374] Cfr. S. Juan Crisóstomo, De Sacerdotio VI 2: PG 48, 679: «El alma del sacerdote debe
ser más pura que los rayos del sol, para que el Espíritu Santo no lo abandone y para que
pueda decir: Ya no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí (Gál 2, 20). Si los
anacoretas del desierto, alejados de la ciudad y de los encuentros públicos y de todo ruido
propio de esos lugares, gozando plenamente del puerto y de la bonanza, no se confían en la
seguridad propia de la vida, sino que agregan multitud de otros cuidados, creciendo en
virtudes y cuidando de hacer y decir las cosas con diligencia, para poder presentarse en la
presencia de Dios con confianza e intacta pureza, en todo lo que resulta a las facultades
humanas; ¿qué fuerza y violencia te parece que serán necesarias al sacerdote, para sustraer su
alma de toda mancha y conservar intacta la belleza espiritual? Él ciertamente necesita una
mayor pureza que los monjes. Y, sin embargo, justamente él, que necesita más, está expuesto
a mayores ocasiones inevitables, en las cuales puede resultar contaminado si, con asidua
sobriedad y vigilancia, no hace que su alma sea inaccesible a esas insidias».
[377] Cfr. Juan Pablo II, Litterae apostolicae Motu Proprio datae Sacramentorum sanctitatis
tutela quibus Normae de gravioribus delictis Congregationi pro Doctrina Fidei reservatis
promulgantur (30 de abril de 2001): AAS 93 (2001), 737-739 (modificadas por Benedicto
XVI el 21 de mayo de 2010: AAS 102 [2010] 419-430).
[379] Cfr. Pablo VI, Carta enc. Sacerdotalis caelibatus, 79-81; Juan Pablo II, Exhort. ap.
postsinodal Pastores dabo vobis, 29.
[382] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 17; Juan Pablo II, Audiencia
general (21 de julio de 1993), 3: “L’Osservatore Romano”, edición en lengua española, n.
30, 23 de julio de 1993, 3.
[388] Cfr. ibid., 17.
[391] Juan Pablo II, Carta enc. Ecclesia de Eucharistia (17 de abril de 2003): l.c., 53; 57.
[395] Cfr. ibid., 70.
[396] Cfr. ibid.
[397] Cfr. ibid., 79.
[399] Cfr. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 76.
[401] Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 43; Cfr. Conc. Ecum. Vat.
II, Decr. Optatam totius, 11.
[402] Benedicto XVI, Videomensaje a los participantes en el retiro sacerdotal
internacional (27 de septiembre - 3 de octubre de 2009): “L’Osservatore Romano”, edición
en lengua española, n. 40, 2 de octubre de 2009, 3.
[405] Ibid., 14.
[407] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 19; Decr. Optatam totius,
22; C.I.C., can. 279 § 2; S. Congregación para la Educación Católica, Ratio Fundamentalis
Institutionis Sacerdotalis (19 de marzo de 1985), 101.
[409] Cfr. Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus (1 de mayo de 1991), 57: AAS 83
(1991), 862-863.
[413] Cfr. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 79.
[414] Cfr. ibid.
[415] Cfr. ibid.
[417] Cfr. Pablo VI, Carta ap. Ecclesiae Sanctae (6 agosto 1966), I, 7: AAS 58 (1966), 761;
S. Congregación para el Clero, Carta circular a los Presidentes de las Conferencias
episcopales Inter ea (4 de noviembre de 1969), 16: l.c., 130-131; S. Congregación para la
educación católica, Ratio Fundamentalis Institutionis Sacerdotalis (19 de marzo de 1985),
63; 101; C.I.C., can. 1032 § 2.
[424] Cfr. ibid., 70.
[426] Cfr. ibid.
[428] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 8; C.I.C., can. 278, § 2; Juan
Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 81.
[429] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Christus Dominus, 16; Juan Pablo II, Exhort. ap.
postsinodal Pastores gregis, 47.
[431] Cfr. ibid.
[432] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Optatam totius, 22; S. Congrega-ción para la
Educación Católica, Ratio Fundamentalis Institutionis Sacerdotalis (19 de marzo de 1985),
101.
[434] Cfr. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 79.
[435] Cfr. ibid.
[438] Ibid.
[439] Ibid.
[440] Ibid.
[441] Ibid., 41.
[442] Ibid., 77.
[443] Cfr. ibid., 74.
[444] Ibid.
[445] Cfr. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 82.
[446] Cfr. ibid., 23.
[447] Ibid., 82.
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