Directorio para El Ministerio y La Vida de Los Presbíteros

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CONGREGACIÓN PARA EL CLERO

DIRECTORIO PARA EL MINISTERIO


Y LA VIDA DE LOS PRESBÍTEROS

Nueva Edición

ÍNDICE

PRESENTACIÓN

INTRODUCCIÓN

I. IDENTIDAD DEL PRESBÍTERO

El sacerdocio como don


Raíz sacramental

1.1. Dimensión trinitaria

En comunión con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo


En el dinamismo trinitario de la salvación
Relación íntima con la Trinidad

1.2. Dimensión cristológica

Identidad específica
Consagración y misión

1.3. Dimensión pneumatológica

Carácter sacramental
Comunión personal con el Espíritu Santo
Invocación del Espíritu
Fuerza para guiar la comunidad

1.4. Dimensión eclesiológica

“En” la Iglesia y “ante” la Iglesia


Partícipe de la esponsalidad de Cristo
Universalidad del sacerdocio
Índole misionera del sacerdocio para una Nueva Evangelización
«¡La fe se fortalece dándola!»
Paternidad espiritual
Autoridad como “amoris officium”
Tentación del democraticismo y del igualitarismo
Distinción entre sacerdocio común y sacerdocio ministerial

1.5. Comunión sacerdotal
Comunión con la Trinidad y con Cristo
Comunión con la Iglesia
Comunión jerárquica
Comunión en la celebración eucarística
Comunión en la actividad ministerial
Comunión en el presbiterio
La incardinación, auténtico vínculo jurídico con valor espiritual
El presbiterio, lugar de santificación
Fraterna amistad sacerdotal
Vida en común
Comunión con los fieles laicos
Comunión con los miembros de los Institutos de vida consagrada.
Pastoral vocacional
Compromiso político y social

II. ESPIRITUALIDAD SACERDOTAL

2.1. Contexto histórico actual

Saber interpretar los signos de los tiempos


La exigencia de la conversión para la evangelización
El desafío de las sectas y de los nuevos cultos
Luces y sombras de la labor ministerial

2.2. Estar con Cristo en la oración

Primacía de la vida espiritual


Medios para la vida espiritual
Imitara Cristo que ora
Imitar a la Iglesia que ora
Oración como comunión

2.3. Caridad pastoral

Manifestación de la caridad de Cristo


Más allá del funcionalismo

2.4. La obediencia

Fundamento de la obediencia
Obediencia jerárquica
Autoridad ejercitada con caridad
Respeto de las normas litúrgicas
Unidad en los planes pastorales
Importancia y obligatoriedad del traje eclesiástico

2.5. Predicación de la Palabra

Fidelidad a la Palabra
Palabra y vida
Palabra y catequesis

2.6. El sacramento de la Eucaristía

El Misterio eucarístico
Celebrar bien la Eucaristía
Adoración eucarística
Intenciones de las Misas

2.7. El Sacramento de la Penitencia

Ministro de la Reconciliación
Dedicación al ministerio de la Reconciliación
Necesidad de confesarse
Dirección espiritual para sí mismo y para los demás

2.8. Liturgia de las Horas

2.9. Guía de la comunidad

Sacerdote para la comunidad


Sentir con la Iglesia

2.10. El celibato sacerdotal

Firme voluntad de la Iglesia


Motivación teológico-espiritual del celibato
Ejemplo de Jesús
Dificultades y objeciones

2.11. Espíritu sacerdotal de pobreza

Pobreza como disponibilidad

2.12. Devoción a María

Imitarlas virtudes de la Madre


La Eucaristía y María

III. FORMACIÓN PERMANENTE

3.1. Principios

Necesidad de la formación permanente, hoy


Instrumento de santificación
La debe impartir la Iglesia
Debe ser permanente
Debe ser completa
Formación humana
Formación espiritual
Formación intelectual
Formación pastoral
Debe ser orgánica y completa
Debe ser personalizada

3.2. Organización y medios

Encuentros sacerdotales
Año Pastoral
Tiempo de descanso
Casa del Clero
Retiros y Ejercicios Espirituales
Necesidad de la programación

3.3. Responsables

El presbítero
Ayuda a sus hermanos
El Obispo
La formación de los formadores
Colaboración entre las Iglesias
Colaboración de centros académicos y de espiritualidad

3.4. Necesidad en orden a la edad y a situaciones especiales

Primeros años de sacerdocio


Tras un cierto número de años
Edad avanzada
Sacerdotes en situaciones especiales
Soledad del sacerdote

CONCLUSIÓN

Oración a María Santísima

PRESENTACIÓN

El fenómeno de la “secularización” —la tendencia a vivir la vida en una proyección


horizontal, dejando a un lado o neutralizando la dimensión de lo trascendente, aunque se
acepte de buena gana el discurso religioso— desde hace varias décadas afecta a todos los
bautizados sin excepción y obliga a quienes por mandato divino tienen la tarea de guiar a la
Iglesia a tomar una posición determinada. Uno de sus efectos más relevantes es el
alejamiento de la práctica religiosa, con un rechazo tanto del depositum fidei como lo enseña
auténticamente el Magisterio católico, como de la autoridad y del papel de los ministros
sagrados, a los que Cristo llama (Mc 3, 13-19) a cooperar con su plan de salvación y a llevar
a los hombres a la obediencia de la fe (Sir 48, 10; Heb 4, 1-11; Catecismo de la Iglesia
Católica, n. 144 ss.). Este alejamiento, a veces es consciente y otras veces inducido por
formas rutinarias hipócritamente impuestas por la cultura dominante, que intenta
descristianizar la sociedad civil.

De aquí el especial compromiso de Benedicto XVI desde las primeras palabras de su


pontificado, que ha querido revalorizar la doctrina católica como disposición orgánica de la
sabiduría auténticamente revelada por Dios y que tiene en Cristo su cumplimiento, doctrina
cuyo valor de verdad está al alcance de la inteligencia de todos los hombres (Catecismo de la
Iglesia Católica, n. 27ss.).

Si es cierto que la Iglesia existe, vive y se perpetúa en el tiempo por medio de la misión
evangelizadora (Cf. Concilio Vaticano II, decreto Ad Gentes), está claro que para ella el
efecto más deletéreo que ha causado la generalizada secularización es la crisis del ministerio
sacerdotal, crisis que por una parte se manifiesta en la sensible reducción de las vocaciones
y, por otra, en la difusión de un espíritu de verdadera pérdida de sentido sobrenatural de la
misión sacerdotal, formas de inautenticidad que no pocas veces, en las degeneraciones más
extremas, han provocado situaciones de graves sufrimientos. Por este motivo, la reflexión
sobre el futuro del sacerdocio coincide con el futuro de la evangelización y, por eso, de la
Iglesia misma.

En 1992, el beato Juan Pablo II, con la Exhortación postsinodal Pastores dabo vobis, ya
ponía ampliamente de relieve lo que estamos diciendo, y había impulsado sucesivamente a
tomar en seria consideración el problema a través de una serie de intervenciones e iniciativas.
Entre estas últimas, sin duda hay que recordar especialmente el Año Sacerdotal 2009-2010, y
es significativo que se celebrara en concomitancia con el 150° aniversario de la muerte de
san Juan María Vianney, patrono de los párrocos y los sacerdotes al cuidado de las almas.

Estas son las razones fundamentales por las cuales, tras una larga serie de consultas,
redactamos en 1994 la primera edición del Directorio para el Ministerio y la Vida de los
Presbíteros, un instrumento adecuado para arrojar luz y servir de guía en el compromiso de
renovación espiritual de los ministros sagrados, apóstoles cada vez más desorientados,
inmersos en un mundo difícil y continuamente cambiante.

La provechosa experiencia del Año Sacerdotal (cuyo eco todavía queda cerca), la promoción


de una «nueva evangelización», las sucesivas y preciosas indicaciones del magisterio de
Benedicto XVI, y, lamentablemente, las dolorosas heridas que han atormentado a la Iglesia
por la conducta de algunos de sus ministros, nos han exhortado a elaborar una nueva edición
del Directorio, que pudiese ser más congenial al momento histórico presente, manteniendo
sin embargo substancialmente inalterado el esquema del documento original, así como,
naturalmente, las enseñanzas perennes de la teología y de la espiritualidad del sacerdocio
católico. En su breve Introducción ya aparecen claras las intenciones: «Se consideró
oportuno recordar los elementos doctrinales que son el fundamento de la identidad, de la vida
espiritual y de la formación permanente de los presbíteros, para ayudarles a profundizar el
significado de ser sacerdote y a acrecer su relación exclusiva con Jesucristo Cabeza y Pastor.
Toda la persona del presbítero se beneficiará de ello, tanto su existencia como sus acciones».
No será un texto estéril en la medida en que sus destinatarios directos lo acojan
concretamente: «Este Directorio es un documento de edificación y de santificación de los
sacerdotes en un mundo en gran parte secularizado e indiferente».

Vale la pena considerar algunos temas tradicionales que poco a poco se han ido dejando a un
lado o a veces se han negado abiertamente, en beneficio de una visión funcional del
sacerdote como “profesional de lo sagrado”, o de una concepción “política” que le reconoce
dignidad y valor sólo si es activo en el campo social. Todo esto con frecuencia ha
mortificado la dimensión más connotativa, y que se podría definir “sacramental”: la del
ministro que, mientras dispensa los tesoros de la gracia divina, es presencia misteriosa de
Cristo en el mundo, aunque en los límites de una humanidad herida por el pecado.

Ante todo la relación del sacerdote con Dios-Trinidad. La revelación de Dios como Padre,
Hijo y Espíritu Santo está vinculada a la manifestación de Dios como el Amor que crea y que
salva. Ahora bien, si la redención es una especie de creación y una prolongación de esta (de
hecho, se la denomina «nueva»), el sacerdote, ministro de la redención, puesto que su ser es
fuente de vida nueva, se convierte en instrumento de la nueva creación. Este hecho ya es
suficiente para reflexionar sobre la grandeza del ministro ordenado, independientemente de
sus capacidades y sus talentos, sus límites y sus miserias. Esto es lo que induce a Francesco
de Asís a declarar en su Testamento: «Y a estos y a todos los demás sacerdotes quiero temer,
amar y honrar como a mis señores. Y no quiero ver pecado en ellos, porque en ellos miro al
Hijo de Dios y son mis señores. Y lo hago por esto: porque en este siglo no veo nada
físicamente del mismo altísimo Hijo de Dios, sino su santísimo cuerpo y santísima sangre,
que ellos reciben y sólo ellos administran a los demás». El Cuerpo y la Sangre que regeneran
la humanidad.

Otro punto importante sobre el que habitualmente se insiste poco, pero del cual proceden
todas las implicaciones prácticas, es el de la dimensión ontológica de la oración, en el que
ocupa un lugar especial la Liturgia de las Horas. Con frecuencia se acentúa que esta, en el
plano litúrgico, es una especie de prolongación del sacrificio eucarístico (Sal 49: «El que me
ofrece acción de gracias, ese me honra») y, en el plano jurídico, un deber imprescindible.
Pero en la visión teológica del sacerdocio ordenado como participación ontológica de la
persona de Cristo —Cabeza de la Iglesia— la oración del ministro sagrado, prescindiendo de
su condición moral, es a todos los efectos oración de Cristo, con la misma dignidad y la
misma eficacia. Además, con la autoridad que los Pastores han recibido del Hijo de Dios de
“vincular” al Cielo sobre cuestiones decididas en la tierra en beneficio de la santificación de
los creyentes (Mt 18, 18), satisface plenamente el mandato del Señor de orar siempre, en todo
momento, sin desfallecer (Lc 18, 1; 21, 36). Este es un punto sobre el que es bueno insistir.
«Sabemos que Dios no escucha a los pecadores, sino al que es piadoso y hace su voluntad»
(Jn 9, 31). Ahora bien, ¿quién más que Cristo en persona honra al Padre y cumple
perfectamente su voluntad? Por tanto, si el sacerdote actúa in persona Christi en cada una de
sus actividades de participación en la redención —con las debidas diferencias: en la
enseñanza, en la santificación, a la hora de guiar a los fieles a la salvación— nada de su
naturaleza pecadora puede ofuscar el poder de su oración. Esto, obviamente, no debe inducir
a minimizar la importancia de una sana conducta moral del ministro (como de cualquier
bautizado, por lo demás), cuya medida debe ser, en cambio, la santidad de Dios (Lev 20,
8; 1Pe 1, 15-16). Al contrario, sirve para subrayar que la salvación viene de Dios y que Él
necesita de los sacerdotes para perpetuarla en el tiempo, y que no son necesarias complicadas
prácticas ascéticas o particulares formas de expresión espiritual para que todos los hombres
puedan gozar, también a través de la oración de los pastores, elegidos para ellos, de los
efectos benéficos del sacrificio de Cristo.

Se insiste una vez más sobre la importancia de la formación del sacerdote que debe ser
integral, sin privilegiar un aspecto en detrimento de otro. La esencia de la formación
cristiana, en cualquier caso, no se puede entender como un “adiestramiento” que ataña a las
facultades humanas espirituales (inteligencia y voluntad) a la hora de manifestarse —por
decirlo así— exteriormente. Se trata de la transformación del ser mismo del hombre, y todo
cambio ontológico sólo lo puede realizar Dios mismo, por medio del Espíritu, cuya tarea,
como reza el Credo, es «dar la vida». “Formar” significa dar un aspecto a las cosas, o, en
nuestro caso, a Alguien: «Por otra parte, sabemos que a los que aman a Dios todo les sirve
para el bien; a los cuales ha llamado conforme a su designio. Porque a los que había
conocido de antemano los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo» (Rom 8, 28-29). La
formación específica del sacerdote, por tanto, puesto que es, como hemos dicho antes, una
especie de “co-creador”, requiere un abandono completamente singular a la obra del Espíritu
Santo, evitando, aunque se valoren los propios talentos, caer en el peligro del activismo, de
considerar que la eficacia de la propia acción pastoral dependa de sus habilidades personales.
Este punto, bien considerado, ciertamente puede dar confianza a cuantos, en un mundo
ampliamente secularizado y sordo respecto de la fe, podrían caer fácilmente en el desaliento,
y a partir de ahí en la mediocridad pastoral, en la tibieza y, por último, en poner en tela de
juicio la misión que en un principio habían acogido con sincero entusiasmo.

El buen conocimiento de las ciencias humanas (en particular, de la filosofía y la bioética)


para afrontar con la cabeza alta los desafíos del laicismo; la valoración y el uso de los medios
de comunicación de masa como ayuda para un anuncio eficaz de la Palabra; la espiritualidad
eucarística como especificidad de la espiritualidad sacerdotal (la Eucaristía es sacramento de
Cristo que se hace don incondicional y total de amor al Padre y a los hermanos, y así debe ser
también quien participa de Cristo-don) y de la cual depende el sentido del celibato (al que
numerosas voces son contrarias porque no lo comprenden); la relación con la jerarquía
eclesiástica y la fraternidad sacerdotal; el amor a María, Madre de los sacerdotes, cuyo papel
en la economía salvífica es de primer plano, como elemento, no decorativo u opcional, sino
esencial. Estos y otros son los temas que se afrontan sucesivamente en este Directorio, en un
paradigma claro y completo, útil para purificar ideas equívocas o distorsionadas sobre la
identidad y la función del ministro de Dios en la Iglesia y en el mundo, y que sobre todo
puede ser realmente una ayuda para cada presbítero a sentirse orgullosamente miembro
especial de ese maravilloso plan de amor de Dios que es la salvación del género humano.

Mauro Card. Piacenza


Prefecto

+Celso Morga Iruzubieta


Arzobispo tit. de Alba marítima
Secretario

INTRODUCCIÓN

Benedicto XVI, en su discurso a los participantes en el Congreso organizado por la


Congregación para el Clero, el 12 de marzo de 2010, recordó que «el tema de la identidad
sacerdotal […] es determinante para el ejercicio del sacerdocio ministerial en el presente y en
el futuro». Estas palabras señalan una de las cuestiones centrales para la vida de la Iglesia,
que es la comprensión del ministerio ordenado.

Hace algunos años, tomando como referencia la rica experiencia de la Iglesia sobre el
ministerio y la vida de los presbíteros, condensada en diversos documentos del
Magisterio[1] y, en particular, en los contenidos de la Exhortación apostólica
postsinodal Pastores dabo vobis[2], este Dicasterio presentó el Directorio para el ministerio
y la vida de los presbíteros[3].

La publicación de ese documento respondía entonces a una exigencia fundamental: «la tarea
pastoral prioritaria de la nueva evangelización, que atañe a todo el Pueblo de Dios y pide un
nuevo ardor, nuevos métodos y una nueva expresión para el anuncio y el testimonio del
Evangelio, exige sacerdotes radical e integralmente inmersos en el misterio de Cristo y
capaces de realizar un nuevo estilo de vida pastoral»[4]. El citado Directorio constituyó, en
1994, una respuesta a esta exigencia y asimismo a las peticiones de numerosos Obispos
planteadas tanto durante el Sínodo de 1990, como con ocasión de la consulta general del
Episcopado promovida por este Dicasterio.

Después de 1994, el Magisterio del beato Juan Pablo II fue rico en contenidos sobre el
sacerdocio; un tema que, a su vez, el Papa Benedicto XVI ha profundizado con sus
numerosas enseñanzas. El Año Sacerdotal 2009-2010 fue un tiempo especialmente propicio
para meditar sobre el ministerio sacerdotal y promover una auténtica renovación espiritual de
los sacerdotes.

Por último, al trasladar la competencia sobre los Seminarios de la Congregación para la


Educación Católica a este Dicasterio, Benedicto XVI ha querido dar una indicación clara
sobre el vínculo indisoluble entre identidad sacerdotal y formación de los llamados al
ministerio sagrado.

Por todas estas razones, nos ha parecido que era un deber trabajar en una versión actualizada
del Directorio, que recogiese el rico Magisterio más reciente[5].

Como es lógico, la nueva redacción en general respeta el esquema del documento original,
que tuvo muy buena acogida en la Iglesia, especialmente de parte de los propios sacerdotes.
Al delinear los diversos contenidos, se habían tenido presentes tanto las sugerencias de todo
el Episcopado mundial, expresamente consultado, como el fruto de los trabajos de la
Congregación plenaria, que tuvo lugar en el Vaticano en octubre de 1993, como, por último,
las reflexiones de no pocos teólogos, canonistas y expertos en la materia, provenientes de
distintas áreas geográficas e insertados en las actuales situaciones pastorales.

Al actualizar el Directorio, se ha tratado de hacer hincapié en los aspectos más relevantes de


las enseñanzas magisteriales sobre el ministerio sagrado desde 1994 hasta nuestros días, con
referencias a documentos esenciales del beato Juan Pablo II y de Benedicto XVI. Asimismo,
se han mantenido las indicaciones prácticas útiles para emprender iniciativas, evitando sin
embargo entrar en aquellos detalles que solamente las legítimas prácticas locales y las
condiciones reales de cada Diócesis y Conferencia Episcopal podrán útilmente sugerir a la
prudencia y al celo de los Pastores.
En el clima cultural actual, conviene recordar que la identidad del sacerdote, como hombre
de Dios, no está superada ni podrá estarlo jamás. Se ha considerado oportuno recordar los
elementos doctrinales que son el fundamento de la identidad, de la vida espiritual y de la
formación permanente de los presbíteros, para ayudarles a profundizar el significado de ser
sacerdote y a acrecer su relación exclusiva con Jesucristo Cabeza y Pastor. Toda la persona
del presbítero se beneficiará de ello, tanto su existencia como sus acciones.

Por otra parte, tal como ya se decía en la Introducción de la primera edición del Directorio,
tampoco en esta versión actualizada se entiende ofrecer una exposición exhaustiva sobre el
sacerdocio ordenado, ni limítase a una pura y simple repetición de lo que ya declaró
auténticamente el Magisterio de la Iglesia; más bien, se entiende responder a los principales
interrogantes, de orden doctrinal, disciplinario y pastoral, que plantean a los sacerdotes los
desafíos de la nueva evangelización, con vistas a la cual el Papa Benedicto XVI ha querido
instituir un Consejo pontificio propio[6].

Así, por ejemplo, se ha querido dar especial énfasis a la dimensión cristológica de la


identidad del presbítero, al igual que a la comunión, la amistad y la fraternidad sacerdotales,
considerados como bienes vitales por su incidencia en la existencia del sacerdote. Lo mismo
se puede decir de la vida espiritual del presbítero, fundada en la Palabra y los Sacramentos,
especialmente en la Eucaristía. Por último, se ofrecen algunos consejos para una adecuada
formación permanente, entendida como ayuda para profundizar el significado de ser
sacerdote y vivir así con alegría y responsabilidad la propia vocación.

Este Directorio es un documento de edificación y de santificación de los sacerdotes en un


mundo en gran parte secularizado e indiferente. El texto va destinado principalmente, a
través de los Obispos, a todos los presbíteros de la Iglesia latina, aunque muchos de sus
contenidos puedan servir para los presbíteros de otros ritos. Las directrices contenidas en el
documento conciernen, en particular, a los presbíteros del clero secular diocesano, aunque
muchas de ellas, con las debidas adaptaciones, las deben tener en cuenta también los
presbíteros miembros de Institutos de vida consagrada y de Sociedades de vida apostólica.

Pero, como ya se apuntaba en las frases iniciales, esta nueva edición


del Directorio representa también una ayuda para los formadores de los Seminarios y los
candidatos al ministerio ordenado. El Seminario representa el momento y el lugar donde
debe crecer y madurar el conocimiento del misterio de Cristo, y con este, la conciencia de
que, si bien en el plano exterior la autenticidad de nuestro amor por Dios se mide por el amor
que tenemos por los hermanos (1 Jn 4, 20-21), en el plano interior el amor a la Iglesia es
verdadero sólo si es resultado de un vínculo intenso y exclusivo con Cristo. Reflexionar
sobre el sacerdocio equivale así a meditar sobre Aquel por el cual estamos dispuestos a
dejarlo todo y seguirlo (Mc 10, 17-30). De ese modo, el proyecto formativo se identifica en
su esencia con el conocimiento del Hijo de Dios, que a través de la misión profética,
sacerdotal y regia lleva a todo hombre al Padre por medio del Espíritu: «Y Él ha constituido
a unos apóstoles, a otros, profetas, a otros, evangelistas, a otros pastores y doctores, para el
perfeccionamiento de los santos, en función de su ministerio, y para la edificación del
Cuerpo de Cristo; hasta que lleguemos todos a la unidad en la fe y en el conocimiento del
Hijo de Dios, al Hombre perfecto, a la medida de Cristo en su plenitud» (Ef 4, 11-13).

Deseamos, pues, que esta nueva edición del Directorio para el ministerio y la vida de los
presbíteros pueda constituir para todo hombre llamado a participar en el sacerdocio de Cristo
Cabeza y Pastor una ayuda para profundizar la propia identidad vocacional y acrecer la
propia vida interior; un estímulo en el ministerio y en la realización de la propia formación
permanente, de la cual cada uno es el primer responsable; un punto de referencia para un
apostolado rico y auténtico, en beneficio de la Iglesia y del mundo entero.

Que María haga resonar en nuestros corazones, día tras día, y especialmente cuando nos
preparamos para celebrar el Sacrificio del altar, su invitación en las bodas de Caná de
Galilea: «Haced lo que Él os diga» (Jn 2, 5). Nos encomendamos a María, Madre de los
sacerdotes, con la oración del Papa Benedicto XVI:

«Madre de la Iglesia,
nosotros, los sacerdotes,
queremos ser pastores
que no se apacientan a sí mismos,
sino que se entregan a Dios por los hermanos,
encontrando en esto la felicidad.

Queremos repetir humildemente cada día


no sólo de palabra sino con la vida,
nuestro “aquí estoy”.

Guiados por ti,


queremos ser Apóstoles
de la Misericordia divina,
llenos de gozo por poder celebrar diariamente
el santo sacrificio del atar
y ofrecer a todos los que nos lo pidan
el sacramento de la Reconciliación.

Abogada y Mediadora de la gracia,


tú que estás totalmente unida
a la única mediación universal de Cristo,
pide a Dios para nosotros
un corazón completamente renovado,
que ame a Dios con todas sus fuerzas
y sirva a la humanidad como tú lo hiciste.

Repite al Señor
esas eficaces palabras tuyas:
“No tienen vino” (Jn 2, 3),
para que el Padre y el Hijo
derramen sobre nosotros,
como una nueva efusión,
el Espíritu Santo»[7].

I. IDENTIDAD DEL PRESBÍTERO

En su Exhortación apostólica postsinodal Pastores dabo vobis, el beato Juan Pablo II delinea


la identidad del sacerdote: «Los presbíteros son, en la Iglesia y para la Iglesia, una
representación sacramental de Jesucristo, Cabeza y Pastor, proclaman con autoridad su
palabra; renuevan sus gestos de perdón y de ofrecimiento de la salvación, principalmente con
el Bautismo, la Penitencia y la Eucaristía; ejercen, hasta el don total de sí mismos, el cuidado
amoroso del rebaño, al que congregan en la unidad y conducen al Padre por medio de Cristo
en el Espíritu»[8].

El sacerdocio como don

1. La Iglesia entera ha sido hecha partícipe de la unción sacerdotal de Cristo en el Espíritu


Santo. En efecto, en la Iglesia «todos los fieles forman un sacerdocio santo y real, ofrecen a
Dios hostias espirituales por medio de Jesucristo y anuncian las grandezas de Aquel, que los
ha llamado para arrancarlos de las tinieblas y recibirlos en su luz maravillosa (cfr. 1 Pe 2,
5.9)»[9]. En Cristo, todo su Cuerpo místico está unido al Padre por el Espíritu Santo, en
orden a la salvación de todos los hombres.

La Iglesia, sin embargo, no puede llevar adelante por sí misma esta misión: toda su actividad
necesita intrínsecamente la comunión con Cristo, Cabeza de su Cuerpo. Ella,
indisolublemente unida a su Señor, de Él mismo recibe constantemente el influjo de gracia y
de verdad, de guía y de apoyo (cfr. Col 2, 19), para que pueda ser para todos y cada uno
«signo e instrumento de la íntima unión del hombre con Dios y de la unidad de todo el
género humano»[10].

El sacerdocio ministerial encuentra su razón de ser en esta perspectiva de la unión vital y


operativa de la Iglesia con Cristo. En efecto, mediante tal ministerio, el Señor continúa
ejercitando, en medio de su Pueblo, aquella actividad que sólo a Él pertenece en cuanto
Cabeza de su Cuerpo. Por lo tanto, el sacerdocio ministerial hace palpable la acción propia
de Cristo Cabeza y testimonia que Cristo no se ha alejado de su Iglesia, sino que continúa
vivificándola con su sacerdocio permanente. Por este motivo, la Iglesia considera el
sacerdocio ministerial como un don a Ella otorgado en el ministerio de algunos de sus fieles.

Este don, instituido por Cristo para continuar su misión salvadora, fue conferido inicialmente
a los Apóstoles y continúa en la Iglesia, a través de los Obispos, sus sucesores, los cuales, a
su vez, lo transmiten en grado subordinado a los presbíteros, en cuanto cooperadores del
orden episcopal; por esta razón, la identidad de estos últimos en la Iglesia brota de su
conformación a la misión de la Iglesia, la cual, para el sacerdote, se realiza, a su vez, en la
comunión con el propio Obispo[11]. «La vocación del sacerdote, por tanto, es altísima y
sigue siendo un gran misterio incluso para quienes la hemos recibido como don. Nuestras
limitaciones y debilidades deben inducirnos a vivir y a custodiar con profunda fe este don
precioso, con el que Cristo nos ha configurado a sí, haciéndonos partícipes de su misión
salvífica»[12].

Raíz sacramental

2. Mediante la ordenación sacramental hecha por medio de la imposición de las manos y de


la oración consagratoria del Obispo, se determina en el presbítero «un vínculo ontológico
especifico, que une al sacerdote con Cristo, Sumo Sacerdote y Buen Pastor»[13].

La identidad del sacerdote, entonces, deriva de la participación específica en el Sacerdocio


de Cristo, por lo que el ordenado se transforma, en la Iglesia y para la Iglesia, en imagen real,
viva y transparente de Cristo Sacerdote, «una representación sacramental de Jesucristo
Cabeza y Pastor»[14]. Por medio de la consagración, el sacerdote «recibe como don un
“poder espiritual”, que es participación de la autoridad con que Jesús, mediante su Espíritu,
guía a la Iglesia»[15].

Esta identificación sacramental con el Sumo y Eterno Sacerdote inserta específicamente al


presbítero en el misterio trinitario y, a través del misterio de Cristo, en la comunión
ministerial de la Iglesia para servir al Pueblo de Dios[16], no como un encargado de las
cuestiones religiosas, sino como Cristo, que «no ha venido a ser servido sino a servir y a dar
su vida en rescate por muchos» (Mt 20, 28). No sorprende entonces que «el principio interior,
la virtud que anima y guía la vida espiritual del presbítero en cuanto configurado con Cristo
Cabeza y Pastor» sea «la caridad pastoral, participación de la misma caridad pastoral de
Jesucristo: don gratuito del Espíritu Santo y, al mismo tiempo, deber y llamada a la
respuesta libre y responsable del presbítero»[17].

Al mismo tiempo, no hay que olvidar que todo sacerdote es único como persona, y posee su
propia manera de ser. Cada uno es único e insustituible. Dios no borra la personalidad del
sacerdote, es más, la requiere completamente, deseando servirse de ella —la gracia, de
hecho, edifica sobre la naturaleza— a fin de que el sacerdote pueda transmitir las verdades
más profundas y preciosas a través de sus características, que Dios respeta y también los
demás deben respetar.

1.1. Dimensión trinitaria

En comunión con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo

3. El cristiano, por medio del Bautismo, entra en comunión con Dios Uno y Trino que le
comunica la propia vida divina para convertirlo en hijo adoptivo en su único Hijo; por eso
está llamado a reconocer a Dios como Padre y, a través de la filiación divina, a experimentar
la providencia paterna que nunca abandona a sus hijos. Esto es verdad para todo cristiano,
pero también es cierto que el sacerdote es constituido en una relación particular y específica
con el Padre, con el Hijo y con el Espíritu Santo. En efecto, «nuestra identidad tiene como
última fuente el amor del Padre. Hemos contemplado al Hijo que Él nos ha enviado, Sumo
Sacerdote y Buen Pastor, con quien nos unimos sacramentalmente en el sacerdocio
ministerial por la acción del Espíritu Santo. La vida y el ministerio del sacerdote son
continuación de la vida y la acción del mismo Cristo. Esta es para nosotros la identidad, la
verdadera dignidad, la fuente de gozo, la certeza de la vida»[18].

La identidad, el ministerio y la existencia del presbítero están, por lo tanto, relacionadas


esencialmente con la Santísima Trinidad, en virtud del servicio sacerdotal a la Iglesia y a
todos los hombres.

En el dinamismo trinitario de la salvación

4. El sacerdote, «como prolongación visible y signo sacramental de Cristo, estando como


está frente a la Iglesia y al mundo como origen permanente y siempre nuevo de
salvación»[19], se encuentra insertado en la dinámica trinitaria con una particular
responsabilidad. Su identidad mana del ministerium Verbi et sacramentorum, el cual está en
relación esencial con el misterio del amor salvífico del Padre (cfr. Jn 17, 6-9; 1 Cor 1, 1; 2
Cor 1, 1), con el ser sacerdotal de Cristo, que elige y llama personalmente a su ministro a
estar con Él, y con el Don del Espíritu (cfr. Jn 20, 21), que comunica al sacerdote la fuerza
necesaria para dar vida a una multitud de hijos de Dios, convocados en el único cuerpo
eclesial y encaminados hacia el Reino del Padre.

Relación íntima con la Trinidad

5. De aquí se percibe la característica esencialmente relacional (cfr. Jn 17, 11.21)[20] de la


identidad del sacerdote.

La gracia y el carácter indeleble conferidos con la unción sacramental del Espíritu


Santo[21] ponen por tanto al sacerdote en una relación personal con la Trinidad, puesto que
constituye la fuente de la existencia y las acciones del presbítero.

El Decreto conciliar Presbyterorum Ordinis, desde su exordio, subraya la relación


fundamental entre el sacerdote y la Trinidad Santísima, nombrando distintamente las tres
Personas divinas: «El ministerio de los presbíteros, por estar unido al orden episcopal,
participa de la autoridad con la que el propio Cristo construye, santifica y gobierna su
Cuerpo. Por eso, el sacerdocio de los presbíteros supone ciertamente los sacramentos de la
iniciación cristiana. Se confiere, sin embargo, por aquel sacramento peculiar que, mediante la
unción del Espíritu Santo, marca a los sacerdotes con un carácter especial. Así están
identificados con Cristo sacerdote, de tal manera que pueden actuar como representantes de
Cristo Cabeza de la Iglesia. [...] Por tanto, lo que se proponen los presbíteros con su vida y
ministerio es procurar la gloria de Dios Padre en Cristo»[22].

El sacerdote, pues, debe vivir esa relación necesariamente de modo íntimo y personal, en un
diálogo de adoración y de amor con las Tres Personas divinas, sabiendo que el don recibido
le fue otorgado para el servicio de todos.

1.2. Dimensión cristológica

Identidad específica

6. La dimensión cristológica, al igual que la trinitaria, surge directamente del sacramento,


que configura ontológicamente con Cristo Sacerdote, Maestro, Santificador y Pastor de su
Pueblo[23]. Los presbíteros, además, participan del único sacerdocio de Cristo como
colaboradores de los Obispos: esta determinación es propiamente sacramental y, por eso, no
se puede leer meramente en clave “organizativa”.

A aquellos fieles que, permaneciendo injertados en el sacerdocio común o bautismal, son


elegidos y constituidos en el sacerdocio ministerial, se les da una participación indeleble en
el mismo y único sacerdocio de Cristo, en la dimensión pública de la mediación y de la
autoridad, en lo que se refiere a la santificación, a la enseñanza y a la guía de todo el Pueblo
de Dios. De este modo, si por un lado, el sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio
ministerial o jerárquico están ordenados necesariamente el uno al otro —pues uno y otro,
cada uno a su modo, participan del único sacerdocio de Cristo—, por otra parte, ambos
difieren esencialmente entre ellos y no sólo de grado[24].

En este sentido, la identidad del sacerdote es nueva respecto a la de todos los cristianos que,
mediante el Bautismo, ya participan, en conjunto, del único sacerdocio de Cristo y están
llamados a darle testimonio en toda la tierra[25]. La especificidad del sacerdocio ministerial,
sin embargo, no se define por una supuesta “superioridad” respecto del sacerdocio común,
sino por el servicio, que está llamado a desempeñar en favor de todos los fieles, para que
puedan adherirse a la mediación y al señorío de Cristo, visibles por el ejercicio del
sacerdocio ministerial.

En esta específica identidad cristológica, el sacerdote ha de tener conciencia de que su vida


es un misterio insertado totalmente en el misterio de Cristo de un modo nuevo, y esto lo
compromete totalmente en el ministerio pastoral y da sentido a su vida[26]. Esta conciencia
de su identidad es especialmente importante en el contexto cultural actual secularizado, en el
cual «el sacerdote parece “extraño” al sentir común, precisamente por los aspectos más
fundamentales de su ministerio, como los de ser un hombre de lo sagrado, tomado del mundo
para interceder en favor del mundo, y constituido en esa misión por Dios y no por los
hombres (cfr. Heb 5, 1)»[27].

7. Esta conciencia —basada en el vínculo ontológico con Cristo— se aleja de las


concepciones “de tipo funcional” que han querido ver al sacerdote solamente como un agente
social o un gestor de ritos sagrados «con el riesgo de traicionar incluso el Sacerdocio de
Cristo»[28] y reducen la vida del sacerdote a mero cumplimiento de sus deberes. Todos los
hombres tienen un natural anhelo religioso, que los distingue de cualquier otro ser viviente y
que hace de ellos buscadores de Dios. Por eso, las personas buscan en el sacerdote al hombre
de Dios en el cual descubrir Su Palabra, Su Misericordia y el Pan del cielo que «da vida al
mundo» (Jn 6, 33): «Dios es la única riqueza que, en definitiva, los hombres desean
encontrar en un sacerdote»[29].

Al ser consciente de su identidad, el sacerdote verá la explotación, la miseria o la opresión, la


mentalidad secularizada y relativista que pone en duda las verdades fundamentales de nuestra
fe, o muchas otras situaciones de la cultura postmoderna como ocasiones para ejercer su
específico ministerio de pastor llamado a anunciar el Evangelio al mundo. El presbítero,
«escogido entre los hombres, está puesto para representar a los hombres en el culto a Dios»
(Heb 5, 1). Frente a las almas, anuncia el misterio de Cristo, única luz para comprender
plenamente el misterio del hombre[30].

Consagración y misión

8. Cristo asocia a los Apóstoles a su misma misión. «Como el Padre me ha enviado, así os
envío yo a vosotros» (Jn 20, 21). En la misma sagrada Ordenación está ontológicamente
presente la dimensión misionera. El sacerdote es elegido, consagrado y enviado para hacer
eficazmente actual la misión eterna de Cristo[31], de quien se convierte en auténtico
representante y mensajero. No se trata de una simple función de representación extrínseca,
sino que constituye un auténtico instrumento de transmisión de la gracia de la Redención:
«Quien a vosotros escucha, a mí me escucha; quien a vosotros rechaza, a mí me rechaza; y
quien me rechaza a mí, rechaza al que me ha enviado» (Lc 10, 16).

Se puede decir, entonces, que la configuración con Cristo, obrada por la consagración
sacramental, define al sacerdote en el seno del Pueblo de Dios, haciéndolo participar, en un
modo suyo propio, en la potestad santificadora, magisterial y pastoral del mismo Cristo
Jesús, Cabeza y Pastor de la Iglesia[32]. El sacerdote, al hacerse más semejante a Cristo es
—gracias a Él, y no por sí solo— colaborador de la salvación de los hermanos: ya no es él
quien vive y existe, sino Cristo en él (cfr. Gál 2, 20).

Actuando in persona Christi Capitis, el presbítero llega a ser el ministro de las acciones
salvíficas esenciales, transmite las verdades necesarias para la salvación y apacienta al
Pueblo de Dios, guiándolo hacia la santidad[33].

Sin embargo, la conformación del sacerdote a Cristo no pasa solamente a través de la


actividad evangelizadora, sacramental y pastoral. Se verifica también en la oblación de sí
mismo y en la expiación, es decir, en aceptar con amor los sufrimientos y los sacrificios
propios del ministerio sacerdotal[34]. El Apóstol san Pablo expresó esta significativa
dimensión del ministerio con la célebre expresión: «Me alegro de mis sufrimientos por
vosotros: así completo en mi carne lo que falta a los padecimientos de Cristo, en favor de Su
Cuerpo que es la Iglesia» (Col 1, 24).

1.3. Dimensión pneumatológica

Carácter sacramental

9. En la ordenación presbiteral, el sacerdote ha recibido el sello del Espíritu Santo, que ha


hecho de él un hombre signado por el carácter sacramental para ser, para siempre, ministro
de Cristo y de la Iglesia. Asegurado por la promesa de que el Consolador permanecerá «con
él para siempre» (Jn 14, 16-17), el sacerdote sabe que nunca perderá la presencia ni el poder
eficaz del Espíritu Santo, para poder ejercitar su ministerio y vivir la caridad pastoral —
fuente, criterio y medida del amor y del servicio—como don total de sí mismo para la
salvación de los propios hermanos. Esta caridad determina en el presbítero su manera de
pensar, de actuar y de comportarse con los demás.

Comunión personal con el Espíritu Santo

10. Es también el Espíritu Santo, quien en la Ordenación confiere al sacerdote la misión


profética de anunciar y explicar, con autoridad, la Palabra de Dios. Insertado en la comunión
de la Iglesia con todo el orden sacerdotal, el presbítero será guiado por el Espíritu de Verdad,
que el Padre ha enviado por medio de Cristo, y que le enseña todas las cosas recordando todo
aquello, que Jesús dijo a los Apóstoles. Por tanto, el presbítero —con la ayuda del Espíritu
Santo y con el estudio de la Palabra de Dios en las Escrituras—, a la luz de la Tradición y del
Magisterio[35], descubre la riqueza de la Palabra, que ha de anunciar a la comunidad que le
ha sido encomendada.

Invocación del Espíritu

11. El sacerdote es ungido por el Espíritu Santo. Esto conlleva no sólo el don del signo
indeleble que confiere la unción, sino la tarea de invocar constantemente al Paráclito —don
de Cristo resucitado— sin el cual el ministerio del presbítero sería estéril. Cada día el
sacerdote pide la luz del Espíritu Santo para imitar a Cristo.

Mediante el carácter sacramental e identificando su intención con la de la Iglesia, el


sacerdote está siempre en comunión con el Espíritu Santo en la celebración de la liturgia,
sobre todo de la Eucaristía y de los demás sacramentos. En efecto, es Cristo quien actúa a
favor de la Iglesia, por medio del Espíritu Santo invocado en su poder eficaz por el sacerdote
celebrante in persona Christi[36].

La celebración sacramental, por tanto, recibe su eficacia de la palabra de Cristo —que es


quien la instituyó— y del poder del Espíritu, que con frecuencia la Iglesia invoca mediante la
epíclesis.

Esto es particularmente evidente en la Plegaria eucarística, en la que el sacerdote —


invocando el poder del Espíritu Santo sobre el pan y sobre el vino— pronuncia las palabras
de Jesús a fin de que se cumpla la transubstanciación del pan en el cuerpo “entregado” de
Cristo y del vino en la sangre “derramada” de Cristo y se haga sacramentalmente presente su
único sacrificio redentor[37].

Fuerza para guiar la comunidad

12. Es, en definitiva, en la comunión con el Espíritu Santo donde el sacerdote encuentra la
fuerza para guiar la comunidad que le fue confiada y para mantenerla en la unidad que el
Señor quiere[38]. La oración del sacerdote en el Espíritu Santo puede inspirarse en la oración
sacerdotal de Jesucristo (cfr. Jn 17). Por lo tanto, debe rezar por la unidad de los fieles, para
que sean uno, y así el mundo crea que el Padre ha enviado al Hijo para la salvación de todos.

1.4. Dimensión eclesiológica

“En” la Iglesia y “ante” la Iglesia

13. Cristo, origen permanente y siempre nuevo de la salvación, es el misterio principal del
que deriva el misterio de la Iglesia, su Cuerpo y su Esposa, llamada por el Esposo a ser signo
e instrumento de redención. Cristo sigue dando vida a su Iglesia por medio de la obra
confiada a los Apóstoles y a sus Sucesores. En ella el ministerio de los presbíteros encuentra
su locus natural y lleva a cabo su misión.

A través del misterio de Cristo, el sacerdote, ejercitando su múltiple ministerio, está insertado
también en el misterio de la Iglesia, la cual «toma conciencia, en la fe, de que no proviene de
sí misma, sino por la gracia de Cristo en el Espíritu Santo»[39]. De tal manera, el sacerdote,
a la vez que está en la Iglesia, se encuentra también ante ella[40].

La expresión eminente de esta colocación del sacerdote en la Iglesia y ante la Iglesia, es la


celebración de la Eucaristía donde «el sacerdote invita al pueblo a levantar el corazón hacia
el Señor en la oración y la acción de gracias, y lo une a sí en la solemne oración, que él, en
nombre de toda la comunidad, dirige a Dios Padre por medio de Jesucristo en el Espíritu
Santo»[41].

Partícipe de la esponsalidad de Cristo

14. El sacramento del Orden, en efecto, no sólo hace partícipe al sacerdote del misterio de
Cristo Sacerdote, Maestro, Cabeza y Pastor, sino —en cierto modo— también de Cristo
«Siervo y Esposo de la Iglesia»[42]. Esta es el «Cuerpo» de Cristo, que Él amó y la ama
hasta el extremo de entregarse a Sí mismo por Ella (cfr. Ef 5, 25); Cristo regenera y purifica
continuamente a su Iglesia por medio de la Palabra de Dios y de los sacramentos (cfr. ibid. 5,
26); se ocupa el Señor de hacer siempre más bella (cfr. ibid. 5, 26) a su Esposa y, finalmente,
la nutre y la cuida con solicitud (cfr. ibid. 5, 29).

Los presbíteros —colaboradores del Orden Episcopal—, que constituyen con su Obispo un
único presbiterio[43] y participan, en grado subordinado, del único sacerdocio de Cristo,
también participan, en cierto modo, —a semejanza del Obispo— de aquella dimensión
esponsal con respecto a la Iglesia, que está bien significada en el rito de la ordenación
episcopal con la entrega del anillo[44].

Los presbíteros, que «en cada una de las comunidades locales de fieles hacen presente de
alguna manera a su Obispo, al que están unidos con confianza y magnanimidad»[45],
deberán ser fieles a la Esposa y, como viva imagen que son de Cristo Esposo, han de hacer
operativa la multiforme donación de Cristo a su Iglesia. El sacerdote, llamado por un acto de
amor sobrenatural absolutamente gratuito, ama a la Iglesia como Cristo la amó,
consagrándole todas sus energías y donándose con caridad pastoral hasta dar cotidianamente
la propia vida.

Universalidad del sacerdocio

15. El mandamiento del Señor de ir a todas las gentes (Cfr. Mt 28, 18-20) constituye otra
modalidad con la que el sacerdote está ante la Iglesia[46]. Este, enviado —missus— por el
Padre por medio de Cristo, pertenece «de modo inmediato» a la Iglesia universal[47], que
tiene la misión de anunciar la Buena Noticia hasta los «confines de la tierra» (Hch 1, 8)[48].

«El don espiritual que los presbíteros reciben en la ordenación los prepara a una vastísima y
universal misión de salvación»[49]. En efecto, por el Orden y el ministerio recibidos, todos
los sacerdotes han sido asociados al Cuerpo Episcopal y, en comunión jerárquica con él
según la propia vocación y gracia, sirven al bien de toda la Iglesia[50]. El hecho de la
incardinación[51] no debe encerrar al sacerdote en una mentalidad estrecha y particularista,
sino abrirlo al servicio de la única Iglesia de Jesucristo.

En este sentido, cada sacerdote recibe una formación que le permite servir a la Iglesia
universal y no sólo especializarse en un único lugar o en una tarea particular. Esta
“formación para la Iglesia universal” significa estar listo para afrontar las circunstancias más
variadas, con la constante disponibilidad a servir, sin condiciones, a toda la Iglesia[52].

Índole misionera del sacerdocio para una Nueva Evangelización

16. El presbítero, partícipe de la consagración de Cristo, participa en su misión salvífica


según su último mandamiento: «Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos,
bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; enseñándoles a guardar
todo lo que os he mandado» (Mt 28, 19-20; cfr. Mc 16, 15-18; Lc 24, 47-48; Hch 1, 8). El
ímpetu misionero forma parte constitutiva de la existencia del sacerdote —que está llamado a
hacerse “pan partido para la vida del mundo”—, porque «la misión primera y fundamental
que recibimos de los santos Misterios que celebramos es la de dar testimonio con nuestra
vida. El asombro por el don que Dios nos ha hecho en Cristo infunde en nuestra vida un
dinamismo nuevo, comprometiéndonos a ser testigos de su amor. Nos convertimos en
testigos cuando, por nuestras acciones, palabras y modo de ser, aparece Otro y se
comunica»[53].

«Los presbíteros, en virtud del sacramento del Orden, están llamados a compartir la solicitud
por la misión: “El don espiritual que los presbíteros recibieron en la ordenación no los
prepara a una misión limitada y restringida, sino a la misión universal y amplísima de
salvación […]” (Presbyterorum Ordinis, 10). Todos los sacerdotes deben de tener corazón y
mentalidad misioneros, estar abiertos a las necesidades de la Iglesia y del mundo»[54]. Todo
presbítero debe sentir y vivir esta exigencia de la vida de la Iglesia en el mundo
contemporáneo. Por eso, todo sacerdote está llamado a tener espíritu misionero, es decir, un
espíritu verdaderamente “católico” que partiendo de Cristo se dirige a todos para que «todos
se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1 Tim 2, 4-6).

Por tanto, es importante que tenga plena conciencia de esta realidad misionera de su
sacerdocio, y la viva en plena sintonía con la Iglesia que, hoy como ayer, siente la necesidad
de enviar a sus ministros a los lugares donde es más urgente su misión, especialmente a los
más pobres[55]. De aquí derivará también una distribución del clero más equitativa[56]. Al
respecto, hay que reconocer que los sacerdotes que están dispuestos a prestar su servicio en
otras Diócesis o países son un gran don tanto para la Iglesia local a la cual son enviados
como para aquella que los envía.

17. «Hoy en día, sin embargo, hay una confusión creciente que induce a muchos a desatender
y dejar inoperante el mandato misionero del Señor (cfr. Mt 28, 19). A menudo se piensa que
todo intento de convencer a otros en cuestiones religiosas es limitar la libertad. Se considera
lícito solamente exponer las propias ideas e invitar a las personas a actuar según la
conciencia, sin favorecer su conversión a Cristo y a la fe católica: se dice que basta con
ayudar a los hombres a ser más hombres o más fieles a su propia religión, que basta con
construir comunidades capaces de trabajar por la justicia, la libertad, la paz y la solidaridad.
Además, algunos sostienen que no se debería anunciar a Cristo a quienes no lo conocen, ni
favorecer la adhesión a la Iglesia, pues también es posible salvarse sin un conocimiento
explícito de Cristo y sin una incorporación formal a la Iglesia»[57].

El Siervo de Dios Pablo VI se dirige también a los sacerdotes al afirmar: «No sería inútil que
cada cristiano y cada evangelizador examinasen en profundidad, a través de la oración, este
pensamiento: los hombres podrán salvarse por otros caminos, gracias a la misericordia de
Dios, si nosotros no les anunciamos el Evangelio; pero ¿podremos nosotros salvarnos si por
negligencia, por miedo, por vergüenza —lo que San Pablo llamaba avergonzarse del
Evangelio (cfr. Rom 1, 16)— o por ideas falsas omitimos anunciarlo? Porque eso significaría
ser infieles a la llamada de Dios que, a través de los ministros del Evangelio, quiere hacer
germinar la semilla; y de nosotros depende que esa semilla se convierta en árbol y produzca
fruto»[58]. Nunca como hoy, por tanto, el clero debe sentirse apostólicamente comprometido
a unir a todos los hombres en Cristo, en su Iglesia. «Todos los hombres, por tanto, están
invitados a esta unidad católica del pueblo de Dios, que prefigura y promueve la paz
universal»[59].

No son, pues, admisibles todas las opiniones que, en nombre de un malentendido respeto de
las culturas particulares, tienden a desnaturalizar la acción misionera de la Iglesia, llamada a
cumplir el mismo ministerio universal, de salvación, que transciende y debe vivificar todas
las culturas[60]. La dilatación universal es intrínseca al ministerio sacerdotal y, por tanto,
irrenunciable.

18. Desde los inicios de la Iglesia, los Apóstoles obedecieron al último mandamiento del
Señor resucitado. Siguiendo sus pasos, la Iglesia a lo largo de los siglos «evangeliza siempre
y nunca ha interrumpido el camino de la evangelización»[61].

Esta «sin embargo, se realiza de forma diversa, de acuerdo a las diferentes situaciones en las
cuales tiene lugar. En sentido estricto se habla de “missio ad gentes” dirigida a los que no
conocen a Cristo. En sentido amplio se habla de “evangelización”, para referirse al aspecto
ordinario de la pastoral»[62]. La evangelización es la acción de la Iglesia que proclama la
Buena Noticia con vistas a la conversión, invita a la fe, al encuentro personal con Jesús, a
convertirse en su discípulo en la Iglesia, a comprometerse a pensar como Él, a juzgar como
Él y a vivir como Él vivió[63]. La evangelización comienza con el anuncio del Evangelio y
encuentra su cumplimiento último en la santidad del discípulo que, como miembro de la
Iglesia, se ha convertido en evangelizador. En ese sentido, la evangelización es la acción
global de la Iglesia, «la tarea central y unificadora del servicio que la Iglesia, y en ella los
fieles laicos, están llamados a prestar a la familia humana»[64].

«El proceso evangelizador, por consiguiente, está estructurado en etapas o “momentos


esenciales”: la acción misionera para los no creyentes y para los que viven en la indiferencia
religiosa; la acción catequético-iniciatoria para los que optan por el Evangelio y para los que
necesitan completar o reestructurar su iniciación; y la acción pastoral para los fieles
cristianos ya maduros, en el seno de la comunidad cristiana. Estos momentos, sin embargo,
no son etapas cerradas: se reiteran siempre que sea necesario, ya que tratan de dar el alimento
evangélico más adecuado al crecimiento espiritual de cada persona o de la misma
comunidad»[65].

19. «Sin embargo, observamos un proceso progresivo de descristianización y de pérdida de


los valores humanos esenciales que es preocupante. Gran parte de la humanidad de hoy no
encuentra en la evangelización permanente de la Iglesia el Evangelio, es decir, la respuesta
convincente a la pregunta: ¿Cómo vivir? […] Todos necesitan el Evangelio; el Evangelio
está destinado a todos y no sólo a un círculo determinado y, por eso, estamos obligados a
buscar nuevos caminos para llevar el Evangelio a todos»[66]. Aunque sea preocupante, esa
descristianización no puede hacernos dudar sobre la capacidad del Evangelio de tocar el
corazón de nuestros contemporáneos: «Tal vez alguno se pregunte si acaso el hombre y la
mujer de la cultura post-moderna, de las sociedades más avanzadas, sabrán todavía abrirse
al kerigma cristiano. La respuesta debe ser positiva. El kerigma puede ser comprendido y
acogido por cualquier ser humano, en cualquier tiempo o cultura. También los ambientes
más intelectuales, o los más sencillos, pueden ser evangelizados. Debemos, pues, creer que
también los llamados post-cristianos pueden ser atraídos de nuevo por la persona de
Cristo»[67].

El Papa Pablo VI ya afirmaba que «las condiciones de la sociedad nos obligan, por tanto, a
revisar métodos, a buscar por todos los medios el modo de llevar al hombre moderno el
mensaje cristiano, en el cual únicamente podrá hallar la respuesta a sus interrogantes y la
fuerza para su empeño de solidaridad humana»[68]. El beato Juan Pablo II presentó de este
modo el nuevo milenio: «Hoy se ha de afrontar con valentía una situación que cada vez es
más variada y comprometedora, en el contexto de la globalización y de la nueva y cambiante
mezcla de pueblos y culturas que la caracteriza»[69]. Por tanto, ha iniciado una “nueva
evangelización”, que sin embargo no es una “re-evangelización”[70] porque el anuncio «es
siempre el mismo. La cruz se eleva sobre el mundo que cambia»[71]. Es nueva en cuanto
«buscamos, además de la evangelización permanente, nunca interrumpida, que nunca hay
que interrumpir, una nueva evangelización, capaz de hacerse oír por este mundo, que no
encuentra acceso a la evangelización “clásica”»[72].

20. La nueva evangelización hace referencia, sobre todo[73] aunque no exclusivamente[74],


“a las Iglesias de antigua fundación”[75], donde son muchos quienes, «aunque bautizados en
la Iglesia Católica, han abandonado la práctica de los sacramentos o incluso la fe»[76]. Los
sacerdotes tienen «como primer deber el anunciar a todos el Evangelio de Dios, cumpliendo
el mandato de Cristo: “Id por todo el mundo y predicad el Evangelio a todos los hombres”
(Mc 16, 15)»[77]. Son «ministros de Jesucristo entre las naciones»[78], «se deben a todos
para comunicarles la verdad del Evangelio que poseen en el Señor»[79], sobre todo porque
«el número de los que aún no conocen a Cristo ni forman parte de la Iglesia aumenta
constantemente; más aún, desde el final del Concilio, casi se ha duplicado. Para esta
humanidad inmensa, tan amada por el Padre que por ella envió a su propio Hijo, es patente la
urgencia de la misión»[80]. El beato Juan Pablo II afirmaba solemnemente: «Siento que ha
llegado el momento de dedicar todas las fuerzas eclesiales a la nueva evangelización y a la
misión ad gentes. Ningún creyente en Cristo, ninguna institución de la Iglesia puede eludir
este deber supremo: anunciar a Cristo a todos los pueblos»[81].

21. Los sacerdotes empeñan todas sus fuerzas en esta nueva evangelización, cuyas
características definió el beato Juan Pablo II: «nueva en su ardor, en sus métodos y en su
expresión»[82].

En primer lugar, «hace falta reavivar en nosotros el impulso de los orígenes, dejándonos
impregnar por el ardor de la predicación apostólica que siguió a Pentecostés. Hemos de
revivir en nosotros el celo apremiante de san Pablo, que exclamaba: “¡ay de mí si no
predicara el Evangelio!” (1 Cor 9, 16)»[83]. En efecto, «quien ha encontrado
verdaderamente a Cristo no puede tenerlo sólo para sí; debe anunciarlo»[84]. A imagen de
los Apóstoles, el celo apostólico es fruto de la experiencia impresionante que deriva de la
cercanía con Jesús. «La misión es un problema de fe, es el índice exacto de nuestra fe en
Cristo y en su amor por nosotros»[85]. El Señor no cesa de enviar su Espíritu por cuya fuerza
debemos dejarnos regenerar en vista de ese «renovado impulso misionero, expresión de una
nueva y generosa apertura al don de la gracia»[86]. «Es esencial e indispensable que el
presbítero se decida, muy conscientemente y con determinación, no sólo a acoger y
evangelizar a quienes lo buscan, ya sea en la parroquia u otras partes, sino también a
“levantarse e ir” en busca sobre todo de los bautizados que, por motivos diversos, no viven
su pertenencia a la comunidad eclesial, así como de quienes poco o nada conocen a
Jesucristo»[87].

Los sacerdotes deben recordar que no pueden comprometerse solos en la misión. Como
pastores de su pueblo, formen las comunidades cristianas al testimonio evangélico y al
anuncio de la Buena Nueva. La «nueva acción misionera no podrá ser delegada a unos pocos
“especialistas”, sino que ha de implicar la responsabilidad de todos los miembros del Pueblo
de Dios […] Es necesario un nuevo impulso apostólico que se viva como compromiso
cotidiano de las comunidades y de los grupos cristianos»[88]. La parroquia no es únicamente
el lugar donde se enseña el catecismo, también es el ambiente vivo que debe llevar a cabo la
nueva evangelización[89], concibiéndose como “misión permanente”»[90]. Cada comunidad
es a imagen de la misma Iglesia, «llamada, por naturaleza, a salir de sí misma en un
movimiento hacia el mundo, para ser signo del Emmanuel, del Verbo hecho carne, del Dios
con nosotros»[91]. «En la parroquia será preciso que los presbíteros convoquen a los
miembros de la comunidad, consagrados y laicos, para prepararlos adecuadamente y
enviarlos en misión evangelizadora a las personas, a las familias, incluso mediante visitas a
domicilio, y a todos los ambientes sociales que se encuentran en el territorio»[92].
Recordando que la Iglesia es «misterio de comunión y de misión»[93], que los pastores guíen
a las comunidades a ser testigos con su «fe profesada, celebrada, vivida y rezada»[94] y con
su entusiasmo[95]. El Papa Pablo VI exhortaba a la alegría: «Que el mundo actual, que busca
a veces con angustia, a veces con esperanza, pueda recibir la Buena Nueva, no a través de
evangelizadores tristes y desalentados, impacientes o ansiosos, sino a través de ministros del
Evangelio, cuya vida irradia el fervor de quienes han recibido, ante todo en sí mismos, la
alegría de Cristo»[96]. Los fieles necesitan que sus pastores les alienten para no tener miedo
de anunciar la fe con franqueza; además, quien evangeliza experimenta que el mismo acto
misionero es fuente de renovación personal: «En efecto, la misión renueva la Iglesia,
refuerza la fe y la identidad cristiana, da nuevo entusiasmo y nuevas motivaciones.

«¡La fe se fortalece dándola!»[97]

22. La evangelización también es nueva en sus métodos. Estimulada por el Apóstol que
exclamaba: «¡ay de mí si no anuncio el Evangelio!» (1Cor 9, 16), deberá saber utilizar todos
los medios de transmisión que ofrecen las ciencias y la tecnología moderna[98].

Ciertamente no todo depende de esos medios o de las capacidades humanas, puesto que la
gracia divina puede alcanzar su efecto independientemente de la obra de los hombres; pero,
en el plan de Dios, la predicación de la Palabra es, normalmente, el canal privilegiado para la
transmisión de la fe y para la misión evangelizadora.

Sin duda el uso de Internet constituye una oportunidad útil para llevar el anuncio evangélico
a numerosas personas. Sin embargo, que el sacerdote valore con prudencia y ponderación su
implicación, a fin de no quitar tiempo a su ministerio pastoral en aspectos como la
predicación de la Palabra de Dios, la celebración de los sacramentos, la dirección espiritual,
etc., en los cuales es realmente insustituible. Que sepa, asimismo, implicar a los laicos en la
evangelización mediante dichos medios modernos. En cualquier caso, su participación en
estos nuevos ámbitos deberá reflejar siempre especial caridad, sentido sobrenatural,
sobriedad y templanza, a fin de que todos se sientan atraídos no tanto por la figura del
sacerdote, sino más bien por la Persona de nuestro Señor Jesucristo.

23. La tercera característica de la nueva evangelización es la novedad en su expresión. En un


mundo que cambia, la conciencia de la propia misión de anunciador del Evangelio, como
instrumento de Cristo y del Espíritu Santo, se deberá concretar cada vez más pastoralmente
para que el presbítero pueda vivificar, a la luz de la Palabra de Dios, las distintas situaciones
y los distintos ambientes en los cuales desempeña su ministerio.

Para que sea eficaz y creíble es pues importante que el presbítero —en la perspectiva de la fe
y de su ministerio— conozca, con sentido crítico constructivo, las ideologías, el lenguaje, los
contextos culturales, las tipologías que se difunden a través de los medios de comunicación
que, en gran parte, condicionan las mentalidades. Que sepa dirigirse a todos «sin ocultar
nunca las exigencias más radicales del mensaje evangélico, atendiendo a las exigencias de
cada uno, por lo que se refiere a la sensibilidad y al lenguaje, según el ejemplo de san Pablo,
que decía: “Me he hecho todo a todos para salvar a toda costa a algunos” (1Cor 9, 22)»[99].
El Concilio ecuménico Vaticano II afirmó que la Iglesia, «desde el comienzo de su historia,
aprendió a expresar el mensaje de Cristo por medio de los conceptos y de las lenguas de los
distintos pueblos y procuró, además, ilustrarlo con la sabiduría de los filósofos. Procedió así
a fin de adaptar el Evangelio a nivel del saber popular y a las exigencias de los sabios en
cuanto era posible. Esta adaptación de la predicación de la palabra revelada debe mantenerse
como ley de toda evangelización»[100]. Esto debe hacerse respetando debidamente el
camino siempre distinto de cada persona y atendiendo a las diversas culturas que se han de
impregnar del mensaje cristiano; así el cristianismo del tercer milenio, permaneciendo
plenamente lo que es, en la fidelidad total al anuncio evangélico y a la tradición eclesial,
llevará consigo también el rostro de tantas culturas y de tantos pueblos en que ha sido
acogido y ha arraigado, cuyos valores peculiares no se niegan, sino que son purificados y
llevados a su plenitud[101].

Paternidad espiritual

24. La vocación pastoral de los sacerdotes es grande y universal: se dirige a toda la Iglesia y,
por tanto, es también misionera. «Normalmente, está unida al servicio de una determinada
comunidad del Pueblo de Dios, en la que cada uno espera atención, cuidado y amor»[102].
Por eso, el ministerio del sacerdote es a su vez ministerio de paternidad[103]. A través de su
dedicación a las almas, muchas son engendradas a la vida nueva en Cristo. Se trata de una
verdadera paternidad espiritual, como exclamaba San Pablo: «ahora que estáis en Cristo
tendréis mil tutores, pero padres no tenéis muchos; por medio del Evangelio soy yo quien os
ha engendrado para Cristo Jesús» (1Cor 4, 15).

Como Abraham, también el sacerdote se convierte en «padre de muchos pueblos» (Rom 4,


18), y encuentra en el crecimiento cristiano que florece a su alrededor la recompensa a las
fatigas y sufrimientos de su servicio cotidiano. Además, también en el plano de lo
sobrenatural, como en el de lo natural, la misión de la paternidad no acaba con el nacimiento,
sino que se extiende a abrazar toda la vida: «¿Quién ha recibido vuestra alma recién nacidos?
El sacerdote. ¿Quién la alimenta para que pueda terminar su peregrinación? El sacerdote.
¿Quién la preparará para comparecer ante Dios, lavándola por última vez en la sangre de
Jesucristo? El sacerdote, siempre el sacerdote. Y si esta alma llegase a morir [a causa del
pecado], ¿quién la resucitará y le dará el descanso y la paz? También el sacerdote…
¡Después de Dios, el sacerdote lo es todo!... Él mismo sólo lo entenderá en el cielo»[104].

Los presbíteros hacen vida propia las palabras vibrantes del Apóstol: «Hijos míos, por
quienes vuelvo a sufrir dolores de parto, hasta que Cristo se forme en vosotros» (Gál 4, 19).
Así viven con generosidad, renovada cada día, este don de la paternidad espiritual y a ella
orientan el cumplimiento de toda tarea de su ministerio.

Autoridad como “amoris officium”

25. Otra manifestación de que el sacerdote está frente a la Iglesia, radica en el hecho de ser
guía, que lleva a la santificación de los fieles confiados a su ministerio, que es esencialmente
pastoral, pero presentándose con la autoridad que fascina y hace creíble el mensaje (cfr. Mt 7,
29). En efecto, toda autoridad ha de ejercitarse con espíritu de servicio, como amoris
officium y dedicación desinteresada al bien del rebaño (cfr. Jn 10, 11; 13, 14)[105].

Esta realidad, que ha de vivirse con humildad y coherencia, puede estar sujeta a dos
tentaciones opuestas. La primera consiste en desempeñar el propio ministerio tiranizando a
su rebaño (cfr. Lc 22, 24-27; 1 Pe 5, 1-4), mientras que la segunda tentación es la que lleva a
hacer inútil, en nombre de una incorrecta noción de comunidad, la propia configuración con
Cristo Cabeza y Pastor.

La primera tentación ha sido fuerte también para los mismos discípulos, y recibió de Jesús
una puntual y reiterada corrección. Cuando esta dimensión viene a menos, no es difícil caer
en la tentación del “clericalismo”, con un deseo de señorear sobre los laicos, que genera
siempre antagonismos entre los ministros sagrados y el pueblo.

El sacerdote no debe ver su papel reducido al de un simple dirigente. Él es el mediador —el


puente—, es decir, quien debe siempre recordar que el Señor y Maestro «no ha venido para
ser servido sino para servir» (cfr. Mc 10, 45); que se inclinó para lavar los pies a sus
discípulos (cfr. Jn 13, 5) antes de morir en la Cruz y de enviarlos por todo el mundo
(cfr. Jn 20, 21). Así el presbítero, comprometido en el cuidado del rebaño que pertenece al
Señor, tratará de «proteger el rebaño, de alimentarlo y de llevarlo hacia Él, el verdadero buen
Pastor que desea la salvación de todos. Alimentar el rebaño del Señor es, pues, ministerio de
amor vigilante, que exige entrega total hasta el agotamiento de las fuerzas y, si fuera
necesario, hasta el sacrificio de la vida»[106].

Los sacerdotes darán testimonio auténtico del Señor Resucitado, a Quien se ha dado «todo
poder en el cielo y en la tierra» (cfr. Mt 28, 18), si lo ejercitan empleándolo en el servicio tan
humilde como lleno de autoridad al propio rebaño[107] y respetando la misión que Cristo y
la Iglesia confían a los fieles laicos[108] y a los fieles consagrados por la profesión de los
consejos evangélicos[109].

Tentación del democraticismo y del igualitarismo

26. A veces sucede que para evitar esta primera desviación se cae en la segunda, y se tiende a
eliminar toda diferencia de función entre los miembros del Cuerpo de Cristo que es la Iglesia,
negando en la práctica la distinción entre el sacerdocio común o bautismal y el
ministerial[110].

Entre las diversas formas de esta negación que hoy se observan, se encuentra el llamado
«democraticismo», que lleva a no reconocer la autoridad y la gracia capital de Cristo
presente en los ministros sagrados y a desnaturalizar la Iglesia como Cuerpo Místico de
Cristo. A este propósito hay que recordar que la Iglesia reconoce todos los méritos y los
bienes que la cultura democrática ha aportado a la sociedad civil. Por otra parte, ella misma
lucha con todos los medios a su disposición, por el reconocimiento de la igual dignidad de
todos los hombres. De acuerdo con la Revelación, el Concilio Ecuménico Vaticano II se
expresó abiertamente acerca de la común dignidad de todos los bautizados en la Iglesia[111].
Sin embargo, es necesario afirmar que tanto esta igualdad radical como la diversidad de
condiciones y tareas tienen como fundamento último la naturaleza misma de la Iglesia.

Esta, de hecho, debe su existencia y su estructura al designio salvífico de Dios y se


contempla a sí misma como don de la benevolencia de un Padre que la ha liberado mediante
la humillación de su Hijo en la cruz. La Iglesia, por tanto, quiere ser con el Espíritu Santo
totalmente conforme y fiel a la voluntad libre y liberadora de su Señor Jesucristo. Este
misterio de salvación hace que la Iglesia sea, por su propia naturaleza, una realidad diversa
de las sociedades solamente humanas.

En consecuencia, no es admisible en la Iglesia cierta mentalidad, que a veces se manifiesta


especialmente en algunos organismos de participación eclesial y que tiende a confundir las
tareas de los presbíteros y de los fieles laicos, o a no distinguir la autoridad propia del Obispo
de las funciones de los presbíteros como colaboradores de los Obispos, o a no escuchar
debidamente el Magisterio universal, que ejerce el Romano Pontífice en su función
primacial, por voluntad del Señor. En muchos aspectos, se trata de un intento de transferir
automáticamente a la Iglesia la mentalidad y la praxis que existen en algunas corrientes
culturales socio-políticas de nuestro tiempo sin tener suficientemente en cuenta que esta debe
su existencia y su estructura al designio salvífico de Dios en Cristo.

En este sentido es necesario recordar que tanto el presbiterio como el Consejo Presbiteral —
instituto jurídico que quiso el Decreto Presbyterorum Ordinis[112]— no son expresión del
derecho de asociación de los clérigos, ni mucho menos pueden ser entendidos desde una
perspectiva sindicalista, que conlleve reivindicaciones e intereses de parte, ajenos a la
comunión eclesial[113].

Distinción entre sacerdocio común y sacerdocio ministerial

27. La distinción entre sacerdocio común y sacerdocio ministerial, lejos de llevar a la


separación o a la división entre los miembros de la comunidad cristiana, armoniza y unifica
la vida de la Iglesia porque «el sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial o
jerárquico, aunque diferentes esencialmente y no sólo en grado, se ordenan, sin embargo, el
uno al otro»[114]. En efecto, en cuanto Cuerpo de Cristo, la Iglesia es comunión orgánica
entre todos los miembros, en la que cada uno de los cristianos sirve realmente a la vida del
conjunto si vive plenamente la propia función y la propia vocación específica (1 Cor 12, 12
ss.)[115].

Por lo tanto, a nadie le es lícito cambiar lo que Cristo ha querido para su Iglesia. Ella está
íntimamente ligada a su Fundador y Cabeza, que es el único que le da, a través del poder del
Espíritu Santo, ministros al servicio de sus fieles. Al Cristo que llama, consagra y envía a
través de los legítimos Pastores, no puede sustraerse ninguna comunidad ni siquiera en
situaciones de particular necesidad, situaciones en las que quisiera darse sus propios
sacerdotes de modo diverso a las disposiciones de la Iglesia: el sacerdocio es una elección de
Jesús y no de la comunidad (cfr. Jn 15, 16). La respuesta para resolver los casos de necesidad
es la oración de Jesús: «rogad al dueño de la mies que envíe trabajadores a su mies» (Mt 9,
38). Si a esta oración, hecha con fe, se une la vida de caridad intensa de la comunidad,
entonces tendremos la seguridad de que el Señor no dejará de enviar pastores según su
corazón (cfr. Jer 3, 15)[116].

28. Asimismo, es preciso salvaguardar el orden que estableció nuestro Señor Jesucristo,
evitar la llamada “clericalización” del laicado[117], que tiende a disminuir el sacerdocio
ministerial del presbítero; de hecho, sólo al presbítero, después del Obispo, y en virtud del
ministerio sacerdotal recibido con la ordenación, se puede atribuir de manera propia y
unívoca el término «pastor». El adjetivo «pastoral», pues, se refiere a la participación en el
ministerio episcopal.

1.5. Comunión sacerdotal

Comunión con la Trinidad y con Cristo

29. A la luz de todo lo ya dicho acerca de la identidad sacerdotal, la comunión del sacerdote
se realiza, sobre todo, con el Padre, origen último de toda su potestad; con el Hijo, de cuya
misión redentora participa; y con el Espíritu Santo, que le da la fuerza para vivir y realizar la
caridad pastoral que, como «principio interior y virtud que anima y guía la vida espiritual del
presbítero»[118], lo cualifica como sacerdote. Una caridad pastoral que, lejos de reducirse a
un conjunto de técnicas y métodos dirigidos a la eficiencia funcional del ministerio, más bien
hace referencia a la naturaleza propia de la misión de la Iglesia finalizada a la salvación de la
humanidad.

Así «no se puede definir la naturaleza y la misión del sacerdocio ministerial si no es desde
este multiforme y rico entramado de relaciones que brotan de la Santísima Trinidad y se
prolongan en la comunión de la Iglesia, como signo, en Cristo, de la unión con Dios y de la
unidad de todo el género humano»[119].

Comunión con la Iglesia

30. De esta fundamental unión-comunión con Cristo y con la Trinidad deriva, para el
presbítero, su comunión-relación con la Iglesia en sus aspectos de misterio y de comunidad
eclesial[120].

Concretamente, la comunión eclesial del presbítero se realiza de diversos modos. Con la


ordenación sacramental, en efecto, el presbítero entabla vínculos especiales con el Papa , con
el Cuerpo episcopal, con el propio Obispo, con los demás presbíteros y con los fieles laicos.

Comunión jerárquica

31. La comunión, como característica del sacerdocio, se funda en la unicidad de la Cabeza,


Pastor y Esposo de la Iglesia, que es Cristo[121].

En esta comunión ministerial toman forma también algunos precisos vínculos en relación,
sobre todo, con el Papa, con el Colegio Episcopal y con el propio Obispo. «No se da
ministerio sacerdotal sino en la comunión con el Sumo Pontífice y con el Colegio Episcopal,
en particular con el propio Obispo diocesano, a los que se han de reservar el respeto filial y la
obediencia prometidos en el rito de la ordenación»[122]. Se trata, pues, de una comunión
jerárquica, es decir, de una comunión en la jerarquía tal como ella está internamente
estructurada.

En virtud de la participación, en grado subordinado a los Obispos —que son investidos de


potestad «propia, ordinaria e inmediata, aunque su ejercicio esté regulado en definitiva por la
suprema autoridad de la Iglesia»[123]—, en el único sacerdocio ministerial, dicha comunión
implica también el vínculo espiritual y orgánico-estructural de los presbíteros con todo el
orden de los Obispos y con el Romano Pontífice. A su vez, esto se refuerza por el hecho de
que todo el orden de los Obispos en su conjunto y cada uno de los Obispos en particular debe
estar en comunión jerárquica con la Cabeza del Colegio[124]. Tal Colegio, en efecto, está
constituido sólo por los Obispos consagrados, que están en comunión jerárquica con la
Cabeza y con los miembros de dicho Colegio.

Comunión en la celebración eucarística

32. La comunión jerárquica se encuentra expresada en significativamente en la plegaria


eucarística, cuando el sacerdote, al rezar por el Papa, el Colegio episcopal y el propio
Obispo, no expresa sólo un sentimiento de devoción, sino que da testimonio de la
autenticidad de su celebración[125].

También la concelebración eucarística, en las circunstancias y condiciones previstas[126],


cuando está presidida por el Obispo y con la participación de los fieles, manifiesta
admirablemente la unidad del sacerdocio de Cristo en la pluralidad de sus ministros, así
como la unidad del sacrificio y del Pueblo de Dios[127]. La concelebración ayuda, además, a
consolidar la fraternidad sacramental existente entre los presbíteros[128].

Comunión en la actividad ministerial

33. Cada presbítero ha de tener un profundo, humilde y filial vínculo de obediencia y de


caridad con la persona del Santo Padre y debe adherir a su ministerio petrino de magisterio,
de santificación y de gobierno, con docilidad ejemplar[129].

También la unión filial con el propio Obispo es una condición indispensable para la eficacia
del propio ministerio sacerdotal. Para los pastores más expertos, es fácil constatar la
necesidad de evitar toda forma de subjetivismo en el ejercicio de su ministerio, y de adherir
corresponsablemente a los programas pastorales. Esta adhesión, que conlleva proceder de
acuerdo con la mente del Obispo, además de ser expresión de madurez, contribuye a edificar
la unidad en la comunión, que es indispensable para la obra de la evangelización[130].

Respetando plenamente la subordinación jerárquica, el presbítero ha de ser promotor de una


relación afable con el propio Obispo, lleno de sincera confianza, de amistad cordial, de
oración por su persona y sus intenciones, de un verdadero esfuerzo de armonía, y de una
convergencia ideal y programática, que no quita nada a una inteligente capacidad de
iniciativa personal y empuje pastoral[131].

Con vistas al propio crecimiento espiritual y pastoral, y por amor de su rebaño, el sacerdote
debería acoger con gratitud, e incluso buscar con regularidad, directrices de parte de su
Obispo o sus representantes para el desarrollo de su ministerio pastoral. Asimismo, es una
práctica de admirar pedir el parecer de los sacerdotes más expertos y de los laicos calificados
acerca de los métodos pastorales más adecuados.

Comunión en el presbiterio

34. En virtud del sacramento del Orden «cada sacerdote está unido a los demás miembros del
presbiterio por particulares vínculos de caridad apostólica, de ministerio y de
fraternidad»[132]. El presbítero está unido al Ordo Presbyterorum: así se constituye una
unidad, que puede considerarse como verdadera familia, en la que los vínculos no proceden
de la carne o de la sangre sino de la gracia del Orden[133].

La pertenencia a un concreto presbiterio[134] se da siempre en el ámbito de una Iglesia


Particular, de un Ordinariato o de una Prelatura personal —es decir, de una “misión
episcopal”, no sólo con motivo de la incardinación—, lo que no quita que el presbítero, en
cuanto bautizado, pertenezca de manera inmediata a la Iglesia universal: en la Iglesia, nadie
es extranjero; toda la Iglesia, y cada Diócesis, es familia, la familia de Dios[135].

Fraternidad sacerdotal y la pertenencia al presbiterio son elementos característicos del


sacerdote. Con respecto a esto, es particularmente significativo el rito que se realiza en la
ordenación presbiteral de la imposición de las manos por parte del Obispo, en el cual toman
parte todos los presbíteros presentes para indicar, por una parte, la participación en el mismo
grado del ministerio, y por otra, que el sacerdote no puede actuar solo, sino siempre dentro
del presbiterio, como hermano de todos aquellos que lo constituyen[136].

«Los Obispos y los presbíteros reciben la misión y la facultad (el “poder sagrado”) de
actuar in persona Christi Capitis, los diáconos las fuerzas para servir al pueblo de Dios en la
“diaconía” de la liturgia, de la palabra y de la caridad, en comunión con el obispo y su
presbiterio»[137].

La incardinación, auténtico vínculo jurídico con valor espiritual

35. La incardinación en una determinada «Iglesia particular o en una prelatura personal, o en


un instituto de vida consagrada o en una sociedad que goce de esta facultad»[138] constituye
un auténtico vínculo jurídico[139] que tiene también valor espiritual, ya que de ella brota «la
relación con el Obispo en el único presbiterio, la coparticipación en su solicitud eclesial, la
dedicación al cuidado evangélico del Pueblo de Dios en las condiciones concretas históricas
y ambientales»[140].

Para tal propósito, no hay que olvidar que los sacerdotes seculares no incardinados en la
Diócesis y los sacerdotes miembros de un Instituto religioso o de una Sociedad de vida
apostólica —que viven en la Diócesis y ejercitan, para su bien, algún oficio— aunque estén
sometidos a sus legítimos Ordinarios, pertenecen con pleno o con distinto título al presbiterio
de esa Diócesis[141] donde «tienen voz, tanto activa como pasiva, para constituir el consejo
presbiteral»[142]. Los sacerdotes religiosos, en particular, con unidad de fuerzas, comparten
la solicitud pastoral ofreciendo el contributo de carismas específicos y «estimulando con su
presencia a la Iglesia particular para que viva más intensamente su apertura universal»[143].

Los presbíteros incardinados en una Diócesis pero que están al servicio de algún movimiento
eclesial o nueva comunidad aprobados por la autoridad eclesiástica competente[144] sean
conscientes de su pertenencia al presbiterio de la Diócesis en la que desarrollan su ministerio,
y lleven a la práctica el deber de colaborar sinceramente con él. El Obispo de incardinación,
a su vez, ha de favorecer positivamente el derecho a la propia espiritualidad que la ley
reconoce a todos los fieles[145], ha de respetar el estilo de vida requerido por el movimiento,
y estar dispuesto —a norma del derecho— a permitir que el presbítero pueda prestar su
servicio en otras Iglesias, si esto es parte del carisma del movimiento mismo,
[146] comprometiéndose en cualquier caso a reforzar la comunión eclesial.
El presbiterio, lugar de santificación

36. El presbiterio es el lugar privilegiado en el cual el sacerdote debería encontrar los medios
específicos de formación, de santificación y de evangelización; allí mismo debería ser
ayudado a superar los límites y debilidades propios de la naturaleza humana, especialmente
aquellos problemas que hoy día se sienten con particular intensidad.

El sacerdote, por tanto, hará todos los esfuerzos necesarios para evitar vivir el propio
sacerdocio de modo aislado y subjetivista, y buscará favorecer la comunión fraterna dando y
recibiendo —de sacerdote a sacerdote— el calor de la amistad, de la asistencia afectuosa, de
la comprensión, de la corrección fraterna[147], bien consciente de que la gracia del Orden
«asume y eleva las relaciones humanas, psicológicas, afectivas, amistosas y espirituales [...]
y se concreta en las formas más variadas de ayuda mutua, no sólo espirituales sino también
materiales»[148].

Todo esto se expresa, además que en la Misa crismal —manifestación de la comunión de los
presbíteros con su Obispo—, en la liturgia de la Misa in Coena Domini del Jueves Santo, la
cual muestra como de la comunión eucarística —nacida en la Ultima Cena— los sacerdotes
reciben la capacidad de amarse unos a otros como el Maestro los ama[149].

Fraterna amistad sacerdotal

37. El profundo y eclesial sentido del presbiterio, no sólo no impide, sino que facilita las
responsabilidades personales de cada presbítero en el cumplimiento del ministerio particular,
que le es confiado por el Obispo[150]. La capacidad de cultivar y vivir maduras y profundas
amistades sacerdotales se revela fuente de serenidad y de alegría en el ejercicio del
ministerio; las amistades verdaderas son ayuda decisiva en las dificultades y, a la vez, ayuda
preciosa para incrementar la caridad pastoral, que el presbítero debe ejercitar de modo
particular con aquellos hermanos en el sacerdocio, que se encuentren necesitados de
comprensión, ayuda y apoyo[151]. La fraternidad sacerdotal, expresión de la ley de la
caridad, no se reduce a un simple sentimiento, sino que es para los presbíteros una memoria
existencial de Cristo y un testimonio apostólico de comunión eclesial.

Vida en común

38. Una manifestación de esta comunión es también la vida en común, que la Iglesia ha
favorecido desde siempre,[152] y que recientemente ha sido reavivada por los documentos
del Concilio Ecuménico Vaticano II[153] y del Magisterio sucesivo,[154]y se lleva a la
práctica positivamente en no pocas Diócesis. «La vida en común, por este motivo, expresa
una ayuda que Cristo da a nuestra existencia, llamándonos, a través de la presencia de los
hermanos, a una configuración cada vez más profunda a su persona. Vivir con otros significa
aceptar la necesidad de la propia y continua conversión y sobre todo descubrir la belleza de
este camino, la alegría de la humildad, de la penitencia, y también de la conversación, del
perdón mutuo, de sostenerse mutuamente.Ecce quam bonum et quam iucundum habitare
fratres in unum (Sal 133, 1)»[155].

Para afrontar uno de los problemas más importantes de la vida sacerdotal actual, a saber, la
soledad del sacerdote, «nunca se recomendará suficientemente a los sacerdotes una cierta
vida en común entre ellos, toda enderezada al ministerio propiamente espiritual; la práctica
de encuentros frecuentes con fraternal intercambio de ideas, de consejos y de experiencias
entre hermanos; el impulso a las asociaciones que favorecen la santidad sacerdotal»[156].

39. Entre las diversas formas posibles de vida en común (casa común, comunidad de mesa,
etc.), se ha de dar el máximo valor a la participación comunitaria en la oración litúrgica[157].
Las diversas modalidades han de favorecerse de acuerdo con las posibilidades y
conveniencias prácticas, sin remarcar necesariamente, aunque sean laudables, modelos
propios de la vida religiosa. De modo particular hay que alabar aquellas asociaciones que
favorecen la fraternidad sacerdotal, la santidad en el ejercicio del ministerio, la comunión
con el Obispo y con toda la Iglesia[158].

Es de desear, teniendo en cuenta la importancia de que los sacerdotes vivan en los


alrededores de donde habita la gente a la que sirven, que los párrocos estén disponibles para
favorecer la vida en común en la casa parroquial con sus vicarios[159], estimándolos
efectivamente como a sus cooperadores y partícipes de la solicitud pastoral; por su parte,
para construir la comunión sacerdotal, los vicarios han de reconocer y respetar la autoridad
del párroco[160]. En los casos en los cuales no haya más que un sacerdote en una parroquia,
se aconseja vivamente la posibilidad de una vida en común con otros sacerdotes de
parroquias limítrofes[161].

En numerosos lugares, la experiencia de esta vida en común ha sido muy positiva porque ha
representado una verdadera ayuda para el sacerdote: se crea un ambiente de familia, se puede
tener —una vez obtenido el permiso del Ordinario[162]— una capilla con el Santísimo
Sacramento, se puede rezar juntos, etc. Además, como resulta de la experiencia y las
enseñanzas de los santos, «nadie puede asumir la fuerza regeneradora de la vida en común
sin la oración […] sin una vida sacramental vivida con fidelidad. Si no se entra en el diálogo
eterno que el Hijo mantiene con el Padre en el Espíritu Santo, no es posible una auténtica
vida en común. Es imprescindible estar con Jesús para poder estar con los demás»[163]. Son
muchos los casos de sacerdotes que han encontrado en la adopción de oportunas formas de
vida comunitaria una importante ayuda tanto para sus exigencias personales como para el
ejercicio de su ministerio pastoral.

40. La vida en común es imagen de la apostolica vivendi forma de Jesús con sus apóstoles.
Con el don del celibato sagrado para el Reino de los Cielos, el Señor nos ha hecho de modo
especial miembros de su familia. En una sociedad fuertemente marcada por el
individualismo, el sacerdote necesita una relación personal más profunda y un espacio vital
caracterizado por la amistad fraterna en el cual pueda vivir como cristiano y sacerdote: «los
momentos de oración y estudio en común, compartiendo las exigencias de la vida y del
trabajo sacerdotal, son una parte necesaria de vuestra existencia»[164].

Así, en este ambiente de ayuda recíproca, el sacerdote encuentra el terreno adecuado para
perseverar en la vocación de servicio a la Iglesia: «En compañía de Cristo y de los hermanos,
cualquier sacerdote puede encontrar las energías necesarias para poder atender a los
hombres, para hacerse cargo de las necesidades espirituales y materiales con las que se
encuentra, para enseñar con palabras siempre nuevas, que vienen del amor, las verdades
eternas de la fe de las que también tienen sed nuestros contemporáneos»[165].

En la oración sacerdotal de la última Cena, Jesús rezó por la unidad de sus discípulos:
«Como tú, Padre, en mí, y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros» (Jn 17, 21).
Toda comunión en la Iglesia «deriva de la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu
Santo»[166]. Los sacerdotes han de estar convencidos de que su comunión fraterna,
especialmente en la vida en común, constituye un testimonio, según lo que nuestro Señor
Jesucristo precisó en su oración al Padre: que los discípulos sean uno, para que el mundo
«crea que tú me has enviado» (Jn 17, 21) y sepa «que los has amado a ellos como me has
amado a mí» (Jn 17, 23). «Jesús pide que la comunidad sacerdotal sea reflejo y participación
de la comunión trinitaria: ¡qué ideal tan sublime!»[167].

Comunión con los fieles laicos

41. Hombre de comunión, el sacerdote no podrá expresar su amor al Señor y a la Iglesia sin
traducirlo en un amor efectivo e incondicionado por el Pueblo cristiano, objeto de su
solicitud pastoral[168].

Como Cristo, debe hacerse «como una transparencia suya en medio del rebaño» que le ha
sido confiado[169], poniéndose en relación positiva con respecto a los fieles laicos. Ha de
poner al servicio de los laicos todo su ministerio sacerdotal y su caridad pastoral[170] a la
vez que les reconoce la dignidad de hijos de Dios y promueve la función propia de los laicos
en la Iglesia. Esta actitud de amor y de caridad queda muy lejos de la llamada “laicización de
los presbíteros”, que en cambio lleva a diluir en los sacerdotes precisamente aquello que
constituye su identidad: los fieles piden a sus sacerdotes que se muestren como tales, tanto en
su aspecto exterior como en su dimensión interior, en todo momento, lugar y circunstancia.
Una ocasión preciosa para la misión evangelizadora del pastor de almas es la tradicional
visita anual y la bendición pascual de las familias.

Una peculiar manifestación de esta dimensión a la hora de edificar la comunidad cristiana


consiste en superar toda actitud particularista; en efecto, los presbíteros nunca deben ponerse
al servicio de una ideología particular, lo que quitaría eficacia a su ministerio. La relación del
presbítero con los fieles debe ser siempre esencialmente sacerdotal.

Consciente de la profunda comunión, que lo vincula a los fieles laicos y a los religiosos, el
sacerdote dedicará todo esfuerzo a «suscitar y desarrollar la corresponsabilidad en la común
y única misión de salvación; ha de valorar, en fin, pronta y cordialmente, todos los carismas
y funciones, que el Espíritu ofrece a los creyentes para la edificación de la Iglesia»[171].

Más concretamente, el párroco, siempre en la búsqueda del bien común de la Iglesia,


favorecerá las asociaciones de fieles y los movimientos o las nuevas comunidades que se
propongan finalidades religiosas[172], acogiéndolas a todas, y ayudándolas a encontrar la
unidad entre sí, en la oración y en la acción apostólica.

Una de las tareas que requiere especial atención es la formación de los laicos. El presbítero
no se puede contentar con que los fieles tengan un conocimiento superficial de la fe, sino que
debe tratar de darles una formación sólida, perseverando en su esfuerzo mediante clases de
teología, cursos acerca de la doctrina cristiana, especialmente con el estudio del Catecismo
de la Iglesia Católica y de su Compendio. Esta formación ayudará a los laicos a desempeñar
plenamente su papel de animación cristiana del orden temporal (político, cultural,
económico, social)[173]. Además, en determinados casos, se pueden confiar a laicos, que
tengan una formación suficiente y el deseo sincero de servir a la Iglesia, algunas tareas —de
acuerdo con las leyes de la Iglesia— que no pertenezcan exclusivamente al ministerio
sacerdotal y que estos puedan llevar a cabo a partir de su experiencia profesional y personal.
De este modo, el sacerdote estará más libre a la hora de atender a sus compromisos
primarios, como la predicación, la celebración de los sacramentos y la dirección espiritual.
En este sentido, una de las tareas importantes de los párrocos es la de descubrir entre los
fieles a personas con la capacidad, las virtudes y una vida cristiana coherente —por ejemplo,
por lo que se refiere al matrimonio—, que puedan ayudar eficazmente en las diversas
actividades pastorales: preparación de los niños a la primera comunión y la primera
confesión o de los jóvenes a la confirmación, la pastoral familiar, la catequesis para quienes
van a casarse, etc. Sin duda, la preocupación por la formación de estas personas —que son
un modelo para muchas otras— y el hecho de ayudarles en su camino de fe deberá
representar una de las inquietudes principales de los presbíteros.

En cuanto reúne la familia de Dios y realiza la Iglesia-comunión, el presbítero —consciente


del gran don de su vocación— pasa a ser el pontífice, aquel que une al hombre con Dios,
haciéndose hermano de los hombres a la vez que quiere ser su pastor, padre y maestro[174].
Para el hombre de hoy, que busca el sentido de su existir, el sacerdote es el Buen Pastor y
guía que lleva al encuentro con Cristo, encuentro que se realiza como anuncio y como
realidad ya presente, aunque no de forma definitiva, en la Iglesia. De ese modo, el presbítero,
puesto al servicio del Pueblo de Dios, se presentará como experto en humanidad, hombre de
verdad y de comunión y como testigo de la solicitud del Único Pastor por todas y cada una
de sus ovejas. La comunidad podrá contar, segura, con su disponibilidad, su obra de
evangelización y, sobre todo, con su amor fiel e incondicionado. Manifestación de este amor
será principalmente su dedicación en la predicación, la celebración de los sacramentos, en
particular de la Eucaristía y del sacramento de la penitencia, y en la dirección espiritual,
como medio para ayudar a discernir los signos de la voluntad de Dios[175]. El sacerdote, por
tanto, ejercitará su misión espiritual con amabilidad y firmeza, con humildad y espíritu de
servicio[176], tendrá compasión de los sufrimientos que aquejan a los hombres, sobre todo
de aquellos que derivan de las múltiples formas —viejas y nuevas— que asume la pobreza
tanto material como espiritual. Sabrá también inclinarse con misericordia sobre el difícil e
incierto camino de conversión de los pecadores, a los cuales reservará el don de la verdad y
la paciente y alentadora benevolencia del Buen Pastor, que no reprocha a la oveja perdida
sino que la carga sobre sus hombros y hace fiesta por su retorno al redil (cfr. Lc 15, 4-7)
[177].

Se trata de afirmar la caridad de Cristo como origen y perfecta realización del hombre nuevo
(cfr. Ef 2, 15), o sea de lo que es el hombre en su plena verdad. En la vida del presbítero esta
caridad se traduce en una auténtica pasión que configura expresamente su ministerio en
función de la generación del pueblo cristiano.

Comunión con los miembros de los Institutos de vida consagrada

42. El sacerdote prestará especial atención a las relaciones con los hermanos y hermanas
comprometidos en la vida de especial consagración a Dios en todas sus formas; les mostrará
su aprecio sincero y su operativo espíritu de colaboración apostólica; respetará y promoverá
los carismas específicos. Asimismo, cooperará para que la vida consagrada aparezca cada
vez más luminosa —para el provecho de toda la Iglesia— y atractiva a las nuevas
generaciones.

El sacerdote, inspirado por este espíritu de estima a la vida consagrada, se esforzará


especialmente en la atención de aquellas comunidades, que por diversos motivos, estén
especialmente necesitadas de buena doctrina, de asistencia y de aliento en la fidelidad y en la
búsqueda de vocaciones.

Pastoral vocacional

43. Todo sacerdote se dedicará con especial solicitud a la pastoral vocacional. No dejará de
incentivar la oración por las vocaciones y se prodigara en la catequesis. Ha de esforzarse
también, en la formación de los acólitos, lectores y colaboradores de todo genero.
Favorecerá, además, iniciativas apropiadas, que, mediante una relación personal, hagan
descubrir los talentos y sepan individuar la voluntad de Dios hacia una elección valiente en el
seguimiento de Cristo[178]. En este trabajo revisten una importancia fundamental las
familias que se constituyen como iglesias domésticas, donde los jóvenes aprenden desde
pequeños a rezar, a crecer en las virtudes, a ser generosos. Los presbíteros deben alentar a los
esposos cristianos a configurar su hogar como verdadera escuela de vida cristiana, a rezar
con sus hijos, a pedir a Dios que llame a alguno a seguirlo de cerca con corazón íntegro
(cfr. 1 Cor 7, 32-34), a acoger siempre con júbilo las vocaciones que puedan surgir en la
propia familia.

Esta pastoral se deberá fundar principalmente en la grandeza de la llamada, elección divina a


favor de los hombres: delante de los jóvenes es preciso presentar en primer lugar el precioso
y bellísimo don que conlleva seguir a Cristo. Por esto, reviste un papel importante el ministro
ordenado a través del ejemplo de su fe y su vida: la conciencia clara de su identidad, la
coherencia de vida, la alegría transparente y el ardor misionero del presbítero son otros
elementos imprescindibles de la pastoral de las vocaciones, que debe integrarse en la pastoral
orgánica y ordinaria. Por tanto, la manifestación jubilosa de su adhesión al misterio de Jesús,
su actitud de oración, el cuidado y la devoción con que celebra la Santa Misa y los
sacramentos irradian el ejemplo que fascina a los jóvenes.

Asimismo, la larga experiencia de la vida de la Iglesia ha puesto de relieve que es preciso


cuidar con paciencia y constancia, sin desanimarse, la formación de los jóvenes desde
pequeños; así tendrán los recursos espirituales necesarios para responder a una posible
llamada de Dios. Para esto es indispensable —y debería formar parte de cualquier pastoral
vocacional— fomentar en ellos la vida de oración y la intimidad con Dios, la participación en
los sacramentos, especialmente la Eucaristía y la confesión, la dirección espiritual como
ayuda para progresar en la vida interior. Así los sacerdotes suscitarán de modo adecuado y
generoso la propuesta vocacional a los jóvenes que parezcan bien dispuestos; este
compromiso, aunque tiene que ser constante, se intensificará especialmente en algunas
circunstancias, como por ejemplo con ocasión de los ejercicios espirituales, de la preparación
de quienes van a recibir la confirmación o de los muchachos que sirven en el altar.

El sacerdote mantendrá siempre relaciones de colaboración cordial y de afecto sincero con el


seminario, cuna de la propia vocación y maestro de aprendizaje de la primera experiencia de
vida comunitaria.

Es «exigencia ineludible de la caridad pastoral»[179], del amor al propio sacerdocio, que


cada presbítero, secundando la gracia del Espíritu Santo, se preocupe de suscitar al menos
una vocación sacerdotal que pueda continuar su ministerio al servicio del Señor y a favor de
los hombres.

Compromiso político y social

44. El sacerdote estará por encima de toda parcialidad política, pues es servidor de la Iglesia:
no olvidemos que la Esposa de Cristo, por su universalidad y catolicidad, no puede atarse a
las contingencias históricas. No puede tomar parte activa en partidos políticos o en la
conducción de asociaciones sindicales, a menos que, según el juicio de la autoridad
eclesiástica competente, así lo requieran la defensa de los derechos de la Iglesia y la
promoción del bien común[180]. Las actividades políticas y sindicales son cosas en sí
mismas buenas, pero son ajenas al estado clerical, ya que pueden constituir un grave peligro
de ruptura de la comunión eclesial[181].

Como Jesús (cfr. Jn 6, 15 ss.), el presbítero «debe renunciar a empeñarse en formas de


política activa, sobre todo cuando es partidista, como sucede casi inevitablemente, para
seguir siendo el hombre de todos en clave de fraternidad espiritual»[182]. Todo fiel debe
poder siempre acudir al sacerdote, sin sentirse excluido por ninguna razón.

El presbítero recordará que «no corresponde a los Pastores de la Iglesia intervenir


directamente en la acción política ni en la organización social. Esta tarea, de hecho, es parte
de la vocación de los fieles laicos, quienes actúan por su propia iniciativa junto con sus
conciudadanos»[183]. Además, siguiendo los criterios del Magisterio, el presbítero ha de
empeñarse «en el esfuerzo por formar rectamente la conciencia de los fieles laicos»[184]. El
sacerdote tiene, pues, una responsabilidad particular de explicar, promover y, si fuese
necesario, defender —siguiendo siempre las directrices del derecho y del Magisterio de la
Iglesia— las verdades religiosas y morales, también frente a la opinión pública e incluso, si
posee la necesaria preparación específica, en el amplio campo de los medios de
comunicación de masa. En una cultura cada vez más secularizada, en la cual a menudo se
olvida la religión y se la considera irrelevante o ilegítima en el debate social, o como mucho
se la confina sólo en la intimidad de las conciencias, el sacerdote está llamado a sostener el
significado público y comunitario de la fe cristiana, transmitiéndola de modo claro y
convincente, en toda ocasión, en el momento oportuno y no oportuno (2 Tim 4, 2), y teniendo
en cuenta el patrimonio de enseñanzas que constituye la Doctrina Social de la Iglesia.
El Compendio de la doctrina social de la Iglesia es un instrumento eficaz, que lo ayudará a
presentar estas enseñanzas sociales y a mostrar su riqueza en el contexto cultural actual.

La reducción de su misión a tareas temporales, puramente sociales o políticas, en todo caso,


ajenas a su propia identidad, no es una conquista sino una gravísima pérdida para la
fecundidad evangélica de toda la Iglesia.

II. ESPIRITUALIDAD SACERDOTAL

La espiritualidad del sacerdote consiste principalmente en la profunda relación de amistad


con Cristo, puesto que está llamado a «ir con Él» (cfr. Mc 3, 13). En este sentido, en la vida
del sacerdote Jesús gozará siempre de la preeminencia sobre todo. Cada sacerdote actúa en
un contexto histórico particular, con sus distintos desafíos y exigencias. Precisamente por
esto, la garantía de fecundidad del ministerio radica en una profunda vida interior. Si el
sacerdote no cuenta con la primacía de la gracia, no podrá responder a los desafíos de los
tiempos, y cualquier plan pastoral, por muy elaborado que sea, está destinado al fracaso.

2.1. Contexto histórico actual

Saber interpretar los signos de los tiempos

45. La vida y el ministerio de los sacerdotes se desarrollan siempre en el contexto histórico, a


veces lleno de nuevos problemas y de recursos inéditos, en el que le toca vivir a la Iglesia
peregrina en el mundo.

El sacerdocio no nace de la historia sino de la inmutable voluntad del Señor. Sin embargo, se
enfrenta con las circunstancias históricas y, aunque sigue siendo siempre idéntico, se
configura en cuanto a sus rasgos concretos también mediante una valoración evangélica de
los “signos de los tiempos”. Por lo tanto, los presbíteros tienen el deber de interpretar estos
“signos” a la luz de la fe y someterlos a un discernimiento prudente. En cualquier caso, no
podrán ignorarlos, sobre todo si se quiere orientar de modo eficaz e idóneo la propia vida, de
manera que su servicio y testimonio sean siempre más fecundos para el reino de Dios.

En la fase actual de la vida de la Iglesia, en un contexto social marcado por un fuerte


laicismo, después que se ha propuesto de nuevo a todos una “medida alta” de la vida
cristiana ordinaria, la de la santidad[185], los presbíteros están llamados a vivir con
profundidad su ministerio como testigos de esperanza y trascendencia, teniendo en
consideración las exigencias más profundas, numerosas y delicadas, no sólo de orden
pastoral, sino también las realidades sociales y culturales a las que tienen que hacer
frente[186].

Hoy, por lo tanto, están empeñados en diversos campos de apostolado, que requieren
generosidad y dedicación completa, preparación intelectual y, sobre todo, una vida espiritual
madura y profunda, radicada en la caridad pastoral, que es el camino específico de santidad
para ellos y, además, constituye un auténtico servicio a los fieles en el ministerio pastoral. De
este modo, si se esfuerzan por vivir plenamente su consagración —permaneciendo unidos a
Cristo y dejándose compenetrar por su Espíritu—, a pesar de sus límites, podrán realizar su
ministerio, ayudados por la gracia, en la cual depositarán su confianza. A ella deben recurrir,
«conscientes de que así pueden tender a la perfección con la esperanza de progresar cada vez
más en la santidad»[187].

La exigencia de la conversión para la evangelización

46. De aquí que el sacerdote esté comprometido, de modo particularísimo, en el empeño de


toda la Iglesia para la evangelización. Partiendo de la fe en Jesucristo, Redentor del hombre,
tiene la certeza de que en Él hay una «riqueza insondable» (Ef 3, 8), que no puede agotar
ninguna época ni ninguna cultura, y a la que los hombres siempre pueden acercarse para
enriquecerse[188].

Por tanto, esta es la hora de una renovación de nuestra fe en Jesucristo, que es el mismo
«ayer, hoy y siempre» (Heb 13, 8). Por eso, «la llamada a la nueva evangelización es sobre
todo una llamada a la conversión»[189]. Al mismo tiempo, es una llamada a aquella
esperanza «que se apoya en las promesas de Dios, y que tiene como certeza indefectible
la resurrección de Cristo, su victoria definitiva sobre el pecado y sobre la muerte, primer
anuncio y raíz de toda evangelización, fundamento de toda promoción humana, principio de
toda auténtica cultura cristiana»[190].

En un contexto así, el sacerdote debe sobre todo reavivar su fe, su esperanza y su amor
sincero al Señor, de modo que pueda ofrecer a Jesús a la contemplación de los fieles y de
todos los hombres como realmente es: una Persona viva, fascinante, que nos ama más que
nadie porque ha dado su vida por nosotros; «nadie tiene amor más grande que el que da la
vida por sus amigos» (Jn 15, 13).

Al mismo tiempo, el sacerdote ha de actuar movido por un espíritu de acogida y de gozo,


fruto de su unión con Dios mediante la oración y el sacrificio, que es un elemento esencial de
su misión evangelizadora de hacerse todo de todos (cfr. 1 Cor 9, 19-23), a fin de ganarlos
para Cristo. Del mismo modo, consciente de la misericordia inmerecida de Dios en la propia
vida y en la vida de sus hermanos, ha de cultivar las virtudes de la humildad y la misericordia
para con todo el pueblo de Dios, especialmente respecto de las personas que se sienten
extrañas a la Iglesia. El sacerdote, consciente de que toda persona está —de modos diversos
— a la búsqueda de un amor capaz de llevarla más allá de los estrechos límites de la propia
debilidad, del propio egoísmo y, sobre todo, de la misma muerte, proclamará que Jesucristo
es la respuesta a todas estas inquietudes.

En la nueva evangelización, el sacerdote está llamado a ser heraldo de la esperanza[191],


que deriva también de la conciencia de que él es el primero a quien el Señor ha tocado: vive
la alegría de la salvación que Jesús le ha ofrecido. Se trata de una esperanza no sólo
intelectual, sino del corazón, porque Cristo ha tocado con su amor al presbítero: «no sois
vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido» (Jn 15, 16).

El desafío de las sectas y de los nuevos cultos

47. La proliferación de sectas y cultos nuevos, así como su difusión, también entre fieles
católicos, constituye un particular desafío al ministerio pastoral. En el origen de este
fenómeno hay motivaciones diversas y complejas. De todos modos, el ministerio de los
presbíteros ha de responder con prontitud e incisividad a la búsqueda de lo sagrado y, de
modo especial, de la verdadera espiritualidad hoy emergente. Por consiguiente, es preciso
que el sacerdote sea hombre de Dios y maestro de oración. Al mismo tiempo, se impone la
necesidad de hacer que la comunidad, confiada a su solicitud pastoral sea realmente
acogedora, de modo que nadie pueda sentirse anónimo o bien sea tratado con indiferencia. Se
trata de una responsabilidad que recae, ciertamente, sobre cada uno de los fieles y muy
especialmente sobre el presbítero, que es el hombre de la comunión. Si sabe acoger con
estima y respeto a todos los que se le acerquen, valorando la personalidad de todos, creará un
estilo de caridad auténtica, que resultará contagioso y se extenderá gradualmente a toda la
comunidad.

Para vencer el desafío de las sectas y cultos nuevos, es particularmente importante —además
del deseo de la salvación eterna de los fieles, que late en el corazón de todo sacerdote— una
catequesis madura y completa; este trabajo catequético requiere hoy un esfuerzo especial por
parte del ministro de Dios, a fin de que todos sus fieles conozcan realmente el significado de
la vocación cristiana y de la fe católica. En este sentido, «tal vez la medida más sencilla, la
más obvia y urgente que hay que tomar, y acaso también la más eficaz, sea aprovechar al
máximo las riquezas de la herencia espiritual cristiana»[192].

De modo particular, los fieles deben ser educados en el conocimiento profundo de la


relación, que existe entre su específica vocación en Cristo y la pertenencia a Su Iglesia, a la
que deben aprender a amar filial y tenazmente. Todo esto se realizará si el sacerdote evita,
tanto en su vida como en su ministerio, todo lo que pueda provocar indiferencia, frialdad o
aceptación parcial de la doctrina y las normas de la Iglesia. Sin duda, para quienes buscan
respuestas entre las múltiples propuestas religiosas, «la llamada del cristianismo se
manifestará, en primer lugar, a través del testimonio de los miembros de la Iglesia, de su
confianza, su calma, su paciencia y su afecto, y de su amor concreto al prójimo. Todo ello,
fruto de una fe alimentada en la oración personal auténtica»[193].

Luces y sombras de la labor ministerial

48. Es un motivo de consuelo señalar que hoy la gran mayoría de los sacerdotes de todas las
edades desarrollan su sagrado ministerio con tesón y alegría, frecuentemente fruto de un
heroísmo silencioso. Trabajan hasta el límite de sus propias energías, sin ver, a veces, los
frutos de su labor.

En virtud de este empeño, constituyen hoy un anuncio vivo de la gracia divina que, una vez
recibida en el momento de la ordenación, sigue dando un ímpetu siempre nuevo para la labor
ministerial.

Junto a estas luces, que iluminan la vida del sacerdote, no faltan sombras, que tienden a
disminuir la belleza de su testimonio y a hacerlo menos eficaz el ejercicio del ministerio: «En
el mundo actual, los hombres tienen que hacer frente a muchas obligaciones. Problemas muy
diversos les angustian y muchas veces exigen soluciones rápidas. Por eso, muchas veces se
encuentran en peligro de perderse en la dispersión. Los presbíteros, a su vez, comprometidos
y distraídos en las muchísimas obligaciones de su ministerio, se preguntan con ansiedad
cómo compaginar su vida interior con las exigencias de la actividad exterior»[194].

El ministerio sacerdotal es una empresa fascinante pero ardua, siempre expuesta a la


incomprensión y a la marginación, y, sobre todo hoy día, a la fatiga, la desconfianza, el
aislamiento y a veces la soledad.

Para vencer los desafíos que la mentalidad laicista plantea al presbítero, este hará todos los
esfuerzos posibles para reservar el primado absoluto a la vida espiritual, al estar siempre con
Cristo, y a vivir con generosidad la caridad pastoral intensificando la comunión con todos y,
en primer lugar, con los otros presbíteros. Como recordaba Benedicto XVI a los sacerdotes,
«la relación con Cristo, el coloquio personal con Cristo es una prioridad pastoral
fundamental, es condición para nuestro trabajo por los demás. Y la oración no es algo
marginal: precisamente rezar es “oficio” del sacerdote, también como representante de la
gente que no sabe rezar o no encuentra el tiempo para rezar»[195].

2.2. Estar con Cristo en la oración

Primacía de la vida espiritual

49. Se podría decir que el presbítero ha sido concebido en la larga noche de oración en la que
el Señor Jesús habló al Padre acerca de sus Apóstoles y, ciertamente, de todos aquellos que, a
lo largo de los siglos, participarían de su misma misión (cfr. Lc 6, 12; Jn 17, 15-20)[196]. La
misma oración de Jesús en el huerto de Getsemaní (cfr. Mt 26, 36-44), dirigida toda ella
hacia el sacrificio sacerdotal del Gólgota, manifiesta de modo paradigmático «hasta qué
punto nuestro sacerdocio debe estar profundamente vinculado a la oración, radicado en la
oración»[197].

Nacidos como fruto de esta oración y llamados a renovar de modo sacramental e incruento
un Sacrificio que de esta es inseparable, los presbíteros mantendrán vivo su ministerio con
una vida espiritual a la que darán primacía absoluta, evitando descuidarla a causa de las
diversas actividades.

Precisamente para desarrollar un ministerio pastoral fructuoso, el sacerdote necesita tener


una sintonía particular y profunda con Cristo, el Buen Pastor, el único protagonista principal
de cada acción pastoral: «Él [Cristo] es siempre el principio y fuente de la unidad de la vida
de los presbíteros. Por tanto, estos conseguirán la unidad de su vida uniéndose a Cristo en el
conocimiento de la voluntad del Padre y en la entrega de sí mismos a favor del rebaño a ellos
confiado. Así, realizando la misión del buen Pastor, encontrarán en el ejercicio mismo de la
caridad pastoral el vínculo de la perfección sacerdotal que una su vida con su acción»[198].

Medios para la vida espiritual

50. En efecto, entre las graves contradicciones de la cultura relativista es evidente una
auténtica desintegración de la personalidad, causada por el oscurecimiento de la verdad sobre
el hombre. El riesgo del dualismo en la vida sacerdotal siempre está al acecho.

Esta vida espiritual debe encarnarse en la existencia de cada presbítero a través de la liturgia,
la oración personal, el tenor de vida y la práctica de las virtudes cristianas; todo esto
contribuye a la fecundidad de la acción ministerial. La misma configuración con Cristo exige
que el sacerdote cultive un clima de amistad con el Señor Jesús, haga experiencia de un
encuentro personal con Él, y se ponga al servicio de la Iglesia, su Cuerpo, que el presbítero
amará, dándose a ella mediante el servicio fiel e incansable de los deberes del ministerio
pastoral[199].

Por tanto, es necesario que en la vida de oración del presbítero no falten nunca la celebración
diaria de la eucaristía[200], con una adecuada preparación y sucesiva acción de gracias; la
confesión frecuente[201] y la dirección espiritual ya practicada en el Seminario y a menudo
antes[202]; la celebración íntegra y fervorosa de la Liturgia de las Horas[203], obligación
cotidiana[204]; el examen de conciencia[205]; la oración mental propiamente dicha[206];
la lectio divina[207], los ratos prolongados de silencio y de diálogo, sobre todo, en ejercicios
y retiros espirituales periódicos[208]; las preciosas expresiones de devoción mariana como el
Rosario[209]; el Vía Crucis y otros ejercicios piadosos[210]; la provechosa lectura
hagiográfica[211]; etc. Sin duda, el buen uso del tiempo, por amor de Dios y de la Iglesia,
permitirá al sacerdote mantener más fácilmente una sólida vida de oración. De hecho, se
aconseja que el presbítero, con la ayuda de su director espiritual, trate de atenerse con
constancia a este plan de vida, que le permite crecer interiormente en un contexto en el cual
numerosas exigencias de la vida lo podrían inducir muchas veces al activismo y a descuidar
la dimensión espiritual.
Cada año, como un signo del deseo duradero de fidelidad, los presbíteros renuevan en la
Misa crismal, delante del Obispo y junto con él, las promesas hechas en la ordenación[212].

El cuidado de la vida espiritual, que aleja al enemigo de la tibieza, debe ser para el sacerdote
una exigencia gozosa, pero es también un derecho de los fieles que buscan en él —consciente
o inconscientemente— al hombre de Dios, al consejero, al mediador de paz, al amigo fiel y
prudente y al guía seguro en quien se pueda confiar en los momentos más difíciles de la vida
para hallar consuelo y firmeza[213].

Benedicto XVI presenta en su Magisterio un texto altamente significativo acerca de la lucha


contra la tibieza espiritual que deben llevar a cabo quienes viven una mayor cercanía con el
Señor por razones de ministerio: «Nadie está tan cerca de su señor como el servidor que tiene
acceso a la dimensión más privada de su vida. En este sentido, “servir” significa cercanía,
requiere familiaridad. Esta familiaridad encierra también un peligro: el de que lo sagrado con
el que tenemos contacto continuo se convierta para nosotros en costumbre. Así se apaga el
temor reverencial. Condicionados por todas las costumbres, ya no percibimos la grande,
nueva y sorprendente realidad: Él mismo está presente, nos habla y se entrega a nosotros.
Contra este acostumbrarse a la realidad extraordinaria, contra la indiferencia del corazón
debemos luchar sin tregua, reconociendo siempre nuestra insuficiencia y la gracia que
implica el hecho de que Él se entrega así en nuestras manos»[214].

Imitar a Cristo que ora

51. A causa de las numerosas obligaciones muchas veces procedentes de la actividad


pastoral, hoy más que nunca, la vida de los presbíteros está expuesta a una serie de
solicitudes, que lo podrían llevar a un creciente activismo, sometiéndolo a un ritmo a veces
frenético y arrollador.

Contra esta tentación no se debe olvidar que la primera intención de Jesús fue convocar en
torno a sí a los Apóstoles, sobre todo para que «estuviesen con Él» (Mc 3, 14).

El mismo Hijo de Dios quiso dejarnos el testimonio de su oración. De hecho, con mucha
frecuencia los Evangelios nos presentan a Cristo en oración: cuando el Padre le revela su
misión (Lc 3, 21-22), antes de la llamada de los Apóstoles (Lc 6, 12), en la acción de gracias
durante la multiplicación de los panes (Mt 14, 19; 15, 36; Mc 6, 41; 8,7; Lc 9, 16; Jn 6, 11),
en la transfiguración en el monte (Lc 9, 28-29), cuando sana al sordomudo (Mc 7, 34) y
resucita a Lázaro (Jn 11, 41 ss), antes de la confesión de Pedro (Lc 9, 18), cuando enseña a
los discípulos a orar (Lc 11, 1), cuando regresan de su misión (Mt 11, 25 ss; Lc 10, 21), al
bendecir a los niños (Mt 19, 13) y al rezar por Pedro (Lc 22, 32).

Toda su actividad cotidiana nacía de la oración. Se retiraba al desierto o al monte a orar


(Mc l, 35; 6, 46; Lc 5, 16; Mt 4, 1; 14, 23), se levantaba de madrugada (Mc 1, 35) y pasaba la
noche entera en oración con Dios (Mt 14, 23.25; Mc 6, 46.48; Lc 6, 12).

Hasta el final de su vida, en la última Cena (Jn 17, 1-26), durante la agonía (Mt 26, 36-44),
en la Cruz (Lc 23, 34.46; Mt 27, 46; Mc 15, 34) el divino Maestro demostró que la oración
animaba su ministerio mesiánico y su éxodo pascual. Resucitado de la muerte, vive para
siempre e intercede por nosotros (Heb 7, 25)[215].
Por eso, la prioridad fundamental del sacerdote es su relación personal con Cristo a través de
la abundancia de los momentos de silencio y oración, en los cuales cultiva y profundiza su
relación con la persona viva de Jesús, nuestro Señor. Siguiendo el ejemplo de san José, el
silencio del sacerdote «no manifiesta un vacío interior, sino, al contrario, la plenitud de fe
que lleva en el corazón, y que guía todos sus pensamientos y todos sus actos»[216]. Un
silencio que, como el del santo Patriarca, «guarda la Palabra de Dios, conocida a través de las
Sagradas Escrituras, confrontándola continuamente con los acontecimientos de la vida de
Jesús; un silencio entretejido de oración constante, oración de bendición del Señor, de
adoración de su santísima voluntad y de confianza sin reservas en su providencia»[217].

En la comunión de la santa Familia de Nazaret, el silencio de José armonizaba con el


recogimiento de María, «realización más perfecta» de la obediencia de la fe[218], la cual
«conservaba las “obras grandes” del Todopoderoso y las meditaba en su corazón»[219].

De este modo, los fieles verán en el sacerdote a un hombre apasionado de Cristo, que lleva
consigo el fuego de Su amor; un hombre que sabe que el Señor le llama y está lleno de amor
por los suyos.

Imitar a la Iglesia que ora

52. Para permanecer fiel al empeño de «estar con Jesús», hace falta que el presbítero sepa
imitar a la Iglesia que ora.

Al difundir la Palabra de Dios, que él mismo ha recibido con gozo, el sacerdote recuerda la
exhortación del Evangelio que hizo el Obispo el día de su ordenación: «Por esto, haciendo de
la Palabra el objeto continuo de tu reflexión, cree siempre lo que lees, enseña lo que crees y
haz vida lo que enseñas. De este modo, mientras darás alimento al Pueblo de Dios con la
doctrina y serás consuelo y apoyo con el buen testimonio de vida, serás constructor del
templo de Dios, que es la Iglesia». De modo semejante, en cuanto a la celebración de los
sacramentos, y en particular de la Eucaristía: «Sé por lo tanto consciente de lo que haces,
imita lo que realizas y, ya que celebras el misterio de la muerte y resurrección del Señor,
lleva la muerte de Cristo en tu cuerpo y camina en su vida nueva». Finalmente, con respecto
a la dirección pastoral del Pueblo de Dios, a fin de conducirlo al Padre: «Por esto, no ceses
nunca de tener la mirada puesta en Cristo, Pastor bueno, que ha venido no para ser servido,
sino para servir y para buscar y salvar a los que se han perdido»[220].

Oración como comunión

53. El presbítero, fortalecido por el vínculo especial con el Señor, sabrá afrontar los
momentos en que se podría sentir solo entre los hombres; además, renovará con vigor su
trato con Jesús en la Eucaristía, lugar real de la presencia de su Señor.

Así como Jesús, que, mientras estaba a solas, estaba continuamente con el Padre (cfr. Lc 3,
21; Mc 1, 35), también el presbítero debe ser el hombre, que, en el recogimiento, en el
silencio y en la soledad, encuentra la comunión con Dios[221], por lo que podrá decir con
San Ambrosio: «Nunca estoy tan poco solo como cuando estoy solo»[222].

Junto al Señor, el presbítero encontrará la fuerza y los instrumentos para acercar a los
hombres a Dios, para encender la fe de los demás, para suscitar compromiso y
coparticipación.

2.3. Caridad pastoral

Manifestación de la caridad de Cristo

54. La caridad pastoral, íntimamente ligada a la Eucaristía, constituye el principio interior y


dinámico capaz de unificar las múltiples y diversas actividades pastorales del presbítero y de
llevar a los hombres a la vida de la Gracia.

La actividad ministerial debe ser una manifestación de la caridad de Cristo, de la que el


presbítero sabrá expresar actitudes y conductas hasta la donación total de sí mismo al rebaño
que le ha sido confiado[223]. Estará especialmente cerca de los que sufren, los pequeños, los
niños, las personas que pasan dificultades, los marginados y los pobres, a todos llevará el
amor y la misericordia del Buen Pastor.

La asimilación de la caridad pastoral de Cristo, de manera que dé forma a la propia vida, es


una meta que exige del sacerdote una intensa vida eucarística, así como continuos esfuerzos
y sacrificios, porque esta no se improvisa, no conoce descanso y no se puede alcanzar de una
vez par siempre. El ministro de Cristo se sentirá obligado a vivir esta realidad y a dar
testimonio de ella, incluso cuando, por su edad, se le dispense de las tareas pastorales
concretas.

Más allá del funcionalismo

55. Hoy día, la caridad pastoral corre el riesgo de ser vaciada de su significado por el
llamado funcionalismo. De hecho, no es raro percibir en algunos sacerdotes la influencia de
una mentalidad que equivocadamente tiende a reducir el sacerdocio ministerial a los aspectos
funcionales. “Hacer” de sacerdote, desempeñar determinados servicios y garantizar algunas
prestaciones comprendería toda la existencia sacerdotal. Pero el sacerdote no ejerce sólo un
“trabajo” y después está libre para dedicarse a sí mismo: el riesgo de esta concepción
reduccionista de la identidad y del ministerio sacerdotal es que lo impulse hacia un vacío
que, con frecuencia, se llena de formas no conformes al propio ministerio.

El sacerdote, que se sabe ministro de Cristo y de la Iglesia, que actúa como apasionado de
Cristo con todas las fuerzas de su vida al servicio de Dios y de los hombres, encontrará en la
oración, en el estudio y en la lectura espiritual, la fuerza necesaria para vencer también este
peligro[224].

2.4. La obediencia

Fundamento de la obediencia

56. La obediencia es una virtud de primordial importancia y va estrechamente unida a la


caridad. Como enseña el Siervo de Dios Pablo VI, en la «caridad pastoral» se puede superar
«el deber de obediencia jurídica, a fin de que la misma obediencia sea más voluntaria, leal y
segura»[225]. El mismo sacrificio de Jesús sobre la Cruz adquirió significado y valor
salvífico a causa de su obediencia y de su fidelidad a la voluntad del Padre. Él fue «obediente
hasta la muerte, y una muerte de cruz» (Flp 2, 8). La Carta a los Hebreos subraya también
que Jesús «aprendió, sufriendo, a obedecer» (Heb 5, 8). Se puede decir, por tanto, que la
obediencia al Padre está en el mismo corazón del Sacerdocio de Cristo.

Como para Cristo, también para el presbítero, la obediencia expresa la disponibilidad total y
dichosa de cumplir la voluntad de Dios. Por esto el sacerdote reconoce que dicha voluntad se
manifiesta también a través de las indicaciones de sus legítimos superiores. La disponibilidad
para con estos últimos hay que comprenderla como verdadero ejercicio de la libertad
personal, consecuencia de una elección madurada constantemente ante Dios en la oración. La
virtud de la obediencia, que el sacramento y la estructura jerárquica de la Iglesia requieren
intrínsecamente, la promete explícitamente el clérigo, primero en el rito de ordenación
diaconal y después en el de la ordenación presbiteral. Con ella el presbítero fortalece su
voluntad de comunión, entrando, así, en la dinámica de la obediencia de Cristo, quien se hizo
Siervo obediente hasta una muerte de cruz (cfr. Flp 2, 7-8)[226].

En la cultura contemporánea se subraya la importancia de la subjetividad y de la autonomía


de cada persona, como algo intrínseco a la propia dignidad. Este valor, en sí mismo positivo,
cuando se absolutiza y reivindica fuera de su justo contexto, adquiere un valor negativo[227].
Esto puede manifestarse también en el ámbito eclesial y en la misma vida del sacerdote, si la
fe, la vida cristiana y la actividad desarrollada al servicio de la comunidad, fuesen reducidas
a un hecho puramente subjetivo.

El presbítero está, por la misma naturaleza de su ministerio, al servicio de Cristo y de la


Iglesia. Este, por tanto, se pondrá en disposición de acoger cuanto le es indicado justamente
por los superiores y, si no está legítimamente impedido, debe aceptar y cumplir fielmente el
encargo que le encomiende su Ordinario[228].

El Decreto Presbyterorum Ordinis describe los fundamentos de la obediencia de los


sacerdotes a partir de la obra divina a la que son llamados, mostrando después el marco de
esta obediencia:

- el misterio de la Iglesia: «el ministerio sacerdotal es el ministerio de la Iglesia misma. Por


eso, sólo se puede realizar en la comunión jerárquica de todo el pueblo de Dios»[229];

- la fraternidad cristiana: «la caridad pastoral, por tanto, urge a los presbíteros a que,
actuando en esta comunión, entreguen mediante la obediencia su propia voluntad al servicio
de Dios y de los hermanos. Lo harán aceptando y cumpliendo con espíritu de fe lo que
manden y recomienden el Sumo Pontífice, su propio Obispo y otros superiores; gastándose y
agotándose de buena gana en cualquier servicio que se les haya confiado, aunque sea el más
pobre y humilde. Por esta razón, en efecto, mantienen y consolidan la unidad necesaria con
sus hermanos en el ministerio, sobre todo con los que el Señor estableció rectores visibles de
su Iglesia y trabajan en la construcción del Cuerpo de Cristo, que crece “a través de los
ligamentos que lo nutren”»[230].

Obediencia jerárquica

57. El presbítero tiene una «obligación especial de respeto y obediencia» al Sumo Pontífice y
al propio Ordinario[231]. En virtud de la pertenencia a un determinado presbiterio, él está
dedicado al servicio de una Iglesia particular, cuyo principio y fundamento de unidad es el
Obispo[232]; este último tiene sobre ella toda la potestad ordinaria, propia e inmediata,
necesaria para el ejercicio de su oficio pastoral[233]. La subordinación jerárquica requerida
por el sacramento del Orden encuentra su actualización eclesiológico-estructural en
referencia al propio Obispo y al Romano Pontífice; este último tiene el primado (principatus)
de la potestad ordinaria sobre todas las Iglesias particulares[234].

La obligación de adherirse al Magisterio en materia de fe y de moral está intrínsecamente


ligada a todas las funciones, que el sacerdote debe desarrollar en la Iglesia[235]. El disentir
en este campo debe considerarse algo grave, ya que produce escándalo y desorientación entre
los fieles. La llamada a la desobediencia, especialmente al Magisterio definitivo de la Iglesia,
no es un camino para renovar a la Iglesia[236]. Su inagotable vivacidad solamente puede
brotar siguiendo al Maestro, obediente hasta la cruz, a cuya misión se colabora «con la
alegría de la fe, la radicalidad de la obediencia, el dinamismo de la esperanza y la fuerza del
amor»[237].

Nadie mejor que el presbítero tiene conciencia del hecho de que la Iglesia tiene necesidad de
normas que sirvan para proteger adecuadamente los dones del Espíritu Santo encomendados
a la Iglesia; ya que su estructura jerárquica y orgánica es visible, el ejercicio de las funciones
divinamente confiadas a Ella —especialmente la de guía y la de celebración de los
sacramentos— debe ser organizado adecuadamente[238].

En cuanto ministro de Cristo y de su Iglesia, el presbítero asume generosamente el


compromiso de observar fielmente todas y cada una de las normas, evitando toda forma de
adhesión parcial según criterios subjetivos, que crean división y repercuten —con notable
daño pastoral— sobre los fieles laicos y sobre la opinión pública. En efecto, «las leyes
canónicas, por su misma naturaleza, exigen la observancia» y requieren que «todo lo que sea
mandado por la cabeza, sea observado por los miembros»[239].

Con la obediencia a la autoridad constituida, el sacerdote, entre otras cosas, favorecerá la


mutua caridad dentro del presbiterio, y fomentará la unidad, que tiene su fundamento en la
verdad.

Autoridad ejercitada con caridad

58. Para que la observancia de la obediencia sea real y pueda alimentar la comunión eclesial,
todos los que han sido constituidos en autoridad —los Ordinarios, los Superiores religiosos,
los Moderadores de Sociedades de vida apostólica—, además de ofrecer el necesario y
constante ejemplo personal, deben ejercitar con caridad el propio carisma institucional, bien
sea previniendo, bien requiriendo, con el modo y en el momento oportuno, la adhesión a
todas las disposiciones en el ámbito magisterial y disciplinar[240].

Esta adhesión es fuente de libertad, en cuanto que no impide, sino que estimula la madura
espontaneidad del presbítero, quien sabrá asumir una postura pastoral serena y equilibrada,
creando una armonía en la que la capacidad personal se funde en una superior unidad.

Respeto de las normas litúrgicas

59. Entre varios aspectos del problema, hoy mayormente relevantes, merece la pena que se
ponga en evidencia el del amor y respeto convencido de las normas litúrgicas.
La liturgia es el ejercicio del sacerdocio de Jesucristo[241], «la cumbre hacia la cual tiende la
acción de la Iglesia y, al mismo tiempo, la fuente de la que mana toda su fuerza»[242]. Ella
constituye un ámbito en el que el sacerdote debe tener particular conciencia de ser ministro,
es decir, siervo, y de deber obedecer fielmente a la Iglesia. «Regular la sagrada liturgia
compete únicamente a la autoridad de la Iglesia, que reside en la Sede Apostólica y, según
norma de derecho, en el Obispo»[243]. El sacerdote, por tanto, en tal materia no añadirá,
quitará o cambiará nada por propia iniciativa[244].

Esto vale de modo especial para los sacramentos, que son por excelencia actos de Cristo y de
la Iglesia, y que el sacerdote administra en la persona de Cristo Cabeza y en nombre de la
Iglesia, para el bien de los fieles[245]. Estos tienen verdadero derecho a participar en las
celebraciones litúrgicas tal como las quiere la Iglesia, y no según los gustos personales de
cada ministro, ni tampoco según particularismos rituales no aprobados, expresiones de
grupos, que tienden a cerrarse a la universalidad del Pueblo de Dios.

Unidad en los planes pastorales

60. Es necesario que los sacerdotes, en el ejercicio de su ministerio, no sólo participen


responsablemente en la definición de los planes pastorales, que el Obispo —con la
colaboración del Consejo Presbiteral[246]— determina, sino que además armonicen con
estos las realizaciones prácticas en la propia comunidad.

La sabia creatividad, el espíritu de iniciativa propio de la madurez de los presbíteros, no sólo


no se suprimirán, sino que se valorarán adecuadamente en beneficio de la fecundidad
pastoral. Tomar caminos diversos en este campo puede significar, de hecho, el debilitamiento
de la misma obra de evangelización.

Importancia y obligatoriedad del traje eclesiástico

61. En una sociedad secularizada y tendencialmente materialista, donde tienden a


desaparecer incluso los signos externos de las realidades sagradas y sobrenaturales, se siente
particularmente la necesidad de que el presbítero —hombre de Dios, dispensador de Sus
misterios— sea reconocible a los ojos de la comunidad, también por el vestido que lleva,
como signo inequívoco de su dedicación y de la identidad de quien desempeña un ministerio
público[247]. El presbítero debe ser reconocible sobre todo, por su comportamiento, pero
también por un modo de vestir, que ponga de manifiesto de modo inmediatamente
perceptible por todo fiel, más aún, por todo hombre[248], su identidad y su presencia a Dios
y a la Iglesia.

El hábito talar es el signo exterior de una realidad interior: «de hecho, el sacerdote ya no se
pertenece a sí mismo, sino que, por el carácter sacramental recibido (cfr. Catecismo de la
Iglesia Católica, n. 1563 y 1582), es “propiedad” de Dios. Este “ser de Otro” deben poder
reconocerlo todos, gracias a un testimonio límpido. […] En el modo de pensar, de hablar, de
juzgar los hechos del mundo, de servir y de amar, de relacionarse con las personas, incluso
en el hábito, el sacerdote debe sacar fuerza profética de su pertenencia sacramental, de su ser
profundo»[249].

Por esta razón, el sacerdote, como el diácono transeúnte, debe[250]:


a) llevar o el hábito talar o «un traje eclesiástico decoroso, según las normas establecidas por
la Conferencia Episcopal y según las legitimas costumbres locales»[251]. El traje, cuando es
distinto del talar, debe ser diverso de la manera de vestir de los laicos y conforme a la
dignidad y sacralidad de su ministerio; la forma y el color deben ser establecidos por la
Conferencia Episcopal, siempre en armonía con las disposiciones de derecho universal;

b) por su incoherencia con el espíritu de tal disciplina, las praxis contrarias no se pueden
considerar legítimas costumbres[252] y deben ser removidas por la autoridad
competente[253].

Exceptuando las situaciones del todo excepcionales, el no usar el traje eclesiástico por parte
del clérigo puede manifestar un escaso sentido de la propia identidad de pastor, enteramente
dedicado al servicio de la Iglesia[254].

Además, el hábito talar —también en la forma, el color y la dignidad— es especialmente


oportuno, porque distingue claramente a los sacerdotes de los laicos y da a entender mejor el
carácter sagrado de su ministerio, recordando al mismo presbítero que es siempre y en todo
momento sacerdote, ordenado para servir, para enseñar, para guiar y para santificar las
almas, principalmente mediante la celebración de los sacramentos y la predicación de la
Palabra de Dios. Vestir el hábito clerical sirve asimismo como salvaguardia de la pobreza y
la castidad.

2.5. Predicación dela Palabra

Fidelidad a la Palabra

62. Cristo encomendó a los Apóstoles y a la Iglesia la misión de predicar la Buena Nueva a
todos los hombres.

Transmitir la fe es preparar a un pueblo para el Señor, revelar, anunciar y profundizar en la


vocación cristiana: la llamada, que Dios dirige a cada hombre al manifestarle el misterio de
la salvación y, a la vez, el puesto, que debe ocupar con referencia al mismo misterio, como
hijo adoptivo en el Hijo[255]. Este doble aspecto está expresado sintéticamente en el
Símbolo de la Fe, que es la acción con la que la Iglesia responde a la llamada de Dios[256].

En el ministerio del presbítero hay dos exigencias. En primer lugar, está el carácter misionero
de la transmisión de la fe. El ministerio de la Palabra no puede ser abstracto o estar apartado
de la vida de la gente; por el contrario, debe hacer referencia al sentido de la vida del
hombre, de cada hombre y, por tanto, deberá entrar en las cuestiones más apremiantes, que
están delante de la conciencia humana.

Por otro lado está la exigencia de autenticidad, de conformidad con la fe de la Iglesia,


custodia de la verdad acerca de Dios y de la vocación del hombre. Esto se debe hacer con un
gran sentido de responsabilidad, consciente que se trata de una cuestión de suma importancia
en cuanto que pone en juego la vida del hombre y el sentido de su existencia.

Para realizar un fructuoso ministerio de la Palabra, el sacerdote también tendrá en cuenta que
el testimonio de su vida permite descubrir el poder del amor de Dios y hace persuasiva la
palabra del predicador. Además, no desatenderá la predicación explícita del misterio de
Cristo a los creyentes, a los no cristianos y a los no creyentes; la catequesis, que es
exposición ordenada y orgánica de la doctrina de la Iglesia; la aplicación de la verdad
revelada a la solución de casos concretos[257].

La conciencia de la absoluta necesidad de «permanecer» fiel y anclado en la Palabra de Dios


y en la Tradición para ser verdaderos discípulos de Cristo y conocer la verdad (cfr. Jn 8, 31-
32) siempre ha acompañado la historia de la espiritualidad sacerdotal y ha estado respaldada
también con la autoridad del Concilio Ecuménico Vaticano II[258]. Por esto, resulta de gran
utilidad «la antigua práctica de la lectio divina, o “lectura espiritual” de la sagrada Escritura.
Consiste en reflexionar largo tiempo sobre un texto bíblico, leyéndolo y releyéndolo, casi
“rumiándolo”, como dicen los Padres, y exprimiendo, por decirlo así, todo su “jugo”, para
que alimente la meditación y la contemplación y llegue a regar como linfa la vida
concreta»[259].

Para la sociedad contemporánea, marcada en numerosos países por el materialismo práctico


y teórico, por el subjetivismo y el relativismo cultural, es necesario que se presente el
Evangelio como «fuerza de Dios para la salvación de todo el que cree» (Rom 1, 16). Los
presbíteros, recodando que «la fe nace del mensaje que se escucha, y la escucha viene a
través de la palabra de Cristo» (Rom 10, 17), empeñarán todas sus energías en corresponder a
esta misión, que tiene primacía en su ministerio. De hecho, ellos son no solamente los
testigos, sino los heraldos y mensajeros de la fe[260].

Este ministerio —realizado en la comunión jerárquica— los habilita a enseñar con autoridad
la fe católica y a dar testimonio oficial de la fe en nombre de la Iglesia. El Pueblo de Dios, en
efecto, «es congregado sobre todo por medio de la palabra de Dios viviente, que todos tienen
el derecho de buscar en los labios de los sacerdotes»[261].

Para que la Palabra sea auténtica se debe transmitir sin doblez y sin ninguna falsificación,
sino manifestando con franqueza la verdad delante de Dios (2 Cor 4, 2). Con madurez
responsable, el sacerdote evitará reducir, distorsionar o diluir el contenido del mensaje
divino. Su tarea consiste en «no enseñar su propia sabiduría, sino la palabra de Dios e invitar
con insistencia a todos a la conversión y la santidad »[262]. «Consiguientemente, sus
palabras, sus decisiones y sus actitudes han de ser cada vez más una trasparencia, un anuncio
y un testimonio del Evangelio; “solamente ‘permaneciendo’ en la Palabra, el sacerdote será
perfecto discípulo del Señor; conocerá la verdad y será verdaderamente libre”»[263].

Por lo tanto, la predicación no se puede reducir a la comunicación de pensamientos propios,


experiencias personales, simples explicaciones de carácter psicológico[264], sociológico o
filantrópico y tampoco puede usar excesivamente el encanto de la retórica, tan presente en
los medios de comunicación social. Se trata de anunciar una Palabra de la que no se puede
disponer porque ha sido dada a la Iglesia a fin de que la custodie, examine y transmita
fielmente[265]. En cualquier caso, es necesario que el sacerdote prepare adecuadamente su
predicación mediante la oración, el estudio serio y actualizado y el compromiso de aplicarla
concretamente a las condiciones de los destinatarios. De modo particular, como ha recordado
Benedicto XVI, «es conveniente que, partiendo del leccionario trienal, se prediquen a los
fieles homilías temáticas que, a lo largo del año litúrgico, traten los grandes temas de la fe
cristiana, según lo que el Magisterio propone en los cuatro “pilares” del Catecismo de la
Iglesia Católica y en su reciente Compendio: la profesión de la fe, la celebración del misterio
cristiano, la vida en Cristo y la oración cristiana»[266]. Así, las homilías, las catequesis, etc.,
podrán ser verdaderamente una ayuda para los fieles, para mejorar su vida de relación con
Dios y con los demás.

Palabra y vida

63. La conciencia de la misión propia como heraldo del Evangelio, como instrumento de
Cristo y del Espíritu Santo, se debe concretar cada vez más en la pastoral, de manera que, a
la luz de la Palabra de Dios, pueda dar vida a las muchas situaciones y ambientes en que el
sacerdote desempeña su ministerio.

Para ser eficaz y creíble, es importante, por esto, que el presbítero —en la perspectiva de la
fe y de su ministerio— conozca, con constructivo sentido crítico, las ideologías, el lenguaje,
los entramados culturales, las tipologías difundidas por los medios de comunicación y que,
en gran parte, condicionan las mentalidades.

Estimulado por el Apóstol, que exclamaba: «¡Ay de mí si no anuncio el Evangelio!» (1Cor 9,


16), sabrá utilizar todos los medios de transmisión, que le ofrecen la ciencia y la tecnología
modernas.

Sin lugar a dudas, no depende todo solamente de estos medios o de la capacidad humana, ya
que la gracia divina puede alcanzar su efecto independientemente del trabajo de los hombres.
Sin embargo, en el plan de Dios la predicación de la Palabra es normalmente el canal
privilegiado para la transmisión de la fe y para la misión de evangelización.

La exigencia dada por la nueva evangelización constituye un desafío para el sacerdote. Para
los que hoy están fuera o lejos del anuncio de Cristo, el presbítero sentirá particularmente
urgente y actual la dramática pregunta: «¿Cómo invocarán a Aquel en quien no han creído?;
¿cómo creerán en Aquel de quien no han oído hablar?; ¿cómo oirán hablar de Él sin nadie
que anuncie?» (Rom 10, 14).

Para responder a tales interrogantes, él se sentirá personalmente comprometido a conocer


particularmente la Sagrada Escritura por medio del estudio de una sana exégesis, sobre todo
patrística; la Palabra de Dios será materia de su meditación —que practicará de acuerdo con
los diversos métodos probados por la tradición espiritual de la Iglesia—; así logrará tener una
comprensión de las Sagradas Escrituras animada por el amor[267]. Es particularmente
importante enseñar a cultivar esta relación personal con la Palabra de Dios ya en los años de
seminario, donde los aspirantes al sacerdocio están llamados a estudiar las Escrituras para ser
más «conscientes del misterio de la revelación divina, alimentando una actitud de respuesta
orante a Dios que habla. Por otro lado, una auténtica vida de oración hará también crecer
necesariamente en el alma del candidato el deseo de conocer cada vez más al Dios que se ha
revelado en su Palabra como amor infinito»[268].

64. El presbítero sentirá el deber de preparar, tanto remota como próximamente, la homilía
litúrgica con gran atención a sus contenidos, haciendo referencia a los textos litúrgicos, sobre
todo al Evangelio; atento al equilibrio entre parte expositiva y práctica, así como a la
pedagogía y a la técnica del buen hablar, llegando incluso hasta la buena dicción por respeto
a la dignidad del acto y de los destinatarios[269]. En particular, «se han de evitar homilías
genéricas y abstractas, que oculten la sencillez de la Palabra de Dios, así como inútiles
divagaciones que corren el riesgo de atraer la atención más sobre el predicador que sobre el
corazón del mensaje evangélico. Debe quedar claro a los fieles que lo que interesa al
predicador es mostrar a Cristo, que tiene que ser el centro de toda homilía»[270].

Palabra y catequesis

65. Hoy, cuando en muchos ambientes se difunde un analfabetismo religioso en el que se


conocen cada vez menos los elementos fundamentales de la fe, la catequesis es parte
fundamental de la misión de evangelización de la Iglesia, porque es un instrumento
privilegiado de enseñanza y maduración de la fe [271].

El presbítero, en cuanto colaborador del Obispo y por mandato del mismo, tiene la
responsabilidad de animar, coordinar y dirigir la actividad catequética de la comunidad que
le ha sido encomendada. Es importante que sepa integrar esta labor dentro de un proyecto
orgánico de evangelización, asegurando por encima de todo, la comunión de la catequesis en
la propia comunidad con la persona del Obispo, con la Iglesia particular y con la Iglesia
universal[272].

De manera particular, sabrá suscitar la justa y oportuna colaboración y responsabilidad con lo


referente a la catequesis, tanto de los miembros de institutos de vida consagrada o sociedades
de vida apostólica, como de los fieles laicos[273], preparados adecuadamente y
demostrándoles agradecimiento y estima por su labor catequética.

Pondrá especial solicitud en el cuidado de la formación inicial y permanente de los


catequistas. En la medida de lo posible, el sacerdote debe ser el catequista de los catequistas,
formando con ellos una verdadera comunidad de discípulos del Señor, que sirva como punto
de referencia para los catequizados. Así, les enseñará que el servicio al ministerio de la
enseñanza debe ajustarse a la Palabra de Jesucristo y no a teorías y opiniones privadas: es «la
fe de la Iglesia, de la cual somos servidores»[274].

Maestro[275] y educador en la fe[276], el sacerdote procurará que la catequesis,


especialmente la de los sacramentos, sea una parte privilegiada en la educación cristiana de
la familia, en la enseñanza religiosa, en la formación de movimientos apostólicos, etc.; y que
se dirija a todas las categorías de fieles: niños, jóvenes, adolescentes, adultos y ancianos.
Sabrá transmitir la enseñanza catequética haciendo uso de todas las ayudas, medios
didácticos e instrumentos de comunicación, que puedan ser eficaces a fin de que los fieles —
de un modo adecuado a su carácter, capacidad, edad y condición de vida— estén en
condiciones de aprender más plenamente la doctrina cristiana y de ponerla en práctica de la
manera más conveniente[277].

Con esta finalidad, el presbítero tendrá como principal punto de referencia el Catecismo de
la Iglesia Católica y su Compendio. De hecho, estos textos constituyen una norma segura y
auténtica de la enseñanza de la Iglesia[278] y, por eso, es preciso alentar su lectura y estudio.
Deben ser siempre el punto de apoyo seguro e insustituible para la enseñanza de los
«contenidos fundamentales de la fe, sintetizados sistemática y orgánicamente en
el Catecismo de la Iglesia Católica»[279]. Como ha recordado el Santo Padre Benedicto
XVI, en el Catecismo «en efecto, se pone de manifiesto la riqueza de la enseñanza que la
Iglesia ha recibido, custodiado y ofrecido en sus dos mil años de historia. Desde la Sagrada
Escritura a los Padres de la Iglesia, de los Maestros de teología a los Santos de todos los
siglos, el Catecismo ofrece una memoria permanente de los diferentes modos en que la
Iglesia ha meditado sobre la fe y ha progresado en la doctrina, para dar certeza a los
creyentes en su vida de fe»[280].

2.6. El sacramento de la Eucaristía

El Misterio eucarístico

66. Si bien el ministerio de la Palabra es un elemento fundamental en la labor sacerdotal, el


núcleo y centro vital es, sin duda, la Eucaristía: presencia real en el tiempo del único y eterno
sacrificio de Cristo[281].

La Eucaristía —memorial sacramental de la muerte y resurrección de Cristo, representación


real y eficaz del único Sacrificio redentor, fuente y culmen de la vida cristiana y de toda la
evangelización[282]— es el medio y el fin del ministerio sacerdotal, ya que «todos los
ministerios eclesiásticos y obras de apostolado están íntimamente trabados con la Eucaristía
y a ella se ordenan»[283]. El presbítero, consagrado para perpetuar el Santo Sacrificio,
manifiesta así, del modo más evidente, su identidad[284].

De hecho, existe una íntima unión entre la primacía de la Eucaristía, la caridad pastoral y la
unidad de vida del presbítero[285]: en ella encuentra las señales decisivas para el itinerario
de santidad al que está específicamente llamado.

Si el presbítero presta a Cristo —Sumo y Eterno Sacerdote— la inteligencia, la voluntad, la


voz y las manos para que mediante su propio ministerio pueda ofrecer al Padre el sacrificio
sacramental de la redención, deberá hacer suyas las disposiciones del Maestro y como Él,
vivir como don para sus hermanos. Consecuentemente deberá aprender a unirse íntimamente
a la ofrenda, poniendo sobre el altar del sacrificio la vida entera como un signo claro del
amor gratuito y providente de Dios.

Celebrar bien la Eucaristía

67. El sacerdote está llamado a celebrar el Santo Sacrificio eucarístico, a meditar


constantemente sobre lo que este significa y a transformar su vida en una Eucaristía, lo cual
se manifiesta en el amor al sacrificio diario, sobre todo en el cumplimiento de sus deberes de
estado. El amor a la cruz lleva al sacerdote a convertirse en un sacrifico agradable al Padre
por medio de Cristo (cfr. Rom 12, 1). Amar la cruz en una sociedad hedonística es un
escándalo, pero desde una perspectiva de fe, es fuente de vida interior. El sacerdote debe
predicar el valor redentor de la cruz con su estilo de vida.

Es necesario recordar el valor incalculable que tiene para el sacerdote la celebración diaria de
la Santa Misa —“fuente y cumbre”[286] de la vida sacerdotal—, aún cuando no estuviera
presente ningún fiel[287]. Al respecto, enseña Benedicto XVI: «Junto con los padres del
Sínodo, recomiendo a los sacerdotes “la celebración diaria de la santa misa, aun cuando no
hubiera participación de fieles”. Esta recomendación está en consonancia ante todo con el
valor objetivamente infinito de cada celebración eucarística; y, además, está motivada por su
singular eficacia espiritual, porque si la santa Misa se vive con atención y con fe, es
formativa en el sentido más profundo de la palabra, pues promueve la configuración con
Cristo y consolida al sacerdote en su vocación»[288].
Él la vivirá como el momento central de cada día y del ministerio cotidiano, como fruto de
un deseo sincero y como ocasión de un encuentro profundo y eficaz con Cristo. En la
Eucaristía, el sacerdote aprende a darse cada día, no sólo en los momentos de gran dificultad,
sino también en las pequeñas contrariedades cotidianas. Este aprendizaje se refleja en el
amor por prepararse a la celebración del Santo Sacrificio, para vivirlo con piedad, sin prisas,
respetando las normas litúrgicas y las rúbricas, a fin de que los fieles perciban en este modo
una auténtica catequesis[289].

En una sociedad cada vez más sensible a la comunicación a través de signos e imágenes, el
sacerdote cuidará adecuadamente todo lo que puede aumentar el decoro y el aspecto sagrado
de la celebración. Es importante que en la celebración eucarística haya un adecuado cuidado
de la limpieza del lugar, de la estructura del altar y del sagrario[290], de la nobleza de los
vasos sagrados, de los paramentos[291], del canto[292], de la música[293], del silencio
sagrado[294], del uso del incienso en las celebraciones más solemnes, etc., repitiendo el
gesto amoroso de María hacia el Señor cuando «tomó una libra de perfume de nardo,
auténtico y costoso, le urgió a Jesús los pies y se los enjugó con su cabellera. Y la casa se
llenó de la fragancia del perfume» (Jn 12, 3). Todos estos elementos pueden contribuir a una
mejor participación en el Sacrificio eucarístico. De hecho, la falta de atención a estos
aspectos simbólicos de la liturgia y, aun peor, el descuido, las prisas, la superficialidad y el
desorden, vacían de significado y debilitan la función de aumentar la fe[295]. El que celebra
mal, manifiesta la debilidad de su fe y no educa a los demás en la fe. Al contrario, celebrar
bien constituye una primera e importante catequesis sobre el Santo Sacrificio.

Especialmente en la celebración eucarística, las normas litúrgicas se deben observar con


generosa fidelidad. «Son una expresión concreta de la auténtica eclesialidad de la Eucaristía;
éste es su sentido más profundo. La liturgia nunca es propiedad privada de alguien, ni del
celebrante ni de la comunidad en que se celebran los Misterios. […] También en nuestros
tiempos, la obediencia a las normas litúrgicas debería ser redescubierta y valorada como
reflejo y testimonio de la Iglesia una y universal, que se hace presente en cada celebración de
la Eucaristía. El sacerdote que celebra fielmente la Misa según las normas litúrgicas y la
comunidad que se adecua a ellas, demuestran de manera silenciosa pero elocuente su amor
por la Iglesia»[296].

El sacerdote, entonces, al poner todos sus talentos al servicio de la celebración eucarística


para ayudar a que todos los fieles participen vivamente en ella, debe atenerse al rito
establecido en los libros litúrgicos aprobados por la autoridad competente, sin añadir, quitar
o cambiar nada[297]. Así su celebración es realmente celebración de la Iglesia y con la
Iglesia: no hace “algo suyo”, sino que está con la Iglesia en diálogo con Dios. Esto favorece
asimismo una adecuada participación activa de los fieles en la sagrada liturgia: «El ars
celebrandi es la mejor premisa para la actuosa participatio. El ars celebrandi proviene de la
obediencia fiel a las normas litúrgicas en su plenitud, pues es precisamente este modo de
celebrar lo que asegura desde hace dos mil años la vida de fe de todos los creyentes, los
cuales están llamados a vivir la celebración como pueblo de Dios, sacerdocio real, nación
santa (cfr. 1 Pe 2, 4-5.9)»[298].

Los Ordinarios, Superiores de los Institutos de vida consagrada, y los Moderadores de las
sociedades de vida apostólica, tienen el deber grave no sólo de preceder con el ejemplo, sino
de vigilar para que todos cumplan siempre fielmente las normas litúrgicas referentes a la
celebración eucarística, en todos los lugares.

Los sacerdotes, que celebran o concelebran están obligados al uso de los ornamentos
sagrados prescritos por las normas litúrgicas[299].

Adoración eucarística

68. La centralidad de la Eucaristía se debe indicar no sólo por la digna y piadosa celebración
del Sacrificio, sino aún más por la adoración habitual del sacramento. El presbítero debe
mostrarse modelo del rebaño también en el devoto cuidado del Señor en el sagrario y en la
meditación asidua que hace ante Jesús Sacramentado. Es conveniente que los sacerdotes
encargados de la dirección de una comunidad dediquen espacios largos de tiempo para la
adoración en comunidad —por ejemplo, todos los jueves, los días de oración por las
vocaciones, etc. —, y tributen atenciones y honores, mayores que a cualquier otro rito, al
Santísimo Sacramento del altar, también fuera de la Santa Misa. «La fe y el amor a la
Eucaristía no pueden permitir que Cristo se quede solo en el tabernáculo»[300]. Impulsados
por el ejemplo de fe de sus pastores, los fieles buscarán ocasiones a lo largo de la semana
para ir a la iglesia a adorar a nuestro Señor, presente en el tabernáculo.

La Liturgia de las Horas puede ser un momento privilegiado para la adoración eucarística.
Esta liturgia es una verdadera prolongación, a lo largo de la jornada, del sacrificio de
alabanza y acción de gracias, que tiene en la Santa Misa el centro y la fuente sacramental. La
Liturgia de las Horas, en la cual el sacerdote unido a Cristo es la voz de la Iglesia para el
mundo entero, también se celebrará comunitariamente, para que sea «intérprete y vehículo de
la voz universal, que canta la gloria de Dios y pide la salvación del hombre»[301].

Ejemplar solemnidad tendrá esta celebración en los Capítulos de canónigos.

Siempre se deberá tratar de que, tanto la celebración comunitaria como la individual, se


hagan con amor y deseo de reparación, sin caer en el mero «deber» mecánico de una simple
y rápida lectura que no preste la necesaria atención al sentido del texto.

Intenciones de las Misas

69. «La Eucaristía es, pues, un sacrificio porque representa (hace presente) el sacrificio de la


cruz, porque es su memorial y aplica su fruto»[302]. Toda celebración eucarística actualiza
el sacrificio único, perfecto y definitivo de Cristo que salvó al mundo en la Cruz de una vez
para siempre. La Eucaristía se celebra primero de todo para la gloria de Dios y en acción de
gracias por la salvación de la humanidad. Según una antiquísima tradición, los fieles piden al
sacerdote que celebre la santa Misa a fin de que «se ofrezca también en reparación de los
pecados de los vivos y los difuntos, y para obtener de Dios beneficios espirituales o
temporales»[303]. «Se recomienda encarecidamente a los sacerdotes que celebren la Misa
por las intenciones de los fieles»[304].

Con el fin de participar a su modo en el sacrificio del Señor, no sólo con el don de sí mismos
sino también de una parte de lo que poseen, los fieles asocian una ofrenda, normalmente
pecuniaria, a la intención por la cual desean que se aplique una santa Misa. No se trata de
ningún modo de una remuneración, al ser el Sacrificio Eucarístico absolutamente gratuito.
«Impulsados por su sentido religioso y eclesial, que los fieles unan, para una participación
más activa en la celebración eucarística, una aportación personal, contribuyendo así a las
necesidades de la Iglesia y, en particular, a la sustentación de sus ministros»[305]. La
ofrenda para la celebración de santas Misas se debe considerar «una forma excelente» de
limosna[306].

Dicho uso «la Iglesia, no sólo lo aprueba, sino que lo alienta, pues lo considera como una
especie de signo de unión del bautizado con Cristo, así como del fiel con el sacerdote, el cual
desempeña su ministerio precisamente en su favor»[307]. Por tanto, los sacerdotes deben
alentarlo con una catequesis adecuada, explicando a los fieles su sentido espiritual y su
fecundidad. Ellos mismos pondrán diligencia en celebrar la Eucaristía con la viva conciencia
de que, en Cristo y con Cristo, son intercesores delante de Dios, no sólo para aplicar de modo
general el Sacrificio de la Cruz a la salvación de la humanidad, sino también para presentar a
la benevolencia divina la intención particular que se le confía. Constituye para ellos un modo
excelente para participar activamente en la celebración del memorial del Señor.

Los sacerdotes también deben estar convencidos de que, «puesto que la materia toca
directamente el augusto sacramento, cualquier apariencia de lucro o de simonía —aunque
fuese mínima— causaría escándalo»[308]. Por esto la Iglesia ha promulgado reglas precisas
al respecto[309] y castiga con una pena justa «quien obtiene ilegítimamente un lucro con la
ofrenda de la Misa»[310]. Todo sacerdote que acepte el encargo de celebrar una Santa Misa
según las intenciones del oferente, debe hacerlo, por una obligación de justicia, aplicando
una Misa distinta por cada intención para la que ha sido ofrecida[311].

No le es lícito al sacerdote pedir una cantidad mayor de la que haya determinado con decreto
la autoridad legítima; sí le es lícito recibir por la aplicación de una Misa la ofrenda mayor
que la fijada, si es espontáneamente ofrecida, y también una menor[312].

«Todo sacerdote debe anotar cuidadosamente los encargos de Misas recibidos y los ya
satisfechos»[313]. El párroco y el rector de una iglesia deben tomar nota en un libro
especial[314].

Se aceptarán sólo las ofrendas para celebrar Misas personalmente que se puedan satisfacer en
el plazo de un año[315]. «Los sacerdotes que reciben ofrendas para intenciones particulares
de santas Misas en gran número […], en lugar de rechazarlas, frustrando la santa voluntad de
los oferentes y disuadiéndolos de su buen propósito, deben entregarlas a otros sacerdotes
(cfr. C.I.C. can. 955) o bien al propio Ordinario (cfr. C.I.C. can. 956)»[316].

«En el caso de que los oferentes, previa y explícitamente avisados, acepten libremente que
sus ofrendas se acumulen con otras en una única ofrenda, se pueden satisfacer con una sola
santa Misa, celebrada según una única intención “colectiva”. En este caso, es necesario que
se indique públicamente el día, el lugar y el horario en que se celebrará dicha santa Misa, no
más de dos veces por semana»[317]. Tal excepción a la ley canónica vigente, si se ampliara
excesivamente, constituiría un abuso reprobable[318].

El sacerdote que celebre más de una Misa el mismo día, quédese sólo con la ofrenda de una
Misa y destine las demás a los fines determinados por el Ordinario[319].

Todo párroco «está obligado a aplicar la Misa por el pueblo a él confiado todos los domingos
y fiestas que sean de precepto»[320].

2.7. El Sacramento de la Penitencia

Ministro de la Reconciliación

70. El Espíritu Santo para la remisión de los pecados es un don de la resurrección, que se da
a los Apóstoles: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes perdonéis los pecados, les quedan
perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos» (Jn 20, 22-23). Cristo confió la
obra sacramental de reconciliación del hombre con Dios exclusivamente a sus Apóstoles y a
aquellos que les suceden en la misma misión. Los sacerdotes son, por voluntad de Cristo, los
únicos ministros del sacramento de la reconciliación[321]. Como Cristo, son enviados a
convertir a los pecadores y a llevarlos otra vez al Padre, mediante el juicio de misericordia.

La reconciliación sacramental restablece la amistad con Dios Padre y con todos sus hijos en
su familia, que es la Iglesia. Por lo tanto, esta se rejuvenece y se construye en todas sus
dimensiones: universal, diocesana y parroquial[322].

A pesar de la triste realidad de la pérdida del sentido del pecado, muy extendida en la cultura
de nuestro tiempo, el sacerdote debe practicar con gozo y dedicación el ministerio de la
formación de la conciencia, del perdón y de la paz.

Es preciso que él, por tanto, sepa identificarse en cierto sentido con este sacramento y —
asumiendo la actitud de Cristo— se incline con misericordia, como buen samaritano, sobre la
humanidad herida y muestre la novedad cristiana de la dimensión medicinal de la Penitencia,
que está dirigida a sanar y perdonar[323].

Dedicación al ministerio de la Reconciliación

71. El presbítero deberá dedicar tiempo —incluso con días, horas establecidas— y energías a
escuchar las confesiones de los fieles[324], tanto por su oficio[325] como por la ordenación
sacramental, pues los cristianos —como demuestra la experiencia— acuden con gusto a
recibir este sacramento, allí donde saben y ven que hay sacerdotes disponibles. Asimismo,
que no se descuide la posibilidad de facilitar a cada fiel la participación en el sacramento de
la Reconciliación y la Penitencia también durante la celebración de la Santa Misa[326]. Esto
se aplica a todas partes, pero especialmente, a las zonas con las iglesias más frecuentadas y a
los santuarios, donde es posible una colaboración fraterna y responsable con los sacerdotes
religiosos y los ancianos[327].

No podemos olvidar que «la fiel y generosa disponibilidad de los sacerdotes a escuchar las
confesiones, a ejemplo de los grandes santos de la historia, como san Juan María Vianney,
san Juan Bosco, san José María Escrivá, san Pío de Pietrelcina, san José Cafasso y san
Leopoldo Mandić, nos indica a todos que el confesonario puede ser un “lugar” real de
santificación»[328].

Cada sacerdote seguirá la normativa eclesial que defiende y promueve el valor de la


confesión individual e íntegra de los pecados en el coloquio directo con el confesor[329].
«La confesión individual e íntegra y la absolución constituyen el único modo ordinario con el
que un fiel consciente de que está en pecado grave se reconcilia con Dios y con la Iglesia» y,
por tanto, «todos los que, por su oficio, tienen encomendada la cura de almas, están
obligados a proveer que se oiga en confesión a los fieles que les están encomendados»[330].
Sin duda, las absoluciones sacramentales impartidas de forma colectiva, sin que se observen
las normas establecidas, hay que considerarlas abusos graves[331].

Por lo que se refiere a la sede para oír las confesiones, las normas las establece la
Conferencia Episcopal, «asegurando en todo caso que existan siempre en lugar patente
confesionarios provistos de rejillas entre el penitente y el confesor que puedan utilizar
libremente los fieles que así lo deseen»[332]. El confesor tendrá oportunidad de iluminar la
conciencia del penitente con unas palabras que, aunque breves, serán apropiadas para su
situación concreta. Estas ayudarán a la renovada orientación personal hacia la conversión e
influirán profundamente en su camino espiritual, también a través de una satisfacción
oportuna[333]. Así se podrá vivir la confesión también como momento de dirección
espiritual.

En cada caso, el presbítero sabrá mantener la celebración de la Reconciliación a nivel


sacramental, estimulando el dolor por los pecados, la confianza en la gracia, etc. y, al mismo
tiempo, superando el peligro de reducirla a una actividad puramente psicológica o de simple
formalidad.

Entre otras cosas, esto se manifestará en el cumplimiento fiel de la disciplina vigente acerca
del lugar y la sede para las confesiones, que no se deben recibir «fuera del confesionario, a
no ser por causa justa» [334].

Necesidad de confesarse

72. Como todo buen fiel, el sacerdote también tiene necesidad de confesar sus propios
pecados y debilidades. Él es el primero en saber que la práctica de este sacramento lo
fortalece en la fe y en la caridad hacia Dios y los hermanos.

Para hallarse en las mejores condiciones de mostrar con eficacia la belleza de la Penitencia,
es esencial que el ministro del sacramento ofrezca un testimonio personal precediendo a los
demás fieles en esta experiencia del perdón. Además, esto constituye la primera condición
para la revalorización pastoral del sacramento de la Reconciliación: en la confesión
frecuente, el presbítero aprende a comprender a los demás y, siguiendo el ejemplo de los
Santos, se ve impulsado a «ponerlo en el centro de sus preocupaciones pastorales»[335]. En
este sentido, es una cosa buena que los fieles sepan y vean que también sus sacerdotes se
confiesan con regularidad[336]. «Toda la existencia sacerdotal sufre un inexorable
decaimiento si le falta por negligencia o cualquier otro motivo el recurso periódico, inspirado
por auténtica fe y devoción, al sacramento de la Penitencia. En un sacerdote que no se
confesase o se confesase mal, su ser como sacerdote y su ministerio se resentirían muy
pronto, y se daría cuenta también la comunidad de la que es pastor»[337].

Dirección espiritual para sí mismo y para los demás

73. De manera paralela al sacramento de la Reconciliación, el presbítero no dejará de ejercer


el ministerio de la dirección espiritual[338]. El descubrimiento y la difusión de esta práctica,
también en momentos distintos de la administración de la Penitencia, es un beneficio grande
para la Iglesia en el tiempo presente[339]. La actitud generosa y activa de los presbíteros al
practicarla constituye también una ocasión importante para reconocer y sostener las
vocaciones al sacerdocio y a las distintas formas de vida consagrada.

Para contribuir a mejorar su propia vida espiritual, es necesario que los mismos presbíteros
practiquen la dirección espiritual, porque «con la ayuda de la dirección o el consejo espiritual
[…] es más fácil discernir la acción del Espíritu Santo en la vida de cada uno»[340]. Al
poner la formación de sus almas en las manos de un hermano sabio —instrumento del
Espíritu Santo—, madurarán desde los primeros pasos de su ministerio la conciencia de la
importancia de no caminar solos por el camino de la vida espiritual y del empeño pastoral.
Para el uso de este eficaz medio de formación tan experimentado en la Iglesia, los presbíteros
tendrán plena libertad en la elección de la persona que los pueda guiar.

2.8. Liturgia de las Horas

74. Para el sacerdote un modo fundamental de estar delante del Señor es la Liturgia de las
Horas: en ella rezamos como hombres que necesitan el diálogo con Dios, dando voz y
supliendo también a todos aquellos que quizás no saben, no quieren o no encuentran tiempo
para orar.

El Concilio Ecuménico Vaticano II recuerda que los fieles «que ejercen esta función no sólo
cumplen el oficio de la Iglesia, sino que también participan del sumo honor de la Esposa de
Cristo, porque, al alabar a Dios, están ante su trono en nombre de la Madre Iglesia»[341].
Esta oración es «la voz de la Esposa que habla al Esposo; más aún, es la oración de Cristo,
con su mismo Cuerpo, al Padre»[342]. En este sentido, el sacerdote prolonga y actualiza la
oración de Cristo Sacerdote.

75. La obligación diaria de rezar el Breviario (la Liturgia de las Horas), es asimismo uno de
los compromisos solemnes que se toman públicamente en la ordenación diaconal, que no se
puede descuidar salvo causa grave. Es una obligación de amor, que es preciso cuidar en toda
circunstancia, incluso en tiempo de vacaciones. El sacerdote tiene «la obligación de recitar
cada día todas las Horas»[343], es decir, Laudes y Vísperas, al igual que el Oficio de las
Lecturas, al menos una de las partes de Hora intermedia, y Completas.

76. A fin de que los sacerdotes puedan profundizar el significado de la Liturgia de las Horas,
se «exige no solamente armonizar la voz con el corazón que ora, sino también “adquirir una
instrucción litúrgica y bíblica más rica especialmente sobre los salmos”»[344]. Es preciso,
pues, interiorizar la Palabra divina, estar atentos a lo que el Señor “me” dice con esta
Palabra, escuchar también el comentario de los Padres de la Iglesia o del Concilio
Ecuménico Vaticano II, profundizar en la vida de los Santos y en los discursos de los Papas,
en la segunda Lectura del Oficio de las Lecturas, y rezar con esta gran invocación que son los
Salmos, que nos introducen en la oración de la Iglesia. «En la medida en que interioricemos
esta estructura, en que comprendamos esta estructura, en que asimilemos las palabras de la
Liturgia, podremos entrar en consonancia interior, de forma que no sólo hablemos con Dios
como personas individuales, sino que entremos en el “nosotros” de la Iglesia que ora; que
transformemos nuestro “yo” entrando en el “nosotros” de la Iglesia, enriqueciendo,
ensanchando este “yo”, orando con la Iglesia, con las palabras de la Iglesia, entablando
realmente un coloquio con Dios»[345]. Más que rezar el Breviario, se trata de favorecer una
actitud de escucha, y también de vivir la «experiencia del silencio»[346]. De hecho, la
Palabra se puede pronunciar y oír solamente en el silencio. Sin embargo, al mismo tiempo, el
sacerdote sabe que nuestro tiempo no favorece el recogimiento. Muchas veces tenemos la
impresión de que hay casi temor de alejarse de los instrumentos de comunicación de masa,
aunque solo sea por un momento[347]. Por esto, el sacerdote debe redescubrir el sentido del
recogimiento y de la serenidad interior «para acoger en el corazón la plena resonancia de la
voz del Espíritu Santo, y para unir más estrechamente la oración personal con la Palabra de
Dios y con la voz pública de la Iglesia»[348]; debe interiorizar cada vez más su naturaleza de
intercesor[349]. Con la Eucaristía, a la cual es “ordenado”, el sacerdote se convierte en el
intercesor calificado para tratar con Dios con gran sencillez de corazón (simpliciter) las
cuestiones de sus hermanos, los hombres. El Papa Juan Pablo II lo recordaba en su discurso
con ocasión del 30° aniversario de Presbyterorum Ordinis: «La identidad sacerdotal es una
cuestión de fidelidad a Cristo y al pueblo de Dios al que nos ha enviado. La conciencia
sacerdotal no es sólo algo únicamente personal. Es una realidad que los hombres
continuamente examinan y verifican, ya que el sacerdote es “elegido” entre los hombres y
establecido para intervenir en sus relaciones con Dios. [...] Puesto que el sacerdote es
mediador entre Dios y los hombres, muchos hombres se dirigen a él para pedirle oraciones.
Por tanto, la oración, en cierto sentido, “crea” al sacerdote, especialmente como pastor. Y, al
mismo tiempo, cada sacerdote se crea a sí mismo constantemente gracias a la oración. Pienso
en la estupenda oración del breviario, Officium divinum, en la cual toda la Iglesia con los
labios de sus ministros ora junto a Cristo»[350].

2.9. Guía de la comunidad

Sacerdote para la comunidad

77. El sacerdote está llamado a ocuparse de otro aspecto de su ministerio, además de aquellos
ya analizados. Se trata de la solicitud por la vida de la comunidad, que le ha sido confiada, y
que se manifiesta sobre todo en el testimonio de la caridad.

Pastor de la comunidad —a imagen de Cristo, Buen Pastor, que ofrece toda su vida por la
Iglesia—, el sacerdote existe y vive para ella; por ella reza, estudia, trabaja y se sacrifica.
Estará dispuesto a dar la vida por ella, la amará como ama a Cristo, volcando sobre ella todo
su amor y su afecto[351], dedicándose —con todas sus fuerzas y sin límite de tiempo— a
configurarla, a imagen de la Iglesia Esposa de Cristo, siempre más hermosa y digna de la
complacencia del Padre y del amor del Espíritu Santo.

Esta dimensión esponsal de la vida del presbítero como pastor, actuará de manera que guíe su
comunidad sirviendo con abnegación a todos y cada uno de sus miembros, iluminando sus
conciencias con la luz de la verdad revelada, custodiando con autoridad la autenticidad
evangélica de la vida cristiana, corrigiendo los errores, perdonando, curando las heridas,
consolando las aflicciones, promoviendo la fraternidad[352].

Este conjunto de atenciones, además de garantizar un testimonio de caridad cada vez más
transparente y eficaz, manifestará también la profunda comunión, que debe existir entre el
presbítero y su comunidad, que es casi la continuación y la actualización de la comunión con
Dios, con Cristo y con la Iglesia[353]. A imitación de Jesús, el sacerdote no está llamado a
ser servido, sino a servir (cfr. Mt 20, 28). Debe estar constantemente en guardia contra la
tentación de abusar, a beneficio personal, del gran respeto y deferencia que los fieles
muestran hacia el sacerdocio y la Iglesia.
Sentir con la Iglesia

78. Para ser un buen guía de su Pueblo, el presbítero estará también atento para conocer los
signos de los tiempos: los que se refieren a la Iglesia universal y a su camino en la historia de
los hombres, y los más próximos a la situación concreta de cada comunidad.

Esta capacidad de discernimiento requiere la constante y adecuada puesta al día en el estudio


de las Ciencias Sagradas con referencia a los diversos problemas teológicos y pastorales, y
en el ejercicio de una sabia reflexión sobre los datos sociales, culturales y científicos, que
caracterizan nuestro tiempo.

Al desempeñar su ministerio, los presbíteros sabrán traducir esta exigencia en una constante
y sincera actitud para sentir con la Iglesia, de tal manera que trabajarán siempre en el vínculo
de la comunión con el Papa, con los Obispos, con los demás hermanos en el sacerdocio, así
como con los diáconos, los demás fieles consagrados por medio de la profesión de los votos
evangélicos y con todos los fieles.

Los presbíteros deben mostrar un amor fervoroso por la Iglesia, que es la madre de nuestra
existencia cristiana, y vivir la alegría de su pertenencia eclesial como un testimonio precioso
para todo el pueblo de Dios.

Estos mismos, por otro lado, podrán requerir —en la forma adecuada y teniendo en cuenta la
capacidad de cada uno— la cooperación de los fieles consagrados y de los fieles laicos, en el
ejercicio de su actividad.

2.10. El celibato sacerdotal

Firme voluntad de la Iglesia

79. La Iglesia, convencida de las profundas motivaciones teológicas y pastorales, que


sostienen la relación entre celibato y sacerdocio, e iluminada por el testimonio, que confirma
también hoy la validez espiritual y evangélica en tantas existencias sacerdotales, ha
confirmado, en el Concilio Vaticano II y repetidamente en el sucesivo Magisterio Pontificio,
la «firme voluntad de mantener la ley, que exige el celibato libremente escogido y perpetuo
para los candidatos a la ordenación sacerdotal en el rito latino»[354].

El celibato, en efecto, es un don gozoso que la Iglesia ha recibido y quiere custodiar,


convencida de que es un bien para sí misma y para el mundo.

Motivación teológico-espiritual del celibato

80. Como todo valor evangélico, también el celibato se debe vivir como don de la
misericordia divina, como una novedad liberadora, como testimonio especial de radicalidad
en el seguimiento de Cristo y como signo de la realidad escatológica: «el celibato es una
anticipación que hace posible la gracia del Señor que nos “atrae” a sí hacia el mundo de la
resurrección; nos invita siempre de nuevo a trascender nuestra persona, este presente, hacia
el verdadero presente del futuro, que se convierte en presente hoy»[355].

«No todos entienden esto, sólo los que han recibido ese don. Hay eunucos que salieron así
del vientre de su madre; a otros les hicieron los hombres, y hay quienes se hacen eunucos
ellos mismos por el Reino de los cielos. El que pueda entender, que entienda» (Mt 19, 10-12)
[356]. El celibato se revela como una correspondencia en el amor de una persona que
«dejando padre y madre, sigue a Jesús, buen pastor, en una comunión apostólica, al servicio
del Pueblo de Dios»[357].

Para vivir con amor y con generosidad el don recibido, es particularmente importante que el
sacerdote entienda desde la formación del seminario la dimensión teológica y la motivación
espiritual de la disciplina sobre el celibato[358]. Este, como don y carisma particular de
Dios, requiere la observancia de la castidad y, por tanto, de la perfecta y perpetua continencia
por el Reino de los cielos, para que los ministros sagrados puedan unirse más fácilmente a
Cristo con un corazón indiviso, y dedicarse más libremente al servicio de Dios y de los
hombres[359]: «el celibato, elevando integralmente al hombre, contribuye efectivamente a su
perfección»[360]. La disciplina eclesiástica manifiesta, antes que la voluntad del sujeto
expresada por medio de su disponibilidad, la voluntad de la Iglesia, la cual encuentra su
razón última en el estrecho vínculo que el celibato tiene con la sagrada ordenación, que
configura al sacerdote con Jesucristo, Cabeza y Esposo de la Iglesia[361].

La Carta a los Efesios (cfr. 5, 25-27) pone en estrecha relación la oblación sacerdotal de


Cristo (cfr. 5, 25) con la santificación de la Iglesia (cfr. 5, 26), amada con amor esponsal.
Insertado sacramentalmente en este sacerdocio de amor exclusivo de Cristo por la Iglesia, su
Esposa fiel, el presbítero expresa con su compromiso de celibato dicho amor, que se
convierte en caudalosa fuente de eficacia pastoral.

El celibato, por tanto, no es un influjo, que cae desde fuera sobre el ministerio sacerdotal, ni
puede ser considerado simplemente como una institución impuesta por ley, porque el que
recibe el sacramento del Orden se compromete a ello con plena conciencia y libertad[362],
después de una preparación que dura varios años, de una profunda reflexión y oración asidua.
Una vez que ha llegado a la firme convicción de que Cristo le concede este don por el bien
de la Iglesia y para el servicio a los demás, el sacerdote lo asume para toda la vida,
reforzando esta voluntad suya con la promesa que ya hizo durante el rito de la ordenación
diaconal[363].

Por estas razones, la ley eclesiástica sanciona, por un lado, el carisma del celibato, mostrando
cómo este está en íntima conexión con el ministerio sagrado —en su doble dimensión de
relación con Cristo y con la Iglesia— y, por otro, la libertad de aquel que lo asume[364]. El
presbítero, pues, consagrado a Cristo por un nuevo y excelso título[365], debe ser bien
consciente de que ha recibido un don de Dios que, a su vez, sancionado por un preciso
vínculo jurídico, genera la obligación moral de la observancia. Este vínculo, asumido
libremente, tiene carácter teologal y moral, antes que jurídico, y es signo de aquella realidad
esponsal que se realiza en la ordenación sacramental.

A través del don del celibato, el presbítero adquiere también esta paternidad espiritual, pero
real, que tiene dimensión universal y que, de modo particular, se concreta con respecto a la
comunidad, que le ha sido confiada[366]. «Ellos son hijos de su espíritu, hombres
encomendados por el Buen Pastor a su solicitud. Estos hombres son muchos, más numerosos
de cuantos pueden abrazar una simple familia humana […] El corazón del sacerdote, para
estar disponible a este servicio, a esta solicitud y amor, debe estar libre. El celibato es signo
de una libertad que es para el servicio. En virtud de este signo, el sacerdocio jerárquico, o sea
“ministerial”, según la tradición de nuestra Iglesia, está más estrechamente “ordenado” al
sacerdocio común de los fieles»[367].

Ejemplo de Jesús

81. El celibato, entendido de este modo, es entrega de sí mismo “en” y “con” Cristo a su
Iglesia, y expresa el servicio del sacerdote a la Iglesia “en” y “con” el Señor[368].

El ejemplo es el Señor mismo, el cual, yendo contra la que se puede considerar la cultura
dominante de su tiempo, eligió libremente vivir célibe. Al seguirlo los discípulos lo dejaron
«todo» para cumplir con la misión que les encomendó (Lc 18, 28-30).

Por ese motivo la Iglesia, desde los tiempos apostólicos, ha querido conservar el don de la
continencia perpetua de los clérigos, y ha tendido a escoger a los candidatos al Orden
sagrado entre los célibes (Cfr. 2 Tes 2, 15; 1 Cor 7, 5; 9, 5; 1 Tim 3, 2.12; 5, 9; Tit 1, 6.8)
[369].

El celibato es un don que se recibe de la misericordia divina[370], como elección de libertad


y grata acogida de una particular vocación de amor por Dios y por los hombres. No se debe
concebir y vivir como si fuese simplemente un efecto colateral del presbiterado.

Dificultades y objeciones

82. En el actual clima cultural, condicionado a menudo por una visión del hombre carente de
valores y, sobre todo, incapaz de dar un sentido pleno, positivo y liberador a la sexualidad
humana, aparece con frecuencia el interrogante sobre la importancia y el valor del celibato
sacerdotal o, por lo menos, sobre la oportunidad de afirmar su estrecho vínculo y su profunda
sintonía con el sacerdocio ministerial.

«En cierto sentido, esta crítica permanente contra el celibato puede sorprender, en un tiempo
en el que está cada vez más de moda no casarse. Pero el no casarse es algo
fundamentalmente muy distinto del celibato, porque el no casarse se basa en la voluntad de
vivir sólo para uno mismo, de no aceptar ningún vínculo definitivo, de mantener la vida en
una plena autonomía en todo momento, decidir en todo momento qué hacer, qué tomar de la
vida; y, por tanto, un “no” al vínculo, un “no” a lo definitivo, un guardarse la vida sólo para
sí mismos. Mientras que el celibato es precisamente lo contrario: es un “sí” definitivo, es un
dejar que Dios nos tome de la mano, abandonarse en las manos del Señor, en su “yo”, y, por
tanto, es un acto de fidelidad y de confianza, un acto que supone también la fidelidad del
matrimonio; es precisamente lo contrario de este “no”, de esta autonomía que no quiere
crearse obligaciones, que no quiere aceptar un vínculo»[371].

El presbítero no se anuncia a sí mismo, «dentro y a través de su propia humanidad, todo


sacerdote debe ser muy consciente de que lleva a Otro, a Dios mismo, al mundo. Dios es la
única riqueza que, en definitiva, los hombres desean encontrar en un sacerdote»[372]. El
modelo sacerdotal es el de ser testigos del Absoluto: el hecho de que hoy en numerosos
ambientes el celibato se comprenda o se aprecie poco no debe llevar a hipótesis de escenarios
distintos, sino que requiere redescubrir de modo nuevo este don del amor de Dios por los
hombres. En efecto, el celibato sacerdotal lo admiran y lo aman también muchas personas
que no son cristianas.

No podemos olvidar que el celibato se vivifica con la práctica de la virtud de la castidad, que
sólo se puede vivir cultivando la pureza con madurez sobrenatural y humana[373], en cuanto
esencial a fin de desarrollar el talento de la vocación. No es posible amar a Cristo y a los
demás con un corazón impuro. La virtud de la pureza nos hace capaces de vivir la indicación
del Apóstol: «¡Glorificad a Dios con vuestro cuerpo!» (1 Cor 6, 20). Por otro lado, cuando
falta esta virtud, todas las demás dimensiones se ven perjudicadas. Es verdad que en el
contexto actual las dificultades para vivir la santa pureza son múltiples, pero también es
verdad que el Señor concede su gracia en abundancia y ofrece los medios necesarios para
practicar, con gozo y alegría, esta virtud.

Está claro que, para garantizar y custodiar este don en un clima de sereno equilibrio y de
progreso espiritual, se deben poner en práctica todas aquellas medidas que alejan al sacerdote
de toda posible dificultad[374].

Es necesario, por tanto, que los presbíteros se comporten con la debida prudencia en las
relaciones con las personas cuya familiaridad puede poner en peligro la fidelidad al don o
bien ser causa de escándalo para los fieles[375]. En los casos particulares se debe someter al
juicio del Obispo, que tiene la obligación de impartir normas precisas sobre esta
materia[376]. Como es lógico, el sacerdote debe abstenerse de toda conducta ambigua y no
olvidar que tiene el deber prioritario de testimoniar el amor redentor de Cristo.
Desafortunadamente, por lo que se refiere a esta materia, algunas situaciones que
lamentablemente han tenido lugar han producido un daño grande a la Iglesia y a su
credibilidad, aunque en el mundo haya habido muchas más situaciones de este tipo. El
contexto actual requiere también de parte de los presbíteros una sensibilidad y prudencia
todavía mayores respecto a las relaciones con niños y protegidos[377]. En particular, es
preciso evitar situaciones que puedan dar lugar a murmuraciones (p. ej., dejar entrar a niños
solos en la casa parroquial o llevar en coche a menores de edad). En cuanto a la confesión,
sería oportuno que por lo general los menores se confesasen en el confesionario durante los
tiempos en los cuales la Iglesia está abierta al público o que, de lo contrario, si por cualquier
razón fuese necesario actuar de otro modo, se respetasen las correspondientes normas de
prudencia.

Los sacerdotes, pues, no descuiden aquellas normas ascéticas que han sido garantizadas por
la experiencia de la Iglesia y que son ahora más necesarias debido a las circunstancias
actuales. Por tanto, que eviten prudentemente frecuentar lugares, asistir a espectáculos,
realizar lecturas o frecuentar páginas Web en Internet que puedan poner en peligro la
observancia de la castidad en el celibato[378] o incluso ser ocasión y causa de graves
pecados contra la moral cristiana. Al hacer uso de los medios de comunicación social, como
agentes o como usuarios, observen la necesaria discreción y eviten todo lo que pueda dañar
la vocación.

Para custodiar con amor el don recibido, en un clima de exasperado permisivismo sexual, los
sacerdotes deben recurrir a todos los medios naturales y sobrenaturales que encuentran en la
rica tradición de la Iglesia. Por una parte, la amistad sacerdotal, cuidar las relaciones buenas
con las personas, la ascesis y el dominio de sí, la mortificación; asimismo, es útil incentivar
una cultura de la belleza, en los distintos campos de la vida, que ayude a la lucha contra todo
lo que es degradante y nocivo, alimentar una cierta pasión por el propio ministerio
apostólico, aceptar serenamente una cierta soledad, una sabia y provechosa organización del
tiempo libre para que no sea un tiempo vacío. Análogamente, son esenciales la comunión con
Cristo, una fuerte piedad eucarística, la confesión frecuente, la dirección espiritual, los
ejercicios y retiros espirituales, un espíritu de aceptación de las cruces de la vida cotidiana, la
confianza y el amor a la Iglesia, la devoción filial a la Santísima Virgen María y la
consideración del ejemplo de los sacerdotes santos de todos los tiempos[379].

Las dificultades y las objeciones han acompañado siempre, a lo largo de los siglos, la
decisión de la Iglesia Latina y de algunas Iglesias Orientales de conferir el sacerdocio
ministerial sólo a aquellos hombres que han recibido de Dios el don de la castidad en el
celibato. La disciplina de otras Iglesias Orientales, que admiten al sacerdocio a hombres
casados, no se contrapone a la de la Iglesia Latina: de hecho, las mismas Iglesias Orientales
exigen el celibato de los Obispos; tampoco admiten el matrimonio de los sacerdotes y no
permiten sucesivas nupcias a los ministros que enviudaron. Se trata, siempre y solamente, de
la ordenación de hombres que ya estaban casados.

Las objeciones que algunos presentan hoy contra el celibato sacerdotal a menudo se fundan
en argumentos que son un pretexto, como por ejemplo, las acusaciones de que refleja un
espiritualismo desencarnado o de que comporta recelo o desprecio respecto a la sexualidad;
otras veces parten de la consideración de casos tristes y dolorosos, pero que son siempre
particulares, que se tiende a generalizar. Se olvida, en cambio, el testimonio ofrecido por la
inmensa mayoría de los sacerdotes, que viven el propio celibato con libertad interior, con
ricas motivaciones evangélicas, con fecundidad espiritual, en un horizonte de convencida y
gozosa fidelidad a la propia vocación y misión, por no hablar de tantos laicos que asumen
felizmente un fecundo celibato apostólico.

2.11. Espíritu sacerdotal de pobreza

Pobreza como disponibilidad

83. La pobreza de Jesús tiene una finalidad salvífica. Cristo, siendo rico, se hizo pobre por
nosotros, para enriquecernos por medio de su pobreza (cfr. 2 Cor 8, 9).

La Carta a los Filipenses nos enseña la relación entre el despojarse de sí mismo y el espíritu


de servicio, que debe animar el ministerio pastoral. Dice San Pablo que Jesús no «retuvo
ávidamente el ser igual a Dios; al contrario, se despojó de Sí mismo tomando la condición de
esclavo» (Flp 2, 6-7). En verdad, difícilmente el sacerdote podrá ser verdadero servidor y
ministro de sus hermanos si está excesivamente preocupado por su comodidad y por un
bienestar excesivo.

A través de la condición de pobre, Cristo manifiesta que ha recibido todo del Padre desde la
eternidad, y todo lo devuelve al Padre hasta la ofrenda total de su vida.

El ejemplo de Cristo pobre debe llevar al presbítero a conformarse con Él en la libertad


interior ante todos los bienes y riquezas del mundo[380]. El Señor nos enseña que Dios es el
verdadero bien y que la verdadera riqueza es conseguir la vida eterna: «¿De qué le sirve a un
hombre ganar el mundo entero y perder su alma? ¿O qué podrá dar uno para recobrarla?»
(Mc 8, 36-37). Todo sacerdote está llamado a vivir la virtud de la pobreza, que consiste
esencialmente en el entregar su corazón a Cristo, como verdadero tesoro, y no a los recursos
materiales.

El sacerdote, cuya parte de la herencia es el Señor (cfr. Núm 18, 20)[381], sabe que su misión
—como la de la Iglesia— se desarrolla en medio del mundo, y es consciente de que los
bienes creados son necesarios para el desarrollo personal del hombre. Sin embargo, el
sacerdote ha de usar estos bienes con sentido de responsabilidad, moderación, recta intención
y desprendimiento: todo esto porque sabe que tiene su tesoro en los Cielos; es consciente, en
fin, de que todo se debe usar para la edificación del Reino de Dios (Lc 10, 7; Mt 10, 9-10; 1
Cor 9, 14; Gál 6, 6)[382] y, por ello, se abstendrá de actividades lucrativas impropias de su
ministerio[383]. Asimismo, el presbítero debe evitar dar motivo incluso a la menor
insinuación respecto al hecho de concebir su ministerio como una oportunidad para obtener
también beneficios, favorecer a los suyos o buscar posiciones privilegiadas. Más bien, debe
estar en medio de los hombres para servir a los demás sin límite, siguiendo el ejemplo de
Cristo, el Buen Pastor (cfr. Jn 10, 10). Recordando, además, que el don que ha recibido es
gratuito, ha de estar dispuesto a dar gratuitamente (Mt 10, 8; Hch 8, 18-25)[384] y a emplear
para el bien de la Iglesia y para obras de caridad todo lo que recibe por ejercer su oficio,
después de haber satisfecho su honesto sustento y de haber cumplido los deberes del propio
estado[385].

El presbítero, por último, si bien no asume la pobreza con una promesa pública, está obligado
a llevar una vida sencilla y a abstenerse de todo lo que huela a vanidad[386]; abrazará, pues,
la pobreza voluntaria, con el fin de seguir a Jesucristo más de cerca[387]. En todo
(habitación, medios de transporte, vacaciones, etc.), el presbítero elimine todo tipo de
afectación y de lujo[388]. En este sentido, el sacerdote debe luchar cada día por no caer en el
consumismo y en las comodidades de la vida, que hoy se han apoderado de la sociedad en
numerosas partes del mundo. Un examen de conciencia serio lo ayudará a verificar cuál es su
nivel de vida, su disponibilidad a ocuparse de los fieles y a cumplir con sus propios deberes;
a preguntarse si los medios de los cuales se sirve responden a una verdadera necesidad o si,
en cambio, busca la comodidad rehuyendo el sacrificio. Precisamente en la coherencia entre
lo que dice y lo que hace, especialmente en relación a la pobreza, se juega en buena parte la
credibilidad y la eficacia apostólica del sacerdote.

Amigo de los más pobres, les reservará las más delicadas atenciones de su caridad pastoral,
con una opción preferencial por todas las formas de pobreza —viejas y nuevas—, que están
trágicamente presentes en nuestro mundo; recordará siempre que la primera miseria de la que
debe ser liberado el hombre es el pecado, raíz última de todos los males.

2.12. Devoción a María

Imitar las virtudes de la Madre

84. Existe una «relación esencial entre la Madre de Jesús y el sacerdocio de los ministros del
Hijo», que deriva de la relación que hay entre la divina maternidad de María y el sacerdocio
de Cristo[389].

En dicha relación radica la espiritualidad mariana de todo presbítero. La espiritualidad


sacerdotal no puede considerarse completa si no toma seriamente en consideración el
testamento de Cristo crucificado, que quiso confiar a Su Madre al discípulo predilecto y, a
través de él, a todos los sacerdotes, que han sido llamados a continuar Su obra de redención.

Como a Juan al pie de la Cruz, a cada presbítero se le encomienda de modo especial a María
como Madre (cfr. Jn 19, 26-27).

Los sacerdotes, que se cuentan entre los discípulos más amados por Jesús crucificado y
resucitado, deben acoger en su vida a María como a su Madre: será Ella, por tanto, objeto de
sus continuas atenciones y de sus oraciones. La Siempre Virgen es para los sacerdotes la
Madre, que los conduce a Cristo, a la vez que los hace amar auténticamente a la Iglesia y los
guía al Reino de los Cielos.

85. Todo presbítero sabe que María, por ser Madre, es la formadora eminente de su
sacerdocio, ya que Ella es quien sabe modelar el corazón sacerdotal, protegerlo de los
peligros, cansancios y desánimos. Ella vela, con solicitud materna, para que el presbítero
pueda crecer en sabiduría, edad y gracia delante de Dios y de los hombres (cfr. Lc 2, 40).

No serán hijos devotos, quienes no sepan imitar las virtudes de la Madre. El presbítero, por
tanto, ha de mirar a María si quiere ser un ministro humilde, obediente y casto, que pueda dar
testimonio de caridad a través de la donación total al Señor y a la Iglesia[390].

La Eucaristía y María

86. En toda celebración eucarística, escuchamos de nuevo las palabras «Ahí tienes a tu hijo»
que Jesús dijo a su Madre, mientras que Él mismo nos repite a nosotros: «Ahí tienes a tu
Madre» (Jn 19, 26-27). Vivir la Eucaristía implica también recibir continuamente este don:
«María es mujer “eucarística” con toda su vida. La Iglesia, tomando a María como modelo,
ha de imitarla también en su relación con este santísimo Misterio. […] María está presente
con la Iglesia, y como Madre de la Iglesia, en todas nuestras celebraciones eucarísticas. Así
como Iglesia y Eucaristía son un binomio inseparable, lo mismo se puede decir del binomio
María y Eucaristía»[391]. De este modo, el encuentro con Jesús en el Sacrificio del Altar
conlleva inevitablemente el encuentro con María, su Madre. En realidad, «por su
identificación y conformación sacramental a Jesús, Hijo de Dios e Hijo de María, todo
sacerdote puede y debe sentirse verdaderamente hijo predilecto de esta altísima y
humildísima Madre»[392].

Obra maestra del Sacrificio sacerdotal de Cristo, la siempre Virgen Madre de Dios representa
a la Iglesia del modo más puro, «sin mancha ni arruga», totalmente «santa e inmaculada»
(Ef 5, 27). La contemplación de la Santísima Virgen pone siempre ante la mirada del
presbítero el ideal al que ha de tender en el ministerio en favor de la propia comunidad, para
que también esta última sea «Iglesia totalmente gloriosa» (ibid.) mediante el don sacerdotal
de la propia vida.

III. FORMACIÓN PERMANENTE

El sacerdote necesita profundizar constantemente su formación. Aunque el día de su


ordenación recibiera el sello permanente que lo configuró in æternum con Cristo Cabeza y
Pastor, está llamado a mejorar continuamente, a fin de ser más eficaz en su ministerio. En
este sentido, es fundamental que los sacerdotes sean conscientes del hecho que su formación
no acaba en los años del seminario. Al contrario, desde el día de su ordenación, el sacerdote
debe sentir la necesidad de perfeccionarse continuamente, para ser cada vez más de Cristo
Señor.

3.1. Principios

Necesidad de la formación permanente, hoy

87. Como ha recordado Benedicto XVI «el tema de la identidad sacerdotal [...] es
determinante para el ejercicio del sacerdocio ministerial en el presente y en el futuro»[393].
Estas palabras del Santo Padre constituyen el punto de referencia sobre el cual fundar la
formación permanente del clero: ayudar a profundizar el significado de ser sacerdote. «El
sacerdote tiene como relación fundamental la que le une con Jesucristo, Cabeza y
Pastor»[394] y, en este sentido, la formación permanente debería ser un medio para acrecer
esta relación “exclusiva”, que necesariamente se repercute sobre toda la persona del
presbítero y sus acciones. La formación permanente es una exigencia, que nace y se
desarrolla a partir de la recepción del sacramento del Orden, con el cual el sacerdote no es
sólo «consagrado» por el Padre, «enviado» por el Hijo, sino también «animado» por el
Espíritu Santo. Esta exigencia está destinada a asimilar progresivamente y de modo siempre
más amplio y profundo toda la vida y la acción del presbítero en la fidelidad al don recibido:
«Por esta razón te recuerdo que reavives el don de Dios que hay en ti» (2Tim 1, 6).

Se trata de una necesidad intrínseca al mismo don divino[395], que debe ser continuamente
«vivificado» para que el presbítero pueda responder adecuadamente a su vocación. Él, en
cuanto hombre situado históricamente, tiene necesidad de perfeccionarse en todos los
aspectos de su existencia humana y espiritual para poder alcanzar aquella conformación con
Cristo, que es el principio unificador de todas las cosas.

Las rápidas y difundidas transformaciones y un tejido social frecuentemente secularizado son


otros factores, típicos del mundo contemporáneo, que hacen absolutamente ineludible el
deber del presbítero de estar adecuadamente preparado, para no diluir la propia identidad y
para responder a las necesidades de la nueva evangelización. A este grave deber corresponde
un preciso derecho de parte de los fieles, sobre los cuales recaen positivamente los efectos de
la buena formación y de la santidad de los sacerdotes[396].

88. La vida espiritual del sacerdote y su ministerio pastoral van unidos a aquel continuo
trabajo sobre sí mismos —correspondencia a la obra de santificación del Espíritu Santo—,
que permite profundizar y recoger en armónica síntesis tanto la formación espiritual, como la
humana, intelectual y pastoral. Este trabajo, que se debe iniciar desde el tiempo del
seminario, debe ser favorecido por los Obispos a todos los niveles: nacional, regional y,
principalmente, diocesano.

Es motivo de alegría constatar que son ya muchas las Diócesis y las Conferencias
episcopales actualmente empeñadas en prometedoras iniciativas para dar una verdadera
formación permanente a los propios sacerdotes. Es de desear que todas las Diócesis puedan
dar respuesta a esta necesidad. De todos modos, donde esto no fuera momentáneamente
posible, es aconsejable que se pongan de acuerdo entre sí, o tomen contacto con instituciones
o personas especialmente preparadas para desempeñar una tarea tan delicada[397].
Instrumento de santificación

89. La formación permanente es un medio necesario para que el presbítero alcance el fin de
su vocación, que es el servicio de Dios y de su Pueblo.

Esta formación consiste, en la práctica, en ayudar a todos los sacerdotes a dar una respuesta
generosa en el empeño requerido por la dignidad y responsabilidad, que Dios les ha confiado
por medio del sacramento del Orden; en cuidar, defender y desarrollar su específica identidad
y vocación; en santificarse a sí mismos y a los demás mediante el ejercicio del sagrado
ministerio.

Esto significa que el presbítero debe evitar toda forma de dualismo entre espiritualidad y
ministerio, origen profundo de ciertas crisis.

Está claro que para alcanzar estos fines de orden sobrenatural, es preciso descubrir y analizar
los criterios generales sobre los que se debe estructurar la formación permanente de los
presbíteros.

Tales criterios o principios generales de organización deben brotar de la finalidad que la


formación se propone o, mejor dicho, se deben buscar en ella.

La debe impartir la Iglesia

90. La formación permanente es un derecho y un deber del presbítero e impartirla es un


derecho y un deber de la Iglesia. Por tanto, así lo establece la ley universal[398]. En efecto,
como la vocación al ministerio sagrado se recibe en la Iglesia, solamente a Ella le compete
impartir la específica formación, según la responsabilidad propia de tal ministerio. La
formación permanente, por tanto, al ser una actividad unida al ejercicio del sacerdocio
ministerial, pertenece a la responsabilidad del Papa y de los Obispos. La Iglesia tiene, por
tanto, el deber y el derecho de continuar formando a sus ministros, ayudándolos a progresar
en la respuesta generosa al don que Dios les ha concedido.

A su vez, el ministro ha recibido también, como exigencia del don que recibió en la
ordenación, el derecho a tener la ayuda necesaria por parte de la Iglesia para realizar eficaz y
santamente su servicio.

Debe ser permanente

91. La actividad de formación se basa en una exigencia dinámica, intrínseca al carisma


ministerial, que es en sí mismo permanente e irreversible. Por tanto, ni la Iglesia que la
imparte, ni el ministro que la recibe pueden considerarla nunca terminada. Es necesario,
pues, que se plantee y desarrolle de modo que todos los presbíteros puedan recibirla siempre,
teniendo en cuenta las posibilidades y características, que se relacionan con el cambio de la
edad, de la condición de vida y de las tareas confiadas[399].

Debe ser completa

92. Dicha formación debe comprender y armonizar todas las dimensiones de la vida
sacerdotal; es decir, debe tender a ayudar a cada presbítero: a desarrollar una personalidad
humana madurada en el espíritu de servicio a los demás, cualquiera que sea el encargo
recibido; a estar intelectualmente preparado en las ciencias teológicas en armonía con el
Magisterio de la Iglesia[400] y también en las humanas en cuanto relacionadas con el propio
ministerio, de manera que desempeñe con mayor eficacia su función de testigo de la fe; a
poseer una vida espiritual sólida, nutrida por la intimidad con Jesucristo y del amor por la
Iglesia; a ejercer su ministerio pastoral con empeño y dedicación.

En definitiva, tal formación debe ser completa: humana, espiritual, intelectual, pastoral,
sistemática y personalizada.

Formación humana

93. La formación humana es especialmente importante, puesto que «sin una adecuada
formación humana, toda la formación sacerdotal estaría privada de su fundamento
necesario»[401]; objetivamente constituye la plataforma y el fundamento sobre los cuales es
posible edificar el edificio de la formación intelectual, espiritual y pastoral. El presbítero no
debe olvidar que «elegido de entre los hombres [...] sigue siendo uno de ellos y está llamado
a servirles entregándoles la vida de Dios»[402]. Por eso, como hermano entre sus hermanos,
para santificarse y para lograr realizar su misión sacerdotal, deberá presentarse con un bagaje
de virtudes humanas que lo hagan digno de estima de los demás. Es preciso recordar que
«para el sacerdote, que deberá acompañar a otros en el camino de la vida y hasta el momento
de la muerte, es importante que haya conseguido un equilibrio justo entre corazón y mente,
razón y sentimiento, cuerpo y alma, y que sea humanamente “íntegro”»[403].

En particular, con la mirada fija en Cristo, el sacerdote deberá practicar la bondad de


corazón, la paciencia, la amabilidad, la fortaleza de ánimo, el amor por la justicia, el
equilibrio, la fidelidad a la palabra dada, la coherencia con las obligaciones libremente
asumidas, etc.[404]. La formación permanente en este campo favorece el crecimiento en las
virtudes humanas, y ayuda a los presbíteros a vivir en cada momento «la unidad de vida en la
realización de su ministerio»[405], como la cordialidad del trato, las reglas ordinarias de
buen comportamiento o la capacidad de estar en cada contexto.

Existe un nexo entre vida humana y vida espiritual, que depende de la unidad del alma y del
cuerpo propia de la naturaleza humana, razón por la cual, si permanecen graves carencias
humanas, la “estructura” de la personalidad nunca está a salvo de “caídas” improvisas.

Asimismo, es importante que el sacerdote reflexione sobre su comportamiento social, sobre


la corrección y la buena educación —que nacen también de la caridad y de la humildad— en
las varias formas de relaciones humanas, sobre los valores de la amistad, sobre el señorío del
trato, etc.

Por último, en la situación cultural actual, esta formación se debe planificar también para
contribuir —recurriendo, si fuese necesario, a la ayuda de las ciencias psicológicas[406]— a
la maduración humana: esta, aunque resulte difícil precisar sus contenidos, implica sin duda
equilibrio y armonía en la integración de tendencias y valores, la estabilidad psicológica y
afectiva, prudencia, objetividad en los juicios, fortaleza en el dominio del propio carácter,
sociabilidad, etc. De este modo, se ayuda a los presbíteros, en particular a los jóvenes, a
crecer en la maduración humana y afectiva. En este último aspecto, se enseñará también a
vivir con delicadeza la castidad, junto con la modestia y el pudor, en particular en el uso
prudente de la televisión y de Internet.

En efecto, reviste especial importancia la formación en el uso de Internet y, en general, de las


nuevas tecnologías de comunicación. Se necesita sobriedad y templanza para evitar
obstáculos a la vida de intimidad con Dios. El mundo Web presenta numerosas
potencialidades con vistas a la evangelización, que sin embargo, mal utilizadas, pueden
conllevar graves daños a las almas; a veces, con el pretexto de aprovechar mejor el tiempo o
de la necesidad de mantenerse informados, se puede fomentar una curiosidad desordenada
que dificulta el siempre necesario recogimiento del cual deriva la eficacia del compromiso.

En este sentido, aunque el uso de Internet constituye una oportunidad útil para llevar el
anuncio evangélico a numerosas personas, el sacerdote deberá valorar con prudencia y
ponderación su uso, de modo que no le quite tiempo a su ministerio pastoral en aspectos
como la predicación de la Palabra de Dios, la celebración de los sacramentos, la dirección
espiritual etc., en los cuales es realmente insustituible. En cualquier caso, su participación en
estos nuevos ámbitos deberá reflejar siempre especial caridad, sentido sobrenatural,
sobriedad y temperancia, a fin de que todos se sientan atraídos, no tanto por la figura del
sacerdote, sino más bien por la Persona de Jesucristo nuestro Señor.

Formación espiritual

94. Teniendo presente cuanto ya ha sido ampliamente expuesto acerca de la vida espiritual,
sólo se presentarán algunos medios prácticos de formación.

Sería necesario, en primer lugar, profundizar en los aspectos principales de la existencia


sacerdotal haciendo referencia, en particular, a la enseñanza bíblica, patrística, teológica y
hagiográfica, en la cual el presbítero debe estar continuamente al día, no sólo mediante la
lectura de buenos libros, sino también participando en cursos de estudio, congresos, etc.
[407].

Algunas sesiones particulares se podrían dedicar al cuidado de la celebración de los


sacramentos, así como también al estudio de cuestiones de espiritualidad, tales como las
virtudes cristianas y humanas, el modo de rezar, la relación entre la vida espiritual y el
ministerio litúrgico, etc.

Más concretamente, es deseable que cada presbítero, quizás con ocasión de los periódicos
ejercicios espirituales, elabore un proyecto concreto de vida personal —concordado con el
propio director espiritual— para el cual se señalan algunos puntos: 1) meditación diaria sobre
la Palabra o sobre un misterio de la fe; 2) encuentro diario y personal con Jesús en la
Eucaristía, además de la devota celebración de la Santa Misa y la confesión frecuente; 3)
devoción mariana (rosario, consagración o acto de abandono, coloquio íntimo); 4) momento
de formación doctrinal y hagiográfica; 5) descanso debido; 6) renovado empeño sobre la
puesta en práctica de las indicaciones del propio Obispo y de la propia convicción en el
modo de adherirse al Magisterio y a la disciplina eclesiástica; 7) cuidado de la comunión y de
la amistad y fraternidad sacerdotales. Asimismo, es preciso profundizar otros aspectos, como
la administración del propio tiempo y los propios bienes, el trabajo y la importancia de
trabajar junto con los demás.
Formación intelectual

95. Teniendo en cuenta la gran influencia que las corrientes humanístico-filosóficas tienen en
la cultura moderna, así como el hecho de que algunos presbíteros no siempre han recibido la
adecuada preparación en tales disciplinas, quizás entre otras cosas porque provengan de
orientaciones escolásticas diversas, se hace necesario que en los encuentros estén presentes
los temas más relevantes de carácter humanístico y filosófico o que, en cualquier caso,
«tengan una relación con las ciencias sagradas, particularmente en cuanto pueden ser útiles
en el ejercicio del ministerio pastoral»[408].

Estas temáticas constituyen también una valiosa ayuda para tratar correctamente los
principales argumentos de Sagrada Escritura, de teología fundamental, dogmática y moral, de
liturgia, de derecho canónico, de ecumenismo, etc., teniendo presente que la enseñanza de
estas materias no debe ser excesivamente problemática, ni solamente teórica o informativa,
sino que debe llevar a la auténtica formación, es decir, a la oración, a la comunión y a la
acción pastoral. Además, dedicar un tiempo —posiblemente cotidiano— al estudio de
manuales o ensayos de filosofía, teología y derecho canónico será una gran ayuda para
profundizar el sentire cum Ecclesia; en esta tarea, el Catecismo de la Iglesia Católica y
su Compendio constituyen un precioso instrumento básico.

En los encuentros sacerdotales, se trata de profundizar los documentos del Magisterio


comunitariamente, bajo una guía autorizada, de modo que se facilite en la pastoral diocesana
la unidad de interpretación y de praxis que tanto beneficia a la obra de la evangelización.

Debe darse particular importancia, en la formación intelectual, al tratamiento de temas, que


hoy tienen mayor relevancia en el debate cultural y en la praxis pastoral, como, por ejemplo,
los relativos a la ética social, a la bioética, etc.

Los problemas que plantea el progreso científico, particularmente influyentes sobre la


mentalidad y la vida de los hombres contemporáneos deben recibir un tratamiento especial.
Los presbíteros no deberán eximirse de mantenerse adecuadamente actualizados y
preparados para dar razón de su esperanza (cfr. 1 Pe 3, 15) frente a las preguntas que
planteen los fieles —muchos de ellos de cultura elevada—, manteniéndose al corriente del
avance de las ciencias, y consultando expertos preparados y de doctrina segura. De hecho, al
presentar la Palabra de Dios, el presbítero debe tener en cuenta el crecimiento progresivo de
la formación intelectual de las personas y, por tanto, saber adecuarse a su nivel y también a
los varios grupos o lugares de proveniencia.

Es del mayor interés estudiar, profundizar y difundir la doctrina social de la Iglesia.


Siguiendo el impulso de la enseñanza magisterial, es necesario que el interés de todos los
sacerdotes —y, a través de ellos, de todos los fieles— en favor de los necesitados no quede
en un piadoso deseo, sino que se concrete en un empeño de la propia vida. «Hoy más que
nunca la Iglesia es consciente de que su mensaje social encontrará credibilidad por
el testimonio de las obras, antes que por su coherencia y lógica interna»[409].

Una exigencia imprescindible para la formación intelectual de los sacerdotes es el


conocimiento y la utilización prudente, en su actividad ministerial, de los medios de
comunicación social. Estos, si se utilizan bien, constituyen un instrumento de evangelización
providencial, puesto que pueden no sólo llegar a una gran cantidad de fieles y de alejados,
sino también influir profundamente en su mentalidad y su modo de actuar.

Al respecto, sería oportuno que el Obispo o la misma Conferencia episcopal preparasen


programas e instrumentos técnicos adecuados a este fin. Al mismo tiempo, el sacerdote debe
evitar todo protagonismo, de modo que no sea él quien brille ante los hombres y mujeres de
su tiempo, sino Jesús, nuestro Señor.

Formación pastoral

96. Para una adecuada formación pastoral es necesario realizar encuentros, que tengan como
objetivo principal la reflexión sobre el plan pastoral de la Diócesis. En ellos, no debería faltar
tampoco el estudio de todas las cuestiones relacionadas con la vida y la práctica pastoral de
los presbíteros como, por ejemplo, la moral fundamental, la ética en la vida profesional y
social, etc. Resultaría sumamente interesante la organización de cursos o seminarios sobre la
pastoral del sacramento de la Confesión[410] o sobre cuestiones prácticas de dirección
espiritual, tanto en general como en situaciones específicas. La formación práctica en el
campo de la liturgia reviste asimismo especial importancia. Habría que prestar especial
atención a aprender a celebrar bien la Santa Misa —como ya se ha observado, el ars
celebrandi es una condición sine qua non de la actuosa participatio de los fieles— y a la
adoración fuera de la Misa.

Otros temas a tratar, particularmente útiles, pueden ser los relacionados con la catequesis, la
familia, las vocaciones sacerdotales y religiosas, el conocimiento de la vida y la
espiritualidad de los santos, los jóvenes, los ancianos, los enfermos, el ecumenismo, los
llamados «alejados», las cuestiones bioéticas, etc.

Es muy importante para la pastoral, en las actuales circunstancias, organizar ciclos especiales
para profundizar y asimilar el Catecismo de la Iglesia Católica, que —de modo especial para
los sacerdotes— constituye un precioso instrumento de formación tanto para la predicación
como, en general, para la obra de evangelización.

Debe ser orgánica y completa

97. Para que la formación permanente sea completa, es necesario que esté estructurada «no
como algo, que sucede de vez en cuando, sino como una propuesta sistemática de
contenidos, que se desarrolla en etapas y se reviste de modalidades precisas»[411]. Esto
conlleva la necesidad de crear una cierta estructura organizativa, que establezca
oportunamente los instrumentos, los tiempos y los contenidos para su concreta y adecuada
realización. En este sentido, en la vida del sacerdote será útil volver a temas como: el
conocimiento completo de las Escrituras, de los Padres de la Iglesia y los grandes Concilios;
de cada uno de los contenidos de la fe en su unidad; de cuestiones esenciales de la teología
moral y de la doctrina social de la Iglesia; de teología ecuménica y de la orientación
fundamental acerca de las grandes religiones en relación con los diálogos ecuménico,
interreligioso e intercultural; de la filosofía y del derecho canónico[412].

Tal organización debe estar acompañada por el hábito del estudio personal, ya que los cursos
periódicos también resultarían de escasa utilidad si no fueran acompañados de la aplicación
al estudio[413].
Debe ser personalizada

98. Aunque se imparta a todos, la formación permanente tiene como objetivo directo el
servicio a cada uno de aquellos que la reciben. De este modo, junto con los medios colectivos
o comunes, deben existir todos los demás medios que tienden a personalizar la formación de
cada uno.

Por esta razón se debe favorecer, sobre todo entre los responsables directos, la conciencia de
tener que llegar a cada sacerdote personalmente, haciéndose cargo de cada uno, no
contentándose con poner a disposición de todos las distintas oportunidades.

A su vez, cada presbítero debe sentirse animado, con la palabra y el ejemplo de su Obispo y
de sus hermanos en el sacerdocio, a asumir la responsabilidad de la propia formación, a ser el
primer formador de sí mismo[414].

3.2. Organización y medios

Encuentros sacerdotales

99. El itinerario de los encuentros sacerdotales debe tener la característica de la unidad y del
progreso por etapas.

Esta unidad debe apuntar a la conformación con Cristo, de modo que la verdad de fe, la vida
espiritual y la actividad ministerial lleven a la progresiva maduración de todo el presbiterio.

El camino formativo unitario está marcado por etapas bien definidas. Esto exigirá una
específica atención a las diversas edades de los presbíteros, no descuidando ninguna, como
también una verificación de las etapas ya cumplidas, con la advertencia de acordar entre ellos
los caminos formativos comunitarios con los personales, sin los cuales los primeros no
podrían surtir efecto.

Los encuentros de los sacerdotes deben considerarse necesarios para crecer en la comunión,
para una toma de conciencia cada vez mayor y para un adecuado examen de los problemas
propios de cada edad.

Acerca de los contenidos de tales reuniones, se pueden tomar los temas eventualmente
propuestos por las Conferencias episcopales nacionales y regionales. En todo caso, es
necesario que sean establecidos en un preciso plan de formación de la Diócesis que, de ser
posible, se actualice cada año[415].

El Obispo podrá prudentemente confiar su organización y desarrollo a Facultades o Institutos


teológicos y pastorales, al Seminario, a organismos o federaciones empeñadas en la
formación sacerdotal[416], o a algún otro Centro o Instituto que, según las posibilidades y la
oportunidad, podrá ser diocesano, regional o nacional. En todo caso debe quedar garantizada
la correspondencia a las exigencias de ortodoxia doctrinal, de fidelidad al Magisterio y a la
disciplina eclesiástica, la competencia científica y el adecuado conocimiento de las reales
situaciones pastorales.
Año Pastoral

100. Será responsabilidad del Obispo, también a través de eventuales cooperaciones


prudentemente elegidas, proveer para que en el año sucesivo a la ordenación presbiteral o a
la diaconal, sea programado un año llamado pastoral. Esto facilitará el paso de la
indispensable vida propia del seminario al ejercicio del sagrado ministerio, procediendo
gradualmente, facilitando una progresiva y armónica maduración humana y específicamente
sacerdotal[417].

Durante el curso de este año, será conveniente evitar que los nuevos ordenados sean
colocados en situaciones excesivamente gravosas o delicadas, así como también se deberán
evitar destinos en los cuales lleven a cabo su ministerio lejos de sus hermanos. Es más, sería
conveniente, en la medida de las posibilidades, favorecer alguna oportuna forma de vida en
común.

Este período de formación podría transcurrir en una residencia destinada a propósito para
este fin (Casa del Clero) o en un lugar, que pueda constituir un preciso y sereno punto de
referencia para todos los sacerdotes, que están en las primeras experiencias pastorales. Esto
facilitará el coloquio y el diálogo con el Obispo y con los hermanos, la oración en común (en
particular, la Liturgia de las Horas, así como el ejercicio de otras fructuosas prácticas de
piedad como la adoración eucarística, el Santo Rosario, etc.), el intercambio de experiencias,
el animarse recíprocamente, el florecer de buenas relaciones de amistad.

Sería oportuno que el Obispo enviase a los nuevos sacerdotes con hermanos de vida ejemplar
y celo pastoral. La primera destinación, no obstante las frecuentemente graves urgencias
pastorales, debería responder, sobre todo, a la exigencia de encaminar correctamente a los
jóvenes presbíteros. El sacrificio de un año podrá entonces ser más fructuoso para el futuro.

No es superfluo subrayar el hecho de que este año, delicado y precioso, deberá favorecer la
plena maduración del conocimiento entre el presbítero y su Obispo, que, comenzada en el
Seminario, debe convertirse en una auténtica relación de hijo con su padre.

En lo que se refiere a la parte intelectual, este año no deberá ser tanto un período de
aprendizaje de nuevas materias, sino más bien de profunda asimilación e interiorización de lo
que se ha estudiado en los cursos institucionales. De este modo se favorecerá la formación de
una mentalidad capaz de valorar los particulares a la luz del designio de Dios[418].

En este contexto, podrán oportunamente estructurarse lecciones y seminarios de praxis de la


confesión, de liturgia, de catequesis y de predicación, de derecho canónico, de espiritualidad
sacerdotal, laical y religiosa, de doctrina social, de la comunicación y de sus medios, de
conocimiento de las sectas o de las nuevas formas de religión, etc.

En definitiva, la tarea de síntesis debe constituir el camino por el que transcurre el año
pastoral. Cada elemento debe corresponder al proyecto fundamental de maduración de la
vida espiritual.

El éxito del año pastoral está siempre condicionado por el empeño personal del mismo
interesado, que debe tender cada día a la santidad, en la continua búsqueda de los medios de
santificación, que lo han ayudado desde el seminario. Además, cuando en algunas Diócesis
existan dificultades prácticas —escasez de sacerdotes, mucho trabajo pastoral, etc.— para
organizar un año con dichas características, el Obispo debe estudiar como adaptar a la
situación concreta las distintas propuestas para el año pastoral, teniendo en cuenta que en
cualquier caso resulta de gran importancia para la formación y la perseverancia en el
ministerio de los jóvenes sacerdotes.

Tiempo de descanso

101. Existen algunos factores, que pueden insinuar el desánimo en quien ejerce una actividad
pastoral: el peligro de la rutina; el cansancio físico debido al gran trabajo al que, hoy
especialmente, están sometidos los presbíteros a causa de su ministerio; el mismo cansancio
psicológico causado, a menudo, por la lucha continua contra la incomprensión, los
malentendidos, los prejuicios, el ir contra fuerzas organizadas y poderosas, que se mueven
para acreditar públicamente la opinión según la cual hoy el sacerdote pertenece a una minoría
culturalmente obsoleta.

A pesar de las urgencias pastorales, es más, justamente para afrontarlas de modo adecuado,
es conveniente reconocer nuestros límites y «encontrar y tener la humildad, la valentía de
descansar»[419]. Aunque normalmente el descanso ordinario es el medio más eficaz para
recobrar fuerzas y seguir trabajando para el Reino de Dios, puede ser útil que se conceda a
los presbíteros tiempos más o menos largos para estar de modo más sereno e intenso con el
Señor Jesús, recobrando fuerzas y ánimo para continuar el camino de santificación.

Para responder a esta particular exigencia, en muchos lugares ya se han experimentado, a


menudo con resultados prometedores, diversas iniciativas. Estas experiencias son válidas y
pueden ser tomadas en consideración, no obstante las dificultades que se encuentran en
algunas zonas donde mayormente se sufre la carencia numérica de presbíteros.

Para este fin, podrían tener una función notable los monasterios, los santuarios u otros
lugares de espiritualidad, a ser posible fuera de los grandes centros, dejando al presbítero
libre de responsabilidades pastorales directas durante el período en el cual se retira.

En algunos casos podrá ser útil que estos períodos tengan una finalidad de estudio o de
profundización en las ciencias sagradas, sin olvidar, al mismo tiempo, el fin de
fortalecimiento espiritual y apostólico.

En todo caso, que se evite cuidadosamente el peligro de considerar estos períodos como un
tiempo meramente de vacaciones o de reivindicarlos como un derecho y, el sacerdote sienta
más que nunca en los días de descanso la necesidad de celebrar el Sacrificio eucarístico,
centro y origen de su vida.

Casa del Clero

102. Es deseable, donde sea posible, erigir una «Casa del Clero» que podría constituir lugar
de encuentro para tener los citados encuentros de formación, y de referencia para otras
muchas circunstancias. Esta casa debería ofrecer todas aquellas estructuras organizativas que
puedan hacerla confortable y atrayente.

Allí donde aún no existiese ese centro y las necesidades lo sugirieran, es aconsejable crear, a
nivel nacional o regional, estructuras adaptadas para la recuperación física, psíquica y
espiritual de los sacerdotes con especiales necesidades.

Retiros y Ejercicios Espirituales

103. Como demuestra la larga experiencia espiritual de la Iglesia, los Retiros y los Ejercicios
Espirituales son un instrumento idóneo y eficaz para una adecuada formación permanente del
clero. Hoy día siguen conservando toda su necesidad y actualidad. Contra una praxis, que
tiende a vaciar al hombre de todo lo que sea interioridad, el sacerdote debe encontrar a Dios
y a sí mismo haciendo un descanso espiritual para sumergirse en la meditación y en la
oración.

Por este motivo la legislación canónica establece que los clérigos: «están llamados a
participar de los retiros espirituales, según las disposiciones del derecho particular»[420].
Los dos modos más usuales, que podrían ser prescriptos por el Obispo en la propia Diócesis
son: el retiro espiritual de un día —de ser posible mensual— y los cursos anuales de retiro,
por ejemplo, de seis días.

Es muy oportuno que el Obispo programe y organice los retiros periódicos y los Ejercicios
Espirituales anuales, de modo que cada sacerdote tenga la posibilidad de elegirlos entre los
que normalmente se hacen, en la Diócesis o fuera de ella, dados por sacerdotes ejemplares,
por Asociaciones sacerdotales[421] o por Institutos religiosos especialmente experimentados
por su mismo carisma en la formación espiritual, o en monasterios.

Además es aconsejable la organización de un retiro especial para los sacerdotes ordenados en


los últimos años, en el que tenga parte activa el mismo Obispo[422].

Durante tales encuentros, es importante que se traten temas espirituales, se ofrezcan largos
espacios de silencio y de oración y se cuiden particularmente las celebraciones litúrgicas, el
sacramento de la Penitencia, la adoración eucarística, la dirección espiritual y los actos de
veneración y culto a la Virgen María.

Para conferir mayor importancia y eficacia a estos instrumentos de formación, el Obispo


podría nombrar en particular un sacerdote con la tarea de organizar los tiempos y los modos
de su desarrollo.

En todo caso, es necesario que los retiros y especialmente los Ejercicios Espirituales anuales
se vivan como tiempos de oración y no como cursos de actualización teológico-pastoral.

Necesidad de la programación

104. Aun reconociendo las dificultades habituales que una auténtica formación permanente
suele encontrar, a causa sobre todo de las numerosas y gravosas obligaciones a las que están
sometidos los sacerdotes, todas las dificultades son superables cuando se pone empeño para
afrontarlas con responsabilidad.

Para mantenerse a la altura de las circunstancias y afrontar las exigencias del urgente trabajo
de evangelización, se hace necesaria —entre otros instrumentos— una acción de gobierno
pastoral valiente dirigida a hacerse cargo de los sacerdotes. Es indispensable que los Obispos
exijan, con la fuerza del amor, que sus sacerdotes sigan generosamente las legítimas
disposiciones emanadas en esta materia.

La existencia de un “plan de formación permanente” conlleva, no sólo que sea concebido o


programado, sino también realizado. Por esto, es necesaria una clara estructuración del
trabajo, con objetivos, contenidos e instrumentos para realizarlo. «Esta responsabilidad lleva
al obispo, en comunión con el presbiterio, a hacer un proyecto y establecer un programa
capaces de estructurar la formación permanente no como un mero episodio, sino como una
propuesta sistemática de contenidos, que se desarrolla por etapas y tiene modalidades
precisas»[423].

3.3. Responsables

El presbítero

105. El primer y principal responsable de la propia formación permanente es el mismo


presbítero. En realidad, a cada sacerdote incumbe el deber de ser fiel al don de Dios y al
dinamismo de conversión cotidiana, que viene del mismo don[424].

Este deber deriva del hecho de que ninguno puede sustituir al propio presbítero en el vigilar
sobre sí mismo (cfr. 1 Tim 4, 16). Él, en efecto, por participar del único sacerdocio de Cristo,
está llamado a revelar y a actuar, según una vocación suya, única e irrepetible, algún aspecto
de la extraordinaria riqueza de gracia, que ha recibido.

Por otra parte, las condiciones y situaciones de vida de cada sacerdote son tales que, también
desde un punto de vista meramente humano, exigen que tome parte personalmente en su
propia formación, de manera que ponga en ejercicio las propias capacidades y posibilidades.

Por tanto, participará activamente en los encuentros de formación, dando su propia


contribución en base a sus competencias y posibilidades concretas, y se ocupará de proveerse
y de leer libros y revistas, que sean de segura doctrina y de experimentada utilidad para su
vida espiritual y para un fructuoso desempeño de su ministerio.

Entre las lecturas, el primer puesto lo debe ocupar la Sagrada Escritura; después por los
escritos de los Padres, de los Doctores de la Iglesia, de los Maestros de espiritualidad
antiguos y modernos, y los Documentos del Magisterio eclesiástico, los cuales constituyen la
fuente más autorizada y actualizada de la formación permanente; asimismo, los escritos y las
biografías de los santos serán de gran utilidad. Los presbíteros, por tanto, los estudiarán y
profundizarán de modo directo y personal para poderlos presentar adecuadamente a los fieles
laicos.

Ayuda a sus hermanos

106. En todos los aspectos de la existencia sacerdotal emergerán los «particulares vínculos de
caridad apostólica, de ministerio y de fraternidad»[425], en los cuales se funda la ayuda
recíproca, que se prestarán los presbíteros[426]. Es de desear que crezca y se desarrolle la
cooperación de todos los presbíteros en el cuidado de su vida espiritual y humana, así como
del servicio ministerial. La ayuda que en este campo se debe prestar a los sacerdotes puede
encontrar un sólido apoyo en diversas Asociaciones sacerdotales. Se trata de Asociaciones
que «teniendo estatutos aprobados por la autoridad competente, estimulan a la santidad en el
ejercicio del ministerio y favorecen la unidad de los clérigos entre sí y con el propio
Obispo»[427].

Desde este punto de vista, hay que respetar con gran cuidado el derecho de cada sacerdote
diocesano a practicar la propia vida espiritual del modo que considere más oportuno, siempre
de acuerdo —como es obvio— con las características de la propia vocación, así como con los
vínculos que de ella derivan.

La Iglesia[428] tiene en gran consideración el trabajo que estas Asociaciones, así como los
Movimientos y las nuevas comunidades aprobados, cumplen en favor de los sacerdotes; lo
reconoce como un signo de la vitalidad con que el Espíritu Santo la renueva continuamente.

El Obispo

107. El Obispo, por amplia y necesitada de solicitud pastoral que sea la porción del Pueblo
de Dios que le ha sido encomendada, debe prestar una atención del todo particular en lo que
se refiere a la formación permanente de sus presbíteros[429].

Existe, en efecto, una relación especial entre estos y el Obispo, debido al «hecho que los
presbíteros reciben a través de él su sacerdocio y comparten con él la solicitud pastoral por el
Pueblo de Dios»[430]. Eso determina también que el Obispo tenga responsabilidades
específicas en el campo de la formación sacerdotal. De hecho, el Obispo debe tener una
actitud de Padre respecto a sus sacerdotes, comenzando por los seminaristas, evitando una
lejanía o un estilo personal propio de un simple “empleador”. En virtud de su función,
siempre debe mostrarse cercano a sus presbíteros, fácilmente accesible: su primera
preocupación deben ser sus sacerdotes, es decir, los colaboradores en su ministerio episcopal.

Tales responsabilidades se expresan tanto en relación con cada uno de los presbíteros —para
quienes la formación debe ser lo más personalizada posible—, como en relación con el
conjunto de todos los que forman el presbiterio diocesano. En este sentido, el Obispo
cultivará con empeño la comunicación y la comunión entre los presbíteros, teniendo cuidado,
en particular, de custodiar y promover la verdadera índole de la formación permanente,
educar sus conciencias acerca de su importancia y necesidad y, finalmente, programarla y
organizarla, estableciendo un plan de formación con las estructuras necesarias y las personas
adecuadas para llevarlo a cabo[431].

Al ocuparse de la formación de sus sacerdotes, es necesario que el Obispo se comprometa


con su propia y personal formación permanente. La experiencia enseña que, en la medida en
que el Obispo está más convencido y empeñado en la propia formación, tanto más sabrá
estimular y sostener la de su presbiterio.

En esta delicada tarea, aunque el Obispo desempeñe un papel insustituible e indelegable,


sabrá pedir la colaboración del Consejo presbiteral que, por su naturaleza y finalidades, es el
organismo idóneo para ayudarlo especialmente en lo que se refiere, por ejemplo, a la
elaboración del plan de formación.

Todo Obispo, pues, se sentirá sostenido y ayudado en su tarea por sus hermanos en el
Episcopado, reunidos en Conferencia[432].

La formación de los formadores

108. Ninguna formación es posible si no hay, además del sujeto que se debe formar, también
el sujeto que forma, el formador. La bondad y la eficacia de un plan de formación dependen
en parte de las estructuras pero, principalmente, de la persona de los formadores.

Es evidente que la responsabilidad del Obispo hacia esos formadores es particularmente


imprescindible. En primer lugar, tiene la delicada tarea de formar a los formadores para que
tengan «la “ciencia del amor”, que sólo se aprende de “corazón a corazón” con Cristo»[433].
Así, bajo la guía del Obispo, estos presbíteros aprenden a no tener otro deseo que el de servir
a sus hermanos con este trabajo de formación.

Es necesario, por tanto, que el mismo Obispo nombre un “grupo de formadores” y que las
personas sean elegidas entre aquellos sacerdotes altamente cualificados y estimados por su
preparación y madurez humana, espiritual, cultural y pastoral. Los formadores, en efecto,
deben ser ante todo hombres de oración, docentes con marcado sentido sobrenatural, de
profunda vida espiritual, de conducta ejemplar, con adecuada experiencia en el ministerio
sacerdotal, capaces de conjugar —como los Padres de la Iglesia y los santos maestros de
todos los tiempos— las exigencias espirituales con aquellas más propiamente humanas del
sacerdote. Pueden ser elegidos también entre los miembros de los Seminarios, de los Centros
o Instituciones académicas aprobadas por la Autoridad eclesiástica, y también entre aquellos
Institutos religiosos cuyo carisma se refiere justamente a la vida y la espiritualidad
sacerdotal. En todo caso deben ser garantizadas la ortodoxia de la doctrina y la fidelidad a la
disciplina eclesiástica. Los formadores, además, deben ser colaboradores de confianza del
Obispo, que es siempre el responsable último de la formación de los presbíteros, sus más
preciados colaboradores.

Es oportuno que se cree también un grupo de programación y de realización, distinto del de


los formadores, con el fin de ayudar al Obispo a fijar los contenidos, que deben desarrollarse
cada año en cada uno de los ámbitos de la formación permanente; preparar los elementos
necesarios; predisponer los cursos, las sesiones, los encuentros y los retiros; organizar
oportunamente los calendarios, de modo que se prevean las ausencias y las sustituciones de
los presbíteros, etc. Para una buena programación se puede también realizar la consulta de
algún especialista en temas particulares.

Mientras que un solo grupo de formadores es suficiente, es posible que existan —si las
necesidades lo requieren— varios grupos de programación y de realización.

Colaboración entre las Iglesias

109. En lo referente sobre todo a los medios colectivos, la programación de los diferentes
medios de formación permanente y de sus contenidos concretos puede ser establecida —sin
perjuicio de la responsabilidad del Obispo respecto a su circunscripción— de común acuerdo
entre varias Iglesias particulares, tanto a nivel nacional y regional —a través de las
respectivas Conferencias de los Obispos— como, principalmente, entre Diócesis limítrofes o
más cercanas. Así, por ejemplo, se podrían utilizar —si se consideran adecuadas— las
estructuras interdiocesanas, como las Facultades y los Institutos teológicos y pastorales, y
también los organismos o las federaciones empeñados en la formación presbiteral. Tal unión
de fuerzas, además de realizar una auténtica comunión entre las Iglesias particulares, podría
ofrecer a todos posibilidades más cualificadas y estimulantes para la formación
permanente[434].

Colaboración de centros académicos y de espiritualidad

110. Los Institutos de estudio, de investigación y los Centros de espiritualidad, así como los
Monasterios de observancia ejemplar y los Santuarios constituyen otros puntos de referencia
para la actualización teológica y pastoral, además de ser lugares donde cultivar el silencio, la
oración, la práctica de la confesión y de la dirección espiritual, el saludable reposo incluso
físico, los momentos de fraternidad sacerdotal. De este modo, también las familias religiosas
podrían colaborar en la formación permanente y contribuir a la renovación del clero exigida
por la nueva evangelización del Tercer Milenio.

3.4. Necesidad en orden a la edad y a situaciones especiales

Primeros años de sacerdocio

111. Durante los primeros años posteriores a la ordenación, se debería facilitar a los


sacerdotes la posibilidad de encontrar las condiciones de vida y ministerio, que les permitan
traducir en obras los ideales forjados durante el período de formación en el seminario[435].
Estos primeros años, que constituyen una necesaria verificación de la formación inicial
después del delicado primer impacto con la realidad, son los más decisivos para el futuro.
Estos años requieren, pues, una armónica maduración para hacer frente —con fe y con
fortaleza— a los momentos de dificultad. Con este fin, los jóvenes sacerdotes deberán tener
la posibilidad de una relación personal con el propio Obispo y con un sabio padre espiritual;
les serán facilitados tiempos de descanso, de meditación, de retiro mensual. Asimismo, es
útil subrayar la necesidad de que se inserte, especialmente a los jóvenes presbíteros, en un
auténtico camino de fe en el presbiterio o en la comunidad parroquial acompañados por el
Obispo y los hermanos sacerdotes delegados para ello.

Teniendo presente cuanto ya se ha dicho para el año pastoral, es necesario organizar, en los
primeros años de sacerdocio, encuentros anuales de formación en los que se elaboren y
profundicen adecuados temas teológicos, jurídicos, espirituales y culturales, sesiones
especiales dedicadas a problemas de moral, de pastoral, de liturgia, etc. Tales encuentros
pueden también ser ocasión para renovar el permiso de confesar, según lo establecido por
el Código de Derecho Canónico y por el Obispo[436]. Sería útil también que a los jóvenes
presbíteros se facilitara la posibilidad de una convivencia familiar entre ellos y con los más
maduros, de modo que sea posible el intercambio de experiencias, el conocimiento recíproco
y también la delicada práctica evangélica de la corrección fraterna.

En numerosos lugares también ha resultado una buena experiencia organizar a lo largo del
año breves encuentros bajo la guía del Obispo para sacerdotes jóvenes, por ejemplo, para los
que cuentan con menos de diez años de sacerdocio, a fin de acompañarlos más de cerca en
esos primeros años; sin duda, serán también ocasiones para hablar de la espiritualidad
sacerdotal, los desafíos para los ministros, la práctica pastoral, etc. en un ambiente de
convivencia fraterna y sacerdotal.
Conviene, en definitiva, que el clero joven crezca en un ambiente espiritual de auténtica
fraternidad y delicadeza, que se manifiesta en la atención personal, también en lo que
respecta a la salud física y a los diversos aspectos materiales de la vida.

Tras un cierto número de años

112. Transcurrido un cierto número de años de ministerio, los presbíteros adquieren una
sólida experiencia y el gran mérito de darse por completo por el crecimiento del Reino de
Dios en el trabajo cotidiano. Este grupo de sacerdotes constituye un gran recurso espiritual y
pastoral.

Necesitan que les den ánimos, que los valoren con inteligencia y que les sea posible
profundizar en la formación en todas sus dimensiones, con el fin de examinarse a sí mismos
y examinar sus acciones; reavivar las motivaciones del sagrado ministerio; reflexionar sobre
las metodologías pastorales a la luz de lo que es esencial, en comunión con el presbiterio y
mediante la amistad con el propio Obispo; superar eventuales sentimientos de cansancio, de
frustración, de soledad; redescubrir, en definitiva, el manantial de la espiritualidad
sacerdotal[437].

Por este motivo, es importante que estos presbíteros se beneficien de especiales y profundas
sesiones de formación en las cuales —además de los contenidos teológicos y pastorales— se
examinen todas las dificultades psicológicas y afectivas, que pudieran nacer durante ese
período. Es aconsejable, por tanto, que en tales encuentros estén presentes no sólo el Obispo,
sino también aquellos expertos que puedan dar una contribución válida y segura para la
solución de los problemas expuestos.

Edad avanzada

113. Los presbíteros ancianos o de edad avanzada, a los cuales se debe otorgar delicadamente
todo signo de consideración, también entran en el circuito vital de la formación permanente,
considerada quizás no tanto como un estudio profundo o debate cultural, sino como
«confirmación serena y segura de la función, que todavía están llamados a desempeñar en el
Presbiterio»[438].

Además de la formación organizada para los sacerdotes de edad madura, estos podrán
convenientemente disfrutar de momentos, ambientes y encuentros especialmente dirigidos a
profundizar en el sentido contemplativo de la vida sacerdotal; para redescubrir y gustar de la
riqueza doctrinal de cuanto ha sido ya estudiado; para sentirse útiles —que lo son—,
pudiendo ser valorados en formas adecuadas de verdadero y propio ministerio, sobre todo
como expertos confesores y directores espirituales. En particular, podrán compartir con los
demás las propias experiencias, animar, acoger, escuchar y dar serenidad a sus hermanos,
estar disponibles cuando se les pida el servicio de «convertirse ellos mismos en valiosos
maestros y formadores de otros sacerdotes»[439].

Sacerdotes en situaciones especiales

114. Independientemente de la edad, los presbíteros se pueden encontrar en «una situación de


debilidad física o de cansancio moral»[440]. Ofreciendo sus sufrimientos, contribuyen de
modo eminente a la obra de la redención, dando «un testimonio sellado por la elección de la
cruz acogida con la esperanza y la alegría pascual»[441].

A estos presbíteros, la formación permanente debe ofrecer estímulos para «continuar de


modo sereno y fuerte su servicio a la Iglesia»[442] y para ser signo elocuente de la primacía
del ser sobre el obrar, de los contenidos sobre las técnicas, de la gracia sobre la eficacia
exterior. De este modo, podrán vivir la experiencia de S. Pablo: «Me alegro de mis
sufrimientos por vosotros: así completo en mi carne lo que falta a los padecimientos de
Cristo, en favor de su Cuerpo que es la Iglesia» (Col 1, 24).

El Obispo y sus sacerdotes jamás deberán dejar de realizar visitas periódicas a estos
hermanos enfermos, que podrán ser informados, sobre todo, de los acontecimientos de la
Diócesis, de modo que se sientan miembros vivos del presbiterio y de la Iglesia universal, a
la que edifican con sus sufrimientos.

Los presbíteros que se aproximan a concluir su jornada terrena, gastada al servicio de Dios
para la salvación de sus hermanos, deberán estar rodeados de un especial y afectuoso
cuidado.

Al continuo consuelo de la fe, a la pronta administración de los sacramentos, se seguirán los


sufragios por parte de todo el presbiterio.

Soledad del sacerdote

115. El sacerdote puede experimentar a cualquier edad y en cualquier situación, la sensación


de soledad[443]. Hay una soledad que, lejos de ser entendida como aislamiento psicológico,
es del todo normal, es consecuencia de vivir sinceramente el Evangelio y constituye una
preciosa dimensión de la propia vida. En algunos casos, sin embargo, podría deberse a
especiales dificultades, como marginaciones, incomprensiones, desviaciones, abandonos,
imprudencias, limitaciones de carácter propias y de otros, calumnias, humillaciones, etc. De
aquí se podría derivar un agudo sentido de frustración que sería sumamente perjudicial.

Sin embargo, también estos momentos de dificultad se pueden convertir, con la ayuda del
Señor, en ocasiones privilegiadas para un crecimiento en el camino de la santidad y del
apostolado. En ellos, en efecto, el sacerdote puede descubrir que «se trata de una soledad
habitada por la presencia del Señor»[444]. Obviamente esto no puede hacer olvidar la grave
responsabilidad del Obispo y de todo el presbiterio por evitar toda soledad producida por
descuido de la comunión sacerdotal. Corresponde a la Diócesis establecer cómo realizar
encuentros entre sacerdotes a fin de que estén juntos, aprendan uno de otro, se corrijan y se
ayuden mutuamente, porque nadie es sacerdote solo y exclusivamente en esta comunión con
el Obispo cada uno puede llevar a cabo su servicio.

No hay que olvidarse tampoco de aquellos hermanos, que han abandonado el ejercicio del
ministerio sagrado, con el fin de ofrecerles la ayuda necesaria, sobre todo con la oración y la
penitencia. La debida actitud de caridad hacia ellos no debe inducir jamás a tomar en
consideración la posibilidad de confiarles tareas eclesiásticas, que puedan crear confusión y
desconcierto, sobre todo entre los fieles, a raíz de su situación.

CONCLUSIÓN
El Señor de la mies, que llama y envía a los trabajadores que deben trabajar en su campo
(cfr. Mt 9, 38), ha prometido con fidelidad eterna: «os daré pastores según mi corazón»
(Jer 3, 15). La esperanza de recibir abundantes y santas vocaciones sacerdotales, como ya
sucede en numerosos países, así como la certeza de que el Señor no permitirá que a Su
Iglesia le falte la luz necesaria para afrontar la apasionante aventura de arrojar las redes al
lago, están basadas sobre la fidelidad divina, siempre viva y operante en la Iglesia[445].

Al don de Dios, la Iglesia responde con acciones de gracias, fidelidad, docilidad al Espíritu, y
con una oración humilde e insistente.

Para realizar su misión apostólica, todo sacerdote llevará esculpidas en el corazón las
palabras del Señor: «Padre, yo te he glorificado sobre la tierra, he llevado a cabo la obra que
me encomendaste: dar la vida eterna a los hombres» (Cfr. Jn 17, 2-4). Para esto, hará de su
propia vida don de sí mismo —raíz y síntesis de la caridad pastoral— a la Iglesia, a imagen
del don de Cristo[446]. De este modo, empleará con alegría y paz todas sus fuerzas ayudando
a sus hermanos, viviendo como signo de caridad sobrenatural, en la obediencia, en la
castidad del celibato, en la sencillez de vida y en el respeto a la disciplina y la comunión de
la Iglesia.

En su obra evangelizadora, el presbítero trasciende el orden natural para adherir «a las cosas
de Dios» (Cfr. Heb 5, 1). El sacerdote, pues, está llamado a elevar al hombre engendrándolo
a la vida divina y haciéndolo crecer en la relación con Dios hasta llegar a la plenitud de
Cristo. Por esta razón, un sacerdote auténtico, movido por su fidelidad a Cristo y a la Iglesia,
constituye una fuerza incomparable de verdadero progreso para bien del mundo entero.

«La nueva evangelización requiere nuevos evangelizadores, y estos son los sacerdotes, que
se esfuerzan por vivir su ministerio como camino específico hacia la santidad»[447]. ¡Las
obras de Dios las hacen los hombres de Dios!

Como Cristo, el sacerdote debe presentarse al mundo como modelo de vida sobrenatural:
«Os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis»
(Jn 13, 15).

El testimonio dado con la vida es lo que eleva al presbítero; el testimonio es, además, la
predicación más elocuente. La misma disciplina eclesiástica, vivida por auténticas
motivaciones interiores, es una ayuda magnífica para vivir la propia identidad, para fomentar
la caridad y para dar ese auténtico testimonio de vida sin el cual la preparación cultural o la
programación más rigurosa resultarían vanas ilusiones. De nada sirve hacer, si falta el estar
con Cristo.

Aquí está el horizonte de la identidad, de la vida, del ministerio, de la formación permanente


del sacerdote: un deber de trabajo inmenso, abierto, valiente, iluminado por la fe, sostenido
por la esperanza, radicado en la caridad.

En esta obra tan necesaria como urgente, nadie está solo. Es necesario que los presbíteros
sean ayudados por una acción de gobierno pastoral de los propios Obispos, que sea ejemplar,
vigorosa, llena de autoridad, realizada siempre en perfecta y transparente comunión con la
Sede Apostólica y apoyada por la colaboración fraterna del entero presbiterio y de todo el
Pueblo de Dios.

A María, Estrella de la nueva evangelización, se confíe todo sacerdote. En Ella, «modelo del
amor de madre que debe animar a todos los que colaboran en la misión apostólica de la
Iglesia para engendrar a los hombres a una vida nueva»[448], los sacerdotes encontrarán la
ayuda, que les permitirá renovar sus vidas; la protección constante de María hará brotar de
sus vidas sacerdotales una fuerza evangelizadora cada vez más intensa y renovada, en este
tercer milenio de la Redención.

El Sumo Pontífice, Benedicto XVI, ha aprobado el presente Directorio y ha ordenado su


publicación el 14 de enero de 2013.

Roma, Palacio de las Congregaciones, 11 de febrero, memoria de la Santísima Virgen


María de Lourdes, del año 2013.

Mauro Card. Piacenza


Prefecto

+Celso Morga Iruzubieta


Arzobispo tit. de Alba marítima
Secretario

Oración a María Santísima

Oh María,
Madre de Jesucristo y Madre de los sacerdotes:
acepta este título con el que hoy te honramos
para exaltar tu maternidad
y contemplar contigo
el Sacerdocio de tu Hijo unigénito y de tus hijos,
oh Santa Madre de Dios.

Madre de Cristo,
que al Mesías Sacerdote diste un cuerpo de carne
por la unción del Espíritu Santo
para salvar a los pobres y contritos de corazón,
custodia en tu seno y en la Iglesia a los sacerdotes,
oh Madre del Salvador.

Madre de la fe,
que acompañaste al templo al Hijo del hombre,
en cumplimiento de las promesas hechas a nuestros Padres:
presenta a Dios Padre, para su gloria,
a los sacerdotes de tu Hijo,
oh Arca de la Alianza.

Madre de la Iglesia,
que con los discípulos en el Cenáculo
implorabas el Espíritu
para el nuevo Pueblo y sus Pastores:
alcanza para el orden de los presbíteros
la plenitud de los dones,
oh Reina de los Apóstoles.

Madre de Jesucristo,
que estuviste con Él al comienzo de su vida
y de su misión,
lo buscaste como Maestro entre la muchedumbre,
lo acompañaste en la cruz,
exhausto por el sacrificio único y eterno,
y tuviste a tu lado a Juan, como hijo tuyo:
acoge desde el principio
a los llamados al sacerdocio,
protégelos en su formación,
y acompaña a tus hijos
en su vida y en su ministerio,
oh Madre de los Sacerdotes.

Amén. [449]

[1] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Constitución dogmática acerca de la Iglesia Lumen


gentium: AAS 57 (1965), 28; Decreto sobre la formación sacerdotal Optatam totius: AAS 58
(1966), 22; Decreto acerca del oficio pastoral de los Obispos Christus Dominus: AAS 58
(1966), 16; Decreto sobre el ministerio y la vida de los presbíteros Presbyterorum
Ordinis: AAS 58 (1966), 991-1024; Pablo VI, Carta enc. Sacerdotalis caelibatus (24 de junio
de 1967): AAS 59 (1967), 657-697; S. Congregación para el Clero, Carta circular Inter ea (4
de noviembre de 1969): AAS 62 (1970), 123-134; Sínodo de los Obispos, Documento acerca
del sacerdocio ministerial Ultimis temporibus (30 de noviembre de 1971): AAS 63 (1971),
898-922; Codex Iuris Canonici (25 de enero de 1983), can. 273-289; 232-264; 1008-1054; S.
Congregación para la Educación católica, Ratio Fundamentalis Institutionis Sacerdotalis (19
de marzo de 1985), 101; Juan Pablo II, Cartas a los Sacerdotes con ocasión del Jueves
Santo; Catequesis sobre los presbíteros, en las Audiencias generales del 31 de marzo al 22 de
septiembre de 1993.

[2] Juan Pablo II, Exhort. ap. post-sinodal Pastores dabo vobis (25 de marzo de


1992): AAS 84 (1992), 657-804.

[3] Congregación para el Clero, Directorio Dives Ecclesiae para el Ministerio y la Vida de


los Presbíteros (31 de marzo de 1994): opúsculo bilingüe latín-italiano, LEV, Ciudad del
Vaticano 1994.

[4] Juan Pablo II, Exhort. ap. post-sinodal Pastores dabo vobis, 18.

[5] Cfr. Por ejemplo: Juan Pablo II, Carta ap. en forma de motu proprio Misericordia Dei (7
de abril de 2002): AAS 94 (2002), 452-459; Carta enc. Ecclesia de Eucharistia (17 de abril de
2003): AAS 95 (2003), 433-475; Exhort. ap. post-sinodal Pastores gregis (16 de octubre de
2003): AAS 96 (2004), 825-924; Cartas a los sacerdotes (1995-2002; 2004-2005); Benedicto
XVI, Exhort. ap. post-sinodal Sacramentum caritatis (22 de febrero de 2007): AAS 99
(2007), 105-180; Mensaje a los participantes en la XX edición del curso sobre el fuero
interno, organizado por la Penitenciaría Apostólica (12 de marzo de 2009): “L’Osservatore
Romano”, edición en lengua española, n. 12, 20 de marzo de 2009, 9; Discurso a los
participantes en la plenaria de la Congregación para el Clero (16 de marzo de 2009):
“L’Osservatore Romano”, edición en lengua española, n. 12, 20 de marzo de 2009, 5 y
9; Carta para la convocación del Año sacerdotal con ocasión del 150º aniversario del “Dies
natalis” de Juan María Vianney (16 de junio de 2009): “L’Osservatore Romano”, edición en
lengua española, 19 de junio de 2009, 7; Discurso a los participantes en un curso
organizado por la Penitenciaría Apostólica (11 de marzo de 2010): “L’Osservatore
Romano”, edición en lengua española, n. 11, 14 de marzo de 2010, 5; Discurso a los
participantes en el Congreso Teológico organizado por la Congregación para el Clero (12
de marzo de 2010): “L’Osservatore Romano”, edición en lengua española, n. 12, 21 de
marzo de 2010, 5, 5; Vigilia con ocasión de la Conclusión del Año sacerdotal (10 de junio de
2010): “L’Osservatore Romano”, edición en lengua española, n. 25, 20 de junio de 2010, 8-
10; Carta a los seminaristas (18 de octubre de 2010): “L’Osservatore Romano”, edición en
lengua española, n. 43, 24 de octubre de 2010, 3-4.

[6] Cfr. Benedicto XVI, Carta Apostólica en forma de Motu proprio Ubicumque et semper,


con la cual se instituye el Consejo Pontificio para la Promoción de la Nueva Evangelización
(21 de septiembre de 2010): AAS 102 (2010), 788-792.

[7] Benedicto XVI, Acto de consagración de los sacerdotes al Corazón Inmaculado de


María (12 de mayo de 2010): “L’Osservatore Romano”, edición en lengua española, n. 20,
16 de mayo de 2010, 15.

[8] Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 15.

[9] Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 2.

[10] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 1.

[11] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 2.

[12] Benedicto XVI, Discurso a los participantes en el Congreso Teológico organizado por


la Congregación para el Clero (12 de marzo de 2010), l.c., 5.

[13] Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 11.

[14] Ibid., 15.

[15] Ibid., 21; Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 2; 12.

[16] Cfr. Ibid., 12.
[17] Ibid., 23.

[18] Mensaje de los Padres sinodales al Pueblo de Dios (28 de octubre de 1990), III:


“L’Osservatore Romano”, edición en lengua española, n. 44, 2 de noviembre de 1990, 12.

[19] Ibid., 16.

[20] Cfr. ibid., 12: l.c., 675-677.

[21] Cfr. Conc. Ecum. Trident., Sessio XXIII, De sacramento Ordinis: DS, 1763-1778; Juan
Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 11-18;  Audiencia general (31 de
marzo de 1993): “L’Osservatore Romano”, edición en lengua española, n. 14, 2 de abril de
1993, 3.

[22] Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 2.

[23] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 18-31; Decr. Presbyterorum
Ordinis, 2; C.I.C., can. 1008.

[24] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 10; Decr. Presbyterorum
Ordinis, 2.

[25] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II., Decr. Apostolicam actuositatem: AAS 58 (1966), 3; Juan


Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Christifideles laici (30 de diciembre de 1988), 14: AAS 81
(1989), 409-413.

[26] Cfr. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 13-14; Audiencia
general (31 marzo 1993).

[27] Benedicto XVI, Discurso a los participantes en el Congreso Teológico organizado por


la Congregación para el Clero (12 de marzo de 2010) l.c., 5.

[28] Ibid.

[29] Benedicto XVI, Discurso a los participantes en la plenaria de la Congregación para el


Clero (16 de marzo de 2009): l.c., 9.

[30] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. Gaudium et spes, 22: AAS 58 (1966), 1042.

[31] Cfr. Congregación para la Doctrina de la Fe, Declaración Dominus Iesus sobre la


unicidad y la universalidad salvífica de Jesucristo y de la Iglesia (6 de agosto de 2000), 13-
15: AAS 92 (2000), 754-756.

[32] Cfr. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 18.

[33] Cfr. ibid., 15.

[34] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 12.


[35] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum: AAS 58 (1966), 10;
Decr. Presbyterorum Ordinis, 4.

[36] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 5; Catecismo de la Iglesia


Católica, 1120.

[37] Cfr. Benedicto XVI, Exhort. ap. postsinodal Sacramentum caritatis (22 de febrero de


2007), 13; 48: l.c., 114-115; 142.

[38] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 6.

[39] Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 16.

[40] Cfr. ibid.

[41] Institutio Generalis Missalis Romani (2002), 78.

[42] Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 3.

[43] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 28; Decr. Presbyterorum
Ordinis, 7; Decr. Christus Dominus, 28; Decr. Ad Gentes, 19; Juan Pablo II, Exhort. ap.
postsinodal Pastores dabo vobis, 17.

[44] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium 28; Pontificale romanum,


Ordinatio Episcoporum, Presbyterorum et Diaconorum, cap. I., n. 51, Ed. typica altera,
1990, 26.

[45] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 28.

[46] Cfr. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 16.

[47] Cfr. Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta sobre la Iglesia como


comunión Communionis notio (28 de mayo de 1992), 10: AAS 85 (1993), 844.

[48] Cfr. Juan Pablo II, Carta enc. Redemptoris missio  (7 dicembre 1990), 23: AAS 83
(1991), 269.

[49] Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 10; Cfr. Juan Pablo II, Exhort. ap.
postsinodal Pastores dabo vobis, 32.

[50] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 28; Decr. Presbyterorum
Ordinis, 7.

[51] Cfr. C.I.C., can. 266 § 1.

[52] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 23; 26; S. Congregación para el
Clero, Notas directrices Postquam Apostoli (25 de marzo de 1980), 5; 14; 23: AAS 72 (1980),
346-347; 353-354; 360-361; Tertuliano, De praescriptione, 20, 5-9: CCL 1, 201-202;
Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta Communionis notio sobre algunos aspectos de
la Iglesia entendida como comunión, 10.

[53] Benedicto XVI, Exhort. ap. postsinodal Sacramentum caritatis, 85.

[54] Juan Pablo II, Carta enc. Redemptoris missio, 67.

[55] Cfr. Congregación para el Clero, carta circular La identidad misionera del Presbítero en
la Iglesia como dimensión intrínseca del ejercicio de los tria munera  (29 de junio de 2010),
3.3.5: LEV, Ciudad del Vaticano 2011, 307.

[56] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 23; Decr. Presbyterorum
Ordinis, 10; Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 32; S. Congregación
para el Clero, Notas directrices Postquam Apostoli (25 de marzo de 1980); Congregación
para la Evangelización de los pueblos, Guía pastoral para los sacerdotes diocesanos de las
Iglesias que dependen de la Congregación para la Evangelización de los Pueblos (1 de
octubre de 1989), 4: EV 11, 1588-1590; C.I.C., can. 271.

[57] Congregación para la Doctrina de la Fe, Nota doctrinal acerca de algunos aspectos de


la Evangelización (3 de diciembre de 2007), 3: AAS 100 (2008), 491.

[58] Pablo VI, Exhort. ap. postsinodal Evangelii nuntiandi (8 de diciembre de 1975),


80: AAS 68 (1976), 74.

[59] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 13.

[60] Cfr. Congregación para la evangelización de los pueblos, Guía pastoral para los


sacerdotes diocesanos de las Iglesias que dependen de la Congregación para la
Evangelización de los Pueblos; Juan Pablo II, Carta enc. Redemptoris missio, 54; 67.

[61] Ratzinger Card. Josef, Conferencia con ocasión del Jubileo de los Catequistas (10 de


diciembre de 2000)

[62] Congregación para la Doctrina de la Fe, Nota doctrinal acerca de algunos aspectos de


la Evangelización (3 de diciembre de 2007), 12: AAS 100 (2008), 501.

[63] Cfr. Congregación para el Clero, Directorio General para la Catequesis (15 de agosto


de 1997), 53: LEV, Ciudad del Vaticano 1997, 55-56.

[64] Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Christifideles laici (30 de diciembre de 1988), 37.

[65] Congregación para el Clero, Directorio General para la Catequesis (15 de agosto de


1997), 49.

[66] Ratzinger Card. Josef, Conferencia con ocasión del Jubileo de los Catequistas (10 de
diciembre de 2000).

[67] Congregación para el Clero, Carta circular La identidad misionera del Presbítero en la


Iglesia como dimensión intrínseca del ejercicio de los tria munera (29 de junio de 2010),
3.3.

[68] Pablo VI, Discurso al Sacro Colegio Cardenalicio (22 de junio de 1973): AAS 65, 1973,


383, citado en la Exhort. ap. postsinodal Evangelii nuntiandi (8 de diciembre de 1975), 3.

[69] Juan Pablo II, Carta ap. Novo millennio ineunte (6 de enero de 2001), 40: AAS 93
(2001), 294-295.

[70] Juan Pablo II, Discurso en la Asamblea del CELAM, Puerto Príncipe (9 de marzo de


1983): AAS 75 (1983), 771-779.

[71] Juan Pablo II, Homilía de la santa Misa en el santuario de la Santa Cruz de Mogila (9


de junio de 1979): AAS 71 (1979), 865.

[72] Ratzinger Card. Josef, Conferencia con ocasión del Jubileo de los Catequistas (10 de


diciembre de 2000.

[73] Benedicto XVI, Carta apostólica en forma de Motu proprio Ubicumque et semper, con


la cual se instituye el Consejo Pontificio para la Promoción de la Nueva Evangelización (21
de septiembre de 2010).

[74] Cfr. Benedicto XVI, Exhort. ap. postsinodal Africae munus (19 de noviembre de 2011),


LEV, Ciudad del Vaticano 2011, 165.

[75] Benedicto XVI, Carta apostólica en forma de motu proprio Ubicumque et semper, con la


cual se instituye el Consejo Pontificio para la Promoción de la Nueva Evangelización (21 de
septiembre de 2010).

[76] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 28; Cfr. Congregación para la
Doctrina de la Fe, Nota doctrinal acerca de algunos aspectos de la Evangelización (3 de
diciembre de 2007), 12; Pablo VI, Exhort. ap. postsinodal Evangelii nuntiandi (8 de
diciembre de 1975), 52.

[77] Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 4.

[78] Ibid., 2.

[79] Ibid., 4.

[80] Juan Pablo II, Carta enc. Redemptoris missio  (7 de diciembre de 1990), 3: AAS 83


(1991), 251-252.

[81] Ibid.

[82] Juan Pablo II, Discurso en la Asamblea del CELAM, Puerto Príncipe (9 de marzo de


1983): l.c., 771-779.

[83] Juan Pablo II, Carta ap. Novo millennio ineunte, 40.


[84] Ibid.

[85] Juan Pablo II, Carta enc. Redemptoris missio, 11.

[86] Benedicto XVI, Carta apostólica en forma de motu proprio Ubicumque et semper, con la


cual se instituye el Consejo Pontificio para la Promoción de la Nueva Evangelización (21 de
septiembre de 2010).

[87] Congregación para el Clero, Carta circular La identidad misionera del Presbítero en la


Iglesia como dimensión intrínseca del ejercicio de los tria munera (29 de junio de 2010),
3.3.1: l.c., 28.

[88] Juan Pablo II, Carta ap. Novo millennio ineunte, 40.

[89] Cfr. Juan Pablo II, Homilía de la santa Misa en el santuario de la Santa Cruz de


Mogila (9 de junio de 1979).

[90] Congregación para el Clero, Carta circular La identidad misionera del Presbítero en la


Iglesia como dimensión intrínseca del ejercicio de los tria munera (29 de junio de 2010),
conclusión: l.c., 36.

[91] Ibid., 11.

[92] Ibid., 28.

[93] Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores gregis, 37.

[94] Benedicto XVI, Carta ap. en forma de Motu proprio Porta fidei (11 de octubre de 2011),
9: AAS 103 (2011), 728.

[95] Cfr. Benedicto XVI, Exhort. ap. postsinodal Africae munus (19 de noviembre de


2011): l.c., 171.

[96] Pablo VI, Exhort. ap. postsinodal Evangelii nuntiandi, 80.

[97] Juan Pablo II, Carta enc. Redemptoris missio, 2.

[98] Cfr. Benedicto XVI, Exhort. ap. postsinodal Africae munus, l.c., 171.

[99] Juan Pablo II, Carta ap. Novo millennio ineunte, 40.

[100] Conc. Ecum. Vat. II, Const. Gaudium et spes, 44.

[101] Cfr. Juan Pablo II, Carta ap. Novo millennio ineunte, 40.

[102] Juan Pablo II, Carta a los Sacerdotes con ocasión del Jueves Santo (8 de abril de
1979), 8: AAS 71 (1979), 393-417.

[103] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 16; Pablo VI, Carta
enc. Sacerdotalis caelibatus (24 de junio de 1967), 56.

[104] S. Juan María Vianney, en B. Nodet, Le curé d’Ars. Sa pensée - Son cœur, ed. Xavier
Mappus, Foi Vivante, 1966, 98-99 (citado en Benedicto XVI, Carta para la convocación del
Año sacerdotal con ocasión del 150º aniversario del “Dies natalis” de Juan María
Vianney (16 de junio de 2009): l.c., 7).

[105] Cfr. S. Agustín, In Iohannis Evangelium Tractatus, 123, 5: CCL 36, 678; Conc. Ecum.
Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 14.

[106] Benedicto XVI, Discurso a los miembros del XI Consejo Ordinario de la Secretería


General del Sínodo de los Obispos (1 de junio de 2006), “L’Osservatore Romano”, edición
en lengua española, n. 23, 9 de junio de 2006, 18.

[107] Cfr. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 21; C.I.C., can. 274.

[108] Cfr. C.I.C., can. 275 § 2 y 529 § 1.

[109] Cfr. ibid., can. 574 § 1.

[110] Cfr. Conc. Ecum. Trident., Sessio XXIII, De sacramento Ordinis, cap. I e IV, cann. 3,
4, 6: DS, 1763-1776; Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 10; S.
Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta a los Obispos de la Iglesia Católica acerca de
algunas cuestiones concernientes al ministro de la Eucaristía Sacerdotium ministeriale (6 de
agosto de 1983), 1: AAS 75 (1983), 1001.

[111]Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 9, 32; C.I.C., can. 208.

[112] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 7.

[113]Cfr. Ibid.

[114] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 10.

[115] Cfr. Congregación para la Evangelización de los pueblos, Guía pastoral para los


sacerdotes diocesanos de las Iglesias que dependen de la Congregación para la
Evangelización de los Pueblos, 3.

[116] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 11.

[117] Cfr. Juan Pablo II, Discurso al Episcopado de Suiza (15 de junio de 1984):


“L’Osservatore Romano”, edición en lengua española, n. 28, 8 de julio de 1984, 11.

[118] Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 23.

[119] Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 12; Cfr. Conc. Ecum. Vat.
II, Const. dogm. Lumen gentium, 1.
[120] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 8.

[121] Cfr. S. Agustín, Sermo 46, 30: CCL 41, 555-557.

[122] Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 28.

[123] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 27.

[124] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 22; Decr. Christus Dominus,
4; C.I.C., can. 336.

[125] Cfr. Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta acerca de la Iglesia como


comunión Communionis notio, 14: l.c., 847.

[126]Cfr. C.I.C., can. 902; S. Congregación para los Sacramentos y el Culto divino, Decr.


part. Promulgato Codice (12 de septiembre de 1983), II, I, 153: Notitiae 19 (1983), 542.

[127] Cfr. Santo Tomás de Aquino, Summa theol., III, q. 82, a. 2 ad 2; Sent. IV, d. 13, q. 1, a
2, q 2; Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, 41, 57.

[128] Cfr. S. Congregación de los Ritos, Instrucción Eucharisticum Mysterium (25 de mayo


de 1967), 47: AAS 59 (1967), 565-566.

[129] Cfr. C.I.C. can. 273.

[130] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 15; Juan Pablo II, Exhort. ap.
postsinodal Pastores dabo vobis, 65; 79.

[131] S. Ignacio de Antioquía, Ad Ephesios, XX 1-2: «[...] Si el Señor me revelara que cada
uno por su cuenta y todos juntos [...] vosotros estáis unidos de corazón en una inquebrantable
sumisión al Obispo y al presbiterio, partiendo el único pan, que es remedio de inmortalidad,
antídoto para no morir, sino para vivir siempre en Jesucristo»: Patres Apostolici; ed. F.X.
FUNK, II, 203-205.

[132] Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 17: l.c., 683; Cfr. Conc.
Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 28; Decr. Presbyterorum Ordinis, 8; C.I.C.,
can. 275, § 1.

[133] Cfr. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 74; Congregación para
la evangelización de los pueblos, Guía pastoral para los sacerdotes diocesanos de las
Iglesias que dependen de la Congregación para la Evangelización de los Pueblos, 6.

[134] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 8; C.I.C., can. 369, 498 y 499.

[135] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 6; Benedicto


XVI, Ángelus (19 de junio de 2005), “L’Osservatore Romano”, edición en lengua española,
n. 25, 24 de junio de 2005, 1; Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Ecclesia in Africa (14 de
septiembre de 1995): AAS 88 (1996), 63.
[136] Cfr. Pontificale Romanum, De Ordinatione Episcopi, Presbyterorum et
Diaconorum, cap. II, 105; 130, l.c., 54; 66-67; Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum
Ordinis, 8.

[137] Catecismo de la Iglesia Católica, 875.

[138] C.I.C., can. 265.

[139] Cfr. Juan Pablo II, Discurso en la Catedral de Quito a los Obispos, los Sacerdotes, los
Religiosos y los Seminaristas (29 de enero de 1985): “L’Osservatore Romano”, edición en
lengua española, n. 6, 10 de febrero de 1985, 6-7.

[140] Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 31.

[141] Cfr. Ibid., 17; 74.

[142] C.I.C., can. 498 § 1, 2°.

[143]Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 31.

[144]Cfr. Ibid., 31; 41; 68.

[145] Cfr. C.I.C., can. 214 y 215.

[146] Cfr. C.I.C., can. 271.

[147] Cfr. Benedicto XVI, Mensaje para la Cuaresma 2012 (3 de noviembre de


2011): AAS 104 (2012), 199-204.

[148] Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 74.

[149] Juan Pablo II, Audiencia general (4 de agosto de 1993), 4: “L’Osservatore Romano”,


edición en lengua española, n. 32, 6 de agosto de 1993, 3.

[150] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 12-14.

[151] Cfr. Ibid., 8.

[152]Cfr. S. Agustín, Sermones 355, 356, De vita et moribus clericorum: PL 39, 1568-1581.

[153] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 28; Decr. Presbyterorum
Ordinis, 8; Decr. Christus Dominus, 30.

[154]Cfr. S. Congregación para los Obispos, Directorio Ecclesiae Imago (22 de febrero de


1973), 112: l.c., 1343-1344; Congregación para los Obispos, Directorio Apostolorum
Successores  para el ministerio pastoral de los Obispos (22 de febrero de 2004), LEV, Ciudad
del Vaticano 2004, 211; C.I.C., can. 280; 245 § 2 y 550 § 1; Juan Pablo II, Exhort. ap.
postsinodal Pastores dabo vobis, 81.
[155] Benedicto XVI, Audiencia privada a los sacerdotes de la Fraternidad san Carlos con
ocasión del XXV de fundación (12 de febrero de 2011): “L’Osservatore Romano”, 13 de
febrero de 2011, 8.

[156] Pablo VI, Carta enc. Sacerdotalis caelibatus (24 de junio de 1967), 80.

[157] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, 26; 99; Institutio generalis
Liturgiae Horarum, 25.

[158] Cfr. C.I.C., can. 278 § 2; Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis,
31; 68; 81.

[159] Cfr. C.I.C., can. 550 § 2.

[160] Cfr. Ibid., can. 545 § 1.

[161] Cfr. Ibid., can. 533 § 1.

[162] Cfr. Ibid., can. 1226 y 1228.

[163] Benedicto XVI, Audiencia privada a los sacerdotes de la Fraternidad san Carlos con


ocasión del XXV de fundación (12 de febrero de 2011): l.c., 8.

[164] Benedicto XVI, Homilía con ocasión de la celebración de las Vísperas (Fátima – 12


de mayo de 2010): “L’Osservatore Romano”, edición en lengua española, n. 20, 16 de mayo
de 2010, 13.

[165] Benedicto XVI, Audiencia privada a los sacerdotes de la Fraternidad san Carlos con


ocasión del XXV de fundación (12 de febrero de 2011): l.c., 8.

[166] S. Cipriano, De Oratione Domini, 23: PL 4, 553; Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const.
dogm. Lumen gentium, 4.

[167] Juan Pablo II, Audiencia general (4 de agosto de 1993), 4: l.c., 3.

[168] Cfr. Juan Pablo II, Audiencia general (7 de julio de 1993); Conc. Ecum. Vat. II,
Decr. Presbyterorum Ordinis, 15.

[169] Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 15.

[170] Cfr. Conc. Ecum Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 9; C.I.C., can. 275 § 2 y 529 §
2.

[171] Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis., 74.

[172] Cfr. C.I.C., can. 529 § 2.

[173] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 31.


[174] Cfr. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 74; Pablo VI, Carta
enc. Ecclesiam suam (6 de agosto de 1964), III: AAS 56 (1964), 647.

[175] Cfr. Congregación para el Clero, El sacerdote ministro de la Misericordia Divina.


Vademécum para Confesores y Directores espirituales (9 de marzo de 2011): opúscolo,
LEV, Ciudad del Vaticano 2011.

[176] Cfr. Juan Pablo II, Audiencia general (7 de julio de 1993): l.c., 3.

[177]Cfr. C.I.C., can. 529 § 1.

[178] Cfr. Conc. Ecum Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 11; C.I.C., can. 233 § 1.

[179]Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 74.

[180] Cfr. C.I.C., can. 287 § 2; S. Congregación para el Clero, Decr. Quidam Episcopi (8 de


marzo de 1982), AAS  74 (1982), 642-645.

[181] Cfr. Congregación para la Evangelización de los Pueblos, Guía pastoral para los


sacerdotes diocesanos de las Iglesias que dependen de la Congregación para la
Evangelización de los Pueblos, 9: l.c., 1604-1607; S. Congregación para el Clero,
Decr. Quidam Episcopi (8 de marzo de 1982), l.c., 642-645.

[182] Juan Pablo II, Audiencia general (28 de julio de 1993): “L’Osservatore Romano”,


edición en lengua española, n. 31, 30 de julio de 1993, 3; Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const.
past. Gaudium et spes, 43; Sínodo de los Obispos, Documento acerca del sacerdocio
ministerial Ultimis temporibus (30 de noviembre de 1971), II, I, 2: l.c., 912-913; C.I.C., can.
285 § 3 y 287 § 1.

[183] Catecismo de la Iglesia Católica, 2442; C.I.C., can. 227.

[184] Sínodo de los Obispos, Documento acerca del sacerdocio ministerial Ultimis


temporibus (30 de noviembre de 1971), II, I, 2: l.c., 913.

[185] Cfr. Juan Pablo II, Carta ap. Novo millennio ineunte (6 de enero de 2001): AAS 93
(2001), 266-309; Benedicto XVI, Audiencia general (13 de abril de 2011): “L’Osservatore
Romano”, edición en lengua española, n.16, 17 de abril de 2011, 11-12.

[186] Cfr. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 5.

[187] Juan Pablo II, Audiencia general (26 de mayo de 1993): “L’Osservatore Romano”,


edición en lengua española, n. 22, 28 de mayo de 1993, 3.

[188]Cfr. Juan Pablo II, Discurso inaugural en la IV Conferencia General del Episcopado


Latinoamericano (Santo Domingo, 12-28 de octubre de 1992), 24: AAS 85 (1993), 826.

[189] Ibid., 1.
[190] Ibid., 25.

[191] Cfr. ibid.

[192] Consejo Pontificio para el Diálogo Interreligioso, Documento Jesucristo portador del


agua viva. Una reflexión cristiana sobre la “Nueva Era”, § 6.2 (3 de febrero de
2003): EV 22, 54-137.

[193] Ibid.

[194] Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 14.

[195] Benedicto XVI, Vigilia con ocasión de la Conclusión del Año sacerdotal (10 de junio


de 2010): l.c., 8.

[196] Cfr. Benedicto XVI, Homilía en la Santa Misa Crismal (9 de abril de 2009):


“L’Osservatore Romano”, edición en lengua española, 17 de abril de 2009, 3.

[197] Juan Pablo II, Carta a los Sacerdotes para el Jueves Santo (13 de abril de


1987): AAS 79 (1987), 1285-1295.

[198] Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 14.

[199] Cfr. C.I.C., can. 276 § 2, 1°.

[200]Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 5; 18; Juan Pablo II, Exhort.
ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 23; 26; 38; 46; 48; C.I.C., can. 246 § 1 y 276 § 2, 2°.

[201]Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 5; 18; C.I.C., cann. 246, § 4;
276, § 2, 5°; Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 26; 48.

[202]Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 18; C.I.C., can. 239; Juan
Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 40; 50; 81.

[203]Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 18; C.I.C., can. 246 § 2; 276 §
2, 3°; Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 26; 72; Congregación para
el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, Respuestas Celebratio integra a
cuestiones acerca de la obligatoriedad del rezo de la Liturgia de las Horas (15 de noviembre
de 2000), en Notitiae 37 (2001), 190-194.

[204] Cfr. C.I.C. can. 1174 § 1.

[205] Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 18; Juan Pablo II, Exhort. ap.
postsinodal Pastores dabo vobis, 26; 37-38; 47; 51; 53; 72.

[206]Cfr. C.I.C., can. 276 § 2, 5°.

[207] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 4; 13; 18; Juan Pablo II,
Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 26; 47; 53; 70; 72.

[208]Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 18; C.I.C., can. 276 § 2, 4°;
Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 80.

[209]Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis 18; C.I.C., can. 246 § 3 y 276 §
2, 5°. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 36; 38; 45; 82.

[210] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 18; Juan Pablo II, Exhort. ap.
postsinodal Pastores dabo vobis, 26; 37-38; 47; 51; 53; 72.

[211] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 18.

[212] Cfr. Juan Pablo II, Carta a los Sacerdotes para el Jueves Santo de 1979 (8 de abril de
1979), 1; Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 80.

[213] Cfr. Possidio, Vita Sancti Aurelii Augustini, 31: PL 32, 63-66.

[214] Benedicto XVI, Homilía en la Santa Misa crismal (20 de marzo de 2008):


“L’Osservatore Romano”, edición en lengua española, n. 13, 28 de marzo de 2008, 6.

[215] Cfr. Institutio Generalis Liturgiae Horarum, 3-4; Catecismo de la Iglesia Católica,


2598 – 2606.

[216] Benedicto XVI, Ángelus (18 de diciembre de 2005): “L’Osservatore Romano”, edición


en lengua española, n. 51, 23 de diciembre de 2005, 1.

[217] Ibid.

[218] Catecismo de la Iglesia Católica, 144.

[219] Ibid., 2599; Cfr. Lc 2, 19.51.

[220] Pontificale Romanum, De ordinatione Episcopi, Presbyterorum et Diaconorum, II,


151, l.c., 87-88.

[221]Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 18; Sínodo de los Obispos,
Documento acerca del sacerdocio ministerial Ultimis temporibus (30 de noviembre de 1971),
II, I, 3: l.c., 913-915; Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 46-
47; Audiencia general (2 de junio de 1993), 3.

[222]«Numquam enim minus solus sum, quam cum solus esse videor»: Epist. 33 (Maur. 49),
1: CSEL 82, 229.

[223] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 14; Juan Pablo II, Exhort. ap.
postsinodal Pastores dabo vobis, 23.

[224] Cfr. C.I.C., can. 279 § 1.


[225] Pablo VI, Carta enc. Sacerdotalis caelibatus, 93.

[226] Cfr. Ibid., 15; Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 27.

[227] Cfr. Juan Pablo II, Carta enc. Veritatis splendor (6 agosto 1993), 31; 32; 106: AAS 85
(1993), 1158-1159; 1159-1160; 1216.

[228] Cfr. C.I.C., can. 274 § 2.

[229] Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 15.

[230] Ibid.

[231] Cfr. C.I.C., can. 273.

[232] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 23.

[233] Cfr. ibid., 27; C.I.C., can. 381 § 1.

[234] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Christus Dominus, 2; Const. dogm. Lumen gentium,
22; C.I.C., can. 333 § 1.

[235] Cfr. Acerca de la Professio fidei, C.I.C, can. 833 y Congregación para la Doctrina de


la Fe, Fórmula que se debe usar para la profesión de fe y el juramento de fidelidad a la hora
de asumir un cargo que se ejerce en nombre de la Iglesia con Nota doctrinal ilustrativa de
la fórmula conclusiva de la  Professio fidei (29 de junio de 1998): AAS 90 (1998), 542-551.

[236] Cfr. Benedicto XVI, Homilía en la Santa Misa crismal (5 de abril de 2012):


“L'Osservatore Romano”, 6 de abril de 2012, 7.

[237] Ibid.

[238] Cfr. Juan Pablo II, Const. ap. Sacrae disciplinae leges (25 de enero de 1983): AAS 75
(1983), Pars II, XIII; Discurso a los participantes en el Symposium internationale «Ius in vita
et in missione Ecclesiae» (23 de abril de 1993): “L'Osservatore Romano”, 25 de abril de
1993, 4.

[239] Cfr. Juan Pablo II, Const. ap. Sacrae disciplinae leges (25 de enero de 1983): l.c., Pars
II, XIII.

[240] Cfr. C.I.C., can. 392 y 619.

[241] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, 7.

[242] Ibid., 10.

[243] C.I.C., can. 838.


[244] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, 22.

[245] Cfr. C.I.C., can. 846 § 1.

[246]Cfr. S. Congregación para el Clero, Carta circular Omnes Christifideles (25 de enero de


1973), 9: EV 5, 1207-1208.

[247] Juan Pablo II, Carta al Card. Vicario de Roma (8 de septiembre de 1982).

[248]Cfr. Pablo VI, Alocuciones al clero (17 de febrero de 1969; 17 de febrero de 1972; 10


de febrero de 1978): AAS 61 (1969), 190; 64 (1972), 223; 70 (1978), 191; Juan Pablo
II, Carta a los Sacerdotes con ocasión del Jueves Santo 1979  (8 de abril de 1979), 7: l.c.,
403-405; Alocuciones al clero (9 de noviembre de 1978; 19 de abril de 1979):
“L’Osservatore Romano”, edición en lengua española, 19 de noviembre de 1978, 2 y 11;
“L’Osservatore Romano”, edición en lengua española, 29 de abril de 1979, 12.

[249] Benedicto XVI, Discurso a los participantes en el Congreso Teológico organizado por


la Congregación para el Clero (12 de marzo de 2010): l.c., 5.

[250] Cfr. Consejo Pontificio para los Textos Legislativos, Chiarimenti circa il valore


vincolante dell’art. 66 del Direttorio per il ministero e la vita dei presbiteri (22 de octubre de
1994): “Communicationes” 27 (1995), 192-194.

[251] C.I.C., can. 284.

[252] Cfr. Ibid., can. 24 § 2.

[253]Cfr. Pablo VI, Motu Proprio Ecclesiae Sanctae, I, 25 § 2: AAS 58 (1966), 770; S.


Congregación para los Obispos, Carta circular a todos los representantes pontificios Per
venire incontro (27 de enero de 1976): EV 5, 1162-1163; S. Congregación para la Educación
Católica, Carta circular The document (6 de enero de 1980): “L’Osservatore Romano” supl.,
12 de abril de 1980.

[254] Cfr. Pablo VI, Audiencia general (17 de septiembre de 1969): “L’Osservatore


Romano”, edición en lengua española, n. 38, 21 de septiembre de 1969, 3; Alocución al
clero (1 de marzo de 1973): “L’Osservatore Romano”, edición en lengua española, n. 11, 18
de marzo de 1973, 3.

[255] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, 5; Catecismo de la Iglesia
Católica, 1-2, 142.

[256] Cfr. ibid., 150-152, 185-187.

[257] Cfr. Juan Pablo II, Audiencia general (21 de abril de 1993), 6: “L’Osservatore


Romano”, edición en lengua española, n. 17, 23 de abril de 1993, 3.

[258] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, 25.

[259] Benedicto XVI, Ángelus (6 de noviembre de 2005): “L’Osservatore Romano”, edición


en lengua española, n. 45, 11 de noviembre de 2005, 6.

[260] Cfr. C.I.C., can. 757; 762 y 776.

[261] Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 4.

[262] Ibid., Cfr. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 26: l.c., 697-


700.

[263] Benedicto XVI, Exhort. ap. postsinodal Verbum Domini (30 de septiembre de 2010),


80: AAS 102 (2010), 751-752.

[264] Cfr. Juan Pablo II, Audiencia general (12 de mayo de 1993): “L’Osservatore Romano”,


edición en lengua española, n. 20, 14 de mayo de 1993, 3.

[265] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, 10; Juan Pablo II, Audiencia
general (12 de mayo de 1993).

[266] Benedicto XVI, Exhort. ap. postsinodal Sacramentum caritatis, 46.

[267] Cfr. Santo Tomás de Aquino, Summa theologiae, I, q. 43, a. 5.

[268] Benedicto XVI, Exhort. ap. postsinodal Verbum Domini (30 de septiembre de 2010),


82: l.c., 753-754.

[269] Cfr. C.I.C., can. 769.

[270] Benedicto XVI, Exhort. ap. postsinodal Verbum Domini, 59.

[271] Cfr. Juan Pablo II, Exhort. ap. Catechesi tradendae (16 de octubre de 1979),


18: AAS 71 (1979), 1291-1292.

[272] Cfr. C.I.C., can. 768.

[273] Cfr. C.I.C., can. 528 § 1 y 776.

[274] Benedicto XVI, Homilía en la Santa Misa crismal (5 de abril de 2012): l.c., 7.

[275] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 9.

[276] Cfr. ibid., 6.

[277] Cfr. C.I.C., can. 779.

[278] Cfr. Juan Pablo II, Const. ap. Fidei Depositum (11 de octubre de 1992): AAS 86


(1992), 113-118.

[279] Benedicto XVI, Carta ap. en forma de motu proprio Porta fidei (11 de octubre de


2011), 11: AAS 103 (2011), 730.

[280] Ibid.

[281] Cfr. Juan Pablo II, Audiencia general (12 de mayo de 1993), 3.

[282] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 5; Benedicto XVI, Exhort. ap.
postsinodal Sacramentum caritatis (22 de febrero de 2007), 78; 84-88.

[283] Ibid.

[284] «Sacerdos habet duos actus: unum principalem, supra corpus Christi verum; et alium
secundarium, supra corpus Christi mysticum. Secundus autem actus dependet a primo, sed
non convertitur» (Santo Tomás, Summa theologiae, Suppl., q. 36, a. 2, ad 1).

[285] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 5; 13; S. Justino, Apología I,


67: PG 6, 429-432; S. Agustín, In Iohannis Evangelium Tractatus, 26, 13-15: CCL 36, 266-
268; Benedicto XVI, Exhort. ap. post-sinodal Sacramentum caritatis, 80; Congregación para
el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, Instrucción Redemptionis
Sacramentum sobre algunas cosas que se deben observar y evitar acerca de la Santísima
Eucaristía (25 de marzo de 2004), 110: AAS 96 (2004), 581.

[286] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 11; Cfr. también,
Decr. Presbyterorum Ordinis, 18.

[287] Cfr. C.I.C., can. 904.

[288] Benedicto XVI, Exhort. ap. postsinodal Sacramentum caritatis, 80.

[289] Cfr. ibid., 64: l.c., 152-154.

[290] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, 128; Juan Pablo II, Carta
enc. Ecclesia de Eucharistia (17 de abril de 2003), 49-50: l.c., 465-467; Benedicto XVI,
Exhort. ap. postsinodal Sacramentum caritatis, 80.

[291] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, 122-124; Congregación


para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, Instrucción Redemptionis
Sacramentum (25 de marzo de 2004), 121-128: l.c., 583-585.

[292] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, 122-124; Congregación


para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, Instrucción Redemptionis
Sacramentum, 121-128.

[293] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, 112, 114, 116; Juan Pablo
II, Carta enc. Ecclesia de Eucharistia (17 de abril de 2003), 49: l.c., 465-466; Benedicto
XVI, Exhort. ap. postsinodal Sacramentum caritatis (22 de febrero de 2007), 42: l.c., 138-
139.
[294] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, 120.

[295] Cfr. ibid., 30; Benedicto XVI, Exhort. ap. postsinodal Sacramentum caritatis (22 de


febrero de 2007), 55: l.c., 147-148.

[296] Juan Pablo II, Carta enc. Ecclesia de Eucharistia, 52. Cfr. Congregación para el Culto
Divino y la Disciplina de los Sacramentos, Instrucción Redemptionis Sacramentum (25 de
marzo de 2004): l.c., 549-601.

[297] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, 22; C.I.C., can. 846 § 1;
Benedicto XVI, Exhort. ap. postsinodal Sacramentum caritatis (22 de febrero de 2007), 40.

[298] Benedicto XVI, Exhort. ap. postsinodal Sacramentum caritatis, 38.

[299] Cfr. C.I.C., can. 929; Institutio Generalis Missalis Romani (2002), 81; 298; S.


Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos,
Instrucción Liturgicae instaurationes (5 de septiembre de 1970), 8: AAS 62 (1970), 701;
Instrucción Redemptionis Sacramentum, 121-128.

[300] Juan Pablo II, Audiencia general (9 de junio de 1993), 6: “L’Osservatore Romano”,


edición en lengua española, n. 24, 11 de junio de 1993, 3; Cfr. Exhort. ap.
postsinodal Pastores dabo vobis, 48; Catecismo de la Iglesia Católica, 1418; Juan Pablo II,
Carta enc. Ecclesia de Eucharistia, 25; Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de
los Sacramentos, Instrucción Redemptionis Sacramentum, 134; Benedicto XVI, Exhort. ap.
postsinodal Sacramentum caritatis, 67-68.

[301] Juan Pablo II, Audiencia general (2 de junio de 1993), 5; Cfr. Conc. Ecum. Vat. II,
Const. Sacrosanctum Concilium, 99-100.

[302] Catecismo de la Iglesia Católica, 1366.

[303] Ibid., 1414; Cfr. C.I.C., can. 901.

[304] Cfr. C.I.C., can. 945 § 2.

[305] Pablo VI, Motu Proprio Firma in Traditione (13 de junio de 1974): AAS 66 (1974),


308.

[306] Congregación para el Clero, Decreto Mos iugiter (22 de febrero de 1991), art.


7: AAS 83 (1991), 446.

[307] Pablo VI, Motu Proprio Firma in Traditione (13 de junio de 1974): l.c., 308.

[308] Congregación para el Clero, Decreto Mos iugiter (22 de febrero de 1991): l.c., 443-


446.

[309] Cfr. C.I.C., can. 945-958.


[310] Ibid., can. 1385.

[311] Cfr. ibid., can. 948-949; 199, 5°.

[312] Cfr. C.I.C., can. 952.

[313] Ibid., can. 955, 4.

[314] Cfr. ibid., can. 958 § 1.

[315] Cfr. ibid., can. 953.

[316] Congregación para el Clero, Decreto Mos iugiter (22 de febrero de 1991), art. 5 §


1: l.c., 443-446.

[317] Ibid., art. 2 § 1-2, 443-446.

[318] Cfr. ibid., art. 2 § 3, 443-446.

[319] Cfr. C.I.C., can. 951.

[320] Ibid., can. 534 § 1.

[321] Cfr. Conc. Ecum. Trident., sess. VI, De Iustificatione, c. 14; sess. XIV, De Poenitentia,
c. 1, 2, 5-7, can. 10; sess. XXIII, De Ordine, c. 1; Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum
Ordinis, 2, 5; C.I.C., can. 965.

[322] Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, 1443-1445.

[323] Cfr. C.I.C., can. 966 § 1; 978 § 1 y 981; Juan Pablo II, Discurso a la Penitenciaría


Apostólica (27 de marzo de 1993): “L’Osservatore Romano”, edición en lengua española, n.
15, 9 de abril de 1993, 12.

[324] Cfr. Juan Pablo II, Carta ap. en forma de motu proprio Misericordia Dei (7 de abril de
2002), 1-2: l.c., 455.

[325] Cfr. C.I.C., can. 986.

[326] «Los Ordinarios del lugar, así como los párrocos y los rectores de iglesias y santuarios,
deben verificar periódicamente que se den de hecho las máximas facilidades posibles para la
confesión de los fieles. En particular, se recomienda la presencia visible de los confesores en
los lugares de culto durante los horarios previstos, la adecuación de estos horarios a la
situación real de los penitentes y la especial disponibilidad para confesar antes de las Misas y
también, para atender a las necesidades de los fieles, durante la celebración de la Santa Misa,
si hay otros sacerdotes disponibles»: Juan Pablo II, Carta ap. Misericordia Dei, 2.

[327] Cfr.Congregación para el Clero, Carta circular a los Rectores de los Santuarios (15 de


agosto de 2011): “L’Osservatore Romano”, 12 de agosto de 2011, 7.
[328] Benedicto XVI, Discurso a los participantes en el Curso promovido por la
Penitenciaría Apostólica (25 de de marzo de de 2011): “L’Osservatore Romano”, 26 de de
marzo de de 2011, 7.

[329] Cfr. C.I.C., can. 960; Juan Pablo II, Litt. enc. Redemptor hominis, 20: AAS 64 (1979),
257-324; Carta ap. Misericordia Dei (7 de abril de 2002), 3: l.c., 456.

[330] Juan Pablo II, Carta ap. Misericordia Dei (7 de abril de 2002), 1: l.c., 455.

[331] La confesión y la absolución colectiva se reserva sólo para casos extraordinarios


contemplados en las disposiciones vigentes y con las condiciones requeridas: Cfr. C.I.C.,
can. 961-963; Pablo VI, Alocución (20 de marzo de 1978): AAS  70 (1978), 328-332; Juan
Pablo II, Alocución (30 de enero de 1981): AAS 73 (1981), 201-204; Exhort. ap.
postsinodal Reconciliatio et paenitentia (2 de diciembre de 1984), 33: AAS 77 (1985), 270;
Carta ap. Misericordia Dei, 4-5.

[332] C.I.C., can. 964 § 2. Además, el ministro del sacramento, por causa justa y excluído el
caso de necesidad, puede legítimamente decidir, aunque el penitente no lo pida, que la
confesión sacramental se reciba en un confesionario provisto de rejilla fija (Cfr. Consejo
Pontificio para los textos Legislativos, Responsio ad propositum dubium: de loco excipiendi
sacramentales confessiones: AAS 90 [1998], 711).

[333] Cfr. C.I.C., can. 978 § 1 y 981.

[334] Ibid., can. 964; Cfr. Juan Pablo II, Carta ap. Misericordia Dei (7 de abril de 2002),
9: l.c., 459.

[335] Benedicto XVI, Carta para la convocación del Año sacerdotal con ocasión del 150º
aniversario del “Dies natalis” de Juan María Vianney, 16 de junio de 2009: l.c., 7.

[336] Cfr. C.I.C., can. 276 § 2, 5°; Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 18.

[337] Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Reconciliatio et paenitentia, 31; Exhort. ap.
postsinodal Pastores dabo vobis, 26.

[338] Cfr. Benedicto XVI, Mensaje al Card. James Francis Stafford, Penitenciario Mayor, y


a los participantes en la XX edición del Curso de la Penitenciaría Apostólica  sobre le Fuero
interno (12 de marzo de 2009): “L’Osservatore Romano”, edición en lengua española, 20 de
marzo de 2009, 9; Congregación para el Clero, El sacerdote ministro de la Misericordia
Divina. Vademécum para Confesores y Directores espirituales (9 de marzo de 2011), 64-
134: l.c., 28-53.

[339] Cfr. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Reconciliatio et paenitentia, 32.

[340] Congregación para el Clero, El sacerdote ministro de la Misericordia Divina.


Vademécum para Confesores y Directores espirituales (9 de marzo de 2011), 98: l.c., 39;
Cfr. ibid. 110-111: l.c., 42-43.
[341] Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, 85.

[342] Ibid., 84.

[343] Benedicto XVI, Exhort. ap. postsinodal Verbum Domini, 62; Cfr. Institutio Generalis


Liturgiae Horarum, 29; C.I.C., can. 276 § 3 y 1174 § 1.

[344] Catecismo de la Iglesia Católica, 1176, citando Conc. Ecum. Vat. II,


Const. Sacrosanctum Concilium, 90.

[345] Benedicto XVI, Encuentro con los sacerdotes de la Diócesis de Albano, Castel


Gandolfo (31 de agosto de 2006): “L’Osservatore Romano”, edición en lengua española, n.
36, 8 de septiembre de 2006, 7.

[346] Juan Pablo II, Carta ap. Spiritus et Sponsa, 13: AAS 96 (2004), 425.

[347] Cfr. Benedicto XVI, Exhort. ap. postsinodal Verbum Domini, 66.

[348] Institutio Generalis Liturgiae Horarum, 213.

[349] Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, 2634 – 2636.

[350] Juan Pablo II, Discurso a los participantes en el Simposio Internacional con ocasión


del XXX aniversario de la promulgación del Decreto conciliar Presbyterorum Ordinis, 27 de
octubre de 1995, n. 5.

[351] Cfr. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 22-23; Cfr. Carta
ap. Mulieris dignitatem (15 agosto 1988), 26: AAS 80 (1988), 1715-1716.

[352] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 6; C.I.C., can. 529 § 1.

[353] S. Juan Crisóstomo, De sacerdotio, III, 6: PG 48, 643-644: «El nacimiento espiritual
de las almas es privilegio de los sacerdotes: ellos las hacen nacer a la vida de la gracia por
medio del Bautismo; por medio de ellos nos revestimos de Cristo, somos sepultados con el
Hijo de Dios y llegamos a ser miembros de aquella santa Cabeza (cfr. Rom 6, 1; Gál 3, 27).
Por lo tanto, nosotros debemos respetar a los sacerdotes más que a príncipes y reyes, y
venerarlos más que a nuestros padres. Estos últimos nos han engendrado por medio de la
sangre y de la voluntad de la carne (cfr. Jn 1, 13); los sacerdotes en cambio, nos hacen nacer
como hijos de Dios, pues son los instrumentos de nuestra bienaventurada regeneración, de
nuestra libertad y de nuestra adopción en el orden de la gracia».

[354] Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 29; Cfr. Conc. Ecum. Vat.
II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 16; PaBlo VI, Carta enc. Sacerdotalis caelibatus (24 de
junio de 1967), 14: l.c., 662; C.I.C., can. 277 § 1.

[355] Benedicto XVI, Vigilia con ocasión de la Clausura del Año sacerdotal (10 de junio de


2010): l.c., 10.
[356] Cfr. Juan Pablo II, Carta enc. Veritatis splendor, 22.

[357] Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 29.

[358] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Optatam totius, 10; C.I.C., can. 247, § 1; S.
Congregación para la Educación Católica, Ratio Fundamentalis Institutionis Sacerdotalis,
48; Orientaciones educativas para la formación al celibato sacerdotal (11 de abril de 1974),
16: EV 5 (1974-1976), 200-201.

[359] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 16; Juan Pablo II, Carta a los
Sacerdotes para el Jueves Santo de 1979 (8 de abril de 1979), 8: l.c., 405-409; Exhort. ap.
postsinodal Pastores dabo vobis, 29; C.I.C., can. 277 § 1.

[360] Pablo VI, Carta enc. Sacerdotalis caelibatus (24 de junio de 1967), 55: l.c., 678-679.

[361] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 16; Paolo VI, Carta
enc. Sacerdotalis caelibatus, 14.

[362] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 16; C.I.C., can. 1036 y 1037.

[363] Cfr. Pontificale Romanum, De ordinatione Episcopi, Presbyterorum et


Diaconorum, III, 228, l.c., 134; Juan Pablo II, Carta a los Sacerdotes para el Jueves Santo
de 1979 (8 de abril de 1979), 9: l.c., 409-411.

[364] Cfr. Sínodo de los Obispos, Documento acerca del sacerdocio ministerial Ultimis


temporibus (30 de noviembre de 1971), II, I, 4: l.c., 916-917.

[365] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 16.

[366] Cfr. ibid.

[367] Juan Pablo II, Carta a los Sacerdotes para el Jueves Santo (8 de abril de 1979), 8.

[368] Cfr. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 29.

[369] Para la interpretación de estos textos, Cfr. Conc. de Elvira, (a. 300-305) can. 27; 33:
Bruns Herm. Canones Apostolorum et Conciliorum saec. IV-VII, II, 5-6; Conc. De
Neocesarea (a. 314), can. 1: Pont.Commissio ad redigendum C.I.C Orientalis, IX, 1/2, 74-82;
Conc. Ecum. Niceno I (a. 325), can. 3: Conc. Oecum. Decr., 6; Sínodo Romano (a.
386): Concilia Africae a. 345-325, CCL 149, (in Conc. de Telepte), 58-63; Conc. de Cartago
(a. 390): ibid., 13; 133 ss.; Conc. Trullano (a. 691), can. 3, 6, 12, 13, 26, 30, 48: Pont.
Commissio ad redigendum C.I.C. Orientalis, IX, I/1, 125-186; Siricio, decretal Directa (a.
386): PL 13, 1131-1147; Inocencio I, carta Dominus inter (a. 405): Bruns, Cit. 274-277. S.
León Mano, Carta a Rusticus (a. 456): PL 54, 1191; Eusebio de Cesarea, Demonstratio
Evangelica, 1, 9: PG 22, 82 (78-83); Epifanio de Salamina, Panarion, PG 41, 868,
1024; Expositio Fidei, PG 42, 822-826.

[370] Cfr. S. Congregación para la Educación católica, Orientaciones educativas para la


formación al celibato sacerdotal (11 de abril de 1974), 16: l.c., 200-201.

[371] Benedicto XVI, Vigilia con ocasión de la Clausura del Año sacerdotal (10 de junio de


2010): l.c., 10.

[372] Benedicto XVI, Discurso a los participantes en la plenaria de la Congregación para


el Clero (16 de marzo de 2009): l.c., 9.

[373] Cfr. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 29; 50; Congregación
para la educación Católica, Instrucción In continuità acerca de los criterios de discernimiento
vocacional en relación con las personas de tendencias homosexuales antes de su admisión al
Seminario y a las Órdenes sagradas (4 de noviembre de 2005): AAS 97 (2005), 1007-
1013; Orientaciones educativas para la formación al celibato sacerdotal (11 de abril de
1974): EV 5 (1974-1976), 188-256.

[374] Cfr. S. Juan Crisóstomo, De Sacerdotio VI 2: PG 48, 679: «El alma del sacerdote debe
ser más pura que los rayos del sol, para que el Espíritu Santo no lo abandone y para que
pueda decir: Ya no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí (Gál 2, 20). Si los
anacoretas del desierto, alejados de la ciudad y de los encuentros públicos y de todo ruido
propio de esos lugares, gozando plenamente del puerto y de la bonanza, no se confían en la
seguridad propia de la vida, sino que agregan multitud de otros cuidados, creciendo en
virtudes y cuidando de hacer y decir las cosas con diligencia, para poder presentarse en la
presencia de Dios con confianza e intacta pureza, en todo lo que resulta a las facultades
humanas; ¿qué fuerza y violencia te parece que serán necesarias al sacerdote, para sustraer su
alma de toda mancha y conservar intacta la belleza espiritual? Él ciertamente necesita una
mayor pureza que los monjes. Y, sin embargo, justamente él, que necesita más, está expuesto
a mayores ocasiones inevitables, en las cuales puede resultar contaminado si, con asidua
sobriedad y vigilancia, no hace que su alma sea inaccesible a esas insidias».

[375] Cfr. C.I.C., can. 277 § 2.

[376] Cfr. ibid., can. 277 § 3.

[377] Cfr. Juan Pablo II, Litterae apostolicae Motu Proprio datae Sacramentorum sanctitatis
tutela quibus Normae de gravioribus delictis Congregationi pro Doctrina Fidei reservatis
promulgantur (30 de abril de 2001): AAS 93 (2001), 737-739 (modificadas por Benedicto
XVI el 21 de mayo de 2010: AAS 102 [2010] 419-430).

[378] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 16.

[379] Cfr. Pablo VI, Carta enc. Sacerdotalis caelibatus, 79-81; Juan Pablo II, Exhort. ap.
postsinodal Pastores dabo vobis, 29.

[380] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 17; 20-21.

[381] Cfr. Benedicto XVI, Discurso a la Curia Romana (22 de diciembre de 2006): AAS, 98


(2006).

[382] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 17; Juan Pablo II, Audiencia
general (21 de julio de 1993), 3: “L’Osservatore Romano”, edición en lengua española, n.
30, 23 de julio de 1993, 3.

[383] Cfr. C.I.C., can. 286 y 1392.

[384] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 17.

[385] Cfr. ibid.; C.I.C., can. 282; 222 § 2 y 529 § 1.

[386] Cfr. C.I.C., can. 282 § 1.

[387] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 17.

[388] Cfr. ibid., 17.

[389] Cfr. Juan Pablo II, Audiencia general (30 de junio de 1993): “L’Osservatore Romano”,


edición en lengua española, n. 27, 2 de julio de 1993, 3.

[390] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 18.

[391] Juan Pablo II, Carta enc. Ecclesia de Eucharistia (17 de abril de 2003): l.c., 53; 57.

[392] Benedicto XVI, Audiencia general (12 de agosto de 2009): “L’Osservatore Romano”,


edición en lengua española, n. 33, 14 de agosto de 2009, 12.

[393] Benedicto XVI, Discurso a los participantes en el Congreso Teológico organizado por


la Congregación para el Clero (12 de marzo de 2010), l.c., 5.

[394] Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 16.

[395] Cfr. ibid., 70.

[396] Cfr. ibid.

[397] Cfr. ibid., 79.

[398] Cfr. C.I.C., can. 279.

[399] Cfr. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 76.

[400] Cfr. Congregación para la Doctrina de la Fe, Inst. Donum veritatis  acerca de la


vocación eclesial del teólogo (24 de mayo de 1990), 21-41: AAS 82 (1990), 1559-1569;
Comisión Teológica Internacional, Theses Rationes magisterii cum theologia acerca de la
relación mutua entre magisterio eclesiástico y teología (6 de junio de 1976), tesis n. 8:
“Gregorianum” 57 (1976), 549-556.

[401] Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 43; Cfr. Conc. Ecum. Vat.
II, Decr. Optatam totius, 11.
[402] Benedicto XVI, Videomensaje a los participantes en el retiro sacerdotal
internacional (27 de septiembre - 3 de octubre de 2009): “L’Osservatore Romano”, edición
en lengua española, n. 40, 2 de octubre de 2009, 3.

[403] Benedicto XVI, Carta a los seminaristas (18 de octubre de 2010), 6: l.c., 4.

[404] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 3.

[405] Ibid., 14.

[406] Cfr. Congregación para la Educación católica, Orientaciones para el uso de las


competencias de la psicología en la admisión y la formación de los candidatos al
sacerdocio (29 de junio de 2008), 5: “L’Osservatore Romano”, edición en lengua española,
n. 46, 14 de noviembre de 2008, 16-18.

[407] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 19; Decr. Optatam totius,
22; C.I.C., can. 279 § 2; S. Congregación para la Educación Católica, Ratio Fundamentalis
Institutionis Sacerdotalis (19 de marzo de 1985), 101.

[408] C.I.C., can. 279 § 3; Congregación para la Educación Católica, Decretos de Reforma


de los estudios eclesiásticos de Filosofía (28 de enero de 2011), 8 ss.: AAS 103 (2011), 148
ss.

[409] Cfr. Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus (1 de mayo de 1991), 57: AAS 83
(1991), 862-863.

[410] Cfr. Consejo Pontificio para la Familia, Documento Cristo continua o “Vademecum”


para los confesores sobre algunos temas de moral conyugal (12 de febrero de 1997):
“L’Osservatore Romano”, edición en lengua española, n. 10, 7 de marzo de 1997, 7-11.

[411] Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 79.

[412] Cfr. S. Congregación para la Educación Católica, Ratio fundamentalis institutionis


sacerdotalis (19 de marzo de 1985), 76 ss.

[413] Cfr. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 79.

[414] Cfr. ibid.

[415] Cfr. ibid.

[416] Cfr. ibid.; Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Optatam totius, 22; Decr. Presbyterorum


Ordinis, 19.

[417] Cfr. Pablo VI, Carta ap. Ecclesiae Sanctae (6 agosto 1966), I, 7: AAS 58 (1966), 761;
S. Congregación para el Clero, Carta circular a los Presidentes de las Conferencias
episcopales Inter ea (4 de noviembre de 1969), 16: l.c., 130-131; S. Congregación para la
educación católica, Ratio Fundamentalis Institutionis Sacerdotalis (19 de marzo de 1985),
63; 101; C.I.C., can. 1032 § 2.

[418] Cfr. Congregación para la Educación Católica, Ratio Fundamentalis Institutionis


Sacerdotalis, 63.

[419] Benedicto XVI, Vigilia con ocasión de la Clausura del Año sacerdotal (10 de junio de


2010): l.c., 8.

[420] C.I.C., can. 276 § 2, 4°; Cfr. can. 533 § 2 y 550 § 3.

[421] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 8.

[422] Cfr. S. Congregación para la Educación Católica, Ratio Fundamentalis Institutionis


Sacerdotalis, (19 de marzo de 1985), 101.

[423] Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 79.

[424] Cfr. ibid., 70.

[425] Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 8.

[426] Cfr. ibid.

[427] C.I.C., can. 278 § 2.

[428] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 8; C.I.C., can. 278, § 2; Juan
Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 81.

[429] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Christus Dominus, 16; Juan Pablo II, Exhort. ap.
postsinodal Pastores gregis, 47.

[430] Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 79.

[431] Cfr. ibid.

[432] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Optatam totius, 22; S. Congrega-ción para la
Educación Católica, Ratio Fundamentalis Institutionis Sacerdotalis (19 de marzo de 1985),
101.

[433] Benedicto XVI, Homilía de inauguración del Año Sacerdotal con la celebración de las


segundas Vísperas (19 de junio de 2009), “L’Osservatore Romano”, edición en lengua
española, n. 26, 26 de junio de 2009, 5.

[434] Cfr. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 79.

[435] Cfr. ibid.

[436] Cfr. C.I.C., can. 970 y 972.


[437] Cfr. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 77.

[438] Ibid.

[439] Ibid.

[440] Ibid.

[441] Ibid., 41.

[442] Ibid., 77.

[443] Cfr. ibid., 74.

[444] Ibid.

[445] Cfr. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 82.

[446] Cfr. ibid., 23.

[447] Ibid., 82.

[448] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 65.

[449] Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 82.

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