María Eugenia López

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C DE CHORREO

Los pies y las uñas de Jesús con sus dedos perfectitos. Esas
uñas coloreadas. Pasa un dedo por el muro discontinuo
de Tijuana. No es el muro de Tijuana. Pasa de acá para
allá una uña para la pedicuría. Cristo, mi señor, qué son
esas polleras. En la arena, al correr contra la reja, se te
enredan las sandalias. El pie fecundo está rascándose a
capela en el borde de la playa. A capela cruzan los albatros
la frontera. Hay aves que se cagan de ambos lados. Unos
tacos te vendrían bien, señor. Siendo el hijo menor, el bebé
de papá, te vendrían bien unas carteras. La gula también
es hambre y viajar en la cajuela, Jesús, eso es apostasía.
Tres helicópteros como péndulos, Cristito, te señalaron
el rosario entre los pliegues. El mar muerto de cada día.
El coche parecía un estadio de béisbol. ¿Has pescado tus
propios peces? Qué tristeza te daría. No cambiás el nombre
y el estado de las cosas. Querías entrar por el arco en cebra
pero metiste las uñitas por entre las rejas. Al comienzo te
tragó el agua y al salir devolviste los coyuyos al océano.
Lo primero que pasaste para ese lado del cuerpo fue la
baba. Un disparo impreciso de saliva. Lo más peligroso
que te ocurrió, hijito, fue que a la patrulla la chocaran. La
amenaza, sangre de mi sangre, de la doble penetración con
la lengua.

D DE DESENCADENAR

Vuelan las sirenas hasta tu casa Antonia. Aquí hay algo


que arde. El olor de los duraznos te trae Antonia hasta mi
boca. El cristal estalla donde había grietas que no veía.
Algo arde en la alameda. Algo vuela hasta mi boca. Es la
muerte de un padre que está vivo lo que me une. ¿Cuánto
tiempo puedo estar mirando un vidrio? Tengo poca agua
ya en el cuerpo. Es el hambre que me une. Es el fuego
y los duraznos. Ya no hay padre. Algo estalla y nadie lo
ha pateado. El durazno vuela en mil duraznos. Ya no te
reconozco Antonia. Hay una brecha que desarma el templo
por donde aparecen llamas. Tu cuerpo reingresa en mi
cuerpo desde afuera. Traés el perfume de las frutas. Hay
una catarsis de la carne. Una desintegración final cuando
oigo en algún lado “soy tu madre”.
M DE MÚSCULO

El cordón de la vereda pintado de amarillo la pata trasera


de la vaca sobre la plazoletita la sombra de la vaca y de
la columna roja la otra pata y una rueda de bicicleta en
movimiento algo espinoso dentro de una bolsa del acuario
la sandalia flores secas que se vuelan con el viento y se
dispersan por el polvo quizás una mano que ha quedado
en una posición extraña unas huellas y a la puerta de la
carnicería un perro vago mirando entre ansioso y espantado
hacia adentro. Y moscas. El poeta es lo regurgitado del
poema.

(Carlinga, Club Hem, 2016)


Mary Ann Nichols

No quiere abandonar su puesto. Dejar a sus amigas en la noche. Una la peina otra la viste. Con una
de ellas habla siempre susurrando. No quiere dejar su puesto abandonar no quiere. Si no vuelve
en la mañana quién besará a su amiga.

La niebla se va a abrir en un sendero hacia mis brazos. No toques el suelo, ni los charcos, ni las
plantas. No mires el cielo. Vení.

Soy un sujeto dividido. Un conjunto de partes de algo grande. La mano se mueve como un río. Es
más una caricia que rompientes. Pero igual carcome. Igual empuja. Vení.

La saliva cambia de sabor con el orgasmo y se apropia las esencias de las pieles. Sus cuerpos
vaporizan lo volátil. Son de la familia de labiadas, umbilíferas, rutáceas.

Mi río arrastra lento por debajo y con rapidez arriba. Mi mano carga miles de pedazos que se
mueven hacia el mismo lado. Que rompen las mismas cosas. Vení.

Detrás de las esquinas, en los baños, debajo de las mesas. Todas las lenguas se entienden en la
cama. Todos los labios unen.

Hay una laceración leve en la lengua. No marcas de manos en el cuello. Hay leves huellas de
lenguas en el cuello, heridas en las manos. Hay definitivamente algo en la lengua.

No hay marcas en el cuerpo, en el pecho o en la ropa. No hay manchas no hay huellas en el


cuerpo. La sangre sólo va por dentro y cuando sale es limpia.

(Arena, Malisia, 2018)


Veinticuatro satélites alrededor de la Tierra. Se oye un sónar bajo el agua. La caja azul del barco
previene la fuga, evita el rechazo. Un muñeco disfrazado de época desciende seis kilómetros para
las psicofonías. Constante y firme, como una aguja desciende, como quien no tiene oídos. Los que
no han sido expulsados son pescadores de perlas. Las voces preguntan “¿a qué huele tu pelo?”.

Las naranjas desparramadas por la arena. Las olitas las acercan, las alejan. Ella juega a tirarle panes
al mar, las naranjas siempre vuelven. Las algas verdes y los panes. Las olitas blancas.

Mi primer recuerdo de infancia es un agujero normal y una rama que se mueve. Lejos de eso pasa
el tren. Las chispas, separadas de la rama, de la casa, a gran distancia los destellos de los rieles.

Hay ciertas bestias que se alimentan de brotes. Lejos los bichos de los andenes.

El agujero fue tapado por las hojas. Pero otros fueron abiertos por las lenguas de los animales.

El agua vino y se fue. Quedó lo pegajoso. Y había que quemar azúcar en la cena para no olerlo. Las
ballenas perdían su forma y se deshacían en órganos. La sangre cubría el pensamiento. Yo había
ido para olvidarte pero un perfume de mujer mientras miraba las fotos te trajo. Lleva muchos años
lograr hacer música sin dolor.

(Para una historia de los alimentos, Zindo & Gafuri, 2019)

https://www.youtube.com/watch?v=PmOeUh13oKA

María Eugenia López (La Plata, 1977). Publicó Bonkei (La Plata, 2004; Sâo Paulo, 2014), Sybille
Schmitz (plaquette, Santiago de Chile, 2007), Arena (México, 2009), Jirones de París (Barcelona,
2014), Carlinga (La Plata, 2016), Arena (Malisia, 2018) Para una historia de los alimentos (Zindo &
Gafuri, 2018)) y en más de quince antologías de Argentina, Chile, Perú, México, USA..., revistas y
sitios web. Algunos poemas suyos fueron traducidos al portugués, francés, inglés y catalán.
Participó en numerosos festivales internacionales. Ha dictado talleres de literatura en la Unidad
Penitenciaria Nro. 18 de La Plata.

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