Resumen Imágenes Del Hombre
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Introducción, cap. 1.
Desde el mundo antiguo estética ligada a la metafísica. Relación entre belleza y ser. En el Hippias
Mayor hay una clara diferencia entre; ¿qué son las cosas bellas? Y ¿Qué es la belleza? Se trata la
belleza en sí, su estatuto ontológico. En la modernidad se desliga la estética de la metafísica. La
relación moderna del hombre con su propia imagen es difusa. Las imágenes estéticamente
producidas por el hombre sobre sí mismo tienen un carácter antropológico. Desde la permanencia del
ser hacia la de la naturaleza humana. Cambio de paradigma en la filosofia, se debe adaptar a nuevos
espacios, lo fragmentado, revaloración de lo múltiple, lo diverso, multiculturalidad, se abandona
entonces la pretensión de sistematicidad. La modernidad nos encara con el movimiento, con la
dinámica de nuestra imagen, la estética debe entonces enfrentar el problema de la producción de
imágenes del hombre sobre sí mismo, pues se entiende que estas imágenes hablan de nuestro
autoconcepto o autopercepción.
Capítulo 2.
Rastreo histórico del concepto de la belleza. Al comienzo aparece ligada a la perfección. Definición
subjetiva; lo que provoca placer por la vista y el odio (sentidos privilegiados) y la definición
objetiva, ofrecida por Platón, quien pretende ir más allá de lo sensible y elevarse hasta lo bello en sí.
El filósofo debe partir de lo sensible, de los cuerpos bellos, y elevarse hasta la cosa en sí, hasta la
misma belleza. La belleza no es tanto un placer estético sino que tiene un valor epistémico, pues
aparece ligada a la verdad y al bien. Estos tres valores son las marcas distintitas de la divinidad, tema
que será retomado por la escolástica. Belleza intelectual (verdad), visual (belleza) y moral (bien).
Aristóteles defiende una concepción objetiva de la belleza, al igual que platón, pero en una versión
sustancialista (inmanente) y no esencialista (trascendente). Reclama también la autonomía de lo bello
respecto de la verdad y el bien. Diferencia claramente entre ética y estética. La relación que establece
es entre la verdad y la belleza, conocer produce placer e hincapié en la mimesis. La obra de arte
presenta acciones inmorales, catarsis.
Ilustración. Francis Hutcheson, defenderá un sentido interior de la belleza y un acuerdo universal
para establecer lo que es bello. Con Baumgarten nace la estética como disciplina, y pasa a definir su
objeto de estudio cómo múltiple; lo sensible, la belleza y los valores estéticos. Con Hume se pasa a
una definición meramente subjetiva de la bello como aquello que provoca placer o satisfacción, y
será reafirmado por Kant (lugar intermedio entre el entendimiento y la sensibilidad). En Hegel se
sitúa la belleza en la historia, hasta qué punto los estudiosos perciben belleza en el arte, se pierde la
relación ingenua con la obra.
En el arte contemporáneo las obras están sumamente codificadas y solo un experto en la materia es
capaz de acceder al significado original de la obra, pues éste se enmarca además de en una tradición
(historia) en una simbología relacionada a ella.
Capítulo 3. El universo del arte.
I. La dimensión estética y el arte.
El privilegio de la institución artística como ámbito de la experiencia estética. Denuncia la relación
de identidad que parece establecerse en nuestra tradición cultural entre la dimensión estética y el arte.
La estética se encarga exclusivamente del arte (filosofia del arte). ¿Se pueden subsumir dentro del
término “arte” las manifestaciones estéticas de culturas distintas a las nuestras?
Concepción del artista como genio creador, aquel que subordina la mano al intelecto e imita su idea
(contenido mental) en un material sensible. Infunde en el mármol una forma bella que está en la
mente del artista. En la cultura esquimal tiene mayor importancia el proceso, lo ritual, que el objeto
artístico acabado. “Originalmente la talla o la poesía son entendidas por los esquimales como
procesos de configuración de un mundo sin formas, a través del cual los propios seres humanos (los
únicos que pueden llevar las formas ocultas a la luz) quedan transformados a su vez” pág. 63. Cabe
una lectura antropológica de este análisis de Carpenter.
Según Aristóteles lo que caracteriza la techne es la fusión de pensamiento y producción. No toda
producción cae dentro de la techne sino solo aquella en la que se manifiesta lo universal, dimensión
consustancial al pensamiento. El arte nace en la Grecia clásica como vía de humanización y hay en él
cierta pretensión de cosmopolitismo, se busca la tipicidad de la figura humana, su dimensión general,
y no la individualidad diferenciadora.
“La imagen no pertenece al orden de la aparición, es un parecer, una simple apariencia. Fruto de una
imitación, no posee ninguna otra realidad que esa similitud con lo que no es. Su semblanza es un
falso-semblante” pág. 66.
Tanto en Roma como a lo largo de la Edad Media, por “arte” se entiende básicamente la posesión de
una destreza o habilidad, indistintamente de carácter mental o manual. La distinción entre artes
liberales (del pensar; poesía) y mecánicas (manuales; artesanía, pintura o escultura) introduce una
dimensión valorativa.
En el Renacimiento se forja el concepto moderno de arte, y empieza a ser concebida como una
actividad creativa y espiritual. Relacionado con la producción y contemplación de la belleza.
Dos amplios periodos según el predominio de dos conceptos distintos de arte; desde la época clásica
hasta el s.XVI se concibe como “producción de acuerdo con reglas” y desde el s.XVI en adelante se
entiende como “producción de belleza”. Es constante relacionarlo con la producción, pero no de
cualquier cosa, lo que José Jiménez sugiere es lo que característico del arte en la historia occidental
es la producción de imágenes. Problema; diferencia entre las imágenes artísticas y las míticas o
religiosas. Introduce entonces el tercer aspecto, el carácter ficticio, apariencial, así termina por
establecer el arte como la producción de imágenes en un espacio de ficción.
“Estos tres rasgos nos permiten una consideración abierta, tanto hacia el pasado como hacia el
futuro, del devenir histórico y cultural del arte, al que en un sentido general podríamos caracterizar
como una producción de imágenes en un espacio de ficción” pág.68.
Conclusión; “El arte no reproduce lo visible sino que hace lo visible” pág. 68. Y lo hace extrayendo
del depósito sensible que todo ser humano posee las líneas de un estado de plenitud, el cual no es una
mera reproducción sino una prolongación desde lo existente hacia sus posibilidades. La situación del
arte en nuestro presente, la confusión de sus límites y lo incierto de su destino, está relacionado con
la incertidumbre cultural que atraviesa al hombre contemporáneo, pues ello se traduce en la
indefinición y confusión de sus imágenes de plenitud. Vinculación estrecha entre lo artístico y lo
antropológico.
1
Traducible como “arte encontrado”; hace referencia al tipo de obras de arte que utilizan como componentes objetos
cotidianos tradicionalmente no considerados artísticos.
Las obras de arte circulan a través de estos niveles buscando una doble valorización; material o
monetaria en su vertiente mercantil, y espiritual en su vertiente ideológica. Las obras de arte
demandan a la sociedad en la que están inmersas su conservación y almacenamiento en museos o
galerías según una estructura jerárquica, propiciando así la consolidación gradual de “obra maestra”
y “genio”. Conceptos que además están interrelacionados, pues una obra maestra consistía, sobre
todo, en la producción de un artista genial. Ahora bien, elevar a un artista a la condición de “genio”
depende de los criterios valorativos y de los límites que se establecen para la producción artística, y
ambos vienen dados por la situación histórica y cultural, por lo que están en continua mutación.
En los albores del mundo moderno se entiende la obra de arte como un producto artesanal que
alcanza un alto valor de mercado por su capacidad para servir como soporte material de la belleza
espiritual. Su contemplación exigía; quietud, pasividad y devoción, lo que se veía reforzado por un
contexto cultural homogéneo y cerrado. A partir del segundo tercio del s.XIX esa estabilidad y
homogeneidad cultural resultan profundamente cuestionadas. Las revoluciones europeas de 1848
abren una estela de movilidad social y cultural que se prolonga hasta el presente, y se pierden
aquellos rasgos que parecían atestiguar la intemporalidad de las obras de arte.
Al calor de estas revoluciones socio-culturales comienza la crisis de la “obra de arte” tradicional, y la
primera corriente que lo constata es el Modernismo. A partir de entonces la técnica comienza a
ocupar un espacio creciente en la producción artística e industrial, lo que supuso un desplazamiento
de los componentes artesanales en ambos niveles. Walter Benjamin fue el primero en advertir de las
profundas modificaciones que supondría para el arte la penetración de la técnica.
En un tiempo histórico en el que los movimientos de masas ocupan el primer plano, se pasó de una
actitud tradicional de recogimiento ante la obra para sumergirse en ella, a ser tomada como un simple
objeto de distracción o entretenimiento. La corrosión de la pretendida solemnidad del arte
impregnará de hecho toda la experiencia de las vanguardias del s.XX, y servirá también como
soporte para la crítica del supuesto carácter ideal o espiritual de las obras.
En el primer tercio de nuestro siglo el universo del arte había dejado ya de ser ese orden homogéneo
y cerrado. La presencia y el protagonismo de las masas, la crisis de las ideologías espiritualistas, las
nuevas características de la producción artística propiciadas por el empleo de la técnica, y los nuevos
medios de comunicación, estaban poniendo las bases para el estallido de la noción tradicional de
obra de arte.
Esta crisis del arte, que se desarrolló paralelamente a lo que Husserl denominó las crisis de las
ciencias europeas, es sobre todo la crisis del objeto artístico. La operación artística se concebía desde
el Renacimiento cómo ese trayecto desde la cosa hasta la representación de un objeto no meramente
físico. La civilización tecnológica rompió precisamente con este ciclo evolutivo de la cosa al objeto.
Ya no existe ese trayecto, pues el objeto mismo está roto, disociado o desintegrado. Se dibujaría
entonces un nuevo horizonte estético en el que resultaría central la dimensión de proyecto, y su
despliegue en el urbanismo, el diseño, la tecnología industrial y los medios de masas.
La tesis que, en este punto, defiende José Jiménez es que esta crisis del concepto de “obra de arte”
que se vive en la Modernidad no se identifica con la muerte del arte (como algunos autores han
querido defender), sino que debe ser entendida como un desplazamiento de los ejes por los que
discurre en nuestro mundo la experiencia artística, y a lo sumo, la muerte de la “obra de arte” pero no
del arte mismo.
Con la Modernidad asistimos a la transmutación de la categoría de obra; de entidad finita a entidad
proyectual que no tiene fin. De su carácter espacial y estático al orden espacio-temporal y dinámico.
De exigir al espectador un recogimiento pasivo y devoto a demandar un tanteo exploratorio y activo.
De su clausura y coseidad a un proceso esencialmente inacabado.
En definitiva, con la emergencia de las nuevas técnicas y tecnologías se pasa de una cultura estático-
artesanal a otra dinámico-tecnológica, lo que provoca la muerte del concepto de “obra de arte” como
soporte sensible de la inmovilidad de la idea (de resonancia platónica), para introducir una nueva
concepción proyectual y dinámica. La obra ha dejado de ser el eje de gravedad de la experiencia
artística, para convertirse en un elemento desencadenante de un proceso estético dinámico.
“Si podemos definir la obra artística tradicional como la elaboración de un espacio autónomo en el
que la producción ficticia de imágenes se objetiva, (…) hoy esa producción ficticia de imágenes que
conlleva toda propuesta artística se despliega como un proceso espacio-temporal que ya no busca la
analogía entre la obra y un supuesto modelo ideal, suprasensible, sino una prolongación exploratoria
desde el mundo sensible a un mundo posible” pág. 88.
La crisis de la obra de arte trastocó también los dos restantes componentes del universo tradicional
del arte; la crítica y el artista. Las obras se entienden ahora como productos inacabados y por lo tanto
la dimensión creativa deja de corresponder al artista de un modo absoluto. Se produce un giro
copernicano análogo al de Kant (aunque el autor no lo pone en estos términos creo que la analogía es
ilustrativa), pues el espectador pasa de ser un mero sujeto pasivo a ser co-creador de la obra, en tanto
que la completa o desarrolla. Estamos ante la aparición histórica y cultural de nuevos sujetos
estéticos, y algunos síntomas de esta situación son; los recitales de poesía en las calles, los
happenings teatrales o musicales, el papel del cuerpo humano en el body art o el de la naturaleza en
el land art, etc.
Por último, se dedica a analizar como esta revolución ha afectado a la crítica.
Desde su nacimiento con Diderot, a la crítica artística le había correspondido en exclusiva la
dimensión conceptual y axiológica, pues se entendía que era una dimensión inaccesible a un artista
genial que produce sus obras en la onda irracional del entusiasmo y la inspiración. Este panorama
entra en crisis cuando comienza a ponerse en cuestión la idea del artista como genio, y sobre todo
cuando con el desarrollo de las vanguardias los propios artistas plantean directamente los supuestos
conceptuales y axiológicos de su actividad. Los propios artistas comienzan a fijar las líneas de su
proyecto y la crítica se ve desplazada, lo que ha provocado algunos intentos de reajuste y
redefinición de la función crítica.
Uno de los primeros intentos es establecer a la crítica como interpretación creativa de las obras,
poniendo en paralelo sus cualidades estéticas con las de la obra misma. El problema de esta
concepción es que acabó derivando en meras elucubraciones pseudo-teóricas preocupadas sobre todo
por el estilo, y terminó por abandonarse haciendo una llamada a situarse en las obras mismas y
dejarse hablar por su transparencia (sin mediación).
Este mismo replanteamiento se ha rescatado gracias a la posibilidad de fundamentación rigurosa de
la crítica que han supuesto las nuevas perspectivas metodológicas en las ciencias humanas, como la
lingüística, el psicoanálisis, la semiótica o la sociología.
Este pluralismo metodológico en la crítica del arte resulta para José Jiménez muy valioso, pese a que
muchos hayan criticado la falta de unidad teórica en la crítica del arte, pues según dice es la mejor
forma de abordar la diversidad de niveles y problemáticas en las propuestas artísticas, que vienen a
reflejar lo heterogéneo y diverso de nuestra cultura.
A causa de esta discrepancia en lo que refiere al espacio y la metodología de la crítica artística,
buena parte de ella se ha vuelto autorreflexiva, es decir, el objeto de la crítica ya no es tan solo la
obra de arte sino en primer lugar la propia actividad crítica (la crítica antes de ser artística es “crítica
de la crítica”).
Más tarde lo que va hacer es relacionar lo que se ha entendido como la muerte del arte con razones
antropológicas o sociológicas. Lo problemático del presente, la fragmentación social, la diversidad
cultural, la pérdida de todo fundamento unitario de nuestra civilización, se termina por reflejar en el
arte como la confusión de la imagen o como laberinto, precisamente porque el arte habla de nosotros,
de nuestras inquietudes. En un tiempo histórico en el que el arte se ve amenazado por su posible
disolución, y en el que la experiencia artística transmite la inquietud de un devenir sin referencias, ni
metas demasiado definidas, la construcción de imágenes humanas de plenitud parece desdibujarse
como una falsa promesa.
El triunfo de los fascismos, las aventuras coloniales, los campos de concentración y las bombas
atómicas, son un mosaico de imágenes que se oponen frontalmente a la plenitud estética que
pretende cultivar el arte. De manera que en reacción a este contexto no cabe seguir produciendo esos
gozosos espacios de ficción. En un mundo distópico o fragmentado se produce un arte del mismo
tipo (lo que va en la línea de; Adorno “después de Auschwitz escribir un poema es una barbarie” o
Ignatius Farray “hago comedia de mierda para una sociedad de mierda”), pues el arte, y esto también
es muy adorniano, representa sensiblemente la ideología (en un sentido no peyorativo) de su tiempo.
Sin embargo, no se trata tanto de impugnar de modo absoluto la dinámica del arte como de llamar la
atención sobre el debilitamiento de su cobertura en el contexto actual.
Adorno y Horkheimer, fueron los primeros en analizar la forma alienada de la realización del arte en
la sociedad tecnológica como efecto de la industria cultural y los medios de comunicación de masas.
La principal crítica que vierten contra la sociedad de consumo, o la cultura de masas, es el cómo
subordina lo estético a lo económico. Esto es, ciertas decisiones sobre los aspectos de los productos
que deberían ser estéticas son, en realidad, económicas (ej.: las canciones actuales duran 3min y no
10 como sucedía antes porque el sistema de pago de Spotify beneficia eso, paga por reproducción y
por lo tanto al artista es más rentable publicar 3 canciones de 3min que una de 9min). Lo que
produce una estandarización de los productos, que tiende a disolver la valiosa diferencia en una masa
homogénea.
Los productos están sometidos a la lógica del mercado, lo que constriñe la libertad creadora del
artista, además de poner en peligro la densidad temporal de la obra. El arte se convierte cada vez más
en dato o noticia de actualidad, y se experimenta como pura inmediatez, provocando, en definitiva, la
disolución del arte en los medios de comunicación.
A partir de aquí lo que va a hacer José Jiménez es criticar la solución que propone Adorno a esta
situación; restaurar las formas tradicionales del arte, pues las propias características estructurales de
nuestra sociedad contemporánea lo hacen inviable, no permiten el regreso. Propone entonces dos
posibles alternativas:
1. Confiar en que el futuro no sea tan malo como se profetiza, en tanto que, los medios de masas, de
la misma manera que tienden a homogeneizar y destemporalizar las experiencias artísticas, permiten
también una expansión de tales experiencias hasta ahora desconocidas. De hecho, si el estallido del
arte tuviera como única dirección la homogeneización alienada de la sensibilidad, ¿cómo se explica
la inexistencia de todo criterio de unidad del gusto? Parece que sucede lo inverso, la fragmentación
crecientemente generalizada de la sensibilidad del hombre contemporáneo. En los canales de
unificación del gusto, como la moda o la música popular, se cultiva también, como efecto de la
contracultura, una tendencia hacía el estímulo que constituye la diferencia.
En conclusión, nada induce a pensar que el futuro sea tan pesimista como sugiere Adorno; la cultura
de masas no supone necesariamente un proceso de dirección única hacia la agudización de la
situación alienada y escindida del ser humano.
2. La otra posible vía de salida a la situación actual es la que situaría en la fragmentación de la
sensibilidad estética contemporánea, además de en el estallido del arte y la cultura tradicionales, las
condiciones de posibilidad de un despliegue crecientemente no escindido de la dimensión estética. Es
decir, una nueva emergencia del universo artístico que supere su antiguo carácter escindido y elitista.
Lo que supone conectar de nuevo con algunos de los presupuestos del proyecto vanguardista,
reformulados, eso sí, para adecuarse a la diferente situación histórica y cultural del momento.