Separata - Las Causas y Los Trascendentales Del Ente

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Referencia: De Torre, J. (1990) Introducción a la Filosofía.

Madrid: Palabra

Las causas del ente


Causa material y causa formal: su relevancia teológica.
En el caso de la silla, la madera es la causa material; y la causa formal
es el diseño. Podemos advertir que el diseño se halla tanto en la mente del
carpintero (es decir, fuera de la silla) como dentro de la silla (la forma se
hallaba potencialmente en la materia). Podemos, así, distinguir la forma
intrínseca al efecto, y la forma extrínseca al efecto. La segunda se llama
también causa ejemplar, porque es el modelo o diseño que se halla en la
mente del fabricante.

¿Y qué es la “causa material”?. Aquí, existen dos niveles; el substancial


y el accidental: En el segundo, la materia es una substancia que existe en
acto, y la forma es un accidente. Y a nivel substancial, es decir, en el caso
de substancias que se transforman en otras, la materia es materia prima
como pura potencialidad, y la forma es una forma substancial o formal.

Este punto de la causalidad material es importante, sobre todo en


teología, para explicar las operaciones sobrenaturales en el hombre.
Cuando un hombre realiza una operación sobrenatural, como, por ejemplo,
un acto de virtud o de caridad sobrenaturales, puede hacerlo, siendo una
operación sobrenatural, no porque ésta provenga del hombre, sino porque
Dios le ha dado la gracia para realizarla.

En este caso, la causa material de esta operación es el hombre, pero la


causa formal es la gracia: este acto de virtud es materialmente humano,
pero formalmente sobrenatural.

La causa formal es la forma, acto o perfección, por la cual una cosa


es o viene a ser: o bien determina la materia, o es en sí misma una
determinación. Lo que hace que algo sea en acto, en el orden substancial:
lo que hace que una substancia sea actual se llama forma substancial. Y
lo que hace que algo esté en acto en el orden accidental es llamado forma
accidental. Materia y forma se relacionan como la potencia y el acto.

Por ello, la materia está subordinada al acto o forma, tanto en la


realidad, como en nuestro entendimiento: para que una cosa sea, su
materia ha de ser actualizada por la forma; pero también en nuestro
entendimiento conocemos las cosas solamente en la medida en que están
determinadas, y este último proviene de la forma. La forma es, así,
superior a la materia, más noble y perfecta que la materia. La materia está
en función de la forma.

El tipo mas elevado de forma creada es la pura forma de los ángeles,


pues la única potencia que tienen es de orden substancial (no accidental),
es la dirigida hacia el acto de ser. Por otra parte, las substancias materiales

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como el hombre, tiene en el orden substancial no sólo la potencia dirigida
hacia la forma.

En otros términos, el ángel es más actual que el hombre; aunque no sea


aquél un acto puro en lo que concierne al esse, ya que ha recibido el acto
de ser. Solamente es puro acto como esencia, ya que no está limitado por
materia alguna, pero es una esencia que ha recibido el acto de ser, de tal
modo que en la relación con éste último, es aún una potencia.

La causa eficiente: creación y causalidad.

Según nuestra manera de conocer, la cause eficiente es la que primero


denominamos causa: es a ella a la que nos referimos habitualmente al
hablar de causas. ¿Qué es la causa eficiente o agente? Lo que hace que
algo sea, lo que hace real alguna cosa.

La cuestión de la causalidad eficiente ha sido un problema delicado a lo


largo de la historia de la teología y la filosofía. Si “producir un efecto”
significa “dar ser”, el problema de la diferenciación entre la causalidad de
Dios y la causalidad de las criaturas se plantea de inmediato.

Las criaturas, sin duda, causan el que otras cosas sean,


verdaderamente producen entes. No obstante, han existido doctrinas que
con el fin de resaltar la causalidad divina, han pretendido que las criaturas
no causan realmente.

Como mucho, son “instrumentos” de Dios: no causan nada por sí


mismas. Pero, si negamos la causalidad de las criaturas para exaltar o
resaltar lo divino, lo que hacemos de hecho es disminuir el poder de Dios,
pues demuestra más poder el ser capaz de compartir su potencia
activa con sus criaturas que el no compartirlas con ellas.

Este problema ha sido ampliamente aclarado por la doctrina de la


creación, que distingue ésta última de la causalidad de las criaturas. La
creación es la producción total de ser: el efecto, de la causa absolutamente
primera y total de esse.

Por otra parte, la causalidad de las criaturas no es creativa, pues


solamente transforma cosas en otras cosas: produce el devenir (fieri) de las
cosas, no el esse de las cosas. Cuando producimos o causamos,
transformamos; pero Dios crea. Esta es la razón por la cual las cosas
creadas se denominan causas segundas.

Son ciertamente causas reales, no meramente instrumentales: del


mismo modo que Dios hace participar de sus ser a las criaturas, también las
hace participar de su actividad, su causalidad.

Exactamente del mismo modo en que el ser de las criaturas es


participado, limitado, imperfecto, pero siendo siempre un ser real, la
causalidad de las criaturas es también participada, limitada e imperfecta,
pero es una causalidad rea y verdadera.

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En toda causa segunda real, Dios actúa como Causa Primera
moviéndola, y este divino movimiento es precisamente el fundamento de la
causalidad de las criaturas. Si negamos la causalidad de las criaturas,
negamos su libertad y por tanto su responsabilidad.

Por este motivo es muy importante mostrar la realidad metafísica de la


causalidad de las criaturas. Causamos realmente, con toda imperfección
que se quiera, pero causamos; y por ello somos responsables de nuestras
acciones. Es lo que dijimos antes: que en nuestra experiencia interna nos
vemos a nosotros mismos causando efectos habiendo realizado elecciones
libres.

Esto es, sin lugar a dudas, causalidad real. Ciertamente, cuando


producimos un efecto, el ser del efecto no es exactamente producido
exactamente por nosotros: lo que producimos es la transformación, pero el
ser ya está allí de algún modo.

Cuando el carpintero hace una mesa, ¿acaso produce el ser de la


mesa? No exactamente, porque la cosa estaba ya allí: allí estaban los
materiales. Lo que él hace es ordenar los materiales de tal manera que
constituyan una nueva forma: es una transformación; hace que la mesa
devenga y no que sea. Pero, con todas estas limitaciones, la causalidad
creada es causalidad real.

Dijimos que el modus operandi sigue al modus essendi: Esto significa


que hay causas necesarias que actúan de forma necesaria; causas
contingentes que actúan de forma contingente; y causas libres que
actúan de manera libre. El último caso es el de los agentes espirituales
(hombres, ángeles, Dios). El hecho de que exista siempre una causa para
cada efecto no es contradictorio con nuestra libertad de causar o no
causar, como se estudia en la metafísica del hombre.

La causa instrumental.

La división de la causa eficiente es principal e instrumental es


extremadamente importante en teología, por ejemplo en la cuestión de la
inspiración de los escritores bíblicos; en la de los sacramentos (cómo
causan la gracia); en la actuación del sacerdote como causa, principalmente
en la Eucaristía. Esta división en principal e instrumental difiere de la
división en causa primera y segunda: la causa primera es Dios; todas las
demás son causas segundas.

La causa instrumental es aquella que no actúa solamente en virtud de


su forma sino en virtud del hecho de que es movida por el agente
principal. Por ello, el efecto de la causa instrumental se corresponde con la

forma del agente principal. Por ejemplo, la pluma, al escribir, no actúa


solamente en virtud de su propia forma: la forma de la pluma no habría sido
capaz por sí misma de alcanzar tal efecto.

Sin embargo, el instrumento puede ser una persona libre o un


instrumento material. ¿En qué difieren éstos? La persona libre es libre e

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inteligente, mientras que el instrumento material tiene un poder muy
limitado, limitado a su forma. Dios puede también usar a los hombres como
los instrumentos, pero entonces tiene en cuenta su propio poder, su
inteligencia y libertad.

Hay instrumentos que están unidos al agente (por ejemplo: la propia


mano), e instrumentos que están separados (por ejemplo la pluma). Así,
los sacramentos son efecto de Dios, pero los sacramentos mismos son
causa de gracia. La gracia es el efecto de los sacramentos. La humanidad
de Cristo es el instrumento unido al agente, que es en este caso la Persona
Divina.

La principal causa eficiente es la Persona divina: la causa instrumental


unida es la humanidad de Cristo; la causa instrumental separada es el
sacramento; el efecto es la gracia (que es también la causa formal de la
santificación), y la causa material es el hombre mismo (la doctrina de los
sacramentos es hondamente metafísica).

El instrumento tiene una acción instrumental que realiza, no por su


propio poder, sino por el poder del agente principal que fluye
transitoriamente en el instrumento, es decir, durante el tiempo en el que
el agente principal lo está usando.

Pero también tiene una acción propia, acorde con su propia forma, por la
cual este instrumento es solamente válido para ciertas acciones. Por
ejemplo, la pluma sólo puede ser usada para escribir, y cuando Dios actúa a
través de los hombres usándolos como instrumentos, respeta su (libre)
naturaleza y personalidad.

Finalmente, la acción instrumental no se realiza si no es a través de la


acción propia del instrumento: la pluma puede escribir bellos poemas, pero
sólo si es usada con su propio poder. Esto también significa que, si Dios
usa a los hombres como instrumentos, El actúa así teniendo en cuenta las
capacidades propias de éstos.

También pudiera ocurrir, sin embargo, que Dios usara instrumentos que
son inadecuados o desproporcionados: en tal caso, usa una gracia
extraordinaria. Pero en cualquier caso, es claro que un mínimo de poder
propio siempre es preciso: un animal no puede ser santificado por Dios,
porque es absolutamente incapaz para serlo; pero un hombre puede serlo,
por muy imperfecto que éste sea. Algo del poder propio del instrumento ha
de ser usado para que éste alcance un efecto de la causa eficiente
principal.

La causa final: causa de todas las causas

La causa final motiva a la causa eficiente para actuar. La causa eficiente


es la única que propiamente actúa, y lo hace determinando la causa
material por la causa formal. Las causas material y formal no actúan: se
causan recíprocamente. Es la causa eficiente la que actúa, y lo hace, ya
extrayendo la forma de la materia, determinando la materia con ello, ya,
dando una forma a la materia, determinando la materia en ello, ya dando

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una forma a la materia, determinando con ello también la materia: la causa
formal determina siempre a la causa material.

La causalidad material es ejecutada sobre la formal recibiendo a ésta


última, y la causalidad formal se ejerce sobre la causa material
determinando a ésta. Pero esta causalidad recíproca sólo tiene lugar
cuando la causa eficiente actúa sobre ambos. Y la causa eficiente actúa en
función de la causa final. Esta es, así, la causa de todas las causas. Es
llamada “final” o última en el sentido de que es la última que es alcanzada.
Pero, por otro lado, es la primera, porque pone en movimiento todo el
proceso de la causalidad: es primera en la intención y última en la
ejecución.

Nada ocurre, nada cambia ni se mueve en la naturaleza sin un fin, sin


una dirección. Este fin puede ser él mismo intermedio, en el sentido de que
no es de modo absoluto el fin último, pero siempre hay una finalidad en todo
lo que se mueve en la naturaleza: todo actúa conforme a su naturaleza, una
naturaleza que es determinada por un fin, como lo es por ejemplo la
conservación de la especie.

Esto es obvio en el caso de los entes inteligentes, que siempre actúan


movidos por un propósito. Este “actuar por un propósito” es precisamente la
marca de la inteligencia. Los entes que no son inteligentes también actúan
por un propósito, pero no son conscientes de él.

Todas las cosas apuntan hacia un fin en la naturaleza. Esto nos conduce
a pensar en el último de todos los fines, como hemos de ver en el capítulo
siguiente. El hecho de que todas las cosas tiendan a un fin es lo que nos
proporciona la impresión de que el universo está en orden. “Orden” es la
disposición de las cosas con relación a un fin”. “Universo ordenado” se
dice en griego cosmos, y su opuesto es el caos.

Importancia del principio de causalidad.


Podemos formular el principio de causalidad como sigue: si hay
movimiento existe un motor, algo de debe mover a éste último.
También podemos decir que “todo efecto implica una causa”, pero para
evitar que esta fórmula sea tautológica (que sea una afirmación en la que el
sujeto y el predicado son idénticos), es mejor decir: lo que llega a ser
movido, llega a ser o es movido por otro. Nos centramos en esta última
formulación en el “llegar a ser” o el “ser”.

La formulación más profunda de este principio, debida a Santo Tomás,


afirma que todo lo que existe por participación es causado por lo que
existe por esencia. Dice Santo Tomás que Dios es el “ser subsistente
mismo”: Ipsum Esse Subsistens.

El esse nunca es subsistente en nosotros: es lo que nos hace


subsistentes, pero no subsiste por sí mismo, porque existe participado en
una esencia. Sólo el esse de Dios no tiene esencia alguna que lo participe,
y así Esta subsiste por sí misma. Nuestra subsistencia es limitada; nuestro
ente es participado; nuestra causalidad es participada; todo en nosotros en

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participado. Pero cualquier cosa que exista por participación debe ser
causada por lo existente por esencia: Dios es el Creador de todas las
cosas.

La filosofía moderna ha puesto a menudo en tela de juicio la validez del


principio de causalidad, amenazando así con volar el puente racional que
nos permite probar la existencia de Dios. Esto lo hizo por ejemplo; David
Hume, un filósofo de s. XVIII, que puso todo su empeño en demostrar que
el principio de causalidad no es universalmente válido. Esto hubiera hecho
de la “creencia” en Dios algo subjetivo, que, por lo tanto, no debía tener
ningún tipo de manifestación externa o social: la sociedad habría de ser
neutral en materia religiosa.

¿Pero cómo puede alguien negar la evidencia de que “todo lo que llega
a ser, debe llegar a ser por otro”? ¿Cómo pudo Hume arreglárselas para
“refutar” esto? Simplemente diciendo que alcanzamos la idea de causa a
través de los sentidos, viendo cómo ciertos fenómenos siguen
comúnmente a otros. Si aplico la llama al papel, el papel arde. El fenómeno
de encender el fuego es seguido por el fenómeno de prender fuego al
papel. Esto es lo que observamos a través de nuestros sentidos. El
fenómeno X es habitualmente seguido por el fenómeno Y.

Entonces saltamos de afirmar que “Y sigue a X”, a decir que “Y es


causado por X”; transformamos un post hoc en un propter hoc. Pero este
salto, según él, es “ilegítimo” ¿Por qué lo hacemos? Porque tenemos esta
costumbre y la hemos convertido en un principio “universal”.

Lo incorrecto del punto de vista de Hume es que permanece solamente


en el nivel de los sentidos. Por ello dice que no podemos “dar el salto” del
“después de” al “porqué”. Pero nos damos cuenta de la falacia de este
argumento cuando mostramos que “la sucesión de los fenómenos” no es lo
mismo que la causalidad.

La inteligencia percibe la diferencia con mucha claridad (no así los


sentidos). Por ejemplo, ¿quiere acaso decir el hecho de que la noche siga al
día que aquélla es “causada por éste”? Obviamente no: tenemos aquí un
caso de sucesión que no implica causalidad alguna. La inteligencia percibe
la diferencia entre sucesión y producción, no así los sentidos, que sólo ven
“fenómenos”, es decir, apariencias.

Propiedades trascendentales del ente

a. Clasificación predicamental de las esencias y visión trascendental del


ente.

Como hemos explicado anteriormente “trascendental” es lo referente al


esse o al ens como sujetos de esse. Por otra parte “predicamental” es el

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nivel de la esencia: en él distinguimos entre materia y forma (materia y
forma constituyen la esencia). A este nivel, clasificamos los entes en diez
categorías o predicamentos, que son especificaciones de la esencia.

¿Podríamos también clasificar los entes a nivel trascendental? No,


porque, este nivel trasciende toda clasificación: ens se predica
primariamente de la substancia, pero también de los accidentes; por lo tanto
no puede clasificarse en ninguna categoría, pues no es exclusivo de
ninguna de ellas.

No obstante, hay algo que hace la inteligencia en este caso. En


concreto, percibe que en todo ens, no en tanto que esencia sino en tanto
que ens, hay ciertas propiedades que se siguen de él necesariamente
(“propiedad” es una predicamento que sigue de la esencia del sujeto, como
“social” se sigue de “hombre”).

b. Descubrimiento metafísico de los trascendentales.


Estas propiedades se denominan trascendentales porque pertenecen al
ens como ens como ens (sujeto del esse). ¿Cómo las descubrimos? Por
mera experiencia. Miramos a las cosas (en latín, res, de donde “realidad”),
y nos damos cuenta que todas ellas existen: son entes.

E inmediatamente reparamos en que todo ente excluye a los demás: es


sólo uno (unum). Después, por hacer afirmaciones sobre ellos que son
conformes con ellos, no lo son, los llamamos verdaderos (verum). Y por
percibirlos como objetos de tendencias o deseos de perfección los
llamamos buenos (bonum).

Estas propiedades (uno, verdadero; bueno) se hallan en toda cosa en


tanto que es un ente, en todo lo que es, no en la medida que es mesa o es
silla, es planta o es animal, sino en la medida que es. Y cuando vemos
estas tres propiedades juntas refulgiendo en un ente, lo llamamos bello
(pulchrum): esta propiedad se deriva de las otras tres. Veamos más de
cerca estas propiedades trascendentales, en cuanto desvelan la riqueza del
ens.

c. La unidad del ente.


La unidad del ente es la negación de la división que encontramos en
las cosas: toda realidad, en la medida en que conserva su ser, conserva su
unidad. La fidelidad al propio ser es la marca de la unidad, y requiere mayor
fuerza esta última que el proceso opuesto que conduce a la desintegración.
La unidad de la iglesia de Cristo es un ejemplo de esta fidelidad.

La máxima unidad o negación de la división pertenece al más simple de


los entes (sin ningún tipo de partes). Es ésta la unidad de simplicidad: la
unidad de Dios. Y en la medida en que los entes compuestos poseen su
ser, en cuanto sus partes se hallan unidas, su unidad es unidad de
composición.

Dentro de la unidad de composición hay varios grados: la unidad de


composición de una mesa es menor que la de un río, que es menor, a su

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vez, que la de una flor, siendo ésta última menor que la de un animal; la
unidad de un ejército es menor que la de una familia, es menor que la de un
hombre, y así sucesivamente.

La unidad, como el ente, tiene grados. Exactamente igual que el ente es


participado, teniendo grados de perfección, la unidad también lo es, porque
es precisamente una propiedad del ente en cuanto ente.

La máxima unidad en la de Dios; después tenemos la de las substancias


espirituales, seguida de la de las substancias no espirituales; y finalmente,
la de los agregados de substancias reunidas ya sea por la naturaleza, como
una nube o una montaña, o por obra humana, como una casa o una silla, o
una familia o un ejército.

d. La verdad del ente.

Cuando nuestras afirmaciones sobre la realidad concuerdan con ella, las


llamamos verdaderas; si no lo hacen, las llamamos falsas. La realidad es,
por ello, el punto de referencia de nuestras mentes. La “verdad” está en la
mente, porque cuando afirmamos o negamos, es nuestra mente quien lo
hace. Pero la verdad se halla en la mente como el efecto de la realidad; la
realidad causa la verdad en la mente.

En este sentido, podemos identificar ente y verdad: llamamos al “ente”


verdadero en cuanto se relaciona con la mente. Todo ente puede ser
conocido en la medida en que es en acto: mientras menos actual (o más
potencial) sea, menos cognoscible es. La verdad se fundamenta en el ente,
pero no al revés: es un error metafísico el reducir el ser de las cosas a sus
ser conocido.

Hay más en las cosas de lo que el hombre pueda “encontrar”, por así
decirlo. El antropocentrismo en la filosofía moderna tiende a efectuar la
mentada reducción.

Contra este antropocentrismo, la metafísica del esse afirma que el ente


es primario, y que la mente humana ha de ajustarse al ente, y no al revés:
la verdad se sigue de y depende del ente. Sólo la mente divina lo conoce
todo.

Ahora bien, si la verdad se fundamenta sobre el ente, y el ente es por


virtud del acto de ser, la verdad está más fundada sobre el esse que sobre
la esencia de las cosas. El esse o acto de ser es como la luz de las cosas
que ilumina al observador, la luz de la inteligibilidad.

Los entes no tienen esse por sí mismos, sino sólo por participación. Del
mismo modo, son verdaderos también en la medida en que participan del
principio de todas las perfecciones, que es el esse: mientras más esse
poseen, mayor es su verdad. Así, Dios es la verdad, totalmente repleto de
luz, y perfectamente conocido para sí mismo, y causa de todas las demás
verdades (por esta misma la mentira es intrínsecamente perversa).

La mente divina es la causa, la norma y la medida de todas las cosas:


las cosas son verdaderas, en último término, en cuanto se relacionan con la

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mente divina, y son ellas la causa de la verdad en la mente humana.
Cuando la mente humana se abre a la realidad, se abre a Dios; cuando se
vuelve hacia su interior y hace de ella misma su propio fin, Dios se hace
mínimamente inteligible.

e. La bondad del ente.


El “bien” puede ser descrito por su efecto, como lo hace Santo Tomás
siguiendo a Aristóteles: bien es aquello que todas las cosas desean. En
la medida en que las cosas tienden a su perfección, las llamamos buenas:
cuando cumplen su fin o propósito.

“Bien” no es lo mismo que “deseo”: es el objeto de deseo. “Bien” es el


fin hacia el cual un agente tiende por su operación: es el “ente”
considerado en su fin, como finalizado, completado, cumplido.

La bondad es la perfección del ente. Por ello, existen grados de


bondad, como hay grados de verdad, unidad y ser: existen lo “bueno”, lo
“mejor” y lo “óptimo”.

Por esta razón, la bondad se funda en el ente, surge de él y a él revierte,


pues hace al ente más ente. Tal es lo que quiere decir bonum est
diffusivum sui (el bien es autoexpansivo) aplicado a la bondad de Dios:
sobresale de su abundancia. La bondad tiende a la comunicación.

Si el esse es, por tanto, el fundamento de la bondad, sólo Dios es bueno


por esencia, mientras que las criaturas son buenas sólo por participación.
La bondad, que en Dios es absolutamente simple, en las criaturas es
multiplicada y dividida. Por ello, sostiene Santo Tomás que el universo
entero representa la bondad de Dios mejor que una única criatura.

f. El bien común: ley y justicia.


Es muy importante la distinción entre bien absoluto y bien del orden.
Dios es el esse mismo, y, por ello, es el absoluto bien y el fin último de
todas las cosas. Por otra parte, el bien creado necesita ser perfeccionado
por medio de la operación, que ha de estar ordenada al fin de este bien
creado (esto es particularmente importante en lo relativo a la moralidad de
los actos humanos, es decir, a su relación con el fin “último del hombre”).

Hay un orden universal en el cual todas las cosas están dirigidas hacia
su perfección y, por tanto, hacia Dios: este bien del universo es denominado
bien de orden.

Todos los entes creados, en la medida en que son en acto, participan de


este bien de orden del universo, en el sentido en que Dios es el fin de todas
las cosas y el punto de referencia del orden universal. Dios es llamado el
bien común, porque El es el bien de todas las cosas.

En concreto, Dios es el bien común de la sociedad humana, y, como


el bien común de la sociedad es el bien de cada hombre (es decir Dios), no
hay conflicto alguno sobre el bien individual y el común: sólo cuando el
individuo se escoge a sí mismo como su fin último, estalla el conflicto.

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Podemos distinguir aquí entre:

1) bien común trascendente al mundo, que es Dios, y


2) bien común inmanente al mundo, que es el fin de orden, y, en la
sociedad, el bien social que consiste en una organización social tal
que cada persona en ella se halle en condición de alcanzar a Dios,
su fin último.

La ley es la base del orden social: el propósito de la ley es dirigir a los


hombres hacia su bien común. Sin una ley prevalecería la tiranía. Por
ello, ha de ser favorecida una mentalidad jurídica como manifestación del
amor social: tal mentalidad es un sentido de la justicia.

La justicia es aquel estado legal por el cual las cosas están organizadas
en buen orden: todos los derechos, deberes están claramente reconocidos
y son facilitados. La ausencia de ley de lugar a tiranías, querellas y guerras.
Y no puede haber ley alguna si ésta no está fundada en la soberanía de
Dios. Estas son las bases de la ética social. Son metafísicas: se basan en
el análisis del ente y del bien.

g. El mal como ausencia de bien.

La palabra “malo” es tan común como la palabra “bueno”. Cuando los


niños aprenden el significado del bien y del mal, clasifican inmediatamente
todas las cosas buenas y malas. Pero, en cuanto empezamos a escrutar el
ente, vemos que el asunto no es tan claro como nos pareciera.

Hay algunas realidades que prácticamente todo el mundo considera


malas, como la enfermedad, el dolor, la angustia, la pesadumbre, la
muerte… ¿por qué las llamamos malas? Porque no son buenas. No
podríamos llamarlas malas sino supiéramos lo que es el bien. El mal es la
ausencia de bien: no puede ser definido sin el bien, porque el mal no es
una substancia (no puede existir por sí mismo).

Un ente es bueno en la medida en que es, como ya hemos dicho: el mal


es, precisamente, la ausencia de algo bueno en la substancia. Por ello, en
realidad, sólo puede ser un adjetivo, nunca un nombre.

Por otra parte “bueno” puede ser un nombre: el bien, o la bondad, que es
Dios, la plenitud del ser. Todo mal ha de ser siempre en el bien: es un
accidente. Es una especie de bien que no es todo lo bueno que debiera. No
importa lo mala que sea una cosa, siempre hay en ella bien.

Más vale ser con sufrimiento, que no ser en absoluto. Esto a veces lo
olvidan aquellos que tienen una visión pesimista del mundo. Pero es algo
obvio, si pensamos en lo que significa ser.

Por ello, el medio de contrarrestar el mal es el bien. Si combatimos el


mal con el mal, sólo hacemos que éste sea peor.

El medio para vencer el mal es el bien, hacer las cosas mejores, antes
que destruirlas. Todos los desórdenes sociales resultan de estos fallos en la
comprensión de la realidad.

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Esto nos conduce al mal real, que no es tanto lo que pudiera llamarse
mal físico, sino mal moral. Un mal físico es la ausencia de un bien físico.
Puede ser remediado, pero, estrictamente, no podemos llamar a este mal
necesariamente mal, porque puede que no conozcamos la razón última por
la que existe. Sabemos que es posible que, al final, se convierta en un bien.

Que alguien esté ciego, por ejemplo, es un mal físico, pero puede ser
moralmente muy bueno para esa persona. Los males físicos son relativos.

Estrictamente hablando, lo que es realmente malo, es el mal moral, es


decir, la ausencia de bien moral en la medida en que éste es
responsabilidad del hombre, pues en este caso conocemos ciertamente la
causa: la libertad del hombre, o, mejor dicho, el hombre con su libertad.
Este es el mal real: que el hombre desvíe de su fin último desobedeciendo
la ley que lo dirige hacia él.

Y esta violación de la ley moral se llama pecado. Y, como el hombre lo


comete con conciencia y voluntad, con responsabilidad plena, como una
causa, éste es un mal son más calificativos (mientras que si decimos, por
ejemplo, que la enfermedad es un mal, lo es con ciertos calificativos).

h. La belleza del ente.

Dijimos que la bellaza es una combinación de unidad, verdad, bien. La


belleza nos llama la atención primero en los objetos que vemos u oímos,
es decir, en lo que percibimos a través de los sentidos superiores de la vista
y el oído.

Estos sentidos pueden ir mucho más allá que el olfato, el gusto y el


tacto; pueden captar mucho más; pueden ponernos en un contacto mucho
más comprensivo con ente.

Pero, si comparamos el rango de la inteligencia con el de los sentidos,


nada son éstos comparados con la primera. Con la inteligencia podemos
alcanzar la infinitud, pero no con los sentidos.

La belleza está; por ellos, íntimamente relacionada con el ente, porque


alcanzamos la experiencia de aquélla mediante los sentidos que tienen
mayor alcance, siendo esta experiencia la que denominamos estética.

Esta experiencia o percepción es buena, porque es placentera para los


sentidos, pero también es verdadera, pues se basa en la perfección del
ente tal como es entendido por la inteligencia: lo q es falso es
necesariamente feo y malo.

¿Qué es lo que hace que una cosa sea realmente bella, agradable a los
sentidos? Ciertas cualidades que sólo el entendimiento puede percibir.
Los animales no tienen sentido de la belleza.

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Aunque éste venga a través de los ojos y los oídos, se basa en el ser del
objeto: sólo la inteligencia puede reconocer la bellaza. Estas cualidades,
descubiertas por la inteligencia, son las que siguen:

1) Que hay armonía entre las partes del objeto. “Armonía” es unidad
en la diversidad: orden y disposición relativos a una fin (sonidos y
visiones armoniosos).

2) Plenitud o perfección del ente: sólo el entendimiento percibe las


partes que faltan al objeto y que debiera poseer; su ausencia hace
que el objeto sea feo.

3) Brillantez o esplendor de inteligencia: adaptación a la facultad de


conocer que así se deleita con la experiencia.

La inteligencia descubre estas cualidades, primero en los objetos


sensibles, porque el conocimiento humano empieza a ese nivel; pero
prosigue hasta descubrirlas en las realidades espirituales, que no pueden
ser vistas ni oídas.

La inteligencia puede descubrir la más grande de todas las bellezas: la


plenitud de ser que es Dios. En Dios:

1) Hay la más alta armonía: la más grandiosa unidad de ser con la máxima
diversidad de perfecciones;

2) La máxima plenitud de ser: perfección de ser, puro acto de ser; y

3) La máxima brillantez de inteligibilidad es tanto que es la pura actualidad


del ser: mientras más es una cosa, más inteligible es también. Dios
posee estas tres cualidades de la belleza en un grado infinito, hasta el
punto de cegar y raptar la inteligencia humana, cuya capacidad de
comprensión depende de la intensidad del amor: mi amor es mi ojo, dice
Santo Tomás.

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