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LA JUSTICIA PENAL EN LA ÚLTIMA DÉCADA

José Luis RAMOS RIVERA*

Antes de abordar el fondo del tema, deseo hacer un ejercicio de memoria


y de reflexión, en el cual enfrentemos la realidad mexicana en el ámbi-
to de la justicia penal en la última década contra los principios que han
alimentado el trabajo legislativo de reforma.
Debemos partir, como partieron nuestros legisladores, de la firme con-
vicción de que la ley no es sino un medio para buscar el bienestar social,
la ley no es sino la expresión de las necesidades sociales en busca del
orden, de la sana convivencia y de la justicia. La ley en abstracto, no pue-
de ser un fin en sí misma; no puede ser pretensión del legislador buscar
afanosamente de manera exclusiva la perfección dogmática de una ley,
debe buscar también elaborar un instrumento útil en la realidad y en el
momento específico por el que atraviesa la sociedad.
Partiendo de esa premisa, recordemos que a finales de la década de los
ochenta o principio de los noventa, una de las principales demandas so-
ciales en el ámbito de la justicia, era poner fin a la gran cantidad de abu-
sos y excesos que las autoridades administrativo-policiacas llevaban a
cabo. En casi cualquier conversación formal o informal, familiar o de
amigos, de negocios o de café, se hacía referencia al conocimiento que
alguno de los interlocutores tenía de un abuso policiaco, de un caso de
tortura, de un caso de extorsión, de un caso de detención ilegal, o de cual-
quier otro abuso, que laceraba profundamente a la sociedad. Los círculos
de expresión de estos excesos, fueron expandiéndose poco a poco y los
interlocutores en la sociedad veían como aquellos abusos de las autorida-
des se les iba acercando, ya no eran referencias anecdóticas de torturas
sufridas por un vecino lejano, los hechos se fueron acercando y los inter-
locutores se referían cada vez más a los excesos sufridos por sus propios
familiares, padres, hermanos, hijos o incluso en su propia integridad.
* Subprocurador de la Coordinación General y Desarrollo de la Procuraduría General de República.

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Esta circunstancia obligó a una respuesta institucional por parte del Es-
tado, se reaccionó en el ámbito legislativo creando instituciones naciona-
les encargadas de combatir estos excesos, defendiendo los derechos hu-
manos de quienes sufrían abusos por parte de la autoridad. Se llevaron a
cabo reformas también en el ámbito del procedimiento y del ejercicio del
poder, por parte de las autoridades del ámbito de la justicia, se restaron
facultades, se establecieron mayores y más enérgicos requisitos para que
la autoridad pudiera hacer uso de sus atribuciones, se endurecieron las
sanciones a los excesos de la autoridad; en esa ocasión ninguna medida
parecía suficiente, ninguna era catalogada de extrema mientras estuviera
encaminada a someter a un círculo restringido el ejercicio del poder, el
péndulo de la demanda social estaba inclinado hacia el control y someti-
miento de la autoridad para limitarla en sus abusos.
Es en este marco, como hemos dicho, en el cual el legislador, asumien-
do su responsabilidad, utilizando la ley como medio para atender las de-
mandas sociales, se empeñó en las reformas concretas que estimó ne-
cesarias para enfrentar el fenómeno del abuso. En el ámbito del derecho
penal, la expresión más dramática de este quehacer legislativo se puso
de manifiesto en los trabajos realizados por un selecto grupo de juristas, de
todos los ámbitos, litigantes, funcionarios públicos, académicos, que realiza-
ron estudios y proyectos, mismos que alimentaron la iniciativa de refor-
mas que entró en vigor a principios de 1994.
Estas reformas, que por primera vez sustituyeron el concepto del
“cuerpo del delito” por el de “elementos del tipo penal” y estuvieron ins-
piradas en una teoría dogmático penal alemana denominada teoría finalis-
ta de la acción, la cual establecía una estructura del concepto formal de
delito radicalmente diferente a la estructura tradicional del delito que has-
ta entonces se había aplicado en nuestro país. En 1993, la teoría finalista
de la acción, aún no permeaba suficientemente en los foros jurídicos de
México, ni en nuestros tribunales ni en nuestras universidades. De hecho,
el proceso de enseñanza de la doctrina finalista, estaba apenas en marcha,
había universidades como la Nicolaita de Michoacán y la Universidad de
Guanajuato que recién habían estructurado sus planes de estudio de pos-
grado para explorar académicamente los postulados de dicha doctrina. El
Instituto Nacional de Ciencias Penales, tenía para entonces más de una
década de contemplar en sus planes de estudio de postgrado la teoría fina-
lista de la acción, sin embrago, este tiempo aún era insuficiente porque no
bastaba una sola institución para diseminar el pensamiento finalista a toda
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la República; por esta razón cuando la reforma de 1994 reestructuró los


conceptos tradicionales del delito partiendo de la teoría finalista de la ac-
ción, cada profesional del derecho le dio la interpretación que estimó más
adecuada, los litigantes que no conocían la doctrina finalista entendieron
las reformas a su manera, lo mismo sucedió con jueces y otros integrantes
de los poderes judiciales, con servidores públicos del ámbito de procura-
ción de justicia, con profesores de universidades y con investigadores
académicos que tenían que incluir dichas reformas en los planes de estu-
dio de las universidades, y por supuesto, la reforma fue también explora-
da en expresiones y resoluciones de nuestra Suprema Corte de Justicia.
Lo cierto es, que al entrar en vigor la reforma de 1994, hubo un gran des-
concierto por su contenido en todo el ámbito profesional del derecho penal.
De acuerdo con esa reforma, y partiendo de la intención del legislador por
someter a requisitos estrictos a la autoridad, se estableció un elevadísimo re-
querimiento de prueba, para que ésta estuviere en aptitud de ejercitar acción
penal en contra de alguna persona; a partir de esa reforma fue necesario la
acreditación plena de todos los elementos que conformaban el tipo penal.
Así para proceder a una consignación, era necesario acreditar plena-
mente los elementos objetivos, subjetivos y normativos del tipo penal así
como la antijuricidad, esto es, la no existencia de una excluyente de res-
ponsabilidad o norma permisiva; asimismo había que acreditar, pero sólo
a nivel probable, la responsabilidad de la persona en contra de quien se
ejercitara la acción, entendiéndose por responsabilidad la culpabilidad
con su contenido finalista. Esto es: a) la imputabilidad; b) la conciencia
de la antijuricidad; y c) la exigibilidad de otra conducta.
En síntesis, acción típica y antijurídica debía acreditarse plenamente y
sólo en grado probable debía acreditarse, que el sujeto activo era imputable,
que tuvo posibilidad de saber lo antijurídico de su acción y que pudo abste-
nerse de delinquir; la materia del juicio recaía entonces en el paso de lo probable
a la plena responsabilidad, es decir la materia del juicio se limitaba a pro-
bar plenamente los tres elementos de la culpabilidad que hemos referido.
Los requisitos para una orden de aprehensión, eran extraordinariamen-
te similares a los requisitos de un auto de formal prisión, no obstante la
diferencia en las consecuencias jurídicas de ambas determinaciones.
Sin que fuera la intención del legislador, la consecuencia práctica de la
reforma de 1994 fue “vaciar” el contenido del procedimiento penal en su
fase judicial. La mayor parte de la investigación, se desahogaba en la eta-
pa de la averiguación previa, que es precisamente aquella en donde me-
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nos oportunidad de defenderse tiene el gobernado, para cuando un juez


entraba en escena, ya los elementos del tipo penal debían estar plenamen-
te acreditados para iniciar la etapa de instrucción. Debido a la elevadísi-
ma exigencia probatoria para una consignación, considerando que la ma-
yoría de la materia probatoria estaba agotada desde la averiguación
previa, y en razón de la poca materia de litis durante la etapa judicial del
procedimiento, las consignaciones que llegaban a ser determinadas poste-
riormente con un auto de formal prisión eran casi sinónimo de sentencia
condenatoria, ya la litis se había desahogado en la averiguación previa y
el proceso judicial no era sino la ratificación de las diligencias de la inda-
gatoria; el índice de sentencias condenatorias emitidas por el Poder Judi-
cial de la Federación llegó a ser en los últimos años de 95%.
Cuando un caso pasaba la gran frontera de la consignación y del auto
de formal prisión, la sentencia condenatoria estaba garantizada por la es-
casa materia de litigio. Ese fue el efecto práctico de la reforma de 1994.
Deseo dejar muy claro, que no estoy haciendo juicio de valor alguno,
respecto de los postulados de la teoría finalista de la acción, muchos de
los cuales comparto, estoy solamente tratando de presentar la implemen-
tación práctica y las consecuencias, que la reforma alimentada con dicha
teoría propició en el enjuiciamiento penal mexicano.
Cuando se analizaba una orden de aprehensión, un auto de formal pri-
sión y una sentencia condenatoria, la similitud era escalofriante, eran pe-
ligrosamente semejantes. Es de elemental conocimiento, que los efectos
de una orden de aprehensión, de auto de formal prisión y de una sentencia
condenatoria, son completamente diferentes en sus alcances y por lo tanto
la exigencia probatoria para cada caso debiera ser también diferente, no
debe de requerirse el mismo material probatorio como mínimo para una
orden de aprehensión, que para un auto de formal prisión o para una sen-
tencia condenatoria.
Los procesados arribaban a la etapa judicial con un gran peso en la
espalda, porque ya los elementos típicos, incluyendo los subjetivos, es-
taban plenamente acreditados y por consiguiente la carga de la prueba
estaba revertida y los elementos típicos que habían sido valorados por
el juez, se habían estimado acreditados, gracias a las diligencias practi-
cadas en la etapa de averiguación previa, donde el probable responsa-
ble generalmente permanece al margen de la propia indagatoria. Por su
parte, una vez conseguido “el éxito” del auto de formal prisión, el Minis-
terio Público se limitaba a ratificar las diligencias, a combatir los me-
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dios de prueba de la defensa y a cuidar la agilidad de la etapa judicial;


reiteramos que el 95% de las sentencias en estas circunstancias eran con-
denatorias.
Por todas estas razones, en el año de 1998 se pensó que era necesario
reconsiderar los alcances y las condiciones del procedimiento penal me-
xicano, si bien por una parte se obtenía el 95% de las sentencias condena-
torias, por la otra la gran exigencia probatoria requerida para una consig-
nación obligaba a las procuradurías de justicia a abstenerse de consignar
aquellos casos, en donde no estaban acreditados hasta el hastío los reque-
rimientos “mínimos” para un auto de formal prisión, en otras palabras los
casos que pasaban la “gran frontera” de la consignación regularmente ter-
minaban en sentencias condenatorias, pero había muchos casos, una
gran cantidad de casos, que no lograban pasar esa frontera y por tanto
se convertían en grandes generadores de impunidad. El verdadero liti-
gio se daba en la etapa de averiguación previa y no en la etapa judicial.
Por todas estas causas, se buscó con las reformas impulsadas desde la
Procuraduría General de la República, darle contenido al enjuiciamiento
penal, se buscó reducir la exigencia probatoria para una consignación y
darle con ello materia al procedimiento. No fue una reforma de comodi-
dad, no se trató de facilitarle su trabajo al Ministerio Público, dados los
antecedentes que he expuesto, esa sería una visión muy pobre y simplista
de una reforma tan trascendente. Se buscó darle materia, equilibrio y ar-
monía al proceso; se buscó que la justicia la administren, la impartan y la
decidan los jueces, no el Ministerio Público. Se buscó que las pruebas se
desahoguen mayoritariamente ante el juez y no ante el Ministerio Públi-
co; se buscó romper con generadores de impunidad; se buscó atender el
reclamo social que ahora había trasladado el péndulo al otro extremo y
quería mayor energía en contra de la delincuencia y mayor libertad de
acción de sus autoridades; se buscó dignificar la actividad judicial revalo-
rando el trabajo de los jueces que se habían convertido en la práctica de
meros convalidadores de las diligencias de averiguación previa. En fin,
se buscó como hemos dicho que la ley se convirtiera en un instrumen-
to, que atendiera adecuadamente las exigencias sociales y no que exis-
tiera como un dogma jurídicamente puro, pero inútil para la sociedad.
En todos los países democráticos del mundo, se exige que todas las con-
troversias jurídicas estén de antemano resueltas ni se exige que el mate-
rial probatorio mínimo sea casi el mismo para iniciar el proceso que para
condenar al enjuiciado.
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Debemos resaltar, que la iniciativa original presentada a considera-


ción del Congreso de la Unión por el entonces presidente de la Repú-
blica, doctor Ernesto Zedillo no se apartaba de la denominación “ele-
mentos del tipo penal” ni de la clasificación de los mismos (objetivos,
normativos y subjetivos) que se encontraban ya contenidos en la ley. La
iniciativa contemplada efectivamente, la modificación de las exigencias
probatorias en actos jurídicos diferentes como son la consignación, la ex-
pedición de una orden de aprehensión, el auto de formal prisión y la sen-
tencia condenatoria, pero respetaba la terminología que la teoría finalista
de la acción había introducido en nuestra legislación en 1994. Fue el Se-
nado de la República, quien en su dictamen de reforma por las expresio-
nes tradicionales que habían desaparecido ya de la legislación mexicana,
me refiero concretamente a la expresión “cuerpo del delito” el Senado re-
solvió retomar esa expresión y darle un nuevo contenido. Si se coteja la
iniciativa original presentada por la presidencia de la República y cuyos
trabajos se llevaron a acabo mayoritariamente en la Procuraduría Gene-
ral de la República con el texto que finalmente fue modificado y aprobado
por el Senado, se encontrará que son dos documentos completamente dife-
rentes. Las consecuencias de este desajuste fueron terribles. Dado que en
el estudio original de la iniciativa presidencial no se contemplaban modi-
ficaciones terminológicas de la expresión “elementos del tipo penal”, no
se estimó necesario proponer reformas en este sentido en la legislación
adjetiva, es decir, en el Código de Procedimientos Penales. La iniciativa
contempló ajustes originalmente en el texto constitucional, repito en este ru-
bro, sin embargo, cuando el Senado modificó la iniciativa e incluyó el con-
cepto “cuerpo del delito”, no se adecuaron los textos procesales a esta nueva
expresión y durante algún tiempo se encontraron vigentes los dos sistemas
de enjuiciamiento penal mexicano. Por un lado, la Constitución requiriendo
la acreditación del cuerpo del delito y por el otro lado las leyes procesales
requiriendo la acreditación de los elementos del tipo penal. Fue tal la confu-
sión, que para evitar riesgos los agentes del Ministerio Público presentaban
sus conclusiones y sus alegatos haciendo una doble exposición, contemplan-
do en un caso la reforma constitucional y contemplando en otro caso el texto
de la norma procesal. Lo mismo comenzaron a hacer los juzgadores al emitir
autos de formal prisión y sentencias definitivas.
Esta situación se subsanó posteriormente con las más recientes refor-
mas al Código Federal de Procedimientos Penales, en la cual se buscó
adecuar ese ordenamiento al texto constitucional.
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El sistema pendular del sentimiento social, que hemos ejemplifica-


do, el mismo que a finales de la década de los ochenta estaba incli-
nado hacia el control de los abusos de las autoridades, a finales de la
década de los noventa se fue al otro extremo y el reclamo social fue el
desmedido aumento de la delincuencia y de la inseguridad pública, la
sociedad exigía como hoy lo exige, mayor severidad en contra
de la delincuencia y mayores facultades a las autoridades para poder
perseguirla, ese fue el marco social que alimentó esto que algunos de-
sinformados se han empeñado en llamar la “contrarreforma”.
Desde mi punto de vista, el péndulo social a que me he referido se-
guirá ondeando y no es descabellado pensar, que dentro de algunas dé-
cadas estemos nuevamente reconsiderando el otro extremo. El gran se-
creto reside en buscar el equilibrio. Ninguna ley, por precisa que sea
resolverá por sí misma los problemas de la sociedad, es menester que
los seres humanos que se encargan de su aplicación tengan una robusta
vocación de servicio y una férrea decisión y determinación para obser-
var elementales principios éticos y morales, es ahí en donde se encuen-
tra la solución y no en el vaivén legislativo. Es ahí donde se encuentra
la solución y no en la reacción circunstancial ante la exigencia social.
El juicio hipotético que la sociedad debe plantearse ante la disminu-
ción de la exigencia probatoria para enjuiciar a una persona, no debe par-
tir de colocarse en el papel de potenciales víctimas de abusos. Debe partir,
de colocarse en el papel de las víctimas de la inseguridad pública; debe
considerar que el responsable de un delito cometido en su agravio será
más rápida y eficientemente llevado ante la ley. El falso juicio de va-
lor, que parte de la sospecha o de la duda hacia la autoridad y hacia las
instituciones, podría ser esgrimido o argumentado ante cualquier refor-
ma por buena que fuera, y nulificará cualquier pretensión de mejora
legislativa.
Ese camino no puede conducir a un desenlace armonioso a ninguna so-
ciedad y a ningún país, por el contrario se requieren instituciones sólidas,
confiables y con un alto grado de credibilidad social para el progreso de
una nación. Nuestro problema, como hemos dicho, es que en México las
instituciones suelen confundirse con las personas, que la conforman y las in-
cursiones políticas suelen romper la continuidad de programas provecho-
sos en las mismas, sin duda ese es un ámbito, en el cual nuestro querido
país aún tiene mucho camino por recorrer.

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