1878 Paul Häberlin

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PAUL HÄBERLIN 

(1878) Suiza

La pregunta antropológica es la que el hombre se hace acerca de sí mismo: ¿Quién soy yo? Y exige
una respuesta verdadera y no solamente una opinión: ¿Quién soy yo, propiamente dicho, según mi
esencia y no según mi apariencia? Con ello se indica que una “antropología empírica” sería
contradictoria en sí misma. Puesto que la experiencia no sale más allá del marco del fenómeno, no es
de su jurisdicción la verdad incondicionada. El conocimiento empírico es, por lo demás, siempre
objetivo; en cambio el hombre, por quien 6e pregunta, no es nunca un objeto, sino precisamente un
“yo” —el sujeto de toda objetividad. Lo señalado por lo empírico en el hombre no es más que la
ocasión de la pregunta antropológica y no su respuesta: ¿Quién soy yo que aparezco (a mí o a otros)
de tal o cual manera? Según lo dicho no existe una antropología científico-natural (p. ej.: biológica), ni
empírico-psicológica; ambas equivalen a la mera descripción de una imagen objetiva del hombre.
Tampoco cambiaría esta situación si lo empírico tuviera la significación de auto-experiencia, porque tal
experiencia no me proporcionaría más que una imagen objetiva de mí, que puede ser engañosa, de
modo que precisamente ante ella deberá plantearse la pregunta por la esencia. A todo empeño dirigido
hacia un conocimiento verdadero, incondicional, no sujeto a lo empírico, lo llamamos filosofía.
Si existe una antropología, en el verdadero sentido de la palabra, ésta debe ser antropología filosófica.
La cuestión antropológica requiere una intelección apriorística; un conocimiento a posteriori no le sirve.
Por eso, a toda antropología le precede la pregunta acerca de la posibilidad misma de la intelección
apriorística, o sea filosófica en un sentido general. Más ésta es la cuestión fundamental de la lógica
(entendiendo esta palabra en su más cabal significación). Exige la demostración de una verdad que
sería una verdad apriorística por expresar indubitablemente al “ser” mismo (y no al mero surgir
aparencial), restando así toda base, no solamente al relativismo, sino también al escepticismo
(filosófico). Esta tarea primaria y fundamental de la lógica se llama con razón ontología (o metafísica
ontológica), porque se trata de demostrar el “ser” y, con ello, su sentido más propio. Así puede decirse
que sólo una ontología que consiga esa demostración constituye el supuesto de una posible
antropología. Pero es menester, además, que se cumpla un segundo presupuesto. En efecto, la
pregunta antropológica requiere una información no solamente acerca del ser auténtico, en cuanto tal,
sino precisamente acerca del ser del hombre (de mí mismo) en tanto ente. Por eso, es menester
aclarar cuál es la relación entre el “ente” en general y el “ser” y el significado de que “algo sea”, para
luego determinar, si fuera posible, aquel algo en su qualitas, al cual nos referimos al decir yo (u
hombre). A esta tarea-de la filosofía la llamamos por lo general cosmología u ontología cosmológica, y
con razón, puesto que el “ente en general” suele reunirse bajo el título de “mundo” (cosmos).
El supuesto de la antropología es, por tanto, una cosmología como reflexión sobre el “mundo”, en el
que se podría determinar el “lugar” —es decir, precisamente la qualitas— del hombre. (Y bien
entendido que se trata de una cosmología filosófica y no empírica, no de una imagen del mundo, sino
de una intelección del mundo propiamente dicho). Hemos destacado el supuesto “ontológico general” y
el cosmológico, para indicar que la antropología no es factible como cuasi-aislada, partiendo
solamente “del hombre”, sino tan sólo en la conexión de una filosofía “desde el fundamento”. Si faltara
la doble fundamentación mencionada, el intento de una antropología flotaría en el vacío; podría, en
todo caso, tener una significación empírica, y por eso mismo no sería una antropología verdadera.
Dentro de este marco, la pregunta antropológica adquiere su estructura definida. La reflexión
cosmológica demostró que el mundo propiamente dicho es una unidad en una multiplicidad individual,
debiendo concebirse lo singular no como parte sino como modus funcional, de manera que cada uno
“representa” lo Uno a su propio modo; en ello consiste su qualitas única y particular que lo hace tan
eterno como el mismo “orden (unidad). Más, al mismo tiempo, demostró que no existe evidencia a
priori sobre la qualitas de los individuos y, por consiguiente, del ente en general. Así la pregunta
antropológica parecía ser, de antemano, imposible de responder; una antropología filosófica, en cuanto
definición apriorística cualitativa de la esencia, parecía irrealizable. Lo único posible era, según
parecía, la mera definición a posteriori lograda por el camino del conocimiento empírico, pero éste no
podía solucionar el problema esencial. De esta perplejidad no podría sacarnos sino una reflexión
exacta acerca de la pregunta misma. Pregunto yo (el hombre) por mí mismo. El supuesto de la
posibilidad de esta pregunta es un saber de “mí mismo”, una imagen empírica que considero como
“mía”; en una palabra: una autoexperiencia. Quien pregunta por sí mismo, el sujeto de la pregunta,
tiene ante sí un objeto que toma por sí mismo. ¿Cómo es posible tal cosa? Esta pregunta adquiere
toda su importancia sobre la base de la certeza cosmológica acerca de la individualidad de todo ente y,
en consecuencia, de todo sujeto posible. ¿Cómo es posible que un individuo se tenga a sí mismo
como objeto? ¿Cómo puede operarse tal “enfrentamiento”, puesto que todo cuanto le 6ale al encuentro
es necesariamente algo distinto? La consecuencia es la imposibilidad de que mi contraparte sea en
verdad yo. Tiene que ser algo distinto. El auto- experiencia es, por necesidad, la experiencia de otro,
en la cual creo llegar a encontrarme a mí mismo.
De esta manera, el problema se agudiza en la siguiente cuestión: ¿cómo es posible que la experiencia
de otro tenga para el que la experimenta la significación de la autoexperiencia? Esta es la cuestión
antropológica en su nueva forma: ¿qué es el ente capaz de semejante experiencia? Mas esta cuestión
contiene ya una primera indicación de su solución: es menester buscar un “otro” que esté constituido
de tal manera que me permita verme a mí mismo en él. Hablando metafóricamente: hay que buscar el
espejo en que pueda aparecerme a mí mismo. No podemos describir aquí los detalles del camino
penoso en el cual se encuentra a ese “otro”; tenemos que remitimos a la antropología, pudiendo
solamente resumir brevemente su resultado. El “espejo” es el “cuerpo” tal como yo lo experimento; la
imagen que en él aparece, es mi “alma”; es la imagen objetiva del sujeto de la autoexperiencia.
Pero aquel “otro” —el cuerpo— puede poseer la función de espejo solamente por estar formado según
su intención por mí mismo; únicamente así puedo “encontrarme” yo en él, acaso así como el artista se
encuentra a sí mismo en su obra si ella es lograda. O expresando la situación por otro símil: la relación
con el cuerpo se asemeja a la del fundador de una comunidad cuando en la conducta de ésta se
expresa adecuadamente su propia intención. De este modo habrá de solucionarse, al menos, la
pregunta por él “espejo” y, por tanto, la de la posibilidad de una experiencia que tenga la significación
de la autoexperiencia. Con ello se ha solucionado también el problema psico-físico, y no por el estéril
camino empírico, sino por una vía puramente filosófica. Alma y cuerpo no son dos “sustancias” o
“esferas” que tropezarían de C9ta o aquella manera en el hombre; tampoco equivalen a dos aspectos
de la misma cosa; más bien el cuerpo es mi producto (hablando objetivamente: la producción del
alma); está formado a partir de otros individuos como órgano para la realización externa de mis
intenciones, C9 decir, para el comercio con el “mundo externo”, por lo cual precisamente puede ser al
mismo tiempo un espejo. En tanto que producto, el cuerpo se halla en el devenir, y es por eso
transitorio; así como yo, como individuo, soy eterno. Así también se ha dado la respuesta a la pregunta
antropológica en su última fórmula: el ser que en la experiencia ajena puede tener experiencia de sí
mismo es un ente individual junto con su órganon, “individuo encarnado”. Por fin se ha encontrado la
qualitas de ese individuo singular. Qualitas significa el carácter funcional de un ente. La qualitas de
aquel ente (y un individuo “tiene” solamente una qualitas) se traduce en el hecho de la encarnación.
Es un individuo que quiere “vivir” no “aisladamente” sino en una unión de individuos, a la que forma y
domina según su plan. En su forma primitiva pregunta: ¿quién (en cuanto quién) soy yo (y con ello el
hombre), propiamente dicho? La respuesta se halla en lo que acabamos de exponer. Yo, el hombre,
soy, en cuanto individuo “político”, en la unión (corpórea) con otros individuos, o sea “en el mundo”.
Yo soy un individuo por esencia hambriento de vida, tomando el término vida como equivalente a vivir
en el cuerpo; quiero “vivir” en este sentido. El hombre es un individuo que ha logrado temporalmente
formarse “su estado” y así realizar sus intereses “vitales”. En un punto la autoexperiencia a priori es
verdadera, a saber, en su facticidad qua autoexperiencia. La imagen que ahí aparece es, de hecho,
una imagen mía. Es mi intención la que mi cuerpo ejecuta con mayor o menor adecuación, pues es mi
cuerpo. Yo soy efectivamente el sujeto al que atribuyo una autoexperiencia, en tanto la percibo. En la
conducta de la imagen reflejada soy yo el que obra, es expresión de mi “política”. Pero también sólo en
este punto la autoexperiencia no puede engañar. Por incondicionalmente verdadera que sea como
“hecho”, sigue siendo cuestionable en cuanto a su contenido. De ello resulta que es solamente la
qualitas política que conocemos a priori del hombre, pero no su función. Esta es objeto de la
comprobación empírica. También se aclara ahora finalmente la significación verdadera de aquella
“problemática” que se impone a toda autoexperiencia. Todo individuo “quiere” —y en ello consiste su
individualidad— la unidad en que es de hecho. La reflexión cosmológica ha demostrado que esta
unidad es constantemente “realizada” de nuevo (éste es el sentido del devenir), por la transformación
de la figura, no de la esencia del mundo, a través de la acción individual. Pero todo individuo quiere
este “cambio que debe ser” según su modo peculiar, conforme a su qualitas. Y así lo quiero yo también
(el “alma” humana). Ahora bien, yo soy “político”, es decir, quiero el devenir de tal modo que, con ello,
no sea amenazado “mi hombre” (la vida en el cuerpo); quiero un devenir sin muerte; quiero “eternizar”
mi hombre. Es este el “propio sentido” por el cual deseo realizar el sentido objetivo. Es éste el "propio
sentido" por el cual deseo realizar el sentido objetivo. Pero en virtud de este "sentido propio"
contradigo "metódicamente" aquel sentido objetivo, puesto que de acuerdo a aquél ninguna entidad
puede mantenerse. No hay dos "voluntades", sino una sola, que en la realización, en la "posición del
fin", está constantemente aprisionada en un error metódico, por el punto de vista político. A lo sumo
podría hablarse de una tensión entre "fin" y método, pero en ningún caso de una doble voluntad o
esencia doble. En su esencia única, el hombre es alguien que quiere lo que tiene sentido, pero de una
manera torpe o, dicho con otras palabras: quiere lo absurdo, porque cree que tiene sentido. Pero en la
autoexperiencia este ente humano aparece necesariamente, a causa de la tensión mencionada, como
"problemático", en el sentido de una dualidad contradictoria, según puede demostrarse. Yo, que en
cuanto individuo extraño, precisamente, estoy eternamente "en orden", me aparezco como "no estando
en orden". Basten estas indicaciones.

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