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En la sierra de Alcaraz, en 1911, un anarquista escucha la historia del

bandido Jacobo de Gracia Expósito, compañero de calabozo, y la transforma


en un manuscrito irónico para conseguir su indulto y que le ayude a dar un
golpe de mano táctico contra un significado cacique.

A través del contraste entre realidad y ficción, en Pájaros de altura se


muestra el proceso de conversión de un individuo —saludable, pero con una
sexualidad casi monstruosa— en leyenda.

La tradición de la literatura picaresca, el esperpento y la búsqueda de


nuevos recursos expresivos se dan cita en esta novela ambiciosa,
cuidadosamente documentada, de sostenido y salvaje humor que invita a
reflexionar sobre conflictos individuales y sociales permanentes.
Fernando Arias

PÁJAROS DE ALTURA

La historia del bandido Jacobo de Gracia


contada por el anarquista Anselmo Trigo
Editorial Txalaparta:
https://www.txalaparta.eus/

Edición digital: C. Carretero

Difunde: Confederación Sindical Solidaridad Obrera:


http://www.solidaridadobrera.org/ateneo_nacho/paginaslibros/narrativa_libe
rtaria.html
NOTAS PREHISTÓRICAS

La primera vez que vi a Jacobo, «el Derriñonador» (1) fue a principios de


noviembre de 1975, durante la agonía del General Franco. Cabalgaba sobre
una vieja mula devorada por la tiña, con aires de grandeza consumida, sonrisa
monstruosa, burlona para con su propia sombra, y un armamento arcaico, de
antes de la Guerra de la Independencia.

Mi madre, tan expresiva como pudorosa, fue la convocante de aquella


primera imagen, a través de una anécdota escuchada en un pequeño mercado
provincial. Zanahorias y pepinos, melones, tomates e higos, un tendero
innombrable había enviudado cuatro veces y a su quinta esposa le tuvieron
que extraer los ovarios. No por sadismo, que era al parecer —¿es todavía?—
persona pacífica, sino porque la caprichosa naturaleza le dotó de una virilidad
excesiva.

El breve relato —quizá ficticio, quizá sencillamente exagerado—, junto con


entonces recientes lecturas de narrativa picaresca y ensayos sobre el origen de
la guerra de guerrillas, los tiempos de Fernando VII y el siglo XIX en general,
cuajó la esperpéntica criatura. El paralelismo entre la agonía del Deseado y la
del Dictador, por motivos más emocionales que ideológicos, facilitaba el
encarnamiento del narrador en un segundo personaje (el revolucionario, en
principio simplemente liberal o progresista) que sirviera de contrapunto del
forajido.

Pero determinadas circunstancias (tiempo escaso, absorción por un


periodismo que parecía tener por fin sentido) hicieron que la primera versión
literaria de aquellas figuraciones iniciales, redactada en una veintena de días,
fuera desastrosa. Por más que el argumento y los personajes me atrajeran, a la
hora de corregir acababa desalentado.

Varios años después, la posibilidad de dedicarme durante unos meses a la


documentación requerida, por una beca gubernamental, me abrió nuevas
perspectivas. Viajé a la Sierra de Alcaraz, donde, en 1907, fueron a morir los
últimos bandoleros, Pernales y El Niño del Arahal, para recoger datos
históricos al margen de la prensa y los libros de la época, por lo común poco
objetivos, casi siempre maniqueos. Recorrí los pueblos de Alcaraz, Víanos,
Riópar, Molinicos, Villaverde, Siles y Bienservida, así como algunas aldeas en
que el tiempo y el lenguaje parecen haberse detenido hace un centenar de
años. Hablé con los lugareños, grabando en magnetófono las voces de los más
viejos, muchos de ellos octogenarios, que habían vivido de cerca el desenlace
de la última y ya menguada partida bandoleresca. La detección, a través de
sustanciosas conversaciones, de una realidad (la vida y la muerte de
«Pernales») y de cómo ésta se transformaba en leyenda, me obsesionó mucho
tiempo, hasta apartarme casi de la novela que me había comprometido a
redactar.

Tras la estancia en la sierra y la consulta de legajos judiciales sobre bandidos


en los archivos de Albacete, disponiendo de datos de primera mano, decidí
trasladar el argumento de los tiempos del Deseado a los de Alfonso XIII. Al
interés de la documentación, a utilizar sólo parcialmente, puesto que se
trataba de hacer una obra de fantasía con elementos reales de fondo que
potenciaran las imágenes, se añadía otra circunstancia: la progresiva
proximidad al final del siglo —o mejor, de una época—, y las consecuentes
posibilidades de instrumentar la historia como juego y espejo.
PRESENTACIÓN
INFORME DEL JUEZ DE INSTRUCCIÓN DE ALCARAZ AL PRESIDENTE DE LA
AUDIENCIA TERRITORIAL DE ALBACETE

14 de Octubre de 1911

Ilmo. Sr.

Tengo el honor de comunicar a S.S.I. que en este momento que son las siete
de la tarde, tras las oportunas diligencias, han pasado a disposición del
presente juzgado de la Villa de Alcaraz el criminal Jacobo de Gracia Expósito (a)
«el Desriñonador», acusado de robos, secuestros y asesinatos, que incluyen
monstruosos actos contra natura, y otro sujeto cuyos rasgos físicos y
características personales parecen corresponder a Manuel Pestaña Morales (a)
«el Óptico», autor de hechos que lastiman la ética de su profesión y la salud
pública.

El apresamiento, tal como informó telegráficamente en su momento el Juez


Municipal de Villaverde del Guadalimar, fue practicado a las diez de la mañana
de anteayer, día 12 de octubre, en el sitio Quebrada del Charco, dentro del
término de aquella localidad, cerca del camino que conduce a Bienservida, por
el sargento del Benemérito Instituto D. Fulgencio Armas y dos guardias civiles,
sin que, gracias a la pericia de estos hombres, se hicieran disparos, y siéndoles
intervenidos a los presos una escopeta de dos cañones, calibre 12, sistema
Lafossé, un fusil Máuser modelo 1898, de análogo calibre; un revólver Adams,
calibre 10,5; 78 cartuchos cargados con bala y postas, cuatro cajas de 25
municiones cada una, intactas, para el Máuser, y 18 balas para el arma corta;
un cuchillo de acero de 67 centímetros de longitud; un anteojo de larga vista y
monedas de muy distintas características, probable botín de hurtos y asaltos.
En el curso de los interrogatorios iniciales, Jacobo de Gracia Expósito (a) «el
Desriñonador» ha confesado algunos de sus cargos, los referentes a robos y a
la muerte del guardia rural Narciso Espejo, mientras que el sujeto cuyos rasgos
coinciden con los de Manuel Pestaña Morales (a) «el Óptico» niega que sean
ésos su nombre ni su oficio. Aunque parece tratarse de una estratagema para
burlar la ley, considerando que el referido criminal se fugó hace dos meses de
la colonia penitenciaria de Ceuta, me dispongo a solicitar información de la
misma. Por otra parte, teniendo en cuenta que Jacobo de Gracia Expósito (a)
«el Desriñonador» llegó a capitanear una gran partida de forajidos, expondré
por telégrafo a la Comandancia de la Guardia Civil el interés de enviar en el
menor plazo los refuerzos adecuados.

Me es grato participar a S.S.I. estos hechos, por cuanto ha venido a


producirse, ahora sin violencia, un acontecimiento de tanta magnitud como lo
fuera en su día, aquel 31 de agosto de 1907, la muerte de Francisco Ríos
Cordero (a) «Pernales» y Antonio Jiménez Rodríguez (a) «el Niño del Arahal».

Dada la dimensión del suceso, según vayan presentándose reclamaciones de


otros juzgados y avance el estado de las investigaciones, remitiré puntual
información a esa buena Audiencia.

Dios guarde a S.S.I. muchos años.

Augusto Maza
PRIMEROS INTERROGATORIOS DEL JUEZ MAZA

Causa Grave / Bandolerismo.

Expediente de Jacobo de Gracia.

Pregunta. —¿Su nombre completo?

Respuesta. —Jacobo de Gracia Expósito.

P. —¿Lugar y fecha de nacimiento?

R. —Nací el año 1873, en los Chorros del Río Mundo.

P. —Querrá decir en algún cortijo o aldea próximos.

R. —No, en las cuevas de El Calar, bajo los Chorros mismos.

P. —¿Estado civil?

R.—...

P. —¿Casado? ¿Soltero?

R —Soltero.

P. —¿Sabe leer?

R. —Y escribir de corrido.

P. —Todos estos legajos son acusaciones contra usted: por robos a


haciendas, asaltos a trenes de viajeros, secuestros...
R. —Nunca secuestré a nadie. Eso no va conmigo. Robos hice algunos, los
justos para vivir.

P. —Se le acusa también de varios asesinatos: el del guardia rural de


Resinación, Narciso Espejo, el de la señora cubana Brenda del Amor Hurtado,
el de la cómica Dorada Manzano, el de...

R. —Sólo doblé al guardia, y siendo yo todavía zagal, en un forcejeo.

P. —Además de asesinato, hay acusaciones de ultrajes y otros actos


impropios de un ser humano.

R. —¿Ultrajes? Jamás violenté a ninguna mujer, puedo asegurarlo.

P. —Entre los denunciantes se encuentran personas de crédito, como el


coronel José Batalla Mar, veterano de la guerra de Cuba, cuyo ama de llaves
murió en lenta agonía a consecuencia de su agresión salvaje.

R. —Todo eso no es más que un belén.

P. —¿Un belén? ¡Sea más respetuoso, y tenga en cuenta que si confiesa


ahora será en su propio beneficio!

R. —Del coronel Batalla tengo que decirle que le estimé mucho, porque
también mi padre luchó en Cuba. Por eso me sorprende que haya podido
hacer una falsa denuncia.

P. —Limítese a responder escuetamente a mis preguntas. Si nunca ha


matado a nadie, a excepción del guardia rural de Resinación, ni tampoco ha
cometido violación alguna, ¿por qué se le conoce con el repugnante apodo de
«Desriñonador»?

R. —Cosas de las gentes, que se aburren y entregan a fantasías. Quienes me


conocen nunca me llamaron «Derriñonador», sino, aunque haya crecido y
luzca canas, «el Niño de Resinación».

P. —Esos tres crímenes fueron cometidos hace muchos años. Pero quizá
otros más recientes le sirvan para avivar la memoria. Por ejemplo, el del
guardia de seguridad del tren de viajeros Madrid—Mediodía, sobre quien
disparó a bocajarro durante un asalto, en Maderas Nuevas. O el de los
guardias civiles José Cumplido y Segundino Estirado en la Venta del Cuervo.

R. —Maderas Nuevas está en el llano. Yo nunca salí de la sierra. En cuanto a


los guardias civiles, tampoco sé nada de eso.

P. —Es inútil que mienta. Hay testigos del crimen.

R —Si fuera en las lagunas, habrían podido padecer un espejismo. Pero allá
donde todo es plano y seco, supongo que antes se enjuagaron con vino.

P. —¡Cállese!¡Sus bravatas pesarán sobre usted a la hora del juicio! ...Bien,


sigamos con el interrogatorio. Asegura que no mató a nadie. ¿Qué significan
entonces las tres muescas en la empuñadura de este largo cuchillo?

R —Preferiría, por personal, no decirlo.

P. —Es sabido que los criminales hacen muescas cada vez que asesinan.

R. —...

P. —¡Conteste!

R. —Está bien. Esas tres muescas son justamente el recordatorio de las


mujeres que quise.

P. —Ya le he advertido que todo lo que diga constará en el atestado. ¿Sobre


qué conferenciaba usted con «el Óptico» en la mañana del día de anteayer, 12
de octubre, al pie de su guarida, en la Quebrada del Charco?

R. —Óptico, no conozco a ninguno.

P. —¿Cuál es el nombre de la persona con la que le detuvieron?

R. —No me dijo su nombre.

P. —¿De qué conversaban cuando les sorprendió la Guardia Civil?

R. —No conversábamos. Yo estaba haciendo de...

P. —No pretenda irse por las ramas. Habían tomado café juntos.
Forzosamente tuvieron que hablar.
R. —Dijo que tenía un trabajo para mí. Por su aspecto, supongo que nada
malo. Me habló de un amigo de Linares, que le puso al corriente de cómo
encontrarme. Los guardias no nos dieron tiempo a más...
Expediente del supuesto Manuel Pestaña (a) «el Óptico»

Pregunta. —¿Nombre y apellidos?

Respuesta. —Anselmo Trigo Hoces.

P. —Negando su identidad va a empeorar su ya de por sí comprometida


situación.

R. —No niego mi identidad.

P. —Quizá se reconozca en esta fotografía.

R. —Nunca vi a ese hombre.

P. —Pues se parecen como dos gotas de agua y, por añadidura, carece de


documentación.

R. —La tengo, aunque caducada. El resguardo debe estar en el equipaje.

P. —Sabrá que la falsificación de documentos constituye un delito grave.

R. —Naturalmente.

P. —Le daré una última oportunidad. ¿Cuál es su nombre completo?

R. —Ya se lo he dicho: Anselmo Trigo Hoces.

P. —... ¿Lugar y fecha de nacimiento?

R. —Linares, 21 de abril de 1877.

P. —¿Estado civil?

R. —Soltero.

P. —¿Oficio o profesión?

R. —Maestro. Licenciado en Letras.

P. —¿Reconoce como suyos ese baúl y esa escopeta?

R —Sí.
P. —¿Qué hacía usted, maestro, junto a la cueva del bandido Jacobo de
Gracia Expósito, en la mañana del día 12 de octubre? ¿No irá a decirme que se
disponía a darle clases de Letras?... ¡Responda con rapidez a mis preguntas! El
escribiente hará constar sus dilaciones.

R. —La explicación es bastante sencilla, aunque probablemente le


sorprenda. Preparo mi tesis doctoral sobre el tema del bandolerismo. Jacobo
de Gracia me interesó por su carácter contradictorio, legendario. Le busqué
para obtener la mejor información sobre él mismo y los bandoleros que debió
conocer.

P. —En caso de hacer realmente ese libro, habría podido caer en otro delito:
apología del bandolerismo. Pero hay varios motivos para pensar que miente.
¿Con qué objeto llevaba usted tan elevada suma de dinero?

R. —Para pagarle a Jacobo de Gracia sus informes, y para poder pasar una
temporada larga en la sierra, documentándome a fondo.

P. —Es demasiado dinero para un maestro.

R. —Vivo solo y hago otros trabajos. También, obtuve un préstamo.

P. —¿Y el Máuser? No dispone de licencia de armas.

R. —Eso es cierto. Nunca he usado una escopeta. Vine con precipitación,


porque no podían sustituirme más de tres meses en la escuela. Los trámites de
la licencia hubieran exigido retrasar el viaje.
MONÓLOGO DEL CONFEDERAL

Dentro del fracaso en que ha desembocado inesperadamente el proyecto,


no deja de ser jocoso que te hayan confundido con «el Óptico». Menudo
pájaro. Por las noticias aparecidas en la prensa es para preguntarse cómo pudo
llegar, siendo republicano hasta la médula y estando visiblemente enajenado,
a ocupar un cargo en el Real Hospital Militar de Madrid. O de qué artilugios se
valió para, sin llamar la atención de sus colegas, dejar ciegos a los dos
generales más fieles a la Corona, a un sacerdote castrense y a los mejores
tiradores del Ejército de Alfonso XIII.

Claro que, si bien se mira, la vistosa y deslumbrante carrera de Pestaña


Morales no desentona con esta España del vino adulterado, la pandereta y el
caciquismo. Después de todo, quizá las obcecadas víctimas nunca vieran un
palmo más allá de sus narices.

Verdaderamente, su rostro en el viejo daguerrotipo guardaba cierta


semejanza con el tuyo. La frente ancha, los ojos despiertos, aunque de su
retina emanase ya una luz extraña, acaso premonitoria de oscuros
padecimientos y locura, la nariz afilada y la línea suave de la quijada, son, al fin
y al cabo, rasgos bastante comunes en las tierras que van de Castilla a la
campiña andaluza. Tampoco, por lo demás, puede servir gran cosa una torpe
reproducción gráfica. Incluso esa luz de locura en la mirada del joven Pestaña
podría no ser sino la consecuencia de un fogonazo excesivamente cargado de
magnesio.

¿Qué otras circunstancias pueden haber influido en el equívoco? Siendo


Jacobo y «el Óptico» los últimos bandidos con renombre que quedan, el deseo
del juez y los guardias de ver definitivamente erradicado el bandolerismo les
ha hecho precipitarse a la hora de la identificación. Junto con el relativo
parecido, habrá bastado que uses dos tipos de lentes, los propios para la
lectura y los de cristal oscuro con que te proteges del sol y los lacerados
resplandores de la nieve en la sierra.

Al mismo Jacobo, como a otros alcaraceños, le llamaron la atención esos


cristales ahumados. Tuviste que guardarlos para que, manteniéndote aún
encañonado con su arcaica escopeta, se dispusiera a escuchar las razones por
las que le habías buscado hasta dar con su paradero.

A sus espaldas, una enorme enredadera ocultaba por completo la entrada


de la guarida. Abierta en una zona abrupta, de difícil acceso, sobre un
riachuelo prácticamente seco, rodeada de pinos crecientes casi en horizontal y
de frondosas ramas, era buen escondrijo. No hubieras podido localizarle nunca
de no ser por el cuidadoso plano que diseñó para ti, en Linares, su antiguo
compañero Jacinto Ramos, «el Peo».

Alto y robusto, de frente grande, cejas largas y espesas, nariz correcta, boca
pequeña y mejillas finas y bien rasuradas, presentaba una apariencia
radicalmente opuesta a la que cabría esperar después de leer ingenuos textos
sobre una pretendida antropología criminal. Pese a estar tuerto y llevar algo
fruncidos el tabardo de piel y los pantalones de pana, muy gastados, había en
su porte una rara nobleza.

—Y bien —dijo, con voz ronca— ¿qué diablos hace usted aquí? ¿Busca
caracoles donde no ha caído una gota? ¿O quizá un viejo tesoro?

—Buenos días, Jacobo. Por lo que he oído de ti, no tienes ni cuernecillos ni


oro —te abriste la chaqueta con objeto de que comprobase que no ocultabas
ningún tipo de arma—. He recorrido como cien leguas para encontrarte.

Frunció el entrecejo, mirándote fijo, y luego sonrió:

—Con ese aspecto, supongo que no será por el precio que pusieron a mi
cabeza.

El cañón de su carabina seguía, sin embargo, apuntándote. Apretaste


involuntariamente los lentes con los dedos agarrotados por el afilado frío.

—La única arma que llevo la he dejado con la mula, allá bajo los chopos.
—¿Una mula? —dijo—. Me había parecido más bien sentir los relinchos de
un caballo... Últimamente, el oído empieza a fallarme. O será que no me lavo
con la debida frecuencia.

—No creo haber escuchado ningún relincho. —Te volviste unos instantes
hacia el fondo de la quebrada—. Y me percaté que nadie me seguía.

La carabina, tras haberse desviado ligeramente a un lado, te apuntó de


nuevo.

—Aún no has respondido a mi pregunta.

—Un amigo común me indicó como llegar hasta ti. Me hizo un plano con los
más mínimos detalles. Jacinto Ramos, El Peo.

Jacobo se echó a reír, bajando definitivamente la carabina.

—¿«El Peo»? —rezongó, todavía entra risas— ¿Qué es de aquel pájaro


triste? ¿No me dirás que, después de tanto tiempo, volvió con su novia, se
casó y trabaja la tierra para ganarse el sustento?

Mientras celebraba el recuerdo de su viejo compañero con bromas y


carcajadas, había bajado un buen trecho. Una vez cerca, pudiste observar que
su dentadura, muy blanca, estaba intacta, y las arrugas de su frente eran
bastante superficiales. No aparentaba más de treinta y cinco años, si bien
pocos bandidos han llegado a esa edad.

—Está en Linares —respondiste—. Pasó seis años en la cárcel. No tiene


familia, pero se parte el espinazo trabajando de bracero.

—Parece que en la sierra sólo quedo yo —dijo repentinamente serio—. Se


acabó el tiempo de las diligencias y los grandes botines. Para asaltar un tren se
necesita gente, y las partidas, tras la muerte de «Pernales», han ido
desapareciendo.

—Conozco la historia de Francisco Ríos. Y también la tuya. Por eso he


venido. Mira, «el Peo» me dio esta nota para ti.

Te arrancó el papel de las manos y pareció dar una rápida lectura. Luego,
volvió a dejar oír su cavernosa risa.
—Ja—ja. Vaya con «el Peo». No ha dejado de ser un pájaro triste y
ceremonioso. ¿Sabes de dónde le viene el apodo?

Sonreíste con los recuerdos. A diferencia de la mayoría de los bandidos,


echados al monte tras el hambre y el enfrentamiento con la ley o los abusos de
los poderosos, su huida se debió a un accidente bastante peculiar. Fue al final
de una tarde de alegría y verbena, cuando, bien vestido y acicalado, cortejaba
a su novia a través de la reja. Un campesino, al pasar junto a ellos, expulsó una
ruidosa ventosidad. Jacinto le tomó por el pescuezo, obligándole a volverse,
sacó la faca del refajo y se la hundió en el vientre.

Asentiste:

—Es como para invitarle a comer habichuelas.

Jacobo continuó desternillándose. Daba la impresión de un hombre


ocurrente, en lugar del personaje sanguinario de su leyenda.

—Llevo un café espléndido en las alforjas de la mula —le dijiste— ¿Qué te


parece si caliento un pote para entrar en calor y hablamos sin prisa?

—Podemos subir a la cueva. Allí tengo una garrafa de aguardiente.

Miraste hacia la enredadera. Estaba demasiado alta para tus cansadas


piernas:

—Creo que te interesará el trabajo de que quiero hablarte. Dejemos el


alcohol para celebrar el acuerdo, si llegamos a trabarlo.

—Está bien.

Mientras preparabas el café sobre un fuego alimentado con pequeñas


ramas y agujas secas de pino, barruntaste que «el Derriñonador» aceptaría la
propuesta con facilidad. Linares, las burlas de otros confederales que
consideraban descabellado tu proyecto y los tropiezos de cara a su
financiación parecían ir a quedar decididamente lejos.

Ya en un principio, los compañeros de «el Reflector» se mostraron


escépticos. «No podemos arriesgarnos a ampliar el espacio de nuestras
actividades, hermanos», decía Ramiro Matamoros, el coordinador del
periódico, con su cara de no haber aplastado una mosca en su vida.
«Carecemos de medios y no nos encontramos, además, en el momento
oportuno. Recordad que hace apenas unos meses Maura intentó sacar
adelante su proyecto de represión del terrorismo. Nuestros esfuerzos deben
encaminarse a intensificar aquí la agitación y la propaganda hasta llegar a la
madurez que han alcanzado nuestros hermanos cordobeses. Sin ese
espontaneísmo que ha desembocado en la carnicería de Barcelona». Estaba
engordando y su cuerpo rollizo y colorado semejaba más el de un funcionario
de Telégrafos que el de un revolucionario. No obstante, hasta los más jóvenes
e inquietos del grupo compartían su estrategia.

No había, sin embargo, precipitación alguna en tu planteamiento. Los


entonces recientes sucesos barceloneses, conocidos como la Semana Trágica,
a raíz del sistema de redención del servicio militar por el pago de una cantidad
monetaria discriminatoria, ante la guerra africana, con la huelga general, las
barricadas de una gran sublevación popular y su aplastamiento por el Ejército,
llegaron a hacer tambalearse al Gobierno de Maura, facilitando su posterior
caída.

Contrariamente a la valoración del pacífico Matamoros, los fusilamientos de


Cataluña y Melilla acabarían por abonar el terreno, a largo plazo, en la misma
Barcelona, para la creación de la CNT, hace ahora apenas unas semanas. No,
acariciabas aquella idea desde mucho tiempo atrás. Cuando impartías clases
allí en Linares a los hijos de los mineros, escuchando, en los encuentros con
sus padres, las secas toses de la silicosis provocada por la galena. Y antes,
mientras preparabas los últimos cursos de Letras, en la Universidad de
Granada, alternando el estudio con trabajos nocturnos en una imprenta.

Tras largas y tortuosas dudas, dentro del socialismo, entre la tendencia


autoritaria de Marx y la corriente libertaria de Bakunin, al decidirte finalmente
por esta última, empezaste a sentir una imperiosa necesidad de pasar a la
práctica. De entrar abiertamente en acción. Quizá con objeto de borrar las
vacilaciones que surgían todavía, de cuando en cuando, en tu interior. Pues
ambos polos del revolucionarismo, con sus ventajas y sus inconvenientes, tan
paralelos en su fin y tan contradictorios entre sí por sus formulaciones, te
parecieron siempre igualmente válidos. Sólo el convencimiento de que el
lenguaje marxista resultaba inasimilable para un pueblo primitivo como el
español eliminaría aquellas viejas dudas.

El proyecto, aparte de la situación derivada de la Semana Trágica y la huelga


general, era coherente. Dada la pasividad manchega, había que extender a
aquella zona la agitación campesina, estableciendo una cabeza de puente
entre una Andalucía profundamente inquieta y una Castilla industrial, como
espacio apropiado para el desarrollo sindicalista. El hecho de que en la Mancha
se produjera una explotación tan dura como en la campiña andaluza te hacía
prever una buena acogida popular del plan: un golpe de mano contra el más
significado cacique, Benigno Flores, de quien dicen que, sin salir de sus
propiedades, se puede viajar de Alcaraz a Córdoba. Estabas convencido de que
si el golpe era suficientemente espectacular, los centenares de muleros y
braceros que trabajan para él por la miserable comida, a base de gachas de
cebada, considerarían la posibilidad de rebelarse. Simultaneando la operación
con la propaganda, a partir de bien estudiados panfletos, la sierra y el llano
albacetenses podrían disponer en breve de grupos capaces de extenderse
como sobre una balsa de aceite.

Durante cerca de dos años, aunque no abandonaras por completo «el


Reflector», colaboraste de forma más espaciada, y rara vez asistías a las
reuniones semanales del grupo. Ibas aislándote progresivamente en ti mismo.
Tras las clases, bajabas cada noche al barrio de los tarantos, los gitanos
granadinos emigrados al calor del trabajo minero. Entrabas en los oscuros
bodegones, sentándote casi siempre lejos del mostrador, para estar solo, y
bebías vino en exceso. Desalentado, te interrogabas sobre si, en realidad,
serías capaz algún día de pasar con eficacia de las palabras a la acción.

En ocasiones, ebrio, hablabas demasiado. Pero tus monólogos indignados


surtieron inesperadamente efecto. Un barrenero que acababa de firmar
contrato para desplazarse a las minas de Riópar, cerca de Alcaraz y por lo tanto
del cortijo principal de Flores, bien cumplido de ron, resultó ser hijo de uno de
los muchos represaliados casi treinta años antes por los turbios sucesos
inventados —o exagerados— en torno a La Mano Negra. Vestido con ropas
oscuras, el ala ancha del sombrero cubriéndole el rostro, pasó a escucharte
atentamente. Luego, dándole vueltas al último vaso vacío, te habló de un
grupo en estado de gestación. «Puedo presentarte a mis compañeros», dijo,
«Si llegáis a un acuerdo, cuenta con dinamita para volar un cortijo entero».

Lo que les faltaba de instrucción a los miembros de aquel grupo quedaba


compensado por su inquietud e imaginería. Aceptaron inmediatamente tu
ofrecimiento de ayudarles a mejorar la calidad de sus folletos
propagandísticos. Con la circunstancia afortunada de que apenas unas fechas
después se constituía, por fin, la CNT. Tuviste así la oportunidad de coordinar y
redactar unos panfletos esclarecedores, bien acogidos por los campesinos.

Al contrario que los viejos compañeros de «el Reflector», nunca


recriminaron tu entonces marcada tendencia al vino, y, sin darte cuenta,
animado por las nuevas perspectivas sociales y por los trabajos del grupo,
dejaste, en buena medida, de beber. El proyecto, meticulosamente estudiado,
salió adelante por unanimidad.

En los cuatro días siguientes se reunió una alta suma de dinero, la mula, una
escopeta y otros útiles para el viaje.

Sin embargo, quedaba en el aire algo fundamental para que la operación


funcionara. Tenías que obtener la ayuda de alguien que conociera bien la
sierra para llevarte hasta la hacienda del cacique Flores por el lugar y a la hora
más adecuados, así como facilitar después tu retirada, ocultándote a la vista
de carabineros y guardias.

En todo Linares únicamente Jacinto Ramos, «el Peo» reúne las condiciones
del guía idóneo. Atildado, con un penetrante olor a colonia barata que hacía
sonreír a la tabernera, afirmó: «Conozco bien esa zona. Pero apenas hace unos
meses que dejé la trena y no querría volver allí por nada del mundo. La sierra
ya no es lo que era».

Recordó a Joaquín Camargo, «el Vivillo», de Estepa. El célebre bandido, tras


emigrar a Argentina frente al cerco cada vez más estrecho de la Guardia Civil a
las últimas partidas, ser repatriado para los juzgados y finalmente, por la gran
habilidad que le valió el sobrenombre, resultar absuelto, aparecía como una
desenfadada caricatura del viejo bandolerismo. Precisamente, unos días antes,
se había estrenado de picador, formando parte de la cuadrilla del novillero
«Morenito de Alcalá», en la misma plaza de toros linarense. Lo imaginaste
rejoneando con mucha figura de entrada y nervios luego, sujeto a su heroica y
destripada jaca como a un clavo ardiendo, entre pitos y burlas del público.

«En Alcaraz, que yo sepa, sólo queda un bandido de temple», añadió


Ramos, mirando a un lado y a otro con precaución. «Somos buenos amigos,
pues coincidimos en que se nos persiguiera no por rebeldía, sino por la mala
estrella de una muerte accidental. En todo caso, podría ponerte en contacto
con él. Siempre que eso no vaya a comprometerme para nada». Y, como para
excusarse, concluyó: «No sabes lo desagradable que es estar en el talego. La
comida de bazofia, la soledad, y, sobre todo, el insoportable olor a
inmundicias, que no sé por qué razón, aun libre, no me ha abandonado».

Obtenidos el plano y la breve nota de presentación, metiste la mula en un


vagón de ganado, dándole una propina al ferroviario que se encargaba de los
animales, y, con la escopeta desmontada entre el equipaje, viajaste hasta
Hellín. El paisaje frío y puro te sobrecogió, cuando te encaramabas a lomos de
la mula hacia la sierra.

Entre los malos caminos, cortados por grandes precipicios, y la nieve


fundida que dificultaba a veces el paso, la travesía se extendió a dos largas
jornadas. Pero las truchas frescas regadas con vino y la contemplación de la
naturaleza agreste, llena de sorpresas, te reconfortaban. También la calurosa
acogida de los lugareños: los abuelos de los casinos, que contaban historias de
brujería y encantamientos, los venteros, que no dudaban en llenarte el plato, y
los niños deseosos de que les mostraras los lentes de cristales oscuros.

Ahora, Jacobo, tras el ofrecimiento de dinero suficiente para sobrevivir largo


tiempo sin tener que arriesgarse con la caza furtiva, o emigrar a América, a
cambio de su colaboración en el golpe de mano, cavilaba la respuesta:

—Mala cosa el Flores —dijo por fin—. Tiene poder. Con los tiempos que
corren y el aislamiento, habré perdido el apoyo de mucha gente que antes me
tenía buena voluntad y no hubiera dudado en ayudarme. Tendré que pensarlo.
Supiste entonces que también él, como «Pernales», siguiendo el ejemplo de
«el Vivillo», pensó alguna vez emigrar a Argentina. Aunque su apego por la
sierra le hiciera desechar la idea en aquel momento.

Después de apurar el cuenco, miraba todavía reflexivo hacia el fondo de la


Quebrada, para subir después lentamente la vista al Monte Padrón —«ahora
le llaman Monte Pernales», afirmó—, alto y pelado en contraste con los otros
macizos de la cordillera.

Un prolongado ruido de digestión interrumpió sus elucubraciones.

—Voy a hacer de cuerpo. Volveré enseguida —rió—. Y no crea que le traeré


mala respuesta.

Encendiste una tagarnina, mientras aguardabas.

A un centenar de metros viste cómo revoloteaban unas palomas torcaces,


quizá espantadas por alguna cabra montesa u otro animal del bosque. Pero,
poco después, vislumbrabas, entre los arbustos, la silueta más próxima de un
guardia civil. Alcanzaste el Máuser y te arrojaste a tierra.

Sentías el corazón golpeándote en el pecho, contra el suelo, con fuerza. No


conseguías ver a Jacobo y dudabas entre abrir fuego o tratar de buscarle
primero. Optaste por ir a su encuentro, pero era demasiado tarde. Un
sargento y un guardia le apuntaban con los mosquetones, aprovechando su
comprometedora situación. Aún miró por dos veces su carabina, pero estaba
demasiado lejos y los pantalones, bajados, le inmovilizaban.

Siendo mal tirador, no podías arriesgarte a disparar sin poner en peligro al


bandido. Por otra parte, estaba el otro guardia, que ya no se encontraba en tu
campo de visión. Arrojaste el arma tras unas matas y fuiste hacia ellos.

—¡Alto, levante las manos! —gritó el sargento.

Seguiste su indicación y, al ver la mirada de desconfianza de Jacobo, moviste


la cabeza negativamente. Él apretó los dientes y, abrochándose el cinturón,
murmuró:
—Por una mierda tuve que echarme al monte y por otra me van a sacar de
él.

Ahora, de espaldas, observando la calle a través de los gruesos barrotes,


parece haber perdido el humor. No es para menos. De la esperanza en las
montañas o las llanuras americanas ir a caer estúpidamente en este calabozo.
Pero no vas a desanimarte también tú. La confusión de tu identidad te
favorece. Mientras hacen, sin convicción y, por lo tanto, sin prisa, sus
averiguaciones, tendrás tiempo de pensar la forma de sacar a Jacobo de aquí.
Aparte de la deuda que supone el haber facilitado su captura, si saliera
probablemente te ayudase todavía a no volver a Linares con las orejas
inclinadas. A dar de una vez el golpe de mano contra el viejo cacique.

Redactar sus memorias, tal como le has propuesto —y con su buena


acogida—, podría ser realmente interesante. Además de la posibilidad de
influir en la decisión del juez, tu coartada de estar realizando un estudio acerca
del bandolerismo se fortalecería y, por otro lado, al obligarle a reflexionar
sobre su pasado, acaso tenga ocasión de tomar conciencia y transformarse de
bandido en revolucionario.
PRIMERA PARTE
EL NIÑO DE RESINACIÓN

«Y estando mi madre una noche en la ceña, preñada de mi, tomóle el parto


y parióme allí. De manera que con verdad me puedo decir nacido en el río».

Anónimo. Lazarillo de Tormes.

«...La segunda faz del bandolerismo —sobre todo en los frenéticos


arrebatos de su desesperación y rabia— ofreció el escandaloso espectáculo de
una fuerza potente y temible que provocaba insolentemente a la autoridad
pública, trabando una lucha inaudita y sosteniendo con ella una verdadera
guerra social que, en determinadas regiones, estuvo a punto de quebrantar o
destruir cuanto constituye la base y condición primera de la civilización».

Julián de Zugasti. El bandolerismo.


1. MONAGUILLO ENDEMONIADO

Yo, señor, nací bajo los Chorros del Mundo, en esa enorme cueva que se
hunde leguas y leguas en la tierra sin que nadie haya conseguido nunca
vislumbrar su fondo. Que las voces se pierden por los recovecos remotos,
entre el sonido del viento y las filtraciones del agua, y, una vez dentro, no hay
luz hecha por el hombre capaz de iluminar a más de ocho o diez pasos. Por su
vastedad y por su misterio se dice que allí puso su dedo índice Dios al
comenzar la Creación.

En las aguas de la plazoleta formada por los Chorros frente a la cueva,


quietas, casi como pulidas antes del último y más suave despeñamiento, se
encontró el cadáver de quien debió ser mi madre original. Un cadáver
extrañamente bello, según oí decir años más tarde, pese a la fea y asustada
expresión que suelen tener los ahogados, y que, andando el tiempo, se me
aparecería con frecuencia en sueños.

Ni en los pueblos de Riópar y Villaverde, ni en los cortijos y aldeas,


reconocieron a la difunta, por mucho que las gentes iban a verla con
curiosidad y una pizca de miedo. No obstante, en un carro tirado de una yegua
flaca que iba a la deriva por la sierra, hallaron, entre otras de sus pertenencias,
un camafeo, con el pequeño retrato de un soldado, y una carta, sin sobre, en
cuyo encabezamiento se leía «Cuba, agosto de 1873», y el nombre de la
desafortunada mujer: María Gracia de los Ríos. Por eso me apellidaron de
Gracia Expósito.

Crecí, entre la acogedora familia que me descubrió dentro de la cueva, en


Resinación, aldea asomada, sobre altas rocas verdes de romero, a la orilla del
Mundo. Se llama así, Resinación, porque la riqueza que le dio vida,
transformándola de cuatro hatos de pastor en casi un pueblo, con almacén y
un animado casino, consiste en la resina.
Por las insólitas circunstancias de mi nacimiento y el hecho también poco
común de que siendo muy niño sobreviviera a una mordedura de víbora, fui
objeto del aprecio de unos pocos y la desconfianza de los más. Según las
murmuraciones, tan pronto era en realidad hijo de mi padre adoptivo, que, al
no conseguir descendencia con su esposa, me habría engendrado en una
mujer remota y diabólica, como del alguacil, buen mozo de quien las malas
lenguas del lugar no lograban averiguar chanza. Origen este último que,
créame, señor, hubiera aceptado de buen grado, porque habría supuesto
nacer al abrigo de la ley.

Mi padre —aunque fuera adoptivo le llamaré padre a secas, pues como tal
se comportó y hasta llevo su propia sangre, por la transfusión que me
practicaron tras el dentellazo del reptil—, José Alegría de nombre, era pelador.
Padeciendo de un mal que dicen hipocondría y hace el parar muy serio,
tristísimo, aunque el oficio de resinero se pagaba mejor, no soportaba
enfrentarse cada día a los pinos heridos y llorosos. Prefirió el menor jornal que
da el desbrozo. De su trabajo hecho a desgana, para sobrevivir, y con cierta
rabia, debí heredar la fatalidad que había de llevarme siempre a destrozar,
contra mi voluntad, como a golpes de hacha provocados por mano ajena,
aquello que amaba.

No interprete usted estas palabras como una confesión de los crímenes de


que se me acusa en periódicos y gacetas. Por el contrario, querría desmentir
rotundamente desde el principio esa falsa leyenda. Con el rostro de cicatrices,
desgarbado y tuerto, para tener acceso al afecto de las mozas tuve que
inventar y difundir —en mala hora— inverosímiles ficciones sobre el tamaño
de mi miembro. Que lo demás fue pura degradación, y equívoco
enaltecimiento, de la fantasía del pueblo.

Mi padre, después de pelar los árboles talados, estibaba troncos y ramas en


el serón de un perezoso mulo, para bajar a la serrería de un terrateniente que,
a bien decir, de emplear términos militares, se habría quedado en
terrasargento. Pues tener, poco tenía, de no ser la fea cortijada, hervidero de
maleza, casi en ruinas, y un pequeño negocio de leña y madera que sólo debía
darle quebraderos de cabeza.
Yo, de zagal, ayudaba al uno a pelar los árboles y transportarlos y al otro a
atar la leña en prietos haces y guardarlos en lugar seco para que, más tarde,
quemaran mejor. Aunque realmente, en lo tocante al aserrador, más que
ayudarle yo, me ayudaba él a mí. Cuando le daba por hacer algo, en vez de
buscar el calor de un fuego o tumbarse con una botella de vino al sol.

Nunca alcancé a comprender por qué bebía tanto, pues cuanto más
empinaba el codo más pálido y grave pintaba su rostro. «La hipocondría
también se pega, hijo» me aseguró una tarde, rascándose hasta sangrar en el
vientre y los brazos, después de zambullir en un barreño a su perro. Y como se
rascaba y yo aún no sabía el nombre de esa enfermedad, pensé que se refería
a las pulgas. Sin embargo, pronto pude comprobar de qué hablaba de mi
padre. Y de su verdadero mal pasó a hablar de otro ficticio pero que, por lo
que decía, estaba en la mente de todos los lugareños.

Sabiendo lo mucho que había penado, sentí indignación. Se le tildaba de


endemoniado porque, antes de emparentarse con la que haría para mí las
veces de madre, compartió las hogazas de pan y las gachas con tres mujeres
sucesivas, pereciendo todas ellas entre largas y dolorosas convulsiones, como
poseídas de un extraño mal. El aserrador borrachín levantaba los tres únicos
dedos de su diestra —los otros se los había rebanado una de las escasas
ocasiones en que empuñó el serrucho—, insistiendo en que las tres muertes y
las tres semejantes eran demasiada casualidad.

Esfuerzo me costó dominar el impulso de responderle con malas palabras.


Pero, creyendo que al vivir siempre aislado desconocería mi condición de
expósito, por defender a mis benefactores, dije:

—Si estuviera endemoniado y eso provocara la muerte de las mujeres en


parto, yo no estaría aquí.

—Es que tú no eres hijo de la Milagros —rezongó, trazando perezosamente


un dibujo en tierra con la punta de un leño—. A ti te parió el diablo.

No pude contenerme esta vez. Le di de patadas en los costados, buscando


su abarrilado estómago, que protegía riendo como un demente, y eché a
correr hacia el bosque.
Entré por la zona de los pinos de resinación. En la carrera, una rama seca y
punzante, como la garra de un lobo, me golpeó en pleno rostro. Dolorido, con
la sensación de hallarme en el momento culminante de un mal sueño, descubrí
el líquido blancuzco y sanguinolento entre mis dedos. El aire del bosque se
hizo como más luminoso, pesado y sólido, casi irrespirable. Antes de tentarme
siquiera la cuenca del ojo, comprendí que había quedado tuerto.

Cuando regresé al chozo de mis padres, con un pañolito sobre el feo hueco,
ella gritó de dolor, apretándome contra su seno un momento, mirándome
como a un demonio luego, vuelta a estrecharme y a gritar, y él, sentado junto
a la lumbre, de perfil, se limitó a observarme con la mirada húmeda. Tanto
daban la impresión de padecer que, atolondrado como estaba, intenté darles
ánimo:

—Mirad, no os preocupéis. Que si heredara el mal de padre, el percance


sería para bien, pues menos lloran tres ojos que cuatro.

—¡Capaz eres de burlarte de Satanás! —exclamó mi madre Milagros,


histérica, dándome una cachetada, para a continuación volver a sollozar—. ¡Ya
te dije que no pasaras nunca por la cueva de la Tía Celestina! ¡Le sacaste la
lengua, bendito, y te echó mal de ojo!

Aún zagal, yo estaba convencido de que la desgracia no era resultado de


ninguna brujería. Cuando los viejos de Resinación contaban que la tal Tía
Celestina penetraba por las noches a través de las cerraduras, me daba la risa.
Es cierto que le había sacado la lengua jugando, pero no una vez sino muchas,
y ella, en lugar de enfadarse, alzaba sus faldones y se reía.

Aquella noche tardé en dormirme, con la desagradable sensación de vacío


bajo el párpado derecho. Cuando al fin concilié el sueño, me hallé frente a los
Chorros, cuyas aguas centelleaban a la luz intensa de una mañana templada.
Allí, en la plazoleta de aguas calmas, flotaba el cadáver de mi madre María
Gracia. Estaba boca arriba y tanto sus ojos como sus labios, risueños,
expresaban una felicidad abismal.

Al abrazarla, sentí que bajo su piel, reblandecido y blanquísima, algo latía. La


besé en la mejilla, esperanzado, y su cuerpo fue recobrando lentamente vida.
Con el nerviosismo y la alegría, en un brusco movimiento, nos desplomamos
junto al borde del precipicio, donde caía, imperceptiblemente, sin corriente,
silenciosa, la cascada. Pese al peligro, no hicimos nada por incorporarnos. Yo
me sujeté a una piedra con un brazo; con el otro, la retenía a ella. «Cuéntame,
mamá», le dije, «¿es cierto que mi padre fue un héroe en la guerra de Cuba?».
Su sonrisa se prolongó hasta un punto en que tuve la impresión de que habían
transcurrido siglos. Sus cabellos rubios empapados y sus ojos dulces me
envolvían por completo, llevándome muy lejos, entre extraños paisajes
subterráneos, iluminados por una lava lejana y esplendente. Sus labios se
entreabrieron; comprendí que por fin iba a hablarme. Pero entonces desperté
sudando.

Clareaba ya a través de la ventana y no logré dormir más. Temía hundirme


de nuevo en el mismo sueño y que las aguas me arrastraran, abrazado a mi
madre, al fondo del valle.

A raíz del accidente, dejé de trabajar varios días. Me fabriqué un tirachinas


con una rama de olivo y, procurando resignarme a la pérdida parcial de la
visión, comprobé que con un único ojo, y sin necesidad por lo tanto de guiñar
el otro, tiraba mejor. Que en apenas una mañana me cobré tres pajarillos.

Sólo la actitud de Teresita, la hija de Víctor «el Alimañero» y Blanca la del


Pan, vecinos de mi chozo, me entristeció un poco. Pues si antes ya le había
inspirado algún miedo, por el vello precoz que negreaba mi pecho, ahora era
verme y salir, como quien dice, corriendo.

Y eso cuando sus padres fueron de los pocos que mostraban por mí afecto.
Víctor me había enseñado a perderles el miedo a las serpientes, cuyos huevos
—buen conocedor de los lugares donde anidaban— recogía en épocas de
encantamiento, para cebar luego a las crías, cocinar su carne y vender las
pieles en el mercado de Elche de la Sierra. Era un hombre alto y recio, de buen
color, pese a que sus ojos reflejaran, apagados, pálidos, el largo tiempo pasado
en la cárcel. En efecto, el año de mi nacimiento, con la instauración de la
quimérica República, la aldea se declaró cantón independiente y, tras el golpe
del general Pavía, al acudir las fuerzas de la Guardia Civil (con cuatro disparos
al aire, que produjeron la muerte de una gallina y un brazo herido), Víctor fue
uno de los pocos que ofreció resistencia, y purgó varios años en las mazmorras
del castillo de Chinchilla. A su salida, de cuidar palomas, como hacía antes,
pasó al oficio de alimañero.

—No son las víboras lo que has de temer —me dijo, mientras alimentaba a
unos hurones—, siempre que conozcas sus costumbres. Les gusta echarse al
sol, y el calor les hace emborracharse con su veneno. Entonces, les molesta
mucho que las interrumpan en tales momentos, y por eso muerden a todo lo
que les parezca extraño y perturbe su ensimismamiento. De encontrarte una
en tu camino, tienes que quedarte quieto, evitar el sudor, desplegando los
brazos, para alejarte luego sin prisas, comportándote como un animal más del
bosque. Si te mordió una de chico, sería porque llorabas o te movías mucho.

Me enseñó la colección de serpientes que guardaba, vivas, en grandes cajas


de madera y tela metálica muy fuerte.

—Ésa de vientre amarillo y dorso color café con dibujo escalonado es la


serpiente escalera. Esa otra, la más grande, que desenroscada llega a alcanzar
los doce y catorce palmos, verde y marrón, aunque también tiene veneno, que
utiliza para adormecer a sus presas, no muerde al hombre. Pero, eso sí, de ver
una, no te acerques, porque da tremendos coletazos; sobre todo, cuando está
en celo.

Yo intentaba perderle el miedo a aquellos bichos, pero sus ojos de rejilla, las
cabezas achatadas y las pieles sinuosas y de apariencia húmeda me
repugnaban un poco; a veces no podía evitar un estremecimiento que me
anudaba la garganta.

—No son las víboras ni las serpientes lo que hay que temer —insistía Víctor
«el Alimañero»—, sino los alacranes, que salen una docena debajo de cada
piedra y la picadura resulta muy dolorosa.

Blanca la del Pan, al verme sin duda algo pálido, me hizo pasar a la cocina y
me puso una escudilla con miel sobre hojuelas de hojaldre, que las hacía tan
buenas como dicen que las hacen en Lietor, al otro lado de la sierra. Pero
cuando llegó Teresita, con sus ojos negros y brillantes, semejantes a tizones, la
naricilla muy empinada y los dientes mellados, graciosos, apenas me saludó.
Hubo una sombra en su mirada, y salió enseguida de la cocina.

La observación de las gentes que me permitió aquel tiempo de asueto fue


bastante dura. Había, sí, con pocas excepciones, una desconfianza y un
rechazo general, en mayor o menor grado, hacia mi padre. La misma
desconfianza y el mismo rechazo, por ejemplo, que mostraban por la Tía
Celestina.

Aparte de Víctor y Blanca, únicamente don Jesús Ángel, el cura que oficiaba
en la ermita de Riópar, parecía apreciarlo. Llegaba cada domingo a lo oscuro,
sobre su mulo reventado de correr de pueblo en pueblo, y, sin tomarse el
menor descanso, celebraba la misa. Una vez, probablemente tras enterarse de
las calumnias de que mi padre era objeto, decidió pasar la noche en nuestro
chozo. Yo, de buena gana, le dejé mi jergón, y fui a dormir bajo la techumbre
de «el Alimañero». Dormí sobre un lecho de paja cerca de Teresita, que no
cesó de moverse entre sus sábanas, incapaz de conciliar el sueño,
seguramente incómoda por mi proximidad.

A la mañana siguiente, con un ojo abierto, el bueno, y el otro cerrado,


simulando dormir todavía, pude vislumbrar que la zagalilla me escrutaba
atentamente, como a un animal extraño. Giré el rostro, sonriéndole, con un
guiño. Ella se ocultó bajo la sábana y estuvo así largo tiempo; pero después
empezó a bajarla y sobre la blancura aparecieron unos ojos redondos como
platos.

Aquella mañana me aguardaba una buena sorpresa. Si bien mis padres, con
la mirada húmeda, daban la sensación de haber pasado la noche mondando
cebollas, el cura tenía una expresión radiante.

—Jacobo —me dijo—, ¿no te gustaría dejar por un tiempo Resinación,


conocer otros lugares de la sierra y el llano?

—Sí, señor —contesté rápidamente, imaginando nuevas tierras, almacenes


y ventas soleados en los caminos de Albacete y Almansa, las ferias.
—Pues tus padres ya han dado la conformidad —añadió el sacerdote—.
Vendrás conmigo. Eres un muchacho despierto y harás, sin duda, de buen
monaguillo.

Fui, en efecto, buen monaguillo. De la mano de don Jesús Ángel aprendí a


leer y a escribir; incluso un poco de latines. Que pese al trajín de los domingos,
durante los otros seis días semanales encontrábamos siempre tiempo. En
varias ocasiones visitamos Hellín, donde pude presenciar, vibrando con la
insistencia del redoble, las grandes tamborradas, y una vez llegamos hasta
Albacete, descubriendo yo, al fin, el colorido de las ferias y su hermoso
ganado. Allí, a raíz de una disputa en la venta de unas reses, observé por
primera vez, atónito, con piel de polluelo, tirar de cuchillo a unos mozos.

Entre hospitalarios chozos, posadas, caminos e iglesias, se fortaleció mi


aprecio por la persona del clérigo, siempre afable y bienhumorado. Era tan
generoso conmigo como sagaz ante los feligreses que le daban obsequios en
mal estado. Verdaderamente, mala sangre no podía tenerla, pues a menudo se
regalaba con los mejores mostos.

Cerca de cuatro largos años, breves en mi ánimo, ocupé el reconfortable


cargo. Si lo abandoné no fue por voluntad propia, sino porque el azar así lo
dispuso, hallándome inesperadamente perseguido a causa de una muchacha
de nácar, como las cachas de mi primera navaja.

Era hermosa y delicada, de rasgos dulces, cuya suavidad se rompía, con


cierta violencia, bajo los ojos claros y límpidos, en la boca frugal. Su talle se me
antojaba una invitación al abrazo más ceremonioso y la respiración de su
pecho rubias fuentes de heno. La veía destacarse cada domingo, en la luz
dorada del pequeño templo de Molinicos, entre los demás comulgantes, con la
tez pálida y la expresión muy tierna.

Durante la última celebración en que ayudé a don Jesús Ángel, cuando la


doncella se inclinaba ante mí cerrando una densa hilera de parroquianos, no
pude evitar que una inexplicable, malévola sonrisa aflorara a mis labios. Como
si hubiera dejado de pertenecerme la mano, al disponer la patena bajo su
óvalo, empujé hasta oprimirle ligeramente el cuello, provocando la elevación
de su mirada sorprendida, de enojo, fascinación y pecado.
Acabada la misa, después de ayudar al cura a cambiarse la casulla por los
hábitos, improvisé una excusa para dar, a solas, un paseo. Él asintió,
advirtiéndome, no obstante, que apenas disponíamos de tiempo, pues había
que ir aún a otro pueblo.

Bajé por entre los chozos hacia la fronda de pinos, barruntando que allí
encontraría el esclarecimiento del misterioso impulso de unos momentos
antes. Echada sobre la hierba, masticando una margarita, con la mirada como
ausente, estaba la muchacha.
2. RECURSO DEL TÁBANO

Mala cara pone. Quizá le moleste la insistencia en lo referente a la


hipocondría de su padre y a su propia condición de tuerto. Es posible que
incluso, por las circunstancias del cansancio, la pérdida del optimismo inicial y
la debilidad producida por los pésimos alimentos, hayas puesto un poco de
morbo en ello. Pero el caso es llenar el tiempo muerto, y llenarlo de algo que
pueda devolveros la confianza en vosotros mismos y ayudaros a salir, a los dos,
de aquí.

—Y bien, Jacobo; no le des demasiadas vueltas. Dime qué te parece el texto.

Resopla, mira al exterior a través de las rejas y vuelve los ojos hacia ti.

—Yo nunca hablaría de esa manera.

—Me he esforzado en reproducir tu lenguaje, el de la sierra. Anoche anoté


varios giros y vocablos. Sé que no es suficiente, que necesitaré unos días. Pero
considera esto un borrador. Más tarde corregiré lo que sea necesario.

Sus grandes y poderosas manos tientan, como en un gesto inconsciente,


vano, los sólidos barrotes. Se vuelve de nuevo:

—Están también los guardias. Miran con frecuencia. Se darán cuenta de que
hay mucho de tu cosecha.

—Igual que me ven escribir, te ven hablándome larga y pausadamente. Yo


tomo nota. Luego, parecerá que simplemente comienzo a corregir. Además, ya
sabes que inventar no voy a inventar gran cosa. Sólo modificaré aquello que
pudiera dañarte.

Se pasa la mano por el rostro, recostado contra el muro de tosca greda.


Regresa a su litera; se sienta en ella. Saca su petaca y empieza a liar con dedos
nerviosos un cigarro.
—Empleas demasiadas palabras raras —insiste.

—¿Palabras raras? ¿Como cuál?

Pega la goma adhesiva del cigarro y se lo lleva a los labios.

—No sabría decirte. No recuerdo justamente, pero hay palabras, varias, que
no comprendo.

Desde la mesa a la que estás sentado le extiendes el yesquero para que se


encienda el tabaco verde y pestilente de la sierra. Mientras arroja las primeras
bocanadas de humo, retomas las hojas escritas y, verticalizándolas sobre la
carpeta, las ordenas:

—Volveré a leerte. Enmendaremos. Si quieres, te enseñaré, además, el


significado de algunas voces.

Parece reflexionar. En las comisuras de su boca, se dibuja un rictus áspero.

—No es tan difícil, Jacobo.

—Me gustaría aprender. Pero no hay tiempo para eso. Hagámoslo más
sencillo desde el principio.

—Lo difícil es precisamente eso, el principio. Bastante esfuerzo me ha


costado. Ahora vale la pena seguir el tono. Tacharé, en todo caso, algunos
vocablos, y tú buscarás sus sucedáneos.

Su ojo se fija en la rejilla de la puerta. El guardia nos observa desde allí.


Acaso crea que tramamos algo. Aguardas a que vuelva hacia el otro lado del
corredor, para interrogar nuevamente al bandido, ahora limitándote a una
mirada. Parece incómodo, como si hubiera algo que no quiere decir de manera
abierta. Al fin, se decide, envuelto por el humo denso del cigarro:

—Aparte de las palabras, hay cosas que me disgustan.

—¿Por ejemplo?

—No sé... Bueno, sí lo sé. Toda esa patraña sobre el tamaño de mi miembro.

Sonríes levemente; luego presentas un gesto serio:


—Mira, Jacobo, no es fabricarte una leyenda que te haga famoso lo que
pretendo, sino sacarte de aquí. En ese sentido, me he preguntado, mientras te
leía lo escrito, si no sería conveniente cambiar algunas cosas, como la
acusación de endemoniado que pesaba sobre tu padre, o suprimir otras, como
la de tu primer contacto, durante la comunión, con la muchacha. Pero esa
breve referencia al miembro, quitándole hierro, es imprescindible.

—¿Por qué?

—Una simple mirada al juez Maza basta, si se es buen observador, para


comprender, por sus nervios, la debilidad de su quijada y su voz temblona, que
no le va demasiado bien en la cama. Tu virilidad extremada le predispondría
contra ti. Entonces, se trata de evitar que pueda hacer cualquier tipo de
comparación. Has de aparecer, en la sala donde se celebre el juicio y en el
manuscrito, como un hombre ordinario. Incluso cabría inventar alguna tara.

—¿Y si me examinan?

—No lo harán.

—Están deseando meterme en la cárcel de por vida. Si el juicio se retrasa es


porque quieren reunir hasta la última prueba que puedan.

—Son demasiado puritanos y poco imaginativos.

—No estoy tan seguro. Y este bulto...

—Tampoco es para tanto. Pero, además, en última instancia, algo


ingeniaríamos. Por ejemplo, que cuando orinabas te atacó un tábano.

—Buenos tinglados debías organizar tú en tu tierra.

—De haberlo hecho, en la Corte estaría ahora bien instalado.


3. LAS NALGAS DEL ALGUACIL

Tras el extraño encuentro, no hubiera dudado, créame, señor, en tomar por


esposa, aun con los inconvenientes de edad tan temprana, a la tierna doncella.
Pero su padre, cazador aburrido y colérico, me corrió con la escopeta,
afortunadamente trémula, a balazos.

Aunque, como comprendería transcurrido el tiempo, en tierras valencianas,


según el lenguaje de los huertanos, tira més un pel de figa que una maroma de
barco, antes comprendí que más que el vello y el calor de una doncella tira, en
sentido contrario, mejor cuanto más lejos, arma de fuego.

Convencido de que el padre acabaría averiguando por medio de ella mi


empleo, me aparté definitivamente de don Jesús Ángel y regresé a Resinación
para ocultarme en la sierra algún tiempo. Regresar fue, sin embargo,
acudiendo de nuevo al refranero valenciano, ahora vertido a la noble lengua
castellana, como soplar en caldo frío, que estaba decidida mi estrella fugitiva,
de errantes aristas.

A la llegada, harapiento, hecho una inquisición, las gentes me observaban


distantes, en empecinado silencio. Cuando, en vista de que no daban muestras
de reconocimiento, traté de hablarles, se apartaban, con las miradas fijas y
como ciegas. Lentamente pasaban a sus chozos y cerraban las puertas, con
tiento inicial y rápida culminación de cerrajería.

Me detuve en la pequeña plaza, entre las fachadas de cal y adobe,


escuchando el insistente silbo del viento y el ruido de algún ventano mal
cerrado o algún postigo desgonzado contra la pared, seco, cortante, por
encima de remolinos polvorientos. El monte cobraba un color negruzco, como
los troncos de los pinos de resinación más viejos y entregados, bajo el halo
celeste plomizo.
Sacudí la cabeza para despejarme frente al paisaje oscurecido de pronto, en
pleno día; dejé atrás el breve laberinto de viviendas, cuyos muros
resplandecían como fósforo, y emprendí el ascenso hacia el viejo chozo
paterno, junto al de Víctor, «el Alimañero», algo alejado.

A medio camino, comprobé la razón de aquellos tonos tan negros. Un


incendio había destruido buen trecho del bosquecillo de resinación,
extendiéndose también a parte de los pinos verdes.

Desde lo alto, vuelto hacia el pueblo, que flotaba fantasmagórico sobre el


terraplén y el río, divisé el dibujo borroso y ceniciento de la serrería como en
rescoldos aún inextinguidos. Incluso creí ver que, de bajo los escombros, tras
el breve aguacero, emanaban los últimos humos.

Una vez arriba, me hallé, sobrecogido, con los músculos atenazados,


envuelto nuevamente por la claridad natural del día, ante los dos chozos
destruidos. El de mis padres estaba totalmente arrasado, sin un trozo de pared
que subiera más de tres palmos, las vigas retorcidas y los adobes renegridos.
Tampoco en la de Víctor «el Alimañero», con una única pared alzada, había
signo de vida.

Me aproximé al revoltijo de escombros. Entre los restos de una puerta casi


pulverizada, algo producía un tenue destello. Penetré cuidadosamente en el
terreno blando de los destrozos. Reconocí un collar de mi madre Milagros, del
que sólo quedaba su contorno carbonizado. Al contacto con mi mano se hizo
polvo.

Me encaminé a una majada donde, al abrigo de altos fresnos y grandes


matas de romero, estaba situado el cementerio. Recorrí las dos hileras de
sepulturas, con los nombres grabados en las cruces de madera. Pero sólo
encontré la tumba, con la tierra todavía húmeda, de Víctor «el Alimañero» y
Blanca la del Pan.

Anduve, atolondrado, con la misma sensación de encontrarme en un mal


sueño que cuando perdí el ojo, por los alrededores del recinto.
Inesperadamente, el sol, cobrando gran fuerza, iluminó un promontorio de
enormes piedras y tierra, al pie de un olmo. El corazón me dio un vuelco al ver
escrito en una vara clavada sobre la cabecera del sepulcro los nombres de mis
padres.

Desde allí, poco más tarde, tuve ocasión de observar cómo Teresita,
acompañada de un familiar, depositaba unas flores en la tumba de sus
muertos. Al menos, ella se había salvado del incendio. Tras una vacilación,
apoyado contra el olmo de manera que no podían verme, resolví cruzar la
distancia que nos separaba.

Se llevó una mano a la boca, mirándome con sus ojos grandísimos. El


hombre, bajo y grueso, malcarado, la hizo colocarse detrás, como para
defenderla de un peligro.

—¿Qué ha sucedido? —pregunté— ¿Cómo se quemó esto?

Frente al rostro silencioso y duro, crecía en mi interior una profunda


angustia. Insistí:

—¿Cómo ha podido pasar esto? ¿Y por qué han enterrado a mis padres
fuera del cementerio y sin una cruz?

—No te acerques más —dijo el hombre—. La chiquilla te teme y no es para


menos... Lo del incendio fue una locura de tu padre.

Unas gruesas lágrimas se acumularon en mi ojo sano:

—No puede ser. Él nunca hizo mal a nadie.

—En cuanto a ti —añadió el hombre—, todo el pueblo sabe que dejaste


plantado a don Jesús Ángel. Que hiciste una diablura digna de quien te
engendró.

Cogí una piedra del suelo:

—¡No le falte!

Hubo una expresión de temor en sus ojos, pero se mantuvo en la misma


postura, determinado a no prestarme demasiada atención.
—Mira, muchacho —dijo con tono persuasivo—, poco puedo tener contra
ti. Pero te daré un consejo: deja Resinación cuanto antes, que nada bueno te
aguarda aquí.

—Está bien —dije cavilando, con la piedra todavía apretada entre mis
dedos—. Me iré. Pero antes querría despedirme de Teresita.

El hombre pareció desconcertado. La chiquilla, no obstante, asomó tras él


sus graciosos ojazos.

—Yo no querría que te fueras, Jacobo —musitó, con una voz que apenas se
oía—. Pero quizá sea mejor para ti hacerle caso a mi tío.

Dejé caer la piedra:

—Me voy. Espero que no vuelvas a tenerme miedo.

Volví el rostro a los pocos pasos. Ella agitó su manecita en despedida.

—No te temo, Jacobo. Te lo prometo —afirmó.

Hice ademán de asentimiento e intenté sonreír. Regresé hacia la loma y los


pinos de resinación. Reflexionando sobre dónde ir, caminé sin rumbo por el
bosque. Sólo el agradable olor del romero y los pinos mojados por la lluvia me
impulsaban a vivir.

En escaso tiempo el sol secó aquellos parajes. Iba a partir, pero me entraron
ganas de hacer de vientre. Luego, sintiéndome vacío, busqué una rama de
olivo para fabricarme un tirachinas con el que cazar. Algo se estremeció en la
fronda. Al ponerme en pie y aguzar la mirada, perplejo, no fue otra cosa que el
culo del alguacil, blanco como harina, lo que vi. Bajo su tronco arremangado,
se movían inquietos los largos muslos, las caderas anchas y el pecho
grandísimo de Josefina «Montana», la mujer más puta del pueblo.

Cuando quise agazaparme era tarde. Apercibido el alguacil de mi presencia,


sin que mediara el alto, me encontré encañonado. Tenía el hombre mal pulso,
sobre todo por mantener el arma con una sola mano, arrimándose la culata
contra el hombro, mientras con la otra trataba de sujetarse los pantalones
desbocados. De manera que erró el primer disparo, y, al apuntarme ya a
bocajarro, abandonando el primer gesto de pudor, con la vara de olivo le di en
la cabeza. Cayó, pero consiguió arrastrarme en la caída. Continuaba
forcejeando de una manera desesperada. Comprendí que se trataba de él o yo,
pues no iba a permitir, por lo que le correspondería, e ignorando la
determinación de mi partida, que el pueblo pudiera llegar a conocer aquellos
lances. Menos todavía cuando se murmuraba de antaño, siguiendo el dicho
serrano, que la Josefina «estaba pasada hasta por el culo del alguacil».

Tiré de sus pantalones abajo, y coloqué sobre ellos la rodilla, procurando


inmovilizarlo. Los nervios le entorpecían el forcejeo, mientras yo me esforzaba
por desviar la doble boca de la escopeta lejos. En la confusión, sonó un disparo
y el alguacil, con la muerte en los ojos blanquecinos, se encogió.

Me aparté del cadáver medio desnudo y busqué con la mirada a


«Montana», que me observaba a su vez, trémula:

—No he visto nada —dijo—. No he visto nada.

—Ha sido un mal percance —contesté—. Yo sólo pretendía impedir que me


matara.

—Lo sé, Jacobo. Pero la ley te perseguirá, aunque inocente, y si te dan caza,
después de haber matado a un guardia, puedes considerarte cadáver.

Miré hacia Los Picos del Oso y El Calar del Mundo, los puntos culminantes
de la sierra, pensando que me aguardaba mal futuro. La Josefina pareció
comprender enseguida mi intención.

—Te traeré algo de suministro para que puedas echar rápido tierra de por
medio.

Nada me sorprendió su gesto. No por considerarla desprendida, que en


compensación a sus ofrecimientos amorosos bien se cobraba con gallinas,
truchas o carne de cordero, sino porque, como el mismo difunto, quería evitar
verse envuelta en escándalo.

A pesar de la fea muerte y el apremio, reparé en las beldades de la zagala.


Vestida a medias, con los pechos asomándole por entre la camisa abierta, la
piel clara, los ojos de almendra, despertó en mí un mal contenido fuego.
—Te lo agradezco —le dije, acercándome a ella.

Y tras sentirla temblar bajo la mano con que la acariciaba espontáneamente,


abrazarla, besarla y caer juntos al suelo fue un solo hecho. Nos revolcamos,
voluptuosos y frenéticos. Me perdí en la acogida brusca de sus brazos, la
estrechez de su cintura y sus abundantes senos, enterrando el temor y el
cansancio en sus labios, hasta que las copas de los árboles giraron, con la tierra
y las agujas de pino, en un dulce vértigo.

Su expresión pasó súbitamente del gozo al terror. Busqué el lugar hacia


donde miraba, si bien suponiéndomelo de antemano. El cadáver del alguacil,
casi sentado al sol, porque los matorrales le erguían la espalda, ofrecía el
frente del rostro con un enorme hueco ensangrentado.

Mientras «la Montana» se componía con torpes movimientos, continuaba


sintiendo deseo. Pero desde la fronda oteé a las gentes de la aldea, fuera de
sus casas, alertados por la detonación en tiempo de veda. Preferí abrocharme
y aguardar a que la muchacha trajera el alimento.

Tardó bastante, y más me lo pareció a mí, pues tuvo que dar un rodeo para
evitar sospechas.

—Es la primera vez que, en lugar de recibir, doy —dijo, con una sonrisa—.
Adminístralo bien.

Luego, con gesto de dolor, añadió:

—Qué daño me has hecho, tan joven, bruto... Pero también me hiciste bien.

Observé su boca roja y sus ojos intensos. Recogí el hato, busqué la vereda
de ganado más próxima y empecé a caminar con paso vivo.
4. TERESILLA «LA BIENQUERIDA»

—Y apenas despedirme de los vecinos del chozo; entre unos matorrales, casi
tropecé con el alguacil, que estaba cagando. Si para mí fue una sorpresa nada
agradable, él hizo un gesto de ira y extendió la mano hacia la escopeta.
Atónito, vi que, en cuclillas como estaba, iba a echarse la culata al hombro.
Desvié el tiro con un golpe rápido, pero se puso de pie e insistió en su
demencial instinto de disparar contra mí. Forcejeamos, y, tras una inesperada
detonación, su cuerpo quedó rígido. Por la profunda herida, en plena boca,
comprendí que estaba muerto.

Jacobo frunce el entrecejo, pensativo:

—¿Por qué ese cambio?

—La relación del alguacil con «la Montana» representaría, a los ojos del juez
Maza, un descrédito para el finado, y por extensión, para el cuerpo policial y
los representantes mismos de la justicia.

—Está bien —rezonga, con expresión de desagrado—. Haz lo que creas


conveniente. Aunque, eso sí, de salir los dos con vida, querría que, pasado
algún tiempo, escribieras mi verdadera historia.

—Cuenta con ello. Si nos dejan en libertad, en lugar de pedirte una ayuda
directa en lo referente a Flores, ya que sería para ti demasiado arriesgado en
las nuevas circunstancias, me contentaría con que me enseñaras, sin prisa, la
sierra. Durante todo ese tiempo, quizá hasta un par de meses, siempre
encontraríamos la ocasión para redactar de la forma más real posible tus
memorias.

—Ojalá podamos hacerlo. Me enoja la idea de ir al cadalso dejando tras de


mí una falsa leyenda.
Ese ruido no es sólo el que producen las botas de los guardias. Parece
intervenir el taconeo de una mujer, con pasos rápidos, precipitados. Algún
familiar de «el Derriñonador».

Los ojos del guardia por la rejilla, que vuelve a cerrarse. Estruendo de sólidas
llaves.

—Sólo podrá estar cinco minutos.

—Sí que es poco.

—Vamos, empiezo ya a contar.

—¡Jacobo!

Alta y delgada, de piel pálida y ojos negros, casi trágicos en contraste con el
desenfado de sus amplios labios, muy pintados. Una belleza sencilla,
manchega, sensual, resaltada por el vestido ajustado, con encajes en el escote
y las mangas, negro.

—¡Teresilla! Sabía que vendrías de un momento a otro.

Se abrazan impulsivamente. Al encontrar la mirada de la mujer, haces un


ademán de saludo y te vuelves casi de espaldas, en la litera.

—¡Menos efusión señores, que no estamos en una verbena! —advierte el


guardia antes de cerrar la mirilla.

Jacobo aprieta los dientes, en silencio, pero vuelve los ojos hacia Teresilla y
sonríe.

Con la mirada en el techo, no puedes evitar oír sus voces:

—¿Cómo supiste que me habían prendido?

—Al día siguiente mismo. En La Roda se hizo un bando... Has adelgazado.


Toma, te traigo queso y chorizo.

—¡Tenía ya ganas de verte!

—Con el trabajo dichoso, me era difícil ir al cortijo. ¡Lástima que no nos


encontremos ahora allí solos!
—¡Lástima! Pero ven aquí.

Tras un breve silencio:

—Espera, Jacobo. No quiero que me echen. Agotemos el tiempo, y vendré


en cuanto pueda de nuevo. Voy a quedarme en Alcaraz los días que haga falta.

—Te va bien, entonces, el trabajo.

—Ya sabes que me disgusta. Pero no hay otro remedio. Si consiguieras la


libertad... He estado pensando mucho últimamente. Podríamos irnos muy
lejos y con el dinero ahorrado montar una venta u otro negocio.

—No es mala idea. Estaba harto de la cueva, la caza, el andar siempre solo...
¿Qué comenta la gente? ¿Está conmigo o contra mí?

—De todo hay. Pero, hasta entre quienes están contra ti, casi siempre los
más viejos, muchos te admiran.

—¿Y a ti? ¿Te afectó para mal el que en La Roda descubrieran que eres mi
novia?

La risa de la mujer es fresca y aguda, casi diría que feliz:

—Algunos me miran como a un bicho raro. Hay hasta quien debe


envidiarme. Por algo me llaman ahora con el sobrenombre de «la
Bienquerida»...

El guardia se asoma por la mirilla. Seguramente se han separado, porque


vuelve a cerrar.

—¿Y quién es este hombre?

—Ah, Anselmo... Persona educada; ya ves, se ha dado la vuelta para no


molestarnos. Anselmo, ésta es Teresa.

—Encantado.

Ella inclina la frente, seria. Luego acaricia a Jacobo, y le pregunta en voz


baja:

—¿Cuándo se celebrará el juicio?


—Parece ir a retrasarse. Quizá en un par de semanas.

—Magnífico —la voz se hace todavía más baja—. Podré buscar testigos, los
más convenientes, para evitar que te condenen.

—No sabes cuánto esperaba poder verte.

—Ni tú sabes... Te quiero, Jacobo.

Se abre la puerta. El guardia muestra su carabina:

—Ya ha pasado el tiempo. No se excedan en la despedida.

—Un segundo, por favor —es Teresilla—. Apenas unas palabras más.

—Que sean pocas y rápidas. El reglamento es el reglamento.

—Jacobo, ¿tienes ya defensor?

Niega con la cabeza y pasa a mirarte a ti.

—No conozco a nadie por estas tierras.

—Está bien. Me encargaré de encontrar un buen letrado...

—Conozco a uno, Dionisio Manta, bastante vago —siempre duerme en las


horas de asueto—, pero muy sagaz... Un último beso.

—¡Señora!

—Ya está. Te quiero, Jacobo.

—¡Se acabó! ¡Salga rápidamente!

Vuelve a asomarse por la puerta entreabierta:

—Te quiero.

Jacobo aprieta los puños, con el ojo muy dilatado: —Teresa, menos mal que
contigo me até bien el pañuelo.
5. PASAJE DEL VISIONARIO

Dos hogazas de pan de trigo, media docena de morcillas y unas manzanas


constituían el hato que pudo prepararme la Josefina. Con no ser mucho, eso y
una frazada de piel de cabra era más de lo que en principio podía esperar.

Apenado por la oscura muerte de mis padres y el accidente que le costó la


vida al alguacil, enfilé sin prisa hacia un camino de ganado. Me costaba
despedirme de aquel paisaje, pero pensaba que, de momento, lo mejor sería
dejar atrás Albacete por algún tiempo, pasando a Jaén.

Afortunadamente había comenzado la primavera. Las noches, aunque frías,


podían soportarse bien al abrigo de la gruesa y calurosa manta, en los
repechos del monte situados durante el día a solana. Sólo estaba el
inconveniente de las víboras, desencantadas tras el invierno y siempre en
busca del calor. Pero por las instrucciones de Víctor «el Alimañero» sabía que,
aun siendo probablemente cierto que han de morder al menos tres veces por
jornada para que no les dañe su propio veneno, rara vez atacan durante la
noche y de hacerlo la ponzoña fría pierde en buena parte su efecto.

A lo oscuro, por una ladera de tierra rojiza, entre los abundantes olivos que
señalaban el comienzo de Andalucía, divisé una pequeña ermita en ruinas.

El portón estaba entreabierto y, al empujarlo, vi que una luz iluminaba


débilmente el altar. Había una figura humana sentada en uno de los primeros
bancos.

—¿Quién anda ahí? —preguntó con voz ronca.

Aguzando la mirada, pude comprobar que se trataba de un monje muy


antiguo, de harapientos hábitos.
—Un hombre de bien al que nunca le fue peor—respondí, mientras me
acercaba.

El anciano rió, mostrando sus breves encías desdentadas. Tenía los ojos
blancos como el pedernal y la huella de una enorme quemadura acababa de
desfigurar su rostro.

—Siéntate aquí, muchacho —dijo, indicándome el banco—, que alguien de


muy alto guió hasta mí tus pasos.

Miré en torno suyo, sin alcanzar a ver hato ni indicio alguno de comestible.
Tomé asiento, desalentado.

—Te había confundido —prosiguió el monje ciego—, pese a tu respiración


holgada y la mayor pesadez que señala tu desplazamiento, con una joven a la
que se dio en llamar «Quemaconventos». Una hoguera semejaba su cabeza,
despeluznada como también debe estar su alma, si la tuvo alguna vez, pues
era sensual y despiadada. Ella fue, conducida por los demonios de la crueldad,
quien me cegó con una tea e incendió luego este recinto sagrado. Aquí, bajo
los hábitos, hay cicatrices tan dolorosas como la que me cruza el rostro.

El hambre pudo más que la piedad, y se me escapó un prolongado bostezo.


Por la risa incoherente, supe que me hallaba ante un loco.

—¿No has comido? —preguntó luego, jugando con la cruz de metal que
llevaba colgada al cuello.

—No desde primeras horas de la tarde. Y estoy habituado al calor de las


truchas y el cordero, que son muy buenos en mi pueblo.

En el rostro desfigurado se dibujó una mueca de voluntad risueña:

—¿Y si te diera, tras confesión, el mejor alimento, Dios?

—No —contesté rápidamente— que por el hambre podría confundirlo con


algo material y cometer sacrilegio.

—Unas horas de ayuno no son para tanto.


—Si se está quieto, quizá. Pero yo no he dejado de hacer camino todo el día,
y el monte me despierta aquí, en el estómago, como un voraz gusanillo, que
muerde si no recibe sustento.

—Más tarde podrás compartir conmigo mi colación. Dios ha guiado hasta mí


tus pasos. Te escuché cuando venías desde la sierra alcaraceña, mucho antes
de que entraras aquí.

Sus palabras me sorprendieron, aunque luego intuí que el acento le habría


facilitado mi localización. Él volvió a despegar los labios:

—Veo a esa mala mujer, «la Quemaconventos», tan niña y tan taimada.
Tiene los ojos grandes, negros y brillantes, con las pupilas dilatadas por una luz
perversa. Te veo a ti, muchacho, llegar hasta ella y prenderla. Te veo
trayéndola, atada, sobre una mula, y a las gentes humildes de estas tierras
aclamando tu audacia.

Dada su locura, no podía imaginar que aquella joven, aunque bien distinta a
como la describía, era real y andando algún tiempo había de encontrarla.
6. DESTINATARIO

No puede permanecer quieto. Aun escondido en la guarida, debía salir con


frecuencia, bien para ver a Teresa, bien para cobrarse con su carabina alguna
pieza. Si, al margen del frío y esa bazofia inmasticable de rancho, te cuesta a ti
mismo, que has vivido a menudo entre cuatro paredes, habituarte al angosto
espacio del calabozo, más difícil ha de serle forzosamente a él, acostumbrado
a medios naturales.

Relees el manuscrito.

Demasiado fantástico el lenguaje, quizá, por esa tendencia tuya al juego.


Están las concesiones a la religiosidad y al fatalismo, de los que sólo en parte
es víctima Jacobo, que exageras a voluntad. Pero no basta. Debes pensar
siempre en la mentalidad cerrada y sin fantasía del juez a quien el manuscrito
va dirigido.
7. EL OFICIO DE PÍCARO

Con la espalda dolorida y el estómago vacío, me detuve en la entrada de


Siles, a medio camino de dos sierras, la de Alcaraz y la de Segura. Dudaba entre
recorrer el pueblo, con el fin de buscar empleo, o penar algún tiempo más por
el monte, hasta que la noticia de la muerte del alguacil hubiera pasado a
olvido.

El cielo cargado de una lluvia gris que no podía tardar en caer me decidió a
correr el riesgo, y entré en las calles blancas y anchas. A la vista de un arriero,
con dos mulas portando grandes cántaros, sentí que, como el estómago
hambriento, me ardía la boca de sed.

Tras hurgar en la faltriquera, buscando los diez céntimos que me dio el día
de mi deserción don Jesús Ángel, pensé en la forma de multiplicar su escaso
valor. Como jugar al truque con una sola pieza no valía la pena, entré
directamente en un bien nutrido mesón. Que los quesos blancos y las viandas
de montés en el mostrador y los grandes jamones colgando del techo
encendieron mi malparado entendimiento.

Al encontrarme con la mirada del mesonero, pensé que se burlaba de mi


aspecto, así maltrecho y tuerto. Pero al prestarle mayor atención, vi que, por
su parte, era bizco. Aunque bien que le daba tiempo a mirarnos a mí y a los
varios hombres que bebían vino ante la apetitosa hilera de carnes y quesos.

—¿Cuánto vale una chuleta de cordero? —le pregunté, comenzando a


desarrollar una no demasiada sencilla estrategia.

—Veinte céntimos, con un trozo de pan.

Abrí mucho el ojo, sacando la pequeña moneda y dándole vueltas en mi


mano abierta para que la viera. Luego, eché una ojeada a otros comestibles.
—¿Y esa trucha?

—Las truchas van a quince céntimos el par.

—¿Y...?

Miraba obstinado, con falso nervio, de un lugar a otro del mostrador,


siempre volteando los cinco céntimos.

—¿Sólo dispones de eso, muchacho? —me preguntó.

Yo asentí:

—Vengo, señor, de muy lejos.

—¿Y no tienes familia aquí?

—Ni aquí ni en ninguna parte.

El mesonero miró con cierta inquietud hacia una mujer bien vestida, que
acababa de entrar acompañada por un hombre de traje, chaleco e impecable
sombrero. Puso un trozo de queso y una morcilla en un plato.

—Toma, siéntate en aquel rincón y come —me dijo en voz baja—. No te


preocupes por el pago, que luego hablaremos.

—Si no es demasiado pedir, ¿querrá darme un vaso de agua?

Me pasó el vaso, lo bebí allí mismo, casi de un trago, y fui con el plato al
fondo del local. Apenas hube tomado asiento, comencé a engullir el alimento,
tratando de masticarlo dos veces por ver si me hacía así mayor efecto.

Por la extrañeza con que me pareció ser observado por la mujer y el hombre
elegantes, mientras comían muy despacio boquerones y arenques, cambié de
asiento, para no dar sino mi mejor y más sereno perfil. Devoré los últimos
restos de morcilla y queso, y me distraje jugando con la moneda.

Cuando el local quedó vacío, mientras la lluvia comenzaba a caer con fuerza,
el mesonero pasó a la cocina. Salió, poco después, acompañado de su mujer,
gruesa, de ojos bondadosos, y me llamó. Yo acudí, llevando conmigo el vaso y
el plato.
La mujer me observó muy seria. Cruzó una mirada con el mesonero, y el
hombre dijo:

—Puedes quedarte aquí, ayudando en la cocina, que, si dinero no te podré


dar, comida y buena tampoco faltará.

Menguada el hambre mordaz, me daba la sensación de tener en el vientre


una tira de polaina en vez de morcilla y queso. Que bien mirado, con calma, el
jamón amarilleaba de viejo y las viandas semejaban perro. Pero quedaba la
ensalada, el atún y los arenques en lata. Y, cansado por las varias jornadas en
el monte, acepté el empleo.

Acostumbrado a tareas más gratas (como el estibamiento de ramas de pino


o la ayuda en los oficios de la misa, guardando siempre unas horas para vagar
por el monte), las del mesón me resultaron pesadas. Por las mañanas, tenía
que acompañar al dueño al mercado y cargar sobre la espalda uno tras otro
hasta diez capazos; luego limpiar el establecimiento, destripar pollos y cortar
acelgas, patatas y cebollas. A la hora de la cocina, más que de pinche, hacía de
cocinero, siguiendo las instrucciones que me apuntaban en un papel. Por las
tardes, servía en el mostrador, hasta que llegaba la cena y, por último, había
de fregar y secar cacharros hasta el momento mismo del cierre. El trabajo me
ocupaba, pues, todo el día, sin tener más que unos minutos para cada comida,
y, por la noche, agotado, ni siquiera solicitaba permiso para dar una vuelta por
el pueblo y respirar el aire próximo de la sierra y sus pinos.

Finalmente, el jergón que me prepararon en su pequeña casa, duro e


incómodo, estaba demasiado cerca del corral. Los cacareos, cuando no el
aullido de los lobos más decididos y las violentas irrupciones del mesonero con
su escopeta, acababan de impedirme el buen sueño.

Aunque me alimentara, si no bien, en abundancia, mi aspecto no mejoraba.


Ni mi aspecto ni mi ánimo, que los días se me hacían larguísimos y las noches
breves como un pestañeo.

Advertido de que la pareja de la Guardia Civil iba allí a comer siempre a la


misma hora, procuraba quedarme, hasta que desaparecieran, en la cocina.
Todo en beneficio de las ensaladas, que a menudo y oculto probaba.
Al sorprenderme hincándole el diente a una pata de cordero bastante
extraña, por lo tierna, el comerciante cambió radicalmente. Me dio un
coscorrón y dijo:

—En adelante no entrarás en la cocina si no es conmigo o con mi mujer, que


ya he echado yo en falta otros buenos alimentos.

Al día siguiente parecía haber olvidado el tropiezo. Sin embargo, en un


momento en que el local estaba vacío, a causa de una nueva tormenta de
primavera, al cruzarse nuestras miradas, quizá por no coincidir mi ojo con los
suyos, bizcos, hizo un mal gesto. Nada dijo, pero barrunté —por lo nervioso de
su estrabismo—, que había vuelto a enojarse conmigo.

A pesar del aburrido y poco sustancioso alimento, en las dos o tres semanas
que trabajé en el mesón, crecí más de un palmo, al tiempo que adelgazaba, en
consecuencia, otro tanto. Una madrugada, antes de salir para el mercado, al
lavarme la cara, observé que lo que antes fueron cuatro pelos se había
convertido prácticamente en una nada despreciable barba. Le pedí al
mesonero que me dejara su navaja, favor que me hizo de malagana, con su
mirada extraviada.

Sin saber utilizar la afilada hoja, por mucho jabón que me diera, varios y
profundos fueron los cortes que dejé en mi cara. Al devolverle la herramienta
del afeitado, abrió mucho sus ojillos y frunció el entrecejo:

—Así no puedes trabajar —me dijo.

—¿Por qué? —pregunté, extrañado de que se preocupara por aquellas


heridas de mi rostro.

—La gente... No es buena cosa comer ante tal carnicería humana.

Apreté los dientes. Me lavé cuidadosamente, y los cortes no tardaron en


quedar secos y blancos.

—¿Ve? —le dije—. No ha sido nada. Podré trabajar tranquilo.

Después de hacer la compra en el mercado, limpiar el local y preparar la


comida, me dispuse a servir en el mostrador y las mesas. Una zagala morena,
de ojos vivos, me preguntó cómo me había hecho los cortes. Por el acento,
comprendí que era manchega. Resultó ser de una aldea próxima a la mía y
hablamos sobre aquella tierra mientras la atendía.

La mesonera me indicó que la siguiera hasta la cocina. La bondad había


desaparecido de sus ojos, dejando paso a una mirada recriminante y burlona:

—Hablas demasiado con la moza.

Estaba irritado, primero por la reacción del marido ante las heridas del
afeitado, luego por la de la mujer ante una sencilla y no excesivamente
prolongada conversación. Miré su vientre abultado, diciéndole:

—Y usted come también demasiado.

Como lo oyera el mesonero, vino hasta nosotros, y, cogiéndome por las


orejas, me arrastró hacia la puerta. Allí, sin soltarme, tirando por el contrario
fuerte, dijo:

—Te comes el mejor cordero y ahora encima le faltas a mi esposa el


respeto... Toma, mal nacido, y que no vuelvas a pisar con tus pies en esta casa.

Malamente pude evitar caer, aunque al menos conseguí no golpearme en la


cabeza. Anduve pensativo por las calles en declive, hasta donde asoma, a lo
lejos, la Puerta de Segura.

Pero, poco después, comprendí que la suerte no había dejado de


acompañarme pese a los malos modales del mesonero. En la vitrina de una
tienda recién abierta, en el Boletín del Estado, aparecía mi daguerrotipo bajo
unas grandes letras.

Caminé rápido hasta la casa de los mesoneros. Salté la tapia del corral y, de
allí, pasé a la casa. Hice un buen hato, lo envolví con la frazada, y busqué de
nuevo la calle. Que en poco tiempo había dejado tras de mí más de una legua.
8. DIONISIO MANTA

—Buenos días.

El hombrecillo, vestido con un traje de paño fino, camisola de seda y corbata


de lazo, se lleva los dedos índice y pulgar a los párpados, como para
despejarlos de legañas. Tiene los ojos enrojecidos y el cabello húmedo y mal
acicalado de quien, tras levantarse tarde, pasa rápidamente por el lavabo y
sale corriendo. Su mano, menuda, panadiza, nerviosa, sujeta una enorme
cartera.

—Soy Dionisio Manta, el abogado.

Jacobo asiente con expresión escéptica. Se rasca la barba hirsuta y la nuca,


allá donde, si no hay suerte, ceñirán el hierro del garrote. Acaba de
incorporarse a medias sobre el jergón, echando los pies a tierra, que hacen
saltar la taza desportillada y maloliente del desayuno, y con un ademán le
indica que se acomode en una de las sillas, la más próxima, situada entre la
mesa y la reja.

Sacas el reloj del bolsillo del chaleco. En efecto, es tarde: las dos menos
veinte. A Manta se le deben pegar con facilidad las sábanas. Las sábanas y la
almohada, pues sólo mal durmiendo, con constantes cambios de posición,
puede un cabello débil, escaso, arremolinarse y quedar tan tieso.

El abogado, en lugar de tomar asiento, se yergue, dejando ostentosamente


su cartera de cuero, con un llamativo cierre, sobre la mesa. Varias hojas del
manuscrito caen, por el brusco movimiento, al suelo.

—Doña Teresa Alba me ha pedido que lleve su caso —añade, conteniendo


con la mano un bostezo, y empieza a dar brevísimos pero continuos paseos en
el reducido espacio de la celda—. La señora está muy preocupada por usted.
Con toda sinceridad (lo que es de agradecer), me dijo que antes de visitarme
pensó en otros letrados.

Jacobo chapotea con la bota en el agua chirle vertida de la taza. Alza la


mirada hacia el hombrecillo, se afloja el pañuelo en torno al cuello, agobiado, y
le dice:

—¿Por qué no se sienta?

—Estoy bien de pie, gracias —responde Manta, con voz suave pero firme—.
Mi cerebro funciona mejor así. De sentarme, cansado como estoy, me entraría
sueño. Y mi sueño, no lo olvide, puede significar su muerte. Pero, me distraigo.
Como le decía, Doña Teresa se ha esforzado para que no le defienda un
abogado de oficio sino un buen profesional. No es que yo sea una lumbrera.
Sin embargo, aunque carezca del currículum de algunos viejos colegas, y pocos
hayan sido mis defendidos, he de decirle que no me ha ido nada mal.

Jacobo trata de sonreír:

—Si Teresa confía en usted, adelante.

Manta abre teatralmente su cartera. Saca unos recortes de prensa y se


acerca al bandolero.

—Ayer, apenas aceptar el encargo de su caso, fui a la biblioteca municipal y


recopilé todo lo que sobre usted se ha escrito. No sé si lo ha leído, ni siquiera si
sabe leer, pero todo esto no tiene ni pies ni cabeza.

—Sé leer.

Volviendo a sus rápidos y enervantes paseos, Manta añade:

—El mismo informe de la señora Alba no resulta demasiado coherente.


Todo son lagunas y contradicciones. El caso no va a ser fácil; pero, desde
luego, tampoco aburrido.

Esta vez, al detenerse, no consigue evitar un prolongado bostezo. Mientras


vuelve a moverse de un lado a otro, te tumbas en el jergón, sacas la petaca y
empiezas a liarte un cigarro.
—Siéntese, por favor —dice cortésmente Jacobo.

Su pie, nervioso, golpea sin embargo la ya antes zarandeada taza y el líquido


se esparce hasta mojar unas hojas del manuscrito. Te revuelves incómodo;
sigues liando el cigarro.

—Cuanto más se sincere conmigo, cuanto menos detalle omita, más fácil
resultará todo —afirma Manta, e inesperadamente añade: —Está bien, no se
ponga así. Me sentaré.

Fumas, con los ojos cerrados, sin prestarle ya atención a las palabras del
hombrecillo. Extiendes la mano hacia la pared de greda y observas los
caprichosos dibujos del humo en el aire frío.

—¡Coño, no es posible! —exclama Jacobo.

Y, al volverte, ves a Manta, con la cabeza descansando en el brazo, dormido.


9. TODO UN CABALLERO

Pasé todo el día andando, con breves descansos, entre majadas y collados.
Mientras la luz era todavía intensa, iba aprisa, animado por los nuevos paisajes
que se abrían ante mis ojos. Tras los olivos de las laderas bajas, a medida que
me internaba en la sierra jienense, se sucedían los pinos cada vez más verdes y
altos. La vista fugaz de machos monteses, algún ciervo o algún gamo, me daba
una agradable sensación de libertad, hasta el punto de no sentir en los pies el
constante y duro roce de las esparteñas.

Cuando el calor apretaba, siempre había alguna noguera de sombra fresca a


breve trecho. Me sentaba bajo su fronda o en su misma horcadura hasta que
desaparecía el sudor de mi piel.

A media tarde noté el cansancio. Con cierto sentimiento de soledad, pese a


los escalonados conciertos de las cigarras y el parloteo de cucos y abubillas,
aguardaba el momento de ver al menos a las gentes y los perros de los cortijos
montaraces. Pues cada dos o tres leguas solía haber alguna cortijada e,
invariablemente, los ladridos de los canes hacían que el mayoral, el propietario
o algún jornalero volviera los ojos hacia mí. Acaso, aguardaba
inconscientemente una invitación a sopas, gachas, cualquier comestible
caliente.

Aparte de las gentes de los cortijos, sólo me crucé con unos pastores, que
pasaron de largo, ordenando entre riscos el ganado. «A la paz de Dios» fue la
única frase que escuché, y que dije, en toda la jornada.

Ya a lo oscuro, el lóbrego graznido de los cárabos acabó por hundir mi


ánimo. Que la noche se me echaba encima sin divisar población ni aldea, y,
habituado al colchón, temía la dureza del suelo.
Medio resignado a dormir envuelto en la frazada sobre un lecho de agujas
de pinos, divisé a lo lejos una lucecilla que se aproximaba. Agucé la vista y el
oído, y, poco después, atisbé una diligencia tirada por dos veloces caballos.

Sin apenas pensarlo, con el corazón agitado, busqué un lugar más visible, en
una curva próxima y del lado a que debía dar el farol de la diligencia. Me
tumbé boca abajo, ofreciendo el todavía adolescente perfil, con los ojos
entornados y una mano expresivamente abierta.

Los cascos de los corceles sonaron muy cerca. Tuve la impresión de que no
reducían su marcha. Estaba ya tentado a levantarme y maldecir mi suerte,
cuando frenaron. Siempre en la misma postura, escuché pasos que se
acercaban. Pasos y voces. Comprendí que se trataba de un hombre entrado en
años y una mujer joven, ésta de extraño y gracioso acento.

—Espera aquí, Brenda —dijo la voz masculina.

Un potente haz luminoso me golpeó en el rostro, sin que moviera por ello ni
pestaña ni dedo. Luego la puntera dura de una bota tentó mis costados, y unas
manos suaves alzaron mi cabeza.

—Es sólo un muchacho —dijo la mujer.

Al abrir los ojos, simulándome aturdido como tras un mal sueño, vislumbré
sus rasgos delicados y su tez oscura de mulata.

—¿Te encuentras bien? —me preguntó, inquieta— ¿Qué te ha sucedido?

El hombre, en uniforme militar colonial, introdujo la pistola en la cartuchera,


mirándome con expresión adusta. Una sonrisa se dibujó sin embargo bajo sus
largos bigotes y la sombra de la visera del quepis al escuchar mi respuesta:

—Caí de cansancio. Hoy he recorrido al menos siete leguas.

Brenda tenía una hermosa boca roja que contrastaba fuertemente con su
piel suave y oscura. Sus ojos, grandes, parpadearon. Dejé caer la cabeza sobre
el pecho, como si me debatiera contra el sueño.

—Espero que no lleve compañía —dijo el militar, refiriéndose sin duda a


posibles pulgas, que no las había.
Me ayudó a levantarme; la mujer recogió mi fláccido hato, y fuimos a la
diligencia. Allí, acomodado en el blando asiento, mientras los caballos
emprendían un trote rápido, a fuerza de haber simulado sueño y seguir
simulándolo, pronto quedé dormido.

Desperté de madrugada. La diligencia se había detenido frente a una calle


empinada, de casas blancas, balcones volados y grandes rejas. Brenda me
observaba con una sonrisa maternal desde el exterior, a través del ventanillo
de la portezuela. Tenía los dientes muy blancos; o quizá resaltaban más su
blancura el color denso de su piel y el rojo fuerte de sus labios.

—Vamos, muchacho —dijo—. Hemos llegado.

El militar, mayor de lo que me había parecido la noche anterior, de unos


cincuenta años, con las largas patillas y el bigote encanecidos, apreció mi
disposición a bajar el voluminoso equipaje. Así hice, adelantándome al
ayudante del cochero, que apenas descargó un cofre mientras yo dejaba con
cuidado en el suelo tres maletas y un baúl.

—Tienes buenos músculos, chico —rezongó—. Ven con nosotros a la


hacienda. Quizá haya algo para ti.

Aunque el peso de las maletas me hacía sentir un dolor agudo en las llagas
de los pies, caminé muy ligero. Los tres hombres íbamos cargados, pero yo,
para hacer méritos, me había hecho con dos bultos.

La hacienda, situada en lo alto de la ladera, a cierta distancia de las últimas


casas del pueblo, era enorme, como para albergar a una gran familia y su
servidumbre. Sin embargo, sólo un criado la guardaba durante la ausencia del
propietario. Salió a recibirnos, apenas atravesar el umbral del recinto vallado,
con gesto de grata sorpresa. Después de abrir el portón y los ventanales de
una amplia sala, mientras el militar tomaba asiento, pensativo, en un diván,
frente a una serie de retratos familiares, la mayoría con correajes y
charreteras, el criado nos ayudó a subir el equipaje a las habitaciones.

Brenda, satisfecha por su nuevo alojamiento, fue la primera en descender la


escalinata. El militar, tras darle una propina al ayudante del cochero, me dijo
que si estaba dispuesto a trabajar duro podía quedarme.
Don José Batalla, que así se llamaba, había estado cerca de cinco años en
Cuba, alcanzando el grado de coronel. De allí trajo a la joven mulata, quien ya
le atendiera en la colonia en calidad de ama de llaves. Tenía un talante liberal y
enseguida observé que trataba a la servidumbre con familiaridad.

La limpieza de algunas habitaciones, enclaustradas a raíz de su largo viaje y


su permanencia en ultramar, fue mi primera ocupación. Luego vinieron el
ayudar en cada una de las tareas domésticas, desde la compra de suministro
en el mercado a la cocina y los más diversos recados. Casi todos aquellos
pequeños trabajos los hacía con Brenda, por la que, pese a su juventud, sentí
un afecto rayano en lo filial.

En los momentos de descanso, casi siempre en la cocina, me hablaba de su


tierra. Del clima húmedo y caluroso, de la calma con que allí se tomaba todo,
de la selva, la caña de azúcar y el tabaco. Cuando tuvo suficiente confianza,
llegó a hablarme hasta de política, de forma contradictoria, pues, estimando a
Don José Batalla y habiendo venido a España, era partidaria de la
independencia.

El pueblo, Cazorla, es realmente hermoso, con sus calles limpias, enmarcado


por los frondosos montes de la sierra. No obstante, temeroso de que las
gentes del pueblo me reconocieran, sólo bajaba cuando se hacía
imprescindible a los almacenes o al mercado. El resto del tiempo libre, que por
otra parte no era mucho dada la vastedad de la hacienda, buscaba la soledad
de los bosques.

Al igual que por Brenda, sentía afecto por el coronel, que, satisfecho con mi
trabajo, se mostraba generoso, hasta regalarme, en una ocasión, dos monedas
de oro caribeñas. Ese afecto hacia el militar y su ama de llaves había de
provocarme lamentablemente, pasado algún tiempo, una doble decepción.

Fue en una noche de insomnio. Hacía varias horas que trataba en vano de
conciliar el sueño, doblado sobre mi vientre dolorido por una mala digestión.
Escuché como alguien subía la escalinata, extrañado porque en la planta
superior sólo dormía la servidumbre y todos estábamos acostados. La luz de
una linterna pasó rápidamente junto a la puerta entornada de mi cuarto.
Temiendo que fuera algún ladrón, me levanté y eché una ojeada a través de la
cerradura. En ese momento, don José Batalla se asomaba a la habitación de la
mulata.

Atónito, vi que apagaba la linterna y de la puerta salía una luz más intensa.
Cuando hubo cerrado tras de sí, me acerqué lentamente, procurando evitar
cualquier ruido.

Primero escuché una risa femenina muy baja y, después de un breve


silencio, agudos gemidos. Ya puede imaginarse, señor, lo que sentí al ver
profanada, y sin duda complacida, a quien había venido a sustituir, para mis
ciegos ojos, la imagen nítida y pura de mi madre María Gracia de los Ríos.

No dormí en toda la noche. El dolor de vientre fue sustituido por otro más
hondo. Me movía de un lado a otro del lecho, incómodo, y cuando clareaba,
decidí abandonar mi empleo y volver a los caminos.

Antes de que nadie se levantase, me aderecé el hato, salí silenciosamente


de la hacienda y bajé hacia la calle todavía desierta.
10. EL CORONEL AIRADO

—Tenías que haber visto a aquella hembra, Anselmo. Tan tranquila, de voz
calmosa, por dentro era puro nervio. De ojos negrísimos y brillantes, la boca
llena, con unos pechos redondos que semejaban ir a romper su vestido,
cualquier gesto suyo te ponía como un hierro de marcar reses.

Ya en la diligencia, cuando pude observarla a mis anchas, en la amanecida,


pues tanto ella como el coronel dormían, me dije que debía saber más que «la
Montana». Su piel estaba perfumada, olía como las flores, y donde nacían sus
pechos, sobre su redondez, llevaba un gracioso lunar.

Cuando despertó, al ver que la miraba, lejos de turbarse, sonrió. El coronel,


por su aspecto, no estaba para correr muchos trotes, y me afiancé en mi deseo
de montar aquella formidable yegua.

Ella fue, en realidad, quien consiguió que me diera empleo. Y, desde la


primera noche, acudió a mi habitación. Le gustaba tentarme los músculos y el
pelo del pecho.

En la cama era una furia. Se movía como una culebra y dentro de ella daba
la impresión de tener unas ventosas absorbentes, que te prendían. Pocas
veces encontré una mujer tan frágil, tan delicada, y al mismo tiempo tan
fuerte.

Había trabajado en teatro. Bailaba como el diablo, moviendo el vientre y las


caderas, las piernas y los brazos de tal forma que, aun estando agotado, sentía
deseos de retozar allá donde nos encontráramos. Lo mismo si estábamos en la
cocina que en el salón.
Poseía un extraño aparato, con un reloj, que echaba dos o tres canciones de
allá de su tierra; lo ponía muy bajo, para lanzarse a bailarme una y otra vez.
Adelantaba el vientre, me rozaba, vuelta a separarse y a venirme de nuevo.

Jamás comí tanto como en aquella hacienda. Más que comer, devoraba. Y,
sin embargo, adelgazaba cada día. Tan flaco y débil llegué a estar que al final
me entraban mareos.

Si hubieras visto la cara del indiano cuando nos sorprendió en el lecho. En


realidad, nos hallábamos arrimados al alféizar de la ventana, que a ella le
gustaban las improvisaciones y yo no me paraba en miramientos.

Afortunadamente, don José, en camisa, no llevaba su sable. Pero descolgó


uno, decorativo, de la pared cuando bajaba, y tras esquivarlo en torno a una
mesa larga, de roble, tuve que volver a subir y saltar por la balaustrada.

Para no perder su empleo, ella gritaba que la había violentado. El militar no


debió creerla porque a su vez la imprecaba con malas palabras. No
demasiadas, pues también él, a sus años, brincó a tierra, para proseguir la
persecución.

Bueno, era natural su enfado. A nadie le hace gozo llegar a coronel sin haber
sido teniente.
11. EVOCACIÓN DE «ZAPATERÍN»

Varias jornadas pasé a la intemperie, en la sierra de Cazorla. Después de la


experiencia con el tabernero y el militar, pensaba que sería mejor recogerme
un tiempo en los montes, entre gentes sencillas como los pastores y los
pineros. Gracias a las dos monedas que me regaló don José pude abastecerme
de suministros para casi un mes. También me fabriqué una caña de pesca, con
la que conseguí buenas truchas, y una honda para cazar de nuevo pajarillos,
alternando así la carne, aunque fuera endeble y quebradiza, con el pescado de
plato fuerte.

Buscaba siempre lugares próximos a alguna aldea o campamento de


pastores, pues en aquellos años abundaban todavía los lobos y sus
prolongados aullidos me inquietaban por las noches. Más de una vez vi a un
grupo de hombres armados dando una batida, irritados por las carnicerías que
les habían hecho en el ganado. Cuando mataban uno, lo llevaban por granjas y
cortijos, mostrándolo como un trofeo, y se les recompensaba siempre con
buen dinero.

Aquel verano, al malestar por la sequía que hizo bajar el nivel de las aguas,
desde las del Río Mundo a las del Segura y el Guadalquivir, se añadía el
arrasamiento de las plantaciones de tabaco. El tabaco verde, clandestino, que
se cultivaba en la sierra y, pese a su fuerte olor, era muy apreciado. Los
rondines —que así llamaban a los carabineros de la Tabacalera—, tras registrar
cuidadosamente cada palmo de zona cultivable, lo destruyeron todo, y la
picadura que comercializaba el monopolio resultaba demasiado cara. Como
fumar es una de las pocas distracciones de quienes viven aislados en pleno
monte la mayor parte del año, era natural que muchos pastores dieran
muestras de desasosiego.
Había quien, a falta de humo, abusaba del vino. Por boca de un anciano de
Beas, muy dado al trago, oí hablar por primera vez con largueza sobre el más
famoso bandido manchego, que pasaba frecuentemente de Alcaraz a Segura.

El Tío Haba, como se le llamaba por un forúnculo que acababa de abultar su


prominente nariz, tenía la piel muy roja y unos ojillos vivaces. Sin parar de
hacer raros dibujos con una vara en el suelo, o alternando el juego y los
empinamientos de codo, decía:

«Zapaterín», de Pozo Cañada, un pequeño pueblo más allá de Hellín, se


albergó una vez en mi casa. Como el pastoreo no da para mucho, mi mujer
arrienda un par de pequeños cuartos. Aquella noche, estaban llenos, pero
«Zapaterín» se quedó a dormir junto al hogar, sobre un poyo. Curioseando, ya
que quien lleva una pensión tiene derecho a preguntarle todo lo que quiera al
que pretende albergue, mi mujer quiso saber por qué había ido allí. «Voy
buscando una pareja de bueyes fuertes», dijo «Zapaterín». A mi mujer le hizo
gracia porque en Beas no había bueyes y él, por la cara que ponía, daba la
impresión de saberlo bien. El caso es que, por la mañana, el bandido preguntó
cuánto debía. Ella dijo que una peseta, y «Zapaterín» le contestó que eso era
poco, que tomara un duro. Luego, como cada día, la pareja de la Guardia Civil
pasó por la pensión para preguntar qué personas habían dormido allí.
«Miren», les dijo mi mujer, «Ha estado un hombre muy generoso, que le he
pedido una peseta y me ha dado un duro». Uno de los guardias sonrió,
diciendo: «Eso es porque no le cuesta demasiado trabajo ganarlos».

—De «Zapaterín» se cuentan muchas cosas —añadió el pastor—. El apodo


le viene porque su padre era zapatero y él, de primeras, le ayudaba. Hasta que
se cansó de trabajar y desertó al monte. Fue salteador de caminos. En un
asalto, hizo un muerto. Le prendieron meses después y fue condenado a
cadena perpetua, pero escapó del penal y volvió a las andadas. Hasta que
volvieron a prenderle, durante una visita a su novia, en Pozo Cañada, y esta
vez lo llevaron a África. Supongo que la muerte que causó fue por defenderse,
pues ya digo que no debía ser mala persona cuando repartía su dinero
generosamente.
—Mi padre me contó —le dije— que a los bandoleros, aunque sólo fuera
por robar, los ejecutaban. Que una vez muertos, los descuartizaban y ponían
cada miembro en un camino para que sirviera de escarmiento.

El «Tío Haba» reía entonces. Se daba un largo trago de vino y contestaba:

—Las cosas han cambiado algo. Ahora no siempre se les condena a muerte,
y si se les ejecuta ya no hay descuartizamiento. Exponen, eso sí, los cadáveres
ante el pueblo.

Sentí alivio, pues, aunque la muerte del alguacil había sido un desventurado
accidente, recordando a veces las palabras de mi padre, me imaginaba partido
en cien pedazos. Pensé que, en caso de que me capturaran sería posible
escapar a la ejecución y, mostrando mi verdadero carácter, nada pendenciero,
en presidio, las cosas podrían acabar por resolverse y vivir en adelante
tranquilo. Ignoraba las peripecias que habría de correr por la sierra pasado
algún tiempo.
12. TENTATIVAS DEL CONFEDERAL

Guardas el manuscrito en la carpeta. Coges las distintas cartas con la tinta


todavía húmeda para el rector de la Universidad de Granada, para la escuela
de Linares donde impartías clases, para tus familiares, y vas introduciéndolas
en sus sobres.

Sacas la petaca de tabaco, cansado por la lectura del último episodio de


Jacobo y la posterior escritura. Lías un cigarro, le aplicas el yesquero, y fumas,
acomodándote en la silla, con el respaldo apoyado en la pared.

—¿Crees que saldrás de aquí pronto? —te pregunta Jacobo, levantándose


del jergón para dirigirse a la reja.

—La correspondencia ahora va bastante rápida. Puede tardar poco más de


seis días. Pon diez entre que preparan la documentación y llega con sus
respuestas. Habría sido más fácil acudir al telégrafo, pero así tendremos
tiempo para escribir tu memoria.

Jacobo mira hacia la calle a través de los barrotes, en silencio. Luego, se


vuelve:

—¿No te parece todo esto descabellado? Veo difícil que el juez pueda
conmoverse con mi historia. O lo que queda de ella, no te lo reprocho. Con
suerte, me caerá cadena perpetua. Y eso, si te envían a un penal duro y, como
yo, no sabes contenerte ni bajar la cabeza, equivale a morir con una muerte
peor aún, entre aislamientos y palizas.

Le ofreces el cigarro. Lo coge y aspira el humo, mientras tú te dispones a


fumar otro.
—No debes desanimarte, Jacobo. Eres un hombre fuerte y con la mente
clara. Quizá te ha debilitado todo este tiempo de soledad en la cueva, cuando
la gente dejaba de ayudarte. Pero no has perdido ni mucho menos tu juventud
y tu fortaleza. Confía en el manuscrito.

—Agradezco el interés que te tomas. Como el buen humor que intentas


llevar a las hojas escritas y desearías pasarme a mí. Al principio, me pareciste
loco. Pero he comprendido que, además de ser buena gente, tienes valor.

Sonríes:

—Bueno, también yo, a nivel personal, aparte del objetivo que me llevó a
localizarte, me alegro de haber hallado a alguien capaz de apreciar la libertad y
de no rebajarse a aceptar las humillaciones que los caciques imponen al
pueblo. Tú, Jacobo, harías buen revolucionario. Eres ágil, persistente en tus
proyectos, y tienes una gran capacidad para moverte a lo largo y a lo ancho de
la sierra, por tu conocimiento del terreno.

Jacobo enarca las cejas, apoyando la espalda contra el muro:

—No sé qué quieres decir con eso. La política, ya lo sabes, nunca me ha


interesado. No creo en un gobierno ni en otro. Para mí, que todo está podrido.

Empiezas a fumar del nuevo cigarro. El tabaco verde, muy seco, exhala un
olor intenso. Toses repetidamente. Luego, añades:

—Eso que has dicho coincide plenamente, aunque no te des cuenta, con la
ideología que propongo, con el anarquismo. Todo poder corrompe, incluso a
quienes empiezan a hacer política con buena voluntad. Por eso, los
confederales, los anarquistas, pretendemos destruir todo poder,
devolviéndole al hombre la libertad que le pertenece, la tierra que ahora está
en escasas manos, todo cuanto unos pocos han monopolizado, expoliando al
resto o haciéndoles trabajar por jornales insuficientes e incluso por la sola
comida.

—No te esfuerces, Anselmo. Tengo la cabeza dura, como buen serrano.


Nunca me convencerás.
Tratas de reflexionar, de buscar unas palabras que sinteticen mejor tus
argumentos. En vano, pues estás verdaderamente cansado. Te esfuerzas en no
toser, con la garganta quemada por el basto tabaco.

—Lleguemos a un acuerdo —dices, arrojando una bocanada de humo—. Si


consigo sacarte de aquí y, pasados unos días, me ayudas a preparar el golpe
contra Flores, tendrás tu documentación y tu pasaje de barco para emigrar a
América. Podrás, también, llevarte a Teresa.

—No creas que me hace gracia la idea de emigrar. Me tira mucho la sierra, y
querría vivir aquí como uno más. Tendría que pensar si partir o quedarme con
la suma que correspondiera. Pero, en todo caso, cuenta con mi palabra. De
sacarme, por los medios que sea, de este aprieto, te ayudaría a darle un buen
palo al Flores. No sólo en los preparativos. Y con gozo además, que nada me
gusta el tipo.
13. ZACARÍAS, EL CAZADOR QUIMÉRICO

Cuando los pastores desmontaban sus hatos para trasladar el ganado a otro
pasto, decidí buscar empleo en el vecino pueblo de Orcera, ya en la sierra de
Segura.

Apreté el paso, pues el cielo aparecía cargado de nubarrones oscuros.


Apenas cubierta la mitad del camino, comencé a notar una profunda humedad
que me calaba hasta los huesos, y poco después vislumbré los primeros
relámpagos.

Observando la dirección del viento, busqué un saliente de roca, en el


collado, donde cobijarme. Era en la parte más baja del monte y al fondo se
abría una majada muy plana, de matorrales resecos. Allí, iluminada por un
relámpago más amplio que los anteriores, mientras se precipitaba con fuerza
la lluvia, apareció la negra figura de un campesino. Llevaba un sombrero
ancho, que parecía pamela de tanta resquebrajadura, y, entre las manos, una
vieja escopeta. Erguido, apuntando al cielo como para cazar invisibles pájaros,
no daba muestras de sentir el denso aguacero.

Salí del parapeto cubierto con la frazada, pasé rápidamente a la majada y le


hice señas, preguntándole a voces:

—¿Qué hace ahí, buen hombre? ¿A qué dispararen un cielo tan oscuro?

Volvió hacia mí sus ojos de granito.

—Se me ha escapado otra vez —dijo, agitando el puño—. Pero por Satanás
que no he de tardar en alcanzarla.

Y empapado, con el agua cayéndole desde el sombrero al rostro a


goterones, volvió a llenar la recámara del arma. Apuntó cuidadosamente a
algún punto misterioso de allá en lo alto. Descerrajó un tiro, maldijo, y me
observó un momento con el entrecejo fruncido:

—Siempre se me escapa. Es difícil darle, hasta para un buen cazador, pues


apenas presenta cara y, cuando lo hace, zigzaguea.

Sin conseguir ver, pese a aguzar la mirada, pájaro alguno, ni alondra ni


cuervo, y ya con la manta y las ropas mojadas, escuché su último disparo.

—¡Se me volvió a escapar! —gritó, con expresión desesperada, de


desaliento, mientras cobraban mayor profundidad las numerosas arrugas de
su rostro.

Cargó el arma más lentamente que las veces anteriores y pareció ir


recuperando la serenidad. La tormenta había oscurecido totalmente el cielo,
todo agua, con escasos y cada vez más distantes truenos.

El hombre se colocó la escopeta en bandolera y anduvo a paso rápido hacia


el fondo de la majada. Luego se detuvo con la cabeza gacha, como acusando
un duro golpe. Volvió hacia donde yo estaba y me dijo:

—No hay albergue ni aldea en una legua a la redonda. Ven a mi granja,


zagal, y encenderé unos leños.

Me apresuré a coger el pequeño hato, mojado pese al improvisado


parapeto, y corrí hasta alcanzar al extraño cazador ya en marcha. Parecía
nervioso y apenado, mirando de cuando en cuando los resplandores lejanos.
Preferí no preguntarle más qué deseaba cazar en el cielo vacío.

Cruzamos un tramo de bosque, él siempre un poco adelantado, la espalda


algo corva, el perfil obstinado, y llegamos a su granja, silenciosa y negra en la
noche temprana. Tan negra que la fachada, con la piedra desnuda de cal al
descubierto, parecía quemada. Desde dentro, en el techo, se observaba una
mala reparación, con abundantes goteras.

El cazador encendió la lámpara de petróleo, tomó unos leños de junto al


hogar, buscó, debajo, hojas secas, y, tras ordenarlo todo, aplicó un fósforo.
Con la intensa iluminación del fuego, su rostro semejaba más el de un loco.
Reparó de súbito en que sus ropas chorreaban. Fue a una habitación, y
regresó con un par de mantas.

—Toma, abrígate —dijo—. Luego secaremos las cosas de cada cual al fuego.

Mientras nos desvestíamos envueltos en las frazadas y nos secábamos,


añadió:

—Supongo que tendrás hambre. Haré un buen guiso de macho montés. Que
Zacarías, aún amargado, siempre dio lo que tuvo.

Los jugos gástricos empezaron a actuar ruidosamente en mi estómago de


sólo pensar en las viandas tiernas del animal doradas al fuego. Simulé toser
para apagar aquellos ruidos que delataban mi querencia de sólido alimento.

Zacarías, envuelto en su manta, no dejaba de escrutar por la ventana a cada


resplandor. Su rostro se desencajaba, con una mirada fija e intensa, como de
ciego. Cuando la tormenta, por un cambio de orientación del viento, que
golpeaba en los postigos y en los cristales, volvía hacia aquel lugar, tomó la
escopeta y con los pies desnudos salió al exterior.

Cada breve espacio de tiempo sonaba una detonación. Una vez seco, me
asomé a la ventana, y le vi apuntando meticulosamente al cielo. El disparo se
confundió con la sonora ramificación de un trueno.

Por miedo a que mi protector careciera de muda y atrapara un resfriado,


dispuse sus ropas, junto a las mías, en un tronco bastante largo que había
entre leña aún sin desvastar, para apoyarlo entre dos sillas cerca del fuego. A
fin de evitar molestarle en su rara caza, y como no quedaban más asientos,
tomé acomodo en el suelo, frente al hogar.

Cuando sobrevino un suave silencio, con la conclusión de la tormenta, las


ropas estaban ya casi secas. Apreté la frazada sobre mi cuerpo y salí de la
cabaña. Siguiendo las huellas en el barro, dejé atrás la cerca, mientras
escuchaba el cacareo de las gallinas y los gritos de los cerdos.

Zacarías, cubierto malamente por la manta, de espaldas, mantenía la


escopeta terciada entre los brazos, ante un bulto oscuro, negruzco. Al
acercarme, comprobé que se trataba de un desmañado mausoleo, hecho de
pizarra y adobe repintado, con tres gruesas cruces de fresno.

—Ha vuelto a escaparse ese salvaje asesino —murmuró, blandiendo la


escopeta—. Pero juro sobre vuestra tumba que la próxima ocasión no la he de
desperdiciar.

Girando el rostro hacia mí, añadió:

—Esa maldita serpiente celeste mató en su zigzag a todos mis familiares,


destrozando este hogar. Si andas sin rumbo, quédate aquí. Te enseñaré a
manejar la escopeta y juntos podremos tenderle mejor una emboscada
mortal.

Aún perplejo por la propuesta del viejo cazador, pensando en la


generosidad que conmigo había mostrado y en el aprendizaje del manejo de
las armas, acepté del mejor grado. Pasamos a cubierto, nos sentamos en el
suelo, tentando de cuando en cuando la ropa cada vez más seca, y me relató el
momento de la desgracia. Cómo irrumpió una noche tormentosa aquella
serpiente amarilla celeste en la casa, sin apenas asomarse, con un estampido,
la lengua y los dientes detonando, mientras él conducía con precipitación aves
y puercos al corral. Cómo, con el corazón paralizado, vio un boquete ancho, de
negras grietas, en el muro ahora repuesto a medias, descubriendo, tras la
rápida fuga del criminal, las tres siluetas amadas, su mujer y sus dos hijos,
hechas carbón oscurísimo en las paredes y el suelo. Y así hablando, con los
puños cerrados, el anciano quebró en llanto.

Por un momento estuve en trance de intentar que comprendiera la sencilla


realidad, tan lejana a sus alucinaciones, pero temí contrariarle. Con la boca
bien cerrada, me limité a asentir a sus prolongadas e irresolubles quejas.

Mucho tiempo permanecí en la granja. Que primero la desesperación, luego


el abandono, habían dejado bastantes cosas por arreglar. Reparé el techo,
extendiendo pez y yeso por los agujeros, de forma que no hubieran más
goteras, y pinté con cal la pared maltrecha. Cavé la tierra, limpié los
alrededores de maleza y saqué el ganado a pastar.
Zacarías, además de obstinado, era hombre de pocas voces, no muy
comedor, pero sí generoso. A media tarde, cuando regresaba del bosque y yo
había acabado de trabajar la tierra o limpiado el corral, me enseñaba a
manejar la escopeta. Primero fueron potes o cascos de botella en lo que
hacíamos blanco, más tarde alimañas o pájaros, por último una cometa llena
de flecos que él alzaba serpenteando. La culata se fijó cada vez con más
seguridad en mi hombro. Manipulaba fácilmente la recámara, cargándola de
postas, y el estruendoso cerrojo. Aprendí a calcular en breves instantes el
desplazamiento de cualquier objetivo en movimiento, y sin necesidad del
guiño, concentraba bien mi única retina en el punto de mira.

—Ten en cuenta que siempre zigzaguea —insistía el cazador quimérico,


tirando de los dos cordeles opuestos de la cometa—. Hay que estudiar hacia
qué lado repta y luego apuntar justo donde un momento después se hallará la
cabeza.

Un sábado, ya a lo oscuro, cuando regresaba en un destartalado carromato


de Orcera, le vi sonreír por primera y única vez en todo el tiempo que con él
estuve. Pensé que había hecho una buena compra, o un buen trueque. Pero
fue una escopeta nueva lo que exhibió desde el pescante, con expresión de
júbilo. Desde entonces, doblamos los ejercicios de tiro, pues las lluvias se
sucedían con menores intervalos y aquel otoño no daba la impresión de ir a
nevar como en otros.

Pasado algún tiempo, una madrugada, entre feos cánticos de gallináceos y


rugidos de cerdo, tras las primeras gotas sentidas en el techo y las ventanas,
escuché un prolongado estruendo. La tormenta no tardó en precipitarse con
furia, sembrando de grandes descargas eléctricas el firmamento oscurecido.

Sin mediar palabra, con el rostro iluminado, Zacarías acudió a mi cuarto e


hizo gesto de que me levantara. Se había puesto una capa impermeable y,
junto con el arma, llevaba una canana atestada de municiones.

Apenas me puse en pie, vi la escopeta reluciente, como recién engrasada,


sobre la silla en que yacían mis ropas.
—Protege el cañón y las balas bajo la chaquetilla —me dijo—. Toma, por si
acaso una manta, que no se humedezca la pólvora. Esta vez hemos de darle
muerte al bandido.

Salimos a la intemperie, y Zacarías añadió:

—Le tenderemos una trampa. Apuntando cada uno a un lado de la cabeza,


tú más arriba, yo más abajo, no podemos fallar.

Pese a la alborada, el cielo se había cerrado mucho, volviéndose negro como


una cueva y los resplandores me cegaban. Trataba de seguir al cazador, pero
iba demasiado aprisa y me tremolaban las piernas, que a punto estuve de
perder una esparteña en las matas encharcadas.

—Allí, rápido —indicó Zacarías.

En dos zancadas estuve a su altura. Cruzamos una mirada, la de él dura y


fría, como de cristal, y tras apuntar brevemente a sendos lados de la cabeza
del relámpago, tiramos en andanada.

—¡Maldita sea! —exclamó, recargando la escopeta cuidadosamente bajo su


capa—. Me subiré si es necesario a un árbol, el más alto, para tirarle de más
cerca.

No sé cuánto tiempo pasé al acecho, ya sin disparar. Zacarías corría con


inesperada velocidad hacia el bosque. Totalmente mojado, la piel erizada por
el frío y los ojos salpicados de lluvia, me detuve bajo el primer árbol.

Un rayo rasgó ruidosamente la fronda, saltando entre los troncos de los


pinos. Sobrecogido, llamé al cazador con voz viva, sin obtener otra respuesta
que la caída del agua sobre la hierba y el eco de lejanos truenos.

Tras dar una extensa batida sin encontrar al viejo, volví a la granja,
aguardando que acabara por entrar en razón y regresara al calor del hogar.
Encendí el fuego y traté de secarme al mismo tiempo que mis ropas,
ordenadas en una rama como durante mi primera noche en el chozo. Sólo que
ahora ni siquiera de manta limpia y seca disponía.
La tormenta no acababa nunca y temí que Zacarías, avejentado, hubiera
decidido realmente subir a un árbol alto y, por la humedad resbaladiza y la
torpeza que dan los años, cayera a tierra. Aguardé hasta tener las ropas secas.
Una vez vestido, la tormenta había amainado y a través de la ventana asomaba
un sol lechoso, tímido. Reavivé el fuego y dispuse la manta como antes las
ropas. Luego, calculé dónde podría hallarse exactamente el cazador, el mejor
acceso para el comienzo del bosque, y salí corriendo.

El barro, cuajado, me cubría los pies y los tobillos. Ya de lejos, vi todo un


enorme pino desarraigado, negro. Tuve la sensación de que el corazón me
bajaba al estómago.

Junto a las raíces del árbol, en tierra, había una mancha oscura de rasgos
informes, inhumanos. Todo lo que quedaba de Zacarías, aparte de aquella
mancha, era el caño reluciente de su resquebrajada escopeta.
14. LA ESTRATEGIA DEL FURTIVO

Pocas gallinas y puercos tenía, Anselmo, aquel cazador fantasioso. El rayo


que destrozó parte de su chozo y mató a su familia, tras deslumbrarlo, iluminó
su poderosa cabeza.

Era el furtivo más hábil de cuantos he conocido entre los muchos que
pueblan la sierra. Sabía aguardar a tener el aire franco, o buscarlo mediante
silenciosos rodeos, de forma que la presa no pudiera escuchar el más leve
movimiento. Se acercaba lo justo, sin confiar demasiado en su excelente
puntería, y nunca se le escapó un montés o un gamo herido.

En una fresca cueva, por la umbría, desollaba las bestias y, adobada en


nieve, mantenía la carne durante semanas. Que pocas veces he comido
viandas tan buenas.

Una dolencia de hígado amarilleaba su cara, con un tono feo, de azufre,


pero tenía los ojos agudos y vivos. Las grandes orejas, que se erigían al menor
ruido, y la nariz afilada completaban su naturaleza de cazador empedernido.

También era bueno para los negocios; sacaba muchos cuartos por las pieles,
viajando, si era preciso, hasta pueblos situados a cinco o seis leguas de malos
caminos.

Aunque nunca consiguieron sorprenderle los civiles con las manos en la


masa, se conocían en las aldeas de los alrededores su obstinación por la caza y
su tino. Pero, si existe la costumbre en los bosques de que quien es visto con
una pieza cobrada recientemente debe compartirla con el que la ve, se las
arreglaba para ocultar el gamo o el montés, simulando que había errado el
tiro.
Yo fui el único que le sorprendió arrastrando a una bestia, de grandes
cuernos y muchas libras de peso. Y sucedió de forma casual, pues Zacarías,
ante la tormenta que se avecinaba, tuvo que precipitarse a pasar el montés a
cubierto.

—Alguien hirió a este macho —me dijo—. Y no es cosa de dejar que se


pudra. Ven, ayúdame a transportarlo y probaremos sus viandas.

—Quien haya sido tiene una formidable puntería —le respondí, haciendo
camino bajo el chaparrón—, que la bala ha entrado muy limpia.

Zacarías no pudo evitar una sonrisa de halago.

Luego, mientras desollaba el montés, al observar cómo yo contemplaba la


escopeta, acariciándola con las manos cuidadosamente, hubo un destello en
sus viejos ojos.

—Puedes quedarte aquí algún tiempo —me dijo—, hasta que pasen estos
días de tormenta, que parece va para largo. Y si quieres, te enseñaré a manejar
ese cacharro.

—¿De verdad? —le pregunté—. Se lo agradecería mucho, pues estoy harto


de cazar y comer pajarillos.

Me ofreció una nueva frazada y ropas de su difunto hijo, que debía tener mi
estatura. Y, andando el tiempo, cuando descuajaron las grandes tormentas de
aquellos días oscuros, me hizo una última propuesta:

—Esta tarde he de ir al pueblo. Compraré una escopeta para que sigas


ejercitando por tu cuenta. Con una condición.

—La condición que sea, déla por aceptada —repuse yo.

—Entrarás en las ventas y tabernas, comiendo con algún dinero que te daré.
Y, como quien no dice nada, comentarás que un loco de nombre Zacarías te
albergó en su chozo. Que el rayo que mató a su familia le trastornó y ahora
pasa el tiempo con su escopeta, esperando a que aparezca, convencido de que
se trata de una serpiente celeste, para sentar venganza.
Me cuidé de guardar la carabina en lugar seguro y usarla lo menos posible.
Seguí las instrucciones del furtivo. Las gentes quedaban sorprendidas por mi
relato y, según supe más tarde, Zacarías pudo así seguir cazando impune —
hasta su inesperada muerte, varios años después—, sin ser jamás molestado.
15. «LA QUEMACONVENTOS»

Puro carbón, todo negro excepto el blanco de sus espantados ojos, el


cadáver de Zacarías resultaba difícil de transportar. Por añadidura, el pueblo
más próximo donde encargar los funerales que, como todo mortal, hubiera
merecido, distaba varias leguas. De forma que lo moví lo menos posible, hasta
el pie de la noguera a cuya sombra solía sentarse a releer la Biblia, para darle
allí cristiana sepultura.

El terreno, tras la blanca capa de barro, era muy duro, y, como las manos del
difunto no soltaban la escopeta, hube de ampliar la fosa, a fin de que cupieran
los dos. Trabajo me costó, pues donde debía quedar el caño del arma surgió un
pedrusco que hizo crujir varias veces el grueso palo del azadón. Para la postre,
al buscar una rama de pino con que fabricarle una cruz, todas las que hallaba,
por enrevesadas, tortuosas, me recordaban el mal rayo que lo carbonizó.

Después de ronronear una oración, volví al chozo, preparé un hato y busqué


el camino de Orcera. Mientras miraba al cielo todavía gris, sin los destellos que
suelen acompañar a las amanecidas, aunque resignado con mi mala estrella,
no podía dejar de preguntarme qué desventuras me aguardaban en aquellas
tierras segureñas.

Tras una breve estancia en Benalde, pequeño pueblo donde se me acabó


prácticamente el suministro sin encontrar oficio alguno, casi llegué a lamentar
no haberme llevado la escopeta con que me obsequió Zacarías. Más que por
cobrarme alguna pieza para calmar el hambre, por el aprieto en que me puso
una jauría de perros salvajes. Animales de afilados dientes que, abandonados
por sus dueños en el monte, tienden a agruparse y, en su lucha por la
supervivencia, llegan a ser incluso más peligrosos que los lobos. Pues éstos, al
menos, si atacan al hombre alguna vez es porque llevan mucho tiempo sin
comer y no por puro encarnizamiento. Tuve que trepar al árbol más cercano y
permanecer allí, famélico, durante largas horas, perdiendo todo un día de
camino y posibilidades —aunque remotas— de conseguir alimento.

Cuando, dos jornadas después, llegué a Orcera, débil y desfallecido, me


aguardaba, no obstante, una grata sorpresa. El pueblo estaba de fiesta, con los
balcones engalanados de banderas, y en la plaza, bajo una hilera de fresnos,
actuaba un curioso grupo de cómicos. Una muchacha de grandes y brillantes
ojos, iba disfrazada de diablo, con un ajustado vestido del mismo color de
fuego que sus largos cabellos. Otros dos saltimbanquis representaban, bien
caracterizados, al emperador Nerón, que hizo arder la antigua Roma, y a un
ángel alado con casco de bombero. El demonio tentaba al emperador y,
cuando éste, con una antorcha, iba a quemar unas casitas de cartón, el ángel,
sacando una manguera de bajo su manta, impedía el siniestro.

Yo, con tanta sed como hambre y sin haber encontrado todavía una fuente,
sentí que la boca se me hacía agua. Sin pensarlo, tomé con brusquedad la
manguera, ante la sorprendida cara del ángel; me mojé la cabeza reseca por el
prolongado tiempo pasado al sol, y bebí ávidamente. Luego, animado por la
hilaridad que mis gestos habían producido en el público, saqué de la
faltriquera un cigarro roto y, con un ademán, le pedí lumbre a la muchacha
disfrazada de diablo. Sus ojos y su boca resplandecieron, mientras me ofrecía
la mecha prendida de un yesquero, y las gentes cerraron un apretado aplauso.

La cómica tomó mi mano, invitándome a formar fila con sus compañeros.


Tal como hacían ellos, doblé varias veces el pescuezo, y al sacudir la cabeza a la
manera de los perros, con objeto de despejarme, las risas prosiguieron.

—Hace tiempo que no veía a un payaso tan imaginativo —me dijo la chica
después de las últimas inclinaciones—. Y eso que tienes cara de no haber
probado bocado en mucho tiempo.

Su voz, aunque suave, arrastraba ciertas tonalidades graves. Era tan


desconcertante como sus ojos enormes, puros, y, sin embargo, llenos al mismo
tiempo de malicia.
Me convidó a merendar en el carro, que había dejado en las afueras.
Mientras íbamos hacia allí, bajando por una calle bordeada de faroles y
banderas, el farsante que representaba al ángel me preguntó:

—¿Dónde aprendiste el oficio?

—Bueno —respondí—, he estado en varias compañías, una de ellas italiana.


Con esta última, recorrí Madrid, Guadalajara y Ciudad Real.

La muchacha rompió a reír:

—A mí no me engañas. Tú nunca has trabajado de actor, que se te ve en la


forma tan forzada de saludar al público. Pero si te quedas con nosotros
muchas son las cosas que vas a aprender.

El barrunto de que, por ser nuevo en el oficio, pudiera cobrar menos


sueldos, me hizo fruncir el entrecejo. Pero la sonrisa de la mujer—diablo
parecía prometer una acogida casi fraterna, y, además, en aquel momento de
hambruna, la noticia de ir a comer algo era ya de por sí motivo suficiente de
contento.

Quizá por la extraña mezcla de luces y colores que abre ante los ojos el
ayuno, me daba la sensación de que todo lo que hallaba a mi paso aquella
tarde, pese a ser nuevo, lo había visto y vivido antes. Desde la ágil y cambiante
silueta de la muchacha, que pasaba con rara facilidad de parecer una niña
ingenua a gestos propios de una mujer mundana, y sus ocurrentes y
«vitalicios» compañeros, al pueblo de Orcera y la misma vivienda de los
cómicos. Consistía ésta en un viejo vagón de tren, arreglado de modo que
servía tanto para viajar, con el tiro de dos poderosos percherones, como para
vivir sin incomodidades. Por fuera estaba pintado de un rojo fuerte, excepto
en los cuadros de las ventanas, amarillos, y los tres pares de ruedas, con el
color propio de la llanta y la madera. El interior, blanco, comprendía un
departamento grande con una mesa, varias sillas y una despensa, y dos más
pequeños, separados por un breve corredor y cubiertos por unas cortinas.

Cansado como estaba, me dejé caer en una silla, mientras los farsantes se
limpiaban la cara de maquillaje. Ella fue la primera en lavarse y, cuando se
volvió hacia mí, con la tez clara y perlada por unas gotas de agua, el cabello de
fuego suelto y la boca carnosa todavía pintada de un rojo violento, el corazón
me dio un vuelco.

Estaba convencido, sí, de haber presenciado antes aquella belleza


espontánea y salvaje. Hasta me pellizqué, disimuladamente, para comprobar
que su imagen no pertenecía a un sueño. Ella, como si calara en mi
pensamiento, me pellizcó a su vez en la mejilla, riendo.

Luego, desplegó una especie de camerino para mudarse. A través del tejido
muy fino, e incluso roto en la parte inferior, adivinaba o veía sencillamente, los
movimientos rápidos de su hermoso y flexible cuerpecillo.

Salió deprisa, calzando unas esparteñas verdes, sin atarse siquiera las cintas,
con un chaleco y una falda blancos, muy ceñidos. Volviéndose de cuando en
cuando hacia mí y los otros dos cómicos, que habían tomado también asiento,
fue preparando unas gachas. En tanto acababan de hacerse, buscó acomodo
en el borde de la pila, para anudar las esparteñas. Hasta sus pequeños pies,
amarfilados, tenían una gracia exquisita.

El Nerón y el ángel me ofrecieron aguardiente, pero preferí esperar a llenar


las tripas. Por otra parte, mis ojos iban de las gachas a las piernas que la
muchacha dejaba al descubierto en el perezoso atado de cintas. Esbozó una
sonrisa, acabando el segundo lazo, y, al darle la última vuelta a las gachas, me
dijo:

—Quien tiene hambre sueña panes, ¿no es así, muchacho?

Yo, haciéndole un guiño, respondí:

—No sólo panes. También con carne tiernecilla...

Me colmó un plato y, según iba devorando el condimento, hizo para mí, con
expresión recatada e ingenua, sorprendente por la desenvoltura de que había
hecho gala poco antes, una matizada descripción del trabajo del grupo y de sus
proyectos.

La Cendia —nombre que me trajo definitivamente el recuerdo casi irreal y


borroso del visionario obsesionado con una fantasmagórica incendiaria de
cabellos rojos—, como Mateos, el Nerón, moreno y gordo, e Indalecio, el ángel
no exactamente rubio, de cabello castaño y piel panadiza, tirando a flaco, eran
de Játiva. Hecho que explicaba cierta rareza del acento, pues en su tierra
hablan otra lengua. Habían recorrido Murcia, Jaén y Granada, y se disponían a
regresar, después de una semana más de presentaciones por pueblos
serranos, a sus tierras.

Pensé que, si hablando en castellano raramente conseguí entenderme con


las gentes, Valencia podía ser para mí como una Torre de Babel. No obstante,
deseaba conocer mejor a Cendia; y trabajar con un grupo de jóvenes sin amo,
y hasta ganando unos reales en lugar de la mala comida por la que los
campesinos tenían que romperse el espinazo, era bastante para decidirme a
abandonar la sierra.

Cerramos el trato con unos vasos de aguardiente y, después de dar un breve


paseo por Orcera, regresamos, ya anochecido, al vagón. A la luz del candil,
cuando me preparaba un camastro en el espacio que había detrás del biombo,
los rasgos de Cendia y su figura entera adquirieron no sé qué de maléfico.

Temí ser, como cuando me hablaba el ciego en la iglesia ruinosa, víctima de


un encantamiento. Pero su voz era clara:

—Mañana a primera hora, ensayaremos la representación. Duerme bien,


para estar despejado y poder aportar detalles nuevos.

Sin embargo, y pese a la comodidad de hallarme bajo techo, hasta bien


entrada la noche no pude dormir, pues a poco que cerraba los ojos se me
aparecían imágenes propias del infierno. Así, soñé que mi madre, siempre
risueña y con aspecto de salud, pero silenciosa y rígida como un cadáver,
sujetando una lamparilla de carburo, me conducía a la cueva sin fin de El Calar
del Mundo. Después de mucho andar casi en vertical, nos deslumbraron unas
luces muy intensas. Tras una momentánea ceguera, me encontré solo, a cielo
abierto, en una verde ladera. Al fondo, ardía una aldea por todos sus flancos, si
bien destacaban las gigantescas lenguas de fuego de un edificio que semejaba
una iglesia. Escuché los cascos de un caballo que se aproximaba y vislumbré
una pequeña llama dilatándose. Poco después, Cendia tiraba de las bridas para
detenerse frente a mí. Iluminada por su antorcha, tenía una expresión insólita,
de alegría y odio.
16. VINO Y MANTAS

—Disculpa si interrumpo a veces la lectura a mitad de una frase. No es que


el cansancio o la debilidad, por lo mal que se come y duerme en este calabozo,
me alteren el albedrío. Al leer en voz alta, los fallos del lenguaje se hacen más
patentes, y voy señalando, para ganar tiempo, los vocablos a corregir.

Jacobo alza las espesas cejas, como saliendo de cierto sopor. Acaso, contra
toda posible esperanza, haya comenzado a sentirse morir poco a poco. ¿Qué
otra razón puede llevarle si no a esa manía que le ha tomado al pañuelo, antes
bien anudado, y la costumbre de pasarse los dedos suavemente por el
gaznate, como quien acaricia algo muy preciado?

—Tienes arrancadas de caballo y paradas de burro —dice lentamente, con


gesto burlón—. Pero no importa eso. Pensaba en otra cosa.

—Bueno —respondes con el mismo tono—, si te leo estos pliegos no es


precisamente por narcisismo, para que me aplaudas por cómo escribo. Con
frecuencia, te expresas mal; dejas muchas lagunas. Lagunas que yo he de
llenar de la mejor forma posible para hacer más lógico el discurso. Y disculpa la
pedantería, pero el motivo de la lectura es que me puedas presentar las
objeciones que consideres oportunas y las discutamos.

—No te vayas por los Cerros de Úbeda. Tampoco he dicho que no te


escuchara. O que me aburra el manuscrito. —Toma un cigarro apagado y se lo
enciende—. Pensaba justamente en eso, en las memorias. En escribir mi
historia de verdad.

—Ahora tenemos que pensar sólo en el modo de impresionar al juez,


Jacobo. Pero como te dije, en el caso de que salgas libre, consideraremos la
posibilidad de hacer ese libro.
—Ja, ja. Me gusta la idea. Tratándose de «el Derriñonador», podría
venderse en las mismas carnicerías...

Más hambre debe haber sentido este hombre que sed de justicia,
contrariamente a las tesis de tus compañeros de «El Reflector», que siempre
han querido ver en la generosidad de los bandidos a la hora de repartir riqueza
entre el pueblo un carácter revolucionario. En realidad, pese a su apariencia
física, es bastante ingenuo. Seguramente más de una vez habrá soñado con
llenar unas páginas de la historia. La voluntad de transcender, de hacerse, a su
manera, inmortal, no escapa, por lo visto, al temperamento primitivo del
bandolero.

Apaga el cigarro en la tapa de bote que utiliza, extrañamente pulcro, como


cenicero, y mueve la cabeza, para despejarse, de la misma manera que aquel
pícaro después de aplicarse el agua de la manguera del «ángel bombero».
Abre el ojo, grande e inyectado por la vigilia del sueño en este lugar frío, y
dice:

—No creas que por pensar en sacarle algún provecho a las memorias,
dejaba de escucharte.

—Me alegra saberlo. ¿Algo, entonces, que modificar?

Se rasca la cabeza, como un adolescente que buscara la forma de expresar


algo que podría ser molesto para su interlocutor.

—Jacobo...

Nos volvemos hacia la reja, donde asoma un anciano con ropas de pastor:
pellos de borrego, faja ancha y anguarina blanca. Mira a un lado y a otro de la
calle con sus ojillos asustados, y esboza una lacónica sonrisa de encías blancas
y sin dientes.

—He traído esto para usted —dice, empezando a pasar por entre los
barrotes unas mantas bien plegadas y una botella de vino—. Así se defenderá
mejor del frío.

Jacobo recoge las dádivas, preguntando:


—¿Quién te manda? ¿La Teresa?

El anciano baja la voz:

—No, las mantas son de mi hijo, que murió de puro agotamiento cuando
trabajaba de mulero para Flores, y el vino lo compramos entre varios viejos del
pueblo.

El nombre del cacique, pronunciado despectivamente, eriza tu piel. El gesto


del anciano y la referencia a la explotación que debió acabar con la vida de su
hijo te hace pensar una vez más en el ansiado golpe de mano.

—Gracias, abuelo —responde Jacobo, tras aguzar el oído para cerciorarse


de que los guardias no han advertido la conversación—. Beberé a su salud. Y, si
salgo de ésta, tenga por seguro que el Flores en lugar de vino y buen cordero
va a tomar sopa de ajos para sus restos.
SEGUNDA PARTE
«EL DERRIÑONADOR»

«…la bailarina, que también hacía las reinas y papeles graves en la comedia,
me pareció extremada sabandija».

Francisco de Quevedo. El Buscón.

«En un vivir de tantos riesgos,


las sentencias de los caballistas eran siempre obligadas».

Ramón del Valle Inclán. La Corte de los Milagros.

«... Los hombres que se niegan a asumir el papel manso y pasivo


del campesinado sometido;
los testarudos y recalcitrantes, los rebeldes individuales.
Son, según frase familiar a los campesinos, «los que se hacen respetar».

E. J. Hobsbawm. Bandidos.
1. LA FERIA SALVAJE

—En aquel vagón de tren, arreglado como vivienda y carromato, pasé,


Anselmo, mis mejores años. Almansa, Ayora, Enguera, Játiva, Alcoy, Orihuela y
Cartagena son sólo algunos de los muchos pueblos que recorrimos.
Procurábamos caer en las fiestas del lugar para alzar cada vez el escenario,
ante un público azagalado, fácil, deseoso de olvidar sus preocupaciones por las
viejas guerras, Cuba y Filipinas, el hambre y la miseria. Cambiábamos con
frecuencia de farsa y, aun cuando no la cambiáramos, abundaban las nuevas
chanzas y las improvisaciones.

A fuerza de representar en Alicante y Valencia, donde en principio tenía que


hacer de personaje mudo o con muy poca palabrería, llegué a chapurrear el
jocoso dialecto de los huertanos.

Nunca he visto gente tan vitalicia y sensual como los levantinos. Que por
esas luminosas tierras de acequias transparentes y naranjos, en vez de tener
que ocultar la enormidad de mi miembro, estuvieron a punto de alzarme un
monumento.

En la Valí de Gallinera, zona serrana donde campeaban bandidos de pistolón


y trabuco, a los que se llamaba roderos, encontramos material para nuestras
comedias. Así, en Benigánim, a pesar de la exaltación sincera a su Mare de
Déu, hasta las mujeres más viejas gozaban de buen humor. Pues, en un gran
almacén situado a las afueras del pueblo, organizaban todos los años
concursos de mucho público y desenfado. Cada una de las concursantes
tomaba asiento sobre un saco de harina abierto, cuidando de sacar antes fuera
las faldas, para dejar allí la marca de su bujero. Luego, la mujer más antigua de
todas, iba midiéndolas con una vara de olivo y, por último, le prendía a la
ganadora una rosa en el pelo, mientras la gente batía palmas y lanzaba
piropos.

Más al norte, en la serranía valenciana, conocí otras costumbres curiosas,


como el ronquido y el ventaneo. Roncar a las mozas, haciéndoles una suerte
de rebuzno, era la forma de dar a entender que se quería cortejarlas. Aunque
fuera poco fino, el caso es que, si a una moza nadie le roncaba, llegaba a
preocuparse, preguntándose qué coño le faltaba que tuvieran las demás
hembras.

El ventaneo es un rito muy común y llamativo; hay, entre otros, un dicho


bien claro:

No te asomes a la ventana,
no me seas ventanera.
Que las que van por ventana
de ciento no hay una güena.

En nupcias, los amigos del novio acuden por la noche junto a la reja de los
recién desposados. Tratan de oír los ruidos de dentro y, mientras escuchan, se
abren los pantalones y le dan al barreno. No por vicio, sino aplaudiendo a su
manera el ayuntamiento.

Pero fue cerca de la ciudad de Valencia, en Picasent, un pequeño pueblo de


la huerta, donde una comisión fallera, borracha de traca y juerga, se empeñó
en hacerme un monumento de cartón piedra.

Entre las muchas cosas que contaban los picasentinos, hubo una que se me
grabó. Decían del hijo de un cacique llamado Martorell, que festejaba largos
años con una zagala, y habiendo encontrado luego otra mejor, no sabía cómo
dejarla. Entonces, una noche, se emborrachó en casa de los padres de la novia
y, cuando se iba, hizo de vientre en la misma entrada. De ahí aseguran que
viene el dicho, muy celebrado, de Ja l'hem cagat, Martorell.
Lo del monumento, acabó peor. Todo comenzó porque en Picasent, durante
las fiestas de las Fallas, en una taberna que le dicen del «Tío Caña», se hace
una competición de alzar botijos llenos de vino con la verga. No lograban
levantarlo más de tres o cuatro mozarrones, y todos ellos a duras penas. Yo,
que había comido mariscos, porque la función de teatro salió muy bien, fue
ensartar el asa del botijo más grande y subirlo en un santiamén. Aplaudieron
mucho, invitándome a beber hasta el alba, y desde entonces mi trato con la
Cendia, que supo del concurso por el Indalecio y el Mateos, cambió. Apenas
llegué al vagón ferroviario, ella les dijo a los otros dos que mudaran de cuarto,
me empujó dentro e hizo que saltaran los botones de mi camisola de tanta
prisa como se dio.

Aunque muy tierna, de piel tersa y árida, acariciante, cuando la hube


penetrado, se transformó en una amazona llena de apresuramiento y furia.
Tanto tiempo cabalgamos en la oscuridad del vagón, donde no obstante
barruntaba las luces de sus ojos negrísimos, encendidos, y su cabello de fuego,
que a la mañana siguiente no pudo trabajar. Hube de recoger hierbas del
campo para hacerle una cura, mientras maldecía mi fortuna, pues aquella vez
había procurado hacerme con el pañuelo el tope alto. Si bien ella lo soltó en un
momento de fiebre y arrebato. Que de no ser porque conseguí frenarme, más
la habría lastimado.

Desde entonces, la Cendia dejó de comportarse unas veces como niña


cándida y otras como mujer mundana, siendo eso y mucho más al mismo
tiempo, en cada circunstancia, pues se volvió totalmente espontánea.

Me habló con franqueza de su infancia. Hija de un ebanista muy religioso,


que había llegado a regentar una gran empresa funeraria, la Cendia fue
educada en un severo convento. Allí, no sabía si por el color encendido de su
piel, sus ojos y sus mejillas —pues travesuras pocas hacía a lo primero—, le
mentaban constantemente el infierno.

Bañarse desnuda a la luz del día era pecado. (Ya te puedes imaginar cómo
irán de limpias las castas monjas. Igual con las bolitas de las sudadas podrían
hacer cuentas de rosario)... Rozar las manos o los hombros de las condiscípulas
también era pecado, como si las gentes espontáneas tuvieran que vivir a la
distancia de un leproso. Meterse las manos en las faltriqueras de los faldones
era pecado, por si el diablo hubiera practicado un roto lindante con el
infiernillo de la entrepierna. Peinarse el cabello suelto, era pecado, por si un
mal vientecillo se apoderaba de su pensamiento. Mirarse al espejo era pecado,
porque a lo mejor, vete a saber, se enamoraba de su piel joven y, huyendo de
sí misma, buscaba los brazos de un bracero.

El caso es que la Cendia, en desvelo, soñaba con frecuencia que la


devoraban las llamas del infierno. Unas veces, eran grandes lenguas de fuego;
otras, el agua hirviendo de las calderas de Pere Botero.

Cuando empezaban a formársele los pechos —no sé si está bien que te lo


cuente, pues aun muerta la respeto y la quiero—, el diablo apareció más a
menudo en sus fantasías. La tentaba con un tridente de lejos, que al
aproximarse resultaba ser un gran miembro. La poseía y luego la arrastraba
por el pelo hasta una balsa de ésas en que se bañan en verano los caciques,
pero llena de bichos raros, como dragones grandísimos, que le arrojaban
también fuego.

El haber tenido yo mismo malos sueños —aunque ver o imaginar a mi


difunta madre siempre compensaba los sobresaltos y el miedo de los paisajes
terroríficos por donde me conducía— hizo que sintiera una gran ternura por la
muchacha. O que agrandara la que desde el primer momento despertó en mí
su expresión entre atormentada y burlona.

Una noche trabó conocimiento con un campesino bondadoso, que llevaba


su sombrero de paja prendido de flores y el cabello muy largo. Las gentes de
Picasent se burlaban de él, llamándole mala fémina y cosas parejas. Pero a la
Cendia le atrajo su bondad, su rostro, que era rubicundo e ingenuo, como el de
un ángel, todo lo contrario al demonio de los sueños. Después de un paseo en
bicicleta, que el campesino llevaba siempre reluciente, cuando se acercaban al
convento, cayeron. Bueno, a lo mejor no era tan ingenuo el hombre y fingió el
resbalón.

Las monjas les sorprendieron sobre la hierba. A la Cendia la encerraron, le


dieron de latigazos hasta hacer aflorar la sangre en su espalda y su rostro, y la
tuvieron un mes a pan de centeno. Al muchacho lo denunciaron y, como le
llevaba algunos años, fue a la cárcel, por engañador e inmoral.

Como el zagal, aplomado, le había inspirado protección, alejando


temporalmente los malos sueños, al saberle lejos, el diablo volvió con mayor
fuerza que antes. El tridente era cada vez más grande y doloroso, y los lagartos
de fuego parecían esos animales africanos que llaman cocodrilos.

Cuando salió de la mazmorra, despeluznada y casi ciega, pero supongo que


con ese fuego de ira que alumbraba a veces sus ojos, su rostro y su cuerpo
entero, no dijo palabra ni comió. Durante todo el día se comportó como de
costumbre. Por la noche, ya recuperada la vista, en lugar de dormir, encendió
una vela junto a su jergón. La había tomado, en una pequeña escapada del
jardín donde paseaban sus compañeras a media tarde, de la sacristía. Pensaba
ahuyentar así al demonio. Pero, en lugar de dormir calma, mientras la cera se
consumía, no lograba apartar la mirada de la llama y sus pupilas iban
haciéndose más y más grandes.

Entrada la noche, se levantó con el cirio y, descalza, para no hacer ruido,


anduvo por los corredores y bajó las escaleras, hasta salir al patio. Tuvo que
esforzarse en abrir el portón y hacerlo sin ruido. Luego, fue al chozo del
jardinero, que dormía a ronquido lleno, rodeado de botellas de vino. Tomó
algunas ropas de la alacena, se vistió y buscó, en otro lugar, bajo una trampilla,
las antorchas que el hombre fabricaba para las fiestas conventuales de la Mare
de Déu.

Ya mucho tiempo antes, ella había ido una vez al chozo, justamente para
ayudar al transporte de las teas con otras muchachas. Por eso, no le costó dar
con ellas.

Volvió al convento. Con la mirada encendida y penetrante, los cabellos


sueltos y la figura delgadísima, comenzó a prender cortinajes y alfombras.

Cuando las monjas bajaban alarmadas por las llamas, el repugnante olor del
esparto y los gruesos tejidos al quemarse, la Cendia ya estaba sobre el caballo
del cura. Galopó hasta alejarse del lugar y se detuvo unos instantes para
observar el incendio. Aseguraba haber sentido paz y alegría. Antes de que
pudiera darle el sol, su piel recobró el color rojizo, los ojos debían llamearle de
felicidad y sus cabellos resplandecerían como el bronce recién fundido.

Desde entonces, aun cuando llevara una vida común, trabajando en el


campo, en las cosechas que se le presentaban de tiempo en tiempo,
inesperadamente sentía el impulso y la fiebre de aquella noche. Buscaba una
antorcha o algo que se le asemejara y procuraba un siniestro. Pronto se dio
cuenta de que nunca podría frenar aquellos instintos. Se le empezó a conocer
en los distintos pueblos de Valencia como «la Quemaconventos».

Por eso ideó la farsa cómica de Nerón y el ángel bueno. Era una forma de
burlarse de su obsesión y tratar de apartarla lentamente. Pero en Picasent,
ante las Fallas, de las que siempre había huido hasta tener la querencia de que
yo las presenciara, volvió a las andadas.

Después de que los falleros quisieran levantar un monumento a mi


miembro, a Cendia se le ocurrió que podíamos darle a aquello un sentido
cómico, montando una nueva farsa. El Indalecio y el Mateos no parecían muy
decididos. En realidad, desde aquella noche en que les arrebatamos el jergón,
no me miraban con buenos ojos. Pero la farsa se hizo. El Cetro de Tutankamon
llevaba de título.

La Cendia hacía de Cleopatra, el Mateos de Marco Antonio, el Indalecio de


febo (2) del romano, y yo era el antiguo faraón que resucitaba, todo cubierto
de gasa, y pretendía enamorar a Cleopatra. Como las vendas, al apretar, me
empijotaban, decidimos vendar también mi verga, dándole vueltas y vueltas.

Apenas salir, escuchamos las palmas que batían fuerte las gentes de
Picasent. Celebraban mucho las palabras y los movimientos que hacíamos.
Pero alguien debió llamar al cura, y éste a la Guardia Civil. Acabamos en el
calabozo.

Por fortuna, perseguidos la Cendia y yo por la justicia, nos habíamos


cambiado el color del pelo con unos ungüentos, poco antes de entrar en
Valencia, y ella me consiguió un sombrero ancho que me tapaba el rostro.
Los migueletes, o las gentes de rosario que convocó el cura con su griterío,
nos destrozaron la vivienda, aquel carromato o vagón ferroviario que parecía
sacado de un sueño. También los disfraces, las pinturas, todo.

Cuando salimos, a los tres días, fue porque se presentaron dos hombres
malcarados, probablemente bandidos de los que se ponían a las órdenes de
los caciques con ambiciones políticas. Por lo que supe, iban a venir unos
periodistas extranjeros y al mandamás no le interesaba que se renombrara
Picasent por anécdotas picantes o así.

Nos dejaron a las afueras del pueblo, conminándonos a que no volviéramos


si no queríamos pasar años entre rejas. Pero sin otros bienes que una docena
de reales y el par de caballos, tampoco podíamos irnos muy lejos. Caminamos
una legua y nos pusimos a trabajar en la huerta, por la comida y el techo.

Después de la primera jornada de trabajo y un pesado sueño, cuando


desperté, la Cendia no estaba a mi lado. Volvió poco después, transfigurada,
resplandeciente como el primer sol el verano. «He quemado la Falla del
Ayuntamiento», dijo.

Tuvimos que montar los caballos a toda prisa y salir al galope.

Siendo seguro que la Guardia Civil nos perseguiría, porque la Cendia había
dejado una señal con su nombre, hecha en tierra a punta de leño, el Indalecio
y el Mateos no iban a seguirnos. Prefirieron el dinero a las monturas, tras una
larga y triste mirada por los muchos buenos momentos vividos juntos, y fueron
a intentar engancharse en el tren de Madrid. Ella y yo subimos a los caballos,
no muy veloces —de tiro, como eran—, pero resistentes y dóciles, para buscar
el camino de Enguera, donde comienzan ya las primeras sierras. Alcaraz y
Cazorla volvían de nuevo a mi entendimiento.

Al filo de la primavera, pudimos alimentarnos al menos de frutos. Luego, ya


cerca de Enguera, trabajamos un par de jornadas en un hortal. Pero la mala
fortuna continuaba pesando sobre nuestras cabezas, cansadas de malos poyos
sobre los que no dormiría ni una gallina.

Formábamos cuadrilla en la recolección con dos judíos franceses de rara


beatería, que erraban por España trabajando en lo que se terciara, para poder
llegar a Cádiz y de allí pasar a África. Algún asunto debían traer con la justicia
de su pueblo, porque lo poco que nos hablaron fue cuando estaban cumplidos
de un raro líquido. El más enteco y la Cendia cortaban lo poco que quedaba en
los naranjos con unas tenazas, cuidando de hacerlo sin herir la piel del fruto ni
dejar tallo, pues éste podía clavarse en otras piezas y echarlas a perder. Su
compañero y yo sacábamos los capazos fuera del hortal, vaciábamos la carga
en cajas y las aupábamos a los carros.

La Cendia podía conversar con ellos, porque el habla valenciana se parece


mucho al francés, pero yo estaba siempre callado y caviloso. Así que cuando
ocurrió la desgracia no supe razones hasta hallarme lejos.

Sucedió que, cuando habíamos acabado la segunda jornada, la Cendia se me


echó al cuello y besó con mucha alegría, porque era víspera de fiesta y por la
noche podríamos ir de jarana. «Jacobino...» me dijo, sin que pueda recordar el
añadido. Pues el francés más robusto, de tez roja y mirada evasiva, clavando
en mí de pronto unos ojos que echaban chispas, cambió algunas palabras
indignadas con su compañero y se me vino encima a punta de navaja.

Le esquivé un par de veces, lo que no me fue difícil porque mientras atacaba


decía «Jacobino... Jacobino». Le eché a tierra de una patada, sin gran esfuerzo.
Pero cuando iba a irme se me prendió de la pierna y caímos a tierra. La navaja
rozó mi frente sobre el ojo sano y, pensando que podía haber quedado ciego,
me cegué de ira. Fue, Anselmo, el primer hombre que maté, más que por
defenderme, de rabia.

Hundí el puño en su cuello, y la nuez esa del gaznate, que le subía y bajaba
mucho cuando empinaba el codo, hizo un ruido seco. Como que ya no iba a
poder humedecerse más con mejunjes y vinos.

Tuve que atajar a su compañero, pues aunque el capataz no hubiera podido


escuchar los gritos, convenía salir de allí cuanto antes. Le até con mi faja
contra un arbusto y la Cendia le amordazó, utilizando un retazo de su corpiño.
Que el pícaro, pese a su situación, abrió mucho los ojos, y en trance estuve de
darle con los nudillos en el cráneo.
«¿Sabes por qué le he amordazado con eso?», me dijo la Cendia cuando
cabalgábamos en busca del camino de Almansa. Debí mirarla muy serio,
porque dejó de sonreír. Con gesto grave, añadió: «Ahora soy tu cómplice en un
delito de sangre. Nos perseguirán a los dos y no podrás nunca, nunca
dejarme».

Arriesgándonos a perder mi montura, aunque era obediente, salté sobre la


suya. La acaricié, sintiendo que su fuego y toda el agua, como un río inquieto,
de su cuerpo, me quemaban y henchían. Bajo el atardecer dorado, con una
luna que rompía en un claro casi blanco, entre el olor a azahar de la huerta, la
poseí allí mismo, trotando.
2. MORDAZA DEL PURITANO

Aunque Dorada Manzano descendiera, según señalaban las gacetas, del


Gran Inquisidor de Játiva D. Isaías Cienfuegos, no es cierto que pecara de
pirómana. Dicho sea esto con el mayor respeto para con su ilustre ancestro.

La quema del convento donde se educaba beatíficamente la doncella no fue


provocada por los motivos que decoran su triste leyenda. Sin que pueda poner
la mano sobre el fuego, más reales me parecieron las palabras de un hombre
instruido del pueblo de Dorada, donde acudimos para visitar a sus padres
cuando nos dirigíamos a Almansa. Lástima que ella no esté viva para hablar
por sí misma, y mi memoria, llena de lagunas tan extensas como las de
Ruidera, tampoco haya retenido su nombre. Pero en Botafocs, como se llama
la aldea, a dos leguas escasas de Enguera, camino de Almansa, sobrevivirá sin
duda, porque se cuidaba mucho y debe ser persona longeva.

Pues bien, aquel hombre, siempre acicalado y muy serio, comentó que
había un maderero interesado en la finca de las monjas, y en los bosques
próximos, de árboles altos y gruesos, donde quería instalar un almacén.
Incendiando el convento y el bosque, hizo doble negocio. Pudo comprar el
terreno barato, ofreciéndoles a las hermanas otro más pequeño de una prima
suya situado no lejos, y comprar la madera, quemada sólo superficialmente, a
precio bajo.

Como la niña, que solía leer los Evangelios hasta muy tarde, fue la primera
en descubrir el fuego, bajó asustada para pedir auxilio en el exterior. Los
relinchos de un caballo revelaron la presencia de uno de los incendiarios, a la
zaga. El hombre, encapotado, la tomó en el aire, la terció sobre su grupa, y se
la llevó, siguiendo el camino de los otros forajidos a sueldo.

Después de tenerla encerrada en una covacha hasta la noche siguiente,


cuando estaba a punto de enloquecer realmente de hambre y miedo, el
maderero dispuso que no la mataran. Le chamuscaron el vestido y una mano,
para que pareciera haber sido un poco víctima de su supuesta piromanía, y, en
la oscuridad, después de transportarla con los ojos vendados, la dejaron cerca
del convento siniestrado. Los forajidos contratados fuera, volverían después a
sus pueblos, propagando la leyenda de la Incendiaria de los Cabellos Rojos.
Como en el caso de los crímenes que se me achacan, la fantasía de las gentes
haría el resto.

Por eso, la pobre Dorada, tras el castigo prolongado y duro a que fue
sometida por las monjas, escapó a la huerta, y, gracias a la bondad de los
cómicos Mateos e Indalecio, pudo dedicarse al teatro. Teatro siempre
aplaudido, porque frente a la escasez de alegría de los españoles tras la
pérdida de las últimas colonias americanas y el oro que nos hizo grandes, ella
ponía una imaginación y un humor capaz de provocar auténtica risa hasta en
las cínicas hienas.

El amor fraternal de los dos farsantes ayudó a Dorada a burlarse de sus


propios fantasmas, escribiendo con su bella letra de monja la comedia El
incendio de Roma. Aquella representación donde quiso el destino, por una vez
venturoso, que tuviera oportunidad de unirme al grupo.

Contrariamente a lo que temí tras la primera noche en el carromato y la


pesadilla —provocada sin duda por las antiguas palabras del ciego visionario—.
Dorada no blandía una gran antorcha para quemarme el ojo, sino para
alumbrar ante mí un nuevo mundo. El mundo de la farsa y la alegría.

Durante varios años, recorrimos muchos pueblos, representando jocosas


comedias con las que distraer a las gentes de sus padecimientos y
preocupaciones de cada día. Dorada, además de prolongar la instrucción en
letras y hasta algo de latines que me proporcionara el cura don Jesús Ángel,
fue para mí una segunda madre. La misma tea del sueño borró las excursiones
alucinadas con el fantasma de la difunta María Gracia de los Ríos por las
Cuevas de El Mundo.

Sin chapotear en abundancias, lo cierto es que no vivíamos mal. Las obras


eran vitoreadas casi siempre, y, además de alimentarnos, disponíamos de
dinero para convidar a nuestra mesa a menesterosos y desarrapados.
La belleza y el recato de la muchacha atrajeron a muchos avispones, que,
siempre rechazados, empezaron a murmurar como en enjambre. Las
calumnias sobre su bondad fueron la única causa de tristeza durante largo
tiempo. Pero acabamos todos por acostumbrarnos y hallar natural que los
zorros dieran por mala la uva que no alcanzaban. Hasta que un corredor de
naranja, creyendo que si arruinaba nuestro medio de vida primero y le
ofertaba luego un empleo en su hacienda, lograría seducirla, ordenó destrozar
el carro.

Mateos e Indalecio decidieron ir a Madrid, para tratar de integrarse en


alguna compañía de cómicos de las muchas que pululaban por la villa. Pero
Dorada quería permanecer en su tierra y resolví quedarme con ella.

Mientras los otros dos farsantes prefirieron invertir la moneda que nos
quedaba en tomar el ferrocarril, nosotros elegimos los caballos con objeto de
poder desplazarnos fácilmente en busca de cualquier trabajo. Ella, como tenía
mucha destreza en las manos, para que pasáramos inadvertidos, de la ropa
arretalada entre los destrozos se hizo un disfraz curioso. Con la faja alta de
arriero, y una casaca militar tintada de negro, una barba postiza y un gran
sombrero proyectándole sombra sobre el rostro, parecía un hombre, y bien
braguetado.

Aunque la naranja ya escaseaba, pues era por marzo, encontramos empleo


en un huerto, formando cuadrilla con dos franceses muy extraños. Hablaban
mucho, chapurreando el valenciano, de la antigua revolución, y bebían un
líquido blanco, muy raro, que llaman mezcal. Como uno de ellos, el más
robusto, fuera descendiente de un girondino de los que perdieron la cabeza,
según me instruyó Dorada, a manos de los más extremados jacobinos, y ella a
veces me llamaba así, en diminutivo —Jacobino—, creyendo que nos
burlábamos, tomaron ojeriza.

Dorada se cansaba mucho, siempre con su disfraz y teniendo que llevar


hasta los carros los pesados capazos. Fatigada, descuidó su aspecto, y el
francés más flojo, mientras su compañero y yo descargábamos, al descubrir
que se trataba de una mujer, le arrebató la barba. Bajo el influjo de aquel
líquido maléfico y ante la belleza inesperada, intentó forzarla.
Al verlos enzarzados en el suelo, ella medio desvestida pero debatiéndose
como un montés herido, fui contra el agresor. El girondino, acaso porque
Dorada en su desesperación no dejaba de llamarme a gritos «Jacobino», trató
de detenerme. En la pelea, entre los golpes que intercambiábamos, pues era
fuerte, mi puño diestro se estrelló en mal sitio —sobre su nuez—, y cayó
redondo a tierra. Después de apartar al otro de Dorada, mientras la ayudaba a
reanimarse, comprendí que estaba muerto.

Recordé, compungido, el accidente del alguacil de Resinación, que por largo


tiempo había olvidado. Pensé en presentarme a la Guardia Civil, puesto que ya
crecido y con una mayor instrucción, podría aclararme mejor. Pero el frustrado
violador empezó a gritar; tuve que atarle a un arbusto y, ante el estado
nervioso de Dorada, que tanto había padecido hasta formar la compañía de
cómicos y ahora sufría graves convulsiones, me determiné a no abandonarla.

Oculté el cadáver, que hubiera supuesto largos interrogatorios (pese a estar


persuadido de que habrían acabado por dejarme suelto). Llevé a Dorada
naranjal adentro, hasta que se recuperó de la vehemente impresión, y luego
buscamos nuestros caballos.

Mientras cabalgábamos sin rumbo fijo, le hice pasar a mi montura, llevando


la suya de las riendas, para consolarla.

A lo oscuro, nos detuvimos en la ladera de un montecillo, bajo unos pinos.


Como sólo disponíamos de una manta, la envolví en ella, y me protegí el pecho
de la humedad con los brazos. Pero se puso a toser y vino a mi lado, buscando
calor. Viéndola temblar, deslicé mis manos por su espalda y los costados,
friccionándola. No llegaba a calentarse, y me pidió que pasara bajo la frazada.

Aquella noche, como muchas otras después del incendio del convento y
antes de formar la compañía que había de alegrarle temporalmente el rostro,
soñó con fuego y demonios. Todavía medio en sueños, me dijo que no la
dejara nunca.

Al día siguiente, decidí desposarla y volver a la Sierra de Alcaraz, el único


sitio que conocía bien y donde podríamos vivir, mitad de trabajos forestales,
mitad de la pesca, al margen del mundo. Como era arriesgado concertar el
matrimonio en una iglesia, pues ya habrían descubierto al desafortunado
difunto, quebramos un cántaro a la manera gitana. Sin más ritual que la rotura
y una larga y esplendente mirada que todavía recuerdo como si hubiera
sucedido hace un instante, volvimos a los caballos y nos encaminamos hacia La
Mancha.
3. El rodero

—¿Cómo adivinaste lo de los avispones que rondaban a la Cendia y que fue


el francés pequeño el que más insistió?

—Has descrito bien a esa mujer. No es extraño que en un huerto, donde


todo son hombres y algunas hembras gruesas, llamase la atención Dorada. El
cansancio del trabajo excesivo suele despertar los instintos más primarios, y
las personas de baja estatura, al tener que esforzarse normalmente por
alcanzar las cosas, son observadoras y están dotadas, casi siempre, de mayor
malicia.

La ironía que enarca sus cejas, sobre un brillo de divertimiento, resquebraja


tu sonrisa:

—Hay algo que no acabo de ver claro, ni creo que lo vea claro el juez. Esa
invención de la Cendia como familia de un inquisidor hace poco creíble al
francés con sangre de los revolucionarios aquellos tan extraños. Demasiada
coincidencia.

—No había caído en eso.

—Era bueno el vino que nos trajo el viejo, ¿no? —Bastante bueno... Pero
sigue con tu relato.

—Bien... Poco después de internarnos por las sierras de Enguera, cuando


nos disponíamos a encender una fogata para ahuyentar a los mosquitos, se
nos presentó un rodero. Alto, muy barbado, con un pañuelo tapándole la cara
y vestido a la usanza de los labradores —el chaleco negro, la faja y las
esparteñas—, no le oímos hasta tenerlo a unos pasos. Sujetaba su retaco —de
esos de chispa, que se ceban por el buche— con desgana, como si el hombre
estuviera cansado.

Era bastante viejo, pero, a pesar de las profundas arrugas, sus rasgos
parecían cortados en piedra, y sus ojos, inyectados en sangre, centelleaban de
fiereza. Duro debía ser, porque, sin acabar de encañonarnos, como si su sola
presencia hubiera de erizarnos el pelo, rezongó calmo:

—Vinga, els diners. (3)

Estando la Cendia algo apartada, junto a la lumbre recién prendida, y yo, en


cuclillas, con un par de ramas de pino en la mano, al pisar el rodero la manta,
pensé tirar de un extremo para derribarle.

—Apenas tenemos unos céntimos —intervino ella, hablando sin duda para
los dos; porque el otro recapacitara, y porque yo no me expusiera.

Ya había leído el rufián en mis ojos, pues se salió de la frazada. Me miró con
fijeza, como calibrando mis fuerzas; movió la frente a un lado y a otro y, por
último, con una vaga sonrisa en la que aparecieron varios dientes negros, dijo:

—Pareces tener los nervios templados, y fuerza como para zancadillear a un


caballo. Si quieres trabajo, hay un hacendado respetable, de los que ganan
siempre las elecciones, que necesita gente como tú.

Fue el primer empleo que me ofrecieron sin haberlo buscado, aparte del de
cómico, tan inesperado. Miré a la Cendia, que estaba flacucha por la mala vida
que llevábamos; pero el fuego volvió a sus ojos, al pedirme, en silencio, que no
aceptara el ofrecimiento.

—Apenas habla valenciano —dijo—. Y en Jaén le aguarda una venganza de


sangre.

El hombre respondió:

—Pero ni siquiera va armado. Para ese trabajo se requieren pocas palabras.


Tendría una escopeta y buenos sueldos.

—Podríamos retrasar unos días el viaje y la venganza —le dije a la Cendia.

Ella arrugó las cejas; luego sonrió, respondiendo:

—Bien, como quieras.


Pero cuando el rodero y yo empezamos a hablar del trabajo, nada agradable
desde luego, Dorada se puso a temblar. Tomó asiento contra un árbol, y se
llevó las manos al vientre como si algo le quemara dentro.

—¿Qué le pasa? —preguntó el hombre.

—Tiene una enfermedad rara —contesté.

Y ella, atenta a lo que hablábamos, se puso a escupir.

—¿No será «la cólera» morbo?

—No creo, no; puede que sea el hambre y el miedo... Pensándolo mejor,
iremos a Jaén. La dejaré con sus padres, y por el ferrocarril, que alguna ventaja
había de tener, en pocos días estaré de vuelta. Pues trabajos como el que me
ofrece salen pocos.

La Cendia, para no asustar demasiado al rodero con su simulacro, dejó de


escupir.

—No, cólera seguro que no es —dije—. Ha pasado varios días sin hacer de
vientre.

Ella me miró ofendida, y el bandido, riendo, añadió:

—Mira, el trabajo gordo lo tendremos para dentro de dos semanas, cuando


los políticos comiencen a arengar a las gentes en la plaza. No dispongo ahora
de dinero, pero sé un recurso para viajar rápido sin un real.

Llegamos a buen acuerdo, y el rodero, tras haber hablado con un


ferroviario, consiguió que nos dejara pasar a un vagón de ganado durante la
noche. Afortunadamente iba vacío (aunque apestara a boñiga), y dormí casi
todo el viaje.

Desperté aturdido, en la madrugada, cuando el tren se había parado. Al


deslizar la puerta para ver dónde estábamos, apenas vislumbré por la rendija
el cartelón que anunciaba Hellín, se oyó estruendo de disparos.

Unas astillas saltaron cerca de mi rostro. Bajo el reloj de la estación,


atrincherados en un poyo de madera, dos guardias civiles cargaban sus armas.
Otro yacía cadáver justamente a mis pies, y, un hombre, con el cabello tan
corto que, aun de espaldas, «se le veían las ideas», corría sobre su montura a
lo largo de las vías. Le reconocí como otro viajero clandestino y, barruntando
que la andanada se debía a su descubrimiento por los guardias, brinqué a
tierra, tomé la Remigton del fallecido y apunté contra el gancho que sujetaba
el reloj. Con tan buena fortuna que cayó sobre los gorros de charol, dejando a
los civiles terciados en el poyo.

La Cendia había hecho incorporarse a los caballos, y, tras bajar ella, los
cogimos de las riendas para que saltaran. El hombre al que se le veían las
ideas, detenido a un centenar de pasos, parecía reír ante la situación
provocada por mi dichoso tiro. Con un gesto, nos indicó que le siguiéramos.

Entre los escasos pasajeros esparcidos por la estación, alguien empleó su


pistola contra nosotros. Sólo pude ver su sombrero hongo y el nerviosismo
pintado en su rostro.

Estaba lejos para apuntar con arma corta y la bala reventó un lejano nido de
pájaros.

—Vamos, rápido —dijo el hombre de la cabeza monda—. Pronto llegarán


más guardias. Seguidme, que en la sierra ni el más viejo pastor daría con «Poca
Cuerda».

Una detonación, más próxima, me resquebrajó la cera del oído. Espoleamos


las bestias hacia un olivar. Poco después, bordeamos un altozano pedregoso,
quedando con las espaldas cubiertas, y atravesamos entre olivos para
encaminarnos, por el sentido contrario al que nos seguían, hacia Riópar.
4. «POCA CUERDA»

Mucho padecimos hasta llegar a Almansa, sin encontrar trabajo, que hube
de fabricarme una honda, como cuando niño, para cazar pajarillos, y pescar en
los ríos con un palo afilado. Cabalgábamos de noche, a riesgo de que los jacos
se quebraran los cascos en los caminos oscuros, para evitar a la Guardia Civil;
cazábamos o pescábamos a primeras horas de la mañana, y luego íbamos en
busca de lugar donde ocultarnos.

Para la postre, al montar a pelo —apenas sobre una mala piel de borrego—,
íbamos escaldadísimos. Como que más de una vez, tuvimos que poner las
posaderas a remojo.

Sólo cuando divisábamos alguna aldea o pequeño pueblo apartado, me


aventuraba a entrar y ofrecerme para cualquier faena. Las gentes eran
siempre pobres, pero en compensación al impago en dinero, del que no
disponían, nos llenaban la escudilla hasta los bordes.

Ya en las primeras montañas de Almansa, vi a un hombre muy extraño, que


yendo casi en harapos, montaba un careto espléndido, y llevaba, mal
camuflada bajo la manta, una carabina. Decidí seguirle de lejos, sin que se
percatara. Marchaba al trote lento. Cendia y yo, después de tintarnos el
cabello y cambiar en lo posible nuestro aspecto, nos internamos tras él por la
gran ciudad.

Se detuvo a cenar en una fonda. Desde lejos, a través de los cristales


iluminados, vislumbré que sacaba un reloj de oro de su chaleco y lo miraba,
como calculando el tiempo. Engulló rápido el alimento, salió, y de nuevo se
echó a horcajadas sobre su bestia.
Llegamos cerca de la estación, avistando una zona oscura, donde había un
tren con letreros que señalaban Hellín. El hombre, después de mirar a un lado
y a otro cuidadosamente, dejó el caballo sujeto por las bridas a un arbusto y
cruzó las vías. Tanteó primero una puerta corrediza, luego otra, y a la tercera o
la cuarta cedió la plancha de madera.

Cuando iba a tomar el potro de las riendas, me fui hacia él.

—A la paz de Dios —dije.

El masculló, bajo, una maldición.

—No se ponga así. Tampoco nosotros tenemos dinero, aunque llevemos


caballo, y el viaje siempre será menos aburrido si vamos tres.

—¿Una mujer?—murmuró.

—Pero vale por dos hombres. Sabe hacerle frente a quien sea, y habla la
mitad que cualquier humano.

Pareció calibrar la situación y, con gesto resignado, respondió.

—Pasar todos juntos sería arriesgado. Vayamos de uno en uno y con mucho
tiento.

Así lo hicimos. En primer lugar, fue el desconocido, después yo con nuestras


dos caballerías, y por último Dorada. Tuvimos suerte, pues había paja donde
recostarse, y, al poco, empezó a escucharse el aviso de la locomotora. Por un
agujero en la madera, pude observar en la lejanía a los ferroviarios y algunos
viajeros que se dirigían a los primeros vagones.

El caballista, flaco, algo calvo, de ojos chicos, tristes, y piel cetrina, la boca
con cuatro dientes, quizá para no enseñar sus descarnadas encías, apenas dejó
oír su voz en todo el viaje. Conocía bien el itinerario, porque de mañana nos
indicó que la próxima estación era la de Hellín.

Bajar fue más complicado. Lo hicimos sigilosamente, por la parte del tren
que daba a unos olmos altos y apretados; pero las bestias, cansadas del
encierro, moviéndose inquietas, relincharon. Al montar, a descubierto, tras el
vagón de cola, vislumbré a un guardia, sentado en el banco de la estación, que
asomaba hacia nosotros la cara. El desconocido debió leer en mi expresión,
porque saltó a tierra ya sobre su montura.

Los olmos nos protegieron de las balas, mientras iniciábamos una rápida
cabalgada camino de las afueras. Reconocí las casas blancas y las calles largas y
anchas de Hellín.

—Seguidme —dije—. Vamos hacia Villaverde, hacia la sierra. Allí hay sitios
donde nunca nos encontrarán.

—¿Qué me vas a enseñar tú? —exclamó el desconocido—. A «Poca Cuerda»


nadie tiene que enseñarle nada de las montañas que van de Alcaraz a Sierra
Nevada.

Sacó el fusil, un Chasselot 1870, de su funda, grande como un saco, adosada


al animal, y, después de disparar contra el primer guardia y otros dos que
aparecieron en la estación, mirándonos con furia, soltó las riendas.

Recorrimos el llano durante todo el día, descansando apenas lo suficiente


para que los caballos no reventaran. Hicimos noche al pie de una loma, entre
dos carrascas. «Poca Cuerda» nos miraba de mal talante, quizá por
preguntarse qué hacíamos con él allí. Pero como Dorada preparara unas
buenas patas de cordero —que nos dieron en la última aldea donde faené— a
lo «brigante», chupándose los dedos, cambió de parecer:

—Hacía tiempo que no comía tan a gusto. ¿Dónde aprendiste a hacer esto,
mujer?

Ella sonrió:

—En un convento.

Frunció «Poca Cuerda» el ceño:

—¿Me tomas el pelo?

Yo atajé:

—No, es verdad. Estuvo en un convento y sabe hacer todo lo que cualquier


buena mujer.
El bandido rió, enseñando esta vez las encías, con sus cuatro dientes sucios
de grasa. Luego, serio, dijo:

—Siendo tan buena cocinera, se le acogerá bien allá en las cuevas de «Dos
Frentes».

—¿«Dos Frentes»? —pregunté, imaginándome a un hombre deforme, de


dos cabezas y cuatro ojos.

—¿No has oído hablar de él?

—He pasado mucho tiempo lejos de la sierra.

—Pues mañana, antes de que caiga la noche, tendrás ocasión de verlo en


persona.
5. LA ESCOPETA Y EL CABALLO SERIO

Durante la huida, al final de la segunda jornada, dejando ya a muchas leguas


el páramo manchego, al bordear un frondoso cerro, reconocí la majada donde
aquel cazador pícaro, que se fingía almendro (4), me instruyó en el manejo de
las armas. Por noticias de un vecino de una aldea próxima, asistente a la
representación de El cetro de Tutankamon, había sabido de su muerte,
causada al parecer por la vejez y el cansancio. Pero al ver su tumba, próxima a
la granja, consistente en una cubierta de tierra y piedras, y una cruz de
madera, no pude impedir que los ojos se me cargaran de un agua lindante con
las lágrimas.

En la ancha rama de fresno, se leía un epitafio, sin duda ingeniado por él


mismo antes de morir:

«AQUÍ YACE ZACARÍAS MONTERO, CAZADOR DE RELÁMPAGOS. CANSADO


DE TIRARLE A MONTESES Y MUFLONES, SE HA IDO A PESCAR CON GUSANO».

Pese al abandono, con la hierba devorando el entorno, la granja se hallaba


en buen estado. Abrí la puerta a empellones, encendí una lámpara de carburo
y, tras inspeccionar las dependencias, nos sentamos a una mesa.

—Hasta que transcurra algún tiempo y reunamos dinero para irnos lejos, es
mejor que te quedes aquí —le dije a la Cendia, mientras comíamos los tres
unas tortas de maíz.

«Poca Cuerda», relamiéndose los dedos, afirmó por segunda vez en aquel
viaje:

—Guisa excelentemente. En la cueva de «Dos Frentes» será bien acogida.


Pero había algo turbio en su mirada. No quise correr el riesgo de
enfrentamientos tontos con los bandoleros. Una mujer como Dorada no se
veía todos los días; ni todas las semanas. De manera que, a pesar de su enojo,
la convencí para que se quedara.

Como no era buena cosa llevar una escopeta hurtada a la Guardia Civil —y
menos a un cadáver—, abrí la sepultura de Zacarías. Curiosamente su
esqueleto se hallaba aferrado a la vieja carabina. Trabajo me costó desasirlo.
Cambié su arma por la del guardia, volví a enterrarlo con mucho cuidado, y
busqué luego aquélla con que me enseñó a tirar.

Le mostré a la Cendia cómo se cargaba, la manipulación del seguro y otros


detalles. «Poca Cuerda», tras haber paladeado un vino viejo mirándonos de la
forma con que se mira a los animales raros, se levantó impaciente:

—¡Ya está bien, que se nos va a oscurecer antes de llegar a la cueva! ¡O nos
vamos, o me voy solo!

—Calma, «Poca Cuerda», calma —le dije.

—¡Ni calma, ni «collones», que en la oscuridad el charol no se ve ni a diez


pasos, y hemos de recorrer aún varias leguas!

Mientras besaba a la Cendia en pausada despedida, dentro del chozo, podía


escuchar los carraspeos del impaciente bandido y su trajinar, con las pesadas
botas camperas, de un lado a otro de la entrada.

—Si no te estuviera agradecido por ese balazo que le diste al reloj, te había
dejado ya plantado —me dijo, cuando nos disponíamos a saltar a los caballos.

Los árboles verdes y esbeltos, los matorrales suaves y la roca viva del
corazón de la sierra alcaraceña me producían una mezcla de inquietud y
alegría. Por el regreso a una tierra salvaje y tierna que era la de mi infancia, y
por un futuro que a cada paso se complicaba, hasta el punto de que, en el
fondo, ya estaba resignado a convertirme en forajido.

Al filo de la noche, cuando ascendíamos por una senda angosta, entre


profundos barrancos y piedras escarpadas, sobre un inmenso mar de pinos,
divisé las primeras figuras de los bandoleros, equipados con fusiles y catalejos,
en lugares estratégicos. Surgían inesperadamente, como los muñecos de esas
cajas de música modernas, saludando a «Poca Cuerda», una vez comprobado
que no se trataba de extraños.

Llegamos al remanso llano, entre tomillo y romero, donde se alzaba la cueva


—muy grande, reforzada con cemento y argamasa—, ya a lo oscuro. En la
negrura no pude ver bien a los gerifaltes, reunidos en torno a un fuego, y sus
primeros gestos, proyectados por una luna pálida, me parecieron
amenazantes. Uno de ellos se destacó. Llevaba un pañuelo de hierbas atado
muy alto en la cabeza, bajo el sombrero de fieltro color humo, y, por el tajo
que terciaba su rostro en vertical, de la raíz del pelo al entrecejo, comprendí
que era «Dos Frentes», y su herida, de sable, la razón de que le llamasen así.

Tenía una expresión adusta en sus ojos grandes y como torturados por una
densa vida de derrotas, de las que, por su tenacidad, hubiera acabado por salir
airoso. De cuerpo no justamente recio, estaba dotado sin embargo de gran
fortaleza interior. Respiraba un orgullo calmo, sin excesos, por todos sus
poros. Su sonrisa y sus palabras ante «Poca Cuerda» mostraban buen ánimo:

—¿Dónde te metiste, cordelero de mala estrella? Te hacía ahorcado en


cualquier plaza, con una soga muy estrecha, aunque ahora se emplee ese
maldito garrote.

—No se ha hecho aún una cuerda para acabar con este gaznate, Gonzalo —
contestó el bandido riendo—. Que el apodo que llevo no es por cortedad, sino
porque no hay quien me busque las pulgas sin salir espulgado.

—He de reconocer que eres uno de los pocos hombres que conozco que me
llega por encima del hombro —dijo «Dos Frentes» divertido. Escupió a un lado
y añadió: ¿Quién es este mozarrón?

—Alguien con más vista todavía que altura —respondió «Poca Cuerda»—.
Evitó que los «migueletes» me acribillaran la espalda. De un solo tiro, dobló a
una pareja.

Contó cómo el reloj había caído sobre los guardias, dejándolos inconscientes
y desarmados. Mucho exageraba el andaluz —era de Córdoba, de Benamejí—,
haciendo que los otros rieran a panza abierta.
«El Lagunero», llamado así por ser de Ruidera, hasta se desabrochó el
cinturón para reír, como el huertano que se dispone a zamparse una paella.

Tras hablarles yo brevemente de mis oficios y las muertes que hice,


abundando en truculencias para acabar de granjearme sus voluntades,
volvieron a celebrar las chanzas de «Poca Cuerda».

—También con las mujeres debe ser certero —dijo, descubriendo su cabeza
de escaso pelo—, que le acompañaba una señora ante la que hasta un calvo se
quitaría el sombrero.

Entre el cansancio, las risas y los palmetazos, me alegré de haber dejado a la


Cendia lejos de la guarida. Escrutando la mirada del sorprendente cordobés,
tan impaciente y mal humorado unas veces, tan hilarante otras, me pregunté
si no acabaríamos por cruzar hierros allá en el chozo.

La sonrisa de Gonzalo, cortada bruscamente, dio paso a una expresión


cavilosa y dura. Torció la boca, en un rictus sardónico, señalando al animal que
había traído, y dijo:

—Ese caballo está bien para un feriante, pero no para alguien que se ha de
hacer respetar... Tomás —volvió lentamente el rostro hacia «el Lagunero»—,
mañana te encargarás de buscarle la montura adecuada. Que sea resistente y
que corra, pues Jacobo va a reforzar el tercio de los escopeteros.

Caí bien a aquella gente, salvo a uno de los jefes, Martín «el Sapo». Pues
también estaba tuerto, pero del ojo contrario, y, de manera que me recordó al
mesonero bizco, por no saber cómo mirarnos sin traer a la memoria nuestra
desgracia, terminábamos siempre fijando la vista del uno en la fea blancura del
otro.

Mientras bebíamos un buen vino, Gonzalo me presentó a los que serían mis
más estrechos compañeros. Eran los más malcarados de la partida, y ya sus
nombres sonaban a sarcasmo y matanza. «Muescas», corpulento, de ojos
crudos, sin pestañas, no se apartaba un momento de su lustrosa carabina,
acariciándola con raro deleite, hasta ternura como si se tratara de un ser vivo.
«Mostacho» (por segundo apodo «Matarife», pues había sido carnicero), de
cara achatada, picas de viruela y bigotes espesos, formaba con él una imagen
curiosa: daban la impresión de los dos lados de una misma moneda, por sus
manías, pues éste se contemplaba a cada momento las manos, mal
limpiándolas, venga salibazos y fricciones, quizá por empecinarle el recuerdo
de la sangre vertida a mares en su primer oficio. Para la postre, estaba «el
Sopas», el más guarro de todos, capaz de devorar un animal descompuesto, si
el hambre acuciaba, y rebañar migas en el cadáver. Pues, según me contó,
asqueado, Jacinto Ramos, hasta carne de cuervo había comido.

Algo distanciados de ellos, aunque trabajaban en la misma cuadrilla,


mejores trazas tenían «Malavirgen» y «el Obispo». El uno había sido
seminarista, no por vocación religiosa sino porque, de complexión débil y
buena cabeza, pretendió evitar los trabajos duros de la labranza, en el llano,
instruirse de latines y medrar cuanto pudiera. Al parecer, le iba bien, pero, en
carnaval, le sorprendieron beneficiándose a una novicia, disfrazado de
clericote. El otro, alto y musculoso, con ojos de gato, tenía más mala leche que
la que venden en la ciudad. No sé si porque padecía de estreñimiento y
dolores de vientre, antes de ponerse en pie cada mañana ya estaba
blasfemando. Hasta el punto de que pocas eran las pláticas que no comenzara
con un «Me cago en...».

«Dos Frentes», tras aplastar la lumbre ya casi extinguida, llegado el


momento de retirarse a descansar, pues la jornada siguiente iba a ser dura,
dirigió una mirada de inteligencia al «Lagunero». Éste asintió, y me hizo
ademán de que aguardara.

Una vez los tres solos, en la penumbra, frente a la cueva iluminada por
dentro, Gonzalo dijo:

—¿Has pensado ya en algún caballo «serio»?

Tomás me miró de arriba abajo, y a lo ancho, como estudiando mi peso:

—De los que he de llevar para el trato, hay un cartujano cuatralbo de buena
alzada, fuerte, sin una arroba de sobra, y también un mulo romo muy duro.
Pero, piénselo, coronel —«el Lagunero», que siempre llamaba así al jefe de la
partida, con voz recia para su cuerpo enteco, añadió: —Si ha de ir en
vanguardia, preferiría desbravarle uno de esos potros salvajes que campan por
la vaguada de la Piedra.

—Eso te iba a llevar tiempo. No querría que me lo dejaran tendido en tierra


al primer asalto.

—Próxima ya la feria, el mercado está a la baja. Para cerrar bien el trato


habrá que esperar por lo menos una semana. Podríamos aprovecharla para la
doma.

«Dos Frentes» pareció cavilar, palpándose la cicatriz, y respondió:

—De acuerdo, coge mañana a tus hombres y bajad a la vaguada. —Se volvió
hacia mí—. Estarás cansado después de recorrer leguas y leguas. Mientras te
preparan el caballo, puedes reposar el tiempo que quieras.

Sus ojos, habitualmente duros, cobraban, en ocasiones como aquélla una


grata franqueza. Viéndole alejarse en silencio, con los hombros algo vencidos
por los años, pero ágil y resuelto, barrunté que una gran amistad nos uniría
mucho tiempo.
6. «DOS FRENTES»

Después de dejar a Dorada en la vieja granja de Zacarias para evitar posibles


pendencias con los bandoleros, «Poca Cuerda» y yo nos encaminamos a la
guarida. Las bestias, espoleadas, subían esforzadamente por las ondulaciones
de la cordillera y a mí mismo me costaba mantenerme erguido sobre la
montura.

Poco antes de llegar, tras un atardecer perezoso, la noche se nos vino


encima. En la altura, las nubes bajas impedían ver más allá de unos pasos y el
aire frío, al que estaba desacostumbrado, me cortaba el rostro.

—Alto, ¿quién va? —dijo una voz reseca, como de garganta quemada por
aguardiente o ron.

—No voy, que vuelvo —contestó «Poca Cuerda», para añadir luego con
pareja sorna—. ¿Cómo marchan los negocios, «Bota Vacía»?

—¿Tú aquí? —rezongó el vigilante, saliendo de su escondrijo, sobre una


roca—. Te hacía hablando caló con los gitanos.

—La cabra tira al monte. Sobre todo, cuando no hay forraje que masticar en
los llanos. ¿Se prepara algo?

—Llegas a tiempo para amarrar buenos duros.

—Pues andando.

Seguimos por el camino hasta un lugar plano. «Poca Cuerda» detuvo el


caballo, como husmeando, y al momento, tras unas matas altas, vi, iluminados
por una hoguera, a los bandidos. Sus sombras se proyectaban contra la cueva
grande, de doble boca, adquiriendo formas gigantescas.
Eran una quincena, y nos recibieron con bromas y chanzas. Iban la mayoría
afeitados y, por la ropa limpia, de paño o pana, no parecían, de entrada, vivir
mal. Entre ellos, sobresalía un hombre de unos cincuenta años, al que los
demás escuchaban con respeto. Se trataba de Gonzalo «Dos Frentes».

Fuerte, de ojos grandes que daban la impresión de ignorar la honda


hendidura, como un ceño hosco que se prolongara hasta el comienzo de su
cabello, sonreía, mostrando en un lado tres dientes de oro.

—Bien, muchacho —me dijo, tras la lacónica presentación de «Poca


Cuerda»—, puesto que te persigue la justicia, sé bienvenido a esta República.

Recordé a Víctor «el Alimañero», figurándomelo como un prestidigitador


que introducía palomas en un enorme pañuelo y lanzaba después serpientes
con el reverso. También «Dos Frentes» era un nostálgico de aquel año
quimérico en que mi aldea se proclamó cantón. Tras una carrera militar
brillante, gestada a lo ancho de la segunda guerra carlista, y, más tarde, en el
manigual cubano, había sido ascendido a coronel, en 1873. La Restauración le
amargó el ánimo. Tuvo un enfrentamiento con sus superiores, a quienes no
consideraba como tales, y dejó su pueblo, Hellín, resuelto a vivir al margen de
la ley. Sabía que a Alcaraz habían ido algunos otros desertados y fue
agrupándolos hasta integrar una vasta partida. Partida diezmada en
escaramuzas con la Guardia Civil, pero que se engrosaba constantemente con
nuevos cimarrones y remontados.

Muy espontáneo, su sonrisa franca y ancha dejaba paso, con cortes bruscos,
a la expresión más concentrada

Se tentó con los dedos la cicatriz, como siempre que iba a tomar alguna
decisión. Acaso el tajo, por retraerle al momento del sablazo mal parado, que
le situó unos instantes entre la vida y la muerte, le servía de inspiración. Para
mí, no obstante, observar por primera vez aquel gesto suyo fue como ver
persignándose al diablo.

Había barruntado, al parecer, que siendo Martín, «el Sapo» tuerto como yo,
pero del ojo contrario, podríamos conjuntarnos y actuar los dos a la manera de
un solo hombre. Éste —de inmensa boca y graciosos, abultados párpados,
siempre mascando tabaco y escupiendo, que el apodo le venía como anillo al
dedo—, acató la orden encantado.

El coronel, entonces, desenvainó su sable, centelleante con los reflejos del


fuego, y, señalándolos con la punta de uno en uno, fue presentándome a los
miembros de aquella cuadrilla: Higinio «el Inventor», antiguo compañero de
Martín en trabajos mineros, de enorme cabeza, cabello desordenado y parar
reflexivo; «Maderas», ex aserrador, al que, a fuerza de cortar árboles, se le
había quedado cara de palo; «el Fino», muy estirado y silente, la expresión
torturada y la voz suave, de quien oí decir que sufrió una herida de guerra
(cuando combatía junto con «Dos Frentes» por la causa carlista) en lugar
comprometido; y Jacinto Ramos, joven jienense por el que sentí apego, pues,
como yo, se encontraba allí a causa de una muerte accidental.

En la cueva, amplia, con una tercera boca, más pequeña que servía de salida
de emergencia, había todo lo que un hombre puede necesitar. Repartidos a lo
largo, bajo cobijo de piedras trabadas con cal, estaban los lechos, de gruesa
piel de borrego. En un pequeño pasadizo, cavado expreso, se hallaba la
alacena atestada de trigo y embutidos, y en las paredes sobresalían ganchos
donde colgar las carabinas, de manera que si alguna se disparaba el tiro fuera
contra el alto techo.

Aparte de la cuadrilla mandada directamente por «Dos Frentes» y la de «el


Sapo», había otra a las órdenes de un antiguo desbravador de caballos, Tomás,
«el Lagunero». Era bajo y espigado, como suelen ser los mejores jinetes, y
tenía el parar ausente de quien hace las cosas porque deben hacerse, pero
ocupan su pensamiento en otros menesteres. Estaba encargado de seleccionar
el ganado a robar, medir su resistencia de cara al traslado para la venta y fijar
los precios.

Si de Zacarías aprendí a manejar las armas «el Lagunero» me instruyó en


todo lo que sé sobre potros y reses. Solíamos reunirnos las tres cuadrillas, a las
que Gonzalo llamaba su «tercio», para repartirnos trabajos y beneficios. Otros
seis hombres, entre los que se hallaba «Bota Vacía», bien por hábiles, bien por
viejos, se limitaban a labores de información: a quiénes convenía robar, el
dinero que debían tener, el momento más oportuno.
En el caso de «Bota Vacía», su afición al alcohol, que nunca le nublaba el
entendimiento, le era útil en cambio para soltar la lengua de quien le
interesara. Pocas veces vi a nadie beber tanto y hablar tan cuerdo.

Por lo común, la partida se dedicaba al robo de haciendas, diligencias y


ganado. Únicamente en contadas ocasiones, y sólo la cuadrilla de «Dos
Frentes», se arriesgó a atracar las oficinas mineras, bien guarnecidas, de
Riópar y Peñascosa.
7. EL TRATO GITANO

Salvo para «Dos Frentes», otros desertados del ejército y los cuatro o cinco
antiguos campesinos que se habían echado al monte por alguna muerte, la
cueva, más que guarida, era el lugar de reunión para planear los negocios. El
acceso arduo entre escarpadas veredas y trochas invadidas de pinos, lentisco,
romero y tomillo, hacía difícil su localización por los guardias. Para mayor
seguridad, los que moraban tranquilamente en aldeas o cortijos acudían de
uno en uno.

Cuando nos disponíamos a hacer un asalto, tapábamos nuestras ropas con


una manta agujereada por el centro, de modo que pudiéramos sacar el cuello.
Bajábamos el ala del sombrero, y el que tuviera cualquier rasgo llamativo,
ocultaba su cara con el pañuelo, como los arreadores de ganado cuando
atraviesan el llano.

«El Sapo» y yo, tratando de ignorarnos mutuamente, solíamos permanecer


a cierta distancia, dar medio perfil, o situarnos frente al sol, para simular que la
luz nos hacía guiñar los ojos.

Pero si, por las mismas razones del trabajo o por espacio, estábamos juntos,
no pasaban veinte minutos sin que la mirada de uno buscara la blancura ciega
del otro. Era como sentir la uña de alguien raspando una piedra dura o
escuchar un hueso quebrándose. Aparte de recordarme a cada momento
aquel mal percance en el bosque.

—Dos tuertos en una partida dan mal agüero —dijo «Dos Frentes» un día
nublo, inútil para el guiño—. Sin que sea mi ánimo ofender a mis leales, y
menos tratándose de los más bizarros, habrá que poner remedio.
Fue la primera vez que oí hablar de Manuel Pestaña, «el Óptico», con quien
te han confundido. Su padre, también republicano, y Gonzalo habían trabado
amistad en Hellín muchos años ha, y de crío Manuel jugaba ya con lentes y
otros objetos extraños, que hallaba en la botica del abuelo.

Tras una carta de Gonzalo, Manuel se vino a la cueva para observarnos a «el
Sapo» y a mí. Alto, flaco, de expresión viva, algo si se te parecía. Pero su
vestimenta era bien distinta a la tuya; llevaba un traje elegante, que le venía
grande, corbata de lazo, muy mal hecho, y un enorme sombrero de copa. Que
hizo reír a los caballistas, celebrando él a su vez las risas.

—Poneos en corro —dijo—. El Marqués de Bellavista va a hacer un milagro


ante vosotros.

Siguiendo sus instrucciones, sin entusiasmo, Martín y yo nos colocamos


cada uno a un flanco, mientras tomaba unas cajitas de su maletín y se las
metía en las faltriqueras.

—¿Veis a estos dos hombres tuertos? Pues ya no los veréis más.

Se puso frente a nosotros, que le mirábamos desconfiados y de mal talante.


Sus manos, tapándonos la cara para los otros, buscaron las cuencas vacías y
sentí dentro un cuerpo extraño.

—Ya está —dijo «el Óptico», con ademán de mago—. ¿Quién diría que son
los mismos Martín y Jacobo?

Sacó luego un espejo del maletín y nos lo pasó. Parecía realmente cosa de
milagro verse sin el viejo hueco. Por un momento, hasta pensé que iba a
cobrar vida, formando parte verdadera de mi cuerpo.

Pero el cristal, inerte y molesto, pronto rompió cualquier ilusión o


espejismo. Para colmo, desde el maletín abierto me miraban, como con burla,
cientos de ojos.

El mismo «Óptico», junto con «el Inventor», en el breve tiempo que estuvo
con nosotros, descubrió una forma original de disimular las marcas de las reses
robadas. Empleando el mismo pelo de los animales, tras una criba de
alfilerazos, lo injertaban, como el agricultor que enmienda un frutal baldado.
Creo que Higinio, a semejanza de Pestaña, tenía estudios, pero le persiguió la
justicia por una estafa: en plena sequía, vendió a los ayuntamientos aparatos
para localizar y sacar agua... Supongo que la única agua sería la de las lágrimas
de los burlados, y tuvo que salir por piernas y cascos.

«Dos Frentes», satisfecho de mi comportamiento en los primeros asaltos,


comenzó a rezagar la marcha de su caballo durante los regresos a la guarida,
poniéndose a la altura del mío, para platicar con llana confianza. Fue en una de
esas conversaciones montura a montura que supe de su manceba, «la
Faraona». La había conocido años antes, en un baile cortesano, y ella acudía a
la sierra desde su lejana tierra sevillana, con los calores de la primavera.

Al saber que mi desconocido padre guerreó en Cuba, se sintió interesado.


Mientras nos pasábamos su bota, muy jugosa, me aseguró que mi rostro le
había recordado de primeras a alguien tenido sin duda en estima, y tentó su
cicatriz con los nudillos, como llamando a la puerta de la memoria.

—¡Claro! —exclamó, con una mirada obstinada y nostálgica—, ¡Efren


«Cienmixtos»!... ¿Cómo no caí antes? Fue en Oriente, cuando los criollos y los
mestizos empezaban a crear problemas a Dulce, aquel Capitán General más
blando que una caña de azúcar, deseoso de contentar a todo el mundo.
Aunque la guerra abierta estaba todavía lejos, los rebeldes daban pequeños
golpes sorpresa en las zonas de Santiago y Sierra Maestra. Los españoles, no
habituados al clima y el agua, teníamos por mayores enemigos la fiebre y los
bichos, mientras que ellos se movían fácilmente en la manigua... Efren era
hombre de una pieza, más duro que un cañón, y generoso, siempre de
excelente humor. Le llamaban «Cienmixtos» por su costumbre de fumar largos
habanos, que se le apagaban en los labios e iba encendiéndolos una y otra vez
con fósforos.

Contento, añadió:

“Hay que celebrar este hallazgo, Jacobo. Como has hecho polvo el cuatralbo,
te regalo en memoria de tu padre mi caballo.

Era color estaño, de origen árabe, lo más puro que he montado jamás. De
talla no muy grande, pero veloz, fuerte, nervioso, inteligente, con mala leche.
Esta raza tiene la ventaja de los hollares amplios y cuadrados, que, por su
facilidad para la respiración, los hace muy resistentes. Su hermosa estampa
queda rematada por las orejas en forma de daga y la cepa del rabo, orgullosa,
alta.

Iba a decirle que, por las fechas que daba, Efren difícilmente pudiera ser mi
padre, pero, después de todo, era la primera vez que me inventaban una
ascendencia noble, en lugar de hacerme hijo del alguacil, un rufián o hasta el
diablo. Por otra parte, pensé, a caballo regalado —y de extranjis— no le mires
el diente. Menos aún cuando la bestia tenía la dentadura recién mudada, con
unas palas y mordiente que prometían larga y vigorosa vida. Que con
vislumbrarlo bastaba.

«El Lagunero» me felicitó al saber la nueva, con su mirada celeste y


aguanosa que recordaba su procedencia de Ruidera, y una sonrisa.
Comprobando lo mucho que gustaba de los caballos, me invitó primero a
presenciar un trato, luego a participar en una doma.

—El potro es como una guitarra —me dijo, mientras cabalgábamos hacia
Elche de la Sierra—, nunca se acaba de domar. El secreto para amansarlo hasta
lo posible está en quebrarle la tercera vértebra.

Así decía porque los que viven libres y salvajes tienen estirado el cuello, y,
tras habituarlos a llevar la silla y el bocado, el paso más duro estriba en
hacerles erguir el cuello y acostumbrarlos a la nueva postura.

Una vez en la feria, el trato gitano tuvo su desarrollo de lenta y jocosa


ceremonia. Tomás se asentó curiosamente sobre su mimbre, una fusta larga y
fina como un cigarro, arqueándola con sus posaderas, el torso sin embargo
erguido y el gesto relajado, cómodo. Era su manera de mostrar a los
compradores su capacidad para equilibrar las cabalgaduras.

«Maderas», después de desaparecer cierto tiempo con un cofre, volvió


irreconocible, con traje de ciudad, rayado, elegante, y un sombrero impecable.
Como había ya un par de hombres interesados en los caballos, con su rostro
impasible, de palo, y guardándose bien de ocultar las callosas palmas de las
manos, empezó su tarea.
Primero dejó hablar a los otros, mientras escudriñaba desde los dientes
hasta los cascos. Luego, señalando las virtudes y algún leve defecto de cada
bestia —«este tordo se ve curtido; el rodado, fino; pero aquel bayo va a dar un
poco de trabajo»—, remontó la puja varias veces. Hasta calcular que los
incautos habían llegado al tope de sus bolsas.

El trato se cerró finalmente con un alboroque a base de ron fuerte, en una


cantina, pues «el Lagunero» tenía buena voluntad y deseaba que todos
quedáramos contentos. Aun cuando «Maderas» simulara estar contrariado,
que de los ojos parecían irle a saltar lágrimas como astillas.

De regreso, para celebrar la rápida liquidación del negocio, nos regamos con
vino, espoleando a los caballos, entre risas y gritos.
DOMA Y DECADENCIA

Poco dado a las armas, pese a conocer, por Zacarías, su uso, conseguí un
puesto ajeno a aquéllos más violentos, los de escopetero.

Aprovechando la experiencia de cómico, me limitaba a ingeniar disfraces, de


manera que, por otra parte, podía ver frecuentemente a la Cendia, con el
pretexto de su destreza en la costura.

No obstante, observar a los salteadores tras cada asalto me revolvía el


vientre, muy delicado tras años de hambre y nervios. Así, cuando vislumbraba
al «Muescas» practicando una nueva incisión en la culata de su carabina, con
las manos temblorosas de deleite y los ojos, normalmente mate, risueños; al
«Matarife», afilando su cuchillería con mirada asesina; o a «Malavirgen», que
blasfemaba sobre todo cuando perdía —lo que era corriente— a los dados.
Manejaba éstos con pericia un ex seminarista avispado, habilidoso a la hora de
hacer pequeñas tallas. Disponía de muchos juegos —también tabas—, y
empleaba los de mayor o menor peso, según apostara.

Como trabase amistad con «Maderas», «el Inventor» y Jacinto Ramos, a la


primera ocasión les acompañé para domar potros salvajes, allá en la vaguada
que hay bajo La Piedra de los Gallineros. Mucho sobre esos animales nobles y
puros iba a aprender por la actividad y los consejos de «el Lagunero».

—Lo principal —decía en su jerga— es hacerles colocar la cabeza y remeter


los cuartos. Pero el trabajo resulta largo y complicado.

En efecto, lo era. En primer lugar, había que llevarlos a un lugar cerrado, que
«Maderas» se encargaba de orillar con grandes estacas y espino, ayudado por
Jacinto y «el Inventor», de quien sin duda partió la idea. Para atraerlos al
cerco, llevábamos piedras de sal, que rastreaban, rápidas, las bestias, como si
fueran manjar.

Luego venía el enlazamiento, con sogas recias. Una vez hechos a los tirones
desde distintos lados, se les acostumbraba a llevar la silla y el cabezal con
serreta.

Sólo tras todos estos preparativos, subíamos a la grupa para el


desbravamiento. Entonces venía aquello que «el Lagunero» indicaba como el
punto culminante: tirando de la serreta y clavándoles las espuelas en los ijares,
lograr que irguieran el cuello y contrajeran la panza entre las ancas tensas.

Con objeto de que aprendieran a seguir la voluntad del jinete, se utilizaba


una fusta de mimbre, secundando los tirones de las riendas.

Cuando sabían ya bracear, se les enseñaba a acompasar los aires: el paso, el


trote y el galope. En el momento en que echaran espuma por entre los
dientes, era que iban «a gusto» y la doma se daba por terminada.

No crea, señor, que describo todo esto por petulancia; lo hago para hacerle
comprender uno más de mis muchos esfuerzos por vivir de honrados oficios.
Aunque, mi mala estrella, pareja a la de una espuela sangrante, volviera a
aguijonearme pronto camino del bandidaje de la siguiente manera.

Al regresar a la guarida, hallé a un «Dos Frentes» irreconocible, cubierto de


polvo, desolado. Como sin vernos, sentado y con el mentón apoyado en la
empuñadura de su sable, movió la cabeza hacia la cueva. Allí estaban,
abatidos, derrotados, «el Obispo», la cabeza vendada y un brazo en cabestrillo
«Matarife»; con expresión alucinada ante sus manos teñidas nuevamente de
sangre, esta vez humana, y «Malavirgen», que, en lugar de blasfemar según su
costumbre, herido en un hombro, la chaqueta chamuscada y rota, escribía con
un palo en el suelo «Mierda, mierda, mierda».

Mucho tiempo, semanas enteras, tardó Gonzalo en recobrar el habla, y


cuando lo hizo, fue con voz ignota, como si sus propias palabras no le
pertenecieran. Describió entonces el fallido atraco a las minas de Peñascosa.
Había en el camino postes con hilos, que zumbaban a la manera de sierpes
furiosas, llevando mensajes para el enemigo.
Les recibieron muchos hombres armados hasta las muelas del juicio. Una
ametralladora barrió la cuesta, cribando jinetes y bestias. También las
carabinas tiraban más balas de lo que era común en este tipo de armas.

«Muescas» cayó, hecho un ensangrentado queso de gruyere, con su


presuntuoso y antes como vivo Dreyer 1841. «El Fino», perplejo, vio salir de su
bajo vientre un rojo surtidor. Tampoco Salvatierra, disparando hasta el final,
aun ciego entre el polvo alzado por su montura muerta, se salvó.

Al tratar de animar a Gonzalo, haciéndole recordar su combatividad en Cuba


y el llano manchego, salió a la conversación mi extraño nacimiento, el
desconocimiento de mi padre también combatiente en la colonia caribeña.
Como por sortilegio, resultó ser él mismo quien me había engendrado en el
vientre apretado de María Gracia.

—No puedes imaginar lo que la amaba —dijo, tocándose la cicatriz con


súbita exaltación—. Se me quedó aquí fijada. Siempre le escribí, animándola a
esperar mi regreso. Ignoraba que hubiera muerto y eligió para matarse este
hermoso lugar... Más de veinte años sin saber que tenía descendencia, pues
ella nunca me lo escribió. Más de veinte años. ¿Acaso se extraviaba el correo?
Pero lo importante es que estamos juntos, hijo, y tienes madera de general.

¿Cómo abandonar en aquellos tiempos difíciles a un viejo nostálgico,


necesitado de afecto y que, por añadidura, me había dado ese precioso don,
pese a todas las desgracias, que es la vida?
9. A LA PAZ DE DIOS

Después de la matanza de Peñascosa, todo cambió. Hablábamos alucinados,


semejantes a las sombras de una danza macabra.

No fue para menos. Imagínate, Anselmo, tras el aprendizaje de la hermosa


doma, viendo a hombres y caballos caer bajo la lluvia del fuego. Acaso sea
cierto que los bandidos tenemos un demonio protector, o ángel de la guarda
maligno, pues aún no sé cómo escapamos; los que conseguimos escapar, pues
hasta quienes iban más rezagados, «Poca Cuerda» y «el Sapo», regresaron uno
con la calva peinada por una bala y el otro con el ojo falso salpicado por la
sangre de algún compañero.

Para la postre, «Dos Frentes» mostró desde entonces gran apego hacia
«Bota Vacía», empinando mucho el codo. En contra de sus hábitos casi
castrenses hasta aquel momento, comenzó a frecuentar prostíbulos, y una
gitana le regaló con un sifilazo como para matar a un caballo.

Sólo las buenas artes de «el Inventor» y «el Óptico» —antes de que éste,
con mucha vista, hiciera su maletín y cabalgara en la dirección del viento—,
consiguieron salvarle al menos la vida, bañándolo en agua casi hirviendo. La
cura se hizo en silencio, para que la partida no le perdiera el respeto, pero yo
pude verlo en el temblor del vapor, perplejo.

Higinio ideó un plan para vengarnos de aquellos postes con cables que
habían facilitado la emboscada. En grupos de a dos, nos dispersamos por la
sierra y aserramos el tendido, procurando hacerlo en lugares lejanos a fin de
evitar que, por los hilos caídos, sacaran el ovillo de nuestro emplazamiento.
Tras contemplar a través de su catalejo el paisaje del monstruo coleteando,
muerto, con el viento, «Dos Frentes» fue reanimándose. Rompió un garrafón
de vino contra una roca y aspiró profundamente el aire puro.

Apenas dos días más tarde, resplandeciente, con los ojos iluminados,
mientras dibujaba con una ramita un mapa en el suelo, dijo:

—Dentro de tres horas pasarán un centenar de reses por el sitio Majada


Oscura. Lo conducen diez hombres, pero sólo cuatro van armados y de esos
cuatro sólo uno es capaz de hacer daño. Viste pelliza marrón oscuro y
pantalones claros, y monta una jaca torda vinosa.

«Bota Vacía» nos miraba jactancioso por la información obtenida.


Realmente, era sagaz. Además de tirar de la lengua a quien no quería hablar,
acertaba siempre con sus barruntos quién iba a hacerse cómplice por unos
duros y cuántos duros serían los justos. Por otra parte, él mismo se encargaba
de dirigir, con sus hombres, el ganado robado, cuando era mucho para feriarlo,
al cortijo de un pequeño cacique, enemigo de Flores, que colaboraba con
nosotros.

—Se me ha olvidado un detalle, Gonzalo —dijo— ¿Puedo hablar?

«Dos Frentes» alzó las cejas:

—Desde luego.

—Los migueletes Cumplido y Estirado suelen merodear por esa zona.


Meriendan siempre gazpacho en La Venta del Cuervo. Si hay disparos, los van
a oír por fuerza. Tú dirás si vale la pena esperar a que el ganado pase por el
Collado Rojo o proceder de otro modo.

«Dos Frentes» meditó la respuesta. Yo, incómodo con el ojo de vidrio, lo


había guardado en la faja.

—¿Qué haces? —me dijo, frunciendo el entrecejo— ¿Por qué te has quitado
eso?

—Estoy harto. Me lo pondré sólo durante el trabajo.

Iba a replicarme, pero Martín me imitó, diciendo:


—Tiene razón. Esto es una mariconada y no hace más que estorbar.

Vaya, pensé, por una vez estamos de acuerdo. Pero al momento ya


volvíamos a hurgar con la vista en nuestro mal.

—A lo que íbamos —dijo Gonzalo—. No podemos esperar a que lleguen al


Collado Rojo porque la noche se nos vendría encima. Habrá que neutralizar a
los guardias.

Esa palabra —neutralizar— me chocó por lo que tenía de militar. Cavilé, por
eso, que el antiguo coronel volvía verdaderamente a recuperar la
combatividad.

—Jacobo —añadió, tenso— iréis tú, Martín, «el Obispo» y «Poca Cuerda»
hasta la venta, guiados por «Bota Vacía». No tengo que deciros que evitéis
matarlos siempre que sea posible. Llevad dos carabinas cada uno, cercarlos y,
si se oyen tiros, estableced un fuego largo y cerrado.

Continuaba impartiendo órdenes, cuando, del terraplén, tras los árboles,


llegaron sonidos de cascos de caballos y un carro. Por un instante pensé en la
Cendia, que reunida con el Indalecio y el Mateos, venía a pedirme que
volviéramos a la vida de farsantes. Pero, con extrañeza, vi a docenas de
mujeres muy maquilladas y vestidas.

Las carabinas que apuntaban hacia los árboles bajaron rápidamente al


suelo, y en los ojos de los bandoleros brillaron la ansiedad y la alegría. Con la
salvedad de «Dos Frentes», que las miró preocupado:

—¡Mara «la Faraona»! ¡Maldita sea, venir ahora! ¡Y qué desvergüenza se


traen, pese al frío y los hielos!

«Bota Vacía» sonrió:

—Deben ir bien rociadas de aguardiente.

—¿Son putas? —pregunté, sorprendido por la imagen de todo aquel


mujerío asomado a las ventanas del largo carro.

—¡Qué pijo! —exclamó «el Lagunero»—. Por menos, he matado a un


hombre, «cachán». Éstas son nuestras mujeres.
—Ya te he hablado alguna vez de ellas —añadió «Matarife», serio,
frotándose las manos como para acometer un degüello.

—Puesto que las cosas van de mal en peor, les dimos cuartos para que se
fueran y aguardaran mejor tiempo. Pero, por lo que se ve, lo han gastado todo
en ropa y ungüentos.

Junto al cochero iba la hembra más hermosa, vestida de rojo, con una capa
negra. De tez muy morena y ojos negros, tenía un porte señorial, que por eso
le llamaban «la Faraona».

—Salud, Gonzalo —dijo, bajando del pescante con agilidad, y se echó a sus
brazos.

Él se dejó besar, mientras las otras mujeres estrechaban a sus familiares o


queridos. Pero mantenía un rictus amargo, y exclamó con dureza:

—¡Os advertí que permanecierais lejos hasta nueva orden!

—Espera a escucharme —terció «la Faraona», que apenas llegamos ya te


pones a mandar...

—Escucho, pero habla aprisa. Tenemos que irnos rápido para un negocio.

—¡Rubiales! —voceó Mara.

Del carro una zagala muy joven, de cabello dorado, trajo en los brazos a un
niño de pecho. «La Faraona» lo tomó para pasárselo a su vez, satisfecha a
«Dos Frentes».

—Es del «Lagunero» y esta rubia

El de Ciudad Real acudió presto, con el rostro transfigurado. De contento,


sus ojos claros se hicieron pura agua. Otras dos hembras preñadas les hacían
carantoñas a Higinio y «Poca Cuerda», que no daban la impresión de tenerlas
todas consigo.

«La Faraona» me miraba de reojo; pensé si confundía mi cuenca vacía, el


párpado cerrado, con un guiño.

—¿Y éste quién es? —preguntó.


«Dos Frentes», de pronto resplandeciente, risueño como si se le acabara de
ocurrir una gran idea, respondió:

—Nuestro mejor fusilero.

Tras contarle la historia del reloj de la estación y celebrar su regreso con


unas botellas de Valdepeñas, ellas se dispusieron a arreglar la cueva, porque
en el cortijo de «el Lagunero» y los chozos de otros bandidos no hubieran
cabido todas sin llamar la atención. Mientras, nos pusimos en camino.

Llegamos justo cuando los guardias salían de la Venta del Cuevo. Yo estaba
más bien cerca, a un tiro de piedra, y, sorprendido porque se fueron antes de
lo esperado, apenas tuve tiempo para ocultar la carabina bajo el poncho.
Como el caño asomaba por abajo, lo eché hacia atrás. Pero algo de mi persona
debió llamar la atención de la pareja.

Adiviné en sus ojos la intención de darme el alto. Adelantándome, con


mucha calma, hice como que iba a la Venta y les saludé:

—A la paz de Dios.

Siempre me habían divertido aquellas palabras, que recuerdan no la vida


tranquila sino a los muertos. Antes de haber acabado de hablar, aun tan
brevemente, tenía la escopeta tronando entre mis manos, y los guardias se
doblaron para caer, inermes, al suelo.
10. «LA FARAONA»

Cuando planeábamos un robo de ganado —muy poca cosa, como media


docena de terneros—, llegaron hasta nosotros unas mujeres raramente bellas,
con aspecto montaraz pero ataviadas a la usanza de las grandes ciudades.
Mara «la Faraona», morena como el pan negro, altiva, de mirar insolente,
conducía ella misma la calesa, latigueando a los caballos.

Yo me froté los ojos para convencerme de que aquella cabalgata era cierta y
«Dos Frentes», con un gesto risueño en los labios pero la mirada cargada por
la emoción, apartándose de la partida unos pasos, dijo:

—Jacobo, vas a conocer a la única mujer que, pasados largos años, pudo
llenar el vacío dejado por la desaparición de tu madre. Es una hembra de
inmenso corazón y con los pechos bien puestos. Como que nació en Estepa, el
famoso pueblo sevillano que ha dado hasta el momento diecinueve bandidos,
entre ellos «Pernales» y «el Vivillo». El tiempo y una mala enfermedad, que
me afecta los nervios e impide que me empijote como cuando joven, quizá
fortalece mi amor por ella todavía más, cual a una hija. Si te hace gozo, con no
causarle daño a nadie, te agradecería que me sustituyeras en el cortejo, de
manera que evite tener que decirle la fea verdad y lo pase mal.

—Pero, padre —repliqué yo, pensando que acaso la grave herida de su


frente y los años le hicieran desvariar—, ya tengo a Dorada.

Frunció el entrecejo, con la expresión de un loco, y por su aliento —que no


por su voz— comprendí que estaba ebrio:

—Había olvidado ya esa mala enfermedad y ahora cae sobre mí de nuevo


con todo su peso. Desearía que la llevaras lejos de aquí; pero si no quieres,
nada. Me las arreglaré solo.
—Si se trata de alejarla cojo la carabina y doy un par de tiros al aire. Cosa
fácil.

—No seas bruto. Te digo que la estimo.

Viéndole azorado y que la mujer, de más cerca, aun siendo realmente


hermosa, de hombros echados atrás y angosta cintura, tenía los ojos tristes
sobre el centelleo de su sonrisa, respondí:

—Está bien, padre. No soy justamente un hombre experto en esas lides,


pero haré lo que pueda.

La mano de «Dos Frentes», como una garra de tan huesuda, me estrujó el


hombro.

—Estoy seguro de que cumplirás y que la bandera de nuestra estirpe


ondeará alta, en lugar de quedarse a media asta o incluso hecha unos calzones
de mal lienzo.

«La Faraona», después de buscar el talle de Gonzalo, abrazándolo muy


fuerte, le explicó el motivo de que ella y otras hembras de los miembros de la
partida hubieran decidido volver a la cueva en vez de permanecer en sus
pueblos. Al menos tres estaban preñadas y no era caso de que los niños se
criaran sin padre, por desalmados que fueran. Por otra parte, barruntando que
los días de los bandidos seguramente estaban contados, querían aguardar con
ellos la muerte.

Entre tanto romanticismo, se me humedeció el ojo sano. «La Faraona» me


tendió, burlona su pañuelo. Reí, rechazándolo, y la tomé por la cintura:

—No olvides que en las venas llevo la misma sangre de «Dos Frentes».

Gonzalo, sonriendo, dijo:

—Se hace tarde. Vayamos a rematar nuestro negocio.

Y vaya si se remató —y pésimamente— la mala empresa.

Que nada había de salirnos bien aquella tarde.


Primeramente, una cuadrilla de desertados que campeaba por El Calar del
Mundo, se nos adelantó en el hurto. Luego, cuando, con el rabo entre las
piernas, nos disponíamos a ahogar Martín y yo nuestro fracaso en vino, en la
Venta del Cuervo, aparecieron de improviso dos guardias civiles.

Estaban lo suficientemente lejos para ocultarnos sin que nos vieran y seguir
de largo, pero «el Sapo», airado por el fracaso, disparó desde la espesura. Tras
cogerle por el cuello de la camisa y recriminar su acto, corrí hacia los heridos,
ya cadáveres cuando llegué desde la distancia hasta ellos.

Ante la visión del crimen, los rostros salpicados en sangre, uno de ellos muy
joven, con la desazón, se me cayó el ojo de vidrio que Dorada me había
regalado para interpretar determinados papeles en el teatro.

Regresé tan impresionado por aquella doble y estúpida muerte que «la
Faraona» no sólo evitó hablarme burlonamente como en nuestro primer
encuentro, sino que me hizo una caricia de madre.

—Lo siento, Gonzalo —dije—. Estoy cansado de esto. Voy a por Dorada para
irme bien lejos.

«Dos Frentes» y «la Faraona» protestaron, como también «Poca Cuerda»,


Jacinto Ramos, más perfumado que un jardín árabe, y una de las preñadas,
regordeta y zalamera.

—Tu puesto está con tu padre —dijo Mara—. Más ahora que ha envejecido.

Le besé en la cicatriz, apretándolo contra mi pecho, resuelto a volver a


tierras de Valencia y reanudar la vida agridulce de comediante. Aun cuando en
ese caso hubiera corrido mayor riesgo que antes de ser prendido.

Dorada recibió contenta la noticia de mi decisión de abandonar el


bandolerismo. Hicimos rápidamente el equipaje y, pese a la proximidad de la
noche, partimos enseguida por el camino que conduce a Elche de la Sierra.

Cabalgábamos como quien huye del diablo, cuando sonaron cerca unas
detonaciones. Eran cuatro guardias civiles, alertados sin duda por el crimen
cometido en la Venta del Cuervo. Apostados a sendos flancos del camino, nos
cortaban el paso. El caballo de Dorada cayó de bruces, y tuve que subirla a mi
montura para regresar como pudimos a la guarida.
11. EL TREN DE MEDIODÍA

La muerte de los dos guardias, sin que tuvieran tiempo siquiera para
encaramarse las escopetas, colgadas al hombro, me dio notoriedad entre los
miembros de la partida. Todos menos Martín, mi viejo rival, se congratularon.

Hasta entonces me había repugnado la violencia, pero al disparar aquella


vez fue como si me libertara de un pasado de víctima. Mirando hacia la
infancia era un cordero degollado, lleno de sangre, lo que veía. Nada más.
Golpeado en cien ocasiones, a partir del accidente en que perdí el ojo y, sobre
todo, desde el forcejeo mortal con el alguacil, que pretendía sólo guardar las
apariencias, por fin golpeaba yo, y lo hacía tranquilamente, a sangre fría.

La misma sangre fría que empleé en el cortejo y posesión de «la Faraona».


Sucedió pocas horas después de hacer las dos muertes. Gonzalo había vuelto a
beber todo el día, y trabajo le costaba tenerse en pie.

—Estoy demasiado viejo. El mal francés acabó del todo conmigo —me dijo,
quedo, casi al oído—. No tardarás en tener que ponerte al frente de mi
pequeño ejército.

«La Farona» le miraba con ojos trágicos y, al verle dormido y roncando, con
una baba saliéndole de los labios quemados por el tabaco, dio un respingo. Mi
pensamiento debía correr parejo al suyo. Después de la simpatía y la amistad
que había llegado a sentir por el viejo bandido, comenzaba a darme asco.

Estábamos junto a la calesa, la mujer sentada en el espacio de la portezuela


abierta, yo con un pie en el estribo y «Dos Frentes» dormitando en tierra, la
cabeza entre los barrotes de la rueda. Anochecía, y la hoguera, a la que se
arrimaban los forajidos y sus hembras, al estar del otro lado, apenas nos
alumbraba parcialmente a través de los ventanos.
«La Faraona» se replegó en su manto. Yo le pasé mi sombrero y, cuando
levantaba los ojos con una pizca de picardía, elevé su rostro, mirándola fijo, y
busqué sus labios. Unos labios llenos y vivos.

Comencé a desabotonarle el corpiño. Ella, muy seria, me detuvo,


acariciando mi mano, para llevarse el dedo índice a la boca y señalar a
Gonzalo.

—Respetemos su sueño —dijo.

Pero era puro juego, porque tiró de mí hacia el bosque, me abrazó bajo un
pino y ella misma fue desnudándose. Tenía la piel de un moreno claro, suave y
fina. Aun cuando se mostrase ardiente, no daba la sensación de entregarse por
entero, como si reservara algo, la frente erguida y los ojos atentos.

Sin embargo, al acariciar mi miembro, buscando su principio y su final,


tembló; entornó los párpados, y me pidió que le entrara rápido.

—Espera —respondí—. No encuentro mi pañuelo... ¿Tienes tú uno?

—¿Para qué quieres un pañuelo? La hierba no mancha, y menos las ropas


oscuras.

Le razoné los motivos e hice ademán de levantarme para buscar en mi


hatillo de ropas, en la cueva. «La Faraona» me detuvo, abrazándose muy
fuerte a mi cintura:

—No me gustan los artificios. Ven...

Su mirada expresaba una decisión clara, trágica y gozosa a un tiempo. No


dejó de observarme, aunque ahora con gesto de abandono, mientras entraba
lentamente en ella. Parecía esforzarse por permanecer en cierto relajamiento,
pero al presionar yo, un gemido se escapó entre sus blancos dientes.

—Sigue —me dijo, cerrando los ojos.

Su vientre se alzaba, delicado y absorbente, invitándome a continuar. Temía


dañarla, pero su actividad y, sobre todo, su voz silbante, repitiéndome que
continuara, me nublaron el entendimiento. Fue como el banderillero que pone
en sus dedos toda la fuerza del mundo para hundir el acero. Por sus quejidos y
estremecimientos, que no la hacían apartarse, sino aferrarse a mi cintura y mi
cuello con más fuerza, en el momento culminante se desmayó.

La llevé en brazos hasta la calesa. Tuve que apartar con el pie la cabeza de
«Dos Frentes», dormido aun, la espalda apoyada contra la rueda, para poder
abrir la portezuela y pasar dentro a la sevillana. La dejé tumbada en el asiento,
con las piernas recogidas, al abrigo de su propio manto y salí a dar un paseo.

Había luna llena y la noche cobraba un hermoso color azulado, en el que los
pinos y matorrales parecían carecer de peso. Pensé ir a la cabaña de Zacarías y
traerme a la Cendia, puesto que la cueva ya contaba con otras mujeres. Pero
antes tendría que volver a guardar distancias con «la Faraona», que no hay
algarada más ruidosa que las que traba entre sí el mujerío.

Gonzalo continuaba arrullado contra la rueda. Ya en la cueva, me tendí en el


camero, fumando un cigarro. Martín, «el Sapo», ladeado dentro del suyo, tenía
los ojos saltones muy abiertos, como un miracielos.

—¿No hay sueño? —preguntó.

—No —respondí secamente.

Sacó un reloj de oro.

—«Bota Vacía» informó de que habrá mucho dinero en el tren que va de


Madrid a Mediodía y que ha de pasar a muchas leguas de aquí en una veintena
de horas.

—¿Por dónde?

—Por Maderas Nuevas.

—El llano es peligroso.

—Yo conozco gente de allá.

Como estaba quedando rezagado entre quienes aspiraban a mandar la


partida —«el Lagunero» y, últimamente, yo mismo— supuse que pretendía
hacerme alguna jugada.

—Y «Dos Frentes», ¿qué dice a eso?


«El Sapo» sonrió, abriendo su repulsiva boca:

—¿No has visto cómo está? Desde el asalto a las minas de Peñascosa y el
silfilazo, no volverá más a ser el mismo.

Yo había comenzado a sentir desprecio por Gonzalo. Sobre todo, desde que
se juntaba con dos rufianes venidos últimamente, Jeresa «el Tetas»,
gordinflón, de gran papada, sin vello, y Nosvam, «el Astrólogo», sujeto
cadavérico, que leía negros augurios en las estrellas, habiendo estafado a
enfermos y viejas. Pero quizá, por mala conciencia, al haberme arrimado a su
mujer, aunque fuera casi su beneplácito, y hasta haciéndole favor, sentí
impulso de defenderle:

—El será siempre el jefe. Su cerebro marcha bien. Acabará dejando por
largo tiempo el alcohol y volviendo a ser el primero en saltar al caballo.

Martín guardó silencio. Su sonrisa se heló ante mi mirada. Se recostó como


para dar una cabezada, pero poco después su ojo me buscó de nuevo:

—Escucha, Jacobo, aunque hayamos tenido algunos roces, yo te valoro. Eres


fuerte y sabes lo que quieres. Pero cae en la cuenta de que soy más viejo que
tú. Dentro de un par de años, como mucho, nadie de los que estamos aquí
vamos a seguir vivos. Menos los que se vayan antes. Y para irse hay que dejar
el ganado, que los planistas e intermediarios se llevan el mejor bocado... Ese
tren transporta mucho, como para labrarse un futuro ancho y sin
preocupaciones. Podríamos hacerlo entre tres: «Poca Cuerda», tú y yo.

«Poca Cuerda», que estaba echado de espaldas en su jergón, movió las


orejas, y, sin volverse siquiera, dijo:

—Es cosa de esperar a que claree un poco y salir para allá.

—La partida debe actuar conjuntada —respondí.

«El Sapo» frunció el entrecejo, con gesto reflexivo.

—Ya no hay partida —dijo.


«Poca Cuerda» se irguió. Tenía los ojos enrojecidos, pero bien abiertos,
como si llevara muchos días sin conciliar el sueño. Se limpió la comisura de la
boca con la manga de la chaqueta, afirmando:

—Esto se acaba, Jacobo. Aunque sé que Martín y tú os lleváis mal, hay que
hacer algo y rápido.

—Podría venir al menos «el Lagunero».

«Poca Cuerda» casi gritó:

—Está también borracho. Las hembras los han ablandado.

—Dejadme pensarlo —dije, incorporándome, para salir a dar un paseo.

Gonzalo continuaba dormido, en la misma postura. Tenía el rostro helado.


Lo desperté, frotándole los brazos y costados de manera que cogiera calor, y,
entre protestas y guiños, le hice pasar dentro de la calesa y acomodarse frente
al asiento donde «la Faraona» gemía en sueños.

Regresé a la cueva, con la figura de «Dos Frentes» derrotado en el


pensamiento. Fui directamente hasta donde yacía «Poca Cuerda»:

—Cuando quieras nos vamos.

Sonrió y se puso en pie de un salto. Sacó las carabinas de las clavijas y me


echó la mía a las manos, mientras «el Sapo» arrojaba en tierra la primera saliva
de la madrugada. Tomamos unas mantas, para abrigarnos, y pasamos a la
covacha que hacía de establo.

Ensillamos los caballos, y salimos tirando de las riendas hasta el camino.


Cabalgamos lentamente entre las últimas sombras de la noche. Una vez
amaneció, espoleamos las bestias hasta marchar a galope tendido.

Cuando los animales estaban para reventar, llegamos a un cortijo, situado


cerca de Elche de la Sierra.

—Con estos caballos no andamos una legua —dije.

«Poca Cuerda» sonrió:


—Está todo previsto. Necesitan como una jornada para repostar. El tiempo
que tardaremos en agotar a los potros de refresco.

Intercambió unas palabras con el viejo mayoral, muy reservado, aunque


atento con el cordobés. Pasaron ellos dos las bestias, mientras «el Sapo» y yo
estirábamos las piernas. Luego salieron con tres buenos caballos.

—Tráiganos el almuerzo liado —dijo «Poca Cuerda» al anciano—. Llevamos


prisa, y no sé cuándo podremos dar bocado.

En tanto aguardábamos la fritanga, tomamos asiento bajo una noguera. «El


Sapo» seguía escupiendo flema densa, repugnante, como debían ser sus
entrañas y sus sesos. El de Benamejí parecía cavilar:

—¿Cuál fue el motivo que te hizo echarte al monte? —le pregunté.

—Como la mayoría de los bandoleros, un enfrentamiento. Trabajar de la


primera luz del día hasta la última por una miseria. Tenía que robar maíz de
acá, corderos de allá, y recibí más de una paliza. Hasta que decidí hacerme
respetar. Descalabré a un guarda, tomé su escopeta, hice descabalgar luego al
jinete, y desposeyéndolo de sus pertenencias, incluido el caballo, deserté de
mi pueblo.

«El Sapo» estaba reconciliador:

—Yo trabajé en las minas de Almadén. No veía el sol, respiraba veneno, por
eso he de pasarme el tiempo escupiendo... Pero el capataz que me regateaba
los sueldos ni siquiera podrá echar saliva, porque boca ni dientes le deben
quedar. Le hundí una pala en plena cara.

Mi ojo sano buscó entonces su blancura, y él miró, molesto, para otro lado.

El mayoral nos trajo un avío que olía bien y despertaba el gusanillo. Lo tomó
«Poca Cuerda», saltamos a los caballos y volvimos a lanzarnos a galope
tendido.

Los caminos accidentados, entre subidas y bajadas rocosas, dejaron paso a


un terreno cada vez más llano. El sol empezaba a calentar y el sudor lustraba el
pelo de los jacos.
Hicimos un alto para almorzar, a la sombra de unas encinas gruesas y ralas.
Mientras mordisqueábamos las gachas y el queso, «el Sapo» fue explicando el
plan.

—Uno de nosotros habrá de ir hasta Pozo Seco, dejar el caballo en casa de


Manuel, el herrero, y tomar el tren de las 4.30. A las cinco, a media legua de
Maderas Nuevas, irá hasta la máquina y hará que el maquinista frene,
conservando a éste y a su ayudante como rehenes. Los otros dos abrirán,
mientras, fuego para que los guardias se distraigan y no salgan detrás durante
algún tiempo: el necesario para estar fuera del alcance de sus escopetas.

—Yo subiré al tren —dije, deseando entrar en acción.

Odiaba el mundo, y, tras la muerte de los dos migueletes, sentía una


violencia cada vez mayor palpitando en mis venas. Allí mismo revisé el
revólver, con sus cinco tiros dispuestos.

Poco después, nos separamos. Siguiendo el camino indicado por «Poca


Cuerda», pronto divisé las casas bajas y encaladas de Pozo Seco. Era la hora de
más calor y las calles estaban desiertas. Afortunadamente, la herrería se
hallaba, tal como me señalaron, a un paso de la iglesia, en la plaza Mayor.

El herrero abrió el portón, masticando un muslo de pollo, que sostenía en


sus manos sucias. Le dejé el caballo y la carabina; pregunté por la estación, y
anduve hacia allí lentamente, pues sobraba tiempo. Me puse el ojo de vidrio y
bajé el ala del sombrero sobre la sien derecha. Saqué el billete, y esperé,
sentado en un banco, frente a las vías, fumando. Apenas aguardaban otros dos
o tres pasajeros. Cuando llegó el tren, subí tras ellos, y me acomodé en un
rincón solitario.

Consulté la hora en el reloj de la estación siguiente, y poco después me


dediqué a recorrer el tren, para saber las fuerzas de que disponía la guardia de
seguridad. Habían dos en el vagón más próximo a la máquina, pero en uno de
los de mercancías, infranqueables, a la cola, debía ir el grueso.

—Por favor, señores —les dije—, ¿serían tan amables de indicarme dónde
está el servicio?
—En la otra punta —respondió uno, señalando con el dedo.

Le hice girar, para que me sirviera de parapeto, al tiempo que sacaba el


revólver, y apunté a su compañero:

—Levántate y deja caer el cinturón con la pistola.

Desarmé al otro, apuntándoles ahora a los dos.

—Está bien, chachos —dije—. Ahora vais a tener que saltar a tierra. Y
cuidado con quedar a la vista de los que van en el vagón de mercancías.

Les obligué a caminar hasta la portezuela, inclinarse y brincar muy raso al


suelo, asomado siempre, con un pie en el estribo, y el revólver presto. Luego,
pasé a la locomotora. El maquinista, más bien viejo, con unos bigotes tan
blancos como el humo, temblaba.

—No se preocupe —le dije—, que si obedece, nada le va a pasar.

El ayudante, de unos treinta años, gordinflón, parecía más sereno.

—Cuando yo le diga —añadí al maquinista—, frena.

Momentos después le di la señal, y el tren fue deteniéndose lentamente.


Ordené al joven que amordazara al viejo, y a continuación lo maniaté a él; sólo
quedaba ir al vagón donde estaba el dinero, esperar a que salieran los
guardias, confundido entre los viajeros, y colarme dentro.

Aparecieron dos más, mirando a un lado y a otro. Al pasar junto a mí,


dándome la vuelta con rapidez, empujé a uno al suelo y coloqué el cañón del
revólver en la espalda del segundo. Vino a ser como con los anteriores, pero
cuando iba a saltar, sonaron varios disparos. Los empujé a tierra, y miré por la
ventanilla de enfrente hacia fuera, donde «Poca Cuerda» acababa de caer
sangrando por el vientre.

Estaba cerca del vagón, y Martín se aproximó todavía más, disparando a su


vez. Yo empujé la puerta del vagón de cola con el pie y me hice a un lado, para
un momento después asomar el arma y disparar en todas direcciones.
Escuché un quejido y pasé, rematando al herido. Reuní las sacas en un
montón junto a la ventanilla; Martín fue cogiéndolas y depositándolas sobre el
caballo de «Poca Cuerda», que se lamentaba, retorcido, en tierra.

—Anímate, que aún te queda vida —le dije, mientras le tendía una mano
para ayudarle.

Pero fue incorporarse y comenzar a vomitar sangre. Como la gente, pese al


temor, empezaba a atisbar hacia nosotros y el herido quedó inconsciente,
Martín y yo resolvimos montar a los potros y salir de allí al galope.

Pasamos las últimas horas de la tarde y la noche en casa del herrero, que
nos dejó otras ropas y otros caballos. De madrugada, desanduvimos lo andado,
en dirección al monte, cambiando nuevamente de montura en el cortijo de
Elche de la Sierra.

En la cueva me aguardaba una mala sorpresa. Mara «la Faraona», con un


insoportable dolor en el vientre, así como hemorragias incontenibles, había
muerto. Gonzalo me observó, hosco, apoyado en una pala, en tanto «el
Lagunero» y «Bota Vacía», transportaban el ya macilento cadáver.
12. OTRA VISIÓN DEL TREN

A pesar de ser dos los jinetes, mi caballo corría como una centella, que nada
le gustaban las balas, aun cuando de guardias y justicieras. Con tal rapidez
galopaba que, en más de una ocasión, estuvimos a punto de caer por los
precipicios de la sierra.

Cuando nos hallábamos a una distancia prudencial, si bien sin reducir gran
cosa la celeridad de la marcha, empecé a pensar. Era evidente que, frustradas
todas mis tentativas de regenerarme y llevar, junto a Dorada, una vida calma,
no podía hurtarme al destino de bandolero. Pero puesto que «la Faraona» y
otras mujeres habían venido a la cueva, la llevaría al menos conmigo,
encontrando consuelo en las bondades del matrimonio.

Al llegar a la guarida, todo eran caras largas y miradas tristísimas. Gonzalo


estaba ebrio y «Bota Vacía» amoratado, como enfermo, por primera vez en el
mucho tiempo que entre ellos había vivido.

—¿Qué pasa? —le pregunté al viejo ex coronel.

—«La Faraona» —dijo—, que nos ha cogido una mala enfermedad y está
que se muere.

Dorada y yo fuimos, con mi padre, tras una lacónica y seca presentación,


dado el estado de ánimo de éste, a la cueva, donde yacía la sevillana. Un par
de mujeres jóvenes la cuidaban, poniéndole paños en la frente y secando las
hemorragias que empapaban sábanas y sábanas.

Gonzalo, quebrantado, con la cicatriz como más honda y los ojos sin vida,
salió al exterior, en tanto Dorada tomaba el pulso de la enferma. Le seguí en la
penumbra hasta el fresno en que fue a apoyar su brazo, de expresión rota.
—Esto se acaba, Jacobo —dijo—. Primero las bajas cuantiosas; ahora «la
Faraona». ¿Qué aliciente va a quedar para este viejo cansado de vivir siempre
con el acero al cuello?

No encontré otra respuesta que estrecharle el hombro en silencio. Él


respondió con unas palmadas afectuosas, para pedirme luego, con voz
apagada, que le dejara solo.

Paseé, buscando la oscuridad, lejos de la hoguera. Sobre unas rocas se


erguían dos cuerpos. Reconocí la voz ansiosa de «Poca Cuerda», así como la
figura ancha de «el Sapo», y me aproximé a ellos.

—Llegas en buen momento —dijo «Poca Cuerda»—. Planeamos un asalto


de seguros beneficios y nos hace falta un tercero.

—¿Un asalto? —pregunté.

Liaban malamente unos cigarros, y el de Benamejí me pasó la petaca,


añadiendo:

—Al tren de Mediodía. Sabemos que pasado mañana llevará mucho dinero.
No podemos ir demasiada gente, porque llamaríamos la atención en los
caminos, pero tampoco hacen falta más de tres. Disponemos de buena
información.

—Yo estaba pensando precisamente en dejar la sierra. En volver a la vida de


farsante, con disfraces que impidan mi reconocimiento por los guardias.

—¿Vivir siempre disfrazado, con mejunjes, como una hembra? —dijo «Poca
Cuerda».

Le cogí por el cuello de la camisa:

—No me gustan esas comparaciones.

—Tampoco quería ofenderte, Jacobo. Estamos nerviosos.

—Sí, lo estamos —afirmó «el Sapo», con la cabeza erguida y los brazos
cruzados—. Pero no desgastéis energías en necedades. Demos ese golpe y
podremos tomar un tiempo de descanso.
Yo temía que, ante el progresivo estado de abandono de mi padre, acabaran
matándole para ocupar su puesto. Aunque en realidad me repugnara la idea
del robo en un tren de viajeros, donde podría haber víctimas, resolví colaborar
para tenerlos cerca y tantear qué tramaban.

«El Sapo» me explicó el plan y, poco después, cuando despuntaba el alba,


salimos en dirección al llano. Cabalgamos como si nos persiguiera el diablo por
atajos y caminos que sabíamos poco o nada vigilados, hasta la planicie,
haciendo breves altos.

Por Elche de la Sierra, viendo a los caballos destrozados, entramos en un


cortijo y los cambiamos por otros, pese a las quejas del propietario, a quien
dijimos que buscábamos al familiar de un agonizante que le requería en su
lecho de muerte. Para acabar con su reserva, le dimos algún dinero, y
reanudamos la cabalgada.

La tarde del día señalado, yo subí al tren un par de estaciones antes de


Maderas Nuevas. Cierto es, como consta en la información de las gacetas, que
hice saltar a cuatro guardias en marcha, si bien primero ordené al maquinista
que la redujera para que no se lastimaran. Pero la muerte del quinto jurado no
fue cosa de mi cosecha.

Sucedió que disparé al aire, para intimidarle, diciéndole que estaba cercado
y lo mejor que podía hacer era tirar las armas, pues, como a sus compañeros,
nada grave iba a sucederle. Él contestó con una doble andanada, primero hacia
la puerta por la que me asomaba, luego por la ventanilla. Al oír una descarga
más espaciada y próxima, con un agudo lamento, comprendí que le habían
dado. Pasé al vagón y, en efecto, el guardia estaba muerto. Después de
acercarme y comprobar que ya nada podía hacer por él, vislumbré el cadáver
de «Poca Cuerda», caído también en el enfrentamiento.

Martín me relató después cómo el guardia les había hecho frente


audazmente, sin resguardarse apenas, batiendo al de Benamejí y estando en
trance de herirle a él mismo. Una vez cargadas las sacas en los caballos, nos
alejamos del lugar, y oí cómo el maquinista hacía sonar la alarma.
De regreso a la guarida, encontré a Gonzalo más pálido todavía que cuando
le dejamos. Dorada trataba de darle ánimos, pero también sus ojos revelaban
los estragos de las noches de velorio, pues finalmente Mara «la Faraona»
había muerto.

La enterramos en un olivar, tal como había sido su última voluntad, y, pocos


días después, en la cantina de la aldea El Pardal, donde acudí para comprar
vino, tuve ocasión de escuchar algo que me heló la sangre. Eran dos peones,
acalorados por el alcohol, quienes hablaban con rara fantasía:

—Grimaldos, el arriero, cuenta que en las cumbres de Almenara hay un


bandido con un miembro del tamaño de un pimpollo. Que a su última
manceba, la derriñonó el bruto —decía uno.

Y el otro:

—Algo de eso he oído yo. Allá en el Cortijo Oreja. Los braceros lo vieron
orinando tras unas matas y, como sólo asomara el pijo, creyeron que era un
mulo romo.

Que así, señor, con exageraciones, entre el vino y el aburrimiento,


comienzan las malas leyendas.
13. TELEGRAMA JOCOSO

Teresa, hermosa en su cansancio, con los grandes ojos llenos de vida y el


cuerpecillo nervioso, agotado, estrecha sobre la mesa la mano de Jacobo.

—Ningún abogado quiere defenderte, y no creas, que remover, lo he


removido todo. Tendremos que conformarnos con Dionisio Manta.

—Estamos apañados.

Teresa, al sentir el desplazamiento del guardia, que se aleja de la mirilla,


dice más bajo:

—Y para la postre, están el fiscal, José Aumente, que tiene fama por lo
abultado de las penas que consigue, y ese juez duro, Maza... Mira el telegrama
que ha puesto a un primo suyo, de la misma cuerda, aunque más blando —le
da un papel—. El empleado de Telégrafos, que goza de buen humor, me ha
dejado copiarlo. Pero si vuelve el centinela, rómpelo.

Jacobo ríe, leyendo.

—Anselmo, llevabas razón al decirme que convenía cambiar la historia. Lee


esto.

Le pasa el papel a Teresa con objeto de que a su vez ella te lo pase a ti. Te
acoplas los lentes para la lectura, y lees con lentitud, reproduciendo en tu
mente las frases completas:

Querido primo Clemente:/ Sólo comunicarte que de manera obvia/


por el carácter extraordinario del caso que me ocupa/ habré de excusar
mi asistencia a la boda de Consuelo./ Ya sabes que, no habiéndome
podido dar descendencia mi querida esposa María de la Ascensión, /
Consuelo ha sido para mí, más que sobrina, una verdadera hija./
Mientras encuentro el momento de escribirle con el detenimiento que
merece/ exprésale mi enhorabuena y mis fervientes deseos de un
futuro lleno de parabienes./ Augusto Maza.

Vuelve a escucharse pasos, pero no es que regrese Teresa. Los sonidos


parecen indicar un anciano arrastre de suelas. Sin embargo, la voz, cuando se
abre la puerta, cuya hoja te impide ver aún la figura, contiene un timbre joven:

—Buenos días, Jacobo.

—Más bien, buenas tardes, compadre.

Dionisio Manta carraspea, afectado, como quien acaba de dormir una larga
siesta ovina, borreguera. Tras saludarte, iniciando en seguida sus paseos
sonambulistas por el angosto espacio del calabozo, empieza:

—Tenemos que hablar largo y tendido, con cafelito por medio, para hacer
un esbozo serio de las claves en que centrar la defensa.

Se interrumpe de pronto. Abre su enorme cartera, se asoma al revoltijo de


documentos como ante un mareante abismo, y añade:

—Por cierto, ¿no me dejé aquí los recortes de prensa sobre su persona? —y
ante el gesto negativo, escéptico—: La maldita cabra de mis vecinos masticaba
el otro día unos papeles. Estoy intrigado por saber qué eran. Pero el bicho es
fino y el papel de prensa basto. No creo...

Se acerca al manuscrito; lo hojea, lee ávidamente.

—Parece de sumo interés. Me lo llevaré para estudiarlo en profundidad esta


misma noche.

Se le escapa un bostezo, quizá por los recuerdos del lecho. Jacobo le


observa, sardónico:

—Mejor lo hace aquí. Y con tiento; pues no me extrañaría que un mal viento
lo arrebatara de sus manos y se lo llevara, por la reja, al infierno.
14. LA ENFERMEDAD DE DORADA

Tantas muertes seguidas no podían ser sino un mal augurio. Gonzalo acabó
por perder la razón ya menguada, ante el ataúd de «la Faraona». Para el
entierro se había puesto su antiguo uniforme de coronel, ofreciendo una
imagen grotesca y patética. Flaco, pálido, con la enorme cicatriz que daba la
impresión de crecer cada día, permaneció mucho tiempo junto a la tumba,
inmóvil, la mirada obsesiva y los ojos secos.

En adelante, ya no preparó ningún robo, ningún asalto. Siempre mudo,


montaba su caballo temprano, para vagar por la sierra, y volvía de noche.
Temiendo por su vida, le seguí de lejos en sus desplazamientos. Jacinto Ramos,
que sentía afecto por el viejo, me acompañó en un par de ocasiones.

Yendo los dos, una tarde «Dos Frentes» bajó a la Quebrada del Charco, miró
hacia una tremenda enredadera y trepó hasta ella, desapareciendo poco
después como por encanto. Pasado cierto tiempo, cuando comenzaba a
inquietarme la idea de que pudiera haberle mordido algún bicho, le vimos
descender por el terraplén en dirección a su caballo.

Por curiosidad, hicimos su mismo camino, encontrándonos con una


hermosa cueva, entre dos pinos que crecían rasos, como abatidos.

—No es mal sitio —le dije a Jacinto—. Si descubrieran la vieja guarida, nada
mejor que esto para montar una nueva vivienda.

Desde entonces, aunque me había llevado a Dorada a vivir entre las otras
mujeres, sin entenderme bien con aquellas gentes, pensé en construir tras la
enredadera un lugar habitable. Ella me ayudó a alisar el suelo y cubrir las
paredes con argamasa, así como a hacer un lecho de mucho abrigo.
En uno de los viajes, al subir por la pendiente, tuvo un desmayo. La tomé en
brazos, bajé al riachuelo, casi seco en el estío, y le humedecí el rostro.

—Demasiado esfuerzo para ti —le dije, cuando recobraba el conocimiento—


No debías haberte venido conmigo, sabiendo la vida que me aguardaba.

Dorada sonrió, llevando sus dedos a mi boca, para que callara:

—Me gusta la sierra, Jacobo, y soy lo suficientemente fuerte para seguirte


donde vayas. Lo que ocurre es que vamos a tener un hijo.

Al tocar su vientre, viéndola más redonda, barrunté que en efecto algo se


movía dentro. Sentí una gran alegría, que se desvaneció pronto, al pensar en
las dificultades que iba a tener un zagal en semejantes circunstancias.

A partir de aquel día, le hice dejar cualquier trabajo. Con el dinero obtenido
en los hurtos y el poco gasto de la supervivencia montaraz, podíamos
apartarnos de todo por mucho tiempo. Pero, como siempre que pretendía
abandonar la guarida, algo me lo impidió.

Si Martín «el Sapo» pensaba en principio retirarse con el botín del asalto al
tren, al ver la definitiva decadencia de «Dos Frentes», le tentó la voluntad del
mando. Para hacerse notar, propuso nuevas actuaciones, que nada me
gustaban, como la de secuestrar a familiares de hacendados y ganaderos.

—La partida ya no puede dedicarse a planear robos en los que la mayor


parte del dinero se va en comisiones —decía—. Hay que buscar recursos más
fáciles, volver al secuestro. Para eso sólo se necesitan un par de buenos
informadores y otros tres o cuatro hombres dispuestos a demostrar su valor.

—¡Secuestros, no! —gritó «Dos Frentes», desde lejos, saliendo de su


mutismo.

—Calla, Gonzalo, que estamos hablando en serio —dijo, despectivo, «el


Sapo».

Como cuando de zagal le faltaban el respeto a mis padres adoptivos, salté


sobre el deslenguado y le golpeé hasta dejarlo inconsciente, tendido cuan
largo era.
15. NUEVAS MUERTES

Al venir a la guarida, la Cendia se enteró de la razón por la que había muerto


Mara. Irguió el rostro, orgullosa, tan callada como Gonzalo, y con una lumbre
de resentimiento en los ojos.

Las dos primeras noches se negó a dormir conmigo. A la tercera, apenas


acabada la cena, no sólo acudió a mi lecho, sino que se desnudó enseguida,
me arrastró bajo las pieles y mordió mi hocico. Luego, de la misma manera que
hizo «la Faraona», desanudó el pañuelo.

—No —le dije—, es peligroso, y no hay nada que mire tanto como tu salud.

Pero ella insistió y, pese a esforzarme por no ceder, llegó un momento en


que saltó el animal que tengo dentro. Todavía traté de zafarme un par de
veces; en vano, porque su piel me quemaba, y ardí como los conventos que
prendía antaño.

Fue peor que con Mara, pues no se quejaba y sólo al apartarme de ella pude
calibrar el daño. Encendió una vela de sebo, iluminando sus dedos
ensangrentados. Su sonrisa, que me recordó la de mi madre en los antiguos
sueños, brillaba como un cuchillo. Sentí vértigo, barruntando ella que no
tardaría en morir, llevándose los pocos buenos momentos que conocí.

Perdió el sentido y yo, sin saber qué hacer, fui junto a «la Bichito», afamada
de saber de brebajes y brujería. Me miró con ojos centelleantes, como
temerosa, pero acudió al pie de Dorada y la examinó.

—Eres un salvaje —dijo—. Mal remedio le veo a esto.

Preparó un mejunje con hierbas en un mortero, empapó una pequeña toalla


y se la aplicó. Parecía mejorar; estuve toda la noche observándola; pero, a la
amanecida, caí dormido, y cuando desperté ella estaba helada y yo cubierto de
sangre.

Con los ojos humedecidos, saqué el cadáver en brazos a la luz del día, ante
los rostros perplejos de las mujeres y los otros bandidos. Estaban alrededor de
la hoguera, preparándose el almuerzo. Gonzalo nos miró, sin vernos, y pasé de
largo, en silencio, para encaminarme, dando tumbos, hacia una roca desde la
que se divisaban las cumbres más bajas de la sierra. Allí, abrazado a la difunta,
escruté el horizonte, tras el que debían estar el llano y la huerta, más lejos,
donde transcurrieron nuestros mejores días de farsantes vitalicios y
desenfadados.

La llevé hasta la covacha en que se hallaban los caballos, la tercié sobre mi


montura, salté sobre la silla y me dirigí a la Quebrada del Charco.

Trepé junto a la enredadera, saqué el pico y la pala de lo que iba a ser


nuestra vivienda y cavé una fosa entre los dos árboles que crecían rasos. Una
vez enterrada la Cendia, la luz del sol me pareció más intensa, más dura, y
sentí una mezcla de cansancio e ira.

Entré en la caverna, buscando la penumbra; me tendí sobre el lecho y quedé


dormido. Soñé que volvía por las tierras de Valencia, encontrando a los viejos
compañeros de la Cendia. En una feria, ya muy viejo, representaba para los
huertanos al bandido que había sido y era, entre bromas y tristeza.

Estuve muchos días allí, alimentándome sólo de algún animal cazado en las
inmediaciones y mal asado, con desgana. Hasta que vino Jacinto Ramos «el
Peo», muy vestido y repeinado, como si fuera de verbena, aunque con cara
circunspecta.

—Jacobo —me dijo—. Las cosas van mal allá arriba. Yo me vuelvo a mi
tierra. Voy a entregarme, que, bien pensado, no creo que sea demasiada la
pena y me cansa vivir como una fiera. Pero antes querría prepararte para lo
que vas a encontrar a tu vuelta.

—No te andes con rodeos —le respondí—, y habla claro, que pocas cosas
me importan ya.
Se echó el cabello hacia atrás, con su mano delicada y pequeña, sacudiendo
la cabeza, y añadió:

—Las desgracias no vienen nunca solas. Se trata ahora de Gonzalo. Martín


volvió a plantear lo de los secuestros. Hubo una pelea, y el viejo ha palmado.

Blandí el cuchillo, con la mirada en la hoja, pensando que pronto iba a tener
ocasión de aplacar mi ira. Bajamos al arroyo e hicimos un tramo juntos. Luego,
nos estrechamos el hombro, en la encrucijada de dos caminos, y ascendí
lentamente hacia la guarida.

En lugar de entrar por la explanadilla, lo hice por la boca de atrás, llevando


mi carabina preparada. Tomé otra de las clavijas y busqué desde la sombra a
«el Sapo». Estaba sentado sobre una piedra, con «el Lagunero» y dos hombres
malcarados, a los que nunca había visto antes. Salí apuntándole con un arma y
manteniendo la otra baja.

—Tenemos una cuenta pendiente —le dije.

—¿Quién es éste? —preguntó uno de los nuevos desertados, alto y flaco, de


grandes patillas y nariz aguileña.

—Un viejo conocido —respondió Martín —. Dejadnos solos.

«El Lagunero» me miró con gesto de derrota, mientras se alejaba con los
otros, tras las rocas que flanqueaban la cueva. Yo eché la carabina, que
mantenía baja, al suelo, y me aparté unos pasos, calculando el tiempo que iba
a tardar en recogerla «el Sapo».

—Te voy a volar el ojo sano, y tu cuerpo servirá de pasto para los cuervos y
las alimañas —dije.

De nuevo la mirada de uno buscó la blancura ciega del otro. Quería irritarlo,
y noté que le temblaba el pulso. Entonces, con mucha rapidez, sin apuntar,
descerrajé los dos tiros. En la confusión, mientras su cuerpo se desplomaba
con un brote de sangre en la frente destrozada, sentí el ardor de la pólvora en
un hombro. Me sacudí como si se tratara de polvo, apretando los dientes; fui a
sentarme sobre su cadáver, y allí, repantigado, lié un cigarro.
Los dos desconocidos fueron los primeros en volver donde antes estaban
platicando. Luego vinieron «el Lagunero», «Bota Vacía», las mujeres y todos
los demás miembros de la partida. Encendí tranquilamente el cigarro,
mirándolos fijo, y fumé en silencio.

La sangre de «el Sapo» se secaba en la tierra dura, junto a su brazo


extendido hacia la escopeta. Escupí como solía hacer él, encontrando un
excelente sabor al tabaco.

Cuando acabé de fumar, me incorporé; hinqué el pie en el pecho del


cadáver, volteándolo para que quedara boca arriba, y miré al grupo.

—Vosotros —dije a los nuevos desertados— os encargaréis de alejar de aquí


esta escoria. Tú, «Bota Vacía», me pasarás mañana mismo información sobre
qué ganado robar, y tú, «Lagunero», reorganizarás a tu gente. Yo, por mi
parte, seleccionaré a aquellos que mejor disparen. La partida de «Dos Frentes»
va a ser nombrada, como antes, de un lado a otro de la sierra.

A partir de aquel momento, «el tercio» volvió a funcionar. Una vez rotas las
botellas de ron, aguardiente y vino por mis propias manos, como una medida
temporal, e impartidas las primeras órdenes, fui a la tumba de «Dos Frentes»,
cavada junto a la de «la Faraona». «Tu sucesor no va a morir en una estúpida
pelea con otro bandolero», dije para mí. «Acabaré en alguna refriega, o de
viejo».

Reanudamos el robo de ganado, además de dar varios asaltos a cortijos y


haciendas. Otros hombres se sumaron a la partida, sustituyendo las bajas y
hasta aumentando el número que tuvo antes de que Gonzalo enloqueciera.

En las cantinas de Villaverde y Bienservida, así como en las aldeas, oí a las


gentes hablar de nosotros. Según las viejas voces, yo no sólo había matado a
«el Sapo» y fumado sobre su cadáver, sino que arrebataba la vida con la mayor
facilidad, y sentarme a liar sobre los muertos un cigarro era ya un hábito.
También se hablaba de muchas difuntas, aparte de la Cendia y Mara, por
derriñonamiento.
Al menos una vez por semana, bajaba a la Quebrada del Charco; tomaba
asiento en uno de los árboles rasos, mirando la tierra, bajo la que yacía «la
Quemaconventos», y recordaba los tiempos de disfraces y juegos.

En una ocasión, al entrar en un cortijo cercano al chozo de Zacarías, con


otros dos hombres, perseguidos por los «migueletes», encontré a una
hermosa mujer regando las plantas. Había algo en ella que me era familiar: sus
ojos puros y su boca carnosa, La fuerza bajo una apariencia de fragilidad.

—Jacobo —dijo, dejando caer el agua de la regadera al suelo—. Cómo has


cambiado.

Era Teresilla, transformada en una mujer espléndida; de su mirada había


desaparecido cualquier sombra de miedo. Se me echó al cuello y nos besamos.

—Mucho he oído hablar de ti. Pero pocas cosas son las que me creo.

Después de dar albergue a los otros hombres en una habitación, me hizo


pasar a la suya. Sentados en un poyo, habló del tiempo pasado, la muerte de
su tío, su ida a Chinchilla, donde, tras trabajar de sirvienta, se había casado con
un comerciante, quedando viuda pocos años después y con buena dote.

Llamaron al portón los guardias. Ella me dijo que no me preocupara, yendo


a abrir, y pude escuchar su voz persuasiva, mezclada con la de los
perseguidores.

—Buenas tardes, ¿qué se les ofrece?

—Buscamos a un bandido sanguinario, «el Derriñonador», y a otros dos, que


acaban de robar en las Fábricas de Riópar. ¿No los habrá visto pasar por aquí?

—Como hace un cuarto de hora escuché cascos de caballos. Iban en aquella


dirección. Pero si quieren entrar en calor, pasen y bébanse una copa.

—No, gracias, señora. Vamos tras ellos; queremos acabar nuestro trabajo
antes de que oscurezca y se metan en su terreno.

Teresa volvió a la habitación, risueña. La besé y caímos sobre la cama.


Apagué el candil, para que no viera el tamaño de mi miembro ni cómo me
anudaba el pañuelo.
—¿Esto qué es? —preguntó en la oscuridad.

—Nada, un seguro —dije, continuando.

Desde aquella noche, Teresa ocupó buena parte de mi pensamiento. La


sangre, con la que me había llegado a cegar, dejó paso a nuevos sentimientos,
y volví frecuentemente al cortijo.

Transcurrido un tiempo, hubo numerosas bajas en la partida, durante el


robo a una de las haciendas de Flores. Disponía de muchos hombres armados,
y, sorprendidos en el recinto, cayeron allí mismo la mayoría y algunos otros
cuando huíamos.

Teresa me pidió que dejara la banda. Las mujeres se habían ido y de los
viejos compañeros sólo quedaban «Bota Vacía», otra vez dado al ron en
exceso, y «el Lagunero», muy envejecido. Le dejé a éste el mando, y me retiré
a la cueva de la enredadera, visitando cada dos o tres días a Teresa.

Tanto ella como yo disponíamos de dinero para pasar una vida holgada. Sólo
la inquietud de poder ser detenido turbaba a veces mi calma; pero por lo
común estaba tranquilo y había vuelto a gozar de las pequeñas cosas que
hacen feliz a un hombre.

Supe de la muerte de «Pernales» y «el Niño del Arahal» justamente cerca de


mi cueva, aunque algún tiempo después, porque yo estaba en el cortijo de
Teresa. También que los últimos miembros de la partida habían caído cuando
intentaban un secuestro. Salvo «el Lagunero», que al parecer murió ahogado,
con su caballo, en una crecida del Mundo, y «el Inventor», al que le explotó un
ingenio en pleno rostro.

Después de una vida agitada y truculenta, replegado como estaba en aquel


lugar del monte, a pesar de los encuentros con Teresa, me aburría. Por otra
parte, ella quiso establecer un negocio en La Roda, que yo me pusiera el ojo de
vidrio y cambiara mi aspecto para vivir ambos en la gran ciudad. La idea me
tentaba, pero el negocio salió mal, y ella se dio al alcohol.

Entonces llegaste tú con tu maldita propuesta, y detrás los guardias y este


calabozo frío como un sepulcro.
16. FARSA DEL BANDIDO

A pesar de que todos los caminos estaban vigilados y era prácticamente


imposible ya salirse de la sierra, resuelto más que nunca a dejar el
bandolerismo, llevé a Dorada a la cueva abierta sobre la Quebrada del Charco
en que habían de detenerme varios años después. Cuando el lugar empezaba a
ser habitable, subiendo por la pendiente, tuvo ella un desmayo. Bajé con un
botijo al arroyo, para coger agua y refrescarle la frente; tras abrir los ojos, tocó
su seno.

—Vamos a tener un hijo, Jacobo.

Asentí, sin demasiada sorpresa, porque en las últimas semanas había


engordado y su mirada reflejaba un fuego puro.

La tomé cuidadosamente en brazos y trepé hacia la entrada de la nueva


vivienda, pensando en la responsabilidad que se cernía sobre mí. La acosté en
el lecho y la abrigué hasta el cuello. Luego, me apoyé, caviloso, en la argamasa
que cubría la pared.

A partir de aquel día, nos quedamos a vivir allí. No hacía otra cosa que
cuidarla, buscando la forma de cambiar de vida para que el niño naciera en un
ambiente distinto al que me envolvió siempre. Calculaba que, pasado algún
tiempo, una vez reducidos los robos y asaltos de la partida, el cerco policial se
aflojaría, y que entonces tendríamos ocasión de irnos los tres a lugares donde
no se nos conociera —Ciudad Real o Murcia—, y volver a la vieja vida de
farsante.

—Ya tengo pensada la primera representación —decía Dorada, con los ojos
centelleantes de antaño—. Se llamará La farsa del bandido, y en ella
encarnaremos a nuestros personajes reales. Si no podemos hacerla aquí, la
haremos en América.

A medida que avanzaba el estado de gestación, se volvía más y más


soñadora, contagiándome a veces su buen humor. Pero una tarde, cuando
regresaba de pescar truchas, la encontré pálida y trémula.

—¿Qué te ocurre? —pregunté, acariciándola.

—Nada. No te preocupes —dijo—. Deben ser mis caderas, demasiado


estrechas, que no le dejan espacio al chico y le obligan a moverse más de lo
acostumbrado.

Empezaba el frío y las primeras nieves iban cayendo lentas en el paisaje. Al


meterme junto a ella en el lecho, mi mano topó con algo húmedo. Era una
hemorragia.

—Vamos a perderlo —murmuró, sollozando, sin dejar de temblar y cada vez


más pálida.

La estreché, queriendo retener la vida que se le escapaba; busqué unas


vendas e intenté menguar el flujo de sangre. Luego me incorporé, diciéndole:

—Procura dormir y no despertarte. Voy a buscar un galeno.

—Podría delatarte —afirmó ella—. No lo hagas.

—Si es preciso, le traeré con los ojos vendados.

Me incliné para besarla en la frente, y salí al exterior blanco y helado.


Desamarré el caballo, salté a la grupa y lo dirigí hacia el camino de Villaverde a
Bienservida; pero aún no había cabalgado una legua, cuando la nevada se hizo
más recia, y los cascos del animal se hundían sin avanzar apenas. Tuve que
descabalgar y llevarlo de la brida, volviendo, atribulado, a la cueva.

Llegué justo a tiempo para acompañar a Dorada en su agonía. Se me abrazó


muy fuerte, con los ojos tristes, pero sonriendo, aunque apenas pudo articular
palabra.
—Cuídate —me dijo—. Permanece aquí escondido el tiempo que haga falta,
y luego vuelve a la comedia. Acuérdate de aquellos tiempos y haz tú mismo La
farsa del bandido.

Viéndola muerta, poco después, sentí que la cueva, como un sepulcro, nos
devoraba a ambos y ya nunca tendría ánimos para representar farsa alguna.
Mucho tiempo estuve allí abrazado al cadáver de mi esposa, sin comer ni
beber, hasta que empezó a descomponerse y hube de enterrarla. Lo hice al pie
mismo de la cueva, de manera que tuviera cerca al menos lo poco que
quedaba de ella.

Transcurrido largos días de frío y soledad, volví junto a la partida, no con


idea de intervenir en los robos, sino por ver cómo andaba de salud Gonzalo.
Me aguardaba la mala nueva de que había sucumbido en una reyerta con
Martín «el Sapo», quien dejó de aceptar su mando para erigirse en el gran
gerifalte de aquellas huestes maltrechas.

Más que la muerte de mi padre —dado lo mucho que padecía en sus raros
momentos de lucidez—, me dolieron las circunstancias del hecho. Lo imaginé,
enajenado y viejo, con una sensación de impotencia ante el feo bandido que le
inmovilizaba para darle el golpe mortal.

—¿Y nadie hizo nada para evitarlo? —le pregunté indignado a «el
Lagunero»—. ¿Os quedasteis todos con los brazos cruzados?

—Ésta es, Jacobo, una partida de muertos —fue su respuesta, mientras


echaba tierra sobre la sepultura.

Su mirada, descolorida, cobró fuerza de pronto, y con un gesto me advirtió


de un peligro próximo. Me volví, despasando el cerrojo de la carabina, y acerté
el disparo.

En tanto Martín caía al suelo, sentí el calor de la pólvora en el hombro,


retrocediendo un palmo por el impulso del impacto. Comprobada la muerte de
«el Sapo», arrojé la escopeta sobre el promontorio donde yacía «Dos Frentes».

Las detonaciones atrajeron a los demás miembros de la partida,


esqueléticos, ojerosos, como un descalabrado desfile de ánimas.
—Collones —dijo «Bota Vacía».

De haber sido yo menos viejo, habría hecho lo mismo que acabas de hacer
tú. Sólo el cansancio nos hizo aceptar entre nosotros a ese mequetrefe.

«El Inventor» me dio una palmada en el hombro sano:

—Ya era hora de que volvieras. Necesitábamos de alguien que nos


reorganizara. Para celebrarlo compondré un nuevo ingenio explosivo.

—Pues te equivocas —respondí, señalando la carabina—. Vine para ver a mi


padre, no para sucederle. Por lo que me corresponde, la partida se acabó hace
ya tiempo.

Fue la última vez que vi a mis antiguos compañeros. Después de cavar yo


mismo la fosa de Martín, «el Sapo» y rechazar las vendas que se me ofrecían,
con una mano en la herida para protegerla del aire helado, me dirigí a la
montura. Subí como pude, y me quedé mirando a aquellos sobrevivientes
destrozados.

—Me voy —dije—. Nuestro tiempo se ha acabado y no seré yo quien espere


sentado en este terreno que vengan a matarnos. Si os sirve un consejo, dejadlo
todo. Camuflaros como arrieros o pastores y tratad de ganar el llano.

En efecto, señor, mi consejo fue el de abandonar el bandolerismo, pese a


que la leyenda me pusiera como último y encarnizado jefe, que, entre otros
actos salvajes, fumaba un cigarro sentado sobre cada cadáver que hacía.
Ocurrió, sin embargo, que otros malhechores emplearon mi nombre para
ocultar su verdadera identidad y evitar así ser perseguidos.

Yo me limitaba a bajar a los pueblos y aldeas próximos una o dos veces por
semana para obtener suministros. Lo hacía a última hora, con el ojo de vidrio,
y un sombrero de fieltro que me cubría el rostro. Decía ser nieto del viejo
Zacarías e ir a cultivar, como hice, su desolado huerto. Que allí, viendo crecer
verduras y frutos, pasé mucho tiempo.

Una vez agotado el dinero y enfrentado a una mala cosecha, tuve que volver
a ingeniármelas para sobrevivir. Entonces, y eso sí es cierto, empecé a acudir
de cuando en cuando a las aldeas, con la cara descubierta y sin el ojo de vidrio.
Entraba en la cantina, mostrando ostentosamente la escopeta, y decía:

—Quiero huevos frescos, trigo y tocino para alimentar a diez hombres. No


los traigo conmigo para no atemorizar a las mujeres, los viejos y los zagalillos.
Pero aprestaos a llenar un carro y sin demora ni trampas, o les haré venir y que
lo dejen todo patas arriba.

Aunque a regañadientes, se daban prisa en llenar un volquete que yo


enganchaba a mi caballo para perderme en la noche. Como no podía comerlo
todo y era necesario dar la impresión de que contaba con una partida, bien me
acercaba a la vieja cueva, dejando cerca y a resguardo el alimento, bien lo
repartía entre gentes sin recursos de otros parajes.

Sumido en la soledad, al margen del mundo, pasé, señor, los últimos cuatro
años. Ahora, aclarados los motivos que me hicieron parecer un vulgar criminal,
sólo aguardo que considere y comprenda la congoja que ha rodeado siempre
mi vida.
FINAL
FALSA MEMORIA

Mientras, junto con un guardia y el cancerbero, recorres los largos y helados


pasillos de la prisión de Albacete, recuerdas las últimas palabras del juez Maza:

«Y contrastadas las pruebas, además de por los hurtos, asaltos, ultrajes y


secuestros antes señalados, por los asesinatos cometidos en las personas de
Narciso Espejo, Fructífero Nogales, Mariano Halcón, Fortunato del Hierro y
Jesús Pancorvo, este tribunal declara a Jaboco de Gracia Expósito culpable, con
responsabilidades de primer grado».

«No obstante, y pese al carácter horripilante de su vida y sus crímenes,


teniendo en cuenta que, a lo largo de los últimos cuatro años, vivió retirado
como un monje, e incluso hizo numerosos favores a gentes menesterosas, en
lugar de la pena de muerte que en principio merecía, se le condena a cadena
perpetua».

Te da la sensación de ver todavía el rictus amargo del magistrado, su mirada


huidiza tras los lentes de aro metálico, su tez congestionada y su pulso
trémulo, en tanto carraspeaba y daba su último mazazo. También, a Dionisio
Manta, ojeroso, desgreñado, pero satisfecho por no haber perdido la causa del
todo, y a José Aumente, el férreo fiscal, con una sonrisa bailándole en los ojos,
pese a la boca fruncida, y apretándose tras el tronco las manos. También a
Teresa, más hermosa que las anteriores veces, la piel nacarada, los ojos
negrísimos casi líquidos, sus formas aguitarradas dibujándose bajo los encajes
mate, de viuda. Otras mujeres repartidas por los bancos; algunas, sollozantes;
las más, enmudecidas. Por último —y de nuevo—, el rostro hierático de
Jacobo, como si la cosa no fuera con él. Como si nada ya le importara, al
margen de su cansancio. El producto del esfuerzo realizado en su relato para la
elaboración del manuscrito. Acaso porque al recorrer concentradamente su
historia, protagonizando al mismo tiempo una leyenda paralela —la inventada
por ti para salvarlo—, era como si hubiera vivido dos, tres veces, y,
esquilmado, reviejo por dentro, hasta feliz, nada pudiera ya trastocar su
estado de ánimo.

Cuando el cancerbero abre la celda —más amplia, también más fría que el
calabozo alcaraceño—, su expresión no ha variado. Sigue, sin duda, sereno,
como viéndose a sí mismo de muy lejos.

Sin embargo, una vez la puerta de hierro forjado se cierra tras de ti,
mientras tomas asiento a su mesa, sonríe:

—No me vengas con esa cara de sepulturero, hombre. Ya encontraré la


forma de salir de este agujero.

Le ofreces un cigarro puro, celebrando su buen humor con un estirar los


labios, que no llega a sonrisa.

—Siento que el manuscrito no haya servido para nada —dices, empleando


el yesquero—. Cómo sentí haber sido el causante de tu captura.

Mueve la cabeza a un lado y a otro; un solo movimiento, muy reposado:

—Las lamentaciones están de más. Conseguiré escapar, o me dejaré la piel


en el intento.

—Después de pagar la multa por tenencia ilícita de armas, me ha quedado


una buena suma. —Miras hacia la puerta, y bajas la voz— ¿No hay nadie que
pueda ayudarme a organizar tu fuga?

Su ojo, dilatado, joven de nuevo, expresa gratitud:

—No es el momento oportuno, Anselmo.

—Podría intentar yo sólo el golpe de mano. Si saliera bien, mis compañeros


de Linares, en reconocimiento, harían lo que fuera para liberarte.

—Olvida eso. Por muchas indicaciones que te diera, no podrías hacer gran
cosa. Flores dispone de hombres que conocen la sierra palmo a palmo.

—¿Qué hacer entonces? No voy a permanecer pasivo mientras tú te pudres.


Su mano estrecha tu hombro:

—Has hecho lo que has podido. Ahora, hasta encontrar la ocasión de


evadirme, voy a llenar el tiempo con algo que quizá valga la pena. Escribiré mis
verdaderas memorias. Eso sí, te agradeceré que me consigas papel y más tarde
busques una gaceta para ir publicándolas.

Asientes.

—Cuenta con ello —reflexionas, y añades—: Puedo hacer también por


recuperar el manuscrito, si te interesa.

—No hace falta. Lo cierto, Anselmo, es que tampoco creo que vaya a escribir
la verdad. Me disgusta la verdad, tan estúpida. Dejaré suelta la fantasía, pero
ya sin pensar en el juez ni en nadie. Sólo para sacar la mucha mala sangre que
ha cuajado en mis venas.
CAMINO DE LA LEYENDA

Tras tu nueva estancia en la sierra, al final del viaje de regreso a Albacete, el


furgón se detiene. Avistas la hermosa plaza de El Altozano. En el pequeño
espejo de la dama sentada a tu lado, que acaba de empolvarse, se refleja tu
corbata roja de lazo, contrastando con la chaqueta negra, el ala del sombrero,
también negro. No puedes evitar una sonrisa. Sin que hasta ahora lo hubieras
sabido, llevas, a juego, los dos colores, el bello contraste, de la CNT.

O la CN que T, como decía un compañero taranto con gracejo.

Mientras deambulas por las calles —las solapas subidas, las manos en las
faltriqueras—, respirando el aire frío y seco, te sientes satisfecho. Pocas veces
experimentaste tanta seguridad en ti mismo. Sólo el recuerdo de Jacobo,
cautivo, empaña tu ánimo.

La verja del recinto carcelario, los papeles, miradas que se limitan a


reconocerte, o bien expresan una chispa de desconfianza. El patio desolado, la
rigidez del guardia, la encorvada espalda del cancerbero. Los corredores y, por
fin, la celda.

Jacobo, tras un mudo pero amistoso gesto, vuelve el ojo —crudo, de fatiga,
con un brillo obsesivo— al texto que está redactando. Corrige o añade algo,
cuando te acomodas al otro lado de la mesa. Echa la silla hacia atrás,
desperezándose, y rezonga:

—Lee esto, Anselmo.

Tomas las hojas escritas con trazos urgentes y violentos. Escudriñas la


transformación, en sólo una semana, de su aspecto: la mirada hundida,
inyectada en sangre y, sin embargo, muy viva; las arrugas más hondas, en la
frente y las mejillas; las canas, que resaltan en el cabello revuelto por el
insomnio. Con la cabeza erguida, entorna los párpados, y desvía luego la vista
hacia la nieve prendida en el alféizar y la reja. Te colocas los lentes, para iniciar
la lectura:

Lo cierto es, señores, que nací —y a gusto— hijo de puta. Fue en las Cuevas
del Calar del Mundo, donde mi madre, llamada Gracia por su simpatía y sus
beldades, fue a abortarme, con los auxilios de la bruja conocida como la Tía
Celestina por los muchos favores que prestaba a las rameras. Pero, con la
inspiración del diablo, me cogí bien a los machos de aquella caverna en que a
cientos habían sucumbido hombres braguetados. Quiso Satanás que, en la
lucha con las malas hierbas amenazantes para mi vida, fuera mi madre mi
primera víctima, el primer crimen de una carrera que ni un perro perdiguero
hubiera cubierto más veloz.

Muerta Mamá Gracia de los Ríos —apellidada de esta manera por el


abundante semen que hizo derramar en su breve vida—, la Tía Celestina,
empavorecida, me dejó en el interior de la gruta y arrojó el cadáver de mi
madre al agua. Luego, tras conversar con Lucifer en la Cueva de la Encantada
(que está yendo de Riópar para Molinicos), hechizó una yegua con un carro
muy lejano para dar veracidad a la leyenda de la amante que erraba por la
sierra y pereció ahogada.

Ya que se me ha condenado a cadena perpetua —para no soliviantar con mi


ejecución a la mucha gente que me estima y, en el fondo, querría haber hecho
la misma mala vida que yo—, voy a contarles mi verdadera historia, sin los
enredos que trabé en un manuscrito anterior dirigido al juez Maza para influir
en él buenamente a la hora del proceso. Vaya por delante que de ninguno de
mis crímenes, conocidos o por conocer, me arrepiento. Pues si alguna
esperanza persiste en mi ánimo, por lo demás bien templado, es la de llevarme
conmigo un par de carceleros al infierno.

Mi primer apodo no fue «el Niño de Resinación», sino «Niño de los


Chorros», y no por haber nacido, como he indicado, en las Cuevas del Calar del
Mundo, sino porque de zagal nadie había en mi pueblo, ni grande ni chico, que
orinara tan lejos.
En cuanto a la saludable costumbre de fumar sentado en cada muerto que
hacía, la adopté ya desde el primer asesinato, el del alguacil Narciso Espejo.
Después de colaborar con los rondines en el arrasamiento del tabaco verde
que plantaba mi padre, José Alegría, y de maltratarlo, tenía la desfachatez de
encenderse en la plaza de la aldea formidables cigarros de los de contrabando.

Al verle, tras participar en una paliza a mi quejumbroso benefactor,


retozando en el bosque con «la Montana», la ira me hizo crecer un palmo.
Tomé su carabina, aparté a la hembra, y disparé contra el Narciso a bocajarro.

En el bolsillo de su chaqueta asomaban dos o tres habanos. Olisqueé el que


parecía mejor, para llevármelo a los labios. Busqué el yesquero en los otros
bolsillos, y, con el mosquete terciado entre las piernas, me senté a fumar
sobre su panza.

Mientras paladeaba el humo, fuerte y picante, miraba con fijeza a la


Josefina, hermosa y temblona, que se había tapado el pecho con la ropa hecha
un ovillo. Hizo ademán de vestirse. Escupí, con los dientes apretados, y le dije:

—Aparta eso, y quítate también las medias, que hoy el pueblo va a estar de
fiesta.

Pues no sólo yo había crecido un palmo. También mi verga.

Alzas la mirada, sorprendido, interrumpiendo la lectura. Compruebas que


son varios más los pasajes, al parecer narrados con igual soltura.

—¿Qué pretendes falseando tu historia? —le preguntas— ¿O acaso me


tomaste el pelo?

Jacobo ladea la frente:

—Tampoco todo es falso. En verdad, tanto el manuscrito que tú hiciste


como éste contienen cosas ciertas. Hay muchas maneras, según las trampas
que convenga hacer en cada momento, para contar los mismos hechos.
Infinitas. E infinita desearía que fuera mi vida. Por eso, además de buscar a
veces sentido a mi nacimiento, a mi mocedad, a todo el tiempo para mi
transcurrido, invento. —Su rostro, aún con los estragos del encierro, la mala
comida y el empecinamiento, resplandece, risueño—: Anselmo, quiero vivir
cien vidas, aunque sea sobre el papel. Haré una leyenda verdadera (y falsa a
medias, como la propia vida) de mí mismo.

Recuerdas las gentes serranas a quienes has consultado su opinión sobre


Jacobo, tomando nota, para fingir que, como atestiguaste ante el juez Maza,
preparabas tu tesis sobre el bandolerismo: «Iba un hombre de mucha edad en
un burro viejo cargado de aceite y «el Derriñonador» le pegó un tiro al animal
y lo mató», relataba el Tío Lanciano, de Riópar. «El hombre rompió a llorar, y el
buen bandido le dijo: Ese burro no valía ná. Tome y cómprese uno nuevo».
Manuel, el retratista de Alcaraz, afirmaba: «El pueblo lo tiene en estima, pero
es un mal bicho. Entre muchos otros crímenes y atropellos, ató al propietario
de un cortijo a un árbol, y derriñonó a su mujer delante de sus narices».
«Quizá no hay nadie tan criminal», contestaba Justo, el escribiente, tras
haberte dejado copiar los textos del juzgado por unos duros y a regañadientes.

«Pero a un mayoral que conozco, cuando era zagal, le regaló un queso


grande y una barra de chorizo».

«Hubo una vez un capitán muy bravo que deseaba conocer a Jacobo»,
narraba un resinero, en la vieja aldea de Resinación, «Estando ‘el Niño' de
copeo, muy bien vestido, como un señorito, después de jugar con él a las
cartas, le dijo: ¿Usted quiere conocer al ‘Derriñonador'? Pues yo se lo
presentaré. Le llevó fuera y reveló, así tranquilo: Bien, yo soy Jacobo de Gracia.
El capitán se puso a temblar y el bandido le dio ánimos para que no se
preocupara porque no le iba a hacer nada».

Imaginas sus memorias —mitad auténticas, mitad apócrifas—, editadas


clandestinamente, por su lenguaje crudo, pero corriendo de mano en mano, la
maquinaria de toda una mitología. Una mitología ya comenzada y en la que tú,
de alguna forma, con el manuscrito inicial, tan comentado —en el juicio, en la
prensa, en las tabernas—, has hecho de copartícipe secreto.

Lamentablemente, es probable que el Gobierno utilice la leyenda de Jacobo


para desviar la atención pública de los grandes problemas sociales y
económicos, convirtiéndolo en un títere grotesco.
Has de intentar algo, Anselmo. Algo que honre tus dos apellidos: el Trigo,
que siembran los campesinos, y el Hoces de la cosecha.
PÁJARO METÁLICO

Dos andanadas resuenan en la mañana gélida, estremeciendo el aire


azulado con destellos rojizos de greda. Jacobo corre por la plaza Mayor, vacía,
en dirección al Mirador situado frente al cercano pueblo de Vianos. Da una
patada, potente y seca, en el portón de la herrería, a la altura del cerrojo. Se
interna en la penumbra, sintiendo el olor denso de las caballerías; calcula
apresuradamente la fuerza de cada ejemplar en el recorte de las siluetas.
Desamarra un potro negro, lustroso en las sombras, y, sin silla, montando a
pelo, lo impulsa hacia la puerta trasera.

El animal trata de sacudirse la carga de sus lomos, coceando; pero, una vez
ante el paisaje abierto, relincha prolongadamente y, con repentina docilidad,
obedece a los golpes de los talones, emprendiendo un vigoroso galope. Los
guardias, después de cruzar el establo, agotan el cargador de sus armas.

Jacobo, con los brazos ceñidos al cuello del caballo, vuelve la mirada hacia
atrás. Sonríe, vislumbrando las tres figuras inclinadas sobre los Mausers, en la
no demasiada rápida operación de cargar, y su ojo, risueño, busca el camino
llano, ya próximo, tras los breves terraplenes y barrancos.

Sorprendido, ve una caravana de extraños carros, metálicos, con luces en el


frente, bajo apagados rectángulos de cristal. Toda una larga, interminable
sierpe de chatarra, como una burla o espejismo trabado en conciliábulo por los
fantasmas de la bruja Celestina y Víctor «el Alimañero». Recuerda la
mordedura de la pequeña víbora en la infancia —tal como se la contaron cien
veces, pues por sí mismo nunca hubiera podido rememorarlo—, y le da la
sensación de que, a medida que se acerca al reptil de hierro, vuelven a afluirle
la vieja fiebre y los ardientes sarpullidos.
El sol se inyecta en el techo de los carros, iluminando los interiores
silenciosos, muertos. Sólo el contacto —la piel nervuda, en tensión, y el calor
animal— del potro le hace sentir que está vivo. Que allá, en lo alto de la sierra,
donde el paisaje es cambiante y frondoso, debe haber vida.

Tras una vacilación, las últimas descargas de los guardias le hacen decidirse
a entrar en el camino. Asustado, perplejo, avanza entre las raras máquinas.

En el cielo aparece un pájaro, metálico a semejanza de los carros, con la


cabeza colmada por algo que corta el aire y vibra como las alas de un abejorro.
Se inclina a un lado, y planea hacia la espalda del fugitivo.

Del pájaro surgen unos círculos de fuego. El caballo dobla sus patas
delanteras, primero terso, comprimido en su carne prieta, y luego flojo, con
toda la fuerza escapándosele en un largo relincho, para alzar el cuello entre
convulsos estertores. Jacobo se aparta del animal ya inerte, salpicado por la
oscura sangre y, después de otra andanada, toca su pecho herido,
comprendiendo que también su vida escapa.

Abres los ojos, desabismándote de aquel premonitorio sueño de Jacobo y su


voz oscura al fondo, como un coro único, que extrañamente han vuelto a
trepidar bajo tus párpados. La nieve y el frío te ciegan de nuevo.

Linares, con su tierra roja, de olivos. Copos blancos los queman, cubriendo,
sepultando poco a poco hectáreas y hectáreas. El yeguato que te ha prestado
Jacinto Ramos, viejo y flaco, cabecea por la senda, resbalando, a punto de caer
varias veces, hasta que desmontas y lo llevas del morral.

Es un estorbo, total para hacer tres leguas. Un estorbo. Te recuerda a María,


«la Calientachicos». Queriéndote sin duda, pero, por temor a que la dejes,
siempre con juegos y simulacros, destinados a hacerse desear, querer; jocosos
en un principio, pero ya cansinos. Hasta que fue tuya, durante una violación
también fingida, pues bajo tu serena brutalidad —puro ludismo amoroso— y
su resistencia, había un pacto secreto. Entre tu deseo y el suyo; contra una
parte de su albedrío, que procuraba fidelidad ante su novio remoto. Todo para
volver a jugar luego, tras una mirada de odio; para perder el tiempo, la
juventud que lentamente, de manera apenas perceptible, escapaba.
Un estorbo este yeguato. Como Juana, Marta, Josefina, Adelaida —qué lejos
de las amantes de Jacobo—, temerosas todas después de su entrega, como si
ese tejido maldito sirviera para algo. Y sus temores, sin embargo, eran lógicos.
También tú temías que, una vez tomadas, de saberse, las repudiaran.

Todo ello, junto con el trabajo mal hecho, condicionado, mataba poco a
poco tu alegría, tu vitalidad. Hasta que te reencontraste, escribiendo la
leyenda de Jacobo.

Concluidas las clases —clases tediosas, insuficientes, pues la dirección no te


permite el programa y los modos que consideras oportunos, aprendidos,
readaptados de libros extranjeros—, necesitas desfogarte, ternura o sexo.
Acaso Carmen del Valle hubiera podido darte ambas cosas a la vez, aderezadas
con su inteligencia de bruja. Su tez blanca; los ojos que semejan calarte todo,
celebrando lo mejor de ti mismo, burlarse de lo negativo, querer devorar la
vida en torno, tan grandes y luminosos; ese óvalo perfecto, con un hoyuelo; las
piernas largas; las manos grandes pero suaves, de mujer fuerte pese a su
exquisita delicadeza. Esa ironía vital suya, cuando estabas con ella y su
compañero: «No sabía que te gustaran los toros...» Pero también a él le
estimas. Mucho. A veces más que a ti mismo. Pues, además de aceptar tu
amistad, sabiendo que la quieres, sencillo, sagaz y franco, tiene la constancia y
el equilibrio que ella necesita. Y ella, lo es todo.

Qué estorbo este yeguato.

Bajas el ala del sombrero. Así, y con las ropas éstas y los lentes oscuros,
nadie va a reconocerte.

Allá al fondo, recortándose entre las distantes crestas de la Sierra de


Cazorla, vislumbras ya el prostíbulo de Vadollano, junto a las vías del ferrocarril
y el río Guarrizas, tan sucio en contraste con la pureza del paisaje.

¿Qué harían los compañeros de «el Reflector» si te vieran? Tan puritanos,


anarquistas limosneros que se quedaron todo lo más en Fourier u Owen,
probablemente llegaran a expulsarte del periódico. Insistiría, sobre todo,
Matamoros: «Un pendejo. Da mal ejemplo. Señores, hermanos, la acracia no
es eso».
Amarras la caballería a la balaustrada. ¿Qué sucede? No hay luz; la
oscuridad te hiere más que el sol de agosto.

Manuela tiene una rara belleza. El cabello negro y lacio, la piel espléndida,
los ojos que te recuerdan a Carmen, aunque no sean tan grandes ni tan
rutilantes. Goza, por añadidura, de algo que escasea entre las rameras: a pesar
del hipotético callo sexual, obtiene placer. Jadea, que nadie diría lagarto—
lagarto.

Al subir las escaleras, ha vuelto la luz. Estás con ella, retozando sobre el
lecho grande, una mano junto a la cabecera de latón, la otra estrechando su
cintura a cada empuje.

Sientes su vagina revolviéndose con tu semen, mientras te abraza más


fuerte. Algo te duele en el pecho, y es un dolor intenso.

Fumáis enlazados vagamente. Ella sigue jadeando. «¿Tienes asma?», le


preguntas. Sus ojos brillan como por desconfianza. Te da un beso afectivo.
«Has descubierto mi secreto. Por favor, no lo varees. Se me irían los
parroquianos». El mismo temor de María, de Juana, Marta, Josefina...

Una nueva confidencia, en la oscuridad que vuelve de pronto: «¿Sabes


cómo me han motejado en Sierra Morena, los muy brutos? Porque aborté un
par de veces con perejil, me llaman «la Cagafetos».

Un incendio. Te arde la mano derecha. Sí, estás prendiéndole fuego al


cortijo de ese hacendado, «el Chusquero», que ha hecho negocio en la guerra
de Marruecos. Actúas con torpeza. Mientras venías te han visto ocultando la
antorcha torpemente bajo el tabardo. Menos mal que se trataba de un taranto
que te aprecia, padre de un discípulo, y aún cuando sepa la noticia del
siniestro, no dirá nada. Pero, mientras te reúnes con los compañeros que
satisfechos, te aseguran ya los medios para ir a Alcaraz y perpetrar el golpe
contra Flores, no puedes dejar de preguntarte: ¿Servirá para la acción este
pequeño intelectual —y de pueblo—? ¿Para la práctica revolucionaria puede
valer un sujeto como tú, desbordado de imaginación, figurándose ante el
menor riesgo una muerte horrenda, largas torturas, la delación de los
compañeros, el renegamiento de haber nacido?
Envidias a Jacobo. Monta un caballo salvaje, desbravándolo muy
lentamente. Es perlino, de un blanco muy puro. La Cagafetos jadea bajo tu
cansado cuerpo. De Gracia flota en su montura brava, ingrávida. La prostituta
te introduce con la lengua su aliento a vino y acaso a verga. El bandido acaricia
el cuello de su potro dulcificado y rebosante, sin embargo, de brío. Otro rostro.
Rubia. «Me llaman ‘la Petrolera', por lo bien que la chupo». «El Niño» de la
aldea de resina aparece sobre su montura, deslizándose entre los árboles
verdes y el romero.

El avión con su extraña hélice. Cae. Jacobo, levántate, vive. La sierra, el


universo, todo es tuyo, porque has sabido ser puro y hacerte respetar por los
caciques y sus esbirros.

No, está ensangrentado. Te salpica la savia de sus venas. Qué dolor en el


pecho, en la mano. ¿También a ti te han herido? No, estás con Carmen. Ella te
mira con una mezcla de indignación, de burla, de padecimiento.

Los guardias. Llevan un catalejo. Por eso te siguieron hasta la guarida de


Jacobo sin que les vieras, pese a estar alerta y mirar cientos de veces hacia
atrás.

El bandido agoniza, empapado de sangre. Este dolor. ¿Será la nieve que te


quema?

Abres los ojos, bajo el cielo nublo. Doblas el rostro. Miguel Acuña, el
barrenero linarense, yace, con los intestinos al descubierto, cerca del recinto
del cortijo. Todavía te parece escuchar el estruendo de la explosión y ver la
casa, fragmentada en grandes y mínimos trozos, por los aires inflamados de
rojo. Asombrado, observas tu propia sangre, negruzca, espesa.

Vas a morir, Anselmo. Vas a morir. No es tan duro como habías imaginado.
Pero ¿ha valido la pena? ¿Servirá el golpe para extender de verdad la agitación
campesina de Andalucía a La Mancha, llegando así el revolucionarismo hasta la
ya preparada Castilla? Sueñas; deliras. Los ugetistas van por otro lado. No
acaban de comprender ese viejo tópico, tan cierto: el poder corrompe. Pero
tus compañeros, tú mismo, nunca habéis comprendido tampoco que, sin
organización, el enemigo siempre saldrá victorioso. La técnica vale dinero.
¿Qué puede un genio como «el Inventor» frente al engranaje de mil cerebros?

Bueno, al menos habrás muerto por algo noble. Viviste con intensidad,
hasta en los sucios prostíbulos. Estás vivo, Anselmo. Puedes morir calmo
porque has apurado en lo posible cada momento.

No. Carmen. Su silueta, alumbrada por la negrura brillante de sus ojos, se


evade.

Los hombres de Flores van aproximándose lentamente, contraídos, cautos,


como si temieran aún que la explosión les hubiese podido romper algo dentro.
Dos perrazos se adelantan; ladran, inquietos, voraces, mostrando sus fauces
de presa.

Tratas de alcanzar la automática Browning, tan pequeña, con el muy corto


cañón hundido en la nieve. Demasiado lejos. Pero... si tienes la mano
destrozada.

Los perros están ya a menos de cien metros. Esos colmillos. Quizá se te


coman, empezando por arrancarte la nariz, o un ojo, como aquel monstruoso
zarpazo del bosque que dejó tuerto a Jacobo.

No sientes dolor ni miedo. Debe ser la nieve que ha ido helándote. Es como
si tu cuerpo hubiera dejado de pertenecerte. Todo es ya negro. Qué extrañas,
fugitivas luces.

AIcaraz, (febrero de 1981)

Valencia, (marzo de 1982)


Notas

1. Desriñonador se pronuncia popularmente, de forma expresiva,


Derriñonador, por lo que se ha mantenido así a lo largo del texto, a excepción
de cuando aparece en voces judiciales.

2. Febo: efebo.

3. Venga, el dinero

4. Almendrero o almendro: alienado, loco, según el Diccionario Manchego de


José S. Serna

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