Untitled
Untitled
Untitled
PÁJAROS DE ALTURA
14 de Octubre de 1911
Ilmo. Sr.
Tengo el honor de comunicar a S.S.I. que en este momento que son las siete
de la tarde, tras las oportunas diligencias, han pasado a disposición del
presente juzgado de la Villa de Alcaraz el criminal Jacobo de Gracia Expósito (a)
«el Desriñonador», acusado de robos, secuestros y asesinatos, que incluyen
monstruosos actos contra natura, y otro sujeto cuyos rasgos físicos y
características personales parecen corresponder a Manuel Pestaña Morales (a)
«el Óptico», autor de hechos que lastiman la ética de su profesión y la salud
pública.
Augusto Maza
PRIMEROS INTERROGATORIOS DEL JUEZ MAZA
P. —¿Estado civil?
R.—...
P. —¿Casado? ¿Soltero?
R —Soltero.
P. —¿Sabe leer?
R. —Y escribir de corrido.
R. —Del coronel Batalla tengo que decirle que le estimé mucho, porque
también mi padre luchó en Cuba. Por eso me sorprende que haya podido
hacer una falsa denuncia.
P. —Esos tres crímenes fueron cometidos hace muchos años. Pero quizá
otros más recientes le sirvan para avivar la memoria. Por ejemplo, el del
guardia de seguridad del tren de viajeros Madrid—Mediodía, sobre quien
disparó a bocajarro durante un asalto, en Maderas Nuevas. O el de los
guardias civiles José Cumplido y Segundino Estirado en la Venta del Cuervo.
R —Si fuera en las lagunas, habrían podido padecer un espejismo. Pero allá
donde todo es plano y seco, supongo que antes se enjuagaron con vino.
P. —Es sabido que los criminales hacen muescas cada vez que asesinan.
R. —...
P. —¡Conteste!
P. —No pretenda irse por las ramas. Habían tomado café juntos.
Forzosamente tuvieron que hablar.
R. —Dijo que tenía un trabajo para mí. Por su aspecto, supongo que nada
malo. Me habló de un amigo de Linares, que le puso al corriente de cómo
encontrarme. Los guardias no nos dieron tiempo a más...
Expediente del supuesto Manuel Pestaña (a) «el Óptico»
R. —Naturalmente.
P. —¿Estado civil?
R. —Soltero.
P. —¿Oficio o profesión?
R —Sí.
P. —¿Qué hacía usted, maestro, junto a la cueva del bandido Jacobo de
Gracia Expósito, en la mañana del día 12 de octubre? ¿No irá a decirme que se
disponía a darle clases de Letras?... ¡Responda con rapidez a mis preguntas! El
escribiente hará constar sus dilaciones.
P. —En caso de hacer realmente ese libro, habría podido caer en otro delito:
apología del bandolerismo. Pero hay varios motivos para pensar que miente.
¿Con qué objeto llevaba usted tan elevada suma de dinero?
R. —Para pagarle a Jacobo de Gracia sus informes, y para poder pasar una
temporada larga en la sierra, documentándome a fondo.
Alto y robusto, de frente grande, cejas largas y espesas, nariz correcta, boca
pequeña y mejillas finas y bien rasuradas, presentaba una apariencia
radicalmente opuesta a la que cabría esperar después de leer ingenuos textos
sobre una pretendida antropología criminal. Pese a estar tuerto y llevar algo
fruncidos el tabardo de piel y los pantalones de pana, muy gastados, había en
su porte una rara nobleza.
—Y bien —dijo, con voz ronca— ¿qué diablos hace usted aquí? ¿Busca
caracoles donde no ha caído una gota? ¿O quizá un viejo tesoro?
—Con ese aspecto, supongo que no será por el precio que pusieron a mi
cabeza.
—La única arma que llevo la he dejado con la mula, allá bajo los chopos.
—¿Una mula? —dijo—. Me había parecido más bien sentir los relinchos de
un caballo... Últimamente, el oído empieza a fallarme. O será que no me lavo
con la debida frecuencia.
—No creo haber escuchado ningún relincho. —Te volviste unos instantes
hacia el fondo de la quebrada—. Y me percaté que nadie me seguía.
—Un amigo común me indicó como llegar hasta ti. Me hizo un plano con los
más mínimos detalles. Jacinto Ramos, El Peo.
Te arrancó el papel de las manos y pareció dar una rápida lectura. Luego,
volvió a dejar oír su cavernosa risa.
—Ja—ja. Vaya con «el Peo». No ha dejado de ser un pájaro triste y
ceremonioso. ¿Sabes de dónde le viene el apodo?
Asentiste:
—Está bien.
En los cuatro días siguientes se reunió una alta suma de dinero, la mula, una
escopeta y otros útiles para el viaje.
En todo Linares únicamente Jacinto Ramos, «el Peo» reúne las condiciones
del guía idóneo. Atildado, con un penetrante olor a colonia barata que hacía
sonreír a la tabernera, afirmó: «Conozco bien esa zona. Pero apenas hace unos
meses que dejé la trena y no querría volver allí por nada del mundo. La sierra
ya no es lo que era».
—Mala cosa el Flores —dijo por fin—. Tiene poder. Con los tiempos que
corren y el aislamiento, habré perdido el apoyo de mucha gente que antes me
tenía buena voluntad y no hubiera dudado en ayudarme. Tendré que pensarlo.
Supiste entonces que también él, como «Pernales», siguiendo el ejemplo de
«el Vivillo», pensó alguna vez emigrar a Argentina. Aunque su apego por la
sierra le hiciera desechar la idea en aquel momento.
Yo, señor, nací bajo los Chorros del Mundo, en esa enorme cueva que se
hunde leguas y leguas en la tierra sin que nadie haya conseguido nunca
vislumbrar su fondo. Que las voces se pierden por los recovecos remotos,
entre el sonido del viento y las filtraciones del agua, y, una vez dentro, no hay
luz hecha por el hombre capaz de iluminar a más de ocho o diez pasos. Por su
vastedad y por su misterio se dice que allí puso su dedo índice Dios al
comenzar la Creación.
Mi padre —aunque fuera adoptivo le llamaré padre a secas, pues como tal
se comportó y hasta llevo su propia sangre, por la transfusión que me
practicaron tras el dentellazo del reptil—, José Alegría de nombre, era pelador.
Padeciendo de un mal que dicen hipocondría y hace el parar muy serio,
tristísimo, aunque el oficio de resinero se pagaba mejor, no soportaba
enfrentarse cada día a los pinos heridos y llorosos. Prefirió el menor jornal que
da el desbrozo. De su trabajo hecho a desgana, para sobrevivir, y con cierta
rabia, debí heredar la fatalidad que había de llevarme siempre a destrozar,
contra mi voluntad, como a golpes de hacha provocados por mano ajena,
aquello que amaba.
Nunca alcancé a comprender por qué bebía tanto, pues cuanto más
empinaba el codo más pálido y grave pintaba su rostro. «La hipocondría
también se pega, hijo» me aseguró una tarde, rascándose hasta sangrar en el
vientre y los brazos, después de zambullir en un barreño a su perro. Y como se
rascaba y yo aún no sabía el nombre de esa enfermedad, pensé que se refería
a las pulgas. Sin embargo, pronto pude comprobar de qué hablaba de mi
padre. Y de su verdadero mal pasó a hablar de otro ficticio pero que, por lo
que decía, estaba en la mente de todos los lugareños.
Cuando regresé al chozo de mis padres, con un pañolito sobre el feo hueco,
ella gritó de dolor, apretándome contra su seno un momento, mirándome
como a un demonio luego, vuelta a estrecharme y a gritar, y él, sentado junto
a la lumbre, de perfil, se limitó a observarme con la mirada húmeda. Tanto
daban la impresión de padecer que, atolondrado como estaba, intenté darles
ánimo:
Y eso cuando sus padres fueron de los pocos que mostraban por mí afecto.
Víctor me había enseñado a perderles el miedo a las serpientes, cuyos huevos
—buen conocedor de los lugares donde anidaban— recogía en épocas de
encantamiento, para cebar luego a las crías, cocinar su carne y vender las
pieles en el mercado de Elche de la Sierra. Era un hombre alto y recio, de buen
color, pese a que sus ojos reflejaran, apagados, pálidos, el largo tiempo pasado
en la cárcel. En efecto, el año de mi nacimiento, con la instauración de la
quimérica República, la aldea se declaró cantón independiente y, tras el golpe
del general Pavía, al acudir las fuerzas de la Guardia Civil (con cuatro disparos
al aire, que produjeron la muerte de una gallina y un brazo herido), Víctor fue
uno de los pocos que ofreció resistencia, y purgó varios años en las mazmorras
del castillo de Chinchilla. A su salida, de cuidar palomas, como hacía antes,
pasó al oficio de alimañero.
—No son las víboras lo que has de temer —me dijo, mientras alimentaba a
unos hurones—, siempre que conozcas sus costumbres. Les gusta echarse al
sol, y el calor les hace emborracharse con su veneno. Entonces, les molesta
mucho que las interrumpan en tales momentos, y por eso muerden a todo lo
que les parezca extraño y perturbe su ensimismamiento. De encontrarte una
en tu camino, tienes que quedarte quieto, evitar el sudor, desplegando los
brazos, para alejarte luego sin prisas, comportándote como un animal más del
bosque. Si te mordió una de chico, sería porque llorabas o te movías mucho.
Yo intentaba perderle el miedo a aquellos bichos, pero sus ojos de rejilla, las
cabezas achatadas y las pieles sinuosas y de apariencia húmeda me
repugnaban un poco; a veces no podía evitar un estremecimiento que me
anudaba la garganta.
—No son las víboras ni las serpientes lo que hay que temer —insistía Víctor
«el Alimañero»—, sino los alacranes, que salen una docena debajo de cada
piedra y la picadura resulta muy dolorosa.
Blanca la del Pan, al verme sin duda algo pálido, me hizo pasar a la cocina y
me puso una escudilla con miel sobre hojuelas de hojaldre, que las hacía tan
buenas como dicen que las hacen en Lietor, al otro lado de la sierra. Pero
cuando llegó Teresita, con sus ojos negros y brillantes, semejantes a tizones, la
naricilla muy empinada y los dientes mellados, graciosos, apenas me saludó.
Hubo una sombra en su mirada, y salió enseguida de la cocina.
Aparte de Víctor y Blanca, únicamente don Jesús Ángel, el cura que oficiaba
en la ermita de Riópar, parecía apreciarlo. Llegaba cada domingo a lo oscuro,
sobre su mulo reventado de correr de pueblo en pueblo, y, sin tomarse el
menor descanso, celebraba la misa. Una vez, probablemente tras enterarse de
las calumnias de que mi padre era objeto, decidió pasar la noche en nuestro
chozo. Yo, de buena gana, le dejé mi jergón, y fui a dormir bajo la techumbre
de «el Alimañero». Dormí sobre un lecho de paja cerca de Teresita, que no
cesó de moverse entre sus sábanas, incapaz de conciliar el sueño,
seguramente incómoda por mi proximidad.
Aquella mañana me aguardaba una buena sorpresa. Si bien mis padres, con
la mirada húmeda, daban la sensación de haber pasado la noche mondando
cebollas, el cura tenía una expresión radiante.
Bajé por entre los chozos hacia la fronda de pinos, barruntando que allí
encontraría el esclarecimiento del misterioso impulso de unos momentos
antes. Echada sobre la hierba, masticando una margarita, con la mirada como
ausente, estaba la muchacha.
2. RECURSO DEL TÁBANO
Resopla, mira al exterior a través de las rejas y vuelve los ojos hacia ti.
—Están también los guardias. Miran con frecuencia. Se darán cuenta de que
hay mucho de tu cosecha.
—No sabría decirte. No recuerdo justamente, pero hay palabras, varias, que
no comprendo.
—Me gustaría aprender. Pero no hay tiempo para eso. Hagámoslo más
sencillo desde el principio.
—¿Por ejemplo?
—No sé... Bueno, sí lo sé. Toda esa patraña sobre el tamaño de mi miembro.
—¿Por qué?
—¿Y si me examinan?
—No lo harán.
Desde allí, poco más tarde, tuve ocasión de observar cómo Teresita,
acompañada de un familiar, depositaba unas flores en la tumba de sus
muertos. Al menos, ella se había salvado del incendio. Tras una vacilación,
apoyado contra el olmo de manera que no podían verme, resolví cruzar la
distancia que nos separaba.
—¿Cómo ha podido pasar esto? ¿Y por qué han enterrado a mis padres
fuera del cementerio y sin una cruz?
—¡No le falte!
—Está bien —dije cavilando, con la piedra todavía apretada entre mis
dedos—. Me iré. Pero antes querría despedirme de Teresita.
—Yo no querría que te fueras, Jacobo —musitó, con una voz que apenas se
oía—. Pero quizá sea mejor para ti hacerle caso a mi tío.
En escaso tiempo el sol secó aquellos parajes. Iba a partir, pero me entraron
ganas de hacer de vientre. Luego, sintiéndome vacío, busqué una rama de
olivo para fabricarme un tirachinas con el que cazar. Algo se estremeció en la
fronda. Al ponerme en pie y aguzar la mirada, perplejo, no fue otra cosa que el
culo del alguacil, blanco como harina, lo que vi. Bajo su tronco arremangado,
se movían inquietos los largos muslos, las caderas anchas y el pecho
grandísimo de Josefina «Montana», la mujer más puta del pueblo.
—Lo sé, Jacobo. Pero la ley te perseguirá, aunque inocente, y si te dan caza,
después de haber matado a un guardia, puedes considerarte cadáver.
Miré hacia Los Picos del Oso y El Calar del Mundo, los puntos culminantes
de la sierra, pensando que me aguardaba mal futuro. La Josefina pareció
comprender enseguida mi intención.
—Te traeré algo de suministro para que puedas echar rápido tierra de por
medio.
Tardó bastante, y más me lo pareció a mí, pues tuvo que dar un rodeo para
evitar sospechas.
—Es la primera vez que, en lugar de recibir, doy —dijo, con una sonrisa—.
Adminístralo bien.
—Qué daño me has hecho, tan joven, bruto... Pero también me hiciste bien.
Observé su boca roja y sus ojos intensos. Recogí el hato, busqué la vereda
de ganado más próxima y empecé a caminar con paso vivo.
4. TERESILLA «LA BIENQUERIDA»
—Y apenas despedirme de los vecinos del chozo; entre unos matorrales, casi
tropecé con el alguacil, que estaba cagando. Si para mí fue una sorpresa nada
agradable, él hizo un gesto de ira y extendió la mano hacia la escopeta.
Atónito, vi que, en cuclillas como estaba, iba a echarse la culata al hombro.
Desvié el tiro con un golpe rápido, pero se puso de pie e insistió en su
demencial instinto de disparar contra mí. Forcejeamos, y, tras una inesperada
detonación, su cuerpo quedó rígido. Por la profunda herida, en plena boca,
comprendí que estaba muerto.
—La relación del alguacil con «la Montana» representaría, a los ojos del juez
Maza, un descrédito para el finado, y por extensión, para el cuerpo policial y
los representantes mismos de la justicia.
—Cuenta con ello. Si nos dejan en libertad, en lugar de pedirte una ayuda
directa en lo referente a Flores, ya que sería para ti demasiado arriesgado en
las nuevas circunstancias, me contentaría con que me enseñaras, sin prisa, la
sierra. Durante todo ese tiempo, quizá hasta un par de meses, siempre
encontraríamos la ocasión para redactar de la forma más real posible tus
memorias.
Los ojos del guardia por la rejilla, que vuelve a cerrarse. Estruendo de sólidas
llaves.
—¡Jacobo!
Alta y delgada, de piel pálida y ojos negros, casi trágicos en contraste con el
desenfado de sus amplios labios, muy pintados. Una belleza sencilla,
manchega, sensual, resaltada por el vestido ajustado, con encajes en el escote
y las mangas, negro.
Jacobo aprieta los dientes, en silencio, pero vuelve los ojos hacia Teresilla y
sonríe.
—No es mala idea. Estaba harto de la cueva, la caza, el andar siempre solo...
¿Qué comenta la gente? ¿Está conmigo o contra mí?
—De todo hay. Pero, hasta entre quienes están contra ti, casi siempre los
más viejos, muchos te admiran.
—¿Y a ti? ¿Te afectó para mal el que en La Roda descubrieran que eres mi
novia?
—Encantado.
—Magnífico —la voz se hace todavía más baja—. Podré buscar testigos, los
más convenientes, para evitar que te condenen.
—Un segundo, por favor —es Teresilla—. Apenas unas palabras más.
—¡Señora!
—Te quiero.
Jacobo aprieta los puños, con el ojo muy dilatado: —Teresa, menos mal que
contigo me até bien el pañuelo.
5. PASAJE DEL VISIONARIO
A lo oscuro, por una ladera de tierra rojiza, entre los abundantes olivos que
señalaban el comienzo de Andalucía, divisé una pequeña ermita en ruinas.
El anciano rió, mostrando sus breves encías desdentadas. Tenía los ojos
blancos como el pedernal y la huella de una enorme quemadura acababa de
desfigurar su rostro.
Miré en torno suyo, sin alcanzar a ver hato ni indicio alguno de comestible.
Tomé asiento, desalentado.
—¿No has comido? —preguntó luego, jugando con la cruz de metal que
llevaba colgada al cuello.
—Veo a esa mala mujer, «la Quemaconventos», tan niña y tan taimada.
Tiene los ojos grandes, negros y brillantes, con las pupilas dilatadas por una luz
perversa. Te veo a ti, muchacho, llegar hasta ella y prenderla. Te veo
trayéndola, atada, sobre una mula, y a las gentes humildes de estas tierras
aclamando tu audacia.
Dada su locura, no podía imaginar que aquella joven, aunque bien distinta a
como la describía, era real y andando algún tiempo había de encontrarla.
6. DESTINATARIO
Relees el manuscrito.
El cielo cargado de una lluvia gris que no podía tardar en caer me decidió a
correr el riesgo, y entré en las calles blancas y anchas. A la vista de un arriero,
con dos mulas portando grandes cántaros, sentí que, como el estómago
hambriento, me ardía la boca de sed.
Tras hurgar en la faltriquera, buscando los diez céntimos que me dio el día
de mi deserción don Jesús Ángel, pensé en la forma de multiplicar su escaso
valor. Como jugar al truque con una sola pieza no valía la pena, entré
directamente en un bien nutrido mesón. Que los quesos blancos y las viandas
de montés en el mostrador y los grandes jamones colgando del techo
encendieron mi malparado entendimiento.
—¿Y...?
Yo asentí:
El mesonero miró con cierta inquietud hacia una mujer bien vestida, que
acababa de entrar acompañada por un hombre de traje, chaleco e impecable
sombrero. Puso un trozo de queso y una morcilla en un plato.
Me pasó el vaso, lo bebí allí mismo, casi de un trago, y fui con el plato al
fondo del local. Apenas hube tomado asiento, comencé a engullir el alimento,
tratando de masticarlo dos veces por ver si me hacía así mayor efecto.
Por la extrañeza con que me pareció ser observado por la mujer y el hombre
elegantes, mientras comían muy despacio boquerones y arenques, cambié de
asiento, para no dar sino mi mejor y más sereno perfil. Devoré los últimos
restos de morcilla y queso, y me distraje jugando con la moneda.
Cuando el local quedó vacío, mientras la lluvia comenzaba a caer con fuerza,
el mesonero pasó a la cocina. Salió, poco después, acompañado de su mujer,
gruesa, de ojos bondadosos, y me llamó. Yo acudí, llevando conmigo el vaso y
el plato.
La mujer me observó muy seria. Cruzó una mirada con el mesonero, y el
hombre dijo:
A pesar del aburrido y poco sustancioso alimento, en las dos o tres semanas
que trabajé en el mesón, crecí más de un palmo, al tiempo que adelgazaba, en
consecuencia, otro tanto. Una madrugada, antes de salir para el mercado, al
lavarme la cara, observé que lo que antes fueron cuatro pelos se había
convertido prácticamente en una nada despreciable barba. Le pedí al
mesonero que me dejara su navaja, favor que me hizo de malagana, con su
mirada extraviada.
Sin saber utilizar la afilada hoja, por mucho jabón que me diera, varios y
profundos fueron los cortes que dejé en mi cara. Al devolverle la herramienta
del afeitado, abrió mucho sus ojillos y frunció el entrecejo:
Estaba irritado, primero por la reacción del marido ante las heridas del
afeitado, luego por la de la mujer ante una sencilla y no excesivamente
prolongada conversación. Miré su vientre abultado, diciéndole:
Caminé rápido hasta la casa de los mesoneros. Salté la tapia del corral y, de
allí, pasé a la casa. Hice un buen hato, lo envolví con la frazada, y busqué de
nuevo la calle. Que en poco tiempo había dejado tras de mí más de una legua.
8. DIONISIO MANTA
—Buenos días.
Sacas el reloj del bolsillo del chaleco. En efecto, es tarde: las dos menos
veinte. A Manta se le deben pegar con facilidad las sábanas. Las sábanas y la
almohada, pues sólo mal durmiendo, con constantes cambios de posición,
puede un cabello débil, escaso, arremolinarse y quedar tan tieso.
—Estoy bien de pie, gracias —responde Manta, con voz suave pero firme—.
Mi cerebro funciona mejor así. De sentarme, cansado como estoy, me entraría
sueño. Y mi sueño, no lo olvide, puede significar su muerte. Pero, me distraigo.
Como le decía, Doña Teresa se ha esforzado para que no le defienda un
abogado de oficio sino un buen profesional. No es que yo sea una lumbrera.
Sin embargo, aunque carezca del currículum de algunos viejos colegas, y pocos
hayan sido mis defendidos, he de decirle que no me ha ido nada mal.
—Sé leer.
—Cuanto más se sincere conmigo, cuanto menos detalle omita, más fácil
resultará todo —afirma Manta, e inesperadamente añade: —Está bien, no se
ponga así. Me sentaré.
Fumas, con los ojos cerrados, sin prestarle ya atención a las palabras del
hombrecillo. Extiendes la mano hacia la pared de greda y observas los
caprichosos dibujos del humo en el aire frío.
Pasé todo el día andando, con breves descansos, entre majadas y collados.
Mientras la luz era todavía intensa, iba aprisa, animado por los nuevos paisajes
que se abrían ante mis ojos. Tras los olivos de las laderas bajas, a medida que
me internaba en la sierra jienense, se sucedían los pinos cada vez más verdes y
altos. La vista fugaz de machos monteses, algún ciervo o algún gamo, me daba
una agradable sensación de libertad, hasta el punto de no sentir en los pies el
constante y duro roce de las esparteñas.
Aparte de las gentes de los cortijos, sólo me crucé con unos pastores, que
pasaron de largo, ordenando entre riscos el ganado. «A la paz de Dios» fue la
única frase que escuché, y que dije, en toda la jornada.
Sin apenas pensarlo, con el corazón agitado, busqué un lugar más visible, en
una curva próxima y del lado a que debía dar el farol de la diligencia. Me
tumbé boca abajo, ofreciendo el todavía adolescente perfil, con los ojos
entornados y una mano expresivamente abierta.
Los cascos de los corceles sonaron muy cerca. Tuve la impresión de que no
reducían su marcha. Estaba ya tentado a levantarme y maldecir mi suerte,
cuando frenaron. Siempre en la misma postura, escuché pasos que se
acercaban. Pasos y voces. Comprendí que se trataba de un hombre entrado en
años y una mujer joven, ésta de extraño y gracioso acento.
Un potente haz luminoso me golpeó en el rostro, sin que moviera por ello ni
pestaña ni dedo. Luego la puntera dura de una bota tentó mis costados, y unas
manos suaves alzaron mi cabeza.
Al abrir los ojos, simulándome aturdido como tras un mal sueño, vislumbré
sus rasgos delicados y su tez oscura de mulata.
Brenda tenía una hermosa boca roja que contrastaba fuertemente con su
piel suave y oscura. Sus ojos, grandes, parpadearon. Dejé caer la cabeza sobre
el pecho, como si me debatiera contra el sueño.
Aunque el peso de las maletas me hacía sentir un dolor agudo en las llagas
de los pies, caminé muy ligero. Los tres hombres íbamos cargados, pero yo,
para hacer méritos, me había hecho con dos bultos.
Al igual que por Brenda, sentía afecto por el coronel, que, satisfecho con mi
trabajo, se mostraba generoso, hasta regalarme, en una ocasión, dos monedas
de oro caribeñas. Ese afecto hacia el militar y su ama de llaves había de
provocarme lamentablemente, pasado algún tiempo, una doble decepción.
Fue en una noche de insomnio. Hacía varias horas que trataba en vano de
conciliar el sueño, doblado sobre mi vientre dolorido por una mala digestión.
Escuché como alguien subía la escalinata, extrañado porque en la planta
superior sólo dormía la servidumbre y todos estábamos acostados. La luz de
una linterna pasó rápidamente junto a la puerta entornada de mi cuarto.
Temiendo que fuera algún ladrón, me levanté y eché una ojeada a través de la
cerradura. En ese momento, don José Batalla se asomaba a la habitación de la
mulata.
Atónito, vi que apagaba la linterna y de la puerta salía una luz más intensa.
Cuando hubo cerrado tras de sí, me acerqué lentamente, procurando evitar
cualquier ruido.
No dormí en toda la noche. El dolor de vientre fue sustituido por otro más
hondo. Me movía de un lado a otro del lecho, incómodo, y cuando clareaba,
decidí abandonar mi empleo y volver a los caminos.
—Tenías que haber visto a aquella hembra, Anselmo. Tan tranquila, de voz
calmosa, por dentro era puro nervio. De ojos negrísimos y brillantes, la boca
llena, con unos pechos redondos que semejaban ir a romper su vestido,
cualquier gesto suyo te ponía como un hierro de marcar reses.
En la cama era una furia. Se movía como una culebra y dentro de ella daba
la impresión de tener unas ventosas absorbentes, que te prendían. Pocas
veces encontré una mujer tan frágil, tan delicada, y al mismo tiempo tan
fuerte.
Jamás comí tanto como en aquella hacienda. Más que comer, devoraba. Y,
sin embargo, adelgazaba cada día. Tan flaco y débil llegué a estar que al final
me entraban mareos.
Bueno, era natural su enfado. A nadie le hace gozo llegar a coronel sin haber
sido teniente.
11. EVOCACIÓN DE «ZAPATERÍN»
Aquel verano, al malestar por la sequía que hizo bajar el nivel de las aguas,
desde las del Río Mundo a las del Segura y el Guadalquivir, se añadía el
arrasamiento de las plantaciones de tabaco. El tabaco verde, clandestino, que
se cultivaba en la sierra y, pese a su fuerte olor, era muy apreciado. Los
rondines —que así llamaban a los carabineros de la Tabacalera—, tras registrar
cuidadosamente cada palmo de zona cultivable, lo destruyeron todo, y la
picadura que comercializaba el monopolio resultaba demasiado cara. Como
fumar es una de las pocas distracciones de quienes viven aislados en pleno
monte la mayor parte del año, era natural que muchos pastores dieran
muestras de desasosiego.
Había quien, a falta de humo, abusaba del vino. Por boca de un anciano de
Beas, muy dado al trago, oí hablar por primera vez con largueza sobre el más
famoso bandido manchego, que pasaba frecuentemente de Alcaraz a Segura.
—Las cosas han cambiado algo. Ahora no siempre se les condena a muerte,
y si se les ejecuta ya no hay descuartizamiento. Exponen, eso sí, los cadáveres
ante el pueblo.
Sentí alivio, pues, aunque la muerte del alguacil había sido un desventurado
accidente, recordando a veces las palabras de mi padre, me imaginaba partido
en cien pedazos. Pensé que, en caso de que me capturaran sería posible
escapar a la ejecución y, mostrando mi verdadero carácter, nada pendenciero,
en presidio, las cosas podrían acabar por resolverse y vivir en adelante
tranquilo. Ignoraba las peripecias que habría de correr por la sierra pasado
algún tiempo.
12. TENTATIVAS DEL CONFEDERAL
—¿No te parece todo esto descabellado? Veo difícil que el juez pueda
conmoverse con mi historia. O lo que queda de ella, no te lo reprocho. Con
suerte, me caerá cadena perpetua. Y eso, si te envían a un penal duro y, como
yo, no sabes contenerte ni bajar la cabeza, equivale a morir con una muerte
peor aún, entre aislamientos y palizas.
Sonríes:
—Bueno, también yo, a nivel personal, aparte del objetivo que me llevó a
localizarte, me alegro de haber hallado a alguien capaz de apreciar la libertad y
de no rebajarse a aceptar las humillaciones que los caciques imponen al
pueblo. Tú, Jacobo, harías buen revolucionario. Eres ágil, persistente en tus
proyectos, y tienes una gran capacidad para moverte a lo largo y a lo ancho de
la sierra, por tu conocimiento del terreno.
Empiezas a fumar del nuevo cigarro. El tabaco verde, muy seco, exhala un
olor intenso. Toses repetidamente. Luego, añades:
—Eso que has dicho coincide plenamente, aunque no te des cuenta, con la
ideología que propongo, con el anarquismo. Todo poder corrompe, incluso a
quienes empiezan a hacer política con buena voluntad. Por eso, los
confederales, los anarquistas, pretendemos destruir todo poder,
devolviéndole al hombre la libertad que le pertenece, la tierra que ahora está
en escasas manos, todo cuanto unos pocos han monopolizado, expoliando al
resto o haciéndoles trabajar por jornales insuficientes e incluso por la sola
comida.
—No creas que me hace gracia la idea de emigrar. Me tira mucho la sierra, y
querría vivir aquí como uno más. Tendría que pensar si partir o quedarme con
la suma que correspondiera. Pero, en todo caso, cuenta con mi palabra. De
sacarme, por los medios que sea, de este aprieto, te ayudaría a darle un buen
palo al Flores. No sólo en los preparativos. Y con gozo además, que nada me
gusta el tipo.
13. ZACARÍAS, EL CAZADOR QUIMÉRICO
Cuando los pastores desmontaban sus hatos para trasladar el ganado a otro
pasto, decidí buscar empleo en el vecino pueblo de Orcera, ya en la sierra de
Segura.
—¿Qué hace ahí, buen hombre? ¿A qué dispararen un cielo tan oscuro?
—Se me ha escapado otra vez —dijo, agitando el puño—. Pero por Satanás
que no he de tardar en alcanzarla.
—Toma, abrígate —dijo—. Luego secaremos las cosas de cada cual al fuego.
—Supongo que tendrás hambre. Haré un buen guiso de macho montés. Que
Zacarías, aún amargado, siempre dio lo que tuvo.
Cada breve espacio de tiempo sonaba una detonación. Una vez seco, me
asomé a la ventana, y le vi apuntando meticulosamente al cielo. El disparo se
confundió con la sonora ramificación de un trueno.
Tras dar una extensa batida sin encontrar al viejo, volví a la granja,
aguardando que acabara por entrar en razón y regresara al calor del hogar.
Encendí el fuego y traté de secarme al mismo tiempo que mis ropas,
ordenadas en una rama como durante mi primera noche en el chozo. Sólo que
ahora ni siquiera de manta limpia y seca disponía.
La tormenta no acababa nunca y temí que Zacarías, avejentado, hubiera
decidido realmente subir a un árbol alto y, por la humedad resbaladiza y la
torpeza que dan los años, cayera a tierra. Aguardé hasta tener las ropas secas.
Una vez vestido, la tormenta había amainado y a través de la ventana asomaba
un sol lechoso, tímido. Reavivé el fuego y dispuse la manta como antes las
ropas. Luego, calculé dónde podría hallarse exactamente el cazador, el mejor
acceso para el comienzo del bosque, y salí corriendo.
Junto a las raíces del árbol, en tierra, había una mancha oscura de rasgos
informes, inhumanos. Todo lo que quedaba de Zacarías, aparte de aquella
mancha, era el caño reluciente de su resquebrajada escopeta.
14. LA ESTRATEGIA DEL FURTIVO
Era el furtivo más hábil de cuantos he conocido entre los muchos que
pueblan la sierra. Sabía aguardar a tener el aire franco, o buscarlo mediante
silenciosos rodeos, de forma que la presa no pudiera escuchar el más leve
movimiento. Se acercaba lo justo, sin confiar demasiado en su excelente
puntería, y nunca se le escapó un montés o un gamo herido.
También era bueno para los negocios; sacaba muchos cuartos por las pieles,
viajando, si era preciso, hasta pueblos situados a cinco o seis leguas de malos
caminos.
—Quien haya sido tiene una formidable puntería —le respondí, haciendo
camino bajo el chaparrón—, que la bala ha entrado muy limpia.
—Puedes quedarte aquí algún tiempo —me dijo—, hasta que pasen estos
días de tormenta, que parece va para largo. Y si quieres, te enseñaré a manejar
ese cacharro.
Me ofreció una nueva frazada y ropas de su difunto hijo, que debía tener mi
estatura. Y, andando el tiempo, cuando descuajaron las grandes tormentas de
aquellos días oscuros, me hizo una última propuesta:
—Entrarás en las ventas y tabernas, comiendo con algún dinero que te daré.
Y, como quien no dice nada, comentarás que un loco de nombre Zacarías te
albergó en su chozo. Que el rayo que mató a su familia le trastornó y ahora
pasa el tiempo con su escopeta, esperando a que aparezca, convencido de que
se trata de una serpiente celeste, para sentar venganza.
Me cuidé de guardar la carabina en lugar seguro y usarla lo menos posible.
Seguí las instrucciones del furtivo. Las gentes quedaban sorprendidas por mi
relato y, según supe más tarde, Zacarías pudo así seguir cazando impune —
hasta su inesperada muerte, varios años después—, sin ser jamás molestado.
15. «LA QUEMACONVENTOS»
El terreno, tras la blanca capa de barro, era muy duro, y, como las manos del
difunto no soltaban la escopeta, hube de ampliar la fosa, a fin de que cupieran
los dos. Trabajo me costó, pues donde debía quedar el caño del arma surgió un
pedrusco que hizo crujir varias veces el grueso palo del azadón. Para la postre,
al buscar una rama de pino con que fabricarle una cruz, todas las que hallaba,
por enrevesadas, tortuosas, me recordaban el mal rayo que lo carbonizó.
Yo, con tanta sed como hambre y sin haber encontrado todavía una fuente,
sentí que la boca se me hacía agua. Sin pensarlo, tomé con brusquedad la
manguera, ante la sorprendida cara del ángel; me mojé la cabeza reseca por el
prolongado tiempo pasado al sol, y bebí ávidamente. Luego, animado por la
hilaridad que mis gestos habían producido en el público, saqué de la
faltriquera un cigarro roto y, con un ademán, le pedí lumbre a la muchacha
disfrazada de diablo. Sus ojos y su boca resplandecieron, mientras me ofrecía
la mecha prendida de un yesquero, y las gentes cerraron un apretado aplauso.
—Hace tiempo que no veía a un payaso tan imaginativo —me dijo la chica
después de las últimas inclinaciones—. Y eso que tienes cara de no haber
probado bocado en mucho tiempo.
Quizá por la extraña mezcla de luces y colores que abre ante los ojos el
ayuno, me daba la sensación de que todo lo que hallaba a mi paso aquella
tarde, pese a ser nuevo, lo había visto y vivido antes. Desde la ágil y cambiante
silueta de la muchacha, que pasaba con rara facilidad de parecer una niña
ingenua a gestos propios de una mujer mundana, y sus ocurrentes y
«vitalicios» compañeros, al pueblo de Orcera y la misma vivienda de los
cómicos. Consistía ésta en un viejo vagón de tren, arreglado de modo que
servía tanto para viajar, con el tiro de dos poderosos percherones, como para
vivir sin incomodidades. Por fuera estaba pintado de un rojo fuerte, excepto
en los cuadros de las ventanas, amarillos, y los tres pares de ruedas, con el
color propio de la llanta y la madera. El interior, blanco, comprendía un
departamento grande con una mesa, varias sillas y una despensa, y dos más
pequeños, separados por un breve corredor y cubiertos por unas cortinas.
Cansado como estaba, me dejé caer en una silla, mientras los farsantes se
limpiaban la cara de maquillaje. Ella fue la primera en lavarse y, cuando se
volvió hacia mí, con la tez clara y perlada por unas gotas de agua, el cabello de
fuego suelto y la boca carnosa todavía pintada de un rojo violento, el corazón
me dio un vuelco.
Luego, desplegó una especie de camerino para mudarse. A través del tejido
muy fino, e incluso roto en la parte inferior, adivinaba o veía sencillamente, los
movimientos rápidos de su hermoso y flexible cuerpecillo.
Salió deprisa, calzando unas esparteñas verdes, sin atarse siquiera las cintas,
con un chaleco y una falda blancos, muy ceñidos. Volviéndose de cuando en
cuando hacia mí y los otros dos cómicos, que habían tomado también asiento,
fue preparando unas gachas. En tanto acababan de hacerse, buscó acomodo
en el borde de la pila, para anudar las esparteñas. Hasta sus pequeños pies,
amarfilados, tenían una gracia exquisita.
Me colmó un plato y, según iba devorando el condimento, hizo para mí, con
expresión recatada e ingenua, sorprendente por la desenvoltura de que había
hecho gala poco antes, una matizada descripción del trabajo del grupo y de sus
proyectos.
Jacobo alza las espesas cejas, como saliendo de cierto sopor. Acaso, contra
toda posible esperanza, haya comenzado a sentirse morir poco a poco. ¿Qué
otra razón puede llevarle si no a esa manía que le ha tomado al pañuelo, antes
bien anudado, y la costumbre de pasarse los dedos suavemente por el
gaznate, como quien acaricia algo muy preciado?
Más hambre debe haber sentido este hombre que sed de justicia,
contrariamente a las tesis de tus compañeros de «El Reflector», que siempre
han querido ver en la generosidad de los bandidos a la hora de repartir riqueza
entre el pueblo un carácter revolucionario. En realidad, pese a su apariencia
física, es bastante ingenuo. Seguramente más de una vez habrá soñado con
llenar unas páginas de la historia. La voluntad de transcender, de hacerse, a su
manera, inmortal, no escapa, por lo visto, al temperamento primitivo del
bandolero.
—No creas que por pensar en sacarle algún provecho a las memorias,
dejaba de escucharte.
—Jacobo...
Nos volvemos hacia la reja, donde asoma un anciano con ropas de pastor:
pellos de borrego, faja ancha y anguarina blanca. Mira a un lado y a otro de la
calle con sus ojillos asustados, y esboza una lacónica sonrisa de encías blancas
y sin dientes.
—He traído esto para usted —dice, empezando a pasar por entre los
barrotes unas mantas bien plegadas y una botella de vino—. Así se defenderá
mejor del frío.
—No, las mantas son de mi hijo, que murió de puro agotamiento cuando
trabajaba de mulero para Flores, y el vino lo compramos entre varios viejos del
pueblo.
«…la bailarina, que también hacía las reinas y papeles graves en la comedia,
me pareció extremada sabandija».
E. J. Hobsbawm. Bandidos.
1. LA FERIA SALVAJE
Nunca he visto gente tan vitalicia y sensual como los levantinos. Que por
esas luminosas tierras de acequias transparentes y naranjos, en vez de tener
que ocultar la enormidad de mi miembro, estuvieron a punto de alzarme un
monumento.
No te asomes a la ventana,
no me seas ventanera.
Que las que van por ventana
de ciento no hay una güena.
En nupcias, los amigos del novio acuden por la noche junto a la reja de los
recién desposados. Tratan de oír los ruidos de dentro y, mientras escuchan, se
abren los pantalones y le dan al barreno. No por vicio, sino aplaudiendo a su
manera el ayuntamiento.
Entre las muchas cosas que contaban los picasentinos, hubo una que se me
grabó. Decían del hijo de un cacique llamado Martorell, que festejaba largos
años con una zagala, y habiendo encontrado luego otra mejor, no sabía cómo
dejarla. Entonces, una noche, se emborrachó en casa de los padres de la novia
y, cuando se iba, hizo de vientre en la misma entrada. De ahí aseguran que
viene el dicho, muy celebrado, de Ja l'hem cagat, Martorell.
Lo del monumento, acabó peor. Todo comenzó porque en Picasent, durante
las fiestas de las Fallas, en una taberna que le dicen del «Tío Caña», se hace
una competición de alzar botijos llenos de vino con la verga. No lograban
levantarlo más de tres o cuatro mozarrones, y todos ellos a duras penas. Yo,
que había comido mariscos, porque la función de teatro salió muy bien, fue
ensartar el asa del botijo más grande y subirlo en un santiamén. Aplaudieron
mucho, invitándome a beber hasta el alba, y desde entonces mi trato con la
Cendia, que supo del concurso por el Indalecio y el Mateos, cambió. Apenas
llegué al vagón ferroviario, ella les dijo a los otros dos que mudaran de cuarto,
me empujó dentro e hizo que saltaran los botones de mi camisola de tanta
prisa como se dio.
Bañarse desnuda a la luz del día era pecado. (Ya te puedes imaginar cómo
irán de limpias las castas monjas. Igual con las bolitas de las sudadas podrían
hacer cuentas de rosario)... Rozar las manos o los hombros de las condiscípulas
también era pecado, como si las gentes espontáneas tuvieran que vivir a la
distancia de un leproso. Meterse las manos en las faltriqueras de los faldones
era pecado, por si el diablo hubiera practicado un roto lindante con el
infiernillo de la entrepierna. Peinarse el cabello suelto, era pecado, por si un
mal vientecillo se apoderaba de su pensamiento. Mirarse al espejo era pecado,
porque a lo mejor, vete a saber, se enamoraba de su piel joven y, huyendo de
sí misma, buscaba los brazos de un bracero.
Ya mucho tiempo antes, ella había ido una vez al chozo, justamente para
ayudar al transporte de las teas con otras muchachas. Por eso, no le costó dar
con ellas.
Cuando las monjas bajaban alarmadas por las llamas, el repugnante olor del
esparto y los gruesos tejidos al quemarse, la Cendia ya estaba sobre el caballo
del cura. Galopó hasta alejarse del lugar y se detuvo unos instantes para
observar el incendio. Aseguraba haber sentido paz y alegría. Antes de que
pudiera darle el sol, su piel recobró el color rojizo, los ojos debían llamearle de
felicidad y sus cabellos resplandecerían como el bronce recién fundido.
Por eso ideó la farsa cómica de Nerón y el ángel bueno. Era una forma de
burlarse de su obsesión y tratar de apartarla lentamente. Pero en Picasent,
ante las Fallas, de las que siempre había huido hasta tener la querencia de que
yo las presenciara, volvió a las andadas.
Apenas salir, escuchamos las palmas que batían fuerte las gentes de
Picasent. Celebraban mucho las palabras y los movimientos que hacíamos.
Pero alguien debió llamar al cura, y éste a la Guardia Civil. Acabamos en el
calabozo.
Cuando salimos, a los tres días, fue porque se presentaron dos hombres
malcarados, probablemente bandidos de los que se ponían a las órdenes de
los caciques con ambiciones políticas. Por lo que supe, iban a venir unos
periodistas extranjeros y al mandamás no le interesaba que se renombrara
Picasent por anécdotas picantes o así.
Siendo seguro que la Guardia Civil nos perseguiría, porque la Cendia había
dejado una señal con su nombre, hecha en tierra a punta de leño, el Indalecio
y el Mateos no iban a seguirnos. Prefirieron el dinero a las monturas, tras una
larga y triste mirada por los muchos buenos momentos vividos juntos, y fueron
a intentar engancharse en el tren de Madrid. Ella y yo subimos a los caballos,
no muy veloces —de tiro, como eran—, pero resistentes y dóciles, para buscar
el camino de Enguera, donde comienzan ya las primeras sierras. Alcaraz y
Cazorla volvían de nuevo a mi entendimiento.
Hundí el puño en su cuello, y la nuez esa del gaznate, que le subía y bajaba
mucho cuando empinaba el codo, hizo un ruido seco. Como que ya no iba a
poder humedecerse más con mejunjes y vinos.
Pues bien, aquel hombre, siempre acicalado y muy serio, comentó que
había un maderero interesado en la finca de las monjas, y en los bosques
próximos, de árboles altos y gruesos, donde quería instalar un almacén.
Incendiando el convento y el bosque, hizo doble negocio. Pudo comprar el
terreno barato, ofreciéndoles a las hermanas otro más pequeño de una prima
suya situado no lejos, y comprar la madera, quemada sólo superficialmente, a
precio bajo.
Como la niña, que solía leer los Evangelios hasta muy tarde, fue la primera
en descubrir el fuego, bajó asustada para pedir auxilio en el exterior. Los
relinchos de un caballo revelaron la presencia de uno de los incendiarios, a la
zaga. El hombre, encapotado, la tomó en el aire, la terció sobre su grupa, y se
la llevó, siguiendo el camino de los otros forajidos a sueldo.
Por eso, la pobre Dorada, tras el castigo prolongado y duro a que fue
sometida por las monjas, escapó a la huerta, y, gracias a la bondad de los
cómicos Mateos e Indalecio, pudo dedicarse al teatro. Teatro siempre
aplaudido, porque frente a la escasez de alegría de los españoles tras la
pérdida de las últimas colonias americanas y el oro que nos hizo grandes, ella
ponía una imaginación y un humor capaz de provocar auténtica risa hasta en
las cínicas hienas.
Mientras los otros dos farsantes prefirieron invertir la moneda que nos
quedaba en tomar el ferrocarril, nosotros elegimos los caballos con objeto de
poder desplazarnos fácilmente en busca de cualquier trabajo. Ella, como tenía
mucha destreza en las manos, para que pasáramos inadvertidos, de la ropa
arretalada entre los destrozos se hizo un disfraz curioso. Con la faja alta de
arriero, y una casaca militar tintada de negro, una barba postiza y un gran
sombrero proyectándole sombra sobre el rostro, parecía un hombre, y bien
braguetado.
Aquella noche, como muchas otras después del incendio del convento y
antes de formar la compañía que había de alegrarle temporalmente el rostro,
soñó con fuego y demonios. Todavía medio en sueños, me dijo que no la
dejara nunca.
—Hay algo que no acabo de ver claro, ni creo que lo vea claro el juez. Esa
invención de la Cendia como familia de un inquisidor hace poco creíble al
francés con sangre de los revolucionarios aquellos tan extraños. Demasiada
coincidencia.
—Era bueno el vino que nos trajo el viejo, ¿no? —Bastante bueno... Pero
sigue con tu relato.
Era bastante viejo, pero, a pesar de las profundas arrugas, sus rasgos
parecían cortados en piedra, y sus ojos, inyectados en sangre, centelleaban de
fiereza. Duro debía ser, porque, sin acabar de encañonarnos, como si su sola
presencia hubiera de erizarnos el pelo, rezongó calmo:
—Apenas tenemos unos céntimos —intervino ella, hablando sin duda para
los dos; porque el otro recapacitara, y porque yo no me expusiera.
Ya había leído el rufián en mis ojos, pues se salió de la frazada. Me miró con
fijeza, como calibrando mis fuerzas; movió la frente a un lado y a otro y, por
último, con una vaga sonrisa en la que aparecieron varios dientes negros, dijo:
Fue el primer empleo que me ofrecieron sin haberlo buscado, aparte del de
cómico, tan inesperado. Miré a la Cendia, que estaba flacucha por la mala vida
que llevábamos; pero el fuego volvió a sus ojos, al pedirme, en silencio, que no
aceptara el ofrecimiento.
El hombre respondió:
—No creo, no; puede que sea el hambre y el miedo... Pensándolo mejor,
iremos a Jaén. La dejaré con sus padres, y por el ferrocarril, que alguna ventaja
había de tener, en pocos días estaré de vuelta. Pues trabajos como el que me
ofrece salen pocos.
—No, cólera seguro que no es —dije—. Ha pasado varios días sin hacer de
vientre.
La Cendia había hecho incorporarse a los caballos, y, tras bajar ella, los
cogimos de las riendas para que saltaran. El hombre al que se le veían las
ideas, detenido a un centenar de pasos, parecía reír ante la situación
provocada por mi dichoso tiro. Con un gesto, nos indicó que le siguiéramos.
Estaba lejos para apuntar con arma corta y la bala reventó un lejano nido de
pájaros.
Mucho padecimos hasta llegar a Almansa, sin encontrar trabajo, que hube
de fabricarme una honda, como cuando niño, para cazar pajarillos, y pescar en
los ríos con un palo afilado. Cabalgábamos de noche, a riesgo de que los jacos
se quebraran los cascos en los caminos oscuros, para evitar a la Guardia Civil;
cazábamos o pescábamos a primeras horas de la mañana, y luego íbamos en
busca de lugar donde ocultarnos.
Para la postre, al montar a pelo —apenas sobre una mala piel de borrego—,
íbamos escaldadísimos. Como que más de una vez, tuvimos que poner las
posaderas a remojo.
—¿Una mujer?—murmuró.
—Pero vale por dos hombres. Sabe hacerle frente a quien sea, y habla la
mitad que cualquier humano.
—Pasar todos juntos sería arriesgado. Vayamos de uno en uno y con mucho
tiento.
El caballista, flaco, algo calvo, de ojos chicos, tristes, y piel cetrina, la boca
con cuatro dientes, quizá para no enseñar sus descarnadas encías, apenas dejó
oír su voz en todo el viaje. Conocía bien el itinerario, porque de mañana nos
indicó que la próxima estación era la de Hellín.
Bajar fue más complicado. Lo hicimos sigilosamente, por la parte del tren
que daba a unos olmos altos y apretados; pero las bestias, cansadas del
encierro, moviéndose inquietas, relincharon. Al montar, a descubierto, tras el
vagón de cola, vislumbré a un guardia, sentado en el banco de la estación, que
asomaba hacia nosotros la cara. El desconocido debió leer en mi expresión,
porque saltó a tierra ya sobre su montura.
Los olmos nos protegieron de las balas, mientras iniciábamos una rápida
cabalgada camino de las afueras. Reconocí las casas blancas y las calles largas y
anchas de Hellín.
—Seguidme —dije—. Vamos hacia Villaverde, hacia la sierra. Allí hay sitios
donde nunca nos encontrarán.
—Hacía tiempo que no comía tan a gusto. ¿Dónde aprendiste a hacer esto,
mujer?
Ella sonrió:
—En un convento.
Yo atajé:
—Siendo tan buena cocinera, se le acogerá bien allá en las cuevas de «Dos
Frentes».
—Hasta que transcurra algún tiempo y reunamos dinero para irnos lejos, es
mejor que te quedes aquí —le dije a la Cendia, mientras comíamos los tres
unas tortas de maíz.
«Poca Cuerda», relamiéndose los dedos, afirmó por segunda vez en aquel
viaje:
Como no era buena cosa llevar una escopeta hurtada a la Guardia Civil —y
menos a un cadáver—, abrí la sepultura de Zacarías. Curiosamente su
esqueleto se hallaba aferrado a la vieja carabina. Trabajo me costó desasirlo.
Cambié su arma por la del guardia, volví a enterrarlo con mucho cuidado, y
busqué luego aquélla con que me enseñó a tirar.
—¡Ya está bien, que se nos va a oscurecer antes de llegar a la cueva! ¡O nos
vamos, o me voy solo!
—Si no te estuviera agradecido por ese balazo que le diste al reloj, te había
dejado ya plantado —me dijo, cuando nos disponíamos a saltar a los caballos.
Los árboles verdes y esbeltos, los matorrales suaves y la roca viva del
corazón de la sierra alcaraceña me producían una mezcla de inquietud y
alegría. Por el regreso a una tierra salvaje y tierna que era la de mi infancia, y
por un futuro que a cada paso se complicaba, hasta el punto de que, en el
fondo, ya estaba resignado a convertirme en forajido.
Tenía una expresión adusta en sus ojos grandes y como torturados por una
densa vida de derrotas, de las que, por su tenacidad, hubiera acabado por salir
airoso. De cuerpo no justamente recio, estaba dotado sin embargo de gran
fortaleza interior. Respiraba un orgullo calmo, sin excesos, por todos sus
poros. Su sonrisa y sus palabras ante «Poca Cuerda» mostraban buen ánimo:
—No se ha hecho aún una cuerda para acabar con este gaznate, Gonzalo —
contestó el bandido riendo—. Que el apodo que llevo no es por cortedad, sino
porque no hay quien me busque las pulgas sin salir espulgado.
—He de reconocer que eres uno de los pocos hombres que conozco que me
llega por encima del hombro —dijo «Dos Frentes» divertido. Escupió a un lado
y añadió: ¿Quién es este mozarrón?
—Alguien con más vista todavía que altura —respondió «Poca Cuerda»—.
Evitó que los «migueletes» me acribillaran la espalda. De un solo tiro, dobló a
una pareja.
Contó cómo el reloj había caído sobre los guardias, dejándolos inconscientes
y desarmados. Mucho exageraba el andaluz —era de Córdoba, de Benamejí—,
haciendo que los otros rieran a panza abierta.
«El Lagunero», llamado así por ser de Ruidera, hasta se desabrochó el
cinturón para reír, como el huertano que se dispone a zamparse una paella.
—También con las mujeres debe ser certero —dijo, descubriendo su cabeza
de escaso pelo—, que le acompañaba una señora ante la que hasta un calvo se
quitaría el sombrero.
—Ese caballo está bien para un feriante, pero no para alguien que se ha de
hacer respetar... Tomás —volvió lentamente el rostro hacia «el Lagunero»—,
mañana te encargarás de buscarle la montura adecuada. Que sea resistente y
que corra, pues Jacobo va a reforzar el tercio de los escopeteros.
Caí bien a aquella gente, salvo a uno de los jefes, Martín «el Sapo». Pues
también estaba tuerto, pero del ojo contrario, y, de manera que me recordó al
mesonero bizco, por no saber cómo mirarnos sin traer a la memoria nuestra
desgracia, terminábamos siempre fijando la vista del uno en la fea blancura del
otro.
Mientras bebíamos un buen vino, Gonzalo me presentó a los que serían mis
más estrechos compañeros. Eran los más malcarados de la partida, y ya sus
nombres sonaban a sarcasmo y matanza. «Muescas», corpulento, de ojos
crudos, sin pestañas, no se apartaba un momento de su lustrosa carabina,
acariciándola con raro deleite, hasta ternura como si se tratara de un ser vivo.
«Mostacho» (por segundo apodo «Matarife», pues había sido carnicero), de
cara achatada, picas de viruela y bigotes espesos, formaba con él una imagen
curiosa: daban la impresión de los dos lados de una misma moneda, por sus
manías, pues éste se contemplaba a cada momento las manos, mal
limpiándolas, venga salibazos y fricciones, quizá por empecinarle el recuerdo
de la sangre vertida a mares en su primer oficio. Para la postre, estaba «el
Sopas», el más guarro de todos, capaz de devorar un animal descompuesto, si
el hambre acuciaba, y rebañar migas en el cadáver. Pues, según me contó,
asqueado, Jacinto Ramos, hasta carne de cuervo había comido.
Una vez los tres solos, en la penumbra, frente a la cueva iluminada por
dentro, Gonzalo dijo:
—De los que he de llevar para el trato, hay un cartujano cuatralbo de buena
alzada, fuerte, sin una arroba de sobra, y también un mulo romo muy duro.
Pero, piénselo, coronel —«el Lagunero», que siempre llamaba así al jefe de la
partida, con voz recia para su cuerpo enteco, añadió: —Si ha de ir en
vanguardia, preferiría desbravarle uno de esos potros salvajes que campan por
la vaguada de la Piedra.
—De acuerdo, coge mañana a tus hombres y bajad a la vaguada. —Se volvió
hacia mí—. Estarás cansado después de recorrer leguas y leguas. Mientras te
preparan el caballo, puedes reposar el tiempo que quieras.
—Alto, ¿quién va? —dijo una voz reseca, como de garganta quemada por
aguardiente o ron.
—No voy, que vuelvo —contestó «Poca Cuerda», para añadir luego con
pareja sorna—. ¿Cómo marchan los negocios, «Bota Vacía»?
—La cabra tira al monte. Sobre todo, cuando no hay forraje que masticar en
los llanos. ¿Se prepara algo?
—Pues andando.
Muy espontáneo, su sonrisa franca y ancha dejaba paso, con cortes bruscos,
a la expresión más concentrada
Se tentó con los dedos la cicatriz, como siempre que iba a tomar alguna
decisión. Acaso el tajo, por retraerle al momento del sablazo mal parado, que
le situó unos instantes entre la vida y la muerte, le servía de inspiración. Para
mí, no obstante, observar por primera vez aquel gesto suyo fue como ver
persignándose al diablo.
Había barruntado, al parecer, que siendo Martín, «el Sapo» tuerto como yo,
pero del ojo contrario, podríamos conjuntarnos y actuar los dos a la manera de
un solo hombre. Éste —de inmensa boca y graciosos, abultados párpados,
siempre mascando tabaco y escupiendo, que el apodo le venía como anillo al
dedo—, acató la orden encantado.
En la cueva, amplia, con una tercera boca, más pequeña que servía de salida
de emergencia, había todo lo que un hombre puede necesitar. Repartidos a lo
largo, bajo cobijo de piedras trabadas con cal, estaban los lechos, de gruesa
piel de borrego. En un pequeño pasadizo, cavado expreso, se hallaba la
alacena atestada de trigo y embutidos, y en las paredes sobresalían ganchos
donde colgar las carabinas, de manera que si alguna se disparaba el tiro fuera
contra el alto techo.
Salvo para «Dos Frentes», otros desertados del ejército y los cuatro o cinco
antiguos campesinos que se habían echado al monte por alguna muerte, la
cueva, más que guarida, era el lugar de reunión para planear los negocios. El
acceso arduo entre escarpadas veredas y trochas invadidas de pinos, lentisco,
romero y tomillo, hacía difícil su localización por los guardias. Para mayor
seguridad, los que moraban tranquilamente en aldeas o cortijos acudían de
uno en uno.
Pero si, por las mismas razones del trabajo o por espacio, estábamos juntos,
no pasaban veinte minutos sin que la mirada de uno buscara la blancura ciega
del otro. Era como sentir la uña de alguien raspando una piedra dura o
escuchar un hueso quebrándose. Aparte de recordarme a cada momento
aquel mal percance en el bosque.
—Dos tuertos en una partida dan mal agüero —dijo «Dos Frentes» un día
nublo, inútil para el guiño—. Sin que sea mi ánimo ofender a mis leales, y
menos tratándose de los más bizarros, habrá que poner remedio.
Fue la primera vez que oí hablar de Manuel Pestaña, «el Óptico», con quien
te han confundido. Su padre, también republicano, y Gonzalo habían trabado
amistad en Hellín muchos años ha, y de crío Manuel jugaba ya con lentes y
otros objetos extraños, que hallaba en la botica del abuelo.
Tras una carta de Gonzalo, Manuel se vino a la cueva para observarnos a «el
Sapo» y a mí. Alto, flaco, de expresión viva, algo si se te parecía. Pero su
vestimenta era bien distinta a la tuya; llevaba un traje elegante, que le venía
grande, corbata de lazo, muy mal hecho, y un enorme sombrero de copa. Que
hizo reír a los caballistas, celebrando él a su vez las risas.
—Ya está —dijo «el Óptico», con ademán de mago—. ¿Quién diría que son
los mismos Martín y Jacobo?
Sacó luego un espejo del maletín y nos lo pasó. Parecía realmente cosa de
milagro verse sin el viejo hueco. Por un momento, hasta pensé que iba a
cobrar vida, formando parte verdadera de mi cuerpo.
El mismo «Óptico», junto con «el Inventor», en el breve tiempo que estuvo
con nosotros, descubrió una forma original de disimular las marcas de las reses
robadas. Empleando el mismo pelo de los animales, tras una criba de
alfilerazos, lo injertaban, como el agricultor que enmienda un frutal baldado.
Creo que Higinio, a semejanza de Pestaña, tenía estudios, pero le persiguió la
justicia por una estafa: en plena sequía, vendió a los ayuntamientos aparatos
para localizar y sacar agua... Supongo que la única agua sería la de las lágrimas
de los burlados, y tuvo que salir por piernas y cascos.
Contento, añadió:
“Hay que celebrar este hallazgo, Jacobo. Como has hecho polvo el cuatralbo,
te regalo en memoria de tu padre mi caballo.
Era color estaño, de origen árabe, lo más puro que he montado jamás. De
talla no muy grande, pero veloz, fuerte, nervioso, inteligente, con mala leche.
Esta raza tiene la ventaja de los hollares amplios y cuadrados, que, por su
facilidad para la respiración, los hace muy resistentes. Su hermosa estampa
queda rematada por las orejas en forma de daga y la cepa del rabo, orgullosa,
alta.
Iba a decirle que, por las fechas que daba, Efren difícilmente pudiera ser mi
padre, pero, después de todo, era la primera vez que me inventaban una
ascendencia noble, en lugar de hacerme hijo del alguacil, un rufián o hasta el
diablo. Por otra parte, pensé, a caballo regalado —y de extranjis— no le mires
el diente. Menos aún cuando la bestia tenía la dentadura recién mudada, con
unas palas y mordiente que prometían larga y vigorosa vida. Que con
vislumbrarlo bastaba.
—El potro es como una guitarra —me dijo, mientras cabalgábamos hacia
Elche de la Sierra—, nunca se acaba de domar. El secreto para amansarlo hasta
lo posible está en quebrarle la tercera vértebra.
Así decía porque los que viven libres y salvajes tienen estirado el cuello, y,
tras habituarlos a llevar la silla y el bocado, el paso más duro estriba en
hacerles erguir el cuello y acostumbrarlos a la nueva postura.
De regreso, para celebrar la rápida liquidación del negocio, nos regamos con
vino, espoleando a los caballos, entre risas y gritos.
DOMA Y DECADENCIA
Poco dado a las armas, pese a conocer, por Zacarías, su uso, conseguí un
puesto ajeno a aquéllos más violentos, los de escopetero.
En efecto, lo era. En primer lugar, había que llevarlos a un lugar cerrado, que
«Maderas» se encargaba de orillar con grandes estacas y espino, ayudado por
Jacinto y «el Inventor», de quien sin duda partió la idea. Para atraerlos al
cerco, llevábamos piedras de sal, que rastreaban, rápidas, las bestias, como si
fueran manjar.
Luego venía el enlazamiento, con sogas recias. Una vez hechos a los tirones
desde distintos lados, se les acostumbraba a llevar la silla y el cabezal con
serreta.
No crea, señor, que describo todo esto por petulancia; lo hago para hacerle
comprender uno más de mis muchos esfuerzos por vivir de honrados oficios.
Aunque, mi mala estrella, pareja a la de una espuela sangrante, volviera a
aguijonearme pronto camino del bandidaje de la siguiente manera.
Para la postre, «Dos Frentes» mostró desde entonces gran apego hacia
«Bota Vacía», empinando mucho el codo. En contra de sus hábitos casi
castrenses hasta aquel momento, comenzó a frecuentar prostíbulos, y una
gitana le regaló con un sifilazo como para matar a un caballo.
Sólo las buenas artes de «el Inventor» y «el Óptico» —antes de que éste,
con mucha vista, hiciera su maletín y cabalgara en la dirección del viento—,
consiguieron salvarle al menos la vida, bañándolo en agua casi hirviendo. La
cura se hizo en silencio, para que la partida no le perdiera el respeto, pero yo
pude verlo en el temblor del vapor, perplejo.
Higinio ideó un plan para vengarnos de aquellos postes con cables que
habían facilitado la emboscada. En grupos de a dos, nos dispersamos por la
sierra y aserramos el tendido, procurando hacerlo en lugares lejanos a fin de
evitar que, por los hilos caídos, sacaran el ovillo de nuestro emplazamiento.
Tras contemplar a través de su catalejo el paisaje del monstruo coleteando,
muerto, con el viento, «Dos Frentes» fue reanimándose. Rompió un garrafón
de vino contra una roca y aspiró profundamente el aire puro.
Apenas dos días más tarde, resplandeciente, con los ojos iluminados,
mientras dibujaba con una ramita un mapa en el suelo, dijo:
—Desde luego.
—¿Qué haces? —me dijo, frunciendo el entrecejo— ¿Por qué te has quitado
eso?
Esa palabra —neutralizar— me chocó por lo que tenía de militar. Cavilé, por
eso, que el antiguo coronel volvía verdaderamente a recuperar la
combatividad.
—Jacobo —añadió, tenso— iréis tú, Martín, «el Obispo» y «Poca Cuerda»
hasta la venta, guiados por «Bota Vacía». No tengo que deciros que evitéis
matarlos siempre que sea posible. Llevad dos carabinas cada uno, cercarlos y,
si se oyen tiros, estableced un fuego largo y cerrado.
—Puesto que las cosas van de mal en peor, les dimos cuartos para que se
fueran y aguardaran mejor tiempo. Pero, por lo que se ve, lo han gastado todo
en ropa y ungüentos.
Junto al cochero iba la hembra más hermosa, vestida de rojo, con una capa
negra. De tez muy morena y ojos negros, tenía un porte señorial, que por eso
le llamaban «la Faraona».
—Salud, Gonzalo —dijo, bajando del pescante con agilidad, y se echó a sus
brazos.
—Escucho, pero habla aprisa. Tenemos que irnos rápido para un negocio.
Del carro una zagala muy joven, de cabello dorado, trajo en los brazos a un
niño de pecho. «La Faraona» lo tomó para pasárselo a su vez, satisfecha a
«Dos Frentes».
Llegamos justo cuando los guardias salían de la Venta del Cuevo. Yo estaba
más bien cerca, a un tiro de piedra, y, sorprendido porque se fueron antes de
lo esperado, apenas tuve tiempo para ocultar la carabina bajo el poncho.
Como el caño asomaba por abajo, lo eché hacia atrás. Pero algo de mi persona
debió llamar la atención de la pareja.
—A la paz de Dios.
Yo me froté los ojos para convencerme de que aquella cabalgata era cierta y
«Dos Frentes», con un gesto risueño en los labios pero la mirada cargada por
la emoción, apartándose de la partida unos pasos, dijo:
—Jacobo, vas a conocer a la única mujer que, pasados largos años, pudo
llenar el vacío dejado por la desaparición de tu madre. Es una hembra de
inmenso corazón y con los pechos bien puestos. Como que nació en Estepa, el
famoso pueblo sevillano que ha dado hasta el momento diecinueve bandidos,
entre ellos «Pernales» y «el Vivillo». El tiempo y una mala enfermedad, que
me afecta los nervios e impide que me empijote como cuando joven, quizá
fortalece mi amor por ella todavía más, cual a una hija. Si te hace gozo, con no
causarle daño a nadie, te agradecería que me sustituyeras en el cortejo, de
manera que evite tener que decirle la fea verdad y lo pase mal.
—No olvides que en las venas llevo la misma sangre de «Dos Frentes».
Estaban lo suficientemente lejos para ocultarnos sin que nos vieran y seguir
de largo, pero «el Sapo», airado por el fracaso, disparó desde la espesura. Tras
cogerle por el cuello de la camisa y recriminar su acto, corrí hacia los heridos,
ya cadáveres cuando llegué desde la distancia hasta ellos.
Ante la visión del crimen, los rostros salpicados en sangre, uno de ellos muy
joven, con la desazón, se me cayó el ojo de vidrio que Dorada me había
regalado para interpretar determinados papeles en el teatro.
Regresé tan impresionado por aquella doble y estúpida muerte que «la
Faraona» no sólo evitó hablarme burlonamente como en nuestro primer
encuentro, sino que me hizo una caricia de madre.
—Lo siento, Gonzalo —dije—. Estoy cansado de esto. Voy a por Dorada para
irme bien lejos.
—Tu puesto está con tu padre —dijo Mara—. Más ahora que ha envejecido.
Cabalgábamos como quien huye del diablo, cuando sonaron cerca unas
detonaciones. Eran cuatro guardias civiles, alertados sin duda por el crimen
cometido en la Venta del Cuervo. Apostados a sendos flancos del camino, nos
cortaban el paso. El caballo de Dorada cayó de bruces, y tuve que subirla a mi
montura para regresar como pudimos a la guarida.
11. EL TREN DE MEDIODÍA
La muerte de los dos guardias, sin que tuvieran tiempo siquiera para
encaramarse las escopetas, colgadas al hombro, me dio notoriedad entre los
miembros de la partida. Todos menos Martín, mi viejo rival, se congratularon.
—Estoy demasiado viejo. El mal francés acabó del todo conmigo —me dijo,
quedo, casi al oído—. No tardarás en tener que ponerte al frente de mi
pequeño ejército.
«La Farona» le miraba con ojos trágicos y, al verle dormido y roncando, con
una baba saliéndole de los labios quemados por el tabaco, dio un respingo. Mi
pensamiento debía correr parejo al suyo. Después de la simpatía y la amistad
que había llegado a sentir por el viejo bandido, comenzaba a darme asco.
Pero era puro juego, porque tiró de mí hacia el bosque, me abrazó bajo un
pino y ella misma fue desnudándose. Tenía la piel de un moreno claro, suave y
fina. Aun cuando se mostrase ardiente, no daba la sensación de entregarse por
entero, como si reservara algo, la frente erguida y los ojos atentos.
La llevé en brazos hasta la calesa. Tuve que apartar con el pie la cabeza de
«Dos Frentes», dormido aun, la espalda apoyada contra la rueda, para poder
abrir la portezuela y pasar dentro a la sevillana. La dejé tumbada en el asiento,
con las piernas recogidas, al abrigo de su propio manto y salí a dar un paseo.
Había luna llena y la noche cobraba un hermoso color azulado, en el que los
pinos y matorrales parecían carecer de peso. Pensé ir a la cabaña de Zacarías y
traerme a la Cendia, puesto que la cueva ya contaba con otras mujeres. Pero
antes tendría que volver a guardar distancias con «la Faraona», que no hay
algarada más ruidosa que las que traba entre sí el mujerío.
—¿Por dónde?
—¿No has visto cómo está? Desde el asalto a las minas de Peñascosa y el
silfilazo, no volverá más a ser el mismo.
Yo había comenzado a sentir desprecio por Gonzalo. Sobre todo, desde que
se juntaba con dos rufianes venidos últimamente, Jeresa «el Tetas»,
gordinflón, de gran papada, sin vello, y Nosvam, «el Astrólogo», sujeto
cadavérico, que leía negros augurios en las estrellas, habiendo estafado a
enfermos y viejas. Pero quizá, por mala conciencia, al haberme arrimado a su
mujer, aunque fuera casi su beneplácito, y hasta haciéndole favor, sentí
impulso de defenderle:
—El será siempre el jefe. Su cerebro marcha bien. Acabará dejando por
largo tiempo el alcohol y volviendo a ser el primero en saltar al caballo.
—Esto se acaba, Jacobo. Aunque sé que Martín y tú os lleváis mal, hay que
hacer algo y rápido.
—Yo trabajé en las minas de Almadén. No veía el sol, respiraba veneno, por
eso he de pasarme el tiempo escupiendo... Pero el capataz que me regateaba
los sueldos ni siquiera podrá echar saliva, porque boca ni dientes le deben
quedar. Le hundí una pala en plena cara.
Mi ojo sano buscó entonces su blancura, y él miró, molesto, para otro lado.
El mayoral nos trajo un avío que olía bien y despertaba el gusanillo. Lo tomó
«Poca Cuerda», saltamos a los caballos y volvimos a lanzarnos a galope
tendido.
—Por favor, señores —les dije—, ¿serían tan amables de indicarme dónde
está el servicio?
—En la otra punta —respondió uno, señalando con el dedo.
—Está bien, chachos —dije—. Ahora vais a tener que saltar a tierra. Y
cuidado con quedar a la vista de los que van en el vagón de mercancías.
—Anímate, que aún te queda vida —le dije, mientras le tendía una mano
para ayudarle.
Pasamos las últimas horas de la tarde y la noche en casa del herrero, que
nos dejó otras ropas y otros caballos. De madrugada, desanduvimos lo andado,
en dirección al monte, cambiando nuevamente de montura en el cortijo de
Elche de la Sierra.
A pesar de ser dos los jinetes, mi caballo corría como una centella, que nada
le gustaban las balas, aun cuando de guardias y justicieras. Con tal rapidez
galopaba que, en más de una ocasión, estuvimos a punto de caer por los
precipicios de la sierra.
Cuando nos hallábamos a una distancia prudencial, si bien sin reducir gran
cosa la celeridad de la marcha, empecé a pensar. Era evidente que, frustradas
todas mis tentativas de regenerarme y llevar, junto a Dorada, una vida calma,
no podía hurtarme al destino de bandolero. Pero puesto que «la Faraona» y
otras mujeres habían venido a la cueva, la llevaría al menos conmigo,
encontrando consuelo en las bondades del matrimonio.
—«La Faraona» —dijo—, que nos ha cogido una mala enfermedad y está
que se muere.
Gonzalo, quebrantado, con la cicatriz como más honda y los ojos sin vida,
salió al exterior, en tanto Dorada tomaba el pulso de la enferma. Le seguí en la
penumbra hasta el fresno en que fue a apoyar su brazo, de expresión rota.
—Esto se acaba, Jacobo —dijo—. Primero las bajas cuantiosas; ahora «la
Faraona». ¿Qué aliciente va a quedar para este viejo cansado de vivir siempre
con el acero al cuello?
—Al tren de Mediodía. Sabemos que pasado mañana llevará mucho dinero.
No podemos ir demasiada gente, porque llamaríamos la atención en los
caminos, pero tampoco hacen falta más de tres. Disponemos de buena
información.
—¿Vivir siempre disfrazado, con mejunjes, como una hembra? —dijo «Poca
Cuerda».
—Sí, lo estamos —afirmó «el Sapo», con la cabeza erguida y los brazos
cruzados—. Pero no desgastéis energías en necedades. Demos ese golpe y
podremos tomar un tiempo de descanso.
Yo temía que, ante el progresivo estado de abandono de mi padre, acabaran
matándole para ocupar su puesto. Aunque en realidad me repugnara la idea
del robo en un tren de viajeros, donde podría haber víctimas, resolví colaborar
para tenerlos cerca y tantear qué tramaban.
Sucedió que disparé al aire, para intimidarle, diciéndole que estaba cercado
y lo mejor que podía hacer era tirar las armas, pues, como a sus compañeros,
nada grave iba a sucederle. Él contestó con una doble andanada, primero hacia
la puerta por la que me asomaba, luego por la ventanilla. Al oír una descarga
más espaciada y próxima, con un agudo lamento, comprendí que le habían
dado. Pasé al vagón y, en efecto, el guardia estaba muerto. Después de
acercarme y comprobar que ya nada podía hacer por él, vislumbré el cadáver
de «Poca Cuerda», caído también en el enfrentamiento.
Y el otro:
—Algo de eso he oído yo. Allá en el Cortijo Oreja. Los braceros lo vieron
orinando tras unas matas y, como sólo asomara el pijo, creyeron que era un
mulo romo.
—Estamos apañados.
—Y para la postre, están el fiscal, José Aumente, que tiene fama por lo
abultado de las penas que consigue, y ese juez duro, Maza... Mira el telegrama
que ha puesto a un primo suyo, de la misma cuerda, aunque más blando —le
da un papel—. El empleado de Telégrafos, que goza de buen humor, me ha
dejado copiarlo. Pero si vuelve el centinela, rómpelo.
Le pasa el papel a Teresa con objeto de que a su vez ella te lo pase a ti. Te
acoplas los lentes para la lectura, y lees con lentitud, reproduciendo en tu
mente las frases completas:
Dionisio Manta carraspea, afectado, como quien acaba de dormir una larga
siesta ovina, borreguera. Tras saludarte, iniciando en seguida sus paseos
sonambulistas por el angosto espacio del calabozo, empieza:
—Tenemos que hablar largo y tendido, con cafelito por medio, para hacer
un esbozo serio de las claves en que centrar la defensa.
—Por cierto, ¿no me dejé aquí los recortes de prensa sobre su persona? —y
ante el gesto negativo, escéptico—: La maldita cabra de mis vecinos masticaba
el otro día unos papeles. Estoy intrigado por saber qué eran. Pero el bicho es
fino y el papel de prensa basto. No creo...
—Mejor lo hace aquí. Y con tiento; pues no me extrañaría que un mal viento
lo arrebatara de sus manos y se lo llevara, por la reja, al infierno.
14. LA ENFERMEDAD DE DORADA
Tantas muertes seguidas no podían ser sino un mal augurio. Gonzalo acabó
por perder la razón ya menguada, ante el ataúd de «la Faraona». Para el
entierro se había puesto su antiguo uniforme de coronel, ofreciendo una
imagen grotesca y patética. Flaco, pálido, con la enorme cicatriz que daba la
impresión de crecer cada día, permaneció mucho tiempo junto a la tumba,
inmóvil, la mirada obsesiva y los ojos secos.
Yendo los dos, una tarde «Dos Frentes» bajó a la Quebrada del Charco, miró
hacia una tremenda enredadera y trepó hasta ella, desapareciendo poco
después como por encanto. Pasado cierto tiempo, cuando comenzaba a
inquietarme la idea de que pudiera haberle mordido algún bicho, le vimos
descender por el terraplén en dirección a su caballo.
—No es mal sitio —le dije a Jacinto—. Si descubrieran la vieja guarida, nada
mejor que esto para montar una nueva vivienda.
Desde entonces, aunque me había llevado a Dorada a vivir entre las otras
mujeres, sin entenderme bien con aquellas gentes, pensé en construir tras la
enredadera un lugar habitable. Ella me ayudó a alisar el suelo y cubrir las
paredes con argamasa, así como a hacer un lecho de mucho abrigo.
En uno de los viajes, al subir por la pendiente, tuvo un desmayo. La tomé en
brazos, bajé al riachuelo, casi seco en el estío, y le humedecí el rostro.
A partir de aquel día, le hice dejar cualquier trabajo. Con el dinero obtenido
en los hurtos y el poco gasto de la supervivencia montaraz, podíamos
apartarnos de todo por mucho tiempo. Pero, como siempre que pretendía
abandonar la guarida, algo me lo impidió.
Si Martín «el Sapo» pensaba en principio retirarse con el botín del asalto al
tren, al ver la definitiva decadencia de «Dos Frentes», le tentó la voluntad del
mando. Para hacerse notar, propuso nuevas actuaciones, que nada me
gustaban, como la de secuestrar a familiares de hacendados y ganaderos.
—No —le dije—, es peligroso, y no hay nada que mire tanto como tu salud.
Fue peor que con Mara, pues no se quejaba y sólo al apartarme de ella pude
calibrar el daño. Encendió una vela de sebo, iluminando sus dedos
ensangrentados. Su sonrisa, que me recordó la de mi madre en los antiguos
sueños, brillaba como un cuchillo. Sentí vértigo, barruntando ella que no
tardaría en morir, llevándose los pocos buenos momentos que conocí.
Perdió el sentido y yo, sin saber qué hacer, fui junto a «la Bichito», afamada
de saber de brebajes y brujería. Me miró con ojos centelleantes, como
temerosa, pero acudió al pie de Dorada y la examinó.
Con los ojos humedecidos, saqué el cadáver en brazos a la luz del día, ante
los rostros perplejos de las mujeres y los otros bandidos. Estaban alrededor de
la hoguera, preparándose el almuerzo. Gonzalo nos miró, sin vernos, y pasé de
largo, en silencio, para encaminarme, dando tumbos, hacia una roca desde la
que se divisaban las cumbres más bajas de la sierra. Allí, abrazado a la difunta,
escruté el horizonte, tras el que debían estar el llano y la huerta, más lejos,
donde transcurrieron nuestros mejores días de farsantes vitalicios y
desenfadados.
Estuve muchos días allí, alimentándome sólo de algún animal cazado en las
inmediaciones y mal asado, con desgana. Hasta que vino Jacinto Ramos «el
Peo», muy vestido y repeinado, como si fuera de verbena, aunque con cara
circunspecta.
—Jacobo —me dijo—. Las cosas van mal allá arriba. Yo me vuelvo a mi
tierra. Voy a entregarme, que, bien pensado, no creo que sea demasiada la
pena y me cansa vivir como una fiera. Pero antes querría prepararte para lo
que vas a encontrar a tu vuelta.
—No te andes con rodeos —le respondí—, y habla claro, que pocas cosas
me importan ya.
Se echó el cabello hacia atrás, con su mano delicada y pequeña, sacudiendo
la cabeza, y añadió:
Blandí el cuchillo, con la mirada en la hoja, pensando que pronto iba a tener
ocasión de aplacar mi ira. Bajamos al arroyo e hicimos un tramo juntos. Luego,
nos estrechamos el hombro, en la encrucijada de dos caminos, y ascendí
lentamente hacia la guarida.
«El Lagunero» me miró con gesto de derrota, mientras se alejaba con los
otros, tras las rocas que flanqueaban la cueva. Yo eché la carabina, que
mantenía baja, al suelo, y me aparté unos pasos, calculando el tiempo que iba
a tardar en recogerla «el Sapo».
—Te voy a volar el ojo sano, y tu cuerpo servirá de pasto para los cuervos y
las alimañas —dije.
De nuevo la mirada de uno buscó la blancura ciega del otro. Quería irritarlo,
y noté que le temblaba el pulso. Entonces, con mucha rapidez, sin apuntar,
descerrajé los dos tiros. En la confusión, mientras su cuerpo se desplomaba
con un brote de sangre en la frente destrozada, sentí el ardor de la pólvora en
un hombro. Me sacudí como si se tratara de polvo, apretando los dientes; fui a
sentarme sobre su cadáver, y allí, repantigado, lié un cigarro.
Los dos desconocidos fueron los primeros en volver donde antes estaban
platicando. Luego vinieron «el Lagunero», «Bota Vacía», las mujeres y todos
los demás miembros de la partida. Encendí tranquilamente el cigarro,
mirándolos fijo, y fumé en silencio.
A partir de aquel momento, «el tercio» volvió a funcionar. Una vez rotas las
botellas de ron, aguardiente y vino por mis propias manos, como una medida
temporal, e impartidas las primeras órdenes, fui a la tumba de «Dos Frentes»,
cavada junto a la de «la Faraona». «Tu sucesor no va a morir en una estúpida
pelea con otro bandolero», dije para mí. «Acabaré en alguna refriega, o de
viejo».
—Mucho he oído hablar de ti. Pero pocas cosas son las que me creo.
—No, gracias, señora. Vamos tras ellos; queremos acabar nuestro trabajo
antes de que oscurezca y se metan en su terreno.
Teresa me pidió que dejara la banda. Las mujeres se habían ido y de los
viejos compañeros sólo quedaban «Bota Vacía», otra vez dado al ron en
exceso, y «el Lagunero», muy envejecido. Le dejé a éste el mando, y me retiré
a la cueva de la enredadera, visitando cada dos o tres días a Teresa.
Tanto ella como yo disponíamos de dinero para pasar una vida holgada. Sólo
la inquietud de poder ser detenido turbaba a veces mi calma; pero por lo
común estaba tranquilo y había vuelto a gozar de las pequeñas cosas que
hacen feliz a un hombre.
A partir de aquel día, nos quedamos a vivir allí. No hacía otra cosa que
cuidarla, buscando la forma de cambiar de vida para que el niño naciera en un
ambiente distinto al que me envolvió siempre. Calculaba que, pasado algún
tiempo, una vez reducidos los robos y asaltos de la partida, el cerco policial se
aflojaría, y que entonces tendríamos ocasión de irnos los tres a lugares donde
no se nos conociera —Ciudad Real o Murcia—, y volver a la vieja vida de
farsante.
—Ya tengo pensada la primera representación —decía Dorada, con los ojos
centelleantes de antaño—. Se llamará La farsa del bandido, y en ella
encarnaremos a nuestros personajes reales. Si no podemos hacerla aquí, la
haremos en América.
Viéndola muerta, poco después, sentí que la cueva, como un sepulcro, nos
devoraba a ambos y ya nunca tendría ánimos para representar farsa alguna.
Mucho tiempo estuve allí abrazado al cadáver de mi esposa, sin comer ni
beber, hasta que empezó a descomponerse y hube de enterrarla. Lo hice al pie
mismo de la cueva, de manera que tuviera cerca al menos lo poco que
quedaba de ella.
Más que la muerte de mi padre —dado lo mucho que padecía en sus raros
momentos de lucidez—, me dolieron las circunstancias del hecho. Lo imaginé,
enajenado y viejo, con una sensación de impotencia ante el feo bandido que le
inmovilizaba para darle el golpe mortal.
—¿Y nadie hizo nada para evitarlo? —le pregunté indignado a «el
Lagunero»—. ¿Os quedasteis todos con los brazos cruzados?
De haber sido yo menos viejo, habría hecho lo mismo que acabas de hacer
tú. Sólo el cansancio nos hizo aceptar entre nosotros a ese mequetrefe.
Yo me limitaba a bajar a los pueblos y aldeas próximos una o dos veces por
semana para obtener suministros. Lo hacía a última hora, con el ojo de vidrio,
y un sombrero de fieltro que me cubría el rostro. Decía ser nieto del viejo
Zacarías e ir a cultivar, como hice, su desolado huerto. Que allí, viendo crecer
verduras y frutos, pasé mucho tiempo.
Una vez agotado el dinero y enfrentado a una mala cosecha, tuve que volver
a ingeniármelas para sobrevivir. Entonces, y eso sí es cierto, empecé a acudir
de cuando en cuando a las aldeas, con la cara descubierta y sin el ojo de vidrio.
Entraba en la cantina, mostrando ostentosamente la escopeta, y decía:
Sumido en la soledad, al margen del mundo, pasé, señor, los últimos cuatro
años. Ahora, aclarados los motivos que me hicieron parecer un vulgar criminal,
sólo aguardo que considere y comprenda la congoja que ha rodeado siempre
mi vida.
FINAL
FALSA MEMORIA
Cuando el cancerbero abre la celda —más amplia, también más fría que el
calabozo alcaraceño—, su expresión no ha variado. Sigue, sin duda, sereno,
como viéndose a sí mismo de muy lejos.
Sin embargo, una vez la puerta de hierro forjado se cierra tras de ti,
mientras tomas asiento a su mesa, sonríe:
—Olvida eso. Por muchas indicaciones que te diera, no podrías hacer gran
cosa. Flores dispone de hombres que conocen la sierra palmo a palmo.
Asientes.
—No hace falta. Lo cierto, Anselmo, es que tampoco creo que vaya a escribir
la verdad. Me disgusta la verdad, tan estúpida. Dejaré suelta la fantasía, pero
ya sin pensar en el juez ni en nadie. Sólo para sacar la mucha mala sangre que
ha cuajado en mis venas.
CAMINO DE LA LEYENDA
Mientras deambulas por las calles —las solapas subidas, las manos en las
faltriqueras—, respirando el aire frío y seco, te sientes satisfecho. Pocas veces
experimentaste tanta seguridad en ti mismo. Sólo el recuerdo de Jacobo,
cautivo, empaña tu ánimo.
Jacobo, tras un mudo pero amistoso gesto, vuelve el ojo —crudo, de fatiga,
con un brillo obsesivo— al texto que está redactando. Corrige o añade algo,
cuando te acomodas al otro lado de la mesa. Echa la silla hacia atrás,
desperezándose, y rezonga:
Lo cierto es, señores, que nací —y a gusto— hijo de puta. Fue en las Cuevas
del Calar del Mundo, donde mi madre, llamada Gracia por su simpatía y sus
beldades, fue a abortarme, con los auxilios de la bruja conocida como la Tía
Celestina por los muchos favores que prestaba a las rameras. Pero, con la
inspiración del diablo, me cogí bien a los machos de aquella caverna en que a
cientos habían sucumbido hombres braguetados. Quiso Satanás que, en la
lucha con las malas hierbas amenazantes para mi vida, fuera mi madre mi
primera víctima, el primer crimen de una carrera que ni un perro perdiguero
hubiera cubierto más veloz.
—Aparta eso, y quítate también las medias, que hoy el pueblo va a estar de
fiesta.
«Hubo una vez un capitán muy bravo que deseaba conocer a Jacobo»,
narraba un resinero, en la vieja aldea de Resinación, «Estando ‘el Niño' de
copeo, muy bien vestido, como un señorito, después de jugar con él a las
cartas, le dijo: ¿Usted quiere conocer al ‘Derriñonador'? Pues yo se lo
presentaré. Le llevó fuera y reveló, así tranquilo: Bien, yo soy Jacobo de Gracia.
El capitán se puso a temblar y el bandido le dio ánimos para que no se
preocupara porque no le iba a hacer nada».
El animal trata de sacudirse la carga de sus lomos, coceando; pero, una vez
ante el paisaje abierto, relincha prolongadamente y, con repentina docilidad,
obedece a los golpes de los talones, emprendiendo un vigoroso galope. Los
guardias, después de cruzar el establo, agotan el cargador de sus armas.
Jacobo, con los brazos ceñidos al cuello del caballo, vuelve la mirada hacia
atrás. Sonríe, vislumbrando las tres figuras inclinadas sobre los Mausers, en la
no demasiada rápida operación de cargar, y su ojo, risueño, busca el camino
llano, ya próximo, tras los breves terraplenes y barrancos.
Tras una vacilación, las últimas descargas de los guardias le hacen decidirse
a entrar en el camino. Asustado, perplejo, avanza entre las raras máquinas.
Del pájaro surgen unos círculos de fuego. El caballo dobla sus patas
delanteras, primero terso, comprimido en su carne prieta, y luego flojo, con
toda la fuerza escapándosele en un largo relincho, para alzar el cuello entre
convulsos estertores. Jacobo se aparta del animal ya inerte, salpicado por la
oscura sangre y, después de otra andanada, toca su pecho herido,
comprendiendo que también su vida escapa.
Linares, con su tierra roja, de olivos. Copos blancos los queman, cubriendo,
sepultando poco a poco hectáreas y hectáreas. El yeguato que te ha prestado
Jacinto Ramos, viejo y flaco, cabecea por la senda, resbalando, a punto de caer
varias veces, hasta que desmontas y lo llevas del morral.
Todo ello, junto con el trabajo mal hecho, condicionado, mataba poco a
poco tu alegría, tu vitalidad. Hasta que te reencontraste, escribiendo la
leyenda de Jacobo.
Bajas el ala del sombrero. Así, y con las ropas éstas y los lentes oscuros,
nadie va a reconocerte.
Manuela tiene una rara belleza. El cabello negro y lacio, la piel espléndida,
los ojos que te recuerdan a Carmen, aunque no sean tan grandes ni tan
rutilantes. Goza, por añadidura, de algo que escasea entre las rameras: a pesar
del hipotético callo sexual, obtiene placer. Jadea, que nadie diría lagarto—
lagarto.
Al subir las escaleras, ha vuelto la luz. Estás con ella, retozando sobre el
lecho grande, una mano junto a la cabecera de latón, la otra estrechando su
cintura a cada empuje.
Abres los ojos, bajo el cielo nublo. Doblas el rostro. Miguel Acuña, el
barrenero linarense, yace, con los intestinos al descubierto, cerca del recinto
del cortijo. Todavía te parece escuchar el estruendo de la explosión y ver la
casa, fragmentada en grandes y mínimos trozos, por los aires inflamados de
rojo. Asombrado, observas tu propia sangre, negruzca, espesa.
Vas a morir, Anselmo. Vas a morir. No es tan duro como habías imaginado.
Pero ¿ha valido la pena? ¿Servirá el golpe para extender de verdad la agitación
campesina de Andalucía a La Mancha, llegando así el revolucionarismo hasta la
ya preparada Castilla? Sueñas; deliras. Los ugetistas van por otro lado. No
acaban de comprender ese viejo tópico, tan cierto: el poder corrompe. Pero
tus compañeros, tú mismo, nunca habéis comprendido tampoco que, sin
organización, el enemigo siempre saldrá victorioso. La técnica vale dinero.
¿Qué puede un genio como «el Inventor» frente al engranaje de mil cerebros?
Bueno, al menos habrás muerto por algo noble. Viviste con intensidad,
hasta en los sucios prostíbulos. Estás vivo, Anselmo. Puedes morir calmo
porque has apurado en lo posible cada momento.
No sientes dolor ni miedo. Debe ser la nieve que ha ido helándote. Es como
si tu cuerpo hubiera dejado de pertenecerte. Todo es ya negro. Qué extrañas,
fugitivas luces.
2. Febo: efebo.
3. Venga, el dinero