Carta Abierta A Enrique Peña Nieto - Sicilia

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Carta abierta a Enrique Peñ a Nieto

Javier Sicilia, 15 de octubre de 2016

Ciudad de México
Querido Enrique, no así, querido presidente. Hay, me afano aú n en creerlo, una
distancia entre el hombre que usted es y el que se expresa en el cargo que detenta. No
digo con ello que no haya mucho de Enrique Peñ a Nieto en las acciones y los discursos
del presidente. Digo que usted, en tanto ser humano, es má s que esa parte de sí que,
en su actuar como representante del Ejecutivo, tiene sumido al país en un horror má s
profundo que el que heredó de la administració n pasada. Quiero, en este sentido,
apelar al corazó n que me dijo poseer cuando le reclamé lo contrario en nuestro
diá logo en el Alcá zar del Castillo de Chapultepec, el 28 de mayo de 2012. Si es así, será
capaz de comprender mi crítica y darnos una respuesta en el sentido del corazó n,
cuyas razones, decía Pascal, la razó n –que muchas veces es inhumana—desconoce.
El 28 de noviembre, durante la inauguració n de la Semana Nacional de Transparencia,
usted, como presidente de la Repú blica, dijo algo terrible parafraseando
equívocamente un pasaje del Evangelio. Algo que, por desgracia, resume la absurda
manera con la que su política y las de las partidocracias han abordado la inseguridad y
la violencia. Algo que, lejos de caminar en el sentido del perdó n al que se refiere el
Evangelio, camina en el de la justificació n de la violencia, el crimen y su
encubrimiento: “El tema de la corrupció n –dijo usted—lo está en todos los ó rdenes de
la sociedad y en todos los á mbitos. No hay nadie que pueda atreverse a arrojar la
primera piedra, todos han sido parte de un modelo que hoy estamos desterrando y
queriendo cambiar, que tenemos que modificar para beneficio de una sociedad má s
exigente y que se impone nuevos paradigmas”.
Estas palabras, llenas de simplificaciones groseras, deberían avergonzarle el corazó n.
El que la clase política –que construyó su partido—sea corrupta y haya destruido una
buena parte del esqueleto político-moral del país; el que el presidente traiga tras de sí
graves corrupciones que ha querido ocultar castigando a quienes las revelaron (sé que
recuerda el asunto de Carmen Aristegui); y el que su país haya construido a lo largo de
má s de 70 añ os eso que usted mal llama “modelo” (la corrupció n, le recuerdo, no es un
“paradigma”, y los eufemismos no só lo maltratan el lenguaje, sino que ocultan la
verdad), es, por el contrario, un acto de perversidad política condenable en todo
sentido.
El que el presidente viva y respire en ese mundo no es extensible a toda la nació n. Hay
grandes sectores ciudadanos honestos, sectores que son “la reserva moral del país”,
sectores que luchan para detener la corrupció n y la violencia que, larvadas en las
partidocracias y el Estado, tienen destrozada a la nació n. Esos grupos no quieren
arrojar la primera piedra, una ló gica de venganza contra la que Jesú s formuló su

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palabra. Quieren, como claman los padres de Ayotzinapa, justicia: una justicia para la
que han hecho un sinnú mero de propuestas y sin la cual no puede haber perdó n.
Revise solamente las de los zapatistas, las que el Movimiento por la Paz con Justicia y
Dignidad dirigió a la clase política en sus discursos, los documentos y trabajos del
equipo de don Raú l Vera para construir un constituyente ciudadano popular y la tarea
que la Universidad Autó noma del Estado de Morelos emprendió en defensa de los
derechos humanos.
La reserva moral del país no ha dejado de manifestarse y de proponer. Son el
presidente y las partidocracias los que, sumidos en la corrupció n, no quieren
escuchar. El discurso al que me refiero es, en su grosera simplificació n, la muestra de
esa sordera. La corrupció n, Enrique, no se combate con buenas intenciones y nuevos
paradigmas que só lo sirven para encubrir el crimen. Se combate con actos de justicia
tan viejos como el mar. Cuando no se realizan, se termina en la impunidad que alienta
y perpetú a el crimen. No llamar, bajo el pretexto de no arrojar piedras, a comparecer
ante la justicia a gobernadores y funcionarios corruptos, como Javier Duarte o Graco
Ramírez, es consentirlo. Detrá s de la impunidad con la que se les ha protegido está n
cientos de fosas clandestinas, de desapariciones forzadas, de asesinados, de dinero
mal habido, de sufrimiento y de hartazgo ciudadano. Y ¿qué decir del encubrimiento y
de la impunidad que rodean el caso Ayotzinapa?
Escuche su corazó n, Enrique. Y no a la corrupció n, que la grosera simplificació n del
discurso presidencial quiere exculpar ofendiendo de manera innoble a la reserva
moral del país. Haga y obligue a hacer justicia, empezando por la que el presidente le
debe a la nació n en el caso de la “Casa Blanca”, Higa y Carmen Aristegui. Haga dos
cosas má s: vuelva el trabajo de las exhumaciones de las fosas clandestinas en
Tetelcingo una política de Estado y llame al sector salud a que, junto con las tareas que
realiza en los prostíbulos para cuidar la salud de las mujeres que trabajan en ellos, les
practiquen pruebas de ADN. Ambas acciones de justicia contribuirían enormemente a
resolver el problema de los desaparecidos. Aú n es tiempo, Enrique, de que su corazó n
obligue al presidente y a la clase política a hacer justicia. Haga que me haya
equivocado cuando en el Alcá zar del Castillo de Chapultepec le dije que no tenía
corazó n.
Ademá s opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra,
liberar a José Manuel Mireles, a sus autodefensas y a todos los presos políticos, hacer
justica a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales,
boicotear las elecciones, devolverle su programa a Carmen Aristegui y abrir las fosas
de Jojutla.

[Publicada en la revista Proceso]


[Disponible en
https://www.proceso.com.mx/458678/carta-abierta-a-enrique-pena-nieto]

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