Tal Vez Nunca

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En el momento en que a Warren le ofrecen la oportunidad de te-


ner una compañera en un piso donde sólo viven chicos, acepta in-
mediatamente, ya que cree que puede ser un cambio interesante.

COLLEEN HOOVER TAL VEZ NUNCA


O tal vez no.

Las dudas nacen cuando su nueva compañera resulta ser Bridgette,


una chica aparentemente fría y calculadora. La tensión en el piso se
corta con un cuchillo y ambos estallan cada vez que coinciden en
una habitación. Pero Warren tiene una teoría acerca de Bridgette:
cree que alguien que odia con tanta intensidad tiene que ser igual
de apasionada en el amor, y quiere ser la persona que ponga en
práctica esa teoría. ¿Podrá Warren descongelar el corazón helado
de Bridgette? ¿Será ella capaz de aprender a amar?

Tal vez algún día. O tal vez nunca.

«Nadie escribe sobre sentimientos como Colleen Hoover.»


ANNA TODD

BESTSELLER 10326323

www.booket.com
www.planetadelibros.com 9 788408 275602
Colleen Hoover
Tal vez nunca
Serie Tal vez, 2

Traducción de Lara Agnelli

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Título original: Maybe Not

© Colleen Hoover, 2014


Publicado de acuerdo con el editor original, Atria Books, una división de Simon
and Schuster, Inc. Todos los derechos reservados.
© por la traducción, Lara Agnelli, 2023
© Editorial Planeta, S. A., 2023
Avda. Diagonal, 662-664, 08034 Barcelona (España)
www.planetadelibros.com

Adaptación de la cubierta: Booket / Área Editorial Grupo Planeta


Fotografía de la cubierta: © Sky_Blue / Getty images y © Ani Dimi / Stocksy
Banda sonora de la trilogía: © Griffin Peterson /Raymond Records, LLC. Todos los
derechos reservados.
Primera edición en Colección Booket: julio de 2023

Depósito legal: B. 10.773-2023


ISBN: 978-84-08-27560-2
Composición: Realización Planeta
Impresión y encuadernación: CPI Black Print
Printed in Spain - Impreso en España

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Estoy convencido de que estoy conectado direc­


tamente con el infierno a través de un interfono, y
que el zumbido de mi alarma sale directamente de
allí, donde suena una y otra vez para acallar los
gritos de las almas en pena.
Precisamente por eso nunca mataré a nadie;
sería incapaz de vivir escuchando ese sonido du­
rante toda la eternidad. No lo soporto ni siquiera
durante cinco segundos.
Alargo la mano y paro la alarma, odiando la
perspectiva de un nuevo día en este trabajo de
mierda. Odio tener que hacer de camarero para
poder pagarme las clases. Y menos mal que Ridge
hace la vista gorda con el alquiler a cambio de que
me ocupe de gestionar los asuntos de la banda.
De momento voy tirando, pero...
«Joder, odio las mañanas.»

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Estiro los brazos y, llevándome las manos a los
ojos, me los froto para quitarme el sueño de enci­
ma. Cuando los dedos entran en contacto con los
párpados, durante un instante me temo que mis
pesadillas se han hecho realidad y estoy ardiendo
en el infierno, porque...
«¡MIERDA! ¡Hijo de puta! ¡Lo voy a matar!»
—¡Ridge! —grito.
«Joder, ¡cómo quema!»
Me levanto, tratando de abrir los ojos, pero
me escuecen demasiado y no me sirve de nada. Es
la trampa más vieja del mundo..., ¿cómo he podi­
do caer en ella... otra vez?
«Joder, ¡cómo duele!»
No encuentro los calzoncillos, así que voy
dando tumbos hasta el lavabo para quitarme la
salsa tabasco de los ojos y las manos.
Cuando encuentro el pomo de la puerta, la
abro dando un portazo y me dirijo directo al
lavamanos. Me parece que una chica está chi­
llando, aunque también podría ser yo el que
gritara.
Ahueco las manos debajo del chorro de agua y
me las llevo a los ojos, enjuagándolos una y otra
vez hasta que dejan de escocer tanto. Pero en
cuanto afloja el dolor de los ojos, empiezo a notar
otro, en el hombro, porque alguien me está dando
golpes sin parar.
—¡Largo, pervertido!
Ya más despierto, compruebo que, efectiva­

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mente, era una chica la que gritaba; la misma que
ahora me está pegando. En mi baño.
Cojo una toalla para las manos y me cubro los
ojos con ella, mientras me protejo de sus puñeta­
zos con el codo.
—¡Estaba meando, cabrón asqueroso! ¡Fuera
de aquí!
Mierda, pega con ganas. Todavía no le veo la
cara, pero sé reconocer unos buenos puñetazos
sin necesidad de verlos. Por eso le agarro las dos
muñecas, para impedir que siga con su asalto.
—¡Deja de pegarme! —Esta vez soy yo el que
grita.
La otra puerta del baño, la que lleva al salón,
se abre de repente. El ojo izquierdo me empieza a
funcionar, y me informa que es Brennan el que la
ha abierto.
—¿Qué demonios pasa aquí?
Se acerca a nosotros, hace que le suelte las
muñecas a la chica y se sitúa entre los dos. Yo
vuelvo a llevarme la toalla a los ojos y los cierro
con fuerza.
—¡Ha entrado sin avisar mientras meaba!
—responde ella, a gritos—. ¡Y está desnudo!
Abro un ojo y miro hacia abajo. Pues sí, efecti­
vamente, estoy completamente desnudo.
—Por Dios, Warren, ponte algo encima —me
reprocha Brennan.
—¿Y cómo iba a saber que alguien me ataca­
ría en mi propio baño? —replico, señalándola—.

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¿Y por qué demonios está en mi baño, si puede
saberse? Si es tu invitada, que use el tuyo.
Brennan levanta las dos manos inmediatamen­
te, en un gesto defensivo.
—No ha pasado la noche conmigo.
—Qué asco —murmura la chica.
Aún no entiendo por qué a Ridge le pareció
que alquilar un piso de cuatro habitaciones sería
buena idea. Aunque uno de los dormitorios sigue
libre, hay demasiada gente en la casa. Sobre todo,
me sobran las invitadas que no saben qué baño le
corresponde a cada uno.
—A ver —digo, empujándolos a los dos hacia
la puerta que comunica con el salón—. Este es mi
baño y me gustaría usarlo. Me da igual dónde o
con quién haya dormido, pero que use tu baño.
Este es para mí.
Brennan levanta un dedo y se vuelve hacia
mí.
—De hecho, este es un baño compartido entre
tu habitación y aquella. —Señala hacia la puerta
del otro dormitorio—. Y la nueva ocupante de
esa habitación es... —Señala a la chica—. Bridgette,
tu nueva compañera de piso.
Me quedo inmóvil.
¿Por qué ha dicho que es mi nueva compañera
de piso?
—¿Qué quieres decir? A mí nadie me ha pre­
guntado si quería otro compañero de piso.
Brennan se encoge de hombros.

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—Con lo que pagas de alquiler, diría que no
tienes ni voz ni voto en esas cosas.
Brennan sabe que no pago alquiler porque me
ocupo de gestionar los asuntos de la banda, pero
es verdad que Ridge lo paga casi todo, así que me
temo que no le falta razón.
Esto no me gusta nada. No puedo compartir
baño con una chica; sobre todo con una chica que
pega esos derechazos. Y especialmente con una
chica con tanta piel bronceada.
Aparto la mirada. No soporto que esté buena.
Y no soporto su color de pelo; me gusta demasia­
do su melena larga, de color castaño claro. Para
acabar de empeorar las cosas, lleva el pelo recogi­
do, así, un poco a lo loco.
«¡Me cago en la puta!»
—Bueno, bueno. Ha sido muy divertido, un
momento de esos que forjan amistades —comen­
ta Bridgette, acercándose a mí antes de darme un
empujón en los hombros que me hace retroceder
hacia mi dormitorio—. Pero ahora espera tu tur­
no, compi de piso.
Me cierra la puerta en las narices y vuelvo a
estar en mi habitación. Todavía desnudo. Y tal
vez un poco humillado.
—Tú también sobras —le dice a Brennan, justo
antes de cerrar la otra puerta, la que lleva al salón.
Unos instantes después, abre el agua de la ducha.
Está en la ducha.
En mi ducha.

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Probablemente ahora mismo se esté quitando la
camiseta, tirándola al suelo, bajándose las bragas...
«Estoy jodido.»
Este piso es mi refugio, la cueva donde puedo
ser un troglodita. El único lugar donde mi vida no
está dirigida por mujeres. Mi jefa es una mujer,
todas mis profesoras son mujeres y mi madre y mi
hermana son obviamente mujeres. En cuanto Brid­
gette se adueñe de mi ducha y la llene de champús
de chica, maquinillas de afeitar y esas mierdas,
estaré jodido de verdad. ¡Esa es mi ducha!
Me dirijo a la habitación de Ridge y le doy al
interruptor un par de veces para avisarlo de que
voy a entrar. Es sordo y no me oye, por muy fuer­
te que llame a la puerta o que camine dando zan­
cadas indignadas, como un niño que está a punto
de delatar a su hermano pequeño.
Enciendo y apago la luz un par de veces más y
luego abro la puerta. Ridge se está levantando,
apoyándose en los codos. Está aún medio dormi­
do, pero al ver mi expresión enfadada se echa a
reír, pensando que vengo a quejarme de la broma
del tabasco.
Odio haber picado. Duermo profundamente y
nunca me entero cuando me gastan esas bromas,
joder.
—No ha tenido gracia —le digo, usando la
lengua de signos—, pero no he venido por eso.
Tenemos que hablar.
Él se sienta en la cama, alarga el brazo y ladea

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el despertador para ver qué hora es. Luego se
vuelve hacia mí, molesto.
—Son las seis y media de la mañana —me
dice, también mediante signos—. ¿De qué coño
quieres hablar a las seis y media de la mañana?
Señalo en dirección a la habitación de la nueva
inquilina.
«Bridgette.»
Odio su nombre.
—¿Has dejado que una chica se instale con
nosotros? —Hago el signo que corresponde a
compañero de piso y sigo protestando—. ¿Por
qué demonios has tenido que invitar a una chica a
vivir con nosotros?
Ridge signa el nombre de Brennan.
—Es cosa suya. No creo que hubiera aceptado
un no como respuesta —añade.
Me echo a reír.
—¿Desde cuándo le importan las chicas a
Brennan?
—Te he oído —dice Brennan, a mi espalda—.
Y también he visto los signos.
Me vuelvo hacia él.
—Pues muy bien; responde a la pregunta.
Él me mira mal y luego se vuelve hacia Ridge y
le dice:
—Duerme. Yo me ocupo del crío. —Con un
gesto me indica que lo siga al salón—. ¿Cuántos
años tienes? ¿Cinco? —añade, apagando la luz
del dormitorio de Ridge.

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Me cae bien Brennan, pero nos conocemos
desde hace tanto tiempo que a veces siento que es
mi hermano pequeño. Un hermano pequeño to­
capelotas al que le parece buena idea invitar a
mujeres a compartir piso con nosotros.
—Sólo serán unos meses —me aclara, dirigién­
dose hacia la cocina sin detenerse en el salón—.
Está pasando por un mal momento y necesita un
sitio donde vivir.
Lo sigo hasta la cocina.
—¿Desde cuándo somos un albergue social?
Pero si ni siquiera dejas que las chicas se queden a
pasar la noche contigo cuando acabáis. Y mucho
menos que se vengan a vivir aquí. ¿Te has enamo­
rado de ella o algo? Porque, si es eso, has tomado
la peor decisión posible. Te cansarás de ella en
una semana. ¿Y luego qué?
Brennan se vuelve hacia mí y alza un dedo con
parsimonia.
—No es eso, ya te lo he dicho. No estamos
juntos ni lo estaremos nunca. Pero esa chica es
importante para mí; está atravesando una mala
racha y vamos a echarle una mano, ¿vale? —Saca
una botella de agua de la nevera y la abre—. No
será tan grave. Va a clase y trabaja a jornada com­
pleta, así que no estará casi nunca en el piso. Ni te
enterarás de que está aquí.
Suelto un gruñido de frustración y me paso las
manos por la cara.
—Fantástico —refunfuño—. Justo lo que

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necesitaba: una chica que se adueñe de mi
baño.
Brennan pone los ojos en blanco y sale de la
cocina.
—Es un baño, Warren. Te estás comportando
como un niñato.
—¡Me ha pegado! —exclamo, en mi defensa.
Brennan me mira con la ceja alzada.
—A eso me refiero. —Entra en su habitación
y cierra la puerta.
Oigo que el agua deja de correr en el baño y se
abre la cortina de la ducha. Cuando se cierra la
puerta de su dormitorio, me dirijo al baño. Mi
baño. Trato de abrir la puerta de acceso desde el
salón, pero está cerrada por dentro. Voy hasta mi
habitación y trato de entrar por ahí, pero la puer­
ta también está cerrada por dentro. Salgo de mi
habitación y entro en la suya. La veo un momento
antes de que ella grite y se tape con la toalla.
—Pero ¿qué te has pensado? —Coge un zapa­
to del suelo y me lo lanza. Me da en el hombro,
pero ni me inmuto. Sin hacerle caso, me dirijo al
baño, entro y cierro de un portazo. Me apoyo en
la puerta, corro el pestillo y cierro los ojos.
«Mierda, está buena.»
¿Por qué tiene que estar buena?
Sólo la he visto un momento, pero... se depila.
«Por todas partes.»
Ya es bastante jodido tener que compartir baño
con una chica, pero es que voy a tener que com­

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partirlo con una tía buena. Una tía buena que tiene
muy mala leche. Una tía buena con un bronceado
perfecto y una melena tan larga y espesa que le
cubre los pechos, aunque esté mojada y...
«Mierda, mierda, mierda.»
Odio a Brennan. Odio a Ridge. Pero al mismo
tiempo los adoro por haberme hecho esto.
Tal vez tenerla como compañera de piso sea
bueno después de todo.
—¡Eh, capullo! —me grita desde el otro lado
de la puerta—. Me he acabado el agua caliente.
¡Disfruta de la ducha!
«O tal vez no.»
Me dirijo a la habitación de Brennan y abro la
puerta con decisión. Él se está haciendo la maleta
y ni me mira mientras me acerco.
—¿Qué pasa ahora? —me pregunta, enfa­
dado.
—Tengo que preguntarte algo y necesito que
seas totalmente sincero conmigo.
Suspirando, se vuelve hacia mí.
—¿Qué quieres saber?
—¿Te has acostado con ella?
Me mira como si fuera idiota perdido.
—Ya te he dicho que no.
Odio que esté actuando con tanta madurez y
serenidad, porque su reacción hace que me sienta
inmaduro. Y hasta ahora, Brennan siempre ha
sido el inmaduro del grupo. Desde que conozco a
Ridge...

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«Dios, ¿cuánto hace de eso? ¿Diez años? Yo
tengo veinticuatro; Brennan, veintiuno... Exacto,
diez años.»
Hace una década que somos amigos y esta es
la primera vez que me siento inferior a Brennan.
No me gusta. Yo soy el responsable. Bueno, no
tanto como Ridge, obviamente, pero es que nadie
lo es. Me encargo de llevar los asuntos de la banda
de Brennan y lo hago de puta madre. ¿Por qué soy
incapaz de controlar mis reacciones ahora mismo?
Ya, sí, por eso.
Me conozco y sé que, si no logro que la nueva
compañera de piso se largue ahora mismo, lo más
seguro es que me enamore de ella. Y si voy a ena­
morarme de ella, necesito estar seguro de que
Brennan no lo está.
—Tienes que ser muy sincero, porque creo
que puedes estar enamorado de ella. Necesito que
me digas que no lo estás, porque creo que me ape­
tece besarla. Y tocarla. Mucho. En plan, por todas
partes.
Brennan se lleva las manos a la frente y me
mira como si me hubiera vuelto completamente
loco. Retrocediendo varios pasos, me dice:
—Pero ¿tú te estás oyendo, Warren? En se­
rio... ¡Joder, tío! Hace tres minutos me estabas
gritando porque la odiabas y no querías verla por
aquí y ahora me dices que quieres besarla. ¿Eres
bipolar o qué?
Razón no le falta.

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«Dios, ¿qué me está pasando?»
Recorro la habitación de un lado a otro, bus­
cando una solución. No puede quedarse aquí.
Pero quiero que se quede. No puedo compartir el
baño con ella, pero la verdad es que no quiero
que lo comparta con nadie más. Al parecer soy un
pelín egoísta.
Dejo de caminar frenéticamente y me vuelvo
hacia Brennan.
—¿Por qué tiene tan mala leche?
Brennan se acerca a mí y, pausadamente, apoya
las manos en los hombros.
—Warren Russell, tienes que calmarte; me es­
tás empezando a preocupar.
Sacudo la cabeza.
—Lo sé, lo siento. Es que..., no quiero dejar
entrar en mi vida a una chica con la que estés lia­
do, por eso necesito que seas sincero conmigo,
porque nos conocemos desde hace demasiado
tiempo para dejar que algo así se interponga entre
nosotros. Pero no puedes lanzarme encima a una
chica como ella y no esperar que me vengan los
pensamientos que me vienen, porque acabo de
verla desnuda y ahora ya no puedo pensar en na­
die más; en nada más. Me ha dejado inútil total.
En siniestro total. Esas ropas que lleva esconden
un cuerpo perfecto, joder... —Alzo la cara hacia
él—. Sólo quiero asegurarme de que no voy a pi­
sar terreno de nadie cuando tenga fantasías con
ella esta noche.

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Brennan se me queda mirando mientras le da
vueltas a mis palabras. Me da un par de golpecitos
en el hombro y vuelve a centrarse en la maleta.
—Tiene muy mala leche, Warren. Probable­
mente es la chica con más mala leche que he co­
nocido en la vida. Así que, si te mata mientras
duermes, no digas que no te lo advertí. —Baja la
tapa de la maleta y cierra la cremallera—. Necesi­
taba un lugar donde vivir una temporada y noso­
tros teníamos una habitación vacía. Comparadas
con su vida, la de Ridge y la mía resultan privile­
giadas, así que no le toques las narices.
Me siento en el borde de su cama. Trato de ser
comprensivo, pero el gerente comercial que llevo
dentro se muestra escéptico.
—¿Te llamó así, por las buenas, y te pidió si
podía venirse a vivir contigo? ¿No te parece un
poco sospechoso, Brennan? ¿No crees que su ac­
titud puede tener algo que ver con que la banda al
fin se esté haciendo famosa?
Brennan me mira mal.
—No es una aprovechada, Warren, créeme.
Y puedes entrarle si quieres, no me podría impor­
tar menos.
Se dirige a la puerta y coge las llaves que están
sobre la cómoda.
—Volveré la semana que viene, después del
último concierto. ¿Has reservado las habitaciones
de hotel?
Asiento con la cabeza.

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—Te he enviado por correo todos los códigos
de confirmación.
—Gracias —me dice, mientras sale de la habi­
tación.
Me dejo caer de espaldas sobre la cama. Me
da mucha rabia que Brennan no esté interesado
en ella, porque eso significa que no es terreno
vedado.
Tenía la esperanza de que lo fuera.
Pero entonces sonrío, porque no lo es.

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