Enrique de Ofterdingen - Novalis
Enrique de Ofterdingen - Novalis
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Novalis
Enrique de Ofterdingen
ePub r1.0
RLull 27.10.15
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Título original: Heinrich von Ofterdingen
Novalis, 1802
Traducción: Eustaquio Barjau
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Tú has despertado en mí el noble anhelo
de contemplar el corazón del amplio mundo;
tu mano me dio fuerza y confianza
para pasar seguro por todas las tormentas.
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Primera parte
La Espera
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1
Sus padres se habían ido a la cama, y estaban dormidos; sonaba el tic-tac acompasado
del reloj de pared; fuera silbaba el viento y sacudía las ventanas; la claridad de la
Luna iluminaba de vez en cuando la habitación.
El muchacho, inquieto, tumbado sobre su lecho, pensaba en el extranjero y en
todo lo que éste les había contado.
«No son los tesoros —se decía— lo que ha despertado en mí este extraño deseo.
Bien lejos estoy de toda codicia. Lo que anhelo es ver la Flor Azul. Su imagen no me
abandona; no puedo pensar ni hablar de otra cosa. Jamás me había ocurrido algo
semejante: es como si antes hubiera estado soñando, o como si, en sueños, hubiera
sido trasladado a otro mundo. Porque en el mundo en que antes vivía, ¿quién hubiera
pensado en preocuparse por flores? Antes jamás oí hablar de una pasión tan extraña
por una flor. ¿De dónde venía este extranjero? Nadie de nosotros había visto nunca un
hombre así, y, sin embargo, no alcanzo a saber por qué he sido yo el único a quien sus
palabras han causado una emoción tan grande. Los demás han oído lo mismo que yo,
y a nadie le ha ocurrido lo que me está ocurriendo a mí. ¡Ni yo mismo soy capaz de
hablar del extraño estado en que me encuentro! A menudo es tan grande su encanto…
y aunque no tengo ante mis ojos la Flor me siento arrastrado por una fuerza íntima y
profunda: nadie puede saber lo que esto es ni nadie lo sabrá nunca. Si no fuera porque
lo estoy viendo y penetrando todo con una luz y una claridad tan grandes pensaría
que estoy loco; pero desde la llegada del extranjero todas las cosas se me hacen
mucho más familiares. Una vez oí hablar de tiempos antiguos, en los que los
animales, los árboles y las rocas hablaban con los hombres[1]. Y ahora, justamente,
me parece como si de un momento a otro fueran a hablarme, y como si yo pudiera
adivinar en ellas lo que van a decirme. Debe de haber muchas palabras que yo
todavía no sé; si supiera más palabras podría comprenderlo todo mucho mejor. Antes
me gustaba bailar; ahora prefiero pensar en la música».
El muchacho fue perdiéndose lentamente en dulces fantasías y se durmió.
Primero soñó en inmensas lejanías y regiones salvajes y desconocidas. Caminaba
sobre el mar con ligereza incomprensible; veía extraños animales; se encontraba
viviendo entre las más diversas gentes, tan pronto en guerra, entre salvaje agitación,
como en tranquilas cabañas. Caía prisionero y en la más afrentosa miseria. Todas las
sensaciones llegaban a un grado de intensidad que él no había conocido jamás. Vivía
una vida de infinitos matices y colores; moría y volvía de nuevo al mundo; amaba
hasta la suprema pasión, y era separado para siempre de su amada.
Por fin, al amanecer, cuando fuera apuntaban los primeros rayos del Sol, la
agitación de su espíritu se fue remansando, y las imágenes fueron cobrando claridad y
fijeza. Le parecía que caminaba solo por un bosque obscuro. Sólo raras veces la luz
del día brillaba a través de la verde espesura. Pronto se encontró ante un desfiladero
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que subía montaña arriba. Tuvo que trepar por piedras musgosas, arrancadas de la
roca viva y lanzadas corriente abajo por un antiguo torrente. Cuanto más subía más
luminoso iba haciéndose el bosque. Por fin llegó a un pequeño prado que estaba en la
ladera de la montaña. Al fondo del prado se levantaba un enorme peñasco, a cuyo pie
vio una abertura que parecía ser la entrada de un pasadizo excavado en la roca.
Anduvo por él cómodamente un buen rato, hasta llegar a un ensanchamiento, una
especie de amplia sala, del que salía una luz muy clara, que él había visto brillar ya de
lejos. Así que entró vio un rayo muy fuerte, que, como saliendo de un surtidor,
ascendía hasta la parte alta de la bóveda, para deshacerse allí en infinidad de
pequeñas centellas, que se reunían abajo en una gran alberca; el rayo de luz brillaba
como oro encendido; no se oía el más mínimo ruido: un sagrado silencio envolvía el
espléndido espectáculo. Se acercó a la alberca, en la que ondeaban trémulos infinitos
colores. Las paredes de la cueva estaban revestidas de aquel líquido, que no era
caliente, sino fresco, y que desde ellas arrojaba una luz a azulada y pálida. Metió la
mano en la alberca y se humedeció los labios. Le pareció como si un hálito espiritual
penetrara todo su ser, y se sintió íntimamente confortado y refrescado. Le entró un
deseo irreprimible de bañarse; se desnudó y se metió en la alberca. Le pareció que le
envolvía una nube encendida por la luz del atardecer; una sensación celestial le
invadió interiormente; mil pensamientos pugnaban, con íntima voluptuosidad, por
fundirse en él. Imágenes nuevas y nunca vistas aparecían ante sus ojos; también ellas
penetraban unas dentro de otras, y en torno a él se convertían en seres visibles; cada
onda de aquel deleitoso elemento venía a estrecharse junto a él como un delicado
seno. Aquel mar parecía una danza bulliciosa y desatada de encantadoras doncellas
que en aquellos momentos vinieran a tomar cuerpo junto al muchacho.
Embriagado de embeleso, pero dándose cuenta muy bien de todas las
impresiones, nadó despaciosamente, siguiendo la corriente del río, que, saliendo de la
alberca, se metía de nuevo en la roca. Una especie de dulce somnolencia le invadió:
soñaba cosas que no hubiera sido capaz de describir. Una luz distinta le despertó. Se
encontró en un mullido césped, a la vera de una fuente, cuyas aguas penetraban en el
aire y parecían desaparecer en él. No muy lejos se levantaban unas rocas de color
azul marino, con vetas multicolores; la luz del día que le circundaba tenía una
claridad y una dulzura desacostumbradas; el cielo era de un purísimo azul obscuro.
Pero lo que le atraía con una fuerza irresistible era una flor alta y de un azul
luminoso, que estaba primero junto a la fuente y que le tocaba con sus hojas anchas y
brillantes. En torno a ella había miles de flores de todos los colores, y su delicioso
perfume impregnaba todo el aire. El muchacho no veía otra cosa que la Flor Azul, y
la estuvo contemplando largo rato con indefinible ternura. Por fin, cuando quiso
acercarse a ella, ésta empezó de pronto a moverse y a transmudarse: las hojas
brillaban más y más, y se doblaban, pegándose al tallo, que iba creciendo; la flor se
inclinó hacia él, y sobre la abertura de la corola, que formaba como un collar azul,
apareció, como suspendido en el aire, un delicado rostro. El dulce pasmo del
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muchacho iba creciendo ante aquella transformación; en aquel momento la voz de su
madre le despertó, y se encontró en la habitación de sus padres, dorada ya por el sol
de la mañana. Enrique estaba demasiado embelesado para molestarse por esta
interrupción: dio los buenos días amablemente a su madre y de todo corazón le
devolvió el abrazo que ésta le había dado.
—¡Eh, dormilón! —dijo el padre—. Hace rato que por tu culpa tengo que estar
aquí sentado limando, sin poder usar el martillo; tu madre quería dejar dormir a su
querido hijo. Hasta para el desayuno he tenido que esperar. Has sido muy listo
eligiendo el estudio; por él tenemos nosotros que trabajar y velar hasta las tantas.
Aunque, según me han contado, un verdadero sabio tiene que pasar noches en vela
también para leer y estudiar las grandes obras de sus ilustres predecesores.
—Padre —contestó Enrique—, no os enfadéis de que haya dormido hasta tan
tarde; ya sabéis que no acostumbro a hacerlo. Tardé mucho en dormirme, y tuve al
principio muchas pesadillas, hasta que, por fin, tuve un sueño tan dulce que tardaré en
olvidarme de él; creo que ha sido algo más que un sueño.
—Hijo mío —dijo la madre—, a buen seguro que has estado durmiendo boca
arriba, o te habrás distraído ayer al rezar las oraciones de la noche. No tienes el
aspecto de todos los días.
La madre salió de la habitación. El padre continuaba aplicado a su trabajo y decía:
—Son falacias eso de los sueños, piensen lo que quieran los sabios sobre ello; y
lo que tú debes hacer es dejarte de tonterías y no pensar en estas cosas: son
inutilidades que sólo pueden hacerte daño. Se acabaron aquellos tiempos en que Dios
se comunicaba a los hombres por medio de los sueños; y hoy no podemos
comprender, ni llegaremos a comprenderlo nunca, qué debieron de sentir aquellos
hombres escogidos de los que nos habla la Biblia. En aquel tiempo todo debió de ser
de otra manera, tanto los sueños como las demás cosas de los hombres. En los
tiempos en que ahora vivimos ya no existe contacto directo entre los humanos y el
cielo. Las antiguas historias y las Escrituras son ahora las únicas fuentes por las que
nos es dado saber lo que necesitamos conocer del mundo sobrenatural; y en lugar de
aquellas revelaciones sensibles, ahora el Espíritu Santo nos habla por medio de la
inteligencia de hombres sabios y buenos, y por medio de la vida y el destino de
hombres piadosos. Los milagros de hoy en día nunca han edificado mucho; nunca
creí en estos grandes hechos de que nos hablan los clérigos. Con todo, que
aprovechen a quien crea en ellos; yo guardaré muy bien de apartar a nadie de sus
creencias.
—Pero, padre, ¿por qué sois tan contrario a los sueños? Sean ellos lo que fueren,
no hay duda de que sus extrañas transformaciones y su naturaleza frágil y liviana
tiene que darnos que pensar. ¿No es cierto que todo sueño, aun el más confuso, es una
visión extraordinaria que, incluso sin pensar que nos los haya podido mandar Dios,
podemos verla como un gran desgarrón que se abre en el misterioso velo que, con mil
pliegues, cubre nuestro interior? En los libros más sabios se encuentran incontables
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historias de sueños que han tenido hombres dignos de crédito; acordaos si no del
sueño que hace poco nos contó el venerable capellán de la corte y que os pareció tan
curioso. Pero, aun dejando aparte estas historias, imaginar que por primera vez en
vuestra vida tuvierais un sueño. ¿No es verdad que os maravillaríais y que no
permitiríais que se discutiera lo extraordinario de un acontecimiento que para los
demás es una cosa cotidiana? A mí el sueño se me antoja como algo que nos defiende
de la monotonía y de la rutina de la vida; una libre expansión de la fantasía
encadenada, que se divierte barajando las imágenes de la vida ordinaria e
interrumpiendo la continua seriedad del hombre adulto con un divertido juego de
niños. Seguro que sin sueños envejeceríamos antes. Por esto, aunque no lo veamos
como algo que nos llega directamente del cielo, bien podemos ver al sueño como un
don divino, como un amable compañero en nuestra peregrinación hacia la santa
sepultura. Estoy seguro de que el sueño que he tenido esta noche no ha sido algo
casual, sino que va a contar en mi vida, porque lo siento como una gran rueda que
hubiera entrado en mi alma y que la impulsara poderosamente hacia adelante.
El padre sonrió amablemente, y, mirando a la madre, que en aquel momento
entraba en la habitación, dijo:
—Madre, Enrique no puede desmentir la hora que le trajo a este mundo: en sus
palabras hierve el ardiente vino de Italia que había traído yo de Roma y que iluminó
nuestra noche de bodas. Entonces también yo era otro hombre. Los vientos del Sur
me habían despabilado; rebosaba de fuerza y alegría; y tú también eras una muchacha
ardiente y deliciosa. La casa de tu padre estaba desconocida; de todas partes habían
venido músicos y cantores, y hacía tiempo que no se había celebrado una boda tan
alegre en Ausburgo.
—Hace poco estabais hablando de sueños —dijo la madre—. ¿Te acuerdas que
entonces me contaste uno que habías tenido en Roma y que fue el que te impulsó a
venir a Ausburgo para pedir mi mano?
—Me lo recuerdas en un momento oportuno —dijo el padre—; me había
olvidado completamente de aquel curioso sueño que me estuvo dando que pensar
tanto tiempo; pero él es, creo, precisamente, una prueba de lo que acabo de decir. Es
imposible soñar algo más claro y ordenado; ahora mismo podría contar perfectamente
lo que vi, y, sin embargo, ¿qué significado ha tenido? Que soñara en ti lda, y que
sintiera inmediatamente deseos de que fueras mía era lo más natural del mundo,
porque yo ya te conocía: tus gracias me habían conmovido vivamente desde un
principio, y lo único que me contenía en el deseo de poseerte era el anhelo de conocer
tierras nuevas. Cuando tuve este sueño mi curiosidad se había aplacado ya un tanto;
por esto pudo más entonces la inclinación hacia ti.
—Contadnos aquel sueño tan extraño —dijo el chico.
—Una noche —empezó diciendo el padre— había salido yo a dar un paseo por
Roma. El cielo estaba despejado, y la Luna, con su luz pálida y misteriosa, bañaba las
viejas columnas y los muros. Mis compañeros seguían a las muchachas; a mí, la
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nostalgia y el amor me llevaron al campo libre. Al fin, empecé a tener sed, y entré en
la primera casa de campo que me pareció tener buen aspecto, para pedir un poco de
vino o de leche. Salió un anciano, que debió de tomarme por un visitante sospechoso.
Lo dije lo que quería, y en cuanto supo que era extranjero, y alemán, me hizo entrar
muy amablemente en su habitación, y me trajo una botella de vino. Me hizo sentar y
me preguntó cuál era mi oficio. La estancia estaba llena de libros y objetos antiguos.
Nos ensartamos en una larga conversación: me contó muchas cosas de tiempos
pasados, de pintores, de escultores y de poetas. Hasta entonces nunca había oído
hablar de estas cosas de aquel modo. Me pareció como si estuviera en otro mundo,
como si hubiera desembarcado en otro país. Me enseñó sellos grabados en piedra y
otros objetos artísticos antiguos; después, con viva emoción, me leyó hermosísimos
poemas, y de este modo se nos pasó el tiempo en un momento. Todavía ahora se me
alegra el corazón cuando pienso en aquel hervidero de mil extraños pensamientos y
sensaciones que llenaban mi espíritu aquella noche. Aquel hombre vivía en los
tiempos paganos como si fueran su propio tiempo; había que ver con qué ardor
anhelaba volver a aquel obscuro pasado. Por fin me enseñó una habitación en la que
podría pasar el resto de la noche, porque se había hecho demasiado tarde para volver
a Roma. Me dormí en seguida: me parecía que estaba en mi ciudad y que salía por
una de sus puertas. Era como si tuviera que ir a alguna parte a hacer algo, pero no
sabía adónde tenía que ir ni qué era lo que tenía que hacer. Me encaminé a las
montañas del Harz, a toda prisa: se me antojaba que iba a mi boda. No me detenía ni
un momento; iba campo traviesa por bosques y valles, y pronto llegué al pie de una
alta montaña. Cuando llegué a la cumbre divisé ante mí la Llanura Dorada[2]; desde
allí dominaba toda Turingia, ninguna montaña se interponía ante mi vista. Enfrente,
al otro lado, se erguía el Harz, con sus obscuras montañas; y veía multitud de
castillos, monasterios y aldeas. Estando en aquella dulce contemplación se me ocurrió
pensar en el anciano que me estaba hospedando aquella noche y me pareció que
llevaba ya mucho tiempo viviendo en su casa. Pronto descubrí una escalera que
penetraba en la montaña y descendí por ella. Al cabo de un buen rato llegué a una
gran cueva. Había allí un viejo, vestido con larga túnica, sentado ante una mesa de
hierro mirando fijamente a una doncella hermosísima que esculpida en mármol estaba
frente a él. Su barba había crecido por encima de la mesa de hierro y cubría sus pies.
Su aspecto era a la vez severo y amable, y me recordó una de las cabezas antiguas
que la noche anterior me había enseñado mi huésped[3]. Una luz resplandeciente
llenaba la cueva. Estando yo en este sueño, contemplando al anciano, sentí de repente
que mi huésped me daba unas palmadas en el hombro; me cogió de la mano y me
llevó a través de largos pasadizos. Al cabo de un rato vi a lo lejos una luz, como si el
Sol quisiera entrar en aquella galería. Corrí siguiendo aquella claridad y me encontré
en seguida en una verde llanura; pero todo me pareció muy distinto: aquello no era
Turingia. Inmensos árboles de hojas grandes y brillantes esparcían sombra por
doquier. El aire era muy cálido, no obstante su calor no era opresivo. Por todas partes
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había fuentes y flores, y entre todas las flores una que me gustaba especialmente; me
parecía como si las demás se inclinaran ante ella.
—¡Oh, padre!, decidme de qué color era —gritó el hijo, emocionado—. ¿No era
azul?
—Puede ser —prosiguió el padre, sin prestar atención a la extraña brusquedad de
Enrique—. Me acuerdo sólo que experimenté una sensación extraña y que estuve
largo tiempo sin acordarme de mi acompañante. Al fin, cuando me volví hacia él, me
di cuenta de que me estaba mirando atentamente y de que me sonreía con íntima
alegría. De qué modo salí de aquel lugar no sabría decirlo ahora. Estaba de nuevo en
la cumbre de la montaña. Mi acompañante estaba a mi lado y me decía:
«Has visto el milagro del mundo. De ti depende que seas el ser más feliz de la
Tierra y que, además, llegues a ser un hombre famoso. Fíjate bien en lo que voy a
decirte: si el día de San Juan, al atardecer, vuelves a este lugar y le pides a Dios de
todo corazón que te haga comprender este sueño, te será dada la mayor suerte de este
mundo; fíjate sólo en una florecilla azul que encontrarás aquí; arráncala y
encomiéndate humildemente al Cielo: él te guiará».
Después, siempre en sueños, me encontré entre maravillosas figuras y seres
humanos; tiempos infinitos, en múltiples transformaciones, pasaban revoloteando
ante mis ojos. Mi lengua se encontraba como libre de ataduras y todo lo que decía
sonaba como música. Después de esto todo se volvió de nuevo obscuro, angosto y
habitual; vi a tu madre que me miraba con ojos entre amables y avergonzados;
llevaba en sus brazos a un niño resplandeciente; iba a acercarme cuando de repente
este fue creciendo más y más, brillaba y lucía con creciente intensidad hasta que por
fin, con unas alas blancas y resplandecientes, se levantó por encima de nosotros nos
cogió en brazos y nos llevó volando tan arriba que veíamos la Tierra como una
escudilla de oro bellamente cincelada. Del resto del sueño me acuerdo sólo de una
cosa, que volvieron a aparecer la flor, la montaña y el anciano[4]. Pero en seguida me
desperté y me sentí movido por un gran amor. Me despedí de aquel huésped que me
había acogido con tanta amabilidad; él me pidió que volviera a visitarle; así se lo
prometí y así lo hubiera hecho de no haber salido tan pronto de Roma para irme a
toda prisa a Ausburgo.
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San Juan había pasado. Ya hacía tiempo que la madre de Enrique quería ir a
Ausburgo a casa de su padre: el abuelo todavía no conocía al nieto, a quien tanto
quería. Unos buenos amigos del viejo Ofterdingen, gente de negocios, necesitaban ir
a Ausburgo para sus cosas. He aquí, pues, que la madre decidió aprovechar esta
ocasión para realizar su deseo; tanto más porque de un tiempo a aquella parte notaba
que Enrique estaba más silencioso y ensimismado que nunca. Lo veía triste o, quizás,
enfermo; pensaba que un viaje largo, el ver gente y países nuevos, y —quién sabe…,
esto no lo decía ella a nadie— el encanto de una hermosa y joven paisana suya
podrían tal vez ahuyentar las sombras de la mente de su hijo; esperaba que un cambio
así podría devolver quizás a Enrique aquel carácter simpático y alegre que había
tenido siempre. Al padre le pareció bien el proyecto, y Enrique no cabía en sí de
contento: qué alegría poder ir a un país, que, por lo que desde hacía tiempo le venían
contando su madre y los viajeros, imaginaba como Paraíso en la Tierra; cuántas veces
había soñado con ir allí.
Enrique tenía entonces veinte años. Nunca había salido más allá de los
alrededores de su ciudad natal, y no conocía el mundo sino por lo que había oído
decir de él. Bien pocos libros habían caído en sus manos. En aquella ciudad,
residencia del Landgrave, se llevaba una vida sencilla y tranquila, según las
costumbres de aquella época. Incluso el esplendor mismo y las comodidades de la
vida de un príncipe de entonces apenas se pueden comparar con las que un hombre
acomodado de nuestros días, sin ser excesivamente derrochador, puede ofrecer a su
familia. Pero esto mismo hacía que el hombre pusiera más cariño y afecto a todos
aquellos enseres de que se rodeaba para satisfacer las más diversas necesidades de su
vida: les daba más importancia y los apreciaba más. Si el misterio de la Naturaleza y
el nacimiento de las cosas en el seno de ella atraía ya el espíritu de aquellos hombres,
llenos de presentimientos y adivinaciones, el extraño arte con que estos enseres
habían sido trabajados, la romántica lejanía de que venían, lo sagrado de su
antigüedad —porque, conservados cuidadosamente, pasaban de una a otra generación
— aumentaban el amor de los hombres hacia estos mudos compañeros de su
existencia. A menudo se les elevaba al rango de sagrados talismanes que guardaban
una bendición y un destino especiales, y de cuya posesión dependía a veces la
felicidad de reinos enteros y familias dispersas. Una dulce pobreza y una peculiar
sencillez, mezcla de severidad e inocencia, adornaba aquellos tiempos; y aquellas
pequeñas joyas, escasas pero repartidas con amor, brillaban, tanto más porque eran
pocas, en aquella penumbra y llenaban de maravillosas esperanzas el espíritu
pensativo de aquellos hombres. Si es cierto que sólo una sabia distribución de luces,
colores, y sombras es capaz de mostrarnos la escondida maravilla del mundo visible,
y parece darnos una visión nueva y más alta de todo, no hay duda de que esta hábil
distribución y esta sabia economía se encontraban por doquier en aquellos tiempos.
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Sin embargo, hoy en día la superior comodidad de que gozamos nos ofrece la imagen
uniforme y sin matices de un mundo habitual y cotidiano. En todas las transiciones,
como si fueran una especie de reinos intermedios, se diría que hay una fuerza
espiritual y superior que quiere salir a la luz; y del mismo modo como en el mundo en
que vivimos los parajes más ricos en tesoros subterráneos y celestes se encuentran
entre las grandes montañas, fragosas e inhóspitas, y las inmensas llanuras, asimismo
entre los ásperos tiempos de la barbarie y las edades ricas en arte, en ciencia, y en
bienestar se encuentra la época romántica, llena de sabiduría, una época que bajo un
sencillo ropaje encubre una figura excelsa[5]. ¿A quién no le ara gusta pasear a la hora
del crepúsculo, entre dos luces, cuando el día y la noche se encuentran y se rompen
en mil sombras y colores? Hundámonos, pues, en los años en que vivió Enrique,
cuando, pletórico de emoción, salía al encuentro de nuevos acontecimientos.
El muchacho se despidió de sus compañeros y de su maestro, el anciano y sabio
capellán de palacio, que conocía muy bien las grandes cualidades de su discípulo y
que, encomendándole al cielo en sus pensamientos, le dijo adiós con gran emoción.
La condesa era la madrina de Enrique; éste iba a verla a menudo a la Wartburg;
también de ella fue a despedirse el viajero. La noble dama tuvo amables palabras para
su protegido, le dio buenos consejos, le regaló una cadena de oro para el cuello y le
deseó buen viaje.
Enrique se separaba con tristeza de su padre y de su ciudad natal. Ahora es
cuando sabía lo que era separarse de lo que uno ama. Antes, cuando pensaba en el
viaje, no había imaginado lo que iba a ser este sentimiento de verse una arrancado por
primera vez del mundo que hasta entonces había sido suyo y de sentirse como
empujado hacia una orilla desconocida. Es inmensa la tristeza que se apodera de un
joven en esta primera experiencia de lo pasajero de las cosas de este mundo; antes de
llegar a este momento de la vida todo parece necesario, imprescindible, firmemente
enraizado en lo más profundo de nuestro ser, e inmutable como él. La primera
separación es el primer anuncio de la muerte: de su imagen ya no podrá olvidarse más
el hombre; luego, después de haber estado inquietándole largo tiempo, como una
visión nocturna, a medida que va menguando en él el gusto por las apariencias del día
y a medida que va creciendo el anhelo por un mundo más seguro y más estable, esta
primera impresión se va convirtiendo en un amable gula y en un amigo Consolador.
La proximidad de su madre confortaba mucho a Enrique. El mundo que dejaba no le
parecía aún perdido del todo: el muchacho la abrazaba con redoblada ternura.
Amanecía cuando los viajeros traspusieron la puerta de Eisenach, y aquella media
luz favorecía el estado en que se encontraba Enrique. Conforme se iba haciendo de
día el viajero iba viendo mejor las tierras, nuevas para él, que estaban atravesando; y
cuando al llegar a una altura divisó, iluminado por la luz del sol naciente, el paisaje
que abandonaba, el joven sintió que entre el turbio remolino de sus pensamientos
brotaban, desde lo más íntimo de su ser, antiguas melodías. Se sentía en el umbral de
aquellas tierras lejanas que tantas veces, inútilmente, había querido ver, desde las
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montañas cercanas y de las que él se había hecho un cuadro de extraños colores:
estaba a punto de sumergirse en aquel mar azul. Tenía ante él la Flor maravillosa.
Miraba hacia Turingia, .el país que estaban dejando atrás, con una extraña impresión:
le parecía como si, después de largos viajes por los países a los que ahora se dirigía,
volviera a su patria; como si su viaje fuera un viaje de regreso.
Sus compañeros, que iban al principio callados, lo mismo que él, como si a todos
les poseyeran sentimientos e impresiones semejantes, empezaron poco a poco a
despertarse y a amenizar el viaje con toda clase de comentarios y narraciones. La
madre de Enrique creyó que había que sacar a su hijo de las ensoñaciones en las que
le veía sumergido y empezó a contar cosas de su patria, de la casa de su padre y de la
alegre vida que se llevaba en Suabia. Los dos mercaderes asentían a todo lo que decía
la madre, ilustraban con detalles y ejemplos todas sus narraciones, alababan la
hospitalidad del viejo Schwaning y no se cansaban de ponderar las bellezas de las
paisanas de su compañera de viaje.
—Hacéis muy bien en llevar a vuestro hijo allí —decían—. Las costumbres de
vuestro país son más dulces y agradables. La gente sabe preocuparse por lo útil sin
menospreciar lo placentero. Cada cual busca el modo de satisfacer sus necesidades
con una limpia alegría y respetando a los demás. El mercader se encuentra a gusto en
Suabia; la gente le respeta. Las artes y los oficios prosperan y se ennoblecen allí; al
que no es perezoso le parece ligero se el trabajo: tantas y tan varias son las
comodidades que éste le procura; y aunque esta ocupación pueda ser monótona y
pesada, le asegura al hombre el goce de una gran variedad de frutos provenientes de
múltiples y agradables actividades. El dinero, el trabajo, y los productos del trabajo se
incrementan mutuamente, se expanden en seguida por el país y hacen florecer sus
pueblos y ciudades, y del mismo modo como las horas del día se emplean para el
trabajo, las de la noche se dedican sólo a los hermosos placeres de las artes y la
conversación. El espíritu del hombre busca descanso y variación, y en qué sitio puede
encontrarlos de un modo más noble y más bello que en el libre juego y en las obras
de una facultad tan elevada como es su espíritu de creador. En ninguna parte como en
Suabia puede uno oír cantos de tan atractiva belleza, contemplar lienzos de mayor
hermosura ni ver, en los salones de danza, movimientos más alados ni figuras más
bellas. En el aire natural y espontáneo de la gente y en la animación de las
conversaciones se advierte la proximidad de Italia. Vosotras, las mujeres, podéis dar
color a las reuniones, y, sin temor a lo que puedan decir, podéis, con vuestro encanto,
despertar una animada competición por atraer la atención de los hombres. La áspera
seriedad y la ruda grosería de éstos se convierten allí en una dulce vivacidad y en una
suave y moderada alegría, y el amor, bajo mil figuras, pasa a ser allí el genio que
dirige aquellas felices reuniones. Y todo ello, lejos de favorecer la corrupción de
costumbres y de principios, no parece sino fomentar el buen orden y la paz, como si
los malos espíritus huyeran de aquel ambiente de hermosura y encanto, porque no
hay duda de que en toda Alemania no podríamos encontrar muchachas más honestas
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y esposas más fieles que las de Suabia.
—Sí, muchacho, los aires claros y tibios del sur disiparán este ceño tímido y
taciturno; las alegres muchachas os harán más abierto y hablador. Ya vuestro nombre,
por desconocido allí, y vuestro estrecho parentesco con el viejo Schwaning, que es la
alegría de todas las reuniones, despertarán la curiosidad de las muchachas; no os van
a faltar hermosos ojos que se fijen en vos. Y a buen seguro que si seguís el consejo de
vuestro abuelo habréis de adornar nuestra ciudad trayéndonos una joya tan hermosa
como la mujer que nos trajo vuestro padre.
La madre de Enrique se sonrojó y agradeció con una amable sonrisa la hermosa
alabanza de la patria que hacían los mercaderes y la buena opinión que tenían de las
mujeres de Suabia; el muchacho, a pesar de su ensimismamiento, no había podido
dejar de escuchar Con gran atención y con íntima complacencia las descripciones que
sus compañeros de viaje hacían del país que le esperaba.
—Aunque no queráis seguir el oficio de vuestro padre —prosiguieron los
mercaderes— y prefiráis dedicaros, según nos han dicho, al estudio, no es preciso por
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ello que entréis en religión y renunciéis a los más bellos placeres de esta vida.
Bastante mal es ya que las ciencias y el consejo de los príncipes estén en manos de
una clase tan apartada de la vida común y con tan poca experiencia de las cosas como
son los clérigos. En la soledad en que viven, sin tomar parte en los negocios del
mundo, es forzoso que sus pensamientos adquieran un dejo de esterilidad y que no
puedan atender a las cosas de esta vida. Hombres sabios y prudentes también los
encontraréis en Suabia entre los laicos; podréis escoger la rama del saber humano que
más os plazca: no os han de faltar los mejores maestros y consejeros.
Enrique, que al oír esto se había acordado de su amigo el capellán de palacio, dijo
al cabo de un rato:
—Aunque yo, con toda mi inexperiencia de las cosas del mundo no os pueda
contradecir en lo que decís sobre la incapacidad de los clérigos para juzgar y dirigir
los asuntos terrenos, permitidme que os recuerde a nuestro excelente capellán de
palacio, que sin duda es un ejemplo de hombre sabio y de maestro cuyas enseñanzas
y consejos yo nunca podré olvidar.
—Respetamos de todo corazón a este hombre tan bueno —contestaron los
mercaderes—; sin embargo, sólo estamos de acuerdo en lo que decís sobre su
sabiduría, si por sabiduría entendéis aquel modo de comportarse en la vida que se
aviene con la voluntad de Dios. Si le consideráis tan prudente en las cosas del mundo
como versado y docto en las cosas que atañen a la salvación, permitidnos que
disintamos de vuestra opinión. Esto no quiere decir que por ello deje de ser este
religioso un hombre digno de la mayor alabanza: hasta tal punto está sumido en la
ciencia de las cosas sobrenaturales, que no puede preocuparse de ver y penetrar las
terrenas.
—Con todo —dijo Enrique—, ¿no os parece que aquella sabiduría superior es
precisamente la más adecuada para conducir de un modo sereno y desapasionado los
asuntos de los hombres?, ¿no os parece que aquella sencillez e ingenuidad, propias de
un niño, son capaces de encontrar el recto camino que conduce a través del laberinto
de las cosas de este mundo de un modo más seguro que aquella sabiduría cegada por
consideraciones de interés propio y desencaminada y cohibida por los muchos azares
y complicaciones de la vida? No sé, pero me parece como si hubiera dos caminos
para llegar a la ciencia de la historia humana: uno, penoso, interminable y lleno de
rodeos, el camino de la experiencia; y otro, que es casi un salto, el camino de la
contemplación interior. El que recorre el primero tiene que ir encontrando las cosas
unas dentro de otras en un cálculo largo y aburrido; el que recorre el segundo, en
cambio, tiene una visión directa de la naturaleza de todos los acontecimientos y de
todas las realidades, es capaz de observarlas en sus vivas y múltiples relaciones, y de
compararlas con los demás objetos como si fueran figuras pintadas en un cuadro.
Tenéis que perdonarme que os hable como un muchacho soñador: sólo la confianza
en vuestra bondad y la memoria de mi maestro, que desde hace tiempo me ha
enseñado este segundo camino, que es el suyo, me han podido hacer tan osado.
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—Hemos de reconocer —dijeron los buenos mercaderes— que no somos capaces
de seguir el hilo de vuestros pensamientos; sin embargo, nos place ver con qué afecto
os acordáis de vuestro excelente maestro y de qué modo se conoce que habéis
aprendido sus enseñanzas. Nos parece que tenéis dotes para ser poeta: habláis de un
modo tan fácil y suelto de todo lo que ocurre en vuestro espíritu…; nunca os falta la
expresión exacta ni la comparación adecuada. Por otra parte, se os ve inclinado a lo
maravilloso, que es el elemento de los poetas.
—No sé —dijo Enrique—; desde hace tiempo oigo hablar a menudo de poetas y
de trovadores, pero nunca he visto a ninguno. No puedo ni sospechar cómo debe ser
el extraño arte de estos hombres; sin embargo, anhelo siempre oír hablar de él. Me
parece como si tuviera que comprender mucho mejor lo que ahora no es para mí sino
un vago presentimiento. Sobre poesías he oído hablar mucho; sin embargo, nunca me
ha sido dado ver una; mi maestro no ha tenido nunca la oportunidad de adquirir
conocimientos sobre este arte. Nada de la que me ha dicho de él lo he podido
entender claramente. Sin embargo, él pensaba que era un arte noble al que yo me
entregaría del todo si alguna vez me era dado conocerlo. Decía que antiguamente
había sido un arte mucho más extendido, que todo el mundo había tenido un
conocimiento mayor o menor de él. Decía que había sido un arte emparentada con
otras artes excelsas que hoy en día no se conservan. Que el cantor era un hombre
distinguido de un modo especial por una gracia divina merced a la cual vivía en un
mundo invisible desde el que, como iluminado, predicaba sabiduría celestial a los
hombres bajo el ropaje de hermosas canciones.
A esto dijeron los mercaderes:
—En realidad, aunque muchas veces hemos oído con agrado los cantos de los
poetas, jamás nos hemos preocupado por desentrañar los secretos de su arte. Es muy
posible que la venida de un poeta al mundo tenga que ver con algún astro especial,
porque realmente hay algo de maravilloso en este arte. Las otras se distinguen muy
bien de ésta y se pueden comprender mucho mejor. Uno puede saber fácilmente lo
que son la pintura y la música, y con paciencia y constancia puede uno iniciarse sin
dificultad en estas artes: los sonidos están en las cuerdas, no hace falta más que
adquirir la habilidad necesaria para moverlas y sacar de ellas una bella melodía. En la
pintura la gran maestra es la Naturaleza: ella es la que le ofrece al hombre esta
infinidad de hermosas y extrañas figuras, ella es la que da a las cosas colores, luces y
sombras; una mano diestra, :o una mirada certera y un conocimiento del modo de
preparar y mezclar los colores son capaces de imitar perfectamente este gran
espectáculo. Y por esto es muy fácil también comprender el efecto que estas artes
producen en los hombres, el agrado que sus obras les proporcionan. El canto del
ruiseñor, el murmullo del viento, las luces, los colores y las formas nos placen porque
dan agradable ocupación a nuestros sentidos; y como la Naturaleza, que es la autora
de todas estas cosas, ha producido también nuestros sentidos y los ha conformado
según ella, la imitación artificial de la Naturaleza tiene que el agradar forzosamente a
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éstos. La Naturaleza misma quiere gozar del inmenso arte que en ella se encierra: por
esto se transforma en seres humanos; en ellos se alegra de su propia magnificencia,
separa lo placentero y dulce de las cosas y lo vuelve a crear de un modo tal que, bajo
las más variadas formas, puede disfrutar de ello en todo tiempo y lugar. En cambio,
en la poesía no hay nada externo sobre lo que podamos apoyarnos cuando queremos
saber lo que es. No es un arte que cree nada con las manos o por medio de
instrumentos. La vista y el oído no perciben nada de ella, porque la acción propia de
este misterioso arte no es el hacernos oír el sonido de las palabras. En la poesía todo
es interior: así como los otros artistas llenan nuestros sentidos exteriores con
sensaciones agradables, el poeta llena el santuario interior de nuestro espíritu con
pensamientos nuevos, maravillosos y placenteros. Cuando un poeta canta estamos en
sus manos: él es el que sabe despertar en nosotros aquellas fuerzas secretas; sus
palabras nos descubren un mundo maravilloso que antes no conocíamos. Tiempos
pasados y futuros, figuras humanas sin número, regiones maravillosas y sucesos
extraordinarios surgen ante nosotros, como saliendo de profundas cavernas, y nos
arrancan de lo presente y conocido. Oímos palabras nuevas y no obstante sabemos lo
que quieren decir. La voz del poeta tiene un poder mágico: hasta las palabras más
usuales adquieren en sus labios un sonido especial y son capaces de arrebatar y
fascinar al que las oye.
—Con lo que me estáis diciendo —dijo Enrique— mi curiosidad se convierte en
ardiente impaciencia. Por favor, contadme cosas de todos los trovadores que
conozcáis. Nunca me cansaré de oír hablar de estos extraordinarios hombres. De
repente me parece como si en mi más tierna infancia hubiera oído hablar de ellos en
alguna parte, pero no puedo acordarme absolutamente de nada. Pero todo lo que me
decís me resulta tan claro, tan conocido, vuestras hermosas explicaciones me causan
un placer tan grande…
—A nosotros mismos —prosiguieron los mercaderes— nos gusta recordar los
buenos ratos, que no son pocos, que hemos pasado en Italia, en Francia y en Suabia
en compañía de trovadores. Nos alegra el vivo interés que manifestáis por todo lo que
venimos hablando. Cuando se va de viaje por las montañas, como ahora, la
conversación resulta doblemente agradable y el tiempo pasa volando. Quizás os
deleitaría oír contar algunas de las bellas historias de poetas que hemos oído contar
en nuestros viajes. De los cantos que hemos oído poco podemos deciros porque el
placer y la embriaguez del momento nos impidieron conservarlos en la memoria; por
otra parte, el trajín de nuestro oficio ha borrado de nuestras mentes muchos
recuerdos. Antiguamente toda la Naturaleza debió de estar más llena de vida y de
sentido que ahora. Fuerzas que hoy en día los animales apenas parecen advertir y que
sólo el hombre es capaz de sentir y gozar, movían entonces cuerpos sin vida; y así era
posible que hubiera hombres hábiles que, por sí solos, realizaran hazañas y
provocaran fenómenos que actualmente se nos antojan totalmente inimaginables y
fabulosos[6]. De este modo, según nos cuentan viajeros que todavía han oído estas
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leyendas de boca de la gente del pueblo, en tiempos muy remotos, en las tierras que
ocupa ahora el imperio griego, debió de haber poetas, que, con el extraño son de
maravillosos instrumentos, despertaban la secreta vida de los bosques y los espíritus
que se escondían en las ramas de los árboles; hacían revivir las simientes y convertían
regiones yermas y desérticas en frondosos jardines; domesticaban animales feroces y
educaban a hombres salvajes, despertando en ellos amables instintos y artes de paz,
convertían ríos impetuosos en tranquilas corrientes, y hasta llegaban a arrancar a las
piedras de su inmovilidad para hacerlas mover al ritmo de sus cantos. Estos hombres
debieron de ser al mismo tiempo oráculos y sacerdotes, legisladores y médicos,
porque su arte mágico era capaz de penetrar la más profunda esencia de la realidad;
conocían los secretos del futuro, las proporciones y la estructura natural de todas las
cosas, y hasta las fuerzas interiores y las virtudes curativas de los números, de las
plantas y de todas las criaturas. A partir de entonces la Naturaleza, que hasta aquel
momento había sido una selva en la que reinaba la confusión y la discordia, se llenó
de múltiples y variados sonidos y de extrañas simpatías y proporciones. Y lo raro es
que a pesar de que nos han quedado estas hermosas huellas que nos recuerdan la
presencia en el mundo de aquellos hombres bienhechores, su arte o su delicada
sensibilidad ante la Naturaleza se hayan perdido. En aquel tiempo ocurrió, entre otras
cosas, que uno de aquellos extraños poetas, o mejor diríamos músicos —porque
podría ser que la música y la poesía fueran una misma cosa, o tal vez dos cosas que se
necesitan mutuamente como la boca y el oído, pues la boca no es más que un oído
que se mueve y que contesta—, ocurrió, digo, que aquél músico[7] guiso ir por mar a
una tierra extranjera. Poseía gran cantidad de hermosas joyas y objetos de valor que
le habían regalado como prueba de agradecimiento. Pero el brillo y la belleza de estos
tesoros no tardaron en tentar la codicia de los marineros; hasta tal punto que se
pusieron de acuerdo para apoderarse de ellos, repartírselos entre todos y arrojar al
poeta al mar. Así que cuando estuvieron en alta mar se lanzaron sobre él y le dijeron
que tenía que morir, que habían decidido arrojarle al agua. Él les suplicó una y otra
vez que no le mataran, les dijo que les ofrecía todos sus tesoros como rescate y les
auguró una gran desgracia si intentaban llevar a cabo su proyecto. Pero ni una cosa ni
otra les hacía desistir de su plan, porque temían que, dejándolo con vida, algún día
podría revelar su crimen. Viendo que los marineros estaban resueltos a llevar adelante
su propósito les pidió que por lo menos antes de morir le permitieran cantar su último
cantó, y que luego él mismo, con su sencillo instrumento de madera, se arrojaría al
mar delante de todos. Los marineros sabían muy bien que si llegaban a oír su canto
mágico no serían capaces de matarlo, porque su corazón se ablandaría y se sentirían
presos de remordimiento. Por esto decidieron otorgarle esta última gracia, pero
resolvieron taparse los oídos mientras cantara; de este modo no oirían su voz y
podrían persistir en su empeño. Y así ocurrió. El cantor entonó un canto bellísimo,
infinitamente conmovedor. Todo el barco resonaba, resonaban también las olas; el Sol
y las estrellas aparecieron juntos en el cielo, de las verdes aguas salían multitud de
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peces y monstruos marinos que danzaban al compás de aquella música. Sólo los
marineros permanecían hostiles a aquella maravilla: con los oídos tapados esperaban
impacientes el final del canto. El canto terminó. El poeta, con frente levantada y
serena, y llevando en sus brazos el mágico instrumento, saltó al obscuro abismo.
Apenas había tocado las resplandecientes ondas cuando un monstruo marino,
agradecido por su música, cargó sobre su lomo al sorprendido cantor y se lo llevó
nadando. Al poco rato había alcanzado ya la orilla a la que el poeta quería ir y la dejó
suavemente entre los juncos de la playa. El poeta se despidió de su salvador
cantándole una alegre canción y se marchó de allí agradecido. Al cabo de un tiempo,
paseando solo por la orilla del mar, se quejaba con dulces acentos de la pérdida de
aquellas joyas que él quería tanto porque eran para él recuerdos de horas felices y
muestras de amor y gratitud. Todavía no había terminado su canción cuando, de
repente, oyó un murmullo en el agua: su antiguo amigo se acercaba nadando; el
monstruo abrió sus fauces y dejó caer sobre la arena los tesoros que los marineros le
habían robado. Éstos, después que el poeta se hubo arrojado al mar, empezaron en
seguida a repartirse el botín. Este reparto originó una pelea que terminó en una lucha
a muerte en la que perecieron la mayoría de ellos; los pocos que quedaron no
pudieron hacerse con el barco, que se estrelló contra la costa y se hundió. Sólo
después de muchas penalidades lograron salir con vida, llegando a Tierra con los
vestidos hechos jirones y con las manos vacías. Así es como, con la ayuda del
agradecido animal, que buscó los tesoros por el mar, pudieron llegar éstos a manos de
su antiguo dueño.
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Después de una breve pausa, los mercaderes prosiguieron:
—Sabemos otra historia que, aunque es reciente y sin duda no relata hechos tan
maravillosos como los que acabáis de oír, con todo es posible que os guste y que os
haga conocer un poco más los efectos de este extraordinario arte. Había una vez un
rey que vivía en un espléndido palacio y estaba rodeado de una corte fastuosa. De
todas las partes del mundo acudían multitud de hombres y mujeres que querían
participar de la magnificencia y esplendor de aquella vida. En las fiestas, que allí eran
diarias, no faltaba nunca la más gran profusión de exquisitos manjares, la más bella
música, los trajes y adornos más lujosos ni los más variados espectáculos y
diversiones; para acabar de hacer agradable la vida en aquel palacio hay que decir
que reinaba en él una sabia ordenación de todas las cosas: varones prudentes,
complacientes y eruditos entretenían a la gente y daban alma y vida a las
conversaciones, y apuestos galanes y hermosas doncellas eran la verdadera alma de
aquellas encantadoras veladas. El anciano rey, que por otra parte era un hombre grave
y severo, tenía dos debilidades que eran el verdadero motivo de aquella vida
espléndida y a las que se debía todo cuanto se hacía en el palacio. Una de ellas era su
hija, a la que amaba con indecible ternura por ser un vivo recuerdo de su esposa,
muerta en plena juventud, y por ser una muchacha de inefable belleza y encanto. Por
ella, por traerle el cielo a la Tierra, el padre hubiera ofrecido todos los tesoros de la
Naturaleza y todo el poder del espíritu humano. La otra era su auténtica pasión por la
poesía y por los poetas. Desde su juventud había leído con íntimo deleite las obras de
éstos; había dedicado mucho tiempo y mucho dinero en coleccionar poesías de todas
las lenguas, y desde siempre había preferido a cualquier otra la compañía de los
trovadores. De todos los confines de la Tierra los mandaba venir a su corte y los
colmaba de honores. Nunca se cansaba de escuchar sus cantos, y era frecuente que
por un canto nuevo de los que a él le arrebataban llegara a olvidar los asuntos más
importantes, llegara a olvidarse incluso de comer y de beber. Su hija había crecido
entre estas canciones y toda su alma se había convertido en una tierna melodía, en
una sencilla expresión de melancolía y nostalgia. La benéfica influencia de aquellos
poetas tan protegidos y honrados por el anciano monarca se hacía notar en todo el
país, pero de un modo especial en la corte. Allí se saboreaba la vida a pequeños
sorbos, como una bebida exquisita, y con un placer y una seguridad tanto más puros
cuanto que todas las malas pasiones y los instintos hostiles eran conjurados como
disonancias de la armonía que señoreaba en todos los espíritus. La paz del alma y la
beatitud de la contemplación interior de un mundo feliz creado por el hombre eran el
tesoro de aquella época maravillosa; y la discordia aparecía sólo en las viejas
leyendas de los poetas como una antigua enemiga del hombre. Parecía como si los
espíritus del canto no hubieran podido dar a su protector una mejor prueba de su amor
era y de su agradecimiento que aquella hija, que poseía todas las gracias que la más
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dulce fantasía pueda juntar en la delicada figura de una doncella. Cuando en aquellas
hermosas veladas, rodeada de un bello cortejo y vestida con una resplandeciente
túnica blanca, se la veía escuchar con profunda atención las justas poéticas de los
enardecidos trovadores, y cómo, ruborizada, colocaba una fragante corona sobre los
rizados cabellos del afortunado vencedor, pensaban todos que estaban ante el alma
misma de aquel maravilloso arte, ante el espíritu que suscitaba aquellos versos
mágicos, y dejaban de admirar los arrobamientos y las melodías de los poetas.
Sin embargo, sobre aquel Paraíso en la Tierra parecía flotar un misterioso destino.
La única preocupación de los habitantes de aquellas regiones eran las nupcias de
aquella princesa en flor: de ellas dependía la suerte de todo el reino y la continuidad
de aquellos felices tiempos. El rey estaba cada día más viejo. Él mismo parecía muy
preocupado por el matrimonio de su hija; sin embargo, no se veía por el momento
ninguna posibilidad que pudiera satisfacer los deseos de todos. El sagrado respeto que
infundía la casa del rey impedía que ninguno de los súbditos se atreviera siquiera a
pensar en la posibilidad de poseer algún día a la princesa. Todo el mundo la veía
como un ser sobrenatural, y los príncipes de otros países que en aquella corte habían
manifestado deseos de casarse con la hija del rey parecían estar tan por debajo de ella
que a nadie se le ocurría imaginar que la princesa o el rey pudieran fijarse en ellos. El
sentimiento de distancia que se tenía en aquella corte había ido apartando a todos los
pretendientes, y la fama del gran orgullo de aquella familia real, que se había
extendido por todos los reinos, parecía cohibir a los otros, temerosos como estaban de
no ir más que a buscar una humillación. Y totalmente infundada no era esta fama. El
rey, a pesar de toda su bondad y dulzura, estaba, sin casi él notarlo, poseído de un
sentimiento de superioridad tan grande que no podía concebir la idea de casar a su
hija con un hombre de inferior condición o de cuna menos noble; el simple
pensamiento de esta posibilidad se le hacía insoportable. El gran valor de aquella
doncella, sus cualidades excepcionales no habían hecho más que afianzar este
sentimiento en el anciano monarca. Procedía de una antigua estirpe real de Oriente.
Su esposa había sido la última rama de la descendencia del famoso héroe Rustan[8].
En sus cantos, los poetas le habían hablado siempre de su parentesco con aquellos
seres sobrehumanos que un día habían sido señores del mundo; y en el mágico espejo
de la poesía, la distancia entre su estirpe y la de los otros hombres, la majestad y
esplendor de su ascendencia brillaban con tal intensidad que le parecía que la noble
casta de los poetas era el único vínculo que le unía con el resto de la humanidad.
Inútilmente buscaba un segundo Rustan; al mismo tiempo veía que el corazón en flor
de su hija, el estado de su reino y su avanzada edad hacían desear, en todos los
aspectos, el matrimonio de la doncella.
No muy lejos de la corte, en una hacienda apartada, vivía un anciano cuya sola
ocupación era la educación de su único hijo; aparte de esto daba consejos a los
campesinos que se encontraban en casos graves de enfermedad. Su hijo era un
muchacho de talante serio que vivía entregado totalmente al estudio de la Naturaleza,
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ciencia en la que su padre le había instruido desde la infancia. Hacía ya varios años
que el anciano había llegado desde lejanas tierras a aquel país pacífico y próspero, y
no anhelaba otra cosa que gozar de la dulce paz y del sosiego que el monarca
infundía en todo su reino. Aprovechaba aquella situación para estudiar las fuerzas
secretas de la Naturaleza y transmitir a su hijo aquellos apasionantes conocimientos;
éste revelaba una gran disposición para estos estudios, y parecía que la Naturaleza
manifestara una especial predisposición para confiar sus enigmas a un espíritu tan
profundo como el suyo. El aspecto exterior del muchacho no llamaba la atención en
nada: sólo el que tuviera un sentido especial para descubrir la secreta condición de su
noble espíritu y la desusada claridad de su mirada habría sido capaz de ver en él algo
especial. Cuanto más se le miraba mayor atracción se sentía por él, y nadie podía
separarse de su lado cuando escuchaba su voz penetrante y dulce y su discurso fácil y
atrayente.
Los jardines de la princesa llegaban hasta el bosque que ocultaba la vista del
pequeño valle en el que se encontraba la hacienda del viejo. Un día, la princesa se
había ido a pasear a caballo por el bosque; iba sola: de este modo podía, con mayor
tranquilidad, ir siguiendo el hilo de sus fantasías e ir repitiendo algunos de los cantos
que le habían gustado. El frescor de aquel profundo bosque hacía que se fuera
adentrando más y más en sus sombras; de este modo llegó a la hacienda en la que
vivían el anciano y su hijo. Tenía sed; bajó del caballo, lo ató a un árbol, y entró en la
casa a pedir un poco de leche. El muchacho, que se encontraba en aquel momento
allí, casi se asustó al ver ante sus ojos la imagen encantadora de una mujer
majestuosa, adornada con todos los encantos imaginables de juventud y belleza, y
divinizada, casi, por la transparencia indefiniblemente atractiva de un alma pura,
inocente, y noble. El muchacho se apresuró a satisfacer aquella súplica, que en la voz
de la doncella había sonado como un canto celeste; mientras tanto, con un gesto
modesto y respetuoso, el anciano se acercó a la muchacha y la invitó a sentarse junto
a una sencilla lumbre que estaba en el centro de la casa y en la que ardía, silenciosa y
juguetona, una leve llama azul. Con sólo entrar, la doncella se sintió sorprendida por
las mil cosas curiosas que adornaban la estancia, por el orden y la pulcritud del
conjunto, y por un cierto aire como religiosos que impregnaba toda la pieza; la
sencillez en el vestir de aquel venerable anciano y el discreto continente de su hijo
corroboraron esta primera impresión. El padre la tomó en seguida por una persona de
la corte, por la riqueza de sus vestiduras y por la nobleza de su porte.
Mientras el hijo había ido por la leche, la princesa preguntó sobre algunas de las
cosas que le habían llamado la atención, especialmente por unos cuadros antiguos y
curiosos que estaban junto al hogar al lado de la silla que le había ofrecido el anciano;
éste se los enseñó con gran amabilidad y con explicaciones que atraían vivamente la
atención de la doncella.
El joven volvió pronto con una jarra de leche fresca y se la ofreció a la muchacha
con un gesto a la vez sencillo y respetuoso.
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Después de haber tenido una agradable conversación con los dos, la princesa, con
la misma expresión de dulzura con que se había presentado a ellos, les dio las gracias
por su amable hospitalidad y, ruborizada, les pidió que la dejaran volver, porque
quería gozar de nuevo de aquellas explicaciones que tantas cosas interesantes le
decían sobre las cosas admirables que se encontraban en aquella casa; y subiendo al
caballo se marchó sin haber dicho quién era, porque se dio cuenta de que ni el padre
ni el hijo habían ante advertido que era la hija del rey. A pesar de que la capital estaba
tan cerca, tanto el padre como el hijo habían procurado evitar siempre el tumulto de
la gente, sumidos como vivían en sus estudios, y el muchacho nunca había sentido
deseos de tomar parte en las fiestas de la corte: no se separaba nunca de su padre más
que una hora al día, como máximo, para pasearse por el bosque, buscando mariposas,
insectos, y plantas, a veces, y escuchando la tranquila voz de la Naturaleza a través de
sus múltiples y varios encantos externos.
El sencillo acontecimiento de aquel día había dejado huella en el alma de los tres.
El anciano se había dado cuenta enseguida de la profunda impresión que la
desconocida había causado en su hijo, y lo conocía lo bastante para saber que una
impresión como aquella había de durar en él toda su vida. Sus pocos años y la
naturaleza de su corazón habían de convertir en inclinación invencible una primera
impresión como la que había tenido aquel día[9]. Ya hacía tiempo que el anciano
esperaba esto. La extremada gentileza y bondad de aquella aparición le infundían, sin
él mismo darse cuenta, una íntima simpatía por aquel naciente amor, y su espíritu,
confiado, alejaba de él toda preocupación por las consecuencias que pudiera tener
aquel gran encuentro fortuito.
La princesa, cabalgando hacia palacio, sentía algo que no había sentido nunca: se
abría ante ella un mundo nuevo; una sensación única, como de claroscuro,
maravillosamente móvil y vivaz, le impedía pensar propiamente en nada. Un velo
mágico envolvía, con amplios pliegues, su conciencia, hasta entonces tan clara; le
parecía que si este velo se levantara iba a encontrarse en un mundo sobrenatural. El
recuerdo de la poesía, el arte que hasta aquel momento había ocupado toda su alma,
se había convertido en un canto lejano que enlazaba su pasado con el extraño y dulce
sueño de ahora.
Cuando llegó a palacio se sintió como asustada, casi, ante la magnificencia de
aquella corte y el esplendor y brillantez de la vida que en ella se llevaba, pero más
que nada la asustó también la bienvenida que le dio su padre: por primera vez en su
vida el rostro del monarca infundía en ella un respeto mezclado de temor. Le parecía
absolutamente necesario no decir ni una sola palabra sobre su aventura. Todo el
mundo estaba demasiado acostumbrado a su seriedad soñadora, a su mirada perdida
en fantasías y profundas meditaciones para notar en ella nada extraordinario. Ya no se
encontraba en aquel dulce estado de espíritu en que se encontraba antes: todos los que
la rodeaban le parecían desconocidos; una extraña angustia la estuvo acompañando
todo el día, hasta que por la noche la alegre canción de un poeta que exaltaba la
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esperanza y cantaba los milagros de la fe en el cumplimiento de nuestros deseos la
llenó de un dulce consuelo y la meció en el más agradable de los sueños.
El muchacho, por su parte, en cuanto se hubo despedido de ella, se adentró
enseguida en el bosque; escondido en los matorrales que rodeaban el camino, había
seguido a la princesa hasta la puerta del jardín de palacio; luego volvió a casa por el
mismo camino que había recorrido la doncella. De repente vio a sus pies una cosa
que brillaba vivamente. Se inclinó acogerla: era una piedra de color rojo obscuro que
por un lado lanzaba fuertes destellos y por el otro tenía grabadas unas cifras
ininteligibles. El muchacho la miró: era una gema de gran precio que le pareció haber
visto en la parte central del collar que llevaba la desconocida. Como si tuviera alas en
los pies, y como si la doncella estuviera todavía en su casa, el muchacho corrió a toda
prisa a enseñar la piedra a su padre. Los dos acordaron que a la mañana siguiente el
joven volvería al camino en el que había encontrado la piedra y esperaría a ver si
alguien iba en busca de ella; si no, la guardarían hasta la próxima visita de la
desconocida para devolvérsela a ella directamente.
El muchacho estuvo casi toda la noche contemplando la gema; al amanecer sintió
deseos irreprimibles de escribir algunas palabras en la hoja en la que iba a envolver la
piedra. El mismo no sabía exactamente qué querían decir aquellas palabras que
escribió:
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decidió salir de buena mañana a buscar la piedra, y esta idea la puso tan contenta que
casi parecía que se alegraba de la pérdida de aquella joya: así tenía ocasión de volver
a recorrer aquel camino.
Con la primera luz del día, atravesó la princesa el jardín de palacio y se dirigió al
bosque; como andaba más deprisa de lo acostumbrado, encontró muy natural que su
corazón latiera fuertemente y que sintiera una opresión en el pecho. Empezaba el Sol
a dorar las copas de los viejos árboles, que se agitaban con un suave murmullo como
si quisieran despertarse unos a otros de sus sueños nocturnos para saludar todos
juntos al gran astro, cuando la princesa, sorprendida por un ruido lejano, levantó la
vista y vio cómo el muchacho, que en aquel momento la había visto también a ella,
corría a su encuentro.
Como clavado en el suelo, permaneció quieto unos momentos mirando fijamente
a la doncella; parecía que quisiera convencerse de que era realmente ella a quien tenía
ante sus ojos y no a una visión ilusoria. El muchacho y la doncella se saludaron con
una expresión contenida de alegría como si hiciera ya tiempo que se conocieran y se
amaran. Antes de que la princesa pudiera explicarle el motivo de su paseo matinal, el
joven, ruboroso y palpitante de emoción, le entregó la piedra envuelta en el papel que
contenía los versos escritos la noche anterior. Parecía como si la princesa adivinara ya
lo que éstos decían. La doncella tomó el envoltorio con mano temblorosa y, como sin
darse cuenta, casi, premió el feliz hallazgo del muchacho colgándole una cadena de
oro que llevaba ella en el cuello. Turbado y confuso se arrodilló él a sus pies, y
cuando la princesa le preguntó por su padre el muchacho estuvo unos instantes sin
poder articular una sola palabra. Ella, bajando la vista, le dijo a media voz que
volvería pronto a su casa, que tenía grandes deseos de aprovechar el ofrecimiento que
le había hecho su padre de enseñarle todas aquellas cosas que había visto en su
primera visita.
La princesa volvió a dar las gracias al muchacho, con de extremada efusión, y sin
volver la vista se encaminó lentamente al palacio. El muchacho no pudo proferir
palabra alguna. Hizo una profunda inclinación de cabeza y fue siguiendo a la
doncella con la vista durante un buen tiempo, hasta que desapareció entre los árboles.
Pocos días después la princesa fue por segunda vez a casa del anciano, y a esta
visita siguieron otras. El muchacho acabó acompañándola en todos estos paseos. A
una hora convenida la recogía en la puerta del jardín, y luego la volvía a acompañar a
palacio. A pesar de la gran confianza que ella iba teniendo hacia su compañero, hasta
el punto de que ninguno de los pensamientos de su alma celestial permanecían
ocultos al joven, la doncella guardaba un silencio impenetrable sobre su condición de
hija del rey.
Parecía como si su elevada cuna le infundiera a ella misma un secreto temor. Por
su parte el muchacho le entregaba también toda su alma. Padre e hijo la tomaban por
una doncella noble de la Corte. Ella profesaba al anciano el cariño de una hija. Las
caricias que le hacía eran como dulces presagios de la ternura que sentiría hacia su
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hijo. No tardó en convertirse en un miembro más de aquella maravillosa casa; con
voz celestial y acompañándose de un laúd, cantaba dulces canciones al anciano y a su
hijo; éste, sentado a los pies de la muchacha, escuchaba lo que le decía ésta sobre el
dulce arte de la poesía; ella, a su vez, oía de los ardorosos labios del muchacho la
clave de los misterios que la Naturaleza expande por doquier. Le enseñaba de qué
modo el mundo había surgido por las extrañas simpatías que existían entre los
elementos, y cómo los astros se habían dispuesto en melodiosos corros. Y toda la
historia de la formación del mundo aparecía en el espíritu de ella a través de aquellas
sagradas explicaciones. La doncella se quedaba como extasiada cuando su alumno, en
los momentos de mayor inspiración, cogía a su vez el laúd y con un arte increíble
prorrumpía en los más bellos cantos.
Un día, acompañándola al palacio, el muchacho sintió que una fuerza especial se
apoderaba de él y le infundía una desacostumbrada osadía; también la habitual
reserva y discreción de la doncella se sintieron aquel día desbordados por un amor
más fuerte que de costumbre: así fue como, sin saber ellos mismos de qué modo,
cayeron uno en brazos del otro, y un ardiente beso de amor, el primero, fundió para
siempre aquellos dos seres en uno.
De repente el cielo se obscureció y un viento huracanado empezó a rugir en las
copas de los árboles. Espesos nubarrones corrían en dirección hacia ellos trayendo la
obscuridad de la noche: una gran tormenta se cernía sobre ellos. El muchacho se
afanaba por poner a la doncella a salvo de aquella terrible tempestad y del peligro de
que los árboles que arrancaba pudieran herirla; pero la gran obscuridad y el miedo de
que pudiera ocurrirle algo a su amada hicieron que no acertara a encontrar el camino
y fuera adentrándose cada vez más en el bosque. Su miedo iba creciendo conforme se
iba dando cuenta de su error. La princesa pensaba en la angustia del rey y de la gente
de palacio. A veces, como una espada, un terror indescriptible atravesaba su corazón;
sólo la voz de su amado, que no cesaba de consolarla, lograba devolverle el ánimo y
la confianza, y aliviar la opresión de su pecho. La tempestad seguía rugiendo; todos
los esfuerzos por encontrar el camino eran inútiles, y los dos enamorados se sintieron
felices al descubrir, a la luz de un rayo, una cueva que, no lejos de ellos, se abría en la
escarpada pendiente de una colina cubierta de bosque; allí esperaban encontrar un
refugio seguro contra los peligros de la tempestad y un lugar de reposo para sus
exhaustas fuerzas. La suerte les fue propicia. La cueva estaba seca y cubierta de
limpio musgo. El muchacho encendió enseguida un fuego con musgo y pequeñas
ramas secas, junto al cual pudieron secarse. Los dos enamorados se encontraban así
solos, uno junto a otro, en un deleitoso apartamiento del mundo, a salvo de peligro,
en un lugar tibio y confortable.
En el fondo de la cueva colgaba un matojo de almendro silvestre cargado de fruto,
y no lejos de él encontraron un hilillo de agua fresca para calmar su sed. El muchacho
llevaba el laúd, y este instrumento les deparó un esparcimiento alegre y sosegado
junto al crepitar del fuego. Una fuerza superior parecía querer soltar rápidamente todo
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nudo dejando que los amantes se abandonaran a la romántica situación a la que el
azar les había llevado. La inocencia de sus corazones, el estado de especial
encantamiento en que se encontraban sus almas y la irresistible fuerza de la dulce
pasión juvenil que les unía, les hizo olvidar pronto el mundo y sus relaciones, y,
mecidos por el canto nupcial de la tempestad y bajo las antorchas festivas de los
rayos, les sumió en la más dulce embriaguez que haya podido gozar jamás ninguna
pareja mortal.
El alborear de una mañana azul y luminosa fue para ellos como el despertar en un
mundo nuevo y feliz. Sin embargo, un torrente de ardientes lágrimas que brotaron de
los ojos de la princesa le revelaron al muchacho las mil cuitas que se despertaban
también en el corazón de ella. Aquella noche había representado para él como una
serie de años: de mozo se había convertido en hombre. Con gran exaltación
consolaba a su amada recordándole lo sagrado del verdadero amor, la gran fe que
infundía en los corazones de los hombres, y pidiéndole que tuviera confianza en el
espíritu que protegía su corazón y esperara de él el más sereno porvenir. La princesa
sintió la verdad de las palabras de consuelo del muchacho y le confesó que era la hija
del rey y le dijo que lo único que le infundía temor era el orgullo de su padre y la
aflicción que habría de causarle aquel amor. Después de meditarlo larga y
profundamente convinieron en lo que había de hacer, y el muchacho se puso
inmediatamente en camino para ir a encontrar a su padre y explicarle sus planes.
Prometiendo a la princesa volver muy pronto con ella, la dejó sosegada y en medio de
dulces pensamientos sobre lo que iba a suceder después de los acontecimientos de
aquel día.
El muchacho no tardó en llegar a casa de su padre; el anciano se alegró de verle
llegar sano y salvo, escuchó el relato de lo que había sucedido aquel día y de lo que
los dos enamorados pensaban hacer, y, después de meditarlo unos momentos, le dijo
que estaba dispuesto a ayudarle. Su casa estaba en un lugar bastante escondido y tenía
algunas habitaciones subterráneas en las que podía ocultarse fácilmente una persona.
Allí viviría la princesa. Así que al anochecer fueron a buscarla. El anciano la acogió
con gran emoción. Luego, una vez se encontró sola en aquel refugio, la joven solía
llorar siempre que se acordaba de su padre y de la tristeza que el viejo rey sentiría por
la ausencia de su hija; sin embargo, a su amado le ocultaba este dolor; sólo hablaba
de ello con el anciano, el cual la consolaba amorosamente, diciéndole que pronto
volvería con su padre.
Entre tanto, en palacio hubo una gran consternación cuando por la noche notaron
la falta de la princesa. El rey estaba fuera de sí, y mandó gente a buscarla por todas
partes. Nadie supo dar razón de su desaparición. A nadie se le ocurría que una
aventura amorosa pudiera ser la causa de aquella ausencia; nadie pensaba tampoco en
un posible rapto, tanto más cuanto que en la corte no faltaba más que ella. No había
lugar a la más leve sospecha. Los mensajeros mandados por el rey volvieron con las
manos vacías, y el monarca cayó en una profunda tristeza.
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Sólo cuando al atardecer comparecían ante él los trovadores con algunas de sus
bellas canciones, en el rostro del anciano parecía dibujarse levemente la alegría de
antes: le parecía ver cerca de él a su hija, y con aquellos cantos cobraba la esperanza
de volver a verla pronto. Pero cuando de nuevo se encontraba solo se le partía otra
vez el corazón de pena y lloraba con grandes sollozos.
«¿De qué me sirve —pensaba para sí— toda la magnificencia de mi corte y toda
la gloria de mi estirpe si ahora soy más desdichado que ningún otro hombre? Nada
puede suplir la falta de mi hija. Sin ella hasta los cantos de los trovadores no son más
que palabras vacías y vanos artificios. Ella era el milagro que daba a estos cantos vida
y alegría, forma y poder. ¡Quién pudiera ser el más humilde de mis siervos! Entonces
tendría todavía a mi hija, y a lo mejor también un yerno, y nietos sentados sobre mis
rodillas: entonces sí sería rey, no ahora. No son la corona y el imperio lo que hacen a
un hombre rey. Es aquel sentimiento, total y desbordante, de felicidad y paz, de
satisfacción por los bienes que la Tierra nos da, de ausencia de ambición. Esto es un
castigo por mi soberbia. No tuve bastante con la pérdida de mi mujer. Y heme aquí
ahora sumido en una miseria sin límites».
Así se quejaba el rey en sus momentos de más ardiente nostalgia. A veces le salía
de nuevo su antigua severidad y su orgullo. Encolerizado ante sus propias quejas,
quería sufrir y callar como un rey; creía que su dolor era mayor que el de cualquier
otro, y que era cosa que correspondía a un rey el sufrir más que nadie. Pero luego, al
anochecer, cuando entraba en las habitaciones de su hija y veía sus vestidos colgados,
y todas sus pequeñas cosas colocadas sobre las mesas, como si la doncella acabara de
salir de allí, olvidaba todos sus propósitos, perdía su continente real y llamaba a sus
más humildes criados y les pedía que se compadecieran de él, y toda la ciudad, todo
el reino lloraban y gemían de todo corazón con el monarca.
Y ocurrió, curiosamente, que por todo el país corría una leyenda que decía que la
princesa estaba viva y que volvería pronto con un esposo. Nadie sabía de dónde venía
aquella leyenda, pero todo el mundo se atenía a ella con alegre confianza hasta el
punto que todos esperaban con impaciencia el pronto regreso de la hija del rey[10].
Así pasaron muchas lunas hasta que volvió la primavera.
«Apuesto lo que queráis —decían algunos con extraño optimismo— a que con la
primavera vuelve también la princesa».
Hasta el mismo rey estaba más sereno y más esperanzado. La leyenda se le
antojaba la promesa de un poder bienhechor. Las antiguas fiestas recomenzaron; para
que en la corte volviera a florecer el esplendor de antes parecía que sólo faltaba la
princesa.
Una noche, justamente el día que se cumplía el año de la desaparición de ésta, se
encontraba toda la corte reunida el jardín. El aire era tibio y sereno; tan sólo una leve
brisa dejaba oír allí arriba, en las copas de los viejos árboles, como si fuera el anuncio
de un alegre cortejo que se acercara desde la lejanía. En medio de la luminaria de las
antorchas y esparciendo miles de centellas por doquier, hasta la obscuridad de las
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sonoras copas, se levantaba un gran surtidor; el ruido del agua acompañaba la música
de los múltiples y variados cantos que sonaban bajo aquella fronda. El rey estaba
sentado sobre una rica alfombra, y en torno a él, con sus vestidos de gala, se hallaba
reunida toda la corte. Una gran multitud llenaba completamente el jardín en torno a
aquel gran espectáculo. Aquella noche, precisamente, se encontraba el rey sumido en
profundos pensamientos: con mayor claridad que nunca veía ante sus ojos la imagen
de su hija ausente; pensaba en los días felices que, hacía entonces justamente un año,
habían terminado de un modo tan inesperado. Se sentía poseído de una gran
nostalgia, y abundantes lágrimas bañaban su venerable rostro, pero al mismo tiempo
sentía también una extraña serenidad: le parecía como si aquel año de tristezas no
hubiera sido más que un mal sueño, y levantaba la vista como si quisiera buscar entre
la gente y los árboles la imagen excelsa, sagrada, encantadora de su hija. En aquel
momento los trovadores acababan de terminar sus cantos; un profundo silencio
parecía delatar la emoción de todos, porque los poetas habían cantado las alegrías del
retorno, de la primavera y del futuro, que engalana las esperanzas de los hombres.
De repente el suave sonido de una hermosa voz, desconocida de todos y que
parecía llegar de bajo la fronda de una encina secular, interrumpió el silencio del
jardín Todos dirigieron la mirada hacia el lugar de donde provenía la voz y vieron a
un muchacho vestido de un modo sencillo, aunque desusado, que, con un laúd en las
manos proseguía tranquilamente su canción; al advertir que el rey dirigía hacia él su
mirada, le correspondió con una profunda inclinación de cabeza. Su voz era
extraordinariamente bella y su canción tenía un aire extraño y maravilloso. Hablaba
del origen del mundo, de la aparición de los astros, de las plantas, de los animales y
de los hombres; de la simpatía omnipotente de la Naturaleza, de la edad de oro y de
sus dioses: Amor y Poesía; de la aparición del odio y la barbarie, y de la guerra que
estas fuerzas tuvieron con aquellas divinidades bienhechoras, y, finalmente, de la
victoria de estos últimos que en el futuro traería el fin de toda aflicción, la nueva
juventud de la Naturaleza y el retorno de una edad de oro que no tendría fin.
Mientras tanto, como fascinados por aquel canto, los viejos poetas se habían ido
acercando en torno a aquel misterioso extranjero. Un entusiasmo jamás sentido se
apoderaba de todos los espectadores, y el mismo rey se sentía como transportado por
un torbellino celestial. Nunca se había oído un canto como aquél, y todos creían estar
ante un ser del otro mundo, tanto más porque, conforme avanzaba su canto, el
muchacho parecía volverse cada vez más hermoso, más espléndido, y su voz cada vez
más potente. La brisa jugaba con sus rizos dorados. Entre sus manos el laúd parecía
cobrar vida, y su mirada, como embriagada, parecía sumida en la contemplación de
un mundo escondido. Hasta la misma inocencia, como de niño, y la sencillez de su
rostro les parecía a todos venir de otro mundo. El canto terminó. Los ancianos poetas
abrazaban fuertemente al muchacho llorando de alegría. Un júbilo íntimo, callado,
corría por toda la multitud. El rey se acercó conmovido al joven. Éste se arrojó
humildemente a sus pies. El rey le hizo levantar, lo abrazó de todo corazón y le dijo
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que le pidiera una gracia. Él, ruborizado, le pidió que le hiciera la merced de escuchar
otra canción, y que después de haberla oído decidiera sobre lo que le iba a pedir. El
monarca retrocedió unos pasos y el extranjero empezó:
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El cantor cae entre las altas hierbas
y se duerme con llanto en las mejillas,
pero, el Espíritu divino de sus cantos
planea sobre él y le consuela.
«Olvida desde ahora tus dolores,
pronto te verás libre de tus cargas;
lo que en vano buscaste por las cuevas
lo encontrarás ahora en el palacio.
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Dejando el trovador sus bellos sueños
con alegre impaciencia se levanta,
bajo los grandes árboles camina
hacia el portal de bronce del palacio.
Los muros son pulidos como acero,
pero él con su canción puede escalarlos
y pronto, entre amorosa y dolorida,
baja la hija del rey hasta sus brazos.
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¡Genio del canto, vuelve a la Tierra!
Una vez más Amor te necesita:
para que en su rey encuentre a un padre
retorna al hogar la hija perdida;
que con alegría la tome en sus brazos,
que tenga piedad de su tierno niño,
y, cuando de amor su corazón desborde,
al trovador abrace como a un hijo.
Al decir estas palabras, que resonaron dulcemente por las umbrosas alamedas del
jardín, el muchacho levantó con mano temblorosa el velo que cubría la figura
femenina que estaba junto al anciano. La princesa, deshecha en lágrimas y
mostrándole el hermoso niño que llevaba en sus brazos, se arrojó a los pies del
monarca. El trovador, con la cabeza inclinada, se arrodilló a su lado. Un medroso
silencio parecía cortar el aliento de todos. El rey permaneció unos momentos
silencioso y grave; luego, entre grandes sollozos, tomó a la princesa en sus brazos y
la estrechó fuertemente contra su pecho; así permaneció largo tiempo. Después hizo
levantar al muchacho y lo abrazó tiernamente. La multitud, exultando de júbilo, se
apiñó en tomo al monarca y los jóvenes esposos. El rey cogió al niño en brazos y lo
levantó en alto como presentándolo devotamente al cielo; luego saludó amablemente
al anciano. Todo el mundo lloraba de alegría. Los poetas prorrumpieron en cantos; y
para aquel país, aquella noche fue como la sagrada vigilia de una vida que desde
entonces fue sólo una hermosa fiesta.
Nadie sabe qué ha sido de aquel país. Las leyendas dicen sólo que la Atlántida
desapareció de los ojos de los hombres bajo las aguas del Océano.
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4
Los viajeros hicieron algunas jornadas sin interrupción. El camino era firme y
seco, el cielo estaba sereno, el aire, fresco y agradable; atravesaban regiones fértiles,
bien pobladas y de variado aspecto. Habían dejado atrás la inmensa selva de Turingia.
Los mercaderes habían hecho muchas veces aquel camino; en todas partes tenían
gente conocida, y en todas partes eran bien recibidos. Evitaban las regiones solitarias
y amenazadas por los bandoleros, y si no tenían más remedio que atravesarlas
tomaban una escolta que, llegado el caso, pudiera defenderles. Conocían también a
los señores de algunos de los castillos cercanos al camino; iban a visitarlos, y ellos les
preguntaban por sus negocios con los ausburgueses y les recibían con amable
hospitalidad. Las esposas y las hijas de los castellanos rodeaban curiosas a los
extranjeros. La madre de Enrique se ganaba enseguida la amistad de todas ellas con
su carácter amable y complaciente. Les gustaba encontrar una mujer de la ciudad que
lo mismo estaba dispuesta a hablarles de las últimas novedades de la moda que a
enseñarles a guisar unos platos. Tanto los caballeros como sus esposas alababan la
discreción y los modales sencillos y dulces de Enrique: su cautivante figura causaba
en ellas una impresión duradera. Era como la palabra sencilla de un desconocido a la
que uno de momento casi no presta atención, pero que luego, mucho tiempo después
de haberse marchado éste, es como un capullo que va abriéndose cada vez más hasta
convertirse al fin en una espléndida flor de resplandecientes colores y apretadas
hojas; una palabra que ya no se olvida, que uno no se cansa de repetir y en la que se
encuentra un tesoro inagotable y siempre actual. A continuación quiere uno
reconstruir la imagen del desconocido, y busca y rebusca en su mente hasta que de
pronto comprende claramente que era un habitante de un mundo superior.
Los mercaderes recibían muchos encargos; siempre se despedían con gran
cordialidad y deseando volver a verse pronto. En uno de estos castillos, al que
llegaron al atardecer, tuvieron una acogida alegre y festiva. El señor de la casa había
sido hombre de armas, y ahora divertía y celebraba los ocios de la paz y la soledad de
su vivienda con frecuentes banquetes; aparte el fragor de la guerra y la caza, no
conocía otra diversión que el vino. Recibió a los visitantes con franca cordialidad, en
medio del tumulto de los invitados. La madre de Enrique se fue con la señora de la
casa, y los mercaderes y el muchacho se sentaron en torno a aquella alegre mesa, por
la que corría el vino en abundancia. A Enrique, después de suplicarlo éste mucho, y
en atención a sus pocos años, se le permitió comportarse con su habitual moderación;
los mercaderes, en cambio, no se mostraron remisos con el vino añejo de Franconia.
La conversación versó sobre pasadas aventuras de guerra. Enrique escuchaba con
atención la narración de aquellas hazañas, que para él resultaban nuevas. Los
caballeros hablaban de los Santos Lugares, de los milagros del Santo Sepulcro, de las
aventuras de su viaje por tierra y por mar, de cómo algunos habían caído en poder de
los sarracenos, y de la vida alegre y maravillosa que llevaban en los campamentos y
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en las batallas. Con gran energía se mostraban indignados de que aquellos Lugares
Santos, que eran la cuna de la Cristiandad, estuvieran todavía en las sacrílegas manos
de los infieles. Ensalzaban a los grandes héroes que con su lucha esforzada y
constante contra este pueblo impío habían merecido una corona imperecedera en la
gloria. El señor del castillo les mostró una riquísima espada que él, con su propia
mano, había arrebatado a uno de los caudillos de este pueblo, después de haberle
dado muerte, haber conquistado su fortaleza y haber hecho prisioneros a su mujer y a
sus hijos; les contó que el emperador le había concedido poner esta espada en su
escudo de armas. Todos contemplaron atentamente la preciosa arma; también
Enrique, que la tomó en sus manos y se sintió poseído de un ardor bélico. El
muchacho la besó con profunda unción. Todos se alegraban de ver la emoción que
aquella espada le causaba. El anciano caballero le abrazó y le animó a que también él
consagrara para siempre su brazo a la lucha por la libertad del Santo Sepulcro, y a
que cargara sobre sus espaldas la cruz milagrosa. Enrique estaba atónito y parecía no
poder soltar aquella espada.
«Mira, hijo mío —le dijo el anciano caballero—: está a punto de salir una nueva
cruzada. El emperador mismo va a ser quien conduzca nuestras huestes a Oriente. Por
toda Europa resuena de nuevo el grito de la Cruz, y un fervor heroico surge por todas
partes. Quién sabe si, tal vez, dentro de un año, nos encontraremos todos en la gran
Jerusalén, la ciudad más hermosa del mundo, celebrando nuestra victoria contra el
infiel con nuestro vino y acordándonos de nuestro país. Tendrás ocasión de verme al
lado de una muchacha oriental. A nosotros, los occidentales, nos atraen de un modo
especial, y si sabes manejar bien la espada no te van a faltar hermosas prisioneras».
Entonces, los caballeros, con fuerte voz, entonaron el himno de cruzada que se
cantaba entonces por toda Europa:
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Se levanta, de noche, en mar y en Tierra
sagrada, violenta tempestad.
Quiere despertar al que duerme indolente,
azota el campamento, la ciudad y el castillo;
un grito de dolor en todas las almenas:
«¡En pie, perezoso cristiano; sal de tu casa ya!».
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Llevada por los ángeles, la Virgen santa
planea por encima de la horrible batalla,
y aquel a quien la espada ha derribado
se despierta en los brazos de su Madre.
Con rostro iluminado ella se inclina
hacia este mundo, en que resuenan las armas.
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un relámpago.
Vagaba por aquella maleza salvaje, trepaba por piedras cubiertas de musgo,
cuando, de repente, de un valle cercano, el canto dulce y penetrante de una voz
femenina, acompañado de una música maravillosa, le despertó de sus sueños. Estaba
seguro de que aquello era un laúd; lleno de admiración, se detuvo, y oyó cantar, en un
mal alemán, la siguiente canción:
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Nobles galanes inclinan
su ardiente mirada ante ella.
Con el lucero de la noche
dulces cantos se elevan hacia mí.
Se puede confiar en el amado;
su lema es: fidelidad y amor.
Enrique oyó los sollozos de una niña, y una voz que la consolaba. Atravesando la
maleza, descendió un poco y encontró a una muchacha pálida y afligida, sentada al
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pie de un viejo roble. Una hermosa niña estaba abrazada a su cuello y lloraba; ella
también lloraba, y a su lado, sobre el césped, había un laúd. La muchacha se asustó
un poco al ver al desconocido, que se acercaba a ella con expresión de tristeza.
A buen seguro, habréis oído mi canción —dijo ella en tono amable—. Me parece
haberos visto alguna otra vez. Dejadme pensar… No puedo acordarme; he perdido
mucho la memoria; pero vuestro aspecto despierta en mí extraños recuerdos de
alegres tiempos. ¡Oh!, me parece estar viendo a uno de mis hermanos, que antes de
nuestra desgracia se marchó de casa, y se fue a Persia a visitar a un famoso poeta.
Quizá vive todavía y canta el triste destino de sus hermanos. Si me acordara todavía
de alguna de aquellas hermosas canciones que nos dejó… Era noble y tierno, y su
gran felicidad era el laúd.
La criatura cuyos sollozos atrajeron al principio la atención dé Enrique era una
niña de unos diez o doce años. Ahora, apretándose fuertemente contra el pecho de la
infeliz Zulima, observaba atentamente al extraño. A Enrique se le partía el corazón de
pena; consoló a la muchacha con amables palabras, y le pidió que le contara con más
detalle toda su historia. A ella no pareció molestarle el ruego. Enrique se sentó frente
a ella y escuchó el relato, interrumpido a menudo por el llanto. A Zulima le gustaba
demorarse en la alabanza de su patria y de sus compatriotas. Hablaba con detalle de
la nobleza de ánimo de éstos, de su extraordinario gusto y su fina sensibilidad por la
poesía de la vida y por el encanto secreto y maravilloso de la Naturaleza. Describía
las románticas bellezas de los vergeles de Arabia, que —decía— son verdaderas islas
felices en medio de los intransitables arenales, lugares de refugio para los atribulados
y los que buscan descanso, colonias del Paraíso, llenas de fuentes de agua fresca,
cuyos riachuelos atraviesan antiguos y venerables sotos, y corren rumorosos por
encima de apretado césped y de relucientes piedras; parajes llenos de pájaros
multicolores, que entonan bellas melodías; lugares de especial encanto por los
muchos restos que conservan de un pasado memorable.
Allí —siguió diciendo— veríais con asombro antiguas piedras con extraños
trazos e imágenes de vivos colores. Por algo se conservan en tan buen estado y son
tan conocidas. A fuerza de pensar y pensar, y de barruntar el sentido aislado de
alguno de estos signos acaba uno con verdaderas ansias de descifrar el significado
profundo de aquellos textos seculares. Su espíritu desconocido despierta reflexiones
nuevas, y aunque uno se marche sin haber encontrado lo que buscaba, sin embargo,
ha hecho dentro de sí mismo mil extraños descubrimientos, que darán a su vida una
nueva luz y ocuparán por mucho tiempo su espíritu con pensamientos placenteros. La
vida, en una tierra como aquélla, habitada desde tanto tiempo y embellecida y
enriquecida desde antiguo por el esfuerzo, el trabajo, y el amor de los hombres, tiene
un especial encanto. La Naturaleza parece haberse hecho allí más humana y más
comprensible; por debajo de lo que se ve transparece un borroso recuerdo que hace
retroceder al pasado las imágenes del mundo y las presenta al espíritu con nítidos
perfiles; de este modo goza uno de un mundo doble, que, precisamente por serlo,
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pierde toda gravidez y toda violencia, y se convierte en la encantadora poesía y la
fábula de nuestros sentidos. ¿Quién sabe si en esto no hay también algo de misteriosa
influencia de los antiguos habitantes de aquel mundo que, invisibles ahora, están
presentes todavía en él? ¿No podría ser que fuera esta influencia la obscura fuerza
que, en cuanto les llega el momento de su despertar, empuja a los hombres de las
nuevas regiones a buscar con impaciencia irresistible la antigua cuna de su estirpe y a
arriesgar su fortuna y su sangre por poseerla?
Después de una pausa continuó:
—No os creáis lo que os han contado sobre las atrocidades de la gente de mi
tierra. En ninguna parte del mundo se ha tratado con mayor magnanimidad a los
prisioneros; hasta a vuestros peregrinos, los que iban a Jerusalén, los hemos acogido
con hospitalidad; sólo que bien pocos de ellos la merecían; la mayoría eran
holgazanes, mala gente, y en sus peregrinaciones iban dejando huellas de sus
tropelías; por esto no es de extrañar que muchas veces fueran objeto de justas
venganzas. ¡Con qué tranquilidad hubieran podido los cristianos visitar el Santo
Sepulcro sin necesidad de emprender una guerra inútil y espantosa que lo ha llenado
todo de amargura e infinita miseria, y que ha separado para siempre Oriente de
Europa…! ¿Qué tenía que ver el nombre del que poseía estos lugares? Nuestros
príncipes tenían una gran veneración por el sepulcro de vuestro Salvador, al que
consideraban un profeta de la divinidad. ¡Y qué hermoso hubiera sido que aquel
Sagrado Sepulcro se hubiera convertido en la cuna de un feliz entendimiento y en la
ocasión para una eterna y bienhechora alianza entre los pueblos!
En aquella plática se había ido pasando la tarde. Empezaba a anochecer, y la
Luna, saliendo del húmedo bosque, difundía un apacible resplandor. Zulima, la niña y
Enrique fueron subiendo lentamente al castillo. El muchacho se encontraba sumido
en mil pensamientos; el entusiasmo guerrero de antes había desaparecido
completamente. Se daba cuenta de que en el mundo reinaba una extraña confusión.
La Luna le parecía como un espectador compasivo que para consolarle le elevara por
encima de las asperezas de la superficie de la Tierra: contempladas desde aquella
altura, desaparecían —tan abruptas e impracticables como le parecían antes—,
cuando andaba por ella. Zulima iba silenciosa a su lado, llevando a la niña de la
mano. Enrique llevaba el laúd. Intentaba reavivar en su acompañante aquella
esperanza, vacilante ya, de volver algún día a su patria; al mismo tiempo sentía en su
corazón una fuerte llamada: él tenía que ser el que salvara a aquella joven; sin
embargo, no sabía de qué modo podía ocurrir esto… En sus sencillas palabras parecía
haber una fuerza especial, porque Zulima se sentía confortada como no se había
sentido nunca, y le daba las gracias con gran emoción.
Los caballeros estaban sentados todavía ante sus copas, y la madre de Enrique
estaba aún hablando de asuntos de la casa con la esposa del señor del castillo. El
muchacho no sentía ningún deseo de volver a aquella bulliciosa sala; estaba cansado,
y pronto se marchó con su madre al dormitorio que le habían asignado. Antes de
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dormirse le contó lo que le había ocurrido, y en seguida se quedó dormido, entre
agradables sueños.
También los mercaderes se retiraron pronto, y, de buena mañana, estaban ya
preparados para reemprender el viaje. Cuando salieron, los caballeros estaban aún
profundamente dormidos, pero la señora de la casa despidió cariñosamente a los
viajeros. Zulima había dormido poco; una alegría interior la había tenido desvelada;
apareció en el momento de la despedida, y sirvió humilde y diligente a los viajeros.
En el momento de marcharse éstos, la muchacha, rompiendo en llanto, fue a buscar el
laúd, y se lo entregó a Enrique, y, con voz cortada por las copiosas lágrimas, le pidió
que se lo llevara como recuerdo de Zulima:
—Era el laúd de mi hermano —dijo—; me lo regaló antes de marcharse; de todo
lo que yo tenía, es lo único que he podido salvar. Ayer me pareció que os gustaba; a
mí me dejáis un regalo que no tiene precio: una dulce esperanza. Tomad esta
pequeñísima muestra de mi agradecimiento, que él os haga recordar a la pobre
Zulima. Estoy segura de que volveremos a vernos, y entonces, quizá, seré más feliz.
Enrique lloraba; el muchacho no se atrevía a aceptar aquel laúd que tan
importante era para ella.
—Dadme tan sólo esta cinta dorada, con signos desconocidos, que lleváis en el
cabello, si no es un recuerdo de vuestros padres o hermanos; tomad a cambio un velo,
que mi madre, me cederá gustosa.
Zulima accedió, finalmente, a los ruegos de Enrique, y le dio la cinta, diciéndole:
—En ella está escrito mi nombre en letras de mi lengua materna, que yo misma
bordé en mejores tiempos. Miradla con amor: pensad que ella ha estado atando mis
cabellos durante largos años de dolor, y que ha ido perdiendo el color con su dueña.
La madre de Enrique sacó el velo y se lo entregó, y luego, estrechándola contra su
pecho, la abrazó entre lágrimas.
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5
Después de algunos días de viaje llegaron a un pueblo que estaba al pie de unos
agudos montes, cortados por profundas gargantas. Por lo demás, la región era fértil y
agradable, si bien la parte posterior de los montes ofrecía un aspecto de muerte y
horror. La posada era limpia; los dueños, serviciales. La sala estaba llena de gente,
viajeros o simples bebedores, que, sentados allí, hablaban de los más variados temas.
Nuestros viajeros se unieron a aquel grupo y se mezclaron en las conversaciones.
La atención de todos se centraba de un modo especial en un hombre de edad
avanzada y que llevaba un atuendo extranjero; estaba sentado junto a una de las
mesas y contestaba amablemente a las preguntas que algunos curiosos le hacían.
Venía de otras tierras; aquel día se había levantado de buena mañana y había
recorrido con detenimiento aquella región; hablaba de su ocupación y de las cosas
que acababa de descubrir en aquel país. La gente decía que era uno de estos hombres
que busca tesoros. Y aunque hablaba con gran modestia de sus conocimientos y de lo
que con ellos era capaz de hacer, todo lo que decía tenía un aire extraño y novedoso.
Contaba que había nacido en Bohemia, y que desde joven había tenido una gran
curiosidad por saber qué era lo que las montañas ocultaban en su seno, de dónde
provenía el agua de las fuentes y dónde se encontraban el oro, la plata y }as piedras
preciosas, que tan irresistible atracción ejercían sobre los hombres, Decía que en la
iglesia de un monasterio cercano había observado muchas veces estas luminarias
sólidas, que se encuentran en los retablos y en las reliquias, y que su único deseo era
que hubieran podido hablar, para que le contaran su misterioso origen. A pesar de que
a veces había oído decir —siguió diciendo— que estos tesoros y estas joyas
provenían de países lejanos, siempre había pensado que por qué no podría haberlos
también en estas tierras; que no en vano eran tan grandes, tan altas y tan bien
protegidas las montañas, y que incluso le parecía que algunas veces, en sus paseos
por los montes, había encontrado piedras que brillaban. Que le gustaba trepar por las
grietas y entrar en las cavernas, y que experimentaba un placer indecible recorriendo
estas estancias y observando aquellas bóvedas, fabricadas por los siglos. Por fin —
siguió contando—, se encontró un día con un hombre, que iba de viaje, que le dijo
que se hiciera minero, que en este oficio podría satisfacer su curiosidad, Le dijo que
en Bohemia había minas; que no tenía más que seguir el curso del río, aguas abajo, y
que después de diez o doce jornadas llegaría a Eula; allí no tenía más que decir que
quería ser minero. No se lo tuvo que decir dos veces: al día siguiente se ponía en
camino.
Después de un fatigoso viaje de varios días —siguió diciendo— llegué a Eula.
¿Cómo podría describiros la emoción que sentí cuando desde una verde colina
contemplé los montones de piedras, entre las que crecían hierbas y matojos, sobre las
que se levantaban unas cabañas de madera y cuando, una vez en el valle, vi las nubes
de humo que se levantaban por encima del bosque? Un lejano ruido aumentaba mis
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ansias, y pronto me encontré, lleno de increíble curiosidad y poseído de una especie
de fervor religioso, en uno de estos montones, que los mineros llaman escoriales, ante
los obscuros abismos que desde dentro de las cabañas descienden verticalmente al
interior de la montaña. Corrí hacia el valle, y no tardé en encontrarme con unos
hombres vestidos de negro que llevaban una linterna en la mano; imaginé en seguida
que eran mineros —luego comprobé que no me había equivocado—. Con un cierto
temor me acerqué a ellos y les expuse mi deseo. Me escucharon amablemente y me
dijeron que debía ir un poco más abajo, a la fundición; que allí preguntara por el
capataz, quien a su vez me presentaría al mayoral —el que manda entre todos ellos
—, y que éste me diría si me admitía o no. A ellos les parecía que sí me iban a
admitir; me advirtieron que en cuanto encontrara al capataz debía saludarle, diciendo:
«¡Buena salida!», que ésta es la fórmula usual entre los mineros. Contento y ansioso
seguí mi camino; no podía dejar de repetirme una y otra vez aquel saludo, tan lleno
de sentido para los mineros. Encontré a un hombre anciano y venerable, que me
recibió con gran amabilidad; yo le conté mi historia y le expuse mis grandes deseos
de aprender aquel arte extraño y misterioso; él me escuchó con atención y me
prometió otorgarme lo que le pedía. Me pareció que no le había causado mala
impresión; me hizo quedar en su casa. Impaciente como estaba, nunca veía llegar el
momento de vestir aquel hermoso traje, montar en la viga y penetrar en la mina.
Aquella misma noche el anciano me dio un traje de minero y me enseñó el manejo de
algunos instrumentos que tenía guardados en una pequeña habitación.
Más tarde fueron a verle algunos mineros; a pesar de que tanto su lengua como la
mayor parte de las cosas que decían me resultaban extrañas e incomprensibles, yo no
perdía ni una palabra de aquellas conversaciones. Sin embargo, lo poco que creí
haber entendido no hizo más que aumentar mis ansias y mi curiosidad; por la noche
seguía pensando en ello, en extraños sueños. Me desperté de buena mañana en casa
de mi nuevo huésped; poco a poco fueron llegando los mineros para recibir órdenes.
En una habitación de al lado habían instalado una pequeña capilla. Entró un
monje y celebró una misa; después pronunció solemnemente una oración en la que
pidió al cielo que tomara bajo su santa tutela a los mineros, que les protegiera en su
peligroso trabajo, que les defendiera contra los ataques y los engaños de los malos
espíritus y que les deparara un buen comienzo de jornada. Yo nunca había rezado con
tanta devoción como aquel día ni nunca había sentido de un modo tan vivo el
profundo significado que tiene la misa. Veía a los que iban a ser mis compañeros
como héroes subterráneos, como hombres que tenían que superar mil peligros, pero
que, a la vez, tenían la envidiable suerte de poseer conocimientos maravillosos, gente
que en su trato grave y silencioso con las rocas, que son los primeros hijos de la
Naturaleza, en las maravillosas grutas de las montañas, están preparados para recibir
dones del cielo y para elevarse sobre este mundo y sus tribulaciones.
Después de la ceremonia religiosa el capataz me dio una linterna y un pequeño
crucifijo de madera, y los dos fuimos al «pozo», que es el nombre que los mineros
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damos a las abruptas entradas por las que se penetra en las cavidades subterráneas.
Me enseñó el modo de bajar, las precauciones que había que tomar, así como el
nombre de muchos objetos y partes de la mina. Él pasó delante: impulsando con los
pies la viga cilíndrica, llevando en una mano la linterna y cogiéndose con la otra a
una cuerda que por un nudo corredizo iba deslizándose en una pértiga que estaba
fijada a un lado, fue descendiendo a la mina; yo le miraba e iba haciendo lo mismo
que él; de este modo llegamos con bastante rapidez a una profundidad considerable.
Para mí aquello tenía un aire de solemnidad: la luz que me precedía se me antojaba
como una buena estrella que me indicaba el camino que conducía a la secreta cámara
de los tesoros de la Naturaleza. Una vez abajo, nos encontramos en un verdadero
laberinto de corredores y galerías; el bueno de mi maestro no se cansaba de contestar
a las muchas preguntas que yo le hacía ni de instruirme sobre su arte. El murmullo
del agua, la lejanía de aquella tierra que, allí arriba, habitaban los hombres, la
obscuridad y lobreguez de las galerías y el ruido lejano de los mineros que trabajaban
en ellas me colmaban de alegría. Me sentía feliz, me encontraba en posesión plena de
todo aquello que desde siempre había sido el objeto de mi más ardiente anhelo. No es
posible explicar ni describir esta satisfacción total de un deseo innato, este extraño
gusto por cosas que deben de tener una relación estrecha con lo más profundo de
nuestro ser, con oficios para los cuales uno parece estar destinado desde la cuna. Es
posible que a cualquier otra persona estas cosas le hubieran parecido corrientes,
insignificantes, o hasta incluso horribles y espantosas; a mí, en cambio, me parecían
tan imprescindibles como el aire para los pulmones o el alimento para el estómago. El
anciano se alegraba de ver el íntimo placer que me causaba todo aquello, y me dijo
que con el interés que yo tenía y con la atención que ponía en todo llegaría muy lejos:
acabaría siendo un gran minero. ¿Cómo podría describiros la veneración con que
hace más de cuarenta y cinco años, un dieciséis de marzo, vi por primera vez en mi
vida al rey de los metales, en finísimas laminillas metidas entre las grietas de las
rocas? Me hacía el efecto de que estaba encerrado en una terrible cárcel; su brillo me
parecía el amable saludo con que acoge al minero que, a través de tantos peligros y
penalidades, se ha abierto camino hacia él para sacarlo a la luz del día y hacer que
llegue a honrar las coronas de los reyes, los vasos de los príncipes y las reliquias de
los santos, y que llegue a recorrer el mundo entero y a reinar en él en las bellas
figuras que adornan las monedas, tan apreciadas y guardadas por los hombres. Desde
aquel día me quedé en Eula; al principio tenía que ir sacando en cestos el material
que los mineros iban excavando del criadero; pero luego, poco a poco, me fueron
ascendiendo, hasta que llegué a excavador, que es propiamente el trabajo de minero,
el que trabaja en la misma roca.
El viejo minero interrumpió su relato y descansó un momento; tomó su copa y
bebió un trago; los demás, que le habían estado escuchando atentamente, brindaron a
su salud con el saludo de los mineros: «¡Buena salida!». A Enrique le estaba gustando
muchísimo todo lo que contaba el anciano, y esperaba ansioso que prosiguiera su
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narración. Los otros discutían animadamente sobre los peligros y rarezas de la vida
del minero, y contaban extrañas leyendas, que hacían sonreír al viejo, que se
apresuraba a rectificar amablemente las peregrinas ideas de sus interlocutores.
Al cabo de un rato dijo Enrique:
—De aquel tiempo a esta parte debéis de haber visto y oído hablar de cosas bien
curiosas; seguro que no os habréis arrepentido de haber escogido esta vida, ¿verdad?
¿Os importaría contarnos cómo os ha ido desde entonces y qué es lo que os ha traído
aquí? Parece que hayáis recorrido mucho mundo, y sospecho que sois algo más que
un minero como cualquier otro.
—A mi —dijo el anciano— me produce un gran placer recordar los tiempos
pasados, porque en ellos encuentro siempre ocasiones para darle gracias a Dios por su
bondad y misericordia. He tenido la suerte de llevar una vida alegre y serena, y no ha
pasado un solo día en que me haya ido a la cama sin este sentimiento de gratitud. He
sido feliz y afortunado en todo lo que he hecho, y nuestro Padre celestial me ha
protegido siempre del mal y me ha dejado llegar a viejo con honor. Después de Dios
todo lo debo al que fue mi maestro; hace ya muchos años que fue a reunirse con sus
antepasados; no puedo pensar en el sin que me vengan las lágrimas a los ojos. Era un
hombre de aquellos tiempos en los que se vivía según la voluntad de Dios.
A pesar de sus profundos conocimientos, era modesto y sencillo como un niño.
Gracias a él la mina conoció un gran esplendor y proporciono inmensos tesoros al
duque de Bohemia. Esta mina hizo que toda la región se poblara, se enriqueciera y
acabara convirtiéndose en un país floreciente. Todos los mineros le veneraban como a
un padre, y mientras exista Eula su nombre será pronunciado siempre con emoción y
gratitud. Había nacido en Lusacia, y se llamaba Werner. Cuando yo entre en su casa
su única hija era todavía una niña. Mi laboriosidad, mi fidelidad y la gran estimación
que yo tenía por aquel hombre me fueron granjeando de día en día su afecto. Me dio
su nombre y me adoptó como hijo. Poco a poco la pequeña se iba haciendo una
criatura viva y despierta; su rostro era amable y limpio, como su corazón. Viendo el
afecto que ella me tenía y cómo a mí me gustaba juguetear con ella sin apartar mis
ojos de los suyos, que eran azules y grandes como el cielo y brillaban como cristales,
el padre me decía muchas veces que si yo llegaba a ser un buen minero y se la pedía
no me la iba a negar; y cumplió su palabra: el día que me hicieron excavador puso sus
manos sobre nuestras cabezas y bendijo nuestra promesa de matrimonio; pocas
semanas más tarde la llevaba a mi alcoba como esposa. Aquel mismo día, en el turno
de la mañana, justamente a la salida del Sol, iniciándome yo todavía en el arte de
excavador, descubrí una veta de metal precioso. El duque me mandó una cadena de
oro con su efigie grabada sobre una gran moneda, y me prometió que me daría el
cargo de mi suegro. Qué feliz me sentía al poder colgar el día de mi boda en el cuello
de mi novia una cadena de oro con el retrato del duque y ver cómo los ojos de todos
no dejaban de mirarla… Nuestro anciano padre pudo todavía ver retozar algunos
nietos en torno a él; el otoño de su vida le trajo más frutos de los que él esperaba.
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Pudo terminar su jornada con alegría y dejar la obscura mina que es este mundo para
ir a descansar en paz y esperar el día de la gran recompensa.
—Señor —dijo el anciano, dirigiéndose a Enrique y secándose algunas lágrimas
—, el oficio de minero tiene que ser forzosamente un oficio bendecido por Dios; no
hay ningún arte que dé mayor felicidad y nobleza a los que lo practican, que despierte
en ellos una fe tan grande en la sabiduría y la providencia divinas ni que mantenga de
un modo más puro la inocencia y la sencillez de corazón. El minero nace pobre y
muere pobre. Sólo aspira a una cosa: saber dónde se encuentra el imperio del metal y
sacarlo a la luz del día. Con ello se contenta: el brillo cegador de los metales no
puede nada contra la pureza de su corazón. El fuego de su peligrosa locura no es
capaz de inflamar su espíritu: la felicidad del minero está en la contemplación de sus
extrañas formaciones, lo peregrino y singular de su origen y de su morada, no en esta
posesión material que promete a los hombres toda clase de dichas. Una vez se ha
convertido en mercancía, el metal deja de ofrecer encanto alguno para el minero:
prefiere arrostrar mil peligros y fatigas para arrancarlo de las entrañas de la Tierra que
andar por el mundo siguiendo su fama, recorrer la superficie de la Tierra, buscándole
con mil engaños y astucias. Aquellas fatigas mantienen fresco su corazón y despierto
su espíritu; agradecido, goza de su modesto salario, y todos los días sale de las
obscuras cavernas de su oficio con renovada alegría de vivir. Él sí que sabe lo que es
el encanto de la luz y del reposo, la caricia de un aire libre y de un horizonte amplio;
sólo él saborea los manjares y la bebida como refrigerio del cuerpo; los toma con la
unción con que tomaría el cuerpo del Señor. Con qué amor y con qué espíritu abierto
y sensible va a reunirse con los suyos, acaricia a la mujer y a los hijos y goza,
dándole gracias a Dios, del hermoso regalo del diálogo y de la amistad.
Su trabajo solitario le separa durante una gran parte de su vida de la luz del día y
del trato con los hombres. Por esto no se acostumbra a las cosas maravillosas y
profundas que existen en la superficie de la Tierra ni llega a adquirir nunca este
embotamiento y esta indiferencia frente a ellas que tienen muchos de los que no
practican este oficio; por esto también conserva un alma de niño, que le hace verlo
todo en su espíritu original y en su múltiple y virginal encanto. La Naturaleza no
quiere ser propiedad exclusiva de uno solo. Como propiedad se convierte en un
veneno mortal que ahuyenta la paz y atrae un irreprimible deseo de poseerlo todo,
que va acompañado de inquietudes y preocupaciones sin cuento, y pasiones e
instintos salvajes. Por esto, secretamente, la Naturaleza va socavando el suelo sobre
el que el propietario asienta sus pies, y no tarda en sepultarle en el abismo que ella
misma ha abierto; de este modo las cosas pasan de una mano a otra, y así van
satisfaciendo su natural tendencia a pertenecer a todos los hombres.
En cambio, ved con qué paz y sosiego trabaja el minero en su desierto
subterráneo: pobre, contento con lo que tiene, alejado del tumulto y la agitación del
día, en él alienta sólo el ansia de saber y el amor a la paz y a la concordia. En su
soledad se recrea pensando en sus compañeros y en su familia, y siente siempre viva
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la hermandad y la solidaridad entre los hombres. Su oficio le enseña a ser paciente, a
no cansarse nunca, a no distraerse en pensamientos vanos. Porque tiene que
habérselas con una fuerza extraña, dura e inflexible, que sólo un empeño obstinado y
una vigilancia constante son capaces de vencer. Pero también ¡qué hermosa flor se le
abre allí, en aquellas medrosas profundidades! Es la confianza verdadera en el Cielo,
en un Padre cuya mano providente está viendo todos los días en señales
inconfundibles. Cuántas veces, sentado ante el muro y a la luz de mi linterna, habré
estado yo contemplando con devoción y reverencia el sencillo crucifijo que llevan
todos los mineros… Entonces ha sido cuando he comprendido bien el sagrado sentido
de aquella enigmática imagen; y entonces ha sido cuando he sabido abrir en mi
corazón la más noble de las galerías, la que me conduce a un filón que me deparará
una riqueza eterna.
—Realmente —continuó el anciano después de una pausa—, debió de ser un
hombre divino el que enseñó a la Humanidad el noble arte de la minería y el que
escondió en el seno de la Tierra este severo símbolo de la vida humana. Aquí se abre
una galería amplia y fácil de excavar, pero de poco valor; allí la roca la va
estrechando, hasta convertirla en una grieta miserable e insignificante, y, sin
embargo, es precisamente allí donde empiezan los filones más nobles. Otras galerías
degradan el filón, hasta que de repente una galería, emparentada con la primera, se
une a ella, y hace subir indefinidamente el valor del mineral. Muchas veces, ante los
ojos del minero, se viene abajo en mil pedazos la bóveda que él mismo ha excavado;
sin embargo, éste, paciente, no se asusta, y continúa tranquilo su camino: aquel
contratiempo recompensará en seguida su celo, infundiéndole nueva fuerza y
nobleza. A menudo se deja seducir por un pasadizo engañoso, que le aparta de la
verdadera dirección; sin embargo, no tarda en darse cuenta de que lleva un camino
equivocado, y ataja con energía hasta encontrar de nuevo el pasadizo que le lleva al
buen filón. Cómo llega a familiarizarse con los caprichos de la fortuna y cómo llega a
convencerse de que el esfuerzo y la constancia son los únicos medios seguros para
dominar estas veleidades de la suerte y arrancarles el tesoro que con tanta obstinación
defienden…
—A buen seguro —dijo Enrique—, no os faltarán bellas e canciones que animen
vuestra tarea. Se me antoja que es un oficio éste en el que, de pronto, os encontraréis
cantando, movidos por el deleite mismo del trabajo, y que la música debe de ser una
buena compañera del minero.
—Exactamente. Así es como decís —contestó el anciano—: cantar y tocar la
cítara son sus menesteres inseparables en la vida, y no hay estamento que disfrute
más de ellos que el nuestro. La música y la danza son la verdadera felicidad del
minero; para él son como una alegre oración; el recuerdo y la esperanza de ellas
ayudan a aligerar su penoso trabajo y a acortar sus largas horas de soledad.
Si queréis os cantaré una de las canciones que más nos gustaban cuando yo era
joven:
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Señor es de la Tierra
quien sus entrañas mide
y en su profundo seno
todo dolor olvida.
Él penetra el misterio
de la roca escondida;
él baja infatigable
a su obscuro taller.
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El lleva ríos de oro
al palacio del rey,
y adorna sus coronas
con piedras de valor.
Al monarca le tiende
su afortunado brazo;
para él quiere poco:
alegría y pobreza.
A Enrique le gustó muchísimo esta canción, y pidió al anciano que le cantara otra.
Este, dispuesto a complacerle, le dijo:
—Sí, sé otra: es una extraña canción que ni nosotros mismos sabemos de dónde
viene. Nos la trajo un minero que iba de paso; venía de muy lejos, y era uno de estos
hombres que llevan una vara y adivinan lo que hay debajo del suelo. La canción tuvo
una gran acogida, por lo extraña y singular: era casi tan obscura e incomprensible
como su música; pero esto mismo le daba un extraño encanto; oyéndola nos parecía
que estábamos soñando despiertos:
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Lo que las aguas con sus claros ojos
han visto allá en las bóvedas de estrellas
estas fuentes al rey se lo cuentan
y, fieles, nunca paran de contar.
El rey se baña en sus corrientes ondas,
purificando su cuerpo delicado,
para salir de nuevo reluciente
de aquella blanca sangre de su madre[13].
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Al diligente no resiste un muro;
ningún abismo detiene al valiente;
el que en su mano y corazón confía
camina sin temor tras de ese rey,
y puede, al fin, prenderle en sus moradas.
Con espíritus desaloja a los espíritus,
y se hace dueño de las bravas aguas,
y las obliga a buscar su cauce.
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aquel pueblo conocía aquellas cuevas, pero hasta entonces nadie se había atrevido a
penetrar en ellas: creían en pavorosas leyendas de dragones y otros monstruos que,
decían, habitaban allí. Algunos incluso aseguraban que los habían visto y que en la
entrada de estas cavernas habían encontrado huesos de hombres y animales, llevados
allí por aquellos monstruos, y devorados después. Otros creían que allí debía de vivir
un fantasma, y porque algunas veces, aseguraban, habían visto desde lejos una
extraña figura humana, y por la noche habían oído canciones que venían de aquella
dirección. El anciano no parecía dar mucho crédito a todas estas historias; se reía y
les decía que, yendo con un minero, no tenían por qué temer, que solo con verle, los
monstruos se iban a asustar, y que en cuanto al fantasma, si, como decían, le gustaba
cantar, a la fuerza tenía que ser un espíritu benéfico. La curiosidad hizo que muchos
perdieran el miedo y se animaran a aceptar la invitación del anciano. También
Enrique deseaba acompañarle; al principio su madre no quería darle permiso; el
anciano trataba de convencerle; al fin, después de haberle hecho prometer que
cuidaría del muchacho para que no le ocurriera nada malo, accedió a los ruegos de su
hijo.
Los mercaderes también habían decidido formar parte de la expedición. La gente
fue a buscar largas teas, para que les sirvieran de antorchas; una parte del grupo se
pertrechó de escaleras, pértigas, cuerdas y toda clase de armas defensivas, y al fin
todos emprendieron la marcha hacia las colinas. Delante iban el anciano, Enrique y
los mercaderes.
Aquel campesino que tenía un hijo tan aficionado a las piedras se lo había llevado
consigo; el muchacho se había hecho con una antorcha, y era el que indicaba el
camino hacia las cuevas. La noche era serena y tibia. Sobre las colinas, la Luna, con
su dulce fulgor, despertaba extraños sueños en todas las criaturas. Ella misma parecía
un sueño del Sol: suspendida sobre aquel mundo ensimismado y en visiones
nocturnas, hacía volver a aquella Naturaleza, dividida en mil parcelas, a los orígenes
fabulosos en los que todo germen, soñoliento todavía, solitario y virginal, se
esforzaba inútilmente por desplegar la obscura plenitud de su inmenso ser.
En el alma de Enrique se reflejaba la fábula de la noche. Le parecía como si el
mundo descansara en él, se le abriera, y, como a un huésped amigo, le mostrara todos
sus tesoros y secretas ternuras. Le parecía comprender como nunca aquel espectáculo,
a la vez sencillo e inmenso, que tenía ante sus ojos. Le parecía que si ordinariamente
la Naturaleza se mostraba tan incomprensible era por su misma prodigalidad en
multiplicar a los ojos de los hombres, con las más variadas apariencias, lo más
familiar e íntimo de su esencia. Las palabras del anciano habían abierto en él una
puerta secreta. Se veía en una pequeña estancia construida al lado mismo de una gran
catedral: de las losas del suelo ascendía el pasado del mundo, grave y solemne; de la
cúpula bajaba el futuro, claro y alegre, en forma de un coro de dorados ángeles que
venían a su encuentro cantando. Potentes sonidos vibraban en aquel canto de plata, y
por los amplios portones del templo entraban todas las criaturas: cada una de ellas
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decía de una forma perceptible lo más íntimo de su naturaleza en una oración
sencilla, rezada en un idioma familiar. Enrique no podía comprender cómo había
estado tanto tiempo ajeno a una visión como aquélla, tan clara, y que desde entonces
era ya imprescindible para su ser. De repente veía de un golpe todas las relaciones
que le unían con el inmenso mundo que le rodeaba; sentía lo que él había llegado a
ser gracias al mundo y lo que el mundo iba a ser para él, y comprendía aquellas
extrañas figuraciones y sugerencias que la contemplación del mundo había suscitado
ya muchas veces en él. La historia de aquel muchacho al que le gustaba tanto
contemplar la Naturaleza, y que acabó siendo yerno del rey, le vino de nuevo a la
memoria, y mil otros recuerdos de su vida se entrelazaron en su mente con un hilo
mágico[17].
Mientras Enrique estaba entregado a estos pensamientos el grupo se había ido
acercando a la cueva. La entrada era baja; el anciano cogió una antorcha, trepó por
unas piedras y penetró en la caverna. Notó que de ella salía una ligera corriente de
aire; entonces se volvió a los otros y les dijo que podían seguirle sin temor. Los más
miedosos entraron los últimos; llevaban las armas preparadas para utilizarlas en
cualquier momento. Enrique y los mercaderes entraron después del anciano; a su
lado, contento y alegre, iba aquel muchacho que quería ser minero. Al principio
fueron siguiendo un pasadizo bastante estrecho; pronto llegaron a una cueva
espaciosa y de alto techo, que la luz de las antorchas no podía iluminar del todo; sin
embargo, en la pared del fondo les pareció ver algunas aberturas que se perdían en la
roca. El suelo era blando y bastante regular; tampoco las paredes ni el techo eran
ásperos ni rugosos; pero lo que más llamó la atención de todos fue la gran cantidad de
huesos y dientes que cubrían el suelo. Muchos de ellos se conservaban perfectamente;
en otros se podían apreciar huellas de descomposición, y los que sobresalían de las
paredes parecían como petrificados. La mayoría de ellos eran de gran tamaño, como
si hubieran pertenecido a animales de una fuerza extraordinaria. Al anciano le
alegraba mucho haber encontrado aquellos restos de épocas remotas; a la gente del
pueblo, en cambio, no les hacía mucha gracia aquello. El anciano les decía que
aquello eran huellas de un tiempo inmemorial:
«¿Cuándo se ha oído decir por ahí —les preguntaba— que estos animales hayan
devastado nunca vuestros rebaños o se hayan llevado a algún hombre de estos
alrededores? ¿Os parece que estos huesos puedan ser de algún ser humano o de algún
animal conocido por vosotros?».
Era inútil: aquellos buenos campesinos creían que aquellos huesos eran una señal
de que por allí cerca andaban feroces animales.
El anciano quería seguir explorando la montaña, pero los campesinos encontraron
más prudente retirarse y esperarle a la entrada de la caverna. Enrique, los mercaderes
y el muchacho se quedaron con el viejo después de haberse provisto de cuerdas y
antorchas. Así llegaron pronto a una segunda cueva; el anciano tuvo buena cuenta en
señalar con huesos dispuestos de una determinada manera el pasadizo por el que
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habían venido. Aquella caverna se parecía mucho a la primera; tenía también muchos
restos de animales. Enrique estaba a la vez asustado y maravillado: le parecía estar
paseándose por los pórticos del palacio interior de la Tierra. De repente se sintió muy
lejos del cielo y de la vida de los hombres, como si aquellas salas espaciosas y
obscuras pertenecieran a un extraño reino subterráneo.
«¿Quién podía sospechar —se decía— que bajo nuestros pies se moviera todo un
mundo dotado de una inmensa vida? ¿Quién hubiera pensado jamás que en el interior
de la Tierra, e impulsados por el obscuro fuego de su seno, unos gérmenes
desconocidos hubieran podido desplegar su ser hasta llegar a tomar formas
gigantescas y sorprendentes? ¿No podría ser que en aquellos remotos tiempos estos
pavorosos forasteros, acosados por el frío, hubieran salido de estas cavernas y
hubieran aparecido entre los hombres? Quizá por aquel mismo tiempo los habitantes
del cielo, las fuerzas vivas y parlantes de las estrellas, se hacían visibles por encima
de las cabezas de los humanos. Estos huesos, ¿son huellas de la marcha de estos
monstruos hacia la superficie de la Tierra, o de su huida hacia las profundidades?».
De repente el viejo llamó a los que le acompañaban y les enseñó unas huellas
bastante recientes de pisadas humanas; no encontraron muchas, así que el viejo creyó
que podían seguirlas sin temor a encontrarse con bandoleros; iban a seguir ya aquella
pista, cuando, de pronto, como viniendo de lejanas profundidades, como bajo sus
pies, percibieron con bastante claridad una canción. A pesar de su pasmo, que no fue
pequeño, guardaron silencio y escucharon:
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Y todos aquellos años
me parecen un instante;
cuando me lleven de aquí
los miraré sin rencor.
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en la soledad iba a encontrar el alimento que satisfaría plenamente mi corazón. La
fuente de mi vida interior me parecía inagotable. Pero pronto me di cuenta de que el
hombre debe recorrer una larga serie de experiencias, de que un corazón joven no
puede estar solo; es más, de que sólo después de un trato repetido con sus semejantes
puede el hombre alcanzar una cierta independencia.
—Yo llego a creer incluso —contestó el anciano— que existe una cierta vocación
natural para cada tipo de vida, y que quizás, conforme uno va envejeciendo, las
experiencias que va acumulando le llevan por sí solas a retirarse de la compañía de
los hombres. No parece sino que esta compañía está dedicada únicamente a la
actividad, tanto a la que lleva al lucro como a la que lleva a la conservación de lo
ganado. Una gran esperanza, una finalidad colectiva, impulsan la vida en compañía;
los niños y los viejos no parece que tengan nada que ver con todo esto. A los
primeros su inocencia y su libertad les mantiene al margen de estas cosas; los
segundos han realizado esta esperanza y ven alcanzada esta finalidad, por esto, como
no hay nada que les ate a este movimiento de la sociedad, vuelven a sí mismos y se
consagran únicamente a prepararse para hacerse dignos de una comunidad superior.
Sin embargo, parece que en vuestro caso ha habido causas especiales que os han
inducido a apartaros totalmente de los hombres y a renunciar a las comodidades que
conlleva la vida con los demás. Pienso que muchas veces debe de aflojarse la tensión
de vuestro espíritu y que cuando esto os ocurre debéis de sentiros mal.
—Sí, es cierto, antes me ocurría esto; con todo, he sabido evitarlo imponiendo un
orden riguroso a mi vida. Procuro mantenerme sano haciendo ejercicio y de este
modo me siento bien. Salgo afuera todos los días, ando varias horas y disfruto tanto
como puedo de la luz y del aire libre. El resto del día la paso en estas cuevas; a ciertas
horas estoy ocupado en tejer cestos y tallar figuras de madera que cambio en lugares
alejados de aquí por víveres; me he traído libros; de este modo discurren los días sin
darme cuenta. En los lugares por donde paso tengo algunos conocidos que saben de
mi vida en estas cuevas; por ellos me entero de lo que pasa en el mundo; ellos son los
que me enterrarán y los que se quedarán con mis libros cuando yo muera.
Hizo que se acercaran al sitio donde estaba sentado, cerca de la pared de la cueva,
y vieron varios libros en el que suelo y además una cítara. De la pared colgaba una
armadura completa y, al parecer, de bastante precio. La mesa estaba formada por
cinco grandes piedras planas ensambladas como formando una caja; en la parte
superior estaban grabadas, en tamaño natural, las figuras de un hombre y una mujer
que sostenían una corona de lirios y rosas; a los lados se leía:
En este lugar
Federico y María de Hohenzollern
pusieron sus pies cuando llegaron a su patria.
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El eremita preguntó a los visitantes de dónde eran y de qué modo habían llegado a
aquellos parajes. Estuvo muy amable y comunicativo con ellos, revelaba un gran
conocimiento del mundo. El anciano minero le dijo:
—Veo que habéis sido guerrero, la armadura os descubre.
—Los peligros y vicisitudes de la guerra, el elevado espíritu poético que se
encuentra siempre en un ejército en campaña me arrancaron cuando era joven de mi
soledad y decidieron la suerte de mi vida. Es posible que el largo tiempo que he
tenido que vivir en medio del tumulto y la agitación, así como las mil peripecias por
las que he tenido que pasar hayan aumentado en mí el sentido de la soledad: los
muchos recuerdos de aquel tiempo son ahora para mí una agradable compañía; y esto
tanto más, cuanto más distintos son los ojos con los que veo todo lo que entonces me
ocurrió: esta nueva perspectiva me hace descubrir la relación que existía entre los
acontecimientos de aquel tiempo, el profundo sentido de las consecuencias que de
ellos se derivaron, así como el significado del modo como se presentaban a mis ojos.
El auténtico entendimiento de la historia humana no se desarrolla hasta tarde, y ello
ocurre más bajo el sosegado influjo de los recuerdos que bajo la fuerza de la
impresión de lo presente. Los acontecimientos más cercanos parecen tener sólo una
relación superficial, pero no por ello revelan una simpatía menos maravillosa con los
lejanos; y sólo cuando uno está en situación de abarcar con la vista una larga serie de
sucesos, ni tomándolos todos al pie de la letra ni mezclando su verdad con los sueños
de la fantasía, sólo entonces se advierte el secreto encadenamiento de lo pasado con
lo futuro y se aprende a componer la historia con esperanzas y recuerdos. Pero sólo le
es dado descubrir la clave de la historia a aquél que tiene ante sus ojos todo el pasado.
Los humanos no podemos llegar más que a fórmulas toscas e incompletas, y ya
podemos darnos por satisfechos si encontramos una norma que nos sirva para
iluminar un poco esta corta vida que nos ha sido dada. Pero puedo deciros también
que el observar con atención los avatares de la vida es algo que nos depara un placer
profundo e inagotable, y que de entre todos los pensamientos los que nos
proporcionan esta observación son los que más nos elevan por encima de los males
de esta Tierra. Cuando somos jóvenes leemos la historia sólo por curiosidad, como si
fuera un cuento; en cambio, cuando llegamos a la edad madura esto que antes era
sólo una amena narración se convierte en una compañera celestial, en una amiga
consoladora y edificante, que con sus sabias palabras nos va preparando dulcemente
para una vida más alta y más amplia y que con sus imágenes sencillas y
comprensibles nos va familiarizando con el mundo desconocido. La Iglesia es la casa
de la Historia y el campo santo el simbólico jardín de sus flores. Sobre el pasado
debieran escribir únicamente hombres temerosos de Dios, ancianos cuya historia
personal ha terminado y que no tienen otra esperanza que la de ser trasplantados a
aquel jardín. En sus palabras no habría nada tenebroso ni turbio: un rayo de luz
bajado de la cúpula del cielo lo iluminaría todo haciéndonoslo ver en su mayor
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belleza y en su mayor verdad y el Espíritu Santo se posaría sobre el extraño
movimiento de aquellas aguas.
—Cuánta verdad y cuánta luz hay en vuestras palabras —dijo el anciano—. No
hay duda de que deberíamos dedicar mayor esfuerzo en señalar y destacar todo
aquello que, a nuestro entender, debe saberse de nuestro tiempo, y en transmitirlo,
como piadosa herencia, a los hombres que han de venir. Hay miles de cosas que no
nos atañen y a las que, no obstante, dedicamos nuestra solicitud y nuestros esfuerzos;
en cambio, de lo más cercano a nosotros, de lo más importante, de las fortunas y
desgracias de nuestra propia vida, de la de los nuestros y de la de nuestra estirpe —
fortunas y desgracias que hemos visto sucederse con una callada regularidad
gobernada por una providencia—, de todo ello apenas si nos ocupamos; con el más
gran descuido dejamos que sus huellas se borren de nuestra memoria. Una posteridad
más sabia que nosotros buscará cualquier noticia del pasado como si fuera una
reliquia, y ni la vida de un solo hombre, por insignificante que ésta sea, le será
indiferente, porque en ella verá reflejada, con mayor o menor intensidad, toda la vida
de una época.
—Lo malo es —dijo el conde Hohenzollern— que incluso aquéllos que se han
dedicado a anotar los hechos y los acontecimientos de su tiempo no se han parado a
reflexionar sobre lo que estaban haciendo y no han intentado dar a sus observaciones
un orden y una coherencia, sino que han procedido a la buena de Dios en la selección
y compilación de sus noticias. No hay más que fijarse en lo que nos ocurre a cada uno
de nosotros: sólo somos capaces de describir de un modo claro y cabal aquello que
conocemos perfectamente, aquello cuyas partes, cuyo origen y consecuencias, cuya
finalidad y uso, tenemos ante nuestra vista; sin este conocimiento no podemos dar
descripción alguna de nada, lo único de lo que somos capaces es de dar un amasijo de
observaciones parciales e incompletas. Digámosle a un niño que nos describa una
máquina, o a un campesino que nos describa un barco: seguro que no habrá nadie que
de sus palabras pueda sacar utilidad o ciencia alguna. Es lo mismo que ocurre con la
mayoría de la gente que escribe historia: es posible, incluso, que posean habilidad en
el arte de narrar y aun que sean prolijos hasta el aburrimiento; con todo, olvidan
precisamente lo más interesante, aquello que hace que la historia sea historia, aquello
que enlaza los acontecimientos más dispares en un todo ameno y lleno de enseñanzas.
Cuando reflexiono en todas estas cosas, pienso que un buen historiador tiene que ser
además un poeta, porque sólo los poetas poseen el arte de enlazar convenientemente
unos hechos con otros. Muchas veces, en sus narraciones y fábulas, he experimentado
un sosegado placer viendo su fino sentido del misterio de la vida. En sus cuentos hay
más verdad que en las crónicas de los eruditos. Aunque sus personajes y los destinos
de éstos son inventados, el sentido que estas invenciones encierran es natural y
verdadero. Y hasta cierto punto, para nuestro placer, así como para nuestra enseñanza,
da igual que aquellos personajes, en cuyos destinos seguimos las huellas del nuestro,
hayan existido o no. Porque lo que nosotros anhelamos encontrar es el modo de
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pensar y de ver las cosas de los espíritus, a la vez grandes y sencillos, de las distintas
épocas; si encontramos que nuestro deseo se cumple, ya no nos preocupamos por
saber si aquellas figuras concretas que aparecían en las narraciones existieron
realmente o no[18].
—Por esto mismo —dijo el anciano— es por lo que yo he tenido siempre una
gran simpatía por los poetas. Gracias a ellos el mundo y la vida se me han hecho más
claros y diáfanos. Me ha parecido que deben de vivir en amistad con los agudos
espíritus de la luz, con aquellas almas que penetran todas las cosas, que las distinguen
unas de otras y que extienden sobre todas ellas un velo especial de tenues colores.
Con sus canciones, mi propio ser se ha sentido como suavemente desplegado, como
si pudiera moverse con más libertad, como si se gozara de su propia sociabilidad y de
sus anhelos, como si, con un secreto placer, sus elementos pudieran moverse unos
contra otros y suscitar mil efectos encantadores.
—¿Habéis tenido la suerte —preguntó el eremita— de tener en vuestro país a
algún poeta?
—Sí, de vez en cuando nos ha llegado alguno; sin embargo, todos han mostrado
un gusto especial por la vida viajera, así que no se han quedado mucho tiempo entre
nosotros. Con todo, en mis viajes a Iliria, Sajonia y Suecia, he encontrado no pocos
de ellos; su recuerdo alegrará siempre mi espíritu.
—Entonces habréis corrido mucho mundo y tendréis mucho que contar.
—Nuestro oficio nos obliga a andar de un lado para otro observando la Tierra; no
parece sino que un fuego subterráneo impulsa al minero a andar de un sitio a otro.
Una montaña le manda a otra. Nunca le parece que ha visto lo bastante. La vida
entera tiene que pasársela aprendiendo aquella extraña arquitectura que, de un modo
tan peregrino, sustenta y recubre el suelo sobre el que se asientan nuestros pies.
Nuestro arte es muy antiguo y está muy extendido. Al igual que nuestra estirpe, ha
debido de venir de Oriente a Occidente, con el Sol, y se ha debido de extender hasta
los confines del mundo. En todas partes ha tenido que luchar con dificultades
distintas, y como la necesidad ha aguzado siempre el espíritu del hombre y le ha
llevado siempre a nuevos descubrimientos, por esto el minero encuentra en todas
partes incitaciones para aumentar sus conocimientos y multiplicar sus artes, y, de este
modo, enriquecer a su país con experiencias provechosas.
—Vosotros, los mineros —dijo el eremita—, sois una especie de astrólogos al
revés: mientras que éstos están siempre mirando al cielo y recorriendo con la vista
sus inmensidades, vosotros dirigís vuestra mirada al fondo de la Tierra y escudriñáis
su arquitectura. Aquéllos estudian las virtudes e influencias de las estrellas, vosotros
investigáis las fuerzas de las rocas y montañas y los efectos de los variados estratos.
Para aquéllos el cielo es el libro del futuro, para vosotros la Tierra es el monumento
de un remoto pasado del mundo.
—Esta relación entre astrólogos y mineros —dijo el anciano sonriendo— no deja
de tener su significado: los luminosos profetas tienen quizá mucho que ver con la
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vieja historia de la extraña formación de la Tierra. Es posible que con el tiempo estos
hombres sean mejor conocidos y explicados por sus obras, y, a su vez, que estas obras
lo sean por aquellos hombres. Tal vez las grandes cadenas de montañas nos muestran
las huellas de sus antiguos caminos, quizás han querido sostenerse por sí mismas y
seguir su propia senda hacia el cielo. No pocas de ellas han tenido atrevimiento
suficiente para elevarse hacia lo alto, como queriendo ellas también llegar a ser
estrellas; para ello han tenido que renunciar, al bello ropaje de verdor que cubre las
tierras bajas. De este empeño no han sacado otro provecho que el tener que ayudar a
la formación de las lluvias y los vientos que azotarán a las otras montañas, sus
progenitoras. Para las tierras bajas son ellas profetas que tan pronto las protegen
como las anegan bajo la furia de los temporales[19].
—Desde que vivo en esta cueva —prosiguió el eremita— he aprendido a meditar
más sobre los tiempos pasados. No sabría cómo explicaros el encanto que para mí
tienen estas meditaciones: podéis creer que no me cuesta nada imaginar el amor que
los mineros han de tener por su oficio. Cuando contemplo esta cantidad de huesos
que se encuentran por todas partes en estas cuevas, todos ellos extraños y procedentes
de remotas épocas; cuando pienso en los tiempos salvajes en que estos extraños
monstruos, acosados tal vez por el miedo, penetraban en estas cuevas, en apretadas
manadas, para venir luego a morir en ellas; cuando me remonto a los tiempos en que
se formaban estas cuevas y en los que inmensos océanos cubrían la Tierra, me el veo
a mí mismo como un sueño del futuro, como un hijo de la paz eterna. ¡Qué tranquila
y pacífica, qué suave y clara es la naturaleza que vemos hoy en comparación con la
de aquellos tiempos violentos y enormes! La más terrible de las tempestades, el más
espantoso de los terremotos no es más que un leve eco de aquellos espeluznantes
dolores de parto. En aquellos tiempos, las plantas, los animales, y hasta los hombres,
si es que los hubo en aquellas islas perdidas en el océano, debieron de tener una
complexión más fuerte, y más ruda —de lo contrario tendríamos que dudar de la
verdad de todas las antiguas fábulas que nos hablan de un pueblo de gigantes.
—Es confortable y alentador —dijo el viejo— comprobar esta lenta pacificación
de la Naturaleza. Parece que en ella ha ido cuajando poco a poco un íntimo acuerdo
entre sus elementos, una pacífica comunidad y una mutua protección y vivificación:
de este modo podemos esperar siempre tiempos mejores. Es posible que de vez en
cuando fermente todavía la antigua levadura, y que de ello se sigan algunas
conmociones violentas de la Tierra; pero ahora el hombre ve ya este empeño
indetenible hacia una estructura más libre y más armónica, y bajo esta nueva luz
cualquier conmoción no es más que un fenómeno pasajero que nos acerca más a la
gran meta. Puede ser que la Naturaleza no sea ya tan fructífera como antes, que en
nuestros días no veamos surgir ya más metales ni piedras preciosas, más rocas ni
montañas, que las plantas y los animales ya no adquieran el tamaño sorprendente y la
fuerza que tuvieron entonces; conforme se ha ido agotando la fuerza engendradora de
la Tierra han ido creciendo las fuerzas del orden y la forma, las virtudes que
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ennoblecen los elementos y los aúnan; el espíritu de la Naturaleza se ha vuelto más
sensible y tierno, su fantasía más diversa y rica en símbolos, su mano más ligera y
diestra: se aproxima al hombre; y si en tiempos fue una roca de cuyo seno salieron, en
terribles partos, los primeros seres que poblaron la faz de la Tierra, ahora es una
planta que va creciendo reposadamente, un artífice silencioso, casi humano. ¿Qué
necesidad habría, si no, de ir aumentando todos estos tesoros si su gran cantidad
alcanza ya para un período de tiempo que no podemos ni imaginar? Con ser tan
pequeño el espacio que he recorrido, desde el primer momento, no más llegar ya he
descubierto tantas cosas que los hombres de hoy en día no llegarán a poder utilizar:
tendrán que quedar para las generaciones que les sigan. ¿Qué riquezas no llegan a
esconder las montañas del Norte? ¿Qué cantidad de señales favorables no he llegado
a encontrar yo en mi patria, por todas partes, como en Hungría, al pie de los Cárpatos
y en los valles rocosos del Tirol, de Austria y de Baviera? Con sólo que me hubiera
podido llevar todo lo que he podido coger del suelo o arrancar de la roca sería ahora
un hombre rico. Muchas veces he creído encontrarme en un jardín encantado. Todo lo
que veía era de metales preciosos y tenía las más bellas formas. En los gráciles rizos
y en las ramas de la planta colgaban frutos transparentes, brillantes y rojos como el
rubí, y aquellos pesados arbolitos se levantaban sobre un suelo de cristal de una
calidad tal que ningún artesano sería capaz de imitar. Uno no daba crédito a sus
sentidos en aquellos lugares maravillosos, no se cansaba de recorrer aquellas selvas
fascinantes ni de alegrar la vista con tanta pedrería. Sin ir más lejos, en el viaje que
ahora estoy haciendo he visto gran cantidad de cosas interesantes, y no dudo que en
otros países la Tierra es tan fecunda y derrochadora como aquí.
—No hay duda —dijo el desconocido—, basta con pensar en los tesoros de
Oriente, y ¿no es verdad que la lejana India, África y España fueron ya famosas en la
antigüedad por las riquezas de su suelo? Es sabido que los guerreros no acostumbran
a fijarse en las vetas y en las grietas de las montañas; con todo, en este aspecto puedo
decir que algunas veces me he parado a observar estas franjas brillantes que son
como extraños capullos que anuncian una flor y un fruto inesperados. ¿Quién podía
imaginar, cuando yo antes pasaba contento bajo la luz del día junto a estas obscuras
cavernas, que, andando el tiempo, iba a terminar mis días en el seno de una montaña?
Mi amor me llevó orgulloso por la Tierra y esperaba alcanzar la vejez y dormir el
último sueño en los brazos de la amada. Terminó la guerra y partí para mi casa con la
alegre esperanza de que allí podría pasar en paz y sosiego el otoño de mi vida. Pero el
genio de la guerra parecía ser el genio de mi felicidad. Mi María me había dado dos
hijos en Oriente. Ellos eran la alegría de mi vida. La travesía y los malos aires de
Occidente dañaron su floración. Al poco de llegar a Europa los enterraba. Mi esposa
estaba desconsolada; dolorido y apenado la llevé a mi patria. Una callada melancolía
debió de ir royendo el hilo de su vida. En un viaje que tuve que emprender al poco de
mi llegada y en el que ella, como siempre me acompañaba, se murió dulce e
inesperadamente en mis brazos. Fue cerca de aquí precisamente donde terminó
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nuestro peregrinar por la Tierra. En aquel momento mi decisión estaba madura.
Encontré lo que nunca había esperado: una luz divina descendió sobre mí, y desde el
día que enterré a mi esposa, en este mismo lugar, una mano celestial se llevó todas las
penas de mi corazón. El sepulcro la mandé levantar más tarde. Muchas veces cuando
una cosa parece que termina, lo que ocurre en realidad es que empieza: esto es la que
ha sucedido en mi vida. Que Dios os dé a todos vosotros una vejez dichosa y una paz
de espíritu como me ha dado a mí.
Enrique y los mercaderes habían escuchado con atención las palabras del eremita.
El primero sentía nuevos cambios, nuevos movimientos en su espíritu, tan lleno de
presagios. Muchas de las palabras y de los pensamientos de aquel anciano habían
caído en su interior como una semilla vivificadora que le sacaba del angosto recinto
de sus pocos años y, en un momento, le levantaban a las alturas del mundo. Aquellas
horas que acababa de vivir le parecían largos años: estaba convencido de que nunca
había sentido ni pensado de otra manera.
El eremita les enseñó sus libros. Eran antiguas leyendas y libros de historia.
Enrique hojeaba aquellas páginas de letras grandes y bellas pinturas; las cortas líneas
de los versos, los títulos, algunos pasajes y los dibujos, limpios y minuciosos, que,
como palabras que hubieran tomado cuerpo, se encontraban aquí y allá para ayudar a
la imaginación del lector, excitaban la curiosidad del muchacho. El eremita notó el
íntimo placer con que examinaba aquellos libros y le explicó las singulares imágenes
que había en ellos. Reproducían las más variadas escenas de la vida: batallas,
entierros, bodas, naufragios, cavernas y palacios; reyes, héroes, sacerdotes, jóvenes y
viejos, gente ataviada con trajes extranjeros y extraños animales aparecían allí
agrupados y combinados de distintas maneras. Enrique no se cansaba de mirar todo
aquello; aquel solitario ejercía sobre él una irresistible fascinación, su único deseo
hubiera sido quedarse con él para que le instruyera sobre aquellos libros.
A todo esto el anciano le preguntó si por allí había todavía más cavernas; el
eremita le dijo que no muy lejos de donde estaban había algunas muy grandes, que él
les acompañaría para que las vieran. El anciano aceptó el ofrecimiento. El eremita,
viendo la afición con que Enrique examinaba aquellos libros, le sugirió que se
quedara y que siguiera mirándolos mientras ellos estaban en aquellas cuevas. Enrique
estuvo muy contento de quedarse allí y le dio las gracias de todo corazón por su
licencia. El muchacho iba hojeando aquellas obras con un placer indecible, hasta que
al final vino a caer en sus manos un libro escrito en una lengua que a él le pareció
tener alguna semejanza con el latín y el italiano. Sin entender una sola palabra de
aquel texto el libro le gustaba sobremanera: lo que el muchacho hubiera dado por
conocer aquella lengua… No tenía título; sin embargo, hojeándolo encontró algunos
dibujos. Se quedó asombrado al verlos: le parecía haber visto alguna otra vez aquellas
imágenes. Miró con algo más de atención y descubrió con pasmo su propia figura; no
era muy difícil distinguirla de entre las otras. Le parecía aquello un sueño; miró
varias veces más: sí, no había duda, era él. No daba crédito a sus sentidos; en otro de
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los dibujos se vio de nuevo a sí mismo; aquella vez se encontraba en aquella cueva y
junto a él estaban el eremita y el anciano. Examinando lentamente las ilustraciones de
aquel libro fue encontrando figuras conocidas: sus padres, el duque y la duquesa de
Turingia, su amigo él capellán de la corte, la muchacha oriental y algunos más; sin
embargo, iban vestidos de un modo distinto a como él les había visto siempre;
parecían como de otra época. Aunque no conocía sus nombres, muchas de las figuras
de aquel libro le resultaban conocidas. Su propia imagen aparecía en muchos sitios.
Hacia el final de la obra iba tomando una forma más grande y más noble. En sus
brazos descansaba la guitarra, y la duquesa le entregaba una corona. Se vio en la corte
imperial, yendo en barco, en los brazos de una dulce y grácil muchacha, luchando con
hombres de aspecto salvaje y en amigable conversación con sarracenos y moros. Un
hombre de aspecto grave y venerable se encontraba muchas veces junto a él. El
muchacho sentía un profundo respeto por esta figura alta y noble, y le gustaba verse
al lado de ella. Las últimas imágenes eran muy obscuras y apenas se podía ver lo que
representaban; sin embargo, le causó una gran sorpresa descubrir allí algunas de las
figuras de aquel sueño que había tenido[20]. Enrique sentía un profundo arrobamiento.
Parecía que a aquel libro le faltaban las últimas páginas. El joven estaba muy
afligido: su único deseo hubiera sido poder leer el libro y poseerlo completo. Estaba
examinando una y otra vez aquellos dibujos cuando, sorprendido y confuso, vio
regresar al eremita y sus acompañantes. Una extraña vergüenza se apoderó de él. No
se atrevía a revelar su descubrimiento; cerró el libro y se limitó a preguntarle al
eremita, como de paso, sin mostrar gran interés por aquello, cuál era el título de
aquella obra y en qué lengua estaba escrita. Éste le contestó que estaba escrito en
provenzal.
—Lo leí hace mucho tiempo —dijo el eremita—; en este momento no me acuerdo
muy bien de su contenido. Sé que es un relato que habla de las maravillosas aventuras
de un poeta; que es un libro que ensalza la poesía y que explica lo que es este arte en
sus distintas formas. En este manuscrito falta el final; lo traje de Jerusalén, lo
encontré entre las cosas que dejó un amigo mío y me lo llevé como recuerdo suyo.
El anciano, los mercaderes, el chico que quería ser minero y Enrique, se
despidieron del eremita. Enrique lloró de pena y emoción, hasta tal punto le había
interesado aquella cueva y había tomado cariño a aquel eremita. Todos le abrazaron;
también él parecía haber cobrado afecto a aquellos visitantes. Enrique creyó notar que
a él le miraba de un modo especialmente amable y penetrante. Las palabras de
despedida que le dedicó eran extrañamente significativas; como si conociera los
descubrimientos que él había hecho en aquel libro y aludiera a ellos. Los acompañó
hasta la entrada de la cueva después de rogarles, a todos, pero de un modo especial al
chico, que no hablaran de él para nada a los campesinos, porque de lo contrario,
decía, se exponía a que le importunaran. Así se lo prometieron, y mientras, se
despedían de él y se encomendaban a sus oraciones, dijo el eremita:
—Cuándo, no lo sabemos, pero un día volveremos a vernos. Entonces
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sonreiremos pensando en todo lo que hemos dicho hoy: una luz celestial nos
envolverá a todos y nos alegraremos de habernos encontrado en este valle de pruebas,
de haber amigado y de haber visto que a todos nos animan unos mismos
pensamientos y unas mismas esperanzas. No dudéis que son los ángeles quienes nos
han reunido aquí. Si no apartáis los ojos del cielo no perderéis nunca el camino que
lleva a vuestra patria.
Con un silencioso recogimiento se separaron del eremita; pronto encontraron a los
compañeros que no se habían atrevido a entrar, y así, contando toda clase de cosas, no
tardaron en llegar al pueblo, donde la madre de Enrique, inquieta ya por su tardanza,
les recibió con gran alegría.
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6
El hombre que ha nacido para los negocios y para la vida activa no puede gozar
temprano de la contemplación personal de todas las cosas ni de la experiencia viva de
ellas. Se ve forzado a intervenir activamente en todo y atravesar situaciones muy
diversas; en cierto modo, tiene que curtir su espíritu contra las impresiones a que se
ve expuesto en toda situación nueva y contra la dispersión que pueda querer
imponerle la cantidad y diversidad de cosas con las que tiene que vérselas; incluso
bajo el acoso de grandes acontecimientos necesita saber seguir el hilo de sus negocios
y no perder la agilidad y la destreza para conseguir lo que se propone. No debe ceder
al atractivo de una callada contemplación de las cosas. Su alma no debe ser una
contempladora de su interioridad, debe estar siempre atenta a lo que pasa fuera de ella
y debe ser una servidora diligente, rápida y decidida de la inteligencia. Este tipo de
hombres son verdaderos héroes: en torno a ellos se agolpan los grandes
acontecimientos, como buscando a quien los desenmarañe y quien los lleve por buen
camino. Bajo su influencia todos los azares se convierten en historia; la vida de estos
hombres es una cadena ininterrumpida de sucesos brillantes y extraños, intrincados y
singulares.
Muy distinto es lo que ocurre a este hombre pacífico e ignorado cuyo mundo es
su espíritu, cuya actividad es la contemplación y cuya vida es un silencioso ir
modelando las fuerzas de su interior. Ninguna inquietud le lleva a salir de sí mismo.
Una tranquila posesión le basta, y el gran espectáculo que se da fuera de su alma no
le tienta a participar en él, sino que todo lo que en el exterior ve de significativo y
maravilloso le interesa únicamente como objeto de su contemplación. Su anhelo por
captar el espíritu que anima este espectáculo es lo que le mantiene a distancia de él, y
este espíritu es el que le destinó para este misterioso papel que su alma debe cumplir
en este mundo humano. Aquel otro tipo de hombre, en cambio, es el que representa
los miembros externos, los sentidos y las fuerzas que brotan de este mundo.
La vida agitada y los grandes acontecimientos le perturbarían. Su destino es una
vida sencilla; el rico contenido y las múltiples manifestaciones del mundo los conoce
sólo a través de libros y narraciones. A lo largo de su vida sólo muy raras veces
ocurre que un acontecimiento externo se lo lleve por algún tiempo y lo meta en su
vertiginoso torbellino, y esto únicamente para que así, por experiencia propia, pueda
conocer mejor la situación y el carácter del hombre de acción. En cambio, los
acontecimientos más insignificantes y habituales, hieren su fina sensibilidad y le
presentan, de un modo rejuvenecido, aquel inmenso mundo; no da ningún paso que
no haga en él los más sorprendentes descubrimientos sobre la esencia y el significado
de aquellas pequeñas cosas. Son los poetas, aquellos extraños caminantes que pasan
de vez en cuando por nuestras casas y que renuevan el misterio antiguo y venerable
de la Humanidad y de sus primeros dioses: las estrellas, la primavera, el amor, la
felicidad, la fecundidad, la salud y la alegría; los que, viviendo en esta Tierra, están
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en posesión ya de la paz celestial; aquellos hombres que, inmunes al ajetreo de las
locas ansias de poseer, aspiran sólo el perfume de los frutos de la Tierra sin
consumirlos y, por tanto, sin ser encadenados definitivamente a las bajezas de este
mundo. Son huéspedes libres que entran pisando levemente, con pie de oro, y cuya
presencia, sin saber cómo, nos infunde alas a todos. Como un rey bueno, un poeta se
conoce porque en torno a él se encuentran rostros claros y alegres; sólo a él le
corresponde con justicia el nombre de sabio. Comparemos al poeta con el héroe y
veremos cómo no es nada raro que los cantos de los poetas hayan despertado el
heroísmo en el corazón de los jóvenes; en cambio, nunca se ha oído decir que los
hechos heroicos hayan suscitado en ningún alma el espíritu de la poesía.
Enrique había nacido para poeta. En su formación parecían haber confluido toda
una serie de circunstancias y nada había perturbado todavía su vida interior. Parecía
como si todo lo que oyera o viera fuera una nueva puerta que se le franqueara, una
nueva ventana que se le abriera. Ante sus ojos se le revelaba el mundo en toda la
grandeza y multiplicidad de sus relaciones[21], pero el alma de este mundo, la palabra,
todavía no se le desvelaba. Sin embargo, un poeta ya iba acercándose, un poeta que
llevaba a una dulce muchacha de la mano: el sonido de la lengua materna y el
contacto con una boca tierna y delicada iban a mover pronto aquellos labios
balbucientes y a desplegar el sencillo acorde en infinitas melodías[22].
El viaje había terminado. Caía la tarde cuando nuestros viajeros, contentos y sin
haber sufrido contratiempo alguno, llegaban a la famosa ciudad de Ausburgo y, llenos
de impaciencia, encaminaban sus cabalgaduras por sus estrechas calles hacia la noble
mansión que el viejo Schwaning tenía allí.
A Enrique le había maravillado aquel país nada más llegar. El bullicio y
animación de las calles así como las grandes casas de piedra de aquella ciudad le
causaban una grata impresión: jamás había visto nada semejante. La perspectiva de su
estancia en Ausburgo le causaba una íntima alegría. Su madre estaba también muy
contenta de verse de nuevo en su querida ciudad natal, después del largo y fatigoso
viaje que acababan de hacer: allí iba a abrazar de nuevo a su padre y a sus viejos
amigos, les iba a presentar a su Enrique y, en medio de recuerdos queridos, iba a
olvidar por un tiempo las preocupaciones propias de un ama de casa. Por su parte, los
mercaderes esperaban hacer buenos negocios y desquitarse de las incomodidades del
viaje con las distracciones que iba a ofrecerles aquella ciudad.
La casa del viejo Schwaning estaba iluminada, de ella llegaba una alegre música.
—¿Qué os apostáis a que vuestro abuelo está dando una fiesta? —dijeron los
mercaderes—. Ni a propósito hubiéramos llegado más a tiempo. Vaya sorpresa la que
se va a llevar con estos huéspedes inesperados, con ellos sí que no contaba el viejo.
Poco se imagina que la verdadera fiesta va a empezar ahora.
Enrique estaba confuso; a su madre sólo le preocupaba cómo iba a presentarse
vestida de aquella manera. Se apearon todos; los mercaderes se quedaron con los
caballos; Enrique y su madre entraron en aquella magnífica casa. Abajo no se veía a
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nadie. Madre e hijo tuvieron que subir por la amplia y curvada escalera. Salieron
algunos criados; ellos les pidieron que le dijeran al viejo Schwaning que habían
llegado unos extranjeros que querían hablarle. Al principio los criados pusieron
algunas dificultades: el aspecto externo de los viajeros no era precisamente el mejor.
Con todo, les anunciaron al señor de la casa. Al poco salió el viejo Schwaning. De
momento no los reconoció y les preguntó cómo se llamaban y qué querían. La madre
de Enrique rompió a llorar y, arrojándose en brazos del anciano, gritó entre lágrimas:
—¿Ya no conocéis a vuestra hija? Os traigo a mi hijo.
El anciano padre no podía contener su emoción y estuvo largo rato estrechando a
su hija contra su pecho. Enrique se arrodilló y le besó tiernamente la mano. Él le
mandó levantarse y abrazó a madre e hijo.
—Vamos, entrad enseguida —dijo Schwaning—. Toda esta gente son amigos y
conocidos míos y se van a alegrar muchísimo de veros. La madre de Enrique parecía
vacilar un poco y no se decidía a entrar. Pero no tuvo tiempo de pensarlo. El padre les
llevó a los dos a una gran sala, de alto techo y muy bien iluminada, y en medio del
alegre bullicio de gente, ataviados todos con espléndidos trajes, gritó:
—Aquí os traigo a mi hija y a mi nieto de Eisenach.
Todos los ojos se volvieron a la puerta; todo el mundo se acercó a ver a los recién
llegados. Enrique y su madre estaban deslumbrados y confusos de verse tan mal
vestidos y llenos de polvo en medio de todo aquel lujo. Mil exclamaciones de alegría
corrían de boca en boca. Viejos conocidos se apiñaban en torno a la madre. Todo eran
preguntas. Todos querían ser los primeros en ser reconocidos y saludados por ella.
Mientras los de más edad estaban con la madre, los más jóvenes fijaban la atención
en aquel muchacho extranjero que estaba allí junto a su madre con los ojos bajos y
sin atreverse a mirar de nuevo la cara de aquella gente, extraña para él. Su abuelo le
presentó a sus amigos y conocidos y le preguntó por su padre y por las incidencias
del viaje.
La madre se acordó de los mercaderes que amablemente se habían ofrecido a
quedarse con los caballos. Se lo dijo a su padre, el cual mandó enseguida que fueran a
buscarlos y que les invitaran a subir. Los caballos fueron llevados a las cuadras y al
poco entraron los mercaderes.
Schwaning les dio las gracias de todo corazón por haber acompañado tan
amablemente a su hija. Entre los presentes encontraron a muchos conocidos con los
que cambiaron amables saludos. La madre preguntó dónde podría mudarse de ropa.
Schwaning la llevó a su habitación y Enrique la siguió, también él quería vestirse con
algo digno de aquella fiesta.
De entre todos los asistentes había un hombre que llamó la atención del
muchacho de un modo especial: le parecía haberlo visto en muchos grabados de aquel
libro, a su lado. Por la nobleza de su porte se distinguía de todos los demás. En su
rostro se dejaba ver un espíritu a la vez grave y sereno; su frente amplia y bellamente
curvada, sus ojos grandes, negros, penetrantes y que revelaban una energía interior,
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un pliegue burlón en torno a su alegre boca, y su aspecto franco y varonil le hacían
sobresalir de entre los demás y le daban un especial atractivo. Era de complexión
fuerte, sus movimientos eran reposados y estaban llenos de expresividad y parecía
que allí donde estaba hubiera él querido estar eternamente.
Enrique preguntó a su abuelo quién era aquel señor.
—Me gusta —dijo el anciano— que te hayas fijado ya en él. Es Klingsohr, el
poeta, un gran amigo mío. Puedes estar orgulloso de ser amigo y conocido de este
hombre, más que si lo fueras del emperador… Pero ¿y tu corazón, muchacho, cómo
anda? Este poeta tiene una hermosa hija; es posible que te llame la atención más ella
que su padre. Me extrañaría mucho que no la hubieras visto ya.
Enrique se ruborizó.
—Estaba distraído, abuelo. Había tanta gente; sólo me he fijado en vuestro amigo.
—Se nota que eres del Norte. Habrá que espabilarte aquí. Ya es hora de que
aprendas a fijarte en 1os ojos hermosos.
Madre e hijo se habían cambiado ya de ropa. Los tres volvieron a la sala; mientras
tanto se habían ultimado los preparativos para la cena. Schwaning llevó a Enrique a
ver a Klingsohr y le contó que su nieto se había fijado en él nada más llegar y que
tenía grandes deseos de conocerle.
Enrique estaba avergonzado. Klingsohr estuvo muy amable con él y le habló de
su patria y de su viaje. Era tal la intimidad que había en la voz de aquel hombre que
al muchacho se le pasó enseguida el miedo y se atrevió a conversar con él con toda
franqueza y desenvoltura. Al rato volvió Schwaning acompañando a la hermosa
Matilde.
—Aquí tenéis a mi tímido nieto. Acogedlo amablemente y no le toméis en cuenta
que se haya fijado antes en vuestro padre que en vos. No hay cuidado: la luz de
vuestros ojos despertará la juventud que duerme en él. En su patria la primavera llega
tarde.
Enrique y Matilde se ruborizaron. Se miraron y se quedaron prendados uno del
otro. Ella, con voz que apenas se oía, le preguntó si le gustaba bailar. No había
terminado casi de decir que sí, cuando una alegre música de danza empezó a sonar. Él
le ofreció la mano en silencio; ella le dio la suya y ambos se mezclaron en el corro de
parejas que bailaban.
Schwaning y Klingsohr les miraban. A la madre y a los mercaderes les gustaba
ver la agilidad de Enrique y de su bella compañera. La madre estaba ocupada en
atender a sus amigas de juventud: todas se hacían lenguas sobre aquel muchacho tan
bello y le deseaban lo mejor para aquel hijo que tantas promesas encerraba. Klingsohr
le dijo a Schwaning:
—Vuestro nieto tiene un rostro especialmente atractivo. Revela un espíritu claro y
amplio y su voz sale del fondo del corazón.
—Espero —contestó Schwaning— que lo vais a tener como alumno, y que va a
ser aprovechado. Me parece que ha nacido para poeta. Que vuestro espíritu se pose
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sobre él. Se parece a su padre; sólo que el muchacho parece menos fogoso y no tan
voluntarioso. Su padre, cuando era joven, tenía muy buenas disposiciones. Le faltaba
una cierta libertad de espíritu. Pudiera haber llegado a ser más que un artesano hábil y
diligente.
Enrique hubiera deseado que la danza no terminara nunca. Su mirada, con honda
complacencia, descansaba en las rosadas mejillas de su pareja. Los inocentes ojos de
ella no esquivaban la mirada del muchacho. Parecía como si el espíritu de su padre
hubiera tomado en aquella muchacha su figura más bella y graciosa. De sus grandes
ojos, tranquilos y serenos, emanaba eterna juventud. Sobre un fondo de luz azul
celeste se veía el suave resplandor de dos alegres estrellas pardas, y en torno a ellas se
arqueaba graciosamente la frente y la nariz. Su rostro era un lirio que se inclinaba
hacia el Sol naciente, y de su cuello blanco y esbelto venían serpenteando azules
venas que en graciosas curvas rodeaban sus tiernas mejillas. Su voz era como un eco
lejano, y su cabecita, de pelo rizado y castaño, parecía flotar, solo, sobre su grácil
figura.
Entraron criados con fuentes y la danza terminó. Las personas de más edad se
sentaron a un lado de la mesa y los jóvenes al otro.
Enrique se sentó al lado de Matilde; a la izquierda del muchacho una mujer joven,
de la familia, y frente a él Klingsohr. Matilde hablaba muy poco; Verónica —que éste
era el nombre de la otra vecina—, en cambio, no cesaba de hablar. Enseguida se hizo
amiga de Enrique y en un momento le presentó a todos los asistentes. Él no oía
muchas de las cosas que le decía, le hubiera gustado girarse hacia el otro lado más a
menudo. Klingsohr cortó la charla de Verónica. Le preguntó al muchacho qué era
aquella cinta que llevaba prendida a su casaca y qué significaban aquellas extrañas
figuras que había en ella. Él le contó emocionado la historia de aquella mujer oriental
que había conocido durante el viaje. Matilde lloraba y Enrique apenas podía contener
las lágrimas. Y esta historia le llevó a trabar conversación con ella, mientras todo el
mundo hablaba de mil cosas y Verónica se reía y bromeaba con sus conocidos.
Matilde le contaba a Enrique cosas de Hungría, a donde su padre solía pasar
temporadas, y de la vida de Ausburgo.
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Todo el mundo estaba alegre y contento. La música alejaba toda reserva y toda
timidez del trato entre a unos y otros y, avivando las inclinaciones naturales de todos,
las convertía en un animado juego. Magníficos a cestos de flores, colocados sobre la
mesa, esparcían un delicioso aroma, y el vino, que corría por entre las fuentes y las
flores, agitaba sus alas y dejaba caer entre los invitados y el mundo un velo de mil
colores. Enrique comprendía por primera vez lo que era una fiesta. Le parecía que mil
alegres espíritus revoloteaban en torno a la mesa, en callada armonía con la alegría de
los comensales, viviendo su misma vida y dejándose embriagar por los mismos
goces. La alegría de vivir se erguía ante él como un árbol sonoro rebosante de
dorados frutos de oro. El mal estaba ausente de allí; el muchacho no comprendía
cómo alguna vez los deseos del hombre hubieran podido apartarse de este árbol para
buscar los peligrosos frutos del conocimiento, para dirigirse al árbol de la Guerra.
Ahora es cuando comprendía el sentido que tienen el vino y los manjares. Nunca
como entonces los había encontrado tan deliciosos: le parecía como si un bálsamo
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celestial los adobara, y como si en las copas brillara el esplendor de la vida de la
Tierra.
Unas muchachas trajeron al viejo Schwaning una corona de flores recién cogidas.
Él se la puso sobre su cabeza, besó a las doncellas y dijo:
—Ahora traedle una también a nuestro amigo Klingsohr; os vamos a dar las
gracias enseñándoos algunas canciones nuevas. La mía vais a oírla enseguida. Hizo
una señal a los músicos y cantó con voz sonora:
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Reprimir nuestros anhelos,
ser duras y frías como el hielo,
no corresponder a las bellas miradas,
estar solas, trabajar,
no ceder a ningún ruego:
¿Es esto la juventud?
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Que nadie se acerque a su morada
cuando se agita impaciente
y, con fuerza juvenil,
rompe cadenas y ataduras.
Invisibles centinelas
le velan mientras duerme;
a quien traspasa sus santos umbrales
le alcanza su implacable lanzada.
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Schwaning se reía a gusto. Ellas se resistieron todavía un poco, pero no sirvió
para nada. Tuvieron que ofrecer sus dulces labios al beso del poeta. A Enrique le
pareció muy bien este privilegio de los poetas, y así hubiera querido decirlo en voz
alta; pero ante una vecina tan seria le daba vergüenza. Verónica era una de las que
habían ido a buscar las coronas. Volvió muy contenta y le dijo a Enrique:
—¿Qué bien, verdad, esto de ser poeta?
El muchacho no se atrevió a aprovecharse de esta pregunta. En su corazón
luchaban una alegría desbordante y la seriedad del primer amor. Y como la
encantadora Verónica se puso a bromear con los otros, el muchacho tuvo tiempo de
calmar un poco su primer impulso. Matilde le contó que tocaba la guitarra.
—¡Oh —dijo Enrique—, cómo me gustaría que me enseñarais! Hace tanto tiempo
que tengo ganas de tocar este instrumento.
—Me enseñó mi padre —dijo ella, ruborizándose—; él la toca admirablemente.
—Sin embargo —contestó Enrique—, yo creo que con vos aprendería antes. ¡Qué
placer poder oír vuestro canto!
—No os hagáis muchas ilusiones.
—¡Oh! —dijo Enrique—. ¿Por qué no si sólo vuestras palabras son ya un canto y
si vuestra figura presagia una música celeste?
Matilde se calló. Su padre trabó conversación con Enrique; el muchacho hablaba
con cálido entusiasmo. Los circunstantes se quedaron maravillados de la elocuencia
de aquel mozo, de sus ideas y de la gran cantidad de imágenes con las que se
expresaba. Matilde le miraba con silenciosa atención. Parecía gustarle lo que decía
Enrique: eran unas palabras comentadas y aclaradas por la vivaz expresividad de su
rostro. Los ojos del muchacho brillaban con una luz desusada. De vez en cuando se
volvía a Matilde y quedaba sorprendido de la expresión de su rostro. Sin darse
cuenta, en el ardor de la conversación, cogió la mano de la doncella; ésta no podía
evitar el asentir a muchas de las cosas que él decía apretándole ligeramente la mano.
Klingsohr sabía mantener este entusiasmo y poco a poco le hizo subir toda el alma a
los labios.
Al fin todo el mundo se levantó. Los grupos se mezclaron unos con otros. Enrique
se quedó al lado de Matilde; de pie, apartados del resto de los invitados, pasaban
desapercibidos. El muchacho tomó la mano de su compañera y la besó tiernamente.
Ella se la dejó y le miró con indecible ternura. Él, sin poderse contener, se inclinó
hacia ella y la besó en los labios. Ella, sorprendida, contestó sin darse cuenta a su
ardiente beso.
«¡Matilde!».
«¡Enrique!».
Esto fue todo lo que pudieron decirse el uno al otro. Ella le estrechó la mano y fue
a juntarse con los otros. A Enrique le parecía estar en el cielo. Su madre se acercó a
él. El muchacho le expresó toda su ternura.
—¿Verdad que hemos hecho bien viniéndonos a Ausburgo? —dijo ella—. ¿Te
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gusta, verdad?
—Madre —dijo Enrique—, nunca me lo hubiera podido imaginar. ¡Qué
maravilloso es todo!
El resto de la velada transcurrió en una alegría sin fin. Los viejos jugaban,
charlaban y contemplaban las danzas. En la sala, la música, como un mar de delicias,
mecía en sus olas a la juventud embriagada.
Enrique sentía los encantadores anuncios del primer placer y del primer amor.
También Matilde se dejaba llevar por el halago de aquellas olas y cubría sólo tras un
leve velo su tierna confianza y la inclinación hacia él que se despertaba en su alma. El
viejo Schwaning se daba cuenta de la comprensión mutua que iba a surgir pronto
entre aquellos dos jóvenes y les hostigaba amablemente con bromas y chanzas.
Klingsohr le había tomado cariño a Enrique y se alegraba de ver los tiernos
sentimientos que en él había despertado Matilde. Los otros jóvenes y las otras
muchachas se habían dado cuenta en seguida, también, de aquel naciente amor. Le
gastaban bromas a Matilde, aquella muchacha tan seria, aludiendo al joven de
Turingia, y no disimulaban la satisfacción que les causaba el no tener que temer ya la
mirada severa de la muchacha en sus asuntos sentimentales.
Era ya muy entrada la noche cuando los invitados se separaron.
«La primera y la única fiesta de mi vida», se decía Enrique cuando su madre,
cansada, se fue a dormir y él quedó solo.
«¿No es verdad que me está ocurriendo algo parecido a lo que me ocurrió aquella
vez que soñé con la Flor Azul? ¿Qué extraña relación debe de haber entre Matilde y
aquella flor? Aquel rostro que salía del cáliz de la flor y que se volvía hacia mí era el
rostro celestial de Matilde… y además me acuerdo de haberlo visto en aquel libro.
Pero aquella vez, ¿por qué no movió mi corazón como ahora? ¡Oh!, es la encarnación
del espíritu del canto, una digna hija de su padre. Me va a disolver en música. Va a
ser lo más íntimo de mi alma, la que velará el fuego celeste que hay en mí. ¡Qué
eterna fidelidad estoy sintiendo! He venido al mundo sólo para venerarla, para
servirla eternamente, para hacerla el objeto de mis pensamientos y de mis
sentimientos… Pero para contemplarla y para adorarla, ¿no hace falta ser una criatura
especial, distinta y aparte de todas las demás?, y ¿soy yo el afortunado cuya esencia
puede llegar a ser el eco y el espejo de la suya? No es ningún azar lo que me la ha
hecho ver al término de mi viaje, lo que ha hecho que el momento supremo de mi
vida haya estado envuelto por una fiesta tan hermosa como ésta. No podía ser de otra
manera: su sola presencia ¿no lo convierte ya todo en una fiesta?».
Enrique se acercó a la ventana. El coro de estrellas brillaba en la obscuridad del
cielo y al oriente una luz blanca anunciaba la llegada del nuevo día.
En pleno entusiasmo, el muchacho gritó:
«¡Oh, astros eternos, caminantes silenciosos, a vosotros os llamo para que seáis
testigos de mi sagrado juramento: quiero vivir para Matilde, y que mi corazón y el
suyo estén unidos por eterna fidelidad! También para mí se levanta ahora el alba de
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un nuevo día que no tendrá fin. Me ofrezco como eterno holocausto a este Sol
naciente y, ante él, enciendo en mí una llama que no se extinguirá jamás».[24]
Enrique estaba enardecido Y no se durmió hasta muy tarde, cuando ya amanecía.
Los pensamientos que llenaban su espíritu vinieron a entremezclarse en extraños
sueños. De una verde pradera ascendían los tenues destellos de un río azul y
profundo. Una barca surcaba su lisa superficie. En ella estaba sentada Matilde y
remaba. Estaba adornada con guirnaldas, cantaba una canción sencilla y dirigía al
muchacho una mirada llena de dulce melancolía. Enrique sentía una opresión en el
pecho y no sabía por qué. El cielo estaba sereno y las aguas tranquilas. El rostro
celestial de Matilde se reflejaba en las olas. De repente, la barca se puso a dar vueltas
sobre sí misma. Él la llamó con un grito de angustia. Ella, sonriente, dejó el remo en
la barca; ésta seguía dando vueltas sin parar. Un desasosiego sin límites se apoderó
del muchacho. Se lanzó a la corriente, pero no podía avanzar; el agua se lo llevaba.
Ella le hacía señas, parecía querer decirle algo; la barca empezaba a hacer agua; sin
embargo, ella sonreía con una inefable ternura y miraba serenamente aquel remolino
que, de repente, se la tragó. Una suave brisa acarició las aguas de aquel río, que,
como antes, siguió corriendo tranquilo y resplandeciente. La angustia terrible que se
había apoderado del muchacho le hizo perder el conocimiento. No volvió en sí hasta
que se sintió sobre la Tierra firme. Debió de haber recorrido un gran trecho a merced
de aquellas aguas. Se encontraba en un país extraño. No sabía lo que le había
ocurrido. Su vida interior se había esfumado. Sin pensar nada se adentró en aquel
país. Sentía una terrible lasitud. De la falda de una colina salía una pequeña fuente;
sus aguas tintineaban como sonoras campanas. Cogió algunas gotas con la mano y
humedeció sus labios resecos. Aquella terrible aventura había pasado: había sido
como un mal sueño. El muchacho andaba y andaba; las flores y los árboles le
hablaban. Se sentía a gusto, como si estuviera en su patria. De repente, oyó de nuevo
aquella sencilla canción que había oído antes. Corrió en dirección a aquella música.
De pronto, alguien le detuvo, cogiéndole por la ropa.
«¡Enrique!» gritó una voz conocida. El muchacho se dio la vuelta y Matilde le
estrechó entre sus brazos. «¿Por qué corres? ¿Por qué me huyes, Enrique?», dijo ella,
tomando aliento. «Por poco no te alcanzo». Enrique lloraba. El muchacho la
estrechaba contra su pecho. «¿Dónde está el río?», gritó, entre sollozos. «Aquí,
encima de nosotros, ¿no ves sus ondas azules?». Enrique levantó la vista y vio cómo
el río azul discurría silencioso sobre su cabeza. «¿Dónde estamos, Matilde?». «En
casa de nuestros padres». «¿Vamos a estar juntos?». «Sí, eternamente», contestó ella,
apretando sus labios contra los de él y abrazándole tan fuertemente que no podía
separarse del muchacho. Ella pronunció en su boca una palabra extraña y misteriosa
que resonó por todo su ser. Enrique iba a repetirla cuando oyó la voz de su abuelo que
le llamaba y se despertó: Hubiera dado su vida entera por acordarse de aquella
palabra[25].
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Klingsohr, de pie a los pies de su cama, le daba amablemente los buenos días. Él,
despierto ya del todo, se lanzo a sus brazos.
—Esto no va para vos —dijo Schwaning. Enrique sonrió y escondió su rubor en
las mejillas de su madre.
—¿Os gustaría —dijo Klingsohr— desayunar conmigo fuera de la ciudad, en una
hermosa colina? Esta espléndida mañana os va a entonar. Vestiros, Matilde nos espera
ya.
Enrique, desbordante de alegría, dio las gracias a Klingsohr por aquella invitación
tan agradable. En un momento estuvo listo; salió y besó la mano del poeta con gran
efusión.
Fueron a encontrar a Matilde; la muchacha saludó amablemente a Enrique;
llevaba un sencillo vestido de mañana, pero su aspecto era encantadoramente dulce.
Había colocado el desayuno en el cesto, que llevaba en uno de sus brazos; con un
gesto ingenuo y sencillo ofreció la otra mano al muchacho. Klingsohr les seguía, y, de
este modo, atravesando la ciudad, que estaba ya en plena animación, se dirigieron a
una pequeña colina que se levantaba junto al río y desde la que, entre inmensos
árboles, pudieron contemplar un amplio panorama.
—Muchas veces —gritó Enrique— me he recreado viendo la eclosión de la
Naturaleza en sus mil colores y contemplando la pacífica vecindad y convivencia de
sus variadas riquezas, pero nunca como hoy me he sentido henchido de una alegría y
una serenidad tan fecunda y tan pura. Aquellas lejanías me parecen tan cercanas… y
este paisaje, tan rico, es para mí como una visión interior. ¡Qué cambiante es la
Naturaleza!, tan inmutable como parece su superficie… ¡Qué distinta nos puede
parecer si tenemos junto a nosotros a un ángel o a un espíritu poderoso, si vemos
cómo se queja un indigente o si un campesino nos cuenta lo malo que ha sido el
tiempo y lo mucho que necesitan los sembrados días nublados y lluviosos. A vos,
querido maestro, os debo esta beatitud, sí, beatitud, porque no hay palabra que pueda
expresar de un modo más exacto el estado de mi corazón. Alegría, placer, embeleso
son sólo elementos de la beatitud, que es un estado que los enlaza para llevarlos a una
vida más alta.
Enrique estrechó la mano de Matilde contra su corazón, y su mirada de fuego se
sumergió en los ojos dulces y acogedores de la muchacha.
—La Naturaleza —contestó Klingsohr— es para nuestro espíritu lo que los
cuerpos son para la luz. Ellos la retienen, la rompen en extraños colores; en su propia
superficie o en su interior, iluminan una claridad que, cuando es igual a su
obscuridad, los hace claros y transparentes; cuando vence esta obscuridad, irradia de
ellos e ilumina a otros cuerpos. Sin embargo, el agua, el fuego y el aire pueden sacar
a los cuerpos más obscuros de su tiniebla y hacerlos luminosos y brillantes.
—Os comprendo, maestro. Para nuestro espíritu los hombres son cristales, son la
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Naturaleza transparente. Matilde querida, quisiera daros un nombre: zafiro precioso y
puro… Pero, decidme maestro, si tengo razón: me parece que es precisamente cuando
uno más íntimamente familiarizado está con la Naturaleza cuando menos puede, y
quiere, hablar de ella.
—Según como esto se tome —contestó Klingsohr—: no es lo mismo considerar
la Naturaleza desde el punto de vista de nuestro placer y de nuestro sentimiento que
verla desde el punto de vista de nuestro intelecto, de la capacidad de dirigir las
fuerzas del mundo. Hay que guardarse muy bien de que lo uno nos haga olvidar lo
otro. Hay mucha gente que conoce sólo uno de estos dos aspectos y desdeña el otro.
Pero podemos unir ambas cosas y entonces nos encontraremos bien en esta unión. La
lástima es que tan pocos de nosotros nos preocupemos por adquirir, en nuestra vida
interior, libertad y agilidad de movimiento; que tan pocos pensemos en asegurarnos,
por medio de la adecuada separación, el uso natural y adecuado de nuestras potencias
espirituales. Habitualmente una cosa estorba la otra, hasta tal punto que, poco a poco
y sin que nada pueda impedirlo, van surgiendo una indolencia y una apatía tales que
hacen que cuando estos hombres quieren juntar todas sus fuerzas para pasar a la
acción empiece entonces en ellos una confusión y una discordia interior tan grandes
que hacen que todo se tambalee. No me cansaré de recomendaros que pongáis todo
vuestro esfuerzo en sostener y proteger vuestro intelecto y vuestra tendencia natural a
saber cómo tienen lugar todas las cosas y de qué modo se encuentran vinculadas unas
con otras por leyes de causa y efecto. Nada es tan imprescindible al poeta como la
comprensión de la naturaleza de todas las actividades humanas, el conocimiento de
los medios de que éstas se sirven para alcanzar sus fines y la presencia de espíritu
para escoger los más convenientes según el momento y las circunstancias. El
entusiasmo sin la inteligencia es una cosa inútil y peligrosa, y bien pocas maravillas
podrá hacer el poeta si él mismo se asombra todavía de estas maravillas.
—¿Pero no es cierto también que al poeta le es imprescindible tener una fe
profunda en el dominio del hombre sobre su destino?
—Ciertamente, le es imprescindible: y esto es así, porque, cuando él reflexiona de
un modo maduro sobre el destino, le es imposible representárselo de otra manera. Sin
embargo, esta serena certeza, cuán lejos está de aquella medrosa incertidumbre, de
aquel miedo ciego que es la superstición. De ahí que el calor fresco y vivificante de
un espíritu poético sea exactamente lo contrario de aquel ardor incontenible de un
corazón enfermizo. Este es pobre, amodorrante y pasajero; aquél separa nítidamente
unas formas de otras, favorece la creación de las más variadas relaciones y es por sí
mismo eterno. El poeta, a cuando es joven, no es nunca lo frío y reflexivo que hay
que ser. Para llegar a poseer un lenguaje verdadero y melódico hace falta tener un
espíritu amplio, atento y tranquilo. Cuando en el corazón del hombre ruge la tormenta
que arrambla con todo y disuelve la atención en un caos de ideas, entonces no es
posible el verdadero lenguaje; lo único que de ello puede resultar es una palabrería
confusa y enmarañada. Repito: el espíritu, lo que es el espíritu, es como la luz, tan
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tranquilo y sensible, tan elástico y penetrante, tan poderoso e imperceptiblemente
activo como este precioso elemento que se reparte sobre todas las cosas en la justa y
exacta medida y que las hace aparecer a todas con una encantadora variedad. El poeta
es acero puro: tan sensible como un frágil hilo de cristal y, a la vez, tan duro como un
sílex.
—He experimentado ya algunas veces —dijo Enrique— que en los momentos de
más intensa actividad interior me he sentido vivir menos que en los momentos en que
podía moverme libremente y ejercer con placer toda clase de ocupaciones. En estos
últimos me encontraba penetrado por un principio espiritual especialmente fino y
agudo: me era posible utilizar a mi gusto cada uno de mis sentidos, podía darle la
vuelta a cada uno de mis pensamientos, como si realmente fueran cuerpos, y
observarlos desde todos los ángulos. Estaba en el taller de mi padre, silencioso y
tomando parte en lo que allí se hacía, y me sentía feliz siempre que era capaz de
ayudarle en algo y de realizar algo concreto con habilidad y destreza. Esta destreza
tiene un encanto especial y reconfortante, y la conciencia de esta capacidad de actuar
con éxito proporciona un goce más estable y más limpio que aquel sentimiento de
desbordamiento que se experimenta ante lo sublime incomprensible e inmenso.
—No creáis, con todo —dijo Klingsohr—, que censuro esto último; lo que ocurre
es que debe venir solo, no debemos buscarlo. Lo raro y escaso de su aparición tiene
un efecto benéfico; si se prodiga llega a fatigar y a restarle a uno fuerzas. En este caso
no es uno capaz de arrancarse con suficiente prontitud del dulce adormecimiento que
este sentimiento deja, y de volver a una ocupación regular y trabajosa. Ocurre aquí
como en los agradables sueños de la duermevela matinal: sólo haciéndonos violencia
podemos deshacernos del sopor de su torbellino, si es que no queremos ser víctimas
de un cansancio cada vez más opresivo y arrastrarnos así el día entero en un estado de
agotamiento que linda con la enfermedad.
—La Poesía —continuó Klingsohr— quiere ante todo que se la practique como
un arte riguroso. Como mero goce deja de ser poesía. Un poeta no debe ser alguien
que anda ocioso todo el día de un lado para otro a la caza de imágenes y sentimientos.
Hacer esto sería equivocar totalmente el camino. Un espíritu puro y abierto, una
facilidad para la reflexión y la observación, y una habilidad para poner en
movimiento todas nuestras facultades y para mantenerlas así, para que se den vida
unas a otras, éstos son los requisitos de nuestro arte. Si queréis que os dé un consejo
os diré que no dejéis pasar ni un día sin haber enriquecido vuestros conocimientos,
sin haber adquirido algunos saberes de utilidad. Esta ciudad es rica en artistas de
todas clases. Aquí hay algunos estadistas de experiencia y algunos comerciantes
cultos. Sin grandes dificultades puede uno trabar conocimiento con todos los
estamentos, con todos los oficios, con todas las condiciones y exigencias de la
comunidad humana. Me gustará mucho instruiros en el aspecto artesanal de nuestro
arte y leer con vos las obras más notables. Al mismo tiempo podréis asistir a las
clases que toma Matilde, y ella os enseñará gustosa a tocar la guitarra. Cada una de
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estas ocupaciones será una preparación para las demás, y, después de haber empleado
la jornada de este modo, la charla y el entretenimiento de las reuniones de la tarde, así
como la contemplación de los bellos paisajes de estos alrededores, os procurarán
todos los días la sorpresa de los goces más puros.
—¡Qué vida tan hermosa me estáis revelando, maestro! Ahora, bajo vuestra
dirección, sí voy a ver de un modo claro la noble meta que se encuentra ante mí; si no
fuera por vuestros consejos no podría aspirar a alcanzarla.
Klingsohr le abrazó tiernamente. Matilde les llevó el desayuno, y Enrique le
preguntó con dulce voz si le querría aceptar como compañero de clase y como
alumno.
—Quisiera ser alumno vuestro para siempre —dijo el muchacho, aprovechando
un momento en que Klingsohr miraba hacia otro lado.
Ella, de un modo imperceptible casi, se inclinó hacia él; éste la abrazó y besó su
boca suave; la muchacha se ruborizó. Con un gesto dulce y sin violencia se deshizo
de los brazos del muchacho, pero al mismo tiempo con una ingenuidad y un encanto
indecibles le alargó una rosa que llevaba en su escote. Luego se puso a ordenar su
cesto. Enrique, silencioso y embelesado, la seguía con la mirada; besó la rosa, la
prendió en su pecho y se fue al lado de Klingsohr, que en aquel momento estaba
mirando la ciudad.
—¿Por dónde llegasteis a Ausburgo? —preguntó Klingsohr.
—Por aquella colina abajo —contestó Enrique—. Allí, a lo lejos, se pierde
nuestro camino. —Debisteis de ver regiones muy bellas.
—Sí, casi todo el tiempo estuvimos atravesando paisajes hermosísimos.
—Vuestra ciudad tendrá también una situación bella y agradable como ésta, ¿no
es verdad?
—La región es bastante variada; sin embargo, es todavía un poco salvaje; además,
le falta un río grande; las corrientes de agua son como los ojos del paisaje.
—Ayer por la noche —dijo Klingsohr— el relato de vuestro viaje me gustó
muchísimo, estaba encantado oyéndoos. Me di cuenta de que el espíritu de la poesía
es amigo vuestro y no se separa de vuestro lado. Sin darse cuenta vuestros
compañeros de viaje hablaban por él: cerca de un poeta todo se vuelve poesía. La
tierra de la poesía, el romántico Oriente, os ha saludado con su dulce melancolía; la
guerra os ha hablado con su salvaje grandiosidad, y la Naturaleza y la Historia os han
salido al paso bajo la figura de un minero y un eremita[26].
—Estáis olvidando lo mejor, maestro: la aparición celeste del Amor. De vos, sólo
de vos, depende el que esta aparición permanezca en mí para siempre.
—¿Qué opinas tú? —gritó Klingsohr, dirigiéndose a Matilde, que en aquel
momento, precisamente, iba hacia él—. ¿Te gustaría ser la compañera inseparable de
Enrique y poderle decir: «donde estés tú allí estaré yo también»[27]?
Matilde se asustó y corrió a los brazos de su padre. La alegría de Enrique no tenía
límites; el muchacho temblaba.
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—Pero, padre, ¿querrá él acompañarme eternamente?
—Pregúntaselo tú misma —dijo Klingsohr, emocionado.
—Pero si mi eternidad es obra tuya —gritó Enrique, mientras las lágrimas corrían
por sus ardorosas mejillas. Matilde y Enrique se encontraron uno en brazos del otro.
Klingsohr les abrazó a los dos.
—¡Hijos míos —gritó—, sed fieles el uno al otro hasta la muerte! El amor y la
fidelidad harán de vuestra vida una eterna Poesía.
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Por la tarde, después de comer, Klingsohr llevó a su nuevo hijo a su habitación —
la madre y el abuelo participaban enternecidos en la felicidad de Enrique y con
veneración veían en Matilde al ángel tutelar del muchacho—; allí le enseñó primero
sus libros y luego hablaron de poesía.
—Yo no sé —dijo Klingsohr— por qué consideramos poesía al hecho de que se
tome a la Naturaleza por poeta. Porque no lo es siempre. Con la Naturaleza ocurre
como con los hombres: su esencia está dividida y en ella se encuentra una interna
contradicción; en su seno la sorda codicia, la insensibilidad y la inercia estúpidas
libran una lucha sin tregua con la poesía. Sería un tema hermoso para un poema la
gran batalla que tienen entablada estos dos mundos. Como la mayoría de los
hombres, algunos países y algunas épocas —y no pocos, precisamente— parecen
estar bajo el imperio de esta enemiga de la poesía; en otros, en cambio, ésta se
encuentra como en su propia patria y se hace visible en todas partes. Para un
historiador las épocas en que se libra esta batalla son extraordinariamente interesantes
y su descripción es una tarea fascinante y llena de enseñanzas. Generalmente son las
épocas en que nacen los poetas. Para esta Enemiga no hay nada más desagradable que
el hecho de que ella misma, frente a la Poesía, se convierta en una persona poética, y
no es raro que en el calor de la lucha cambie sus armas con ella y sea herida
gravemente por sus propios dardos, llenos de perfidia; por el contrario, en cambio, las
heridas que la Poesía recibe de sus propias armas se curan fácilmente y la hacen
todavía más fuerte y atractiva.
—A mí la guerra, en cuanto tal —dijo Enrique—, me parece una obra poética.
Los hombres creen que deben batirse por un miserable puñado de tierra y no se dan
cuenta de que lo que les mueve es el espíritu romántico[28]; lo que persiguen, aun sin
ellos saberlo, es la aniquilación de sus propios instintos bajos y mezquinos. Todos
empuñan las armas por la causa de la poesía, y los dos ejércitos, sin verla, siguen una
misma bandera.
—En la guerra —contestó Klingsohr— se ponen en movimiento los elementos
originarios de la Vida. Nuevos continentes deben surgir, nuevas razas deben nacer de
esta gran agitación. La verdadera guerra es la guerra de religión: es una guerra que se
encamina directamente a la destrucción total, y en ella el delirio del hombre aparece
en su forma plenaria. Muchas guerras, de un modo especial las que se originan por
odios nacionales, pertenecen a esta clase, y son verdaderos poemas. En ellas los
verdaderos héroes se encuentran en su elemento: estos hombres que son la más noble
réplica del poeta, que no son otra cosa que las fuerzas del mundo penetradas
inconscientemente de poesía. Un poeta que fuera al mismo tiempo un héroe sería ya
un enviado de Dios; sin embargo, nuestra poesía no es capaz de darnos una figura
como ésta.
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—¿Qué queréis decir con esto, padre? ¿Es posible que algo sea excesivo para la
poesía?
—¡Qué duda cabe! Sólo que en realidad no habría que decir «para la poesía», sino
«para los medios e instrumentos de los que disponemos en este mundo». Del mismo
modo como cada poeta tiene un terreno propio del que no puede salirse, so pena de
perder toda compostura y quedarse sin aliento para seguir cantando, asimismo el
conjunto de todas las fuerzas humanas tiene un límite de representabilidad más allá
del cual la representación no puede seguir teniendo la coherencia y el perfil que le
son necesarios y se disuelve en un caos vacío y engañoso. Cuando uno es aprendiz es
cuando más debe guardarse de caer en estos excesos, porque a los jóvenes, debido a
la especial vivacidad de su fantasía, les gusta demasiado trasponer aquellas fronteras
y muchas veces tienen la presunción de querer aprehender y expresar con palabras lo
suprasensible y lo desmesurado. Sólo la madurez que da la experiencia le enseña a
uno a evitar los temas que exceden las posibilidades de la poesía y a dejar para la
filosofía la labor de seguir las huellas de lo más elemental y de lo más elevado. El
poeta que ha alcanzado una cierta edad sabe encontrar la medida justa para disponer
en un orden fácilmente comprensible todo su rico y variado arsenal, y tiene buen
cuidado en no abandonar toda esta riqueza, porque ella es la que le va a ofrecer la
materia suficiente para su obra, así como los elementos de comparación que va a
necesitar para ella. Me atrevería a decir, casi, que en todo poema el caos debe
resplandecer a través del velo regular del orden. La riqueza de la invención no se
hace inteligible y placentera más que por una disposición sencilla y delicada de las
ideas; por el contrario, la mera simetría tiene la sequedad y la aridez de una figura lo
geométrica. La mejor poesía está muy cerca de nosotros, y ocurre muchas veces que
un objeto ordinario y corriente sea su materia preferida. Para el poeta la poesía es
algo que se encuentra ligado a unos instrumentos limitados, y precisamente el uso de
estos instrumentos es lo que la convierte en arte. El lenguaje, en sí mismo, tiene ya
una esfera limitada. Más restringido todavía es el ámbito de un idioma nacional
determinado. Por medio de la práctica y la reflexión aprende el poeta a conocer su
lengua. Sabe perfectamente lo que puede hacer con ella y no se le ocurrirá jamás
exigirle más allá de sus fuerzas. Sólo muy raras veces concentrará toda la energía de
la lengua en un punto, porque esto resulta fatigoso y acaba por aniquilar el precioso
efecto que produce la expresión enérgica, cuando se la emplea con acierto. El
adiestrarse para grandes saltos es cosa de saltimbanquis, no de poetas. Pero sobre
todo una cosa: los poetas nunca aprenderán bastante de los músicos y de los pintores.
En estas artes salta a la vista de un modo especial cuán necesario es manejar de un
modo económico los medios técnicos de que dispone el artista; aquí es donde se ve
también la importancia que tiene la elección acertada de las proporciones. Y a su vez,
no hay duda de que aquellos artistas podrían tomar de nosotros, y deberían
agradecérnoslo, la independencia de la poesía, el espíritu que se encuentra dentro de
toda creación poética y de toda invención, y, en general, de toda obra de arte.
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Aquellos artistas deberían ser más poéticos y nosotros deberíamos ser más musicales
y más pictóricos —y todos, ellos y nosotros, permaneciendo fieles al modo y manera
de nuestras respectivas artes—. No es el tema la finalidad del arte, sino la ejecución.
Tú mismo verás qué cantos son los que mejor te salen: seguro que serán aquellos
cuyos temas te sean más familiares y más actuales. Por eso podemos decir que la
poesía se apoya totalmente en la experiencia. Por mi parte recuerdo que en mis años
mozos no había cosa, por alejada y desconocida que me fuera, que yo no cantara con
el mayor placer. ¿Qué pasaba?: pues que lo único que de aquello salía era un palabreo
vacío y miserable en el que no había el más mínimo destello de verdadera poesía[29].
De ahí que incluso el escribir un cuento simbólico sea una tarea especialmente difícil,
y que sean muy pocas las veces que un poeta joven logra llevarla a cabo con éxito.
—Me gustaría oír uno tuyo. Los pocos que he podido oír, siendo como eran tan
insignificantes, me han gustado sobremanera; no sabría cómo explicarte la impresión
que me produjeron.
—Esta noche voy a satisfacer tu deseo. Me acuerdo de uno que compuse cuando
todavía era bastante joven: en él se encuentran huellas bien claras de esta
circunstancia; sin embargo, quizás esto va a hacer que te resulte más interesante, que
aprendas más con él y que te haga pensar en muchas de las cosas que te be dicho.
—Realmente —dijo Enrique— la lengua es un pequeño universo de signos y
sonidos. Al igual como el hombre dispone de ella a voluntad, así quisiera también
disponer del vasto mundo y poder expresarse libremente en él. Y precisamente en el
goce de revelar en el Universo lo que está fuera de él, de poder realizar aquello en lo
que consiste propiamente el impulso primario y genuino de nuestro ser, en este goce,
precisamente, está el origen de la poesía.
—Es un hecho especialmente desgraciado el que la poesía tenga un nombre
determinado y que los poetas formen un gremio especial. La poesía no es nada
especial. Es el modo de actuar propio del espíritu humano. ¿No es verdad que en cada
momento está el hombre anhelando y haciendo poesía?
Matilde entró en la habitación justamente en el momento en que Klingsohr decía:
—El amor, pongamos por caso. En ninguna parte como aquí se revela tan a las
claras la necesidad de la poesía para la permanencia de la especie humana. El amor es
mudo, sólo la poesía puede hablar por él. O si quieres, el amor en sí no es otra cosa
que la forma suprema de poesía natural. Pero no quiero decirte cosas que tú sabes
mejor que yo.
—Pero el padre del amor eres tú —le dijo Enrique, abrazando a Matilde, y los dos
jóvenes besaron la mano de Klingsohr. Este les abrazó a los dos y salió.
—Matilde —dijo Enrique, después de un largo beso—, me parece un sueño que
seas mía; pero lo que todavía me parece más extraordinario es que no lo hayas sido
siempre.
—Me parece —dijo Matilde— que te conozco desde tiempo inmemorial[30].
—¿Es posible que me ames?
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—Yo no sé lo que es amor, pero lo que sí puedo decirte es que para mí es como si
antes no hubiera vivido, como si mi vida empezara ahora, y que es tan grande lo que
siento que ahora mismo quisiera morir por ti.
—Matilde, ahora sí que siento lo que es ser inmortal.
—Enrique, eres infinitamente bueno, por ti habla un espíritu grande y admirable.
Yo no soy más que una pobre e insignificante muchacha.
—Cómo me estás avergonzando; todo lo que soy lo soy por ti; sin ti yo no sería
nada. ¿Qué es un espíritu sin cielo?, y tú eres el cielo que me sostiene y me da vida.
—Qué criatura tan dichosa sería yo si tú fueras fiel como mi padre. Mi madre
murió al poco de nacer yo, y él todavía la llora casi todos los días.
—No lo merezco, pero quisiera ser más feliz que él.
—Quisiera vivir mucho tiempo a tu lado, Enrique. Estoy segura de que tú me vas
a hacer mejor.
—Ah, Matilde, ni la misma muerte nos separará.
—No, Enrique, donde yo esté, allí estarás tú[31].
—Sí, donde tú estés, Matilde, estaré yo eternamente.
—No comprendo lo que pueda ser la eternidad, pero diría que la eternidad debe
de ser lo que siento cuando pienso en ti.
—Sí, Matilde, somos eternos porque nos amamos.
—No te puedes figurar, Enrique, con qué fervor esta mañana, al llegar a casa, me
he arrodillado ante la imagen de nuestra Madre que está en los Cielos, y con qué
indecible devoción le he rezado. Creí que iba a disolverme en lágrimas. Me parecía
que me estaba sonriendo. Ahora sí que sé lo que es gratitud.
—Oh, amada, el Cielo te ha entregado a mí para que yo te venere. Te adoro. Tú
eres la santa que lleva mis deseos a Dios, la santa por la cual Dios se me revela y me
da a conocer la plenitud de su amor. ¿Qué es la religión sino una comprensión sin
límites, una unión eterna de corazones que se aman? ¿No es verdad que donde dos
están unidos allí está Él? Tú eres el aire del cual viviré yo eternamente. Mi pecho no
cesará nunca de aspirar este aire. Tú eres la magnificencia divina, la vida eterna
cubierta con el más dulce y hermoso velo.
—Ay, Enrique, tú ya sabes cuál es el destino de las rosas: los labios marchitos, las
pálidas mejillas ¿vas a apretarlas también con ternura contra tus labios?; las huellas
de la edad ¿no van a ser también las huellas de un amor que pasó?
—¡Oh, si pudieras ver mi alma a través de mis ojos!, pero tú me amas y por esto
me crees también. No comprendo lo que pueda ser esto que la gente llama la
caducidad del encanto. ¡No!, el encanto no se marchita. Lo que me lleva a ti y lo que
me une a ti de un modo tan indisoluble, lo que ha despertado en mí un anhelo eterno,
esto no pertenece al tiempo. Sólo con que vieras cómo yo te veo a ti, qué imagen
maravillosa penetra toda tu figura y de qué modo esta imagen me ilumina por
dondequiera que voy, sólo con esto dejarías de temer la vejez. Tu forma sensible es
sólo una sombra de esta imagen. Las fuerzas de la Tierra forcejean y se tensan para
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fijar esta forma, pero la Naturaleza no ha llegado todavía a su madurez; la imagen es
un arquetipo eterno, una parte de este mundo divino que no conocemos. —Te
comprendo, Enrique, porque al mirarte veo algo parecido[32].
—Sí, Matilde, el mundo superior está más cerca de lo que ordinariamente
pensamos. En esta vida estamos viviendo ya en él y vemos cómo constituye la trama
más íntima de la Naturaleza terrena.
—Tú me vas a revelar todavía muchas cosas maravillosas, amado.
—¡Oh, Matilde!, es de ti de donde me viene el don de la profecía. Todo lo que
tengo es tuyo; tu amor me introducirá en los santuarios de la vida, en el más secreto
tabernáculo de tu alma; tú vas a exaltar mi espíritu a las supremas visiones. ¿Quién
sabe si algún día nuestro amor no va a transformarse en alas de fuego que nos lleven
a nuestra patria celestial antes de que nos alcancen la vejez y la muerte? ¿No es ya un
milagro que tú seas mía, que yo te tenga en mis brazos, que tú me ames y quieras ser
mía eternamente?
—A mí también me parece ahora todo posible, y siento muy claramente cómo en
mí está ardiendo una llama silenciosa: quién sabe si nos estará transfigurando y
desligando lentamente de los lazos que nos unen a esta Tierra. Dime Enrique, dime,
¿tienes ya tú en mí la confianza sin límites que tengo yo en ti? Nunca hasta ahora he
sentido una cosa como ésta, ni siquiera con mi padre, al que amo infinitamente.
—Matilde, para mí es un verdadero tormento que no pueda decírtelo todo de una
vez, que no pueda entregarte ahora mismo todo mi corazón. Es la primera vez en mi
vida, también, que abro de par en par mi interior. Ningún pensamiento, ningún
sentimiento puedo ya mantener en secreto ante ti; tú tienes que saberlo todo. Todo mi
ser tiene que mezclarse con el tuyo. Sólo una entrega total y sin límites puede
satisfacer mi amor. Porque en esta entrega consiste precisamente el amor. Es una
misteriosa fusión de lo más secreto y personal de tu ser y del mío.
—Enrique, nunca dos seres humanos se han podido amar así, como nos estamos
amando ahora nosotros.
—No, porque nunca antes ha habido una Matilde.
—Ni un Enrique.
—¡Ah!, júrame otra vez que serás mía eternamente; el amor es una repetición
infinita.
—Sí, Enrique, te juro que seré tuya eternamente; te lo juro ante la presencia
invisible de mi buena madre.
—Te juro que seré tuyo eternamente, Matilde; tan verdadero como el amor es la
presencia de Dios en nosotros. Un largo abrazo y besos sin número sellaron el eterno
vínculo de esta venturosa pareja.
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9
Por la noche había algunos invitados en casa de Schwaning. El abuelo bebió a la
salud de los jóvenes novios y prometió preparar para muy pronto unas hermosas
bodas.
—¿Qué se gana esperando? —dijo el viejo— «Bodas tempranas, amor duradero».
Yo siempre lo he visto así: los matrimonios que se han concertado pronto han sido los
más felices. Luego, más tarde, el matrimonio no tiene ya aquel fervor que tiene en los
años mozos. El haber disfrutado en común de la juventud es algo que une
indisolublemente. El recuerdo es la base más firme del amor.
Acabada la cena llegaron algunas personas. Enrique le pidió a su nuevo padre que
cumpliera su promesa. Klingsohr dijo a todos los presentes:
—Hoy le he prometido a Enrique que contaría un cuento. Si la idea os gusta,
estoy dispuesto.
—Has tenido una feliz ocurrencia, Enrique —dijo Schwaning—; hacía tiempo
que no le oía contar nada. Todos se sentaron en torno al fuego de la chimenea.
Enrique se sentó al lado de Matilde pasando el brazo por encima de sus hombros.
Klingsohr empezó:
—La larga Noche acababa de empezar[33], El viejo Héroe golpeaba su escudo, el
sonido del hierro retumbó por todas las calles de la ciudad desierta. Repitió tres veces
esta señal. Entonces las altas y multicolores ventanas del palacio empezaron a
iluminarse desde dentro; al trasluz se veían figuras humanas que se movían. Cuanto
más potente se hacía la luz rojiza de las ventanas, que ahora empezaba ya a iluminar
las calles, con más vivacidad y animación se movían aquellas figuras. Poco a poco las
grandes columnas y los potentes muros del palacio se fueron iluminando también;
finalmente aparecieron bañados de un fulgor purísimo de un azul lechoso que jugaba
con los matices más delicados. Ahora se veía ya toda la región. El reflejo de las
figuras, el tumulto de las danzas, de las espadas, de los escudos y de los yelmos que
de todos los lados se inclinaban hacia las coronas que aparecían aquí y allá, y
finalmente, al igual que éstas, desaparecían para hacer sitio a una sencilla corona de
laurel y formar un amplio círculo en torno a ella[34]: todo este espectáculo se reflejaba
en el espejo helado del mar que rodeaba la montaña sobre la cual se encontraba la
ciudad; también las altas montañas, que a lo lejos formaban como un cinturón en
torno a este mar, estaban cubiertas hasta la mitad de su falda por un suave reflejo. No
se podía distinguir nada con claridad. Sin embargo, de lejos llegaba un extraño ruido,
como si procediera de un enorme taller[35]. La ciudad, por el contrario, tenía un
aspecto luminoso y claro. Sus murallas, lisas y transparentes, reverberaban
bellamente; se veía la excelente proporción, el noble estilo y la bella conjunción de
los edificios. En todas las ventanas había vasijas de barro llenas de las más variadas
flores de hielo y nieve que brillaban de un modo fascinante.
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Lo más bello era el jardín: se encontraba en la gran plaza que había delante del
palacio; sus árboles eran de metal y sus plantas de cristal, y estaba todo él sembrado
de piedras preciosas en forma de flores y frutos. La variedad y la gracia de las
formas, la movilidad y vivacidad de las luces ofrecían a la vista el más bello de los
espectáculos; un gran surtidor que salía del centro del jardín y que estaba helado
acababa de completar aquel espléndido cuadro. El Héroe pasaba lentamente por
delante de las grandes puertas del palacio. Allí dentro una voz gritó su nombre. El
Héroe empujó la puerta, que se abrió con suave sonido, y penetró en la sala. Se cubría
el rostro con el escudo.
«¿No has descubierto todavía nada?».
Dijo con voz lastimera la hermosa hija de Arctur. Estaba recostada entre cojines
de seda en un trono trabajado ingeniosamente en un gran bloque de cristal de azufre;
unas doncellas se afanaban en frotar sus delicados miembros que parecían hechos de
una fusión de leche y púrpura. De las manos de las doncellas salían en todas
direcciones los hermosísimos rayos de luz que emanaban del cuerpo de la hija de
Arctur y que daban al palacio aquella claridad inusitada. Una fragante brisa sopló en
la sala. El Héroe no decía nada.
«Déjame tocar tu escudo».
Dijo ella dulcemente. Él se acercó al trono andando por encima de la preciosa
alfombra. Ella cogió su mano, la apretó tiernamente contra su pecho celeste y tocó su
escudo. Su armadura resonó y el Héroe sintió que una fuerza penetraba por todo su
cuerpo y le infundía nueva vida: Sus ojos empezaron a brillar como centellas y se oyó
como su corazón golpeaba contra su coraza. La hermosa Freya adquirió un aspecto
más sereno y alegre, y la luz que emanaba de su figura se hizo más ardiente.
«¡El Rey llega!»[36]
Gritó un espléndido pájaro que estaba posado detrás del trono. Las criadas
extendieron sobre la princesa un cobertor azul celeste que le llegaba hasta el pecho.
El Héroe bajó el escudo y levantó la vista hacia la cúpula, a la que ascendían
serpenteando dos escaleras que arrancaban de los dos lados de la sala. Una suave
música precedió al Rey, que, acompañado de un gran séquito, no tardó en aparecer en
la cúpula y descender a la sala.
El hermoso pájaro desplegó sus espléndidas alas, las agitó suavemente y, como si
tuviera mil voces, cantó esta canción al Rey:
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No va a tardar mucho el bello Extranjero.
Se acerca un calor tibio, la eternidad empieza.
La reina despertará de sus largos sueños
cuando el mar y la tierra se derritan al fuego del Amor.
La fría Noche saldrá de estos parajes
cuando Fábula recobre su antiguo derecho.
En el seno de Freya se abrasará el mundo
y toda nostalgia encontrará su nostalgia[37].
El Rey abrazó a su hija con ternura. Los espíritus de las estrellas se colocaron en
torno al trono; el Héroe ocupó su lugar en aquel círculo. Una multitud incontable de
estrellas llenaron la sala formando graciosos grupos. Las criadas trajeron una mesa y
una cajita en la que había gran cantidad de hojas con signos sagrados y de profundo
sentido, formados solamente por constelaciones. El Rey, con gran veneración, besó
aquellas hojas, las barajó cuidadosamente y entregó algunas de ellas a su hija. Las
otras las guardó para él. La princesa fue sacando las hojas una detrás de otra y las fue
colocando encima de la mesa; entonces el Rey observó las suyas con atención y
empezó a ponerlas al lado de las de la princesa; antes de colocar cada una de ellas
estaba meditando largo tiempo a ver cuál escogía. A veces parecía obligado a escoger
ésta o aquélla. Pero a menudo se leía en su rostro la alegría que le causaba el
encontrar una hoja que formara una hermosa armonía de signos y figuras. Así que
empezó el juego, los circunstantes dieron muestras del más vivo interés por lo que
hacía el Rey; se veían los gestos y las expresiones de cara más singulares, como si
cada uno de los que estaban allí tuviera en sus manos un instrumento invisible con el
que trabajara afanosamente. Al mismo tiempo se oía en el aire una música suave,
pero penetrante: parecía originarse en la extraña danza que tejían y destejían las
estrellas, así como en los otros movimientos, caprichosos y raros también, como los
de ellas, que se producían en la sala. Las estrellas, lentas unas veces, rápidas otras,
daban vueltas por la estancia describiendo líneas siempre nuevas, y, al compás de la
música, imitaban con gran arte las figuras de las hojas. La música, al igual que las
imágenes que había sobre la mesa, cambiaba sin cesar, y si bien no era raro oír
transiciones bruscas y sorprendentes, sin embargo, un motivo único y sencillo parecía
enlazar todo el conjunto. Las estrellas, con su ligereza increíble, seguían en su vuelo
las figuras que se iban formando sobre la mesa. Ahora se entrelazaban unas con otras,
en una gran maraña; ahora volvían a ordenarse bellamente en grupos aislados; unas
veces aquel largo cortejo, como un rayo de luz, se pulverizaba en mil pequeñas
centellas; otras, pequeños círculos y diminutos diseños iban creciendo, creciendo,
hasta volver a hacer surgir una figura grandiosa y sorprendente. Durante todo este
tiempo las figuras multicolores que se veían en las ventanas permanecieron inmóviles
de pie. El pájaro agitaba sus alas sin cesar, en movimientos siempre nuevos. Hasta
entonces el viejo Héroe se había estado dedicando afanosamente a su invisible
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trabajo; de repente, el Rey gritó alborozado:
—Ahora todo volverá a su cauce. Hierro, lanza tu espada al mundo, que todos
sepan dónde se encuentra la Paz.
El Héroe, con gesto violento, sacó la espada de la vaina que llevaba en la cintura,
la levantó en alto, con la punta mirando hacia el cielo, la cogió con fuerza y la arrojó
por la ventana abierta; el arma sobrevoló la ciudad y el mar helado, como un cometa,
y pareció romperse en mil pedazos contra el círculo de montañas que rodeaba este
mar, porque cayó deshecha en una lluvia de centellas.
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la volvían a llamar; entonces Ginnistan volvía a coger a la niña, que parecía estar más
a gusto en el pecho de su nodriza que en el de la Madre. De repente, el Padre entró
con una varilla de hierro muy fina que había encontrado en el patio. El Escriba la
miró, la cogió y empezó a hacerla girar con toda rapidez, y pronto advirtió que si la
colgaba de un hilo por su punto medio ella sola giraba hacia el Norte. Ginnistan la
cogió en sus manos, la dobló, la apretó, le echó aliento y la varilla tomó
inmediatamente la forma de una serpiente que de repente se mordió la cola. El escriba
se cansó muy pronto de observar todo aquello. Se puso a tomar nota de todo con gran
precisión, extendiéndose mucho sobre la utilidad que aquel hallazgo podía reportar.
Pero cuál no fue su irritación al ver que todo lo que había escrito sucumbía a la
prueba y que la hoja de papel salía blanca de la copa. La nodriza siguió jugando con
la varilla. De vez en cuando tocaba la cuna con ella; entonces el niño empezó a
despertarse, retiró la manta que le cubría y, protegiéndose con una mano de la luz,
alargó la otra para coger la serpiente. Así que se la dieron saltó con tal vigor de la
cuna que Ginnistan se asustó y el Escriba, aterrorizado, estuvo a punto de caer de la
silla. Cubierto solamente por sus largos cabellos de oro, Eros estaba de pie en la
habitación y contemplaba con indecible alegría la joya que en sus manos se estiraba
hacia el Norte; aquello parecía conmoverlo vivamente en lo más profundo de su
alma. Se veía al niño crecer por momentos.
—Sofía —dijo con voz conmovedora a la mujer— déjame beber de la copa.
Ella se la acercó sin vacilar un solo momento; él no podía dejar de beber; la copa,
no obstante, permanecía siempre llena. Finalmente se la devolvió a aquella noble
dama y la abrazó con ternura. Luego estrechó contra su pecho a Ginnistan y le pidió
que le diera el pañuelo de colores que levaba atado siempre a la cintura. A la pequeña
Fábula la tomó en sus brazos. La niña parecía muy contenta con él y empezó a
parlotear. Ginnistan estaba muy pendiente de él; con un aspecto extraordinariamente
atractivo y frívolo, estrechaba contra ella a Eros con la ternura de una novia. Llevó al
muchacho a la puerta de la habitación después de decirle unas palabras al oído, pero
Sofía, con gesto severo, señaló a la serpiente. En aquel momento entró la Madre; Eros
corrió hacia ella y la recibió con ardientes lágrimas. El Escriba, furioso, se había
marchado. Entonces entró el Padre, y, al ver a madre e hijo unidos en un silencioso
abrazo, se acercó a Ginnistan, pasando por detrás de ellos dos, y la acarició. Sofía
subió las escaleras. La pequeña Fábula tomó la pluma del Escriba y se puso a escribir.
Madre e hijo se sumieron en un diálogo en voz baja; el Padre, acompañado de
Ginnistan, se marchó sin hacer ruido a la habitación de al lado para descansar en sus
brazos de los trabajos de la jornada. Al cabo de un buen rato volvió Sofía. El Escriba
volvió a entrar también. El Padre salió de la habitación contigua y se fue a sus
ocupaciones. Ginnistan volvió con las mejillas encendidas. Él Escriba, con una sarta
de injurias, echó a la pequeña Fábula de su sitio, necesitó algún tiempo para poner sus
cosas en orden. Cogió las hojas que había escrito Fábula, se las dio a Sofía para que
las sumergiera en la copa y se las devolviera limpias, pero su indignación llegó al
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máximo al ver que Sofía le devolvía las hojas tal como las había escrito Fábula,
llenas completamente; el agua había dado a la letra de la niña el brillo que daba a la
escritura que no borraba. Fábula se arrimó a su madre; ésta la tomó en sus brazos y la
estrechó contra su pecho, luego se puso a limpiar la habitación, abrió las ventanas
para que entrara aire fresco y empezó a hacer los preparativos para un gran banquete.
A través de las ventanas se veía un panorama espléndido; un cielo claro y limpio
cubría la Tierra. En el patio, el Padre estaba entregado a una gran actividad. Cuando
se cansaba levantaba la vista hacia la ventana en la que estaba Ginnistan; ésta le
echaba toda clase de golosinas. La Madre y el hijo salieron para ayudar dondequiera
que se les necesitara y para preparar la realización del proyecto. El Escriba iba
manejando la pluma y hacía una mueca siempre que necesitaba preguntarle algo a
Ginnistan —que tenía una memoria excelente y retenía todo lo que había ocurrido—.
Muy pronto volvió Eros; traía una hermosa coraza, en torno a la cual llevaba atado, a
modo de faja, el pañuelo de colores que le había regalado Ginnistan; Pidió consejo a
Sofía: le preguntó cuándo y cómo debía emprender el viaje. El Escriba, indiscreto y
entrometido, se apresuró a ofrecer un detallado plan de viaje, pero sus proposiciones
no fueron escuchadas.
«Puedes marcharte enseguida; Ginnistan te acompañará —dijo Sofía—; sabe el
camino y la conocen bien en todas partes. Para no tentarte tomará la forma de tu
madre. Si encuentras al Rey piensa en mí, entonces yo vendré en tu ayuda».
Ginnistan cambió su figura con la de la Madre —cosa que pareció gustarle mucho
al Padre. El Escriba se alegró de que los dos se marcharan; sobre todo porque, al
despedirse, Ginnistan le regaló un librillo en el que había ido anotando con todo
detalle la crónica de la familia. Lo único que le pesaba era que Fábula se quedara;
para estar tranquilo y contento no hubiera deseado otra cosa que verla entre los que se
marchaban. Eros y Ginnistan se arrodillaron ante Sofía; ésta les bendijo y les dio una
vasija llena de agua de la copa para que la llevaran durante el viaje. La Madre estaba
muy afligida. La pequeña Fábula hubiera querido acompañarlos; el Padre estaba
demasiado ocupado fuera de la casa para interesarse vivamente en todo lo que estaba
ocurriendo.
Era de noche cuando partieron; la Luna estaba en lo alto del cielo.
—Eros, querido —dijo Ginnistan—, debemos darnos prisa: tenemos que ir a ver a
mi padre[41], hace tanto tiempo que no me ha visto y ha estado buscándome con una
nostalgia tan grande por toda la Tierra… ¿No ves su cara pálida y consumida por el
dolor? Tú darás testimonio de que soy yo, para que así me conozca bajo esta figura
extraña.
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Por un camino obscuro iba el Amor,
sólo la Luna le miraba;
el reino de las sombras florecía,
extrañamente engalanado.
Una nube azul, con un marco dorado,
envolvía al Amor;
la Fantasía le llevaba
presurosa por llanos y torrentes.
Su ardiente pecho se llenaba
de un prodigioso valor.
Un presentimiento del cercano placer
colmaba la furia de su ardor.
No sospechando la cercanía del Amor,
se lamentaba la Nostalgia;
un dolor sin esperanza
grababa surcos profundos en su rostro.
La pequeña serpiente permanecía fiel,
señalaba hacia el Norte;
los dos siguieron confiados
a su hermosa guía.
El Amor atravesó desiertos
y pasó por el reino de las nubes;
entró en la corte de la Luna
llevando a su hija de la mano.
El Rey, sentado en un trono de plata,
estaba solo con su dolor;
al oír la voz de su hija
se dejó caer en sus brazos.
Eros estaba conmovido al ver estos tiernos abrazos. Al fin el anciano logró
sobreponerse a la gran emoción y dio la bienvenida a su huésped. Luego cogió un
gran cuerno y sopló con todas sus fuerzas. La gran llamada retumbó por toda aquella
antigua fortaleza. Las puntiagudas torres, con sus brillantes florones, y los tejados
bajos y negros temblaron. El castillo estaba silencioso porque se había trasladado a la
montaña que había al otro lado del mar. De todas partes acudieron en tropel los
criados del anciano; tenían un aspecto singular y llevaban extraños trajes; a Ginnistan
le divirtió sobremanera el aspecto de aquellos hombres; al valeroso Eros no le
asustaron. Ella saludó a sus antiguos conocidos; cada uno de ellos se le presentó con
nueva fuerza y en todo el esplendor de su naturaleza. El espíritu impetuoso de la
Pleamar siguió a la calma y suavidad de la Bajamar. Los viejos Huracanes se
tumbaron junto al pecho palpitante de los Terremotos, ardientes y apasionados. Los
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tiernos Aguaceros se volvieron hacia el Arco Iris que, alejado del Sol, que le atraía
más, estaba pálido y descolorido. Detrás de las incontables Nubes que, con sus mil
encantos, atraían a estos fogosos jóvenes, el Trueno, con voz ronca, refunfuñaba
contra las locuras de los Rayos. La Mañana y el Atardecer, las dos graciosas y dulces
hermanas, se alegraron mucho de la llegada de los viajeros. Los abrazaron y
derramaron tiernas lágrimas. Era indescriptible el aspecto de aquella extraña Corte. El
anciano monarca no se cansaba de mirar a su hija. Ella se sentía inmensamente feliz
en el castillo de su padre y contemplaba una y otra vez las maravillas y curiosidades
que le eran ya conocidas. Su alegría fue ya indecible cuando su padre le dio la llave
del Tesoro, permitiéndole organizar allí un espectáculo que entretuviera a Eros hasta
que se les diera la señal para partir. El Tesoro era un gran jardín cuya variedad y
riqueza sobrepasaban toda descripción. Entre los inmensos árboles, hechos de nubes
y lluvia, había infinidad de castillos de aire de sorprendente arquitectura y si uno
parecía hermoso el otro lo parecía todavía mucho más. Grandes rebaños de
corderitos, de lana plateada, dorada y rosada, vagaban por allí, y los animales más
peregrinos poblaban aquel soto. Extrañas estatuas se levantaban por doquier, y los
brillantes cortejos y los carruajes de aspecto desusado que aparecían por todas partes
no daban un momento de reposo a la atención. Los arriates estaban llenos de flores de
todos los colores. En los edificios había gran cantidad de armas de todas clases; las
salas estaban llenas de las más hermosas alfombras, tapices, cortinas, copas y toda
clase de instrumentos y útiles; estas riquezas se encontraban alineadas en filas tan
largas que la vista no podía abarcarlas. Desde una altura divisaron un país romántico:
esparcidos por él se veían ciudades, castillos, templos y sepulturas; este paraje aunaba
el encanto y la gracia de los llanos habitados con la terrible fascinación del desierto y
de las regiones montañosas y escarpadas. En aquel espectáculo los más hermosos
colores se mezclaban en las más felices combinaciones. Las cimas de las montañas,
con sus mantos de hielo y nieve, brillaban como el fuego del placer. La llanura
sonreía con su más tierno verdor. Las lejanías se adornaban con todas las variaciones
del azul y sobre el fondo obscuro del mar ondeaban los mil gallardetes multicolores
de numerosas escuadras. Allí, en el fondo de este gran escenario se veía un naufragio,
en la parte de delante una alegre comida campestre; allí la erupción, a la vez bella y
terrible, de un volcán y los estragos devastadores de un terremoto; y en primer plano,
a la sombra de unos árboles, una pareja de enamorados en medio de las más dulces
caricias. Mirando hacia abajo se veía una horrible batalla, y un poco más abajo un
teatro lleno de grotescas máscaras. Al otro lado, en primer plano, el cadáver de una
muchacha joven colocado en un ataúd y un amante desconsolado asiéndose
fuertemente a él, al lado, llorando, los padres de la muchacha. Al fondo, una madre,
bella y graciosa, dando el pecho a su hijo; a sus pies, sentados, y sobre un árbol,
mirándola por entre las ramas, había unos ángeles. Las escenas cambiaban
continuamente; al fin se fundieron todas en un espectáculo inmenso y misterioso. El
cielo y la Tierra estallaron en una agitación sin límites. Todos los terrores se
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desencadenaron. Una voz potente llamó a las armas. Un horrible ejército de
esqueletos llevando banderas negras bajó, como un torrente, de las obscuras
montañas y atacó a la Vida, que con sus grupos de jóvenes se entregaba a agradables
fiestas en las claras llanuras, ignorante y desprevenida ante cualquier ataque.
Sobrevino una espantosa confusión: la Tierra temblaba, la tempestad rugía y horribles
meteoros iluminaron la noche. Con una crueldad inaudita, el ejército de fantasmas
rasgaba los tiernos miembros de los vivientes. Levantaron una pira y entre alaridos de
horror los hijos de la Vida fueron devorados por las llamas. De pronto, del obscuro
montón de cenizas brotó un río azul lechoso que corría en todas direcciones. Los
espectros quisieron huir, pero la corriente iba creciendo por momentos y acabó
tragando aquella abominable nidada. Pronto desaparecieron todos los terrores. Cielo
y Tierra se fundieron en dulce armonía. Una bellísima Flor flotaba resplandeciente
sobre las suaves olas. Un brillante arco iris se extendió sobre las aguas; sobre él, a
ambos lados y hasta la línea del horizonte se veían figuras divinas sentadas en
espléndidos tronos. En el más alto estaba sentada Sofía: tenía la copa en la mano,
junto a ella había un hombre majestuoso que llevaba en sus sienes una corona de
hojas de encina y en la mano, derecha, a modo de cetro, la palma de la paz. Un pétalo
de lirio vino a inclinarse sobre el cáliz de la flor flotante; sobre él estaba sentada la
pequeña Fábula y cantaba, acompañándose con un arpa, las más dulces canciones. En
el cáliz, inclinado sobre una hermosa muchacha medio dormida que le tenía cogido
fuertemente, estaba el mismo Eros. Unos pétalos más pequeños les rodeaban a los dos
de modo que de la cintura hacia arriba parecían transformados en una flor.
Eros dio las gracias a Ginnistan con mil expresiones de entusiasmo; la abrazó
tiernamente y ella correspondió a este abrazo con dulces caricias. Cansado por las
penalidades del camino y por las muchas y variadas cosas que en él había visto, Eros
aspiraba solo a encontrar un poco de comodidad y reposo. Ginnistan, que se sentía
fuertemente atraída por la belleza del muchacho, se guardaba muy bien de mencionar
la bebida que Sofía le había dado para el camino. Le llevó a un lugar apartado, en el
que podría tomar un baño, le quitó la armadura y ella se puso una túnica de noche que
le daba un aspecto extraño y seductor.
Eros se sumergió en las peligrosas ondas y salió de ellas embriagado. Ginnistan le
secó y frotó sus miembros fuertes y tensos por el vigor de la juventud. El muchacho,
con una ardiente nostalgia, se acordó de su amada y, en un dulce desvarío, abrazó a la
encantadora Ginnistan. Olvidado de todo, se abandonó al fuego impetuoso de su
ternura, y finalmente, después de haber agotado las delicias del placer, se durmió en
el dulce pecho de su compañera.
Mientras tanto, en la casa las cosas habían tomado un sesgo luctuoso. El Escriba
había implicado a los criados en una peligrosa conspiración. En su enemiga por
todos, llevaba tiempo buscando la ocasión para hacerse con el mando de la casa y
sacudirse el yugo; y la encontró. Primero sus secuaces se apoderaron de la Madre, y
la encadenaron. Al Padre lo pusieron a pan y agua. La pequeña Fábula oyó el griterío
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en la habitación vecina. Se escondió detrás del altar y, al darse cuenta de que en la
parte posterior de éste había una puerta secreta, la abrió con gran habilidad y vio que
había una escalera que descendía hacia el interior. Cerró la puerta detrás de ella y fue
bajando los peldaños en la obscuridad. El Escriba, furioso, se precipitó en la
habitación para vengarse en la pequeña Fábula y coger prisionera a Sofía. Pero las
dos habían desaparecido. Tampoco la copa estaba allí. El Escriba, furioso, rompió en
mil pedazos el altar, pero no encontró la escalera secreta.
La pequeña Fábula estuvo bajando mucho tiempo. Al fin fue a salir al aire libre;
se encontró en una plaza redonda bellamente rodeada por una espléndida columnata y
cerrada por una gran puerta. Aquí todas las figuras eran obscuras. El aire era como
una inmensa sombra; en el cielo había un astro negro y resplandeciente. Se podía
distinguir perfectamente una cosa de otra, porque cada figura tenía un matiz distinto
de negro y arrojaba tras de sí un brillo luminoso: la luz y la sombra parecían haber
cambiado sus papeles en aquel lugar. Fábula estaba contenta de encontrarse en un
mundo nuevo y lo miraba todo con curiosidad infantil. Al fin llegó a la puerta;
delante de ella, sobre un sólido pedestal, había una hermosa esfinge.
—¿Qué buscas? —dijo la Esfinge.
—Busco lo que es mío —replicó Fábula.
—¿De dónde vienes?
—De tiempos antiguos.
—Todavía eres una niña.
—Y lo seré eternamente.
—¿Quién va a cuidar de ti?
—Yo sola me basto. ¿Dónde están las Hermanas? —preguntó Fábula—[42].
—En todas partes y en ningún sitio —fue la respuesta de la Esfinge.
—¿Me conoces?
—Todavía no.
—¿Dónde está el Amor?
—En la Imaginación[43].
—¿Y Sofía?
La Esfinge murmuró unas palabras que Fábula no pudo oír bien e hizo ruido con
las alas.
—¡Sofía y Amor! —gritó triunfante Fábula, y atravesó el arco.
Entró en la terrible caverna y se dirigió alegremente hacia las viejas Hermanas
que, a la mísera obscuridad de una lámpara de llama negra, estaban entregadas a su
extraño quehacer. Hicieron como si no se hubieran dado cuenta de la presencia de
aquel pequeño huésped que con actitud gentil y acariciadora se mostraba afanosa a su
alrededor. Al fin una de ellas, mirando de reojo y con voz cascada, graznó:
—¿Qué haces aquí, perezosa? ¿Quién te ha dado permiso para entrar? Lo que
haces, ahí dando saltitos como una niña pequeña, es mover la llama, tranquila como
estaba sin ti, y gastar aceite en vano. ¿No puedes sentarte y hacer algo?
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—Hermosa prima —dijo Fábula—, no es la holganza lo que a mí me gusta. Con
el guardián de vuestra puerta me he reído a gusto. Creo que le hubiera gustado
abrazarme, pero ha debido de comer demasiado, no podía ni levantarse. Dejadme
sentar a la puerta y dadme algo para hilar, porque aquí no veo bien y cuando hilo
necesito poder cantar y charlar, y esto podría estorbar vuestros graves pensamientos.
—No te dejamos salir de aquí, pero en la habitación de al lado tienes un rayo de
luz del mundo superior que penetra por las grietas de la roca; allí puedes hilar, si es
que sabes; aquí tienes enormes montones de viejos cabos: retuércelos unos con otros
y haz un hilo con ellos; pero fíjate bien: si trabajas sin cuidado o si se te rompe un
hilo, entonces los hilos se enroscarán en torno a tu cuerpo y te ahogarán.
La vieja se rió pérfidamente y siguió hilando.
Fábula cogió un brazado de hilos, cogió también una rueca y un huso, y, dando
brincos y cantando, se fue a la habitación de al lado. Miró por la abertura abierta en la
roca y vio en el cielo la constelación de Fénix. Contenta de este feliz augurio se puso
a hilar con alegría y buen humor; dejó un poco abierta la puerta de la habitación y
empezó a cantar a media voz:
El huso giraba con increíble rapidez entre los piececitos de la niña mientras sus
dos manos iban torciendo el fino hilo. Al conjuro de la canción iban apareciendo
innumerables lucecitas que, deslizándose por la pequeña abertura que dejaba la
puerta, penetraban en la caverna y se esparcían por ella en forma de horribles
espectros. Durante todo este tiempo las viejas, gruñonas y malhumoradas, habían
seguido hilando; esperaban oír de un momento a otro los gritos de angustia de la
pequeña Fábula, pero cuál no fue su horror al ver que, de repente, una espantosa nariz
Astralis
Las vocecillas parecían cantar con inmenso placer, y repitieron estas estrofas
varias veces. Luego todo volvió a quedar en calma, y al poco el peregrino oyó con
sorpresa que alguien, desde el árbol, decía:
—Si con tu laúd tocas una canción en mi honor se te aparecerá una pobre
Él la recibió contento
cuando vino;
la protegió de la tempestad[6].
Ella, en su jardín le espera:
como a flor lo regará
y sanará sus heridas.
Afligidos, acercaos
y postraos:
aquí todos sanaréis.
Diréis todos con alegría:
ya pasó el tiempo de nuestras penas.
Durante todo el tiempo que estuvo cantando no se había dado cuenta de nada;
pero cuando levantó la vista vio que muy cerca de él, junto a la piedra, había una
muchacha saludándole amablemente, como si le conociera de tiempo y que le
invitaba a ir con ella a su casa, donde, le dijo, había preparado ya una cena para él. El
peregrino la abrazó tiernamente. Su modo de ser y de actuar le eran familiares. Ella le
pidió que la esperara unos momentos; se alejó unos pasos hasta colocarse debajo
mismo del árbol, levantó la vista al cielo con una sonrisa indefinible y, sacudiendo su
delantal, esparció muchas rosas sobre el césped. Luego se arrodilló en silencio junto a
ellas, se volvió a levantar al a cabo de unos momentos y llevó al peregrino a su casa.
—¿Quién te ha hablado de mí? —preguntó el peregrino.
—Nuestra madre.
—¿Quién es tu madre?
—La Madre de Dios.
—¿Desde cuándo estás aquí?
—Desde que salí de la tumba.
—¿Has muerto ya?
—¿Cómo podría vivir si no?[7]
—¿Vives aquí completamente sola?
—Conmigo vive también un anciano; pero conozco a muchos más que han
vivido.
—¿Te gustaría quedarte conmigo?
—¿Por qué no, si te amo?
El jardinero con el que Enrique habla es el mismo anciano que en una ocasión
había acogido ya al padre de Ofterdingen. La muchacha llamada Cyane no es hija del
jardinero, sino del conde de Hohenzollern. Llegó de Oriente hace muchos años, pero
todavía se acuerda de su patria. Ha vivido largo tiempo en las montañas —educada
allí por su madre, a la que ha perdido ya, llevó en aquellos parajes una extraña vida
—; tenía un hermano, al que perdió muy pronto. Una vez, en una sepultura, estuvo
también ella a punto de morir, pero un anciano médico la salvó de una forma singular.
Es una muchacha alegre y amable, y muy familiarizada con lo maravilloso. El poeta
oye de sus labios su propia historia —la muchacha la conoce como si, a su vez, la
hubiera oído de labios de su madre—. Le manda a un monasterio apartado, cuyos
monjes forman como una especie de colonia de espíritus: todo parece aquí una logia
mística y mágica. Son los sacerdotes del sagrado fuego de los jóvenes espíritus.
Enrique oye el canto lejano de los frailes. En la iglesia tiene una visión. Con un
monje anciano habla Enrique sobre la muerte y la magia. Tiene intuiciones de la
muerte y de la piedra filosofal. Visita el jardín del monasterio y el cementerio; allí
encuentra el siguiente poema:
Y en el seno de un misterio,
en estas aguas corremos
al océano de la vida,
al seno mismo de Dios.
Y de su corazón salimos;
de nuevo, hacia nuestro mundo;
y el espíritu del supremo anhelo
se sumerge en nuestro torbellino.
Es posible que este poema fuera a la vez el prólogo del segundo capítulo. En este
momento debía empezar una fase completamente nueva de la obra: del gran silencio
de la muerte debía surgir la vida más alta; Ofterdingen ha vivido entre los muertos y
ha hablado incluso con ellos. El libro debía tomar un carácter casi dramático, y el
tono narrativo de la obra debía servir únicamente para enlazar unas escenas con otras
y para explicarlas de un modo sencillo. Enrique se encuentra de repente en Italia, país
turbado y desgarrado por guerras; se ve como general al frente de un ejército. Todos
los elementos de la guerra juegan aquí en patéticos colores. Con un ejército rápido
asalta una ciudad enemiga; aparecen, en forma de episodio, los amores de un noble
pisano con una joven florentina. Cantos de guerras.
«Una gran guerra, como un duelo, totalmente noble, filosófica, humana. Espíritu
de la antigua caballería. Torneo. Espíritu de la melancolía dionisíaca. Es necesario
que los hombres se maten entre ellos: esto es más noble que caer bajo los golpes del
destino. Los hombres buscan la muerte. El honor y la gloria son la alegría y la vida
del guerrero. En la muerte y como una sombra vive el guerrero. El gusto por la
muerte es el espíritu del guerrero. La tierra es el lugar natural de la guerra… Es
necesario que exista la guerra en el mundo».
En Pisa Enrique encuentra al hijo del emperador Federico II y traba íntima
amistad con él. Va también a Loretto. Después de este episodio debían venir varias
canciones.
Una tempestad arrastra al poeta a las costas de Grecia. El mundo antiguo, con sus
héroes y sus tesoros artísticos, exalta su espíritu. Habla con un griego sobre moral.
Se ponen en camino hacia el Sol y cogen primero al Día; luego van hacia la
Noche, más tarde al Norte a buscar al Invierno, y luego hacia el Sur para capturar allí
al Verano; del Este traen la Primavera, del Oeste el Otoño. Después corren a buscar la
Juventud, luego la Vejez, el Pasado y el Futuro. Esto es todo lo que puedo decirle al
lector. Me he basado en recuerdos personales y en palabras sueltas e indicios
encontrados en los papeles de mi amigo. El desarrollo completo de esta gran tarea
hubiera sido un monumento perdurable de una poesía nueva, En estas notas he
preferido ser breve y escueto, a caer en el peligro de introducir nada que pudiera
provenir de mi propia imaginación. Tal vez lo fragmentario de estos versos y de estas
palabras puedan conmover a más de un lector, como me conmueven a mí, que no
contemplaría con más devoción ni con mayor melancolía los jirones de un lienzo de
Rafael o de Correggio.