Resumen Historia de La Argentina Cap 6 y 7 Navarro

Descargar como docx, pdf o txt
Descargar como docx, pdf o txt
Está en la página 1de 5

Capítulo 6

El periodo previo al golpe en Argentina estuvo marcado por un clima de "guerra interna", durante el cual
las guerrillas, a pesar de su aislamiento y derrota, continuaron activas. La Junta Militar, que tomó el
poder, implementó un plan de "aniquilamiento de la subversión", obteniendo consenso militar. Sin
embargo, hubo resistencias en las áreas económica y política. Martínez de Hoz enfrentó dificultades
para privatizar y reformar leyes laborales. En política exterior, hubo conflictos entre la moderación
buscada por Videla y la postura más dura de Massera, que incluso consideraba el uso de fuerza para
resolver disputas limítrofes y la soberanía de las Malvinas. Las críticas internacionales se convirtieron en
la única barrera contra las acciones destructivas de las Juntas.

La Junta Militar, liderada por Videla, Massera y Agosti, dedicó los primeros dos años a su "plan
antisubversivo". La represión se inspiró en experiencias extranjeras, pero su ejecución fue
principalmente doméstica. Surgió un "ejército clandestino" de represores, combinando fuerzas armadas
y bandas paramilitares. El plan de batalla implicó secuestros, torturas y asesinatos clandestinos,
demostrando ser eficaz al debilitar rápidamente a las guerrillas.

La estrategia de ocultar crímenes y responsabilizar a bandas externas buscaba evitar críticas


internacionales. Sin embargo, las potencias occidentales, influenciadas por cambios en la percepción de
los derechos humanos, condenaron las violaciones en Argentina. La diplomacia de EE. UU. mostró
comprensión pero no respaldo incondicional.

Las disidencias internas revelaron problemas de diseño institucional, como la militarización y la


intervención de la Junta en asuntos fundamentales. Los tres mandatos de tres años generaron
asambleísmo, afectando la eficacia y unidad estatal. Los conflictos entre opciones en política exterior
(occidentalistas, regionalistas y nacionalistas) reflejaron la falta de coherencia y coordinación en el
régimen.

Los conflictos también se manifestaron en eventos como la disputa por el Canal de Beagle y la tratativa
con la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. La debilidad y docilidad de la sociedad
argentina, junto con la ineficacia interna, llevaron a que la dictadura solo encontrara freno en poderes
externos, un hecho trágicamente evidenciado en 1982.

La "paz procesista" que se instauró en Argentina, después de un periodo de violencia e inflación entre
1974 y 1976, llevó a una sociedad antes efervescente a renunciar a su soberanía. La dirigencia política,
empresarial, religiosa, judicatura, medios de comunicación y parte del sindicalismo se mostraron
comprensivos con la represión, estableciendo un pacto de silencio entre el régimen y la sociedad.
Durante 1976, se simulaban enfrentamientos para ocultar la eliminación de desaparecidos. A partir de
1977, se ocultaron sistemáticamente los cuerpos, proyectando la idea de que los militares habían
"ganado la guerra" y era hora de "ganar la paz".

La sociedad, deseosa de recuperar la "tranquilidad cotidiana", adoptó actitudes diversas. Surgieron


expresiones como "por algo será" para justificar los secuestros. La división entre "subversivos" y el resto
profundizó la despolitización, permitiendo al gobierno ofrecer un orden que incluía ciertos "premios"
como normalidad, libertades y oportunidades de progreso personal. El retorno de artistas, la
modernización del consumo y el Mundial de Fútbol en 1978 fueron vistos como beneficios del nuevo
orden.
Dentro de esta "paz procesista", destacaron los sectores que apoyaban el programa disciplinador, como
la jerarquía católica. En la sociedad empresarial, la homogeneidad contrarrevolucionaria reemplazó las
diferencias sectoriales. La política económica incluyó devaluación, congelamiento de paritarias,
liberalización de precios, reducción del poder sindical y recortes en sectores sociales. La represión en los
lugares de trabajo, la intervención en sindicatos y la prohibición de huelgas consolidaron el control
militar.

La implementación de medidas audaces, como la liberación de precios y la tablita cambiaria, generó


debates y tensiones entre el equipo económico y los militares. La política económica buscó mantener el
empleo mientras se ajustaba, pero las inconsistencias y divergencias internas crearon dificultades. El
endeudamiento externo financió obras públicas, compras militares y un rápido aumento del consumo,
generando un retraso cambiario y un déficit comercial. La concentración de la riqueza en nuevos grupos
económicos, la centralidad de la reforma financiera y la desvinculación de actividades productivas
internas caracterizaron este periodo.

La "paz procesista" coincidió con la destrucción de los pilares del antiguo orden, produciendo una
cohesión de las clases superiores en torno al proyecto político del régimen, mientras las clases populares
se dispersaban y fracturaban, experimentando una acelerada desigualación de condiciones.}

El régimen mostró una intolerancia marcada hacia disensos económicos internos o críticas políticas que
no se alineaban con su orden. En 1979, la "Comisión de los 25", un sector gremial, convocó a una huelga
general, enfrentando la dureza del gobierno, que detuvo a líderes, declaró la caducidad de mandatos y
desestimó llamados al consenso. Aunque resistencia nacional disminuyó en los siguientes dos años, las
empresas albergaron protestas y represión. En medios de comunicación, La Opinión evidenció que la
"paz procesista" no eliminaba el terror; tras criticar la represión, el diario fue intervenido y transformado
en órgano oficial del Ejército. Otros medios, como revistas underground, se toleraron mientras evitaban
la política. La revista Humor tuvo éxito, destacándose por su postura "más temeraria que prudente". En
el ámbito de la cultura, hubo cierta tolerancia en el teatro, menos en el cine y prácticamente ninguna en
la televisión, controlada para despolitizarla. Excepcionalmente, los organismos de derechos humanos,
como Madres de Plaza de Mayo, desafiaron el régimen.

Las Madres de Plaza de Mayo, a pesar de la brutal represión, persistieron, lideradas por Renée
Epelbaum y Hebe de Bonafini. Surgieron otros organismos, como la Comisión de Familiares de Detenidos
y Desaparecidos y las Abuelas de Plaza de Mayo, enfocados en la búsqueda de bebés y niños
secuestrados. Otras organizaciones, como el Centro de Estudios Legales y Sociales y la Asamblea
Permanente por los Derechos Humanos, desafiaron al régimen y recibieron apoyo externo vital. Aunque
pocos se atrevieron a disentir públicamente, algunas figuras, como Raúl Alfonsín y la embajadora de EE.
UU. Patricia Derian, presionaron por la denuncia de los abusos y sanciones financieras y militares.

Capítulo 7

1979 marcó un punto crítico para la dictadura argentina, con decisiones que llevaron al colapso del
régimen. La autorización de la misión de la CIDH para silenciar críticas externas resultó
contraproducente, al amplificar las denuncias de las Madres de Plaza de Mayo y políticos como Raúl
Alfonsín y Deolindo Bittel, aislando al régimen internacionalmente. El aumento de tasas de interés
internacionales hizo impagable la deuda, desencadenando recesión e inflación bajo la presidencia de
Viola en 1981, profundizando la desarticulación económica. La expectativa de una transición hacia la
democracia bajo Videla se vio obstaculizada por su falta de disposición y las tensiones internas.

En 1978, Videla fue "reelecto" hasta 1981, pero su proyecto de "convergencia cívico-militar" enfrentó
obstáculos. Videla carecía de vocación política, y las luchas internas persistieron. La cartera de Interior
postergó la apertura, promoviendo la creación del Movimiento de Opinión Nacional, mientras el Proceso
mostraba mayor intolerancia hacia los partidos. La apuesta a un "civismo apolítico" no avanzó, y el MON
generó resistencia en los partidos.

Videla, en lugar de avanzar hacia una apertura política, buscó consolidar el poder de otras maneras.
Intentó respaldo estadounidense, aceptando la misión de la CIDH en 1980 para mejorar la imagen
internacional. Sin embargo, la CIDH evidenció violaciones graves de derechos humanos. A pesar de la
creciente oposición interna y externa, la sociedad y elites locales respaldaron la "paz procesista". La
jerarquía católica y las asociaciones empresariales respaldaron al régimen, y las críticas de políticos
como Alfonsín y Bittel fueron excepciones.

El régimen, al intentar consolidar el poder, cometió errores estratégicos, como la crisis económica y la
invasión de Malvinas en 1982. La aceptación de la CIDH desató revelaciones sobre desapariciones,
erosionando el consenso interno y generando repudio externo. La resistencia de algunos líderes
políticos y organismos de derechos humanos, junto con cambios en el escenario internacional,
contribuyeron al desgaste del régimen y allanaron el camino para el retorno a la democracia.

La crisis económica durante el final del mandato de Videla y la transición a la presidencia de Viola
estuvieron marcadas por una serie de eventos que llevaron al naufragio de las políticas de José Alfredo
Martínez de Hoz. La apuesta inicial de Videla por un éxito económico contundente se vio socavada por
cambios internacionales, como la drástica subida de las tasas de interés en los Estados Unidos en 1979.
Esta medida afectó el flujo de fondos hacia Argentina, provocando la fuga de capitales y la insolvencia
de varios bancos en marzo de 1980.

Martínez de Hoz persuadió a Videla de mantener la política de la "tablita", anunciando su sostenimiento


a pesar de las crecientes expectativas de devaluación. La situación empeoró bajo el mandato de Viola,
quien enfrentó oposición interna y una serie de devaluaciones que intensificaron la inflación y llevaron a
una crisis económica sin precedentes. El empleo industrial se desplomó, el PIB sufrió caídas
significativas, y la deuda externa creció, generando una estatización masiva de pasivos empresariales.

La Multipartidaria, formada en julio de 1981 por diversos partidos políticos, complicó aún más la
situación de Viola al exigir plazos y elecciones. En diciembre de ese año, una votación unánime de
comandantes puso fin al experimento aperturista de Viola y marcó el ascenso de Galtieri. A pesar de la
promesa de revitalización del Proceso, la crisis económica persistía, generando desorientación y una
economía dual. Grandes empresas con conexiones internacionales coexistían con un sector informal
más precario.

La crisis desencadenó un "ajuste caótico", destruyendo inversiones y agudizando la transferencia de


ingresos. La economía se dividió entre grandes actores financieros y un sector informal empobrecido. El
desempleo y subempleo aumentaron, el empleo público actuó como colchón, y los ingresos de los
sectores populares se desplomaron. La pobreza y la indigencia se expandieron rápidamente, alterando
la estructura social y desencadenando una nueva ola de emigración de mano de obra calificada. Las
villas de emergencia dejaron de ser lugares temporales, convirtiéndose en hábitats permanentes, y la
segregación urbana se modificó drásticamente. La crisis económica, lejos de cumplir las promesas de
Martínez de Hoz, dejó al país sumido en una profunda inestabilidad y desigualdad.

A pesar de los desafíos como los reclamos por los desaparecidos y la crisis económica, los militares
buscaban controlar la situación, ganar tiempo y asegurar cierta continuidad en el poder. Los
sindicalistas, divididos, se enfocaban en la recuperación de su capacidad de interlocución. Saúl Ubaldini,
líder emergente, convocó a procesiones a San Cayetano. Mientras tanto, la CNT adoptaba una postura
dialoguista y las huelgas se limitaban a preservar empleos. Los derechos humanos se manifestaban, pero
la sociedad experimentaba un renacer cultural en teatro, cine y rock nacional, desligado en gran medida
de la política.

El interregno de Viola trajo cierta liberalización cultural, pero la actitud ambiciosa de los militares
complicó la estabilidad. Galtieri, buscando respaldo interno y externo, optó por una política económica
similar a la de Martínez de Hoz, con privatizaciones y ajuste fiscal. Sin embargo, la crisis interna
fortaleció el espíritu guerrero de la oficialidad. La relación con EE. UU. no resultó como esperaban, y la
invasión de Malvinas, planeada desde el inicio del Proceso, se lanzó en 1982 para desviar la atención de
la crisis interna.

La ocupación de Malvinas fue inicialmente exitosa, con amplio apoyo popular y civil. Los sindicatos
suspendieron reclamos, y hasta Montoneros ofreció colaboración. Sin embargo, el escenario
diplomático frustró las expectativas de la Junta. La ONU condenó la invasión, y Thatcher, respaldada por
EE. UU., emprendió una operación militar para recuperar las islas. La Junta, confiada en la solidaridad
regional, no consideró oportunidades de acuerdo y escaló el conflicto.

EE. UU. colaboró con Thatcher (la idola del peluca), y la respuesta de la sociedad argentina fue dividida.
La guerra se volvió inevitable, iniciándose en mayo de 1982. La superioridad británica resultó evidente, y
tras intensos combates, Argentina se rindió en junio. La noticia generó indignación en la población,
llevando a la renuncia de Galtieri. Bignone asumió, anunciando la transición a la democracia.

Con Malvinas, el poder militar sufrió una descomposición total. Los oficiales que combatieron se sentían
traicionados, y la posibilidad de sublevación era palpable. Las Fuerzas Armadas, concebidas como el
broche de oro del Proceso, se vieron obligadas a ceder el poder en condiciones aún peores que en 1973.
El repudio era cotidiano, y la falta de liderazgos, junto con la desconfianza de aliados cercanos, llevó a
una entrega del poder casi incruenta. A pesar de la debilidad militar, los partidos políticos no aceleraron
el proceso de transición, dejando a Bignone cierta libertad de acción.

Bignone, a pesar de la debilidad del gobierno, tomó decisiones significativas para congraciarse con
empresarios y sindicalistas, desactivando conflictos distributivos. Aunque el déficit fiscal y la inflación
aumentaron, se implementaron medidas para apaciguar tensiones. Los partidos, ocupados en otros
asuntos, no ejercieron demasiada presión sobre Bignone. La transición hacia la democracia se gestó con
cierta docilidad, pero el gobierno, aunque débil, influyó en decisiones que condicionarían a sus
sucesores.

Los partidos políticos, enredados en sus propios conflictos, permitieron la transición a la democracia. Los
sindicatos, recuperando fuerza, lideraron campañas y controlaron instancias de conducción. La fórmula
presidencial peronista fue impulsada por sindicalistas, designando a Ítalo Luder y Deolindo Bittel. A
pesar de la falta de carisma de la fórmula, se creía que el peronismo era la única opción legítima para
gobernar.

Sin embargo, en la UCR, una profunda renovación liderada por Alfonsín durante la transición le permitió
imponerse en la interna. El repudio al régimen militar y a las Fuerzas Armadas, en aumento, expresaba
la necesidad de cambiar una página de la historia. La transición retomó el relato del Proceso como la
conclusión de un ciclo de decadencia iniciado en 1930. El consenso democrático y republicano, aunque
inédito, se consolidó en sectores medios y algunas clases populares.

Este nuevo consenso democrático coincidió con la desigualdad de condiciones y la exclusión social de
amplios sectores. La política de partidos debía abordar estos problemas con recursos escasos. La
transición cerraba el largo ciclo de inestabilidad política, pero la democracia debía enfrentar nuevas
formas de conflicto y desigualdad. La adhesión a la democracia nacía más de la conciencia de que las
alternativas habían fracasado que de convicciones firmes, y la tarea de la democracia era lidiar con
problemas aún difíciles de percibir y comprender.

También podría gustarte