Segundo Horror: Augusto Casola
Segundo Horror: Augusto Casola
Segundo Horror: Augusto Casola
Segundo horror
Segundo horror
DEDICATORIA
Prólogo
Cuando el autor me encomendó que emitiese un juicio sobre esta obra, consideré el
pedido como fácil de complacer. A medida que me adentraba en el contenido e iban
surgiendo los enigmas, la cosa se complicaba, la dificultad era grande y por eso mismo, el
desafío mayor.
Esperaba el resultado del análisis final en un breve tiempo y debo confesar que aún no lo
he logrado.
Más que una historia, es casi un tratado para la reflexión. Campea en la novela la
imaginación fértil en el manejo de los elementos simbólicos, el monólogo interior, el
diálogo absurdo y una transposición de los tiempos que sólo se dan cuando los muertos
resucitan convertidos en fantasmas, vuelven a corporizarse y así, hasta lo indefinido.
Vuela el pensamiento saturado de imaginación, por momentos algo casi delirante, muy
contagiante por cierto, pero no lo suficiente como para hacer fácil su lectura.
La proyección del relato se centra en Asunción, pero por la dinámica del todo, podría ser
ubicado en cualquier otra ciudad.
Digo casi absurdo porque el autor nos obliga a compartir con sus personajes una
multiplicidad de vivencias, para de pronto, arrancarnos esos personajes como al pasar, sin
pena ni gloria, substituyendo vivencias y haciéndolos viajar alrededor de una espiral
centrífuga y centrípeta. Algo como fuerzas imaginarias que son atraídas y rechazadas por la
propia energía acumulada y que por propia consecuencia deben ser disipadas.
Allí comienza el filósofo interior a desarrollar toda una gama de elementos simbólicos y
el vuelo imaginativo lo atrapa por momentos brutalmente y hace que vuelque al papel, los
palillos chinos de la aventura.
En un lenguaje abierto y lineal, comienza a dar vida a espíritus para volverlos a destruir.
Levanta de la nada algo, para que todo quede nuevamente como un desierto. Corrompe
almas puras por el solo deseo de poder perdonarlas.
Todos los personajes deambulan, sólo aparecen y desaparecen, todos quieren llegar a un
final... y el autor les interrumpe el camino, construye murallas de silencio que a su vez son
violadas por ecos de vidas que han sido, son y seguirán siendo figuras amorfas, difusas y
hasta a veces, infernales.
Hay ruidos que nos recuerdan que aún vivimos y son esos ruidos los que nos llenan de
embeleso y recordación: sin darse cuenta, el autor comienza a envolverse en una manta
metafórica y penetra en la habitación del pensamiento, donde hay tantos fantasmas que lo
acosan sin mostrar ni siquiera una línea de su rostro.
Visita el mundo de los muertos y corre hasta el mismo vidrio en que se halla encerrada,
pero vive, vive sola. Hasta que se descubre a sí misma como un desecho más. ¿Sueña? Hay
un decurso continuo en el cual el autor nos sumerge cada vez más, en forma clara pero sin
definiciones, donde lo transitorio está unido a lo patético y todo el conjunto a la muerte. El
delirio de las sombras es apasionante y cruel.
El inicio del concierto de los grillos nos inclina a pensar que el autor piensa en notas
musicales y en continua danza de corcheas y semifusas elabora sus diálogos. Los dramas
humanos son tratados de una forma diferente y la interrelación entre seres y notas
musicales, establecen un diálogo polivalente y que se presta para cualquier interpretación.
El autor hilvana diversas madejas que ha ido elaborando penosamente con un arte
intuitivo profundo y un lenguaje armonioso y forma el tejido central alrededor de
cuestiones, situaciones y cosas comunes de nuestra ciudad.
¿Hasta dónde las imágenes vertidas en la novela no son su propia imagen? Sartre nos
dice que para el hombre contemporáneo, los sueños y fantasías son «vivencias
fortalecedoras», y el autor las revitaliza de tal manera que en cada desplazamiento del
tiempo y la forma, arranca el velo al espejo para que reproduzca nuestras imágenes, sin
secuencias lógicas ni hechos ajenos a nuestro diario sentir.
Una vez más, e insisto sobre el problema, el autor nos brinda en esta novela, una
multiplicidad de fórmulas y laberintos por donde transitamos en cuerpo y espíritu para
hallar el camino de la justificación y perfeccionamiento de nuestra expresión literaria.
Segundo horror
Cuándo Rolo comenzó a juntar hormigas y las fue encerrando en botellitas vacías para
enterrarlas en el patio, ni él podría decirlo con exactitud. Tampoco sus padres, que jugaban
a hacerse el amor esa siesta calurosa de enero en que el niño se acercó al dormitorio y
golpeó a la puerta de la alcoba con los nudillos de su pequeña mano.
-Mamá... -dijo la voz cantarina- mamá..., ¿dónde ha de haber botellitas para encerrar a
mis hormigas?
-Me pone histérica este asunto de querer hacer el amor de siesta, cuando la criatura anda
por ahí dando vueltas. No se puede luego estar tranquila... Y a vos que siempre se te antoja
a esta hora...
-Pero si la puerta está llaveada... Dejale a Rolando tranquilo y date la vuelta hacia mí,
que te quiero sentir mejor.
-Ahora capaz que venga a pedirme que le dé su merienda o cualquier cosa... Lo que pasa
es que no puede ver que estemos encerrados y con la puerta trancada. Ahí vos ya viste:
quería botellitas para encerrar hormigas -se acomoda acercándose más a Arnaldo.
Era una siesta hirviente, como son siempre las de enero, alargadas hasta lo interminable
por el reiterado contrapunto de las cigarras ocultas entre las hojas de los dos mangos añosos
de un extremo del patio. Inician su canto con la repetición insegura y seca con que afinan
sus gargantas, interrumpiéndose un momento para enseguida romper el denso sopor del
silencio de la siesta, que al menor descuido vuelve a posesionarse de ella para estallar en el
monocorde fluir de su canto, parecido al eco de algún clamor antiguo nunca satisfecho.
Se suma a ello el coral discontinuo de los gorriones y del pitogüé que, desde una semana
atrás, se posesionó de la cumbrera de la casa llenándola de su trémolo a tres tonos, dos altos
y uno a octava más baja.
Los días de mucho calor comienzan con los primeros rayos de sol, siguen durante la
siesta, como ésa que respira entre bufidos de viento norte y hojas secas, danzando en
remolinos que conforman la desordenada mezcla de granos de arena y ramas secas, creando
un ballet cuya coreografía está diseñada por los caprichos del áspero ventarrón, terminando
por derrumbarse a unos metros de su origen, para volver a repetir los pequeños torbellinos
que no alteran en nada el reposo de la siesta, silenciosa de una manera especial en el
verano, cuando todos sus sonidos se amalgaman en el lacerante respirar del viento norte.
Algo alejada, en un rincón del patio, a la sombra de la santarrita de flores color granate,
la abuela, inmóvil en la silla de madera donde la sentaron una vez, conversa con las
hormigas que se nutren de su linfa (es la savia que corre por sus venas desde varios años
atrás, cuando Eduardo decidió dejarla fuera de la casa).
Habla sin sosiego y de todo. De su hija Anita, que murió hace tiempo y a veces
confunde con Rolo; de su padre, a quien llama en incesante letanía hasta saturar el aire con
el monótono sonsonete de su voz gastada y sin matices:
Una hormiga trepa haciendo equilibrio entre las varices que resaltan sobre la pierna
arremangada de la anciana.
Cuando Rolo enterró a la primera de sus víctimas, hacía ya tiempo que la abuela repetía
las mismas cosas sin sentido y era devorada de a poco por las hormigas. Del lado izquierdo
de sus pies sólo quedan los huesos y algunos cartílagos. A veces los mueve marcando el
ritmo de sus palabras. Ese pie ya lo comieron las hormigas.
Dentro y fuera de mi cuerpo se sucedieron mil explosiones sin que yo pudiera hacer
nada al respecto, sin siquiera conocer el origen de esa barahúnda, e incapaz de hallar algún
refugio, pues ya ni me sentía y de súbito, me rodea el silencio más absoluto que he
conocido.
Todo queda inmóvil, como si no existiera nada o no hubiera existido jamás, excepto yo,
que no acabo de recuperarme de mi asombro que se transforma en espanto al sentir que me
serpentean, no sé si bajo la piel o en las entrañas, millones de criaturas, como culebras frías
que se van apoderando de mi sensibilidad, para terminar por dejarme en lo que soy ahora,
este no sé qué, que ni siente ni existe y se va degradando en una inacabable repetición de
recuerdos sin imágenes, de alucinaciones sin forma, de horrores sin miedo, de escalofríos
sin temblores, atado al presentimiento de que no sucederá nada ni habrá cambios en esta
situación que no es situación, dentro de este tiempo que no es tiempo, sino un estar
esperando que los tejidos se desintegren de a poco y la humedad de la tierra acabe con la
dura corteza de la caja que me contiene para por fin atravesarla y permitir que de mi vientre
surjan raíces y alimente la savia de las plantas al desintegrarme (o ¿debería decir
integrarme?) como mis vecinos, a los que intuyo en interminables ensueños.
Sigo percibiendo las cosas, aunque sea por medio de una extraña simbiosis sin
sensaciones, sin emociones, en esta forma de catalepsia que presiente sin conciencia, sabe
sin conocimiento y perdura sin tiempo.
He vuelto a captar la agitación insensata del vecino acomodándose entre los intersticios
de lo que va sobrando de él. Cada vez percibo con mayor claridad su desasosiego, en
especial cuando la humedad vuelve a la tierra pastosa y me envuelve esa exudación que en
otras circunstancias sería insoportable.
A veces me convenzo que los ruidos causados por mis vecinos no pasan de ser granos de
arena buscando acomodarse o el esfuerzo de alguna raíz nueva por nacer que se abre paso
bajo la presión del fango y de las otras plantas de la superficie o -y esto creo más probable-
tropeles de hormigas afanosas como siempre están ellas, mientras yo urdo vanamente en la
oscuridad Rolo se alejó con pasos breves hasta detenerse frente al armario de los
cachivaches. Lo abre y empieza a mover algunas cacerolas, pailas y platos rajados que se
interponen entre él y las botellas vacías del fondo de la alacena, las que en otros días
guardaban los remedios de la abuela y conservan todavía el olor espeso de su antiguo
contenido.
Una de ellas le pareció adecuada a propósito. Volvió a su lugar los demás utensilios,
cerró el armario y se encaminó hacia el patio, donde flotaba el aroma caliente de la hora.
Al principio quedó desconcertada. Iban por tres las veces que el temporal la hacía volver
sobre sus pasos cuando de pronto se sintió izada por dos tentáculos blandos que apenas le
permitían respirar.
La tierra se apartó en una especie de vértigo y al apoyar de nuevo los pies lo hizo en un
espacio transparente, limitado, donde permanecería hasta morir, aunque aún no lo supiera.
Junto al bosquecillo de violetas, Rolo cavó un pequeño agujero para enterrar la celda.
Observa distraído al insecto que dentro de la botella va y viene sin dar paz a sus antenas
que vibran sin cesar. Está desorientada, trepa hasta la tapa, camina en círculos rápidos para
hacerse luego cautelosa. Se detiene, levanta las patas delanteras, las restriega entre sí y
vuelve a iniciar la marcha, presa de angustia ante esa repentina soledad.
-Ésta no se va a escapar -piensa- ya tengo mi primera detenida y puedo hacer con ella lo
que quiera. Es mi primera hormiga presa -apisonó el sitio y puso encima un vaso roto, boca
abajo, para identificar con facilidad la cárcel.
Sentada en el patio, la abuela sorbe las últimas gotas de agua que bajan desde sus
cabellos y resbalan por su frente y las mejillas.
Alrededor de sus pies descarnados (porque las hormigas terminaron con el izquierdo la
tarde anterior), crecen hongos blancos.
Los pies, ajenos a su propia desnudez avanzan y retroceden ahondando en el suelo
húmedo dos pequeñas cuencas en forma de media luna. Por momentos, la abuela queda
inmóvil y escucha, con los ojos clavados en la caverna oscura y silenciosa que sólo ella
puede contemplar. Es cuando la elipse de su universo resbala sobre las baldosas del pasado
mostrando las imágenes deformadas y latentes del recodo de esa absurda galería compuesta
de mosaicos informes.
Entonces ríe o llora sin que los demás comprendan su cambiante realidad. Ella vive en
medio de espectros que la visitan cada tanto durante sus lánguidas horas de permanecer en
el patio, casi a veces en la masa de hormigas hambrientas, los hongos blancos o los
verdines de la enredadera, que trepando por las patas de la silla ya llegaron al respaldo y
extienden hacia ella unos tentáculos tímidos, jóvenes e indecisos que se acercan cada vez
más a los hombros de la abuela, cuyos huesos se adivinan bajo la tela blanca con motitas de
color azul marino de su vestido de mangas anchas, ribeteadas con encajes antiguos y
desteñidos.
El tío Eduardo no llegó a ser rico. Creía que su trabajo honesto era suficiente y la
rectitud el sine qua non del hombre, como solía decir a veces, y la casa, agrietada en las
arrugas de las paredes desconchadas, la enredadera del patio y los enormes y añosos árboles
de mango, eran el sello indiscutible de su honorabilidad.
-Porque le dije que si no se va le van a meter preso por descarado. Sí, ya sé. Cada uno es
como es, pero eso no le da derecho pues a ser un sinvergüenza. Estamos igual que antes, así
que mejor se van antes de que llegue papá -se interrumpe para masticar un trozo de la tela
de su ropa-, y pensar que no tenían ni dónde caerse muerto. Claro, después se metió con los
otros y le empezaron a tirar sus restos. Después no vino más por casa y se hizo la chuchi
con sus nuevos amigos y nos dejó de lado porque no éramos de la cremé..., la cremé de la
cociné, ¡je, je, je!... papá..., papá... -queda mirando a uno y otro lado del patio, que a esa
hora de la siesta, es silencioso y vacío.
-¡Bueno!
-¡Je, je, je, je...! Ayer estuviste temprano cuando yo me levanté para tomar mate, pero
tenía tantas cosas que hacer, ¡je, je, je!... Si no está la comida, no importa, me da lo mismo
porque papá estuvo y me vio... ¿papá?... papá... ¡Eh! Me parece que... pero si le vi hace un
ratito nomás. Papá... ¿dónde te fuiste?, ¡je, je, je, je, je, je...! La risa que me da cuando
pienso en la cara que van a poner cuando vean que vos venís entrando... ¡je, je, je, je, je...!,
pero no te vayas todavía papá..., papá... ¿papá?..., esperá un poco. ¡A la pucha! Y bueno...,
¡je, je, je, je...!
Y es hacia las dos de la tarde -la hora de la cita- cuando llega su amante, el silencio,
tenso y desnudo como ella, tembloroso, gemebundo, incapaz de aguardar un instante más el
encuentro de sus cuerpos abrasados por la pasión y agotados por la espera.
-Seguro que voy a perder el ómnibus -dijo en voz alta, saliendo hacia la calle, a la
disparada. De una ojeada vio a Rolo que estaba en el patio, junto a la abuela. Sonrió y
volvió a apurar el paso.
Como el calor había arreciado todo el día, podía verse al atardecer sentados en el borde
de las veredas o en la misma acera, largas hileras de vecinos que sacaron los sillones de
mimbre o de loneta para disfrutar del vientecillo nocturno y de la animada conversación
acerca de los últimos acontecimientos que arrojó a la revolución de Ilaudino Gavilán hacia
un callejón sin salida.
En ocasiones, la tos seca y áspera de los fusiles era secundada por el más amenazador
tableteo de las ametralladoras en poder de las fuerzas leales al presidente. Éstos eran
hombres implacables y fieles, extraídos de la miseria y el hambre para ser conducidos a
servirlo en la tortura y el crimen, y las calles transmutaron de su antigua condición
melancólica de refugio de soñadores románticos y serenatas a horrorosos pasadizos de
espanto, galerías transitadas por la muerte.
La gente que estaba sentada en las veredas escuchó el rugido de los motores sobre sus
cabezas. Se dirigían hacia la bahía. No pudieron ver los aparatos a pesar de la claridad de la
noche. Cayó un sopor pesado sobre las conversaciones y todos quedaron pendientes de que
ocurriera algo. Un desenlace.
Las opiniones como siempre, fueron encontradas cuando al día siguiente los vecinos
intercambiaron comentarios basados en los chismes que traían las sirvientas y las señoras al
volver del mercado, pero mucho tiempo después, al armarse el rompecabezas y
considerando los relatos de testigos y las anécdotas de los viejos combatientes de la
revolución, pareciera que la orden del bombardeo vino no se sabe de dónde, pero los tres
pilotos que estaban jugando una partida de damas, fueron obligados a abordar los tres
únicos aviones disponibles.
Después de ajustarse sus trajes y como la orden era bombardeo en la oscuridad, subieron
a las aeronaves, con una bomba en cada una pues sólo había tres. Agregaron algunas
piedras grandes que también tenían preparadas, y las dejaron caer sobre los blancos, que
eran los techos de la policía y la Casa de Gobierno.
El ruido, a medida que se acercaban los aviones se hacía atronador e impresionante y los
aterrorizados guardaespaldas y policías, muchos de los cuales nunca habían visto un
aeroplano en su vida, se dejaron dominar por el pánico, en especial cuando cayeron las tres
bombas de las cuales explotaron dos, levantando grandes llamaradas al destruir por
completo un camioncito cargado con tambores de nafta.
Luego vinieron las piedras, como bíblicos granizos gigantescos con lo que acabaron sin
techado al menos ocho de las casas del bajo y los alrededores, sin que ninguno de los
proyectiles diera en los objetivos fijados.
Sin embargo, el susto fue tan grande que los prisioneros pudieron abrir un boquete en la
pared y escaparon hacia la calle donde reinaba el desorden total con hombres que corrían de
un lado a otro, gritando órdenes contradictorias.
Una casa va sorbiendo cada día algo de la personalidad de sus ocupantes quienes en el
transcurso de sus vidas la ceden a medida que ellos se desgastan o tal vez desgastándose a
causa de esta lenta transposición, para ir proveyendo el alma del que carecen las casas
nuevas.
Su verdadera existencia comienza cuando el propietario toma contacto con el olor de las
paredes que todavía resuman ese olor empalagoso a cal y barniz de puertas recién pintadas.
Una casa nueva es una belleza fría e impersonal, un rostro impecable y hermoso, una
belleza sin corazón. Es la combinación inteligente de ladrillos, argamasa, sudor, ruido de
serruchos, martillazos y agitación de cucharas que buscan dejarla habitable.
Aunque parezca una digresión, creo que de no haber existido la casa no existiría esta
historia y ello me obliga a presentarla desde su inicio, en cuerpo y alma, con todos los
elementos que la conforman, sumándola a los demás personajes y su particular destino.
Cuando años después falleció el padre, la viuda prefirió vender la propiedad con casi
todo su contenido de muebles y cuadros de los antepasados de su marido, con los cuales, se
decía, nunca hubo demasiada afinidad, sino al contrario, un marcado y ubicuo antagonismo,
por lo que la viuda consideró mejor dejarlos atrás, encerrados entre las paredes amarillas y
las cortinas grises de la mansión y entraron desde entonces a formar parte del patrimonio de
la casa.
Ella fue a vivir con la hija que había fijado residencia en el interior de la República.
Juntó cuanto pudo de dinero efectivo, tomó el tren y fue a vivir con la hija que había
fijado residencia en el interior de la República. Llegó a Encarnación, donde terminó sus
días como otra abuela más, beata y dicharachera hasta la exasperación, enterada de santo y
milagros de cada uno de los habitantes de la comarca.
De la otra hija ya no se supo más nada, y las cartas, que de frecuentes y extensas se
hicieron espaciadas y breves mientras el matrimonio de los padres vivió en Asunción,
desaparecieron por completo con la muerte del padre y el traslado de la madre al interior,
no se sabe si extraviadas en el trayecto o simplemente no escritas por desidia o a causa de
esa irrealidad que cobran las cosas y las personas a la distancia.
Es válido suponer que la historia de la casa comienza cuando llegaron a ella de los
segundos propietarios y su familia, no porque sus primeros habitantes carecieran de vida o
de entusiasmo que transmitir a las paredes sino, y esto es lo fundamental, nunca la
consideraron un hogar, tal vez porque tanto el marido como la esposa provenían de lo que
ellos aisladamente identificaban como su casa, donde habían nacido y atravesado todo el
trayecto de la infancia, los pantanosos dédalos de la adolescencia, los inconstantes senderos
de la primera juventud hasta que se casaron, yendo a vivir a otra casa que tenía una de las
familias.
Fue allí donde nacieron las hijas y desde allí el padre, ya maduro, decidió iniciar la
construcción de la casa -la mansión, como les gustaba decir- a la que se trasladaron cuando
ya gran parte de sus vidas era sólo recuerdo.
Tenían cinco hijos. Dos varones de trece y ocho años y tres niñas de diez, siete y cuatro
años. El marido, hombre esmirriado de voz aflautada y mirada escurridiza era del todo
diferente a su mujer, ancha, de voz retumbante y risa fácil y contagiosa, que de la noche a
la mañana se transformó en la estrella del barrio. Y sus cinco hijos, cuyas personalidades es
más fácil describir en forma pictórica (comprendiendo la gama de colores que va del
amarillo diluido, medio anaranjado de las tardes en que el sol asoma tímido tras una lluvia
y el rojo púrpura de la pasión desbocada), entraron de golpe a darle a la casa, la vida en
torrentes que hasta entonces le había sido esquiva.
El amor es una tenue telaraña en la cual quedan prisioneros los amantes, sea a causa de
una sonrisa inesperada, un roce furtivo de las manos, los ojos interceptando una mirada.
Cualquier cosa puede originar el torbellino que los descubre desnudos y palpitantes en la
penumbra de una habitación, donde despiertan y vuelven a mirarse y repiten las dos breves
palabras que es el principio y el fin de toda historia, de todo argumento, de todo arte.
Por eso, cuando la encontré a Elvira caminando por Presidente Franco, me pareció una
caricatura aunque enseguida me arrepentí por haberlo pensado. Está vieja, gorda y fea...,
claro que eso era de esperar, después de tantos años -ella me habrá encontrado también
distinto, supongo, porque me miró algo asombrada, como si estuviera buscando en la
memoria, con una expresión de ¿quién era éste?, porque claro, no soy el de treinta años.
Nos saludamos como grandes amigos, entramos al Munich, nos sentamos bajo los
árboles del jardín y pedimos un aluminio cada uno y algo de carne fría y milanesa, para
picar.
-Vivo en Buenos Aires -dijo- con mi hija y dos nietos. Me agarró algo de nostalgia,
como a veces le ocurre a uno, verdad... Vine a ver cómo andaba Asunción.
-Yo sigo por aquí -le dije-, ahora vivo con una sobrina, su marido y su hijo... Hace falta
un poco de compañía, ¿no te parece?
A los postres quedamos mudos, casi sin mirarnos. Estábamos solos y abandonados en el
túnel de un tiempo acabado. Después nos despedimos con sonrisas, prometiendo volver a
vernos. De pura fórmula. Ni a ella ni a mí nos interesaba un reencuentro y hasta hubiera
sido mejor conservar nuestras viejas imágenes del recuerdo. Resulta demasiado duro
tropezar, de golpe, por la calle, con los restos del naufragio de nuestra propia vida.
Petronila llegó envuelta en ese olor acre propio de las campesinas, como si el humo
producido por el fuego de las ramas secas se les adhiriera a la piel. Ese día Lelia confirmó
su segundo embarazo. Se abrazó a Arnaldo y le dijo:
-Y bueno..., qué le vamos a hacer, Lelia... Yo quería esperar más a ver si nos
comprábamos el combinado ése que tanto querés..., pero si ya está -tras cada palabra,
hilillos de humo. Los grillos enmudecen del todo.
-Ayer hizo diez días que no me baja -susurró Lelia-, por eso que estoy segura que me
embaracé.
-Sí, pero todavía no hace falta. Recién desde el otro mes..., total, tenemos tiempo y no
me siento mal.
-Ahora, pero ¿te acordás de tu embarazo de Rolito? Mejor que te vayas lo antes posible
sique...
-¡Soy más loca también yo!... Que no tenemos plata y tu sueldo apenas alcanza...
-Si sale el negocio que estoy viendo, con unos amigos, te vas a ir al mejor sanatorio de
la ciudad...
-¡Ah! -exclamó Lelia escéptica, mostrando el blanco de sus ojos-. ¡Ya sé yo tus
negocios...!
-Sabés que parece que esta vez es diferente -quedó callado-. No seas argel, haceme el
favor, ¿querés? Le enyetás a uno...
-Gracias a mi tío Eduardo, ¡eh!, porque lo que es tu gente, m'hijo... A mí me parece que
te casaste conmigo sólo porque se manifestó Rolito...
-¿Y ahora?
Los grillos, con ecos lánguidos en el patio, inician el Da Capo del coral.
Y pese a la opinión de los demás habitantes, sus días no son vacíos. Al contrario, los
vive en la intensa búsqueda que escarba dentro de las salamancas de su memoria, en
especial hacia la hora de la siesta, cuando la hora ofrece la calma necesaria para deslizarse
hacia otro nivel de realidad.
Me gusta recorrer las calles espesas de la ciudad, las periféricas al centro, aquellas
misteriosas y llenas de secretos antiguos, de aromas ocultos, de voces y emociones que
llenan mi tiempo ocioso de vagar sin destino, por el solo placer de sentirlas.
Los callejones inesperados surgen de improviso como una caverna abierta al costado del
destello vanidoso del progreso y el oropel de las calles comerciales.
Son las calles densas, con vibraciones antiguas que resuman su historia por los poros de
las paredes añosas, descascaradas, vencidas por la persistencia del inconcluso tránsito de
los días que las acaricia, las marca y las circunscribe a esa personalidad marginal, de
callejón, que les es característica.
-¡Jaque!
El de las negras apoya sobre la cabeza del rey blanco el dedo índice.
En una mesa cercana, una chica flanqueada por dos muchachos fuma, ríe y agita sus
cabellos siguiendo el ritmo de la música difundida por la radio. En otra mesa, un viejo
sorbe de a poco una taza de café humeante. Sopla, sorbe y vuelve a soplar. Algo más allá,
un hombre de mediana edad lee el diario de la tarde. Arnaldo enciende un cigarrillo.
-R1R.
Arnaldo da un trago bien medido y enseguida acaba lo que sobra en el vaso. Paga y sale
a la calle. Allí lo recibe la ciudad loca con sus vidrieras llenas de tentación, niños
bocaestómagos. Mujeres bocaestómagos. Arnaldo no los mira. Suma sus pasos a los tantos
de la ciudad loca y sigue su camino. Pasa un tranvía. De los pocos que todavía quedan.
Arnaldo se aleja de las vidrieras. Se siente cansado y con el cuerpo dolorido.
Las luces de las esquinas alumbran el movimiento de la noche que comienza. Los bares
están atestados de gente que sale de las oficinas y los comercios. Forman corrillos, fuman y
conversan agachados sobre tacitas de café o frente a los vasos espumantes de cerveza.
Otros simplemente recorren las calles, entran a las librerías, hojean los libros, indecisos
entre comprar o no.
-¿Qué tal, papi? -le dice Lelia dándole un beso en los labios.
-Bien..., ¿y vos?
-Bien.
-Está haciendo mucho calor otra vez. ¿Ya compraste espirales para esta noche?
-Sí... compré una caja porque hay mosquitos por todos lados. ¿Te vas a bañar?
-No me había fijado -responde Arnaldo sin prestarle atención y pensando ya en su baño-.
Si no le comen las hormigas, se va a convertir en planta entonces... ¡Qué le vamos a hacer!
Es vieja...
Era uno de esos pajaritos feúchos que, demasiado confiados en sus fuerzas, se lanzan del
nido pretendiendo volar y lo único que consiguen es caer al suelo donde quedan lastimados
y maltrechos, si tienen suerte.
Cuando lo encontré estaba dando unos saltitos dificultosos alrededor de la silla donde
Irene permanece con los ojos perdidos en su lejanía.
-¿Qué te pasó, jovencito? -le pregunté, acercándome a él con cuidado para no asustarlo-.
A ver si no te rompiste la patita -lo tomé con delicadeza-. Parece que no, jovencito...
-¿Cómo está usted hoy, señora? -dije dirigiéndome a Irene-. Se la ve muy bien -agregué
bromeando, ya que hace varios años que ella se retiró a un mundo suyo, particular. A veces
hasta llego a pensar que Irene no es esa figura informe y arrugada, ese montón de huesos
envueltos dentro del pellejo laxo, casi transparente adherido a ellos. Un día fue mi esposa,
mi compañera.
El gorrión se ocultó en el pequeño bosquecillo que crece al pie de una de las plantas de
mango.
-A veces hasta hablo solo -dijo Eduardo-. Y hay tantas cosas de las que podemos hablar,
Irene... ¿Dónde estás, Irene? ¿Dónde estoy yo? A veces, de noche, cuando estoy tumbado
en la oscuridad sin poder dormir, me repito una y otra vez la misma pregunta: ¿Dónde nos
equivocamos? ¿Dónde detuvimos nuestras vidas? A lo mejor yo soy el que se detuvo y vos
seguiste... Yo me quedé, Irene, a pesar de todo. Me quedé a sobrevivir... y mirá a lo que he
llegado... Me resulta insoportable la idea de que ese gorrioncito tenga que levantar vuelo un
día de éstos y desaparezca entre otros tantos, porque es mi gorrión, ¿verdad?
El avecilla surgió de entre la maleza insistiendo en intentar el vuelo pese a sus reiterados
fracasos. Eduardo lo miró sonriendo.
Permaneció en el jardín toda la mañana. Preparó algo en el calentador del que se servía
cuando no estaba con ánimos para salir a la calle. Prefirió quedarse. Se sentía tranquilo y
condescendiente consigo mismo y de paso, le hacía compañía a Irene, aunque no significara
nada. De pronto, ella comenzó a cantar.
...niños vienen
niños van
rápido sus pasos dan
marchando van
en hileras
con sus caras placenteras
tralalá, tralalá, trala la la la la la la...
Al oscurecer tenía decidido visitar a Lelia, una especie de sobrina nieta en segundo o
tercer grado de parentesco pero la única persona que con cierta regularidad lo visitaba y él a
ella y su familia. Recordó la última vez que fue a verla. Vivían en una casita que se venía
abajo. Su marido era un inútil, empleado del gobierno. Tenían un hijo y, hasta donde él
sabía, estaban bastante cortos de dinero siempre, lo cual Lelia sobrellevaba con su carácter
jovial y brillante. Lelia era uno de esos escasos seres que saben transmitir alegría a los
demás, se dijo Eduardo.
Petronila apareció en el comedor cuando Rolo iba por la segunda taza de café con leche.
-¿Ah? -exclamó la muchacha y se sentó a la mesa-. Vamos a ver..., sabés que a lo mejor
el domingo nos vamos todos a pasear. Le escuché a tu mamá que se quiere ir a San
Bernardino.
-¿Entre todos?
-Y claro -respondió la chica-. Va dar gusto con el calor que hace, ¿eh?
-Una vez estuvimos una semana en la casa de una amiga de mamá... ¡Qué gusto que dio
y cómo me hallé!
Se alejó hacia el jardín y comenzó a desenterrar las botellas de a una, les quitó la tierra
adherida a ellas y miró el interior. Muchas muertes. La mitad de la población de prisioneros
forma un racimo de patas entrecruzadas, redondo y rígido. Los demás, los que todavía
esperan una oportunidad para huir, se mueven con pasos lentos, evitando el montón de
cadáveres.
Rolo se entretuvo vaciando las celdas. Los reclusos, habituados a una caminata
resignada dentro del reducido mundo al que fueron arrojados, se desplazan sobre la arena
del patio alejándose pocos centímetros mientras el niño vacía sin prisas los cadáveres de la
noche anterior y busca a su alrededor nuevas víctimas para reemplazarlos.
Los insectos perseguidos eluden el acoso de los dedos gracias a la gran velocidad que
despliegan sus patas y en segundos se alejan del monstruo, si al primer intento no logra
prenderlos. Esto hace que Rolo se sienta molesto y burlado.
-Hoy van a haber muchos presos -piensa-. Y cuando encuentre el hormiguero voy a
meterles fuego.
Cuando sumaron seis o siete los condenados, el trabajo se volvió arduo porque las
nuevas detenidas eran rápidas, desacostumbradas a la resignación de las que llevaban varios
días de cautiverio. No querían rendirse sin pelear y pretendían huir descendiendo sobre las
manos del niño. Hasta algunas se detenían para clavarle sus aguijones, antes de morir
aplastadas. A veces, el verdugo se contentaba dejando malheridas a sus víctimas, tras
haberlas torturado.
Al otro lado del patio de los horrores, la abuela balancea sus pies sin dejar de hablar,
riéndose de tanto en tanto con un «¡je, je, je!» agudo, mientras los dedos de sus manos
rugosas se enlazan y desenlazan sin reposo.
El niño enterró las nuevas cárceles de vidrio atestadas de hormigas que suben y bajan en
un desesperado intento por identificar el limitado recinto de sus tormentos. Se acercó a la
abuela que cantaba una de esas viejas melodías de su infancia y que ya nadie recordaba.
-No, estoy bien pero tengo calor. Ayer llovió y me mojé todo porque me dejaron afuera.
No sé por qué lo que me dejan afuera. Estuve hablando con papá y él me dijo que estoy así
porque ustedes son malos conmigo. Estoy cansada de dormir en esta silla y de noche
refresca cuando hay rocío. Voy a llamarle a papá porque ustedes no me cuidan. Le llamo
papá..., papá... Cuando estoy cansada me pongo a llorar si no viene nadie y tengo que
seguir aquí, en el patio, ¡je, je, je, je!
-¡Rolito! -exclama Petronila-. Todavía no te bañaste y mirá un poco cómo estás todo
sucio de arena... ¡Qué lo que estuviste haciendo ya otra vez! Vení que te voy a bañar...
-¡Je, je, je!..., andá a bañarte porque a lo mejor viene mi papá y si te ve así no va a
querer besarte... Mi papá dice siempre que le gustan las criaturas limpias y yo le voy a
cantar
...niños vienen
niños van
rápido sus pasos dan
marchando van
en hileras
con sus caras placenteras
tralalá, tralalá, trala la la la la la la...
-Ahí está -se agacha y toma un puñado de tierra que mete en la boca y empieza a
masticar.
-Esta langosta lo único que trae es desgracia -dijo Rosario Gavilán mientras le cebaba el
mate al hombre con quien vivía desde unos años atrás, el padre de Ilaudino.
-Este año va haber langosta -repitió ella, observando el horizonte con esa mirada
aprensiva con que las campesinas ven pasar la vida a veces hasta muchos años después de
consumida su juventud y hasta su madurez.
Ilaudino era el segundo hijo varón de Rosario que cuando él nació, ya tenía dos hijas
mujeres de ocho y diez años y un niño de dos.
Como los otros hombres de Rosario Gavilán, el padre de Ilaudino se fue una tarde,
quince días después de la Semana Santa y cuando las langostas terminaron por devorar
cuanta vegetación útil o inservible existía en San Pedro del Ycuamandyju y sus alrededores,
en la compañía de Fondo Rugua donde vivían. Dijo que volvería si llegaba a conseguir
algún trabajo porque la cosecha estaba perdida y no había ya nada que hacer y que ellos
pasarían mejor sin él. Cargó sus pocas pertenencias, montó el caballo que lo trajo un día y
se perdió en la oscuridad que se espesaba en el horizonte.
A través de la ventana, Arnaldo observa el lento declinar del sol asido al palomar de la
casa de enfrente y pronto a desaparecer. Sus rayos penetraron en la sala transmitiendo al
ambiente un tono rancio y agostado.
-¡Arnaldo! -grita Lelia desde la cocina-. ¿No querés café con leche?
El hombre fija de nuevo sus ojos en los muebles que surgen en sus sitios, a su alrededor.
-Por comer dos o tres galletas no voy a subir nada. Además, Lelia, los únicos días que
tengo tiempo para merendar son los sábados y domingos. Si no querés traer no traigas... No
sé para qué ofrecés, entonces...
-Ya te llevo, no te plagueés más. Lo mismo vas a terminar siendo un viejo barrigón y feo
-hace una pausa para colocar el pocillo de café sobre la mesita de la sala-. Y te aviso que no
me gustan los gordos.
-Te cambio por otro más flaco y listo. Cuando nos casamos estabas elegante -aprieta con
sus dedos una protuberancia sospechosa bajo la camisa de Arnaldo-. ¡Mirá un poco! Estas
lleno de mondongo.
-No me toques.
-¿Por qué?
-No quiero -procura zafarse del acoso, peleando contra las manos inquietas de Arnaldo y
ríe-. No pues..., que puede venir Rolo...
-No... ¡no! -la risa de Lelia se hace más fuerte-. Ahora no, Arnaldo... esta noche. No, te
digo. Me hacés cosquilla.
-¿Hmmmm...?
-¡Tsch! -exclama Arnaldo decepcionado y mete en la boca una galleta coquito-. ¿Viste
cómo te resistís?
-Pero chamigo, ¿cómo vas a querer hacer el amor a esta hora? Puede venir cualquiera...
-Nos llaveamos y listo.
Arnaldo la sigue llevando en una mano la taza de café con leche y en la otra el plato con
las galletas.
-¿No solés decir que preferís cinco varones en vez de una hija? Vos no sabés ni lo que
querés... ¿desde cuándo se te antoja una nena, ahora?
-Y..., para completar la pareja, porque después, sea lo que sea, cerramos la fábrica.
-Ayer se movió.
-¿Ya?
-¿Y ahora?
-Listo -pone arroz en la olla con agua hervida-. Y no tengo tanto malestómago.
-¡Qué suerte! Con Rolo estuviste mal los cuatro primeros meses. Después te pasó.
-¿Y esa vez que llegamos hasta la esquina y después te fuiste corriendo otra vez a casa
para vomitar...?
-Te acordás...
El tiroteo comenzó del lado de la casa de gobierno desplazándose con secos estampidos
que llenaron la madrugada de sobresalto y la recubrieron con el olor acre de la pólvora. El
cielo encapotado, opaco y sin matices cubría la ciudad. En la calle se entrecruzaban los
gritos, las corridas y las detonaciones, más espaciadas a medida que la claridad indefinida y
gris iba quebrando el manto de nubes.
-Éste es uno de los que se andan batiendo -dijo Irene y agregó compungida-. No
podemos tenerle aquí, Eduardo... Quién sabe qué lo que nos van a hacer si le encuentran en
casa.
-Vamos a tratar de ayudarle, caramba... Por lo menos hasta que deje de sangrar.
-Pero tenés que avisar en el cuartel o si no vamos a tener líos con esa gente -lo ayudó a
arrastrar al hombre hasta la pieza de servicio.
-Este tipo se está muriendo -jadeó Irene mirando al hombre tendido sobre el catre-. ¡Qué
lo que podemos hacer nosotros, Eduardo! Mirá cómo tiene el cuerpo...
-Voy a buscarle al doctor Ruiz -dijo Eduardo-. Pierde sangre hasta cuando respira. Si no
le ve el médico, en media hora se queda seco.
De pronto el moribundo abrió los ojos y se fijó en las tres figuras que lo flanqueaban,
sumergidas en el ardiente caldo púrpura ocasionado por el resplandor de su sangre.
-Yo me muero -dijo en un susurro-, pero ¡viva Ilaudino Gavilán! -exclamó levantando el
torso, apoyado en el codo derecho antes de derrumbarse sobre el catre. Eduardo, Irene y el
doctor Ruiz, que se vanagloriaba de escéptico, vieron escapar por la comisura de los labios
y los agujeros de la nariz del hombre, el halo blancuzco que se repitió brevemente en un
ectoplasma casi transparente, pero que definía con precisión el perfil del cuerpo que
abandonaba, antes de integrarse al furioso bermellón que hervía en el cuarto.
-¿Por qué no venís a acostarte un rato más? -dijo Irene con voz de somnolencia-. Hace
frío con esta colchita transparente... Total, estamos de vacaciones, ¿verdad?
Eduardo se volvió a mirarla y sonrió. Irene extendía hacia él sus brazos, manteniendo,
sin embargo, los ojos entornados. Cuando llegó al costado de la cama, ella lo tomó
atrayendo a Eduardo hasta poder sumergir el rostro en la concavidad tibia del cuello de su
marido.
-Iba a pedirle a don Orué que nos preparara el mate. Está haciendo un poco de fresco
esta mañana.
Irene se desperezó y le hizo lugar a su lado. Eduardo se quitó los zuecos y se arrebujó
bajo las mantas, sintiendo el cuerpo de Irene, joven y exigente, como en tantas madrugadas
pasadas en ese exilio bucólico.
-Contigo no se puede organizar una revuelta, ni siquiera una revolución, porque no dejás
tiempo -le dijo Eduardo, a lo que Irene respondió con un gruñido-. Me estaba acordando del
hombre ese de Gavilán -ella le hizo sentir sus senos obligándole a acariciarlos-. No supe
más nada desde que salimos de la ciudad y...
Apenas amanecía.
Lelia no hizo ningún movimiento. Abrió los ojos y quedó en suspenso, esperando
descubrir qué la había sobresaltado a esa hora tan inusual para ella.
A su lado, Arnaldo ronca y de su rostro emana esa calma desnuda y vasta que es
patrimonio de los durmientes, la que obtienen al influjo del pleamar que transforma la
inquieta actividad de la vigilia en un suave agitarse de olas espumosas sobre la arena blanca
y crujiente de la inconsciencia.
-Es igual a Rolito. Cuando está durmiendo se le parece mucho -se dijo Lelia-, nunca me
fijé que el nacimiento de sus cabellos se parecieran tanto.
Lelia no era de aquellas personas que buscan profundizar sus sentimientos a los que
consideraba parte suya y a veces se descubría apartada de ellos. Le bastaba disfrutar de su
vida, tibia y sin importancia, a la que estaba acostumbrada. Sin demasiadas satisfacciones
pero sin conocer tampoco los dolores profundos que atormentan al alma.
-Nuestro hijo es sano, eso es lo que importa, ¿no te parece? -le dijo a Arnaldo una vez
que se quejaba de lo difícil que se ponía conseguir dinero para cubrir las necesidades de la
casa-. Al fin de cuentas, no somos ricos pero tampoco estamos en la miseria..., y esta casa
que nos dejó el tío Eduardo es una bendición. No vas a pretender hacerte millonario de la
noche a la mañana.
-No quiero hacerme millonario, pero sí quiero entrar en uno de esos esquemas que
abundan y te hacen dar un buen salto de la noche a la mañana, como decís vos... La otra
vez, por ejemplo, podía haber ganado unos buenos pesos, pero me llamó el jefe y me dio a
entender sin mucho disimulo y muy claramente que ese negocio era suyo...
-Ya estará despierta -se dijo- si es que durmió algo. Está viva -pensó luego, asombrada-.
Y yo estoy viva también, como ella.
De golpe le asaltó la idea de que ella, Arnaldo, Rolo y sus hormigas (a las que ahora se
le daba por encerrar en botellitas y enterrarlas en el patio), todos estaban viviendo,
cumplían los mismos ritos vitales -sonrió porque estas últimas palabras le recordaron al tío
Eduardo, que solía usar perífrasis al referirse a las cosas ordinarias-, mientras la abuela siga
allí será igual a nosotros.
-¡Ufa! -se dijo-. La realidad son: Arnaldo durmiendo, Rolo durmiendo, la abuela en el
patio y las hormigas prisioneras de mi hijo yendo y viniendo de un lado a otro dentro de las
botellas donde las tiene encarceladas, no sé si por maldad o por capricho.
-Lelia, ¿y vos?
-Arnaldo.
Después de bailar una selección foxtrot y bossa nova se alejaron de la pista hacia la
balaustrada del club que da sobre el río y permanecieron silenciosos, mirando la oscuridad
interrumpida a veces por el titilar de las luces de algunas embarcaciones ancladas cerca de
la costa y que rielan sus brillos mezclándose con el resplandor de la luna. Vieron pasar una
lancha iluminada que semejaba una enorme luciérnaga flotando en la noche.
-Yo terminé la secundaria el año pasado. Estaba internada en un liceo pero ahora vivo en
casa.
-¿Por qué en un internado? -quiso saber Arnaldo-. ¿Tus padres no estaban en Asunción?
-Siempre vivieron aquí -respondió Lelia-, pero no pueden atenderme porque conversan
todo el día, sin parar. Ahora, en este momento, estoy segura que están conversando, lo
mismo que cuando salí para el baile.
-No sé -respondió Lelia-. Lo cierto es que desde que me acuerdo, ellos están hablando
todo el día, sentados en la sala. Papá en su sofá. Mamá en un sillón de mimbre que hace
ruido al hamacarse.
Así mismo. Por eso estuve en el internado, porque ellos no me podían cuidar.
-No sé..., porque yo siempre los vi así, sentados en la sala y conversando. El que me
atiende es un tío viejo que tengo.
-Han de tener muchas cosas que decirse -dijo Arnaldo, que no pudo impedir una
carcajada-. Ahí están tocando una colección de boleros muy lindos. ¿No querés bailar?
-Bueno, vamos -dijo Lelia medio picada porque no entendía bien el motivo de la
espontánea risa del muchacho, aunque éste le caía bien-. Pero no veo qué te causa tanta
gracia acerca de mis padres...
-Nada -le tomó del brazo-. Será porque yo soy medio callado nomás que no entiendo a la
gente que le gusta conversar. No te enojes.
-No me enojo.
Rolo, de pie junto a una de las ventanas que dan al patio, cavilaba absorto acerca del
transcurrir de esa tarde húmeda que empañaba los cristales hasta condensar gotas de agua
que se deslizaban hasta las ranuras inferiores de los marcos de madera carcomidos por el
cupi-í.
-Vas a tener un hermanito o hermanita -le dijo Lelia, tomando entre las suyas las manos
de su hijo y acercándolo a ella y se detuvo esperando la reacción del niño ante la noticia. Él
bajó la vista.
-Sí -respondió Lelia sin soltar sus manos-, pero por ahora nomás. Después me va a
pasar. Cuando estaba esperando la cigüeña de vos, también vomitaba mucho, pero después
me pasó.
-Falta mucho todavía -hizo una pausa-. Papá está contento porque dice que así vas a
tener a quien cuidar y que te va a estar hinchando todo el día -rió.
A Rolo, que era observador por naturaleza, no le pasaron desapercibidos los cambios
que se operaban de su madre. Las facciones de Lelia habían ido adquiriendo esa expresión
beatífica que suele aposentarse en el rostro de las mujeres embarazadas.
El niño se dio cuenta que el hecho de tener un hermanito nuevo no era sólo la llegada
del bebé. Ya los había visto a montones y todos se parecían, pero resultaba distinto ahora
que debía convivir ese día a día compuesto del malestar, la impaciencia y hasta el
malhumor de su madre. Pero por sobre todo, era la manera extraña de comportarse Lelia lo
que llamaba su atención. Muchas veces la veía leyendo un libro que dejaba olvidado sobre
su falda o suspendía el trabajo de croché, con la vista clavada en algún punto remoto,
olvidada de cuanto le rodeaba. Entonces sus labios se distendían hasta acabar en esa sonrisa
dulce y soñadora que desconcertaba al niño, haciéndole sufrir una rara presión en el pecho
al mismo tiempo que el corazón le latía con tanta fuerza que temía llamar la atención de su
madre hacia él y eso se le antojaba sacrílego.
-Y ahora mamá se siente mal todo el día. Vomita. A veces me reta de balde. Pero lo que
más me da miedo es cuando se queda sentada sin hacer nada y mirando lejos. Sé que ha
pensado en la luna.
-A mí me da rabia -respondió Rolo, pateando una lata vacía y herrumbrosa que estaba
tirada sobre la vereda.
-No te digo eso. Te digo que me da rabia porque mamá está mal.
-Y al final de cuentas -le dijo el compañero- es lo más natural del mundo tener un
hermano, ¿verdad?
-Ya sé -respondió Rolo distraído.
-¿Sentís?
Ahí adentro algo se movía. Dos veces recibió los impactos inconfundibles de ese algo
que se le antojó viscoso y repulsivo. Seguramente todo húmedo, sucio y con sangre.
A veces no podía cerrar los ojos por la noche pensando en ese animal oscuro que se
agitaba en el vientre de su madre, blanduzco como esas lauchas asquerosas que dan tanto
miedo. Cerraba los ojos y ahí estaba su hermanolaucha revolcándose dentro de su madre,
apoderándose de ese cuerpo que hasta poco tiempo atrás era una parte confortable de la
casa, de la vida cotidiana, una mano para cruzar la calle, la risa de Lelia confundida con los
ruidos de la casa, la escoba al deslizarse sobre las baldosas del piso o el calentador
calentando la leche para la merienda. Era algo concreto, algo que como su papá, la casa y
los muebles siempre estuvieron allí, como la abuela, como Petronila, como las hormigas.
Era su casa, el lugar a propósito para cobijarlo a él.
Su enfermedad, larga y dolorosa le había hecho preferir varias veces la muerte, pero
cuando la desesperación y el fuego de sus células cedía, Eduardo recuperaba el afán de
vivir, de prolongar en algo la agonía implacable. Lo supo desde el principio, aun antes de
escuchar las palabras del médico, que cayeron sobre él como latigazos, simple
confirmación de su penosa certidumbre. Salió del consultorio con pasos lentos, haciendo un
esfuerzo por no llorar.
-Soy un hombre -se repetía-, soy un hombre.
Las pisadas resonaron sobre las resplandecientes baldosas del sanatorio. Le devolvían su
imagen, gacha y derrotada. Llegó a la casa y se acostó tras besar la frente sin resonancias de
Irene. Apoyó la cabeza sobre la almohada, encendió un cigarrillo que dejó consumir entre
los dedos, sintiendo como minuto a minuto sus entrañas se agitaban en la vorágine de una
danza macabra que transformaba a su cuerpo en una masa viscosa de carne corrompida.
-Mirá Eduardo -le dijo el médico, amigo suyo de la época del colegio secundario-, yo sé
que sos un hombre fuerte y vas a poder resistir el golpe..., por eso creo lo mejor..., al menos
me parece lo mejor, decirte la verdad -hizo una pausa en que sus miradas se sostuvieron
enfrentadas. Después el médico desvió la vista y jugueteó con el cortapapeles que estaba
cerca-. Tenés cáncer, Eduardo, y es terminal... Ni vale la pena operar...
-¡Cáncer! -repitió Eduardo. Sus dedos se agarraron a los brazos del sillón donde estaba
sentado. Sintió las palmas sudadas-. ¿Estás seguro...? Bueno..., disculpá... ¡claro que estás
seguro! -el médico asintió sin mirarlo-. Entonces, viejo -dijo Eduardo forzando una sonrisa-
esta vuelta no es una purgación, por lo visto.
-Tengo una eternidad que llenar sin contar con suficientes cosas que poner en ella. Ni
con tres vidas iguales, ni con cien. Hay demasiado lugar en sesenta y seis años, siempre en
lo mismo, siempre en el comienzo-. Si viviera nuestra hija -dijo en voz alta- por lo menos
Irene no iba a estar tan sola, pero ya es tarde.
Dejó pasar unos días, habló con Lelia y su marido. El joven le era indiferente pero sentía
gran afecto hacia Lelia, que vivía muy ajustada con el magro sueldo de Arnaldo, recortado
aquí y allá por aportes involuntarios y contribuciones inesperadas como se acostumbraba
ahora con los empleados del estado.
-La ducha es lo mejor de todo -solía decir Lelia sonriendo cuando iba de visita a la casa
de Eduardo-. En la otra casa teníamos que bañarnos con agua de aljibe que cargamos en
una latona grande.
Se mudaron a esa casita, donde en el dormitorio apenas cabía la cama de plaza y media.
La cuna de Rolo la ubicaron al otro extremo, en el corredor. Había un pequeño patio
interior limitado por el dormitorio, la cocina de forma triangular, una muralla alta contra la
que se restregaban las grandes hojas de dos bananos que nunca dieron fruto y el bañito con
la ducha.
A veces Arnaldo se sentía impotente y tan deprimido que al observar a Lelia dormida,
dejaba que por sus mejillas corrieran lágrimas humildes, mezclando los suspiros cautelosos
con el susurro de las hojas de banano al acariciarse entre sí y contra el muro.
No tenían nada de nada y estaban metidos dentro de una nube de incertidumbre hasta
que un sábado, alrededor de las cinco de la tarde llegó de visita el tío Eduardo. Tomó
cocido de azúcar quemada acompañándolo con galletas que derritió en la taza, espantó
algunas moscas y les pidió que fueran a vivir con él.
Esos callejones, a los que llamo ancianos, se llenaban por la noche del transitar de
parejas furtivas, urgentes y transitorias. Allí, en esas antiguallas, compartiendo su decaído
señorío, se abrían las puertas de bailongos, como el Hernandarias, el Hispano Paraguayo, el
Criollo, donde las mujeres esperaban ya dentro de ellos, ya en la calle, a los clientes de unas
horas.
La campana repiqueteaba con insistente alegría desde lo alto del campanario de madera
sólida que la sostenía desde hacía por lo menos cien años.
Ése era un domingo especial porque el padre Miguel casaría nada menos que a cinco
parejas del poblado, lo cual era motivo suficiente para que desde temprano echara a sonar la
vieja campana.
Antes que saliera el sol ya había gente preparándose para asistir a la boda colectiva y
quien más quien menos buscaba la mejor de sus ropas para estar a la altura de las
circunstancias, aunque en la generalidad de los casos iban descalzos o con los pies calzados
en altos zuecos de madera.
Eduardo, entregado a la vida mansa de su aburrido exilio era un invitado más. Después
de tomar unos mates, estaba sacando agua del pozo, cuya roldana se deshacía en gemidos al
hacer correr la piola medio deshilachada que extraía el balde cargado de agua.
-¿Vos no te vas a bañar todavía? -quiso saber Eduardo dirigiéndose a Irene que
continuaba remoloneando displicente en el catre donde pasaron la noche durmiendo al
rocío.
-Anoche dormí mal con la cantidad de mosquitos que había -respondió Irene,
desperezándose-, pero ya no voy a poder seguir durmiendo. El cura no va a terminar con las
campanadas hasta que todo el pueblo y las compañías de los alrededores llegue a la iglesia
para asistir a su bendita boda múltiple.
-Ya lo creo -respondió Irene-, para él es medio como la conversión de los primeros
cristianos.
-Y no es para menos -exclamó Eduardo a los gritos para que su mujer lo oyera entre los
chapuzones que se daba con el agua fría de la latona-. Según don Orué, hace por lo menos
cinco años que no se casa nadie en el pueblo.
-Yo ya salgo -le gritó Eduardo. Y agregó acercándose a la casa envuelto en una toalla-.
Dicen que la revuelta de Ilaudino Gavilán no tiene nada que ver con los partidos políticos,
que es una aventura loca de un caudillo alucinado y quijotesco que va a terminar en la cruz,
como todos los iluminados.
-Vos le admirás.
-No, me contó don Orué que hubo un ataque a la policía en Asunción, con aviones y
todo y que ahora la cosa no es tan clara. Escaparon los presos. No sin antes causar buenas
bajas entre los carceleros que corrían pidiendo socorro -se interrumpió para cebarse un
mate-, esta revolución parecía hasta ridícula... En eso tiene razón don Orué, pero ahora la
cosa es diferente, ¿verdad?
-Cuando apareció Gavilán nos dijimos: ¡otro ambicioso más! Un campesino ingenuo y
osado. No es militar y lo llaman comandante, dicen... Así decíamos, ¿verdad? Ni militar ni
político... ¿Cómo va a echar a un gobierno como el que tenemos, con una red de pyragüé
que encontrás hasta en tu sopa?
-¿Y qué ocurre? Lo inesperado. Cuatro meses después la revuelta que se inició en una
lejana compañía de San Pedro, toma cuerpo. Los campesinos se amotinan, pierden la
timidez y la abulia que les caracteriza y se van apoderando de armas en los cuarteles.
Armas primitivas, pero armas al fin. Y con ellas es más fácil conseguir otras. Se vuelven
astutos, surgen los jefes naturales y no faltan los veteranos de la guerra que con propiedad
son mi sargento y mi teniente.
Se entusiasman, escuchan de nuevo las palabras olvidadas, resuenan en sus oídos las
marchas marciales, se les llena la sangre de vida, es el grito de combate, huelen la pólvora y
sacan de algún rincón de su rancho el viejo fusil que quedó colgado cuando se tuvo que
volver a empuñar el arado. Están cansados, ellos también, de las palabras y las mentiras, de
ese día a día que no tiene variantes. Van y vienen. Se desentienden del surco que pasa al
cuidado de las mujeres. Se prepara la cecina, las vituallas, se desempolva la caramañola, se
lustran las polainas: -Mi capitán, usted tiene que venir con nosotros. Nosotros estamos con
Gavilán, sí, mi teniente, Gavilán atacó otro puesto y se está preparando para bajar a la
capital. Usted tiene que venir con nosotros, etcétera, etcétera...
-Y la mayoría va -terció don Orué que se había acercado por detrás de Eduardo,
haciendo señas a Irene para que no lo delatara- por no decir todos -agregó-. Y le puedo
asegurar que si esto sigue así, muy pronto Gavilán le va a estar pisando el poncho al
gobierno.
Siguieron hablando del momento político hasta que Irene les llamó la atención acera de
la hora:
-Si no te apurás, vamos a llegar tarde al gran acontecimiento del pueblo y eso el cura no
va a perdonar.
-Tiene razón -le dijo Eduardo a don Orué que ya estaba vestido con corbata y traje
oscuro-. Ya vengo, ya vengo.
Volvió a salir ya vestido con el traje de casimir inglés, el que siempre usa en las
ocasiones importantes de su vida y cuando la solemnidad del momento exige el incómodo
rigor de la camisa de seda que con el sudor se pega al cuerpo, el cuello postizo almidonado
hasta convertirse en un cartón blanco purísimo.
Los tres fueron bajando la cuesta que zigzagueaba irregular y llena de pequeños
montículos y depresiones entre las que sobresalían matas de pasto sobre la tierra colorada
de la que se levantaba la polvareda a causa de la pequeña brisa que había comenzado a
soplar.
El repiqueteo de la campana y la gente vestida de fiesta que se dirigía a la iglesia bajo el
sol del domingo así como las carretas tiradas por bueyes y los caballos enjaezados,
procuraban al ambiente un aire de fiesta patronal en la cual la alegría cobraba intensidad a
medida que el grupo se acercaba al enorme patio de la iglesia, donde se había preparado el
altar para llevar a cabo la ceremonia.
-Se consigue permiso del delegado para que venga la calesita y ya se puso en la plaza -le
comentó uno de los caminantes a don Orué-, y va haber la banda para bailar despué y el paí
ya hizo una cantina ñemú para despué.
-Y mesa para jugar truco si quiere -completó otro- y debajo la parralera e que se va a
bailar.
-Hata don Emeterio que é de Narajaty y que ya hace dié año que vive por ña Francica
dice que va casarse taén...
-¡Una feró conga lo que va ser, don Orué! -concluyó el que había hablado primero.
El patio de la iglesia semejaba una inmensa romería, saturada del aire oloroso de la
fritanga preparada en los braceros a carbón.
Eduardo echó una mirada alrededor y se dio cuenta que estaban todas las autoridades del
pueblo sentadas en el lugar de honor que le hizo preparar el párroco. Había también algunos
soldados ubicados en sitios estratégicos, apoyados en sus viejos fusiles, mirando desfilar la
gárrula bulliciosa de mujeres y hombres que buscaban la sombra, esperando el inicio de la
ceremonia.
-Allá tá ña Luisa con don Maciel taén y su tre hijo que le va dar su anillo -comentó una
mujer-. Mirana que linda pa que etá con su vetido blanco largo que le hizo ña Filomena.
-Y dice que Ugenia sique mandó traer de Asunción para su juego de azar -agregó otra
que estaba a su lado-, porque si me vía casar por Taní, me vía casar bien, dice que dijo.
-¡Nderaityre!
Cerca de las nueve de la mañana ya estaban las cinco parejas cuyas edades oscilaban
entre los veinte y los cincuenta y de las cuales tres ya tenían hijos mayores que hacían de
cortejo sosteniendo en sus manos los platillos con los anillos de boda que sellaría la unión
de sus padres. Otra de las mujeres que iba a contraer matrimonio, sostenía a horcajadas
sobre la cadera a un niño de unos dos años que moqueaba constantemente y la quinta pareja
estaba formada de dos jóvenes que se habían conocido en una de las ferias organizadas por
la iglesia y constituían la mayor victoria del cura porque los convenció a que no vivieran
bajo un mismo techo antes de concluir la ceremonia.
Cuando comenzó la parte formal, cayó un silencio solemne interrumpido sólo por el
coro de voces que acompañaba las oraciones a indicación del sacerdote y el repiqueteo de
las campanillas de los monaguillos.
Las autoridades, apretujadas dentro de los trajes desacostumbrados, se pasaban de
continuo el dedo índice alrededor del cuello almidonado de las camisas. Pero cuando el
sacerdote bendijo a la concurrencia, el anterior silencio se transformó en una alegre
explosión de risas y alegría. Los invitados se dirigieron a las mesas que les estaban
reservadas junto a los novios y los demás se agolparon frente a los puestos de expendio de
bebidas y comidas.
La banda se lanzó a ejecutar las más alegres melodías y sin interrupción por casi por una
hora hizo alarde de un entusiasmo contagioso. Sólo suspendieron la música cuando le
acercaron unos platos bien cargados de chicharó trenzado, mbejú y mandioca, algunos
pedazos de asado y una botella de caña.
El cura, todo sonrisas, ocupaba un extremo de la mesa, flanqueado por los novios y las
autoridades del lugar, quienes nivelados por los efectos del vino proveído por el cura,
intercambiaban chistes y comentarios con don Orué. Eduardo e Irene.
Se dejó envolver por la inhóspita claridad, convencido que en el transcurso del tiempo,
más tarde o más temprano, ese alucinado universo de visiones huecas de lo que alguna vez
fue y en las cuales se observa él mismo como un fantasma más conformando el drama sin
sentido. Apenas otra figura dentro del obtuso purgatorio de las ilusiones marchitas que
giran a su alrededor, molestas e inútiles, sin alcanzar el sosiego que alguna vez esperó
hallar tras las interminables horas de su agonía, cuando el cuerpo sentía los cambios
ocasionados por la garra implacable de su dolor.
Ni piensa, ni siente, ni se preocupa. Le resulta indiferente el remolino de imágenes que
lo acosan y lo abandonan luego, abotagado de luminiscencias indefinidas, de caminos
ingrávidos a los que es arrojado para girar en evoluciones que conducen de nuevo al sueño
estático, siempre presente en medio de esa profunda oscuridad.
A veces lo reclama el vértigo helado que le produce el caer dentro de un abismo sin
paredes. Otras cuando asciende veloz, repitiendo sin cesar esos viajes al final de los cuales
acaba por encontrarse en el mismo sitio, en la plácida languidez de los nervios sin
reacciones, escarbando entre millones de células que se corrompen a medida que
estratifican su realidad.
Soledad del Niño Jesús tenía dieciséis años cuando vio a Ilaudino y se enamoró de él,
que no había cumplido los veinte.
La plaza del pueblo de San Pedro de Ycuamandiju ubicada frente a la iglesia, estaba
engalanada para las actividades profanas de la fiesta de San Juan cuyo casi infalible
veranillo terminó a media mañana del 23 de junio a causa del viento frío y cortante del este
que como siempre vino acompañado de una llovizna fina que calaba hasta los huesos.
Pero la noche de San Juan es algo especial y por ello tanto los hombres, protegidos en
sus ponchos y las mujeres con rebozos en la espalda y mantillas de lana en la cabeza,
recorrían los numerosos puestos de juegos y ventas de comida que llenaban el lugar.
Faltaban los más ancianos, que no podían arriesgarse a pescar una pulmonía, en cambio
para los niños, no había límite de edad pues muchas mujeres jóvenes que no se resignaban a
perder la fiesta anual, iban con sus hijos recién nacidos en brazos, envueltos en frazadas
alegres y multicolores que sólo dejaban al descubierto los pequeños rostros ateridos.
Habían hombres y mujeres alrededor de las enormes llamaradas del fuego que se
encendió temprano para cumplir, en primer lugar el papel protector contra el frío, y cuyas
brasas servirían para el tatapyi ari je hasá.
Soledad del Niño Jesús iba vestida de lana gris, protegiéndose la espalda por medio de
un bello mantón rojo que brillaba al pasar cerca de la gran fogata. Usaba sandalias y medias
negras de lana.
Se cruzaron varias veces con Ilaudino. La primera frente al puesto de venta de mbejú y
chicharó trenzado. Allí le lanzó una mirada profunda que hizo trastrabillar el interior del
muchacho.
Cuando él comenzó a lanzar argollas, ella se le acercó sonriente, acomodando las vileras
con que adornaba sus largas trenzas de cabellos negros.
-Parece que tenés buena puntería. A ver si acertás para regalarme aquella muñequita de
premio.
Ilaudino tragó saliva sin responder palabra. La miró fijo a los ojos y la muchacha
sostuvo su mirada, tan sonriente en los ojos como en su figura entera que comenzaba a
ondularse por el florecer de la juventud.
-Dale..., dale..., te falta una nomás -lo alentó Soledad, saltando nerviosa en su sitio y
palmeando sin cesar con sus pequeñas manos, algo pasmadas por el frío.
-Bueno..., esperá un poco, que tengo que apuntar bien -le dijo el joven-. No sea que el
último no acierte y te quedás sin tu muñequita por apurada...
-Listo -respondió Soledad y comenzó a jugar con los extremos de sus trenas, con cierta
coquetería traviesa.
Ilaudino retrocedió un paso, entornó el ojo izquierdo, apoyó el codo del brazo derecho
sobre la tabla del mostrador, adelantó algo el torso y lanzó la argolla que tras girar dos
veces en el borde del cuello de la botella, terminó dando el triunfo al joven, que
entusiasmado, agitó los brazos sobre la cabeza, mientras su admiradora saltaba en su sitio
repitiendo:
-¡Ganaste!...¡Ganaste!
-Pero... ¡dónde te fuiste?... Recién te hablé allá frente al kiosco porque creí que todavía
estabas allí y de repente no te veo más y estoy hablando sola... a no ser que te escapes de
mí..., pero no ha de ser, porque te voy a decir: yo no muerdo.
-Yo nomás... -balbuceó Ilaudino-. ¿Te gusta la muñeca? -dijo al fin, para no quedar
callado.
-Es hermosa -luego se adelantó algo, casi impidiéndole caminar-. Vos sos Ilaudino,
¿verdad?, el hermano de Ernesto.
-Yo no, pero el otro día me dijeron que era tu hermano. A vos hace rato que te conozco -
exclamó, agregando una insistencia desafiante en su mirada-, pero nunca me pude acercar
para hablar con vos porque no se te encuentra ni en la iglesia ni en los bailes de la parroquia
ni en ningún lado. Según me contaron no estás en tu casa tampoco y te pasás el día con ese
Rumboso Aguilar que según dicen se corrió de Asunción cuando comenzaron los tiros, que
según cuenta mi tío Raimundo que hace poco vino también a San Pedro a vivir con
nosotras, es cosa de todos los días allá en la capital.
-Y... ¿Cómo es que me conocés a mí hace rato? Yo no te visto hasta cuando me miraste
allá en el puesto de mbejú -después de pensar un momento, agregó-: me gustó cómo me
miraste... -se interrumpió.
-¿Yo me sonreí?... -se detuvo en seco para encarar al muchacho que cada vez se ponía
más nervioso.
-Ah, no, mi hijo -exclamó Soledad aparentando enojo-. ¡Eso sí que no! Ya me avisaron
que Ernesto, tu hermano anda detrás de todas las polleras del pueblo..., pero no me contaron
que vos también te creías el gallito paloma del lugar... Y ha de ser, porque si son
hermanos...
El diálogo se interrumpió a causa de una gritería que provenía de los grupos de gente
que eran atacadas por el toro candil.
-Mbejú calentito, chicharó trenzado, payaguá mascada, chipá so'ó caliente que te quema
por lo diente, mbusiá, butifarra y lambreado lo señore y señora, riquísimo chicharó
trenzado, ryguazú cae y chipá so'ó -y anunciando los juegos que formaban parte del festejo-
: paila jeheréi, cambuchí jejoká, pelota tatá y el infaltable ybyra syî.
Se detuvieron junto al Juda kai. Ilaudino cortado y confuso, sin saber cómo salir del
embrollo que se hizo en la conversación. Por eso, cuando Soledad lo encaró de nuevo creyó
que seguiría la andanada de palabras que la muchacha manejaba tan bien. Se sorprendió
cuando ella le tomó las manos, suavizó la mirada y acercándolo, le dijo en un susurro:
-Claro que te estaba mirando, bobo, si desde que vinimos al pueblo estoy buscando la
forma de llegar hasta vos y ese vyro chusco de tu hermano que cree que era a él que
buscaba -se puso en puntas de pie y le dio un refilón de beso en los labios-. Ahora me voy
junto a mamá que ya ha de estar preocupada. Me dijeron luego que te costaba entender las
cosas -y salió corriendo hacia el gentío que se movía entre los puestos de comestibles y los
juegos.
Antes, cuando el mundo estaba poblado de gigantes y los días se deslizaban entre
tiempos siderales, el domingo comenzaba con el tempranero pregón de La Tribuna, que
nacía al extinguirse del canto de los gallos que de uno a otro extremo de la ciudad
anunciaban el nuevo amanecer.
Los niños, sin escuela ni compromisos urgentes, remoloneaban mientras sus padres leían
el diario acompañándose del mate caliente que cebaba la mujer. Cerca de las siete, las
madres dejaban sobre la hornalla la segunda o tercera pava con agua e iban a despertar a los
niños, urgiéndoles a ir a misa o al catecismo. Durante el día, los hombres de la casa
empleaban la mañana en reparar las enredaderas y jazmines que nunca faltaban en las casas
o pintando puertas y ventanas.
Las comidas del domingo, siempre preparadas en casa, corría a cargo de las madres que
a su vez habían recibido las recetas de sus madres, sin versión escrita que pudiera traducir
algo tan sutil como una pizca de sal, algo de orégano y pimienta, unas gotas de aceite y ni
poco ni mucho ajo.
Arnaldo echó una bocanada de humo. Estaba sentado en la pieza grande, frente a los
pocillos del desayuno que todavía no retiró Petronila. Rolo se había internado en el patio,
para jugar con sus hormigas. Eso lo mantiene ocupado, pensó Arnaldo. Pasó bien la vieja
este invierno, y eso que tuvimos frío. Lelia está de seis meses. Lo peor ya pasó, porque le
da mal el embarazo en los primeros tiempos...
Le hice notar que por las patas de la silla donde está sentada la abuela empiezan a subir
ramas de la santarrita que ya le cubren parte de sus piernas. Le tapan los huesos, donde ya
le comieron las hormigas... Van más lentas ahora que a Rolo se le dio por perseguirlas. Pero
no creo que hayan parado un solo día de llegarse hasta la abuela...
Lelia y Petronila se pusieron a lavar los platos. Arnaldo tomó el diario y se dirigió al
baño. Sólo cuando tomó la máquina de afeitar y vio su rostro enjabonado, quedó perplejo al
observar los surcos incipientes de la frente que irían profundizándose con el tiempo hasta
formar arrugas dolorosas alrededor de las cejas, bajando luego hacia los ojos y las mejillas
marcadas por dos líneas que arrojan sombra sobre la comisura de sus labios, cuya
expresión, le disgustó. Tenía un quiebre cínico y humillado.
-¡Arnaldo!
-¿Qué hay? -responde sobresaltado.
-¿Te quedaste dormido o que...? Ahora se nos va a hacer tarde para ir al cine.
-Hay, pobrecito... -se burla Lelia-. Apurate, ¿querés? Ya son las ocho y veinte.
-¿Y Rolo?
Minutos después salen presurosos en dirección al cine de barrio que queda a dos cuadras
de su casa. La primera película ya había comenzado.
-Te dije que era tarde -observó Lelia-, permiso..., permiso, por favor...
-Y qué querés que le haga. Me hubieras llamado antes... Andate más allá porque no veo
nada de la cabeza ésta.
-Del fondo de la sala llega un silbido. Se sientan. Minutos después, Lelia cambia otra
vez de sitio con su marido. Del fondo salen dos silbidos agudos.
-¡Shhh!
-No vas a adivinar nunca -hace una pausa y cuando se convence que Arnaldo es incapaz
de adivinar, agrega-. A Pastora, la chica que vivía enfrente de nuestra casa..., ésa a la que
venían a buscar a bocinazos... ¿Te acordás?
-Se casó.
-Ah...
-Sí.
-¡Shhh!
-Yo no veo nada -dice Lelia moviendo la cabeza de un lado a otro, con inquietud-. Vení
vos aquí, ¿querés?
Del fondo de la sala se escucha una voz fuerte y desagradable que les grita:
¿Cómo llegamos a esto? O mejor ¿cómo llegué yo, a esto? Me lo repetí tantas veces y
obtuve tantas respuestas en el transcurso de mi vida que al final casi se volvió un lugar
común el preguntarme ¿cómo llegue a esto?
Fue cuando Irene ya no pudo levantarse más. Ella vivía en una ecuación insoluble donde
todo fue sumando hasta llegar al momento anegadizo de no hacer otra cosa que permanecer
tendida en la cama, con los ojos entornados, yendo cada vez más profundo hacia vaya uno a
saber qué abismo de desolación.
Tal vez yo ofrecía un cuadro aún más patético viendo a Irene sumergirse en esa bruma
desconocida. No sé. Sólo veía adherirse a su piel el dolor causado por las llagas horrorosas
que se iban formando en sus muslos, en las nalgas, en la espalda. Era como un purgatorio
de espanto donde ese cuerpo prefería permanecer calcinado en el fuego de su piel
carcomida, sarmentosa y hedionda en vez de acabar con todo... Su cuerpo vivía el suplicio
de su propia vida deshaciéndose en purulencias que envolvían a la habitación en la
emanación fétida de sus necesidades primarias, sólo superada por el olor más espeso y
rancio del horror.
No sé cuánto tiempo estuvimos así hasta que esa humillación de carne mancillada
adquirió la beatitud que se apoderó de ella.
De pronto, viniendo de otros tiempos, de siglos atrás, con su antigua voz, dulce y
cantarina, entonó la vieja cancioncilla que le gustaba tararear mientras realizaba los
quehaceres de la casa:
Irene permaneció sentada en la silla, tranquila, repitiendo una y otra vez el estribillo
tonto de esa vieja canción y sentí que me iba adormeciendo. Acaso la calma de ese rostro
plácido que escrutaba un nuevo horizonte fue la causa por la cual me dejé envolver también
en el claroscuro de la tarde que caía y dejé flotar a mi espíritu en las serenas aguas que
después de tanto tiempo se acercaron a mis playas y sin darme cuenta, quedé dormido.
Al despertar era noche cerrada. La brisa que me acariciaba movía a su vez las hojas de la
santarrita y entre las ramas de los mangos creaba un tenue leit motiv en homenaje al día que
había expirado.
Irene mantenía los ojos abiertos entre las profundas ojeras que los enmarcaban, pero ya
sin el espanto que anteriormente se reflejaba en ellos. Persistía a mi lado pero estaba lejos,
fuera de mi alcance.
Reprimí un bostezo, era todo tan extraño. No comprendí esa metamorfosis que se
desarrolló mientras dormía. Me sentí despreciable. Irene ya no estaba, pertenecía a un vacío
real y casi tangible que brotaba de su mirada perdida y no sin sobresalto, descubrí que yo
también empezaba a avanzar por el árido camino de la soledad.
Se abrió con violencia el portón y el camión salió disparado dejando atrás los rostros
impasibles que observaban el desplazamiento del vehículo a través de los largos corredores
penumbrosos que bordeaban el pulcro sendero que conducía al portón.
Hubiera preferido no estar allí, en medio de esa desolación y ese aroma dulzón, como a
olor de muerto, más desagradable que la hediondez de desechos de albañal o cualquier otra
fetidez que conociera.
Cuando notó que el vehículo se movía, tuvo que echar a correr. Por un momento sintió,
o al menos le pareció, que varias manos se extendían hacia él en un vago intento por
detenerlo. Pero Rolo era ágil y mucho más rápido que esos espectros abúlicos clavados en
su sitio donde al parecer estaban desde mucho tiempo atrás, a juzgar por los bolados
renegridos de sus túnicas, que llegaban al suelo. Las baldosas eran más oscuras que las que
se vislumbraba bajo ellas cuando la brisa agitaba la tela y dejaba ver el pequeño círculo que
protegían.
Sin embargo, nada cambió y Rolo ya no estuvo seguro que hubieran intentado extender
las manos hacia él para capturarlo. Fue sólo la ingrata sensación de no querer pensar en la
posibilidad de seguir en ese sitio.
Alcanzó al camión unos metros antes que éste cruzara el portón de hierro que los
separaba definitivamente de las figuras inmóviles.
Ni bien salieron, el portón se cerró. Rolo percibió como un suspiro resignado y rabioso
detrás suyo. No volvió la vista y casi se sintió feliz.
-...pero si sólo eran figuras -se dijo-. Figuras ridículas con túnicas blancas. No me
podían hacer nada -sin embargo, seguía retumbando en sus oídos la voz monocorde y
gangosa que mientras estuvo dentro del patio resonaba en todos lados sin poder localizar su
origen, repitiendo sus convocatorias a un cierto Fanel al que daba instrucciones.
-Fanel es el ángel -se dijo Rolo-, el que lleva a los muertos hacia el otro lado...
Ahora le toca a Eduardo: «Fanel..., Fanel...», fue entonces cuando Rolo comenzó a
correr tras el camión que rodaba hacia la puerta.
Rolo va en la carrocería y observa el féretro. Negro, cerrado, que vibra con cada
barquinazo del camión en los incontables baches del pavimento sobre el cual se desplaza a
gran velocidad.
El chofer sigue insistiendo en que esa noche era peligrosa para el objeto que se ve
obligado a transportar.
Enciende un cigarrillo y fuma nervioso, sin apartar los ojos del camino que se abre ante
los faros del vehículo en una interminable avenida flanqueada de eucaliptos.
-Tenemos que llegar antes de medianoche -exclama el chofer- no es para estar en la calle
después de la medianoche.
El niño observa con atención cada movimiento de la caja, que se desgarra a los costados
cuando roza las paredes de la carrocería del vehículo. Allí está metido, desde su muerte, el
cuerpo de tío Eduardo.
-Es la noche de los difuntos -masculla el chofer-, es la noche de los difuntos -su voz
suena quebrada por el miedo-. No teníamos luego que salir...
-Es que yo le prometí sacarle a pasear para que no se sienta tan solo en su nicho -
exclamó Rolo-. Él me dijo que no se hallaba cuando estaba solo, entonces yo le prometí que
le iba a sacar a pasear de vez en cuando, ¿sabés?
-Pero justo hoy... -se lamentó el chofer-. ¡Justo hoy!
La noche adquirió un tono lila, amoratado, que impresionó a Rolo por el aspecto
desapacible de esa incandescencia transparente y fría.
-Es que se acerca la hora de los difuntos -respondió el hombre apretando el acelerador- y
falta mucho todavía para llegar al cementerio. Tu tío hace demasiado poco que se murió y
ha de estar todavía en el cadáver... Hoy se va a despertar, seguro... Tenemos que llegar
antes y meterle en su nicho otra vez... ¡justo hoy!
-Me dijo que iba a estar muy triste si uno le enterraba y después nadie no le iba a sacar
de vez en cuando... Así me dijo: de vez en cuando, sacame que a pasear...
-Yo siempre suelo trabajar así para hacer pasear a los parientes muertos -observó el
chofer-, pero nunca este día...
Como el vehículo arrojaba una humareda espesa, a Rolo le resultaba imposible ver hacia
atrás y la calle desaparecía tras el humo, que semejaba una cortina que ocultaba algo o
como si nunca hubiera existido lo que quedaba atrás. No tenían otra opción sino la de
seguir adelante en esa interminable avenida de eucaliptos pálidos, sin calles transversales,
silenciosa y densa, llena de baches y por donde sólo circulaban ellos. Nadie más que ellos,
los árboles altos de piel manchada y la avenida prolongada siempre en un nuevo horizonte
similar al que se acababa de recorrer.
-Se va a abrir -pensó Rolo-. ¡Se va a abrir! -gritó para que le escuchara el chofer.
-¡Ay, Dios mío... Dios mío...! -fue todo lo que éste atinó a responder mientras se
santiguaba-. Estamos bien jodidos, entonces...
Inesperadamente la tapa cayó a un lado y dejó al descubierto el cuerpo del tío Eduardo
envuelto en su mortaja blanca. El color del rostro macilento, amarillo verdoso, se iluminaba
en esporádicos destellos cuando caían sobre él los rayos lilas provenientes de algún lado.
Conservaba la misma expresión del día del velorio, antes que soldaran los costados de la
caja.
La tarde del entierro lo hicieron mirar por última vez al tío Eduardo, ya dentro del cajón,
a través del vidrio de la escotilla que le deformaba el rostro y lo empequeñecía a causa de la
ilusión creada por el cristal. Se le antojó que el tío Eduardo se iba ahogando en el humo
causado por la soldadura que quedó flotando dentro del ataúd. Sintió que ahora aspiraba ese
olor mezclado con el de las flores repulsivas y chamuscadas que quedaron dentro de la caja
y que fluía hacia él, ahora que el féretro estaba de nuevo, abierto.
Era algo concreto que acongojaba, algo que no podía definir. Observó las facciones del
muerto que volvía a estar en contacto con el aire. Le parecieron menos rígidas. El
semblante estaba recubierto de una jalea pastosa que lo volvía repulsivo, pese a que al
principio no quiso aceptarlo, porque sin duda eran las facciones del tío Eduardo, sólo que
más viejas, con arrugas más profundas a las que recordaba el niño. En la comisura de los
labios se había grabado un rictus cruel y en medio de la frente observó también un
fruncimiento que nacía en los cabellos secos y grises y descendía casi vertical sobre la
frente para desviarse luego hacia la ceja izquierda, sumando a la expresión del muerto un
gesto duro y adusto que Rolo no recordaba.
-No se puede mover porque está muerto -se repitió en voz alta y luego dirigiéndose al
chofer, agregó-: ¡Se abrió el cajón!
De los oídos y la nariz del tío Eduardo escaparon cuatro hilos de humo blanco que olían
a jazmín. A jazmines podridos.
Esta vez fue notorio el movimiento de las comisuras de los labios que se torcieron hacia
abajo en una mueca dolorosa.
Se apoderó del aire una frialdad espesa y nauseabunda. Los labios del muerto se
separaron con esfuerzo y abrió los ojos (acuosos y fríos) clavando en Rolo una primera
mirada de estupor (¿queriendo ubicarse, recordar dónde estaba?) que enseguida cambió por
otra maligna. Se sentó. El camión seguía corriendo. Las facciones de Eduardo conjugaron
la misma expresión de odio que transmitían sus ojos (vítreos). Lanzó un grito ronco, de
animal (pero más horrendo) y sus dedos huesudos se apoyaron en los bordes del cajón.
El muerto introdujo sus dedos en la boca y estiró dos dientes que se desprendieron sin
dificultad. La encía sangró un líquido viscoso que se deslizó desde los labios hasta el
sudario ensuciándolo con una mancha repelente. Estiró otro diente y de nuevo fluyó de las
encías el mismo líquido. Sus ojos, inyectados en sangre, no se apartaban del niño.
Aparecieron las verjas del cementerio y los cipreses de su entrada en el mismo momento
en que Eduardo tendía hacia Rolo dos manos apergaminadas, llenas de grietas y cuya piel,
reseca por el tiempo del encierro, colgaba en pingajos en los nudillos de los dedos,
transparentando los huesos. Que la sostenían. Rolo retrocedió diciendo:
-Soy yo, tío Eduardo, soy yo -pero se dio cuenta que era tarde.
La garganta del muerto emitió otro bramido. Rolo quiso empujarlo pero al hacerlo sus
dedos se hundieron en el vientre fláccido del cadáver y allí quedaron aprisionadas sus
manos, pese a los esfuerzos que hacía para liberarse.
Cientos de gusanos comenzaron a reptar por sus brazos. El muerto abrió la boca para
tragarlo.
Arcilla informe
Que aprendió a cruzar el cosmos
De infinitos siderales
Como dioses
Como dioses
Abismos de soledad
Enigma de dos mundos
Convertimos
El tiempo prestado que tuvimos
En santuario del instante peregrino
Nosotros
Al irnos creando el uno al otro
Como dioses.
-Romántico del siglo pasado -manifestó Eduardo con cierto aire petulante que no pasó
desapercibido para Elvira.
-De todos modos, lo que dice me llega al corazón -lo miró de soslayo y sonriendo,
agregó-: me parece que le tenés celos, ¿eh, mi amor?
-¿Celos? -Eduardo dejó La Tribuna que estaba leyendo y la miró directamente a los
ojos-. ¿De un poeta?... ¡Alabado sea el Santísimo!... Por favor, Elvira. La poesía es buena,
sin duda, para emocionar a algunas damas enamoradas..., y medio románticas... Pero ¡te
aseguro que no tengo celos de ese poeta!...
El otro día encontré el viejo libro de poesías con los que Elvira solía entretenerse
leyendo cuando se sentía triste. Algunos poemas son emotivos, sin duda. El autor habrá
sido muy joven cuando los escribió, porque los desgarres que se observan en alguno de
ellos sólo se padecen en la juventud, por ejemplo, es inimaginable que alguien con más de
veinte años escriba:
Poco antes de separarnos, Elvira me escribió una dedicatoria en el librito, algo ajado ya
por el uso que ella le daba. Para ser sincero, a mí, Casola, siempre me pareció de lo más
cursi. Fechó, firmó y me lo regaló.
Tu cuerpo,
Esa extraña dimensión del tiempo
Ese ansia, esa vida,
Esa agreste orografía de anhelo y de dolor,
Límite y santuario,
Mítica galaxia,
Unidad de espacio y tiempo.
Tu cuerpo:
Esa obsesión de cada día.
Pensaba Lelia:
Ya sé que parece medio raro, pero yo siento así. Ha de ser por eso que me choca leer en
la calle «Dormitorio» o «Pensión» o bien «Hospedaje», porque está mal eso de exhibir así,
tan abiertamente, esa debilidad blanduzca e íntima... Todo el mundo sabe que más tarde o
más temprano tenemos que acostarnos a dormir...
Cuando despierto suelo quedarme quieta para escuchar a mi alrededor esos ruidos que
nunca faltan en una casa.
Arnaldo duerme su sueño apacible, soñando vaya una a saber con qué, sin conciencia,
tendido allí, muchas veces sin que la sábana lo cubra del todo... siento ganas de levantarme
pero permanezco tendida a su lado observándolo de manera despiadada. Escucho su
respiración y miro su cuerpo semidesnudo, expuesto, inerme ante mi curiosidad.
Me desasosiego y pienso: yo también estuve así hace un rato. Pero ya no puedo conciliar
el sueño, sobre todo si es medio cerca del amanecer y la claridad comienza a filtrarse entre
los pliegues de la cortina mal cerrada.
Le observo mover los labios en un ronquido silencioso. A veces lo tapo, otras no. Me
pongo a pensar acerca de esta hora de la madrugada... ¡cuánta gente estará durmiendo, igual
que él...! A pata suelta, como se dice.
A veces se pega por mí... y yo me acerco más a él. Otras veces lo aparto... Es más rutina
que deseo de llegar a algo... y, sin embargo, cuando recién nos conocimos, el contacto con
su cuerpo significaba algo especial para mí. Necesitaba estar con él..., estar juntos, besarnos
y acariciarnos como desesperados para terminar haciendo el amor en cuantas formas
imaginables se nos ocurría..., que vamos a probar así..., que nunca todavía no hicimos así,
en una constante carrera por alcanzarnos mutuamente, sudados, ansiosos, olvidados de todo
lo que no fuera ese momento, esa lucha por alcanzar el placer que al venir revienta
agitándonos en los postreros instantes del desahogo final, con la inercia voluptuosa que de a
poco se sosiega para convertirse en una ternura plácida, con la respiración todavía agitada,
después de dominar el grito que a veces quiere escapar de mis labios. Él lo acallaba siempre
con un último beso, goloso, girando luego hacia su lado de la cama, exhaustos antes de
comenzar a acariciar su pecho que subía y bajaba, recobrando el ritmo de su respiración.
Los años transformaron esos primeros meses de pasión en una relación más tranquila.
Mi embarazo de Rolito nos volvió maduros... Cuando ya estaba grande, tan grande que
apenas podía moverme, él me tomaba con delicadeza, cuidando de no lastimarme y hacía
concesiones porque yo no sentía nada, pero me gustaba saberlo satisfecho. Soy una
egoísta..., yo le decía que no, que me hacía feliz saber que me deseaba a pesar de mi panza
y lo fea que estaba. Él me decía que me veía más linda. A una le gustan esos pequeños
piropos de alcoba que empiezan a escasear con el tiempo.
De todos modos, el solo hecho de estar acostada y si es verano sí que sudada, me resulta
molesto y se me da por analizar cómo duerme Arnaldo, ni que fuera un espécimen de
laboratorio y yo la científica tratando de descubrir en ese cuerpo que duerme a mi lado, la
razón y el secreto de lo que se llamar amor...
Para mí que no se da cuenta. Él cree que le van a salir esos negocios medio raros que
anda tramando no sé con quién, pero lo cierto es que hasta ahora todos sus negocios fueron
pistola..., y si no fuera por el tío Eduardo, estaríamos todavía en ese pagüiche lleno de
cucarachas de donde fue a sacarnos el pobre viejo..., el pobre viejo y la pobre vieja, y mis
pobres viejos que no sé cuánto hace que no los veo... Han de estar siempre sentados uno
frente al otro, conversando, sin preocuparse por nada, porque no les importa nada. Ni una
vez vinieron a visitarnos. Ni cuando nació Rolito.
-¿Y a qué hora comen o duermen tus viejos? -preguntó Arnaldo en susurros, caminando
detrás de Lelia.
-No sé... -respondió la chica, también en susurros y tomándole de la mano para guiar a
Arnaldo a lo largo del pasillo- no hagas ruido ¡carajo! -musitó Lelia cuando Arnaldo
tropezó con una baldosa que sobresalía del piso.
-Bueno -dijo Arnaldo-, pero alguna vez tienen que moverse de donde están, supongo...
-Se han de mover, me imagino -respondió Lelia con tono malhumorado-, pero no sé
cuándo. Y no sé por qué te ha de importar eso...
Conozco cada uno de sus movimientos. Es un ritual sin variantes... Se sienta sobre el
larguero de su lado, se quita los zapatos y las medias, que deja bajo la cama. A veces
encima de las otras que no retiré todavía, y hasta suele tener el tupé de decirme que se están
quedando duras y van a caminar solas, como si yo no tuviera otra cosa que hacer sino
arreglar su desorden.
Dobla una punta del libro que está leyendo (siempre está leyendo algún libro), lo coloca
sobre la mesita de luz, se quita los lentes que coloca bajo la cama. Nunca se me ocurrió
preguntarle por qué no los guarda en el cajón de la mesita, pero seguro que ha de tener una
explicación (él siempre tiene una explicación para todo) y luego apaga el velador.
Cuando lo veo al tío Eduardo, tumbado sobre el catre donde se acuesta de siesta me dan
ganas de irme lejos de su cuarto caliente, lleno de ese olor áspero y asfixiante que tiene la
humedad absorbida por sus papeles y diarios viejos y el baúl medio destartalado donde
guarda, no sé para qué, unos trapos hediondos que podía haber regalado cuando todavía se
podían considerar como ropa y ser útiles a alguien, hace quince años atrás.
Y pensar que hay personas que cuentan los sueños de una semana o un mes atrás.
Supongo que modificando algo, pero cuando se encuentran dos soñadores y comienzan a
intercambiar opiniones acerca de sus aventuras nocturnas, como si fuesen acontecimientos
ocurridos en la realidad, permanezco fascinada escuchándoles abrir paréntesis y conjeturas
acerca de sus perplejidades ante la narración de las deshilvanadas historias de sus sueños.
No sé..., me choca tanto ver a tío Eduardo cuando duerme, porque existe algo impúdico
en su actitud y no porque duerma en calzoncillos. De niña y de jovencita tenía otra imagen
de él. No era este anciano indiferente a todo, reconcentrado, queriendo hacer creer que
desea morir. Falso. Me di cuenta hace tiempo del miedo terrible que siente hacia la muerte.
Cuando más destaca el hecho de estar harto de la vida, de su enfermedad, comprendo lo que
quiere decir. Está aterrorizado, consciente de estar ya muerto...
Todos lo estamos, en realidad, pero nadie cree demasiado en ello. El caso de tío Eduardo
es diferente: su edad, el cáncer, sus dolores tremendos. Vive envuelto en un horror
indescriptible..., no ha de ser fácil vivir con la pregunta ¿hoy? ¿mañana?
Hace un mes que no sale más a sentarse con la abuela, bajo la santarrita que ahora
cuelga por todos lados. Parece una planta mendiga y harapienta, en vez de ser verde, lozana
y floreciente como la recuerdo de mi infancia cuando solíamos venir a visitar a los tíos
Irene y Eduardo en aquellos domingos luminosos de sol cuando mamá no tenía ganas de
quedarse en casa y con entusiasmo nos preparábamos para la visita a los tíos, donde
siempre había cocido con leche, galleta kokito y manteca.
Caminábamos desde casa hasta la de los tíos y cada vez la calle constituía una aventura
nueva, inédita, ya fuese en verano o en invierno. Aun en aquellas tardes nubladas, grises y
frías de julio, cargadas de nubes y presagios y desenvolviéndose en una quejumbrosa
tristeza que sólo muchos años después, siendo ya mujer, pude identificar con el aspecto más
delicado de la melancolía.
Pero entonces, cuando realmente transitaba a través de aquellas tardes, desconocía esta
palabra y las sensaciones se deslizaban a mi lado como las casas y las calles.
¡Si cada uno de ellos era una eternidad abierta entre dos noches!
Arnaldo también duerme en calzoncillos, sólo que siendo más joven que tío Eduardo y
mi marido, me resulta por eso menos chocante, supongo.
Mirando bien, nada ha cambiado. La casa es la misma, amplia y despintada, alta y con
telarañas en los tirantes y en las esquinas del techo donde se ve el maderamen a causa del
cielorraso desprendido que, por lo visto, no va a ser reparado.
Y para mí, este barrio es de ésos que nunca se modifican. Desde mi infancia hasta hoy,
si se construyeron dos casas nuevas, es mucho. El mismo empedrado, las mismas veredas
de piedra loza, la mayor parte de ellas rotas y gastadas, horadadas por la lluvia que las
habrá ido carcomiendo de a poco, digo yo.
El vecindario sí, se renovó algo, aunque no demasiado. Doña Raquel sigue yendo al
mercado y se queda a conversar conmigo o con cualquier conocida que encuentra en su
camino. Siempre tiene alguna historia inocente que contar en su mal castellano. No es
maliciosa. Es una judía dicharachera y jovial, de carácter diferente al su marido, parco de
palabras y adusto, pero buena gente, también.
Doña Elisa, en cambio, es la que sabe todos los chismes del vecindario. Todas las
historias sabrosas del barrio: de las sirvientas y de las señoritas, de las damas y de las
verduleras, de los señores y del zapatero y el área de sus conocimientos no se reduce a la
manzana. Sabe muchas cosas ocurridas a cinco o diez cuadras a la redonda, aunque raras
veces sale de su casa.
La recuerdo desde que era pequeña. Ella apoyada en su muralla y alguna otra mujer en
la vereda intercambiando secretos.
Nada cambió demasiado y sin embargo, todo es diferente. Yo soy una mujer casada, con
un hijo a punto de terminar la escuela primaria y mi segundo embarazo a cuestas, sin
mayores dificultades y hasta menos molesto que el de Rolito, que me hacía vomitar todo el
día.
Ahora no. La criatura se mueve un poquito y me despierta a veces durante la noche, pero
fuera de eso, estoy bien. A lo mejor esta intolerancia mía hacia el pobre tío Eduardo no es
sino consecuencia de mi estado y me va a pasar cuando llegue la cigüeña..., pobre viejo,
también. Si gracias a él nos salimos de esa cobacha llena de bichos donde estábamos...
Estaban en el barcito habitual, limpio y discreto donde se reunían para conversar cuando
deseaban estar juntos y sentirse uno al lado del otro. Sentirse, nada más.
Volvimos a vernos con Elvira en diciembre, tres meses después de decidir separarnos.
Por fin de año, le dije...
Hablamos por teléfono, salimos juntos, conversamos y, por último, hicimos el amor,
convencidos ambos del error que ello significaba a esta altura de nuestras relaciones, pero
sin la fuerza necesaria para resistir la tentación de volver a unir nuestros cuerpos que desde
casi dos años atrás venían compartiendo el idioma de la piel.
Levantó hacia mí esas facciones cadavéricas, distendiendo los labios en una sonrisa de
reconocimiento. Exhibió sus dientes, largos, blancos, desnudos hasta las raíces en la cara
descarnada que mantenía fija en mí sus ojos de mirada horrorosa, para luego volverse hacia
la cuna en la que sumergió las manos huesudas, rebuscando entre las cobijas que protegían
su tesoro y extrajo de ese lecho frío, la pequeña almohada de nuestra hija, recubierta
torpemente con el vestido de su último cumpleaños que yo había escondido en el fondo del
ropero.
Y ese atado de algodón y funda acurrucó en sus brazos, desentendiéndose de mí, para
volver a canturrear la canción de cuna
De a poco Irene resurgió lentamente de ese letargo y sus labios volvieron a ser labios,
sus mejillas, mejillas, sus ojos dejaron de ser cavernas de un esqueleto como se me figuró al
verla al trasluz de una luz imaginada, para convertirse en otra oquedad que al contemplar
me causó una punzada dolorosa, pues en su mirada perdida pude intuir la sima de su recién
adquirida soledad, ese vasto campo sin árboles ni pájaros, ese desierto de abrojos y espinas
por donde iría a transitar un camino cada vez más apartado a la isla donde yo permanecía
anclado a causa de la cordura que me permite soportar el dolor, convivir con el miedo,
aferrarme al segundo horror que sostiene al hombre sin permitirle sucumbir.
La pequeña almohada vestida de cumpleaños no era sino una grotesca caricatura a los
pies de esa mujer que ante mis ojos sufrió la metamorfosis que la transformó en una bolsa
de huesos y pellejo.
Estiré una silla porque me sentía exhausto y quedé largo tiempo concentrado en la
contemplación de esa mujer que la noche había convertido en sombra.
Tal vez quedé dormido, consolado por ese olvido que nos es permitido, pues un arrullo
suave me hizo concentrar de nuevo la atención en el bulto casi invisible de frente a mí, del
cual provenía la tonadilla absurda, sin misericordia, con la que Irene cruzó el ancho río del
dolor.
De la rama una rosa
De la rosa un clavel
Del clavel una niña
Que se llama Isabel...
¿Para qué tantas flores
si no son para mí...?
esta niña de mi alma
que me muero por ti...
Sin embargo, la única evidencia de que estaba el otro eran los plagueos de mamá, el
agua del inodoro tras recibir el desayuno, el almuerzo o la cena y las quejas constantes que
no entendía del todo pero de las cuales el culpable era ese hermano nuevo.
A veces las soltaba en el patio y prendía un fósforo para quemarlas de a una y disfrutaba
al verlas achicharrarse.
Una tarde encontró un pedazo de carne con ciento de hormigas prendidas a él y tratando
de llevar el alimento a sus cavernas. Las roció con alcohol de quemar y les prendió fuego lo
que las convirtió en una breve tea de llamas azules hacia arriba y roja en la base, que se
consumía velozmente hasta acabar transformadas en pequeñas carbonillas y antorchas
crujientes sobre el pedazo de carne quemada.
Después de hacerlo se sentía más tranquilo. Las cárceles repletas, con prisioneros que
soportaban una vida de tormentos, de luchas sin sentido, obligadas a desplazarse sobre los
cuerpos sin vida de sus compañeras.
Fue la peor época, porque nadie se sentía seguro y entrar a las prisiones significaba la
muerte.
Nadie pudo huir jamás de las botellas y los pocos liberados morían horas después a
causa de las terribles torturas del verdugo.
La crueldad del monstruo, lejos de aplacarse, volvía día a día a las persecuciones,
destruía las viviendas, asesinaba inocentes. Un terror sordo y paralizante se apoderó de la
ciudad subterránea. Eran días de espanto ante el horror de ocupar las celdas o caer víctimas
del fuego o el agua hervida. La miseria brotaba como los hongos blancos en el patio.
Pero antes de los primeros fríos, comprendieron que las escasas provisiones serían
insuficientes para conservar viva a la comunidad y decidieron salir en grupos dispersos y
numerosos, en el afán de eludir la vigilancia que se había vuelto implacable y aun a riesgo
de caer fulminadas en el intento.
Sólo más tarde descubrieron que la facilidad del triunfo sólo presagiaba el desastre
definitivo cuando éste se abrió ante sus ojos y se les hizo evidente la última maldad que
tomaba cuerpo en el propio alimento envenenado.
El invierno llegó sin piedad, con aullidos del este y llovizna. Adornado de harapos,
hambre, nubes oscuras, ojos negros y cuerpos ateridos.
En la calle permanecían dando vueltas las hojas secas y la casa adquirió su aspecto de
mayor melancolía del año.
Las pocas hormigas que lograron huir se perdieron en laberintos de cavernas cada vez
más profundas. Lo dejaron todo. Los prisioneros, olvidados en las botellas, terminaron por
congelarse y el patio volvió a ser un campo yermo y desolado donde gemía el viento entre
las ramas desnudas y el cuerpo de la abuela, que tiritaba sin cesar.
De súbito, me veo acompañado de una larga hilera de figuras silenciosas. Camino por un
sendero sombrío sobre el cual casi flotamos ingrávidos, con el suave deslizar de los pies
sobre el colchón de gramilla que nos sirve de ondulante alfombra de pelos vibrátiles y nos
empuja hacia el farallón que levanta su figura enhiesta y tenebrosa al fondo del paisaje.
La fila semeja un ondulante gusano en lenta procesión por la cuesta que bordea el
farallón que ya se imponía por su alta mole vertical, lisa, sin grietas ni salientes. Se me
antojó artificial, de superficie demasiado suave para haber sido obra del viento que nos
envuelve sin reposo. Demasiado perfecto para ser el producto de la naturaleza.
Me sobresalté ante la evidencia de que ese cuerpo y ese sendero estaban marcado por el
afán de perfección que sólo puede nacer del hombre. Ésta era su creación originada al
principio de los tiempos.
Apoyé con respeto la palma de mi mano izquierda contra la superficie tersa de la pared y
la sentí fría, sudada recubierta de pequeñas gotas de humedad que se adhirieron a la palma
de mi mano, creando en mí la desagradable sensación de acariciar la exudación de un
cadáver reciente. La aparté con rapidez y vi que varias sombras hacían lo mismo.
Algo debe haber en la cima, me dije, volviendo la cabeza hacia atrás para contemplar
una vez más el paisaje de pesadilla que se flanquea la mole. Estaba ya a media altura y las
nubes espesas tropezaban y se deshacían contra nuestros rostros. Los resplandores nos
cruzaban en continuos latigazos de luz que causaban una ceguera breve pero intensa al
transformar las sombras en brillantes teas tragadas de inmediato por la oscuridad.
Cuarenta muertos
Y nosotros, huyendo.
Cuarenta muertos quedaron en la playa luego que los soldados del gobierno encontraron
al grupo de Gavilán acampado cerca del Jejuí Guazú. Él supuso una traición de los guardias
que custodiaban los accesos de la selva hacia el ribazo donde después de encender la
hoguera, se entregaron al descanso.
Llevaban una semana de marcha forzada entre el boscaje y el pantano que formaba el río
Salado, entre la enmarañada vegetación y las selvas de lianas, el camalotal, la extensa
sabana húmeda y peligrosa, las antiguas picadas llenas de mariposas multicolores e
infectadas de los mbarigüí que no daban reposo a los intrusos que atravesaban esa selva
casi virgen en su eternidad de verde y marrón.
El próximo asalto podría definir la lucha, que en su etapa final ya llevaba un año.
Asunción quedaba sólo a dos jornadas de marcha. Lo peor ya se había hecho.
Desde la remota compañía de San Pedro donde pasó su infancia y su juventud, Gavilán
estaba ahora al frente de un cuerpo de seiscientos veteranos fieles y bien armados,
dispuestos a entrar en la capital y derrocar al régimen de horrores que suponían agonizante.
Cuarenta muertos.
Pero aguas arriba, sobre la playa arenosa del Jejuí Guazú, caldeada por el sol, los
cuarenta cadáveres insepultos se pudrían en su anónima humanidad de cuerpos mutilados
(¿por qué tuvieron que hacerlo?). ¿Por qué ese ensañamiento? ¿Qué ganaron con eso? ¿No
era suficiente matar?
Y la pregunta principal ¿por qué luchamos como... qué? ¿Como bestias cebadas en
sangre humana? ¿Como enajenados? Para conseguir ¿qué? ¿El poder? ¿Cuánto tiempo se
puede sostener el poder sin volver a utilizar los mismos métodos contra los enemigos? ¿No
hay indulgencias?
Enfrente está el horror, aún más espantoso que la muerte brutal, aún más terrible que las
imágenes del pasado con las que a veces uno tropieza dentro de su memoria. El horror está
delante, peor a cualquier otro miedo, no importa cual. El horror está en dar el siguiente
paso, oír la frase siguiente, ver el próximo rostro, acabar al siguiente enemigo. Lo que está
después de todo, eso es el horror... El seguir viviendo.
Los cuarenta cuerpos ya no cuentan. Para ellos acabó todo. En cambio, a nosotros se nos
abren las alternativas de nuevos días hasta sucumbir en algún paraje del bosque o junto a un
arroyo, o en un rancho donde la traición de un compañero o el valor de un soldado enemigo
nos alcance, y al exhalar el suspiro postrer, estoy seguro que todo carece de importancia.
Hasta uno mismo y su ideal, sus sueños o su codicia...
Lelia:
Te habrás dado cuenta, Lelia, que nos movemos de un lado para otro, siempre en el
océano sin playas de dolor. Te hablo del sufrimiento espiritual. Sólo el ser humano puede
sentirlo ¿te das cuenta?
Cuanto nos afecta a lo largo de la vida vibra con las ondulaciones provenientes del
sufrir, de la angustia y la desilusión. Hasta el amor, aun el más apasionado sólo conduce al
dolor. El acto mismo del amor: ¿no es acaso otra expresión engañosa y sutil de ese farsante
de mil rostros, una trampa abierta entre quienes en ese instante se consideran transportados
a otros mundos de felicidad, de comunión absoluta? Como si fuesen dignos, por gracia de
ese acto, de acercarse a lo sublime...
¿Qué es, Lelia, ese incesante ir y venir, esa búsqueda desesperada de algo que nunca
terminamos de encontrar sino la fuga hacia algún puerto o playa donde descansar de la
inacabable consecución del dolor, esa llaga permanente que hace de nosotros los
representantes... o debería decir, los orgullosos representantes de la especie?
En primer lugar, dejaría de ser la que conocemos ahora. Si nos quitan el sufrimiento, si
se nos libera de la alternativa del dolor, ¿qué nos sobra? Nada. Nos sería imposible soportar
una permanencia vacía y sin sentido, sin justificaciones, pues has de observar, Lelia
querida, que nuestra única explicación es el dolor. La conciencia del dolor. Su persistencia.
Sin él, no tendríamos nada con qué agotar el tedio a que se vería reducida nuestra
existencia. Es el motivador de nuestras acciones. Sin el dolor, careceríamos de motivos para
seguir adelante y nos reduciríamos a ser otra especie de animales, sujeta a sus necesidades
físicas, pero ignorantes del sentido del dolor como fuerza motivadora...
Y ¿a qué viene todo esto? Te has de estar diciendo..., te lo digo: me llegó esta captación
de golpe..., no sonrías, querida mía, te estoy viendo con esa sonrisa torcida y escéptica tan
tuya... ¿Creés que no te conozco?
Seguramente soy una de las pocas personas que te conocen bien, lo que se dice bien, y
aunque no quieras reconocerlo, en el fondo sabés que es así... bueno.
En el ámbar se combinan
Soda, whisky y hielo
Anuncio de tu amor, el cielo
Que ni el tiempo ni el olvido, minan.
¿Y? ¿Qué te parece? Bien, te cuento nomás que tenía preparado mi trago. Todavía no
estaba encendido el televisor. No me corría ninguna prisa por hacerlo. Sabía que papá no
iba a regresar temprano y vos sabés que cuando empieza a brillar ese aparatito, vos
desaparecés confundida con las imágenes.
Tenía ganas de tomar un trago, sentarme en el sofá, recoger las piernas y permanecer
allí, perdida en mis pensamientos, dejando flotar esos ensueños que con tanta libertad van y
vienen cuando una logra la calmosa compañía de sí misma y estás segura de no ser
molestada.
Tomé algunos sorbos, me relajé, recosté la cabeza contra el respaldo del sofá y volví a
llevar el vaso hasta mis labios.
Fue entonces cuando ocurrió. Me vino a través de esos ensueños. Irrumpió en mí cual un
varón ansioso que espera de la hembra su reacción ante el primer impulso de la pasión,
cuando la dulzura del beso aún se sostiene adherido a los labios y la urgencia del deseo
irrumpe flotando alrededor de los cuerpos como un aura brillante y tembloroso, presto a
integrarse a su sola unidad cósmica, física y espiritual, cuando desaparece, arrebatada por el
furioso vendaval del amor.
Estaba frente a mí, Lelia, te lo aseguro, era un cuerpo vivo, radiante. El dolor..., el dolor
es hombre, me dije como una idiota, sin entender lo que me pasaba ni qué estaba diciendo,
sólo recuerdo estas palabras porque las dije en voz alta.
Él apareció así, Lelia, esa noche. Ya sé que parece tonto, pero en esa entrega ofrendé lo
mejor de mi ser. Supe que sólo podría volver a darme como lo hice esa vez, sólo con mi
amante misterioso, el dolor.
Te escribo para dibujar un estado de ánimo extraño, una emoción, una experiencia digna
de análisis, en mi opinión. Vos sabés bien que no soy una soñadora y mucho menos una
romántica, por eso, estoy segura que vas a creerme si te digo que lejos de ser una
experiencia espiritual e indefinida fue algo material, físico, una sensación tangible de la
cual disfruté inesperadamente.
Te quiere,
Aidée.
Sin saber realmente quién es, nadie deja de ser lo que es, actuando según la mayor o
menor formación adquirida en el medio en el que le toca desenvolverse: la educación, las
premisas morales, los prejuicios inherentes a la cultura a la que pertenece y en especial, al
modo de enfrentar esas múltiples circunvoluciones de la fortuna y la desgracia hermanadas
siempre en un mismo denominador común donde lo que se podría prever, es impredecible,
los cuidados que se toman son insuficientes y el celo resulta fútil, ya que si alguna vez el
resultado de alguna programación es el esperado, muchas más se dobla el destino
empujando a quienes participan de él a un violento e inexplicable giro, que en oleaje brutal,
transforma la placidez del paisaje anterior en un vasto campo desolado, en un océano de
abandono, de desesperanza, sin asidero para la salvación.
Cuando acabó su relación con Elvira anduvo varias semanas como un sonámbulo,
agobiado por el flujo de los recuerdos, de la imagen de la mujer amada, su rostro, el timbre
de su voz, las expresiones acostumbradas, esa manera de ser, pese a que Eduardo
comprendía (y Elvira también), que la relación tendría que acabar alguna vez.
-Sabíamos que se tenía que terminar -le dijo ella cuando el hombre le propuso separarse.
-¡Yo también te quiero! -siguió un largo silencio quebrado sólo por el sonido de la
respiración que cruzaba la distancia a través del teléfono.
-Perdoname, amor...
-Pero si no tengo nada que perdonarte -respondió ella con voz clara y tranquila-. Todo lo
nuestro fue demasiado hermoso, Eduardo. Acordate de eso nomás.
Siguieron los días, pasaron dos meses. Esta vez no se levantaron las treguas. Por fin
Eduardo se convenció que la ruptura era definitiva, no como en otras oportunidades en las
que Elvira, desenfadada y jovial, volvía a llamarlo para hacerlo rabiar y después de unos
cuantos escarceos terminar uno en los brazos del otro, con esa ternura profunda y cómplice
que los envolvía cuando se volvían a encontrar luego de la separación.
Esta vez, al comprender que no volvería a ser como antes, Eduardo se sintió preso de un
horror frío que circulaba por sus venas congelando y destruyendo cuanto encontraba a su
paso.
Sintió miedo. Pero era un miedo diferente. Ubicuo, animal, cierto estado de
inconsciencia que lo enfrentaba a ese fantasma del pasado inmediato, a la ausencia de lo
que hasta hacía poco fue su alegría y su razón de ser, aun comprendiendo que lo mejor para
todos era esa situación.
Comprendió que estaba en medio de una soledad completa, absoluta, sin ambages, sin
esperanzas, una soledad alucinada y alucinante, un universo de soledad al cuál se veía
arrojado y dentro del cual debería girar, como un cometa loco, sin destino, sin explicación,
arrojado al vacío de su propia conciencia, de su propio dolor, de su abandono ante la
ausencia de aquello que significó una razón de ser, un cuerpo, una mujer como cualquier
otra pero del todo diferente a las demás, y sintió nacer un sordo rencor sin destinatario.
Una mujer que llenó el vacío de sus días, de sus hasta mañana, de sus hola qué tal, sus
cómo te va, sus palabras insensatas, sus deseos agotados, su yendo hacia mañana con el
único afán de contar un día más, de haber cruzado incólume la barrera de otras veinticuatro
horas que se repetirían de nuevo y sin embargo, debería haber algo más. No pudo aceptar
que esa mujer, a la que amó, fuera el final de su vida. ¿Acaso ella no lo había amado?
Desde luego, siempre fui un egoísta. Nunca pensé en los demás, me complazco en
regodearme con la alegría, la satisfacción de mis deseos, mi sensualidad.
-Te quiero, mi amor, te quiero -exclamó Eduardo conteniendo los sollozos que
pugnaban por salir de su garganta.
-Yo también te quiero -respondió Elvira-. Me duele, me siento sola. Es algo que no me
ocurrió jamás, mi amor. Lloré como una criatura porque algo tan lindo como lo nuestro no
pueda ser...
-¡Ah! -ironizó Eduardo- creí que el llorón era yo, que a vos estas cosas no te hacían
mella.
-Eso es lo que vos creés -encendió un cigarrillo y clavó en él esos ojos, expresivos,
teñidos de un iris verde oscuro enmarcados bajo sus cejas arqueadas.
-Te amo...
Eduardo supo que la única soledad absoluta era la suya. No existía ni existiría otra como
ésa. Tomó el libro de poesías que le había regalado Elvira y leyó:
No presagiaba tu amor
Mansedumbre o caudaloso río;
Eras, mujer,
La dermis ansiosa de tus labios,
El dolor mordiente del camino
Vida:
Del verbo sustantivo que conjugo en mi vivir de cada día.
Verbo:
Presencia presentida
A cada instante
Y consumida
En el fuego fatuo
-repitiente-
Del verbo el sustantivo de tu nombre
Vuelve como un niño
Que busca y da
Ternura, sin saberlo.
No lo dijiste,
Lo ignorabas:
Tu amor es el raudal que arrastra y que desborda
Formando las cascadas del olvido
No pude, sin embargo, entregarme del todo a ese mayor que reconocí como mío en esa
mujer extraña, temblando en mis brazos en esa entrega absoluta con la que gustaba hacer el
amor, sin términos medios, y era esa misma entrega, el frenesí de su deseo, ese saber que
era mía en los segundos en que ambos éramos sorbidos en un arrebato al sentir sus gemidos
de placer y mi estremecimiento postrer, era entonces, por ironía cruel de nuestro destino,
cuando la sentía más lejana, más ajena.
¿Cómo puede uno juzgar si está bien o mal lo que hace cuando usa como atenuante el
argumento del amor que sintió hacia otra persona? ¿quién es el culpable? ¿quién es
inocente? ¿Existe un culpable y un inocente?
Raras veces, creo, un hombre y una mujer pueden llegar a sentirse tan unidos y a la vez
tan distantes como ocurrió con Elvira y conmigo. Cada encuentro era casi un desafío. Cada
separación un resquebrajarse en las arenas movedizas de nuestro amor.
Sin embargo, tanto ella como yo buscábamos esas horas presentidas, esos encuentros, la
conversación o la cena, las despedidas rápidas o la locura de terminar haciendo el amor una
vez más en su habitación...
-Hay que sentir, Eduardo -me decía-, por eso yo no hago preguntas. Te siento...
-Yo también te siento, Elvira, ¡claro que te siento! Pero quisiera escucharte decir que me
querés con mayor frecuencia.
-Y ¡para lo que sirven las palabras! -respondía terca-. Hay que sentir.
-Y bueno..., ¿entonces?
Tuve que empezar a vivir sin su amor. Sólo en medio del bullicio de mi alrededor, sin
tregua para encerrarme a solar y dejar a la memoria, ese pájaro errante y desasosegado que
vuelve reiterativo, para arrancar en cada picotazo un trozo del alma ya agonizante y
exánime, logrando apenas insinuar otra trémula agonía al sentir tu esencia, imaginando los
días futuros sin tener a mi lado el aliento acedo de tu boca cuando después de fumar unes a
la mía, ni tu carne, envuelta en el aroma penetrante del perfume habitual que emana de tus
senos ansiosos de caricias, en las fugaces horas que fueron nuestras, lejanas aunque
perseverantes en sus reflejos sobre la espesa bruma que va y retorna en pleamares nacidos
de las profundas corrientes de un mar silencioso, sin los quebrazones de luz que era tu
presencia, abatida a mi lado, respirando todavía el anhelo disperso que corrió entre nuestras
manos y persiste en descubrir algún placer, olvidado al descuido, mientras duró la
embriagadora realidad de estar juntos, asidos a la felicidad donde nos buscamos desde el
principio, mirándonos a los ojos que ya no vemos, hundiéndonos mansamente en esa
laxitud completa que precede al sueño y durante la cual tu imagen se desdibuja dejando en
la retina su brillo, un destello tras el silencio que cubrió tu voz.
Cuando cerraba el año, Eduardo comprendió que una etapa de su vida se encontraba
definitivamente cerrada. Lo aceptó con dolor, como si en medio del calor de los últimos
días de noviembre se hubiera formado en él, la fría costra de una emoción cada vez más
lejana e inasible.
Abrió la puerta cancel y al hacerlo le golpeó el calor de la casa, aposentado en ella tras
el encierro de todo el día. Un calor húmedo acompañado del olor dulzón a cosa vieja
proveniente de sus libros y revistas guardados en la deslustrada biblioteca de la sala, pero
en especial, y eso creía él, a causa de lo vetusto de todo cuanto se guardaba allí adentro:
ropas viejas impregnadas de naftalina, colocadas al descuido en el viejo ropero del juego de
dormitorio matrimonial, los arcones donde decidió meter todas las pertenencias de Irene
cuando se convenció que ella estaba mejor en el patio bajo la santarrita florecida, el baúl
verde, donde quedaron escondidas las pequeñas prendas y juguetes de su hija muerta, así
como el conjunto mismo de los muebles, el techo carcomido por las termitas y del cual
chorrea día y noche un polvillo negro, la humedad de la lluvia traspasando las tejas
movidas o rotas y las uniones agrietadas de las paredes, todo sumaba su aliento para acabar
por constituir una masa de aire concentrada, densa, que se desplaza en círculos
concéntricos, sin renovar jamás su masa, siempre la misma dentro del espacio de las altas
habitaciones.
De golpe todo se deshizo y estuvo de nuevo en movimiento, sin voluntad, yendo hacia la
luz mortecina que se perdía a lo lejos en la profundidad oceánica de la niebla y las
imágenes informes entre las que él mismo no pasaba de ser otra sombra.
-¡Vos siempre hacés lo que querés! -gritó Irene con la voz quebrada y luchando contra el
llanto que le apretaba la garganta-. ¡Vos te creés el rey de la creación y no te importa nada
de mí ni de tu hija ni de nadie! ¡El rey! A ver, todo el mundo tiene que rendirle pleitesía.
Yo no tengo ni para comprarme un calzón y él anda gastando por ahí, emborrachándose y
seguro que con una mujer, por eso venís después aquí y te hacés el enojado, vos sí que...,
con ese olor asqueroso a alcohol que tenés siempre.
De lejos llegaron hasta él el sonido de las voces que en otras oportunidades le hicieron
huir con miedo, con desesperación, atemorizado de encontrarlas y al mismo tiempo sin
valor suficiente para escapar y alejarse de ellas, sin tomar la decisión que pudiera cambiar
de una vez el rumbo de su vida.
-Nunca hiciste nada para que pudiéramos mejorar, para alcanzar por lo menos un poco
de comodidad, algo que me diera la posibilidad de realizarme como mujer. A vos no te
importa nada... Claro..., con tus libros y tus amigotes de café es suficiente... Y te sentís
halagado porque de vez en cuando viene a jugar al ajedrez el cura ése... ¡monseñor!
-Y claro, don Eduardo tiene una conversación culta e interesante y le invita al viejo cura
a tomar whisky y a comer la rica cena que prepara su esposa, es decir, su sirvienta, porque
él es el rey, es el señor don Eduardo -abrió con rabia una de las puertas del ropero de donde
cayeron al suelo algunas ropas-. ¡Aquí está la vida de su señora esposa! ¡Remiendos y ropas
rotas! ¡Porquerías! ¿cuántos años hace que nos casamos? ¿Y qué conseguimos tener hasta
ahora? Esta casa que se está cayendo a pedazos y estos trapos que ya dan vergüenza. A mí
vos no me quitás ni a la esquina. ¿Te doy vergüenza? O no querés que te vea tu mujer
conmigo... Eso es, ¿verdad? Tenés otra y no me podés ver más, estás harto de mí, ¿verdad?,
pero como siempre, sos un cobarde y no te animás a dejarme. ¿Vos creés que no me doy
cuenta? ¡qué tu hija ni qué nada! Sos un cobarde, como siempre fuiste y recién ahora me
doy cuenta..., recién ahora, Dios mío, y yo que pensaba otra cosa. Creí haberme casado con
un hombre completo, decidido... ¡Así eras antes!
Eduardo bajó la cabeza y cerró los ojos. En la otra pieza lloraba Anita, asustada con el
griterío. Sintió una opresión ardiente en el pecho y el estómago ácido y pesado.
-Siempre procuré hacer lo correcto -se defendió-. No soy un hombre ambicioso. Vos
tampoco parecías ser una mujer así. Es doloroso descubrir que los dos estábamos
equivocados. Te aseguro, Irene, que yo también estoy desilusionado. Nada, nunca, nada
pudo haberme desilusionado tanto como lo que dijiste. En tu opinión, entonces, soy un
fracasado...
-¿Y qué otra cosa puede ser un tipo como vos, sin ningún objetivo en la vida? Vos lo
único que querés es estar ahí en tu negocio todo el día y después venís aquí y te sentás a
leer cuando venís temprano o borracho perdido después de tus francachelas que decís que
son reuniones. Y quién va ir adelante así, recorriendo bares con esos vagos de tus amigos,
hablando pavadas y emborrachándose como cerdos... Y yo, en casa. Claro, la mujer en la
casa, el rey hace lo que se le antoja. Su mujer a remendar y a cuidar su hija. Esa criatura no
ha de saber ni que tiene padre... ¡si ni te ve por días!... ¡Qué infeliz soy, Dios mío, por
haberme casado contigo y por creer que alguna vez podríamos llegar a ser por lo menos,
gente... ¡Te odio!
-Qué lástima Irene -dijo Eduardo sin levantar la vista que mantuvo clavada en el piso.
Salió de la habitación. Levantó de paso una de las sábanas que había caído del ropero y
se dirigió a la sala. Se tumbó en un sofá y encendió un cigarrillo. Se dejó sorber por la
calma de inconsciente laxitud que precede al sueño y captó, antes de traspasar el umbral, el
inmenso silencio que desde hacía un tiempo, se había apoderado de la casa y daba la
impresión de ir cambiando su fisonomía.
La actividad del día no logró disipar del todo su malestar. Tal vez era un sueño, se dijo,
aunque estaba seguro de haber percibido con los sentidos despiertos, esa agitación leve y
constante, esas pisadas quedas pero firmes recorriendo sin urgencia los misteriosos
vericuetos subterráneos de la casa grande, vieja, de ladrillos cansados y memoria invisible,
acosada de achaques y miserias desconocidas para él mismo pero que se le imponían a
manera de rechazo, como suele ocurrir cuando se penetra el aliento de ciertas casas
extrañas.
-Estoy soñando despierto -se dijo Eduardo hacia las diez de la mañana, mientras tomaba
su cafecito habitual en el Polo Norte, rodeado de parroquianos-. Los plagueos de Irene me
están volviendo loco. Es poco probable sentir a las hormigas deslizarse... Vaya con la
imaginación y las cosas que le ocurren a uno después de pasar una noche durmiendo en el
sofá.
Esa noche volvieron a dormir juntos e hicieron el amor después que Irene lloró algo y él
la acurrucó en sus brazos, dándole seguridad de su amor.
El sol quebró la penumbra de la habitación con un haz angosto e indiscreto. Era de día.
A veces, como una mujer bonita y honesta, pero coqueta, deja al enamorado acercarse y
lo convierte en un elemento accesorio de su decorado, cuando el admirador responde al
esquema que la bella gusta ofrecer a ese público social, mezquino y ocioso, siempre
dispuesto al chismorreo y a la maledicencia, en especial si a la mujer en cuestión nunca se
la pudo descubrir sin el velo de honorabilidad que la engalana, aunque por sus actividades
sociales, culturales o de beneficencia se vea rodeada de hombres que en opinión de esos
observadores ociosos, son mucho más interesantes, jóvenes o atractivos que el marido de la
dama.
Ella sabe de todo esto pero finge desconocerlo. Le sirve de alimento a su vanidad,
destaca el brillo de sus ojos, hace más atractiva su sonrisa y se transfigura cuando el nuevo
galán expresa hacia ella un interés mayor a lo aconsejado por la prudencia.
No obstante, sigue consciente del juego al que vuelve a lanzarse como tantas veces,
acaso recordando las pocas oportunidades que tuvo de perder ese rígido control de la
mirada, la sonrisa y sus deseos, para recorrer desbocada por la pradera verde y esplendente
de la pasión triunfante o la árida y gris de la melancolía creada por esas aventuras que
alguna vez pudieron ser y quedaron aplacadas por su temperamento de mujer decente, su
formación espiritual o simplemente, fiel al viejo amor silencioso y persistente, tenaz,
surgiendo de las profundidades del alma como un guardián celoso pero discreto que sólo se
manifiesta cuando la caída es inminente.
La creatividad es, sin duda, una mujer bonita, honrada, coqueta y escurridiza que si bien
puede ceder al impacto de la pasión, casi siempre conserva su cualidad abstracta y lisonjera,
juguetona hasta ciertos límites, dulce, sin ser empalagosa, acariciadora e insinuante sin
volverse procaz.
Entonces el creador, el iluso o ilusionista, avanza a tropezones por una larga galería de
espejos donde cada tanto se bifurca el sendero, abriéndose a otros nuevos pero idénticos,
que reproducen la silueta amada, ya más cerca y enseguida más lejana, sonriente y
hermosa, prometedora y sutil, dejando en el aire el aroma del perfume de su cuerpo y tras
esa invitación, el cazador se adentra en el laberinto de espejos que trasforman su propia
imagen y acaba por perder la noción de su identidad, convertida en una nueva ilusión.
Entones me convierto en una canoa que flota a la deriva en la inmensidad del mar.
Sin embargo, aun cuando me gusta divagar (esta palabra es más apropiada que soñar
para describir mis escapadas), nunca he perdido el contacto con la realidad, como suele
suceder con los auténticos poetas, que viven su universo de irrealidades reales y de
realidades falsas, aun cuando los tiempos que nos toca vivir, tan ausente de romanticismo,
no permiten que el común de los mortales se aleje demasiado del pragmatismo obligado de
cada día, en especial si el sujeto es una persona con obligaciones, compromisos que cumplir
y documentos mensuales que levantar.
Hasta casi puedo fijar con exactitud la oportunidad cuando se develó ante mí el misterio
y me resultó asequible, o tal vez fueron cierta timidez y una marcada introspección de mi
carácter, las causas que influyeron más en mí para buscar en este silencioso mundo de la
creación, un paliativo a mis falencias.
Ocurre que cuando se publica una obra, sea novela o cuentos y más raramente poesía, ya
que ella es de por sí una expresión subjetiva e íntima, los lectores en general y los amigos
del autor en particular, se acercan a él sonriendo con socarronería maliciosa, como alguien
que comparte un secreto embarazoso y le lanza de sopetón: «Esta novela (o este cuento) es
biográfico, ¿verdad? A vos te pasó lo que estás contando», o bien «ésa experiencia tiene
que ser de tu vida real, o si no, no ibas a poder contarla así ¡tan bien!, con tanto lujo de
detalles y exponiendo con claridad y entusiasmo las diversas peripecias de tus personajes».
Cuando apareció mi primera novela y me encontré arrojado a ese mundo que tanto
deseaba conocer y a la vez temía, debí enfrentar el aluvión de preguntas y conjeturas
creadas alrededor de la obra, no porque fuera demasiado valiosa o importante sino porque
la gente es curiosa y le gusta meterse en la vida ajena, la mayor parte de las veces con
malicia, otras sin ellas, pero siempre escarbando para saber qué ocurre tras la puerta de esas
pequeñas ciudadelas de cada familia, detrás de cuyos muros se desenvuelven tragedias,
comedias, dramas, germinan locuras, se apaciguan males, se esconden taras vergonzosas o
vergüenzas inconfesables. Amor, odio, envidia, misericordia, humillación, humildad,
dedicación, fe, risas, llanto, dolores y alegrías. Todo ello bullendo, todo vivo, todo girando
dentro del constante ciclo de vida, muerte y resurrección.
Los personajes de esta historia, por ejemplo, darían sobrados motivos para interrogar:
¿está describiendo sus propias experiencias? ¿trata de esconderse tras alguno de los
personajes en particular o, fuera de la ambientación no existe, en esta novela, otra cosa que
el relato imaginario de situaciones que buscan plasmar una época, hacer una descripción de
costumbres, sin que participe el autor sino en estos paréntesis abro una y otra vez en la
narración por el simple placer de introducirme en las paginas de la historia?
De golpe se pregunta, pero ¿cuándo ocurrió esto? o ¿dónde lo conocí a este tipo de quien
ahora me acuerdo tan claramente? Enseguida se cae en la cuenta de estar reviviendo el
sueño de la noche y ese mundo oscuro y subterráneo, donde el pensamiento fluye libre,
cuando dormimos, retorna para asediarnos con la astuta insistencia que suelen tener los
niños cuando se proponen conseguir algo de los mayores.
Después de cierto tiempo ya están viviendo en la obra, como los hijos que tienen con
algo de irresponsabilidad indolente algunas parejas que miran, desorientadas, el fruto de sus
refocilos, como si éstos no fueran el resultado natural del apasionado desenfreno de sus
horas de amor.
Y cuando están afuera, sobre la tierra, vivos y exigentes, ¡es otra cosa el canto con la
guitarra!
Aunque por lo general destruyo los originales que no me satisfacen cuando van llegando
a la tercera o cuarta páginas, hubo casos en que aferrado a una idea, hice todo lo posible por
darle vida, aun consciente de estar manipulando un cadáver. Era inútil, pero yo no quería
reconocerlo aun consciente de la inutilidad del esfuerzo, porque una materia inerte no es
más que eso, materia muerta, no importa los adornos que uno quiera endilgarle.
Sin embargo, hay ocasiones en que soy más empecinado que una mula aunque no quiero
reconocerlo. Esa cualidad me llevó a avanzar una vez en un camino que lo sabía bien, no
conducía a ninguna parte y terminaba perdiéndose en la maraña espesa e infranqueable de
su nulidad. Sólo al tropezar con esa barrera decidí detenerme y reconocí mi error,
abandonando ¡por fin!, la carrera insensata.
Fue así que destruí cerca de doscientas cuartillas mecanografiadas de una novela que
había expirado, a lo sumo, después de la quinta página. Terminé por arrojar todo a la
basura. Habían pasado dos años.
Para entonces tenía comenzada esta novela, pero los fantasmas que se movían dentro de
ese universo me resultaban artificiosos y vagos y por lo mismo, no les prestaba demasiada
atención.
La terminé rápido, con rabia y cierta frustración por haber perdido a quien consideraba
un buen hijo, esa novela aniquilada que ni llegó a tener nombre, a diferencia de ésta que
primero tuvo nombre y luego apodo y éste es el momento en que aún no la pude concluir.
Leí pues el Segundo horror de arriba abajo y me produjo una decepción tan profunda
que estuve tentado a destruirla, al igual que a la otra, pero me contuve.
Como un padre afectuoso me dediqué a ella. Volví a mirarla con cariño. Sí, había cosas
que se podían salvar. La idea general era interesante. Los personajes también, pero por otro
lado, tuve que soportar páginas y páginas tediosas que eliminé sin misericordia.
Por un año no la volví a leer. En esa época no escribí una sola línea de temas literarios.
Nada. Me dediqué a otros trabajos más lucrativos. Las letras fueron condenadas a un
ostracismo cruel. Hasta dejé de frecuentar los lugares donde habitualmente se reúnen los
muchachos. Fui perdiendo contacto con ellos. En una palabra, me hice humo.
Sólo más tarde volví a comenzar. Desempolvé los papeles -y lo digo en sentido estricto-
pues estaban bastante sucios. Leí la novela. Corregí algunas cosas, taché otras, agregué
nuevos capítulos y tras meses de dedicación, esas sombras difuminadas e informes de
personajes a quienes conocía en alguna de sus facetas personales, adquirieron contornos
cada vez más nítidos.
Aquellos a que me acompañaron desde muchos años atrás, como Rolo, Lelia, la abuela,
Arnaldo y Eduardo, fueron avasallados por la presión de las sombras casi perdidas de otras
épocas.
El propio Eduardo, que era casi una proyección, se apoderó de la historia por más de dos
años alimentándola con su vida y su amor obsesivo hacia Elvira. Y ella, gracias al poderoso
conjuro de Eduardo, que salvando las barreras de la tumba y el tiempo la trajo de nuevo a la
vida, dejó de ser un momento escurridizo e insignificante, perdido en el encuentro en una
calle de Asunción de dos ancianos que fueron amantes en su juventud, para adquirir sus
personalidades propias y exigentes de las cuales ya no pude escapar.
De ese mismo haz surgió Irene de entre las tinieblas de su ensueño perpetuo sentada
bajo la santarrita florecida y se transformó en una mujer joven, la esposa a quien Eduardo
no pudo abandonar y que se hundió en el infinito abismo de su desolación cuando la
desgracia abatió sus alas sobre ella.
El mismo Ilaudino Gavilán dejó de ser un estereotipo para ocupar lugar preponderante
en el aguafuerte de la historia al escapar de las entrañas verdes de la selva hasta que un
buen día los encuentro a todos aquí, a mi alrededor.
Irene bebiendo una naranjada con Rolando y Soledad del Niño Jesús, en tanto Eduardo
fuma meditabundo. Algo alejado forman corrillo don Fermín, su esposa, Ilaudino Gavilán y
Anita. Reían de los chistes que contaba Gavilán -no le conocía ese aspecto. Faltaba Elvira,
que por lo visto sigue enojada conmigo porque no encontré la forma de que se salga con la
suya, llevándose a Eduardo, como ella quería y la transformé en una vieja fea y algo
atolondrada.
Pero fuera de ella, todos estaban allí, esperando a ver cómo seguía la cosa, cuchicheando
entre sí y lanzándome cada tanto miradas de soslayo, como divirtiéndose a mi costilla.
Susurraban frases insinuando algún modo de salir del atolladero en que nos encontramos y
que motivó esta reunión.
Quieren ayudarme cuando me encuentro así, sin ideas y cuando hasta su propia
existencia me resulta molesta, por no decir desagradable. A veces puedo controlarlos. Me
basta con fruncir el ceño y enseguida callan y me observan sorprendidos, reconociendo mi
autoridad, pero en otras ocasiones, como ésta, vienen todos juntos, como actores en huelga
en demostración de fuerza, para protestar contra su jefe al que consideran demasiado
tranquilo o indolente.
Entonces me veo obligado a ceder algo a cada uno de ellos y el resultado es una serie de
apuntes inconexos, hechos a toda velocidad. Alguna idea que se le ocurrió a Lelia, el
desánimo de Arnaldo, un destello fugaz que ilumina otro pasaje de la vida de Eduardo,
bosquejos del destino de Rolo o alguna hecatombe en el solitario viaje interior de Irene, que
es susceptible y con frecuencia se enfada conmigo y me dice:
-Desde que me hiciste sentar bajo la santarrita me parece que hasta te olvidaste de mí.
¿Te ha de gustar a vos estar aquí y que te coman las hormigas? ¿Jhe? Decime... ¡Y sin que a
nadie le importe si vivo o no! ¿Qué te parece?... ¿Te va a gustar a vos?
Trato de apaciguarlos, los engatuso, les digo que para qué van a ponerse así, si me
conocen desde no sé cuánto tiempo. Cuántas veces nos detuvimos, les digo, acaso porque
me absorben otras preocupaciones y me veo obligado a dejarlos temporalmente de lado.
Los mimo, en especial a Anita que se disgusta porque siendo uno de los personajes que
determinan el curso de la novela, le corresponde tan poco sitio en ella. A veces, y en
especial si estoy tranquilo, vuelven a visitarme las sombras aquellas a las que destiné un
lugar muy transitorio y casi mítico en esta obra. Tengo que explicarles que aun cuando su
aparición es esporádica, sin ellos sería imposible construir el edificio que llegó a este punto
y ya es irreversible, que no tienen por qué molestarse si no los desarrollo más, que está bien
así porque si no la novela se volvería un mamotreto insoportable que nadie querría leer y
eso resultaría contraproducente para todos, pues si se lee, aunque el lugar que le
corresponda en ella sea breve, es importante, etc., etc.
Se callaron mirándose unos a otros y volvieron a ocupar el lugar que les correspondía,
aunque Anita se alejó mascullando entre dientes algo que no pude entender y supongo que
no habrá sido nada halagüeño para mí.
Eduardo terminó de fumar y Arnaldo se sirvió un vaso de agua.
-No es que queramos crearte problemas, viejo -dijo Ilaudino Gavilán acariciándose el
bigote en forma de acento circunflejo que se dejó crecer cuando terminó la revolución-,
sólo que a veces nacen algunos resquemores que vos no podés entender...
-Si es por eso -dijo Eduardo- yo soy el que tendría que estar más molesto, pues a mí me
condenó de entrada a ser una especie de pasado sin esperanzas y aunque aparezco por todos
lados, lo hago como un espectro. A mí no me ocurre nada. Toda esta historia cuenta lo que
me sucedió alguna vez..., a mí ni siquiera me deja alternativas.
-Es que vos estás muerto -le dijo bromeando Arnaldo-. Yo en cambio, soy un personaje
antipático y medio tonto, que va y viene sin hacer nada.
-Tengo una idea genial que darte -exclamó-, pero después que se hayan ido todos los
curiosos, ¿viste? -miró a su alrededor. No podía quitarse el acento que se le pegó en Buenos
Aires-. Estos pichones siempre se están quejando y no aportan nada positivo -agregó
haciendo un mohín de despecho- y a mí, la verdad, la verdad, hace tiempo que me tenés
olvidada. Se te hizo muy larga la historia que contás de los otros... Ya te digo. Te vas a
llevar una sorpresa con lo que te voy a decir. Te dará la solución de cómo terminar la
novela -los demás se volvieron hacia ella protestando y hablando todos juntos. Levantó la
mano-; no se enojen, pichones, que lo que voy a decirle a Casola no me lo capité para
desmeritarlos en nada, al contrario, al contrario...
Terminaron por alejarse y entonces Aidée se sirvió un trago, fumó uno de mis cigarrillos
y tomando entre las suyas mis manos, me explicó cuál era su idea.
-Es difícil llegar a una conclusión si uno sigue tus consejos, Aidée -le dije-. Tenés que
considerar que apenas nos conocemos vos y yo...
-No, no -me apresuré a responder mirándole directo a los ojos-, sos vos la que nunca
toma una forma definitiva. Es la primera vez que nos encontramos. Te conozco un poco por
las cartas que le solés enviar a Lelia..., pero son bastante oscuras ¿no te parece? Eso no me
vas a negar. Es como si quisieras esconderme algo...
-Para mí que esas ideas te las metió Lelia en la cabeza..., y Lelia, bien mirada, no pasa
de ser un ama de casa adocenada, como tantas, una señora gorda más... Yo soy en cambio
una mujer independiente ¿viste? Tengo experiencia de la vida en Buenos Aires que vos no
conocés, perdoname que te lo diga, pero las dos veces que estuviste por allí..., lo hiciste
como turista..., ¿viste? Nunca viviste el ambiente, ¿me entendés?
-No... -respondí pensativo, mirando cómo revolvía con un dedo el hielo de su trago de
whisky.
-Ni pretendo hacerlo, Aidée. Te voy a ser sincero. Te tengo hasta un poco de miedo.
-¿Miedo? -exclamó asombrada levantando las cejas y llevándose el vaso a la boca-. ¿Por
qué miedo, pichón? Pero si yo te quiero mucho. Lo que pasa es que nunca te molestaste en
acercarte a mí y me buscás, sin embargo, en todas esas mujeres que parecen monigotes que
se mueven de aquí para allá en tu novela... Por eso es que ahora estás atrapado y no sabés
qué hacer... Yo no te pido nada, o casi nada..., sólo quiero que me tomés más en cuenta y
no tratés de hacerme desaparecer como tantas veces. A mí también me gustaría vivir
contigo..., pero no es lo que pensás ni mucho menos. Soy una mujer como cualquier otra...,
y no digo que mejor porque podría parecer vanidosa. Piola, si querés...
-¿Alors?
-Los paisajes de Eduardo son los senderos de la muerte. Yo, en cambio, estoy viva.
Probablemente sea la única mujer en tu novela, realmente viva. Conozco las alegrías del
amor, las tristezas del desengaño. Anduve por caminos tortuosos hasta llegar a vos... No sé
por qué me rechazás, si desde un principio estuve a tu lado. Tanto como Rolo o Arnaldo o
Eduardo y hasta más que algún otro de esos nuevos personajes que metiste ahora en la
novela... -bajó la voz hasta hacerla un susurro- como ese campesino revolucionario medio
loco que no sé de dónde lo sacaste... Yo te acompañé siempre y eso por lo menos ¡tenés que
reconocerlo!
-Y una vez hasta llegué a vivir con Lelia y Arnaldo. ¿Te acordás de eso, pichón?
-Y nunca te fui simpática. Eso es lo que ocurre. Cuando buscás la forma de hacerme
participar encontrás algo que te molesta y como te es más fácil, me hacés vivir en otro país
y tengo que enviarle a Lelia esas cartas que a más de uno habrá hecho pensar que no estoy
del todo en mis cabales -hizo una pausa-, pero no estoy enojada contigo. ¿Me servís otro
traguito, por favor? Gracias.
-¡Claro que cambió mucho! -respondió Aidée distraída-. Vos estuviste en la época de las
vacas gordas.
-Es una manía que tiene el autor de esta novela -comentó Aidée-, nos hace existir a
todos pero en el pasado. Miedos secretos, digo yo..., obsesiones no superadas. ¿Culpa, tal
vez?
-Es una búsqueda -la interrumpí ya molesto, porque me daba cuenta que el whisky
estaba haciendo su efecto-. La búsqueda de la razón de ser del amor. Yo creo que el amor
es lo único de positivo que tenemos en el mundo. Cualquier clase de amor. La mayor parte
del tiempo somos seres indiferentes. Vamos de un lado a otro haciendo cosas, diciendo
cosas, argumentando sin ton ni son, sólo para no quedarnos callados, queriendo silenciar
nuestras conciencias que desea hablarnos en un diálogo franco, señalarnos defectos e
imperfecciones que todos tenemos dentro y son mucho más espantosas y repulsivas que los
defectos físicos, fáciles de localizar y hasta curar.
-Nadie puede eludir sus culpas ni escapar de sus recuerdos -dijo Fermín.
-Los recuerdos somos nosotros -terció Eduardo encendiendo un cigarrillo-, los únicos
reales.
-Y todo está tan quieto... -dijo Irene- tan helado y quieto... y yo estoy obligada a seguir
por esos corredores... y desde el punto en que me encuentro, en la perspectiva que los veo,
los rostros queridos no me parecen afectuosos sino malignos, como si me odiaran y
quisieran hacerme daño.
-¡Desolador! -exclamó Aidée con aire irónico y llenado de nuevo su vaso-, pero sigo
insistiendo en que a mí me tuvieron injustamente alejada... ¿Vos me tenés miedo?
-Sí.
Suspiró, se puso de pie y se alejó de nosotros que la miramos viendo como se le hacía
dificultoso el caminar, balanceándose levemente de un lado a otro.
Los camiones irrumpieron con violencia atravesando las calles calcinadas por el calor de
enero en una de sus siestas más agobiantes.
El día anterior, cerca de la seis de la tarde, las últimas escaramuzas concluyeron con el
triunfo total y aplastante de la revolución sobre los baluartes del gobierno que aún ofrecían
escasa resistencia, casi de compromiso y con deseos de llegar al final de esa guerra civil
loca dirigida por un gobierno de imbéciles incapaces de comprender la grandeza de
Ilaudino Gavilán.
Los abusos y arbitrariedades del poder que al principio sólo afectaba a quienes se
oponían abiertamente al régimen comenzaron a extenderse hacia pacíficos habitantes del
campo destruyendo sus capueras, robando sus gallinas matando las vacas lecheras (siempre
flacas y abusando o maltratando a sus mujeres y a sus hijos).
El pueblo se vio forzado a reaccionar, casi a disgusto, pues nuestros campesinos de piel
morena es, con su forma de ser alegre y despreocupada, hospitalaria y gentil, más dado a la
haraganería que a la lucha.
El alma del pueblo, sin embargo, es una masa imprevisible, tumultuosa, vivaz, despierta,
como el mismo vientre fértil de un volcán ardiendo en lava humana, inesperado y cruel.
Esa raza mestiza que conservó a través de los siglos el carácter de su origen, mezcla
explosiva de aventurero español y hembra selvática, encargada de transmitir a sus hijos no
el respeto hacia el hombre que lo engendró sino hacia la tierra roja y la sangre pura de
temperamento indómito.
Casi sin influencias foráneas, se encerró la raza morena dentro de la voluntaria celda
creada por la tupida vegetación de sus selvas que formó y desarrolló el carácter de ese
hombre y esa mujer originarios del blanco conquistador, ambicioso, sin escrúpulos, casi
siempre cruel, y por contraste dueño de una fe a toda prueba, obtusa, basada en la creencia
sincera del alma y su salvación más que en los representantes mundanos que los
acompañaron, tan torcidos como ellos o más, aun cuando de en medio del pantano
surgieran aquí y allá algunas flores solitarias nimbadas con la aureola de la santidad.
La india, aportó su parte, sumisa en apariencia, era el motor de esa raza de hombres
nómadas, hieráticos, de rostros carente de sonrisa y cuya densidad intelectual superaba en
mucho la vasta ignorancia de sus conquistadores y cuya lengua, tan rica en matices y
sonoridad, no pudo ser aplastada por la palabra extranjera del invasor, sosteniéndose
incólume en su pedestal secreto.
Lengua única, que no pudo ser abatida ni por los capitanes de la conquista quienes
conscientes de su propia impotencia, terminaron por adoptarla como idioma.
Una crueldad aquí, otra arbitrariedad allá, el abuso del poder por parte de los hombres
endiosados por los culícidos de su alrededor, embriagados de poder, incapaces de discernir,
en sus obtusas mentes entre lo conveniente y lo peligroso, convencidos de su impunidad,
fueron cavando cada vez más la profunda fosa de su propia perdición.
Cuando Ilaudino Gavilán logró reunir a sus primeros seguidores, todo el país era un
hervidero de rebelión. El andamiaje estaba podrido y no existía posibilidad de encauzar ni
detener la descomposición. El cadáver, aún con apariencia humana, supurando hediondez,
se hallaba carcomido por miles de gusanos gordos y estúpidos que ni siquiera se percataban
de la carroña con que se alimentaban.
El día que entraron los camiones, las paredes de las fachadas de las casas de la ciudad
cambiaron de aspecto de la noche a la mañana. Parecía como si durante las horas de la
oscuridad, se hubieran abatido sobre los restos aniquilados de los defensores del régimen
destrozado y fugitivo, miles de manos sueltas de sus ataduras, para expresar, en esa primera
oportunidad que se les ofrecía después de tantos años de silencio, toda la esperanza y el
odio cautivo que los sostuvo, aguantando de firme los embates del poder alucinado y
enfermo que, en sus postreros estertores, fue aún más cruel e implacable en su insensato
afán por mantenerse sobre la fetidez del pantano creado por el mismo poder que ahora los
devoraba.
Cada inscripción en las paredes semejaba, con sus trazos gruesos y chorreando de
pintura, profundas heridas abiertas en las fachadas de las casas de las viviendas del centro y
de los alrededores, donde se podían leer mensajes que decían:
VIVA GABILÁN
FUERA LO LADRONE
BIVA LA LIBERTAD
VIVA LA PAZ
Casi no se veía a nadie por las calles, más desiertas y calladas que nunca, luego de la
euforia general. Protegidos tras las persianas cerradas o a través de las rendijas de las
ventanas, los curiosos veían algunas figuras deslizarse furtivas bajo la sombra de los
balcones y las marquesinas. Otras veces grupos de hombres que pasaban gritando consignas
y hurras que repetían el nombre de su líder o lanzando vituperios contra el tirano derrotado
y sus cómplices.
El poder se divide. Los políticos exigen espacios y réditos para sostener al gobierno de
Gavilán.
Tanto los derrotados, que ahora niegan su compromiso con el anterior gobierno como
los opositores, que desean ubicarse lo mejor posible, hacen gala de su participación en la
caída del régimen.
Los políticos, al expresar que son conscientes de su deber para con la Patria, objetan a
Gavilán que no haya recurrido a ellos para organizar su esquema de gobierno.
Algunos personeros del antiguo régimen, acusan al actual presidente de hechos de
barbarie y crueldad para con los soldados que, al decir de ellos, «no hacían otra cosa que
cumplir con su deber».
«Las gloriosas fuerzas armadas de nuestro país, laureada con la gloria de sus héroes, no
pueden ser objeto de vejaciones y ofensas lanzadas por un advenedizo de la política como
es Gavilán (Ilaudino). Somos nosotros los políticos que entendemos de la administración
del país quienes hemos de cargar sobre los hombros la responsabilidad de su reforma
democrática».
GAVILÁN SE EXCUSA
EL PASADO NO EXISTE
Así lo asevera el nuevo jefe del Parlamento que recurre al buen criterio de la clase
política para administrar el caos al que sumió Gavilán al país con su insensata revolución.
El revoltoso Ilaudino Gavilán, luego de verse envuelto en una serie de situaciones que
no supo explicar, huyó del país, temeroso acaso de que la justicia encuentre en él al
causante de tanto sufrimiento en la población civil de la República.
Los grupos políticos que se hicieron cargo del gobierno insisten en señalarlo como el
causante principal del golpe que derrocó al gobierno constituido. Se comenta que
representantes de diferentes tendencias políticas están en negociaciones para distribuirse los
cargos de un modo armónico que permita el desarrollo nacional, libre de advenedizos y
alucinados.
Ya no más desasosiego, ni dolores para ese cuerpo inerme, sin expresión, sin emociones,
una figura de alfarería que busca reproducir en sus facciones de músculos muertos, las
huidizas expresiones de la vida, esa constante mutación del semblante inquieto e
insatisfecho del alma escondida en su interior.
Una vez sepultadas las casi insoportables angustias del amor, la voluptuosa satisfacción
del deseo, la búsqueda renovada de sensaciones para los nervios tensos, la piel, esa vasta
superficie que nos limita y nos faculta a percibir la sensualidad de la vida, las flores de la
primavera y las voces tiernas de los niños mal pronunciando las palabras, la risa de las
mujeres llenando el aire de grandes carcajadas cadenciosas, satisfechas de felicidad por
tantas cosas sencillas y agradables que motivan en ellas la contagiosa algarabía de su risa,
no queda nada.
¡Qué lástima!
Habrá sido una oportunidad que se me ofreció, sentado en la penumbra de una lámpara a
kerosén, que iluminaba desde la pieza de hospedaje nuestras figuras expuestas al rocío,
conversando de cualquier cosa, el río corriendo cerca con su murmullo invisible, con el
vaso de caña áspera cortada con pomelo y refrescada con abundante hielo, observé (estaba
allí, no tuve más que fijarme en ella) una nebulosa de luciérnagas, algunas inmóviles en su
sitio, otras desplazándose en circunvoluciones medidas y ajustadas a una lógica superior a
mi corto entendimiento.
Se diluyó el resplandor de la tristeza causada por esa conmiseración tardía y ello
permitió a Eduardo expandirse más, surcando a velocidad constante la cavidad abierta en el
enigmático éter que lo sorbía sin percatarse de ello.
El miedo, en varios tonos de gris y cierto tinte que lo hace repulsivo y pringoso se
posesionó de él por un instante. Eduardo captó la presencia de un violento estremecimiento,
más intenso que esos escalofríos que tantas veces le causaron la paralizante conciencia de ir
cayendo en el abismo sin fondo de un sueño espantoso mientras su corazón se encogía,
atrapado por las redes crueles del miedo. Era eso, esa luminiscencia opaca que escapaba
alrededor suyo, ese humo cada vez menos denso. Despreciable, se dijo Eduardo, vano y
despreciable miedo que ni siquiera posee la espontaneidad del horror, ni su grandeza. Es
apenas una culebra fría y obtusa, tan desagradable a la vista que al sólo pensar en la
posibilidad de un contacto ya se incrementa la repulsiva sensación de su forma pastosa y
repelente.
Él era esos colores difuminados. Él era ese amor y esa tristeza, esa breve sensación de
ausencia. Todo se fue dispersando mientras avanzaba por un espacio silencioso que le
permitía conocer (libre ya de casi todas las pesadas capas de su personalidad), cual era el
sustituto de esas costras terrestres: la calma invariable, la quietud luminosa del vacío. Esa
caverna sin recuerdos, sin los dédalos de la memoria, el final de ese largo purgatorio cuyo
comienzo fue señalado por la sorpresa que sustituyó todo tipo de conjeturas, hijas espurias
del raciocinio humano, tan ágil en su dialéctica como ingenuo en cualquiera de sus síntesis,
humanas también, hasta alcanzar este nuevo estado de conciencia clara, sencilla, la
anhelada paz que tanto había perseguido, la felicidad completa y límpida, ese ser Eduardo,
transparente, sin colores bellos o repulsivos que hasta entonces lo habían conformado
dándole nombre y apellido, forma e historia, existencia al fin, de la que carece ahora, de
vuelta a su origen primero, a su realidad fundamental, pasando de ser Eduardo a ser esa
unidad sin memoria, sin comienzo ni final, integrado-desintegrado, siendo todo al dejar de
ser, una vivencia absoluta, un espíritu original de regreso. Eduardo sin Eduardo, luz sin
emisor, despertar al amanecer crepuscular y retorno a la completa entropía del alfa y el
omega.
Toma tiempo el ser olvidados, Eduardo, siempre dejamos algo que de nuevo nos hace
surgir a la vida cuando esa gente que nos conoció, nos amó, nos tuvo envidia, odio o
desprecio, vuelve a rememorar, por casualidad, lo que alguna vez fuimos. Toma tiempo,
Eduardo, que todos esos recuerdos desaparezcan, que todas aquellas personas y a veces
hasta sus descendientes nos olviden por completo.
Sólo entonces puedes librarte de ese universo opaco, denso y sin luces al que te viste
arrojado, donde tuviste tiempo para revisar, como en un caldo de cultivo, todas las
contingencias de tu vida, hasta sus más inocentes segundos, hasta los recuerdos más
ocultos.
Allí estuviste, Eduardo, recorriendo tu sendero, revisando las cuentas que quedaron
pendientes. Vuelves a tu madre para poder constituirte en lo que eres, una onda, una
renovada posibilidad, otro círculo con otro radio que volverá a perderse en el ruidoso
mundo de los sentidos, de la realidad manifiesta de dolor y angustia, de amor y alegrías, de
esperanza.
La escena se le antojó grotesca pero no dijo nada. Los ojos de la muñeca -botones
verdes- colgaban de sus cuencas de tela, descendiendo el de la izquierda hasta la boca
sostenido por un hilo.
-Les duele pero no se pueden mover -dijo la muñeca que volvió a sonreír cuando el
hombre levantó el pie de sobre su cuerpo de trapo-. Gracias -dijo como disculpándose-, yo
no tengo la culpa..., pero siento igual...
-¿Qué les pasó? -hizo un gesto con el mentón señalando las cabezas.
-Estaban aburridos, entonces vino Rolito y les dijo si no quieren sacarse los brazos o una
pierna. Si te vas a la otra pieza vas a encontrarlos... Están todos esparcidos porque Rolo se
aburrió de jugar y los dejó así, tirados en cualquier parte. Pero enseguida vas a saber de
quién es por su forma.
-¿Y Rolo?
Arnaldo pasó a la otra habitación. Allí vio que dos piernas de un mismo lado
descansaban sobre la almohada de su cama. Las manos de Lelia, con las palmas hacia
arriba, sostenían las de Petronila.
Vio el torso de Eduardo ubicado en la silla, pero no pudo hallar, con la ojeada rápida que
hizo, el resto de las partes.
-Yo tenía miedo que ya hubieran llegado esos tipos y me estén esperando -dijo Arnaldo
en voz alta-. Quieren que cumpla lo que les prometí o que les devuelva su plata... y no
tengo.
Se fueron sumando los compromisos y a Arnaldo le parecía que el mes se acortaba hasta
que no supo discernir entre el principio y el final de cada uno de ellos.
Frente a su casa lo esperaban sus acreedores, quienes al verlo acercar, se dirigían hacia
él armando una algarabía infernal de gritos y reclamos que acabaron por convertirse en el
entretenimiento diario de los vecinos, ya que al acercarse la hora de volver Arnaldo a su
casa, los vecinos se acomodaban en la vereda con alevosa hipocresía, queriendo dar a
entender que su presencia en los sillones o el estar apoyados en las murallas de sus casas
era algo fortuito.
Cuando por fin Arnaldo lograba entrar a su hogar, allí lo esperaba Lelia llorando.
Esto siguió así hasta el día en que se deshizo todo ante los ojos aterrorizados de Arnaldo.
Contuvo un grito y salió al patio, viendo cómo los insectos se apoderaban del piso y las
paredes, libres al fin en esa libertad horrorosa de moverse sin un plan definido, pesadas y
torpes, cruzándose en sus caminos o agrupándose sin objeto, en conciliábulos extraños.
-Rolo dijo que iba a venir ahora después para ponerle bien, pero seguro que se olvida. Él
con lo único por lo que piensa es para hacerle sufrir a esa su hormiga cuera que rejunta por
ahí -le llegó la voz de Petronila, desde la otra pieza.
-Es capaz que lleguen y ya no va a haber nadie para atender la puerta y decirles que no
estoy -susurró Arnaldo, restregándose las manos y haciendo sonar los huesos de sus
nudillos.
-La vez pasado también jugaron pero Petronila y Lelia nomás. Se ríe mucho. Petronila
puso las piernas de Lelia sobre la cama, muy separadas, después los brazos también
alrededor de su cintura y cuando estaba descuidada...
-Me dijeron que tenía veinticuatro horas. Les prometí que iba a estar listo pero no pude y
ya gasté la plata. Ayer me estuvieron esperando a la salida. Yo tardé pero lo mismo...,
seguían allí.
-A veces es por Rolo que quiere jugar Petronila -siguió diciendo la muñeca-. Le acaricia,
siempre está que le quiere besar y abrazar, pero vos no ves luego nada..., ¿verdad?
-Si no les devuelvo la plata van a comenzar a gritarme otra vez y es capaz que se entere
el jefe. Pero ya gasté todo..., no sé qué lo que voy a hacer -Arnaldo se sobresalta al
escuchar que golpean a la puerta-. ¡Ahí ya vienen!
Los golpes se repiten fuertes e insistentes y hasta él llega el sonido de voces airadas,
llenas de amenazas. La cabeza de Petronila abre sus ojos y los deja clavados en Arnaldo.
-Yo les quiero -dice quejumbrosa-, vos nunca vas a poder darle lo que tengo..., lo que
soy..., lo que siento...
-Vas a ser siempre eso que estás ahí -dice Lelia sin abrir los ojos-, ¡un pelele miedoso!
-Tengo que irme. Son capaces de romper la puerta -escucha el ruido de vidrios que caen-
. No pude cumplir..., no tengo la culpa. ¿Por qué tengo que ser yo el que pago todo?
Cuando consiguen lo que quieren ni me saludan después..., ni me miran, me tratan como si
fuera una mierda...
-Sos un inútil que no servís para nada... Tenés miedo de tu jefe, tenés miedo de esos
asquerosos que te pagan... tenés miedo hasta de...
-¡Chupamedia!
-¡Infeliz!
La muñeca rompió a reír entre aullidos. Las bocas de las otras dos cabezas seguían
insultándolo sin cesar. Arnaldo observa sus labios abrirse y cerrarse como ventosas y las
lenguas rosadas ir y venir entre los dientes, revolcándose bajo el paladar para escupir
nuevos insultos. Sólo Eduardo sigue con los ojos cerrados y con la piel verdosa en su
palidez incierta.
Las piernas de su mujer se cruzan ante él y lo hacen trastrabillar hasta casi caer al suelo.
Se mueve inseguro y sale al patio. Escuchó todavía las risotadas de la muñeca de trapo y las
exclamaciones airadas de Lelia y Petronila.
Rolo se volvió a mirarlo, sin sonreír. La abuela pasó sobre él sus ojos ciegos, tendiendo
una mano macilenta y huesuda que sostenía un puñado de hongos blancos.
-Sí.
Lelia cerró los ojos y tras sus párpados explotaron destellos intensos y dolorosos. Sentía
retortijones en la boca del estómago. Le traspasó otro punzada que la tiró hacia atrás,
mordiéndose los labios para evitar un grito. Sudaba.
-Nada -responde Arnaldo-. Andá a jugar en el patio. Mamá se siente mal. Ya va a venir
tu hermanito..., por eso nomás..., bueno, andate...
El niño mira el rostro húmedo, las mejillas pálidas, los labios temblorosos y el cuerpo
tenso que vuelve a levantarse el tronco y la cabeza para vomitar de nuevo.
-Ahí viene otra vez -gime la mujer-. ¡Ay, Dios mío...!, Arnaldo -se toma del brazo del
marido-, decile a esta criatura que salga. No aguanto más.
-Andate, Rolito, tu mamá se siente muy mal -el niño obedece de mala gana yendo hacia
el patio donde minutos antes interrumpiera la cacería de hormigas.
-Y justo hoy que no está Petronila -se queja Arnaldo-. Voy a llamar un taxi.
-No..., no me vayas a dejar sola, Arnaldo. Ahora está pasando un poco. Traeme otro
vaso de agua, por favor ¿querés?
-¿Te pasó?
Ya no es un hombre. Sólo carne, manos crispadas y la cabeza que golpea sin cesar
contra la almohada empapada de terror.
Ayer ya se estuvieron peleando ya otra vez. Se pelean mucho por ahora y yo tengo
miedo cuando gritan. Ayer me levanté y me fui a su pieza porque me asustaron. Papá
gritaba como un loco y mamá también, pero llorando y le decía si porque era así y porque
lo que ya no le quería más a ella ni a su hijo, que ella no tenía ni bombacha para ponerse y
él sí que andaba por ahí con mujeres y le veía todo el mundo, que a él no le importaba
luego porque se cree no sé qué y es un pobre infeliz que no tiene ni dónde caerse muerto.
Papá gritaba como un loco y le decía cosas feas. Yo no entendí pero sabía que eran cosas
feas por la cara de mamá y porque la boca de papá se movía como siempre que le dice
groserías. Repetía y repetía no sé qué de Petronila y le contestó que por lo menos le daba
calor (o amor), no entendí bien porque hablaban los dos juntos. Entonces fue que papá
agarró la frazada nueva y tiró en el suelo hacia el patio y mamá le dijo ¿por qué no alzás la
frazada nueva para que no se descomponga? Cuando me vieron que les miraba y lloraba,
ella dijo mirá cómo está tu hijo y él tu hijo ha de ser, entonces me puse más triste y tuve
más miedo todavía porque ninguno quería que yo sea su hijo...
Se pelean mucho, siempre igual y dicen lo mismo, ella empieza a llorar o grita más
fuerte. Al día siguiente no se hablan. Papá suele venir a dormir conmigo -pero tampoco me
habla- o si no viene mamá. Ayer, después que se pelearon, mamá agarró la frazada que
papá tiró en el suelo y vino a mi pieza. Yo me callé pero seguía teniendo miedo cuando
sentí los ruidos que papá hacía en la otra pieza. Mamá se mueve despacio ahora que está tan
grande. Ayer durmió conmigo. Seguía haciendo ruido con la nariz. Hoy no se hablaron.
Comimos temprano, antes que papá venga y nos acostamos para dormir la siesta. Yo no
quería pero me callé. Cuando están así, mejor no digo nada. Si es posible, mejor que no te
vean luego. Por eso estuve jugando en el patio con mis hormigas. Agarré muchas que se
subían por la pierna de la abuela.
Le visto a papá cuando venía y tuve miedo otra vez porque seguro que no se van a
hablar. Me tocó la cabeza y me dijo hola. Tiré otra piedrita contra la columna y acerté. Hizo
un «tan». Después entré a casa. Mamá me llamó y me dijo que duerme la siesta. No sé qué
hacer, no tengo sueño y me aburro así. Dentro de un rato me voy a levantar y me voy a ir al
patio. Por suerte hoy no tenemos clase.
-Me pasó más..., pero tengo un feroz malestómago. Te dije luego que estábamos sobre la
hora.
-Y..., bueno, Lelia, vamos a arreglarnos. Cuando te deje en el hospital voy a ver de
conseguir dinero para comprar las cosas.
-¿Eso es todo lo que tenemos? -preguntó Arnaldo-. Cuando iba a nacer Rolo había el
doble por lo menos...
-Ya te dije -respondió Lelia sin mirarlo-. No pude comprar nada. Apenas pude tejer esta
colchita y todavía no terminé -Lelia se sienta en una silla para dominar la punzada que
recorre su cintura y de sus labios escapa un sonido tenue, inarticulado.
Falta un día.
El dolor se abre en sus entrañas con una nueva explosión de galaxias enloquecidas que
giran ante sus ojos.
-Andá decile que espere -Arnaldo se dirige hacia la puerta con el bolso de las ropas.
Llegan a la calle. El chofer abre la puerta del vehículo. Lelia sube. Rolo mira la hormiga
que tiene entre los dedos. La coloca en la palma de su mano y el insecto, patas arriba, se
agita, hundido en un huequito de la línea del corazón. Es un torbellino. Levanta la cabeza,
el trasero negro, mueve las patas. Rolo comienza a reír divertido. El auto se aleja. Vuelve a
presionar el pulgar sobre el insecto. Quita el dedo y ve un pequeño ovillo inerte.
-Se habrá muerto -piensa, pero enseguida los movimientos de la hormiga recobran
urgencia con el terror ciego del que sabe que su muerte está cercana-. Si la aplasto, se
muere y va a seguir estando en mi mano, después la tiro. Pero vive todavía, mueve las patas
y vive, un minuto más. Cuento hasta cien y después le aprieto fuerte y se muere. La tiro al
suelo y me olvido de ella. Pero ahora está viva y quiere huir para seguir viviendo...
-Cuenta:
Al entrar a la casa, ninguno de ellos observó nada en particular, a no ser las viejas
paredes despintadas, los vidrios rotos, empañados por la suciedad, las esquinas recubiertas
con densas capas de telaraña, que llegaban hasta el cielorraso.
Algunas puertas, cuyos goznes estaban rotos, no se podían ni abrir ni cerrar del todo y el
patio se había transformado en un impenetrable muro de malezas.
-Ha de haber hasta víboras aquí -exclamó Ana Inés con cierto aire de desprecio que
encubría el temor-, no sé cómo nadie pudo vivir alguna vez en una casa como ésta...
-Ya te digo..., vos habrás tenido dos años más o menos cuando nos fuimos de aquí.
-Mirá, éste es un libro de poesías -exclamó Ana Inés abriendo por el medio el tomo de
hojas soldadas unas a otras-, se puede leer algo todavía, pese a que la humedad casi ha
borrado las letras, escuchá:
Nadie le prestó atención. Ana Inés arrojó el libro entre otros papeles viejos y se sacudió
las manos.
-No -respondió Rolando-, ni se volvió a abrir. La verdad es que nunca nadie entró más
aquí. Mire nomás usted la muralla del fondo, la que da a la otra calle... Se habrá caído hace
años, cuando una de las plantas de mango se derrumbó sobre ella. Yo ni me enteré hasta
unos días atrás cuando hablé con usted para cerrar el trato. A lo mejor los vecinos ni saben
a quién pertenece ahora esta casa. Todo el barrio está cambiado. Es un lugar comercial y
creo que ese programa de propiedad horizontal que tiene su inmobiliaria va a resultar un
éxito total.
-Buen negocio para todos es buen negocio siempre -terció el marido de Ana Inés.
-Sin duda -dijo Rolando-. El terreno es grande y la ubicación inmejorable. Sale a ambas
calles. Supongo que pronto van a comenzar la demolición de este cucaracherío -expresó
Myriam, sonriendo.
-Bueno..., si el doctor firma mañana los papeles, creo que la demolición se iniciará el
lunes -opinó el de la inmobiliaria.
-Mi esposa siente especial aversión hacia este caserón viejo -dijo Rolando sonriente-.
Así que iré a firmar mañana, de modo que no queden ni rastros de su existencia. No sé por
qué le tomaste rabia -dijo dirigiéndose a Myriam.
-De cualquier manera, tuvieron suerte, doctor, de no llevarse una sorpresa desagradable -
comentó el de la inmobiliaria-. Algunos propietarios que como ustedes dejan sus casas
abandonadas, cuando deciden ocuparlas o quieren venderlas, se encuentran con que en ellas
están afincadas una o más familias y aparte de descubrir eso, tienen que enfrentarse con
problemas judiciales los que de suyo son engorrosos y a veces, les plantean hasta recurso de
amparo y los dueños legítimos son tratados como monstruos de inhumanidad por una
prensa escandalosa, amarilla, cuyo máximo triunfo consiste en mantener a sus lectores al
tanto de cuanto chanchullo le hacen a la gente decente, ya que no pierden oportunidad de
mostrar a los desamparados e indeseables inquilinos en fotografías que exhiben su patética
situación de desamparo..., gentuza de la peor calaña, digo yo..., pero ahí están y los
legítimos propietarios convertidos en comidilla de la ciudad, vapuleados por unos,
defendidos por otros -los menos-, pues con esa astucia artera que les es propia, los
periodistas transforman lo que no pasa de ser intromisión en la propiedad privada, en un
melodramón que envidiaría la tele, donde los villanos son aquellos a quienes asiste todo el
derecho del mundo de disponer lo que es suyo.
-Para decirte la verdad, mi amor -respondió Ana Inés-, ya ni me acordaba hasta que vino
Rody a decirme que estaba con ganas de venderla y era preciso que diera mi aprobación -
hizo una pausa-, al principio me quedé mirándole como una boba, ¿verdad? -dijo
dirigiéndose a su hermano-. No tenía idea de a qué caserón se estaba refiriendo. Después
me explicó que era la casa de los viejos, que se estaba viniendo abajo y que creía el
momento oportuno para venderla, pues el barrio se había transformado en un centro
comercial. Y con el auge de las construcciones que hay ahora, podríamos sacar buen dinero
por la casota ésta...
-Y tenía toda la razón del mundo, señora -dijo el de la inmobiliaria-. Desde luego que el
doctor es nuestro cliente desde hace años y en más de una oportunidad nos cupo apreciar su
sagacidad en los negocios.
-Después Rolando habló conmigo -dijo el marido de Ana Inés-, me explicó que nunca
volvió a pensar en la casa, que era algo así como una reliquia de familia, ya que fue
propiedad de una especie de tío abuelo de su madre y ella nunca quiso separarse del
inmueble, aunque tampoco volviera por allí desde la muerte de su marido, a quien yo no
conocí... Doña Lelia sufrió mucho. Sí, sufrió mucho mi pobre suegra con esa espantosa
parálisis que la tuvo atada a una silla los últimos años de su vida...
-Lo cierto es que esta casa se viene abajo -dijo Ana Inés, mirando de un lado a otro.
-A Jorge le gustó la idea -dijo Rolando dirigiendo una mirada a su cuñado y volviéndose
luego al de la inmobiliaria-, y hasta le pareció una suerte haberla tenido olvidada por tanto
tiempo, pues ahora este lugar vale mil veces más que hace tres años.
-Date cuenta nomás Rolando -dijo Jorge con entusiasmo-, hace cinco años no hubieras
sacado gran cosa del terreno. Sin duda la propiedad es valiosa, ancha de fachada y
comunicando dos calles importantes... Ideal. Fijate nomás que en ese lapso ya se levantaron
varios edificios de departamentos y oficinas. Dentro de una semana van a venir las
máquinas y en un año nadie va a recordar que alguna vez existió esta casona..., el avance
implacable del progreso y la civilización... -agregó con cierta pedantería.
-Vamos, hombre -rió Rolando de buena gana-, que no estás frente a tus electores ni
haciendo campaña proselitista...
-Lo que dice el señor es muy cierto, de todos modos, don Rolando. Es más, ya tenemos
clientes interesados en las oficinas y cuando arranque la construcción, se van a pelear por
las reservas -dicho esto, el hombre estrechó las manos de los demás, despidiéndose de
ellos-. Lo esperamos en la inmobiliaria mañana, doctor. Yo tendré todos los papeles listos
para su firma..., si puede ir con usted su hermana, adelantaríamos mucho las gestiones -
sonrió por primera vez-, para mí también es un negocio satisfactorio. Me significó un
ascenso... usted tiene fama de ser un cliente difícil, doctor.
-Las malas lenguas -dijo Rolando riendo-. Mañana estaremos los dos por la inmobiliaria.
Cuando el hombre se retiró, Rolando se puso serio y dijo como pensando en voz alta:
-Le resultaría muy doloroso -opinó Myriam-. Hasta a vos te resulta penoso recordar esa
desgracia -agregó-, ni siquiera el fallecimiento de tu madre fue tan duro...
-Es diferente -dijo Ana Inés-. La muerte de mamá era algo previsible.
-Sí, lo de mamá fue diferente -quedó pensativo-, tantas cosas suceden y uno ni se da
cuenta del tiempo transcurrido. Uno se pregunta, al mirar hacia atrás ¿qué necesidad tenía
de hacer esto o de que ocurriera esto o lo otro?
-Los recuerdos son como los puercoespines -acotó Jorge-. Creo que lo leí en algún lado.
Siempre están clavando sus espinas, te encuentres donde te encuentres. El puercospín lanza
sus púas que a veces clava en sitios muy dolorosos como al acertar el lugar de las cosas que
se dejaron de hacer con un ser querido, algún pequeño favor, esas condescendencias que
por lo general les negamos a nuestros padres, no sé por qué, pero es así... Son púas de
puercoespín.
Comenzaba a oscurecer.
-Y qué querés que te diga, Rolando -exclamó Jorge-, no sé..., es tu casa... Ana Inés y yo
estábamos convencidos que ustedes formaban una pareja bien avenida.
-Llega un punto en que ya no es posible seguir, Jorge. Uno aguanta lo más que puede.
Por el hijo, por la familia, por el qué dirán, pero llega el momento de sentirse harto y
entonces ya no hay nada que hacer. Todo está acabado.
-Todo comenzó con ese asunto de las hormigas -exclamó Miryam entre sollozos-, no sé
cómo, Ana Inés..., no sé ni por qué... No entiendo más nada. Lo único que sé es que estoy
desesperada.
-Pero así tan de repente -intervino Ana Inés-, éstas cosas pues no surgen así nomás..., se
van armando..., tienen su proceso -hizo una pausa para aspirar el humo de su cigarrillo -
Jorge, servile un whisky a Myriam, por favor.
-Gracias -dijo Myriam-, para mí todo fue tan sorpresivo... Un balde de agua fría...
-Ahora se aclaró todo -exclamó Jorge dejando su saco en el respaldo de una de las sillas
del comedor-, Rolando anda con una mujer mucho más joven que Myriam..., la pobre...
¡Así de simple! De ahí viene todo este lío.
-¡Dios mío!
-Con lo que te quiero decir que para este asunto no hay remedio. Al menos, por ahora...
Cuando a un hombre de su edad le da por ahí... ¡la cosa es brava!
Rolando abrió la puerta de su auto, un hermoso Volvo Sedán color azul eléctrico, con
aire acondicionado y equalizador Pioneer de cuatro parlantes que había hecho colocar al
mes de adquirido el vehículo. Apretó el casete y después de dos primeros acordes el aire se
llenó de la voz tibia de Daniela Carrá.
Encontrarnos tú y yo
Es un juego fantástico
El amor es más que amor
Como en un sueño mágico
A Rolando le gratificaba sentir bajo sus manos el volante cubierto con un protector de
cuero y bajo sus pies los pedales, en especial el acelerador que, apretando a fondo,
transformaba al vehículo en un bólido, aun cuando dentro de él, con las ventanillas
cerradas, casi no se percibe la increíble velocidad de doscientos kilómetros por hora con
que se desplaza en la ruta.
Descubrirnos tú y yo
Palmo a palmo, idénticos
Es vivir más que vivir
Es vivir todo al máximo
Era algo más de las siete de la noche. Oscurecía y la gente, sudorosa y cansada, se
dirigía a sus casas. Los restaurantes comenzaban a llenarse. Él tenía una cita con Marina.
-Te quiero dedicar una canción, Rolando -le dijo Marina algunas semanas después de
conocerse-; para mí, es la única que vale la pena de la colección..., pero expresa mis
sentimientos hacia vos..., inequívocamente.
Yo no sé vivir sin ti
No sé cómo decírtelo
Porque uno como tú
No podría inventármelo...
Encendió el motor que rugió con toda su potencia dando cumplimiento a la orden. El
aire acondicionado llenó enseguida el ambiente y el auto se desplazó raudo entre el tráfico
y la gente.
Por la tarde cayó un ventarrón seguido de aguacero y granizos. Fue tan súbito que
empapó a los transeúntes sin darles tiempo a protegerse. La tormenta se apaciguó tan de
repente como había empezado y permitió que el sol, antes de ocultarse, lanzara esos rayos
anaranjados que marcan un contraste destacado entre la luz y las sombras.
Los riachuelos aún corrían por la calle, el agua seguía goteando de las cornisas y la
gente volvió a transitar, conversando, riendo o sólo yendo de un lado a otro. Se posesionó
de Casola la sensación de hallarse incrustado en alguna ciudad extranjera.
Estaba en el centro cuando se vino el chubasco y entró a una librería cualquiera donde se
entretuvo hojeando los libros y revisando sus precios pero sin intención de comprar nada.
Había salido esa tarde para cumplir con algunos menesteres atrasados. Llevaba puesto el
viejo impermeable de plástico, incómodo y caliente pues al sudar se le pegaba a la piel de
los brazos. Se mojó como todos porque no tuvo tiempo de encontrar protección y el cabello
sobre la frente y goteando dentro del impermeable le confería un aire descuidado y de
abandono.
Miré a mi alrededor sin ver a ningún conocido. Me sentí fuera de lugar, inmóvil junto a
una columna de la esquina en medio del ir y venir de tantas figuras que no me decían nada.
Podría haber pasado por otro atardecer lluvioso de verano pero no era así porque me
sentía preso en la esquina donde me encontraba y aunque intenté, no pude obligarme a dar
un paso.
Poseído por la hora, cuanto se cruzaba frente a mi mirada atónita adquiría una vivencia
particular, pero sin encontrar en ello ninguna magia o premonición.
Como si fuera invisible, veía a los demás, los escuchaba sin entender sus palabras,
adquirían personalidad un segundo y luego desaparecían. La gente, los autos, las vidrieras,
el denso clamor de la ciudad que me orilla remoto enfrentándome de golpe a esa
desconocida llena de ruidos y edificios nuevos.
Se apoderó de mí una ansiedad sorda y desesperada que me hizo recurrir a una gran
fuerza de voluntad para no extender la mano y asir del brazo a cualquier transeúnte, hombre
o mujer que pasaba a mi lado, sólo para cerciorarme de ellos.
Con los cabellos canosos caídos sobre la frente, mi impermeable demasiado grande y el
haber estado en la esquina por más de una hora ya me volvía bastante sospechoso y si le
tomo a alguien del brazo, es capaz que grite, pensé. Decidí que estaba de más en ese lugar.
Esas calles, esas luces, esas vidrieras, esa gente, simbolizaban mi paso irreversible, mi
camino transitado, mi pretérito sin vida dentro de la nueva ciudad, ruidosa, rica y miserable
a un tiempo, brillante, llena de automóviles de lujo y de niños mendigos, de hombre y
mujeres cargados de ilusiones o, como yo, observadores desplazados del concierto, sin
penas ni alegrías demasiado profundas que pudieran integrarnos al ritmo incesante y
devorador de la noche de la ciudad.
Me encaminé a casa yendo con pasos lentos. Las calles volvieron a adquirir su modorra
antigua lo que las hacía más acogedoras. Caminaba con la cabeza gacha viendo deslizarse
bajo mis pies las baldosas irregulares de las veredas. Escuché risas y palabras, vi a niños
que corrían, chicas y muchachos tomados de las manos, parejas cobijadas en la penumbra
de los portones y zaguanes sombríos por la oscuridad creada por la copa de los árboles.
Al llegar a casa fui directo al escritorio. En la mesa de trabajo me esperaba una montaña
de papeles. Los aparté y tomé un lápiz para anotar lo que se me había ocurrido durante el
camino de regreso.
«Cuando Rolito comenzó a juntar hormigas y las fue encerrando en botellitas vacías o
bajo las bocas abiertas por la sed de algunos vasos viejos de la alacena, sus padres habían
llegado a un punto irreversible de su relación. Ni Rolando ni Myriam se soportaban más y
sin atreverse a dar un corte definitivo a su matrimonio, llevaban una vida de insoportable
tensión que explotaba sin motivo valedero, por cualquier nimiedad, haciendo de la vida del
bonito departamento que tenían en uno de los edificios más modernos y caros de la ciudad,
un infierno limitado por sus cuatro paredes.»
«Era una siesta ardiente, como son siempre las de enero, abotagadas por el zumbido de
los autos que corrían desaforados, perdidos en la multitud.»
Me detuve.
Ya no quedaba nada por decir y me sentí muy solo sentado frente a esos papeles
acumulados a lo largo de los años y que después de tanto leerlos y releerlos, acabaron por
convertir su compañía en una necesidad física para mí. Algo ineludible desde el despertar
hasta la noche. Eran exigentes y me obligaban a prestarle atención, a intuir o al menos
presumir el oculto secreto de su existencia inmaterial.
Pero entonces no eran papel sino seres vivos que hasta ocupaban puestos importantes en
mi vida diaria distrayéndome de otras que podrían ser de mayor beneficio para mí.
A veces me ponían nervioso, hasta lograban sacarme de mis casillas. A veces hasta tuve
que interrumpir alguna actividad para tomar lápiz y papel y hacer veloces anotaciones, en
cualquier lugar. Era lo que deseaban. Que anotara sus recuerdos, sus ilusiones o sólo sus
caprichos de momento.
-Ahora ya no tengo nada -dije en voz alta, recostándome contra el respaldo del sillón de
mi escritorio y con la mirada lejana.
Pese a la futilidad del esfuerzo, quise agregar un capítulo más, ¡como si ello importara a
la historia! Luego cerré los ojos, cansado, con el cansancio injustificado que no proviene
del accionar físico sino del esfuerzo cotidiano por evitar un derrumbe moral, una depresión
conducente a enfrentar el absurdo vacío de encontrarme frente a mí mismo, sin poder
escapar, con una conciencia exigente que trata de demostrar que todo el esfuerzo fue en
vano, un desgaste inútil que podía haber sido mejor aplicado.
Suspiré y guardé los papeles llenos de signos extraños que no me decían nada. Eran
letras... Volví a recostarme contra el respaldo del sillón y clavé los ojos en el cuadrito que
estaba frente a mí, sobre la repisa donde guardo algunos de mis libros.
Epílogo
La abuela Irene dejó sobre la silla, donde había estado leyendo bajo la santarrita, la
última novela de Rolando. Se apoyó en el bastón que esperaba recostado contra la mata de
la planta que lucía brillante y florida después del aguacero de verano que cayó en la
madrugada haciéndola resplandecer en centenares de flores brillantes.
-Habrase visto... ¡hay que tener tupé! -exclamó sin dirigirse a nadie, mientras el sol que
atravesaba la red de ramas y flores y resplandecían cada vez que se reflejaba en la blanca
cabellera de la anciana-. Eso de tomarme de modelo para una novela y dejarme sentada en
el patio haciendo que me coman las hormigas, ya me parece demasiado. Es una falta de
respeto... ¡caramba!
-Doña Irene -llamó Petronila-. Tenés que prepararte porque dentro de un rato ya ha de
venir la gente.
-Ya sé -respondió la abuela, sin dejar de rezongar-, pero si Rolando cree que le voy a
permitir vender la casa porque me hizo un personaje inmóvil y estúpido en este su cuentito.
¡Ahí sí que está muy equivocado!
-Claro abuela -respondió Petronila con orgullo-. Si para festejar tu cumpleaños que es
esta fiesta...
-Pero parece sique a don Rolando le resulta bien su novela... Ayer leí nomás en el diario
que ese crítico que es tan argel dice que é interesante...
-Sí, abuela.
Las dos entran a la gran pieza que hace de comedor y sala al mismo tiempo. La mesa
está puesta. Un auto estaciona en la vereda.
-Ahí ya está viniendo Rolo con su hijo..., ese mitaí cada día está más cabezudo.
-Y bueno...
Detrás del Volvo de Rolando estacionó otro auto del cual bajaron Ana Inés con sus dos
hijas y su marido. Se saludaron en la calle y todos juntos se encaminaron hacia la casa de la
abuela.
Petronila fue hacia la puerta cancel para darles entrada y la abuela Irene se dirigió a la
cocina, todo lo a prisa que podía, para controlar los últimos detalles, como solía decir.
El primero en entrar fue Rolito, que con la espada de plástico en la mano y dando gritos
extraños se dirigió al patio, no sin antes dar un esquivo beso en la mejilla de la abuela Irene
que tuvo suerte en no caer al piso cuando lo atrapó en su alocada carrera.
-Hola, abuela -exclamó distraído y se zafó de las manos de la vieja-. ¡He Man...! -
exclamó y se abalanzó contra el espacio vacío del patio.
-Ana Inés y sus niñas -exclamó sonriendo Rolando-, ya quisiera yo tener dos niñas tan
bonitas...
-Lo único que te digo, Rolo -dijo la abuela-, es que no me gustó nada la historia de tu
novela y mucho menos que vendas la casa... ¡A eso quería llegar!
-¡Abuela! -exclamó Rolando- no seas una crítica tan terrible para mi pobre novela...
-Ni qué novela ni nada... -respondió la anciana, viniendo desde la cocina con sus pasos
bamboleantes ayudados por el bastón-. ¡Ja...! Toda mi vida la pasé en esta casa y ahora la
quieren tirar como si fuera... como si fuera...
-Desde luego, querida..., desde luego -respondió la vieja lanzándole de soslayo una
mirada astuta-, ya lo creo que no...
-Ni el poder de Greyscol me va hacer firmar nada que no quiera -acotó Irene-. Después
de tanto tiempo y después de todo lo que pasó... Ah, ¡no señor!
-Hum...
-Es una metáfora, caracoles -dijo Rolando-, al fin de cuentas, es sólo una novela...
-Ña Irene -gritó Petronila-, ya está listo me parece..., vení a mirar un poco...
La abuela se alejó todo lo rápido que le permitían sus piernas. Rolando hizo unos gestos
imitándola.
-No vayas a creer que no te veo, ¿eh? -dijo la abuela sin volverse-. Habrase visto...
Cuando cantaron «cumpleaños feliz», todos estaban contentos y como siempre tuvieron
que encender la vela de la torta tres veces para que Rolito y las niñas pudieran apagarlas.
La siesta fue adentrándose en la hora marcando sus límites bien definidos a través de las
ventanas que arrojaban un triángulo de luz sobre las baldosas del piso.
Rolando fumaba sentado en el sillón de mimbre, leyendo el diario del domingo. Jorge,
tendido en el sofá. Dormía dando breves ronquidos. Los niños jugaban en el patio y doña
Irene y Petronila limpiaban los platos y cubiertos sucios. La vieja tarareaba el estribillo de
siempre:
Era de siesta y un leve viento norte comenzó a levantar polvareda en el patio. Hacía
calor, pese a estar en agosto.
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