David Mitchell - Escritos Fantasma

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Escritos fantasma está formada por nueve extensas historias que se

conectan entre sí de un modo sutil y apenas perceptible, construyendo una


cadena de acontecimientos regida a partes iguales por el azar y la
causalidad. En cada una de ellas David Mitchell crea un estilo particular,
perfectamente diferenciado, con un narrador distinto y una localización
geográfica diferente. Nos ofrece así un fantástico mosaico de voces, un
relato magistral poblado de múltiples personajes y ambientes perfectamente
recreados tanto en su lenguaje como en su contexto. Podría calificarse esta
obra como una gran parodia de las inquietudes y problemas que afectan a
nuestra era, pero también de las pequeñas esperanzas que podemos
albergar en un mundo caótico y enloquecido.

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David Mitchell

Escritos fantasma
ePub r1.0
Prometeus 17.12.14

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Título original: Ghostwritten
David Mitchell, 1999
Traducción: Víctor V. Úbeda

Editor digital: Prometeus


ePub base r1.2

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A John

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… Y yo, que pretendo saber mucho más, ¿será posible que ni a mí me
hayan dejado los árboles ver el bosque? Hay quienes dicen que nunca lo
sabremos, que a los ojos de los dioses somos como las moscas que los niños
matan en los días de verano. Otros, por el contrario, afirman que ni los
gorriones pierden una sola pluma que el dedo de Dios no haya arrancado.
—THORNTON WILDER, El puente de San Luis Rey.

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Okinawa

¿Q UIÉN me está soplando en el cogote?


Me di la vuelta. Las puertas de cristal ahumado se cerraron con un silbido. La
luz era fuerte. Unos helechos de plástico se mecían con delicadeza a lo largo del
vestíbulo desierto. Nada se movía en el aparcamiento achicharrado por el sol. Más
allá, una hilera de palmeras y el profundo cielo.
—¿Señor…?
Me di la vuelta. La recepcionista seguía esperando, ofreciéndome su bolígrafo,
con una sonrisa tan almidonada como su uniforme. Le vi los poros bajo el maquillaje
y oí el silencio bajo el hilo musical, y el ajetreo bajo el silencio.
—Kobayashi. He llamado hace un rato desde el aeropuerto para reservar una
habitación.
Hormigueo en la palma de las manos. Espinas diminutas.
—Ah, sí, señor Kobayashi…
¿Qué más da si no me creyó? Los impuros andan siempre registrándose en los
hoteles bajo nombres falsos. Para fornicar con desconocidos.
—¿Sería tan amable de escribir aquí su nombre y su dirección, señor… y su
profesión?
Le mostré la mano vendada.
—Me temo que va a tener que rellenarme el formulario usted misma.
—Faltaría más… Caramba, ¿qué le ha pasado?
—Me pillé con una puerta.
Hizo un compasivo gesto de dolor y le dio la vuelta a la ficha.
—¿Su profesión, señor Kobayashi?
—Soy programador informático. Diseño productos para diversas compañías, con
contratos temporales.
Frunció el ceño. No encajaba en su formulario.
—O sea, que no pertenece a ninguna compañía como tal…
—Puede poner la compañía para la que trabajo ahora.
Fácil. El departamento de tecnología de la Fraternidad se encargará de
proporcionar las pruebas.
—Muy bien, señor Kobayashi… Bienvenido al Hotel Okinawa Garden.
—Gracias.
—¿Está usted en Okinawa por trabajo o de visita turística, señor Kobayashi?
¿Había algo burlón en su sonrisa? ¿Una expresión de sospecha en el rostro?
—Mitad y mitad —contesté, haciendo uso de mi voz de control alfa.
—Le deseamos una agradable estancia. Aquí tiene la llave, señor. Habitación 307.
Si podemos servirle de ayuda en cualquier cosa, por favor, háganoslo saber.
¿Vosotros? ¿Servirme de ayuda?
—Gracias.

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Impuros, impuros. Estos de Okinawa nunca fueron japoneses de pura cepa.
Antepasados diferentes, más débiles. Al darme la vuelta y dirigirme hacia el ascensor,
mi percepción extrasensorial me dijo que la recepcionista sonreía con suficiencia. No
sonreiría tanto si tuviera idea del calibre de la mente que tenía delante. Ya le llegara
su hora, como a todos.
No había un alma en todo el gigantesco hotel. A esa hora del mediodía, los
silenciosos pasillos se perdían en la distancia, vacíos como catacumbas.

En mi habitación no hay aire. En el Santuario tenemos prohibido el aire


acondicionado porque afecta a las ondas alfa. En solidaridad con mis hermanos y
hermanas, lo apagué y abrí la ventana. Dejé las cortinas corridas. Nunca se sabe quién
puede estar mirando con un teleobjetivo.
Miré fijamente al sol. Naha es una ciudad fea y vulgar. De no ser por la franja
aguamarina del Pacífico al fondo, podría tratarse de un tentáculo cualquiera de Tokio.
La típica antena de televisión rojiblanca, emitiendo las órdenes subliminales del
gobierno. Los habituales grandes almacenes, irguiéndose como templos sin ventanas,
encandilando a los impuros hacia la sumisión. Los barrios, las fábricas inoculando
veneno en el aire y en los depósitos de agua potable. Frigoríficos abandonados en
vertederos para basura de menor valía. ¡Qué injertos de fealdad son sus ciudades! Me
imagino la Nueva Tierra barriendo este revoltijo purulento como una escoba
todopoderosa que restituya el terreno a su estado virginal. Entonces la Fraternidad
creará lo que nos merecemos, algo que los supervivientes custodiarán amorosamente
por toda la eternidad.
Me aseé y me examiné la cara en el espejo del cuarto de baño: Eres uno de esos
supervivientes, Quasar. Facciones marcadas, subrayando mi herencia samurái.
Sobreceja prominente. Nariz aguileña. Quasar, el precursor. La elección de mi
nombre por parte de Su Serendipia resultó profética. Mi función era pulsar los
confines del universo de los fieles, solo en las tinieblas. Un escolta. Un heraldo.
El extractor de aire zumbaba. En algún lugar, más allá del zumbido, se oía
sollozar a una niña: cuánta tristeza en este mundo retorcido. Empecé a afeitarme.

Me desperté temprano, incapaz por unos instantes de recordar dónde estaba.


Esparcidos a mi alrededor, como piezas de un rompecabezas, yacían los fragmentos
de mi sueño. Estaba el señor Ikeda, mi tutor del instituto, y dos o tres de los peores
matones de la clase. Mi padre biológico también había hecho acto de aparición.
Recordé el día en que los matones obligaron a toda la clase a fingir que yo estaba
muerto. Por la tarde la broma ya se había difundido por todo el instituto y todo el
mundo fingía que no me veía. Cuando les hablaba fingían no oírme. El asunto llegó a
oídos del señor Ikeda, quien, en su calidad de funcionario designado por la sociedad
para velar por las mentes jóvenes, ¿qué fue lo que se encargó de hacer? El muy hijo
de puta celebró un funeral en mi memoria durante la última clase. Hasta encendió un

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poco de incienso y dirigió los cánticos y toda la pesca.
Antes de que Su Serendipia iluminase mi vida yo era un crío indefenso. Me eché
a llorar y les grité que parasen, pero nadie me veía. Estaba muerto.
Al despertar por completo, me encontré con el tormento de una erección.
Demasiada interferencia de ondas gamma. Medité bajo la foto de Su Serendipia hasta
que remitió.
Si lo que los impuros quieren es funerales, durante las Noches Blancas los
tendrán en abundancia, antes de que Su Serendipia se levante y reclame Su reino.
Funerales sin cortejo fúnebre.

Bajé andando por la Kokusai Dori, la calle principal de la ciudad, volviendo sobre
mis pasos y haciendo eses para dar esquinazo a cualquiera que me estuviese
siguiendo. Por desgracia, mi potencial alfa todavía es muy débil para alcanzar la
invisibilidad, de modo que tengo que zafarme de mis perseguidores a la antigua
usanza. Cuando estuve seguro de que nadie me seguía entré rápidamente en un salón
de juegos recreativos y llamé desde una cabina telefónica. Es mucho más improbable
que un teléfono público esté pinchado.
—Hermano, soy Quasar. Pásame con el ministro de Defensa, por favor.
—Por supuesto, hermano. El ministro te está esperando. Permíteme felicitarte por
el éxito de nuestra reciente misión.
Me mantuve a la espera unos segundos. El ministro de Defensa es uno de los
favoritos de Su Serendipia. Se licenció en la Universidad Imperial. Antes de atender
la llamada de Su Serendipia era juez. Es un líder nato.
—Ah, Quasar. Estupendo. ¿Te encuentras bien de salud?
—Estando al servicio de Su Serendipia, Ministro, siempre me encuentro bien de
salud. He superado mis alergias, y hace nueve meses que no padezco de…
—Estamos encantados contigo. A Su Serendipia, la hondura de tu fe le ha
causado una poderosa impresión. Una muy poderosa impresión. Ahora mismo está en
Su retiro, meditando sobre tu alma. Solo sobre la tuya, para tu fortalecimiento y
enriquecimiento.
¡Ministro! Le ruego Le transmita mi más profundo agradecimiento.
Con sumo placer. Te lo has ganado. Esta es una guerra contra la miríada impura, y
en ella los actos de valor no deben quedar sin reconocimiento ni recompensa. Bueno,
me imagino que te preguntarás cuánto tiempo has de permanecer lejos de tu familia.
El Gabinete considera que siete días serán suficientes.
—Entendido, Ministro.
Hice una marcada reverencia.
—¿Has visto los telediarios?
—Evito las mentiras del Estado impuro, Ministro. ¿Por qué habría la serpiente de
atender de buen grado la voz del encantador? Aun estando lejos del Santuario, las
órdenes de Su Serendipia permanecen grabadas en mi corazón. Imagino que

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habremos agitado el avispero.
—Ya lo creo. Hablan de terrorismo, muestran a los impuros echando espuma por
la boca. Casi dan pena, los pobres animales. Casi. Como ya predijo Su Serendipia, se
les escapa el detalle fundamental de que se trata del castigo a sus pecados. ¡Siéntete
orgulloso, Quasar, de haber sido uno de los elegidos para administrar justicia!
Recuerda la 39.a Revelación Sagrada: El orgullo por el sacrificio personal no es
pecado sino amor propio. Trata, no obstante, de pasar desapercibido. No desentones.
Haz turismo. Confío en que tus dietas sean suficientes…
—El tesorero fue de lo más generoso, y mis necesidades son simples.
—Muy bien. Vuelve a ponerte en contacto con nosotros dentro de siete días. La
Fraternidad espera ansiosa el regreso al hogar de nuestro bienamado hermano.

Volví al hotel para mi aseo y meditación de mediodía. Comí unas galletas saladas,
algas marinas y anacardos, y me bebí un té verde de la máquina expendedora del
pasillo. Cuando al terminar mi refrigerio salí de nuevo, la recepcionista impura me
dio un mapa y escogí un lugar de interés turístico.
El cuartel general de la marina japonesa estaba enclavado en un parque cubierto
de maleza, en lo alto de una colina desde la que se dominaba Naha, hacia el norte.
Durante la guerra estaba tan bien escondido que los invasores americanos, después de
haber tomado Okinawa, tardaron tres semanas en encontrarlo. Los americanos no son
una raza muy inteligente. No captan lo obvio. Su embajada tuvo la desfachatez de
negarle a Su Serendipia un visado de residente hace diez años. Ahora, por supuesto,
Su Serendipia puede ir y venir donde le plazca utilizando técnicas de conversión
subespacial. Ha visitado varias veces la Casa Blanca, sin la menor traba.
Pagué la entrada y bajé las escaleras, recibido por un lóbrego frescor. En alguna
parte goteaba una cañería. A los invasores americanos les aguardaba otra sorpresa.
Con el objeto de tener una muerte honorable, los cuatro mil soldados, el contingente
al completo, se habían quitado la vida. Veinte días antes.
Honor. ¿Qué sabrán del honor los impuros, con su mundo banal, plagado de
ídolos? Recorrí los túneles acariciando los muros con las yemas de los dedos.
Acaricié las cicatrices de las paredes, causadas por la explosión de las granadas y las
piquetas que emplearon los soldados para cavar sus baluartes, y sentí que entre ellos y
yo existía una profunda afinidad. La misma afinidad que siento en el Santuario. Con
mi elevado coeficiente alfa, podía captar residuos de sus almas. Vagué por los pasillos
hasta perder la noción del tiempo.
Según salía de aquel monumento a la nobleza, llegó un autocar de turistas. Les
eché un vistazo, con sus cámaras fotográficas y sus bolsas de patatas fritas, sus
estúpidas expresiones de recién salidos de Osaka y sus mentes mutiladas con menos
capacidad alfa que una mosca, y lamenté que no me quedase una última ampolla de
fluido purificador para lanzarla escaleras abajo contra ellos y, acto seguido, dejarlos
encerrados. Se les habría purificado igual que se hizo con los avariciosos de Tokio. Y

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con ello habría apaciguado las almas de los jóvenes soldados muertos en nombre de
su fe unas décadas antes, tal y como yo mismo había estado dispuesto a hacer hacía
tan solo setenta y dos horas. Los gobiernos de títeres que al terminar la guerra
expoliaron nuestro país los habían traicionado. Igual que a todos nosotros nos ha
traicionado una sociedad convertida en mercado para Disney y McDonald’s. Todo ese
sacrificio, ¿para construir qué? Para construirles un portaaviones a prueba de
hundimientos a los Estados Unidos.

Pero no me quedaba ninguna ampolla, de modo que tuve que soportar a aquellos
cretinos impuros, charlatanes, defecadores, procreadores y profanadores.
Literalmente, me cortaron la respiración.

Bajé la colina caminando a la sombra de las palmeras.

En la palma de la mano izquierda hay un receptor alfa. La primera vez que Su


Serendipia me concedió una audiencia personal me abrió la mano y me apretó
delicadamente este receptor con Su dedo índice. Sentí un zumbido peculiar, como una
agradable descarga eléctrica, y más tarde descubrí que mi capacidad de concentración
se había cuadruplicado.
Aquel preciado día, hace tres años y medio, estaba lloviendo. Las nubes
descendían en formación desde el monte Fuji, y un viento del este soplaba sobre los
prados ondulantes que rodean el Santuario. Hacía doce semanas que me había
alistado en el Programa de Acogida a la Fraternidad, y aquella mañana me había
ocupado de unos asuntos con uno de los subsecretarios de la Tesorería de la
Fraternidad. Había firmado los papeles que me liberaban de la cárcel del
materialismo. De ahora en adelante la Fraternidad se convertía en propietaria de mi
casa y mis muebles, de mis ahorros y fondos de pensiones, de mi título de socio del
club de golf y de mi coche. Me sentí más libre de lo que jamás hubiese creído
posible. Como era de esperar, mi familia —mi familia biológica e impura, mi familia
de sangre— fue incapaz de entenderlo. Toda la vida habían estado midiendo hasta el
último milímetro de mis éxitos y mis fracasos, y de repente llegaba yo partiendo su
regla contra mi rodilla. En la última de sus cartas mi madre me comunicó que mi
padre me había desheredado. Pero como Su Serendipia escribe en la 71.a Revelación
Sagrada, La furia de los malditos es tan impotente como una rata royendo una
montaña sagrada.
Además, nunca me quisieron. De no ser porque la vieron por televisión, jamás se
habrían enterado de la existencia de la Palabra.
Su Serendipia bajó las escaleras acompañado del ministro de Seguridad. La luz se
hacía más blanca según se aproximaba al despacho. Lo primero que vi fueron Sus

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pies, calzados con sandalias, y Su túnica violeta; acto seguido, el resto de Su bien-
amada figura apareció ante mi vista. Me sonrió, pues sabía por telepatía quién era yo
y qué había hecho.
—Soy el Gurú —dijo, y me dejó besarle el sagrado anillo de rubí mientras me
arrodillaba. Percibí Sus emanaciones alfa, igual que una brújula percibe el norte
magnético.
—Maestro —respondí—. He vuelto a casa.
Su Serendipia habló con claridad y hermosura, y las palabras brotaron de sus
mismísimos ojos.
—Te has librado del asilo de los impuros. Pequeño hermano. Hoy te has unido a
una nueva familia. Has trascendido tu vieja familia de sangre y te has unido a una
nueva familia del espíritu. Desde hoy tienes diez mil hermanos y hermanas. Para
cuando llegue el fin del inundo, esta familia contará con millones de miembros.
Crecerá y crecerá, arraigando en todos los países. Estamos hallando suelo fértil en
tierras extranjeras. Nuestra familia crecerá hasta que el mundo exterior sea el mundo
interior. No se trata de una profecía. Se trata de una realidad futura, inevitable.
¿Cómo te sientes, nuevo hijo de nuestra nación sin fronteras ni sufrimiento?
—Afortunado, Su Serendipia. Muy afortunado de poder beber de la fuente de la
verdad cuando todavía no he cumplido los treinta años.
—Hermanito mío, tanto tú como yo sabemos que no ha sido la fortuna lo que te
ha traído hasta nosotros: ha sido el amor.
Entonces me besó, y yo besé la boca de la vida eterna.
—Quién sabe —dijo el Maestro—, si continúas con tu autoamplificación alfa tan
rápido como me cuenta el ministro de educación, tal vez en un futuro se te
encomiende una misión muy especial…
El corazón me latió con más fuerza aún. ¡Habían hablado de mí! Solo era un
novato, ¡y ya hablaban de mí!

En las cafeterías, en las tiendas, en las oficinas, en los colegios, en la pantalla


gigante del centro comercial, en todos los cuchitriles que servían de viviendas, la
gente veía las noticias de la purificación. La chica que vino a limpiarme la habitación
no paraba de hablar del tema. La dejé despotricar. Me preguntó qué pensaba yo. Le
dije que solo era un ingeniero de sistemas informáticos de Nagoya y que de esas
cosas no entendía. Pero la indiferencia no le bastaba: la indignación se ha convertido
en el sentir obligatorio. Habrá que hacer un poco de teatro para evitar sospechas. La
chica mencionó la Fraternidad. Parece que los odiosos medios de comunicación de
nuestro país nos señalan con sus leprosos dedos, a pesar de nuestras antiguas
advertencias.
A media tarde salí para comprar jabón y champú. La recepcionista estaba sentada
de espaldas al vestíbulo, pegada al televisor. La televisión es una sarta de mentiras
impuras y resulta perjudicial para el córtex alfa, pero pensé que unos pocos minutos

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no me harían daño, así que me puse a verla con ella. Veintiún purificados, y muchos
cientos de parcialmente purificados. Una advertencia inequívoca al Estado de los
impuros.
No me entra en la cabeza que haya ocurrido en Japón —dijo la recepcionista—.
En América, vale. Pero ¿aquí?
Un grupo de «expertos» debatía sobre la «atrocidad». Entre los expertos
figuraban una estrella de pop de diecinueve años y un catedrático de sociología de la
Universidad de Tokio. ¿Por qué los japoneses solo hacen caso a las estrellas del pop y
a los profesores? Repiten las mismas imágenes una y otra vez, una escena en la que
unos sujetos sin purificar salen corriendo de la estación de metro, con pañuelos
embutidos en la boca, dando arcadas y restregándose frenéticamente los ojos. Como
dice Su Serendipia en la 32.a Revelación Sagrada, Si tu ojo te ofende, arráncatelo.
Imágenes de los ya purificados, tendidos e inmóviles allí donde la purificación los
liberó. Sus parientes sollozando, ignorantes como son. Corte al primer ministro, el
más presuntuoso de entre los tontos, jurando que no descansará hasta «entregar a la
justicia a los culpables de perpetrar esta monstruosidad».
¿No resulta cegadora toda esta hipocresía? ¿No ven que la verdadera atrocidad es
la actividad del mundo moderno, la destrucción sistemática de la identidad entre el
hombre y su alma? La acción de la Fraternidad fue simplemente un contraataque
contra el auténtico monstruo de nuestra era. La primera escaramuza de una larga
guerra cuya victoria nos tiene destinada la evolución.
¿Y por qué la gente no se da cuenta de la futilidad del empeño? Un simple
politicastro, una de tantas cucarachas corruptas y chanchulleras, de las que te
apuñalan por la espalda y cuya mente es incapaz siquiera de concebir la cloaca en la
que se revuelca, ¿cómo puede semejante chusma impura albergar la menor esperanza
de coaccionar a Su Serendipia para que haga algo? A Él, un boddhisattva[1] capaz de
hacerse invisible a voluntad, un yogui volador, un ser divino que puede respirar bajo
el agua. ¿Entregarle a Él y a Sus siervos a la «justicia»? ¡Nosotros somos los
ministros de justicia flotantes! Por supuesto que todavía carezco del coeficiente alfa
necesario para protegerme con telepatía o telequinesis, pero me encuentro a cientos
de kilómetros de la escena de la purificación. Jamás se les ocurriría venir a buscarme
aquí.
Salí discretamente del gélido vestíbulo.

Traté de pasar desapercibido durante toda la semana pero la invisibilidad podía


llamar la atención, así que me inventé reuniones de trabajo a las que acudir, y todas
las mañanas, de lunes a viernes, a las ocho y media en punto, pasaba por delante de la
recepcionista con un seco «Buenos días». El tiempo se arrastraba cansinamente. Naha
es una de tantas ciudades pequeñas. Estas islas están plagadas de bases militares
americanas cuyos soldados se pavonean calle arriba y calle abajo por las principales
avenidas, muchos de ellos con nuestras mujeres cogidas del brazo, mujeres japonesas

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vestidas con un exiguo retazo de tela. Los hombres de Okinawa, por su parte, se
dedican a imitar a los extranjeros. Pasé por los centros comerciales, presenciando la
incesante cadena de deseo y adquisición. Anduve hasta que me dolieron los pies. Me
senté en cafés umbríos cuyas estanterías se combaban bajo el peso de revistas repletas
de inmundicia mental. Escuché las conversaciones de hombres de negocios que
compraban y vendían lo que no era suyo. Seguí caminando. Los idiotas de siempre
contemplaban boquiabiertos el vacuo repiqueteo de las tragaperras, como yo mismo
hiciera antes de que Su Serendipia me abriese el ojo interior. Los turistas llegados de
fuera de la isla recorrían las tiendas de recuerdos, comprando cajas de porquerías que
en realidad nadie quiere jamás. Vi a los típicos emigrantes vendiendo relojes y
bisutería barata en las aceras, sin permiso. Pasé por las salas de juegos recreativos
donde los niños envenenados se reúnen al salir de clase, con los ojos clavados en
pantallas donde cíborgs malignos, fantasmas y zombis libran combate. Las mismas
tiendas que en cualquier otro lugar… Burger King, Benetton, Nike… Las calles
céntricas se están volviendo iguales en todo el mundo. Pasé por suburbios en los que
las amas de casa sacan los futones a la calle para airearlos, viviendo el mismo año
sesenta veces. Vi a un alfarero con la cara picada de viruelas, ensimismado en su
torno. Un moribundo que tosía sin quitarse el cigarro de los labios reparaba un
triciclo de niño sentado en una escalera. Una mujer desdentada colocaba flores
frescas en un jarrón bajo un altar familiar. Una tarde fui al viejo palacio de Ryuku. En
el patio había máquinas de refrescos y una tienda llamada El Espadachín Sagrado que
no vendía más que llaveros y carretes de fotos. Las antiguas murallas eran un
hervidero de alumnos de bachillerato llegados de Tokio. Los chicos parecían niñas,
con el pelo largo, agujeros en las orejas y las cejas depiladas. Las chicas hablaban con
sus móviles, riéndose como monos araña. Si los odias a ellos, tendrás que odiar al
mundo, Quasar.
Muy bien, Quasar. Pues odiemos al mundo.
El único sitio tranquilo de Naha era el puerto. Vi barcos, isleños, turistas y
enormes cargueros. Siempre me ha gustado el mar. Mi tío biológico solía llevarme al
puerto de Yokohama. Llevábamos un atlas de bolsillo para buscar los puertos de
procedencia de los navíos y sus países de origen.
Por supuesto, de eso hacía ya una eternidad. Antes de que mi verdadero padre me
llamase a su lado.

Un día, al salir de un trance alfa después de mis abluciones de mediodía, una


sombra dentada se coaguló en una araña. Ya iba a tirarla al inodoro cuando percibí,
con gran asombro, ¡que me estaba transmitiendo un mensaje alfa! Se trataba, por
supuesto, de Su Serendipia, que se servía de la araña para hablar conmigo. El Maestro
tiene un sentido del humor de lo más juguetón.
—Valor, Quasar, elegido mío. Valor y fuerza. Este es tu destino.
Me hinqué de hinojos ante la araña:

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—Sabía que no me olvidaría, señor —respondí, dejando que el insecto me
recorriese el cuerpo.
Después la metí en un tarro. Decidí comprar un poco de tira matamoscas para
cazar algunas presas y poder dar de comer a mi hermanita. Los dos éramos
mensajeros de Su Serendipia.

Continúan las conjeturas sobre la «secta del último día». ¡Qué latazo! La
Fraternidad cree en la vida, no en la muerte. La Fraternidad no es una «secta». Las
sectas esclavizan, la Fraternidad libera. Los líderes de las sectas son estafadores de
lengua viperina con harenes de putas y flotas de RollsRoyces entre bastidores. Yo he
tenido el privilegio de vislumbrar la vida en el círculo íntimo del Maestro, ¡y no he
visto ni una sola mujer! Su Serendipia está libre de la viscosa telaraña del sexo. Su
mujer fue escogida simplemente para dar a luz a Sus hijos. A los hijos menores de los
miembros del Gabinete y de los discípulos favoritos se les permite ocuparse de las
modestas necesidades domésticas del Maestro. Estos afortunados van vestidos
únicamente con el taparrabos de meditación a fin de estar preparados para adoptar la
postura alfa del zazen cuando el Maestro se digna otorgar Su bendición. Y en todo el
Santuario solo hay tres Cadillacs: bien sabe Su Serendipia cuándo exorcizar los
demonios materialistas que poseen a los impuros, y cuándo explotar esta obsesión
como un caballo de Troya para infiltrarse en la ciénaga del mundo exterior.
Para librar a la Fraternidad de toda sospecha, Su Serendipia ha permitido el
acceso de algunos periodistas al Santuario para filmar a los hermanos y hermanas
durante una sesión de potenciamiento alfa. También han inspeccionado nuestras
instalaciones químicas. El ministro de Ciencia les ha explicado que estábamos
fabricando fertilizantes. Siendo como somos vegetarianos, ha bromeado, ¡la
Fraternidad necesita cultivar muchos pepinos! He reconocido a mis hermanos y
hermanas, que a través de la pantalla han enviado mensajes telepáticos de ánimo a su
hermano Quasar. Me he reído a carcajadas. Las hienas impuras de los telediarios
estaban tratando de incriminar a la Fraternidad, sin percatarse de que la Fraternidad
los estaba utilizando para transmitirme mensajes. El ministro de Seguridad les ha
concedido una entrevista. Haciendo gala de gran inteligencia, ha defendido a la
Fraternidad de cualquier tipo de acusación de haber tomado parte en la acción
purificadora. Solo se puede burlar a los demonios, ilustra Su Serendipia en la 13.a
Revelación Sagrada, siendo más astuto que el Maligno.
Más preocupantes resultaron las entrevistas televisivas con los impuros ciegos.
Los apóstatas. Gente a quien la Fraternidad acoge con amor pero que lo rechazan y
recaen en el mundo de mierda que existe fuera del Santuario. Su Serendipia, en su
infinita misericordia, deja que estos gusanos vivan —si es que a eso se le puede
llamar vivir— a condición de que no difamen a la Fraternidad. Si ignoran esta regla y
se dedican a difundir mentiras en la prensa sobre el Santuario, el ministro de
Seguridad debe ordenar que se purifique a tales sujetos y a sus familias.

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En la televisión los rostros de los impuros ciegos aparecían pixelados, pero no
hay tratamiento de imágenes que pueda engañar a una mente con el coeficiente alfa
que yo tengo. Una era Mayumi Aoi, que se incorporó a la Fraternidad a través del
mismo Programa de Acogida que yo. Alababa a Su Serendipia, pero solo de boquilla:
al despertarnos una mañana, después de ocho semanas de Programa, nos encontramos
con que se había marchado. Todos teníamos la sospecha de que fuese una agente de
policía. Al oír las mentiras que contaba acerca de la vida en el Santuario, apagué la
televisión y decidí no volver a verla nunca más.

Una semana después de mi primera llamada telefoneé al Santuario. Me contestó


una voz desconocida.
—Buenos días. Soy Quasar.
—Ah, Quasar. El ministro de Información anda muy ocupado esta mañana. Soy
su subsecretario. Estábamos esperando tu llamada. ¿Has visto el ataque de histeria
colectiva?
—Desde luego, señor.
—Sí. Casi se podría decir que tu operación de purificación salió demasiado bien.
Su Serendipia me ha ordenado que te diga que trates de pasar inadvertido un par de
semanas más.
—Obedezco en todo a Su Serendipia.
—Además, se te ordena trasladarte a un lugar más remoto. Por pura precaución.
Nuestros hermanos infiltrados en la policía impura nos han dicho que circulan datos
sobre ti. Debemos actuar con astucia y sigilo. Oficialmente, estamos negando
cualquier relación con tu atentado. Esto nos dará más tiempo para reforzar la
Fraternidad con más hermanos y hermanas. Esta táctica funcionó el año pasado, en
nuestro experimento de purificación en la Prefectura de Nagano. ¡Qué fácil es
despistar a esos escarabajos peloteros!
—Desde luego, señor.
—En caso de que te detengan, debes asumir plena responsabilidad sobre el
atentado y declarar que actuaste por voluntad propia después de que te expulsáramos
de la Fraternidad por perturbado mental. Después, Su Serendipia te teletransportará
fuera de la cárcel.
—Por supuesto, señor. Obedezco en todo a Su Serendipia.
—Eres un gran patrimonio para la Fraternidad, Quasar. ¿Tienes alguna pregunta?
—Me preguntaba si ya habría dado comienzo la segunda fase de la gran
purificación, señor. ¿Se ha enviado ya a nuestros yoguis volantes al parlamento para
exigir la inclusión de las enseñanzas de Su Serendipia en el programa educativo? Si
lo retrasamos mucho, los impuros podrían…
—¡Quasar, te olvidas de quién eres! ¿Dónde está escrito que una de tus
responsabilidades sea la de dar consejos sobre la política exterior de la Fraternidad?
—Soy consciente de mi error, señor. Perdóneme, señor. Se lo ruego.

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—Ya estás perdonado, ¡hijo querido de Su Serendipia! Seguramente te sientes
solo, lejos de tu familia, ¿no es así?
—Sí, señor. Pero recibí los mensajes de onda alfa que mis hermanos y hermanas
me enviaron a través de los informativos de televisión. Y mientras medito, aquí en mi
exilio, Su Serendipia me comunica palabras de consuelo.
—Estupendo, Quasar. Bastará con un par de semanas más. Si se te acaba el
dinero, puedes ponerte en contacto con el Servicio Secreto de la Fraternidad
utilizando el código habitual. De lo contrario, guarda silencio.
—Solo una cosa más, señor. La apóstata Mayumi Aoi…
—El ministro de Información se ha percatado. Las cloacas de los impuros ciegos
habrán de sellarse para siempre. El ministro de Seguridad actuará cuando cesen las
investigaciones. Tal vez en el pasado nos hayamos mostrado demasiado clementes.
Ahora estamos en guerra.

Fui andando hasta el puerto bajo el calor astral de media tarde y cogí unos
horarios de barcos que había en un expositor. Desplegué mi mapa. Siempre he
preferido los mapas a los libros. Los mapas no te contestan de mala manera. Nunca
hay que tirar un mapa. Las islas resaltaban en un mar azul celeste como esmeraldas
imperiales. Escogí una, llamada Kumejima. A medio día de distancia hacia el oeste,
pero lo bastante grande como para que un visitante no llamase la atención. Solo había
un barco al día; la salida era a las 6.45 de la mañana. Compré un billete para el día
siguiente.
Me pasé el resto del día sentado en el muelle, recitando todas las Revelaciones
Sagradas de Su Serendipia, totalmente ajeno al ir y venir de almas perdidas a mi
alrededor.
Finalmente se puso el sol, trémulo y carmesí. No me di cuenta de que había
oscurecido. Volví andando al hotel, donde avisé a la recepcionista de que mi trabajo
había terminado y de que saldría hacia Osaka por la mañana temprano.

El metro de Tokio estaba tan atiborrado como un camión de ganado. Atiborrado


de órganos envueltos en carne envuelta en ropas. Silenciosos, sudorosos. Estaba
medio temiéndome que algún idiota me despachurrase las ampollas antes de tiempo.
Nuestro ministro de Ciencia me había explicado exactamente cómo funcionaba el
paquete. Después de rasgar el precinto y apretar los tres botones al mismo tiempo,
tendría un minuto para alejarme antes de que los solenoides hiciesen añicos las
ampollas y diera comienzo la gran purificación mundial.
Coloqué el paquete en el portaequipajes y esperé al minuto señalado. Me
concentré en mi telepatía alfa y envié mensajes de aliento a mis colegas purificadores
en varias líneas de metro en todo Tokio.
Me fije en la gente que me rodeaba. Los impuros que tendrían el honor de ser los
primeros en recibir la purificación. Mudos. Lamentables. Cansados. Con la mente

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podrida. Muías en una noria interminable de mentiras, sufrimiento e ignorancia.
Tenía un bebé a escasos centímetros, tocado con un gorrito de lana y atado a la
espalda de su madre. Estaba dormido, babeaba y desprendía ese olor agrio de los
lactantes. Una niña, deduje por la Minnie Mouse rosa que llevaba bordada en el
gorrito. Jubilados a quienes nada cabía ya esperar salvo la senilidad y una silla de
ruedas en asilos solitarios pintados de color crema. Jóvenes asalariados,
supuestamente en la flor de la vida, con las mentes programadas para la avaricia y la
intimidación.
¡Yo tenía la vida y la muerte de toda aquella chusma en mis manos! ¿Qué dirían?
¿Cómo tratarían de disuadirme? ¿Cómo justificarían sus vidas de insecto? ¿Por dónde
empezarían? ¿Cómo hace un renacuajo para dirigirse a un dios?
El vagón se bamboleaba y rechinaba, y por un momento la luz se atenuó hasta
hacerse marrón.
No me satisface del todo.
Recordé las palabras que Su Serendipia había pronunciado aquella mañana: «He
visto el cometa, mucho más allá de la órbita extrema de la mente común. Se avecina
La Nueva Tierra. El juicio de las alimañas está próximo. Dándole un empujoncito
para acelerar su llegada, los libraremos de su sufrimiento. Hijos míos, vosotros sois
los elegidos, los agentes de la Divinidad».
En esos últimos instantes, según llegábamos a la estación, Su Serendipia me
fortaleció con una visión del futuro. A la vuelta de tres años escasos, Su Serendipia
entra en Jerusalén. En el mismo año, La Meca humilla la cerviz y el Papa y el Dalai
Lama piden convertirse. Los presidentes de Rusia y de los Estados Unidos solicitan el
auspicio de Su Serendipia.
Después, en julio de ese mismo año, los observatorios de todo el mundo divisan
el cometa. Pasa rozando Neptuno y se aproxima a la Tierra, eclipsando la luna y
resplandeciendo incluso en pleno día por encima de los aeródromos, cordilleras y
ciudades del mundo. Los impuros se echan a las calles para recibir la última novedad.
¡Y esa será su perdición! Las microondas del cometa cubren la Tierra, y solo aquellos
que cuenten con un elevado coeficiente alfa serán capaces de aislarse a sí mismos.
Los impuros mueren dando arcadas, restregándose los ojos, apestando al hedor de su
propia carne asada. Los supervivientes emprenden la creación del Paraíso y Su
Serendipia se revela como Su Divinidad. Una mariposa que emerge de la crisálida de
Su cuerpo.
Tanteo dentro de mi bolsa de deportes y rasgo el precinto. Tengo que encender los
interruptores y sujetarlos durante tres segundos para conectar el temporizador. Uno.
Dos. Tres. La Nueva Tierra se acerca. El reloj de la Historia está en marcha. Cierro la
cremallera de la bolsa, la dejo resbalar hasta mis pies y la meto furtivamente debajo
de un asiento empujándola con el talón. El vagón va tan atiborrado que ni un solo
zombi se da cuenta.
La voluntad de Su Serendipia.

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El tren para en la estación, y…
Escuchó los ruidos bajo la rejilla del suelo, pero no me atrevo, no me atrevo a oír
sus palabras.
Si los ruidos llegasen a convertirse en palabras… Ahora no, todavía no. Nunca.
¿Dónde iríamos a parar?
Me incorporo a la corriente que fluye hacia las escaleras mecánicas y me aleja del
lugar.
A mis espaldas, el tren acelera hacia la oscuridad humeante.

Tenía las palmas de las manos sudadas y me picaban. Una gaviota se acercó
pavoneándose por el alféizar de la ventana y echó un vistazo al interior. Tenía una
expresión cruel.
—¿Su nombre, señor?
La anciana que regentaba la posada sonreía como las deidades de los templos.
¿Por qué sonreía? ¿Para ponerme nervioso? Tenía más agujeros en la dentadura que
dientes amarillentos.
—Me llamo Tokunaga. Buntaro Tokunaga.
Tokunaga… qué nombre tan bonito. Suena aristocrático.
—Jamás se me había ocurrido.
—¿Y a qué se dedica, señor Tokunaga?
Y dale con las preguntas. ¿Es que no se cansan, estos impuros?
—Soy un simple empleado. No trabajo en ninguna compañía famosa. Soy jefe de
departamento en una pequeña empresa informática en las afueras de Tokio.
—¿En Tokio? ¿De verdad? Nunca he estado. Nos llegan muchos turistas de allí,
aunque no en temporada baja, como ahora. Ya lo ve, estamos casi vacíos. Solo voy a
la isla grande una vez al año, a ver a mis nietos. Tengo catorce, sabe usted. Por
supuesto, cuando digo «la isla grande» me refiero a Okinawa, no a la del Japón. ¡No
se me ocurriría ir allí ni en sueños!
—Ya.
—Me han dicho que Tokio es enorme. Mayor todavía que Naha. ¿Jefe de
departamento? ¡Sus padres deben de estar muy orgullosos! Caramba, eso es
fantástico. Tengo que pedirle que rellene estas fichas repajoleras, sabe usted. Yo ni
me molestaría, pero es que me obliga mi hija. Cuestión de permisos e impuestos. Es
una verdadera lata, pero qué le vamos a hacer. ¿Y cuánto piensa quedarse en
Kumejima, señor Tokunaga?
—Pretendo quedarme un par de semanas.
—¿De verdad? Cielos, espero que encuentre algo que hacer. No es una isla muy
grande, sabe usted. Puede pescar, hacer surf, bucear, hacer submarinismo… pero
aparte de eso, la vida aquí es muy tranquila. Muy lenta. Nada que ver con Tokio, me

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imagino. Y su mujer, ¿no va a echarle de menos?
—No. —Ya va siendo hora de cerrarle el pico—. A decir verdad, estoy de
permiso por motivos familiares. Mi esposa falleció el mes pasado. De cáncer.
A la vieja bruja se le cambió la cara. Se tapó la boca con la mano y la voz se le
transformó en un susurro:
—Cielo santo. ¿De verdad? Cielo santo. Ya he vuelto a meter la pata, como
siempre. Mi hija estaría roja de vergüenza. No sé qué decir…
No paraba de resoplar en señal de disculpa, lo cual resultaba doblemente molesto,
pues el aliento le apestaba a langostino.
—No se preocupe. La muerte la ha librado definitivamente del dolor. Una
liberación cruel, pero una liberación al fin y al cabo. No se avergüence, por favor. Eso
sí, estoy un poco cansado. ¿Me enseña mi habitación?
—Sí, cómo no… Aquí tiene sus zapatillas, voy a enseñarle el cuarto de baño…
Este es el comedor. Venga por aquí… Pobre, pobre, pobre hombre… Cielo santo, por
lo que debe haber pasado… Pero ha venido usted a la isla adecuada. Kumejima es un
lugar maravilloso para recuperarse. Siempre lo he dicho…

Tras mi aseo vespertino sentí tal cansancio que no hubo concentración alfa capaz
de vencerlo. Me fui a la cama maldiciendo mi debilidad y me sumí en un sueño tan
profundo que parecía no tener fondo.
El fondo resultó ser un túnel. Un túnel de metro desierto, con raíles y tuberías de
mantenimiento. Yo estaba encargado de patrullar el túnel y protegerlo del mal que lo
habitaba. Un oficial superior se me acercó.
—¿Qué haces aquí? —me preguntó.
—Cumplo órdenes, señor.
—¿Y qué órdenes son esas?
—Patrullar este túnel, señor.
Silbó entre dientes.
—Lo de siempre, un follón en el Santuario. Aquí abajo hay una nueva amenaza.
El mal solo puede devorarte cuando sabe quién eres. Si te mantienes en el anonimato,
todo irá bien. Ahora, agente, dígame cómo se llama.
—Quasar, señor.
—¿Y en tu vida anterior? ¿Tu nombre de verdad?
—Tanaka. Keisuke Tanaka.
—¿Qué coeficiente alfa tienes, Keisuke Tanaka?
—16,9.
—¿Lugar de nacimiento?
De repente, ¡me di cuenta de que me habían tendido una trampa! El mal ha
tomado el aspecto de mi superior y me acribilla a preguntas para poder destruirme.
Mi única salida es no dejarle saber que me he dado cuenta. Todavía estoy titubeando,
sin saber cómo librarme, cuando por el túnel se nos acerca un nuevo personaje. Una

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chica con una funda de viola y unas flores a la cual ya he visto antes en alguna parte.
Alguien a quien conocí en mi época no purificada. El mal encarnado en la figura de
mi superior se vuelve hacia ella y empieza a desplegar idéntica estratagema.
—¿No has oído hablar del mal? ¿Quién te ha autorizado a estar aquí? Dame tu
nombre, dirección, profesión… ¡inmediatamente!
Quiero salvarla. A falta de mejor plan, la agarro del brazo y echamos a correr,
más rápido que una corriente de aire.
—¿Por qué corremos?
Una extranjera en una colina, observando un poste de madera que se hunde en la
tierra.
—¡Lo siento! ¡No me ha dado tiempo a explicártelo! Ese agente no era un agente
de verdad. Era un disfraz. ¡Era el mal que habita en estos túneles!
—¡Debes de estar equivocado!
—¿Ah, sí? ¿Y tú cómo lo sabes?
Sin dejar de correr, con los dedos de nuestras manos entrelazados, le miro a la
cara por primera vez. A mi lado, la chica sonríe, a la espera de que capte el más
espantoso de los chistes. Estoy contemplando el verdadero rostro del mal.

A la mañana siguiente salí temprano a caminar por la isla. El mar era de un


turquesa lechoso. La arena era blanca, caliente y blanda. Vi pájaros que nunca había
visto y mariposas de color salmón. Reparé en una pareja de enamorados caminando
por la playa con un husky. El chico no dejaba de susurrarle cosas a la chica al oído, y
ella no paraba de reírse. El perro quería que le lanzasen el palo, pero el muy tonto no
se daba cuenta de que para eso primero tenía que darle el palo a uno de los dos.
Cuando pasaron me fije en que ninguno de los dos llevaba alianza. Compré un par de
albóndigas de arroz en un chiringuito de mala muerte y una lata de té frío. Me las
comí sentado en una tumba, preguntándome cuándo había sido la última vez que
había tenido la sensación de pertenecer a algún lugar. Aparte del Santuario, quiero
decir. Pasé por delante de un viejo alcanfor y de un campo donde había una cabra
amarrada. De los transistores de los labriegos llegaba flotando hasta la carretera una
musiquilla pop de timbre metálico. Bajo sus anchos sombreros de paja sudaban la
gota gorda. Había coches oxidados en áreas de descanso en cuyos radiadores crecían
plantas. En un promontorio solitario se erguía un faro. Caminé hacia allí. Estaba
cerrado con candado.
Un cultivador de caña de azúcar aparcó a un lado de la carretera y se ofreció a
llevarme. Me dolían los pies, así que acepté. Hablaba en un dialecto tan cerrado que
apenas si lograba comprender lo que me decía. Se puso a hablar del tiempo y yo fui
respondiendo con los sonidos oportunos. Luego pasó a hablar de mí. Sabía en qué
posada me hospedaba, cuanto iba a quedarme, mi nombre falso, mi trabajo. Incluso
me dio el pésame por la muerte de mi esposa. Cada vez que pronunciaba la palabra
«ordenador» la encerraba entre comillas.

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Al volver a la posada me encontré con que estaba en marcha una gran velada de
cotilleo. El televisor destellaba y parpadeaba silencioso sobre el mostrador. En la
mesilla de centro humeaban cinco tazas de té verde. En torno a ella, sentados en sillas
bajas se encontraban un hombre que me imaginé sería un pescador, una mujer con
pantalón de peto sentada como un hombre, otra mujercilla flaca de labios finos y un
hombre con una verruga enorme que se le bamboleaba por encima de la ceja como un
racimo de uvas.
Saltaba a la vista que la vieja de la posada estaba recibiendo a su corte.
—Todavía me acuerdo de las imágenes de televisión de ese día. Todos esos
pobrecillos saliendo a trompicones, con pañuelos en la boca… ¡Qué pesadilla!
Bienvenido, señor Tokunaga. ¿Estaba usted en Tokio el día del atentado?
—No. Estaba en Yokohama en viaje de negocios.
Escudriñé las mentes de todos ellos en busca de alguna señal de recelo. Estaba a
salvo.
El pescador encendió un cigarrillo.
—¿Cómo fue el día después?
—Desde luego que a muchos los cogió por sorpresa.
La mujer del peto asintió con la cabeza y se cruzó de brazos.
De todas formas, parece que a esa panda de lunáticos se les acaba el cuento.
—¿A qué se refiere? —dije, controlando la voz.
El pescador se mostró sorprendido.
—¿No se ha enterado? La policía ha hecho una redada. Ya era hora, la verdad.
Han congelado las cuentas de la Fraternidad, al supuesto ministro de Defensa lo han
acusado de asesinar a antiguos miembros de la secta y han detenido a cinco personas
en relación con el atentado. De esos cinco, dos se han ahorcado en el calabozo. Las
notas que han dejado han servido de pruebas para una segunda tanda de arrestos.
¿Quiere echarle un vistazo al periódico?
Aquel revoltijo de mentiras impresas me echó para atrás.
—No, no hace falta. Pero ¿qué hay del Gurú?
Podrán arder las ramas en el incendio del bosque, pero del corazón puro brotarán
nuevos retoños.
—¿Del quién?
El Verruga se restregó la narizota. Me dieron ganas de pisarle el cuello y
rebanarle ese engendro repugnante con unas tijeras bien afiladas.
—El Líder de la Fraternidad.
—¡Ah, el gusano ese! ¡Está escondido, como buen cobarde que es!
¡El Verruga casi se atraganta con el odio que rezumaban sus palabras! En qué
zoológico enfermizo se ha convertido el mundo, donde hasta a los mismísimos
ángeles se los desprecia.
—Es un auténtico demonio. Un demonio del infierno.
—¡Un demonio ambulante, eso es lo que es! Aquí tiene, señor Tokunaga.

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La anciana me sirvió una taza de té verde. Sentí la necesidad de escaparme a mi
habitación para pensar, pero quería más noticias.
—Despluma a los pobres tontos que se le acercan. Luego se comporta como si
fuese su padre, les manda hacer el trabajo sucio, pone en práctica sus perversos
sueños y después sale pitando para librarse de las consecuencias.
¡La ignorancia de aquellas sabandijas me cortaba la respiración! ¡Si pudiera
hacerles entender!
—No me entra en la cabeza —dijo la mujer del peto— que pueda ocurrir algo así.
No estaba solo, ¿verdad que no? En esa Fraternidad había personas inteligentes, de
las mejores universidades, de buenas familias. Policías, científicos, maestros,
abogados. Gente respetable. ¿Cómo podían tragarse todos esos disparates de
Fraternidad alfa no sé cuántos y decidir convertirse en asesinos? ¿Tanta maldad hay
en el mundo?
—Lavado de cerebro —dijo el Verruga, señalándonos a todos—. Lavado de
cerebro.
La mujer flaca examinó el dragón enroscado que decoraba su taza.
—No decidieron convertirse específicamente en asesinos —dijo—. Lo que
decidieron fue renunciar a su yo interior.
No me gustaba aquella mujer. Su voz parecía provenir no de ella misma sino del
cuarto de al lado.
—No te entiendo del todo —dijo la mujer del peto.
—La sociedad —y por el modo en que aquella mujer flaca pronuncio la palabra
supe que se trataba de una maestra— es una renuncia externa. Renunciamos a ciertas
libertades a cambio de la civilización: un medio para proteger nuestras vidas de la
inanición, de los bandidos, del cólera. Es un trato justo, suscrito en nuestro nombre
por el sistema educativo desde el día en que nacemos. Sin embargo, todos tenemos un
yo interior que decide hasta qué punto cumplimos con ese trato. Ese yo interior es
responsabilidad personal de cada uno. Me temo que muchos de los chicos y chicas de
la Fraternidad entregaron esta responsabilidad personal a su Gurú, para que
dispusiera de ella a su antojo. Y esto —dijo, hojeando el periódico— es lo que se le
antojó.
—Parece tener usted las ideas muy claras —observé.
La mujer flaca me miró fijamente a los ojos. Le sostuve la mirada. A nuestras
hermanas en el Santuario se les enseña humildad.
—Pero ¿por qué? —El pescador encendió su pipa, inflando y desinflando los
carrillos—. ¿Por qué quisieron sus seguidores entregarle su voluntad?
La mujer flaca habló mirándome a mí.
—Eso habría que preguntárselo a ellos. Tal vez sean muchas las respuestas. Unos
porque obtienen placer degradándose y siendo serviles. Otros porque tienen miedo o
se sienten solos. Algunos anhelan la camaradería de los perseguidos. Otros prefieren
ser cabeza de ratón antes que cola de león. Otros quieren magia. Otros, vengarse de

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los padres y profesores que les prometieron que el éxito les proporcionaría todo.
Tienen necesidad de mitos más relucientes, mitos que nunca vayan a ensuciarse
haciéndose realidad. Para los creyentes, la cesión de la propia voluntad es un precio
más que aceptable. En la Nueva Tierra no les va a hacer falta una voluntad.
No podía seguir escuchando aquello.
—Quizá está usted buscándole tres pies al gato. Tal vez lo hayan hecho
simplemente porque lo amaban. —Me bebí la taza de un trago y me abrasé la lengua.
Estaba muy amargo—. ¿Me da la llave, por favor?
La anciana me pasó la llave con desidia.
—Debe de estar agotado después de un paseo tan largo. ¡La mujer de mi sobrino
lo vio junto al faro!
En las islas los secretos permanecen ocultos solo para los forasteros, no para los
isleños.

Me tumbé en la cama y me eché a llorar.


¡Mis hermanos y hermanas se estaban masacrando! ¿Cuál de mis compañeros de
purificación había tropezado con este último obstáculo, y por qué? ¡Eramos héroes!
¡Justo ahora, a escasos meses del fin del mundo impuro! ¡Con lo cerca que tenían ya
el Paraíso! Pero lo que más me sorprendió fue que el ministro de Defensa se dejase
capturar. Tiene un coeficiente alfa tan alto que puede desplazar moléculas y atravesar
muros.
La araña del tarro estaba muerta. ¿Por qué? ¿Por qué, por qué, por qué?

Tras mi aseo nocturno, salí a dar una vuelta por la aldea de pescadores. Unos
niños chillones jugaban a un juego incomprensible. Los adolescentes holgazaneaban
en las esquinas vestidos a la última moda, sin duda imitando a sus coetáneos de Tokio
que veían en las revistas. Unas madres cotilleaban en la puerta del supermercado.
Sentí deseos de gritarles: ¡El fin del mundo está próximo y vais a morir todos
achicharrados en las Noches Blancas! De un bar salía atronadora la música ratonera y
estridente típica de Okinawa… Y al final de la calle llegué a las montañas, al mar y a
la noche.
Anduve por una playa de guijarros. Boyas de plástico. Un coco de mar con forma
de pelvis de mujer. Basura y pedazos de madera traídos por la resaca. Latas, botellas,
guantes de goma, botes de detergente. Oí gemidos y resoplidos bajo una barca
desconchada que nunca más habría de flotar. A lo lejos una sombra encendió una
hoguera.
Su Serendipia se dirige a mí a través del fragor de las olas y del chasquido de los
guijarros. ¿Para qué usar el teléfono cuando existe la telepatía? Su Serendipia me dijo
que yo, Quasar, su leal purificado^ tenía que desempeñar el papel más importante.
Habían comenzado Los Días de la Persecución, tal y como profetiza la 143/
Revelación Sagrada. Mi Maestro me dijo que durante las Noches Blancas yo habría

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de ser pastor de fieles. Y que cuando el cometa marcase el comienzo de la Nueva
Tierra sería la mano derecha de Su Serendipia, impartiendo justicia y sabiduría en Su
nombre. Le respondí que estaba dispuesto a morir por Él. Que Lo amaba como un
hijo ama a su padre y Lo protegería como un padre protege a su hijo. Su Serendipia, a
cientos de kilómetros de distancia, sonrió. El cometa llegará por Navidad. La Nueva
Tierra no esta lejos. La Fraternidad Humana se reunirá en una isla más pura y los
supervivientes me llamarán «Padre Quasar». No habrá más matones ni más
discriminación. Todos los impuros egoístas, mezquinos e incrédulos morirán fritos en
la grasa de su ignorancia. Comeremos papayas, mangos y anacardos, y aprenderemos
a fabricar instrumentos tradicionales y hermosas piezas de cerámica. Su Serendipia
nos emparejará de acuerdo con nuestros coeficientes alfa y nos enseñará avanzadas
técnicas alfa para que podamos realizar viajes astrales y visitar otras estrellas.
Me arrodillé y di gracias a mi señor por Sus palabras de aliento. La luna se elevó
sobre la amplia bahía, y esas mismas estrellas se iluminaron una a una.

El bebé del gorrito de lana que iba amarrado a la espalda de su madre abrió los
ojos. Eran los míos. Una voz incorpórea entonaba el mismo estribillo una y otra vez.
La cara del bebé estaba reflejada en mis ojos. Sabía lo que me disponía a hacer. Y me
pidió que no lo hiciera. ¡Pero ya estaba condenada a morir de todas formas con la
llegada del cometa, Quasar! ¡Tú le acortaste el sufrimiento en la tierra de los
impuros! ¡Por supuesto que los inocentes volverán a nacer en el seno de la
Fraternidad de la Nueva Tierra! ¡Purifícate y afianza tu fe con firmeza, rápido!

Los dígitos incandescentes de la radio despertador marcaban la una y media de la


madrugada. Un pésimo karaoke martilleaba a través de las paredes. Estaba
completamente despierto y atrapado entre las sábanas empapadas de sudor. Una
jaqueca me hincaba sus pulgares en las sienes. Tanta interferencia gamma me
descompuso las tripas, fui dando tumbos hasta el cuarto de baño. Cagué un engrudo
negro de petróleo crudo. No dejaba de pensar en la maestra flaca y en lo que debía
haberle dicho para ponerla en su sitio, mientras con la vista recorría los laberintos del
gastado suelo de linóleo. Me di una ducha lo más caliente que mi carne pudo
soportar.
Por primera vez desde mi ingreso en la Fraternidad, compré un paquete de
cigarrillos en una máquina que había en el recibidor desierto. Me encendí uno
mientras volvía a la habitación. Iba a tardar un buen rato en dormirme.

Me han salido unas manchas en las palmas de las manos. Me lavo ocho o nueve
veces al día, pero tengo algo raro en la piel. Me ha dado por ver la televisión todas las
mañanas. Se están tomando medidas para disolver la Fraternidad y prohibir que nadie

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se haga miembro. Han publicado mi nombre y mi foto, tras el saqueo de los archivos
de la Fraternidad. Suerte que cuando me la hicieron tenía el cráneo rapado y un
circuito de energía alfa en la cabeza, así que no me parezco mucho. Soy el único de
los purificadores al que no han logrado capturar. Vi a mis padres de sangre
perseguidos hasta el interior del coche de mi hermana de sangre por una jauría de
periodistas. El brillo de los flashes iluminaba toda la escena. Han detenido a Su
Serendipia y lo han acusado de conspiración para cometer genocidio, estafa,
secuestro y posesión de agentes nerviosos de primera categoría. Los telediarios
mostraban las imágenes de unos policías impuros metiendo a empujones a Su
Serendipia en un coche y llevándoselo a través de una muchedumbre que pedía a
gritos Su cabeza. Las mostraban una y otra vez, con una siniestra música de fondo,
para informar a los necios de que es un villano, un Darth Vader al que hay que temer
y detestar. También han detenido al resto del Gabinete. Están denunciándose los unos
a los otros como descosidos, con la esperanza de que les conmuten la pena de muerte
por la de cadena perpetua. Yo mismo he sido denunciado por el ministro de
Educación. Hasta la mujer de Su Serendipia ha denunciado a nuestro Maestro,
diciendo que ella no sabía nada de la fabricación del gas. ¡Con lo entusiasmada que
estaba con la purificación! Una cadena de televisión ha enviado a sus chacales a Los
Ángeles para rodar unas imágenes del exclusivo internado de Beverly Hills donde
estudiaban los hijos de Su Serendipia.
He llamado por teléfono al Santuario desde el puerto.
—Dígame su nombre, profesión y lugar en que se encuentra —me ha respondido
una fría voz. Un policía. Hasta con el coeficiente alfa de un mosquito se les reconoce
a un kilómetro de distancia. He colgado el teléfono.
Pero la cosa está fea. He huido de Japón. Mi pasaporte lo tiene en custodia el
Ministerio de Exteriores de la Fraternidad, así que no puedo pedirles ayuda a nuestros
hermanos y hermanas rusos ni a los coreanos. Se me está acabando el dinero. Ni que
decir tiene que no tengo dinero propio: después de mi ingreso, transferí hasta el
último yen a las cuentas de la Fraternidad. Mi familia de sangre me ha repudiado, y
me entregarían a la policía. Y los amigos de mi época de ceguera, tres cuartos de lo
mismo. No me da ninguna pena. Cuando lleguen las Noches Blancas, recogerán lo
que han sembrado. Mi verdadera familia es la Fraternidad.
Me quedaba un último recurso. El Servicio Secreto de la Fraternidad. Los medios
de comunicación no habían dicho nada de su detención, así que tal vez habían
logrado esconderse a tiempo. Marqué el número secreto y dije la contraseña: «Hay
que dar de comer al perro».
Me mantuve en línea, sin decir nada, tal y como nos ordenaron durante las
sesiones de entrenamiento en el Santuario. El agente del Servicio Secreto al otro lado
de la línea colgó una vez transcurrido el tiempo suficiente para poder localizar mi
llamada. La ayuda estaría en camino. Enviarían a un levitador con una cartera llena
de billetes nuevecitos de diez mil yenes. Hará un barrido mental en busca de mi

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rúbrica alfa y me encontrará dando una de mis caminatas por la isla, a solas, o
sesteando en un palmeral. Y cuando me despierte, allí estará él, quién sabe si
resplandeciente, como el Buda o el arcángel Gabriel.

Kumejima es una cárcel miserable e incestuosa. Y pensar que en su día esta roca
fue el principal centro comercial del Imperio Ryuku con China… Barcos cargados de
especias, esclavos, coral, marfil, seda. Espadas, cocos, cáñamo. En el ajetreado
puerto, los gritos de los hombres saturaban el aire, y en el mercado, las ancianas se
sentaban de rodillas, con sus balanzas y sus pilas de fruta y pescado en salazón,
mientras unas jovencitas de pechos obedientes se asomaban por las oscuras ventanas,
por encima de los maceteros de flores, prometiendo, murmurando…
Todo eso ya ha desaparecido. Hace mucho. Okinawa se convirtió en un sórdido
feudo que unos caudillos se disputaron mucho más allá de la curva de su horizonte.
Nadie lo reconoce, pero estas islas se están muriendo. Los jóvenes emigran al Japón.
De no ser por los subsidios y el control de precios, la agricultura se vendría abajo.
Cuando los movimientos pacifistas japoneses consigan expulsar de aquí a los
violadores americanos, la economía se estancará, resoplará y expirará. Todos los
peces los pescan los buques factoría. Las carreteras no llevan a ninguna parte. Hay
proyectos de construcción que, al poco de iniciados, terminan siendo manchas de
cemento, cúmulos de grava y matas de hierbas altas y espinosas. ¡Un lugar así es el
propicio para la Misión de Su Serendipia! Estoy deseando abrirle los ojos a la gente,
hablarle de las Noches Blancas y de la Nueva Tierra, pero no quiero arriesgarme a
llamar la atención. Mi última baza defensiva es mi condición de persona normal y
corriente. Cuando la agote, la única protección que me quedará será mi potencial alfa
de novicio.

Ayer el bigotudo policía de la isla se dirigió a mí. Me crucé con él delante de una
tienda de submarinismo; estaba agachado, atándose los cordones de los zapatos.
—¿Cómo van esas vacaciones, señor Tokunaga?
—Muy reposadas, agente. Gracias.
—Siento lo de su esposa. Debe de haber sido un trauma terrible.
—Muy amable por su parte, agente.
Intenté concentrar toda mi capacidad de coacción alfa para que se largase.
—Así que se marcha mañana, ¿no es así, señor Tokunaga? La señora Mori, de la
posada, me había dicho que se quedaría un par de semanas.
—La verdad es que estoy pensando en alargar mi estancia unos cuantos días más.
—¿En serio? ¿No van a echarle de menos en su empresa?
—En realidad, estoy trabajando en un nuevo sistema informático. Puedo hacerlo
tanto aquí como en Tokio. De hecho, la tranquilidad y el silencio me ayudan a
inspirarme.
El policía asintió pensativo.

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—Se me estaba ocurriendo… Resulta que unos chicos del instituto acaban de
inaugurar un club informático. Mi cuñada es la directora. La señorita Oe. Creo que ya
la ha conocido, en la posada de la señora Mori. Estaba pensando… La señorita Oe es
tan educada que ni por asomo se le ocurriría abusar de su amabilidad, pero…
Esperé.
—Para el instituto sería un gran honor si usted pudiera pasarse por allí en algún
momento y explicarles a los alumnos cómo es el trabajo en una empresa informática
de verdad…
Intuí que estaban tendiéndome una trampa, pero sería más seguro escaquearse
después que rechazarlo ahora.
—Por supuesto.
—Sería muy amable de su parte. Se lo comentaré a mi hermano cuando lo vea el
próximo…

En la playa me topé con el husky. Su Serendipia decidió comunicarse conmigo a


través de sus ladridos.
—¿Qué te esperabas, Quasar? ¿Que alzar el telón para dar comienzo a la era del
homo serendipius iba a ser fácil?
—No, mi señor. ¿Pero cuándo van a enviar a los yoguis voladores a la Casa
Blanca y al Parlamento Europeo para exigir Tu libertad?
—Come huevos, mi fiel servidor.
—¿Huevos, mi señor?
—Los huevos son un símbolo de renacimiento, Quasar. Y come polos de la marca
Cohete Naranja.
—¿Y esos qué simbolizan, Maestro?
—Nada, pero tienen un alto contenido en vitamina C.
Así lo haré, mi señor. Pero los yoguis voladores, Padre mío…
Lo que obtuve por toda respuesta fue el ladrido de un perro y la mirada perpleja
de los dos amantes, que de repente aparecieron de detrás de una pila de bidones de
aceite oxidados. Nos quedamos mirándonos los unos a los otros, perplejos. El perro
levantó la pata y se puso a mear en una rueda de tractor mientras el mar rugía
indiferente.

A la niñita del gorro de lana le gusté. ¿Cómo pude gustarle? Debió de tratarse de
algún reflejo facial, no cabe duda. Me hacía gorjeos y me sonreía. Su madre miró
para ver a quién estaba sonriendo, y también me sonrió. Tenía una mirada cálida. Yo
no le sonreí. Miré hacia otro lado. Me gustaría haberle sonreído, aunque ojalá no me
hubiesen sonreído ellas a mí. ¿Habrían sobrevivido? ¿O las habría alcanzado el gas?
Si no se cambiaron de sitio, al salir del paquete, les habría entrado directamente en las
narices, en los ojos y en los pulmones…

Mamá. Papá.

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¡Solo actuábamos en defensa propia! Recuerdo un día, durante mi trabajo con el
ministro de Información. Un pariente sanguíneo de una de nuestras hermanas, su tío
impuro, había emprendido acciones legales para impedir que vendiera la granja y las
tierras de la familia. Era un abogado especializado en herencias. El Servicio Secreto
lo trajo para interrogarle y, al instante, Su Serendipia supo que se trataba de un espía
enviado por los impuros. Al parecer, estaban urdiendo un complot para asesinarlo.
¡Qué ridículo! Todos en el Santuario sabíamos cómo, treinta años atrás, en el curso de
un viaje por el Tíbet, un ser de conciencia pura llamado Arupadhatu transmigró al
interior de Su Serendipia y le reveló el secreto de la liberación de la mente de toda
atadura física. Ese fue el comienzo del camino de Su Serendipia hacia la cima de la
montaña sagrada. Aunque el cuerpo de Su Serendipia resultase herido, Él podría
abandonar Su viejo cuerpo y transmigrar a otro, con la misma facilidad con que yo
cambio de hoteles e islas. Podría transmigrar al cuerpo de Su mismísimo asesino.
Sea como fuere, el caso es que al abogado se le inyectó suero de la verdad y lo
confesó todo. Tenía como misión echar un veneno inodoro en las ollas de arroz del
refectorio. Oí decir que fue la propia esposa de Su Serendipia quien realizó el
interrogatorio.
¿Lo veis? Solo actuábamos en defensa propia.
Se me están aflojando las uñas.

Pasé la tarde paseando hasta el faro. Me senté en una roca a mirar las olas y los
pájaros. Un tifón subía por las costas de China y, dejando atrás Taiwan, se cernía en
el horizonte de Okinawa. Hacia el oeste se acumulaban nubes y comenzaba a
levantarse viento. Se estaba hablando de mí, y se estaban tomando decisiones. ¿Qué
había salido mal? Unos pocos meses más y mi coeficiente alfa habría sido de 25, lo
que me habría colocado entre las doscientas personas con el coeficiente más elevado
de la Tierra: Su Serendipia en persona me lo había asegurado. Ingerí unas cuantas
pestañas de Su Serendipia. Tras lograr convertir a unos nuevos adeptos en el Curso de
Bienvenida me recompensaron con un tubo de ensayo lleno de esperma de Su
Serendipia. Me lo bebí y mi resistencia gamma se vio aumentada. Me sacaron del
laboratorio e hicieron de mí un purificador. Por primera vez en mi vida, me estaba
convirtiendo en alguien.
El tejado de chapa ondulada de un cobertizo abandonado traqueteaba sacudido
por el viento.
Nada ha salido mal, Quasar. Nada ha salido mal. Fue tu fe la que hizo que Su
Serendipia se fijase en ti. Es tu fe la que te servirá de guía durante los Días de la
Persecución, durante las terribles Noches Blancas hasta llegar a la Nueva Tierra. Es
tu fe la que ahora habrá de nutrirte.
En esta isla dejada de la mano de Dios todo se cae en pedazos a mi alrededor.
Debería haberme quedado en Naha. Debería haberme escondido en las provincias
nevadas, o en la gélida Hokkaido, o haberme perdido en una metrópolis de individuos

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como yo. Me pregunto qué habrá sido del señor Ikeda. ¿Dónde van a parar las
personas que se despeñan por el precipicio de nuestros mundos particulares?
Se acerca el tifón.

Tengo las cortinas echadas. Según unos informes recibidos por nuestro ministro
de Defensa, el gobierno de los impuros ha desarrollado unas microcámaras que
implantan en los cráneos de las gaviotas, a las cuales, a su vez, se adiestra para que
espíen. Por no hablar de los satélites secretos americanos que recorren el planeta
entero rastreando a la Fraternidad a instancias de los políticos y de los judíos, quienes
hace mucho tiempo fundaron la Masonería y financiaron a los chinos para que
contaminasen el pozo de la historia.
Estaba sentado en aquel promontorio solitario, con la espalda apoyada en el faro,
cuando vi aproximarse unas luces de coche que me apuntaban. Busqué un lugar
donde esconderme, pero no había ninguno. Me estaba mirando una gaviota. Tenía una
expresión cruel. Un coche azul y blanco se detuvo. Demasiado tarde, busqué un lugar
donde esconderme. Se abrió una puerta y una luz débil iluminó el interior.
¡Me han encontrado! El resto de mis días en una celda…
Y entonces, por extraño que parezca, siento alivio de que todo haya terminado. Al
menos puedo dejar de correr.
Una mano estaba quitando cosas del asiento delantero. El propietario de la misma
se inclinó hacia delante.
—Señor Tokunaga, supongo.
Asentí taciturno y caminé hacia el que me acababa de capturar.
—Estaba buscándolo. Me llamo Ota. Soy el capitán del puerto. Habló usted con
mi hermano el otro día, sobre lo de dar una conferencia en el colegio de mi mujer.
¿Quiere que le lleve de vuelta al pueblo? Debe de estar cansado, después de haber
venido andando hasta aquí a solas, ¿no?
Obedecí y, sin dejar aún de temblar, me subí al coche y me abroché el cinturón.
—Suerte que pasaba por aquí… Han avisado de que se acerca un tifón, ¿sabía?
He visto una silueta, todo encorvado, como si se fuese a acabar el mundo, y me he
dicho: ¿será el señor Tokunaga? No parece estar muy contento que digamos esta
tarde, ¿me equivoco?
—No.
—Tal vez se esté pasando un poco. El aire de la isla es bueno para despejar la
cabeza, pero patea usted a una marcha… Siento muchísimo lo de su esposa.
—La muerte forma parte de la vida.
—Eso es muy filosófico, pero no debe de ser fácil concentrarse y pensar en otra
cosa.
—Para mí, sí. Tengo gran poder de concentración.
Frenó y tocó dos veces el claxon para espantar a una cabra parada en mitad de la
carretera. La cabra nos olisqueó con altivez y se metió en un prado.

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—Tengo que decirle al señor Bessho que Calígula ha vuelto a escaparse. ¡Las
cabras se comen lo que les echen! Decía usted que tiene mucho poder de
concentración. Estupendo. Sería un pecado no salir a bucear mientras está aquí,
¿sabía? Dicen que tenemos los mejores arrecifes del hemisferio norte. Por cierto, que
los chicos están encantados de que un informático de verdad vaya a darles una charla.
No son lo que se dice unos expertos, pero son muy entusiastas. Si mañana estuviese
libre, a mi esposa le gustaría que viniese a cenar a casa. Bueno, señor Tokunaga.
Hábleme un poco de usted…
Tras una larga curva, la carretera nos condujo al puerto, donde terminan todas las
carreteras de esta isla.
Las nubes comenzaban a tachar las estrellas, una a una.

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Tokio

L A primavera llevaba retraso, y yo también. Los peatones se dirigían en masa al


trabajo con los cuellos subidos y los paraguas en alto. En las calles más
apartadas, los cerezos de las aceras conservaban su aspecto invernal: rugosos,
picoteados y empapados de lluvia matutina. Me hurgué los bolsillos en busca de las
llaves, subí los ruidosos cierres metálicos y abrí la tienda.
Mientras esperaba a que hirviese el agua, le eché una ojeada al correo. Algunos
pedidos: bueno. Facturas y más facturas: malo. Un par de consultas de un cliente
habitual de Nagano sobre unos discos raros de los que nunca había oído hablar.
Morralla. Una mañana normal y corriente. Hora de tomarse un té de wu long[2]. Puse
un disco de Miles Davis, una rareza que Takeshi había descubierto dentro de una caja
de vinilos de diversa calidad que él mismo había adquirido el mes pasado en una
subasta en Shinagawa.
Era una joya. You never entered my mind era felicidad y desamparo al mismo
tiempo. Una sordina impecable, la trompeta destilada en un único rayo sonoro. Un sol
de cobre perdido tras las nubes.

El primer cliente de la semana fue un extranjero, no hay manera de saber si era


americano, europeo o australiano porque todos parecen iguales. Un extranjero
larguirucho y granujiento. Pero era un coleccionista de verdad, no uno de esos que
solo entran para curiosear. Tenía el típico brillo maníaco en los ojos y los dedos
habituados a recorrer metros y metros de discos a gran velocidad, como los cajeros de
banco cuando cuentan los billetes. Compró un ejemplar intacto de Stormy Sunday, de
Kenny Burrell, y Flight to Denmark, de Duke Jordan, grabado en 1973. También
llevaba una camiseta bastante guay: un murciélago que volaba alrededor de un
rascacielos dejando un rastro de estrellas. Le pregunté de dónde era y me dijo que
muchas gracias. Los occidentales son incapaces de aprender japonés.

Poco después llamó Takeshi.


—¡Satoru! ¿Cómo te fue ayer? ¿Qué tal tu día libre?
—Bastante tranquilo. Por la tarde clase de saxo y luego estuve dando una vuelta
con Koji. También ayudé a Taro con el reparto de la fábrica de cerveza.
—¿Ha llegado algún cheque enorme a mi nombre?
—Lo siento, nada de cheques enormes. Aunque algunas facturas bastante majas sí
que hay. ¿Qué tal tu fin de semana?
Esto es lo que Takeshi estaba esperando.
—¡Qué gracia que me lo preguntes! El viernes conocí a una preciosidad de
criatura de la noche en un club de Roppongi. —Casi se le oía salivar—. Toma nota:
veinticinco añitos —que para Takeshi es la edad perfecta, pues le da diez años de
ventaja—. Comprometida —lo cual, para Takeshi, añade el morbo del adulterio al

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tiempo que resta cualquier tipo de responsabilidad. «Tírate solo a aquellas mujeres
que tengan más que perder que tú», es uno de sus lemas—. De marcha hasta las
cuatro de la mañana. Me despierto el sábado por la tarde, con la ropa del revés, en un
hotel de Chiyoda. No me preguntes cómo llegué allí. Salió de la ducha toda desnuda,
morena y chorreando, y ¡la madre que la parió, todavía se moría de ganas por seguir
dale que te pego!
—Tuvo que ser divino. ¿Vas a volver a verla?
Pues claro que vamos a volver a vernos. ¡Ha sido un flechazo! Esta noche vamos
a ir a cenar a un restaurante francés en Ichigaya —en otras palabras: iban a hacérselo
en un motel de Ichigaya—. En serio, ¡si vieras qué culo tiene! Dos melocotones
pasaditos metidos a presión en una bolsa de papel. ¡Un pinchazo y explotan! ¡Zumo
por todas partes!
Tanto detalle me sobraba, la verdad.
—¿Y dices que está comprometida?
—Sí. Con un empleado del departamento de investigación y desarrollo de
cartuchos de tinta de las fotocopiadoras Fujitsu, un menda que conocía al
intermediario que conocía al jefe de sección del padre de la chica.
—Los hay con suerte.
—Bah, no importa. Ojos que no ven… Seguro que se convertirá en una óptima
esposa. Solo quiere unas pocas noches de lujuria y pecado antes de convertirse en
ama de casa para toda la vida.
A mí me sonó a pendón desorejado. Y Takeshi parecía haberse olvidado de que
tan solo dos semanas antes había intentado reconciliarse con su mujer, de la que
estaba separado.
La lluvia persistía, ahuyentando a los clientes. Chispeaba, diluviaba y volvía a
chispear. El siseo de la electricidad estática en las líneas telefónicas. La percusión de
Jimmy Cobb en Blue in green.
Takeshi seguía al teléfono. Parecía que me tocaba a mí decir algo.
—¿Cómo es? De carácter, me refiero.
—Ah, está bien —dijo Takeshi como si le hubiese preguntado por una marca
nueva de galletas—. Bueno, ahora tengo que pasarme por mi agencia inmobiliaria. La
cosa también anda un poco floja por allí. A ver si le aprieto las tuercas al director. Tú
vende un montón de discos y hazme ganar mucha pasta. Llámame al móvil si
necesitas algo…
Nunca necesito nada. Colgó.

En Tokio viven y trabajan veinte millones de personas. Es tan grande que nadie
sabe a ciencia cierta dónde acaba. Hace mucho que ha cubierto toda la llanura y ya
está empezando a trepar por las montañas situadas al oeste y a ganarle terreno a la
bahía en el este. La ciudad nunca cesa de reescribirse a sí misma. Apenas se publica
un nuevo callejero cuando ya se ha quedado obsoleto. Es una ciudad alta, profunda y

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extensa. Siempre hay cosas moviéndose por debajo de tus pies y por encima de tu
cabeza. Todas esas personas, pasos elevados, coches, pasarelas, túneles, oficinas,
torres, cables eléctricos, apartamentos, suponen un peso enorme. Tienes que hacer
algo para no hundirte o puedes terminar convertido en un desecho flotante o en una
hormiga en un túnel. En ciudades de menor tamaño, la gente puede utilizar el espacio
circundante para aislarse, para recordarse a sí mismos quiénes son. En Tokio no. Aquí
simplemente careces de espacio propio, a menos que seas el presidente de una
compañía, un gángster, un político o el emperador. En el metro se viaja apretujado
contra los demás, cuerpo contra cuerpo, y en los vagones varias manos agarran la
misma correa de la barra. Las ventanas de los apartamentos no ofrecen más vista que
la de otras ventanas de otros apartamentos.
No, en Tokio el espacio tienes que buscártelo dentro de tu cabeza.
La gente se busca este lugar de diversas maneras. El sudor, el ejercicio físico y el
dolor es una de ellas. Los ves en los gimnasios, en las ordenadas piscinas. Los ves
haciendo footing en los parquecillos deteriorados. Otra manera de hacerse con un
lugar es la televisión. Un lugar brillante y chillón, siempre bien iluminado y repleto
de diversión y chistes que te avisan de cuándo tienes que reír para que no te pierdas
nada. Noticias internacionales cuidadosamente presentadas para que no resulten
demasiado inquietantes, solo lo suficiente como para que el espectador se sienta feliz
de no haber nacido en un país extranjero. Noticias con fondo musical que te dicen a
quién odiar, por quién sentir lástima y de quién reírte.
El lugar de Takeshi es la vida nocturna. Las discotecas, los bares y las mujeres
que allí viven.
Hay muchos otros lugares, todo un Tokio invisible construido a base de ellos, un
Tokio que solo existe en las mentes de sus habitantes. Internet, manga, Hollywood,
sectas apocalípticas, lugares en los que puedes entrar y donde se te reconoce como
individuo. Hay gente que a la primera de cambio te revela su lugar y ya no habla de
otra cosa en toda la noche. Otros lo mantienen oculto como un jardín en un bosque de
montaña.
La gente sin lugar es la que termina tirándose al metro.
Mi lugar existe gracias al jazz. El jazz es un sitio estupendo en el que los colores y
las sensaciones no nacen de la vista sino de los sonidos. Es como ser ciego pero
viendo más. Por eso trabajo aquí, en la tienda de Takeshi. Nunca se me ha dado bien
explicarlo con palabras.

Sonó el teléfono. Mamasan.


—Satokun, Akiko y Tomomi están con esta gripe horrible que anda por ahí, y
Ayaka sigue medio pachucha. —Ayaka había abortado la semana anterior—. Así que
voy a tener que abrir yo el bar y empezar pronto. ¿Podrías prepararte la cena tu solo?
—¡Tengo diecinueve años! ¡Claro que puedo hacerme la cena yo solo!
Se rio con su risa ronca.

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—Buen chico.
Colgó el teléfono.
Me apetecía escuchar a Billie Holiday. Lady in satin, grabada una noche de
heroína y ginebra un año antes de morir. Una voz de oboe, fatídica y otoñal.
Pensé en mi verdadera madre. Sin nostalgia. La nostalgia no conduce a nada.
Mamasan me contó que poco después la deportaron a Filipinas y que jamás la
dejarían volver a entrar en Japón. No puedo evitar preguntarme, solo de vez en
cuando, en quién se habrá convertido, qué estará haciendo, y si alguna vez piensa en
mí.
Mamasan me ha dicho que cuando nací mi padre tenía dieciocho años. Con lo
cual soy lo bastante viejo como para ser mi padre. Por supuesto, fue a él a quien
adjudicaron el papel de víctima. El inocente violado por la seductora extranjera que le
clavó los colmillos para conseguir el visado de residencia. Es probable que nunca
llegue a saber la verdad, a no ser que me haga suficientemente rico como para poder
contratar un detective privado. Me imagino que la de mi padre debía de ser una
familia con posibles para que él se permitiese frecuentar bares de alterne a mi tierna
edad, y después pagar para que lavasen tan a fondo la mancha de un escándalo
semejante. Me gustaría preguntarle qué es lo que mi madre y él sentían el uno por el
otro, si es que sentían algo.
Una vez estuve seguro de que había venido a verme. Un tipo elegante, de treinta y
muchos. Llevaba unas botas bajas de piel vuelta y una americana de ante marrón
oscuro. Tenía un pendiente en la oreja. Supe que lo conocía de algo, pero pensé que
era un músico. Echó un vistazo a la tienda y me pidió un disco de Chick Corea que
daba la casualidad de que lo teníamos. Lo compró, se lo envolví y se fue. Solo más
tarde caí en la cuenta de que aquel tipo me había recordado a mí mismo.
Entonces me puse a calcular las probabilidades de un encuentro fortuito como
aquel en una ciudad tan grande como Tokio, pero la calculadora no tenía suficientes
decimales. Así que pensé que tal vez había venido a visitarme de incógnito, que
sentía tanta curiosidad por mí como yo por él. Nosotros los huérfanos pasamos tanto
tiempo obligados a pensar con sensatez que en cuanto se nos brinda la oportunidad de
fantasear, caray, fantaseamos a lo grande. Y eso que yo no soy un huérfano de verdad,
de los de orfelinato, que Mamasan siempre ha cuidado de mí.
Salí un momento para sentir la lluvia en la piel. Era como si alguien me echase el
aliento. El conductor de una furgoneta de reparto frenó en seco y pitó a una anciana
que iba empujando un carrito. La anciana le lanzó una mirada asesina y agitó las
manos en el aire como para echarle un maleficio. La furgoneta volvió a pitar como un
teleñeco irritado. Una mujer de piernas largas envuelta en un visón, que se tenía por
sumamente atractiva y que, como es lógico, estaría casada con un millonario, me
pasó por delante con un perrito repipi cuya enorme lengua le colgaba entre los dientes
blancos. La mujer cruzó conmigo una breve mirada, vio a un estudiante de
bachillerato que desperdiciaba su juventud metido en un cuchitril de tienda en la que,

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saltaba a la vista, nadie se gastaba mucho, y desapareció.
Este es mi lugar. Otro disco de Billie Holiday. Cantó Some other spring, y el
público aplaudió hasta desvanecerse en el calor de una noche de verano de Chicago
perdida hace largo tiempo.

El teléfono.
—Hola Satoru. Soy yo, Koji.
—¡Te oigo fatal! ¿Qué jaleo es ese?
—Es que estoy en la cafetería de la facultad.
—¿Qué tal el examen de ingeniería?
—Bueno, ya sabes que me lo había currado bastante…
Había sido coser y cantar.
—¡Felicidades! Así que tu visita al templo ha dado resultado, ¿eh? ¿Cuándo salen
las notas?
—Dentro de tres o cuatro semanas. Qué bien que ya se han acabado. Aunque
todavía es pronto para que me felicites… Oye, esta noche mi madre celebra una fiesta
y va a cocinar sukiyaki. Mi padre vuelve a Tokio esta semana. Se les ocurrió que
igual te apetecía ayudarnos a comerlo. ¿Podrás? Si se hace tarde, puedes quedarte a
dormir en la habitación de mi hermana, que se ha ido de excursión con el colegio a
Okinawa.
Por dentro yo estaba que si sí, que si no… Los padres de Koji son buena gente,
honrados, pero se sienten obligados a solucionarme la vida. No les cabe en la cabeza
que pueda estar satisfecho de estar donde estoy, con mis discos, mi saxofón y mi
lugar. Debajo de ese interés subyace lástima, y yo prefiero que me jodan a que me
compadezcan por el hecho de no tener padres.
Sin embargo, Koji es mi amigo, probablemente el único que tengo.
—Me encantaría ir. ¿Qué tengo que llevar?
—Nada, solo a ti mismo.
Es decir: flores para su madre y priva para su padre.
—Entonces me paso después del trabajo.
—Vale. Nos vemos.
—Hasta luego.

Era el momento justo para Mal Waldron. La tarde estaba cerrando el quiosco
antes de tiempo. El dueño de la verdulería de enfrente empezó a recoger sus cajas de
rábanos, zanahorias y raíces de loto. Echó el cierre, me vio y me saludó muy serio
con la cabeza. No sonríe ni a tiros. Un camión pasó dando bandazos y provocó una
desbandada de palomas. Las notas de Left Alone caían una a una, como gotas de
acero en un pozo profundo. El saxo de Jackie McLean trazaba círculos en el aire, tan
triste que apenas si lograba despegar del suelo.
Se abrió la puerta y sentí un aroma de aire lavado por la lluvia. Entraron cuatro

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estudiantes de bachillerato, pero una de ellas era total y absolutamente diferente.
Pulsaba, invisible, como un quásar. Sé que suena ridículo, pero así era.
Las tres cabezas de chorlito se acercaron haciendo aspavientos al mostrador. Eran
guapas, supongo, pero eran todas clones de un mismo óvulo. Tenían el pelo igual de
largo, los labios pintados del mismo color y las mismas curvas bajo el mismo
uniforme. La cabecilla me pidió con voz repipi de niñata malcriada el nuevo éxito del
último ídolo de quinceañeras.
Pero yo ni me molesté en oírlas. No sé describir a las mujeres, al menos no como
Takeshi o Koji. Pero si conoces After the rain, de Duke Pearson… bueno, pues así de
pura y hermosa era ella.
De pie junto al escaparate, mirando hacia fuera. ¿Qué había fuera? Se
avergonzaba de su compañía. ¡No me extraña! Era tan auténtica que a su lado las
otras parecían recortables de cartulina. Debían de haberle pasado cosas de verdad
para ser como era, y yo sentí el deseo de enterarme de esas cosas, de leerlas como si
fueran un libro. Era una sensación rarísima. No paraba de pensar… Bueno, la verdad
es que no sé muy bien si estaba pensando. No estoy seguro de haber estado pensando
en nada.
¡La chica estaba escuchando la música! Y no quería ni moverse por miedo a
espantar la melodía.
—Bueno, ¿lo tienes o no? —graznó una de las chicas de cartón piedra. Hace falta
mucho tiempo y esfuerzo para obtener una voz tan irritante.
Otra soltó una risita tonta.
Otra sintió la vibración de su teléfono móvil y se lo sacó del bolsillo.
Estaba furioso con ellas por obligarme a apartar la mirada de la otra chica.
—Esto es una tienda para coleccionistas. En el centro comercial que hay junto a
la boca del metro hay una juguetería que vende el tipo de productos que estáis
buscando.
Las niñas ricas de Shibuya son perritos criados a base de trufas. Las chicas que
trabajan para Mamasan han tenido que aprender a sobrevivir. Tienen que conservar a
sus clientes, conservarse guapas, conservar su integridad, y la vida les deja marcas.
Pero se respetan a sí mismas, y lo muestran. Se respetan entre sí. Yo las respeto a
ellas. Son personas auténticas.
Estas chicas de revista, sin embargo, no tienen nada de auténtico. Tienen
expresiones de revista, hablan con palabras de revista y se visten con prendas de
revista. Han elegido ser así. No sé si culparlas o no. A nadie le gusta que la vida le
deje marcas. Pero mira: igual de frívolas, satinadas, idénticas y desecha bles que las
revistas.
—Estás un poquito tenso, ¿verdad? ¿Te ha dejado la novia? Apoyada en el
mostrador, la cabecilla se meneaba a escasos centímetros de mi cara. Me la imaginé
recurriendo a esa misma expresión en bares, en coches, en moteles.
Su amiga soltó una carcajada histérica y se la llevó del brazo antes de que me

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diera tiempo a pegarle un corte. Fueron en rebaño hacia la puerta. «¡Te lo dije!»,
exclamó una de ellas. La tercera seguía hablando con el móvil.
No sé dónde estamos. En un sitio de mierda detrás de un edificio de mierda.
¿Dónde estáis vosotras?
¿Te vienes? —le preguntó la cabecilla a la que seguía escuchando a Mal con la
mirada perdida.
No, pensé con toda mi alma. Dile que no y quédate conmigo en mi universo.
—Te estoy diciendo que si te vienes —insistió la cabecilla.
¿Era sorda?
—Qué remedio —dijo, con una voz de verdad. Una hermosa voz de verdad.
Mírame, deseé con todas mis fuerzas. Mírame. Por favor. Solo una vez. Mírame a
la cara.
Según se iba, se volvió y me miró. El corazón me hizo una pirueta, y ella salió
detrás de las otras a la calle.

Los cerezos estaban retoñando. Las yemas de color granate despuntaban y se


hinchaban a través de la corteza sellada. Las palomas erizaban las plumas y hacían
arrullos. Me gustaría saber más sobre las palomas. ¿Se pavoneaban de aquel modo a
efectos de apareamiento o es que simplemente son así? Conocimientos así son los que
habría que incluir en los planes de estudio, y no la capital de Mongolia y esas
monsergas. Fuera el aire era más cálido y húmedo. Salir a la calle era como entrar en
una tienda de campaña. Unos cuantos portales más abajo un martillo neumático
percutía contra el cemento. Takeshi me dijo que iban a abrir otra tienda más de esquí
y surf. ¿Cuántos esquiadores y surfistas hay en Tokio?
Puse una recopilación de Charlie Parker a todo volumen para ahogar el repiqueteo
metálico. Charlie Parker, fluido y tortuoso, versado en crueldad. Relaxin’ at
Camarillo, How deep is the ocean?, All the things you are, Out of nowhere, Night in
Tunisia.
Vestí a la chica con ropas de algodón fino, y se escabulló en un zaguán magrebí.

Aquí, ser tan distinto como yo soy constituye delito.


Recuerdo un día con Koji en Roppongi. Había salido de ligoteo y pegó la hebra
con dos escocesas. Di por hecho que serían profesoras de inglés en cualquier
academia cutre, pero resultó que eran «bailarinas profesionales». Koji habla muy bien
inglés, siempre estuvo entre los mejores de la clase. Yo nunca lo estudié muy en serio
porque es una asignatura de chicas; sin embargo, cuando descubrí el jazz me puse a
estudiarlo por mi cuenta para poder leer las entrevistas con los grandes músicos, que
son todos americanos. Claro que una cosa es leerlo y otra bastante distinta hablarlo,
así que Koji más que nada se encargaba de las labores de interpretación. Bueno, el

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caso es que las chicas estas nos contaron que en su país todo el mundo se esfuerza en
parecer diferente. Se tiñen el pelo de un color que nadie más lleva, se compran ropa
que nadie más viste, escuchan música que nadie más conoce. Extraño. Entonces nos
preguntaron por qué aquí las chicas van todas iguales.
—¡Pues porque son chicas! —respondió Koji. ¿Por qué todos los policías van
iguales? Pues porque son policías, ¿está claro, no?
Entonces una de ellas nos preguntó por qué los chicos japoneses copiaban a los
chicos americanos. Las ropas, la música rap, los monopatines, los peinados. Quise
explicarle que no es que copien lo que viene de América, es que rechazan el Japón de
sus padres. Y como no existe una cultura alternativa nacional, pues simplemente van
y agarran la que les pilla más a mano, que resulta ser la americana. Pero no es que la
cultura americana nos explote. Somos nosotros los que explotamos la cultura
americana.
Koji se perdió al intentar traducir esto último.
Traté de preguntarles por su lugar interior, porque me parecía que venía al caso,
pero no obtuve más que respuestas acerca de lo minúsculos que son aquí los
apartamentos, y de cómo todas las casas en Gran Bretaña tienen calefacción central.
Entonces llegaron sus novios. Dos gorilas gigantescos del ejército de los Estados
Unidos. Nos miraron indiferentes por encima del hombro, y Koji y yo decidimos que
era el momento de ir a la barra a por otra copa.

Pero sí que es verdad que aquí las cosas son diferentes. En el instituto todo el
mundo estaba siempre martirizándome con la historia de mis padres. Encontrar un
trabajo de media jornada también resultaba difícil, tanto como ser hijo de coreanos.
La gente acaba enterándose. Habría sido más fácil decir que habían muerto en un
accidente, pero no me daba la gana mentir por culpa de esos cabezas huecas. Además,
si dices que alguien ha muerto, el destino siente la tentación de rematarlos antes de
tiempo. En Tokio el cotilleo funciona por telepatía. La ciudad es enorme, pero
siempre hay alguien que conoce a alguien conocido de alguien. El anonimato no
impide la coincidencia: tan solo hace que resulte más descabellada. Por eso es por lo
que sigo creyendo que el día menos pensado mi padre entra en la tienda.
Así que desde la escuela primaria en adelante siempre anduve metido en peleas.
Solía salir perdiendo, pero no me importaba. Taro, el gorila de Mamasan, siempre me
decía que vale más pelear y perder que no pelear y sufrir, porque incluso si te peleas y
pierdes, tu espíritu permanece incólume. Taro me enseñó que la gente respeta el
espíritu, pero que a un cobarde no lo respetan ni los propios cobardes. Taro también
me enseñó cómo derribar de un cabezazo a contrincantes más altos, cómo dar un
rodillazo en las pelotas y cómo dislocarle la mano a un tío, de manera que para
cuando llegué al instituto nadie me molestaba. Una vez, una pandilla de jóvenes
cachorros de la yakuza me estaba esperando a la salida del colegio por haberle roto la
nariz a uno de sus hermanos pequeños. Todavía no sé quién avisó a Mama san —

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probablemente Koji—, el caso es que ese día mandó a Taro que viniera a recogerme.
Taro esperó hasta verme rodeado en el fondo de un callejón y entonces se acercó
como quien no quiere la cosa y los dejó a todos acojonados. Ahora que lo pienso,
Taro ha hecho de padre conmigo más que ninguna otra persona.

Un hombre de tez curtida y vestido con una chaqueta color rojo sangre entró en la
tienda ignorándome por completo. Dio con la sección de Charles Mingus y compró
como dos terceras partes de las existencias, incluidas las piezas de coleccionista,
desenrollando billetes de diez mil yenes como si fuesen papel higiénico. Los ojos
parecían latirle al ritmo del contrabajo. Se marchó con sus adquisiciones metidas en
una caja de cartón que él mismo se fabricó encima del mostrador. No me pidió
descuento, aunque se lo habría hecho de mil amores, y de repente me vi con un fajo
de billetes. Llamé a Takeshi para darle las buenas noticias y decirle que tal vez sería
conveniente que se pasase a buscar el dinero. Yo sabía que tenía problemas de
liquidez.
—¡Ah! —dijo con voz entrecortada—. ¡Así se hace, chaval! ¡Eso está muy, pero
que muy bien!
De fondo oí una música alucinógena que sonaba como una migraña, y a una
mujer a la que estaban torturando con cosquillas.
Tuve la impresión de haber llamado en mal momento, así que dije adiós y colgué.
Y solo eran las once de la mañana.
En el instituto Koji era el cerebrito de la clase, lo cual también lo colocaba al
margen del resto. Debería haber ido a un instituto mucho mejor, pero hasta los quince
años anduvo de aquí para allá porque a su padre siempre lo estaban trasladando, y no
siempre le fue fácil mantenerse al nivel del resto. Además, era negado para los
deportes. Juro que en tres años no lo vi batear una sola bola. Una vez fue a dar un
swing tremendo, pero el bate se le escapó de las manos y, tras surcar el aire veloz
como un misil, fue a impactar de lleno en el señor Ikeda, nuestro profesor de
gimnasia, que idolatraba a Yukio Mishima aunque dudo mucho de que en toda su
vida llegara a terminarse un solo libro, del autor que fuese.
Yo me desternillaba de risa, tanto que no me di cuenta de que era el único que se
reía. Eso me supuso tener que limpiar los servicios del instituto durante todo el
trimestre, con Koji. Fue entonces cuando me enteré de que le encantaba el piano. Yo
toco el saxo tenor. Así fue como conocí a Koji. Un profesor de gimnasia golpeado por
un bate y los retretes más repugnantes de toda la red de enseñanza media de Tokio.

El señor Fujimoto, uno de nuestros clientes habituales, vino durante la hora del
almuerzo. Sonó la campanilla y una ráfaga de aire sacudió todos los papeles de la
tienda. Entró riéndose, como siempre. Riéndose porque se alegraba de verme. Dejó
sobre el mostrador un pequeño paquete de libros para mí. Siempre trato de
pagárselos, pero él nunca me deja. Dice que son mis honorarios como consultor de

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jazz.
—¡Señor Fujimoto! ¿Cómo va el trabajo hoy?
—¡Horrible!
El señor Fujimoto solo posee un tipo de voz: la voz a todo volumen. Es como si
su mayor miedo fuese que no le oyeran. Y cuando se ríe el estruendo casi te tira de
espaldas.
La tienda está justo entre el distrito comercial de Otemachi y la zona de las
editoriales, en los alrededores de Ochanomizu, así que aquellos de nuestros clientes
que gozan de empleo remunerado suelen trabajar en uno de los dos barrios. Se les
distingue siempre. La pasta gansa confiere a sus propietarios una mirada particular.
Una especie de brillo acerado y hambriento. Cuesta identificarlo con claridad, pero
está ahí de todas, todas. Por cierto, que el dinero es otro de esos lugares interiores.
Una forma de medirse a uno mismo.
Los empleados de las editoriales, sin embargo, suelen tener una vena de
jovialidad maníaca. El señor Fujimoto es un típico ejemplar. No se cansa de perpetrar
espantosos juegos de palabras. Por ejemplo:
—¡Buenas tardes, Satorukun! Oye, a ver si le dices a Takeshi que se pase por aquí
de vez en cuando, que el muy granuja está siempre de farra.
—¿Eso piensa usted?
Ya me lo veo venir.
—¡Hombre, claro! ¡Ese Takeshi es muy díscolo!
—¿Cómo dice?
—¡Que es un díscolo! ¡Díscolo! ¡Díscolo!
El rostro se me crispa en una mueca de auténtico dolor y el señor Fujimoto gorjea
agradecido. Cuanto peor, mejor.
Esta vez el señor Fujimoto quería algo estilo Lee Morgan. Le recomendé A caddy
for Daddy, de Hank Mobley, y se lo compró en el acto. Conozco sus gustos. Le va el
funky más locuelo. De pronto, mientras le daba el cambio, se puso todo serio. Pasó a
hablar en un tono más formal, se quitó las gruesas gafas y comenzó a limpiar los
cristales.
—Me preguntaba si pensabas matricularte en la universidad el año que viene…
—Pues la verdad es que no.
—Entonces, ¿estás pensando en dedicarte a alguna profesión en concreto?
Lo había ensayado de antemano. Me imaginé lo que se me venía encima.
—Por ahora no tengo planes. Vamos a ver qué pasa.
—Sé perfectamente, Satoru, que no es asunto mío en absoluto, y perdona que me
inmiscuya en tus planes, pero el único motivo por el que te lo pregunto es que en mi
oficina acaban de quedar disponibles dos puestos. Nada del otro jueves. Ayudantes de
edición con pretensiones, en pocas palabras, pero si te interesa, estaría encantado de
recomendarte. Podría ayudarte a llegar hasta la entrevista personal, eso seguro. Con
eso ya tendrías un pie en la empresa. Yo mismo empecé así, ¿sabías? Todos hemos

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necesitado que nos echasen un cable en un momento dado.
Recorrí la tienda con la mirada.
—Es una oferta muy generosa, señor Fujimoto. No sé muy bien qué responder.
—Piénsatelo, Satoru. Me voy unos días a Kioto por trabajo. No empezaremos con
las entrevistas hasta que yo vuelva. Estaría encantado de hablar con tu jefe en tu
nombre, si eso es lo que te preocupa… Aunque sé que Takeshi te respeta mucho y
que nunca te pondría ninguna traba.
—No, no se trata de eso. Gracias. Lo pensaré detenidamente. Gracias… ¿Cuánto
le debo por los libros?
—Nada. Son tus honorarios como consultor. Solo son unas muestras, las
repartimos gratis entre la gente del gremio. Estos clásicos en edición de bolsillo se
venden como rosquillas. Recuerdo que me dijiste que te había gustado El gran
Gatsby, acabamos de publicar una traducción nueva de Mukarami de los cuentos de
Scott Fitzgerald; El señor de las moscas, por si quieres deprimirte, y lo nuevo de
García Márquez.
—Muy amable por su parte.
—No digas bobadas. Tú piénsate seriamente lo de trabajar en la editorial, que hay
formas peores de ganarse la vida.

Desde que la vi, pensaba en la chica a diario. Veinte, treinta, cuarenta veces al día.
Me sorprendía pensando en ella y luego no queriendo parar, como esas mañanas de
invierno en que no se quiere salir de la ducha caliente. Me pasaba los dedos por el
pelo y me miraba la cara utilizando un CD de Fats Navarro como espejo. ¿Podría
llegar ella a sentir lo mismo por mí? Ni siquiera me acordaba bien de cómo era. Piel
tersa, pómulos pronunciados, ojos rasgados. Como una emperatriz china. En realidad,
cuando pensaba en ella ni siquiera pensaba en su cara. Simplemente existía, como un
color que aún no tuviese nombre. La idea de ella.
Me irrité conmigo mismo. No existían muchas posibilidades de volver a verla.
Estamos en Tokio. Y además, aunque volviera a verla, ¿por qué habría de estar
mínimamente interesada en mí? Mi mente no es capaz de pensar en más de una cosa
al mismo tiempo. Más me vale que sea una cosa de provecho.
Pensé en la oferta del señor Fujimoto. ¿Qué estoy haciendo aquí? Koji sigue
adelante con su vida. Todos mis compañeros del instituto están en la universidad o
trabajando en una empresa. La madre de Koji no deja de mantenerme al corriente de
sus progresos. ¿Y yo qué estoy haciendo?
Un tipo pasó como una bala en una silla de ruedas.
Eh, eh, no te olvides, este es mi lugar. Es hora de oír jazz.

Undercurrent, de Jim Hall y Bill Evans. Una obra de agua, a veces encrespada y
barrida por el viento, otras fluyendo lenta y silenciosa al pie de los árboles. En otras
canciones, acordes que centellean en mares interiores.

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La chica también estaba ahí, desnuda, flotando de espaldas y arrastrada por las
corrientes.
Me hice un té verde y vi cómo el vapor se elevaba en la atmósfera agitada de
aquella tarde. Koji estaba llamando a la ventana, son riéndome como un memo y con
la cara apretada contra el cristal para parecer un gnomo maléfico.
No me quedó otra que sonreírle yo también. Entró en la tienda con sus zancadas
largas y saltarinas.
—Parecía que estabas en otro mundo. Me he pasado por la tienda de donuts. Te
he traído uno de vainilla, ¿te apetece?
—Gracias. Voy a hacerte un té. Este disco de Keith Jarrett me llegó ayer, es
fantástico, tienes que oírlo. Es increíble cómo va improvisando sobre la marcha.
—Señal de genialidad. ¿Te apetece que vayamos luego a tomar algo?
—¿Dónde?
—No sé. Cualquier sitio frecuentado por jovencitas núbiles a la caza de carne de
macho joven. El bar del sindicato de estudiantes, por ejemplo. Aunque si estás
ocupado buscando el sentido de la vida, podemos dejarlo para otro día. ¿Un cigarrito?
—Venga. Cógete una silla.
Koji disfruta imaginándose que es un seductor implacable como Takeshi, pero en
realidad sus sentimientos son menos implacables que un donut de vainilla. Y esa es
una de las razones por las que me cae bien.
Nos encendimos los cigarrillos.
—Koji, ¿tú crees en el amor a primera vista?
Se recostó en la silla y me sonrió como un lobo.
—¿Quién es?
—No, no, no. Ninguna. Solo te lo pregunto.
Koji el filósofo miró hacia arriba. Finalmente, soltó un anillo de humo.
—Creo en el deseo a primera vista. Hay que mostrar cierta dureza o de lo
contrario se cae en el sentimentalismo. Y el sentimentalismo no resulta atractivo. Y
hagas lo que hagas, no dejes que se dé cuenta de lo que sientes. Si no, estás perdido.
—Koji se puso en plan Humphrey—. Tienes que ser enigmático, chaval. Ir de duro,
¿entiendes?
—Sí, sí, como tú, por ejemplo. Que la última vez que te enamoraste fuiste tan
duro como Bambi. Venga, en serio…
Otro anillo de humo.
—¿En serio…? A ver, el amor se basa en el conocimiento, ¿no? Para poder amar
a una persona tienes que conocerla a fondo. Así que amor a primera vista es un
contrasentido. A menos que en esa primera vista se produzca una especie de
transferencia mística de no sé cuántos gigabytes de información de una mente a otra,
lo cual no parece muy probable, ¿no te parece?
—Mmm. No sé.
Le serví el té a mi amigo.

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Las flores de los cerezos aparecieron de repente. Mágicas, vaporosas y
espumantes, justo ahí, encima de nuestras cabezas, llenando el aire de tonalidades
demasiado delicadas para palabras como «rosa» o «blanco». ¿Cómo es posible que
unos árboles tan lúgubres creasen algo tan sobrenatural en un callejón anónimo? Un
milagro anual que escapaba a mi capacidad de comprensión.
Era una mañana para oír a Ella Fitzgerald. Después de todo, en el mundo hay
cosas hermosas. Dignidad, refinamiento, calidez y humor, donde menos te las
esperas. Incluso de anciana, amputada y en silla de ruedas, Ella seguía cantando
como una colegiala enamorada por primera vez.
Sonó el teléfono.
—Soy yo, Takeshi.
—Hola, jefe. ¿Todo bien?
—No, todo mal. Fatal.
—Lo lamento.
—Soy un imbécil. Un maldito imbécil. Un maldito, maldito imbécil. ¿Por qué los
hombres hacemos estas cosas? —Estaba borracho, y yo todavía con mi té matutino
—. ¿De dónde nos nace ese impulso, Satoru? ¡Dímelo! —Como si yo lo supiese y me
estuviese negando a iluminarlo—. Una refriega pegajosa en un dormitorio anónimo,
unos mordiscos, unos tres segundos de orgasmo, eso si tienes suerte, después una
cabezada agradable de media horita, y cuando te despiertas, de pronto te das cuenta
de que te has convertido en un canalla lujurioso y embustero que está tirando al váter
varios millones de espermatozoides y seis años de matrimonio. ¿Por qué estamos
programados para hacer eso? ¿Por qué?
Como no se me ocurría ninguna respuesta que fuese sincera y a la vez sirviese de
consuelo, opté por la sinceridad.
—Ni idea.
Takeshi me contó la misma historia tres veces seguidas.
—Mi mujer pasó a recogerme para ir a comer juntos. Íbamos a dar una vuelta,
hablar de lo nuestro, tal vez arreglar algo… Le había comprado unas flores, y ella a
mí una americana a rayas que había visto no sé dónde. Una horterada que no había
por dónde cogerla, para variar, pero por lo menos se acordaba de mi talla. Era una
pipa de la paz. Ya estábamos saliendo cuando de repente se mete en el baño, ¿y qué
es lo que se encuentra?
Casi se me escapa «una enfermera muerta», pero me contuve.
—¿Qué?
—El bolso. Y el camisón. De la enfermera. Y el mensaje que me había dejado
escrito con el pintalabios en el espejo.
—¿Qué ponía?
Oí el crujido de unos cubitos de hielo mientras Takeshi se ponía otra copa.
—Lo que a ti no te importa. Pero cuando mi mujer lo leyó, volvió tranquilamente
al salón, echó vodka en la americana, le prendió fuego y se marchó. La chaqueta se

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contrajo y se desintegró.
—El poder de la palabra escrita.
—Maldita sea, Satoru, cómo me gustaría volver a tener tu edad. ¡Qué fácil era
todo entonces, coño! ¿Qué es lo que he hecho? ¿De dónde viene este mito?
—¿Qué mito?
—El que nos atormenta a todos los hombres. Ese que dice que una vida sin
tinieblas, sin sexo y sin misterio es solo una vida a medias. ¿Por qué? Y encima no es
que me estuviese beneficiando a la Belleza Celestial en persona, que digamos. Solo
era una enfermera idiota, un zorrón de tres al cuarto… ¿Por qué?
Solo tengo diecinueve años. Terminé el instituto el año pasado. No lo sé.
Aquello resultaba bastante patético. Por suerte, Mamasan y laro llegaron en ese
momento y pude dejar sin responder las preguntas sin respuesta de Takeshi.

Si Mamasan fuese un pájaro, sería un cuervo blanco y bondadoso.


Taro no sería un pájaro. Sería un tanque. Lleva décadas, desde mucho antes de
que yo entrase en escena, acompañando a Mama san a todas partes. Su relación tiene
una profundidad que yo, desde luego, no alcanzo a imaginar. He visto fotos de los dos
juntos en los años sesenta y setenta. A su manera, eran una pareja guapa. Ahora los
veo como una señora algo alicaída con su fiel bulldog. Se rumorea que en sus años
mozos Taro hacía algún que otro trabajito para la yakuza. Cobro de morosos y tal.
Todavía conserva algunos amigos muy polifacéticos en ese mundillo, lo cual resulta
muy útil cuando se trata de pagar a los chantajistas para que no causen daños en La
Orquídea Salvaje: a Mamasan le hacen un sesenta por ciento de descuento. Otro de
esos amigos con enchufe en el Ayuntamiento consiguió que me dieran la nacionalidad
japonesa.
Mamasan me había traído la tartera.
—Por el barullo que has armado —dijo con voz crujiente— sé que esta mañana
no te has levantado a tiempo.
—Lo siento. ¿A qué hora se fueron los últimos invitados?
—Los de la Mitsubishi, a las tres y media de la madrugada o por ahí… Uno de
ellos se quedó prendadito de Yumichan. Insistió en quedar con ella el sábado que
viene.
—¿Y Yumichan qué le ha dicho?
—Los de la Mitsubishi pagan con puntualidad. Tienen un presupuesto para ocio
astronómico y además se lo tienen que pulir todo antes de final de mes. Le he
prometido a Yumichan que si le dice que sí, le compro un vestido nuevo en una
boutique de lujo. El tío además está casado, así que la cosa no traerá complicaciones.
—¿Saliste con Koji anoche? —dijo Taro, mientras ojeaba la tienda como un
guardaespaldas en busca de posibles vías de escape.
—Sí. Y me pasé un poquito bebiendo. Por eso me he quedado dormido.
Taro soltó una risotada.

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—Un buen chaval ese Koji. Con la cabeza en su sitio. ¿Conocisteis alguna piba?
—Solo de esas que te preguntan si tu coche deportivo tiene los cristales
ahumados.
Taro gruñó contrariado.
—La inteligencia no lo es todo en una mujer. Justo esta mañana Ayaka decía que
un chaval de tu edad debería mojar más el churro, no es sano que…
—Taro, deja a Satoru en paz. —Mamasan me sonrió satisfecha—. ¿A que están
preciosos esos cerezos en flor? Taro me va a llevar de compras y luego nos vamos al
Parque Ueno, a ver los cerezos. Las chicas de la señora Nakamori han invitado a las
nuestras a una fiesta para celebrar la floración, esta tarde, y hemos decidido ir
nosotros también para vigilar que no hagan muchas travesuras. Ah, sí. Se me
olvidaba. La señora Nakamori me ha preguntado si Koji y tú podríais tocar en el
cóctel que va a dar el sábado que viene. Por lo visto, el trombonista de su banda se ha
visto envuelto en un accidente relacionado con un tubo doblado y unos animales del
zoo. He pensado que no era plan de entrar detalles. El pobre hombre no va a poder
estirar el brazo hasta junio y el grupo ha tenido que cancelar todos los bolos. Le he
dicho a la señora Nakamori que no sabía muy bien cuándo volvía Koji a la
universidad. ¿Podrías llamarle hoy o mañana? Vamos, Taro. Tenemos que irnos.
Taro cogió el libro que estaba leyendo.
—¿Qué es esto? ¿Madame Bovary? ¿Lo de la viejales francesa aquella? ¿Te lo
puedes creer, Mamasan? Cuando iba al colegio no había quien lo hiciese estudiar, y
ahora le da por leer en el trabajo. —Leyó en voz alta una frase que yo había
subrayado—: «No hay que tocar a los ídolos: su dorado se nos queda pegado a los
dedos». —Se quedó pensando unos segundos—. Unos chismes curiosos, los libros.
Sí, Mamasan. Más vale que nos vayamos.
—Gracias por traerme la comida.
Mamasan asintió con la cabeza.
—La ha hecho Ayaka. Congrio a la parrilla. Sabe que te encanta. Que no se te
olvide darle las gracias. Adiós.
El cielo se iba iluminando. Me comí el almuerzo deseando estar yo también en el
Parque Ueno. Las chicas de Mamasan son divertidas. Me tratan como a un hermano
pequeño. Seguramente habrían extendido una gran manta debajo de un árbol y
estarían cantando viejas canciones inventándose la letra. He visto a los extranjeros
emborracharse en los bares de Shibuya y por ahí, y se convierten en animales. Los
japoneses jamás se comportan así. Los hombres pueden volverse más traviesos, pero
nunca violentos. Para los japoneses el alcohol es un medio de soltar presión; para los
extranjeros, por el contrario, parece que sea un medio de aumentarla. ¡Y además se
besan en público! Los he visto metiéndoles la lengua en la boca a las chicas y
tocándoles los pechos. ¡En los bares, delante de todo el mundo! No consigo
acostumbrarme. Mamasan siempre le pide a Taro que les diga a los extranjeros que el
local está lleno, o si no, les mete tal palo en la cuenta que ya no se les ocurre volver

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más.

El disco se acabó. Me comí el último pedazo de congrio a la parrilla mezclado


con arroz y encurtidos. Esa Ayaka sabe cómo preparar una tartera en toda regla.
Me dolía la espalda. Soy muy joven para esa clase de molestia. Últimamente esta
silla me está resultando de lo más incómoda; no consigo quedarme quieto. Cuando
Takeshi salga de su actual crisis financiera voy a pedirle que me compre una nueva.
Aunque me temo que voy a tener que esperar un buen rato. Dudé qué disco poner. Me
puse a hurgar en una caja llena de vinilos sin clasificar que Takeshi había dejado en el
suelo, detrás del mostrador, pero no vi nada que no conociese ya. Seguro que podía
encontrar algo. Tenemos un surtido de doce mil discos. Me di cuenta de que tenía
miedo de no sentir más necesidad de música.

Aquella resultó ser una tarde bastante ajetreada. Muchos curiosos, pero también
muchos compradores. Enseguida dieron las siete. Hice caja, metí la recaudación en la
caja fuerte del diminuto despacho, dejé puesta la alarma y cerré con llave la puerta
del despacho. Me metí la tartera y Madame Bovary en la mochila, junto con un CD
de Benny Goodman que me llevaba prestado para esa noche —una de las ventajas de
un curro así—, apagué las luces y cerré la puerta.
Ya estaba en la calle echando el cierre cuando sonó el teléfono. ¡Mierda! Mi
primer impulso fue fingir que no lo había oído, pero luego pensé que iba a pasarme
toda la noche pensando en quién habría sido. Lo más probable es que hubiese
empezado a llamar a todo el mundo para ver si habían sido ellos, y si hacía eso iba a
tener que explicar por qué no había atendido el teléfono desde un principio… Mierda.
Al final lo más fácil iba a ser volver a abrir la tienda y atender la llamada.
Desde entonces he vuelto a pensar en ello muchas veces: si el teléfono no hubiese
sonado justo en ese momento, y si yo no hubiese decidido volver a entrar para
cogerlo, todo lo que ocurrió después no habría ocurrido.
Una voz desconocida. Baja, preocupada.
—Soy Quasar. ¡Hay que dar de comer al perro!
¿Cómo dice? Me mantuve a la escucha. El zumbido de la línea telefónica sonaba
como el batir de las olas del mar, ¿o era el barullo de una sala de juegos? No dije
nada: a estos majaras del teléfono es mejor no animarlos. No dijo nada más. Como si
estuviese esperando algo. Esperé un poco más y después colgué extrañado. Pues vale.
Estaba de espaldas cuando se abrió la puerta. Sonó el tintineo de la campanilla y
pensé: ¡Oh no, quiero irme a casa! Me di media vuelta y cuando alcé la vista casi me
caigo de espaldas encima de un cofre de edición limitada de Lester Young. El suelo
del Jazz Hole de Takeshi se elevó.
¡Eres tú! Y atisbo en la penumbra de mi lugar.

Me estaba hablando. Estaba realmente allí. Había vuelto sola. Había visualizado
aquella escena muchas veces en mi cabeza, pero siempre era yo el que llevaba la voz

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cantante. Y ahora apenas captaba lo que me decía. ¡Había vuelto de verdad!
—¿Todavía está abierto?
—¡… sí!
—Pues no parece muy abierto. Tienes las luces apagadas.
—¡… sí! Esto, es que estaba a punto de cerrar, pero hasta que cierro, estoy
absolutamente abierto. ¡Mira! —Volví a encender las luces—. ¡Ya está! —Esperé
parecerle un poco más enrollado. Debía de estar pareciéndole un colegial.
—No querría entretenerte.
—No querría… No, no, qué va. Esto, yo… Tómate todo el tiempo que quieras.
Por favor. Entra.
—Gracias.
La chica que vivía en ella se asomó a través de sus ojos, miro dentro de los míos,
y vio al chico que vivía en mí.
—Creía… —comencé a decir.
—Esto… —comenzó a decir.
—Dime —dijimos los dos.
—No —dije yo—. Dime tú, que eres la chica.
—Vas a pensar que estoy como una cabra, pero es que estuve aquí hace unos diez
días, y… —estaba girando sobre los talones, sin darse cuenta— y tenías puesta una
canción… No logro quitármela de la cabeza. Un piano y un saxofón. No tienes por
qué acordarte de ella, ni de mí, ni de nada… —Dejó la frase colgando. Había algo
raro en su forma de hablar. Una entonación que oscilaba de un lado a otro. Me
encantaba.
—Fue hace dos semanas. Dos semanas justas. Más un par de horas.
Eso le gustó.
—¿Te acuerdas de mí?
Casi no reconocí mi propia risa.
—Pues claro que me acuerdo.
—Estaba con la repugnante de mi prima y sus amigas. Me tratan como a una
imbécil porque soy medio china. Mi madre era japonesa. Mi padre es chino de Hong
Kong. Yo vivo allí.
No había el menor tono de disculpa en su forma de hablar. No soy japonesa pura,
y si no te gusta que te den.
Pensé en la percusión de Tony Williams en In a silent way. No, no lo pensé: la
sentí dentro de mí, en algún lugar.
—¡Hey, eso no es nada! Yo soy medio filipino. La canción era Left alone, de Mal
Waldron. ¿Quieres volver a oírla?
—¿No te importa?
—Claro que no… Mal Waldron es uno de mis ídolos. Siempre que voy al templo
me arrodillo ante él. ¿Cómo es Hong Kong, comparado con Tokio?
—Los extranjeros dicen que es sucio, ruidoso y agobiante, pero lo cierto es que

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no hay otro sitio igual en todo el mundo. En serio, no lo hay. Y cuando ya estás harto
de Kowloon, puedes huir a las islas. En Lantau hay un Buda enorme sentado en lo
alto de una colina…
Por un instante tuve la extraña sensación de estar dentro de una historia que
alguien estaba escribiendo, pero también esa sensación comenzó enseguida a
desvanecerse.

Apenas si habían brotado las flores de los cerezos cuando ya casi habían
desaparecido. Las hojas nuevas, aún tiernas y sedosas, se secaban en los árboles que
flanqueaban la calle, vivaces y ligeras como cítaras y mandolinas. Los trabajadores
inundaban las aceras. Ni un solo abrigo a la vista. Algunos, hasta sin chaqueta. No se
podía negar: la primavera ya no era ninguna novedad.
Sonó el teléfono. Era Koji, desde la cafetería de la facultad.
—Bueno, a ver, ¿quién es?
—¿Quién?
—¡Vale ya! ¡Sabes perfectamente a quién me refiero! La chica de anoche, en el
bar de la señora Nakamori, ¡la que se derretía con todas y cada una de tus notas! A
ver… El nombre empezaba por «Tomo» y terminaba por «yo». ¿Cómo se llamaba,
me pregunto? Ah, sí, eso es. «Tomoyo».
—Ah, aquella…
—¡No me vengas con esas! Vi cómo os hacíais ojitos.
—Son imaginaciones tuyas.
—¡Lo vi perfectamente! Es más, lo vio todo el bar. Hasta un erizo marino se
habría dado cuenta. El padre de la chica se dio cuenta. Y Taro también. Al terminar el
concierto vino y me preguntó quién era esa. Yo esperaba que me lo dijese él a mí. Me
ha dicho que te haga un interrogatorio. Y lo que Taro quiere, lo consigue, por eso te
estoy interrogando.
—No hay mucho que contar. Entró en la tienda hace cuatro semanas. Luego
volvió la semana pasada. Empezamos a hablar, de música nada más, y nos hemos
visto una o dos veces la semana pasada. Eso es todo.
—Una o siete veces, querrás decir.
—Bueno, ya sabes lo que pasa.
—No es que quiera cotillear ni nada por el estilo, solo que anoche no tuve
oportunidad de interrogarla… Pero, bueno, en fin, ya sabes, ¿le has deshecho ya los
lacitos y quitado el envoltorio?
—¡Oye tú, que la chica es una señorita!
—Sí, claro, pero antes que señorita es una mujer.
—No. No lo hemos hecho.
—Tan lento como siempre, Satoru. ¿Y por qué no?

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—Pues porque…
Me acordé de su cuerpo envuelto en mi trenca mientras caminábamos bajo el
mismo paraguas. Me acordé de su mano, que no solté durante toda la película. Me
acordé de sus ojos estrujados por la risa mientras contemplábamos a un artista
callejero que esperaba inmóvil en un pedestal a que alguien le echase una moneda en
la urna para cambiar de expresión y postura, hasta la siguiente moneda. Me acordé de
sus esfuerzos por no reírse de mi desastrosa actuación en la bolera. Me acordé de la
manta sobre la que nos tumbamos en el Parque Ueno, mientras las flores de los
cerezos nos caían en la cara. Me acordé de ella en esta misma habitación, en esta
silla, escuchando mi música favorita mientras hacía los deberes. Me acordé de su cara
de concentración, y del mechón de pelo suelto que casi le rozaba el cuaderno. Me
acordé de su nuca, que yo le besaba en el ascensor, entre piso y piso, y de cómo me
apartaba de un salto cada vez que las puertas se abrían de repente. Me acordé de ella
hablándome de sus peces de colores, y de su madre, y de la vida en Hong Kong. Me
acordé de ella dormida en mi hombro en el autobús nocturno. Me acordé de sus
gestos mientras la miraba a través de la mesa. Me acordé de la historia que me contó
de los antiguos Jomon, que enterraban a sus reyes en la llanura de Tokio. Me acordé
de su cara en el bar de la señora Nakamuri, cuando Koji y yo tocamos Round
midnight mejor que nunca hasta entonces. Me acordé…
—No lo sé, Koji. Igual no lo hemos hecho porque habríamos podido hacerlo. —
¿Era verdad? Habría sido fácil meterse en un motel. Mi cuerpo por supuesto que
quería. Pero… pero ¿qué?—. No te puedo decir. No es por timidez. No lo sé.
Koji hizo ese típico ruido que siempre hace en las raras ocasiones en que no
entiende algo.
—Bueno, ¿y cuándo podré volver a verla?
Tragué saliva.
—Probablemente nunca. Se vuelve a la escuela internacional de Hong Kong.
Viene a Tokio con su padre solo una vez cada dos años, por unas pocas semanas, para
visitar parientes. Hay que ser realista.
La noticia pareció deprimirlo más que a mí mismo.
—¡Pero eso es terrible! ¿Cuándo se marcha esta vez?
Me miré el reloj.
—Dentro de media hora.
—¡Satoru! ¡Detenía!
—En realidad, pienso que… Bueno, pienso que…
—¡No pienses! ¡Haz algo!
—¿Alguna sugerencia? ¿Qué quieres, que la secuestre? Tiene que continuar su
vida. Va a estudiar arqueología en la universidad en Hong Kong. Nos hemos
conocido, hemos disfrutado mutuamente de nuestra compañía, y mucho, y ahora nos
hemos separado. Son cosas que pasan. Podemos escribirnos. Y además, tampoco es
que nos hayamos enamorado perdidamente el uno del otro, ni nada por el estilo…

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—Piii, piii, piii.
—¿Y qué significa eso, si se puede saber?
—Ay, perdona, es mi alarma antichorradas, que se me ha disparado.

Desempolvé unos cuantos discos de la vieja big band de Duke Ellington, un


sonido que me hace pensar en gramófonos de manivela, bigotes ridículos y musicales
hollywoodenses de entreguerras. Suelen subirme la moral. Take the ‘A’ Train
traqueteaba dejando una estela de optimismo tontorrón.
Miré apesadumbrado la laguna oscura en el fondo de mi taza, y pensé en Tomoyo
por centésima vez en el día.

Sonó el teléfono. Sabía que iba a ser Tomoyo. Era Tomoyo. De fondo se oían
aviones y avisos de embarque.
—Hola —dijo.
—Hola.
—Estoy en el aeropuerto.
—Oigo aviones despegando al fondo.
—Siento no haberme despedido como Dios manda. Quería haberte dado un beso.
—Yo también, pero con todo el mundo delante y tal…
—Gracias por invitarnos a mi padre y a mí al bar de la señora Nakamori. Mi
padre también te da las gracias. Hacía siglos que no lo veía parlotear tanto como
anoche con tu Mamasan y con Taro.
—También hacía siglos que yo no los veía parlotear tanto a ellos. ¿De qué
hablaban?
—De negocios, supongo. Ya sabes que mi padre tiene una pequeña participación
en un club nocturno. A los dos nos encantó el concierto.
—¡No fue un concierto! Solo éramos Koji y yo.
—Sois unos músicos estupendos. Los dos. Mi padre no dejaba de hablar de
vosotros.
—Qué va. El bueno es Koji. Hace que hasta yo resulte pasable. Me ha llamado
hace cosa de veinte minutos. Espero que anoche no nos pasásemos de acaramelados.
Según Koji, dimos un poco el cante.
—No te preocupes por eso. ¡Hey!, además, mi padre ha insinuado, como siempre
con muchos rodeos, que podrías venir a vernos en vacaciones. Si quieres, a lo mejor
él podría conseguirte un bar donde tocar el saxo.
—¿Lo sabe? ¿Lo nuestro?
—No lo sé.
—Takeshi no me da exactamente vacaciones… Claro que tampoco yo se las he
pedido nunca.
—Ya… —Cambió de tema—. ¿Cuánto has tardado en llegar a ser tan bueno?
—Yo no soy bueno. ¡Bueno es John Coltrane! Espera un seg… —Cogí una copia

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de John Coltrane y Duke Ellington tocando juntos In a sentimental mood. Humeante,
reverente. La oímos juntos durante un rato. Habría querido decirle tantas cosas.
Sonaron unos cuantos pitidos imperiosos.
—Me estoy quedando sin monedas. Hay una cosa que… Ay, maldita sea. ¡Adiós!
—¡Adiós!
—Cuando vuelva, voy a…
Un zumbido solitario.

El señor Fujimoto llegó a la hora del almuerzo, me vio y se echó a reír.


—¡Buenas tardes, Satorukun! —exclamó lleno de júbilo—. ¡Cielo azul, tú espera
y verás! Dime, ¿qué opinas de esta maravilla?
Dejo un pequeño paquete de libros en el mostrador y se atusó la pajarita,
enarcando las cejas con ademán orgulloso.
Una grotesca pajarita de color verde rana con lunares.
—Absolutamente única.
Todo el cuerpo se le estremeció alborozado.
—En la oficina estamos celebrando un concurso de corbatas espantosas. Me
parece que lo tengo en el bote.
—¿Qué tal por Kioto?
—Pues Kioto sigue tan Kioto como siempre. Templos y altares, reuniones con
impresores. Dependientes estirados que se creen que tienen el monopolio de los
buenos modales. Qué bien que ya estoy aquí. El que nace tokiota, muere tokiota.
Empecé el discurso que había estado ensayando.
—Señor Fujimoto, le he contado a Mamasan lo de su amable oferta de ayudarme
a conseguir que me hagan una entrevista en su oficina, y me ha dicho que le dé esto.
Ha pensado que podría servirle para celebrar la floración de los cerezos con sus
compañeros de trabajo.
Levanté con gran esfuerzo la enorme botella de vino de arroz y la puse en el
mostrador.
—¡Sake! ¡Madre mía, menudo ejemplar! ¡Va a durar un buen rato, incluso en una
oficina repleta de editores! Qué extraordinaria amabilidad.
—No, la amabilidad fue suya. Me temo que soy demasiado ignorante para aceptar
su generosa oferta.
—Nada, hombre, nada. Te prometo que no me siento ofendido. Solo fue una
idea… —El señor Fujimoto pensó en el adjetivo adecuado sin dejar de pestañear, y
viendo que no lograba dar con él, se echó a reír—. No tengo nada que reprocharte.
No te apetece terminar como yo, ¿verdad?
La cosa le parecía mucho más divertida a él que a mí.
—No soy quién para decirlo, pero no me importaría terminar como usted en
absoluto. Tiene un buen trabajo. Unas pajaritas inolvidables. Un gusto exquisito por
los mejores discos de jazz del mundo.

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Dejó de sonreír por unos instantes y miró hacia la calle.
—La última de las flores de cerezo. En el árbol, se va volviendo cada vez más
perfecta. Y cuando es perfecta, cae. Y por supuesto, una vez en el suelo, se hace
papilla. De manera que solo es absolutamente perfecta mientras va cayendo por el
aire, de aquí para allá, durante un suspiro… Creo que solo los japoneses podemos
realmente entender algo así, ¿no te parece?
Una furgoneta que difundía con estruendo el mensaje Vote a Shimizu, el único
candidato que tiene lo que hay que tener para combatir la corrupción, pasó
chirriando los neumáticos como un batmóvil borracho. Shimizu no traiciona, Shimizu
no traiciona, Shimizu no traiciona.
El señor Fujimoto trazó un arabesco en el aire.
—¿Por qué las cosas ocurren como ocurren? Desde el día del atentado con gas en
el metro, viendo las imágenes de la televisión, viendo a la policía investigar como un
escuadrón de tortugas ciegas, he estado tratando de entender… ¿Por qué ocurren las
cosas? ¿Qué es lo que hace que el mundo siga girando?
Nunca tengo claro si las preguntas del señor Fujimoto son realmente preguntas.
—¿Lo sabe usted?
Se encogió de hombros.
—No, no tengo la respuesta. A veces pienso que esa es la única pregunta, que
todos los demás interrogantes son afluentes que desembocan en ella —dijo,
pasándose la mano por el pelo, que comenzaba a ralear—. ¿Podría la respuesta ser «el
amor»?
Traté de pensar, pero no dejaba de ver imágenes. Me imaginé a mi padre —aquel
hombre que yo había imaginado que era mi padre— mirando por la ventanilla trasera
de un coche. Pensé en navajas de mariposa, y en la vez aquella, hace tres o cuatro
años, en que al salir del McDonald’s vi a un empresario estrellarse contra la acera
después de tirarse del noveno piso del mismo edificio. Se quedó tendido a tres metros
de mí. Tenía la boca abierta del asombro y de los labios le manaba una mancha
oscura que caía sobre la acera, entre los fragmentos de dientes y cristales rotos.
Pensé en las cejas de Tomoyo, en su nariz, en sus bromas, en su acento. En
Tomoyo dentro de un avión rumbo a Hong Kong.
—Prefiero ser demasiado joven para poseer esa clase de sabiduría.
La expresión del señor Fujimoto se transformó en una sonrisa que le ocultó los
ojos.
—Sabias palabras.
Terminó comprando un viejo disco de Johnny Hartman con una hermosa versión
de I let a song go out of my heart.

De repente un mosquito, tan ruidoso como una licuadora, se me metió en la oreja.


Aparté bruscamente la cabeza y lo maté de un manotazo. Época de mosquitos. Estaba
quitándome de la mano el fuselaje del muy capullo con un trocito de papel cuando la

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mujer de Takeshi irrumpió en la tienda colocándose las gafas de sol como diadema de
su melena exuberante. La acompañaba un hombre vestido con un traje elegante que
inmediatamente intuí debía de ser abogado. Todos tienen la misma pinta. Cuando
Takeshi me ofreció este trabajo pasé una tarde entera con los dos en su apartamento
de Chiyoda, pero ahora, tras saludarme secamente con la cabeza, la mujer del jefe me
ignoró por completo. El abogado directamente ni se percato de mi existencia.
—El local es de alquiler —dijo la mujer de Takeshi— pero los discos valen una
pasta. Por lo menos eso es lo que siempre decía él —y pronunció el pronombre con
ese resentimiento inimitable de las exesposas—. De todas maneras, el grueso del
patrimonio está en las peluquerías. Esto en realidad solo es un hobby. Uno de sus
muchos hobbys.
El abogado planteó sus objeciones.
Se encaminaron hacia la salida. Según salía por la puerta, la mujer de Takeshi me
miró.
—Toma nota, Satoru. No tomes nunca una decisión importante, de las que te
cambian la vida, en función de una relación. Es como pedir una hipoteca por una casa
de bizcocho. Acuérdate.
Y se fue.

Pensé en lo que había dicho mientras ponía un disco de Chet Baker. Una trompeta
sin ninguna prisa por llegar a ningún lugar, y con todo el día para llegar allí. Y su voz,
un murmullo zen en un tenue vacío. My funny valentine, you don’t know what love is,
I get along without you very well.

Sonó el teléfono. Un Takeshi histérico. Y otra vez borracho.


—¡No les dejes entrar! ¡No dejes entrar a esa vaca loca!
—¿A quién?
—¡A ella! ¡A ella y a esa escoria de abogado, esa sanguijuela traicionera que
debería estar representando mis intereses! ¡Quieren arrancarme los testículos con una
cuchilla de carnicero! No les dejes mirar los discos —no les dejes mirar las cuentas
—, es ilegal —y esconde el original de serie limitada de Louis Armstrong. Y el disco
de oro de Maiden Voyage. Métetelo en los calzoncillos o donde sea, y…
—¡Takeshi!
—¿Qué?
—Me temo que ya es un poco tarde.
—¿Qué?
—Ya han venido. Solo un momento, para que el abogado pudiera echar un vistazo
al local. No han mirado las cuentas, no han tasado nada.
—Ah, genial. Estupendo. Maravilloso. Qué absoluto desastre. Esa mujer es el mal
de las vacas locas con patas… Y menudas patas…
Y colgó.

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La luz murmuraba difusa. Las sombras de los tallos y las ramas se mecían con
extrema ligereza contra el muro de atrás. Me acordé de aquella vez, hace muchos
años, en que dos o tres de las chicas de Mamasan me llevaron a pasear en barca al
lago. Uno de mis primeros recuerdos.
Tu lugar evita que te vuelvas loco, pero no que te sientas solo.
¿Qué iba a hacer ahora? Me remangué la camisa y me miré el antebrazo. Ahí
estaba la serpiente que Tomoyo me había dibujado la tarde anterior con un bolígrafo
azul. Le pregunté que por qué una serpiente y se echó a reír como si fuera un chiste
que yo no hubiera pillado.
Dos pensamientos se introdujeron en mi cabeza.
El primero decía que no nos habíamos acostado porque el sexo habría cerrado la
entrada que teníamos detrás y abierto la salida que teníamos delante.
El segundo pensamiento me dijo con toda claridad lo que tenía que hacer.
Tal vez la mujer de Takeshi tuviese razón, tal vez fuese peligroso basar una
decisión importante en lo que sientes por una persona. Takeshi siempre lo dice
también. El precio de cada polvo, dice, se multiplica por cuatro a la mañana
siguiente. ¿Pero quiénes son Takeshi o su mujer para darle lecciones a nadie? Si no es
el amor, ¿qué es entonces?
Miré la hora. Las tres en punto. Tomoyo estaba a miles de kilómetros de distancia
y todo un huso horario. Podía dejar algo de dinero para pagar el coste de la llamada.
—Que puntería —contestó, como si le estuviese llamando desde la cabina de la
esquina—. Estoy deshaciendo el equipaje.
—¿Me echas de menos?
—Un poquito, quizás.
—¡Mentirosa! No pareces muy sorprendida de oírme.
Oí la sonrisa en su voz.
—Porque no lo estoy. ¿Cuándo vienes?
Y entonces hablamos del vuelo que podría coger, de dónde iríamos, de cómo
arreglaría las cosas con su padre, de lo que podría hacer para no fundirme los escasos
ahorros que tenía. Jamás he vuelto a sentirme tan cerca del Paraíso.

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Hong Kong

L A luna, la luna, en plena tar…


Mi despertador posee un mecanismo conectado a un interruptor que tengo
dentro de la cabeza que envía un mensaje a mi brazo para que se estire y le ordene a
mi pulgar que apriete el botón de OFF un instante antes de que el pitido me despierte.
Así todas las mañanas, sin falta, independientemente de la cantidad de whisky que
haya bebido la noche anterior o de la hora a la que finalmente me haya metido en la
cama. Se me ha olvidado.
Mierda. Era un sueño horrible. Horrible de verdad. No me acuerdo bien de los
detalles, y creo que no quiero acordarme. Habían llegado unos inspectores a la
oficina. Huw Llewellyn había irrumpido como un vendaval, acompañado de la
policía china y del jefe de mi antiguo grupo de boy scouts en cuyo Volvo me cagué
una vez. Iban todos en patines, y yo, con las prisas por borrar los numerosos archivos
relacionados con la Cuenta 1390931 que de repente se habían materializado, no hacía
más que escribir mal la contraseña, K-A-T-F-R-B, no, K-T-Y, no, K-A-T-Y-F-O-R-B-
W, tampoco, y tenía que volver a empezar desde el principio. Van subiendo por el
edificio, un piso tras otro, las tazas de café se derraman a su paso, el ventilador
eléctrico vuelve a dirigir su mirada en esta dirección y un montón de facturas
telefónicas sin pagar revolotean por el aire como murciélagos en el crepúsculo… Hay
una ventana abierta y desde hace cuarenta días y cuarenta noches sopla un viento
feroz. El ratón del ordenador se me ha bloqueado y se niega a hacer doble clic. ¿Era
algo así? ¿El qué era algo así? Se me ha olvidado.
¿Cuántas veces habré soñado con ordenadores? Me gustaría escribir mis sueños
en un diario, pero hasta eso podrían utilizarlo un día para trincarme. Me imagino a los
periodistas publicando mis sueños más disparatados y a los psicoanalistas
penitenciarios comentando los más pornográficos en los pasillos de los
supermercados. Me pregunto quién, dónde y cuándo soñó por primera vez con
ordenadores. Me preguntó si los ordenadores sueñan alguna vez con humanos.
Llewellyn y sus gafas de carey. Solo lo conozco desde ayer y el hijo de puta ya se
me está colando de gorra en el subconsciente.
Mierda. El minutero avanza con otro clic. El segundero gira con fluidez,
enrollando con mano firme el carrete de mi vida, como si fuese la cuerda de una
cometa cuando ya es hora de volver a casa. Mierda. Estoy consumiendo mi margen
de seguridad matinal. Otro despertar sintiéndome tan hecho polvo como la noche
anterior. Me noto la cara agrietada y a punto de caérseme hecha añicos como un
huevo de Pascua. Y para colmo, vuelvo a tener gripe, lo juro. Vivo en el puto Hong
Kong, pero me paso media vida sintiéndome como una albóndiga al vapor. Ya debe
faltar poco para Semana Santa. Vamos, Neal, llega hasta la ducha, que tú puedes. Una
buena ducha caliente lo arregla todo. Y un huevo. Un poco de speed lo arreglaría
todo, pero me la he esnifado toda.

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Salgo a rastras de la cama y meto el pie en un plato con un gofre frío. ¡Mierda!
Hoy viene la chica, creo, ya lo limpiará ella. Al menos tendré algo de comida
preparada cuando vuelva. Será comida china, pero por lo menos no tendré que
enfrentarme a otro gofre.
Entro en el salón. Hay un mensaje en el contestador. Menos mal que me acordé de
quitarle el sonido antes de acostarme, de lo contrario habría dormido todavía menos.
Tiro al suelo toda la morralla que hay en el sofá, le doy a PLAY y me tumbo…
—¡Levántate y anda, Neal! Soy Avril. Gracias por esfumarte anoche. Te recuerdo
que a las nueve y media tienes reunión con los abogados del señor Wae, y que Theo
quiere un informe completo por adelantado, así que más te vale llegar aquí a las
nueve menos cuarto en punto. Ve dándole caña a la cafetera. Hasta ahora.
Avril. Un nombre bonito, una putilla idiota.
No te pongas tan cómodo, Neal. Un, dos, tres, ¡arriba! ¡He dicho que arriba! Ve a
la cocina, tira el filtro usado al cubo rebosante, mierda, se ha desparramado todo,
vaya por Dios, lo siento, mi querida asistenta, filtro nuevo, café nuevo, más de la
dosis recomendada, muchas gracias, dale al ON. Vamos, guapa, segrega tus más
espesos jugos para el tío Neal, así se hace. Se me ha olvidado. Abre la nevera. Medio
limón, tres botellas de ginebra, un cartón de leche caducado hace más de un mes,
judías secas, y… gofres. Aún existe un Dios: todavía me quedan gofres. Mete uno en
la tostadora. Rápido, Neal, al dormitorio. Tiene que haber una camisa blanca colgada
dentro del armario, donde ella te las cuelga todos los domingos, como las pieles de un
gwai lo[3] peludo y trasquilado. Como haya vuelto a arrancarlas de las perchas me
voy a pillar un mosqueo de la hostia… Hace lo que sea con tal de llamar la atención.
No, todo en orden. Están todas colgadas como Dios manda. Calzoncillos,
pantalones, colgados de la silla donde los dejaste anoche. Esa silla cutre de aluminio.
Echo de menos la otra, la Reina Ana[4], la única cosa en todo el apartamento que era
más vieja que yo. Otro trocito perdido de Katy. Pilla un chaleco, una camisa, la
americana, te falta algo: el cinturón. ¿Dónde está el cinturón?
—Vale. No me hace ni puta gracia. ¿Dónde está el cinturón?
Desde el salón llega el zumbido del aire acondicionado.
—Voy a ir al salón ahora mismo y, como no encuentre el cinturón en el brazo del
sofá, me voy a cagar en todo.
Entro en el salón. Encuentro el cinturón en el brazo del sofá.
—Joder, menos mal.
De repente me acuerdo de que me he vestido sin darme una ducha. Huelo que
apesto y esta mañana tengo una reunión con el fulano ese de Taiwan Consortium.
—Mira que eres gilipollas, Neal —digo, y nadie discrepa.
Es lo bueno de llamarte gilipollas a ti mismo, que nadie discrepa. La ducha va a
costarme lo que me quedaba de margen de seguridad. Como no haga mi recorrido
rutinario —«rutinario», sí— de todas las mañanas con la precisión de un reloj suizo,
perderé ese ferry crucial y tendré que inventarme unas cuantas excusas fabulosas.

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Apago el aire acondicionado.
—Que todavía estamos en mayo, coño. ¿Es que quieres matarme de frío? ¿Ya
quién ibas a desquiciar entonces con tu ruidito, eh?
En el baño me encuentro con que ella ha vuelto a hacer de las suyas con el bote
de jabón. Katy siempre compraba esos botes de jabón líquido de apretar, y la asistenta
hace lo propio, lo cual estaba muy bien hasta que ella descubrió lo divertido que era
aporrear sin piedad el aplicador. Hay jabón por todas partes, en las paredes, en el
inodoro, en el suelo de la ducha, y lo más probable es que también —efectivamente
— donde acabo de dejar apoyada la camisa. Rastros pringosos por doquier como el
semen de una paja.
—No le veo la puta gracia. ¿Vas a limpiar tú toda esta guarrería?
Lo curioso es que los artículos de tocador que se dejó Katy no los toca jamás.
Siempre son solo mis cosas. ¿Por qué no agarro y tiro todos esos chismes de mujer?
Todavía tengo una caja de tampax en el armario del cuarto de baño. Dos cajas. Flujo
intenso, flujo moderado. La asistenta no los toca nunca: no me lo explico. Igual es un
rasgo chino, como lo de no ponerles pañales a los bebés, que solo llevan un faldón
con una abertura en el culo a través de la cual cagan donde y cuando quieren. Eso sí,
luego no tiene reparos en meterle mano a los polvos de talco, las cremas hidratantes y
las perlas de baño. ¿Por qué iba a tener reparos, si no los tiene para ninguna otra
cosa?
El agua de la ducha me cae en aluvión sobre la cabeza. Empapa, pon champú,
frota, aclara, pon suavizante, recoge con el dedo un chafarrinón del jabón propulsado,
enjabona, aclara. Me concedo dos minutos largos. Dúchese ahora, ya lo pagará
después.
Mientras me seco con la toalla meto barriga, pero últimamente la diferencia es
mínima. ¿Cuándo empezó a crecerte eso, Neal? Se supone que el estrés adelgaza. Sí,
sin duda, pero un crédito dietético al noventa por ciento de gofres, caramelos,
cigarrillos y whisky seguramente supere el débito del estrés. Parece que estás
preñado. «¡Ay!», me ha dado un pinchazo. Si Katy se hubiese quedado embarazada…
¿habría cambiado la cosa? ¿Te habrías escaqueado mientras hubieses podido, o
habrías tenido más cosas por las que preocuparte? ¿Es posible preocuparse aún más
que yo sin… sin morirse? No lo sé.
¡Algo se está quemando! ¡Mierda, la plancha!
No, no había encendido la plancha. Ese olor es de gofre quemado. Cojonudo. Me
he quedado sin el puto desayuno. Tómatelo con calma, Neal, ese gofre ya no tiene
arreglo. Ese gofre ha ido demasiado lejos. ¿Cuándo deja un gofre de ser un gofre?
Pues cuando es un puto trozo de carbón, esa es la respuesta. Me parece que voy a
tener que conformarme con atiborrar el café de azúcar. Un desayuno líquido. Al
salón. Hay un hilito de color negro entrando por debajo de la puerta, y creo que es
sangre. ¿Sangre de quién? ¿De ella? En este apartamento ya no me sorprendería nada.
Entonces reparo en que es de color marrón oscuro. Cojonudo. He puesto dos filtros

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en lugar de uno, y ya se sabe lo que pasa en esos casos, ¿verdad, Neal?
A la cocina. Apaga la cafetera, apaga la tostadora, apágate el cerebro. ¿Te apetece
un delicioso vaso de agua para desayunar, Neal? Por qué no, gracias, Neal. Ni un solo
vaso limpio. Pues nada, hombre, un cuenco de agua. Estupendo. «Bon appetit, Neal».
Contemplo mi imperio culinario. Parece como si hubiera tenido a Keith Moon
alojado un mes en casa. Qué va, Keith Moon lo habría dejado todo más limpio. Lo
siento, mi querida asistenta. Intentaré compensártelo más tarde.
—Ya te encargarás tú de recordármelo, ¿verdad?
Ponte la corbata y sal pitando a la oficina, Neal. No debes hacer esperar a tus
ejecutivos de ojos rasgados más tiempo del que probablemente les vas a hacer
esperar. Vaya mañanita, ni siquiera me he asomado a la ventana para ver qué tal de
tiempo hacía. Lo miro en mi agenda electrónica: seco y nublado. Luego nada de
paraguas. Ese noclima tan asiático. Se me ha olvidado. La vista ya me la conozco:
colinas peladas deslucidas por la bruma y mar aletargado.
Apago el aire acondicionado. De nuevo. Le dejo la radio del despertador
encendida, como hacía mi madre con el perro. Desde el dormitorio oigo las noticias
económicas en cantonés. No sé si le gusta. Unas veces la apaga, otras la deja
encendida, y otras cambia de emisora.
—Pórtate bien —digo, embutiéndome los zapatos con los cordones anudados y
cogiendo el maletín y el manojo de llaves.
Katy siempre respondía: «A sus órdenes, mi cazadorrecolector».
Pero ella no responde nunca.
Me voy, me voy, ya me he ido.

El ascensor estaba bajando. Gracias a Dios. De lo contrario, habría perdido el


autobús hasta el ferry. Se abrieron las puertas. Me hice un hueco en aquel espacio
exclusivamente masculino, mitad amarillo, mitad rostro pálido, miembros todos de la
tribu del distrito financiero. Si no lo fuésemos, no podríamos permitirnos vivir aquí.
El habitáculo olía a trajes, aftershave, cuero y gomina, y a algo persistente. Tal vez
testosterona mal canalizada. Nadie dijo n Nadie respiró. Me di la vuelta para que mi
polla no tuviese delante la polla de otro ejecutivo, y vi la puerta de mi apartamento:
144.
—Mal asunto —había advertido la señora Feng—. «Cuatro» en chino significa
«muerte».
—No puede uno pasarse toda la vida evitando el cuatro —había objetado Katy.
—Cierto —dijo la señora Feng, cerrando sus ojos tristes. Pero es que hay otro
problema.
—¿Cuál? —dijo Katy, sonriéndome a medias.
—El ascensor —dijo la señora Feng, abriendo sus ojos penetrantes.
—Estamos en el piso catorce —dije—. No me diga que no podemos usar el
ascensor.

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—¡Pero es que está justo delante de vuestra puerta!
—¿Y qué pasa? —dijo Katy, que ya había dejado de sonreír.
—¡Pues que las puertas del ascensor son fauces! Engullen la buena suerte. En este
lugar jamás la tendréis.
Alcé la vista y me vi a mí mismo mirando hacia abajo a través del cristal
ahumado, rodeado de cabezas inmóviles, como si estuviese en pleno viaje astral.
—También estáis en Lantau Island —apostilló como si fuese una reflexión tardía.
El timbre hizo din.
—¿Y qué tiene de malo Lantau Island? Es el único lugar en todo Hong Kong
donde se puede fingir que en su día el mundo fue bonito.
—No nos gustan las corrientes. Demasiado al norte, demasiado al este.
El timbre hizo din, din, din. Primer piso. O planta baja. O como se diga. El
autobús estaba esperando. Cruzamos la calle corriendo todos juntos y nos subimos a
bordo, con la música de James Bond atronándome la cabeza. Pensé en una pandilla
de niños pequeños subiéndose a un transporte de tropas de mentira en un juego de
guerra.
Me toca ir de pie, pero no me importa. Me recuerda cuando viajaba estrujado en
la vieja y querida Circle Line, en la vieja y querida Albion. Debe de estar empezando
la temporada de criquet. Por eso me gusta este autobús. Desde el momento en que
subo a bordo hasta el momento en que entro en la oficina, nada es responsabilidad
mía. No tengo que decidir nada. Soy libre de convertirme en zombi.
Hasta que, eso sí, el móvil de algún cabrón me taladra el tímpano. ¡Es que me
revienta! Cógelo. ¡Cógelo! ¡Coge el puto teléfono, sordo de mierda! ¿Por qué me
miráis todos así?
Vale, es el mío. Cuando estos chismes aparecieron por primera vez, parecían
estupendos. Cuando la gente se dio cuenta de que eran tan estupendos como las
etiquetas electrónicas que les colocan a los presos en libertad bajo fianza, ya era
demasiado tarde.
Lo cojo y permito que millones de electrones irrelevantes concluyan su viaje por
cables, a través del espacio, con destino a mi oído.
—¿Sí? Brose al habla.
Vale, ahora, hasta el último mono del autobús sabe que me llamo Brose.
—Neal, soy Avril.
—Avril.
¿Quién si no? Seguro que se había quedado a dormir en la oficina. Todavía estaba
enfrascada en el tema de Taiwan cuando me marché anoche/hoy por la
mañana/cuando demonios fuese. Jardine-Pearl tenía todo un equipo de abogados
trabajando en el caso. Cavendish nos tenía a mí, a Avril y a Ming, que ni siquiera fue
capaz de conseguir un contrato de alquiler decente para nuestro —perdón, para mi—
apartamento sin cagarla y dejar que me jodieran vivo con la fianza. Los chinos ya de
por sí son malos, los agentes inmobiliarios son todavía peores, pero los agentes

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inmobiliarios chinos son la mismísima guardia secreta de Satanás. Deberían ser
abogados, pero seguro que ganan más pasta con esto. ¡Que le den por culo a la cuenta
de Taiwan! Como si no tuviese bastantes preocupaciones, ahora encima tengo que
ocuparme de este galimatías de detalles, letra pequeña y trampas… Será estupendo
que Avril esté trabajando en el caso y todo lo que tú quieras, pero, joder, a veces me
toca las pelotas. La mandaron de Londres en enero y era toda devoción y entusiasmo
por el trabajo. Como yo hace tres años.
—¿Has dormido bien?
—No.
Avril seguramente quería que me disculpase por haberme marchado pronto
anoche. Hoy por la mañana. A la una de la madrugada. Sí, vamos, prontísimo. Ni de
coña iba yo a disculparme.
—Te llamo por lo del dossier de Mickey Kwan.
—¿Qué le pasa?
—Que no lo encuentro.
—¿Dónde está? Anoche lo tenías tú. Antes de que te fueras a casa.
Vete a la mierda, Avril.
—Yo lo tenía ayer por la tarde. Seis horas antes de irme a casa.
—Pues ahora no está en tu mesa. Ni en el despacho de Guilan. Así que debe de
estar en tu despacho, por alguna parte, porque yo no lo he tocado desde ayer a
mediodía. ¿No será que lo has… que alguien lo ha archivado donde no era? ¿No lo
habrán vuelto a dejar debajo de algo? ¿O en algún cajón por ahí?
—Estoy en un autobús en Lantau Island, Avril. No consigo ver muy bien mi
despacho desde aquí.
Me pareció oír una risita detrás del muro de trajes, corbatas y rostros que fingían
no escuchar. La risita de un colgaaaaaaaaaado. Tal vez solo fuese un estornudo.
Avril era la viva encarnación de la falta de sentido del humor. Debería llamarla
Spock.
—A veces no te entiendo. Sí, ya sé que desde ahí no puedes ver tu despacho,
Neal. Lo sé muy bien. Pero por si acaso te has olvidado, una vez más, Horace Cheung
y Theo quieren un informe sobre los avances en el caso Wae dentro de cincuenta y
tres minutos, de cincuenta y dos, mejor dicho. No estás aquí porque todavía estás en
un autobús en Lantau Island. Y no vas a llegar hasta dentro de treinta y ocho minutos,
que serán cuarenta si no has desayunado y te paras a comprar unas rosquillas. El
señor Cheung siempre llega diez minutos antes, lo cual significa que tengo que haber
terminado el susodicho informe para cuando tú entres tan campante en la oficina. Y
como para eso necesito el dossier de Mickey Kwan, pues lo necesito ya.
Suspiré y traté de pensar en alguna respuesta hiriente, pero estaba sin fuerzas.
Debía de haber pillado esa gripe que estaba haciendo estragos.
—Tienes toda la razón, Avril. Pero te lo digo sincera, honrada, verdadera,
desesperada y profundamente: no sé dónde ha podido ir a parar el dossier.

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El autobús iba dando bandazos. Entreví pistas de tenis, la escuela internacional, la
curva de una bahía y un junco de pescadores en el tibio y blanquecino mar asiático.
—Tienes una copia en el disco duro, ¿verdad?
Me despabilé de repente.
—Sí, pero…
—Me lo voy a bajar de tu disco duro para sacar una copia en mi impresora. Son
unas veinte páginas nada más, ¿no? Dame tu contraseña.
—Me temo que no voy a poder, Avril.
Una pausa mientras Avril pensaba.
—Me temo que sí vas a poder, Neal.
Me acordé de haber visto desollar a un conejo una vez, no recordaba dónde ni
cuándo. El cuchillo parecía estar abriéndolo en canal como si fuese una cremallera.
Visto y no visto, pasó de conejito adormilado a convertirse en un largo tajo sangriento
que iba desde los dientes de roedor hasta el pene conejil.
—Pero es que…
—Te prometo que si te has bajado de Internet unas fotos porno de dominantas
suecas, te guardaré el secreto.
Por muy bajo que hablase, diez personas iban a oírme.
—No puedo darte mi contraseña como si tal cosa. Constituiría una violación del
protocolo de seguridad.
—Neal, probablemente no te hayas dado cuenta, de hecho sé que no te has dado
cuenta, de lo contrario no te habrías ido a casa anoche, pero estamos a punto de
perder el contrato. La cuenta de Dae son ochenta y dos millones de dólares. Dutch
Barings y Citibank les están tirando los tejos a mansalva, y son mucho más guapos
que nosotros. Como no podamos usar las ganancias de lo de Mickey Kwan para
compensar las cagadas de Bangkok y Tokio, apaga y vámonos. D. C. se va a enterar
exactamente del por qué… y no pienso ser yo la que pague el pato. A ti igual te hace
feliz pasarte el resto de tu existencia como gerente de un McDonald’s en
Birmingham, pero yo espero algo más de la vida. ¡Así que dime la contraseña!
Cuando llegues a la oficina, si quieres, la cambias. Tu «violación del protocolo de
seguridad» solo va a durar cuarenta y nueve minutos. ¡Venga! Si no te fías de mí, ¿de
quién te vas a fiar?
Absolutamente de nadie, no te jode, de ese es de quien me fío. Me subí la
chaqueta hasta cubrirme la cabeza y sostuve el móvil con el sobaco. Cuasimodo
Brose.
—K-A-T-Y-F-O-R-B-E-S. —No le digas que no te fisgonee, porque entonces te
fisgonea—. Ahí la tienes. ¿Ya estás contenta?
Dicho sea en su honor, no se cachondeó de mí. Habría preferido que lo hiciese.
¿Habré llegado a ese punto en el que la gente se compadece de mí?
—Ya está. Te veo en el despacho de Theo. No dejaré que nadie toque tu
ordenador.

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El autobús llegó al puerto de Discovery Bay. El ferry ya estaba esperando, como
siempre. No hay por qué apurarse, está sonando la primera campana. La segunda
sonará dentro de un minuto. La tercera dentro de dos minutos. El barco no saldrá
hasta dentro de tres minutos, y del autobús al barco se tardan menos de sesenta
segundos, siempre que lleves a mano el abono, el cual todos llevamos. Un margen de
seguridad suficiente como para embarcar un Toyota Landcruiser. Las puertas del
autobús se abrieron con un ruido sibilante y la tropa se apeo en fila india, haciendo
que el autobús se zarandease con cada salto.
¿Estaba ella aquí, entre nosotros? ¿Cogida de mi mano? ¿Por qué siempre había
dado por hecho que se quedaba todo el día en casa? Es más lógico que se dedique a
dar vueltas por ahí. Le gusta llamar la atención.
Déjalo, Neal. Aquel es tu apartamento. Tu vida «doméstica». Vuelves a casa
porque no tienes otro sitio donde vivir. No la traigas a la isla de Hong Kong.
Probablemente no pueda atravesar el agua. ¿No dicen los chinos algo parecido? Que
no pueden saltar —por eso siempre hay peldaños en la entrada a los lugares sagrados
— y que no pueden cruzar por el agua. ¿No?
Veinte pasos hasta el control de tickets. Bueno, parece que la crisis matinal está
dejando de apuntarme con la pistola. El material realmente comprometedor está
guardado a cal y canto en lo más hondo de las entrañas de mi disco duro y Avril
simplemente no tiene tiempo de ponerse a husmear al azar. Tampoco tiene motivos. Y
además es imbécil. A medida que las idas y venidas de la Cuenta 1390931 se han ido
haciendo cada vez más complejas, mis medidas de seguridad se han hecho cada vez
más intrincadas, y mis mentiras más increíbles a medida que se sucedían las
ocasiones en que me salvaba de milagro. Lo que pasa es que los chupaculos de
Denholme Cavendish no quieren enterarse de la verdad, una verdad que hasta ellos,
que sufren la limitación de haber recibido una educación elitista, ya deben de estar
oliéndose a estas alturas. No te preocupes, Neal. Avril estará imprimiéndose su
queridísimo dossier de Mickey Kwan. Guilan estará haciendo un café tan espeso que
serviría para tapar grietas en el asfalto. A Theo me lo camelo con cualquier mandanga
sobre auditores con exceso de celo, y además, como les pasa a casi todos los
superiores, el orgullo le impedirá hacerme las preguntas más obvias. Theo se camela
al Comité de Cumplimiento de Cavendish con cualquier mandanga sobre capitales
bloqueados en bancos japoneses de doble cobertura. Ellos se camelan a Jim Hersch
con cualquier mandanga de que la empresa ha recibido órdenes taxativas de que
precisa poner las cuentas en orden durante el próximo trimestre, y este a su vez se
camelará al jefe de Llewellyn jurando y perjurando que tiene total y plena confianza
en que Cavendish Holdings está absolutamente limpia, en contra de lo que afirman
esos rumores propagados —y aquí voy a tener que ser sincero contigo, viejo amigo—
por los chinos, y no hace falta un doctorado en criminología para saber quién mueve
hoy en día los hilos de la policía popular de Hong Kong, ¿verdad, camarada? ¿Eh? Y
entonces, ale hop, todos cobramos nuestras bonificaciones de cinco ceros, cuatro de

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los cuales ya nos hemos gastado por adelantado, y el resto se esfumará en coches,
propiedades y divertimentos varios durante los próximos dieciocho meses. Has vuelto
a conseguirlo, Neal. Salvado por la campana. ¿Siete vidas? Setecientas setenta y siete
putas vidas, mejor dicho.
Todo en orden, Neal, esa es la segunda campana. Todavía te quedan sesenta
segundos.
—¿Neal? ¿Por qué no te subes al barco?
Esa sensación de cuando sabes que vas a vomitar y te preguntas qué es lo que has
comido.
No tengo lo suficiente en el estómago como para poder vomitar.
¿Qué está pasando? ¿Es ella, que me está reteniendo? ¿Tirándome del brazo?
No. No tiene nada que ver con ella. Yo sé cuándo ella está aquí, y ahora no lo
está. Y tampoco puede obligarme a hacer nada. Yo elijo. Yo soy el amo. Esa es una de
las reglas.
Había algo muchísimo más importante que ella.
Ayer por la noche, Avril y yo estábamos preparando un informe para el señor
Wae, el magnate de las navieras. El ordenador me estaba jodiendo los ojos. No había
probado bocado desde un sándwich mixto a media mañana, había atravesado por
diversas crisis de hambre y embotamiento, y el estómago me daba retortijones.
Alrededor de medianoche empezó a darme vueltas la cabeza. Bajé a la cafetería que
hay justo enfrente de la Torre Cavendish y pedí la mierdamburguesa triple más
grande que tuvieran, en realidad dos de ellas, y le eché diez terrones de azúcar al café.
Me lo bebí ayudándome de la lengua, y la sangre me empezó a cantar las mañanitas
del Rey David a medida que el azúcar entraba a raudales en mi organismo. Eso no es
normal, Neal. A la mierda la normalidad.
Observé cómo los coches, la gente y sus historias circulaban lentamente por la
calle. A lo lejos, una gigantesca bomba de bicicleta se accionaba a sí misma arriba y
abajo. Vi cómo los letreros de neón recitaban sus mensajes una y otra vez. Estaba
sonando una canción, un viejo éxito de Lionel Ritchie, el de la chica ciega. Un
dramón de tomo y lomo. Yo perdí mi virginidad al son de esa misma canción, debajo
de una montaña de abrigos en la fiesta de un colega en Telford. Vete tú a saber qué
coño hacía yo en Telford. Vete tú a saber qué coño hace nadie en Telford.
Entró un chaval con la novia. Él pidió una hamburguesa y una coca. Ella, un
batido de vainilla. El chaval cogió la bandeja, buscó una mesa libre —que no había—
y me pilló mirándolo. Se me acercó y en un inglés muy nervioso me preguntó si
podían sentarse en mi mesa. No era el inglés de un chino. Por lo general los chinos
preferirían morirse antes que sentarse con uno de nosotros. Eso, o simplemente llegan
y se acoplan ignorándote por completo. Le dije que sí con la cabeza, mientras sacudía
con un toquecito la ceniza de mi cigarrillo. Me dio las gracias muy serio, en inglés.
—Sankyou very mochi —dijo.
La chica era china, se notaba, pero hablaban en japonés. Él llevaba una funda de

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saxofón y una mochila pequeña con las etiquetas del avión todavía pegadas. No
tenían más de veinte años. Al chaval le hacía falta una buena siesta. No se abrazaban
en plan empalagoso ni se daban achuchones como muchos adolescentes chinos de
hoy en día. Simplemente tenían las manos cogidas encima de la mesa. Yo, por
supuesto, no entendía ni jota, pero supuse que hablaban de posibilidades futuras.
Estaban encantados de la vida. Entre los dos el aire rezumaba sexo, por lo que deduje
que todavía no lo habían hecho. No había ni rastro de esa atmósfera desidiosa de
dominio que se instaura tras las primeras veces.
Si Mefistófeles se las hubiese ingeniado para salir del grasiento bote de ketchup
en ese preciso instante y me hubiese dicho: «Neal, si te convirtiese en este chico, ¿le
entregarías tu alma al Señor del Infierno para toda la eternidad?», le habría
respondido: «Echando hostias». Por muy japo que fuera el chaval.
Me miré el Rolex: las doce y cuarto de la noche. ¿Qué vida era esa?

Me equivoqué al hablar del cielo. No es de un blanco insulso… Si te fijas, ves


marfil. Y un resplandor allí, justo encima de la montaña, donde el sol lo pule hasta
dejarlo como una finísima lámina de nácar.
Y el mar tampoco está vacío, sino salpicado de islas, justo en el horizonte.
Suaves pinceladas en el pergamino recién pintado que cuelga en el cuarto de la
señora Feng, cuatro pisos más arriba del nuestro.
Ejem, ejem. Te recuerdo, Neal, que las facturas de tu tarjeta de crédito harían
estremecerse a Bill Gates. Que el acuerdo de divorcio te va a arrancar casi todo el
dinero que creías tuyo. Y que a los abogados pringados en chanchullos como en los
que tú andas metido no se les ocurre dar plantones al señor Wae. Estos magnates
navales de Taiwan desayunan con políticos tan poderosos que pueden hacer aparecer
y desaparecer rascacielos.
¡Diez segundos para que suene la tercera campana y bajen las barreras! Deja tus
problemas existenciales para la hora de la comida —ya, claro, ¿cuándo fue la última
vez que tuve una hora para la comida?—, bueno, pues para cuando sea, ¡pero súbete
al puto barco ahora mismo! No pienso repetírtelo.
Un hombre cruza a galope tendido la pasarela que sale de las tiendas. Andy
Nosecuántos, recuerdo vagamente su rostro de la época en que me dio por frecuentar
el club de polo de Lantau. Por cierto, que mucho club de polo, pero ni un mísero poni
en toda la puta isla. La corbata Ralph Lauren le ondea como si fuera una serpiente y
lleva los cordones de los zapatos desatados, caramba, Andy Nosecuántos, deberías
tener más cuidado. Podrías caerte y partirte la crisma, y entonces para qué las prisas.
—¡Paren el barco! ¡Esperen!
Caramba, Andy Nosecuántos se cree Lawrence Olivier.
¿Es así como ella me ve? ¿Con esta indiferencia teñida de burla?
El guardián chino de la barrera, muy probablemente primo político del hermano
mellizo de la mujer del conductor del autobús, aprieta el botón y los tornos se cierran.

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El vuelo a media altura de Andy Nosecuántos termina con unas manos agarradas a
los barrotes y el aullido ahogado de un recluso enloquecido.
—¡Por favor!
El guardián chino señala el tablón HORARIO DE SALIDAS con un levísimo
movimiento de cabeza.
—¡Déjeme pasar!
El guardián sacude la cabeza y regresa a su cabina.
Andy Nosecuántos suelta un gañido, se busca a tientas el móvil y consigue que se
le caiga al suelo. Se aleja hablando con un tal Larry, inventándose excusas y soltando
una risa falsa.
El ferry sale del embarcadero y con un ronroneo se pierde en lontananza.
A veces no te entiendo.

Katy me insistió en que no la acompañase al aeropuerto. Su vuelo era por la tarde


y yo tenía un viernes criminal. La mesa de mi despacho se había convertido en el
lecho de un desfiladero flanqueado por dos formaciones inestables de contratos
apilados. Total, que el día en que se iba cogimos el autobús anterior al que siempre
cojo y fuimos a tomar un café juntos en la cafetería del puerto. Justo aquella de allí.
Sentado en la mesa de la ventana, Andy Nosecuántos ha sacado su ordenador portátil
y está aporreando el teclado como si estuviese tratando de impedir una guerra
termonuclear. Como siga en esa postura, todo encorvado, se va a hacer polvo la
espalda. No, él no lo sabe, pero está sentado en la misma mesa en la que Katy y yo
escenificamos nuestra Despedida Por Todo Lo Alto.
No fue una despedida por todo lo alto a lo Noël Coward. Neal Brose y Katy
Forbes ofrecieron un espectáculo mucho más desagradable. Ninguno de los dos
teníamos nada que decirnos, o mejor dicho, teníamos todo que decirnos, pero,
después de tantas noches de absoluto mutismo, de repente nos encontramos con que
no nos quedaba ni un suspiro juntos. Me imagino que hablamos del diseño de los
aeropuertos, de regar las plantas, de las cosas que Katy tenía ganas de hacer en cuanto
llegase a Londres. Era como si nos hubiésemos conocido la noche anterior,
hubiésemos echado un polvo en un hotel de Kowloon y acabásemos de despertarnos.
En realidad, llevábamos cinco meses sin mantener relaciones sexuales, concretamente
desde el día en que nos enteramos.
Mierda, era horrible. Horrible de verdad. Katy me estaba dejando.
De lo que mejor me acuerdo es de lo que no dijimos. No mencionamos a la señora
Feng, ni a ella. No dijimos de quién era la «culpa». (Por cierto, hay que joderse, miles
de años de esterilidad y a nadie se le ha ocurrido una palabra mejor que «culpa»).
Katy siempre fue una mujer compasiva. Nunca habíamos hablado de terapias,
clínicas, adopción, procedimientos, todo ese abanico de «soluciones alternativas»,

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porque en su momento ninguno de los dos habíamos tenido voluntad, y tampoco la
teníamos ahora. Digo yo que sería por eso. Si la naturaleza no se tomaba la molestia
de enlazarnos en fecunda unión, ni de coña nos íbamos a molestar nosotros. No
mencionamos la palabra «divorcio» porque resultaba algo tan evidente y cercano
como esa montaña de ahí enfrente. Tampoco mencionamos la palabra «amor»: era
demasiado doloroso. Yo estaba esperando a que ella la dijese primero. Tal vez ella
estuviese esperando lo mismo de mí. O tal vez es que habíamos dejado aquellos días
y aquellas noches para los capullos de ojos soñadores nacidos siete u ocho años
después de nosotros. Los chicos del bar de anoche. El amor estaba hecho para ellos,
no para viejos pedorros de más de treinta años como nosotros. Olvídate.
Recuerdo que ya había sonado la campana del barco. En este sitio, justo aquí, en
esta misma losa de piedra rosada que estoy pisando ahora mismo. Lo sé muy bien
porque todos los días la rodeo para no pisarla. Fue aquí donde pensé que debería
darle un abrazo y tal vez un beso de despedida.
—Más vale que te subas al barco —dijo.
Está bien, si ella prefería hacerlo así.
—Adiós —dije—. Ha sido bonito haber estado casado contigo.
Me arrepentí inmediatamente de haber pronunciado esas palabras, y todavía me
arrepiento. Sonaron como una frase de despedida. Se dio media vuelta y se marchó, y
a veces me pregunto: si hubiese corrido tras ella, ¿nos habríamos visto catapultados a
un universo completamente diferente, o simplemente me habría partido la cara?
Nunca lo supe. Obedecí la llamada de la campana. Avergonzado como estaba, no
miré a ver si seguía en el muelle, así que no sé si me dijo adiós con la mano.
Conociéndola, lo dudo. En cualquier caso, tardé unos cuarenta y cinco segundos en
olvidarla. En la página cinco del South China Business News, diez renglones raptaron
mi atención. El Capital Transfer Inspectorate, un nuevo órgano investigador chino-
americano-británico especializado en transferencias de capitales, acababa de hacer
una batida en las oficinas de una compañía comercial llamada Silk Road Group. No
era muy conocida para el gran público, pero para mi si. El viernes anterior había
recibido la orden de transferir personalmente 115 millones de dólares desde la Cuenta
1390931 al Grupo Silk Road.
Mierda.

No había nadie más que yo.


La carretera que salía del embarcadero y de la aldea del puerto conducía al club
de polo. Hoy las banderas pendían fláccidas. Pasado el club de polo, la carretera se
convertía en una pista de tierra. La pista llevaba a la playa y ahí se convertía en un
sendero que bordeaba sinuoso la orilla. Nunca lo había recorrido, así que no tenía ni
idea de dónde podía terminar. Un pescador alzó la vista, sin dejar de tejer una red con
sus nudosos dedos, y nuestras miradas se cruzaron por un instante. Me había olvidado
de que, fuera de mi Villacondenados del alquiler a corto plazo, hay gente que

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realmente pasa toda su vida en Lantau Island.
Mi padre solía llevarme de pesca los fines de semana a un pantano de lo más
lúgubre, perdido en mitad de Snowdonia[5]. Era electricista. Un trabajo honrado, un
trabajo de verdad. Vas a las casas de la gente y les instalas los conmutadores, les
bajas la acometida, les arreglas las chapuzas de los electricistas piratas y de los
manazas del bricolaje para evitar que se les incendie toda la casa. Mi padre no paraba
de soltar los aforismos típicos del oficio. «Dale un pez a un hombre, Neal, y le quitas
el hambre un día. Enséñale a pescar y le quitas el hambre para toda la vida».
Estábamos pescando en el pantano cuando le anuncié que iba a estudiar empresariales
en la Politécnica. Simplemente asintió, me dijo: «Con eso igual consigues un buen
trabajo en un banco», y echó la caña. ¿Fue ese el comienzo del camino en el que aún
me encuentro? La última vez que fuimos a pescar fue cuando le dije que me había
contratado la filial de Cavendish en Hong Kong con un sueldo tres veces mayor que
el del director de mi antiguo colegio.
—Eso es estupendo, Neal —dijo—. Tu madre estará orgullosa de ti.
Yo había esperado una reacción mayor por su parte, pero por aquel entonces mi
padre ya estaba jubilado.
A decir verdad, la pesca me aburría. Prefería quedarme viendo el fútbol por la
tele, pero mi madre me insistía en que lo acompañase, y yo la obedecía. Ahora me
alegro de haberlo hecho. Incluso hoy en día, la palabra «Gales» me trae a la memoria
el sabor de los sándwiches de atún con huevo, del té con leche poco cargado, y la
imagen de mi padre contemplando un lago tenebroso rodeado de frías montañas.

Su aparición fue como el runrún de una nevera. Un sonido al que resulta fácil
acostumbrarse antes incluso de oírlo. Yo no sabía cuánto tiempo llevaban abiertos los
armarios, ni el aire acondicionado encendido, ni las cortinas descorridas de un tirón
antes de percatarme de su presencia. El hecho de vivir con Katy postergó el
descubrimiento. Katy pensaba que era yo el que hacía lo que hacía ella, y yo pensaba
que era Katy la que hacía lo que hacía ella. No llegó de esa forma tan dramática que
sale en las películas. No hubo objetos volando por la habitación, ni aparatos
embrujados, ni mensajes ridículos escritos en mi ordenador o compuestos con las
letras magnéticas de la nevera. Nada que ver con El exorcista ni con Poltergeist. Su
llegada fue más bien como una enfermedad que, pese a estar ya en fase terminal,
avanza de manera tan imperceptible que resulta imposible de diagnosticar hasta que
ya es demasiado tarde. Pequeñas cosas: objetos escondidos, la miel colocada en lo
alto del armario, libros que aparecen en el lavaplatos. Cosas por el estilo. Llaves.
Tenía fijación por las llaves. No, nunca fue una huésped descarada. Katy y yo
bromeábamos sobre ella antes incluso de creer en su existencia: Vaya por Dios, ya
está otra vez el fantasma.
Al final, sin embargo, creo que llegó a afectarnos a los tres más profundamente
que cualquier cantidad de vasos hechos añicos.

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Recuerdo muy bien el día en que el runrún se convirtió en ruido. Era un domingo
por la tarde, el otoño pasado. Por una vez yo estaba en casa. Katy había ido a hacer la
compra al supermercado. Yo estaba vegetando en el sofá con un ojo en el periódico y
otro en La jungla de cristal 3 doblada al cantonés. Me di cuenta de que había una niña
jugando delante de mí, tumbada boca abajo sobre la alfombra y haciendo que nadaba.
Sabía que estaba ahí, y sabía también que aquella niña no existía.
La conclusión era obvia.
El miedo me echó el aliento en la nuca.
Medio edificio saltó por los aires.
—Será mejor llamar a más agentes del FBI —dijo el asistente idiota que no
confiaba en Bruce Willis.
La Razón hizo acto de presencia, esgrimiendo una orden de arresto. Me ordenó
que me comportase como si no estuviese sucediendo nada malo. ¿Qué iba a hacer yo?
¿Salir gritando del apartamento a… dónde? Tarde o temprano habría tenido que
volver. También tenía que pensar en Katy. ¿Qué iba a decirle, que teníamos un
fantasma vigilándonos de la mañana a la noche? Si bajaba este puente levadizo, ¿qué
más podría suceder? Me obligué a fingir que iba a terminar de leer el artículo,
aunque, para el caso, podría haber estado escrito en mongol.
Había conseguido ponerle las esposas al miedo, pero no pude evitar que siguiese
gritando a pleno pulmón, ¡Hay un maldito fantasma en el apartamento! ¡Un maldito
fantasma!, ¿me oyes?
Ahí seguía, nadando. Ahora de espaldas.
Tuve que bajar el periódico. El hecho de que ella estuviese, o no estuviese, allí
¿significaba que me había vuelto loco?
¿Qué sabía yo de ella?
Solo que no me estaba amenazando.
Doblé el periódico y miré en la dirección en que había creído verla.
Nadie, ni nada. ¿Lo ves?, dijo la Razón con petulancia.
Neal, se dijo Neal a sí mismo, se te está yendo la olla.
Me dirigí con resolución hacia la cocina.
La oí reírse a mis espaldas.
Que te jodan, le dijo el Miedo a la Razón.
Oí un ruido en la cerradura y el tintineo de las llaves de Katy en el descansillo. Se
le cayeron. Fui hasta la puerta y se la abrí. Estaba agachada, de manera que no me vio
la cara, de lo cual me alegré.
—¡Uf! —exclamó Katy, sonriendo mientras se levantaba.
—Bienvenida a casa —dije—. Caramba, ¿es champán?
—Champan langosta y cordero, mi cazador-recolector. Te habías quedado
dormido, ¿verdad? Estás todo grogui.
—Eh… sí. No me digas que me he vuelto a olvidar de tu cumpleaños.
—No.

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—¿Entonces, qué pasa?
—Quiero cebarte para que fabriques un montón de espermatozoides y te pongas
retozón. He decidido que quiero tener un hijo. ¿Qué te parece?
Típico de Katy.

Llegué a un patio todo destartalado y cercado de casitas de pescadores medio


desmoronadas. El sendero se ramificaba en varias direcciones. Un perro negro me
observaba con su único ojo, mirándome por lo que soy. Habría preferido verlo
encadenado. ¿Qué probabilidades hay de que tenga rabia? A decir verdad, bastantes
de sus amos parecían tenerla. Una mujer se puso en pie y salió de detrás de una col
tan grande como una pequeña choza.
—¿Tú ir al Gran Buda, sí? —preguntó.
Me vi a mí mismo, entrando a trompicones en su patio. Un demonio extranjero
con cazcarrias, zapatos fabricados en Pennsylvania, una corbata de seda de Milán y
un maletín repleto de artilugios japoneses y estadounidenses que valían más dinero
del que ella veía en tres años. ¿Qué pensaría de mí?
—Sí —contesté.
Señaló con una hortaliza mocha hacia uno de los senderos.
—Gracias.

Al principio el sendero estaba despejado, pero a medida que se internaba en el


bosque fue haciéndose más borroso. Hojas, tallos, brotes, nódulos, espinos,
matorrales. Un pájaro vulgar de color tierra, trinando en ópalo y esmeralda. Yerba
seca. Tierra, piedras, rocas sueltas, gusanos moviéndose bajo la superficie.
No estoy pensando en eso. El día apenas empezaba a animarse.
Oí un helicóptero y me imaginé a Avril y a Guilan, con auriculares y prismáticos,
asomados oteando el terreno. Avril estaría hablando delante de una cámara como la
corresponsal de tráfico de una emisora de radio. Solté una risita. Algo saltó y cayó
con un ruido sordo en la maleza. Me quedé inmóvil, pero no oí nada más. Me vino un
pensamiento a la cabeza. ¿Hay serpientes en Landau Island?
Treinta y dos días tiene septiembre,
con abril, junio y noviembre.
Y los demás que se jodan…
Los insectos me zumbaban alrededor de la cabeza ansiosos por aplacar su sed con
mi sudor.

Es el momento de hacer entrar en escena a la asistenta.


Fue idea de Katy, las cosas como son. Yo nunca quise tener una, no fui yo quien
la eligió, y durante los primeros seis meses, hasta este invierno, ni la vi. Es más, ni
siquiera llegue a conocerla hasta que Katy no hubo regresado a Inglaterra. En
Cavendish había un círculo de hombres aficionados a contratar asistentas dispuestas a
prestar otros servicios aparte de ahuecar almohadas y llevar a los niños al colegio. La

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mayoría de los que trabajan en Cavendish contrataban filipinas porque no tenían
permiso de residencia y en consecuencia estaban obligadas a ser más dóciles.
También sabían que cuanto más complacientes fueran, más probabilidades habría de
que cuando su amo se marchase de Hong Kong se las pasase a otro colega.
Tal vez Katy había oído esas historias en el club de mujeres. Tal vez eso explica
por qué prefirió una asistenta china. Me quedé sorprendido cuando me dijo que
quería una. Katy provenía de una familia de clase media-alta de Cambridge, pero con
un nivel de ingresos decididamente de clase media-baja; una de esas familias
obligadas a tirar de apellido y a apretarse el cinturón para poder mandar a los niños a
un buen colegio. Que nos habíamos conocido en un bufete de Londres, coño, no en la
Cámara de los Lores.
Pero ahora estábamos aquí, en las colonias. Bueno, en las excolonias. Me
decepcionó que se hubiese dejado influir por el club de esposas. Aunque, como Katy
señalaba, no era yo el que tenía que ir detrás de mí limpiando la porquería que yo iba
dejando. No tuve nada que objetar cuando me dijo que después de quedarse
embarazada iba a tener que tomarse las cosas con más calma. Yo tenía la sospecha de
que de repente le había dado por ese rollo de tender puentes entre culturas y había
decidido penetrar en la psique china por hobby.
Si mi sospecha era fundada, hay que reconocer que a Katy le salió el tiro por la
culata. Lo único que consiguió con su nuevo hobby fueron disgustos, disgustos que
luego ella me transmitía a mí en cuanto entraba por la puerta. Katy le hacía regalos,
pero la asistenta los aceptaba sin decir ni media. Katy decía que era arisca e
inescrutable, y que no hacía más que soltar indirectas muy directas sobre las penurias
de su familia en la China continental: que si estaban famélicos, que si les hacía falta
más dinero… Katy sospechaba que por las noches trabajaba en un bar de alterne para
ganar más dinero. No estaba segura, pero le parecía que le habían desaparecido unos
pendientes de oro. Ahora que lo pienso, me preguntó si aquello no sería obra de
nuestra pequeña huésped.
—Si no estás contenta con ella, despídela.
—¿Y qué va a ser de su pobre familia?
—¡No es problema tuyo! No eres la madre Teresa de Calcuta.
—Habló el típico abogado.
—Eres tú la que se pasa el día quejándose de ella.
—Quiero que hables con ella, Neal.
—¿Por qué yo?
—Yo ya lo he intentado, pero en esta cultura las mujeres solo respetan a los
hombres. Simplemente ponte firme. Voy a darle este sábado libre y pedirle que venga
el domingo. No vayas a faltar.
—Pero los pendientes no son míos.
No debí haber dicho eso.
Cuando conseguí calmarla, le pregunté qué es lo que tenía que decir.

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—Dile que quizá no nos explicamos bien cuando la contratamos, pero que
exigimos un cierto nivel de profesionalidad.
—A ver si es que simplemente es una vaga de mierda. ¿Qué te hace pensar que
mis palabras van a surtir efecto?
—Es la mentalidad china: si les enseñas quién es el que manda, te hacen caso. A
mí me mira como si yo fuese una mierda. La mujer de Theo me ha dicho que a ella le
pasaba igual. Da igual incluso que no te entienda del todo. Se enterará por tu tono de
voz.
Y el domingo siguiente conocí a la asistenta. Así pues, fue Katy la que hizo que
nos encontrásemos.
Yo me había imaginado a una señora de la limpieza. Más que asistenta, era una
doncella. Le eché unos veintiocho o veintinueve años. Llevaba un uniforme blanco y
negro, y unas medias negras. Aquel tejido debía de hacerla sudar. Me escuchó con
aire indiferente mientras yo le solté el típico discursito, evitando en la medida de lo
posible mirarme a los ojos. Tenía un melena de lo más sensual y la piel oscura. A los
treinta segundos de estar juntos en la misma habitación, me di cuenta de que
acabaríamos follando, y de que ella también se había dado cuenta.
Y desde entonces, incluso las noches en que Katy y yo hacíamos el amor tres
veces para que se quedase embarazada, cerraba los ojos y me imaginaba a la asistenta
debajo de mí.

Detrás del monasterio trapense, el sendero se empinaba bruscamente hacia la


mañana purpúrea. Enseguida los últimos árboles quedaron muy abajo. ¡No sabía que
hubiera tanto cielo aquí arriba! Me quité la chaqueta y me la eché al hombro. Todavía
llevaba el maletín.
Llegué hasta un peñasco y me senté. El corazón me vibraba como la cuerda de un
contrabajo. ¿Debería tomarme una de esas pastillas? El doctor que atiende a la gente
de Cavendish, un matasanos chino, se había limitado a decirme:
—Tómese tres de estas al día y se pondrá bueno.
—Sí, pero ¿qué es esto que me está dando? —le pregunté.
—Un frasco de pastillas rosas, otro de verdes y otro de azules.
Gracias, tronco. Me parece que voy a pasar de tomármelas.
Un proceso alquímico estaba alterando el color del cielo. El bruñido del sol estaba
transformando plomo deslucido en plata. Y la plata a su vez se velaba de azul. Al
final se iba a quedar un día espléndido.
Cerca de mí, una roca peluda alzó la cabeza pestañeando. Me miró con aire
afligido y mugió. No había estado tan cerca de una vaca que no me estuviese
comiendo desde… ¿quién sabe? Desde Gales, que yo supiese. Hong Kong refulgía a
lo lejos, a través de la calima. Rascacielos, edificios en obras, un clamor vertical y
ascendente, como árboles en una jungla.
De repente me sonó el móvil, provocándome una recaída instantánea.

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¡Qué coño he hecho! ¡Dios mío, por favor, despiértame! ¡Por favor!
La vaca mugió compungida. Mierda. Mierda. Doble mierda elevada al cuadrado.
Soy un abogado que se mueve en un mundo en el que «trece» significa «trece
millones de dólares», ¡y aquí estoy, faltando al trabajo como un colegial que se fuma
la clase de matemáticas! ¡Los taiwaneses! ¡Piensa, Neal! Necesitas una excusa
bastante grave, bastante verosímil, y al mismo tiempo demasiado inverosímil para ser
mentira. ¿Un secuestro? No. ¿Un infarto? Avril sabe que estoy tomando pastillas.
¿Un ataque epiléptico? ¡Piensa! Unos vómitos graves, violentos, que me han dejado
incapacitado… ¿Ah, sí?, y entonces, ¿por qué no estoy en el barco? Además, tendría
que pagar a un doctor, hacerme con una factura, y un testigo fiable…
¡Contéstame! ¡Que me contestes!
Apreté CONTESTAR, y dije, esto…
Neal, ¿no va siendo hora de que aprendas a reconocer una situación de crisis?
Estoo… Nada. Escuché el corazón de Neal. Sonaba como una granada de
percusión lanzada en un valle vecino.
—¿Neal? ¿Neal? —Era Avril, por supuesto—. ¿Dónde estás, Neal?
Una mosca enorme me aterrizó en la rodilla. Un triciclo gótico. Mi recaída había
terminado.
—¿Neal? ¿Me oyes? Chiang Yun está aquí. Está siendo muy cortés, pero le
gustaría saber qué es eso tan importante que te impide llegar puntualmente a esta
reunión. Y a mí también me gustaría saberlo. Y a Jim Hersch también. Y por si
Chiang Yun no es lo bastante importante como para merecer tu valioso tiempo, te diré
que el señor Gregorski de San Petersburgo ya te ha llamado dos veces, y todavía no
son ni las nueve.
Me miré el Rolex. Caramba, cómo pasa el tiempo. La vaca frunció el ceño.
Percibí el olor de su mierda por allí cerca.
—Sé que estás ahí, Neal. Te oigo respirar. Más vale que sea buena. Más vale que
sea de cine. Como mínimo que se ha hundido el ferry, porque si no esta vez no te
salvas. ¿Neal? ¿Me oyes, Neal? Muy bien, escúchame Neal, si no puedes hablar, dale
dos toquecitos al teléfono ahora mismo, ¿vale?
¡Ajá! ¡Una sombra de duda entre tanto desprecio! Me reí entre dientes. Avril, tan
ingeniosa como siempre. Esta chica llegará lejos, muy lejos.
—¡Neal! ¡No me hace ninguna gracia! ¡Estás tirando a la basura uno de los
contratos más importantes que jamás hayamos visto! ¡Uno de los más importantes
que jamás hayan existido! Vas a obligarme a contárselo a D. C. ¡No pensarás que voy
a comerme yo este marrón!
Ah, cállate la puta boca. Apagué el chisme y lo deje encima de la piedra caliente.
Un buitre volaba en círculos y había una nube con forma de yunque.

Nunca los ves llegar. Acechan en los rincones más recónditos, donde nunca
pasamos el polvo. Crecen desmesuradamente, y durante todo ese tiempo ni siquiera

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sueñas con ellos, no con su forma verdadera. Hasta que de repente un día se produce
un encuentro casual, un atisbo de lo que ignorabas desear, y una puerta se abre…

Avril me llamó al busca. Jesús, iba armado hasta los dientes con artefactos de
telecomunicaciones. Me lo quité del cinturón como John Wayne despojándose de la
cartuchera después de un día de trabajo agotador masacrando bandoleros chicanos de
dientes podridos. Abrí el maletín. Dentro estaban el dossier de Mickey Kwan —mira
tú por dónde— y la tarjeta de visita de Huw Llewellyn. Guardé dentro el busca y el
móvil. Me puse de pie, eché el brazo hacia atrás para coger impulso y lancé el
maletín al vacío. Describió una elegante parábola y aún pude oír el busca, maullando
como un gato de raza. El maletín se estrelló contra la ladera de la montaña y se
precipitó cuesta abajo dando saltos mortales… trazando hermosas y enormes elipses,
lo bastante rápido como para matar a alguien del impacto, como Mamá Leona, como
un acróbata, como un lemming, como Piggy, en El señor de las moscas.
Mi maletín se quedó por un instante suspendido en el aire, iluminado por el sol de
la mañana, ingrávido.
Y entonces se lanzó al mar en picado como un alcatraz.

Al parecer, a Katy se le había olvidado despedir a la asistenta. Una semana


después de que se marchase volví a casa y me encontré la colada hecha, los platos
lavados y cuidadosamente apilados, el cuarto de baño limpio y las ventanas
relucientes. Hasta me había p anchado las camisas: benditos sean esos pezoncitos
chinos de color ciruela.
Yo no tenía la menor intención de renunciar a todo eso. Durante la semana tenía
que programar en mi agenda hasta cuándo cagar. En serio.
La asistenta no tardó en averiguar que Katy se había ido.
Vino un domingo por la mañana. Yo estaba tumbado en el sofá viendo Barrio
Sésamo. Oí las llaves, y entró como Pedro por su casa. No llevaba puesto el mandil.
Cerró la puerta con llave, vino hacia mí como si yo fuera un objeto inanimado, se
me arrodilló delante y empezó a masajearme la polla con una mano. Epi, Blas y
Caponata estaban cantando la canción de la letra A. Fui a darle un beso, pero me
empujó la cara hacia atrás con la mano y allí la dejó, mientras con la otra me seguía
acariciando en círculos cada vez más ceñidos. Me quitó la camiseta y me bajó los
pantalones con el pie. Atlética la chica. Me enganchó del pellejo entre las pelotas con
dos dedos, como si fuera la argolla en la nariz de un buey, me llevó hasta el
dormitorio y me tumbó en la cama, en el lado de Katy. Se quitó los pantalones y se
arrodilló en mis costillas. Empecé a desabrocharle los botones, pero hizo un ruido así
como tchtchtch, me dio un bofetón y me hincó las uñas en el escroto hasta que me
rendí. Y entonces habló, por primera, y casi última, vez.

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—Di que me quieres a mí, que no quieres a Katy la Puta.
—Sí.
—¡Dilo!
—Te quiero a ti, no a ella.
—Di: Katy la Puta es una mierda, yo soy mujer de verdad.
No puedo decir una cosa así.
Siempre con mis testículos como rehenes, se quitó el top con una mano y se
desabrochó el sujetador. Oí unas risas en la otra habitación. Los pezones se le
pusieron duros y oscuros como en un cuento.
—Era una zorra. Una mierda. Tú eres una mujer de verdad.
—Tú darás dinero. Tú darás cosas de ella. Todas. De regalo.
—Se llevó casi todo.
—Ha dejado muchas cosas. Ahora mías. Dilo.
Su mano me recorría la verga apretándomela cada vez más fuerte.
—Ahora son tuyas.
Me agarró la mano y se la puso en el pecho.
—Di: Eres más fuerte que yo.
—Eres más fuerte que yo.
Una vez concluidas las formalidades, finalizados los rituales y firmado el
contrato, se me tiró encima. Durante una milésima de segundo pensé en
contraceptivos, pero la calidez, la húmeda y el ritmo me arrastraron cada vez más
lejos.
En un momento dado traté de ponerme yo encima, pero me mordió y me clavó los
codos hasta volver a tumbarme de espaldas.
Más tarde, el ventilador zumbaba sobre nuestros cuerpos. No quedaba rastro de
todo aquel fuego salvo el olor de la bajamar. Me sentía… No sé cómo me sentía…
Igual no sentía nada. La sintonía de despedida de Barrio Sésamo tocó a su fin.
Se levantó y se sentó en el tocador de Katy. Abrió el cajón, cogió un collar de
perlas y se lo abrochó en torno al cuello. Un cuello más esbelto que el de Katy.
Volví a desearla. Esto iba a costarme mucho más que dinero, así que, ya puestos,
por qué no sacarle el máximo rendimiento a mi inversión y arruinarme a lo grande.
Me levanté y me la follé por detrás, encima del tocador. Rompimos el espejo.
El sexo con la asistenta se convirtió en una droga. Un pinchacito y ya estaba
enganchado. Pensaba en ella en el trabajo. Por las noches, al llegar a casa, era meter
la llave en la cerradura y ya tenía una erección. Si al entrar olía la colonia de Katy, es
que me estaba esperando. Si no, bueno, si no, tenía que conformarme con el whisky.
En la oficina, Hugo Hamish y Theo trataron un par de veces de convencerme de que
los acompañase a tomar unas copas al Mad Dogs, creyendo que estaba hecho polvo
por lo de Katy, pero, a decir verdad, tampoco es que pensase mucho en ella. Katy
ocupaba otro compartimento, y no tenía por qué encontrármela a menos que fuese a
buscarla ex profeso. La asistenta era diferente: era ella la que venía a buscarme a mí.

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Una noche, al llegar a casa y ver los zapatos de la señora Feng en la entrada, supe
que había problema a la vista. La señora Feng y Katy estaban sentadas en la mesa del
comedor. Las dos tenían esa expresión de «hablando del rey de Roma». El caso Neal
Brose estaba listo para sentencia.
—Neal —dijo Katy con su voz de directora de colegio, la que poma cuando
estaba hecha un manojo de nervios pero quería parecer tranquila—. La señora Feng
me estaba comentando lo de nuestra inquilina. Siéntate.
Yo quería una cerveza, quería una ducha, quería un filete con patatas, quería ver
el Manchester United Liverpool por la parabólica.
—¡Escucha a la señora Feng antes de ponerte a hacer nada!
Cuanto antes terminase aquello, antes podría retomar mis planes para aquella
noche.
La señora Feng esperó a que me sentase y dejase de revolverme inquieto. Me
miraba como si fuese un sospechoso en una ronda identificatoria.
—No estáis solos en este apartamento.
—Ya lo sabemos.
—Ahora está escondida. Es una niña pequeña y me tiene miedo.
No me extraña. La señora Feng tenía los ojos de cristal ahumado. Juro que cada
vez que parpadeaba se oía el silbido de unas puertas correderas.
—Hay tres posibilidades. Durante siglos, al anochecer, a los niños no deseados se
los abandonaba en Landau a merced de las bestias salvajes y de las frías noches de
invierno. La suya podría tratarse de uno de esos niños de antaño, aunque rara vez
habitan en edificios modernos. La segunda posibilidad es que sea uno de los
indeseables capturados por los japoneses cuando ocuparon Hong Kong durante la
Segunda Guerra Mundial. Los traían a Discovery Bay, los mandaban cavarse sus
propias tumbas, justo donde se construyó la Fase 1 en los setenta, y los fusilaban de
forma que cayesen de espaldas en las fosas. Tal vez la pobre había robado una
baratija. La tercera posibilidad es que sea una… No sé cómo se dice en inglés. Que
sea la hija de un gwai lo y una empleada doméstica. El hombre se habría marchado de
Hong Kong y la empleada habría arrojado a la niña por la ventana de uno de estos
edificios.
—Puericultura de vanguardia.
—¡Cierra el pico, Neal!
—Un niño supondría una desgracia, pero una niña, peor todavía. Ocurre a
menudo cuando los padres no son ricos, aunque estén casados y los dos sean chinos.
Las dotes de las hijas pueden comprometer la vida marital de una pareja. Me parece
que ella es una de esas.
¿Por qué me miraban las dos? ¿Era culpa mía?
—Hay algo más —dijo Katy—. La señora Feng dice que se siente atraída por los
hombres. Por ti.
—¿Sabes lo que me estás pareciendo?

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—La señora Feng dice que me ve como su rival y que mientras sigamos aquí,
nunca podré tener un bebé. Vamos a tener que irnos de Lantau. No puede atravesar el
agua para seguirnos.
—El doctor Chan nos comunicó una razón ligeramente más verosímil para la no
comparecencia de un Brose-Forbes junior, ¿no te parece, Katy?
Mierda, me salió mal el comentario.
—¿Me estás diciendo que todo es producto de mi imaginación?
—Es cierto que de vez en cuando aquí hay una presencia. Pero los precios
estratosféricos de los alquileres en Central y en Victoria Peak suponen una realidad
bastante más concreta. Y cuando se trata de pasta, hasta los chinos se olvidan del
sagrado feng shui de los cojones. Olvídate, Katy. No nos podemos permitir mudarnos
de casa. Y ni hablar de irnos a vivir a Kowloon con la Triada, la chusma y los
inmigrantes. Como tengas un bebé allí, te lo hacen picadillo y lo ponen a desecar para
venderlo como medicina.
La señora Feng nos observaba. Se estaba divirtiendo, seguro.
—Señora Feng —dije—. Usted que lo sabe todo, ¿qué es lo que tenemos que
hacer? ¿Llamar a un exorcista?
Mi sarcasmo ingresó cadáver. La señora Feng asintió levemente con la cabeza.
—En circunstancias normales, sí. Les podría recomendar unos cuantos
geománticos especializados. Pero este apartamento es de tan mal agüero que creo que
no tiene remedio. Tienen que marcharse de aquí.
—No vamos a mudarnos. No podemos.
La señora Feng se levantó.
—Entonces, con su permiso.
Katy se levantó y empezó a emitir sonidos en plan «¿no quiere quedarse a tomar
otro té?», pero la anciana ya estaba en el umbral.
—Cuidado —nos advirtió sin volverse— con lo que hay al otro lado de la puerta.
Mientras yo trataba de descifrar qué cojones significaba eso, Katy se levantó y se
metió en el cuarto de invitados. La oí cerrar con llave.
Una locura, una puta locura. Me cogí una cerveza y me tumbé en el sofá. Estaba
muy cansado como para prepararme algo de comer. Gracias, Katy. Has tenido todo el
puto día para poder preparar algo. ¿Qué más da que haya un puto fantasma?
Joder, no sabía que hubiera tantos cerrojos en esta casa.

La parejita del bar de anoche… No me los quitaba de la cabeza.


Katy y yo. ¿Que le sucedió al Amor?
Bueno, pues resulta que el Amor se acostó. Folló, una y otra vez, hasta romperse
el nabo, francamente. Entonces el Amor miró alrededor en busca de otra cosa que
hacer y vio que todos sus encantadores amigos tenían hijos encantadores. De manera
que el Amor decidió hacer lo mismo, pero le seguía viniendo la regla, igual que
siempre, por más que se hiciese inseminar. Entonces el Amor acudió a una clínica de

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esterilidad y descubrió la verdad. Que yo sepa, el fiambre del Amor sigue ahí hasta
hoy mismo. Y esta, niños y niñas, es la Historia de lo que le sucedió al Amor.
Me gustaría volver al bar y decirles:
—Vosotros dos, oídme bien: estáis enfermos. No estáis viendo las cosas tal y
como son.
¿Quién eres tú para decirle a nadie que está enfermo, Neal?

Aquella noche llamó Katy. La asistenta acababa de irse hacía dos minutos. Estaba
metiéndome en la ducha en ese preciso instante, todo pringoso aún. ¿Cómo se las
arreglan las mujeres para ser tan oportunas? Se puso a hablar con el contestador
automático. Estaba borracha. Dejé que hablase y me quedé escuchando en pelota
picada, de pie en mitad del salón, oliendo a una sesión de sexo múltiple con la
asistenta que Katy había odiado.
—Neal, sé que estás ahí. Estoy segura. Aquí son las cinco de la tarde, no sé qué
hora será ahí, las once, creo. —Yo tampoco lo sabía—. Estoy viendo la paliza que les
están dando a los tenistas ingleses en Wimbledon… Solo quería saludarte, no sé muy
bien por qué te he llamado, la verdad. Yo estoy bien, gracias, y tú, ¿cómo estás? Yo
bien. Buscando piso. La semana que viene voy a firmar el contrato de alquiler de un
pisito en Islington. Las tuberías meten ruido pero por lo menos no hay fantasmas.
Perdona, no ha tenido gracia. Estoy trabajando un montón de horas como secretaria
en la OTT de Cecile, solo para no perder la práctica. Vernwood se ha ido a Wall
Street. Su puesto se lo han dado a un fiera recién salido de la Facultad de Economía.
Me preguntaba si en algún momento podrías mandarme la silla Reina Ana, que ya
sabes que vale una pasta. Hablé con tu hermana la semana pasada, me encontré con
ella por casualidad en Harvey Nichols. Me dijo que te acababan de ampliar el
contrato por otro año y medio… ¿Vas a venir en Navidades? Estaría bien vernos, en
fin, no sé, aunque seguramente tendrás que ver a mucha gente y tal… Me dejé
algunas joyas en tu apartamento. No nos haría ni pizca de gracia que las pillase esa
asistenta y se escapase a China con ellas, ¿verdad? Me parece que nunca me llego a
devolver las llaves. Yo que tú cambiaba la cerradura. Estoy bien, pero me hacen falta
unas vacaciones. Con cuarenta años me basta. Bueno, si cuando llegues no estás muy
cansado, dame un toque, que voy a pasarme las próximas dos horas viendo la final de
dobles… Ah, tu hermana me pidió que te dijese que llamases a tu madre… Tu padre
está otra vez con esa historia suya del páncreas… Bueno, adiós.
Nunca llegué a devolverle la llamada. ¿Qué iba a contarle?

Una tumba. De espaldas a la montaña, de cara al mar. El sol, alto y mortífero. Me


quité la corbata y la colgué de un árbol espinoso. Era inútil tratar de leer el nombre
del inquilino de la tumba. El chino tiene millares de jeroglíficos que lo convierten en
el sistema de escritura menos práctico del mundo. Yo me sabía seis: alcohol,
montaña, río, amor, salida. A veces pienso que estos jeroglíficos representan

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perfectamente a los chinos, que han logrado sobrevivir a través de los siglos
ocultando sus significados bajo sus similitudes para burlar a los extranjeros, y
permanecer en definitiva inmunes a cualquier intromisión. Ni siquiera el mismísimo
Mao consiguió modernizar el idioma.
Remonté la última cima y continué por el sendero. Vi un arroyo de agua salobre,
un arbusto repleto de pájaros y una mariposa de alas listadas como una cebra y tan
grandes como platillos de aperitivo. Extravié el sendero un par de veces, pero él
siempre terminaba por encontrarme. Me recordaba a los Brecon Beacons[6]. Me hice
adulto cuando me di cuenta de que todos los lugares son prácticamente iguales, como
las mujeres.
De repente se acabó el sendero. Era una pista falsa. Iba a tener que volver sobre
mis pasos y atravesar de nuevo aquel laberinto de grama y espino. Me senté a
contemplar el panorama. Estaban ampliando el nuevo aeropuerto sobre terrenos
ganados al mar. Unos bulldozers diminutos jugueteaban en las refulgentes marismas.
El sudor me caía por las muñecas, el pecho y la raja de las nalgas. Tenía los
pantalones pegados a los muslos. A esa hora me tocaba tomarme las pastillas, pero
estaban dentro de un maletín en el fondo de una bahía.
Me pregunté si habrían enviado a alguien a buscarme. A Ming, probablemente.
Sin duda, Avril estaría ocupadísima registrando a fondo mi disco duro, con Theo
Fraser a su lado. ¿En qué iba a acabar ese registro? ¿Todos esos correos electrónicos
desde San Petersburgo, todas esas transferencias de seis y siete ceros en plan «a mí
que me registren» a lugares tan a trasmano?

Hasta que no se convive con un fantasma no se sabe lo que supone. Uno se


imagina que la cosa consiste en pasarse el día entero dando vueltas obsesionado,
muerto de miedo, esperando a que te llame el exorcista. Y no es así. Es más bien
como vivir con un gato muy particular.
En los últimos meses he estado viviendo con tres mujeres. Una era un fantasma, y
ahora es una mujer. Otra era una mujer, y ahora es un fantasma. Y otra era un
fantasma, y siempre lo será. Esta, sin embargo, no es una historia de fantasmas: el
fantasma permanece en un segundo plano, donde debe estar. Si estuviese en un
primer plano, sería una persona.

Katy y yo volvíamos de no sé qué fiesta idiota organizada por la empresa.


Entramos juntos en el portal y dejé el maletín en el suelo para mirar el buzón. Había
unas cuantas cartas. Ya en el ascensor, fuimos abriendo los sobres. A mitad de camino
me di cuenta de que me había olvidado el maletín abajo. Al llegar al piso catorce,
Katy salió y yo bajé al portal, cogí el maletín y subí de nuevo a nuestro piso. Al
abrirse las puertas, vi que Katy todavía no había entrado en casa y supe que pasaba
algo grave.
Estaba lívida y temblando.

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—Está cerrada. Con el pestillo echado. Por dentro.
Ladrones. ¿En el piso catorce? Todavía debían de estar dentro.
No eran ladrones, y los dos lo sabíamos.
Ella había vuelto.
No sé cómo se me ocurrió, pero el caso es que saqué mis propias llaves, las agité
como un sonajero y probé a abrir.
La puerta se abrió en la oscuridad.
Katy no dijo nada, aunque sé que se paso casi toda la noche en vela. Ahora que lo
pienso, aquel fue el principio del fin.

Así que me di media vuelta.


Un autobús repleto de curiosos me adelantó, tan abarrotado como siempre. Cómo
se te quedan mirando los chinos, hay que joderse. ¡Qué mala educación! ¿Es que
nunca han visto a un extranjero vestido de traje paseando a media mañana bajo un sol
abrasador?
¡El sol! Un puñetazo con guantes de boxeo. Me moría de sed. Volvió a aparecer el
helicóptero. Las laderas del valle reverberaban susurrantes. Debería haber venido
aquí hace meses. Este lugar me estaba esperando y yo no había hecho más que ir y
venir de casa a la oficina y viceversa en ese ferry que atravesaba la Laguna Estigia.
¿Dónde viviría la asistenta? ¿En Kowloon o en algún lugar por los Nuevos
Territorios? Seguro que coge un autobús o un tranvía en el puerto y se baja mucho
más allá de las últimas tiendas decentes. El mismo tipo de zona en la que vive Ming,
me imagino. En una calleja cualquiera, entre edificios de quince pisos atiborrados de
letreros roñosos que anuncian talleres insalubres, locales de striptease, cambistas,
restaurantes y sabe Dios qué más. Donde no hay más que una franja de cielo
asqueroso. Donde, por supuesto, nunca cesa el ruido. El cerebro chino debe de estar
equipado con un dispositivo que filtra el ruido y les permite oír solo la frecuencia de
barullo deseada. Taxis, radiocasetes cutres, cánticos del templo, televisión vía satélite,
altavoces pregonando ofertas… Te metas por el callejón que te metas, siempre huele
a mugre, meados y dim sum. Hay gente zascandileando en los portales, con la camisa
sucia y sin afeitar, vendiendo drogas. Subes las escaleras —porque en esos lugares
nunca funciona el ascensor Y llegas a un apartamento minúsculo en el que los siete
miembros de una familia se pelean, ven la tele y beben. Se me hace raro pensar que
trabajo en esta misma ciudad. Se me hace raro pensar en los palacetes de Victoria
Peak. Seguramente sea allí donde en este mismo instante el chaval japonés se esté
reponiendo del desfase horario. Su chica le estará sirviendo un té con limón en
bandeja de plata. O mejor dicho, la criada de la chica le estará sirviendo un té con
limón. Quién sabe cómo se conocieron. Quién sabe.
Hay tantas ciudades dentro de cada ciudad.
La primera vez que llegué a Hong Kong, antes de que Katy se reuniera conmigo,
me dieron un día libre para reponerme del desfase horario. Me encontraba bien, así

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que decidí aprovechar para explorar la ciudad. Cogí el tranvía, sobresaltado por la
pobreza que veía ante mí, y crucé por los pasos elevados, sintiéndome seguro
solamente entre trajes, corbatas y maletines. Cogí el funicular hasta Victoria Peak y
me di una vuelta. Las mujeres adineradas paseaban en grupos, delante de las criadas
que se ocupaban de los niños, y las parejas de adolescentes caminaban cogidos del
brazo, mirando a las demás parejas. Había un par de tenderetes sobre ruedas, esos
trastos que mi padre solía llamar carretones. Vendían mapas, cacahuetes con cáscara
y esas chucherías ligeramente saladas que a los chinos y a los indios les vuelven
locos. Uno de ellos vendía mapas en inglés y postales, y le compré unas cuantas. De
pronto, una pila de latas que había junto al tenderete se movió y gritó algo en chino.
Apareció una cara toda arrugada y embadurnada de grasa que me miraba con odio. El
dueño del tenderete se rio y me dijo:
—No se preocupe, es inofensivo.
El hombre de la basura gruñó y me repitió lo mismo, solo que despacio y más
alto.
—¿Qué dice?
—Le está pidiendo limosna.
—¿Cuánto quiere?
Pregunta idiota.
—No quiere dinero.
—¿Y entonces qué quiere?
—Tiempo.
—¿Y por qué?
—Porque piensa que usted está perdiendo el suyo, así que debe de sobrarle
mucho.

Tenía la boca seca. Llevaba horas sin beber nada. Desde el cuenco de agua del
desayuno. Por lo general no bebo más que café y whisky. Un viejo campesino estaba
quemando algo que restallaba como si fuesen petardos. ¿Bambú? Un humo granulado
de color violeta cruzó flotando la carretera. Me lloraban los ojos. Estaba al pie de un
árbol que desplegaba su enorme copa contra el cielo ocultándolo parcialmente, como
hacen las palabras con todo lo que hay detrás de ellas.
Unas rosas rojas silvestres crecían encaramadas a una tapia de ladrillo que se
estaba desmoronando como la arena. Un perro encadenado se puso histérico a mi
paso. Una ráfaga de ladridos y colmillos. Me había tomado por un fantasma. Futones
ventilándose. Una canción de pop chino, metálica y atroz. Dos ancianos en un cuarto
sin muebles, frente a dos tazas humeantes. Inmóviles, inexpresivos. En espera de
algo. Ojalá pudiese entrar en su cuarto y sentarme con ellos. Les daría mi Rolex a
cambio. Ojalá me sonriesen y me sirviesen una taza de té de jazmín. Ojalá el mundo
fuese así.

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Observé cómo los coches, la gente y sus historias avanzaban lentamente por la
avenida nocturna. A lo lejos, una gigantesca bomba de bicicleta se accionaba a sí
misma arriba y abajo. Vi cómo los letreros de neón recitaban sus mensajes una y otra
vez. El chaval japonés y su chica se habían largado vete tú a saber adonde, y Lionel
Ritchie se había disuelto en su propia bañera de almíbar. Mi segunda hamburguesa se
me había quedado fría y estaba grasienta; no me la pude acabar. Sonaba una versión
increíble de Bohemian Rhapsody cantada en cantonés. Debería volver para seguir con
los informes del señor Wae o Avril empezaría a hacerse la mártir. Venga, solo otra
canción y otro café megaazucarado y me vuelvo a la ofi como un niño bueno. Era
Blackbird, de los Beatles. Nunca la había escuchado como Dios manda. Es preciosa.
—¿Neal Brose?
Una voz con acento galés, desconocida y familiar. Un tío bajito, con pinta de topo
y gafas de carey.
—¿Si?
—Me llamo Huw Llewellyn. Nos conocimos en nochevieja, en la fiesta de Theo y
Penny Fraser.
—Ah, sí, Huw… Claro, cómo no…
No lo conocía de nada.
—¿Le importa que coja una silla?
—Adelante Si es que se le puede llamar silla a estos asientos de plástico
atornillados a un armazón de hierro colado. Vas a tener que perdonarme, pero es que
tengo una memoria pésima, Huw. ¿Dónde trabajas?
—Estaba en Jardine-Pearl. Ahora estoy en el Capital Transfer Inspectorate.
Mierda. Ya me acuerdo. Estuvimos hablando de rugby, luego del trabajo. Me
había parecido el típico bien queda.
—De cazador furtivo a guarda forestal, ¿eh?
Huw Llewellyn sonrió mientras descargaba la bandeja y se quitaba penosamente
la americana de pana con coderas de piel. Galés hasta la puta médula. Una
hamburguesa vegetariana y un vaso de poliestireno lleno de agua caliente, con una
bolsita de té desangrándose en el interior.
—Siempre se ha dicho que nada mejor que un ladrón para pillar a otro ladrón.
Eso decía mi padre.
—He leído lo de tus redadas en… ¿dónde fue?, ¿en el Grupo Silk Road?
—Ajá. ¿Me pasas un sobrecito de ketchup, por favor?
—Me han llegado unos rumores bastante interesantes sobre blanqueo de dinero
para el mayor exportador de droga de Kabul. ¿Es verdad? Venga, que no se lo voy a
contar a nadie.
Huw le dio un mordisco a su hamburguesa vegetariana, masticó unas cuantas
veces sin dejar de sonreír y tragó.
—Y a mí me han llegado unos rumores bastante interesantes sobre la Cuenta

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Mierda. De repente me entraron ganas de vomitar la mierdamburguesa. Solté una
risita.
—No sé de qué me estás hablando.
Mierda. Eso es lo que siempre dicen los mentirosos.
Huw exprimió la bolsita de té con un tenedor de plástico.
—Venga, que no se lo voy a contar a nadie —dijo.
—¿Es la combinación de un candado de bici?
—No, es una cuenta del grupo Cavendish de la que solo tú tienes la llave.
Había subido la apuesta.
—¿Está solamente de excursión o trae una orden de arresto?
—Prefiero considerarlo como una charla amistosa.
—Señor Llewellyn, usted no sabe con qué gente está tratando.
—Señor Brose, conozco muchas más cosas de Andrei Gregorski que usted.
Créame. Le están tendiendo una trampa. Ya se lo he visto hacer antes. ¿Por qué cree
que ni el nombre de Gregorski —ni el de Denholme Cavendish— figuran en un solo
documento ni en un solo archivo de ordenador? ¿Porque les cae bien? ¿Porque
confían en usted? Le están usando de chaleco antibalas.
¿Cuánto sabía?
—No es más que un fondo de protección supersecreto para…
—No me gustaría verle atrapado en sus propias mentiras, señor Brose. Sé que su
vida privada está hecha pedazos. Pero a menos que colabore conmigo, este fin de
semana la cosa va a empeorar, y de qué manera. Soy su última escapatoria.
—No necesito ninguna escapatoria.
Se encogió de hombros y engulló el último bocado. Se había zampado la
hamburguesa visto y no visto.
—En ese caso, nuestra charla amistosa termina aquí. Aquí tiene mi tarjeta. Le
recomiendo encarecidamente que cambie de idea, de aquí a mañana al mediodía.
Buenas noches.
La puerta batió, y yo me quedé mirando los escombros de mi mierdamburguesa.
Volví a la Torre Cavendish, pero en el vestíbulo cambié de idea. Le pedí al
vigilante nocturno que esperase cinco minutos y luego le dijese a Avril que me había
ido a casa. En el puerto esperé veinte minutos a que saliese el barco, mirando por
encima de las oscuras aguas todos los rascacielos brillantes. Al llegar a Lantau Island
fui a un cajero y saqué —solo por precaución— tres cuartas partes de mi cuenta, por
si acaso me bloqueaban las tarjetas. El próximo autobús no iba a llegar hasta dentro
de media hora, así que fui andando hasta Fase 1 en mitad de esa noche fría.
Ella me esperaba en casa. El aire acondicionado vomitaba un estruendoso chorro
de aire gélido.
—¡Perdóname, joder! ¡He tenido mogollón de trabajo!
Un silencio rencoroso.

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—¡Tengo muchas cosas en la cabeza! ¿Vale? Me voy a dormir.
Escondí el dinero en una caja de zapatos en el fondo del tocador de Katy. Ya
buscaría otro escondite mejor antes de que llegase la asistenta. Podía haberse
convertido en una droga necesaria, pero seguía siendo una jodida ladrona.

Llegue hasta un santuario, y a un rumor de agua corriente. Había una fuente


custodiada por dos dragones. A la mierda con la higiene: Tenía sed. Bebí hasta oír el
chapoteo del agua en mi barriga. Por lo menos deshidratado no me iba a morir. Sentí
deseos de hundir los brazos y la cara en aquella agua fresca y clara, así que me
desabroché el Rolex y lo colgué de la nariz de un dragón, me quité la camisa y hundí
lo máximo posible el torso en la fuente. Abrí los ojos bajo el agua y vi el vientre de
unas pequeñas olas, con el sol detrás.
Y ahora, ¿hacia dónde? Había un sendero fácil y uno escarpado. Cogí el fácil y
veinte metros más allá llegué a un pozo séptico. Regresé a la fuente de los dragones y
eché a caminar cuesta arriba a paso ligero. Empecé a sentirme mucho, pero que
mucho mejor. Como si mi cuerpo hubiese dejado de luchar contra la gripe y se
estuviese plegando a su voluntad.
El sendero se hizo aún más empinado. En algunos tramos tuve que ayudarme de
las manos y subir gateando. Los árboles se iban haciendo más densos, escamosos y
húmedos, y los alfileres de luz herían el sendero, afilados y brillantes como rayos
láser. Me quité la chaqueta y se la regalé a una zarzamora. Ya estaba rasgada. Tal vez
le guste a un monje de paso o a un refugiado en fuga. El aire rebosaba de pájaros
desafinados y de sus miradas.
El tiempo me perdió.
Fui a mirar el Rolex y me acordé de que me lo había dejado en la nariz de un
dragón.
Al ir a agarrar una raíz para tirar de mí hacia arriba, me quedé con ella en la mano
y bajé rodando unos cuantos metros. Oí un chasquido pero me puse en pie como si tal
cosa. Me sentía de maravilla. Me sentía inmortal.
Un poco más arriba, una roca tan grande como una casa se alzaba imponente,
pero la escalé como un chaval, y enseguida ya estaba contemplando mis dominios
desde todo lo alto. Un 747 inició plácidamente su majestuoso descenso, desollando la
tarde con el ruido de su cuchilla dentada. Saludé a los pasajeros. El sol arranca
destellos de la cola del avión. Ella está a mi lado; también saluda y da saltitos de
alegría. Es bueno hacer sentirse bien a alguien, aunque no exista realmente.

—Yo le gusto.
La asistenta estaba de pie delante del espejo, desnuda, mirando cómo le quedarían
los modelitos veraniegos de Katy. Cuando veía uno que le gustaba, se lo probaba. Si
le quedaba bien, lo colocaba en la maleta Louis Vuitton de Katy. De lo contrario, lo
añadía al montón de los rechazados.

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Yo estaba flotando, anclado a la cama por el peso muerto de mis genitales.
—¿A quién le gustas?
—A la niña.
—¿A qué niña?
—A la tuya. A la que vivía aquí. Yo le gustaba. Quería hermana para jugar.
El viento mecía con delicadeza las cortinas. Estos chinos están como una puta
cabra.

La última vez que Katy llamó no estaba borracha. Pensé: malo.


—Hola, contestador telefónico de Neal. Soy Katy Forbes, la mujer separada de
Neal. ¿Cómo estás? Agobiado de trabajo, me imagino, teniendo en cuenta que a Neal
se le ha olvidado cómo descolgar el auricular y marcar. Quiero que le digas que ahora
tengo a gala ser la propietaria de una residencia palaciega al noreste de Londres y que
estamos teniendo el verano más lluvioso desde hace mucho tiempo, hasta el punto de
que han suspendido todos los partidos de criquet. Dile que estoy yendo a la consulta
del doctor Clune dos veces por semana y que las sesiones están haciendo milagros.
Dile que Archie Goode va a ser mi abogado y que los papeles del divorcio deberían
llegarle antes del fin de semana. Dile que no voy a ir a degüello, que solo quiero lo
que me corresponde por legítimo derecho. Y por último, como primer paso para
lograr un acuerdo amistoso, que mueva el culo y me mande la silla Reina Ana, que
sabe que es la única reliquia de mi familia que me importa un carajo. Buenas noches.

El secreto para entender a Neal Brose es verlo como un hombre hecho de


departamentos, compartimentos, apartamentos. La asistenta está en uno, Katy en otro,
mi pequeña inquilina en otro, Cavendish Hong Kong en otro, y la Cuenta 1390931 en
otro. En cada uno de ellos vive un Neal Brose que actúa con bastante independencia
de los Neal Broses vecinos. Así es como yo funciono. Mi futuro está en otro
compartimento, pero prefiero no mirar dentro. No creo que me gustase lo que iba a
ver.
Lo absurdo es que la asistenta tenía razón. Cuando ella estaba en casa, la
atmósfera era a todas luces diferente. Un silencioso Sibelius en lugar de un
estruendoso Wagner. Me la imaginaba, si es que existía realmente, sentada debajo de
la mesa, de cháchara con sus muñecas. Nos dejaba en paz, y las cortinas se quedaban
donde yo las dejaba. Como mucho, oía el suave «chas, chas, chas» de sus pies
correteando por el suelo de mármol del salón.
Pero cuando la asistenta no estaba en casa, reinaba una atmósfera de reproche y
abandono. Lo mismo que cuando me marchaba de viaje de negocios. Una vez fui a
Cantón —que, por cierto, es otro agujero de mala muerte— y cuando volví estaba tan
cabreada que tuve que pedirle disculpas al aire.

El sendero dejó de ascender y coronó la cima. Vi la cabeza del Buda por encima
de los alcanfores, tan cerca que casi se podía tocar. Era un Buda enorme. De color

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platino, girando en un torno de intenso azul. Ahora los árboles parecían sacados de un
sueño. Un gato de sombra, la sombra de un gato.

Me hervía la piel. Mi inmortalidad se desvanecía poco a poco. Bajo ese sol debía
de estar convirtiéndose en bacon. Me pareció haberme roto una uña del pie: notaba
algo húmedo y cálido dentro del zapato. Tuve la sensación de que se me marchitaban
las vísceras una encima de la otra; me seguían funcionando, pero cada vez más lentas,
como nadadores fatigados.
¿Qué está haciendo la luna allí arriba, encima de ti, oh Buda? Blanca, azul,
fragorosa en su silencioso horno solar. La luna, la luna, en plena tarde.

Crucé el umbral de un siglo pasado y futuro. Gente, autocares de turistas, un


aparcamiento, puestos de souvenirs, vallas publicitarias, gente apiñada alrededor de
las taquillas —los únicos que saben ponerse en fila son los británicos y los eslavos—,
motocicletas… Estaban y no estaban. Se hallaban del lado equivocado de un muro de
líquido brillante. Un rumor de idiomas procedente del cuarto de al lado.
Los labios del Buda eran carnosos y altivos. Siempre a punto de hablar pero sin
pronunciar nunca una palabra. Y esos párpados caídos: guardianes de un secreto que
el mundo necesita.
La luna estaba al tanto de todo. Nueva, llena, nueva, llena. Si ahora me encontrase
al viejo de la basura, le diría: lo siento, pero no tengo tiempo de sobra que regalarle.
Ni siquiera un minuto. Ni siquiera diez malditos segundos.

Me pregunté si el chaval japonés estaría tocando el saxo en algún lugar, en algún


bar de Central o de Kowloon. Me gustaría oírle. Me gustaría ver a su chica
mirándole. Me gustaría muchísimo. No creo que vaya a ocurrir. Me gustaría hablar
con ellos, y enterarme de cómo se conocieron. Me gustaría preguntarle cualquier cosa
de jazz, y por qué es tan famoso John Coltrane. Hay tanto que aprender. Me gustaría
preguntarle por qué me casé con Katy, y si hice bien firmando y enviando de vuelta
los papeles del divorcio. ¿Por fin ya estaba contenta? ¿Había conocido a alguien que
la amase, alguien con una cantidad respetable de espermatozoides? ¿Sería una madre
tierna y sensata, o iba a terminar siendo una maruja alcoholizada con las tetas caídas?
¿Conseguiría Huw Llewellyn trincar a Andrei Gregorski, o Andrei Gregorski lo
trincaría a él? ¿Se iría el señor Wae, el magnate naval, con sus negocios a otra parte?
¿Ganaría la liga el Manchester United? ¿Se le caerían los dientes al monstruo de las
galletas? ¿Se acabaría el mundo en Navidad?

Ella me pasó rozando, me sopló en el cogote y un millón de hojas se movieron


sacudidas por el viento. Tenía la piel tan caliente que no parecía mía. Dentro del viejo
Neal, un nuevo Neal abrió los ojos. De color platino al sol, y azul a la sombra. El
nuevo Neal esperaba a que se me desprendiese la piel vieja para poder salir y echar a
andar. El hígado se me retorcía impaciente. El corazón barajaba opciones. ¿Cómo se

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llama el órgano que procesa el azúcar?
¿Qué es lo que me ha traído hasta aquí?

Mi padre habría descrito a Denholme Cavendish —Sir Denholme Cavendish—


como uno de esos hombres cuya formación académica excede los limites de su
intelecto.
—Ahora bien, Nile —dijo D. C., frunciendo los labios al estilo del viejo general
que creía ser. El tráfico de Barbican, veinte pisos más abajo, servía de contrapunto a
las teatrales pausas de aquel carcamal presuntuoso—. Una cuestión fundamental para
comprender el papel que estamos proyectando para ti en Hong Kong es la siguiente:
¿qué es el Holding Cavendish?
No, D. C., la pregunta clave es: ¿qué respuesta quieres oír?
No te arriesgues, Neal. Déjale que se sienta intelectualmente superior. Y no le
digas que es tan gilipollas que no es capaz de pronunciar bien tu nombre.
—Uno de los mejores bufetes y una sociedad de inversiones de primera línea, Sir
Denholme.
Muy bien. El viejo estaba a punto de tener una revelación.
—Una sociedad. Una sociedad de primera línea. Pero no somos solo eso, Nile, te
lo aseguro. ¡Somos una familia! ¿Verdad que sí, Jim?
Jim Hersch sonrió en plan «¡Así se habla, jefe!».
—Vale, sí, como toda familia, también tenemos nuestras rencillas. En su día, Jim
y yo tuvimos nuestras buenas peloteras, ¿eh, Jim? ¿A que sí, eh?
La misma sonrisa.
—Ya lo creo, Sir D.
Mira que eres lameculos, Hersch. Puto yanqui relamido.
—¿Lo ves, Nile? ¡En Cavendish no tenemos piedad con los pelotas! Pero al final
siempre superamos las crisis, Nile, ¡y de qué manera! Porque comprendemos lo
valiosa que es la colaboración. La confianza mutua. La asistencia mutua. La ayuda
mutua.
Se encendió el puro como si fuera Churchill y miró fijamente el retrato de su
abuelo, que le devolvió la mirada. Me entraron ganas de reírme. El tío era un cliché
con patas. ¿Cómo podía semejante soplapollas dirigir un bufete con sucursales en
cinco continentes? La respuesta era obvia: creía que lo dirigía.
—Competir en el mercado asiático requiere una cierta… ¿cómo se lo dije el otro
día a Grainger, Jim?
—Creo que dijo usted «instinto y brío en la fase de elaboración estratégica», Sir
D.
—¡Instinto! ¡Y brío! Eso es. ¡Instinto! ¡Y brío! ¡En la fase de elaboración
estratégica! Ahora bien, en Londres, en Nueva York, todo el mundo conoce las
reglas. El terreno de juego está en perfecto estado, los postes están bien clavados.
Pero, ah, amigo, Asia es la última frontera. Los bandidos de la corrupción viven en

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las montanas chinas, ¡y lanzan ataques por sorpresa! ¿Organismos de control?
¡Olvídate! Están todos untados. Hasta el ultimo mono. No, Nile, para que nuestras
plazas fuertes prosperen en Asia tenemos que jugar según sus reglas, ¡solo que mejor
que ellos! ¡Me refiero a ser originales en el manejo de capitales! ¡Reinterpretación!
¡Tienes que saber reconocer a primera vista cuáles son los postes reales aunque
invisibles! ¡Y utilizar todos los medios a tu disposición para meter goles! ¿Me sigues,
Nile?
—Al cien por cien, Sir Denholme.
¿De qué coño hablaba ese viejo?
—Quiero añadir una cuenta especial a tu cartera de Hong Kong. Es para un aliado
mío. Un ruso afincado en San Petersburgo, ya lo conocerás un día. Enseguida oirás
hablar de él. Un tipo estupendo. Se llama Andrei Gregorski. Es de los que corta el
bacalao. Nos ha hecho algún que otro favor.
Se inclinó sobre el escritorio para sacudir la ceniza en un historiado cenicero con
incrustaciones de ámbar y jade, y grabados de flores de loto y orquídeas.
—Me ha pedido que le abra una cuenta para sus operaciones con nuestra sucursal
de Hong Kong. Quiero que tú te encargues de eso.
—¿Qué es lo que tengo que hacer?
—Lo que él te diga. Sin importar cuánto, ni cuándo, ni dónde. Pan comido para
un soldado de tu experiencia.
Habíamos llegado al punto clave.
—Creo que puedo hacerlo, señor Cavendish.
—Esto que quedé entre tú, yo, Jim y el abuelo aquí presente, ¿eh?
Ya lo pillo. El viejo cabrón me estaba pidiendo que infringiese la ley.
—Lo único que importa es una cosa. —Todo ese tiempo había estado dando por
hecho que lo que crujía era su sillón de cuero, pero ahora me preguntaba si en
realidad no sería él—. ¿Tienes-los-cojones? —me preguntó, apuntándome con el puro
a cada palabra. Los puntos negros de su nariz pedían a gritos un apretón—. ¿Eh?
¿Eh?
Soy abogado financiero. Infrinjo la ley a diario.
—La última vez tuve que usarlos los tenía bien puestos, Sir Denholme.
D. C. se quedó dudando si le gustaba mi respuesta o no. De pronto estalló o en
carcajadas, lanzando un proyectil de saliva que me hizo impacto entre las cejas. Jim
Hersch también sonrió, con la sonrisa fotográfica de un gerente retratado en el
periódico del barrio. Y yo sonreí también. Con la misma sonrisa.

¿Me remonto aún más?


¿Qué tal así? Los traficantes de droga británicos se apropiaron de Hong Kong en
torno a 1840. Nosotros queríamos seda, porcelana y especias chinas. Los chinos no
querían nuestras ropas, ni nuestras herramientas, ni nuestro arenque en salazón. No
era culpa suya. No había demanda. La solución que se nos ocurrió fue crearla de la

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nada haciendo que gran parte de la población se enganchase al opio, una droga que el
gobierno chino había declarado ilegal. Cuando los chinos, como es lógico, se
opusieron a semejante maniobra, les dimos de hostias, instalamos en Pekín un
gobierno títere que se dedicó a colgar letreros en los parques con las palabras
PROHIBIDO EL PASO A PERROS Y CHINOS y ocupamos este rincón del país
transformándolo en una base de importaciones. Un comportamiento de lo más
espantoso, si uno se para a pensarlo. Y luego somos nosotros los que les acusamos de
xenofobia. Es como si los colombianos invadiesen Washington a comienzos del siglo
XXI y obligasen a la Casa Blanca a legalizar la heroína. Y dijesen: «No os preocupéis,
que ya conocemos el camino de salida, y ya que estamos nos quedamos con Florida,
¿vale? Muchas gracias». Hong Kong se convirtió en el centro comercial del
continente más grande y más poblado del mundo. Lo cual ha dado lugar a una sed
insaciable de abogados corruptos especializados en cuestiones financieras.

¿O es que no se trata de una cuestión de causa y efecto, sino de integridad?


Yo soy esta persona, y esa, y aquella, y aquella otra también.
No es de extrañar que todo sea un puto lío. Dividí mis posibles futuros, los metí
en cuentas separadas y ahora me los he gastado todos.
Pensamientos demasiado elevados para un pequeño abogado corrupto.
Mi frente tocó suavemente el asfalto, como un beso dado a una hija durmiente.
Me quedé tirado en posición fetal. Una oleada de voces chapoteaba contra el casco de
mi oído. ¿Qué coño pasa?
¡Ahora entiendo todo lo ocurrido en esta puta locura de día!
¡Qué risa!
¡Hostia puta, me estoy muriendo!
No cabe duda. Ahora que me muero reconozco los síntomas.
Treinta y un años, ¡y me estoy muriendo!
Avril se va a cabrear muchísimo conmigo. Y cuando se entere D. C., bueno, creo
que ya puedo ir despidiéndome de mi bonificación de cinco ceros. ¿Cómo se lo
tomará Katy? Esa es la clave. ¿Y papá?
Qué risa…

La niña viene hacia mí a través del muro de piernas y torsos. Me mira y se sonríe.
Tiene mis ojos, y el cuerpo de la asistenta en miniatura. Me da la mano y avanzamos
con mucho cuidado entre una muchedumbre de boquiabiertos, asombrados,
embelesados y masca dores de chicle. ¿Qué puede haber ocurrido que los tiene tan
fascinados en una tarde así?
Cogidos de la mano, subimos la escalinata del gran Buda radiante, cada vez más
radiante, envueltos en una ventisca de silenciosa luz.

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La Montaña Sagrada

A RRIBA, arriba, arriba, y abajo, tal vez.


La Montaña Sagrada solo tiene esas dos direcciones. Todo eso de izquierda,
derecha, norte, sur, este, oeste, mejor déjatelo en la Aldea. No te va a hacer falta. Hay
que subir diez mil peldaños para alcanzar la cima.
Ahora hay una carretera. Yo la he visto. Autobuses y camiones la recorren arriba
y abajo. Gente gorda procedente de Chengdu y de más lejos también circulan por ella
en vehículos particulares. Los he visto. Humos, bocinas, ruido, gasolina. O van en
taxi, sentados en el asiento de atrás, estirados y arrogantes. Los despluman, y les está
bien empleado. ¿Peregrinajes a motor? Hasta el Buda piensa que un peregrinaje
motorizado vale menos que una palada de mierda de gallina. ¿Que cómo lo sé?
Porque El mismo me lo ha dicho.

En la Montaña Sagrada todos los ayeres y los mañanas terminan repitiéndose


tarde o temprano. El resto del mundo ya lo ha olvidado, pero para los que vivimos en
la montaña el tiempo es como una rueda de oración.
Soy una niña. Estaba tendiendo la colada en una cuerda que yo misma había
colgado desde el Árbol hasta la ventana del cuarto de arriba. Era tan alta como la
Choza del Té que tenemos en el sendero, a prueba de ladrones, y además el Árbol les
dice a los monos que no nos roben nada. Estaba canturreando. Era primavera y la
neblina era espesa y tibia. Un extraño cortejo emergió con aire marcial de la blancura.
El cortejo lo componían diez hombres en fila india. El primero llevaba un
estandarte, el segundo una especie de laúd que yo no había visto nunca, el tercero, un
fúsil. El cuarto era un lacayo. El quinto llevaba una túnica de seda color crepúsculo.
El sexto era un hombre más viejo vestido con un uniforme caqui. Del séptimo al
décimo eran porteadores.
Salí corriendo para avisar a mi padre, que estaba plantando boniatos detrás de
nuestra casa. Los pollos se alborotaron como mis tías viejas, las de la Aldea. Cuando
mi padre y yo volvimos a la parte de delante, los forasteros ya habían llegado a
nuestra Choza del Té.
A mi padre casi se le salen los ojos de las órbitas. Se arrojó al suelo y tiró de mí
para que hiciese lo propio.
—Putilla idiota —bufó. Es el Hijo del Señor de la Guerra. ¡Inclínate!
Nos hincamos de rodillas y apoyamos la frente en el suelo hasta que uno de los
hombres batió las palmas.
El hombre vestido de seda se me quedó mirando y esbozó una sonrisa.
El lacayo habló.
—Señor, ¿desea descansar unos instantes?
El Hijo del Señor de la Guerra asintió con la cabeza sin quitarme la vista de
encima.

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—¡Té! —le gritó el lacayo a mi padre—. ¡El mejor que tengas en ese nido de
cucarachas, o esta noche los cuervos se cenarán los globos de tus ojos!
Mi padre se levantó de un salto y me arrastró con él detrás de la mesa. Me dijo
que le sacase brillo a los cuencos de té buenos mientras él colocaba carbón fresco en
el brasero. Yo nunca había visto un Hijo del Señor de la Guerra.
—¿Pero cuál de ellos es? —pregunté.
Mi padre me cruzó la cara de un revés.
—Eso no es asunto tuyo.
Echó una ojeada nerviosa a los hombres situados a su espalda, que se estaban
riendo de mí. Me empezó a latir el oído.
—Aquel caballero tan atractivo. El de la hermosa túnica —murmuró mi padre, lo
bastante alto como para que le oyeran.
El Hijo del Señor de la Guerra —que tendría unos veinte años— se quito e
sombrero y se atusó el pelo. El lacayo echó una ojeada a nuestros cuencos buenos y
puso los ojos en blanco.
—¿Cómo te atreves solo a pensarlo?
Uno de los porteadores sacó de su fardo unos cuencos de plata con motivos de
dragones de escamas de esmeralda y ojos de rubí. Otro criado desplegó una mesa. Y
un tercero la cubrió con un mantel blanco inmaculado. Me parecía estar soñando.
—La niña puede servir el té —dijo el Hijo del Señor de la Guerra.
Mientras se lo servía sentí mi cuerpo tocado por sus ojos. Nadie dijo nada. No
derramé una sola gota.
Miré a mi padre en busca de una mirada aprobatoria, o como mínimo
tranquilizadora, pero estaba ocupado en salvar su propio pellejo. Yo no entendía
nada.
Los hombres hablaban un mandarín nítido y reluciente. Era como un desfile de
palabras espléndidas y extrañas, palabras al respecto de un tal Sun Yatsen, una tal
Rusia y una tal Europa. Arsenales, impuestos, nombramientos. ¿De qué mundo
venían aquellos hombres?
Mi padre me quitó el chal y me dijo que me recogiese el pelo y me lavase la cara.
Me hizo servirles más té. Oculto en la penumbra, se escarbaba los dientes con un
palillo astillado y observaba con cautela a los hombres.
El aire se espesó de silencio. La niebla se hizo más densa. La ladera de la
montaña oscureció de puro blanca, y la tarde transcurría tan lentamente que terminó
por detenerse del todo.
El Hijo del Señor de la Guerra estiró las piernas y arqueó la espalda. Estaba
hurgándose los dientes con un palillo incrustado de gemas.
—Después de beber un té tan amargo, me apetece un sorbete. Tú, rata de ciénaga,
tráeme un sorbete de limón.
Mi padre se hincó de hinojos y habló mirando al suelo.
—Ese sorbete no lo tenemos, señor.

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El Hijo del Señor de la Guerra dirigió una mirada a sus hombres.
—¡Qué lata! Entonces me tendré que contentar con uno de mandarina.
—No tenemos sorbetes de ninguna clase, señor. Lo lamento mucho.
—¿Que lo lamentas? No puedo beberme tus lamentos. Me has destrozado el
paladar con ese mejunje de ortigas y mierda de raposa. ¿Qué te crees, que tengo el
estómago de una vaca?
Con su sola mirada, mandó reír a su séquito, que obedeció la orden.
—Muy bien, no pasa nada. Tendré que comerme a tu hija de postre.
Un espino venenoso penetró en la carne, se torció y se rompió.
Mi padre alzó la vista. El Hombre de Caqui carraspeó.
—¿Qué significa ese carraspeo? Mi padre solo me mandó hacer este maldito
peregrinaje. No dijo que no pudiese divertirme.
El lacayo escudriño a mi padre como si fuese mierda en la suela de su bota.
—Sube y adecenta tu cuarto lo mejor que puedas para Su Señoría.
Mi padre habló con voz ahogada.
—Señor… Excelencia. Yo, es que…
El Hijo del Señor de la Guerra imitó el zumbido de un tábano.
—¡Será gusano! Es increíble. Dadle uno de los cuencos. Fueron el regalo de
bodas de mi «suogro». Nunca me han gustado. Eran parte de la dote. Una recompensa
más que suficiente por abrirle el coño en canal a la hija de un campesino. Es de Siam,
una pieza de excelente factura, ¡así que más vale que sea virgen!
—Lo es, señor. Sin mácula. Palabra de honor. Pero es que he recibido algunas
propuestas de matrimonio por parte de pretendientes de elevada condición…
El lacayo desenvainó la espada y miró a su amo. El Hijo del Señor de la Guerra se
quedó pensando por unos segundos.
—¿Pretendientes de elevada condición? Pollas de carpinteros. Muy bien, dadle
dos cuencos. Pero se acabó el regateo, señor Gusano. Ya has arriesgado bastante tu
suerte por esta mañana.
—¡Merecida es la fama de generoso de que goza mi señor! No es de extrañar que
todo aquel que oye hablar de la gracia de mi señor vierta lágrimas de amor a la
mínima mención…
—Ah, cierra el pico.
Mi padre se volvió para mirarme.
—¡Ya has oído a Su Señoría, niña! ¡Ve a prepararte!
Me llegaba el olor a sudor de aquellos hombres. Estaba a punto de ocurrir algo
indecible. Yo sabía de dónde venían los niños. Mis tías las de la Aldea me habían
explicado por qué todos los meses perdía toda aquella sangre mala. Pero…
El Buda me observaba desde el altar situado tras el Árbol. Le supliqué que no me
doliese tanto como me temía.
—Arriba —dijo el lacayo, señalando la escalera con la espada—. ¡Arriba!
Un mirlo vino a llenar con sus trinos el silencio posterior al último jadeo del Hijo

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del Señor de la Guerra. Me quedé tendida, incapaz de cerrar los ojos. Él también,
incapaz de abrir los suyos. Enumeré mentalmente los lugares donde me dolía y
cuánto me dolían. Sentía un desgarro en los riñones. Algo se había rasgado en mi
interior. Me había clavado los colmillos en siete lugares de mi cuerpo. Me había
hincado las uñas en el cuello, me había torcido la cabeza hacia un lado, y me había
arañado la cara. Yo no había hecho el menor ruido. Ya se había ocupado él de hacer
ruido por los dos. ¿Se había hecho daño?
Por fin lo noté menguar dentro de mí. Abandonó su inmovilidad para meterse el
dedo en la nariz. Se me quitó de encima y, al cabo de unos segundos, algo salió de mi
interior y me corrió muslos abajo. Eché un vistazo. Una mezcla de sangre pegajosa y
otra cosa blanquecina estaba manchando nuestra única sábana. Se limpió con mi
vestido y me miró con aire crítico.
—Pobre de mí —dijo—, tampoco es que seas precisamente la diosa de la belleza,
¿verdad?
Se vistió. Me metió el dedo del pie en el ombligo y me miró desde la penumbra.
Un chorretón de saliva me dio de lleno en el caballete de la nariz.
—Conejita desollada.
—Señor Gusano —le oí decir según bajaba las crujientes escaleras—. Deberías
ser tú el que me pagase a mí. Por domarte la potranca.
Una explosión de carcajadas.
De haber sido hombre, me habría lanzado escaleras abajo y le habría clavado un
puñal en la espalda. Esa misma tarde, sin decirme ni media palabra, mi padre salió a
vender los cuencos.

Al anochecer llegó una anciana envuelta en la niebla. Subió penosamente las


escaleras y vino hasta mí. Yo seguía tumbada, preguntándome cómo habría de
defenderme si al Hijo del Señor de la Guerra le daba por repetir la visita en el camino
de vuelta.
—No te preocupes —me dijo—. El Árbol te protegerá. El Árbol te dirá cuándo
huir y cuándo esconderte.
Comprendí que era un espíritu porque solo oí sus palabras cuando dejó de mover
los labios, porque la luz de la lámpara lucía a través de su cuerpo y porque no tenía
pies. Supe que era un espíritu bueno porque se sentó en el baúl que había a los pies de
la cama y me cantó una nana que hablaba de una barquilla de mimbre, un gato y el río
que fluía en torno.

Diez o veinte días después, mi padre volvió sin un céntimo. Le pregunté por el
dinero y amenazó con darme una azotaina. Cuando fuimos a pasar el invierno con
mis primos me contaron toda la Historia: se había ido a Leshan y se había gastado la
mitad de mi dote en opio y burdeles. La otra mitad se la había gastado en un caballo
sarnoso que se murió antes de llegar a la Aldea.

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Estaba ventilando mi ropa de cama en la ventana del cuarto de arriba cuando oí
sus voces. Un chico y una chica habían llegado sin que me diera cuenta: me estoy
quedando sorda. Los observé unos instantes a través de una rendija. Lleva la cara
maquillada como la hija de un mercader, o como una puta. Ya le apuntan los pechos,
y el chico tiene esa mirada que se les pone a los hombres cuando quieren algo. ¡Y ni
rastro de una carabina que los vigile! La chica tiene las manos a la espalda y está
apoyada contra la corteza de mi Árbol, por el lado oculto, allí donde hay un hueco
que acomodaría perfectamente el cuerpo de una niña. Encima de ella crece un ramo
de violetas, como todas las primaveras, pero ella no lo ve.
El chico traga saliva.
—Juro que siempre te amaré. De verdad.
Le pone las manos en las caderas, pero ella se las quita de un manotazo.
—¿Me has traído la radio que me ibas a dar?
La chica tiene el típico tono de voz del que está acostumbrado a conseguir lo que
quiere.
—Te he traído mi vida.
¿Me has traído la radio? ¿La pequeña de color plateado que coge Radio Hong
Kong?
Bajo renqueando las escaleras, con los tobillos tan crujientes como los peldaños.
Los dos están tan concentrados en conseguir lo que desean que no reparan en mí
hasta que no llego al gallinero.
—¿Les apetece té?
Se separan sobresaltados. Orejotas se pone colorada como un tomate. ¿Me está
agradecida por salvaguardarle la honra? No. Me mira con los brazos cruzados, sin
inmutarse lo más mínimo, y eso que está con las piernas tan separadas como un
hombre.
—Sí. Té.
Me acompañan hasta la entrada de la Choza del Té. La chica se sienta, cruza las
piernas y se saca del bolso un espejito y un pintalabios. El chico se sienta delante de
ella y se la queda mirando fijamente, como un perro a la luna.
—La radio —ordena ella.
El saca de su bolsa una cajita reluciente y desenrolla un largo cable. Ella la coge,
la toca por un lado, y de pronto se oye la voz de una mujer en el sendero, una voz que
le canta al amor, a la brisa sureña y a los sauces.
—¿De dónde viene?
La chica se digna percatarse de mi existencia.
—Es el último éxito en Macao. —Mira al chico y le pregunta—: ¿No lo has oído?
—Pues claro que lo he oído —responde él con brusquedad.
Hay cosas que jamás entenderé.

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Mi padre empezó a gritarme y los pollos se pusieron a graznar.
—¡Putilla idiota! ¡Después de todo lo que he hecho por ti, después de tanto
sacrificio, así es como me lo agradeces! ¡Si hubiese sido niño, el Hijo del Señor de la
Guerra nos habría inundado de regalos! ¡Inundado! ¡Nos habríamos ido a vivir a su
castillo! ¡Me habrían nombrado dignatario, con criados a mi servicio! ¡Con frutas de
las islas! Pero ahora, ¿quién va a querer reconocer esto?
Clavó la uña en el pubis de mi pequeña. El bebé dio un aullido. Menos de cinco
minutos de edad y ya estaba aprendiendo.
—¡Has desperdiciado toda posibilidad de un matrimonio decente a cambio de un
orinal de mierda aguada!
Una de mis tías se lo llevó fuera del cuarto.
El Árbol nos miraba sonriente.
—¿A que es preciosa? —le pregunté.
Las luces y sombras en el rostro de mi bebé eran verdes y frondosas.
Pocos días después quedó decidido que mi hija se criaría con unos parientes que
vivían a tres días a caballo río abajo. Era una gran hacienda de terratenientes en la
que una hija más podría colarse sin mayores complicaciones. Un tío me dijo que la
distancia serviría para ocultar la deshonra que yo le había infligido a nuestra ramilla.
Mi castidad, por supuesto, ya estaba perdida para siempre. Tal vez pasados unos años
cabría convencer a un porquero viudo de que me tomase como amante y enfermera
en sus últimos días. Eso si tenía suerte.
Allí mismo, en ese preciso instante, decidí no tenerla.

Esos mismos tíos estaban todos de acuerdo en que los japoneses jamás llegarían a
esta altura del Yangtsé, jamás se adentrarían tanto en las montañas. Pero aun
suponiendo que llegasen, todo el mundo sabe que los soldados japoneses necesitan
más oxígeno que los humanos, así que nunca podrían subir a la Montaña Sagrada. La
guerra no nos concernía. A muchos de los jóvenes de la Aldea los había reclutado el
Señor de la Guerra y los había enviado a luchar junto con otros soldados de una
especie de alianza, pero eso sucedía más allá del Valle, donde el mundo es menos
real. En lugares llamados Manchuria, Mongolia y más allá.
Mis tíos nunca supieron distinguir la verdad de las paparruchas. Soñé con una
tinaja de barro llena de arroz dentro de una cueva. Cuando le pregunté a un monje lo
que significaba, me dijo que era una sugerencia del Buda.

En la Montaña Sagrada, cuando el viento sopla fuerte los sonidos lejanos


resuenan cerca, y los cercanos lejos. La Choza del Té cruje —el vago de mi padre no
cogió un martillo en toda su vida— y el Árbol también. Por eso no los oímos llegar
hasta que entraron a patadas por las ventanas.
Mi padre estaba metiéndose en el armario. Yo escuchaba, nerviosa, pero ya
resignada al destino que el Buda hubiese dispuesto para mí. Me envolví en el chal.

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No hablaban la lengua del Valle. Ni siquiera hablaban cantonés, o mandarín. Hacían
ruidos de animales. Espié a través de las rendijas del suelo. La luz de la lámpara no
deja distinguir gran cosa, pero parecían casi humanos. Mis primos los de la Aldea me
habían contado que los extranjeros tenían trompas de elefante y el pelo como el de los
monos moribundos, pero estos se parecían mucho a nosotros. En los uniformes
llevaban cosidas unas insignias que parecían una migraña: un punto rojo despidiendo
rayos rojos de dolor.
Unas luces nos iluminaron la cara y unas manos ásperas nos arrastraron escaleras
abajo. La estancia estaba repleta de haces de linterna, hombres y cacharros boca
abajo. Encontraron nuestra alcancía y la hicieron añicos. Esa insignia de la migraña.
Una cosa con alas se balanceaba sobre nuestras cabezas. Olor a hombres, hombres,
siempre hombres. Nos llevaron ante un hombre con gafas y el bigote encerado.
Yo era la que traía el pan a casa, pero no levanté la vista del suelo.
—¿Le apetecería una deliciosa taza de té verde, señor? —dijo mi padre,
pugnando por no tartamudear.
Este sí sabía hablar. Un cantonés extraño, como pasado por la calandria.
—Somos vuestros libertadores. Estamos requisando esta fonda de carretera en
nombre de Su Alteza Imperial el Huevo del Japón. A partir de ahora, la Montaña
Sagrada pertenece a la Esfera Asiática de Coprosperidad. Estamos aquí para depurar
a nuestra Enferma Madre China y librarla del mal de los imperialistas europeos.
Salvo de los alemanes, que son una tribu de hombres honorables y de pura raza.
—Ah —dijo mi padre—, eso está muy bien. A mí me gusta el honor. Y soy un
padre enfermo.
La puerta se abrió con estrépito —pensé que había sido un disparo— y entró un
soldado que lucía una colección de medallas. Bigotes de Cera saludó al Medallas y le
gritó unos ruidos animales. El Medallas le echó un vistazo a mi padre y luego a mí.
Esbozó una sonrisa, y les dirigió unos suaves ruidos animales a los otros soldados.
Bigotes de Cera gritó a mi padre:
—¡Has dado cobijo a fugitivos en tu fonda!
—¡No, señor, nosotros detestamos a ese cabrón malnacido del Señor de la
Guerra! ¡Su hijo violó a mi hija aquí mismo!
Bigotes de Cera tradujo las palabras de mi padre a ruidos animales para el
Medallas, quien, sorprendido, enarcó las cejas y le respondió con otros gruñidos.
—A mis hombres les alegra oír que tu hija proporciona consuelo a los
caminantes. Lo que ya no nos alegra tanto es la injuria que has vertido sobre nuestro
aliado el Señor de la Guerra. Está colaborando con nosotros para purgar el Valle de
comunistas.
—Naturalmente que cuando digo…
—¡Silencio!
El Medallas le metió el cañón del fusil a mi padre en la boca.
—Muerde —dijo.

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El Medallas le miraba a los ojos.
—Más fuerte.
Le metió un gancho en toda la barbilla y mi padre escupió esquirlas de dientes. El
Medallas se carcajeó satisfecho. La sangre goteaba sobre el suelo dejando
salpicaduras en forma de flor. Mi padre se cayó de espaldas dentro de una cuba, como
si ya tuviese ensayada toda la escena.
El soldado que me retenía se echó a reír y aflojó la presa. Le rompí la rodilla con
una botella de aceite y la lámpara que tenía en la cara salió volando por el aire.
Quienquiera que recibiera el impacto gritó y dejó caer algo que se rompió en pedazos.
Me agaché y corrí hacia la puerta. El Buda me pasó disimuladamente un palillo de
latón, me abrió la puerta apenas la rocé con los dedos y la volvió a cerrar a mi
espalda. Fuera había tres hombres; uno de ellos logró pillarme, pero le atravesé un
carrillo con el palillo de latón y me soltó. Los soldados japoneses me siguieron
sendero arriba, pero era una noche de luna nueva y yo me conocía todas y cada una
de las piedras, curvas, sendas de osos y veredas de zorros. Me salí del sendero sin que
me vieran y los oí esfumarse en la distancia.
Cuando llegué a la cueva el corazón ya me latía con normalidad. La Montaña
Sagrada se desvanecía debajo de mí, mientras el bosque se movía al viento como el
océano en mis sueños. Me envolví en el chal y vi cómo la luz del cielo brillaba en la
noche a través de los agujeros hasta que me quedé dormida.

Mi padre era un puro moratón, pero estaba en pie y cojeaba entre los escombros
de la Choza del Té. Tenía la boca que parecía una patata podrida.
—La culpa es tuya —dijo a guisa de saludo con el ceño fruncido—, así que tú lo
arreglas. Yo me voy a casa de mi hermano. Volveré en dos o tres días.
Se alejó renqueando sendero abajo. Cuando volvió, se había convertido en un
viejo en espera de la muerte. Que le llegó a las pocas.
Según me contaban mis tías, mi hija se estaba convirtiendo en la guapa del lugar.
Su tutor ya había rechazado dos propuestas de matrimonio, y eso que solo tenía doce
años. El tutor apuntaba alto: si las fuerzas del Kuomintang invadían pronto el Valle,
tal vez podría concertar un enlace con un administrador nacionalista. E incluso incluir
entre las cláusulas del acuerdo matrimonial un empleo lucrativo para él mismo.
Habían pagado a un fotógrafo para que retratase a la niña y las fotografías ya
circulaban entre posibles pretendientes situados en las altas esferas. Cuando bajé a
pasar el invierno al Valle, una tía me trajo una de esas fotos. Lucía un lirio en el pelo
y una sonrisa casta e imperceptible. El corazón se me hinchió de orgullo, y ya no
paró.
El padre de mi hija, el Hijo del Señor de la Guerra, no vivió lo bastante como para
llegar a ver a su vástago. No me dio ninguna lástima. Murió masacrado a manos de
un caudillo vecino, aliado del Kuomintang. Lo capturaron a él, a su padre y al resto
del clan, los ataron y los amordazaron, los amontonaron unos encima de otros, los

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rociaron con petróleo y los quemaron vivos abajo en el Valle. Los cuervos y los
perros se disputaron la carne asada.
El Buda me prometió proteger a mi hija de los demonios, y el Árbol me prometió
que volvería a verla.

Abajo, mucho más abajo, resuena el gong de un templo, la piel del alba se
encrespa y las tórtolas echan a volar desde el muro de bosque, arriba y arriba.
Siempre arriba.

Un funcionario del gobierno que bajaba hacia el Valle emergió de la niebla muy
ufano. Supuse que lo habrían llevado en coche hasta la cima. Lo reconocí por el
parecido que guardaba con su abuelo. Su abuelo se ganaba los garbanzos en los
caminos y mercados del Valle, recogiendo estiércol y vendiéndoselo a los granjeros.
Una manera honrada, aunque humilde, de salir adelante.
Su nieto se sentó en mi mesa y dejó encima su bolsa de cuero. La abrió, sacó un
cuaderno, un libro de cuentas, una caja de caudales metálica y un sello de bambú. Se
puso a escribir en el cuaderno, levantando la vista de cuando en cuando en dirección
a la Choza del Té, como si estuviese pensando en comprarla.
—Té —dijo al cabo de unos segundos y fideos.
Empecé a prepararle lo que me había pedido.
—Esto —dijo, mostrándome una tarjeta con su nombre y loto— es mi carné del
Partido. Mi documentación. Jamás se separa de mí.
—¿Por qué necesita ir por ahí con una foto suya? La gente puede ver
perfectamente cómo es usted. Lo tienen ante sus propios ojos.
—Aquí pone que soy dirigente de la Célula Local del Partido.
—Me atrevería a decir que eso la gente ya lo percibe por sí sola.
—Esta montaña ha sido incorporada a un Área Estatal de Designación Turística.
—¿Qué significa eso?
—Que se van a instalar peajes en las rutas de acceso para cobrar a los que suban a
la montaña.
—¡Pero la Montaña Sagrada lleva aquí desde que el mundo es mundo!
—Pues ahora es patrimonio del Estado. Y debe producir algún rédito. Cobramos
un yuan a los que la suban, y treinta yuanes a los cabrones de los extranjeros. Todo el
que comercie con propiedades estatales deberá tener un permiso de actividad
comercial. Tú incluida.
Eché los fideos en un cuenco, y vertí agua hirviendo sobre las hojas de té.
—Entonces dame uno de esos permisos.
—Con mucho gusto. Son doscientos yuanes, por favor.
—¿Qué? ¡Mi Choza del Té lleva aquí miles de años!

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Hojeó el libro de cuentas.
—En ese caso, tal vez debería pensar en cobrarte los atrasos.
Me agaché detrás del mostrador y escupí en los fideos. Luego los removí para que
la flema se mezclase con el resto. Me puse derecha, piqué una cebolleta y la esparcí
por encima. Se los puse delante.
—Es lo más absurdo que he oído jamás.
—Mira vieja, las reglas no las dicto yo. Esta orden viene directamente desde
Pekín. El turismo es un motor fundamental de modernización socialista. Con los
turistas ganamos dólares. Ya sé que no sabes ni lo que es un dólar, y que ni te
molestas en tratar de entender cómo funciona la economía, porque no eres capaz. Así
que entiende esto: el Partido te manda que pagues.
—¡Mis primos los de la Aldea ya me han contado todo lo del Partido! Lo de
vuestros baños burbujeantes y vuestros coches de lujo y vuestras estúpidas
conferencias y cómo os saltáis las colas y…
—¡Cállate la boca, so ignorante, si es que quieres seguir ganándote la vida con la
Montaña del Pueblo! ¡El Partido lleva más de medio siglo desarrollando la Patria!
¡Todo el mundo ha pagado! ¡Hasta los monasterios! ¿Quién eres tú, y todos los
palurdos folla gallinas de tus primos, para atreverte a pensar que sabes algo? O me
das doscientos yuanes ahora mismo, ¡o mañana por la mañana vuelvo aquí con la
policía del Partido para cerrarte el tenderete y meterte en la cárcel por impago! ¡Te
ataremos como a un gorrino y te arrastraremos montaña abajo! ¡Piensa en la
vergüenza que ibas a pasar! Si no, paga lo que debes. ¿Y bien? ¡Estoy esperando!
—¡Pues puedes esperar sentado porque no tengo doscientos yuanes! ¡Solo gano
cincuenta yuanes por temporada! ¿De qué voy a vivir entonces?
El funcionario sorbió ruidosamente unos fideos.
—Pues tendrás que cerrar el quiosco y pedirles a tus primos que te dejen sentarte
en un rincón a espulgarles los gorrinos. Y si no les echases tanta sal a los fideos, igual
vendías más.
De haber sido un hombre, por muy miembro del Partido que fuese, lo habría
tirado al pozo negro. Pero ahora era él quien tenía la sartén por el mango, y lo sabía.
Me saqué un billete de diez yuanes del bolsillo del delantal.
—Debe de ser un trabajo difícil, llevar la cuenta de todos los puestos de té de la
Montaña, quién ha pagado, cuánto ha pagado…
Se enjuagó la boca con té verde y escupió un chorro que salpicó toda la ventana.
—¿Soborno? ¿Corrupción? ¡Un cáncer en el pecho de nuestra Madre Patria! Si te
crees que voy a aceptar posponer la victoria del socialismo, o embarrar la radiante
nueva era que es el glorioso destino de nuestra nación…
Me saqué otros veinte yuanes.
—Esto es cuanto tengo.
Se guardó el dinero en el bolsillo.
—Cuece esos huevos y mételos en un paquete junto con aquellos tomates.

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Tuve que obedecerle. Quien recoge mierda una vez, recoge mierda diez.

Dos monjes surgieron de la niebla corriendo en dirección a la cima. Iban


jadeando.
Unos monjes a la carrera son algo tan insólito como un funcionario honrado.
—Descansen —les dije, extendiendo un mantel recién lavado—. Descansen.
Asintieron agradecidos y se sentaron. A los siervos del Buda les ofrezco siempre
el mejor té, y gratis. El monje más joven se enjugó el sudor de los ojos.
—¡Vienen los del Kuomintang! Son dos mil. Todos estaban abandonando la
Aldea cuando partimos. Tu padre estaba subiéndose al carro de su primo, iban a
echarse al monte.
—Todo eso ya lo he visto antes. Los japoneses arrasaron mi Choza del Té.
—Los japoneses eran civilizados comparados con el Kuomintang —dijo el más
anciano—. Estos son lobos. Expolian cuanta comida y riquezas pueden transportar, y
lo que no pueden, lo queman o lo envenenan. ¡En una aldea del Valle le cortaron la
cabeza a un niño solo para envenenar un pozo!
—¿Por qué?
—El avance de los comunistas cobra fuerza por toda China, a pesar de las bombas
de los americanos. El Kuomintang no tiene nada que perder. He oído decir que se
dirigen a Taiwan para unirse a Chiang Kaishek y que tienen órdenes de llevarse
cuanto puedan. Rasparon el pan de oro de los Budas del templo de Leshan.
—¡Es cierto! —dijo el monje joven, sacudiéndose la sandalia para sacarse la
arena—. ¡No se deje atrapar! Tiene unas cinco horas. Esconda todo en lo más
profundo del bosque y tenga cuidado al volver. Podría toparse con algún rezagado.
¡Por favor! ¡No queremos que le pase nada malo!
Les di algo de dinero para que encendiesen incienso a la salud de mi hija y los vi
marcharse corriendo a través de la niebla. Escondí lo mejor de mis utensilios de
cocina en el Árbol, bien alto, y también, implorando Su perdón, escondí el Buda
donde crecían las violetas.
La niebla se disipó y de repente fue otoño. Al soplar el viento, las hojas corrían
sendero arriba como ratas delante de un hechicero.

Los árboles crecieron hasta hacerse tan altos como la mismísima montaña. El
dosel que formaban sus copas era una pradera celestial. Sígueme, decían los ojos del
unicornio. Pon tu mano en mi hombro. Pasillos de corteza y penumbra conducían a
otros pasillos de corteza y penumbra. Mi guía tenía pezuñas de marfil. Yo estaba
perdida, pero feliz de estarlo. Llegamos a un jardín situado en el fondo de un pozo de
luz y silencio. Orquídeas y flores de loto se mecían delicadamente sobre un historiado
puente con incrustaciones de ámbar y jade. Carpas de plata y bronce nadaban con los
búhos oscuros alrededor de mi cabeza. Este es un lugar tranquilo, le dije con el
pensamiento al unicornio. ¿Te quedas un rato?

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Madre, pensó el unicornio, mientras una lágrima se hacía cada vez mayor en su
ojo humano. Madre, ¿no me reconoces?
Me desperté con la más triste de las sensaciones.
Oculta en mi cueva, observaba la lluvia deseando poder transformarme en pájaro,
o en guijarro, o en helecho, o en ciervo, como los amantes en los cuentos de antaño.
Al tercer día el cielo se abrió. El humo de la Aldea había cesado. Regresé con cautela
a mi Choza del Té. Otra vez arrasada. Son siempre los pobres los que pagan. Y son
siempre las mujeres de los pobres las que más pagan de todos. Me puse a recoger el
estropicio. ¿Qué otra opción tenía?

Los comunistas llegaron a principios de verano. Era solo cuatro: dos hombres y
dos mujeres. Eran jóvenes, pulcramente uniformados y con pistola. Mi Árbol me
avisó de que venían. Yo avisé a mi padre, que, como siempre, estaba durmiendo en la
hamaca.
—Que se vayan a la mierda —dijo, abriendo un ojo—, son todos iguales. Solo
cambian las insignias y las medallas.
Mi padre se estaba muriendo igual que había vivido: con el mínimo esfuerzo
posible.
Los comunistas me preguntaron si podían sentarse en la Choza del Té y hablar
conmigo. Se llamaban «camarada» los unos a los otros y se dirigían a mí con respeto
y gentileza. Uno de los hombres era el amante de una de las mujeres: lo noté al
instante. Yo quería confiar en ellos, pero no dejaban de sonreír cuando yo hablaba. Y
a mí los que sonríen siempre me han hecho daño.
Los comunistas escucharon mis quejas. No parecían querer nada, salvo té verde.
Solo querían dar cosas. Cosas como educación, incluso a las niñas. Atención médica,
para derrotar la peste secular que asolaba China. Acabar con la explotación en
fábricas y latifundios. Acabar con el hambre. Querían devolverle la dignidad a la
maternidad. China, decían, ya no era el anciano enfermo de Asia. Una Nueva China
estaba emergiendo de un lugar llamado Feudalismo, y esa Nueva China acaudillaría
la Nueva Tierra. Llegaría en cinco años, porque la revolución internacional del
proletariado era históricamente mevi table En el futuro todo el mundo tendría su
propio coche, decían. Los hijos de nuestros hijos irían a trabajar en máquinas
volantes. Y como todos tendrían satisfechas sus necesidades, el crimen desaparecería
naturalmente.
—Vuestros líderes deben de conocer una magia muy poderosa.
—Sí —dijo una de las mujeres—. Una magia llamada Marx, Stalin, Lenin y la
Lucha de Clases.
Aquella magia no me sonó muy convincente, la verdad.
Mi padre se levantó de la hamaca.
—Té —me dijo—. Estamos muy contentos de ver que los comunistas están
trayendo un poco de orden a nuestro Valle y a nuestra Montaña —dijo, mirando a las

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chicas y escarbándose los dientes con la uña del pulgar—. Los nacionalistas la
violaron. —Me señaló con un brusco movimiento de cabeza—. Debían de estar
desesperados.
Me puse toda roja de vergüenza. ¿De verdad se había olvidado de que fue el Hijo
del Señor de la Guerra? La chica que estaba enamorada se me acercó y me cogió la
mano. Tenía una mano tan joven y tan pura que me dio miedo.
—Los antiguos regímenes violaban a multitud de mujeres. Ese era el estilo de
vida. En Corea el ejército japonés reunió a todas las chicas en un pueblo, les puso
nombres japoneses y los soldados se pasaron toda la guerra encima de ellas. Pero eso
ya es cosa del pasado.
—Sí —dijo uno de los hombres—. A China la han violado los capitalistas y los
imperialistas durante siglos. El feudalismo trataba a las mujeres como animales. El
capitalismo compraba y vendía a las mujeres como animales.
Tuve ganas de decirle que no tenía ni idea de lo que significaba ser violada, pero
la chica estaba siendo tan amable conmigo que no conseguí hablar. Nadie, aparte de
mi Árbol y del Buda, me había mostrado tanta amabilidad jamás. Prometió traerme
medicinas, si es que necesitaba alguna. Eran amables, inteligentes y valientes.
Trataban a mi padre de «señor» y hasta pagaron los tés que se habían tomado.
—¿Habéis venido de peregrinación a la Montaña Sagrada?
Los chicos sonrieron.
—El Partido liberará a la raza china de las cadenas de la religión. Pronto no habrá
más peregrinos.
—¿Que no habrá más? Entonces, ¿la Montaña Sagrada va a dejar de ser sagrada?
—Sí, dejará de ser «sagrada» —confirmaron—. Pero como montaña seguirá
siendo imponente.
Y en ese preciso instante supe que, aunque su intención era buena, sus palabras
eran una majadería.

Aquel mismo año, cuando bajé al Valle a pasar el invierno, me llegaron de Leshan
unas noticias angustiosas. Mi hija, su tutor y la esposa de este habían huido a Hong
Kong después de que los comunistas hubiesen ordenado su arresto como enemigos de
la revolución. Todo el mundo sabía que de Hong Kong nadie volvía jamás. Una tribu
de bandidos extranjeros llamados ingleses propagaba mentiras acerca de Hong Kong,
diciendo que era el Paraíso, pero en cuanto alguien ponía el pie allí lo cargaban de
cadenas y lo obligaban a trabajar en fábricas de gas venenoso o en minas de
diamantes hasta que moría.
Aquella tarde mi Árbol me había prometido que volvería a ver a mi hija. No
entendía nada. Aunque ya he aprendido que mi Árbol dice verdades que no tienen
sentido hasta que no raya el alba.

La chica gorda iba vestida con una ropa a rayas que la hacía aún más gorda. Miró

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a los fideos, humeantes y deliciosos, y luego me miró a mí. Sorbió unos cuantos, los
mantuvo un instante en la boca, sacudió la cabeza y los escupió encima de la mesa.
—Asquerosos.
La bruja de su amiga le dio una larga calada al cigarrillo.
—¿Tan malos están?
—No se los daría ni a un cerdo.
—Eh, vieja, ¿tienes un poco de chocolate?
Mis fideos no tenían nada de malo.
—¿Un poco de qué?
La Gorda suspiró y se agachó para coger un puñado de tierra que espolvoreó
encima de los fideos.
—Igual así están mejor. No pienso pagar ni un yuan por esto. Yo he pedido
comida, no bazofia para cerdos.
La bruja de su amiga se rio burlona y rebuscó en su bolso.
—Tenía por aquí unas galletas…
En la Montaña Sagrada no sirve de nada enfadarse. Yo rara vez lo hago. Pero
cuando veo a alguien desperdiciar comida de forma tan gratuita, me pongo tan furiosa
que no consigo controlarme.
Los fideos —y la tierra— cayeron resbalando por la cara de la Gorda. La piel le
brillaba con la grasa. Tenía la camisa empapada y pegada al cuello. Su boca era una
«O» asombrada. Boqueó como si se estuviese ahogando, agitó los brazos y se cayó de
espaldas. La bruja de su amiga se levanto de un salto y dio un paso atrás batiendo las
alas.
La Gorda se puso en pie a duras penas, toda roja y resollando. Hizo ademán de
abalanzarse sobre mí, pero cambió de idea cuando vio que yo tenía un cazo de agua
hirviendo en la mano y que estaba dispuesta a echárselo por encima. Bien que lo
habría hecho. Reculó hasta una distancia prudencial y gritó:
—¡Voy a denunciarte, so zorra! ¡Ya lo verás! ¡Te vas a enterar! ¡Mi cuñado
conoce a un subsecretario del Partido y le voy a decir que te destrocen esta choza
piojosa con apisonadoras! ¡Y contigo dentro!
Ni siquiera cuando, al doblar el recodo del camino, las perdí de vista dejaron de
oírse sus amenazas, que llegaban flotando entre los árboles.
—¡Zorra! ¡Tus hijas folian con los burros! ¡Y tus hijos son estériles! ¡Zorra!
—No soporto los malos modales —dijo el Árbol—. Por eso me fui de la Aldea.
—No quería enfadarme, ¡pero no tendría que haber desperdiciado la comida!
—¿Quieres que les pida a los monos que les tiendan una emboscada y les
arranquen el pelo?
—Sería una venganza sin importancia.
—Entonces dalo por hecho.

La época en que la hambruna llegó al Valle fue la peor de todas.

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Los comunistas habían convertido todas las granjas del Valle en comunas. La
tierra no pertenecía a nadie. Ya no había más terratenientes: los habían acosado hasta
la muerte, los habían obligado a donar sus propiedades a la revolución, o estaban
encerrados con sus aminas en las cárceles para capitalistas.
Todos los campesinos comían en la cantina comunal. ¡La comida era gratis! Por
primera vez en la historia, todo campesino del Valle sabía que terminaría el día con el
estómago lleno. Esta era la Nueva China, la Nueva Tierra.
La tierra no era de nadie, así que nadie se ocupaba de que la respetasen. Se
descuidaron las ofrendas a los espíritus de los arrozales y en época de cosecha se
dejaba que el arroz se pudriera en la espiga.
Y me daba la impresión de que cuanto menos trabajaban los campesinos, más
mentían acerca de lo mucho que trabajaban. Cuando los campesinos que hacían el
peregrinaje procedentes de las diversas comunas del Valle se sentaban en mi Choza
del Té y hablaban de agricultura, yo veía cómo sus historias se hacían más
inverosímiles. Pepinos más grandes que un cerdo, cerdos más grandes que una vaca,
vacas más grandes que mi Choza. ¡Bosques de repollos! ¡Hasta te perdías en ellos!
Parecía como si el Pensamiento de Mao Tsetung, además de haber revolucionado las
técnicas de producción, se estuviese difundiendo hasta por los bosques. En las laderas
del sur, el planificador de la comuna había encontrado una seta del tamaño de un
paraguas.
Lo más preocupante de todo es que se creían sus propias majaderías, y atacaban a
todo aquel que osara pronunciar la palabra «exagerado». Yo solo era una mujer que
envejecía en una Montaña Sagrada, y mis rábanos nunca aumentaron de tamaño.

Aquel invierno la Aldea estaba más inhóspita, embarrada y enloquecida que


nunca.
Yo vivía con la familia de mi prima, que cultivaba arroz generación tras
generación. Le pregunté a su marido por qué se habían vuelto todos tan vagos. Los
hombres se emborrachaban casi todas las noches, y al día siguiente no se levantaban
de la cama hasta media mañana. Ni que decir tiene que eran las mujeres las que
terminaban ocupándose de la mayor parte de las tareas que los hombres no podían
hacer por culpa de la resaca.
Todo estaba mal. Los malos espíritus se sentaban con los cuervos en los tejados a
incubar malos propósitos. No había nadie caminando por calles ni callejones, ni en la
plaza del mercado. Los días transcurrían sin una palabra amable. El principal
monasterio del Valle lo habían cerrado. A veces paseaba por allí, por las puertas de la
luna y los estanques invadidos de hierbajos. Me recordaba a otro lugar. La Aldea
estaba sufriendo una plaga de la que nadie se había apercibido.
Fui a hablar con los ancianos de la Aldea.
—¿Qué vais a comer el invierno que viene?
—¡Los frutos de la Madre China!

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—¡Pero si no estáis cultivando nada!
—No lo entiendes. No has visto los cambios.
—Ya los estoy viendo. Las cosas no cuadran con…
—China atenderá las necesidades de sus hijos. ¡Mao Tsetung proveerá!
—¡Cuando las cosas no cuadran son los campesinos los que terminan pagando!
Las ideas del tal Mao serán muy brillantes, pero no llenan la barriga.
—Mujer, como te oigan los comunistas decir eso, te mandarán al programa de
reeducación. Si no estás a gusto aquí, vuélvete a tu montaña. Déjanos seguir jugando
al mah jong.
Aquel invierno Mao decretó su Gran Salto Adelante. La nueva China se
enfrentaba a una nueva crisis: la escasez de acero. Acero para construir puentes, acero
para arados, acero para balas con que impedir la invasión rusa desde Mongolia. De
modo que a todas las comunas se les suministró un horno y se les impuso un cupo.
No había nadie en toda la Aldea que supiese manejar un horno —al herrero lo
habían colgado del tejado de su casa por capitalista—, pero todo el mundo sabía lo
que le ocurriría si el horno desaparecía durante su turno de guardia. Ahora mis primos
y mis primas, mis sobrinos y mis sobrinas tenían que dedicarse a recoger madera. Se
cerró la escuela y se movilizó a los profesores y a los alumnos para que formasen
batallones de recogida de leña para alimentar los hornos. ¿Iban mis sobrinos a
convertirse en unos cabezas huecas? ¿Quién iba a enseñarles a escribir? Cuando se
agotaron las existencias de pupitres y tablones, comenzaron a talar los bosques
vírgenes situados al pie de la Montaña Sagrada. ¡Árboles sanos! Llegaron rumores al
Valle, donde los árboles eran más escasos, de que los comunistas estaba organizando
loterías entre los aldeanos que no eran miembros del Partido. A los «ganadores» les
desmantelaban la casa y la quemaban para mantener los hornos encendidos.
Aquel acero no servía para nada. A los lingotes negros y quebradizos se les
bautizó popularmente como «boñigas», aunque las boñigas de verdad por lo menos
servían como estiércol. Todas las semanas las mujeres cargaban los lingotes en el
camión que venía de la ciudad mientras se preguntaban por qué el Partido no
mandaba soldados a la Aldea para dar un escarmiento.
El porqué lo supimos a finales del invierno, cuando los rumores de la escasez de
alimentos comenzaron a llegar al Valle.
La primera reacción de los hombres fue la de siempre: se negaban a aceptar que
fuese verdad, así que no se lo creyeron.
Cuando el depósito de arroz de la aldea se quedó vacío, empezaron a creérselo.
Así y todo, Mao mandaría los camiones. Hasta él mismo en persona comandaría el
convoy.
Los dirigentes del Partido dijeron que unos espías contrarrevolucionarios habían
secuestrado el convoy en el Valle, pero que pronto despacharían otro cargamento de
arroz. Mientras tanto tendríamos que apretarnos el cinturón. La Aldea comenzó a
llenarse de campesinos llegados de los alrededores en busca de limosna. Eran tan

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escuálidos que parecían patas de pollo. Fueron desapareciendo las cabras, luego los
perros, y por las noches la gente empezó a trancar las puertas de las casas. Cuando
comenzó el deshielo, la gente ya se había comido todas las semillas para la cosecha
del año siguiente. Muy pronto llegarán nuevas semillas, prometían los dirigentes del
Partido.
Ese «muy pronto» aún no había llegado cuando emprendí el camino de vuelta a
mi Choza del Té, un mes antes de lo que solía. Por las noches seguiría haciendo un
frío glacial, pero sabía que el Buda y mi Árbol cuidarían de mí. Habría nidos de
pájaros, raíces, frutos secos. Podría atrapar pájaros y conejos. Sobreviviría.

Pensé en mi padre una o dos veces. No iba a aguantar otro año más, ni siquiera en
la Aldea, donde las comodidades eran mayores, y los dos lo sabíamos.
—Adiós —le dije en el cuartucho de la casa de mi prima. Nunca se levantaba de
la cama, salvo para cagar y mear.
Su piel tenía menos vida que un cascabillo atrapado en una telaraña. A veces
cerraba los pesados párpados, y el cigarrillo se le consumía. ¿Qué había bajo aquellos
párpados? ¿Remordimientos, rencor, indiferencia tal vez? ¿O simplemente nada? En
los hombres la nada a menudo se hace pasar por sabiduría.
La primavera llegó con retraso, el invierno goteaba desde retoños y brotes, pero
ningún peregrino emergía de la niebla. Una hembra de gato montés se aficionó a
tumbarse a lo largo de una rama de mi Árbol y vigilar el camino. Las golondrinas
anidaron bajo el tolla|e: un buen presagio. De vez en cuando pasaba algún monje.
Siempre los invitaba a tomar un té, encantada de tener compañía. Decían que mi
estofado de raíces con carne de paloma era lo mejor que habían comido en semanas.
—Hay familias enteras muriéndose. La gente come heno, cuero, trozos de tela. Lo
que sea con tal de llenar la barriga. Cuando se mueren no queda nadie para
enterrarlos ni para celebrar los funerales, así que no pueden subir al cielo, ni siquiera
reencarnarse.
Una mañana, al abrir los postigos, vi que el techo del bosque brillaba cubierto de
silenciosas flores. A la Montaña Sagrada le traían sin cuidado los hombres y su
mundo idiota. Ese día vino a visitarme un monje. La piel le ceñía tirante el rostro
hambriento.
—Según el último decreto de Mao, las golondrinas son los nuevos enemigos del
proletariado, porque se comen las semillas de China. Todos los niños tienen que
perseguirlas haciendo ruido con objetos metálicos hasta que caigan del cielo
extenuadas. El problema es que ahora no queda otro animal que se coma los insectos,
así que la Aldea está infestada de grillos, orugas y moscardones. En Sichuan hay
nubes de langostas. Esto es lo que ocurre cuando los hombres se ponen a hacer de
dioses y acaban con las golondrinas.
Los días se iban alargando, llegaron los cielos despejados y el sol caliente. Junto a
la cueva encontré una fuente de miel silvestre.

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—Tu familia sobrevive —me dijo un monje de la Aldea— gracias al dinero que
les manda desde Hong Kong la gente de tu hija. Le consiguieron marido después de
Año Nuevo. Un hombre que trabaja en un restaurante cerca del puerto. Y ya hay un
bebé en camino. Vas a ser abuela.
El corazón se me inflamó de alegría. Mi familia no había hecho otra cosa que
cubrir a mi hija de vergüenza desde el día en que nació, y ahora era ella la que les
salvaba el pellejo.
El otoñó tiñó los ajados verdes de un color agonizante. Hice acopio de lena, frutos
secos, boniatos, bayas y frutas, almacené tarros de arroz silvestre y cosí retales de
pieles de conejo para reforzar mi Choza del Te contra las tormentas de nieve. Siempre
que salía en busca de comida llevaba una campana para espantar a los osos. Durante
el verano había decidido pasar el invierno en la montaña. Se lo avisé a mis primas las
de la Aldea, que no trataron de disuadirme. Cuando llegaron las primeras nieves, ya
estaba preparada.
La Choza del Té crujía bajo el peso de los carámbanos.
Una familia de ciervos se instaló en el claro cercano.
Ya no era ninguna joven. Me dolían los huesos y se me congelaba el aliento. Y en
mitad del invierno, las nevadas me dejaron atrapada en mi Choza durante días y días
sin más compañía que la del Buda. Pero pensaba sobrevivir a aquel invierno para ver
cómo se derretían los carámbanos al sol, y poder darle un beso a mi hija.

La primera vez que vi a un extranjero, ¡no supe qué pensar! El hombre —pues
supuse que era un hombre— se alzaba ante mis ojos tan grande como un ogro, ¡y
tenía el pelo amarillo! ¡Amarillo como el pis sano! Iba con un guía chino, ¡y tardé un
minuto en darme cuenta de que hablaba con palabras de verdad! A mis sobrinos les
habían hablado de los extranjeros en el colegio nuevo de la Aldea. Durante siglos
habían esclavizado a nuestro pueblo hasta que los comunistas, comandados por Mao
Tsetung, nos habían liberado. Seguían esclavizando a su propia gente y siempre
estaban luchando entre sí. Para ellos el mal era el bien. Se comían a sus propios
bebés, les encantaba el sabor de la mierda y solo se lavaban una vez cada dos meses.
Su idioma sonaba a pedos de cerdo. Se apareaban según les venía en gana, como
perros y perras en celo, hasta en los callejones.
Pero aquel era un demonio extranjero auténtico, en carne y hueso, que hablaba en
auténtico chino con otro chino auténtico. Hasta me felicitó por la frescura de mi té.
Estaba tan estupefacta que ni le respondí. Pasados unos minutos, la curiosidad se
impuso a la repugnancia.
—¿Es usted de este mundo? Me ha dicho mi sobrino que hay muchos lugares
fuera de China.
Sonrió y desplegó un hermoso dibujo.

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—Esto —dijo— es un mapa del mundo.
Yo nunca había visto nada igual.
Busqué la Montaña Sagrada en el centro del dibujo.
—¿Dónde está? —le pregunté.
—Aquí. Este punto es donde estamos ahora. La montaña está aquí.
—No la veo.
—Es que es muy pequeña.
—¡Eso es imposible!
Se encogió de hombros igual que una persona de verdad. Se le daba bien imitar.
—Mire, esto de aquí es China, ¿lo ve?
—Sí —dije con recelo—, pero sigue sin parecerme lo bastante grande. Me parece
que le han vendido un mapa roto.
El guía se rio, pero a mí no me parece bien reírse de un timo.
—Y yo soy de este país. Un lugar llamado «Italia».
Italia. Intenté pronunciar el nombre de ese lugar, pero mi boca era incapaz de
articular sonidos tan absurdos, así que desistí.
—Su país parece una bota.
Asintió, mostrándose de acuerdo. Dijo que él era del tacón. Era todo muy raro. El
guía me pidió que preparase algo de comer.
Mientras cocinaba, el demonio extranjero y su guía siguieron hablando. Yo no
salía de mi asombro: ¡parecían ser amigos! Compartían el té y la comida… ¿Cómo es
posible que una persona de verdad fuese amiga de un demonio extranjero? El caso es
que parecían serlo. Igual estaba esperando a que el demonio se durmiese para robarle.
Eso ya tendría más sentido.
—¿Cómo es que nunca habla de la Revolución Cultural? —Estaba preguntando el
demonio—. ¿Tiene miedo de las represalias? ¿O es que ya está al tanto de la revisión
oficial de la historia según la cual la Revolución Cultural en realidad nunca tuvo
lugar?
—Ni lo uno ni lo otro —dijo el guía—. Si no la menciono es porque fue algo
diabólico.

Mi Árbol llevaba varias semanas nervioso, y yo no sabía por qué. En el noreste


había un cometa, y soñé con cerdos hozando en el tejado de mi Choza del Té. La
niebla bajó deslizándose desde la Montaña Sagrada y se instaló durante días. Unos
búhos oscuros ululaban a plena luz del día. Fue entonces cuando apareció la Guardia
Roja.
Serían unos veinte o treinta. Tres cuartas partes eran chicos, de los cuales solo
unos pocos habían empezado ya a afeitarse. Llevaban brazaletes rojos y desfilaban
sendero arriba empuñando porras y armas de fabricación casera. No me hizo falta
escuchar al Buda para saber que iban a traerme complicaciones. Gritaban consignas a
pleno pulmón.

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—¡Lo que se pueda destrozar…! —gritaba una mitad.
—¡… se debe destrozar! —respondía la otra. Y así una y otra vez.
Reconocí al cabecilla, del invierno anterior a la Gran Hambruna. En el colegio
había sido un burro que rara vez movía un músculo salvo para algún que otro trabajo
de albañilería. Ahora se acercó todo arrogante a mi Choza del Té como si fuera el
Dios de la Creación.
—¡Somos la Guardia Roja! ¡Estamos aquí en nombre del Comité Revolucionario!
Berreaba como si pretendiese tumbarme con la fuerza de su volumen.
—Sé perfectamente quiénes sois, Cerebro. —Era el mote que le habían puesto en
la Aldea, porque no tenía ni un poquito—. Cuando eras pequeño tu madre solía
dejarte en casa de mi prima. Y cuando te cagabas encima yo te limpiaba el culo.
Pensé que estos niños serían como los osos: si notan que tienes miedo, te atacan,
pero si haces como si no existiesen, pasan de largo.
¡Cerebro me cruzó la cara de un bofetón!
La piel me empezó a escocer, se me saltaron las lágrimas y parecía que la nariz se
me fuese a caer a trozos, pero no fue el dolor lo que me dejó pasmada: ¡fue el hecho
de que un joven abofetease a una anciana! ¡Era algo contra natura!
—Nunca más vuelvas a llamarme así —dijo como quien no quiere la cosa—. No
me gusta.
Se dio la vuelta.
—¡Tenientes! ¡Buscad el tesoro que esta sanguijuela capitalista les ha chupado a
las masas! Empezad por el cuarto de arriba. ¡Registrad a fondo, que esta vieja
parásita se las sabe todas!
—¿Qué? —Me toqué la nariz y los dedos se me tiñeron de escarlata.
El ruido de sus pisotones retumbó escaleras arriba. Golpetazos, desgarrones,
risotadas, chasquidos, estallidos.
—Servios vosotros mismos —les dijo Cerebro a los otros Guardias Rojos,
señalando mi cocina—. No os olvidéis de que fue esta bruja amojamada la que os
robó todo eso a vosotros primero. Pero antes de nada vais a destrozar esa reliquia
religiosa de ahí. ¡Rompedla en mil pedazos!
—No se os ocurrirá…
Me derribó de otro golpe y se puso de pie encima de mi cabeza, hundiéndome la
cara en el barro. Me pisó la tráquea. Pensé que quería matarme. Notaba hasta el
dibujo de su suela.
—Ya verás cuando se lo cuente todo a tus padres.
La voz me sonó tan débil y estrangulada que casi no la reconocí.
Cerebro echó bruscamente la cabeza hacia atrás y soltó una breve carcajada.
—¿Se lo vas a contar a mi mamá y a mi papá? Me hago pipí de miedo. Voy a
decirte lo que dice Mao de los padres: «¡Puede que tu madre te ame, y que tu padre te
ame también, pero el Timonel Mao te ama mucho más!»
Oí cómo hacían añicos al Buda.

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—¡Cuando los comunistas de verdad se enteren te la vas a cargar!
—A esos revisionistas ya los estamos liquidando. A las hembras del Partido de la
Aldea se les ha declarado culpables de andar zorreando con una cédula escindida de
trotskistas.
Me clavó el dedo gordo del pie en el ombligo y me miró desde la penumbra. Un
chorretón de saliva me dio de lleno en el caballete de la nariz.
—Sí, sí, zorreando, una actividad con la que, por lo que he oído, estás muy
familiarizada.
Todavía me quedaban fuerzas para montar en cólera.
—¿Qué estás diciendo?
—¡Mira que abrirte de patas para aquel señor feudal! ¡El Hijo del Señor de la
Guerra! Debe de ser cosa de familia, está claro. ¡Ya sabemos todos que la perra
bastarda de tu hija se dedica a chuparles la polla a los imperialistas de Hong Kong!
¡Mira que conspirar para derrocar nuestra gloriosa revolución! ¡No pongas esa cara
de asombro! ¡A los aldeanos les falta tiempo para denunciar a los traidores de clase!
¡No me digas que se te ha olvidado el gusto que da que te la meta un tío! —Se agachó
para susurrarme al oído—. ¿O es que hace falta que te lo recuerde? —Me estrujó el
pecho—. En ese morral peludo que tienes entre las piernas todavía debe de haber un
poquito de aceite, ¿verdad? Quizá…
—¡Hemos encontrado el dinero, mi general!
Probablemente fue aquello lo que me salvó. Desde luego no fue la Guardia Roja.
Cerebro se levantó y abrió mi caja de caudales. A to o esto, a destrucción de mi
Choza del Té seguía su curso.
Aquellos jóvenes estaban arramblando con toda mi comida como una plaga de
langostas.
—En nombre de la República Popular China, confisco sus bienes robados. ¿Desea
apelar ante el Tribunal Revolucionario Popular?
Se me puso de rodillas en las clavículas y me miró fijamente a la cara. Seguía con
un lado de la cara pegado al suelo, pero le sostuve la mirada. Le vi el interior de la
nariz.
—Lo interpretaré como un no. ¡Anda, pero mira lo que tenemos aquí! ¡Hablando
del rey de Roma! La mocosa de tu hija, si no me equivoco —dijo Cerebro,
retorciendo la fotografía de mi hija entre el índice y el pulgar. Acto seguido, encendió
un mechero y observó mi reacción mientras aplicaba la llama a una esquina del
retrato. ¡Mi hija no! ¡Con aquel lirio en el pelo! El dolor me desgarraba por dentro,
pero lo sufrí en silencio. No pensaba darle el placer de verme soltar una sola lágrima.
Con una leve sacudida de la mano, se deshizo de mi tesoro carbonizado antes de
quemarse los dedos.
—¡Ya hemos terminado, mi general! —dijo una niña. ¡Una niña!
Por fin Cerebro me soltó la tráquea.
—Sí. Tenemos que seguir adelante. Más arriba hay enemigos de la revolución

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más peligrosos que este engendro.

Me apoyé en mi Árbol y contemplé las ruinas de mi Choza del Té.


—El mundo se ha vuelto loco —dije—. Una vez más.
—Y se arreglará él solo —dijo mi Árbol—. Una vez más. No te lamentes
demasiado. Solo era una fotografía. La verás antes de morir.
Algo cedió entre los escombros y el tejado se desplomó con estrépito.
—Vivo aquí sola, de lo más tranquila, sin molestar a nadie. ¿Por qué no paran de
llegar hombres desfilando para destruir mi Choza del Té? ¿Por qué los
acontecimientos parecen tener vida propia?
—Esa —respondió el Árbol— es una muy buena pregunta.

Fui una de las afortunadas. Al día siguiente bajé a la Aldea para ver si me
prestaban unas provisiones. Habían saqueado y arrasado el Monasterio, y fusilado a
muchos de los monjes de rodillas en la sala de meditación. En el patio de la puerta de
la luna vi a un centenar de monjes arrodillados en torno a una hoguera Estaban
quemando los manuscritos de la biblioteca, almacenados desde los días en que el
Buda y sus discípulos recorrieran el Valle. Los mon|es teman la cabeza echada hacia
atrás, atada a los tobillos, y gritaban repetidamente: «¡Larga vida al Pensamiento de
Mao Tsetung! ¡Larga vida al Pensamiento de Mao Tsetung!». Grupos de Guardias
Rojas patrullaban las hileras y al que desfallecía lo apedreaban. En el exterior de la
escuela los maestros estaban atados al alcanfor. Llevaban un letrero colgado del
cuello que decía: CUANTOS MÁS LIBROS LEES, MÁS TONTO ERES.
Había carteles con la efigie de Mao por todas partes. Me puse a contarlos y
cuando decidí parar iba por cincuenta.
Mi prima estaba en la cocina. Su rostro tenía una expresión tan vacía como la
pared.
—¿Qué has hecho con los tapices?
—Los tapices son burgueses y peligrosos. He tenido que quemarlos en el patio
antes de que me denunciasen los vecinos.
—¿Por qué anda todo el mundo con un librito rojo en la mano? ¿Para protegerse
del mal de ojo?
—Es el libro rojo de Mao. Todo el mundo tiene que tener uno. Es la ley.
—¿Cómo puede semejante calvorota bola de sebo controlar así toda la China?
Es…
—¡Como te oiga alguien te lapidan! Siéntate, prima. Me imagino que la Guardia
Roja hizo una paradita en tu casa cuando subieron a la cima a quemar los templos. Te
hace falta un poco de vino de arroz. Toma. Una taza. Venga, bébetelo todo. Tengo que
darte una mala noticia. Los parientes que te quedaban en Leshan se han marchado.
—¿Adónde? ¿A Hong Kong?
—A los Campos de Reeducación. Los regalos que tu hija les mandaba

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despertaron la envidia de los vecinos. Han denunciado a toda la familia por traidores
de clase.
—¿Qué es un Campo de Reeducación? ¿Se sale vivo de ahí?
Mi prima suspiró e hizo un gesto con las manos.
—Nadie lo sabe…
Y no dijo más.
Se oyeron tres golpes secos y mi prima se encogió como si le hubiesen pillado las
tripas con un cepo.
—¡Soy yo, Madre!
Mi prima levantó el pestillo y entró mi sobrino, que me saludó con la cabeza.
—Vengo de una Reunión de Autocrítica en el mercado. El carnicero ha
denunciado al vaquero.
—¿Por qué?
—¿Qué más da? ¡Cualquier parida sirve! Lo que pasa en realidad es que el
carnicero le debía dinero. Es un recurso muy práctico para hacer borrón y cuenta
nueva. Aunque eso no es nada. Tres pueblos más abajo a un calderero se la han
cortado solo porque su abuelo luchó con el Kuomintang contra los japoneses.
—Yo creía que los comunistas también habían luchado al lado del Kuomintang
contra los japoneses…
—Y así fue. Pero el abuelo del calderero escogió el uniforme equivocado, ¡y
chas! Y hace dos días, en un pueblo a las afueras de Leshan, se celebró un asado de
cerdo.
—¿Y? —dijo mi prima.
Mi sobrino tragó saliva.
—Pues que allí no hay cerdos desde antes de la hambruna.
—¿Y? —pregunté con voz ronca.
—Hace tres días fusilaron a todo el comité de la comuna por apropiación indebida
de la mantequilla del pueblo. Adivina qué, mejor dicho: a quién, echaron en la olla…
La asistencia al acto era obligatoria so pena de ejecución, así que todos tienen su
parte de culpa. Cazo o balazo.
—El infierno debe de estar muy tranquilo —pensé en voz alta—, porque todos los
demonios han venido a la Montaña Sagrada. ¿Será cosa del cometa, que está
inundando de maldad el mundo?
Mi sobrino tenía la vista fija en la botella de vino de arroz. Siempre había estado a
favor de los comunistas.
—¡Todo es cosa de la mujer del Camarada Mao! ¡No era más que una actriz de
tres al cuarto, pero se le ha subido el poder a la cabeza! No te puedes fiar de los que
se ganan la vida mintiendo.
—Yo me vuelvo a mi Choza —dije—. Y no pienso bajar nunca más de la
Montaña Sagrada. Ven a verme, Prima, cuando los tobillos te permitan subir el
sendero. Ya sabes dónde estoy.

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El ojo brillaba en todo lo alto. Se había disfrazado de estrella fugaz, pero a mí no
me la daba: ¿qué estrella fugaz era esa, que se movía en línea recta sin consumirse
nunca? No era una lente ciega, no era un ojo de hombre que me miraba desde la
penumbra cuajada de telarañas, como ellos hacen. ¿Quiénes eran y que querían de
mi?
Oí la sonrisa en la voz de mi Árbol.
—¡Es extraordinario! ¿Cómo haces para conectar con esas cosas?
—¿A qué te refieres?
—¡Si ni siquiera lo han lanzado aún!

Una vez más, reconstruí mi Choza del Té. Recompuse el Buda pegando los
fragmentos con savia pegajosa. No se acabo el mundo, pero ese año el infierno vertió
sus aguas en China y el mundo se inundó de maldad. De vez en cuando me llegaban
historias, traídas por refugiados que tenían parientes en la cima. Historias de niños
que denunciaban a sus padres y se convertían momentáneamente en celebridades
nacionales. Camiones cargados hasta los topes de médicos, abogados y profesores
trasladados a zonas rurales para que los campesinos los reeducasen en los Campos de
Reeducación. Los campesinos no sabían qué era lo que tenían que enseñar, los
Campos de Reeducación nunca estaban construidos a tiempo para recibir a los
enemigos de clase, y entre los Guardias Rojos enviados para custodiarlos cundía poco
a poco la desesperación, pues se daban cuenta de que a ellos también los habían
deportado junto con sus prisioneros. Estos Guardias Rojos eran niños de Pekín y de
Shanghai acostumbrados a las comodidades de la vida urbana. A Cerebro lo habían
acusado de espiar para los holandeses y lo habían enviado a una cárcel en Mongolia
Interior. Hasta los ideólogos de la Revolución Cultural de Mao fueron denunciados y
sus nombres vilipendiados en la nueva oleada de noticias oficiales llegadas de Pekín.
¿Qué clase de lugar era esa capital, un lugar capaz de generar semejantes
barbaridades? Hasta el más cruel de los emperadores de antaño era un corderito al
lado de este loco.
Durante una larga temporada ningún monje rezó, ni las campanas repicaron en los
templos.
Como le dijera el guía a su demonio extranjero, era algo diabólico.

Veranos, otoños, inviernos y primaveras se sucedieron incesantes. Jamas bajaba a


la Aldea. Los inviernos eran feroces, todo hay que decirlo, pero los veranos eran
muníficos. Por las mañanas, mientras tendía la colada, nubes de mariposas violetas
venían a visitarme al cuarto de arriba. La gata montesa tuvo gatitos que se volvieron
medio domésticos.
Unos cuantos monjes regresaron para afincarse en la cima de la Montaña Sagrada
sin que las autoridades del Partido pareciesen advertirlo. Una mañana me levanté y
me encontré una carta bajo la puerta de mi Choza del Té. Era de mi hija: ¡una carta

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con una fotografía en color! Como no sé leer, tuve que esperar a que pasase un
monje, pero esto es lo que ponía:

Querida Madre,
He oído decir que últimamente están dejando pasar algunas cartas, así que he
decidido probar fortuna. Como puedes ver en la foto, ya casi soy una mujer de
mediana edad. La joven de mi izquierda es tu nieta. ¿Ves el bebé que lleva en
brazos? ¡Es tu bisnieta! No somos ricos, y cuando murió mi marido perdimos
el arriendo del restaurante, pero mi hija trabaja limpiando casas de extranjeros
y nos las arreglamos bastante bien. Espero que un día podamos encontrarnos
en la Montaña Sagrada. ¿Quién sabe? El mundo está cambiando. Si no, nos
veremos en el cielo. Cuando mi padrastro vivía me contaba historias de tu
montaña. ¿Has subido alguna vez a la cumbre? ¡Igual alcanzas a ver Hong
Kong desde allí arriba! Cuídate mucho. Rezaré por ti. Y te ruego que hagas lo
mismo por mí.

El débil goteo inicial de peregrinos se convirtió poco a poco en un flujo constante.


Pude permitirme comprar pollos, una cacerola de cobre y un saco de arroz para todo
el invierno. Cada vez eran más los extranjeros que subían por el sendero: unos
peludos, otros de color vómito, otros negros, otros de un rosa grisáceo. ¿No estarían
pasándose, dejando entrar a tantos? Aunque, eso sí, los extranjeros son sinónimo de
dinero. Les sale por las orejas. Les dices que una botella de agua cuesta veinte yuanes
y van y te pagan ¡sin tener siquiera la cortesía de regatear! ¡Mira que son
maleducados!
Fue un día no hace mucho tiempo. En verano les alquilo el cuarto de arriba a los
que quieren quedarse a dormir. Yo cuelgo la hamaca de mi padre en la cocina y
duermo allí. No es que me guste, pero tengo que ahorrar dinero para mi entierro, o
por si vuelve la hambruna.
Gano más dinero hospedando a un extranjero una noche que vendiendo fideos y
té a la gente de verdad durante una semana. Esa noche tenía un extranjero en casa,
además de un hombre de verdad con su mujer y su hijo, procedentes de Kunming. El
extranjero no sabía hablar. Se comunicaba por gestos como los monos. Al caer la
noche cerré con tablas la Choza del Té y me tumbé en la hamaca en espera de
conciliar el sueño. El hijo de mi huésped no podía dormirse, así que la madre le
estaba contando un cuento. Un bonito cuento sobre tres animales que reflexionan
sobre el destino del mundo.
De repente, ¡el extranjero se pone a hablar! ¡Con palabras de verdad!
—Disculpe, ¿dónde oyó ese cuento por primera vez? ¡Haga memoria, por favor!
La madre estaba tan sorprendida como yo.

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—Me lo contó mi madre de pequeña. Se lo había contado su madre, que había
nacido en Mongolia.
—¿En qué lugar de Mongolia?
—No sé, solo sé que había nacido en Mongolia.
—Entiendo. Perdone si la he molestado.
El extranjero se pone a trajinar metiendo ruido. Baja las escaleras y me pide que
le abra la puerta.
—Le aviso que no pienso devolverle el dinero —le digo.
—No importa. Adiós, que le vaya bien.
¡Qué extrañas palabras! Pero está empeñado en irse, así que descorro los cerrojos
y le abro la puerta. La noche es estrellada y sin luna. Cuando llegó iba en dirección a
la cima, pero ahora se marcha camino abajo.
—¿Adónde va? —Le suelto.
La montaña, el bosque y las tinieblas cierran sus puertas tras él.
—¿Qué mosca le ha picado? —le pregunto a mi Árbol.
Pero ni mi Árbol sabe qué contestar.

—¡Mao ha muerto!
Mi Árbol fue el primero en decírmelo, una mañana de radiantes aguaceros. Más
tarde, un monje que iba camino de la cima entró de sopeton en la Choza del Té,
rebosante de felicidad. Y me confirmó la noticia.
—He ido a comprar un poco de vino de arroz para celebrarlo, pero todo el mundo
ha tenido la misma idea, y ya no queda ni una gota en ningún lugar. Los hay que se
han pasado la noche llorando. Otros diciéndole a todo el mundo que se preparen para
una invasión de la Unión Soviética. Los del Partido se han pasado la noche
escondidos con las puertas y ventanas cerradas a cal y canto. Pero la mayoría de los
aldeanos han estado celebrándolo y tirando cohetes toda la noche.

Subí al cuarto de arriba, donde una niña no conseguía conciliar el sueño por el
miedo. Supe que era un espíritu porque la luz de la luna brillaba a través de su cuerpo
y no me oía bien.
—No te preocupes —le dije—. El Árbol te protegerá. Él te dirá cuándo salir
corriendo y dónde esconderte.
Se me quedó mirando. Me senté en el baúl que había a los pies de la cama y le
canté la única nana que conozco, una que habla de una barquilla de mimbre, un gato
y el río que fluye en torno.

Fue un buen año. Uno a uno, los templos fueron reconstruidos, y volvieron a
colgarse las campanas, con lo cual el Sol y la Luna pudieron recibir un digno saludo,

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y se pudo celebrar la onomástica del Buda. Los monjes volvieron a visitarme
regularmente y el caudal de peregrinos aumentó hasta llegar a varias docenas al día.
Había gordos que pasaban por delante de la choza sobre parihuelas portadas a toda
prisa por dos o tres hombres. ¿Una peregrinación en parihuelas? ¡Tan inútil como la
peregrinación en coche! Los cabezas de chorlito que todavía creían en la política
hablaban entusiasmados de las Cuatro Modernizaciones, del juicio a la Banda de los
Cuatro y de un espíritu benévolo llamado Deng Xiaoping que habría de salvar a
China. Por mí podía emprender cuantas modernizaciones le diera la gana, con tal de
que no me tocase la Choza del Té. ¡El eslogan de Deng Xiaoping era: «Hacerse rico
es glorioso»!
En varias ocasiones, el ojo del Buda se abrió en la cumbre de la Montaña
Sagrada, y los monjes que tuvieron la suerte de presenciar el milagro se lanzaron por
el precipicio, a través del doble arco iris, y aterrizaron de pie en el Paraíso. Otro
milagro tuvo lugar por encima de mi cabeza. Mi Árbol decidió tener hijos. Una
mañana de otoño descubrí que le habían brotado almendras. Y más arriba, avellanas.
No podía dar crédito a semejante milagro, ¡pero estaba viéndolo con mis propios
ojos! Aún más arriba se agitó una rama y un caqui cayó a mis pies. Una semana
después me encontré unos membrillos arrancados por el viento, y por último, unas
manzanas ácidas de piel arrugada. El Árbol crepitaba mientras yo dormía, y una
música de dulcémeles alumbraba el sendero de los sueños.

Soñé con mi padre en el sitio oscuro donde más dolía. Eché un vistazo al estanque
salpicado de gotas que había cerca de la cueva y allí estaba él, mirándome
compungido, con las manos atadas en la nuca. A veces, mientras les preparaba el té a
los huéspedes, lo oía arrastrar los pies en el cuarto de arriba, buscando el tabaco y
tosiendo. El Buda me explicó que mi padre estaba atormentado por el remordimiento,
y que tenía el alma encerrada en una jaula de asuntos pendientes, en la más honda
penumbra. Allí habría de permanecer hasta que yo misma peregrinase a la cima de la
montaña.
No se equivoquen: para mí, mi padre era una mierda pinchada en un palo.
Encontrarle una virtud era más difícil que encontrar una aguja en el Yangtsé. Jamás
me dirigió una sola palabra amable o agradecida, y vendió mi castidad por dos
cuencos de té. Pero era mi padre, y las almas de los antepasados son responsabilidad
de los descendientes. Además, quería poder dormir tranquila, sin que su lloriqueo
autocompasivo me turbase el sueño. Por último, habría sido una descortesía por mi
parte pasarme toda esta vida trabajando en la Montaña Sagrada sin peregrinar una
sola vez a la cima. Ya estaba en esa edad en que las ancianas se despiertan incapaces
de levantarse de la cama y descubren que el último día que les quedaba para moverse
a su antojo había sido el día anterior, y ellas sin enterarse.
Era una hermosa mañana, antes de la estación de las lluvias. Me levanté al
amanecer. Mi Árbol me dio algo de comida. Cerré con tablas la Choza del Té,

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escondí la caja de caudales bajo un montón de piedras en el fondo de la cueva y me
puse en camino. Cincuenta años atrás podría haber alcanzado la cumbre antes de que
cayese la noche. Ahora, a mi edad, no llegaría antes del atardecer del día siguiente.
Pasos, barrancos, pasos, árboles imponentes, pasos, senderos aferrados a la
cornisa del mundo.
Pasos bajo el sol, pasos en la sombra.
Al atardecer encendí una hoguera en el porche de un monasterio en ruinas. Dormí
tapada con mi chal de invierno. El Buda estaba sentado a los pies de mi cama,
fumando y cuidando de mí, como hace con todos los peregrinos. Cuando me desperté
me encontré un cuenco de arroz y otro de té de wu long, aún humeante.

Di un traspié y me topé con el futuro. ¡Había hoteles, de cinco y seis pisos! Había
tiendas que vendían chismes relucientes que nadie podría llegar jamás a querer ni
necesitar. Había restaurantes cuya comida olía a cosas que yo nunca había olido
antes. Había filas y filas de enormes autocares de cristales tintados, ¡y todos y cada
uno de los ocupantes eran demonios extranjeros! Los coches, abarrotados, hacían
sonar sus bocinas como piaras de cerdos. Una caja con gente dentro volaba por el
aire, pero nadie parecía sorprenderse. Rugía como el viento en la cueva. Pasé por
delante de una puerta atestada de personas y miré dentro. Vi a un hombre subido a un
escenario que estaba besando una seta de plata. A su espalda había una pantalla con
imágenes de amantes y palabras. En algún lugar de la sala estaban cortándole las
pelotas a un cerdo monstruoso. ¡Entonces me di cuenta de que aquel hombre estaba
cantando! Cantándole al amor, a la brisa sureña y a los sauces.
Casi me atropella un andero que cargaba con una mujer extranjera. La mujer
llevaba puestas unas gafas de sol, aunque estaba nublado.
—¡Mire por dónde anda! —dijo el hombre, echando el hígado por la boca.
—¿Por dónde se va a la cumbre de la Montaña Sagrada? —le pregunté.
—¡La tiene usted debajo!
—¿Esto?
—¡Esto!
—¿Dónde está el templo? Es que tengo que rezar unas plegarias para el descanso
de…
—¡Allí! —gritó, señalando con la cabeza.
Un andamiaje de bambú asfixiaba el templo. Por las escaleras y las plataformas
pululaba un enjambre de obreros. Otros estaban jugando al fútbol en el atrio, usando
estatuas de monjes antiguos como porterías. Me acerqué al portero para cerciorarme
de que era cierto lo que veían mis ojos.
—¡Vaya, vaya, pero si es el general Cerebro, de la Guardia Roja!
—¿Quién coño eres tú, vieja?
—La última vez que nos vimos me estabas pisando el cuello y estabas bastante
excitado, creo recordar. Me destrozasteis la Choza del Té y me robasteis el dinero.

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Me reconoció, pero fingió no hacerlo, y se fue hacia el otro lado refunfuñando
con gesto sombrío. En ese momento el balón le pasó por delante como un rayo y un
grito de victoria resonó entre la niebla.
—Qué agradable coincidencia, ¿verdad, general Cerebro? Eres un tío listo, hay
que reconocerlo. Primero, cabecilla de un grupo encargado de hacer trizas los
templos, y después, ¡capataz del grupo encargado de restaurarlos! ¿Es esa la
modernización socialista?
—¿Cómo sabes que soy el capataz?
—Porque hasta cuando te escaqueas del trabajo te adjudicas la tarea más fácil.
La cara de Cerebro no sabía qué hacer. Oscilaba de una expresión a otra. Algunos
de los obreros me habían oído y miraban con recelo a su capataz. Lo dejé y me
marché, avanzando con mucho cuidado entre el frenesí de sierras y martillazos que
había en la entrada al templo. El rencor es un demonio que te roe hasta los tuétanos.
En este sentido, el paso del tiempo ya se estaba encargando de eso, y a conciencia. El
Buda me ha dicho varias veces que, en la vida, es fundamental perdonar. Estoy de
acuerdo. Aunque no en beneficio del perdonado, sino del que perdona.

Franqueé la gran puerta y me quedé parada en el claustro, si saber qué hacer a


continuación. Un monje de avanzada edad y con la nariz deforme se me acercó.
—Tú eres la dueña de la Choza del Té, ¿verdad?
—Sí.
—¡Entonces serás mi invitada! Ven al Santuario a tomar un cuenco de té.
Dudé.
—Por favor. Estate tranquila. Eres más que bienvenida.
Un novicio vestido de azafrán estaba aplicando pan de oro a la ceja del Buda. Me
miró y se sonrió. Le devolví la sonrisa. En alguna parte había un martillo neumático
perforando el pavimento y el zumbido de una taladradora iba y venía.
Seguí al monje a través de un laberinto de claustros que olían a incienso y a polvo
de cemento. Llegamos a un lugar tranquilo. Había unas cuantas estatuas del Buda y
algunos pergaminos colgados. El té nos estaba esperando en una sala desierta.
—¿Qué pone en esos pergaminos?
El monje sonrió con modestia.
—Es caligrafía, un simple hobby que tengo. En el de la izquierda pone:
En la luz de mi escritorio
escribo una larga, larga carta.
Y en el de la derecha:
Montañas que nunca volveré a ver
se diluyen en lontananza.
Disculpa mi falta de habilidad, soy un simple aficionado. Ahora, déjame que te
sirva el té.
—Gracias. Debe de estar usted encantado. Todos esos peregrinos vienen a visitar

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su templo.
El monje dio un suspiro.
—Muy pocos de ellos son peregrinos. La mayoría ni siquiera se molestan en
entrar al templo.
—¿Por qué vienen entonces hasta la Montaña Sagrada?
—Porque es un lugar al que se puede llegar en coche. Porque viene mucha gente.
Porque el gobierno nos ha declarado Patrimonio Nacional.
—Al menos el Partido ha dejado de perseguirlos.
—Solo porque les es más rentable cobrarnos impuestos.
Un hombre pasó silbando una melodía que era alegre y triste a la vez. Oí el roce
de una escoba barriendo.
—He venido por mi padre —comencé.
El monje me escuchaba con aire solemne, asintiendo con la cabeza de cuando en
cuando mientras yo le contaba mi historia.
—Has hecho bien en venir. El alma de tu padre todavía carga con un peso
demasiado grande como para abandonar este mundo. Ven conmigo al templo. Hay un
altar muy tranquilo en uno de los lados, a salvo de los flashes de los turistas. Vamos a
encender incienso juntos y yo celebraré el ritual apropiado. Luego me ocapaté de
buscarte un lecho para que pases la noche. Nuestra hospitalidad es espartana, pero
sincera. Como la tuya.

A la mañana siguiente el monje me acompañó hasta la entrada principal. Otro día


envuelto en niebla.
—¿Qué le debo? —pregunté, buscando mi monedero bajo el chal.
—Nada. —Me tocó respetuosamente el brazo—. Te has pasado la vida
llenándoles la barriga a monjes errantes que no comían más que guijarros. Cuando
llegue el momento, me encargare de que alguien se ocupe de tu entierro.
La gentileza siempre me hace llorar. No sé por qué.
—Pero los monjes también comen.
Señaló hacia la ruidosa neblina. Unas luces se encendían y se apagaban, y unos
autocares borrosos rugían.
—Que nos den de comer ellos.
Me despedí con una sentida reverencia, y cuando alcé la vista ya se había ido.
Solo quedaba su sonrisa. Mientras me dirigía al camino de bajada vi a Cerebro
subiendo una escalera con un cubo de grava a cuestas. Tenía la cara toda magullada y
llena de cortes. Hay que ver, los hombres, siempre están con lo mismo. Un grupo de
niñas atravesó corriendo la plaza entre gritos y risas, esquivándome por los pelos. El
monje tenía razón: esto ya no tenía nada de sagrado. Los lugares sagrados iban a
tener que esconderse en lugares más recónditos, más elevados.

Un hombre vino a verme a la Choza del Té. Dijo que era del periódico del Partido

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y que quería escribir un artículo sobre mí. Le pregunté que cómo iba a llamarse el
artículo.
—Setenta años de emprendimiento socialista.
—¿Setenta años de qué?
El fogonazo del flash me dio en toda la cara. Veía plumas de Ave Fénix hasta con
los ojos cerrados.
—De emprendimiento socialista.
—Esas son palabras de jóvenes. Pregúntaselo a los jóvenes.
—No señora —insistió, retrocediendo unos pocos metros y apuntando con la
cámara a mi Choza del Té. ¡Flash!—. Me he documentado bien. Es usted una
pionera, en serio. La Montaña Sagrada puede rendir beneficios, pero usted fue de los
primeros en aprovechar la oportunidad, y aquí sigue. Es extraordinario, en serio se lo
digo. Es usted la Abuelita de los huevos de oro. ¡Qué bueno, podría valer como
subtítulo!
Era verdad que durante los meses de verano el sendero estaba abarrotado de
caminantes. Cada pocos metros había una Choza del Té, un puesto de fideos o un
chiringuito de hamburguesas: un día probé una, ¡valiente porquería extranjera! Menos
de una hora después ya estaba otra vez muerta de hambre. Alrededor de todos los
altares se apiñaban un montón de tenderetes que vendían bolsas de plástico y botellas,
la misma basura que terminaba ensuciando el camino un poco más arriba.
—No soy ninguna pionera —insistí—. He vivido aquí porque no me quedaba más
remedio. En cuanto a lo de ganar dinero, el Partido mandaba gente para que me
destrozasen la Choza precisamente porque ganaba dinero.
—No, no era así. Ya es usted vieja y está muy equivocada. El Partido siempre ha
estimulado el comercio justo. Bueno, veamos, seguro que tiene muchas historias
interesantes para nuestros lectores.
—¡Mi trabajo no es interesar a sus lectores! ¡Mi trabajo es servir té y fideos! ¡Si
de verdad quiere escribir algo interesante, escriba algo sobre mi Árbol! Son cinco
árboles en uno, sabe usted. Almendras, avellanas, caquis, membrillos y manzanas. El
árbol de la abundancia. Como título para su artículo es mejor, ¿no le parece?
—Cinco árboles en uno —repitió el periodista.
—Aunque las manzanas están ácidas, lo reconozco. Pero eso no es nada. ¡El
Árbol habla!
—¿En serio?
No tardó en despedirse. De cualquier forma, escribió su artículo idiota,
inventándose mis declaraciones. Me lo leyó un monje. Por lo visto, yo siempre había
admirado el inteligente liderazgo de Deng Xiaoping. Yo jamás había oído hablar de la
plaza de Tiananmen, pero por lo visto opinaba que las autoridades habían
reaccionado de la única manera posible.
Añadí «escritores» a la lista de personas de las cuales no fiarse. Se lo inventan
todo.

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—¿Sabes quien soy?
Abrí los ojos.
Las sombras de las hojas de mi Árbol le veteaban el hermoso rostro.
—Qué bien te quedaban los lirios en el pelo, cariño. Gracias por la carta. Me
llegó el otro día. Me la leyó un monje.
Sonrió igual que en la fotografía.
—Esta es tu bisnieta —dice mi sobrina, como si me hubiese equivocado.
Es mi sobrina la que está equivocada, pero estoy muy cansada para ponerme a
explicarle la naturaleza del pasado.
—¿Has vuelto a China para quedarte, cariño?
—Sí. Aunque Hong Kong ya es China. Pero sí.
La voz de mi sobrina denota orgullo.
—A tu bisnieta le ha ido muy bien en la vida, Tía. Ha comprado un hotel y un
restaurante en la Aldea, con una luz en el techo que da vueltas y vueltas la noche
entera. Todos los ricos de la ciudad se alojan en él. La semana pasada, sin ir más
lejos, estuvo una estrella de cine. Tu bisnieta ha recibido un montón de buenas
propuestas de matrimonio: hasta el jefe local del Partido le ha pedido la mano.
Mi corazón se acurruca todo calentito, como un gato montés domesticado
tumbado al sol.
Mi hija me honrará como su progenitora y me enterrará en la Montaña Sagrada,
de cara al mar.
—Nunca he visto el mar, pero dicen que en Hong Kong atan a los perros con
longanizas.
Ella se ríe, tiene una bonita risa. Al verla yo también me echo a reír, aunque me
duelan a rabiar todas las costillas.
—En Hong Kong puedes encontrarte de todo, pero tampoco es para tanto. Mi jefe
murió. Era extranjero, abogado, dueño de una gran empresa. A la hora de hacer
testamento fue muy generoso conmigo.
Mi intuición de vieja moribunda me dice que no me está contando toda la verdad.
Mi experiencia de vieja moribunda me dice que la verdad no es lo que más
importa.

Oigo a mi hija y a mi sobrina preparando el té en el piso de abajo. Cierro los ojos


y oigo pezuñas de marfil.
Una voluta de humo se desenrosca y se desvanece. Arriba, arriba.

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Mongolia

L AS praderas subían y bajaban al paso de los vagones. Años y años de praderas.


A veces el tren pasaba por aduares formados de tiendas redondas que, según la
guía de Caspar, se llamaban gers. Había caballos pastando, y ancianos en cuclillas
fumando en pipa. Los perros ladraban al tren con ojos feroces y los niños se nos
quedaban mirando. Caspar les saludaba con la mano, pero ellos nunca le respondían,
simplemente seguían mirando, como sus abuelos. Los postes de telégrafo bordeaban
las vías y de repente se desviaban para perderse en el voluble horizonte. A Caspar
aquel cielo tan ancho le recordaba la región donde se había criado, un lugar llamado
Zetland. Se sentía solo y extrañaba a su familia. A mí no me hacía ilusión llegar, mi
única sensación era de perpetuidad.
Habíamos dejado atrás La Gran Muralla hacía muchas horas.
Un país remoto e inexplorado en el que poder, más que encontrarme, cazarme a
mí mismo.

En nuestro compartimento viajaban también un par de austríacos gigantescos que


eructaban, bebían vodka a granel y se contaban flatulentos chistes el uno al otro en
alemán, idioma que yo había aprendido de Caspar dos semanas antes. Se estaban
jugando fajos de tugriks —la divisa mongola— a un juego de naipes llamado
cribbage que un galés le había enseñado a uno de ellos en Shanghai, y juraban como
carreteros. En la litera de arriba iba una chica australiana llamada Sherry, enfrascada
en la lectura de Guerra y paz. Caspar había dejado a medias la carrera de ingeniero
agrónomo y no había leído ningún libro de Tolstói. Lo pesqué deseando haberse leído
alguno, aunque no por razones literarias. Un sueco del compartimento de al lado se
invitaba a sí mismo de vez en cuando para obsequiar a Caspar con el relato de cómo
timan a los extranjeros en China. Nos aburría a los dos, y hasta Caspar se puso del
lado de los chinos. En el compartimento del sueco, una irlandesa de mediana edad
miraba por la ventana, o anotaba cifras en un cuaderno negro. En el compartimento
adyacente había dos parejas de israelitas que, aparte de charlar educadamente con
Caspar sobre el precio de los albergues en Xi’an y Pekín y los recientes estallidos de
violencia en Palestina, preferían hablar entre ellos.
La noche se abatió de nuevo sobre la tierra, disolviéndola en sombras y azules.
Cada quince o treinta kilómetros las lenguas de las fogatas de los campamentos
lamían la oscuridad.
El reloj biológico de Caspar llevaba varias horas de retraso, así que decidió
acostarse. Yo se lo podría haber puesto en hora, pero preferí dejarle dormir. Fue al
lavabo, se echó agua en la cara y se cepilló los dientes con un poco de agua que había
desinfectado con yodo. Cuando volvió, Sherry estaba en el pasillo, con la cara
apretada contra la ventana. Qué guapa, pensó.
—Hola —dijo Caspar.

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—Hola —dijo ella, volviéndose para mirar a mi huésped.
—¿Qué tal es Guerra y paz? Reconozco que nunca he leído ninguno de los
clásicos rusos.
—Largo.
—¿De qué trata?
—De por qué pasa lo que pasa.
—¿Y por qué pasa lo que pasa?
—Todavía no lo sé. Es muy largo. —Se quedó mirando cómo su aliento
empañaba el cristal—. Mira. Tanto espacio, sin apenas nadie. Casi como mi país.
Caspar se acercó a la ventana. Al cabo de un kilómetro, le preguntó:
—¿Por qué estás aquí?
La chica se quedó pensando.
—Porque es la ultima frontera. Perdida en mitad de Asia, ni al este ni al oeste Se
podría acuñar una nueva expresión: «Más perdido que Mongolia». ¿Y tú?
Unos rusos borrachos se reían a carcajadas al fondo del pasillo.
—Pues no lo sé, la verdad. Iba de camino a Laos cuando sentí un impulso. Sabía
que aquí no Había nada, pero no pude evitarlo. ¡Mongolia! Ni siquiera había pensado
nunca en este lugar. Igual es que me pasé fumando porros en el lago Dal[7].
Un nene chino medio desnudo correteaba por el pasillo haciendo zunzun con la
boca, como si fuese un helicóptero o un caballo.
—¿Cuánto llevas viajando? —preguntó Caspar, que no quería que la
conversación languideciese.
—Diez meses. ¿Y tú?
—En mayo va a hacer tres años.
—¡Tres años! ¡Caramba, ya eres un caso perdido! —La cara de Sherry se
transformó en un bostezo enorme—. Perdona, es que estoy muerta de cansancio.
Resulta agotador estar encerrada sin nada que hacer. ¿Crees que nuestros amigos los
austríacos habrán cerrado ya el casino?
—Lo único que espero es que hayan cerrado la fábrica de chistes. No sabes la
suerte que tienes de no saber alemán.
Cuando volvieron al compartimento, los austríacos roncaban en estéreo. Sherry
echó el pestillo. Caspar se fue quedando dormido, acunado por el suave balanceo del
tren. Estaba pensando en Sherry.
La chica se asomó por el borde de la litera situada encima de la suya.
—¿Te sabes algún cuento bueno para dormir?
Caspar no era lo que se dice un narrador nato, así que tomé cartas en el asunto.
—Yo me sé uno. Es un cuento mongol. Bueno, más que un cuento es una especie
de leyenda.
—Me encantaría oírla —dijo Sherry, sonriendo, y a Caspar le dio un vuelco el
corazón.

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Estos son los tres animales que piensan en el destino del mundo.
La primera es la grulla. ¿Ves con qué ligereza camina, avanzando cuidadosamente
entre las piedras del río y sacudiendo la cabeza hacia atrás? La grulla cree que si diera
un pisotón, se derrumbarían las montañas, temblaría el suelo y se vendrían abajo los
árboles que llevan en pie desde hace miles de años.
La segunda es la langosta. La langosta se pasa el día sentada en una piedra,
pensando en que un día llegará el diluvio, el mundo se inundará y todos los seres
vivos desaparecerán engullidos por los remolinos la espuma y las negras olas. Por eso
está siempre vigilando atentamente las cumbres más altas, donde se agolpan las nubes
cargadas de lluvia.
El tercero es el murciélago. El murciélago cree que el cielo puede caerse hecho
pedazos y matar a todos los seres vivos. Por eso se cuelga de lugares elevados y está
siempre revoloteando arriba y abajo, del cielo a la tierra, para comprobar que todo
está en orden.

Esta era la historia, en el comienzo de los tiempos.

Sherry se había quedado dormida, y por unos instantes Caspar se preguntó dónde
había aprendido aquella historia. Le cerré la mente y lo induje suavemente al sueño.
Me pasé un rato viendo cómo sus sueños iban y venían. En uno de ellos tenía que
defender un palacio gótico construido con tacos de billar sobre un banco de arena, y
en otro aparecían su hermana y su sobrina. Su padre también hizo acto de presencia,
empujando una moto por el pasillo del Transiberiano con un sidecar lleno de billetes
que salían volando por el aire. Tan borracho y exigente como siempre, le preguntaba
a su hijo que a qué demonios estaba jugando, e insistía en que este todavía tenía unas
cintas de vídeo muy importantes. Caspar era un nene medio desnudo y no sabía nada
de nada.

Pasé mi infancia al pie de la Montaña Sagrada. Reinaba una oscuridad que, como
más tarde descubrí, tuvo que durar muchos años, tantos como tardé en aprender a
recordar. Me imagino a un pájaro que nace como un «yo» y que poco a poco
comprende que es algo diferente del «eso», que es su cáscara. El pájaro percibe su
contenido y a medida que sus órganos sensoriales empiezan a funcionar, adquiere
conciencia de lo claro y de lo oscuro, del calor y del frío. Según se van agudizando
las sensaciones, el pájaro piensa en escapar. Entonces, un buen día, empieza a
forcejear con la gelatina pegajosa y los frágiles muros hasta liberarse y verse solo en
un mundo vertiginoso hecho de asombro, temor, colores, un mundo hecho de cosas
desconocidas.
Pero incluso entonces ya me preguntaba: ¿por qué estoy solo?
Fue el sol lo que despertó a Caspar. Tenía lágrimas secas en los ojos y el sabor de
la correa del reloj en la boca. Sintió unas ganas tremendas de comer fruta fresca.

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Además, los austríacos le habían ganado por la mano y habían entrado al baño antes
que él. Se levantó de la cama y vio que Sherry estaba meditando. Se puso los
vaqueros y trató de salir del compartimento sin molestarla.
—Buenos días, y bienvenido a la radiante Mongolia —murmuró Sherry—.
Llegaremos allí en tres horas.
—Perdona que te haya molestado —dijo Caspar.
—No me has molestado. Y si miras dentro de la bolsa de plástico que está
colgada del perchero, verás que hay unas peras. Cógete una para desayunar.

—Bien —dijo Sherry cuatro horas después—. Estación Central de Ulan Bator.
—Extraña —dijo Caspar, que habría preferido expresarse en danés.
El encalado de los muros refulgía en aquel mediodía impecable. El viento,
incapaz de guardar un solo segundo de silencio, soplaba sobre la llanura en dirección
al punto de fuga de los raíles. Los letreros estaban escritos en cirílico, alfabeto que ni
Caspar ni ninguno de mis huéspedes anteriores conocían. Unos vendedores
ambulantes chinos se bajaron del tren a empellones, cargando con gran esfuerzo
bolsas rebosantes de mercancías y gritándose los unos a los otros en mandarín. Un
par de jóvenes soldados mongoles jugueteaban abúlicos con sus fusiles, pensando
dónde habrían preferido estar en ese momento. Un grupo de ancianas de aspecto
acerado esperaban para abordar el tren directo a Irkutsk. Sus familias habían venido a
despedirlas. Dos individuos de traje negro y con gafas de sol rondaban por el andén.
Unos cuantos adolescentes sentados en un muro miraban a las chicas.
—Me siento como si hubiese salido de un baúl oscuro y hubiese aparecido en
mitad de un carnaval de marcianos —dijo Sherry.
—Sherry, esto, en fin, ya sé que como chica que viaja sola no debes fiarte mucho
de la gente que te encuentras, pero estaba pensando que…
—No seas tan inglés, hombre. Sí, cómo no. Yo no te ataco, si tú no me atacas.
Bueno, a ver: tu Lonely Planet dice que hay un hotel medio decente en el barrio de
Sansar, en el extremo este de la calle Sambuu… Sígueme…
Dejé que Sherry se ocupase de mi huésped. Una preocupación menos. Los
austríacos se despidieron y enfilaron hacia el Kublai Khan Holiday Inn. Ya no se
reían. Los israelitas nos dijeron adiós con la cabeza y echaron a andar marcialmente
en otra dirección. Caspar ya se había olvidado del sueco.
Los mochileros son extraños. Tengo mucho en común con ellos. No vivimos en
ninguna parte y en todas partes somos extranjeros. Vagamos sin rumbo, casi siempre
a nuestro antojo, en busca de algo que buscar. Ambos somos parásitos: yo vivo en las
mentes de mis huéspedes, cribando sus memorias para entender el mundo. Caspar, y
los de su especie, también viven en un país que nunca es el suyo, y se aprovechan de
su cultura y paisaje para aprender, o para conjurar el tedio. Para el mundo en general,
ambos somos inmateriales e invisibles. Rumiamos los jugos de la soledad. La primera
vez que mis incrédulos huéspedes chinos vieron a un mochilero lo consideraron casi

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como a un ser de otro planeta. Así es exactamente como los humanos me consideran
a mí.
Todas las mentes laten de una manera diferente, igual que todos los faros del
mundo tienen sus propias características. Unas mentes laten de manera constante,
otras de manera irregular. Unas son tibias, otras ardientes. Unas son de una vitalidad
fulgurante, otras casi ni existen. Y otras viven al margen, como quásares. Para mí, un
cuarto lleno de personas y animales es como un universo con soles de diferentes
tamaños, colores y gravedades.
Caspar también está empezando a considerar a la mayoría de las personas como
destellos en una pantalla de radar. Está tan solo como yo.
—¿Me he perdido algo? —dijo Sherry—. ¿Dónde está la ciudad?
Pekín era una ciudad, y Shanghai también. Pero esto es una ciudad fantasma.
—Es como Alemania Oriental en la época del telón de acero.
Filas y más filas de edificios anónimos con grietas en los muros y tablones en
lugar de ventanas. Un gasoducto enorme montado sobre pilones de cemento. Calles
plagadas de baches por las que circulan pisando huevos unos pocos coches
destartalados. Cabras que comen hierbajos en medio de una plaza Fábricas
silenciosas. Estatuas de caballos y pequeños tanques de juguete. Una mujer con una
cesta de huevos avanzando con sumo cuidado sobre adoquines rotos, entre trozos de
botellas y borrachos haciendo eses. Semáforos a punto de desplomarse. Una central
eléctrica, otrora poderosa, vomitando nubarrones de humo sobre la ciudad. En las
afueras de la ciudad, una noria gigantesca que Caspar y yo dudamos si volvería a
girar algún día. Nos cruzamos con tres occidentales de traje negro. Caspar pensó que
estaban en el lugar y en el momento equivocados.
Ulan Bator era mucho mayor que la aldea situada al pie de la Montaña Mágica,
pero aquí nadie parecía tener objetivo alguno. Todo el mundo parecía estar
simplemente esperando. Esperando a que algo abriese, a que se acabase el día, a que
encendiesen la ciudad, o a que les diesen de comer.
Caspar se ajustó las correas de la mochila.
—Esa Historia secreta de Gengis Khan que me leí no me había preparado para
esto.

Aquella noche Caspar le hincó el diente con gusto a un estofado de cordero con
cebollas. Él y Sherry eran los únicos comensales del hotel, situado en los pisos sexto
y séptimo de un bloque a punto de desmoronarse.
La mujer que le había traído la comida de la cocina lo miró con cara de póquer.
Caspar señaló la comida, alzó el pulgar, sonrió y dio un gruñido en señal de
aprobación.
La mujer se quedó mirándolo como si estuviese loco y se retiró.
Sherry soltó una carcajada.
—Igual de simpática que la funcionaría de la aduana.

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—Una de las cosas que he aprendido en todos estos años de vagabundeo es que
cuanto menos poder tiene un país, más peligrosos son sus aduaneros.
—Cuando nos llevó a aquel cuarto, me miró como si yo hubiese atropellado a su
bebé con una apisonadora.
Caspar le quitó un mechoncito de lana a una tajada.
—El comunismo del sector servicios. Toda una herencia. La tía está presa aquí,
no te olvides. Nosotros podemos marcharnos cuando nos dé la gana.
Caspar tenía unas bolsitas de té con limón que se había traído de Pekín. Cogió
una jarra de agua caliente del aparador y preparó una taza para Sherry y otra para él.
Después se quedaron mirando cómo una luna de color cera se alzaba sobre un arrabal
de hogueras y gers.
—Bueno dijo Caspar, hablame del pub ese de Hong Kong en el que trabajaste.
¿Cómo dices que se llamaba? ¿Mad Dogs?
—Prefiero que me cuentes más cosas de esos colgados que conociste cuando
vendías joyas en Okinawa. Vamos, vikingo, te toca a ti.
Cuántas veces en la vida mis huéspedes sienten el inicio de una amistad. Lo único
que puedo hacer yo es quedarme mirando.

Durante la infancia empecé a notar otra presencia dentro de mi cuerpo. Hebras


nebulosas de color y emoción se condensaron en pequeñas gotas de entendimiento.
Veía, y fui poco a poco reconociendo, jardines, senderos, ladridos, arrozales, coladas
secándose al sol mecidas por la brisa cálida de una ciudad. No tenía ni idea de por
qué surgían esas imágenes. Era como estar conectado a una película sin argumento.
Recorrí lentamente el camino que todos los seres humanos recorren, de lo mítico a lo
prosaico. A diferencia de ellos, yo recuerdo muy bien el camino.
Algo estaba ocurriendo también en mi sistema perceptivo. Como cuando se sube
muy despacio el volumen de una radio, tan despacio que al principio casi parece que
no esté encendida. Lentamente, advertí la presencia de una entidad diferente de mí y
que generaba sensaciones que solo después fui capaz de identificar como lealtad,
amor, furia, animadversión. Vi cómo esa otra entidad se definía, se iba haciendo más
nítida. Empecé a tener miedo. ¡Yo pensaba que ella era la intrusa! Pensaba que la
mente de mi primer huésped era el huevo del cuco que un día habría de eclosionar y
expulsarme de mi propio nido. Así que una noche, mientras mi huésped estaba
dormido, traté de infiltrarme en esa otra presencia.
Mi huésped quiso gritar, pero no le dejé despertarse. Su mente, como por instinto,
se volvió tensa e impenetrable. Me abrí camino violentamente, con torpeza, sin tener
consciencia de la fuerza que había adquirido, desbrozando a machetazos la tupida
maleza de recuerdos y control neural, y arrancando de cuajo enormes terrones. El
miedo a perder el combate me volvió más violento de lo que hubiese querido. Quería
someter, no devastar.
A la mañana siguiente el médico certificó que mi huésped no respondía a ningún

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estímulo. Lógicamente, no halló lesión alguna en el cuerpo de su paciente, pero sabía
reconocer un estado de coma. En la China sudoccidental de los años cincuenta no
había equipamiento para atender a comatosos. Mi huésped murió unas semanas
después, llevándose consigo cualquier pista acerca de mis orígenes que pudiese haber
quedado enterrada en sus recuerdos. Fueron una semanas infernales. Me percaté de
mi equivocación: el intruso era yo. Traté de reparar el daño cometido reparando
algunas funciones vitales y recomponiendo algunos de los recuerdos, pero es mucho
más fácil destruir que reconstruir, y por aquel entonces yo no sabía nada. Me enteré
de que mi víctima había sido un forajido en los años de vacas flacas, y un soldado en
la China del norte en los de vacas gordas. Encontré fragmentos de lenguajes hablados
que más tarde supe eran mongol y coreano, pero el hombre había sido analfabeto. Eso
era todo. No fui capaz de averiguar cuánto tiempo había pasado yo en estado
embrionario.
Intuí que si mi huésped moría, yo moriría con él. Volqué todas mis energías en
aprender a realizar lo que ahora llamo transmigración. Dos días antes de morirse, lo
conseguí. Mi segundo huésped fue el médico del primero. Me volví para mirar al
soldado. Un hombre de mediana edad en una cama sucia, extendido sobre su armazón
de huesos. Me embargó un sentimiento de culpa, de alivio y de poder.
Permanecí dos años en el médico, adquiriendo conocimientos acerca de los
humanos y de lo inhumano. Aprendí a leer los recuerdos de mis huéspedes, a
borrarlos y a sustituirlos. Aprendí a controlarlos. La humanidad era mi juguete. Pero
también aprendí a ser precavido. Un día le anuncié a mi huésped que una entidad
incorpórea llevaba dos años alojada en su cerebro y le pregunté si quería hacerme
alguna pregunta.
El pobre hombre se volvió majara y tuve que volver a transmigrar. La mente
humana es un juguete muy frágil. ¡Es tan débil!

Tres noches después la camarera estampó un plato de cordero delante de Caspar y


se esfumó antes de que este pudiera gruñir.
—Sebo de cordero para cenar —exclamó una Sherry radiante. Qué sorpresa.
La camarera se puso a recoger las otras mesas. Caspar probó con una técnica de
control mental para ver si lograba que el cordero le supiese a pavo. Resistí la
tentación de ayudarle a conseguirlo. Sherry estaba leyendo.
—Mira qué ejemplo de eufemismo soviético. Es de los años cuarenta, durante el
mandato de Choibalsan. Dice así: «En último término, la vida ha demostrado la
conveniencia de emplear el alfabeto ruso». Lo que, según el autor, significa que si
usabas el alfabeto mongol te fusilaban. ¿Cómo podía la gente vivir dominada por una
raza, y por qué…?
Un instante después se apagaron todas las luces del edificio.
Por la ventana de estrellas veladas de humo entraba una luz débil y un letrero de
neón rojo en cirílico resplandecía más allá de un descampado desierto. Nos habíamos

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preguntado qué significaría el letrero, y ahora nos lo volvimos a preguntar.
Sherry se rio y se encendió un cigarrillo. Tema reflejos de llamitas en los ojos.
—Me figuro que les has pagado diez dolares a los de la central eléctrica para que
escenificasen este apagón y así poder quedarte a solas conmigo en un cuarto oscuro
impregnado de ese viril aroma a cordero.
Caspar sonrió en la oscuridad, e identifiqué un sentimiento de amor. Se forma
como un fenómeno meteorológico.
—Sherry, vamos a alquilar el jeep mañana mismo. Ya hemos visto el templo y el
antiguo palacio. Me siento como un turista deprimido. Y eso es algo que no soporto.
Según la Fräulein de la embajada alemana, mañana debería haber suministro de
gasolina.
—¿Por qué tanta prisa?
—Este lugar parece estar retrocediendo en el tiempo. Tengo la sensación de que
el fin del mundo acecha en esas montañas, por algún lugar… Deberíamos irnos antes
de aparecer en pleno siglo diecinueve.
—Esa decrepitud forma parte del encanto de Ulan Bator.
—No sé lo que significa «decrepitud», pero esto de encantador no tiene nada.
Ulan Bator es la demostración de que los mongoles no saben hacer ciudades. Aquí se
podría rodar una película sobre una colonia de supervivientes de una guerra biológica
destinados a morir. Vámonos ya. No sé ni por qué estoy aquí. Y me parece que los
que viven aquí tampoco lo saben.
La camarera entró y nos puso una vela en la mesa. Caspar le dio las gracias en
mongol, y la camarera salió. Ya verás cuando llegue la revolución, maja… pensó
Caspar.
Sherry empezó a barajar un mazo de naipes.
—¿Quieres decir que los mongoles están diseñados para una ardua vida de
pastoreo, maternidad, congelación, analfabetismo, giardiasis y residencia en gers?
—No quiero discutir. Solo quiero ir en coche hasta las montañas Khangai para
trepar por las colinas, montar a caballo, bañarme desnudo en los lagos y descubrir
qué estoy haciendo en este planeta.
—Muy bien, vikingo, nos marchamos mañana. Y ahora vamos a jugar al
cribbage. Creo que te gano por treinta y siete a nueve.

Yo también iba a tener que marcharme, y pronto. Si con un huésped mongol mi


búsqueda en este país ya era una empresa titánica, con uno extranjero sería
directamente imposible.
Había venido para encontrar el origen del cuento que ya estaba allí sesenta años
atrás, en el inicio de mi «Yo». El cuento comenzaba así: Estos son los tres animales
que piensan en el destino del mundo…

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Ya he intentado una o dos veces describirles la transmigración a mis huéspedes de
mayor imaginación. Es imposible. Hablo once idiomas, pero hay melodías que la
lengua no sabe tocar.
Cuando otro humano toca a mi huésped, entonces puedo transmigrar. La facilidad
de la transferencia depende de la mente a la que estoy transmigrando y de las
eventuales emociones negativas que puedan cerrarme el paso. El hecho de que para
efectuar la transmigración sea necesario un contacto indica que existo a algún nivel
físico, por más que se trate de un nivel subcelular o bioeléctrico. Hay ciertas
limitaciones. No puedo transmigrar a animales, por ejemplo, ni siquiera a primates: si
lo intentase, el animal moriría. Es como la incapacidad que tiene un adulto de
embutirse en la ropa de un niño. Aunque nunca he probado con una ballena.
¿Pero cómo explicar lo que se siente al transmigrar? Imagínate un trapecista en un
circo, dando vueltas en el vacío. O una bola de billar dando bandazos por el tapete. Es
como llegar a una ciudad desconocida después de un viaje turbulento.
A veces las palabras no sirven ni para leer la música del significado.
Un viento frío matinal soplaba procedente de las montañas. Gunga se agachó para
salir de su y recibió una bofetada de aire helado en la cara y en el cuello. Los gers
ubicados en la falda de la montaña comenzaban lentamente a animarse. En la ciudad,
la sirena de una ambulancia rasgó el silencio y después se extinguió. El río Tuul
irradiaba un plomizo resplandor. El enorme letrero de neón rojo que rezaba
HAGAMOS DE NUESTRA CIUDAD UNA GRAN COMUNIDAD SOCIALISTA
se apagó de golpe.
—Paparruchas —pensó Gunga—. ¿Cuando lo desmontaran?
Se preguntó dónde se habría metido su hija. Tenías sus sospechas.
Una vecina le dio los buenos días asintiendo con la cabeza. Gunga le respondió
con idéntico gesto. Tenía la vista cada vez peor, el reuma había empezado a roerle las
caderas y el fémur roto tres inviernos antes no había soldado bien y le dolía. Su perro
se le acercó silencioso para que le rascase detrás de las orejas. Esa mañana Gunga se
sentía como si tuviese un nuevo achaque.
Regresó al calor del ger.
—¡Cierra esa maldita puerta! —berreó su marido.

Se agradecía salir de una mente occidental. Por mucho que se aprenda en cerebros
tan hiperactivos como el de Caspar, al final me marean. Un minuto era el tipo de
cambio del euro, al minuto siguiente una película que vio una vez sobre una banda de
ladrones de obras de arte de San Petersburgo, al siguiente, el recuerdo de una jornada
de pesca con su tío entre los islotes, una canción pop o la página de Internet de un
amigo. Sin tregua.
La mente de Gunga recorre un vecindario más íntimo. Se pasa el día pensando en
cómo conseguir suficiente comida y dinero. Se preocupa por su hija y por sus
parientes enfermos. Casi todos los días de su vida han sido muy parecidos uno del

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otro. La miseria garantizada de los años del dominio soviético, y ahora, desde la
independencia, la lucha por la supervivencia. Sin embargo, era mucho más difícil
ocultarse en la mente de Gunga que en la de Caspar. Era como tratar de pasar
desapercibido en una aldea de cotillas en lugar de en una urbe populosa. Unos
huéspedes son más sensibles que otros a la hora de detectar movimientos dentro de su
territorio mental, y Gunga era sensible de verdad. Mientras dormía logré aprender su
idioma, pero sus sueños porfiaban en expulsarme.
Gunga se dispuso a encender el fogón. «Hay algo raro», se dijo a sí misma, y
echó un vistazo alrededor del ger, medio esperando que faltase alguna cosa. Las
camas, las alfombras, la tetera de plata que se había negado a vender, incluso cuando
estuvieron más apurados.
—¿Ya estamos otra vez con esa historia de tu sexto sentido? —dijo Buyant,
rebulléndose bajo la pila de mantas.
Las cataratas y la oscuridad del ger, Gunga no conseguía ver con claridad. Buyant
tosió con su tos de fumador.
—A ver, ¿de qué se trata esta vez? ¿De un mensaje de tu vejiga, anunciando que
vamos a heredar un camello? ¿De tu cerumen, diciéndote que va a venir una
sanguijuela gigante a abusar de tu castidad?
—Eso ya lo hizo otra sanguijuela gigante hace diez años. Se llamaba Buyant.
—Muy graciosa. ¿Qué hay de desayunar?
Por algún lugar tenía que empezar.
—Marido, ¿sabes algo de los tres animales que piensan en el destino del mundo?
Siguió una larga pausa; pensé que no me había oído.
—¿De qué demonios hablas?
En ese momento entró Oyuun, la hija de Gunga. Tenía las mejillas coloradas y se
le veía el aliento.
—¡Había pan en la tienda! Y también he comprado unas cebollas.
—¡Buena chica! —dijo Gunga, abrazándola—. Te fuiste muy temprano. No te oí
salir.
—¡Cierra la maldita puerta! —berreó Buyant.
—Sabía que tuviste que quedarte hasta tarde en el hotel, y por eso no quería
despertarte. —Gunga sospechó que Oyuun no le estaba diciendo la verdad—.
¿Tuviste mucho ajetreo anoche en el hotel, mami? —Oyuun era experta en cambiar
de tema.
—No, solo los dos rubiajos.
—He encontrado Australia en el atlas del colegio. Pero no he sido capaz de
encontrar… ¿cómo era? ¿Danimarca, o algo así?
—¿Qué más da? —dijo Buyant, saliendo de la cama con una manta echada por
los hombros como si fuese un chal. En su día debía de haber sido un hombre guapo, y
creía seguir siéndolo. Como si fueses tú a ir allí algún día.
Gunga se mordió la lengua, y Oyuun ni levantó la vista.

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—Los rubiajos se marchan hoy, y me alegro. No me cabe en la cabeza cómo
puede dejar una madre que su hija ande por ahí sola. Seguro que no están casados,
¡pero duermen en la misma cama! Ni anillo ni nada. Y el chico tiene algo raro.
Gunga estaba mirando a Oyuun, pero esta miraba a otra parte.
—Lógico, es extranjero —dijo Buyant, eructando y sorbiendo el té.
—¿A qué te refieres, mami?
Oyuun se puso a picar cebolla.
—Bueno, para empezar huele a yogurt. Pero no es solo eso… Tiene algo en la
mirada… Como si no fuese la suya.
—Seguro que no son tan raros como aquellos sindicalistas húngaros que solían
venir. A los que les mandaron las orquídeas desde Vietnam.
Gunga sabía cómo anular la presencia de su marido.
—El chico de Dinamarca no hace más que dejar propinas y sonreír, como si le
faltase un tornillo. Pero es que anoche me tocó la mano.
Buyant escupió.
—Como te vuelva a tocar le arranco la cabeza y se la meto por el culo. Se lo dices
de mi parte.
Gunga sacudió la cabeza.
—No, era como un niño jugando al tú la llevas. Me tocó la mano con el pulgar y
salió de la cocina. Como si estuviese realizando un encantamiento. Y por favor, no
escupas dentro del ger.
Buyant le dio un mordisco al pan.
—¡Sí, claro, un encantamiento, seguro que fue eso! Seguro que quería hechizarte.
Mujer, a veces parece que estoy casado con tu abuela, ¡no contigo!
Las mujeres siguieron preparando la comida en silencio.
Buyant se rascó la entrepierna.
—Hablando de matrimonio, anoche vino el primogénito de Gombo a preguntar
por Oyuun.
Oyuun no apartó la vista de los fideos que estaba removiendo.
—¿Ah, sí?
—Sí. Y me trajo una botella de vodka. Del bueno. El viejo Gombo es un payaso a
caballo que no sabe beber, pero su cuñado tiene un buen puesto de funcionario, y
dicen que el hijo menor se está conviniendo en un luchador estupendo. Ha sido
campeón del colegio dos años seguidos. Y eso no es moco de pavo.
A Gunga le escocía la nariz por culpa de las cebollas que estaba picando. Oyuun
no decía nada.
—No es mala idea, ¿no te parece? Está claro que el primogénito está coladito por
Oyuun. Si consigue quedarse preñada y darle un nieto al viejo Gombo, demostrará
que está a la altura y le obligará al viejo a abrir la mano… Después de todo, hay
matrimonios peores.
—Y mejores —dijo Gunga, echando unos fideos en la sopa de cordero. Se acordó

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del día en que Buyant fue a visitarla al ger de sus padres, colándose a través de una
abertura en el techo, a escasos metros de donde estos dormían—. Como por ejemplo,
alguien a quien realmente ame. En cualquier caso, ya lo hemos decidido. Oyuun va a
terminar el colegio y luego, si el destino quiere, irá a la universidad. Queremos que le
vaya bien en la vida. Quizá pueda comprarse un coche. O por lo menos una moto
china.
—No te entiendo. Si no hay puestos de trabajo para ningún hombre, imagínate ya
para una mujer. Cuando los rusos se fueron se los llevaron todos. Y los pocos que
quedaron los acapararon los chinos. Otra de las formas con que los extranjeros nos
estafan a los mongoles.
—¡No digas chorradas! Fue el vodka lo que acabó con todos los trabajos. Es el
vodka lo que nos estafa.
Buyant le lanzó una mirada furibunda.
—Las mujeres no entendéis de política.
Gunga se la devolvió.
—¿Y los hombres sí, verdad? La economía se moriría de un simple catarro, si
tuviese la suficiente salud como para pescar uno, claro.
—Te lo digo yo, toda la culpa es de los rusos que…
—¡Como no dejemos de echarles la culpa a los rusos y empecemos a echárnosla a
nosotros mismos, las cosas no van a mejorar nunca! Si los chinos son capaces de
ganar dinero en Mongolia, ¿por qué nosotros no? —La manteca comenzó a
chisporrotear en la sartén. Por un instante Gunga se vio reflejada en la taza de leche,
con el ceño fruncido. Le tembló ligeramente la mano, y la imagen se disolvió—. Hoy
todo está torcido. Me voy a ver al chamán.
Buyant pegó un puñetazo en la mesa.
—No voy a consentir que despilfarres nuestros tugriks en…
Gunga le cortó en seco:
—¡Yo despilfarro mis tugriks como me da la gana, borrachuzo!
Buyant tenía todas las de perder en esta pelea, así que dio marcha atrás. No quería
que sus vecinos lo oyesen y dijesen que no era capaz de controlar a su mujer.
¿Por qué soy como soy? Carezco de mapa genético. No he tenido padres que me
enseñaran a diferenciar lo que está bien de lo que está mal. No he tenido profesores.
Ni me criaron, ni soy una criatura. Pero soy discreto y concienciado, un humanista no
humano.
No siempre he sido así. Cuando el médico se volvió loco, me dediqué a
transmigrar entre los aldeanos. Era el amo y señor de todos ellos. Me enteré de sus
secretos, de los meandros de todos los arroyos de la aldea y del nombre de todos los
perros. Conocí los escasos placeres de que disfrutaban, placeres que se apagaban
apenas se encendían, y los recuerdos que les ayudaban a no morir congelados.
Estudié las emociones extremas. Llevaba a mis huéspedes hasta el borde mismo de la
destrucción para buscar el placer que burbujeaba en sus terminaciones nerviosas.

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Infligí daño en los desafortunados que se cruzaron en mi camino, solo para entender
el dolor. Me divertía implantándole a un huésped recuerdos de otro, o cantándoles
canciones sin parar. Obligaba a los monjes a robar, a los amantes más fieles a
engañarse, a los tacaños a gastar. Lo único que puedo decir en mi defensa es que
después de mi primer huésped ya no volví a matar a nadie. No puedo decir que fuese
por amor a la humanidad. Solo me da miedo una cosa: estar dentro de una persona en
el momento de su muerte. Todavía no sé lo que pasaría.
No puedo hablar de mi conversión ciega al humanismo, simplemente porque no
fue así como ocurrió. Durante la Revolución Cultural, y cuando transmigré a
huéspedes en el Tíbet, en Vietnam, en Corea, en El Salvador, tuve experiencias con
seres humanos en combate, por lo general desde la seguridad del despacho del
general. En las Malvinas los vi luchar por unas cuantas rocas. Como decía un
exhuésped, «Parecían dos calvos pegándose por un peine». En Río de Janeiro vi
matar a un turista para robarle un reloj. Los humanos viven en una ciénaga de
engaño, explotación, tortura y encarcelamiento. Como especie, están continuamente
desperdiciando una parte de lo que podrían ser. Este desperdicio es puro veneno. Por
eso he decidido dejar de causarles daño a mis huéspedes. Ya hay veneno de sobra.

Gunga se pasó la mañana en el hotel barriendo y calentando agua para lavar las
sábanas. Volver a ver a Caspar y a Sherry desde fuera fue como volver a la que fue tu
casa y encontrarte con un nuevo inquilino. Pagaron y esperaron a que apareciese el
jeep que habían alquilado. Mientras Caspar metía la mochila dentro me despedí de él
en danés, pero pensó que Gunga le había dicho algo en mongol.
Mientras hacía las camas, Gunga se imaginó a Caspar y a Sherry tumbados en una
de ellas, y luego pensó en Oyuun y en el benjamín de Gombo. Pensó en los rumores
que circulaban por la ciudad acerca de la prostitución infantil y de cómo sobornaban
con dinero extranjero a la policía para que hiciese la vista gorda. La señora Enchbat,
la viuda propietaria del hotel, llegó para ocuparse de la contabilidad. Estaba de buen
humor: Caspar había pagado en dólares, y le hacía falta dinero para la dote. Mientras
Gunga esperaba a que hirviese el agua para la colada, se sentaron a tomar una taza de
té salado.
—Mira Gunga, tú sabes muy bien que no soy ninguna cotilla —comenzó a decir
la señora Enchbat, una mujer menuda con la lengua más larga que un camaleón—,
pero ayer por la tarde nuestro Sonjoodoi volvió a ver a tu Oyuun paseando con el
benjamín del viejo Gombo. La gente va a empezar a darle a la lengua. Los vieron
juntos en el festival de Naadam. Sonjoodoi me ha dicho que el hijo mayor de Gombo
también bebe los vientos por tu hija.
Gunga decidió contraatacar.
—¿Es verdad que tu Sonjoodoi se ha hecho cristiano?
La señora Enchbat respondió con frialdad.
—Parece que ha estado un par de veces en casa del misionero americano.

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—¿Y su abuela qué dice?
—Pues que solo sirve para demostrar lo imbéciles que son los americanos, que se
creen que están consiguiendo convertir a la gente a esa religión tan rara, y a lo único
que consiguen convertirlos es a la leche en polvo… ¿Qué te pasa, Gunga?
En la mente de mi huésped se declaró un conato de duda. Gunga había advertido
mi presencia. Trate rápidamente de calmarla.
—Nada. Tengo algo raro. Voy a ir a ver al chamán.

El autobús iba hasta los topes y no pasaba de primera. La última parada era una
fábrica abandonada de cuando los rusos. Gunga ya no recordaba qué era lo que
producía. Tuve que buscar en su inconsciente para dar con la respuesta: proyectiles.
Unas flores silvestres le sacaban partido al efímero verano, y unos perros cimarrones
hurgaban en el cuerpo de algún animal. La tarde transcurría débil y difuminada. Los
pasajeros del autobús avanzaban a lo largo de la carretera que se desviaba hacia una
ladera poblada de gers. Gunga iba con ellos. La tubería gigante serpenteaba apoyada
en pilones. En el pasado había formado parte del servicio público de calefacción, pero
las calderas solo funcionaban con carbón ruso. El carbón mongol no servía porque
ardía a una temperatura demasiado baja. En consecuencia, la mayoría de los
lugareños habían retomado la costumbre de quemar estiércol.
La prima de Gunga había venido a ver a este chamán cuando no conseguía
quedarse embarazada. Nueve meses después dio a luz gemelos que, además, nacieron
con el amnios, un excelente presagio. El chamán era uno de los consejeros del
presidente y tenía fama de saber curar caballos. Corría el rumor de que había vivido
veinte años como ermitaño en las colinas de Tavanbogd, en la remota provincia
occidental de Bayan Olgii. Durante la ocupación soviética, las autoridades locales
habían tratado de arrestarlo por vagabundo, pero todos los que intentaron capturarlo
volvieron con las manos, y con la cabeza, vacías. El chamán tenía doscientos años.
No veía la hora de conocerlo.

Tengo mis dones: por lo que parece, soy inmune al envejecimiento y a la amnesia.
Gozo de una libertad que supera toda comprensión humana del mundo. Pero también
soy mi propia cárcel. Estoy atrapado en una constante vigilia. Nunca he encontrado el
modo de dormir ni de soñar. Y no consigo saber lo que más ansío: el origen de la
historia que me permitió nacer, y descubrir si existen otros como yo.
Cuando por fin salí de la aldea al pie de la Montaña Sagrada, recorrí todo el
sudeste asiático registrando hasta los últimos rincones de las mentes de los ancianos,
en busca de otras mentes incorpóreas. Encontré leyendas acerca de seres que podrían
ser de mi misma especie. Pero de testimonios palpables, ni rastro. En los años sesenta
atravesé el Pacífico.
El recuerdo siempre presente del médico enloquecido me llevó a o servar casi
siempre en silencio. No tenía intención de ir dejando una estela de místicos, lunáticos

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y escritores a mi paso. Por otro lado, si me cruzaba con uno de estos personajes,
trataba de hablar con él. En Buenos Aires un escritor llegó incluso a acuñar un
nombre para definirme: noncorpus, y noncorpa, por si un día el singular se
convirtiese en plural. Pasamos unos cuantos meses bastante agradables debatiendo de
metafísica y escribimos algunos cuentos juntos. Pero el «yo» nunca se convirtió en un
«nosotros». Durante los años setenta publiqué un anuncio en el National Enquirer.
Los estadounidenses están todavía más locos que el resto de la humanidad. Estudié
con detenimiento todas y cada una de las diecinueve respuestas que recibí: místicos,
lunáticos, escritores, todas. Llegué incluso a investigar en el Pentágono. Descubrí un
montón de cosas sorprendentes, pero nada relacionado con los noncorpa. No viajé
nunca a Europa. Se me antojaba un lugar sin vida, gélido, a la sombra de los misiles
nucleares.
Regresé a mi Montaña Sagrada con un caudal de conocimientos obtenidos en más
de cien huéspedes, pero sin información alguna sobre mis orígenes. Estaba cansado
de vagar. La Montaña Sagrada era el único lugar de la Tierra al que me sentía
mínimamente vinculado. Pasé una década alojado en los monjes que vivían en las
laderas. Llevé una vida de lo más tranquila. Disfruté de la compañía de una anciana
que vivía en una choza y que se creía que yo era un árbol parlante. Fue la última vez
que hablé con un ser humano.

—Entra, hija mía —dijo la voz del chamán desde el interior del ger.
Unas quijadas blanqueadas por el sol colgaban encima del dintel. Gunga se volvió
para mirar a su espalda, súbitamente asustada. Vio a un niño jugando con un balón
rojo. Lo lanzaba alto hacia el azul neblinoso y lo seguía con la mirada para cogerlo al
caer. También había un ovoo, un cúmulo sagrado de piedras y huesos cuya bendición
solicitó Gunga antes de entrar en la humeante oscuridad.
—Entra, hija mía.
El chamán estaba meditando sobre una estera. De la armazón del techo colgaba
una lámpara, y una vela de sebo chisporroteaba en un platillo de cobre. El fondo del
ger estaba tabicado con pellejos de animales. El aire estaba cargado de incienso.
Junto a la puerta había una caja tallada. Gunga la abrió y metió dentro casi todos
los tugriks que Caspar le había dejado de propina el día anterior. Se quitó los zapatos
y se arrodilló delante del chamán, en el lado derecho del ger, la mitad reservada a las
mujeres. Un rostro apergaminado; imposible calcularle la edad. Un pelo cano y
enmarañado, y unos ojos cerrados que se abrieron súbitamente. Señaló una tetera
agrietada que había en una mesilla.
Gunga vertió aquel líquido oscuro e inodoro en un cuenco de hueso.
—Bebe, Gunga —dijo el chamán.
Mi huésped bebió y empezó a hablar. El chamán la interrumpió levantando la
mano.
—Has venido porque tienes un espíritu dentro.

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—Sí —respondimos Gunga y yo al unísono.
Gunga volvió a notar mi presencia y dejó caer el cuenco. Una mancha de té se
extendió por la alfombra.
—Entonces tenemos que descubrir qué es lo que quiere —dijo el chamán.
A Gunga el corazón le latía como a un murciélago enjaulado. Le apagué
delicadamente la conciencia.
El chamán percibió el cambio. Cogió una pluma y dibujó un símbolo en el aire.
—¿Con quién estoy hablando? —preguntó el chamán—. ¿Con un antepasado de
esta mujer?
—No sé quién soy. —Mis palabras con la voz seca y ronca de Gunga—. Quiero
descubrir quién soy yo. —Se me hizo raro volver a pronunciar la palabra «yo».
El chamán estaba tranquilo.
—¿Cómo te llamas, espíritu?
—Nunca me ha hecho falta llamarme nada.
—¿Eres un antepasado de esta mujer?
—Eso ya me lo ha preguntado. No. Al menos, que yo sepa.
El chamán empezó a entrechocar dos huesos mientras murmuraba palabras en un
idioma que me era desconocido. Se puso en pie de un salto y dobló los dedos en
forma de garras.
—¡En nombre de Khukdei Mergen Khan, sal del cuerpo de esta mujer!
Estos machos humanos…
—¿Y luego qué me sugiere?
—¡Vete! —Grito el chamán—. ¡Te lo ordeno en nombre de Erkhii Mergen, que
dividió la noche y el día!
El chamán agitó un sonajero alrededor de Gunga, la sahumó con incienso y le
roció la cara con un poco de agua.
Se la quedó mirando, en espera de una reacción.
—Chamán, yo me esperaba algo más inteligente. Es la primera vez que mantengo
una conversación en mucho tiempo. Y más le valdría a Gunga que usase esa agua
para lavarla. Está convencida de que los mongoles no sudan, y por eso no se lava y
tiene piojos.
El chamán frunció el ceño y escudriñó los ojos de Gunga en busca de alguna otra
cosa que no fuese ella.
—Tus palabras son desconcertantes, espíritu, y tu magia, potente. ¿Quieres que
esta mujer enferme? ¿Eres maligno?
—Bueno, he tenido mis buenos momentos, pero tampoco me definiría como
maligno. ¿A usted qué le parece?
—¿Qué quieres de esta mujer? ¿Qué es lo que te aflige?
—Un recuerdo. Y la carencia de todos los demás.
El chamán volvió a sentarse y retomó su postura inicial.
—¿Quién era tu gente cuando caminabas como un organismo vivo?

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—¿Qué le hace pensar que en su día fui humano?
—¿Qué habrías sido si no?
—Buena pregunta.
El chamán torció el gesto.
—Eres raro, incluso comparado con los de tu especie. Hablas como un niño, no
como alguien que espera su tránsito.
—¿A qué se refiere con eso de «mi especie»?
—Soy un chamán. Mi trabajo es comunicarme con espíritus, como ya hiciera mi
maestro, y su maestro antes que él.
—Déjeme explorar su mente. Tengo que ver lo que ha visto.
—¿Pero los espíritus no comulgan los unos con los otros?
—No, conmigo no. Por favor. Déjeme entrar. Correrá menos peligro si no se
resiste.
—Si dejo que me poseas un rato, ¿saldrás de esta mujer?
—Trato hecho. Si toca a Gunga, saldré de ella ahora mismo.

Para mí las memorias son como una red de túneles. Los hay que están cuidados y
bien iluminados, y los hay que parecen catacumbas. Unos están vigilados, y otros
tapiados a cal y canto. Hay túneles que desembocan en otros túneles, aún más
profundos. Pues con las memorias pasa lo mismo.
Sin embargo, acceder a los recuerdos no significa necesariamente acceder a la
verdad. Hay muchas mentes que desvían los recuerdos por nuevas rutas. En los
túneles de la memoria del chaman me encontré con lo que podrían ser espíritus de
personas muertas, o alucinaciones del chamán, de sus clientes o de ambos. ¡O
noncorpa! Puede que hubiera demasiadas huellas, o quizá es que no había ninguna. O
igual es que los indicios presentaban un aspecto que yo no era capaz de identificar.
Busqué más a fondo.
Y encontré esta historia, contada veinte veranos antes en el desierto, al calor de
una hoguera nocturna.

Hace muchos años la peste roja asoló el país. Miles de personas murieron. Los
sanos huyeron dejando atrás a los enfermos, diciendo simplemente: «Ya separará el
destino a los vivos de los muertos». Entre los abandonados en la tierra de los pájaros
se encontraba Tarvaa, un chico de quince años. Su espíritu abandonó el cuerpo y se
encaminó hacia el sur entre las dunas de los muertos.
Cuando apareció en el ger del Señor del Infierno, el Khan se llevó una sorpresa:
—¿Por qué has abandonado tu cuerpo, si todavía respira?
—Mi Señor —contestó Tarvaa—, los vivos pensaban que mi cuerpo ya había
muerto. He venido sin dilación a jurarte lealtad.
El Señor del Infierno quedó impresionado por la obediencia mostrada por Tarvaa.
—Declaro que aún no ha llegado tu hora. Toma el más rápido de mis caballos y

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regresa junto a tu amo en la tierra de los pájaros. Pero antes de partir, escoge un
objeto de mi ger para llevártelo. ¡Mira! Aquí hay riquezas, fortuna, hermosura,
éxtasis, dolores y penas, sabiduría, lujuria y satisfacción… Vamos, ¿qué eliges?
—Mi Señor —dijo Tarvaa—, elijo las historias.
Tarvaa se las guardó en su morral de cuero, se montó en el más rápido de los
caballos del Señor del Infierno y regresó a la tierra de los pájaros. Al llegar vio que
un cuervo ya le había sacado los ojos a su cuerpo, pero no se atrevió a volver a las
dunas de los muertos por miedo a ser descortés con el Khan. De manera que tomó
posesión de su cuerpo, se puso en pie, y pese a estar ciego, vivió cien años
recorriendo Mongolia a lomos del caballo del Señor del Infierno, desde las montañas
de Altai, en el lejano oeste, hasta el desierto del Gobi, al sur, y los ríos de Hentii
Nuruu, narrando historias, previendo el futuro y enseñándoles a los hombres de las
tribus las leyendas sobre el origen de su país. Y desde entonces los mongoles se
cuentan historias entre sí.

Decidí ir hacia el sur, como Tarvaa. Si no había encontrado pistas en la realidad,


tendría que buscarlas en las leyendas.

Jargal Chinzoreg es fuerte como un camello. Solo se fía de su familia y de su


camión. De niño soñaba con convertirse en piloto de la aviación mongola, pero su
familia no tenía dinero con que untar a los del Partido para que lo admitiesen en la
escuela de la capital, y se hizo camionero. Tal vez, a la larga, hasta tuvo suerte: nadie
sabe qué pasaría si alguien pusiese de nuevo en funcionamiento el puñado de aviones
oxidados que constituyen la fuerza aérea mongola. En el Parlamento se discute si
desguazarlos en su totalidad, dada la palmaria incapacidad de Mongolia para
defenderse de los estados vecinos, incluso del humilde Kazajstán. Desde la debacle
económica, Jargal ha trabajado para cualquiera capaz de conseguir carburante:
estraperlistas, fundiciones en teoría privatizadas, madereras, comerciantes de carne…
Jargal hace lo que sea con tal de hacer reír a su mujer, hasta meterse los calcetines por
la nariz y perseguirla por todo el ger bufando como un yak excitado.

La carretera por la que circulamos, desde Ulan Bator a Dalanzagad, es la «menos


peor» del país. Por lo general, es transitable, incluso cuando llueve. Tiene 293
kilómetros y Jargal se conoce al dedillo todos los baches, curvas, cunetas, controles y
policías. Sabe qué surtidores de gasolina deberían estar en servicio, cuánto le queda
de vida a cada una de las piezas de su camión ruso de treinta años y cómo conseguir
repuestos.
El horizonte se alarga, las montañas dan vueltas y más vueltas hasta encontrar la
postura, se quedan tumbadas y comienzan las praderas. Un árbol solitario. Un poste

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indicador. Un café polvoriento que lleva cerrado desde 1990. Un cuartel donde el
ejército soviético realizaba maniobras, ahora desierto y con los cables y las cañerías
arrancados de cuajo.
El sol cambia de posición. Una nube con forma de marmota. Jargal se enjuga el
sudor de los ojos y se enciende un cigarrillo chino. Se acuerda del Marlboro que un
autoestopista canadiense le dio el año pasado.
Un caballo zaino observa la carretera desde lo alto de un risco. Al otro lado de
esas rocas hay un poblado. La enorme marmota celeste se ha convertido en una
válvula cilíndrica. A setenta Kilómetros de Dalanzagad hay una roca con forma de
cabeza gigante. Hace muchos años un luchador la uso para aplastarle la cabeza a una
serpiente monstruosa. El cielo se vuelve de un jade claro en el frío del atardecer.
Jargal se enciende otro cigarrillo. Hace cinco años, por aquí cerca —justo al lado de
ese terraplén— se despeñó un camión cargado de propano. Cuentan que todavía se
puede ver al conductor corriendo hacia la carretera envuelto en llamas y pidiendo a
gritos una ayuda que siempre llegará tarde. Jargal lo conocía. Solían beber juntos en
los garitos para camioneros.
Jargal avista a lo lejos las luces de la ciudad y piensa en el día en que su mujer le
dio su primer hijo. Piensa en el cabritillo de juguete que su tía, la señora Enchbat, le
hizo a su hija con unos retazos y un poco de cuerda. Todavía es muy pequeña para
hablar bien, pero ya cabalga como si hubiese nacido en la silla de montar.
El orgullo es una sensación que jamás he experimentado.

—Nunca te interesaron las viejas historias. —El viejo arrugado y vestido con una
chaqueta militar frunció el ceño—. Estaban prohibidas cuando estaban aquí los rusos.
Lo único que teníamos eran todas esas chorradas sobre los héroes de la revolución.
Yo era maestro por aquel entonces. ¿Te he contado ya lo del día en que Horloyn
Choibalsan vino a nuestro colegio? ¡El presidente en persona!
—No hace ni un cuarto de hora, viejo chocho —masculló un oyente grasiento.
En la radio del bar sonaban canciones pop en japonés y en inglés. Tres o cuatro
hombres jugaban al ajedrez, pero estaban tan borrachos que se les habían olvidado las
reglas.
—Se me llega a ocurrir contar alguno de esos cuentos populares en c ase
prosiguió el viejo y me habrían mandado a un campo e reeducación. Hasta Gengis
Khan era un personaje feudal, según los rusos ahora no hay un solo puñado de gers
con un charco cubierto para mear que no reivindique su recodo del río como lugar de
nacimiento de Gengis Khan…
—Qué interesante —comenté. Jargal estaba aburrido. Me estaba costando Dios y
ayuda retenerlo ahí, escuchando educadamente—. ¿Te sabes el de los tres animales
que piensan en el destino del mundo?
—No, pero puedo contarte unas cuantas historias de mi cosecha. ¿Te he contado
ya lo del día en que Horloyn Choibalsan vino a mi colegio? En un cochazo negro. Un

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Zil. Quiero otra bola de masa. ¿Y a qué viene de repente todo este interés por las
viejas historias?
—Yo te traigo una bola. Mira qué rica… Llena de grasa. Es por mi hijo, que se
queja si le cuento dos veces la misma historia. Ya sabes cómo son los niños, que
siempre quieren novedades… Cuando yo era niño me contaban una historia sobre los
tres animales que piensan en el destino del mundo…
El viejo eructó.
—Las historias no tienen ningún futuro… Son cosas del pasado, carne de museo.
En esta época de democracia capitalista no hay lugar para las historias.
De pronto se armó una gresca. Los jugadores de ajedrez se dispersaron como una
exhalación. El cristal de una ventana se rajó.
—Llegó en un cochazo negro. Llevaba guardaespaldas y asesores y gente del
KGB. Entrenados en Moscú.
El borracho estaba de pie en una mesa, encizañando a grito pelado. Un hombre
con un antojo en la cara que parecía una máscara le rompió el tablero en la cabeza a
su contrincante. Me di por vencido y dejé que Jargal nos sacase de allí.

El hombre del museo se nos quedó mirando a Jargal y a mí lleno de estupor.


—¿Historias?
—Sí —contesté.
Se echó a reír y tuve que contener a Jargal, que ya le amagaba un puñetazo.
—¿Por qué iba a estar nadie interesado en historias sobre Mongolia?
—Porque son parte de nuestra cultura —sugerí—. Y no quiero que me cuente
historias. Lo que quiero es información sobre su origen.
Silencio. Reparé en que el reloj de pared estaba parado.
—Jargal Chingorez —dijo el conservador—, pasas demasiado tiempo en el
camión, o con tu familia. Siempre fuiste un bicho raro, pero ahora pareces un viejo
chiflado, o un turista…
Un hombre vestido con el traje más elegante de Mongolia salió de un despacho.
Era el director, y se reía como un don nadie. Un traje andante con maletín y chicle.
—Tenemos nuestras aves disecadas —continuó el conservador—, nuestra
exposición de la eterna amistad mongolrusa, nuestros huesos de dinosaurio, nuestros
pergaminos y los bronces de Zanabazar que conseguimos salvar de las garras de los
rusos cuando se iban. Pero si lo que quieres es información, has llegado al lugar
equivocado.
El traje llegó a nuestra altura. Estaba nublado, pero ya se había plantado unas
gafas de sol.
—Por si le interesa —dijo, dirigiéndose a nosotros de repente—, hay un fulano en
Dalanzagad que está recopilando una antología de cuentos populares mongoles. Una
idea curiosa. Espera poder traducirla al inglés y endilgársela a los turistas. El año
pasado le hizo una propuesta a la editora estatal. Se la rechazaron por falta de papel,

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pero ha estado cabildeando y en la próxima reunión igual se sale con la suya.
El traje se marchó. Le di las gracias.
—Ahora, Jargal Chingorez —dijo el conservador—, ¿te importaría largarte, por
favor? Es la hora de comer.
El conservador echó el cierre a la puerta de su despacho con un sonoro suspiro de
alivio.
Jargal le miró el reloj.
—Pero si solo son las diez y media…
—En punto. Volvemos a abrir a eso de las tres.

La luna resaltaba en el cielo de la mañana como una esfera hecha de telarañas.


—¡Señor! Jargal cruzó corriendo la carretera desierta que pasaba por delante del
museo. El traje estaba subiéndose a un 4×4 japonés. A Jargal le entraron los nervios:
el dueño de un coche así debía de ser un hombre poderoso. ¡Señor!
El traje se dio la vuelta, mientras la mano se movía inquieta en la chaqueta.
—¿Qué pasa?
—Perdone que le moleste, señor, pero ¿le importaría tratar de recordar el nombre
del caballero que acaba de mencionar? ¿El antólogo? Podría serme de enorme
importancia.
El guardaespaldas del traje se nos acercó. Me había dirigido a su jefe con un
registro erróneo para un camionero. El traje se llevó la mano a la frente y se le
cayeron las llaves. Jargal las recogió y se las dio. Me aseguré de que se rozasen y
transmigré. Era una mente como la de Gunga, difícil de penetrar, de una viscosidad
inusitada. Era como saltar a través de un muro de mantequilla fría.
No me hizo falta escudriñar mucho la memoria de mi nuevo huésped.
—Se llama Bodoo.
Unos cuantos transeúntes se quedaron mirando al funcionario del gobierno, que
se quedó como paralizado. Mi nuevo huésped volvió en sí.
—Y ahora, con su permiso, me reclaman asuntos importantes que no pueden
esperar.
Sí, hombre, claro que pueden. Aquí tenemos una foto. Bodoo es un hombre
bajito, con una calva incipiente, gafas, patillas y un poblado bigote. Ahora tú y yo
vamos a conocer a Bodoo. Vas a llevarme hasta mis derechos de nacimiento.
Vi a Jargal alejarse como un hombre que se despertase de un extraño sueño.

Mi nuevo huésped se llamaba Punsalmaagiyn Suhbataar, un veterano del KGB


mongol que despreciaba toda fragilidad. Enfilamos hacia el sur con el 4×4 vomitando
nubes de polvo. Mi huésped mascaba chicle. La hierba se fue haciendo más rala, los
camellos más escuálidos, el aire más seco. En la carretera no vi ninguna indicación a
Dalandzagdad, pero era la única que había. Los guardias de los controles saludaban a
nuestro paso.

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Me sentía culpable por utilizar a mi huésped de un modo tan egoísta, pero según
fui explorando su vida pasada me sentí justificado. A lo largo de su carrera había
matado a más de veinte personas y supervisado la mutilación o tortura de unos
doscientos presos. Había acumulado una discreta fortuna en una cámara acorazada en
Suiza a cuenta de sus antiguos superiores de Moscú, y de los nuevos de San
Petersburgo. Ni siquiera yo me atreví a examinar el agujero donde debería estar su
conciencia. Fuera de ese agujero, su mente era fría, lúcida y cruel.

Al caer la noche, dejé que Suhbataar hiciese un alto para estirar las piernas y
tomarse un café. Se agradecía volver a ver las estrellas, el inmenso y profundo lago
que formaban. Los humanos espesan el cielo de sus ciudades hasta convertirlo en un
engrudo. Pero a Suhbataar no le va la contemplación astral. Por enésima vez se
preguntó qué estaba haciendo en un lugar así, y tuve que ocuparme de disipar ese
pensamiento. Pasamos la noche en una pensión para camioneros sin apenas
molestarnos en hablar con el dueño, a quien Suhbataar no tenía la menor intención de
pagar. Pregunté por Bodoo, el conservador del museo de Dalandzagdad, especialista
en folclore, pero nadie lo conocía. Mientras mi huésped dormía, aproveché para
ampliar las nociones de ruso que había adquirido de Gunga.
Al día siguiente las colinas se fueron achatando hasta convertirse en una llanura
de grava, y dio comienzo el desierto del Gobi. Empezaba a hartarme de todo aquello.
Otro día más de caballos y nubes y montañas a las que nadie se molesta en poner
nombre. La mente de Suhbataar tampoco ayudaba mucho. La mayor parte de los
seres humanos están imprimiendo constantemente recuerdos en su mente, repasando
conversaciones, mezclando imágenes, contándose chistes a sí mismos o
rememorando canciones. Pero Suhbataar no. Tenía la impresión de haber
transmigrado a un cíborg.
Suhbataar pasó por encima del cadáver de un perro y entró en Dalandzagdad, la
polvorienta capital de la provincia. Un lugar descolorido y surgido de la nada en
mitad de una planicie plagada de tolvaneras. Yermas franjas de parque donde mujeres
tocadas con pañuelos vendían huevos y productos desecados. Un puñado de edificios
de tres o cuatro pisos, y arrabales desparramados por los márgenes de la ciudad. Una
pista de aterrizaje de tierra batida, un hospital de mala muerte, una oficina de correos
decadente, unos grandes almacenes en ruinas. Aparte de las historias sobre los huevos
de dinosaurio vendidos en el mercado negro por 500 dólares y las pieles de leopardo
de las nieves llegados directamente de las montañas de Gov Altai, que podían
alcanzar los 20 000 dólares, Suhbataar no sabía mucho sobre la provincia más
meridional de Mongolia, y tampoco es que le importase lo más mínimo.
Mi huésped habría podido dirigirse a la comisaria a aterrorizar un poco al
personal, pero preferí llevármelo directamente al museo a preguntar por Bodoo. La
puerta estaba cerrada, pero en Mongolia a Suhbataar no hay puerta que se le resista.
El interior era parecido al del otro museo: un silencio atronador. El despacho del

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conservador estaba vacío. Una enorme águila ratonera disecada, erróneamente
identificada como cóndor, colgaba del techo. Se le había caído uno de los ojos de
cristal; quién sabe dónde había ido a parar.
En la librería desierta, una mujer de mediana edad se dedicaba a hacer calceta. No
pareció sorprendida de ver a un visitante en un museo cerrado. Me dio la impresión
de que llevaba años sin sorprenderse de nada.
—Estoy buscando a un tal Bodoo —anunció Suhbataar.
La mujer ni se molestó en alzar la vista.
—Ayer no vino. Hoy tampoco. Y mañana no lo sé.
La voz de Suhbataar se transformó en un susurro.
—¿Y puedo preguntarle dónde está pasando sus vacaciones nuestro prestigioso
conservador?
—Por poder, puede. Pero no sé si me voy a acordar.
Por primera vez desde que transmigré a Suhbataar, el hombre sintió placer.
Colocó la pistola encima del mostrador y le quitó el seguro. Acto seguido, apuntó al
gancho del que colgaba el águila.
¡BANG!
El bicho se estrelló contra el suelo y se desintegró en una nube de polvo, escayola
y plumas. El ruido del pistoletazo persiguió a su propio eco por todas las salas vacías.
La mujer tiró el punto por los aires y se quedó boquiabierta. Tenía los dientes
podridos.
Suhbataar volvió a susurrar:
—Mira, zorra palurda infestada de lombrices y con los dientes podridos, nuestra
charla funciona así: yo hago las preguntas, y tú me las respondes. Y como me vengas
con la más mínima evasiva, te vas a pasar los diez próximos años de tu vida en una
cárcel embadurnada de mierda en el rincón más remoto de nuestra gloriosa madre
patria. ¿Está claro?
La mujer se quedó lívida y trató de tragar saliva.
Suhbataar examinó su pistola.
—No me parece haber oído una respuesta.
La mujer lloriqueó un sí.
—Bien. ¿Dónde está Bodoo?
—Se enteró de que venía un hombre del KGB y salió pitando. No dijo adonde, se
lo juro. Señor, no sabía que era usted el hombre del KGB. Le juro que no lo sabía.
—¿Y en qué lugar de esta hermosa villa reside Bodoo?
La mujer titubeó.
Suhbataar dio un suspiro, se sacó un encendedor de oro del bolsillo de la
chaqueta, y le prendió fuego al letrero de PROHIBIDO FUMAR que había encima
del mostrador. La temblorosa mujer, Suhbataar y yo lo vimos retorcerse y arder hasta
transformarse en un aleteo achicharrado.
—¿Quieres pudrirte en la cárcel y que te mutilen? ¿O que mande castrar a tu

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marido? ¿O prefieres que metan a tus hijos en el orfelinato musulmán de Bayan Olgii,
famoso por sus abusos de menores?
Las gotas de sudor le corrieron todo el rímel. Suhbataar se planteó, como el que
no quiere la cosa, la posibilidad de estamparle la cabeza contra el mostrador de
cristal, pero decidí intervenir. La mujer escribió una dirección en el margen de su
periódico y se la dio.
—Vive aquí con su hija, señor.
—Gracias —dijo Suhbataar, arrancando el cable del teléfono de la pared—. Que
tenga un buen día.

Suhbataar dio una vuelta alrededor de la vivienda. Un pequeño barracón


prefabricado en las afueras de la ciudad con una sola puerta. Había un barril para
recoger agua de lluvia, que con suerte cae diez veces al año, y un jardín de lo más
optimista. El viento hacía ruido y levantaba polvo. Mi huésped desenfundó la pistola
y llamó a la puerta. Sin que Suhbataar se diese cuenta, le puse el seguro.
Abrió la puerta la hija de Bodoo. Una adolescente de aspecto masculino. Notamos
que tenían prevista la llegada de mi huésped. Suhbataar se figuró que estaba sola en
casa.
—Tengamos la fiesta en paz —dijo Suhbataar—. Sabes quién soy y lo que quiero.
¿Dónde está tu padre?
La chica tenía carácter.
—No esperará que entregue a mi propio padre. Ni siquiera sabemos de qué se le
acusa.
Suhbataar sonrió. Algo rebullía en el agujero oscuro. Sus ojos recorrieron el
cuerpo de la chica y se imaginaron acuchillándola. Dio un paso al frente y la agarró
del antebrazo.
Pero por una vez Suhbataar no iba a salirse con la suya.
Le implanté en la mente un deseo imperioso de viajar a Copenhague vía Bagdad y
le hice tirar la cartera, que contenía varios cientos de dólares, a los pies de la hija de
Bodoo. Transmigré a través del antebrazo de la muchacha. No fue fácil: las defensas
de la chica eran fuertes y resistentes, y estaba a punto de chillar.
Me colé. Y le corté el chillido en seco. Vimos cómo el temible agente del KGB
tiraba el dinero al suelo, salía corriendo hacia su Toyota y partía con rumbo oeste
como alma que lleva el diablo. Puede que mis órdenes no llevasen a Suhbataar hasta
el jardín de Caspar, pero habrían de alejarlo bastante de Dalandzagdad, arrojándolo a
los pies de la contrariada guardia fronteriza de un conflictivo país en el que nadie
hablaba ruso ni mongol.
Mi nueva huésped vio cómo desaparecía el coche de Suhbataar. Los chirriantes
neumáticos levantaban nubes de polvo en el viento del desierto.
Le vi el nombre: Baljin. La madre había muerto. ¡Y ahí está! Los tres animales
que piensan en el destino del mundo. Una versión diferente de la misma historia. Su

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madre está tejiendo a la luz del hogar, en el extremo de la habitación. Baljin está
segura y bien abrigada. Se oye el traqueteo del telar.
Ahora solo me quedaba averiguar la procedencia de la historia. Anulé la
sensación de alivio de Baljin y la obligué a llevarnos al despacho del padre, que hacía
las veces de dormitorio y comedor. Baljin era su amanuense y lo acompañaba en sus
trabajos de campo. Los apuntes del libro estaban guardados en un cajón. ¡Qué rabia!
Bodoo había huido con ellos.
Tumbé a Baljin en la cama y le oscurecí la conciencia para registrar su memoria
en busca de información sobre el origen del cuento. ¿En qué ciudad sigue siendo
conocido y se sigue contando? Me pasé media tarde buscando, hasta entre los
recuerdos residuales, pero la única certeza de Baljin es que su padre lo sabe todo.
¿Y dónde estaba Bodoo? Había partido la víspera hacia el ger de su hermano, a
dos horas a caballo al oeste de Dalandzagdad. A menos que Baljin le diese una señal
de final de alerta, hoy mismo, a mediodía, saldría hacia Bayan Hongor, a quinientos
kilómetros en dirección noroeste a través del desierto. Desperté a Baljin y mire la
hora en su reloj. Ya eran las tres. La convencí de que había pasado el peligro, de que
el KGB no quería interrogar a su padre y de que podía contactar con él
tranquilamente y pedirle que volviese a casa. Esperé a que fuese Baljin la que diese el
siguiente paso desde el punto de vista de la lógica.
Teníamos que pedir prestado un caballo, o tal vez una moto.

Dos horas después estábamos a treinta kilómetros al oeste de Dalandzagdad, en


un amago de villorrio conocido en el dialecto local simplemente como «El recodo del
río». Baljin encontró a su tío, el hermano de Bodoo, reparando su jeep. Habíamos
llegado cinco horas tarde. Bodoo había partido antes del mediodía creyendo que el
KGB debía de haber reabierto el caso de su participación en las manifestaciones a
favor de la democracia. Baljin le contó a su tío lo de la cartera arrojada a sus pies. Yo
le había borrado el recuerdo de la agresión de Suhbataar. El hermano de Bodoo, un
recio pastor capaz de derribar un carnero y rebanarle el pescuezo en menos de diez
segundos, se echó a reír. Dejó de reírse cuando Baljin le entregó la mitad del dinero.
Daba para alimentar a su familia un año entero.
Podríamos salir detrás de su hermano con el jeep, si conseguíamos repararlo.
Transmigré y, valiéndome de la pericia mecánica de Jargal Chingorez, me puse a
montar el motor.

Ya atardecía cuando conseguí que funcionase. Mi nuevo huésped consideró que


era peligroso salir de noche, de modo que decidimos esperar al amanecer del día
siguiente. Baljin le sirvió a su tío una taza de airag. Los niños nadaban en las frías
aguas del río, mientras las mujeres lavaban la ropa. El río nacía en los manantiales
situados al pie de las montañas Gov Altai, fruto de las nieves invernales. El
crepúsculo olía a guisos. La sobrina de Baljin estaba practicando con su shudraga, un

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laúd de mástil largo. Un anciano estaba reuniendo cabras. Cómo envidio a estos
humanos su sentido de pertenencia a un lugar.
De la ciudad llegaron unos jinetes ávidos de noticias. Por el chismorreo entre
camioneros se habían enterado de la visita de Suhbataar hacia un par de días. Se
sentaron alrededor del fuego mientras Baljin relataba una vez más el episodio, y dio
comienzo una fiesta improvisada. Los más jóvenes hacían alarde de sus dotes
ecuestres delante de Baljin. La chica era muy respetada: era uno de los mejores
arqueros, ya fuesen hombres o mujeres, de toda Dalandzagdad, no estaba prometida
en matrimonio y era la hija de un funcionario del gobierno. La tía de Baljin preparó
un poco de airag fresco, mezclando leche de yegua con leche fermentada. Las yeguas
habían pastado en la hierba taana del otoño anterior para obtener el mejor airag. Se
hizo de noche y se encendieron más fuegos.
—Cuéntanos un cuento, tía Baljin —dijo la sobrina de mi huésped, una niña de
ocho años—. Te sabes los mejores.
—¿Y por qué? —dijo un pequeña jo lleno de mocos.
—Pues por el libro del abuelo Bodoo, so tonto. Mi tía Baljin le ayudó a escribirlo,
¿verdad que sí, tía Baljin?
—¿Qué libro? —preguntó el Mocoso.
—El libro de cuentos, so tonto.
—¿Qué cuentos?
—¡Pero mira que eres simple! —dijo la niña, luciendo su más reciente
adquisición—. Tía Baljin, cuéntanos El camello y el ciervo.
Baljin se sonrió. Tenía una sonrisa encantadora.

Veamos: hace mucho, mucho tiempo, el camello tenía cornamenta. Unas


hermosas astas de doce puntas. ¡Y no solo astas! También tenía una cola larga y
espesa, tan lustrosa como tu pelo, cariño.
—¿Qué significa «lustosa»? —preguntó el Mocoso.
—Cállate, tonto, o si no, tía Baljin nos lo deja de contar, ¿verdad, tía Baljin?.
En aquella época el ciervo no tenía cornamenta. Era calvo y, a decir verdad,
bastante feo. En cuanto al caballo, tampoco tenía cola. Solo una especie de
muñoncito.
Un día el camello fue a beber al lago y se quedó hechizado por la belleza de su
reflejo.
—¡Qué maravilla! —pensó el camello—. ¡Qué animal tan hermoso soy!
Y justo en ese momento, ¿quién salió del bosque? Pues nada más y nada menos
que el ciervo.
Y el ciervo estaba suspirando.
—¿Qué te pasa? —preguntó el camello—. ¡Vaya cara traes! Pareces un sol
mojado.
—Pues que me han invitado al banquete de los animales, como invitado de honor.

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—No puedes perderte una comilona gratis dijo el camello.
—¿Pero adónde voy a ir yo con una cabeza tan mocha y tan fea como la mía? Allí
estará el tigre con su espléndido manto, y el águila con sus despampanantes plumas.
Por favor, camello, préstame tu cornamenta, solo por dos o tres horas. Te prometo
que te las devolveré mañana. Será lo primero que haga en cuanto me despierte.
—Bien —dijo el camello en tono magnánimo—, estoy de acuerdo contigo en que
eres más feo que Picio. Pero tendré compasión de ti. Aquí tienes. —Y el camello se
quitó las astas para prestárselas al ciervo, que se largo haciendo cabriolas. Y cuidado
no vayas a manchármelas de… ejem, zumo de grosellas o lo que sea que bebéis los
animales del bosque en esas fiestas.
El ciervo se encontró con el caballo.
—Vaya —dijo el caballo—, qué cuernos más bonitos.
—Sí que lo son, ¿verdad? —contestó el ciervo—. Me los ha dado el camello.
—Mmm —pensó el caballo—. A lo mejor también me da algo a mí, si se lo pido
educadamente.
El camello seguía en la orilla del lago, bebiendo y contemplando la luna del
desierto.
—Buenas noches, mi querido camello. Estaba pensando si serías tan amable de
cambiarme tu preciosa cola solo para esta noche. Es que tengo una cita con una
potrilla de cuerpo espléndido que te admira desde hace mucho tiempo. Y sé que se
derretiría si pasase a recogerla a su cercado con tu cola.
El camello se sintió halagado.
—¿De verdad? ¿Una admiradora? De acuerdo, intercambiémonos las colas. Pero
no te olvides de traérmela a primera hora de la mañana. Y cuidado no vayas a
manchármela de… bueno, nada, tú solo cuídamela bien, ¿vale? Es la cola más
hermosa del mundo, por si no lo sabes.
Desde entonces han pasado muchos días y muchos años, pero el ciervo todavía no
le ha devuelto la cornamenta al camello, y a la vista está que el caballo sigue
galopando por las praderas con la cola del camello al viento. Y hay quien dice que
cuando el camello va a beber al lago se ve reflejado tan feo y tan mocho, que resopla
y se olvida de la sed que tenía. ¿Y os habéis fijado en cómo estira el cuello para mirar
a lo lejos, hacia una duna distante o una cumbre remota? En esos momentos está
pensando: «¿Cuándo me devolverá la cola el caballo?». Y por eso está siempre triste.

Los remolinos de polvo chocaban contra la carrocería del jeep y salían rebotados
como canguros. A lo largo y ancho de la mañana, nada entre esas rocas salvo
escorpiones y espejismos.
El hermano de Bodoo paró delante de un ger solitario. Aparte del camello
amarrado fuera, no había ni un alma. Tal y como permite el protocolo del Gobi, mi
huésped entró en el ger, preparó algo de comer y bebió un poco de agua. El camello
bufaba como una persona. En el inconsciente de Baljin se encendió una señal de

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alarma, pero se apagó antes de que pudiese localizar el origen. El viento soplaba con
fuerza, pero reinaba el silencio. El viento no tenía nada contra lo que, ni dentro de lo
que, ni a través de lo que soplar.
Volvimos al jeep. Había gacelas corriendo a lo lejos, manadas enteras que viraban
al unísono, como pececillos en un río. El hermano de Bodoo continuó por el valle de
la Boca del Buitre, donde paramos en un colmado para aprovisionarnos de víveres y
gasolina suficientes para llegar a Bayan Hongor. Bodoo había pasado por allí a
primera hora de la mañana. Le estábamos alcanzando.
Unos halcones volaban en círculos. Uno de los últimos osos del Gobi avanzaba
por la linde del bosque. Quedan menos de cien. El hermano de Bodoo durmió dentro
del jeep, tapado con varias mantas. Las noches son frías, incluso en verano. Llegaron
los sueños, sueños de huesos y piedras con agujeros.

Al día siguiente, las dunas; una larga carretera de ciento treinta kilómetros,
jorobas deslizantes, grano a grano. El hermano de Bodoo cantaba canciones que
duraban kilómetros y kilómetros, sin principio ni final. Las dunas de los muertos.
Huesos y piedras con agujeros.
Vimos un jeep parado a lo lejos. El hermano de Bodoo llegó a su altura, aparcó al
lado y apagó el motor. Había una figura durmiendo en la parte de atrás, cubierto por
un sombrajo improvisado.
—¿Estás bien, forastero? ¿Necesitas ayuda? ¿Quieres agua?
—Sí —dijo la figura, incorporándose de repente y mostrando la cara, que estaba
mascando chicle—. Necesito tu jeep. El mío parece estar averiado.
Punsalmaagiyn Subahtaar disparó dos veces a quemarropa: una bala para cada
uno de los ojos de mi huésped.

Nadie responde. La luz del fuego es incolora. Afuera debe de ser de noche, si es
que existe un afuera. Estoy desnudo y sin huésped. Todas las caras miran en la misma
dirección, y todas tienen todas las edades posibles. Una de ellas tose. Es el hermano
de Bodoo, curadas ya las heridas de sus ojos. Intento transmigrar a él, pero no puedo
habitar una sombra. Nunca he conocido un silencio tan profundo. Siendo lo que soy,
creía entenderlo casi todo. Pero no entiendo casi nada.
Una figura se levanta y sale del ger a través de una cortina. ¿Así de fácil? La sigo.
—Lo siento, no puedes pasar por aquí —me dice una niña en la que no había
reparado y que no tendrá más de ocho años, diminuta y delicada como una anciana.
—¿Me lo vas a impedir?
—No. Si encuentras una puerta, eres libre de franquearla.
Unos reyezuelos aletean.
Toco la pared. No hay ninguna puerta.

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—¿Dónde está?
La niña se encoge de hombros mordiéndose el labio.
—Entonces, ¿qué hago?
Un cisne inspecciona el suelo. La niña se encoge de hombros.

Unas velas de sebo silban y chisporrotean. Estos pocos huéspedes constituyen


auténticas multitudes. Miles de ángeles nadando en un dedal. De cuando en cuando
uno de los huéspedes se levanta y atraviesa una puerta que no existe. La pared del ger
cede a su paso y vuelve a sellarse tras él, como una cascada. Trato de salir con ellos,
pero para mí la pared ni siquiera se dobla.
El monje de la túnica azafrán suspira. Lleva puesto un sombrero amarillo con un
ala en forma de arco.
—Me están dando guerra los dientes.
—Lo lamento le digo. La niña pequeña habla con su nerviosa marmota.
¿Caballos al galope o truenos? El cisne despliega las alas y sale volando a través
del techo. El hermano de Bodoo sale por la puerta.
—¿Pero por qué yo no consigo salir y los demás sí?
La niña pequeña está jugando a cunitas con un trozo de bramante.
—¡Porque así lo has elegido! —me dice, frunciendo el ceño.
—Yo no he elegido nada.
—Todos los de tu tribu abandonan el cuerpo mientras aún respira.
—¿Qué es eso de «mi tribu»?
El monje del sombrero amarillo se les acerca mascullando entre sus dientes
mellados. Le susurra algo al oído a la niña y esta me mira con recelo.
—De acuerdo —dice—. Las circunstancias son anómalas, pero qué se le va a
hacer.
El monje se vuelve hacia mí.
—Lo siento… mis dientes —dice, asintiendo con la cabeza como un profeta—. El
tiempo ha completado su rotación, los años son fríos y distantes… He cumplido mi
promesa.
Y él también atraviesa la pared del ger.
La última en irse es la niña pequeña, con la marmota en brazos. Se compadece de
mí y yo no quiero que se vaya. Me quedo completamente solo.

Volvía a estar dentro de un huésped humano y las paredes del ger latían llenas de
vida, un auténtico hervidero de vísceras, angustia y voces. Exploré los cuartos de
arriba, ¡pero no encontré nada! Nada de recuerdos ni de experiencias. Ni siquiera un
nombre. Apenas un «yo». ¿De dónde procedían esas voces? Busqué más a fondo.
Había susurros y una patente efusión de bienestar. Intenté abrirle los ojos a mi
huésped para ver dónde me encontraba, pero no se abrían. Comprobé que fuesen ojos
de verdad, y sí, lo eran, pero mi huésped nunca había aprendido a abrirlos, y por eso

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no respondían. Estaba en un lugar distinto a todos los demás, un lugar que mi
huésped desconocía. O mejor dicho, él no conocía lugar ninguno. ¿Un ciego mudo?
La suya era una mente pura, tan pura que temí por ella.
El bienestar se transformó en un miedo palpitante. ¿Me habrían descubierto?
Sentí un nudo de dolor que alguien apretaba. Y pánico, un pánico como no sentía
desde la carnicería que perpetré en la mente de mi primer huésped. Rajaron la cortina
y mi huésped salió al mundo entre las piernas de su madre, chillando indignado por la
brusquedad de la separación. ¡Entró un chorro de aire frío! La luz, incluso a través de
los párpados cerrados, hizo que el delicado cerebro de mi huésped repicase como una
campana.
Me transferí a la madre de mi huésped a través del cordón umbilical, y la emoción
que experimenté fue tan profunda y tan pura que me mareé. Me olvidé de aislarme y
me vi arrastrado por una marea de sensaciones: júbilo y alivio, pérdida y ganancia,
vacío y plenitud.
Y por el recuerdo de estar inmerso en agua, y un amor cortante como una daga y
empapado de sangre, y la convicción de que aquella mujer no volvería jamás a
someterse a tamaña agonía.
Pero yo tenía cosas que hacer.

Otro ger. Una hoguera, calidez y la sombra de unas astas. Procuré enterarme de
nuestra posición. Bien. Una noticia buena y otra mala: mi nuevo huésped era una
mongola y se encontraba en Mongolia… pero estaba mucho más al norte del lugar al
que Bodoo se dirigía. Estaba en la provincia de Renchinhumbe, no muy lejos de la
frontera rusa, cerca del lago de Tsagaan Nuur y de la ciudad de Zoolon. Ya era
septiembre y pronto llegarían las primeras nieves. La comadrona era la abuela del
bebé del que yo acababa de salir; sonreía a su hija mientras le anestesiaba el cordón
umbilical con un pedazo de hielo. Tenía el pelo enmarañado y la cara redonda como
la luna. Al fondo, una tía trajinaba con cazuelas de agua caliente y retazos de tela y
piel, canturreando. Lo único que se oía era esa melodía monótona y suave.
Eran las primeras horas del día. Había sido un parto largo y difícil. Le alivié el
dolor sumiéndola en un profundo sueño, y ayudé a su cuerpo a cicatrizarse. Mientras
mi huésped dormía, tuve tiempo de preguntarme dónde había estado desde que
Suhbataar disparó a mi huésped anterior. Aquel ger tan extraño, ¿habría sido una
alucinación mía? ¿Pero cómo iba a serlo? Yo soy mi propia mente… ¿O es que, como
los humanos, también tengo una mente dentro de mi mente sin tener conciencia de
ello? ¿Y cómo es que he vuelto a nacer en Mongolia? ¿Por qué, y por quién? ¿Quién
era el monje del sombrero amarillo?
¿Quién me dice que no hay otros noncorpa viviendo dentro de mí, controlando
mis actos, como un virus dentro de una bacteria? Si así fuese, me daría cuenta,
seguro.
Pero eso es justo lo que se creen los humanos.

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La puerta se abrió y entró un amanecer de otoño acompañado del padre del bebé,
los abuelos, los primos, los amigos de la familia, los tíos y las tías. Habían dormido
en un ger vecino y ahora abarrotaban su propio hogar, emocionados y ansiosos por
dar la bienvenida al recién llegado. Cuando hablaban me costaba mucho entenderlos,
iba a tener que aprender un nuevo dialecto del mongol. La madre irradiaba una
felicidad exhausta. El bebé se desgañitaba bajo la mirada de los adultos.
Dejé a la madre y transmigré al marido mientras se besaban. Esta era la tribu que
Baljin denominaba «la gente del reno». Los renos son su alimento, su moneda y su
abrigo. Son seminómadas. Algunos de los hombres visitan Zoolon varias veces al año
para trocar carne y cuero por provisiones, y para vender asta de reno molida a los
comerciantes chinos, que luego la venden en su país como afrodisíaco. Aparte de
esto, apenas mantienen contacto con el resto del mundo. Cuando los rusos se
empeñaron en crear un proletariado que justificase una revolución socialista en este
país sin industria, ni siquiera consiguieron censar a la gente del reno, que sobrevivió
mientras el clero budista local era aniquilado.
Mi huésped solo tenía veinte años y estaba rebosante de orgullo. Rara vez tengo
envidia de los humanos, pero ahora la tenía. Soy completamente estéril, y siempre lo
seré. No tengo genes que transmitir. Para mi nuevo huésped, el nacimiento de un
vástago era el último puente que permitía el ingreso en la edad adulta y aumentaba su
prestigio entre sus coetáneos y sus antepasados. Un niño habría estado mejor, pero ya
llegarían más.
Encontré su nombre: Beebee. Se encendió un cigarrillo y salió del ger. Envidié la
simpleza de sus aspiraciones. Sabe montar a lomos de un reno, sabe cómo desollarlo
y cuáles de sus órganos, comidos crudos, son beneficiosos para determinadas
funciones fisiológicas. Beebee también se sabe muchas leyendas, aunque no la de los
tres animales que piensan en el destino del mundo.
La noche se iba diluyendo en el resplandor de la aurora y las sombras de los pinos
que rodeaban la aldea eran un rumor de grises. Las pisadas de un madrugador crujían
en la espesa escarcha. Llevaba capucha y le brillaban los dientes. Una estrella fugaz
surcó el cielo.
Bueno, ¿y ahora?
Nada había cambiado en mi búsqueda. Bodoo seguía siendo mi única pista. Tenía
que volver al sur, a la ciudad de Bayan Hongor. Si conseguía acceder al sistema del
museo, no me costaría mucho localizar al conservador. Ya habían pasado tres meses
desde que saliese huyendo de Suhbataar. Este imprevisto iba a costarme tiempo, pero
los inmortales tenemos tiempo de sobra.
Le dije a la suegra-comadrona de Beebee que ese día su yerno tenía asuntos que
resolver en la ciudad. M^e sabía mal tener que separar al joven padre de su recién
nacida, pero la abuela nos echó de casa de mil amores. Los hombres son un estorbo.

Beebee y su hermano mayor atravesaron los bosques cabalgando entre montañas

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afiladas y estrechos lagos. Barcas de pescadores, sauces y gansos salvajes que
volaban de punta a punta de la mañana. Un íbice en la cresta de una colina. Aprendí
muchas cosas de Beebee acerca de alces, renos y linces, de las cabras argali, de los
lobos y de cómo atrapar jabalíes. Vimos un oso pescando en un río rebosante de
salmones. Nítidos arco iris, un sol velado de niebla. No había carreteras, pero el frío
había endurecido el barro y se avanzaba con facilidad.
Beebee y su hermano hablaban de la recién nacida, y de cómo deberían llamarla.
Pensé en el parentesco. Para todos mis huéspedes la familia estaba representada por
el ger, el lugar donde protegerse y curarse, donde nacer, hacer el amor y morir. En mi
condición de parásito, yo era capaz de experimentar todas esas vivencias de segunda
mano, pero nunca en mis propias carnes.
A menos que, tal vez… La esperanza me impulsaba a seguir adelante.

Zoolon era otra ciudad decrépita de edificios de madera, bloques de cemento y


camiones averiados que criaban óxido en charcos donde bebían los perros. Una
central eléctrica escupía humo en el cielo inmaculado. Otra fábrica fantasma con las
chimeneas florecidas de arbolitos. Unos cuantos bloques de pisos achaparrados. Una
muchedumbre reunida en torno a una pequeña barraca de uralita, el único restaurante
de la ciudad. Beebee solía echar un trago ahí después de verse con el dueño de la
tenería.
—Hay unos extranjeros en la ciudad —le dijo a Beebee un cazador barbudo—.
De ojos redondos.
—¿Rusos de la frontera? ¿Algo nuevo para vender?
—No. Estos son diferentes.
Beebee entró en el restaurante y vio a Caspar hurgando en su comida con el
tenedor y a Sherry enfrascada en un mapa con una brújula en la mano.
—¡Qué alegría veros! —dije sin pensar.
Los parroquianos se quedaron mirando a Beebee atónitos. Nadie sabía que este
pastor nómada supiese hablar otro idioma aparte de un dialecto mongol con deje a
reno.
—Buenas —contestó Sherry, levantando la vista. Caspar se mostró más
comedido.
—¿Qué os parece el país de esta gente?
Me estaba pasando. Tuve que moderarme y después suprimir la conmoción
experimentada por Beebee al oírse hablar un idioma que nunca había aprendido.
—Muy bonito —dijeron Caspar y Sherry al unísono.
—Y lleno de sorpresas. En fin. Que disfrutéis del resto de vuestra estancia, pero
os aconsejo que os vayáis a un lugar más templado antes de que llegue el invierno…
Algún lugar cerca del mar. Vietnam es muy bonito en noviembre, en la zona de las
montañas, o al menos lo era cuando…
Beebee se sentó y pidió un plato de comida mientras esperaba a su hermano. Los

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de su tribu usan la carne de reno para comer a cuenta en el restaurante. Cogí un
periódico de Ulan Bator de hacía tres semanas. Beebee era analfabeto: su dialecto
carece de alfabeto escrito y su tribu no tiene escuelas. Traía pocas noticias, muchas
tapaderas de los verdaderos problemas del país y un reportaje atrasado sobre la fiesta
del día nacional. A Beebee todo aquello le traía al fresco: rara vez dejaba su tribu y
nunca había salido de la provincia, ni ganas que tenía.
Estaba pasando la página de necrológicas cuando un artículo me llamó la
atención: «Doble tragedia para la cultura mongola».
Bodoo había muerto.
Casi nunca me desespero, por eso se me olvida cómo te remueve en lo más
hondo.
Ambos hermanos habían muerto en la misma semana de un ataque al corazón,
uno de los procedimientos favoritos del KGB mongol para deshacerse de estorbos
políticos, algo que yo sabía por Suhbataar.

«La tragedia resulta si cabe más dolorosa dada la inminente publicación de la


obra a la cual el difunto catedrático consagró toda su vida: una antología completa de
cuentos populares mongoles. En homenaje a este coloso de la antropología, incluimos
a continuación uno de los cuentos en la versión del propio catedrático».

Debería haber despeñado a Suhbataar por un precipicio. Maldito sea. Y maldito


sea yo.
Beebee sintió un manotazo en el hombro y se llevó la mano a la empuñadura de
su cuchillo de monte. El borracho se tambaleó. Tenía un aliento que casi tira a Beebee
de espaldas.
—¿Por qué finges leer el periódico, hombre del reno? ¿Y qué es eso de venir
hablando idiomas? ¿Dónde estabas tú cuando yo luchaba por la democracia? A ver,
contesta. —Tenía las pupilas enormes y los párpados enrojecidos—. No sabes leer
cirílico. Ni mongol tampoco. Y en «renés» no está escrito, eso está claro. ¿Dónde
estabas tú cuando yo luchaba por el comunismo? A ver, contesta. Vamos, cornudo,
léeme un trozo, a ver si puedes. —Y a continuación bramó—: ¡Hey! ¡Ponme un
vodka, coño! ¡Que nos van a contar un cuento!
Había vuelto a la casilla de salida. Estaba tan irritado que me dieron ganas de
transmigrar a aquel bolinga y estrellarlo contra la pared, ¿pero de qué serviría? Leí el
cuento. Se lo debía a Bodoo.

Una primavera olvidada en la tierra de los Buriat, un joven cazador llamado


Khori Tumed recorría la orilla meridional del lago Baikal. El invierno se derretía,
cayendo gota a gota de los abedules plateados, y Khori Tumed contemplaba las
montañas de color turquesa que se alzaban más allá del lago.
Mientras descansaba, el cazador vio nueve cisnes que volaban hacia el norte a ras
de agua. Khori Tumed se inquietó: los cisnes volaban en círculo y en completo

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silencio. Temiendo que se tratase de un hechizo, se escondió en el hueco de un sauce
retorcido. Al poco, los cisnes se posaron en la playa y se transformaron en nueve
hermosas chicas de piel de porcelana, piernas esbeltas y cabello azabache. Eran a
cada cual más bellas. Las chicas-cisne se despojaron de sus vestiduras y las colgaron
en el sauce donde estaba escondido Khori Tumed. Al cazador le temblaban las
piernas: no de miedo, sino de amor y deseo. Y mientras las chicas se bañaban a poca
distancia de la orilla, el cazador, con mucho cuidado de ser visto, robó una de las
túnicas.
Las chicas-cisne salieron del agua y volvieron al sauce. Una por una se vistieron y
levantaron en silencio el vuelo, trazando un círculo sobre el lago Baikal y
perdiéndose en la lejanía. La novena chica-cisne —que era la más hermosa— buscó
desesperadamente su túnica y llamó a gritos a sus hermanas, pero los cisnes ya
desaparecían por el noreste.
Entonces Khori Tumed saltó del árbol con la túnica en la mano.
—¡Devuélveme el vestido, por favor! ¡Tengo que seguir a mis hermanas!
—Cásate conmigo —dijo Khori Tumed—. Cuando llegue el verano te vestiré de
sedas de color esmeralda, y cuando lleguen las nieves te abrigaré con la piel de un
oso negro.
—Es cuestión de hablarlo, pero primero dame la túnica.
El cazador sonrió con dulzura.
—No pienso hacerlo.
La chica-cisne vio a sus hermanas desaparecer en el horizonte. Sabía que no le
quedaba otra opción: o aceptaba la mano de aquel desconocido o esa misma noche
moriría congelada.
—Entonces me veo obligada a irme contigo, mortal, pero te lo advierto: cuando
nuestros hijos nazcan no les pondré nombre. Y sin nombre jamás podrán franquear el
umbral de la madurez y hacerse hombres.
De manera que la chica-cisne se fue con Khori Tumed a su ger y se convirtió en
una mujer de su tribu. Con el tiempo aprendió incluso a amar al joven cazador y
vivieron felices juntos. Tuvieron once hijos muy hermosos, pero la chica-cisne fue
fiel a su juramento y los hijos de Khori Tumed nunca fueron bendecidos con un
nombre. Y por las noches, cuando la veía mirando con nostalgia hacia el noreste,
Khori Tumed sabía que estaba pensando en su patria, más allá de la aurora invernal.
Los años fueron pasando al galope.
Un día, a finales de otoño, cuando los bosques danzaban agonizantes, Khori
Tumed estaba destripando una oveja mientras su mujer bordaba una colcha. Sus once
hijos habían salido de caza.
—Esposo mío, ¿aún guardas mi túnica de cisne?
—Ya sabes que sí —respondió Khori Tumed, cortando el estómago de la oveja.
—Me gustaría tanto ver si todavía me sirve.
El cazador sonrió.

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—¿Por quién me tomas? ¿Por un cerebro de marmota?
—Mi amor, si quisiese abandonarte podría salir por la puerta ahora mismo. —La
chica-cisne se levantó y le besó el cuello—. Por favor.
Khori Tumed se ablandó.
—Muy bien, pero voy a cerrar la puerta con cerrojo.
Se lavó las manos, abrió el cierre de su arcón cinchado y le dio la túnica a su
esposa. Después se sentó en la cama para admirarla mientras se desvestía y se
enfundaba la mágica prenda.
Un frenético batir de alas llenó el ger, ¡y el cisne salió volando por un agujero en
el tejado, la abertura para la chimenea que Khori Tumed se había olvidado de sellar!
Presa de la desesperación, Khori Tumed alargó el brazo hacia el cisne con un
cucharón en la mano y consiguió engancharlo de una pata con la curva del mango.
—¡Por favor, esposa mía, no me dejes solo!
—Ha llegado mi hora de partir, mortal. Siempre habré de amarte, pero mis
hermanas me están llamando, ¡y tengo que obedecer su llamada!
—¡Dime por lo menos cómo se llaman nuestros hijos, para que puedan
convertirse en hombres de la tribu!
Y la chica-cisne le puso nombre a los once hijos mientras sobrevolaba la tienda:
Caragana, Bodonguud, Sharaid, Tsagaan, Gushid, Khudai, Batnai, Khalbin,
Khuaitsai, Galzut y Khovduud. Y después voló tres veces en torno al campamento de
gers para bendecir a todos sus habitantes. Y se cuenta que la tribu de Khori Tumed
proviene de aquellas gentes, y que los once hijos se convirtieron en once padres de
familia.

El borracho había cerrado los ojos y tenía la cara metida en su plato de albóndigas
frías. Todo el mundo guardaba silencio. Había tres niños pequeños sentados al otro
extremo de la mesa, embelesados por el cuento. Beebee se acordó de su hija recién
nacida. Miré la foto de Bodoo en el periódico y me pregunté quién habría sido
realmente aquel hombre al que solo había conocido a través de los recuerdos de otros.
El restaurante fue quedándose vacío y las conversaciones volvieron a centrarse en
los últimos combates de lucha libre. La presencia de los dos comensales de ojos
redondos no había dado más que para un breve cotilleo. Vi cómo Sherry le
cuchicheaba algo a Caspar y cómo la cara del chaval se iluminaba con una sonrisa, y
supe que estaban enamorados.
Mi empeño era vano. Buscar el origen de un cuento es como buscar una aguja en
un pajar. Debería transmigrar a Sherry o a Caspar y reanudar mi búsqueda de
noncorpa en otras tierras.
El cazador barbudo entró arma en mano. Me vino a la cabeza el recuerdo de
cuando me dispararon, pero el cazador apoyó su rifle contra el muro y se sentó al lado
de Beebee. Empezó a desmontarlo y a limpiar todas las piezas, una por una, con un
trapo manchado de aceite.

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—¿Eres Beebee, verdad? ¿De la tribu del reno del lago Tsagaan Nuur?
—Sí.
—¿Que tienes una hija recién nacida?
—Desde anoche mismo.
—Más vale que vuelvas a tu tribu —dijo el cazador—. Acabo de ver a tu hermana
en el mercado. Te estaba buscando, con tu hermano. Tu mujer está histérica y tu hija
se está muriendo.
Beebee se maldijo por haber venido a la ciudad. Sentí deseos de rogarle que me
perdonase. Pensé en transmigrar al cazador, y luego, desde este, a Caspar o a Sherry,
pero el sentimiento de culpa me obligó a permanecer en Beebee. Quizá, si
conseguíamos regresar a tiempo, yo pudiese hacer algo por el bebé.
A menudo pienso en ese momento. Si hubiese transmigrado, todo habría sido
diferente. Pero no lo hice, y Beebee salió corriendo hacia el mercado.

Cuando por fin llegamos, un anochecer entumecido de frío caía sobre el


campamento de Beebee. El aliento de los yaks flotaba suspendido en el aire, como
nubes blancas en el crepúsculo. Oímos el viento soplar desde lo alto del valle. A mí
me parecía el aullido de un lobo, pero la gente del reno reconoce la diferencia.
El ger de Beebee bullía de sombras oscuras, lámparas, vaho y angustia. Un aceite
amargo ardía en una escudilla de plata. La abuela estaba preparando un ritual. La
esposa de Beebee estaba tendida en la cama, toda pálida y con el bebé en los brazos.
Las dos con los ojos bien abiertos y sin pestañear. Miró a su marido y le dijo:
—Nuestra niña no ha dicho nada.
La abuela habló en voz baja.
—A tu hija se le ha escapado el alma. Nació con ella suelta. Si no consigo
traérsela de vuelta, morirá antes de medianoche.
—En el hospital de Zoolon hay un médico que estudió en Alemania Oriental en la
época de…
—¡No digas tonterías, Beebee! Ya lo he visto muchas veces. Tú y tus médicos,
que no dicen más que paparruchas. ¡No es una cuestión de medicina! Se le ha soltado
el alma. ¡Es una cuestión de magia!
Beebee miró a su hijita mustia, y empezó a desesperarse.
—¿Y qué piensas hacer?
—Celebrar el rito. Sujeta la escudilla, necesito sangre tuya.
La abuela sacó un cuchillo de caza de hoja curva. A Beebee no le daban miedo ni
los cuchillos ni la sangre. Mientras la abuela le lavaba la palma de la mano,
transmigré a ella con la intención de transbordar después al bebé para examinar el
problema con mis propios ojos.
No conseguí ir más allá.
Encontré lo que nunca había visto en ninguna otra mente humana: un valle de
recuerdos ajenos que le atravesaba la mente de punta a punta. Lo vi al instante, como

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si fuese un satélite que surcase el cielo. Me introduje en él, y al hacerlo entré en mi
propio pasado.

Hay tres animales, dice el monje del sombrero amarillo, que piensan en el destino
del mundo. Soy un niño de ocho años. ¡Y tengo cuerpo propio! Estamos en una
cárcel, dentro de una celda más pequeña que un armario, iluminada únicamente por la
luz que filtra una rejilla diminuta, del tamaño de una mano, que hay en un rincón.
Aunque apenas mido un metro veinte, no quepo de pie. Llevo aquí una semana y los
dos últimos días no he probado bocado. Ya me he acostumbrado al hedor de nuestros
propios excrementos. El hombre de la celda vecina se ha vuelto loco y gime con voz
quebrada. Lo único que alcanzo a ver por la rejilla es la rejilla del sarcófago
paredaño.
Corre el año 1937. La política de ingeniería social del camarada Choibalsan, un
puro calco de la de Josef Stalin en la lejana Moscú, está en su apogeo. Cada semana
se celebran en Ulan Bator juicios ejemplares abiertos al público. Han ejecutado a
varios miles de agentes al servicio de la inminente invasión japonesa desde
Manchuria. Nadie está a salvo. Al ministro de Transportes lo han condenado a muerte
acusado de haber provocado accidentes de tráfico. La demolición de los monasterios
está bastante avanzada. Primero se dispararon los impuestos y luego dio comienzo la
«reeducación». A mi maestro y a mí nos han declarado culpables de adoctrinamiento
feudal, nos lo dijo ayer la mano que nos trajo un poco de agua. Creo que fue ayer.
Han abierto las tapas de los sarcófagos vecinos y se han llevado a rastras a sus
indefensos ocupantes.
—Tengo miedo, maestro —digo.
—Entonces voy a contarte un cuento —dice el monje.
—¿Nos van a fusilar?
—Sí.
A mi maestro le duele cuando habla. Los culatazos le han reducido los dientes a
unos cuantos trocitos puntiagudos.
—No quiero morir —digo, pensando en mis padres. Les puedo ver la cara. ¡Mis
padres! Humildes pastores que se deslomaron para poder colocar a su hijo en un
monasterio a base de sobornos. Cinco años después, su ambición me ha supuesto una
condena a muerte.
—No vas a morir. Le prometí a tu padre que no ibas a morir, y no morirás.
—Pero a los otros los han matado.
—No te van a matar. ¡Y ahora escucha! Esto son tres animales que piensan en el
destino del mundo…

El cielo está oscurecido de cuervos. Los graznidos son ensordecedores. Alguien


está partiendo piedras. A mi maestro y a mí, y a otros cuarenta monjes y sus novicios,
nos llevan a un descampado cubierto de cadáveres desnudos. El suelo está manchado

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de carmesí. A los que no pueden caminar los llevan a rastras. El pelotón de
fusilamiento espera detrás de un bosquecillo. Son una cuadrilla de desalmados que no
pertenecen al Ejército Rojo regular. La mayoría son bandidos que merodean por la
frontera china y que se hacen soldados cuando vienen mal dadas. También hay
algunos niños traídos para cavar las fosas comunes y asistir a la ejecución de
contrarrevolucionarios como parte de su educación socialista. A mis propios
hermanos y hermanas ya los han dispersado por toda Mongolia.
Unos perros salvajes observan la escena desde lo alto de unas rocas.
Esperamos mientras el oficial soviético se acerca a los mercenarios encargados de
la matanza. Comentan los problemas logísticos de la ejecución como si estuviesen
decidiendo cómo plantar en un sembrado. Se ríen.
El maestro está entonando un mantra. Preferiría que se callase.
Estoy petrificado de miedo.
Una niña, de pie en la puerta de un ger está preparando un té. En las presentes
circunstancias, las tareas domesticas se me antojan irreales. Mi maestro interrumpe de
repente su salmodia y la llama a su lado. La niña duda pero al final se acerca. No hay
nadie mirando. Tiene los ojos grandes y la cara redonda. Mi maestro me toca con la
mano izquierda y toca a la niña con la derecha, y siento que a mis recuerdos se los
lleva la corriente.
¡Mi maestro sabía cómo hacerme transmigrar! Mi mente se libera y sale detrás de
mis recuerdos, pero en ese instante un soldado le quita a mi maestro de un manotazo
el brazo con que tocaba a la niña, la conexión se interrumpe y a la niña la echan a
patadas.
Los propios recuerdos de la niña recomponen mi último minuto de vida. Vemos al
niño, o sea, a mí, y al maestro, que no deja de recitar ni siquiera cuando el pelotón
encara los fusiles.
Todo se mueve muy despacio. El aire se espesa hasta cuajar endurecido. No
queda brillo sin pulir. Alguien da una orden en ruso. Los fusiles restallan como
petardos. La hilera de hombres y niños se dobla y cae a tierra.
Ocurre algo más. La niña no puede verlo, pero yo sé cómo mirar. El cuerpo del
niño también yace sobre el barro, con su pequeño cráneo hecho añicos, pero su mente
ha soltado amarras y late a la deriva. ¡La veo! Uno de los mercenarios se acerca hasta
la pila de cuerpos y levanta con el pie los de encima para asegurarse de que los de
debajo están muertos. Roza al niño y en ese instante mi alma se introduce en su
nuevo hogar.
Habrían de pasar muchos años antes de que mi alma, incapaz de reconocer su
propia identidad, decidiese moverse. Mucho después de que el mercenario hubiese
regresado a su terruño en un rincón de la China, al pie de la Montaña Sagrada.
Fin.

Presente. La abuela está inmóvil. Me gustaría leerle la vida, averiguar por qué la

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mandaron a otro rincón de su país, cómo es que se casó con un miembro de una tribu
desconocida. Pero no me da tiempo.
—Estoy aquí.
—Sí, ya sé que no era Leónidas Brezhnev el que andaba hurgándome ahí dentro,
no te fastidia —dice la abuela—. ¡Ya era hora! He visto el cometa.
—¿Me conoces?
—¡Pues claro que te conozco! ¡He cargado con tus primeros recuerdos todos
estos años! Los rumores sobre la Secta del Sombrero Amarillo eran el pan nuestro de
cada día en mi tribu. Yo sabía lo que tu maestro estaba haciendo cuando nos conectó
el día de tu fusilamiento… Te he estado esperando.
—Ha sido un largo viaje. Mis recuerdos eran la única pista, pero los tenías tú.
—Hace inviernos que mi cuerpo debería haber dicho basta. He intentado morirme
varias veces, pero nunca me dejaron…
Miré al bebé.
—¿Se va a morir?
—Depende de ti.
—No te entiendo.
—El cuerpo de mi nieta es tu cuerpo. Tú eres el alma y la mente con las que ha
nacido. Ella es la carcasa. Si no vuelves a ella, morirá antes de tres horas. Si quieres
que sobreviva, tienes que escoger encerrarte de nuevo en un cuerpo de carne y hueso.
Pensé en el futuro que me esperaba como noncorpus. No habría lugar en el
mundo que me estuviese vedado. Podía tratar de buscar otros noncorpa, otros
inmortales que me hiciesen compañía. Podría transmigrar dentro de presidentes,
astronautas, mesías. Podría cultivar un jardín en la ladera de una montaña, a la
sombra de los alcanfores y jamás envejecería, ni caería enfermo, ni tendría miedo de
la muerte, ni moriría.
Miré el frágil cuerpecito de un día de edad que tenía delante, cuyo metabolismo
se iba apagando por segundos. La esperanza de vida en Asia Central es de cuarenta y
tres años, y bajando.
—Tócala.

Afuera, los murciélagos se descuelgan de lugares elevados y echan a volar hacia


el cielo, hacia el suelo, y otra vez hacia el cielo, para asegurarse de que todo está en
orden. Dentro, el aullido que profiero desde las cavidades de mis pulmones de
dieciocho horas de edad satura el ger.

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San Petersburgo

M ENUDO día de perros. Lluvia, lluvia y más lluvia, el cielo se resquebraja y


vomita agua sin parar. Virgen Santísima, dame un cigarrillo.
El otro día me explicaba Jerome que, por increíble que parezca, el cristal en realidad
es un líquido que se va espesando por el fondo con el paso de los años. Como un
jarabe espeso. Pero con Jerome nunca se sabe si habla en serio o te está vacilando.
Rudi dijo que también me estaba poniendo más fondona con el paso de los años y se
tiró un minuto entero riendo.
Doy un bostezo tan grande que me estremezco. Nadie lo nota. No notan ni que
estoy aquí. Y cuando, por un casual, mi presencia interfiere en su pastoreo,
simplemente asumen que soy un cacho de carne con ojos que, a base de acostarse con
todo quisque, ha conseguido esta mísera sinecura en una silla de plástico en una
minúscula galería del Museo del Ermitage. Me trae sin cuidado. Es más, lo prefiero.
Así puedo dedicarme a esperar el momento oportuno. Si algo nos sobra a los rusos es
tiempo.

Muy bien, damas y caballeros. Bienvenidos a nuestro safari de los visitantes


habituales de la pinacoteca. Empezamos por los borregos. Como pueden observar, los
miembros de esta tribu se desplazan en rebaños arrastrando los pies, de cuadro en
cuadro, dedicándole la misma cantidad de tiempo a cada obra. A continuación vienen
los grandes depredadores, para quienes solo importan los cézannes, los picassos y los
monets. Estate atenta a sus flashes, ¡y ataca! Puedes clavarles una multa de cinco
dólares —una divisa fuerte sin que se entere nadie. Más impredecibles resultan los
arrastrados. Por lo general cazan en solitario, atravesando las salas en zigzag,
arrastrando los pies y parándose un buen rato cuando algo les llama la atención. ¡Allí!
¿Lo ves? ¡Un mirón! ¡Allí! Acechando tras las columnas. ¡Cuidado, señoras!
Nuestros amigos del sexo débil no vienen a contemplar a las damas enmarcadas en
dorado, sino a las que llevan medias negras de rejilla. Los más atrevidos me echan
miradas furtivas. Yo me los quedo mirando fijamente hasta que desvían la vista.
Margarita Latunski no le tiene miedo a nadie. Bueno, ¿por dónde iba? Ah sí, las
ovejas. Las oyes llegar de lejos, detrás del guía, que además de arrearlas les dice qué
es lo que tienen que admirar y por qué. ¿Quién es, se preguntarán ustedes, ese que
pontifica en voz alta sobre lo que Agnolo Bronzino quiso expresar realmente hace
medio milenio en Florencia? Es un profesor universitario mostrando su erudición
como un exhibicionista en el parque Smolnogo. A mí misma me han abordado
muchas veces, junto al estanque de patos. «Un poco pequeña, ¿no?». ¡Y se les encoge
de golpe! Volviendo a la galería… Varias veces al día recibimos la visita del Dios
Todopoderoso: uno de los directores, que se pavonea por la sala como si el museo
fuese de su propiedad, lo cual, en cierto modo, es verdad. O por lo menos eso se
creen ellos. Solo yo, y unos pocos elegidos, sabemos en qué consiste realmente su

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propiedad. Jerome se pasa por el museo de vez en cuando libreta en mano para
estudiar el próximo cuadro, pero fingimos no vernos. Que para eso somos
profesionales. Por último, están las otras vigilantes de la sala, rubias de bote con el
pelo lacio, cada una en una silla, con ese culo gordo que tienen. Por cierto, que yo no
soy tan fondona; a Rudi le obligué a reconocer que estaba de guasa. Las demás
vigilantes son todas unas guarras y unas golfas, no se salva ni una. Vaya panda de
brujas. Me miran con cara de asco y chismorrean de mi historia con Rogorshev, el
director de adquisiciones y conservador jefe del museo. No es simplemente la envidia
de las mujeres abandonadas lo que las hace odiarme. Ya se lo he dicho a ellas. Es la
envidia que toda antigualla menopáusica siente ante una mujer de verdad.
Ninguna de ellas me importa lo más mínimo. Ninguna. Tengo asuntos más
importantes en que pensar.

Sí, ha sido un verano frío y lluvioso en esta nuestra ciudad, ya de por sí fría y
lluviosa. Contaba Jerome que para convencer a la gente de que se viniese a vivir a
esta ciénaga de escarcha y lodo Pedro tuvo que prohibir a todos los constructores
trabajar en otro rincón del Imperio, desde el Báltico al Pacífico. Y me lo creo.
Ahora la sala está desierta —ni la estatua de mármol de Poseidón ni estos cinco
cuadros atraen a las masas, y eso que uno es de Delacroix—, así que me levanto y
voy hasta la ventana para estirar las piernas. ¿No se pensarán que Margarita Latunski
se pasa siete horas sentada sin moverse, verdad? El vidrio frío me besa la punta de la
nariz. Muros y muros de lluvia, remontando el Neva desde el Báltico. Pasan por
delante de la nueva refinería de petróleo construida con marcos alemanes, de los
muelles, del puerto, de la base naval, toda oxidada, del Fuerte de San Pedro y San
Pablo en la isla de Zayachi, donde conocí a Rudi, y por encima del puente del
Lugarteniente Schmidt, adonde hace muchos años solía ir con mi ministro del
Politburó, bebiendo cócteles en el asiento de atrás de su enorme Zil negro con
banderitas encima de los faros. Ven aquí, no te hagas la sorprendida. ¡Acuérdate de
con quién estás hablando! No le hacíamos daño a nadie: su mujer estaba feliz de la
vida tumbada en una playa del mar Negro con sus cándidos infantes. Probablemente
tuviese una fila de jóvenes sátiros cosacos guardando cola para masajearla debajo de
las paletillas.
Giro sobre mis talones para darle la espalda a todo eso y me marco una mazurca
por el resbaladizo suelo de madera. Quién sabe si ya hacían lo mismo en tiempos de
la emperatriz Catalina. Me la imagino improvisando, tal vez en esta misma sala, unos
pasos de baile con el joven Napoleón, o tonteando con el impetuoso Tolstói, o
excitando a Gengis Khan dejando entrever su pantorrilla imperial. Me identifico con
cualquier mujer capaz de tener a hombres poderosos y violentos comiendo aceitunas
de entre los dedos de sus pies. La emperatriz Catalina también era de origen humilde,
me contó Jerome. Sigo con mis vueltas y mis piruetas, recordando las ovaciones que
solía llevarme en el Teatro Pushkin.

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Observo con atención mi próxima conquista. Nuestra próxima conquista, mejor
dicho. Eva y la serpiente, de Delacroix. Botín de guerra traído de Berlín en el 45. El
conservador jefe Rogorshev me decía el otro día ¡que ahora los cabeza cuadradas
pretenden que se lo devolvamos todo! ¡Qué jeta! Sacrificamos cuarenta millones de
vidas en librarlos de sus nazis asquerosos, y lo único que sacamos en limpio fue un
puñado de óleos. Siempre he tenido debilidad por Eva y la serpiente. Fui yo la que
propuse que fuese nuestro próximo golpe. Rudi quería ir a por algo más importante,
como un greco o un van Gogh, pero según Jerome no debíamos pasarnos de
avariciosos.
—Vamos, querida —incita la serpiente. Coge una. ¿La oyes? Te está diciendo:
«Cógeme». Sí, esa roja de ahí, grandota y brillante. «Cógeme, cógeme ahora, con
fuerza». Te apetece y tú lo sabes.
—Pero es que Dios —dice Eva, moviendo las antenas en busca de algún agent
provocuteur, lista que es ella nos ha prohibido expresamente comer el fruto del Árbol
de la Ciencia.
—Ah, sssssssí, Dios… Pero Dios nos ha dado la vida, ¿verdad?
Y nos ha dado el deseo, ¿verdad? Y el sentido del gusto, ¿verdad? ¿Y quién sino
Dios creó las malditas manzanas? Entonces, ¿para qué sirve la vida sino para
sssaborear la fruta que deseemos?
Eva se cruza de brazos en plan colegiala.
—Dios nos lo ha prohibido terminantemente. Me lo ha dicho Adán.
La serpiente sonríe mostrando los colmillos, admirada de lo bien que Eva hace
teatro.
—Dios, a su manera, es un tío majo. Yo diría que hasta tiene buenas intenciones.
Pero, entre tú, yo y el Árbol de la Ciencia, te diré que es de lo más inseguro.
—¿Inseguro? ¡Pero si es el creador de todo el universo! Es omnipotente.
—¡Efectivamente! Y casi neurótico, ¿no te parece? Toda esa adoración, mañana,
tarde y noche… «Alabado sea el Señor, alabado sea el Señor, alabado sea el
Sssssseñor»… y así todo el santo día. Para mí eso no es ser omnipotente: es ser
patético. La mayoría de los expertos en la materia coinciden en afirmar que Dios
nunca ha valorado lo suficiente la contribución de las partículas virtuales en la
creación del universsssso. Os está criando a Adán y a ti a base de mitos, cuando toda
la información verdaderamente interesante está encerrada dentro de estas jugosas
manzanas. ¿En siete días? Venga ya.
—No, si yo te entiendo, pero es que Adán se iba a cabrear que no veas.
—Ah, ssssí.
—Tu maridito, el pelón ese que anda en cueros. Esta misma mañana le he visto
retozando en un prado con un tierno borreguito. Parecía muy contento. Pero ¿y tú,
Eva? ¿Quieres pasarte el resto de la eternidad perdiendo el tiempo en compañía de
una familia de animales mansos y un ser supremo que insiste en hacerse llamar
«Jehová»? No me lo creo. Adán igual se cabrea un poco al principio, pero ya se le

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pasará cuando le enseñe flechas con punta de bronce, maletas de piel de cocodrilo y
cascos de realidad virtual. Pienso que tú, Eva, estás llamada a cosas más elevadas.
Eva mira la manzana, una gran manzana asperiega que cuelga en el aire dorado de
la tarde, y traga saliva.
—¿Cosas más elevadas? ¿Te refieres al Conocimiento Prohibido?
La serpiente chasquea la lengua.
—No, mi querida Eva. Eso solo es una cortina de humo. De lo que aquí estamos
hablando realmente es de deseo. ¿Te hace un cigarrito mientras estudias mi oferta?

Pasos que resuenan escaleras abajo. Vuelvo a sentarme, retomando mi postura de


centinela. Sería capaz de matar a alguien por ese cigarrillo.
Entra el conservador jefe Rogorshev y el jefe de seguridad, un trol con una cara
que siempre parece a punto de explotar, salpicando de trozos de cerebro a todos los
presentes.
—Se me ocurrió que podíamos ir a la sala principal pasando por el delacroix.
¡Qué infravalorado está este pequeño tesoro! —dice el conservador jefe, volviéndose
hacia mí y pasándose la lengua por los labios.
Le respondo como más le gusta, con una sonrisa de virgen tonta.
—Voy a mandar que rastreen toda la instalación eléctrica en busca de explosivos
—dice el jefe de seguridad, sorbiéndose los mocos y limpiándose la nariz con la
manga.
—Como quiera. Ya sé que al embajador francés le encanta señalarlo todo con su
bastón.
Pasan de largo y, al llegar a la puerta, el conservador jefe se da media vuelta, me
tira un beso y, señalándose el reloj y articulando silenciosamente con la boca, me dice
«a las seis». Y acto seguido estira el índice simulando una de sus minúsculas
erecciones.
Le lanzo una mirada encendida en plan «¡Oh, sí, si! ¡Para, para, que voy a
explotar!».
Y se marcha detrás del de seguridad, pensando: «Ah, conservador jefe Rogorshev,
viejo zorro, estás hecho un maestro de la seducción, otra hembra atrapada en tus
redes». La verdad es que Rogorshev solo es maestro de una cosa: del arte de
engañarse a sí mismo. ¡Pero míralo! Con esa lustrosa mata de pelo negro. Yo misma
se la pego todos los lunes. Ya llegará el día, dentro de poco, en que descubra en qué
redes ha estado atrapado él mismo durante este último año. Y la brigada policial
contra delitos graves también lo descubrirá.

Ya falta poco para mi cumpleaños. Uno más. Por eso Rudi no Ha tenido tiempo
de verme últimamente. Sabe que me encantan las sorpresas.

La guarra de la Petróvich llega para sustituirme durante mi descanso. Una vez me


dejaron fuera de la rotación de turnos y tuve que pasarme el día entero sentada en mi

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sala. Hice que Rogorshev despidiese a la cabecilla. Ninguna ha vuelto a dirigirme la
palabra, pero ya nunca se olvidan de mis descansos.
No hay nadie en la cafetería del personal. Cuando llega la hora de mi descanso los
camareros ya se han ido a casa, así que estoy sola en esta habitación llena de ecos. La
pandilla de las focas considera mi ostracismo como una victoria, pero a mí me viene
de perlas. Me preparo una taza de mi propio café americano y me fumo mis
cigarrillos franceses favoritos. La suave llama enciende la punta, seca como la yesca,
aspiro y… ¡Ah! ¡Exquisito! Y como sé que a mis queridas compañeras de trabajo les
encantaría dar una simple calada a uno de estos cigarrillos, me preocupo de dejar bien
perfumada la habitación.
Desde aquí se ve la plaza Dvortsovaya. Un remolino de adoquines mojados. Se
tarda dos minutos en cruzarla. Aquel enano que corre detrás de su paraguas solo
tardará uno.
¿Cómo se atreven estas focas a hacerse las santas conmigo? Lo que les pasa es
que les corroe la envidia, porque yo poseo las dotes femeninas necesarias para pescar
a un hombre, y ellas no. Esas no pescan ni un catarro. Reconozco que mi rollete con
el conservador jefe me reporta mis privilegios, más allá de la función que cumple
dentro de nuestro plan. Si por ellas fuese, cualquiera de esas viejas pellejas vendería a
su madre a cambio de esos privilegios antes de lo que se tarda en decir «bájate las
bragas». Hasta la guarra de la Petróvich, con su nuevo peinado estilo estropajo
electrocutado y esos muslos sebosos.
¡Cuando San Petersburgo se llamaba Leningrado habría podido hacer que las
mandasen a todas al culo del mundo! ¡Y más lejos todavía! Las habrían trasladado en
masa al desierto del Gobi, ¡a cuidar de un museo y a vivir en gers!
Y es que yo era la concubina de dos hombres muy poderosos. El primero era un
político. No voy a revelar su nombre, pero ocupaba el cargo más alto que se podía
alcanzar en el Politburó sin que te liquidasen por entrañar una posible amenaza. Lo
bastante alto como para conocer los códigos de acceso a las cabezas nucleares. Si
hubiese querido, el tío prácticamente podría haber acabado con el mundo. Movió
unos cuantos hilos en la Oficina del Partido y me consiguió un pisito monísimo con
vistas a la plaza de Aleksandra Nevskogo. Cuando murió, víctima de un infarto
repentino, escogí enrollarme con un almirante de la flota del Pacífico. Como es
natural, me puso un piso nuevo —con contrato de alquiler vitalicio— acorde con el
estatus de un almirante. Y ahí sigo viviendo, cerca del puente Anichkov, junto al
Fontanki. Era de lo más cariñoso, mi almirante. Entre nosotros, creo que se pasaba un
poco. Trataba de superar los regalos que el político me había hecho. Era terriblemente
posesivo. Como todos los hombres que he tenido.
Dios mío, qué tiempos aquellos.
—Lymko —le decía—, por las noches, cuando vamos al ballet, tengo un poco de
frío… —y a la mañana siguiente ya me estaban trayendo a casa un abrigo de visón—.
Lymko, necesito darle un poco de brillo a mi vida… —Les enseñaría el broche de

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diamantes que me mandó, pero tuve que venderlo para montar una de las empresas de
Rudi; estábamos empezando, ustedes ya me entienden. Si lo llega a ver la guarra de la
Petróvich se habría quedado con la boca abierta una semana—. Lymko, la semana
pasada, en los almacenes del Partido, Fulano de Tal estuvo de lo más impertinente
conmigo. Muy indecoroso. No es que quiera meter a nadie en líos, pero hizo algunos
comentarios sobre tu integridad profesional que me dolieron mucho… —Y a la
mañana siguiente Fulano de Tal se encontraba con que lo habían ascendido a
limpiador subalterno de los cagaderos públicos del lago Baikal. Todo el mundo me
tenía calada, pero me seguían la corriente para tener la fiesta en paz. Hasta su esposa
se mantenía a distancia en la base naval de Vladivostok con su prole de almirantitos
malcriados.
Otro cigarrillo. El cenicero ya está por la mitad. El enano nunca consiguió coger
el paraguas.
De nuevo en mi silla de plástico. Y muerta de aburrimiento. Estoy obligada a
jugar al juego de la paciencia, extinguiéndome un día detrás de otro, y otro, y otro,
por falta de estímulos. El final de la tarde empieza a perfilarse en el horizonte. Tengo
hambre y me hace falta un vodka. Rogorshev tiene una botella secreta. Cuento los
segundos. Cuarenta minutos multiplicados por sesenta dan veinticuatro mil segundos
que faltan para irme a casa. No sirve de nada mirar por la ventana para aliviar el
tedio. Me conozco el panorama de memoria. El dique Dvortsovaya, el río Neva, la
orilla de Petrogrado. Le pediría a Rogorshev que me cambiase de sala, pero Rudi dice
que no, que ya falta muy poco para la gran noche, y por una vez Jerome está de
acuerdo, así que estoy atascada aquí.
Se hace raro pensar que hubo una época en que los rusos pintábamos algo en el
mundo. Ahora tenemos que andar mendigando. No sé mucho de política, era
demasiado peligroso pensar en política cuando yo era niña. Además, ¿qué era
realmente eso de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas? La palabra
«república» indica elecciones libres y yo jamás vi ninguna. «Socialismo» significa
que el país es propiedad del pueblo, pero la única propiedad que mi madre tuvo en
toda su vida fueron sus parásitos intestinales. Nunca oí hablar de ningún «soviet», y
ni siquiera estoy segura de saber lo que significa. ¿Y dónde estaba la «unión»? ¿En
los rublos que los rusos inyectábamos en todos esos países asiáticos, pequeñajos e
inútiles, repletos de gente que come serpientes y bebés, solo para evitar que cayesen
en las garras de los chinos o de los árabes? Yo a eso no lo llamo «unión», lo llamo
adquisición en masa del vecindario. Un imperio por defecto. Ahora, eso sí, podíamos
dar de hostias a cualquiera. Me ha dicho Jerome que en Europa hay estudiantes ¡que
ni han oído hablar de la URSS! «Oídme bien, meine Zinder», les diría yo, «este país
del que nunca habéis oído hablar tenía suficientes cabezas nucleares como para hacer
arder vuestro lado del muro de Berlín durante los próximos diez mil años. Dad
gracias, porque podríais haber nacido con brazos de champiñón y una bolsa de pus
por cabeza, si es que llegabais a nacer. Pensadlo bien».

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Pero a veces me pregunto si de verdad ha cambiado algo desde ese cerdo de
Gorbachov. Sí, de acuerdo, la gente normal y corriente está todavía peor que estaba:
se les abrió el suelo bajo los pies y se precipitaron al vacío. Pero me refiero en las
altas esferas. Los mismos que rompieron en pedazos los carnés del Partido son los
que ahora vocean a los cuatro vientos los eslóganes democráticos de los cojones:
«instinto y brío en la fase de elaboración estratégica», «originalidad en el manejo de
capitales», «racionalización y reestructuración». Las cartas que mecanografío para el
conservador jefe están repletas de esas chorradas. Pero, en realidad, ¿dónde está la
diferencia? Es lo mismo de siempre. Hay que saber reconocer a primera vista cuáles
son los postes reales aunque invisibles, y utilizar todos los medios disponibles para
meter goles. Medios que pueden estar dentro de una cámara acorazada en Ginebra, en
un disco duro en Hong Kong, encerrados en un cráneo o en las copas de tu sostén.
No, no ha cambiado nada. Antes untabas al matón del Partido y ahora untas al matón
de la mafia. El viejo Partido contaba mentira tras mentira. Ahora nuestro gobierno
democráticamente elegido hace tres cuartos de lo mismo. La gente antes quería cosas
concretas, y se le decía: trabaja y espera veinte años, que tal vez te llegue el turno. La
gente sigue queriendo cosas, y se les dice: trabaja y espera veinte años, que tal vez te
llegue el turno. ¿Dónde está la diferencia?
Voy a contarles un secreto. El deseo lo es todo. Todo. Lo que sucede, sucede
porque la gente siente un deseo. Fíjense bien y entenderán lo que quiero decir.
Pero como ya les he dicho, yo no sé mucho de política. Hay que ver lo que se le
ocurre a una aquí sentada.

Reconocí los pasos del conservador jefe Rogorshev en el pasillo, acompañado de


una mujer. Le oí contándole los mismos chistes que meses antes me había contado a
mí mientras me dedicaba a seducirlo, y oí cómo revoloteaba la risa de la mujer,
exactamente igual que hiciera la mía. Los hombres poseen un don muy particular:
tienen ojos y, sin embargo, están completamente ciegos.
—Y aquí —dijo Rogorshev, trayéndome a la sala a una mujer alta y de piernas
largas— sin duda reconocerá Eva y la serpiente, de Lemuel Delacroix.
Me guiñó un ojo con torpeza, como si no me estuviese enterando de nada.
A la mujer le repugnaba el conservador jefe —señal de buen gusto— pero lo
disimulaba bien. Ropa occidental, botas francesas, bolso italiano. Morena, con ojos
oscuros de un corte ligeramente arábigo. Unos treinta años, aunque a hombres como
Rogorshev les debía de parecer más joven. Ni sombra de ojos, ni coloretes, ni base,
solo un pintalabios morado bien escogido. Interesante. Tenía una rival.
Estupendo.
—Señorita Latunski, le presento a Tatiana Makuch. El Museo Stanislow de
Varsovia nos ha cedido a Tatiana para las próximas seis semanas. Tenemos mucha
suerte de tenerla entre nosotros.
Tatiana vino hacia mi. Las botas le crujían levemente al andar. Me levanté.

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Éramos igual de altas. Nos miramos a los ojos y nos dimos la mano despacio. Azules.
—Mucho gusto —le dije.
—El gusto es mío —contestó. Qué voz tan profunda. Ruso con regusto polaco.
Como café con un poco de chocolate dentro.
—Conservador jefe Rogorshev —dije sin mirarle—, ¿quiere que esta tarde me
pase por su despacho a la hora de siempre? ¿O a partir de ahora va a dictarle las
cartas a la señorita Makuch?
Tatiana habló primero, sonriendo solo a medias.
—Señora, no señorita. Además, me temo que ni la taquigrafía ni la mecanografía
son tareas de mi competencia.
La tía era lista. Muy lista.
—No se preocupe, señorita Latunski —intervino Rogorshev, como si tuviera voz
o voto en el asunto—. Venga a la misma hora de siempre. Tengo que ocuparme de un
correo importante —Jesús, qué bocazas— y usted es la única que consigue satisfacer
mis exigencias. —Esas frases las copiaba de los culebrones de la sobremesa—. Y
ahora, por favor, acompáñeme, señora Makuch. Tenemos que completar nuestra visita
relámpago antes de que den las seis ¡y me convierta en hombre lobo!
—Ya nos veremos —dijo Tatiana.
—Seguro que sí.

Las seis menos cuarto. Estamos echando a los rezagados. La lluvia no para y los
minutos no pasan. Ahora mismo el conservador jefe Rogorshev debe de estar
acicalándose en su cuarto de baño privado. No son muchos los hombres aficionados a
hacerle la manicura a su propio cadáver. Cómo me apetece un cigarrillo. Dios, cuanto
antes salgamos Rudi y yo de este maldito lugar, mejor. A veces le digo:
—Hey, Rudi, ¡vamos a llevarnos diez de los gordos en una noche! Unos picassos,
unos cézannes, unos grecos y en setenta y dos horas podíamos estar comprándonos
chalets en Suiza con la pasta que ya tenemos, y después ir vendiendo cada año un
trozo de nuestra gallina de los huevos de oro.
Lagos, yates, esquí acuático en verano. Ya tengo pensado cómo va a ser mi
tocador. Voy a tener un abrigo de leopardo hasta los tobillos. Los lugareños me
llamarán la Dama Bielorrusa, y todas las mujeres me tendrán celos y obligarán a sus
maridos empresarios a mantenerse alejados de mí. Pero no tienen por qué
preocuparse, que yo tendré a Rudi. Cuando se aleje de todas las distracciones de los
bajos fondos rusos sentará la cabeza. En verano enseñará a nuestros hijos a nadar, y
en invierno nos iremos todos a esquiar. Como una familia.
—¡Vamos a hacerlo! Gregorski nos consigue los visados —le digo—. ¡Es muy
fácil!
—¡Qué va a ser fácil! —me dice—. ¡Olvídate por un momento de que eres una
mujer y usa el cerebro! Si hasta ahora nos ha ido bien es porque no hemos sido
avariciosos. Si nos ponemos a robar cuadros sin que a Jerome le dé tiempo a

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sustituirlos, ¡la gente se dará cuenta de que han desaparecido! ¡Y por cada cuadro que
falte, multiplica por diez el número de maderos que la Interpol meterá en el caso!
¡Multiplica por veinte los sobornos que tendré que apoquinar! ¡Multiplica por treinta
las dificultades que tendré en encontrar compradores! ¡Y multiplica por cincuenta los
años que nos vamos a comer en el trullo!
—Para ti es muy fácil darme una clase de aritmética. ¡Claro, como tú no tienes
que dejar que un cerdo calvo te la meta todas las semanas!
Entonces Rudi me pone a parir y, si está con un par de copas de más, me arrea
unos guantazos, tampoco muchos, porque está borracho, y luego se larga hecho una
furia, se sube al coche y no vuelvo a verlo en dos días. Está muy agobiado.

—¡Te amo! —grita el conservador jefe Rogorshev, dando saltos arriba y abajo
con mi sujetador enrollado en el cuello. ¡Que viene el conejito! ¡Vamos, trágame
entero, únete a mi, bomboncito mío! ¡Mira cómo te muerdo y te devoro! ¡Que viene
el conejito! ¡Destrózame, puta mía, hazme tu esclavo, te amo!
Sé que se está imaginando que soy Tatiana. Por mí no hay problema. Para poder
soportarlo yo me imagino que él es Rudi. A ver si acaba pronto y puedo fumarme un
cigarrito. Voy a robarle unos habanos para dárselos a Rudi, así podrá impresionar a
sus clientes. Coloco las piernas alrededor de la cintura de hipopótamo del
conservador jefe Rogorshev para que termine antes. Gime como un niño lanzado
cuesta abajo en un cochecito despendolado, y, gracias a Dios, enseguida suelta su
gruñido de ahogado y las patas de su chaise longue dieciochesca dejan de crujir.
—Dios mío, te amo —dice, besándome el esternón. Por un instante me pregunto
si lo dirá en serio, si existe una alquimia capaz de transmutar lujuria en amor—. ¿No
estarás celosa de Tatiana, verdad? Ella nunca podría sustituirte, que lo sepas,
Margarita, amor mío…
Hago un anillo de humo y lo veo girar en los rincones de su despacho, donde la
tarde se va espesando. Me imagino un corro de cisnes salvajes y le doy unas
palmaditas en la calvorota, ahora que está sin el peluquín. Últimamente no se molesta
ni en quitarse los calcetines. Un retrato suyo, ridículamente favorecedor, domina la
estancia desde detrás del escritorio. El verdadero hombre del destino.
Todos los alquimistas eran unos farsantes y unos embusteros, pero no importa.
Me ocuparé de Rudi. El todavía no lo sabe, pero en Navidades estaremos en Zúrich.

El conservador jefe Rogorshev es siempre el primero en irse. Se da una ducha en


el cuarto de baño privado de su despacho para que su mujer pueda fingir no enterarse
de nada mientras yo me ocupo de cualquier papeleo para guardar las apariencias. Lo
oigo canturrear y limpiarse mi aroma del cuerpo. Se pone una camisa limpia, me besa
para demostrarme que le importo y se marcha. Yo aprovecho para preparar alguna
factura a nombre de la empresa de limpieza de Rudi, o un nuevo pase para Jerome, o
unas entradas gratis para los clientes de Rudi. O simplemente me quedo mirando las

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cúpulas de la catedral de San Andrés. Por lo general, me marcho a eso de las siete y
media. Jerome quiere que los vigilantes se acostumbren a verme por el museo fuera
del horario de trabajo.

—¿Nada que declarar esta noche?


En la salida del personal, el jefe de seguridad me dedica una de sus sonrisas
lisonjeras. Me gustaría estar presente cuando se descubra el pastel, solo para ver
cómo se le escurre barbilla abajo. Sabe lo de mi lío con Rogorshev, y eso le pone
cachondo. Por supuesto, el hecho de que todos lo sepan forma parte del plan. De
repente, ¿no va el tío y se pone a cachearme? ¡A mí, Margarita Latunski! Él, un
exmilitar escaqueado que por llevar unas insignias brillantes y un walkie-talkie ya se
cree Rambo. Noto cómo sus manos se demoran en mi cuerpo más de lo necesario y
pienso en cómo podría hacer para incriminarlo desde Zúrich.
—No, Jefe —le contesto con cauteloso desparpajo—, hoy no he robado ninguna
obra maestra.
—Buena chica. Los enceradores vendrán…
—Dentro de tres semanas. Tres semanas a partir de hoy. A las nueve y media de
la mañana.
—Tres semanas.
Hace una señal con bolígrafo en una hoja y me deja pasar. Mientras me alejo,
noto que me está comiendo con los ojos. El tío da asco, pero no es culpa suya.
Siempre he ejercido una fascinación mística en los hombres.

Menos en invierno, que cojo el metro, por lo general prefiero ir a pie. Si hace
bueno, voy andando hasta el puente Troiski y atravieso los Campos de Marte, donde
esperan las mujeres. Pero si llueve, bajo por la Perspectiva Nevski, una calle de
fantasmas donde las haya. Jerome dice que todas las ciudades tienen su calle de
fantasmas. Paso por delante del palacio Stroganov y de la catedral de Nuestra Señora
de Kazan, de las oficinas de la Aeroflot, del destartalado Café Armenio y del piso
donde hacía el amor con aquel miembro del Politburó, que ahora es una oficina de
American Express. Y de todas esas tiendas nuevas, Benetton, HäagenDazs, Nike,
Burger King, una que solo vende carretes de fotos y llaveros, otra que solo vende
relojes Swatch y Rolex. Las calles céntricas se están volviendo iguales en todo el
mundo. En el paso subterráneo, una fila muy ordenada de mendigos y músicos
callejeros. En un quiosco compro un paquete de cigarrillos y una botella pequeña de
vodka. En ningún lugar del mundo hay músicos callejeros como los nuestros. Un
saxofonista, un cuarteto de cuerda, un suspiro de mujer tocando el didgeridoo y un
coro ucraniano, todos compitiendo por calderilla. A veces les doy dinero a los curas.
No sé por qué, pues ellos nunca me han dado nada a mí. Los mendigos suelen llevar
letreros con su dramón particular, a menudo traducido a varios idiomas. Los únicos
que se molestan en leerlos son los turistas. San Petersburgo está repleta de historias

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dramáticas, aplastadas en el barro a golpe de martillo pilón.
Cruzo el puente Anichkov y giro a la izquierda. Mi edificio es el cuarto.
Atravieso la pesada puerta de hierro, paso por delante de la garita donde está
durmiendo el portero —un vistazo rápido al buzón donde, para sorpresa mía, hay una
carta de mi querida hermana enferma—, cruzo el patio lleno de hierba jos y subo tres
tramos de escalera. Cuando Rudi está en casa se oye la tele a todo volumen. No
soporta el silencio. Hoy no se oye un ruido. Anoche tuvimos una pequeña discusión
sobre nuestra fecha de partida, así que me imagino que habrá decidido concentrarse
un poco en los negocios. Por mí no hay problema. Preparo el pescado que había
comprado para la cena y le dejo la mitad en la olla por si viniese luego. Nunca pasa
fuera de casa más de una o dos noches. Bueno, casi nunca.
Ya están aquí las Noches Blancas. A eso de las dos, el azul de la medianoche se
disuelve en añil, y un poco después vuelve a salir el sol sin la menor pomposidad. Me
quedo en el salón, pensando en el pasado y en Suiza. Aquí es donde hacíamos el
amor mi almirante y yo, bajo esta misma ventana. Solía contarme historias del mar,
de la isla de Sajalín, del mar Blanco, de los submarinos polares, mientras mirábamos
cómo salían las estrellas. Amontono los platos en el fregadero y enciendo una espiral
antimosquitos. Meto los habanos en el bolsillo del abrigo de Rudi, así cuando los
encuentre se acordará de mí. Música de jazz procedente de algún lugar. En su día la
habría seguido para bailar y que me admirasen y deseasen. A los hombres les brillaba
la cara. Se peleaban por sacarme a bailar.
Me enciendo otro cigarrillo y me sirvo un coñac. Cortito, y no del bueno, que ese
lo necesita Rudi para agasajar a sus clientes durante las reuniones que celebra en
casa. Prendo fuego a la carta de mi hermana, aún sin abrir, y la dejo en el cenicero.
Para que aprenda. Entre sorbo y sorbo de coñac, miro cómo las llamas transforman
las palabras de esa zorra en volutas de humo que se elevan, se desenroscan y
desaparecen, arriba, arriba, y arriba.
Ya no se oye el jazz. Aún no ha llegado Rudi. La pequeña Nemya, saciada y feliz,
se me acurruca en el regazo y se queda dormida mientras le cuento mis penas.

Jerome está preparando el té. Sus gestos son automáticos, como los de un
mayordomo. Rudi se retrasa, una vez más. Generalmente llega tres cuartos de hora
tarde. Es un precioso día de verano y las calles y parques de la isla Vasilevski
espejean en el calor del mediodía como si estuviesen bajo el agua.
—¿Por qué huele así el té?
Jerome se queda pensando un instante.
—No sé como se dice «bergamota» en ruso. Es la cáscara de un tipo de cítrico.
—Ajá —digo sin más—. Qué taza tan bonita.
Jerome me pasa una taza con un platillo y se sienta. Habla ruso con soltura, pero

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nunca sé qué decirle.
—Esta porcelana fina es un lujo de los que ya no quedan —dice—, una
Wedgwood auténtica. Debería costar una pasta, pero como tu civilización está en la
más absoluta ruina, lo más probable es que no lograse cambiarla ni por una lata de
atún. Que no se te caiga.
—No he roto ni una sola cosa bonita en toda mi vida —le digo.
—Seguro que no. En fin —dice Jerome, levantándose otra vez—, en vista de que
nuestro querido nuevo rico a lo Robert de Niro parece tener mejores cosas que hacer,
permíteme que te haga un pase privado de mi trabajo.
Se va a la habitación de al lado, su estudio, y le oigo arrastrar cosas por la tarima.
Un alcanfor flota al sol en un parquecito vecino a la catedral de San Andrés. Encima
del puente del Lugarteniente Schmidt, en el malecón Angliyaskaya, están
construyendo un Holiday Inn. Hoy es el Día de los Héroes, así que no hay nadie
subido a los andamios. Oigo el rugido de un deportivo a toda pastilla y el chirrido de
un frenazo en seco.
—Ah —dice Jerome al otro lado de la pared—, parece ser Rudi.
El piso de Jerome tiene escasos muebles y está situado en una zona que no me
desagrada del todo. Por supuesto, no está tan bien situado como el mío. En los días de
mayor bochorno, cuando el viento sopla del norte, llega el olor de la fábrica de
productos químicos, pero quitando eso no está tan mal. Es más grande que el mío, si
se incluye el estudio, aunque en el estudio nunca deja entrar a nadie. En el salón lo
que más destaca por encima de todo es el mayor mueble bar que he visto en mi vida.
Resalta como el altar de una catedral en una capilla de pueblo. Al parecer fue un
regalo de Leónidas Brezhnev. Jerome tiene la casa más limpia y ordenada que si
fuese una mujer, aunque aquí nunca ha estado con una mujer. Bueno ni aquí, ni en
ninguna parte, me imagino. Me pregunto si todos los ingleses son tan metódicos, o
solo los maricones. Jerome fue espía durante la Guerra Fría y solía dar clases de
historia del arte en Cambridge. Los rusos llevan seis años sin pagarle su pensión de
veterano de guerra, y en Inglaterra le buscan por traidor, así que esta tieso. Siempre
anda diciendo que va a vender sus memorias, pero hoy en día le das una patada a un
bote y te salen tres exespías tratando de vender sus historias. Lo único que puede
reportarle dividendos es su habilidad para falsificar obras maestras. Por eso forma
parte de nuestro círculo. Reparo en una cazadora de aviador de color granate brillante
demasiado pequeña para el larguirucho de Jerome. Me hace falta un cigarrillo y me
enciendo uno. No veo nada que pueda usar como cenicero, así que utilizo el platillo.
Oigo un piano procedente de alguna habitación.
Jerome vuelve al salón, destapa el cuadro y, al ver el cigarrillo, chasquea la
lengua en señal de desaprobación. Eva y la serpiente, no de Lemuel Delacroix, sino
de Jerome… No sé cómo se apellida, probablemente Smith, o Churchill. Nunca me
ha caído muy bien, pero tengo que alabar su destreza.
—No creo que haya nadie capaz de diferenciarlos. Hasta la pintura dorada del

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marco está igual de desgastada por la parte de abajo.
—Las grietas del barniz no están muy logradas. No del todo. Y la fórmula secreta
del pigmento azul se perdió en el siglo XIX y no hay manera de recuperarla, ni
siquiera con el dinero de Gregorski. No, no es perfecto. Pero servirá. Cuando quieran
ponerse a buscar las diferencias ya será demasiado tarde.
—Has tardado el doble que con el último.
—Amiga mía, ¡así es el constructivismo ruso! Para un falsificador, Kandinsky es
pan comido. Mides las franjas, consigues la tonalidad exacta, una manita de pintura, y
¡zas!, está listo. Pero Delacroix no, Delacroix exige más esfuerzo… Se podría decir
que ha sido un trabajo hecho con amor. Me habría gustado dedicarle un par de
semanas más, para darle los últimos toques, pero Gregorski está que no se aguanta y
quiere dar otro golpe ya mismo. Por otro lado, me muero de ganas de echarle el
guante al original, aunque solo sea para cuidarlo por las noches. Además, con el
dinero de un Delacroix puedo hasta rescatar el Titanic y comprarme las Bermudas.
—Una cuarta parte de las Bermudas —le recuerdo—. Hay que dividirlo entre
cuatro.
—¿Sabías que Delacroix era amigo de Nicolás I? El zar lo contrató varios veranos
seguidos para ayudar a decorar la catedral de San Salvador. Un occidental al servicio
del Estado ruso. Tal vez eso explique la empatía que siento con el pintor.
Cuando Jerome se pone a rajar así, mi mente sale volando de la habitación.
Alguien llama a la puerta según el código estipulado. Espero a que concluya la
secuencia, poniendo los ojos en blanco por lo ridículo de la pantomima. El código es
correcto, pero, así y todo, Jerome me hace señas con la mano para que le acompañe a
la cocina y se lleva el dedo a los labios. Cuesta deshacerse de los viejos hábitos,
supongo.
—¡Abre! —dice Rudi, como siempre—. Hay mucha corriente.
Jerome se tranquiliza. La palabra «corriente» significa que está solo y que no le
están apuntando con una pistola en los riñones. «Hace frío» significa «sal pitando».
Lo que ya no está tan claro es cómo salir pitando de un sexto piso con una sola puerta
y sin escalera de incendios, pero los hombres son así.
—Hey, nena —me saluda Rudi, irrumpiendo como Pedro por su casa y dándole a
Jerome una pizza que ha cogido en uno de sus restaurantes. Trae puesta su americana
de ante nueva, de color grosella negra. Le gusta llamarme «nena» aunque tiene ocho
o nueve años menos que yo. Sonríe: buena señal. Se quita las gafas de sol y da un
silbido de sorpresa al ver el cuadro.
—¡Jerome! Tu trabajo siempre es excelente, ¡pero esta vez te has superado!
El inglés hace una reverencia burlesca.
—¡Qué amable eres de pasarte por aquí! —Rudi nunca capta la ironía de Jerome
y tengo que ser yo la que me ofenda por él—. Sí, gracias. Estoy bastante satisfecho de
mi labor. ¿Qué tal la reunión con nuestro amigo el defensor de oficio en el
Ayuntamiento?

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—Gregorski es un fenómeno. Mandará a alguien para que venga a recoger el
delacroix a la mañana siguiente.
Justo en ese momento, algo me sonó raro.
—¿Por qué no te reúnes tú directamente con los compradores, como siempre?
Rudi levantó la mano como el Papa.
—Helsinki está muy lejos, nena… ¿Por qué no vamos a dejar que vengan ellos?
Es señal de que estamos prosperando. Y también significa que no tendré que jugarme
el pellejo en la frontera… Ay, gatita, cómo te eché de menos anoche… —La sonrisa
de Rudi tenía un no se qué de estupidez. La típica mueca idiota de la cocaína. Mala
señal. Fue a meterme mano a los pechos, pero no me deje, y se cayó al sofá riéndose.
—¡Díselo tú, Jerome!
—¿Que le diga qué? —preguntó Jerome, trayendo platos y un cuchillo para cortar
la pizza.
—Que Gregorski es un tío leal.
Jerome torció el gesto.
—Como no lo sea y acabe dándonos una puñalada trapera, nos van a dar por culo
pero bien.
A Rudi la sonrisa se le arrugó como un papel en llamas.
—¡Por el amor de Dios! ¿Pero qué os pasa hoy? Luce el sol, dentro de dos
semanas —más cuarenta y ocho horas— vamos a ser doscientos mil dólares más
ricos, ¡y estáis los dos que parece que acabáis de vender a vuestra madre a un
traficante de órganos! Quien tiene que preocuparse es el Todopoderoso Gregorski de
los cojones: como le fallemos nosotros, el que se joderá será él. Ya no somos unos
renacuajos. Tengo mucho poder en esta ciudad. Y fuera de esta ciudad también.
Tengo mucho poder, y punto.
—Oh, san Ciaran que estás en los cielos, eso nadie lo discute… —dijo Jerome,
cometiendo el error de hacerse el mártir.
A Rudi se le encendieron los ojos.
—¡Pues claro que nadie lo discute, no te jode! ¡No lo discute Kirsch! ¡No lo
discute Shirliker ni sus socios!¡No lo discute el puto Arturo Kopeck! ¿Sabes quién es
Arturo Kopeck? ¡Pues nada más y nada menos que el mayor traficante de crack entre
Berlín y los Urales! Entonces, ¿por qué tienen que ser mis propios socios los que
discutan que yo tengo más fuerza que el puto Boris Frankenstein?
Jerome abrió los ojos de par en par.
—Nadie lo discute. ¿Verdad que no, Margarita?
Pobrecito mío. Mala coca.
—No, Rudi. Nadie discute nada.
De repente pareció olvidarse de lo que estábamos hablando.
—¿Te queda un poco de tabasco, Jerome, que a la subnormal de la guarra
georgiana se le ha olvidado ponérselo? Tiene un buen par de tetas, hace buenas
mamadas, pero es más tonta que un bocado en la polla. Recuérdame que la despida

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antes de que se atrase demasiado en el pago del alquiler.
—Ya voy yo a por el tabasco —dije, sonriéndole el chistecito a Rudi. De paso,
¿quieres que te prepare un cafecito bien cargado?
No me gritó que no, lo cual significaba que sí.

Comimos en silencio hasta la mitad de la pizza.


—He decidido dar un último retoque al próximo golpe —dijo Rudi.
—Tú dirás —dijo Jerome.
—Margarita se reúne con nosotros y con los demás limpiadores en la entrada del
personal, en lugar de esperarme en la galería.
—No veo por qué —dije.
—Precisamente por eso el cerebro de la operación soy yo y no tú, que nunca
entiendes el porqué de las cosas, mientras que yo sí, siempre. Escúchame bien. Vas y
te reúnes con nosotros. Las chicas se van cada una a su sala correspondiente.
Nosotros vamos a la del delacroix. Hacemos lo de siempre: damos el cambiazo,
enceramos el suelo, volvemos a la entrada del personal, pasamos el control de
seguridad y fuera. Ahora bien, ¿cuál es la diferencia?
Jerome hurgaba en el queso petrificado en busca de langostinos.
—Pues que en todo momento has estado acompañado por personal del Palacio de
Invierno. ¿Hay alguna anchoa escondida por aquí debajo?
—¡Lo cual me deja aún más libre de sospecha que de costumbre!
Rudi agitó el vino en la copa.
—Esos pequeños detalles son el «toque Rudi». Por eso me va tan bien el negocio.
Por eso Gregorski me ha elegido a mí para este contrato con la empresa de limpiezas.
Y por eso ha querido que sea yo el que ejecute esta operación: no ha querido a
Kirsch, ni a Chejov, ni a los Koenighov, sino a mí. Bueno, ¿alguna pregunta?
Jerome sacudió la cabeza con indiferencia. Él ya había hecho su parte. Debe de
llevar una vida de lo más agradable, todo el día jugueteando con sus óleos y
esperando a que le ingresen el dinero en su cuenta bancaria. Su propia cuenta
bancaria.
—Rudi, querido… —empecé a decir.
—¿Qué quieres?
—Me preguntaba que cuándo, exactamente, pensábamos…
—¿… hacer qué?
—Ya sabes, lo que hemos estado hablando…
Las emociones de Rudi saltan a la vista. Nunca me esconde nada. Es una de las
razones por las que lo amo. Estampó el plato contra la mesa y la pizza saltó por los
aires.
—¡Santo Dios! ¡Ya estamos otra vez! ¡No empieces con tus cuentos de vieja,
Margarita! ¡No estoy dispuesto a aguantar tus monsergas de vieja chocha y arrugada!
¡A veces parece que a la que me estoy tirando es a mi abuela, joder!

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Amo a Rudi, pero también lo odio cuando le brillan así los ojos.
Es la mala coca.
—¿Para qué estamos ganando todo este dinero si no vamos a utilizarlo nunca?
—¿Quieres un coche? ¿Quieres un abrigo? ¿O es que vuelves a deberle pasta a
alguien? ¡Dime quién te ha prestado dinero! ¿Quién? ¡Quién!
—¡No, nadie, nadie! Es…
Miré a Jerome, que dio un suspiro y se retiró a su estudio con la taza de café en la
mano.
—… a ti a quien quiero, amor mío. Es nuestra vida juntos en Suiza…
—¡Aquí, Margarita, tenemos a la gallina de los huevos de oro en el tejado, y cada
huevo que caga nos cae directamente en las manos! ¡No quieras matarla! ¡Dedícate a
juntar los huevos!
—No eres tú el que se tiene que dejar follar cada semana para conseguir esos
huevos.
—Todos tenemos que hacer sacrificios.
—Pues no sé cuánto tiempo voy a estar dispuesta a seguir sacrificándome. Seguro
que ya tenemos el suficiente dinero en la cuenta como para no tener que…
—De eso nada. La última vez tuve que gastarme una pasta en sobornar a los de la
aduana. Y luego, además, tengo que darle a Gregorski su jugosa tajada, que para eso
es el que lo organizó todo, por si no te acuerdas.
¿Cómo no me voy a acordar de Gregorski, en su Mercedes blindado? Por favor,
cariño, dime solo una cosa: ¿cuánto dinero tenemos?
—Tienes la regla, ¿verdad? Reconócelo. Tienes la regla. Dios mío. Se tiran siete
días sangrando, pero ni así se mueren.
—¿Cuánto tenemos?
—Bastante. Pero no lo suficiente.
—¿Cuánto es bastante? ¡Dímelo!
—Margarita, como no te calmes y trates este asunto como un adulto inteligente
voy a tener que dar por concluida esta entrevista.
—Estoy calmada. Te estoy haciendo una pregunta muy sencilla, Rudi. ¿Cuánto
dinero hemos sacado hasta ahora de la venta de nuestras cinco obras de arte de valor
incalculable? Por favor.
—¿En dólares? Cinco ceros.
—¡Dímelo!
Rudi cambió de táctica.
—¡Las cuentas las llevo yo! ¡A ti te toca colarnos en el museo y cubrirnos! ¿Qué
te crees, que lo que hago yo lo harías mejor tú? ¿Es eso? ¿Eh?
Es la cocaína, y la tensión. Me calmé y empecé a hacer pucheros. Margarita
Latunski maneja a los hombres como una experta titiritera. Cuando quiero conseguir
algo de una mujer, me enfurezco; cuando quiero conseguir algo de un hombre, hago
pucheros.

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—No, cariño, solo que el conservador jefe está siempre sobándome, una semana
tras otra y ya no lo aguanto más y como yo te quiero tanto… —dije, con los ojos
llenos de lágrimas falsas.
Rudi soltó un gruñido y miró a su alrededor como si buscase algo que morder.
—¿Quieres abandonar? ¿Quieres irle a un tío como Gregorski y decirle: «Oh, a
propósito, este tipo de trabajo ya no me gusta más, gracias por todo el beneficio
obtenido con las ventas de las obras robadas, pero ahora me las piro, ya le mandaré
una postal»? ¡Baja de las nubes, mujer! Te haría picadillo.
Pensé que me iba a pegar.
—Yo creía que por eso habíamos escogido Suiza, porque sería un lugar seguro…
—No es tan fácil. Gregorski es un hombre con mucho poder.
—Conozco bien a los hombres con poder.
Rudi me imitó:
—«Conozco bien a los hombres con poder». ¿Te refieres a aquel chupatintas
enchufado del Partido que te la metía? ¿O al grumete carcamal de la pata chula?
—Era capitán.
Rudi escupió un «¡ja!».
—¿Qué sabes tú de esconder dinero? ¿O de blanquearlo? Si quieres te doy tu
parte, nena, pero en cuanto te largases, ¿cuánto te crees que iba a tardar la pasma
suiza en preguntarte de dónde habías sacado ese cargamento de rublos que tratabas de
meter en su país?
—¿Cuándo podremos irnos?
—¡A su tiempo! ¡A su debido tiempo, joder! Cuando te pones así no sirve de nada
tratar de razonar contigo. ¡Me voy a dar una vuelta con el coche!
Salió dando un portazo.
Jerome asomó la cabeza.
—¿No habrá roto la Wedgwood, verdad?
—Está nervioso —le expliqué—. Ahora que falta tan poco para irnos, es natural
que le entre el canguelo.
Jerome dijo algo en inglés.

Hoy es mi cumpleaños.
Para la edad que tengo no me deberían doler tanto los pies.

Mientras subía las escaleras de mi edificio oí que sonaba el teléfono. Me hurgué


los bolsillos nerviosa en busca de las llaves mientras echaba a volar por el pasillo.
¿Lo ven? Le entiendo, y por eso le perdono. No soy como las otras mujeres que se
aprovechan de él.
—Ya he llegado —dije sin aliento.
—¿Hola? ¿Señorita Latunski? Espero no haberla molestado llamándole a casa.
Soy Tatiana Makuch, del museo. ¿Le llamo en mal momento?

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Me esforcé en controlar los jadeos y en no dejar traslucir la decepción en mi voz.
—No, no, acabo de llegar, estaba corriendo.
—Ah… ¿Hace footing en el parque?
—No, corriendo para coger el teléfono. Para atender la llamada.
—¿Tiene algo que hacer esta tarde?
—Sí. No. Tal vez. ¿Por qué?
—Estoy sola. Me preguntaba si podríamos quedar para invitarla a un café, o si le
gustaría venir a mi caja de zapatos y dejar que le preparase un auténtico borsch de
Varsovia.
¿Tatiana? Me oí decirle que sí. ¿Cuándo iba a hacer las paces con Rudi? Claro,
que ¿por qué va a tener que encontrarme aquí, sufriendo por él, cuando vuelva? Igual
le viene bien hacerle creer que no lo necesito tanto como lo necesito. Un pequeño
escarmiento.
—Estupendo. ¿Conoce el café que hay detrás del Teatro Pushkin?
—Sí…
—Fenomenal. Nos vemos allí dentro de una hora.
Hecho. Nemya entró sigilosa y se me subió al regazo de un salto para que la
adorase. Le conté lo de la pataleta de Rudi, y le hablé de cómo iba a ser la vida en
Suiza, y me pregunté por qué acababa de aceptar dedicarle el resto de mi día libre a
una arrogante rival polaca.

El local estaba vacío y olía a maderas oscuras y a café. Cuando empujé la puerta,
las motas de polvo se arremolinaron en las franjas de luz solar. Sonó una campanilla.
Al fondo se oía una radio. Tatiana no había llegado todavía, y eso que yo me había
retrasado.
—Hola, Margarita.
Tatiana se movió ligeramente, emergiendo de la oscuridad. El pelo le brillaba con
reflejos dorados. Llevaba un elegante vestido de terciopelo negro que realzaba su
esbelta silueta. Resultaba atractiva, había que reconocerlo. Para hombres como
Rogorshev.
—No la había visto.
—Pues aquí estoy. Bueno, siéntese. Muchas gracias por venir. ¿Qué quiere tomar?
El colombiano es excelente.
¿Qué quería? ¿Impresionarme?
—Pues entonces un colombiano, cuando se despierte la camarera.
Un hombre apareció al fondo.
—¿Un colombiano? —dijo con marcado acento ucraniano.
—Sí.
Chasqueó la lengua y volvió a desaparecer.
Tatiana sonrió.
—¿Le sorprendió que le llamase? —me preguntó con tono de psicoanalista.

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—Ligeramente. ¿Debería haberme sorprendido?
Me ofreció un cigarrillo. Yo le ofrecí un Benson and Hedges. Lo aceptó, pero no
lo admiró como habría hecho un ruso. En Polonia deben de ser del montón. Dejé que
me encendiera el mío.
—¿Cuánto lleva trabajando en el Ermitage, Margarita?
—Un año más o menos.
—Debe de haber hecho sus buenos contactos.
A mi pesar, me gustaba su sonrisa. Se estaba entrometiendo, pero solo para caer
bien.
Margarita Latunski sabe lidiar con chicas como Tatiana.
—¿Se refiere al conservador jefe? Hay que fastidiarse… ¿Ya está otra vez la
pandilla basura cotilleando?
—Me da la impresión de que esas le sacan punta al lucero del alba.
—Mi relación con el conservador jefe es un secreto a voces. Pero empezó cuando
yo ya estaba en el museo. El puesto lo conseguí gracias a un enchufe que mi… que
yo tengo en el Ayuntamiento. No le hacemos daño a nadie. Yo estoy soltera, y su
matrimonio no es problema mío.
—Estoy de acuerdo. Tenemos mucho en común en cuanto a nuestro
comportamiento.
—¿No dijo usted que era la señora Makuch?
Tatiana hizo un remolino con la leche del café.
—¿Sabe guardar un secreto?
—Soy una tumba.
—A hombres como Rogorshev les digo eso solo para quitármelos de encima. La
situación es bastante más complicada… —Esperé a que continuase pero no lo hizo—.
Bueno, Margarita. Hábleme de su vida. Quiero saberlo todo de usted.

Ocho horas después estábamos borrachas como cubas, yo por lo menos, y


encorvadas sobre una mesa del Shamrock Pub, en la calle Dekabristov. Un trío de
cubanos tocaba un jazz lento y sinuoso. Había plantas por todas partes, tan altas como
un hombre y de hojas gomosas. El lugar estaba iluminado con velas, uno de los
métodos más rácanos usados en el mundo de la hostelería para ahorrar dinero y a la
vez dárselas de chic, y se me ocurrió pensar que siempre que estaba con Tatiana la
iluminación era escasa. Sabía mucho de jazz y de vino, y eso me hizo pensar que
venía de una familia más adinerada de lo que aparentaba. Además, insistía en pagarlo
todo. Me negué tres veces, pero Tatiana insistió cuatro, lo cual, he de reconocerlo, me
supuso un alivio, porque me revienta tener que pedirle dinero a Rudi.
Sabía mucho de muchas cosas. Un negro se subió al escenario y se puso a tocar la
trompeta con sordina. A Tatiana se le iluminó la cara y me di cuenta de lo guapa que
era. Me imaginé que había sufrido una terrible tragedia en el pasado. Sé por
experiencia que la belleza deslumbrante puede representar un inconveniente.

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—Más Miles Davis que el propio Miles Davis.
—Ese fue el primero que cruzó el Atlántico en avión, ¿no?
No me oyó.
—Un sol de cobre perdido tras las nubes.
Los hombres nos estaban prestando mucha atención. Lógico. Tatiana era
indudablemente un espécimen de lo más exótico en estas latitudes, y en cuanto a mí,
en fin, qué les voy a contar, ya saben ustedes de qué calibre son los hombres que
Margarita Latunski es capaz de atraer. Hasta el trompetista me hacía ojitos por
encima de su reluciente instrumento, lo juro. Me pregunté cómo sería hacerlo con un
negro. He tenido mis devaneos con árabes, orientales y americanos, sí, pero con un
negro nunca.
Tres parejas jóvenes entraron y se sentaron en primera fila. Eran todavía
adolescentes. Los chicos trataban de darse aires con sus trajes prestados. Las chicas
trataban de mostrarse relajadas. Pero a los seis se les notaba incómodos.
Tatiana los señaló con la barbilla.
—Amor juvenil —dijo con tono amargo.
—Si pudieses, ¿te cambiarías por ellos?
—¿Por qué demonios iba a hacer yo eso?
—Son tan guapos, tan jóvenes, tan cariñosos entre sí. A esa edad el amor es puro
y tan limpio, ¿no te parece?
—¡Margarita! ¡Me sorprendes! Las dos sabemos que el amor no existe.
—¿Cómo lo llamas tú, entonces?
Tatiana apagó el cigarrillo. Otra vez esa sonrisa maliciosa…
—Mutaciones del deseo.
—Estás de broma.
—Te lo digo totalmente en serio. Mira a esos chavales. Los chicos quieren
llevarse a las chicas a la cama para poder descorchar sus botellas y soltar el chorro.
Cuando un hombre se suena la nariz nadie lo llama amor. ¿Por qué tenemos que
enternecernos cuando un hombre «se suena» cualquier otra parte de su anatomía? En
cuanto a las chicas, les hacen el juego porque saben que pueden sacar algo a cambio,
o tal vez porque también se lo pasan bien en la cama. Aunque lo dudo. Nunca he
conocido un veinteañero al que no se le cayese el huevo de la cuchara en la primera
valla.
—¡Pero eso es deseo! Estás hablando de deseo, no de amor.
—Digamos que el deseo es la venta agresiva, y el amor es la venta sutil. Pero el
margen de beneficios es exactamente el mismo.
—Pero el amor es lo contrario del interés personal. El amor tierno y verdadero es
sincero y altruista.
—No te engañes. El amor tierno y verdadero es tan interesado que parece
altruista.
—Yo he conocido el amor —mejor dicho: conozco el amor— y sé que consiste en

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dar, no en recibir. Si no seríamos solo animales.
—Es que solo somos animales. ¿Qué es lo que te da el conservador jefe?
—No me refiero a él.
—Quien sea. Piénsalo. ¿Por qué te crees que un hombre ama de verdad? Si eres
sincera contigo misma, Margarita, la respuesta es que porque puede llegar a sacar
algún provecho. Dime, ¿por qué tu novio te ama, y por qué lo amas tú?
Sacudí la cabeza.
—Estamos hablando de amor —dije—. No existe un porqué. Esa es la cuestión.
—Siempre existe un porqué, porque siempre existe algo que el amado desea.
Puede ser porque te protege. O porque hace que te sientas especial. O porque suponga
una vía de escape, un camino a un futuro radiante y alejado de la gris monotonía del
presente. O porque sea el padre de los hijos que aún están por nacer. O porque te dé
prestigio. El amor es un gran puñado de porqués.
—¿Y qué tiene eso de malo?
—No estoy diciendo que tenga nada de malo. La historia está hecha de los deseos
de las personas. Por eso me hace gracia que la gente se ponga sentimental cuando
habla de esa misteriosa fuerza de «amor» puro que cree estar tripulando. «Amar a
alguien» significa «querer algo». El amor lleva a la gente a cometer actos egoístas,
imbéciles, crueles e inhumanos. Me preguntas si me gustaría cambiarme por esos
chicos. Por supuesto que estaría bien robarles los veinte años, si pudiese transmigrar a
sus cuerpos con mi mente actual. De lo contrario, prefiero cambiarme con un fox
terrier. Estar enamorado significa estar a merced de los deseos de tu amante. Si
alguien le pegase un tiro a tu novio, te estaría devolviendo la libertad.
Una imagen horrible se me cruzó por la cabeza: una mano arrancando un tapón
del pecho de Rudi y la sangre manando a borbotones de la herida.
—Si alguien le pega un tiro a mi novio, lo mato.
Hay demasiada agitación en el pub y la música late con fuerza en mis ojos,
dejándomelos llorosos. Tatiana dice «Vamos fuera», y de repente nos encontramos en
el exterior. Una catarata me arrastra violentamente hacia la luz vespertina. Las calles
están repletas de sombras, resplandores, pisadas, colores chillones, tranvías,
golondrinas. Nunca me había fijado en lo elegantes que son las ventanas que hay
encima de la capilla Glinka. ¿Cómo se llaman esos chismes? Jerome seguro que lo
sabe. ¿Arbotantes? Esta noche no brillan mucho las estrellas. Hay una luz
moviéndose entre ellas. ¿Es un cometa, un ángel o la última estación espacial
soviética que se precipita a la Tierra toda decrépita? Algunos transeúntes me miran
mal, así que me recompongo para demostrarles que puedo andar derecha. Una farola
balancea el cuello como una jirafa. Una de las luces del despacho está encendida. El
conservador jefe está deseando a alguien, pero no soy yo, ni Tatiana, esta noche no.
Pasamos por delante de un coche oscuro.
—Hey, guapetonas, ¿cuánto por las dos?
Le escupo a la ventanilla y me acuerdo de su madre, pero Tatiana me coge del

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brazo para que siga de frente.
—Venga —dice Tatiana—, vamos a mi casa a tomar un café. Puedo hacer unos
perritos calientes. Al tuyo le pondré mostaza dulce, si te portas bien.
Mire donde mire veo imágenes que bastaría enmarcar para obtener un cuadro.
Pero no uno de los de Jerome. Un cuadro auténtico, más auténtico que los que
robamos. Hasta esos son copias. Y los de Jerome, copias de copias. La cabeza de ese
niño. El pozo de los deseos. Todas esas chicas con sombra de ojos verde y coloretes
color salmón, metidas a empujones en el furgón policial y transportadas como si
fuesen ganado a comisaría para recibir una multa de quince dólares y volver a la
calle. Van a tener que trabajar duro lo que queda de noche para recuperar el tiempo
perdido. Aquí es donde se cepillaron al zar, me contó mi madre hace mucho tiempo, y
ahora se lo digo a Tatiana, pero no me ha oído porque mis palabras ya no significan
nada. Petardos que explotan en un barrio lejano, ¿o serán disparos? Ese sería un buen
cuadro: el coche con ladrillos en lugar de ruedas. La silueta del tejado de la fábrica, la
chimenea, ladrillos tiznados de hollín, un cuadro hecho de ladrillos tiznados. El
caballo que galopa calle abajo, ¿cómo se ha bajado del pedestal? Un patinador con
cresta de dinosaurio haciendo eses. Un vagabundo tumbado en un banco con una
bolsa de periódicos como almohada. Turistas reconocibles a la legua por sus chillonas
camisetas, canales y cúpulas, cruces y hoces y, ah… incluso el barro de la orilla…
Respiro porque no me queda más remedio. Amo a Rudi porque no me queda más
remedio.
—Tatiana —digo, apoyándome en la barandilla y mirando el río—. Te equivocas.
—Ya falta poco —dice su voz—. ¿Podrás llegar?
Una lancha de policía se desliza río abajo. Tiene unas luces rojas y azules muy
bonitas.

De lo único que me acuerdo del piso de Tatiana es de un sobrio reloj que sonaba
como piedras lanzadas a un pozo muy hondo. Todo relucía y oscilaba, y tenía a
Tatiana cerca, diciéndome que quería algo, estaba muy cariñosa y por un momento no
quise irme. En un momento dado me acuerdo de que hoy es mi cumpleaños y trato de
decírselo a Tatiana, pero se me olvida lo que le iba a decir. Recuerdo a Tatiana
metiéndome en un taxi y dándole mi dirección al taxista mientras le paga la carrera
por adelantado.

Rudi estaba en casa cuando llegué. Serían más o menos las tres de la mañana.
Dudé un instante antes de entrar. Va a querer saber de dónde vengo. Puedo hablarle
tranquilamente de Tatiana, no creo que se lo tome a mal. Si quiere, que la llame para
comprobarlo, aunque por supuesto confía plenamente en mí.
Giré la llave, abrí la puerta y me llevé el susto de mi vida: Rudi en calzoncillos en
mitad del recibidor y apuntándome con la pistola. Un subidón de adrenalina me quitó
de golpe la tontería. A su espalda, la luz del baño estaba encendida y había un grifo

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abierto. Chasqueó la lengua y bajó el arma.
—Eres una gatita mala, Margarita. No has usado el código. Estoy muy
decepcionado.
Nemya vino dando saltos por el pasillo y se arqueó alrededor de mi pantorrilla,
empujándome la pierna en dirección a la cocina.
—Cariño, no he usado el código porque vivo aquí.
—¿Y cómo voy a saber yo que no era la policía?
Me quedé sin respuesta. Siempre me pasa con Rudi. Pero estaba tranquilo:
todavía no me había gritado.
—Lo siento.
—Está bien. Casi todos cometemos errores de vez en cuando. Pero gatita, no
vuelvas a hacerlo nunca, o podrías provocar un desgracia. Venga, pasa. ¿Llegas un
poquito tarde, no te parece? Ya empezaba a preocuparme. Ahí fuera hay un montón
de perritos malos que podrían zamparse a una gatita como tú de un bocado.
—He estado con una compañera de trabajo que se llama Tatiana y… —empecé a
explicarle, pero no parecía muy interesado. En el salón había un gran ramo de rosas,
rojas, amarillas y rosas.
—¡Rudi! ¿Son para mí?
Sonrió y me derretí. ¡Se había acordado de mi cumpleaños! ¡Por primera vez en
los tres años que llevábamos juntos!
—Pues claro, gatita. ¿Para quién si no iba yo a comprar flores, eh?
Se acercó y me dio un beso en la frente. Cerré los ojos y abrí los labios para
besarle en la boca, pero ya se había dado media vuelta.
Se le había olvidado echar agua en el jarrón, así que me las llevé a la cocina.
Olían muy bien. Como a jardín antiguo.
—Tengo que pedirte un favorcito —dijo Rudi desde el salón—. Sé que no te va a
importar.
—Ah…
—Un socio mío va a pasar unos días en la ciudad. En realidad es un amigo de
Gregorski, un tipo muy bien situado en las altas esferas, a nivel internacional. Es de
Mongolia. Allí es prácticamente el amo del lugar. Necesita un sitio donde alojarse.
¿Y?
—He pensado que podría estar bien en el cuarto de invitados.
Vi cómo el agua rebosaba por el borde del jarrón.
—Si es el amo de Mongolia, ¿por qué Gregorski no le busca un ático?
Hice caso omiso de Nemya, que estaba recordándome que tenía uñas.
—Porque la policía podría seguirle los pasos. Es el amo de Mongolia, pero no
oficialmente. Hasta los mongoles tienen que fingir que celebran elecciones para que
les concedan préstamos.
—O sea, que me estás pidiendo que aloje a un delincuente. Yo pensaba que esos
días ya habían quedado atrás.

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—¡Y claro que han quedado atrás, gatita, claro que sí! ¡Solo estoy haciéndole un
favor a un amigo!
—Pues ya puestos, ¿por qué no abrimos un albergue para yonquis pirómanos?
—¡Por el amor de Dios, no montes un monumento! Tengo cajas de mercancía en
el cuarto de invitados: ¿cuál es la diferencia? Y no es un delincuente. Es un oficial
con tantos contactos a alto nivel que en la frontera más allá de Irkutsk ni lo registran.
Por cierto, que lo de Helsinki está descartado. Gregorski ha encontrado un comprador
en Pekín. Nuestro amigo será el encargado de entregar el delacroix. Cuantos menos
rastros deje, mejor.
—¿Por qué Gregorski no soborna a la policía como hace siempre?
—Porque Gregorski solo tiene mano con las fronteras de Finlandia y Letonia. En
un lugar tan alejado como Siberia no puede fiarse de sus conductos habituales. Solo
se fía de mí, y de nosotros. Gatita… —sentí los brazos de Rudi alrededor del
estómago— no vamos a discutir… Es por nuestro futuro… —Me metió el pulgar en
el ombligo—. Y aquí es donde va a estar un día nuestro bebé… —Frotó la cara contra
mi cuello mientras yo trataba de seguir de morros—. Nena, gatita, gatita pequeñita…
Sé que es mucho pedir, pero ya nos falta muy poco. He estado pensando en lo que
dijiste antes, en casa de Jerome. Lo de Austria. Tienes bastante razón, ¿sabes?
Deberíamos dejarlo ahora que nos va bien. Te pido perdón por haber perdido los
estribos. Después me odio a mí mismo, ya lo sabes. Es el estrés. Sé que me entiendes.
A veces la emprendo con las cosas que más quiero. A veces me odio a mí mismo —
murmuraba Rudi—. Mírame. Mírame. Mira cuánto te adora este tontorrón…
Me volví y le miré a los ojos, hermosos y juveniles. Vi cuánto.
—¿A que no adivinas adónde fui hoy, gatita? A las agencias de viaje, a
informarme sobre los precios de los billetes a Zúrich.
—¿De verdad?
—Sí. Estaban cerradas, porque era fiesta. Pero el caso es que fui. Y no pienso
dejar que ese cerdo cabrón de conservador insulte a mi gatita. En cuanto nos
vayamos, Margarita, su vida está en tus manos. Una palabra tuya, y mando a alguien
a darle el pasaporte. Te lo juro por Dios.
¿Lo ven? Tatiana estaba equivocada. Rudi quiere hacerme feliz. Está dispuesto a
renunciar a todo por nosotros dos. ¿Cómo he podido dudar de él, siquiera por un
instante? Nos dimos un beso, largo e intenso.
—Rudi —susurré—, eres el mejor regalo de cumpleaños que he tenido jamás…
—¿Ah, sí? —murmuró—. Ya falta poco, es un día de estos, ¿no? —Finalmente se
separó cogiéndome de las caderas—. Bueno. Entonces, ningún problema en que el
agente de nuestro comprador se esconda aquí unos días, ¿verdad? Solo hasta el
cambiazo. La noche de la limpieza. Dos semanitas de nada.
—No se, Rudi. Esperaba que pudiésemos pasar un poco de tiempo juntos, antes
de irnos de San Petersburgo. Tenemos mucho que organizar. ¿Cuándo llega?
Rudi se dio la vuelta. Abrí una lata de comida para gatos.

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—Ha llegado hoy. En avión. Necesitaba darse un baño, así que le he llenado la
bañera. Está ahí dentro.
—¿Qué?
—Que… en fin, eso, que ya está aquí.
—¡Rudi! ¿Cómo has podido? ¡Aquí es donde vivimos tú y yo y Nemya!
Abrí la puerta de la cocina y me pareció entrar en una obra de teatro. De pie
frente a la ventana, un hombrecillo moreno y atlético me daba la espalda. Llevaba
puesto el albornoz de Rudi de franela escarlata que yo misma le había hecho y estaba
examinando la pistola de Rudi.
—¿Eh? —Me oí decir a mí misma.
Tardó unos segundos en darse la vuelta.
—Buenas noches, señorita Latunski. Gracias por su hospitalidad. Es un placer
volver a visitar su majestuosa ciudad —dijo en perfecto ruso, con un ligero deje
asiático. Nemya maulló detrás de mí reclamándome la cena—. Su gatita y yo nos
estamos conociendo. Ya me considera su tío Suhbataar. Espero que usted también lo
haga.

No hay nadie en la sala, así que voy hasta la ventana para desentumecer las
piernas. Se avecina una tormenta y el aire está tenso como la piel de un tambor. Hoy,
de camino al museo, la ciudad parecía hervir bajo las nubes. El Neva está tumefacto y
viscoso, como una mancha de petróleo. La semana que viene hay elecciones y la
ciudad está plagada de furgonetas con altavoces de sonido metálico que hablan de
reforma, integridad y confianza.
Un mosquito me zumba en el oído. Lo aplasto de un manotazo y le sale una gota
de sangre humana del fuselaje. Busco algo con que limpiarme y escojo la cortina. Se
acerca la guía, así que vuelvo a sentarme rápidamente. La guía dobla la esquina,
hablando japonés. Lo único que capto es la palabra «Delacroix». Dentro de ocho días
la mismo guía repetirá las mismas palabras señalando con el mismo puntero a un
cuadro completamente distinto, y solo lo sabrán seis personas en todo el mundo:
Rudi, Jerome, Gregorski, el tal Suhbataar, el comprador chino y yo. Jerome dice que
el crimen perfecto es aquel que nadie sabe que se ha cometido. Los borregos asienten
con la cabeza y yo me río para mis adentros. Hoy ya han fotografiado unas cuantas
falsificaciones, privilegio por el cual han pagado la tarifa especial para visitantes
extranjeros.
Una niña pequeña se me acerca y me ofrece un caramelo. Agita la bolsa y me dice
algo en japonés. Tendrá unos ocho años, y nuestro maravilloso patrimonio artístico la
aburre soberanamente. Tiene la piel color café con leche. Lleva trenzas y luce sus
mejores galas, un vestido rojo con puntillas blancas. Su hermana mayor la ve, suelta
una risita y varios de los adultos se vuelven a mirar. Cojo un caramelo y el flash de

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una cámara japonesa congela la imagen. Eso es lo que me revienta de los asiáticos,
que lo fotografían todo. ¡Pero qué sonrisa más linda tiene la niña! Por un instante me
entran ganas de llevármela a casa. Las niñas pequeñas son como los gatos viejos:
como no les caigas bien, nada en el mundo les hará cambiar de idea.

Mi amante del Politburó se empeñó en que abortase. Yo no quería, me daba


miedo la operación. Los curas y las viejas siempre decían que en el infierno había un
gulag reservado a las mujeres que mataban a sus bebés. Pero más miedo me daba que
mi amante me diera puerta y volver al arroyo, así que terminé cediendo. El tío no
quería arriesgarse a ensuciar su reputación: un hijo ilegítimo habría sido la prueba
evidente de que tenía una amante, y aunque todo el mundo sabía que la Unión
Soviética funcionaba a base de escándalos y corrupción, delante del vulgo había que
guardar las apariencias. Por otro lado, ¿para qué molestarse? Si mi madre levantase la
cabeza y supiera que su hija iba a abortar, se moriría de vergüenza. Y eso me
agradaba.
La mayoría de las mujeres han tenido uno o dos abortos, pensé. No será nada del
otro mundo. Me lo realizaron en el antiguo hospital del Partido, en Perspectiva
Moskovski, donde la asistencia médica debería haber sido de mayor calidad que la
que recibían las mujeres corrientes. Pues no. No sé qué salió mal. Después de la
operación estuve varios días sangrando. Cuando volví para ver al médico, se negó a
recibirme y la recepcionista mandó a los de seguridad que me acompañasen a la
salida. Me dejaron en las escaleras y me puse a gritar hasta que, agotada la ira, solo
me quedó romper a llorar. Recuerdo los olmos podados, chorreando lluvia, del
bulevar que llegaba hasta el río. Traté de convencer a mi amante para que moviese
sus hilos, pero creo que para entonces ya había perdido todo interés en mí. Me había
convertido en un estorbo. Dos semanas después, en la cafetería de los grandes
almacenes del Partido, me dio puerta. Su mujer se había enterado de mi embarazo no
se sabe cómo. Me dijo que o mantenía la boca cerrada o me quitaba el piso. Me había
convertido en mercancía defectuosa, en una carga para su conciencia.
Mantuve la boca cerrada. Cuando por fin pude ir al ginecólogo, me echó un
vistazo y me dijo que esperaba que no tuviese previsto tener hijos. Llevaba barba de
varios días y olía a vodka, así que no le creí. Allí mismo, una especie de orientadora,
arpía como ella sola, se puso a decirme que eso de que el único papel de las mujeres
en la vida fuese traer hijos al mundo para que los capitalistas los explotasen era una
idea burguesa trasnochada. Le dije que no me hacían falta sus consejos y me marché.
Un año después me enteré por el Pravda de que mi amante había muerto de un
infarto.
A Rudi le digo que tomo la píldora porque desde el principio me dejó bien claro
que, en su opinión, los condones son para los animales. ¿Quién sabe lo que puede
pasar en Suiza? Allí el aire es puro y el agua clara. Tal vez los ginecólogos suizos
sepan hacer cosas de las que sus homólogos rusos no son capaces. Una niña pequeña,

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que tendrá un poco de Rudi y un poco de mí, corriendo entre las florecillas silvestres.
Va a ser preciosa. Y luego tendrá un hermanito, y Rudi le enseñará a cazar en las
montañas mientras yo enseño a cocinar a nuestra pequeña. Vamos a aprender a hacer
sopa de nidos de golondrina, que, según dice Jerome, es lo que comen los chinos.

Hoy el conservador jefe Rogorshev parece estar evitándome, y eso que es el día
de nuestra habitual cita vespertina. Por mí no hay problema. Rudi me ha prometido
que el delacroix será nuestra última presa. Dice que está empezando a atar los cabos
sueltos de sus negocios, pero que no es algo que se pueda hacer de un día para otro, y
yo le entiendo, por supuesto. Le ha explicado la situación a Gregorski sin peros que
valgan, y Gregorski no ha tenido más remedio que plegarse a su voluntad. También
me ha dicho que igual tengo que ir yo por delante y quedarme unas semanas en el
hotel más lujoso de Suiza, hasta que pueda reunirse conmigo. No estaría nada mal.
Podría darle una sorpresa, comprar un chalet y tenerlo todo listo para cuando venda
sus acciones al mejor postor. Además de la pizzería —y por supuesto de la agencia de
modelos en la que trabajo cuando no estoy en el Ermitage—, Rudi tiene una empresa
de taxis, una constructora, un negocio de importación y exportación, es copropietario
de un gimnasio y socio capitalista de una cadena de clubes nocturnos, donde se
encarga de la seguridad y de las pólizas de seguros y tal. Rudi también es amigo del
presidente, que lo ha definido como arquetipo de la nueva generación de rusos que
guían a la Nueva Rusia a través de las aguas turbulentas del nuevo siglo.

La sala vuelve a quedarse desierta. Me acercó a la ventana. Gaviotas gigantes


echándose el viento a la espalda. El tiempo no tardará en empeorar. Admiro mi
reflejo en el cristal. Es verdad lo que dijo Rudi anoche, después de hacer el amor por
tercera vez: rejuvenezco con los años. La mía no es una de esas bellezas vulgares y
corrientes, extraídas de una polvera o de un bote de champú. Es más una cuestión
molecular. Labios gruesos y sensuales, y un cuello esbelto que mi almirante
comparaba al de un cisne. Después de tontear con el rubio platino, he vuelto a mi
caoba natural, el color bronce de las joyas tribales. Heredé la belleza de mi madre;
bien sabe Dios que es lo único que me dio. Las dotes de actriz y bailarina debo de
haberlas heredado de algún antepasado ilustre y olvidado. Los ojos, de un verdemar
intenso, los saqué de mi padre, que en su día fue un famoso director de cine, ya
fallecido. Nunca me reconoció públicamente. Prefiero no revelar su identidad.
Respeto su voluntad. Bueno, a lo que íbamos: mis ojos. Rudi dice que le gustaría
zambullirse en ellos y no emerger jamás. ¿Sabían ustedes que me admitieron en la
Academia de Artes Escénicas de Leningrado como actriz? Si yo hubiese querido, no
hay duda de que habría llegado a lo más alto. Fue allí donde mi amante del Politburó
me descubrió, en los inicios de mi carrera artística, y juntos debutamos en el
escenario de la vida social. Solíamos bailar tango. Todavía se me da bien bailar, pero
a Rudi le gustan más las discotecas. Yo las encuentro algo vulgares, con todas esas

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busconas y furcias que solo van detrás de los hombres por el dinero y el poder. Los
suizos tienen más clase. Cuando estemos en Suiza, Rudi me suplicará que le enseñe.
Jerome me confesó una vez, después de beberse una botella de jerez peleón, que
no soporta verse reflejado en un espejo. Por eso nunca ha tenido uno. Le pregunté que
por qué y me dijo que siempre que se mira en un espejo ve a un hombre dentro y
piensa: «¿Quién eres tú, en el nombre de Dios?».

Ahí sigue la serpiente, enroscada al nudoso árbol…


¡Cielo santo!
Acabo de acordarme de lo que soñé.
Estaba escondida en un túnel. Allí dentro, por alguna parte, había algo maligno.
Dos personas pasaron corriendo, un hombre y una mujer, ambos de ojos rasgados. El
hombre quería salvar a la mujer de esa cosa maligna. La había cogido del brazo y
habían echado a correr a velocidad supersónica. Los seguí porque el hombre parecía
saber dónde estaba la salida, pero les perdí la pista. De repente me encontré en una
colina pelada bajo un cielo pintarrajeado con óleo y con cometas y campanillas. Me
di cuenta de que estaba a los pies de la cruz. Vi los dados con los que los romanos se
habían jugado las ropas de Jesús. Al mirarla, la cruz empezó a hundirse. Vi el clavo,
atravesando limpiamente los pies del Nazareno. Sus muslos, tersos y exangües, como
de alabastro. El taparrabos, la herida en el costado, los brazos extendidos, las manos
perforadas por clavos, y en lo alto, mirándome fijamente a los ojos, el rostro sonriente
del demonio. Y en ese instante comprendí que el cristianismo había sido una horrible
broma de pésimo gusto y dos mil años de antigüedad.

La guarra de Bárbara Petróvich llegó para sustituirme durante mi descanso. Como


de costumbre, no dijo ni media. Una santurrona con aires de doña perfecta, como mi
madre en su lecho de muerte. Recorrí mis pasillos de mármol. Un borrego provisto de
una guía turística me farfulló algo en un idioma extranjero, pero no le hice ni caso.
Pasé por delante de mis dragones de jade y piedra escarlata, por mis cámaras
abovedadas de pan de oro, bajo mis dioses olímpicos, como Mercurio, que vive de su
ingenio, crucé largas salas de fajines azules y pasamanería de plata, mesas con
taracea de madreperla y chinelas de terciopelo, bajé por las polvorientas escaleras de
servicio, atravesé antesalas y finalmente llegue a la lóbrega cafetería del personal
donde una solitaria Tatiana disolvía cacao en polvo en un vaso de leche templada.
—¡Hola, Tatiana! ¿A ti también te han deportado aquí?
—La verdad es que puedo tomarme un descanso cuando me place. ¿Quieres
cacao? Sáltate la dieta por una vez. Métete un poco de azúcar en las venas.
—Venga, qué demonios.
Me senté, pero tenía mucho calor. Me levanté y las patas de la silla chirriaron
contra las losetas. Abrí las ventanas a través de los barrotes, pero no sirvió de mucho.
Daba igual dentro que fuera. Vi un tanque en la plaza y muchas personas caminando

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lentamente alrededor. Como el borde exterior de un remolino.
—Hoy pareces un poco nerviosa, Margarita —se permitió decir Tatiana.
Estaba deseando contarle lo de Suiza. Estaba deseando contárselo todo, y casi se
lo cuento.
—¿En serio? A decir verdad, he estado pensando en tomarme unas pequeñas
vacaciones… Quizá en el extranjero… Pero no sé dónde…
Tatiana me encendió un cigarrillo. Tenía unos dedos muy bonitos.
Escuchamos el zumbido lejano de una caldera y el chapoteo de una fregona en el
pasillo. Con esos dedos, me pregunté si sería pianista.
—Se me hace raro y me deja triste —pensé en voz alta— saber que un lugar sigue
existiendo sin ti después de que te has marchado.
Tatiana asintió con la cabeza.
—Es como si el mundo te diese una bofetada y te dijese, «Lo siento, bonita, pero
sin ti me va de maravilla». Con el mar pasa lo mismo, pero en el mar no vive nadie.
Duele más si se trata del sitio donde te has criado, o has trabajado, o has conocido el
amor.
El cacao de Tatiana me endulzó por completo las papilas.
—A veces me imagino que salgo al pasillo y me doy de frente con un conde de
Arcángel.
Tatiana se echó a reír.
—¿Y qué quiere ese fantasma del siglo XVIII de Margarita Latunski?
—Bueno, eso depende. Unas veces quiere que le indique el camino a los
aposentos de la emperatriz para una cita. Otras veces quiere inmortalizarme en un
óleo y colgarme en su galería. Y otras, llevarme a rastras a su cama de cuatro postes
para poseerme con tanta violencia que no puedo andar en tres días.
—¿Y nunca opones resistencia?
Me reí. En la cocina empezó a gotear un grifo.
—Vaya imaginación fértil que tienes.
—Eso dice Rudi.
—¿Quién es Rudi?
—Un amigo.
Tatiana cruzó las piernas y las medias le hicieron frufrú.
—¿Tu hombre?
Me gusta que Tatiana sienta curiosidad por mí. La chica me cae bien.
—En cierto modo…
—¿A qué se dedica?
Margarita Latunski se hace merecedora de la curiosidad de Tatiana.
—A los negocios.
—¡Ah, ese! Lo mencionaste cuando salimos la semana pasada.
—¿En serio?
Tatiana descruzó las piernas y las medias le hicieron frufrú.

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—En serio… pero sigue, sigue, háblame de él…

—Se avecina una tormenta.


Asentí con la cabeza. Un silencio de caverna.
—Tatiana, cuando el otro día dijiste que el amor no existe no hablabas en serio,
¿verdad?
—Lamento haberte disgustado tanto.
—No, no me disgustaste. Pero le he estado dando vueltas. Si el amor no existe,
¿qué es lo que mantiene al bien y al mal en jaulas separadas?
—En cuanto te vi pensé: «Esta chica promete». Esa es una pregunta muy
inteligente.
—Tú me has contado un secreto. ¿Me guardas a mí uno?
—Soy otra tumba.
—Soy una cristiana expracticante. Cuando era adolescente, mi madre me colaba
en misas clandestinas. Antes de morir Brezhnev, tú ya me entiendes. Si te pillaban, te
caían dos años de cárcel, así, por las buenas. Hasta tener una Biblia era ilegal —
Tatiana no parecía ni remotamente sorprendida—. No es realmente un secreto, es más
bien un cuento. Me acuerdo de un sermón en particular. Un viajero emprendió viaje
con un ángel. Llegaron a una casa con muchos pisos. El ángel abrió una puerta y
mostró al viajero una habitación con un largo escaño adosado a las cuatro paredes y
atiborrado de gente. En el centro había una mesa con montones de dulces. Cada
comensal tenía una larguísima cuchara de plata, tan larga como un hombre. Trataban
de comer, pero obviamente no lo conseguían: las cucharas eran demasiado largas y
siempre se les caía la comida. Por eso, a pesar de que había suficiente comida para
todos, todos tenían hambre. «Esto», dijo el ángel, «es el infierno. Las personas no se
aman entre sí. Solo piensan en alimentarse a sí mismas».
Entonces el ángel se llevó al viajero a otra habitación. Era exactamente igual que
la primera, solo que esta vez los comensales, en lugar de tratar de alimentarse solos,
utilizaban las cucharas para darse de comer los unos a los otros a través de la
habitación. «Aquí», dijo el ángel, «las personas solo piensan en los demás. Y gracias
a eso todos terminan comiendo. Esto es el cielo».
Tatiana se quedó pensando un segundo.
—No hay ninguna diferencia.
—¿Cómo que no hay ninguna diferencia?
—Ninguna. Todo el mundo, tanto en el cielo como en el infierno, quería
exactamente lo mismo: llenarse la barriga. Solo que los del cielo estaban mejor
organizados. Eso es todo.
Tatiana se echó a reír, pero yo no pude. Y me debió de ver la cara que puse
porque añadió:
—Lo siento mucho, Margarita…

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Los minutos transcurren lentos como un gángster de Hollywood arrastrándose
herido por un pasillo.
Sé que los negocios de mi Rudi a veces exigen mano dura, pero no es lo mismo
firmeza que violencia, igual que no es lo mismo un gángster que un empresario. Yo
nunca me llamo a engaño: sé que mi Rudi puede llegar a adoptar métodos muy
persuasivos. ¿Pero qué se esperan los que no devuelven un préstamo legítimo? Rudi
no puede ir regalando dinero por ahí, que no es la beneficencia. La gente sabe cuáles
son las condiciones del contrato cuando suscribe el préstamo, así que, si luego no
cumplen su parte del trato, Rudi está en todo su derecho de tomar las medidas
necesarias para garantizar que ni él ni sus socios tengan que acabar poniendo el
dinero de su bolsillo. Es increíble lo mucho que les cuesta a algunos entenderlo.
Recuerdo que hace más o menos dos años, al poco de decidir venirse a vivir conmigo,
Rudi volvió una noche con un tajo en el cuello como un lápiz de largo. Un moroso,
me explicó. La sangre le manaba de la herida, espesa y pegajosa como pasta
dentífrica. Se negaba a ir al hospital, así que yo misma tuve que restañársela haciendo
jirones una de mis blusas de algodón. Los hospitales son para los menesterosos, dijo.
Qué valiente es.
Después de esa noche, Rudi se hizo con una pistola, y yo con un paquete de
vendas.

Nubes y los lejanos Alpes en el azul de la tarde, sorbetes y un edredón. Era la


hora de la siesta en el Jardín del Edén: la modorra murmullaba en el bosquecillo. Los
insectos tejían y destejían sus tramas aéreas. Eva se disponía a tomar una decisión.
—Pregúntale a tu deseo qué es lo que quiere —dijo sibilante la serpiente.
—Es un paso importante. Exilio, menstruación, fatigas, parto. Tengo una última
pregunta.
—Dispara —dijo la serpiente.
—¿Por qué odias a Dios?
La serpiente sonrió y, trazando unas espirales en el aire, descendió hasta el regazo
de Eva.
—Sé buena y acaríciame la garganta, querida. Sssí, esa es una pregunta
inteligente…
A Eva le encantaban las escamas doradas de la serpiente, con sus pintas de rubí y
esmeralda.
—Entonces dame una respuesta inteligente.
—En la carne de esa fruta que tienes en la mano, Eva, esa fruta suculenta, jugosa
y tierna como una nalga, vas a descubrir todo el conocimiento que ansias. ¿Que por
qué odio a Dios? Zoroastro, las herejías maniqueas, los arquetipos junguianos, la
pirámide de Cuentinski, las partículas virtuales, de dónde vienen las cábalas de la
Sibila, la inmortalidad… ¿Por qué pasa lo que pasa? Lo único que tienes que hacer —

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dijo la serpiente, con dos remolinos en los ojos como los caleidoscopios de
Nostradamus— es colocar tus suaves labiosss alrededor de esa jugosa… joya, darle
un buen mordisco ¡y verás lo que pasa!
Eva cerró los ojos y abrió la boca.

Una comitiva diplomática acaba de honrar con su presencia la sala Delacroix. Los
embajadores son idiotas que solo saben hacer una cosa: rendirse pleitesía unos a otros
en los actos oficiales. Lo sé bien. He visto a muchos en acción, en la época en que
frecuentaba los círculos del poder. Estaban el jefe de seguridad, un agregado cultural,
el director del Palacio de Invierno, el conservador jefe Rogorshev —que hacía como
que no me veía—, un intérprete políglota y ocho embajadores. Sé de qué países eran
porque yo misma hice las invitaciones. Al francés lo he reconocido de inmediato
porque no paraba de interrumpir al intérprete para llamar la atención de los demás
sobre otros objetos. El alemán no hacía más que mirar la hora. Al italiano lo he
pillado mirándome el escote. El inglés no paraba de asentir educadamente con la
cabeza en dirección a los cuadros y de decir «exquisito». El americano estaba
grabando la visita con una cámara de vídeo como si fuese el dueño del museo y el
australiano le daba furtivos lingotazos a la petaca. Solo me quedan el belga y el
holandés, pero no he podido distinguir al uno del otro, aunque, bueno, ¿a quién le
importan esos dos? Un guardaespaldas por cabeza. Sabe Dios a quién se le ocurrió
que estos microbios necesitaban guardaespaldas. En mi época también conocí a unos
cuantos, por cierto. Mucho más divertidos que los embajadores.
El aire acondicionado pega una sacudida. Suena como si tuviese el estómago
revuelto.

Tatiana me empujó hacia delante pero el ganso Thewlicker que tenía entre las
piernas volaba más rápido que el mío y desapareció dando graznidos por una salida
de incendios, con un agarrador cubierto de hollín colgándole de una pata. Catalina la
Grande pasó en una barcaza real. La emperatriz estaba en avanzado proceso de
descomposición, toda agujereada y manchada de barro, pero yo tenía una botella de
aceite de oliva extra virgen y le eché un poco en los orificios. Rayos de luz irradiaron
de su piel. Se incorporó plenamente restablecida.
—Señora dije, haciendo una reverencia.
—Ah, Margarita, ¿cómo estamos esta noche? El conde de Arcángel nos pidió que
le transmitiésemos sus felicitaciones y su agradecimiento. Tenemos entendido que la
otra noche le proporcionó usted cierta asistencia.
—Fue un placer, Majestad.
—Solo una cosita más, señorita Latunski.
—¿Majestad?
—Sabemos que está llevándose nuestros cuadros en nuestras propias narices.
Estamos dispuestos a disculpar las fechorías que ha cometido hasta la fecha. Las dos

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somos tal para cual, señorita Latunski. Admiramos su estilo. Bien sabe Dios que en
este mundo una mujer tiene que saber aprovecharse de las oportunidades cuando se le
presentan, pero se lo advertimos: en palacio están tramándose oscuras
maquinaciones. Fía llegado el momento de ahuecar el ala. Si roba otro cuadro, habrá
de pagarlo con una angustia y un dolor inimaginables.
Me desperté sobresaltada y me encontré a un mirón comiéndome con los ojos.
—¿Tú qué miras, mariconazo?
El tipo se escabulló, volviéndose un par de veces para mirarme.
No entiendo por qué tengo esta modorra hoy. Debe de ser el tiempo, esta tormenta
que se niega a estallar. Es como estar encerrada en el armario de la limpieza.

Rudi y yo siempre hemos mantenido una relación muy liberal. ¡No se dejen
engañar por las apariencias! Mi hombre es un diamante en bruto, y el amor que
sentimos el uno por el otro es profundo, intenso y verdadero. Los amantes que tuve
antes de Rudi eran hombres más viejos, que me cuidaban y protegían. No voy a negar
que Rudi me despierta un sentimiento maternal. Pero eso de que una mujer tenga que
ser la esclava de su hombre y ni siquiera pueda mirar a otro es una chorrada que,
gracias a Dios, desapareció con la generación hipócrita de mi madre. Si ella pensaba
así realmente, ¿de dónde salí yo? Tanto Rudi como yo salimos con otras personas: de
manera muy informal y sin que signifique nada. En un trabajo como el de Rudi, las
señoritas de compañía son fundamentales para una buena imagen. A mí no me
importa. No podría sacar adelante sus negocios si no tuviese buena imagen. No es
que yo ya esté demasiado vieja para ir con Rudi ni nada por el estilo, solo que ya me
conozco todo ese numerito, y, francamente, me aburre soberanamente. Rudi suele
presentarme a sus amigos de más alcurnia que, como se podrán imaginar, son siempre
muy ricos. Sabe que solía ser muy fiestera y no quiere verme amargada dentro de
casa. Los amigos de Rudi suelen venir en viaje de negocios y solo quieren un poco de
compañía femenina que les saque de paseo. Rudi es consciente de lo bien que se me
da tratar a los hombres y hacer que se sientan a gusto. Luego siempre se lo agradecen
a nivel crematístico, y a veces Rudi se empeña en recompensarme por el tiempo
invertido, aunque bien sabe Dios que el dinero no me interesa. No significa nada para
mí. Rudi sabe perfectamente que él es el centro de mi vida, igual que yo sé que soy el
centro de la suya.

La tarde se mantiene a la espera en el interior del despacho del conservador jefe


Rogorshev. Tengo las ventanas abiertas y el ventilador encendido, pero así y todo la
lencería, toda sudada, se me pega a la piel. La brasa de mi cigarrillo brilla en la
penumbra.
Nemya, mi gatita, debe de tener hambre, pero Rudi no habrá vuelto a casa
todavía, y el señor Suhbataar nunca coge el teléfono. Suhbataar. Qué tío tan raro. Casi
no lo he visto. Una vez recuperada de la impresión que me causó su súbita llegada

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hace una semana, la cosa marcha bastante bien. Es más sigiloso que Nemya. Muchas
veces creo que no está en casa y de repente me lo cruzo de camino a la cocina, y
otras, cuando creo que sí que está, llamó a la puerta de su cuarto y no hay nadie. Aún
no le he visto comer nada, ¡ni siquiera usar el baño! Aunque, eso sí, no para de beber
leche, un vaso detrás de otro. Cierra las puertas sin meter el menor ruido. Cuando le
pregunto por su familia o por Mongolia, en el momento no parece responder con
evasivas, pero luego, cuando me siento y pienso en lo que me ha contado, me doy
cuenta de que no me ha dicho absolutamente nada. Soy extremadamente perspicaz e
intuitiva, y además mi abuela tenía poderes mágicos, de manera que, por lo general,
logro calar a todo el mundo, pero es como si el señor Suhbataar fuese invisible. Es un
hombre guapo, de trazos levemente aguileños y semiorientales. Me pregunto cuál
será su tipo de mujer. ¿Asiática salvaje o europea refinada de encaje y lacitos?
Suponiendo, claro, que le gusten las mujeres, y que no sea otro Jerome. No. Es un
hombre de verdad. Me pregunto cómo será Mongolia. Tengo que preguntárselo antes
de que se vaya.
Suena el teléfono. Dejo que salte el nuevo contestador automático del
conservador jefe.
—¿Margarita? Soy el conejito Rogorshev. ¿Estás ahí? Cógelo… No te enfades
conmigo, que ya sabes cuánto me duele… —Ni me molesto. Otro cigarrillo—. Se me
había olvidado decírtelo. Es el cumpleaños de mi mujer. Le había prometido llevarla
con los niños al cine a ver no sé qué mamarrachada de dinosaurios… Lo siento,
bomboncito… ¿La semana que viene? ¿Estás ahí? ¿No? Bueno… Espero que oigas
este mensaje…
Muy bien. Así que me he maquillado en balde. Qué pérdida de tiempo. Y de
dinero. Los hombres no saben lo caro que sale un cosmético mínimamente aceptable.
Ojalá se declare un incendio en el cine y todos los rogorshevcitos se conviertan en
patatas fritas. Y entonces podré hacerlos trizas, como haré con su padre.

El jefe de seguridad leía la sección de deportes mientras le hincaba el diente a un


sándwich del tamaño de un ladrillo que goteaba mermelada roja. De fondo, el ruido
metálico de la radio.
—Buenas tardes, Madame Latunski —dijo con tono empalagoso—. ¿Qué tal día
ha tenido? ¿Tranquilo? —Se magreó la entrepierna para colocarse las pelotas—. ¿O
ha tenido mucho trabajo en el despacho de nuestro conservador jefe?
Gordo cabrón.
—¿Y sus embajadores? ¿Se lo han pasado bien?
—Oh, sí, ya lo creo. Yo diría que les hemos dado algo de que jactarse ante sus
amantes.
Se me quedó mirando más de la cuenta.
Me encendí un cigarrillo. Te van a enchironar, gordinflón. Disfruta de lo que te
queda, porque antes de final de mes estás entre rejas.

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—La semana que viene toca encerado de suelos. El director de la empresa de
limpieza acaba de llamar al despacho del conservador jefe Rogorshev para confirmar.
A la misma hora de siempre. Al parecer esta vez va a venir él en persona, solo para
asegurarse de que las enceradoras funcionan correctamente.
El jefe de seguridad dio media vuelta sobre su silla chirriante para mirar la pizarra
del despacho.
—Perfecto.

Llamo a mi propia puerta usando el estúpido código de Rudi, pero no hay nadie
en casa. Ni el señor Suhbataar, ni Rudi, ni siquiera a pequeña Nemya. Me doy una
ducha para quitarme la mugre del día y el maquillaje. La sombra de ojos de color
verde y el colorete de color salmón succionados por el desagüe. El baño está mucho
más limpio que de costumbre: el señor Suhbataar siempre limpia lo que ensucia.
Limpia hasta lo que yo ensucio. No me fío de los hombres que limpian lo que
ensucian. Jerome es otro de esos. Prefiero mil veces un cochino como Rudi. Me
obligo a comer un huevo duro y me siento junto a la ventana a mirar el canal. Un
barco de recreo resopla río arriba con un cargamento de turistas. Distingo a mi hijo y
a mi hija entre los pasajeros, riéndose de algo que no alcanzo a ver. Unos mocosos
rubios. Quiero salir a la calle pero no sé adónde ir. Por supuesto que tengo muchos
amigos por toda la ciudad. O podría coger el tren nocturno a Moscú y quedarme en
casa de cualquiera de mis colegas de los tiempos del teatro. Hace años que no voy a
Moscú. Siempre están insistiéndome para que vaya a verlos, pero ya se lo he dicho:
es un problema de falta de tiempo. Ya los invitaré a Suiza cuando esté instalada, por
supuesto. Pueden quedarse en el chalet de invitados que voy a construir. ¡Se van a
morir de envidia! He decidido que voy a vivir cerca de una cascada para poder beber
agua fresca de los glaciares todos los días. El agua de San Petersburgo contiene tantos
metales que es casi magnética. Y voy a criar gallinas. ¿Por qué lloro?
¿Qué me pasa esta noche? Igual es que necesito un hombre. Podría ponerme mis
medias rojas de rejilla sin carreras y el vestido de terciopelo negro que Rudi me
compró la semana pasada como regalo de cumpleaños extra… y ligarme a cualquier
chaval con moto y chupa de cuero y espesa mata de pelo negro y mandíbula
pronunciada, solo para divertirme. Hace mucho que no lo hago. A Rudi no iba a
importarle, sobre todo si no se enterase. Como ya he dicho antes, tenemos una
relación muy moderna de toma y daca.
Pero no. Yo solo deseo a Rudi. Adoro sus hombros, sus manos, su olor, su
cinturón. Quiero sentir sus arremetidas, aunque duelan un poco. Miro las azoteas, los
chapiteles, las cúpulas, las chimeneas de las fábricas… Rudi está por ahí, en algún
lugar, pensando en mí.
Se aproxima un frente tormentoso procedente de Laponia. Miro hacia el punto en
que la noche se funde con la tormenta, y veo el lengüetazo de un relámpago. Dónde
se habrá metido mi gatita.

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*

Me quedé quieta, en mitad de un estanque de luz lunar. Las escaleras


serpenteaban hasta mi piso. Era más, mucho más, de medianoche. No era ni de noche,
ni de día. Los murciélagos revoloteaban aquí y allí, como motas en el cielo de una
película antigua. El patio estaba impregnado de una atmósfera amenazadora. El
ascensor, como siempre, estaba fuera de servicio, aunque cuando traté de abrir la
puerta, me dio un calambrazo tremendo. No sabía que de noche te pudieran dar
calambres. Por quincuagésima vez desde que Rudi se marchó con el delacroix
guardado en la parte de atrás de la furgoneta de la limpieza, me repetí que todo iba
bien. Iba a dar comienzo mi nueva vida. Por quincuagésima vez tuve la sensación de
que pasaba algo raro. La misma sensación que había tenido toda la semana. ¿Había
alguien intentando decirme algo? Me encendí otro cigarrillo. No se movía ni una
hoja. ¿Lo ves? Todo estaba en orden, y para demostrarlo no me apresuré en subir a
casa, sino que me quedé un rato abajo fumándome un último cigarrillo.

El cambio del delacroix verdadero por el falso se había desarrollado sin


complicaciones. O casi.
A las ocho en punto de la tarde me había encontrado en la puerta de servicio con
Rudi y con tres abuelitas alquiladas para hacer de señoras de la limpieza. También
estaban presentes la guarra de la Petróvich, que todavía no se había quitado su
espantoso uniforme, y dos de sus compinches, para supervisar. Yo era la cuarta
empleada del Ermitage. En cuanto llegué dejaron de hablar. Así, de golpe, sin el
menor disimulo. Mientras les asignaba los pasillos a las mujeres y les repartía los
planos de las plantas, me dio la impresión de que la guarra de la Petróvich estaba a
punto de romper su voto de silencio y decir algo, pero en el último momento se
mordió la lengua. Sabia decisión. El jefe de seguridad estaba jugando a las cartas en
la garita con su cuñado, uno con cara de murciélago. Saludó a Rudi con un leve
movimiento de cabeza y nos hizo una señal para que entrásemos. Rudi y las abuelitas
empujaron las aparatosas enceradoras en diferentes direcciones, cada uno escoltado
por una vigilante. Yo fui con Rudi.
No intercambiamos una sola palabra. Rudi y yo formamos un gran equipo. Él
mismo lo dice siempre que está alegre, como en su fiesta de cumpleaños en los
salones del Hilton de San Petersburgo. Cuando no nos veía nadie, hizo tintinear
nuestras copas de champán, y me susurró:
—Nena, tú y yo formamos un gran equipo.
Los cambiazos que dimos en invierno tuvimos que hacerlos a la luz de las débiles
bombillas del Palacio de Invierno. Ahora, en verano, el brillante crepúsculo nos
permitía trabajar con las luces apagadas. Me quedé de guardia en el pasillo, junto a la
entrada de la sala Delacroix, mientras Rudi abría la cerradura del compartimento
construido ex profeso en la base de la enceradora. Extrajo la copia de Jerome y la

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apoyó en una mesa semicircular con incrustaciones de flores de loto y orquídeas de
ámbar y jade.
No se oía nada salvo el zumbido lejano de las otras enceradoras.
Rudi descolgó el delacroix auténtico y lo metió en el compartimento, que volvió a
cerrar con llave. Pensé en Eva y en la serpiente, huyendo juntas.
Oí unos pasos pesados que se acercaban.
—¡Rudi!
Las glándulas de la serpiente regurgitaron y el veneno le afluyó a los colmillos.
Rudi se puso tenso y me clavó los ojos.
Me sentí atrapada y excluida.
Me había equivocado. Alguien estaba martilleando en un doble techo. No era
nada.
El eco de ese zumbido.
Rudi se recompuso y me miró con el ceño fruncido. A continuación colgó la copia
de Jerome en el espacio en blanco.
Habría vendido el alma por un cigarrillo.
Acto seguido Rudi se puso a encerar los corredores de los retratos del siglo
diecisiete, empujando el manillar del ruidoso cacharro arriba y abajo por los pasillos,
hasta los cuadros cubistas de instrumentos despedazados. Así nos cortará el césped el
jardinero de nuestra casa en Suiza. Yo mientras tanto lo observaba con el aspecto
aburrido de una vigilante de museo. Hubiera querido echarle una mano, pero eso
habría levantado sospechas. Estaba ansiosa por que las horas pasasen deprisa para
poder salir de ese palacio horrendo y que el tesoro fuese nuestro de verdad. Sucumbí
a la tentación y me imaginé paseándome por los grandes almacenes más lujosos de
Zúrich rodeada por un séquito de dependientes que irían envolviendo en papel de
topos y con lazo dorado los artículos que yo les señalase.
Luego me imaginé que Rudi me mordisqueaba y me poseía salvajemente en la
sección de trufas.
Al llegar la medianoche, el nuevo cronómetro italiano de Rudi dio un pitido y él
mismo apagó la enceradora. Regresamos a la puerta de mercancías y en el camino
Rudi me sonrió.
—Pronto, nena, muy pronto —me dijo, sonriéndome con la misma sonrisa que
tendrá nuestro hijo.
Me mordí el labio y me imaginé la ropita que le pondría.
—Luego te dejo que me eches un polvo —le susurré.
En la garita, el jefe de seguridad dormía a pierna suelta, soltando unos ronquidos
submarinos. Dos de las limpiadoras de Rudi ya habían llegado; estaban quejándose
del tiempo, de lo que les dolían los huesos, de las enceradoras. Espero que Rudi me
mande al otro barrio antes de terminar como ellas. Nos quedamos mirando al jefe de
seguridad cosa de un minuto hasta que llegó la guarra de la Petróvich con la señora
que faltaba y lo despertó de un meneo.

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El jefe de seguridad pestañeó y se levantó con gran esfuerzo.
—¿Qué pasa?
—Que ya hemos terminado, agente —dijo Rudi.
—Entonces pueden irse.
—¿Y qué pasa con los cacheos? —Le recordó la guarra de la Petróvich—. Norma
15d: Todo el personal auxiliar, incluidos los vigilantes de sala, están obligados a
someterse a un registro en el momento de abandonar…
El jefe de seguridad se sonó los mocos con un Kleenex y lo lanzó a la papelera.
Falló el tiro.
—No hace falta que me cite las normas, que me sé muy bien el reglamento. Que
lo he escrito yo mismo, coño.
—Me niego a que me ponga la mano encima —dijo, reculando, la limpiadora más
vieja—. Y si usted le dice que adelante —le advirtió la mujer a Rudi—, cojo lo que
me debe y me largo.
La abuela número dos dio un paso al frente en solidaridad con su colega.
—Y yo tres cuartos de lo mismo. Me niego a que me traten como a una furcia en
comisaría.
—Son las normas —gruñó la guarra de la Petróvich y no hay más tu tía.
Por el amor de Dios, ni que las estuviesen pidiendo que se acostasen con un trol
verrugoso.
Rudi echó mano de sus encantos, el muy pillín.
—Señoras, señoras. La solución está clarísima. El jefe de segundad puede
cachearme a mí, y uno de los miembros femeninos de su personal, tal vez esta
empleada tan entusiasta —Rudi señaló a la guarra—, puede cachearlas a ustedes. Así
podremos irnos todos a casita y disfrutar de un merecido descanso después de
habernos ganado honradamente el pan con nuestro trabajo. Y Rudi siempre paga lo
que debe. ¿Estamos todos de acuerdo?
Una vez concluidos los cacheos, cargamos dos de las enceradoras en la furgoneta.
Las tres señoras de la limpieza y dos de las vigilantes ya se habían ido a casa. Rudi
estaba en el despacho del jefe de seguridad esperando a que le firmase y sellase el
recibo por triplicado. La guarra de la Petróvich no se iba ni a tiros: qué estaría
tramando. Echaron la última firma y Rudi dobló los papeles.
—¿Y cómo sabemos —le dijo la guarra de la Petróvich al jefe de seguridad— que
no se lleva un cuadro escondido en una de las enceradoras?
Virgen santa. Una espina envenenada penetró la carne, se dobló y se partió.
Pero Rudi simplemente dio un suspiro y se dirigió al jefe de seguridad.
—¿Quién es esta mujer? ¿Su nueva jefa?
—Soy una funcionaría del Estado —gruñó la guarra de la Petróvich— ¡a la que
pagan para proteger nuestro patrimonio cultural de los ladrones!
—Muy bien —dijo Rudi sin mirarla—. Primero, registren las salas. Segundo,
encuentren los cuadros que faltan y que mis ladrones de museos, famosos en todo el

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mundo y astutamente disfrazados de abuelitas cascarrabias, han hecho desaparecer
como por arte de magia en las propias narices de sus propias vigilantes mientras
pestañeaban. Tercero, desmonte una por una mis enceradoras encima de hojas de
periódico a la luz de la luna, tuerca por tuerca. Y luego me las vuelven a montar
todas, y más les vale que lo hagan a la perfección, o les pongo un pleito que se van a
enterar. Una idea genial. Qué suerte tienen de contar con una funcionaría pública tan
meticulosa dirigiendo el cotarro. Voy a incluir estas horas extras en la factura. Según
lo estipulado en el contrato que firmé con el conservador jefe Rogorshev, fichábamos
a las doce en punto. ¿Me disculpa si me siento, le cojo prestado el periódico y llamo a
mi mujer para avisarla de que no voy a llegar a casa hasta dentro de otras ocho horas?
Rudi se sentó y desdobló el periódico.
En los pocos segundos que siguieron, el corazón me latió desbocado.
—No será necesario —dijo el jefe de seguridad, lanzándole una mirada asesina a
la guarra de la Petróvich—. Ese tipo de decisiones son competencia del jefe de
seguridad, no de la jefa de vigilantes de sala. Rudi se levantó.
—Me alegro de que así sea.
Al salir empujó con el hombro a la guarra de la Petróvich, que se quedó
cociéndose en sus propios jugos gástricos: los únicos que ha conocido en toda su
vida. A través de la puerta de la garita del portero vi a Rudi arrastrar la tercera de las
enceradoras hacia la furgoneta, aparcada en el muelle de carga. Caí en que se había
dejado los papeles encima de la mesa para que yo se los cogiera y fuese detrás de él.
Somos profesionales. Ni que decir tiene que estaba esperándome en la furgoneta.
—Nena —dijo entre dientes—, voy primero a casa de Jerome, a dejar el cuadro.
Luego vuelvo. Antes tengo que ver a un par de hombres de Gregorski.
—¿A quién, a Suhbataar?
—No importa a quién. Nos vemos enseguida.
—Te amo.
¿Qué otra cosa podía haber dicho?
Me rozó los pechos con el dorso de los dedos y bajó de un salto para ir a por la
última de las enceradoras, la que tenía el delacroix escondido en los bajos, que seguía
en el muelle de carga. Qué poquito faltaba ya, qué poquito.
—Vaya, vaya, estarás contenta, Latunski.
La cabeza y los hombros de la foca de la Petróvich aparecieron en la puerta
trasera de la furgoneta.
¿Por qué se le ocurre dejar de ignorarme justo ahora?
—Anda, pero si habla y todo.
Se sacó un chicle, se lo metió en la boca y le hincó los dientes con ganas. Luego
se cruzó de brazos.
—¿En serio te crees que una don nadie como tú puede salirse con la suya?
—No sé de qué me hablas.
Sonrió con suficiencia sin dejar de mascar. Yo no sabía que hacer. ¿Cómo iba a

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saberlo?
—Corta el rollo, Latunski. Todos sabemos el jueguecito que te traes entre manos.
A sus espaldas, alejado del resplandor de la garita, Rudi se acercaba sigilosamente
con una llave inglesa en la mano y el índice en los labios. Mi mente anticipó la
escena y tuve una visión del acero abatiéndose como un relámpago sobre su cráneo, y
sentí… no sé lo que sentí… entretenía, entretenía… sentí miedo, una parte de mí
quería avisarla, pero la otra parte estaba confiada y ansiosa. No muevas un solo
músculo, zorra. Que ya llega el conejito.
—¿Y qué jueguecito es ese, si se puede saber?
Tiraríamos el cadáver en cualquier pantano cerca de Finlandia.
—¡Deja de actuar, que se te da fatal! ¡Hablo de tu plan para colarte en la alta
sociedad, naturalmente!
Esa mirada de Rudi. Mala coca. La Petróvich se cree que me ha pillado. Los
cuervos llegarán y le sacarán esos ojos redondos y brillantes. Los perros salvajes se
pelearán por la barriga, el culo y los muslos, y el más fuerte se llevará las tajadas más
suculentas. Tengo su vida en mis manos y ella ni lo sabe… Ya no quiero que se
escape, y tengo que aguantarme la risa. Sigue mascando, sigue, con esa cara grasienta
que tienes, que buena falta te hace ir al esteticista…
—¿Le has echado el ojo al puesto del conservador jefe, verdad? ¡Te acuestas con
él a cambio de su poltrona! Eres una puta, Latunski. Siempre lo has sido y siempre lo
serás.
Rudi bajó la llave inglesa, y yo me reí y le escupí a la foca en la cara. Eso bastó
para que nos dejase en paz.

Me terminé el cigarrillo. Se habían ido hasta los murciélagos. ¿Qué estaba


pasando?
Nada, eso es lo que pasaba. Miré la hora: las 2.24 de la madrugada. El cuadro ya
debía de estar bien guardado en casa de Jerome, Suhbataar estaría soltando el dinero
que le habían dado los compradores, y yo ya podía empezar a hacer las maletas para
Suiza. Después de todos esos años, ¡por fin me iba! En la época del telón de acero,
Suiza, en los sueños, estaba muy cerca, pero en la realidad estaba tan lejos como la
Ciudad Esmeralda. Ataqué el último tramo de escaleras. Era normal que me entrase el
canguelo: acababa de robar un cuadro de medio millón de dólares.
Llamé a mi propia puerta con el código de Rudi, solo para agradarle. Pero no
hubo respuesta. Bueno. Tampoco la esperaba. No tardará en llegar.
Una vez en el pasillo, encendí el interruptor de la luz, pero estaba fundida la
bombilla. Encendí el segundo interruptor del pasillo, pero la segunda bombilla
tampoco funcionaba. Qué raro. Quizá hayan saltado los plomos. Bueno, de todas
maneras esa noche no hacía falta luz eléctrica. Habían llegado las Noches Blancas y
hacia el oeste el cielo estaba iluminado por un permanente crepúsculo y por la Vía
Láctea. Entré en el salón, vi mi mesa de centro patas arriba y los nervios se me

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partieron como las cuerdas de un violín.
Me habían destrozado el salón.
Las estanterías estaban arrancadas de las paredes, la pantalla del televisor, hecha
añicos, los jarrones, tirados por el suelo. Habían sacado los cajones y desperdigado el
contenido por toda la habitación. Habían destrozado metódicamente todos los cuadros
uno por uno y habían tirado los pedazos al suelo. Mis ropas estaban todas revueltas y
hechas jirones. Y la alfombra estaba sembrada de fragmentos de cristal como dientes
de dinosaurio.
¿Quién querría hacerme algo así?
Toda esta destrucción, todo este silencio.
Dios mío, ¿y Rudi? ¿Estaría bien? ¿Se lo habrían llevado?
Un pedazo de sombra se retorcía espasmódico bajo el estropicio de la mesa del
comedor. Se me cerró la garganta, era incapaz de tragar. Forcé la vista para poder leer
en aquella oscuridad pululante. El pedazo de sombra era un charco de sangre
ennegrecida por el crepúsculo… Reconocí el más débil de los lloriqueos…

Oh Dios mío, oh Dios mío, Nemya no, mi pequeña Nemya querida. Me agaché y
miré debajo de la mesa. En lugar de una de las patas traseras tenía un amasijo de
raíces desgarradas. Creo que estaba demasiado cerca de la muerte como para sentir
dolor. Me miró a los ojos, tan serena como un Buda que desafía al sol con la mirada,
encaramado en una colina cualquiera. Se murió, y dejó que me precipitase sola a un
abismo sin fondo.
Una forma espantosa salida de los pantanos bajaba flotando por el Neva. Yacía de
espaldas y se dirigía lentamente hacia el puente Aleksandra Nevskogo, donde
aprovecharía uno de los pilones para trepar y, arrastrando sus dientes y sus muñones
por las calles, venir a buscarme.
¿Qué hago? ¿Qué es lo que tú haces siempre?
—¡Pregúntale a tu deseo! —ordena la serpiente.
Fui al dormitorio y marqué el número del móvil de Rudi, el de emergencia. El
silbido de la línea recordaba el batir de las olas, o acaso una cascada de monedas.
Gracias a Dios, escuché el tono.
—Rudi —dije bruscamente—, me han destrozado el piso…
Me contestó una voz de mujer. Una voz fría y metálica, tan petulante como la de
la guarra de la Petróvich.
—El número al que llama ha sido dado de baja.
—¡Dios mío! ¡Pues dalo de alta, zorra!
—El número al que llama ha sido dado de baja.
—El número al que llama ha sido dado de baja.
¿Qué?
Colgué. ¿Y ahora qué? Deseos. Yo quería Suiza, Rudi y nuestros hijos. Así que
me hacía falta el delacroix. Así de simple. Rudi estaría orgulloso de mí.

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—Nena —diría—, sabía que podía confiar en ti.
Llamé a Jerome.
—Hola, reina. Un chrabajo eshplendido —dijo con voz pastosa. Estaba borracho.
—Jerome, ¿has visto a Rudi?
—Por shupueshto, no hace ni veinte minutos que ha salido después de depositar
la última adquisición de nuestra familia. Caramba, ¿verdad que es una preciosidad?
Por cierto, te he hablado alguna vez de la aventura que tuvo Delacroix con la sobrina
de…
—¿Ya ha llegado Suhbataar?
—No, el Gran Khan ha llamado para decir que ya estaba llegando… ¿Sabías que
en el siglo trece los mongoles encerraban a sus prisioneros en receptáculos sellados
herméticamente y celebraban banquetes encima de las cabinas mientras oían los
gemidos de los asfixiados…?
—Cierra el pico, Jerome. Voy para allá. Tenemos que largarnos.
—Pero eso está previsto para mañana, reina. Y después de todo lo que he hecho,
creo que no me merezco que me manden callar como si fuese un…
—¡Mañana tiene que ser ya! Me han destrozado el piso. No consigo comunicarme
con Rudi. A mi… —A mi gata la han matado, y sentí que la forma se acercaba por el
río—. Algo ha salido mal. Todo ha salido mal. Voy a por el cuadro. Empaquétalo.
Colgué. ¿Qué era lo que yo quería?
Metí los dedos en la abertura de debajo del colchón y… ¡gracias, Dios mío! Le
quité la cinta adhesiva al revolver. Estaba cargado. Las pistolas pesan más de lo que
parecen, y están más frías. Me la metí en el bolso y salí. Volví a por el pasaporte y
salí otra vez.

Es verdad eso de que cuesta más encontrar un taxi cuando te hace falta; y cuando
es cuestión de vida o muerte, ya olvídate. Eché a andar. Traté de hundir todos los
malos pensamientos, pero volvían a la superficie una y otra vez. Me concentré en las
pequeñas cosas que me rodeaban. Recuerdo los adoquines de la calle Gorokhovaya.
Recuerdo la piel aterciopelada de la chica que besaba a su novio en las escaleras del
jinete de bronce. Recuerdo las corolas de las flores envueltas en celofán alrededor de
la catedral de San Isaac. Recuerdo las estelas de los aviones que despegaban del
aeropuerto de Pulkovo con destino a Hong Kong o Londres o Nueva York o Zúrich.
Recuerdo la camisa de seda malva de una mujer que se reía. Recuerdo el cuero
marrón de una cazadora de aviador. Recuerdo la silueta acurrucada de un indigente
durmiendo en un féretro de cartones. Pequeñas cosas. El mundo está hecho de
pequeñas cosas en las que normalmente no reparamos. Los músculos de la mandíbula
me estaban matando.

La puerta de Jerome estaba cerrada por dentro. La aporreé con tanta fuerza que
puse histérico a un perro en otra parte del edificio. Jerome la abrió de golpe y me

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metió de un tirón.
—¡Cállate! —me siseó.
Echó el cerrojo y volvió corriendo junto al cuadro que estaba embalando con
láminas de cartón, cinta adhesiva y cuerda. Ya tenía hecha una maleta, abierta encima
del sofá. Calcetines, calzoncillos, vodka matarratas, una tetera Wedgwood. Había una
botella de ginebra vacía tumbada sobre su mueble bar tamaño jukebox.
Yo estaba paralizada. ¿Qué debía hacer? ¿Qué es lo que quería?
—Voy a llevarme el cuadro.
Jerome dio una risotada. No se molestó en levantar la vista.
—¿Ah, sí?
—Sí. Me lo voy a llevar. Se trata de mi futuro y del de Rudi.
No creo ni que me oyese. Estaba inclinado sobre el paquete y me daba la espalda.
—Haz algo útil, reina, y pon el pulgar en este trozo de cuerda mientras hago el
nudo.
Ni me moví.
—¡Que me llevo el cuadro!
Cuando Jerome se dio la vuelta para volver a solicitar mi colaboración, se
encontró cara a cara con el cañón de mi pistola. Perdió la compostura por un instante,
pero la recuperó enseguida.
—Esto no es una película. No vas a usar eso contra mí. Y tú lo sabes. No sin que
tu macarra te diga lo que tienes que hacer. Ni siquiera serías capaz de dar en el
blanco. Ahora sé sensata y baja el arma.
Yo tenía una pistola y él no. Así que…
—Apártate de mi cuadro, Jerome. Enciérrate en tu estudio y no te haré daño.
Jerome me miró con dulzura.
—Reina, estás sufriendo un lapsus de realidad. Se trata de mi cuadro. La copia la
pinté yo, ¿te acuerdas? Si hemos llegado hasta aquí, ha sido gracias a mi talento. Tú
lo único que has hecho ha sido desnudarte, tumbarte y abrirte de piernas. Claro que
para ti eso es lo normal, habida cuenta de tu trayectoria.
—Nemya ha muerto.
—¿Quién es Nemya?
—¡Nemya! ¡Nemya, mi gatita!
—Siento muchísimo que se te haya muerto el gato. Prometo llorar como una
Magdalena cuando llegue el momento de presentarle mis últimos respetos, pero ahora
te agradecería que te guardases ese juguetito infernal y te fueses a hacer puñetas para
que yo pueda terminar de empaquetar mi cuadro. ¿Me has oído, reina? Mi cuadro. Y
coger el primer avión que me saque de esta mierda de país sórdido, hipócrita,
violento y glacial por el cual no hace mucho entregué mi maldito futuro…
—No sé lo que es un lapsus de realidad. Pero sé lo que es una pistola. El cuadro
es mío. Y otra cosa: no me llamo «reina», me llamo Margarita Latunski.
—Es evidente que mis palabras no han conseguido penetrar más allá del

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maquillaje y la peluca, furcia recauchutada…
Vino hacia mí con el brazo estirado y dispuesto a agarrarme.
—¡El cuadro es mío! —tronó la pistola. La cabeza de Jerome dio tal sacudida
hacia atrás que se le levantaron los pies del suelo. Un precioso chorretón de sangre
roja salpicó el techo. Lo oí: chof. Jerome seguía dando tumbos, como si hubiese
pisado una cáscara de plátano.
—Margarita Latunski —repetía en silencio, sin alzar la voz.
Jerome se desplomó con un golpe seco. Le faltaba la mitad de la cara. Matar es
una de esas sensaciones, como la de abortar o la de parir, imposibles de imaginar con
exactitud. Algo extraño. ¿Y ahora qué?

—La felicito, señorita Latunski —dijo Suhbataar, cerrando con suavidad la puerta
de la cocina al salir—. En todo el ojo. Otra cosa más que tenemos en común.
¿Suhbataar?
—¿Dónde está Rudi?
—Cerca.
Sonrió y vi oro oscuro. Hasta ese momento no le había visto los dientes.
—¿Dónde?
—En la cocina —dijo Suhbataar, señalando con el pulgar por encima de su
hombro.
¡Todo va a salir bien! Los ojos se me llenaron de lágrimas de alivio. ¡Mañana por
la noche estaremos en Suiza!
—Gracias a Dios, gracias a Dios, yo… no sabía… yo… Nemya está muerta…
Señor Suhbataar, espero que comprenda lo de Jerome…
—Lo comprendo, Margarita. Le ha hecho un favor a Rudi. Los ingleses no son de
fiar. Son un pueblo de homosexuales, vegetarianos y espías de pacotilla. Este de aquí
—dijo, girando la media cabeza de Jerome con la punta del zapato— tenía previsto
vendernos a usted, a mí, a Rudi y hasta al señor Gregorski.
¡Rudi estaba a salvo! Corrí a la cocina y abrí la puerta de un empujón. Rudi
estaba tirado sobre la mesa, todavía con el mono de la empresa de limpieza puesto.
¡Borracho en un momento así! Lo amo con toda mi alma, ¡pero no era momento de
darle al vodka!
—Rudi, cariño, despierta…
Le sacudí los hombros y la cabeza se le balanceó de un lado a otro, en un ángulo
imposible, igual que la de Jerome. Entonces le vi la cara. Mi grito desgarrado cesó
tan bruscamente como había estallado. Retumbó por toda la ciudad. Sí, durará un
buen rato. El ruido de mi cabeza no se apagará nunca, no hasta que la tierra me cierre
los oídos y me selle los ojos con un beso. Viscosas lombrices de sangre se escapaban
retorciéndose de los ojos y narices de mi amado. Blanco como la cera, blanco como
la cera.
Suhbataar habló desde el salón en tono pausado.

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—Van a tener que postergar su estancia en Suiza…
Una áspera costra de vómito cubría por completo la boca de Rudi.
—… a perpetuidad. Lo siento por su tocador, su chalet y sus niños.
Yo, este… Rudi, y la voz de Suhbataar. No existía nada más.
—¡Rudi!
Otra persona hablaba por mí.
La voz de Suhbataar me ignoró.
—Lamentablemente, Rudi también tenía previsto vendernos a todos. El señor
Gregorski no podía consentirlo. Tiene una reputación que mantener. Así que me
llamó para poner a prueba la sinceridad de todos ustedes. Los resultados dejan
bastante que desear.
—No. No.
—El señor Gregorski empezó a sospechar cuando su novio «extravió» un montón
de dinero que debía blanquear a través de un acreditado bufete de Hong Kong, ¡y la
única excusa que fue capaz de inventarse fue que su contacto se había muerto de un
ataque fulminante de diabetes! La mentira unida a la falta de imaginación trae
consecuencias fatales para los rateros de pacotilla.
Algo crujió bajo mi zapato. Fragmentos de jeringuilla.
El camino al infierno está alicatado. El motor de la nevera se paró de sopetón.
La lógica irrumpió a voz en grito. Tal vez aún quedase tiempo.
—¡Una ambulancia!
—Una ambulancia no le serviría de ninguna ayuda a Rudi, señorita Latunski. Está
muerto. Y no solo un poquito, sino mucho. Por lo que parece, ese falsificador
rencoroso y traicionero de Jerome le puso raticida en la heroína con la que pensaba
celebrar el golpe.
Sus dulces ojos. Rudi resbaló, se desplomó sobre la silla y cayó al suelo. Oí cómo
se le rompía la nariz. Volví corriendo al salón, me tropecé con algo y me caí de
rodillas. Traté de aferrarme al pasado clavando las uñas en los motivos de la
alfombra. Todo era tan horrible que no podía ni llorar. Sentí algo en los nudillos. La
pistola. Era la pistola.
Suhbataar estaba abrochándose su largo abrigo de cuero.
Jerome yacía boca arriba, empapado en su propia sangre, un poco más allá.
Y Rudi en la cocina, con la nariz rota.
¿Cómo había podido ocurrir todo aquello? Solo unas horas antes estábamos en
una furgoneta y yo había deseado tener a Rudi dentro de mí.
Me oí lloriquear, como Nemya debajo de la mesa.
—No se ponga así —dijo Suhbataar, metiéndose bajo el brazo el paquete con el
delacroix. ¿Por qué su voz nunca se alteraba? Siempre igual: seca, queda y ronca—.
Su banda tenía los días contados desde hace meses. Rudi y Jerome eran dos traidores.
El señor Gregorski no puede dejarla marchar. En los momentos finales de la partida
los sacrificados son los peones. Su amiga de la Interpol, la señora Makuch, y sus

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colegas del Capital Transfer Inspectorate están muy cerca de aquí.
—¿Qué?
—Un nombre inocuo para una brigada antimafia, ¿verdad? A propósito, les he
dado un chivatazo anónimo desde una cabina en las islas Kirovski. Llegarán en unos
pocos minutos. Tranquila. Hoy en día los exespías son un motivo de vergüenza, sobre
todo ante el FMI y las delegaciones comerciales, así que tampoco le va a caer la
perpetua por haber matado a Jerome. Los cuadros robados son insustituibles, pero
nadie va a creerse que fuese usted el cerebro de la operación. Quince años como
máximo; en diez está en la calle. El grupo de presión a favor de la reforma
penitenciaria está empezando a ganar terreno en Moscú. Lentamente.
Se dirigió hacia la puerta.
—¡Suelta eso! ¡El cuadro es mío! ¡Mío y de Rudi!
Suhbataar se dio media vuelta con un fingido aire de sorpresa.
—Me parece que Rudi va a dejar el negocio de las obras de arte robadas por una
temporada.
—¡Lo quiero!
—Con el máximo respeto, señorita Latunski, usted no pinta nada. Nunca ha
pintado nada.
¿Qué es lo que había dicho de Tatiana?
—¡Voy a contarle a la policía todo sobre Gregorski!
Suhbataar sacudió la cabeza con tristeza.
—Se ha convertido usted en una asesina, señorita Latunski. Sus huellas digitales
están en la pistola, el análisis balístico encaja… ¿Quién va a hacerle caso? Las únicas
personas que podrían corroborar sus denuncias yacen en este apartamento, ahogados
en sus propias vísceras.
Se me clavaba en los nudillos. Aún tenía la pistola.
—Si fuese necesario obligarla a mantener la boca cerrada, Gregorski sabrá dónde
encontrarla. Incluso en la división de la señora Makuch, el nivel de corrupción es
pasmoso. Mucho tiempo atrás, los mongoles hicieron de la corrupción su deporte
nacional, pero hay que reconocer que los rusos nos superan.
—¡Que sueltes el cuadro, que lo sueltes ya hijo de puta o te mato te mato te mato
te mato! ¡Déjalo en el suelo despacio, déjalo en el suelo ya! ¡Manos arriba! ¡Ya has
visto que sé usar este cacharro!
Apunté la pistola directamente al punto donde debería tener el corazón.
Un arma que los hombres emplean contra las mujeres es negarse a tomarlas en
serio.
—Mira a Jerome, chino de mierda, así vas a estar tú en diez segundos.
Suhbataar sonrió, como si fuese un chiste privado.
Muy bien. Estupendo. Será su máscara mortuoria. Da igual un asesinato que dos.
Apreté el gatillo.
El percutor golpeó una recámara vacía. Apreté otra vez el gatillo. Nada. Otra vez.

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Nada.
Suhbataar se sacó cinco balas doradas del bolsillo de la americana y las agitó en
la mano.
Me quedé sola mirando una puerta cerrada con llave.
No ha sucedido nada de todo esto. Nada de todo esto ha sucedido realmente.

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Londres

M I burlona resaca me dio unos segundos para formular un último deseo y


percatarme de que la cama en la que me encontraba, de quienquiera que
fuese, no era la de Poppy. ¡Wash! Acto seguido volvió a emprenderla con mis sienes
armada con un taladro. Debí de quejarme bastante alto porque la mujer que estaba a
mi lado se dio la vuelta y abrió los ojos.
—Buenos días —dijo, tirando de la sábana para taparse los pechos—. He perdido
un pendiente.
—Hola —dije, atisbando entre las cortinas del dolor y forzando la mueca menos
desagradable que sé hacer. Cualquiera sonreía con una cara así. Esperaba que la
situación no fuese a convertirse en uno de esos despertares del Teléfono de la
Esperanza en los que ella se pone a hablarte de su novio y de su hermano muerto y de
su perro Michael, al que atropellaron la semana pasada, y tú mientras preguntándote
cuánta gente hay en la cama. En fin. Seca, diría yo, más que neurótica. Un perfil
marcado. Treinta y muchos. No estaba mal, aunque tampoco nada del otro mundo. O
la piba había envejecido desde ayer por la noche, o me estaba volviendo cada vez
menos exigente. Pelirroja. De complexión bastante robusta. ¡Ya me acuerdo! Había
ido a la inauguración de una exposición en Curzon Street. Unos óleos de un pintor
amigo de Rohan, un tal Mudgeon, o Pichón, o Manchón, o algo así. Y me llega la
pelirroja esta y empezamos con la típica gilipollez de que la física cuántica equivale a
las religiones orientales. Luego un taxi a un bar de vinos de la avenida Shaftesbury,
después otro taxi —con eso ya debí de quedarme casi sin un pavo— a otro bar de
vinos en Upper Street. Y después aquí, vete tú a saber cómo llegamos. ¿Cómo se
llama? ¿Cathy? ¿Katrina? Era un nombre de niña de colegio de monjas. Siempre que
me acuesto con una mujer tengo problemas para acordarme de su nombre.
Encontró el pendiente y se dio cuenta de como la estaba mirando.
Se aclaró la voz.
—Katy Forbes. La jefa de personal. Estás en mi piso de Islington. Encantada de
conocerte. De nuevo.
—Hola. Soy…
Algo me estaba apretando la tráquea. Logré zafarme y encontré mis calzoncillos
del Pájaro Loco.
—Marco. Ya lo sé. El «escritor». Hasta el intercambio de nombres sí que
llegamos.
Así que había jugado la carta de escritor. Valiosa información. Miré alrededor. Un
dormitorio de soltera. Cortinas de encaje. Árboles meciéndose a comienzos del otoño.
Una lámina enmarcada de un cuadro al óleo con la palabra «Delacroix» escrita debajo
en grandes letras. El original debía de ser bonito. En el suelo, de mi lado, un nidito de
condones y pañuelos de papel y una botella de vino tinto casi vacía, pero con 1982 en
la etiqueta. ¿Por qué las mejores cosas siempre me ocurren cuando estoy demasiado

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mamado para recordarlas?
Una mañana de domingo en Islington. Saltó una alarma de coche por allí cerca.
—Bueno. Esto es verdaderamente…
La chica se quedó mirando unos instantes los puntos suspensivos de mi frase.
—Voy a levantarme a tomar una ducha. —La voz tenía un deje caballuno. Debía
de verme como un diamante en bruto, el viejo complejo de Lady Chatterley—. Si por
dentro estás tan horriblemente mal como por fuera, en el botiquín del mueble bar hay
un remedio efervescente contra la resaca. Si tienes que vomitar, intenta que caiga
todo en la taza. Hazte un café. Si no sabes cómo funciona la cafetera, usa instantáneo.
Pero, por favor, no me robes el candelabro falso, que me costó una pasta. Y si sabes
cocinar, me gustaría comer unos huevos revueltos con tostadas.
—No temas —dije—, para ser un polvo de una noche, ¡soy digno de toda
confianza! —Aquello no fue muy gracioso que digamos, pero seguí cagándola de
todas formas—. Nada de cuchillos de cocina a través de las cortinas de la ducha, te lo
garantizo.
La cara que puso doblaría cualquier cuchillo de cocina. Cogió el albornoz y se
metió en el baño. Cuando abrió el grifo de la ducha las cañerías trepidaron
violentamente.

Me vestí deseando haber tenido ropa limpia. La camisa tenía una quemadura que
olía a costo, entre una mancha de carmín y otra que preferí ignorar. Tenía la vejiga
como una colchoneta hinchable. Salí a tientas del dormitorio, encontré el aseo y eché
una meada cósmica. En serio, me tiré cincuenta y cinco segundos meando. En la
estantería, junto al cestito de flores secas perfumadas, había una foto de mi anfitriona,
Katy Forbes, con un tío joven de incipiente calva, en una barca bajo un sauce. Por un
momento me pregunté si no debería pirarme antes de que volviese el maridito, pero
luego recordé vagamente que Katy había dicho que estaba divorciada. Los dos
habíamos estado de acuerdo en que, puestos a perderlo todo y destrozarse la vida, era
preferible meterse en uno de esos planes de ahorro piramidales, que por lo menos
eran menos estresantes. Bueno, a lo que íbamos. Se imponía un desayuno tranquilo y
sin agresiones. Aunque era un poco raro, la verdad, pues normalmente las divorciadas
solo utilizan las fotografías de sus exmaridos para practicar el lanzamiento de dardos.
Tal vez sea su hermano. Me sacudí las últimas gotas, limpié las salpicaduras de la
taza con un gurruño de papel higiénico. Tiré de la cadena y mandé los
espermatozoides de la víspera al Mar del Norte. Tres segundos después se oyó un
aullido procedente de la ducha.
—¡No toques la puta cisterna hasta que salga de la ducha!
—¡Perdona!

Sé cocinar y la cocina de Katy estaba bien surtida. Las resacas nunca me quitan el
apetito. De hecho, me gusta enterrarlas vivas en comida. Puse un poco de aceite de

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oliva en una sartén grande, piqué ajo, champiñones y guindillas y lo espolvoreé todo
con albahaca. Le eché una cucharada de nata a los huevos y machaqué un par de
anchoas que estaban apestando la nevera. Encima de este Vesubio de colesterol añadí
una ligera nevada de queso Wensleydale rallado y coloqué unas cuantas aceitunas
rellenas alrededor del cráter. Había pan integral, así que tosté ligeramente unas
rebanadas. Mantequilla de verdad en una mantequera Wedgwood. Cogí unas hojas de
perejil de una maceta que había en el alféizar. De guarnición, tomates, apio picado,
uvas pasas y una cucharada de ensalada de patata. La cafetera era igual que la mía,
así que ningún problema. Sorbí un trago de poción mágica y noté que la resaca salía
despavorida.
—Caray —dijo Katy, que llegaba con el pelo envuelto en una toalla. Aquellos
pantalones de chándal grises y aquella rebeca abrochada hasta arriba no presagiaban
ningún pícaro achuchón postdesayuno—. Tú no eres escritor —dijo—, eres escultor
de comida.
—Nuestro objetivo —dije con sonsonete— es satisfacer a nuestros clientes.
Cogió el Sunday Telegraph del felpudo, se sentó con el periódico en la mano y se
lanzó al ataque. Fue directa a la sección Hogar del suplemento, que yo no leo jamás,
ni siquiera cuando tengo que mudarme de casa y hasta los valores de la bolsa de
Singapur podrían distraerme.
Me senté a la mesa. Era una habitación muy agradable. Se veía un jardincito
trasero algo descuidado y una acera elevada. Observé un desfile de piernas humanas,
piernas caninas y sillas de ruedas. En el aparador de pino había una colección de
compactos. Todo muy Lady Di: Elton John, Pavarotti, los Four Seasons. Una
alfombra china colgada en la pared. Sobre el mantel, todo un zoológico de tallas de
animales de aire tribal. Losas de terracota y lámparas japonesas. La típica habitación
de la sección Hogar del Sunday Telegraph.
—Da gusto esta ausencia de reproches a la mañana siguiente.
Lo dije como cumplido.
Ella miró por encima del periódico.
—¿Y por qué iba a haber reproches? Los dos somos adultos conscientes de
nuestros actos. —Se metió en la boca una porción de huevos revueltos—. Aunque eso
sí, borrachos como cubas.
Es verdad. —Mordí un trozo de guindilla y tuve que enjuagarme la boca con agua
—. ¿Te gustaría volver a ser una adulta borracha consciente de tus actos conmigo, tal
vez otro día?
Katy se lo pensó durante tres segundos.
—Creo que no, Marco. No.
—Bueno, no pasa nada.
Serví más café para los dos.
—Katy, espero que no sea una pregunta impertinente, pero he visto la foto en el
aseo y me preguntaba si no estaría invadiendo el territorio de otro.

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—El territorio es mío y de nadie más. Era mi marido. Nos sepa ramos, y luego él
se murió.
Me limité a reprimir una risita nerviosa de lo más intrigante.
—Oh… Lo siento muchísimo. No sé que decir.
—Era un gilipollas. Siempre tenía que decir la última palabra. Fue hace cuatro
meses, cuando el torneo de Wimbledon más o menos. Diabetes no diagnosticada. En
Hong Kong.
Dejé transcurrir un respetuoso silencio.
—¿Otra tostada?
—Gracias.
Llamaron al timbre y Katy se levantó a abrir.
—¿Quién es?
—¡Envío certificado para la señora Forbes! —gritó una voz de hombre.
—¡Señorita Forbes! —puntualizó Katy con un tono de voz tipo «es-la-
enésimavezqueselorepito». Miró por la mirilla y abrió los cerrojos—. ¡Es señorita!
¡Señorita!
Un chaval con un mono azul, el pelo reluciente y orejas de chimpancé entró en el
recibidor cargando a duras penas un cajón de embalaje. Me miro con una cara en plan
«cómo te lo montas, tronco».
—Firme aquí, por favor, señorita Forbes.
Katy firmó y el chico se fue.
Nos quedamos mirando el cajón un instante.
—Vaya regalo más grande —comenté—. ¿Falta poco para tu cumpleaños?
—No es un regalo —dijo ella—. Ya era mío. ¿Puedes echarme una mano? En el
armarito debajo del fregadero hay un martillo y un cortafríos, dentro de una caja con
fusibles…
Abrimos la tapa y las cuatro paredes cayeron de golpe.
Una silla Reina Ana.
Los pensamientos de Katy se alejaron por unos momentos.
—Marco —dijo—, gracias por el desayuno. Has sido muy… Pero ahora voy a
pedirte que te vayas. —Le temblaba la voz. No eres mal tío.
—Está bien —dije—. ¿Me dejas darme una duchita rápida?
—Preferiría que te fueses ya.

La avenida estaba salpicada de otoño, el mismo otoño que velaba el aire. No


habían dado las diez de la mañana y hacía frío, lucía el sol y estaba nublado, todo al
mismo tiempo. Iba a pasarme por casa de Alfred después de comer, por el despacho
de Tim Cavendish a media tarde, y trataría de llegar a la mía antes del anochecer para
que me diese tiempo a encontrarme con Gibreel. No merecía la pena volver corriendo
a casa ahora. Iba a tener que aguantarme y oler a sexo todo el día.
Katy no era la tía más equilibrada del mundo, pero por lo menos no estaba tan

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colgada como aquella vampiresa de Camden Town que me ató a la cama con un
cinturón de cuero y después se filmó a sí misma colocándome una tarántula en el
pecho.
—Deja de chillar —me chilló—, que a Baggins le han extirpado las glándulas…
No eran precisamente las glándulas de Baggins las que más me preocupaban. La
inteligencia de Katy debió de impresionarme lo bastante como para presentarme
como escritor antes que como batería. No es excusa. Mi Yo De La Mañana Siguiente
no estaba muy satisfecho con mi Yo De La Noche Anterior, la verdad. Paso por
varios Yoes al cabo del día, a cada cual más egoísta con su tiempo. El Yo Que
Remolonea En La Cama y el Yo Que Se Eterniza En La Ducha Calentita son
particularmente egoístas. El Yo Que Llega Tarde los odia a los dos.
En realidad soy batería. Mi grupo se llama La Música del Azar. El nombre lo
saqué de una novela del tío ese de Nueva York. Al grupo lo definiría como una
«cooperativa musical abierta»: somos unos diez miembros y cada uno llega y toca lo
que puede. Además, la mayoría somos bastante flexibles. Por lo general tocamos
nuestros propios temas, aunque cuando ando mal de pasta tocamos cualquier cosa con
tal de atraer público. La compañía de discos más importante del sur de Bélgica nos ha
ofrecido un contrato de grabación, pero hemos pensado que deberíamos aguantar
hasta conseguir algo más grande, tipo EMI o Geffen. La Música del Azar también es
bastante conocida en Eslovaquia. El verano pasado hicimos unos cuantos bolos por
allí que salieron muy bien.
En realidad también soy un escritor. Un negro literario. El primer trabajo que me
publicaron fue la autobiografía de un jugador de criquet llamado Dennis Mackeson
que jugó unas cuantas veces en la selección inglesa a mediados de los ochenta,
cuando llovía mucho. El Tornado de Twistlethwaite fue ensalzado por el crítico del
Yorkshire Post: «¡Nunca me habría imaginado, ni en un millón de años, que el señor
Mackeson pudiera ser tan bueno con el plumín como con la bola! ¡Carámbanos!».
Aprovechando el tirón de ese primer libro, ahora estoy escribiendo la biografía de
Alfred, un vejete que vive en los alrededores de Hampstead Heath con su novio Roy,
más joven que él, aunque tampoco tanto. Voy allí, él rememora los viejos tiempos, lo
grabo, tomo notas y a la semana siguiente lo transcribo en forma de narración. Roy,
que es el hijo de un magnate del acero canadiense, me paga un adelanto semanal que
me viene muy bien para pagar el alquiler y las cuentas en los bares de vinos.

Es fácil perderse en estas calles del noreste de Londres. Hasta yo mismo estaba
medio perdido. Se van curvando sobre sí mismas formando travesías, callejuelas y
callejones sin salida. Hace unos meses me pasé una noche entera beneficiándome a la
campeona galesa de kickboxing femenino en una caravana por la parte de
Hammersmith. La chica decía que Londres le parecía un inmenso laberinto de
madrigueras de ratas gigantes. Yo le dije sí, vale, pero qué pasa si a las ratas les gusta
estar en su laberinto.

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Las hojas cubren las grietas de las aceras. Cuando era pequeño me pasaba horas y
horas dándoles patadas a las hojas caídas, tratando de no pisar las cacas de perro y las
rayas del suelo. Era supersticioso, pero ya no lo soy. Era cristiano, pero ya tampoco lo
soy. Luego fui marxista. Me ponía a esperar con el líder de mi cuadro en la boca de
metro de Queensway para preguntarle a la gente qué pensaba de la situación en
Bosnia. Ni que decir tiene que la mayoría pasaban de largo. «Prefiere no comentar
nada, ¿verdad, caballero?». Me da vergüenza ajena solo de pensarlo.
Últimamente no soy gran cosa, aparte de más viejo. Como mucho, budista a
tiempo parcial.

Me acordé de que tenía que preocuparme por la menstruación de Poppy. Se nos


había roto un condón… ¿cuándo había sido? Hacía diez días. Le debería venir la
regla a finales de la semana que viene. Añadámosle otra semana de margen, por el
estrés provocado por la espera… Eso hace dos semanas antes de que el pánico
empiece a llamar a la puerta, y tres antes de dejarle pasar. Bueno, tampoco es para
tanto. A India le encantaría tener un hermanito con el que poder jugar.
Y cuando dentro de veinte años un profesor de filosofía le pregunte «¿Por qué
existes?» podrá toquetearse el arete de la nariz y responder. «Sexo desenfrenado y
condón agujereado». Resulta extraño pensar que si hubiese cogido el siguiente
paquete de condones del expositor él no estaría sentado ahí. Mejor suprimir ese
condicional y pasar de todo.
Claro que también podría ser estéril. Eso sí que me iba a dar rabia. Cuánto dinero
derrochado innecesariamente en preservativos. Bueno, no, también había que
preocuparse del sida, supongo. Las canchas de Highbury. Ya casi me he escapado. Me
gusta el perfil de los edificios Victorianos y las palomas que vuelan por los túneles
que forman los árboles. Hay unos adolescentes fumando en los columpios. La última
vez que estuve aquí fue un 15 de noviembre, la Noche de Guy Fawkes, con Poppy e
India. Era la primera vez que India veía fuegos artificiales. Asistió al espectáculo con
un aplomo digno de la realeza, pero luego no habló de otra cosa durante días. Es una
niña muy enrollada, igual que la madre.
Falta poco para la Noche de Guy Fawkes[8]. Puedo verme el aliento. De niño
hacía que era una locomotora. ¿Qué niño no lo hace? Los ancianos pasean a sus
perros labradores por el césped embarrado. En las aceras, padres jóvenes enseñan a
sus hijos a montar en bici sin las ruedecillas de atrás. Algunos son más jóvenes que
yo. Seguro que esos BMW son de ellos. Yo siempre voy a pie. Esa de ahí es la
antigua casa de Tony Blair. Hay un cartero vaciando un buzón. Pasar por delante de
estos viejos hotelitos adosados es como echar un vistazo a una estantería llena de
libros. La leonera de un estudiante, el estudio de un diseñador gráfico, una familia
con la cocina pintada en colores primarios y dibujos escolares pegados con imanes a
la nevera. Un anticuario. Un sótano lleno de juguetes: un helicóptero que da vueltas y
vueltas y vueltas. El lujoso salón de un millonario marica, repleto de cuadros y

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artículos decorativos que se aclaran la voz y le gritan «¡Desvalije esta casa!» a todos
los que pasan con aire cansino en dirección a las oficinas de desempleo de Arsenal y
Finsbury Park. Oficinas de oscuros grupos de apoyo, sedes de organismos de control
y de sindicatos impotentes. Me cruzo con tres hombres de traje negro que giran por
Calabria Road, uno de ellos hablando por el móvil, otro con un portafolios. ¿Qué
pintan aquí un sábado? Deben de ser agentes inmobiliarios. ¿Cómo es posible que
hayan terminado llevando esa vida, y yo llevando esta? Si hubiese querido, yo
también podría haber sido abogado o contable o lo que haga falta ser para poder
permitirse una casa en Highbury. A mí me adoptó una familia de clase media de
Surrey y fui a un buen colegio. Encontré trabajo en una empresa de la City. Tenía
veintidós años y desayunaba Prozac. Tenía mi propio psiquiatra. Me estremezco solo
de pensar en la pasta que le pagué para que averiguase cuál era mi problema. Cuando
le dije que era hijo adoptivo ¡se le encendieron los ojos! Se había doctorado en niños
adoptivos. Pero al final fui yo el que descubrió la respuesta. Había dejado de saltar al
vacío. No me refiero a asumir riesgos: me refiero a saltar al vacío, a la capacidad de
soltar amarras y lanzarse en picado a algo completamente nuevo.
Ahora vivo así, perdiendo la batalla contra un ejército de fechas de vencimiento
—sobre todo financieras—, pero por lo menos son los vencimientos que yo mismo he
elegido, que están ahí porque he vuelto a lanzarme en picado hacia algo nuevo. No
siempre resulta fácil vivir así. En mi carrera de tres pies, la independencia y la
inseguridad siempre cojean a la par. Jim —mi padre adoptivo— dice que fue decisión
mía, y que ahora no puedo esperar que me compadezcan. Y tiene razón. Pero ¿por
qué tomé esa decisión? Eso es lo que yo me pregunto. La respuesta es porque yo soy
yo. Pero eso lleva acarreada otra pregunta: ¿Y por qué yo soy yo?
Por casualidad, simplemente por eso. Por el cóctel de genes y educación que ese
barman ciego llamado Azar me tenía preparado.
¿Por qué ese vendedor ambulante del Big Issue ofrece su revista al lado de una
tienda donde la gente se gasta doscientas cincuenta libras en un cabecero de época
con perillas de bronce y se felicitan por la ganga? Por casualidad. ¿Por qué ese tío es
conductor de autobús y aquella mujer una camarera agobiada en un Pizza Hut? Por
casualidad. La gente dice que elige, pero la cuestión viene a ser la misma: la gente
elige lo que elige también por casualidad. ¿Por qué aquella paloma grisácea se ha
quedado coja y la blanca y marrón no? Por casualidad. ¿Por qué esa modelo
escultural acabó anunciando esos vaqueros? Por casualidad. Es algo obvio, ¿no?
Aquella mujer bajita del anorak naranja que cruza la calle por delante del taxi,
mientras el taxista desnuda con la mirada a aquella otra mujer de piernas largas y
perrito de lanas, ¿por qué es ella la que está a punto de ser atropellada y no yo?
… ¡Hostias!
Ya es la segunda vez en esta mañana que no entiendo como He podido terminar
tumbado junto a una desconocida. Esta vez es aún más desagradable que la primera.
Algo me late en la pierna izquierda y me duele de verdad. Hubo un chirrido de

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frenos, y una manga desgarrada. Algo salió volando por los aires —debí de ser yo
mismo—, y recuerdo el ojo redondo del taxi. Esta mujer parecía mucho más
sorprendida que Katy Forbes. Tenía una hoja seca y un palito de piruleta pegados en
la cara.
—Caray —dijo. Irlandesa. De mediana edad. El palito se le despegó de la cara.
El taxista estaba de pie, a nuestro lado. Un cockney gordo, como Papá Noel pero
sin barba ni amor al prójimo. Oí el motor de su coche, que seguía encendido. El
hombre no sabía si enfurecerse o apiadarse.
—¡Hija de mi vida! ¿Pero por qué no miras por dónde vas?
—Es que… —Giró los ojos como una marioneta—. Es que no he mirado por
dónde iba.
—¿Algún hueso roto?
La pregunta era para los dos.
Mi pierna se seguía quejando a grito pelado, pero me di cuenta de que podía
ponerme de pie y mover los dedos de los pies. La mujer se incorporó sola.
—Lo he visto todo —dijo con acento pijo la mujer de piernas largas y perrito de
lanas—. El chico le hizo un placa je de rugby para apartarla de la trayectoria del taxi,
y cayeron rodando. Estoy convencida de que le ha salvado la vida.
No había nadie a quien contárselo salvo al taxista, que no la estaba escuchando.
—Se lo agradezco infinitamente —me dijo la mujer del anorak mientras se
levantaba y se sacudía el polvo, como si acabase de darle una taza de té. El ojo ya se
le estaba enrojeciendo.
—De nada —dije yo con el mismo tono—. Se le va a poner el ojo morado.
—Eso es lo de menos. ¿Está libre? —le preguntó la mujer del anorak al taxista.
—¿Seguro que estás bien, bonita? ¿No te has dado en la cabeza?
—No, no, estoy bien. Pero ¿podría llevarme en el taxi?
—Yo llevo en el taxi a cualquiera que me pague la carrera, bonita. Pero es que
estás…
—Ya sé que debo de estar monísima, pero usted también lo estaría si le hubiese…
Da igual. Estoy en mi sano juicio y tengo dinero. Al aeropuerto, por favor.
El taxista no se fiaba mucho, pero la mujer hablaba en serio.
—En fin, por lo menos, mientras estés dentro del taxi no se te ocurrirá suicidarte
tirándote delante de él. ¿Heathrow, Gatwick o London City?
—Gatwick, por favor.
El taxista se volvió hacia mí.
—¿Y tú estás bien, hijo?
Miré a mi alrededor en busca de alguien que me sugiriese una respuesta, pero no
había nadie.
—Digo yo.
El taxista volvió a mirar a la mujer.
—Entonces sube.

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Se metieron en el coche y se marcharon.
—Bueno, bueno —dijo la mujer de piernas largas—, ¡qué auténtico espanto!
Me levanté y me alejé del pequeño grupo de transeúntes que amenazaba con
congregarse. Qué extraño. Si esa silla no hubiese llegado cuando llegó y a Katy no le
hubiese dado un repente echándome de su casa, yo no habría estado en ese preciso
lugar a tiempo de impedir que la mujer muriese aplastada. Nunca le había salvado la
vida a nadie antes. Me resultó algo tan normal y corriente como coleccionar los
catálogos del Body Shop. Al principio parece interesante, pero termina defraudando
las expectativas. Pasé por una cabina y pensé en llamar a Poppy para contarle lo que
acaba de ocurrirme. Bah, paso. Se creería que me estaba tirando el folio. Además, yo
ya estaba pensando en otras cosas. Crucé por el paso de cebra que hay junto a la boca
de metro de Highbury & Islington, el de la glorieta, y estaba hurgándome el bolsillo
del abrigo en busca de un billete de cinco libras —que esperaba haber guardado allí
para una emergencia— cuando los mismos tres hombres de traje negro que había
visto antes me apartaron de la máquina de billetes de un empujón y me llevaron
detrás de un quiosco de periódicos. Todavía me duraba el tembleque del placaje de
rugby, así que tardé unos instantes en darme cuenta de lo que pasaba. La gente de
alrededor fingía no estar viendo nada. Puto Islington.
Me hizo hasta gracia.
—Si queréis atracarme y quitarme el dinero, os habéis equivocado de…
—¡QuierremosHablarDiLaMiujierchaval!
¿Me estarían atracando en kurdo?
—Perdón, ¿cómo dice?
Me clavó un índice de hierro en el esternón.
—De… La… Mujer.
Ah, era escocés. ¿Qué mujer? ¿Katy Forbes? ¿Eran sus novios?
—La mujer del impermeable naranja, nene —dijo el siguiente, arrastrando las
palabras. ¿Un tejano? Un tejano y un escocés: parecía el arranque de un chiste.
Aunque estos tíos no estaban para muchas risas. Tenían pinta de no haberse reído
desde la guardería. ¿Cobradores de morosos?—. La que acabas de salvar de ser
atropellada. Había testigos.
—Ah. Ella. Sí.
—Somos policías.
¿Llevaba encima algo ilegal? No… El escocés me mostró fugazmente su placa.
—¿Adónde dijo que iba?
—Bueno, la verdad…
—La señora de las piernas largas y el perrito dijo que la mujer se dirigía a un
aeropuerto. Lo que queremos que nos diga es a qué aeropuerto.
—A Heathrow.
Todavía no sé por qué mentí, pero una vez dicha la mentira, era demasiado
peligroso retractarse.

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—¿Estás seguro, chavalín?
—Oh, sí, segurísimo.
Me miraban como verdugos. El que no había dicho nada echó un escupitajo.
Luego se dieron media vuelta, se subieron a un Jaguar con cristales ahumados que los
estaba esperando detrás del puesto de flores y salieron zumbando con un chirrido de
neumáticos. La gente se me quedó mirando. Lógico. Yo también me habría quedado
mirándome.

Como bien saben los verdaderos habitantes de la ciudad de Londres, cada línea de
metro tiene su propia personalidad y estado de ánimo. Victoria Line, por ejemplo, es
alegre, simpática y digna de confianza. Jubilee Line es la hija que no para de dar
disgustos: se ramifica hacia la periferia, proyecta eternos planes de ampliación,
serpentea hacia Greenwich, vuelve a bajar por debajo del río y termina perdiéndose
en dirección este. District Line y Circle Line, bueno, hasta la Muerte preferiría pillar
un taxi. Abarrotadas de currantes en dirección a los transbordos de King’s Cross o
Paddington y de turistas que no se conocen los atajos a los museos, es tan horrible
como imagino que debe de ser Tokio. Una vez tuve un profesor que nos pidió que le
demostrásemos que el recorrido de la Circle Line era realmente circular. Nadie lo
consiguió. En su momento aquello me dejó impresionado. Hoy lo que me impresiona
es que el tío lograse que le pagasen un sueldo por venirnos con esas paridas.
Docklands Light Railway es el nuevo rico del vecindario, con sus flamantes
estaciones: Prince Regent, West India Quay, Gallions Reach, Royal Albert. Seguro
que la estentórea Piccadilly no aprobaría toda esta vanagloria artistoide, y Bakerloo,
su tía gemela, tampoco. Central Line es la prima talludita: práctica, directa, no se
anda por las ramificaciones ni da rodeos innecesarios. Eso por lo que respecta a las
líneas principales, excepto la Metropolitan, que es tan aburrida que ni merece la pena
mencionarla, si acaso comentar que es de un bonito color fucsia y que es la que coges
para visitar a los moribundos.
Luego están las líneas raras, como las piezas más raras de Shakespeare. Pericles,
Hammersmith & City, East Verona Line, Titus de Waterloo.
En el mapa del metro la North Line es de color negro. Es la más profunda.
Registra el mayor número de suicidios, es más probable que te atraquen en ella que
en cualquier otra, y sus estudiantes de bellas artes tienen más probabilidades de
convertirse en las chicas Bond del futuro. La North Line tiene un no sé qué fatídico.
Los nombres de las estaciones: Morden, Brent Cross, Goodge Street, Archway,
Elephant & Castle, la resucitada Mornington Crescent. Estuvo cerrada durante años:
recuerdo que cuando el tren la atravesaba me imaginaba que estaba dentro de una
sonda submarina escudriñando el interior del Titanic. Sí, la North Line es la psicópata
de la familia. Esas estaciones de paredes desnudas al sur del Támesis que no con

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siguen atraer publicidad ninguna. En la estación de Kennington no se anunciaría ni un
fabricante de ascensores. Nunca he estado en Kennington pero seguro que solo hay
bloques de pisos de los años cincuenta venidos a menos, bingos abandonados y una
tienda de coches de segunda mano con banderines de plástico raidos ondeando al
viento. El típico lugar donde se filman esas películas que más vale olvidar
protagonizadas por estrellas de rock inglesas en el papel de antihéroes proletarios. No
me pillan ahí ni loco, salvo que mis tarjetas de crédito decidan lo contrario.
Londres es un lenguaje. Como todos los lugares, supongo.

En el triquitraque de los vagones capto un buen ritmo. Con un riff de blues por
encima… o tal vez algo iraní… Me lo apunto en el dorso de la mano. Un tufo a
marismas y prados… Ah, sí, el perfume de Katy Forbes.
¡Mírala! Mira esa chica. Febril. Alerta. Vestida de terciopelo negro, pero sin un
gramo de vulgaridad. Inteligente y despierta, ¿qué libro está leyendo? Y la piel… ese
negro perfecto del África Occidental, tan negro que tiene matices azulados. Esos
labios, espléndidos y orgullosos. ¿Qué está leyendo? Anda, muévelo un poquito hacia
aquí, cariño… ¡Nabokov! Lo sabía. ¡Tiene cerebro! Pero si no respeto las reglas y le
hablo, incluso si no respeto la regla de sentarme a mitad de camino y me siento un
poco más cerca de lo necesario, se sentirá amenazada y activará todas sus defensas.
Si nos hubiésemos conocido por casualidad en una fiesta, no se me presentaría
ninguno de estos problemas. La misma chica, el mismo yo. Pero el azar ha querido
que nos encontrásemos aquí, donde no podemos conocernos.
Con todo, es una bonita mañana, aquí, en la superficie del mundo. Le he salvado
la vida a una persona hace cuarenta minutos. El universo me debe una. Me levanto y
voy hacia la chica antes de volvérmelo a pensar.
Ya iba a decir «Disculpa» cuando de repente se abre la puerta del vagón y entra
un mendigo. Sus ojos han visto cosas que ojalá los míos nunca vean. En lugar de
media ceja tiene un tajo enorme. Hay mucho farsante por ahí, pero este no lo es. Pero
aun así. Hay miles de indigentes verdaderos, y como tengas que darle un poco a
todos, al final terminas en la calle tú también. Cuando eres un Marco, el último
recurso contra la indigencia es el egoísmo.
—Perdonen —su voz delata una fatiga tan profunda que no puede ser fingida—,
siento mucho molestarlos, ya sé que es muy violento para todos nosotros, pero es que
no tengo donde dormir esta noche, y hace un frío que pela. Hay una cama en el
albergue de Summerford, pero tengo que juntar doce libras y media antes de que
anochezca para que me dejen entrar. Si pueden ayudarme, háganlo, por favor. Sé que
todos ustedes tienen otras cosas en que pensar, y de veras que lamento molestarlos.
Pero es que no sé qué otra cosa decirle a la gente…
La gente mira al suelo. Mirar a un indigente ya supone firmar un contrato con él.
Hubo una época en que me planteé entrar en la organización filantrópica de los
Samaritanos. El supervisor se había pasado tres años viviendo en la calle. Recuerdo

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que decía que lo peor era ser invisible a los ojos de los demás. Eso, y la imposibilidad
de ir a algún lugar al que nadie más pudiese entrar. Imagínate no poseer nada con
cerrojo, excepto un retrete en los servicios de la estación de King’s Cross, con un
yonqui a un lado y un chulo al otro.
A la mierda. Ya me dará Roy algo de dinero después.
Le doy el par de libras con las que pensaba tomarme un cappuccino. A fin de
cuentas, el café es perjudicial para la salud, y además, todavía me dura el colocón del
que me he tomado en casa de Katy.
—Muchas gracias —dice. Asiento con la cabeza y nuestras miradas se cruzan por
un instante. El hombre está de mal humor. Entra arrastrando los pies en el siguiente
vagón—. Discúlpenme, siento mucho molestarlos…
La chica vestida de terciopelo negro se baja en la siguiente estación. Ya nunca
podré saborear junto ella las ostras que me resbalan por la lengua.
Por cierto, que no aguanté trabajar con los Samaritanos. Por las noches no lograba
conciliar el sueño pensando en cómo terminarían las historias que habían empezado a
contarme. Tal vez por eso sea un negro literario. Porque los finales no tienen nada
que ver conmigo.

En la North Line hay un lugar aceptable: Hampstead, adonde me dirijo ahora. El


ascensor te sube hasta el nivel de la calle en menos de un minuto. No quieran subir
por la escalera de caracol para ganar tiempo. Háganme caso. Sales más rápido
excavándote una galería vertical.
El silencio obligatorio de los ascensores. Podría ser el título de una canción de La
Música del Azar.
Te da la oportunidad de pensar en algo. Hasta Gibreel cierra el pico en los
ascensores.
Poppy me dijo una vez que los mujeriegos son víctimas.
—¿Víctimas de qué?
—De su incapacidad de comunicarse con las mujeres de otro modo.
Añadió que los mujeriegos o bien nunca conocieron a su madre o no se llevaban
bien con ella.
Aquello me molestó de un modo extraño.
—¿Entonces los mujeriegos quieren que todas las mujeres que se llevan a la cama
sean un sustituto de su madre?
—No —dijo Poppy, razonando cuando debería estar defendiéndose—. No sé muy
bien qué es lo que buscáis en nosotras. Solo sé que tiene que ver con la necesidad de
sentiros aceptados.

Las puertas del ascensor se abren y de pronto te encuentras en una calle


residencial donde hasta el McDonald’s ha tenido que atenuar el rojo y el amarillo en
favor del negro y el dorado para no desentonar con las librerías. Los ricos de toda la

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vida viven en Hampstead. Lo que queda de la riqueza del Imperio. Llevan a los nietos
al Museo Británico por su cumpleaños y envenenan a sus respectivas esposas con la
mayor elegancia. Cuando trabajaba de repartidor en un vivero tuve una amante en
este barrio, una mujer llamada Samantha, o Anthea, o Panthea. Vivía enfrente de su
madre y no solo le gustaba su poni más que yo, que eso puedo entenderlo, sino que le
gustaba más reparar sillas de mimbre que yo. Santo cielo, Marco, ya ha llovido desde
entonces.
El cielo se estaba encapotando. Nubes del color blanco pardusco de la porcelana
desenterrada. Di un suspiro involuntario: el mundo entero estaba a punto de llorar.
Anoche tenía un pequeño paraguas muy sexy, pero me lo había dejado en casa de
Katy, o en la galería, o vete tú a saber dónde. Bueno, no pasa nada, también yo me lo
había encontrado en la calle, tirado por ahí. Se estaba levantando viento y las hojas
volaban sobre las chimeneas como colada en fuga. Todas estas calles de estilo
eduardiano por las que seguramente nunca pasearía.
Cuando llegué a casa de Alfred, las primeras gotas de lluvia ya picoteaban el
asfalto y perfumaban los jardines.

La casa de Alfred es una de esas con forma de sujetalibros, alta y con una torre en
la esquina donde uno se imagina que se celebran las veladas literarias. Así era, de
hecho. Por aquí pasaron el joven Derek Jarman, y Francis Bacon, y Joe Orton antes
de tener éxito, además de un reguero de filósofos menores y literatos en su día
famosos. Los visitantes de la casa de Alfred son como los grupos de rock que tocan
en las universidades: son todos o futuras estrellas o estrellas pasadas. Los que fueron
algo y los que podrían serlo. Aquí fue donde, en los años sesenta, Alfred intentó dar
comienzo a un movimiento humanista. Su idealismo lo condenó al fracaso. Los
obispos de la Campaña por el Desarme Nuclear y aquel otro tío, Colin Wilson[9],
todavía se dejan caer de vez en cuando. ¿Les suena de algo ese nombre? ¿A que no?
Pues a eso me refiero.
Por lo general, tardan bastante en venir a abrir la puerta. Roy es demasiado
espiritual como para percatarse de cosas como los timbres, sobre todo cuando está
componiendo. Alfred es demasiado sordo. Llamo educadamente al timbre cinco
veces, observando los hierbajos que crecen entre las grietas de la escalera, antes de
empezar a aporrear la puerta.
La cara de Roy se materializa en la oscuridad. Ve que soy yo, sonríe y se reajusta
el bisoñé. Abre la puerta de un empujón y casi me afeita la punta de la nariz.
—Oh —dice—, ¡hola! Pasa… esto… —Advierto que le pasa lo mismo que a mí
con los nombres—. ¡Marco!
—Hola, Roy. ¿Cómo estás esta semana?
Roy tiene un acento a lo Andy Warhol. Habla como si le dictasen las palabras
desde Andrómeda.
—Jolines, Marco… pareces un médico. Pero tú no eres médico… ¿verdad?

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Me da la risa.
Roy insiste en ayudarme a quitarme el abrigo y lo cuelga del remate con forma de
piña del pasamanos de la escalera. Tengo que buscar en el diccionario el nombre
exacto de ese remate.
—¿Qué tal va La Música del Azar? Todos esos jovenzuelos, tocando juntos e
inspirándose los unos a los otros… Nos encanta.
—Grabamos un par de temas la semana pasada, pero ahora hemos vuelto a
ensayar en el almacén del tío de Gloria. Debido a la crónica ausencia de algo con lo
que pagar. La nueva novia del bajista toca las campanillas, así que estamos tratando
de ampliar un poco el repertorio… ¿Qué tal tus composiciones?
—No muy bien. Todo lo que hago termina sonando al Clave bien temperado.
—¿Qué hay de malo en Bach?
—Nada, excepto que siempre me hace soñar con un equipo de gatos dibujados
por Escher que se muerden la cola sincronizadamente. ¿Qué te parece esto? Me la ha
mandado un travieso jovencito amigo mío llamado Clem. —Me da una postal de la
Tierra. Le doy la vuelta y leo el mensaje: «Ojalá estuvieses aquí». Firmado: «Clem».
Roy nunca se hace reír a sí mismo, solo a los demás. Pero ahora esboza una
tímida sonrisa.
—Bueno, a otra cosa. A ti que se te dan bien las manualidades, ¿tienes idea de
cómo funciona nuestra cafetera? Está ahí en la cocina. Yo ya lo he intentado, pero no
he tenido suerte. Es alemana. Se ve que en Alemania fabrican cafeteras a prueba de
norteamericanos. ¿Crees que todavía no nos han perdonado por lo de la guerra?
—¿Cuál te parece que es el problema?
—Jolines, ahora sí que pareces el doctor Marco. Pues que no para de rebosar. Es
el pitorro ese, que no le da la gana de gotear.
La primera vez que vi la cocina de Alfred y Roy parecía el decorado de una
película de catástrofes. Lo sigue pareciendo, pero ya me he acostumbrado. Encontré
la cafetera debajo de una enorme cabeza hecha de tela metálica.
—Se nos ocurrió imprimir un poco de carácter a una máquina muerta —me
explicó Roy—. También impide perderla de vista. Se la construyó Volk a Alfred un
fin de semana de primavera.
Volk era un adolescente serbio guapísimo con un permiso de residencia
sospechoso, que a veces se quedaba en casa de Alfred cuando no tenía ningún sitio
adonde ir aparte de Serbia. Llevaba siempre pantalones de cuero y Alfred lo llamaba
«nuestro lobezno». No pregunté nada más.
—Bueno, me parece que el problema fundamental es que en el filtro habéis
puesto hojas de té en vez de café.
—¿Qué me dices? A ver… Caray, es verdad… ¿Dónde está el café? ¿Tú lo sabes,
Marco?
La semana pasada estaba en la máquina lanzapelotas.
—No, Volk lo puso en otro lugar… A ver… —Roy se puso a inspeccionar la

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cocina como si fuese Dios contemplando un mundo desastroso que ya es demasiado
tarde para destruir—. ¡En la panera! Bueno, sube a ver a Alfred, que está en su
despacho, ¿vale? Le he dejado leyendo el capítulo de su vida de la semana pasada.
Nos ha entusiasmado a los dos. Ya os llevo yo el café en cuanto termine de caer.

La de Roy es una historia triste. En su día le publicaban las composiciones. De


vez en cuando, rebuscando en tiendas muy especializadas, todavía encuentra viejas
copias de sus obras y me las enseña con gran alborozo. Unas cuantas veces las
interpretaron y las grabaron para la radio. La red pública de emisoras de los Estados
Unidos emitió su Primera sinfonía y el presidente Lyndon Johnson le escribió una
carta para decirle lo mucho que les había gustado a su mujer y a él. Sin embargo, ese
éxito también le reportó críticas negativas, y algún que otro comentario
malintencionado del mundillo musical terminó llegando a sus oídos. Aquello le
afectó tanto que desde entonces no ha vuelto a publicar nada. Se limita a componer
pilas y pilas de manuscritos que nadie escucha, aparte de él mismo y Alfred, y, de vez
en cuando, un lobezno serbio y yo. Ya va por la trigésima sinfonía.
Roy debería oír algunas de las cosas que la gente ha dicho de La Música del Azar.
Se te congela la bilis, vamos. El crítico del Evening News escribió que el mundo
mejoraría si todos los del grupo nos cayésemos dentro de la licuadora gigante a la
que, según él, se parece nuestra música. Me hizo mucha ilusión.
Al llegar al piso de arriba caí en que mi mente estaba rumiando la charla que tuve
con Poppy el día en que nos conocimos. Todos los demás invitados de la fiesta
estaban inconscientes, y la noche empezaba a diluirse en la llovizna del amanecer.
—¿Has pensado alguna vez en las consecuencias de tus conquistas?
—No sé de dónde te sacas eso, Poppy.
—No me lo saco de ninguna parte. Solo que de repente me he dado cuenta de que
te encanta hablar de las causas. De las consecuencias no dices nada.
Llamé a la puerta del despacho de Alfred y entré. Una habitación habitada por
fotografías de amigos, ninguna reciente. Alfred estaba mirando por la ventana, como
hacen los ancianos. Agitadas por el viento, las cortinas de lluvia azotaban Hampstead
Heath.
—Pronto llegará el invierno, mi querido amigo.
—Buenas tardes, Alfred.
—Otro invierno. Tenemos que darnos prisa. Todavía vamos por el capítulo… el
capítulo…
—Seis, Alfred.
—¿Qué tal la familia?
¿Me está confundiendo con otra persona?
—La última vez que miré estaban bien.
—Solo llevamos seis capítulos. Tenemos que darnos prisa. Mi organismo se
deteriora rápidamente. El trabajo de la semana pasada es satisfactorio. Eso está muy

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bien. Eres todo un escritor, mi joven amigo. Hoy podemos avanzar más. Te he
marcado en verde los pasajes que me gustaría que revisaras. Bueno, vamos allá. ¿Te
has traído el cuaderno?
Lo agité en el aire. Alfred señaló el sillón más próximo a él.
—Antes de sentarte, ¿te importaría poner en el gramófono el disco de la Tercera
sinfonía de Vaughan Williams? Está en la «V». La Pastoral.
Me encanta la colección de discos de Alfred. Vinilos de verdad, grandes y negros.
Y gruesos. Me encanta manosearlos, es como encontrarse con un viejo amigo. Nos
vendieron la burra de los CD con una sangre fría escandalosa y nadie descubrió el
pastel hasta que ya era demasiado tarde. Son como el café instantáneo comparado con
el café de verdad. No conocía la música del tal Williams, pero empezaba bien. Yo le
metería un bajo distorsionado, y quizá un tambor.
—Empecemos pues, ¿te parece?
—Cuando quiera, Alfred.
Enciendo la grabadora y abro el cuaderno por una hoja nueva. Una hoja en la que
todo aún es perfecto.

—Corre el año 1946. Estoy viviendo en Berlín y trabajando para el servicio de


inteligencia británico. Toma oxímoron. Estamos tras los pasos de Mausling, el
científico de misiles al que los americanos buscan por…
—Me parece que estábamos de vuelta en Londres, Alfred.
—Ah, sí… A Mausling ya lo habíamos entregado a las autoridades… 1946, a
ver… Entonces ya he vuelto a la Administración pública. Ah, sí, 1947. Mi primer año
tranquilo en toda una década. Síntomas de descontento en la India y en Egipto.
Rumores preocupantes desde Europa del Este. Estaban apareciendo fosas llenas de
cadáveres en Armenia, y los soviets y los nazis de Núremberg se echaban las culpas
unos a otros. Churchill y Stalin se habían repartido Europa en una servilleta y las
consecuencias de esa frivolidad empezaban a revelarse en todo su horror. Como te
puedes imaginar, en Whitehall yo provocaba cierto embarazo: un judío húngaro
llegado de Berlín en medio de todos aquellos enchufados recién salidos de Oxford.
Sabían que la Corona estaba en deuda conmigo, pero en realidad ya no me querían
más. Así que me asignaron un trabajo administrativo en Great Portland Street, en un
departamento encargado de perseguir estraperlistas. No llegué a participar en ninguna
acción. Me limitaba a hacer lo que hoy en día hacen los ordenadores y las chicas con
hombreras. El racionamiento seguía vigente, pero empezaba a venirse abajo. El
espíritu de los años de guerra se estaba perdiendo por los cráteres de los bombazos y
la gente volvía a su egoísmo habitual. Roy todavía estaba enredado en Toronto con su
padre y sus abogados. Piensa en una de las novelas más aburridas de Graham Greene,
quítale la parte buena que suele haber hacia el final y estírala páginas y páginas y
páginas. Lo único divertido era el criquet, que yo seguía con la pasión de un exiliado.
Eso y los domingos en Speaker’s Corner, donde podía hablar de Nietzsche y de Kant

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y de Goethe y de Stalin en el idioma que me diese la gana, y, si hacía bueno, echar
una partida de ajedrez pasable. En 1947 Londres estaba lleno de Alfreds.
Terminé la última parte y me desentumecí los dedos. Seguí la mirada de Alfred
hasta el alcanfor goteante que había al otro lado de la calle. La esquina de Hampstead
Heath; un poco más allá, en una pequeña hondonada, se veía un estanque. Siempre
que Alfred pensaba, miraba en esa dirección, por encima del retrato autografiado de
Bertrand Russell.
—Nunca he visto un fantasma, Marco. No creo en la vida después de la muerte.
La idea de Dios me parece, en el mejor de los casos, una broma infantil, y en el peor,
una broma de mal gusto, obra del diablo, probablemente, porque sí, claro que sí, claro
que puede existir el uno sin el otro. Ya sé que tú eres devoto de Buda y de ese
deslavazado de Herman Hesse, pero yo siempre seré un ateo a ultranza. Sin embargo,
una noche de verano de 1947 tuvo lugar un hecho extraordinario. Quiero que lo
incluyas en mi autobiografía. Pero cuando lo escribas no lo hagas como si fuese una
historia de fantasmas. No intentes darle una explicación. Tú simplemente di que no sé
cómo interpretarlo, escríbelo como yo te lo cuento, sin más, que sea el lector el que
saque sus propias conclusiones. El fantasma aparece en el primer párrafo.
Ahora sí que me pica la curiosidad.
—¿Qué fue lo que pasó?
—Había terminado de trabajar. Acababa de cenar con el profesor Baker en un
restaurante de South Kensington y allí seguía, viendo a la gente ir y venir por la calle.
Las cataratas resultan igual de hipnóticas, ¿no te parece? Bueno, a lo que iba. Fue
entonces cuando me vi a mi mismo.
Los ojos de Alfred eran todo pupila, controlando reacciones y efectos.
—¿Se vio a sí mismo?
Alfred asintió con la cabeza.
—Me vi a mí mismo. No un reflejo, ni un doble, ni un gemelo, ni un despertar
espiritual, ni una estatua de cera. No se trata de una adivinanza tonta. Me vi a mí
mismo, Alfred Kopf, en carne y hueso.
—¿Qué estaba haciendo?
—¡Pasar como una exhalación por delante de la ventana! No lo habría visto de no
ser porque una súbita ráfaga de viento le tiró el sombrero. No había un sombrero
igual en todo Londres. Se agachó a recogerlo igual que yo habría hecho. Aquel
sombrero había sido de mi padre, era una de las pocas cosas que me dio antes de que
los nazis se lo llevasen a la cámara de gas. Se agachó y alzó la vista, como si
estuviese buscando a alguien. Luego se puso el sombrero y echó a correr de nuevo,
pero yo le había visto la cara, y me había reconocido.
Los negros literarios, como los psiquiatras, tenemos que saber cuándo callarnos.
Por tu bien espero, Marco, que nunca te veas a ti mismo. No forma parte del
repertorio de experiencias de un ser humano cuerdo. Aunque el mío no es un caso
único. He conocido a otras tres personas que han tenido la misma experiencia.

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Adivina cuál es la primera emoción que te embarga.
Lo intenté.
—¿Incredulidad?
—No. Los cuatro sentimos la mayor indignación. Nos dieron ganas de salir
corriendo detrás del intruso y estamparlo contra el suelo. Que es justo lo que yo hice.
Cogí el sombrero de mi padre —de mi padre— y salí corriendo detrás de él. Bajé por
Brompton Road hacia Knightsbridge. De joven yo estaba muy en forma. Lo tenía
delante, con mi gabardina beige ondeando detrás de él. Chispeaba. La acera estaba
resbaladiza. ¿Por qué corría? Pues porque sabía perfectamente que le pisaba los
talones. Aquel era otro Londres, un Londres de ómnibuses, policías a caballo y
mujeres con pañuelos en la cabeza. Podías cruzar por la calle sin rebotar contra un
parabrisas y salir despedido rumbo al Hades. Mi sombra seguía corriendo delante de
mí, a mi mismo ritmo. En Hyde Park Corner me quedé sin fuelle, así que tuve que
aflojar el paso y limitarme a caminar. Lo mismo hizo mi sombra, como si me
estuviese provocando. Bajamos por Grosvenor Place, junto a la tapia que separa la
plebe de los jardines que hay detrás de Buckingham Palace. Por ahí llegamos a
Victoria, que en aquella época era un lugar mucho más pequeño. Luego él torció
hacia Royal Mews y entró por Birdcage Walk, al sur de St. James Park. A esas alturas
mi rabia empezaba a aplacarse. Aquello parecía uno de esos chistes malos que no
terminan nunca. Un desecho de Edgar Allan Poe. Recobré mínimamente el aliento y
traté de sorprenderlo con un acelerón. ¡Pero volvió a salir zumbando! Hacia
Westminster. Cuando tenía que aminorar la marcha, mi sombra hacía lo mismo.
Bordeamos el Embankment. Los trabajadores cruzaban en masa por el puente. A
veces creía haberlo perdido, pero entonces volvía a divisar el sombrero moviéndose
arriba y abajo unos cincuenta metros delante de mí. Mi corte de pelo, mi nuca.
Trataba de dar con una explicación racional. ¿Un actor? ¿Un espejismo pasajero?
¿Locura? Ya íbamos por Temple. Estábamos yendo hacia el este y empecé a
preocuparme: en aquella época era una zona peligrosa. Recuerdo una de esas
empalagosas puestas de sol orientales de jade y mermelada que Londres consigue
sacarse de la manga. Dejamos atrás Mansión House, nos metimos por Cannon Street
y bajamos a la Torre. ¡Y entonces va mi sombra y coge un taxi! Así que eché a correr
y me subí en el primero de la fila.
—Mire —le dije al taxista—, ya sé que suena ridículo, pero siga a ese taxi, por
favor.
Debe de ser que los taxistas están muy acostumbrados a que les pidan eso, porque
aquel se limitó a decir:
—A mandar, jefe.
Subimos hasta Aldgate. Luego por callejuelas adoquinadas a Liverpool Street. De
ahí a Moorgate y a donde ahora está Barbican, que gracias a los bombardeos
alemanes no era más que un enorme solar. Igual que Farringdan. Bueno, Farringdan
lo sigue siendo. Cuando el tráfico nos obligaba a reducir la velocidad, me planteaba

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bajarme del taxi y correr al de mi sombra, pero cada vez que me decidía a hacerlo la
fila de coches volvía a ponerse en marcha. Así hasta King’s Cross, parando y
arrancando, parando y arrancando. Llegamos a Euston Square y cogimos Great
Portland Street. Seguía viendo el sombrero en el asiento trasero del taxi. ¿Es que mi
sombra no tenía nada mejor que hacer? ¿Y yo? Después de Baker Street comenzaron
de nuevo los barrios residenciales. Pasamos Edgware Road y Paddington. Pasamos
Bayswater. En Notting Hill Gate lo vi bajarse del taxi y echar a andar hacia
Kensington Gardens. Pagué al taxista y corrí detrás de mi sombra. Recuerdo el aroma
del aire después de la lluvia, dulce y nocturno. «¡Eh!», grité, y unas damas elegantes
que estaban paseando a sus perritos carraspearon avergonzadas. «¡Alfred Kopf!»,
grité, y un hombre saltó de un árbol y cayó al césped con un golpe seco. Mi sombra
ni siquiera se giró. ¿Por qué corría? Los precedentes literarios sugerían como mínimo
mantener una estimulante conversación sobre la naturaleza del bien y del mal.
Cruzamos Kensington Road, pasamos por delante de los museos y del restaurante
donde más tarde habría de encontrarme con el profesor Baker. Una súbita ráfaga de
viento me tiró el sombrero. Me agaché a recogerlo y al alzar la vista vi cómo mi
sombra desaparecía.
No recordaba dónde estaba.
—¿Como si se lo tragase la tierra?
—No, se lo tragó el 36: se marchó en autobús.
—Pero yo creía que ya se había visto con el profes…
Algo se estrelló contra la ventana. Cayó antes de que pudiese ver lo que era. ¿Una
paloma? De repente llegó Roy, temblando y con los ojos llenos de lágrimas.
Cielo santo, Alfred. Acaba de llamarme Morris.
¿Me hallaba en mitad de una farsa o de una tragedia?
—Calma, Roy, calma. Estaba contándole a Marco lo de mi doble —dijo Alfred,
encendiéndose la pipa—. ¿Qué Morris, el mayor o el menor?
—El mayor, desde Cambridge. ¡Han matado a Jerome!
Los dedos de Alfred se olvidaron de la pipa y la voz se le puso ronca.
—¿Jerome? ¿Pero no le habían concedido la inmunidad?
—Dice Morris que según el Ministerio han sido unos gángsters de San
Petersburgo. Que se había involucrado en un robo de obras de arte.
—¡Imposible! —Alfred dio un puñetazo en la mesa lo bastante fuerte como para
haberse roto los dedos—. Es una tapadera. Nos están liquidando a todos. Esos del
ministerio nunca saben parar a tiempo. ¡Ojalá que esas alimañas se pudran en el
infierno!
Alfred formuló la que supongo debe de ser la imprecación más ominosa del canon
húngaro. La maldición de Nosferatu.
Miré a Roy.
—¿Malas noticias?
Roy se me quedó mirando sin necesidad de asentir con la cabeza.

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—Y el suelo de la cocina está todo perdido de café. Debo de haber puesto dos
filtros.
Se sucedió un largo silencio. Alfred se sacó un pañuelo y una moneda saltó por
los aires. Rodó por el suelo de tarima en círculos decrecientes antes de desaparecer
debajo de un arcón donde probablemente permanecería largos años, o hasta la
siguiente visita de Volk.
—Marco —dijo Alfred con la mirada perdida—, gracias por venir, pero ahora me
gustaría que te fueses. —Le temblaba la voz—. Ya seguiremos la semana que viene.

Mientras me alejaba de casa de Alfred las nubes se deslizaban hacia Essex dando
paso a una cálida tarde, dorada y luminosa. Cualesquiera que fuesen las
preocupaciones de Alfred y Roy, eran problema de ellos. Yo, por mi parte, me
dediqué a mordisquear los tropezones de trufa de mi helado de fresa. Sobre los
charcos flotaban columnas de mosquitos, y los árboles se secaban gota a gota. Pronto
se convertirían en árboles invernales. En alguna calle cercana una furgoneta de
helados tenía puesta la canción Oranges and lemons. Un par de chavales sentados en
una tapia aprendían a manejar el yoyó. Qué bien que todavía hay niños que juegan al
yoyó. Fi, mi madre biológica, llama a esta época del año «el veranillo del
membrillo». ¿A que es bonito? Me sentía bien. Roy me había dado un poco de dinero
de extranjís, enrollado alrededor del helado de fresa. También se había empeñado en
que me llevase una horrorosa cazadora de cuero verde. Al principio me resistí, pero
consiguió ponérmela no sé cómo, y mientras me subía la cremallera se acordó de que
Tim Cavendish había llamado por teléfono para pedirme que, si podía, me pasase a
verle esa misma tarde. Roy me pidió perdón al oído por no poder darme más dinero,
pero es que esa semana había tenido que denunciar ante la Cámara de los Lores a un
fulano que había huido a Zimbabwe con una maleta llena de dinero suyo, y los
honorarios del abogado ascendían a noventa y dos mil libras.
—Una pasta, Marco —me susurró Roy—, pero tenía que hacerlo, era una
cuestión de principios.
El fulano seguía en Zimbabwe, y la maleta también.
Ser íntegro es una putada. En serio. Mentir puede traerte complicaciones, pero si
lo que de verdad quieres es terminar hundido en la mierda, basta con decir siempre la
verdad y nada más que la verdad.

Cuando estábamos haciendo el amor y se nos rompió el condón, Poppy se corrió


y me dijo entre jadeos: «Marco, esto es mejor que el sexo». Me acabo de acordar.
Enfilé hacia Primrose Hill. Decidí ir a la oficina de Tim Cavendish por Regent’s
Park y Oxford Street. Me encanta pasar por delante del zoo y echar una ojeada. Ahí
dentro está toda mi infancia. Mis padres adoptivos me traían por mi cumpleaños.

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Todavía hoy el rumor de la pajarera me trae a la boca el sabor de los sándwiches
pegajosos de paté de pescado.
Estoy seguro de que Poppy ya tiene bastante con haber sido madre soltera una
vez. Pero ya he conocido a mujeres que tenían determinada opinión sobre el aborto y
que a la hora de la verdad le daban la vuelta a la tortilla. Si Poppy está embarazada,
¿qué quiero yo? ¿Qué querría yo? Para que me acepte como padre de su hijo voy a
tener que jurarle monogamia, y actuar en consecuencia. Muchos de mis amigos se
han casado y han tenido hijos, y he sido testigo de cómo te cambia la vida por
completo. Lo de saltar al vacío deja de tener gracia cuando el bienestar de dos
personas depende de cómo aterrices. Que extraño. Cuando era más joven, pensaba
que lo de tener mnos formaba parte inevitable del proceso de envejecimiento Pensaba
que una buena mañana te despertabas y te los encontrabas ahí puestos, con los
pañales a rebosar. Pero qué va, resulta que para tenerlos tienes que tomar una
decisión, como cuando se toma la decisión de comprarse una casa, grabar un CD o
dar un golpe de Estado. ¿Y qué pasa si nunca tomo esa decisión? ¿Eh, qué pasa?
Pero qué manera de comerme el coco.

La cima de la colina. Inspira, contempla el panorama, expira. Bonita vista,


¿verdad? El viejo Londres, de paseo… Para los italianos, las ciudades, como los seres
humanos, tienen un determinado sexo, y todos coinciden en el de cada ciudad en
particular, aunque ninguno sabe explicar por qué. Eso me encanta. Londres es un
varón de mediana edad, con un matrimonio respetable pero secretamente
homosexual. Me conozco los diversos Londres como la palma de la mano. Los
barrios de ladrillo rojo en torno a Chelsea y Pimlico, la estación de Battersea Power,
que parece una mesita de centro dada la vuelta, las urbanizaciones mugrientas de
Vauxhall. Green Park. Los puntos trigonométricos de mi mapa mental de Londres se
basan en las tías que me tiro. Highbury ya es Katy Forbes. Putney es Poppy, y
también India, claro, aunque a India no me la tiro, que solo tiene cinco años. Camden
es la tarántula Baggins. Estoy tratando de ubicar los escenarios de la astracanada que
acababa de contarme Alfred… ¿Cómo voy a meter semejante disparate en una
autobiografía seria? Voy a tener que tomar medidas drásticas o si no, voy a terminar
siendo el negro del Diario de un grillado.
Hace un día demasiado bonito como para preocuparse por eso. La luz es
demasiado dorada, y las sombras, demasiado suaves.
Hay muchas cosas en Londres que no existían cuando Alfred dio aquel rodeo
enorme persiguiendo a Alfred. Todos esos aviones que vuelan a Heathrow y a
Gatwick. La Barrera del Támesis. La Cúpula del Milenio. Centerpoint, ese pedestal
de los años sesenta con forma de cenicero, la madre que lo parió, ojalá llegase alguien
y le pusiese una bomba. La Cañada Tower en los Docklands, que ahora mismo brilla
a la luz del sol y que me recuerda a aquel espejo art déco que tenía Shelley en una
esquina de su cuarto. La Shelley que vivía en Shepherd’s Bush. Se había ido a vivir

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con… cómo se llamaba, ay,
Dios, ¿cómo se llamaba aquel tío? El de la British Oxygen. Natalie, la compañera
de piso de Shelley, se había metido en una secta evangélica y se había ido a vivir con
Jesucristo. Una tarde lluviosa, Shelley, Natalie y yo formamos una Santísima
Trinidad bajo el edredón de Shelley. Recuerdo que a Shelley la archivé en el apartado
de «Peligrosamente vulnerables».
Una ciudad es un mar en el que pierdes cosas. Y en el que solo encuentras las
cosas que los demás han perdido.
—¿Verdad que es maravilloso? —le digo a un hombre que pasea a su setter
irlandés.
—¿Verdad que es un puto agujero inmundo?
Los londinenses echamos pestes de Londres porque, en el fondo, sabemos que
vivimos en la mejor ciudad del mundo.

Oxford Street era un hormiguero cuando me apeé del autobús. Oxford Street es
una de esas cosas que nos siguen queriendo vender aunque ya se les ha pasado el
arroz, como el festival de Glastonbury o Harrison Ford. Aquí se siente el sabor
metálico de la contaminación. La tienda Doctor Martens me deprime. Las
pantagruélicas tiendas de discos excluyen toda posibilidad de descubrir algo
inesperado. Los grandes almacenes están repletos de objetos para personas que no
deben de mover un dedo cuando se cambian de casa: bañeras imperiales con
agarraderas doradas y collies de porcelana de tamaño natural. De los restaurantes de
comida rápida de Marble Arch sales con más hambre que cuando entraste. Lo único
bueno de Oxford Street son las chicas españolas que andan siempre por Tottenham
Court Road repartiendo propaganda de cursos de idiomas en oferta para pagarse las
clases de inglés. Gibreel se cepilló una vez a una fingiendo que acababa de llegar del
Líbano y que no hablaba inglés. En un puesto cercano a Oxford Circus le compré a
Poppy una camiseta con un cerdito para subirle el ánimo, lo bastante grande como
para que le sirviese de camisón. Luego pasé por delante del cartel de una agencia de
viajes, o más bien me aplastó contra él una súbita oleada de cuerpos, y me sentí
pequeño y más viejo de lo que soy y perdí de vista la franja de cielo allá en lo alto,
y…

Y allí encontraré alguna paz, pues la paz gotea lentamente


desde los velos de la mañana hasta donde canta el grillo;
allí la medianoche es un puro cabrilleo, el mediodía un resplandor púrpura,
y las alas del pardillo colman el atardecer.

Ahora me levantaré y partiré, pues siempre, noche y día,


escucho junto a la orilla el suave chapoteo del lago;
y de pie en la calzada, o en las grisáceas aceras,
lo oigo en lo más hondo de mi corazón.

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¿Saben lo que más me revienta de ser un negro literario? Que nunca voy a
conseguir escribir nada tan bonito como eso. Y aunque lo consiguiese, nadie se iba a
creer que fuese mío.
Tuve que esperar ocho minutos en la fila del cajero y en ese intervalo conté
viandantes de hasta once lenguas diferentes. Creo que eran diferentes, aunque
siempre me hago un lío con las de Oriente Medio. Me soné los mocos y los analicé:
la típica mucosidad granulosa de Londres. Mmm. Estupendo. Al lado del banco había
una tienda que solo vendía televisores. Los había anchos, cúbicos, esféricos y de esos
que ofrecen la posibilidad de ver la basura que te estás perdiendo en los otros treinta
canales mientras ves la basura del canal seleccionado. Vi a los All-Blacks[10]
marcarle tres ensayos a Inglaterra y formulé la Marcoanalogía del Azar contra el
Destino basada en las grabaciones de encuentros deportivos. Dice así: cuando los
jugadores están en la cancha, el partido es un campo de batalla herméticamente
cerrado sobre el que cae un incesante bombardeo de puro azar. Sin embargo, cuando
el partido está grabado en vídeo, hasta el más mínimo gesto ya existe. El pasado, el
presente y el futuro se dan simultáneamente: todo está metido en una cinta, al alcance
de tu mano. Nada puede suceder por casualidad, pues todas y cada una de las
decisiones humanas y de los movimientos aleatorios del balón ya están predestinados.
Por lo tanto, ¿es el azar o el destino lo que rige nuestras vidas? Bien, la respuesta es
tan relativa como la idea del tiempo. Para ti mismo, que estás dentro de tu propia
vida, la respuesta es el azar. Visto desde fuera, como un libro que estuvieses leyendo,
está claro que es el destino.
Ahora bien, no sé ustedes, pero mi vida es un pozo y yo estoy dentro. Metido
hasta el cuello, y todavía no hago pie.
Me entraron unas ganas locas de coger un taxi, decirle al taxista que me llevase a
Heathrow y subirme a un avión con destino a algún lugar desierto y remoto. A
Mongolia, por ejemplo. Pero no tengo dinero ni para el metro al aeropuerto.
Metí la tarjeta y le rogué al Caprichoso Dios de los Cajeros Automáticos que me
diese veinticinco libras, la cantidad mínima necesaria para pillarme una cogorza con
Gibreel. Pero la maldita maquina se tragó mi tarjeta y me dijo que me pusiese en
contacto con mi agencia. Dije algo así como «¡Gah!» y le metí un puñetazo a la
pantalla. ¿De qué sirve citar a Yeats si después no puedes ni pagarte unas copas?
—Qué fastidio, ¿verdad chaval? —gruñó una oronda señora india con un punto
morado en la frente y acento de Brooklyn.
Antes de que pudiese contestarle, una paloma que estaba en la cornisa me cagó
encima.
—Más vale que te vuelvas a la cama… Toma un pañuelo…

La Agencia Literaria Tim Cavendish está situada en una lóbrega bocacalle de


Haymarket, en el tercer piso de un edificio que desde fuera es bastante resultón. Tiene

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una puerta giratoria y un mástil de bandera sobresaliendo del tejadillo del hall. Podría
albergar una delegación del Ministerio de Marina, o uno de esos clubes ridículos que
no admiten mujeres. Pero no, alberga a Tim Cavendish.
—¡Marco! ¡Qué estupendo que te hayas podido pasar!
El exceso de entusiasmo es mucho más irritante que lo opuesto.
—Buenas. Te traigo los últimos tres capítulos.
—Magnífico.
Basta echar un vistazo al escritorio de Tim para encontrar todo lo que hace falta
saber. El escritorio en sí perteneció a Charles Dickens. Por lo menos eso dice él, y no
tengo motivos para no creerlo. Está eternamente sepultado bajo montañas de archivos
y manuscritos, además de un vaso de whisky Glenfiddich que más bien parece una
pecera llena de whisky Glenfiddich, tres pares de copas, un procesador de textos que
nunca le he visto usar, un cenicero a rebosar, la Guía completa de Nínive y Ur y un
ejemplar del Racing Post.
—¿Te apetece una copa? El lunes le enseñé los tres primeros capítulos a Lavenda
Vilnius. Está entusiasmadísima. No la he visto tan emocionada con un libro en fase
de elaboración desde la biografía de la princesa Margarita que escribió Rodney.
Escogí la silla con menos libros apilados y me puse a liberarla de su cargamento
de relucientes libros recién editados. Todavía olían a tinta.
—Tira toda esa mierda al suelo, Marco. Mejor dicho, llévatelos a Japón y
tíraselos a la cara al hijo de puta del protagonista.
Miré la cubierta. Las Revelaciones Sagradas de Su Serendipia• una nueva visión,
una nueva paz, una nueva Tierra. Traducidas por Beryl Brain. Salía la foto de un
Jesucristo oriental mirando fijamente al centro de un ranúnculo, acompañado de un
niño rubio que lo miraba fijamente a él.
—No sabía que te dedicases a esto, Tim.
—Claro que no me dedico a eso. Lo he hecho por un viejo compañero de Eton
que en sus ratos libres dirige una editorial New Age bastante rarita. Se me disparó la
alarma, Marco. Se me disparó, pero no le hice caso. Mi amigo de Eton pensó que, con
lo del nuevo milenio y tal, era el momento propicio para lanzar al mercado un poco
de sabiduría oriental. Beryl Brain es su novia a tiempo parcial. Lo de «Beryl» pase,
pero de «Brain», ni un poquito. Bueno, el caso es que acabábamos de recibir la
primera remesa de la imprenta cuando Su Serendipia decidió anticipar su proyecto y
gasear el metro de Tokio con un producto letal. Seguro que lo viste en el telediario a
principios de año. Era él.
—¡Qué… horror!
—A mí me lo vas a decir. ¡Solo hemos recuperado una parte de los gastos antes
de que a esos capullos les congelasen las cuentas! Increíble, Marco. Increíble. Vamos
a tener que comernos un pedido de mil quinientos ejemplares en tapa dura. Hemos
vendido unos cuantos a los típicos morbosos, como curiosidad, pero aparte de eso
estamos hundidos en un mar de mierda, y sin escafandra. ¿No te parece increíble lo

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de los fanáticos esos? Como si hiciese falta anticipar el fin del mundo…
Tim me sirvió el mayor vaso de whisky que había visto en mi vida.
—¿Y el libro en sí qué tal es?
—Bueno, tiene partes que son una parida, pero en su conjunto es una chorrada.
¡Salud!
Entrechocamos nuestras peceras.
—Bueno, Marco, cuéntame. ¿Cómo están nuestros amigos de Hampstead?
—Bien, bien… —dije, volviendo a colocar el libro entre sus hermanos—. Vamos
por 1947.
—¿Ah, sí?… ¿Y qué pasó en el 47?
—No mucho. Alfred vio a un fantasma.
Tim Cavendish se recostó y el sillón chirrió.
—¿Un fantasma? Celebro oírlo.
No quería sacar el tema, pero…
—Tim, no estoy seguro de que Alfred esté cabalmente…
—¿… en sus cabales?
—Digámoslo así.
—Mira, Alfred es más absurdo que un solomillo vegetariano. Y Roy ha estado en
Disneylandia más veces de la cuenta. ¿Y?
—Bueno, ¿no te parece que eso supone ciertos problemas?
—¿Qué problemas? Roy tiene tanta pasta que podría pagar de su bolsillo toda la
edición.
—No, no me refiero a eso. —No era el mejor momento para abordar el tema de
Roy y la Cámara de los Lores—. Me refiero a que, bueno, las autobiografías deberían
basarse en hechos reales, ¿no?
Tim se rio y se quitó las gafas. Los dos pares. Se recostó en su chirriante sillón y
juntó las yemas de los dedos como si fuese a rezar.
—¿Que si las autobiografías deberían basarse en hechos reales, me preguntas?
¿Quieres la respuesta simple o la enrevesada?
—La simple.
—Entonces, desde el punto de vista editorial, la respuesta es «Dios no lo quiera».
—¿Y la enrevesada?
—Que rememorar es como ser tu propio negro literario.
Típico de Tim Cavendish. Profundidad ingeniosa. ¿O es que era la enésima vez
que lo decía?
—Míralo así: el libro es la comida, Alfred es el conjunto de ingredientes, y tú,
Marco, ¡eres el cocinero! ¡Sácale jugo! Me alegra oír que al vejete todavía le queda
un poco. Bienvenidos sean los fantasmas. Y por el amor de Dios, exagera lo de la
conexión JarmanBacon cuando llegues a esa parte. Anímale a hablar de los famosos
que conoció. Acariciale las ubres. Alfred no es un personaje famoso por derecho
propio, al menos no fuera de Old Compton Street, así que vamos a tener que

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«boswellizarlo[11]». Presentarlo como el oído más agudo del Londres de la posguerra.
Ese rollo. También conoció a Edward Heath, ¿no? Y fue amigo de Albert Schweitzer.
—No me parece muy honrado. No estaría escribiendo lo que ocurrió de verdad.
—¡Honrado! ¡Por el amor de Dios, Marco! No vivimos en el mundo de Pedro
Conejo y sus amiguitos del bosque. Pepys, Boswell, Johnson, Swift, todos eran unos
impostores que gorroneaban historias a troche y moche.
—Por lo menos gorroneaban en primera persona. Los negros literarios
gorroneamos para otros impostores.
Tim soltó una risotada en dirección al techo.
—Todos somos negros literarios, chaval. Y no solo a la hora de escribir nuestras
memorias. También a la hora de actuar. Nos creemos que controlamos nuestras vidas,
pero en realidad ya están escritas de antemano por las fuerzas que nos rodean.
—¿Y qué nos cabe hacer a nosotros?
—¿El libro resulta ameno?
Una típica respuesta de Cavendish disfrazada de pregunta. Sonó el interfono del
escritorio.
—Es su hermano al teléfono, señor Cavendish. —La señorita Whelan, la
secretaria de Tim, es la mujer más indiferente de Londres. Su indiferencia es tan a
prueba de arañazos como la niebla—. ¿Ha llegado ya o sigue usted en las Bermudas?
—¿Cuál de ellos, señorita Whelan, Nipper Cavendish o Denholme Cavendish?
—Yo diría que es su hermano mayor, señor Cavendish.
Tim suspiró.
—Me vas a disculpar, Marco. Es un asunto entre hermanos y la cosa se va a
alargar. ¿Por qué no te pasas la semana que viene, cuando ya me haya leído todo
esto? Ah, se me olvidaba: ya sé que es como si Herodes acusase a la Thatcher de falta
de sensibilidad, pero tienes que cambiarte de camisa, en serio. Y llevas una cosa
blanca pegada en el pelo. Un último consejo, el que siempre le doy a todos los que
están intentando terminar un libro: aléjate de Nabokov. Cualquiera se siente un patán
al lado de Nabokov.
Me bebí de un trago lo que me quedaba de whisky y salí con el rabo entre las
piernas, cerrando la puerta con suavidad mientras Tim decía:
—Hola Denny, me alegra horrores oírte, pensaba llamarte esta misma tarde para
agradecerte lo del prestamito…
—Adiós, señorita Whelan.
Al César lo que es del César, y a la secretaria lo que es de la secretaria.
El suspiro que dio la señorita Whelan le quitaría el color a una ensalada mixta.

—¡Marco!
Me había dejado llevar hasta Leicester Square atraído por las chicas europeas con
mochila, las luces y los colores, y un vago propósito de ver si en el laberinto que
rodea a la librería Henry Purdes de Charing Cross Road habría nuevos libros en

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liquidación. Ultima hora de una cálida tarde. Leicester Square es el centro del
laberinto. Nada que hacer salvo postergar la salida. Unos adolescentes con gorras de
béisbol y bermudas zigzagueaban en sus monopatines. Pensé en la palabra
«centrífugo» y decidí que era una de mis preferidas. Jóvenes orientales, europeos,
estadounidenses, de todas partes, daban vueltas a la deriva esperando encontrar lo
más guay de Londres. Aquel cockney con pinta de duende está siempre en la
lavandería de la esquina. Me quedé mirando el tiovivo unas cuantas vueltas. Un
renacuajo sonreía cada vez que pasaba moviéndose arriba y abajo por delante de su
abuela y no sé por qué pero aquello me lastimó tanto el corazón que me dieron ganas
de llorar o de romper algo. De repente quise que Poppy e India estuviesen allí, a mi
lado. Habría comprado un helado para cada uno, y si a India se le caía le daría el mío.
Entonces oí mi nombre y alcé la vista. Iannos me estaba haciendo señas con un
falafel en la mano desde su bar griego, situado entre el Centro Suizo y el cine Prince
Charles, donde, por dos libras y media, se pueden ver películas nueve meses después
del estreno, por cierto. Hacía mucho que los huevos revueltos de Katy habían
abandonado mi estómago: un falafel me vendría de maravilla.
—¡Iannos!
—¡Marco, hijo mío! ¿Cómo va La Música del Azar?
—Muy bien, tío. A pedir de boca. Discutimos por tonterías, nos insultamos y nos
seguimos follando los unos a las novias de los otros. Eso cuando no nos follamos los
unos a los otros, directamente. ¿Le compraste el sintetizador nuevo a Mungo?
—¿Mungo el chungo? Sí. Lo toco todas las noches en el restaurante de mi tío. El
único problema es que tengo que fingir que soy turco.
—¿Desde cuándo hablas tú turco?
—Ese es el problema. Tengo que fingir que soy un músico prodigio autista y
turco. Deprimente, tío. Es como estar en Tommy y en El Rey y yo al mismo tiempo.
¿Cuándo vuelve a tocar La Música del Azar?
—¿Cuándo ha dejado de tocar?
—No me jodas, tronco. ¿Qué tal Poppy?
—Ah, está bien, gracias.
—¿Y esa hijita suya tan guapa?
—India. Bien, también…
Iannos se me quedó mirando con aire pensativo.
—¿Por qué me miras así?
—No, por nada… No puedo enrollarme, pero ¿por qué no entras y te sientas?
Creo que hay una silla libre en el fondo. ¿Quieres un té?
—Me encantaría. Gracias, Iannos. Muchas gracias.
El pequeño bar de Iannos estaba repleto de cuerpos y fragmentos de frases a todo
volumen. El único sitio libre en aquel espacio angosto era enfrente de una mujer un
poco mayor que yo. Estaba leyendo un libro titulado El umbral infinito: Las
experiencias extracorpóreas, de Dwight Silverwind. Le pregunté si podía sentarme y

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asintió con la cabeza sin levantar la vista. Intenté no mirarla fijamente, pero es que no
había otra cosa que mirar. El pelo de color caoba —teñido— le caía en tirabuzones
agitanados, y entre dedos, cejas y lóbulos llevaba por lo menos doce anillos. Iba
vestida con ropas teñidas a mano, probablemente adquiridas cuando fue a hacer
senderismo a Nepal. Un alud de pechos. Enciende incienso, practica la aromaterapia
y se define como no exactamente telepática, pero decididamente empática. Le va la
pintura prerrafaelista y trabaja media jornada en un archivo de fotografías
comerciales. Que conste que no la critico, aunque sé que puedo resultar arrogante.
Pero es que me conozco a los londinenses de pe a pa.
—Perdona que te moleste —dije, sujetando la taza con el meñique estirado—,
pero no he podido evitar fijarme en el título de tu libro. —Me miró con calma y
levemente complacida: estupendo. Parece apasionante. ¿Tiene algo que ver con la
medicina alternativa? Es que es mi especialidad, ¿sabes?
—¿No me digas? —Una voz agradable, de galleta espolvoreada con azúcar. Mi
maniobra de aproximación le hizo gracia y se sintió ligeramente halagada, aunque no
quería demostrarlo, por lo menos no mucho—. Dwight Silverwind es uno de los
mayores expertos en experiencias extracorpóreas, también llamadas viajes astrales.
Dwight es un amigo muy especial. Es mi Monitor Vital. Mira, este es Dwight. —En
la solapa del forro había un hombre menudo y sonriente con unos tirantes de lo más
ridículo. Yanqui, se le veía a la legua—. En este libro Dwight habla de cómo
trascender los límites del cuerpo físico.
—Ah. ¿Es fácil? —Seguro que más fácil que trascender su gusto para vestir.
—No. Exige mucho entrenamiento mental para poder desatar los nudos con que
la sociedad nos mantiene amarrados a su propia idea de realidad. También depende
de las emanaciones alfa de cada uno. Yo las tengo bastante altas, tú en cambio eres
más gamma.
—¿Cómo dices?
Detecté un gran yacimiento de vanidad. La vanidad es el tipo de suelo más blando
en el que abrir una mina.
—Lo supe en cuanto te sentaste. Tus emanaciones son más gamma que alfa.
—¿Lo sabes sin un análisis de orina?
Estuve a punto de decir «análisis de semen», pero me corté.
Fingió una risa. La cosa marchaba.
—Me llamo Nancy Yoakam. Soy terapeuta holística. Esta es mi tarjeta.
Y esa era la mano de Nancy Yoakam, que se entretuvo unos segundos en mi lado
de la mesa.
—Yo soy Marco. Me gusta tu nombre, si me lo permites. Deberías ser de
Nashville[12].
—Pues soy de Glastonbury. Ya sabes, el rey Arturo y el festival de rock.
Encantadísima de conocerte, Marco.
—Mírame a los ojos… Tienes muuuuucho sueeeeeeño. Eso es. Aunque ya soy

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mayorcito como para que me hable con esa voz de presentadora de programa infantil.
Seguro que se piensa que soy más joven, les pasa a casi todas. No es vanidad, son mis
genes latinoamericanos.
—Me dedico a observar a las personas, ¿sabes? Me gusta sentarme e
interpretarlas. Si sabes cómo mirar, los seres humanos pueden revelarte sus secretos
más íntimos. Veo que no llevas anillos… Dime, Marco, ¿no hay nadie especial en tu
vida?
Directa la chica.
—¿Te refieres a una novia?
—Sí, bueno, supongamos que me refiero a una novia.
—Me veo con varias mujeres simultáneamente.
Ni pestañeó. Enarcó teatralmente una ceja. Nancy no dejó de jugar al Lego ayer.
—Me alegro por ti. Todo un Don… Quijote. ¿Pero no es un poco complicado?
—Bueno, podría serlo, pero cuando a conozco a una mujer siempre le digo que
también salgo con otras. Igual que te lo estoy diciendo a ti ahora. Así, si creen que no
podrán soportarlo pueden dejarlo antes de empezar. Yo no miento a nadie.
Nancy Yoakam dejó a Dwight Silverwind en la mesa, todavía abierto pero boca
abajo, y se pasó el pulgar por los labios con coquetería.
—Por si te interesa, me parece un modo muy sofisticado de seducir mujeres.
—No es esa mi intención. ¿Por qué lo dices?
—Porque plantea un desafío: «Tú podrías ser la que me cambiase, la que me
hiciese volver a creer en el amor». Dwight lo llama el Síndrome del pájaro con el ala
rota.
Iannos me trajo el té y chasqueó la lengua en señal de desaprobación. Le di las
gracias y pasé de él.
—Nunca lo había pensado. Igual tienes razón, Nancy. —Siempre es un placer
descubrir enjundia en el vacío—. No creo en el amor. Me parece algo que se rige por
sus propias reglas de conducta, bastante perversas y que a mí se me escapan. De
hecho, he estado enamorado dos veces, lo cual ya me parece muchísimo. ¿Te importa
que devore este falafel? Es que tengo un hambre canina.
—Adelante. ¿Por qué crees que nos hemos conocido hoy, Marco? ¿Por qué tú,
por qué aquí, por qué ahora? ¿Quieres oír por qué, en mi opinión?
—¿Por pura casualidad?
—Cuando decimos casualidad, en realidad estamos diciendo «emanaciones».
Dwight diría que tus gamma se sintieron atraídas por mis alfa. Del mismo modo que
un polo del imán atrae al polo opuesto.
Dwight ya estaba empezando a tocarme las pelotas. Me había sentado porque mi
colega Iannos se había ofrecido a invitarme a un falafel. Y me había sentado justo
aquí porque no había otro sitio. Si Nancy Yoakam hubiese sido un tío, a estas alturas
yo ya estaría saliendo por la puerta. La chica tenía una forma de pensar interesante —
quizás—, pero tantas paparruchas New Age lo estropeaban todo. Sin embargo, el

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radar de mi polla detectó un polvo gratis, así que me quedé allí sentado y me comí la
conferencia: Cómo la cuarzotetapia puede cambiarte la vida. La amatista es buena
para la depresión. Los mejores amigos de Nancy eran los minerales. Cuando por fin
me dio su número de teléfono ya se me habían quitado las ganas de llamarle.
¿Qué es lo que me pasa?
De chaval, cuando todas las mujeres eran continentes inexplorados, el corazón se
me salía del pecho y los colores escondían nuevas verdades.
Pero mírenme ahora. Echo un polvo como el que se lava la camisa. Hasta con más
frecuencia, según qué semana.
El Marco de los dieciséis y el Marco de los treinta son tan diferentes como Tierra
del Fuego y Kennington.
Muy mal, Marco, muy mal. Como le des muchas vueltas, estás perdido.

Poppy y yo tuvimos una discusión hace unas pocas semanas, y ella terminó
diciéndome:
—¿Sabes una cosa, Marco? Tonto no eres, pero para ser alguien tan inteligente a
veces estás completamente ciego.
No supe qué responderle, así que solté alguna gracia idiota. No me acuerdo cuál.
Es hora de volver a casa.

Vivo en The New Moon. Mi casa es un ático reformado en el piso de arriba de un


pub. Es fácil de encontrar: si hace bueno, basta con caminar hasta St. Catherine’s
Docks y bordear el río; o si no, se puede coger cualquier autobús que vaya a Isle of
the Dogs y bajarse en la universidad. El pub está casi pegado a la boca de metro de
Wapping. Llegué aquí por casualidad, faltaría más. La Música del Azar dio un
concierto aquí el invierno pasado. Sally Leggs, una de nuestras cantantes ocasionales,
me presentó a Ed y Sylv, los dueños del local. El concierto salió bastante bien,
gracias a que Sally es una especie de celebridad en el barrio, y al terminar, mientras
charlábamos, Ed mencionó que estaban buscando a un nuevo inquilino.
—¿Qué pasó con el anterior? —pregunté—. ¿Se largó?
—No —dijo Sylv—, pero ahora ya te lo puedo contar. Fue hace casi un año. Salió
en los periódicos y nos sacaron en el telediario. Resulta que debajo de nuestra bodega
había un antiguo refugio antiaéreo, y los terroristas lo estaban usando como fábrica
de explosivos. Una noche hubo un accidente y cinco o seis bombas estallaron al
mismo tiempo. Justo debajo de donde estás sentado. De ahí la reforma y el cambio de
nombre. Antes se llamaba The Old Moon.
Casi se me escapa la risa. Pero por las caras que todos pusieron se notaba que era
la pura verdad.
—Joder —exclamé, avergonzado—. Qué mala suerte.

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Todos guardaron un pensativo silencio.
—Bueno —añadí, metiendo la pata como siempre—, el consuelo es que algo tan
absurdo no puede volver a suceder hasta dentro de dos siglos, ¿no os parece?
El bocazas ataca de nuevo.

El sábado es día de mercado en Old Moon Road, así que The New Moon estaba
de bote en bote: ruido, humo, gruñidos, bolsas de verduras y antigüedades. Moya
estaba jugando a los dardos con su nuevo novio, un recluta llamado Ryan. Moya y yo
nos lo hicimos juntos una noche en la que andábamos con picores. No fue una buena
idea.
Sylv estaba haciendo su turno con Derek, el camarero a tiempo parcial.
—Marco, te ha llamado un tal Digger. Le he dado el número de tu casa.
Oh, no.
—¿En serio? ¿Y qué quería?
Como si no lo supiese.
—No me lo ha dicho. Pero menos mal que no se llama Kruger.
Sylv no está en muy buenas condiciones. Siempre tiene los párpados de un rosa
encendido, y en sus peores días se le ponen rojos y agrietados. El señor Entwhistle,
uno de los parroquianos, me contó que Sylv sufrió un aborto la noche de la bomba.
¿Cómo consigue la gente superar algo así? Yo que me desmorono solo con abrir las
facturas de la tarjeta… Pero estamos rodeados de gente que sobrevive. El mundo
funciona a base de gente anónima que supera adversidades. Y últimamente Sylv está
sonriendo un poquito más. Si me pasa eso a mí, cierro el quiosco —si tuviese quiosco
que cerrar— y me voy a vivir al condado de Cork. Pero The Old Moon perteneció a
la familia de Sylv desde hace generaciones y no piensa moverse del New Moon.
Cuando hay muchos clientes les echo una mano, sobre todo si ando retrasado con el
alquiler.
Hay cuatro tramos de escaleras entre el bar y mi habitación. La subida es
empinada, y de noche la escalera da un poco de repelús; a veces hasta de día. El
edificio tiene varios siglos de antigüedad. Tengo una vista muy bonita de la curva que
traza el Támesis hacia Greenwich formando un estuario. A lo lejos se divisa Tower
Bridge. Era una noche despejada y se veían las farolas hasta Denmark Hill y
Dulwich.
Si de verdad me fuese a vivir al condado de Cork, en menos de dos semanas
estaba cogiéndome el barco de vuelta.

Abrí la puerta de mi habitación y cuando vi el parpadeo del contestador


automático el corazón me empezó a dar contracciones. No podía ser Digger. Me
había dicho que no tendría que devolverle la pasta hasta el próximo martes. El lunes
cobro el paro y podré convencer a Barry de que me dé 30 libras por esta chupa de
cuero de Roy. Cuatro mensajes.

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Pero primero hice de tripas corazón y abrí la carta de la compañía de la tarjeta de
crédito. Si mi nombre y dirección están en mayúsculas, es solo el extracto de cuenta.
Si están en minúsculas, voy de cráneo. Estaban en mayúsculas.
Así y todo, me dolió igual. ¿Dónde había ido a parar ese dinero? Una zapatería,
restaurantes, artículos musicales, un módem. Abajo del todo había una notita
avisándome de que me habían ampliado el límite de crédito a trescientas libras. Pero
bueno, ¿estos tíos son idiotas o qué?
No. De idiotas no tienen nada.
Próxima valla en la carrera de obstáculos de Marco: el contestador automático.

«Marco, soy Wendy. Ya sé que te prometí que no te llamaría en una temporada,


pero no he podido resistirlo. Lo siento. Bueno, estoy bien. Conseguí aquella plaza en
St. Martin’s. He pensado que te gustaría saberlo. Hoy le he dicho a mi jefe que me
iba. Así, sin darle más vueltas, como me aconsejaste. Se lo he dicho y adiós muy
buenas. Ya sé que me dijiste que deberíamos dejar que las cosas se enfriasen un poco,
pero si quieres que lo celebremos juntos, podría comprar una botella de champán
barato y tú cocinar lo que se te antoje. Bueno, si te apetece el plan me llamas, ¿vale?
Wendy. Ti amo, bellissimo. Ciao».

Pobrecita mía. Ya conseguirá olvidarme en la Facultad de Bellas Artes, y


aprenderse bien las desinencias del femenino. Uno menos. Me quedan tres posibles
Diggers.

«Marco, perdona que te moleste, soy Tim Cavendish. Estamos teniendo una ligera
crisis familiar. Al parecer, el bufete de mi hermano en Hong Kong se está yendo al
garete. Menudo lío… que si la policía china, que si cuentas congeladas, y yo qué sé
qué más… Esto, ¿por qué no te pasas a mediados de la semana que viene y vemos
cómo todo esto podría afectar a mi capacidad para publicar el libro de Alfred?…
Esto, lo siento en el alma. Adiós».
Habría preferido a Digger.

«Marco, soy Rob. Dejo el grupo y me voy a vivir con Maxine a San Francisco.
Adiós».

No hay problema; Rob deja el grupo una vez al mes. Además, así ya no tengo que
componer más canciones con partes para campanillas. A por el último obstáculo. Por
favor, Dios mío, que no sea Digger. Si no puede ponerse en contacto conmigo, no
podrá amenazarme.

«Querido Marco, soy Digger, del estudio de grabación Fungus Hut. ¿Cómo estás?
Yo bien, gracias. Este es un mensaje amistoso para recordarte que nos debes 150
libras y que como no pagues antes de las cinco de la tarde del martes, el miércoles me

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llevaré tu batería a la casa de empeños de Tottenham Court Road y la venderé por lo
que me quieran dar. Y luego me gastaré el dinero en galletas de chocolate para las
mujeres de la limpieza. Un abrazo de tu tío que te quiere, Digger».

Encima irónico, el muy cabrón. ¡Tanto alboroto por 150 libras de nada! ¡Soy un
artista, por el amor de Dios! Seguro que no se pondría tan gilipollas si la pasta se la
debiese Mick Jagger. Ya se me ocurrirá algo.

Algunas tardes me gusta abrir las ventanas y meditar mientras la habitación se


diluye en el crepúsculo, pero ahora me hacía falta, por este orden: una cagada, una
ducha, un porro y una siesta, antes de encontrarme con Gibreel en el bar de abajo a
eso de las nueve y media.
Intenté llamar a Poppy pero estaba comunicando. Celos, sin lugar donde ponerlos.
Una paloma llegó revoloteando hasta el alféizar de mi ventana y echó un vistazo
alrededor de mi habitación. ¿Sería el mismo pájaro cabrón cuya mierda acababa de
quitarme de la cabeza con agua y jabón?
Palomaranoia.

Hora de fumarse un porro escuchando a Kiri Te Kanawa. Lo último que me queda


del costo que me pasó Josh… Ah, el placer de ser un miembro arruinado de la
Generación x, rodeado de mujeres y más solo que la una…
Mi habitación se parece demasiado a una capilla metodista. Personalmente me
identifico más con la Iglesia del Pagano Salvaje. Lo que me hace falta es una silla
fardona de un siglo más elegante, como la de Katy Forbes. Qué raro. Me acordaba de
su silla, de su molinillo de pimienta, de cómo tenía los pezones, pero no de la cara.
Tenía un antojo con forma de cometa.
Me duché, me lie el canuto y mientras me lo fumaba, el techo empezó a perder
nitidez. ¡Ah! Fuego de turba en el hueco de la rama dorada… Josh siempre pilla lo
mejor de lo mejor. Esa alegre sensación de ser un Gulliver amarrado por los
liliputienses me ablandó las vis ceras, y, cuando me quise dar cuenta, la luna estaba
enmarcada en la ventana y Gibreel de pie junto a la cama, mirándome.
—¡Vamos, chiquitín, ponte el traje bueno!
Me noté la boca toda pegajosa y con sabor a suela de zapato. El reloj marcaba las
diez menos cuarto. ¿Cuál era la última vez que había dormido como Dios manda?
¿De dónde había sacado Gibreel la llave? Siempre cierro con cerrojo cuando fumo.
—¿Por qué? ¿Adónde vamos?
—¡Al casino!
Estaba demasiado colocado como para me brotase la risa.
Te estas cachondeando de mí. Tengo más deudas que el gobierno de Burundi. No
puedo permitirme ir al casino.
—¡Pues precisamente por eso, Marco! Para recuperarnos y tapar agujeros.
—Sí, claro, así de fácil.

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—Tengo la persona indicada, Marco. ¡Y tengo un sistema!
Esta vez mi risa echó la puerta abajo y salió huyendo a las montañas.
—¿De qué te ríes, grifota?
No lo sabía muy bien. Nada me hacía ni la más remota gracia. Pero es que, o me
reía o me echaba a llorar. Me traje de vuelta al redil y me enjugué las lágrimas.
—De todas formas, Gibreel. En los casinos no dejan entrar a cualquiera. Tienes
que ser alguien. Y yo, sin lugar a dudas, no soy nadie.
—No te preocupes, Marco. Mi primo el rico ha venido de Beirut a pasar el fin de
semana. Y mi primo el rico, sin lugar a dudas, es alguien. Ya no existen más metales
preciosos con que colorear sus tarjetas de crédito. Vente, tío. Igual terminas la noche
podrido de dinero.
—Ejerces una pésima influencia sobre mí, Gibreel.
—Por eso sales de marcha conmigo. El rey Marco, soberano de Decentilandia,
decidió un buen día que le hacía falta un poco de perversión. ¡Y mirad! ¡Sí, en verdad
os digo que su súplica fue atendida por el arcángel Gibreel! —Le brillaron los ojos en
la oscuridad, y la oscuridad se movió—. ¿Te quedan más porros, capitán Marcótico?

Poco después nos encontramos con el primo de Gibreel en un bar de vinos de


Bloomsbury. No me gusta juzgar a la gente a la ligera, pero en cuanto lo vi supe que
era un gilipollas integral. Ni siquiera se molestó en presentarse. A veces conoces a
alguien y tardas diez minutos en darte cuenta de que no, no tiene la menor intención
de dejar de hablar de sí mismo. Era tan guay que ni se quitó las gafas de sol. Lo
acompañaba un iraní de mediana edad llamado Kemal que había huido de la
revolución de Jomeini en los setenta. Tenía una sonrisa radioactiva.
—Vámonos —dijo Kemal, dando una palmada—. Si no me equivoco, esta noche
la diosa Fortuna se va a dejar tirar los tejos. Bueno, qué, amigo mío —me miró a mí
—, ¿te va el rouge et noir?
—No me he puesto rouge en toda mi vida —bromeé, y me quedé esperando una
risa que jamás se produjo. Toma nota, Marco: nada de chistes de travestís—. Esto, no,
yo esta noche voy más bien de espectador. Tengo un problema de liquidez.
—¿Acreedores? —dijo siseante el primo de Gibreel. Era la primera señal de
interés que mostraba por mí. Por el modo en que me habló, me alegré de no ser yo
uno de sus acreedores.
—No —dije—. No tengo ninguno.
—¡Genial! ¿No tienes acreedores?
—No. Lo que no tengo es liquidez.
—¿Pero cómo? ¿Vas a ir al casino con una mano delante y otra detrás? —dijo
Kemal rebuscando en su bolso. Sacó un mazo de papeles y me lo tiró al regazo—.
Eso no puede ser, amigo mío. —Por el ruido que hicieron al aterrizar me recordaron a
los billetes. ¡Santo cielo, eran billetes!
—No puedo…

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Kemal no me estaba prestando atención. Se acarició la barba y sonrió al Primo
Rico.
—A nuestro amigo Marco se le dará bien. Los novatos son siempre decibles. Pero
insisto en lo de dos contra uno.
El primo de Gibreel soltó un bufido.
—Ni lo sueñes. Las probabilidades son las mismas.
—¿Qué es lo que se le va a dar bien a Marco? —pregunté. Una rueda encajó en
un engranaje mucho mayor que yo.
—¿Pero no se lo has dicho? —le preguntó Primo Rico a Gibreel, que sonreía con
cara de pillo.
—Marco, hijo mío —dijo Gibreel—, Kemal y mi primo han hecho una apuesta
para ver cuál de nosotros dos sale con más dinero del casino. Y eso que acaban de
darte es la cantidad de la que dispones para jugar.
Noté que a mí también se me ponía cara de pillo.
—La verdad es que no me hace mucha gracia…
Y tenemos derecho a quedarnos con todo lo que ganemos, más el doble de la
cantidad inicial, o sea: trescientas más.
—¿Trescientas libras?
—No, trescientas ciruelas. Pues claro, hombre.
—Este chico se preocupa demasiado —dijo Primo Rico.
—Sí, demasiado —coincidió Gibreel.
—Amigo mío —dijo Kemal—, esto para nosotros es el perejil del loro.
—¿Y si lo pierdo todo?
—Entonces tú lo pierdes todo —dijo Kemal— y a nadie le importa.
—Y Kemal pierde su apuesta conmigo —añadió Primo Rico.
Y allá que nos fuimos. Yo, Gibreel y dos tipos sospechosos a los que solo conocía
desde hacía diez minutos metidos en un taxi rumbo al casino. Lo cual hacía un total
de cuatro tipos sospechosos.

Eran ciento cincuenta libras en billetes de cinco, tan nuevos que crujían. Qué
simpática coincidencia: justo lo que necesitaba para liquidar la deuda con Digger y
recuperar mi batería. Por desgracia, el primo de Gibreel y Kemal me acompañaron al
cajero para cambiar la pasta por fichas antes de que pudiese pensar en un modo de
esfumarme por la boca de metro más cercana.
De manera que tuve que sonreír y aguantarme mientras cambiaba mi batería por
treinta redondelitos de plástico.
—Ahora —dijo Kemal— vamos a separarnos. Lo mío es el póquer. Nos vemos a
las doce en el hall de arriba. Gibreel y Marco: a las doce. No os retraséis ni un
minuto, o la apuesta quedará anulada y os convertiréis otra vez en calabazas.
Primo Rico entró pavoneándose en el bar para abanicarse con su dinero y escoger
a una mujer.

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—Gibreel —dije entre dientes mientras entrábamos en la sala de la ruleta—, nos
están utilizando como juguetes. Da asco. ¿Por qué lo hacen?
—Porque se aburren. Son niños ricos que necesitan juguetes nuevos. Para ellos el
dinero no significa nada.
—De todas formas, ¿no prohíbe el Corán los juegos de azar?
—Mahoma no patrulla Londres. Jugar con no musulmanes, en territorio no
musulmán, es lícito. Vamos a jugar, y que gane el mejor.

Antes de sentarme me di una vuelta para captar todos los detalles. Al pisar la
alfombra, de un lujoso violeta, me dieron ganas de ponerme en bata y zapatillas.
Hombres de esmoquin se mezclaban con mujeres con vestidos de seda. Había unas
cuantas mujeres raras y exóticas que estaban como pez en el agua bajo las lámparas
de cristal. Personajes sonrientes encerrados en oníricas cámaras de descompresión.
Un pijeras hacía pijadas y una señora mayor graznaba como un cuervo. El verde del
tapete y el dorado de las ruletas los habían robado del país de las hadas, debajo de la
colina. La ruleta giraba tan rápido que parecía que no se movía, y la bola parecía un
átomo de oro. Cuando salga de aquí habrán pasado tres siglos. Los tristes, los
aburridos, los discretamente desesperados, los locos de alegría y los mirones. Los
crupiers trabajaban como robots, sin mirar a nadie a los ojos. Alcé la vista para
localizar las cámaras, pero el techo estaba forrado de negro, como el de un plato de
televisión. No había ventanas ni relojes. Revestimientos de nogal, grabados de
caballos de carreras y galgos. Entré en una sala donde se jugaba al blackjack y al
póquer. Kemal ya estaba inmerso en una partida. Volví y me senté en un lateral para
poder ver la ruleta. Pedí un café esperando que fuese gratis. Eran las diez. Miraría
durante tres cuartos de hora para entender cómo se jugaba.
Pasaron veinte minutos. Un hombre que parecía Samuel Beckett unas pocas
semanas antes de morir se me sentó al lado, hurgándose en los bolsillos en busca de
un cigarro. Le ofrecí uno de los míos. Asintió con la cabeza, me cogió dos y comenzó
a mecerse reposadamente.
—Eres un novato que se pregunta por dónde empezar.
—Lo que me preguntó es cómo ganar —dije yo.
Vamos a ver —dijo. Se encendió el cigarrillo y dio una calada como un asmático
aspirando un inhalador—. ¿A qué quieres jugar?
—¿A la ruleta?
Habló con el cigarrillo en la boca, sin apenas mover los labios.
—Bueno, la americana tiene dos ceros, de manera que tienes más posibilidades de
perder. Quédate en la ruleta francesa. Si apuestas a los números, tienes un 2,7 por
ciento de posibilidades de perder. Si apuestas a los colores, un 1,35.
—No suena tan mal.
Samuel Beckett se encogió de hombros.
—Los porcentajes van sumando. Depende de cuánto tiempo juegues. Después de

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cien tiradas, el cincuenta y dos por ciento de los jugadores irá perdiendo. Después de
mil, el sesenta y dos por ciento. Después de diez mil, el noventa y dos por ciento.
—¿Y no hay manera de…? Bueno, en fin…
Si, en el blackjack. Te aprendes de memoria un libro entero de algoritmos de
probabilidad y luego llevas la cuenta. Apuestas fuerte cuando las probabilidades están
a tu favor, y poco cuando están en tu contra. En teoría es así de sencillo. Aunque
tienes que hacerlo muy bien o te descubrirán y te acompañarán a los cubos de basura.
Seguramente sea más fácil hacerse taxista.
—Siempre aprobaba las matemáticas por los pelos. ¿Y el póquer?
—¿El póquer? En el póquer te llevas lo que te mereces.
—Ah. Creo que no me apetece lo que me merezco. En resumidas cuentas, ¿hay
alguna forma de ganar jugando a la ruleta?
—Ese secreto te lo cambio por un mapa a Xanadú. El casino puede hacer trampas
de muchas formas —agujas microscópicas, electroimanes—, pero para el jugador, la
única esperanza es miniaturizar tecnología aeroespacial de trayectorias y usarla para
determinar el recorrido de la bola. Ya se ha hecho.
—¿Con éxito?
—En el laboratorio sí. Pero en Las Vegas los pillaron y les provocaron un
cortocircuito en el sistema. Tengo entendido que duele mucho.
—Entonces, supongo que voy a tener que confiar en la suerte.
Samuel Beckett torció el gesto como para indicar que, en ese caso, no había nada
más de que hablar. Mis trescientas libras me estaban esperando.

Me senté con miedo de que me desenmascarasen como un impostor. Puse mi


primera ficha en el rojo. Estaba a punto de perder mi virginidad como jugador de
casino. Vi cómo la bola daba saltos y vueltas alrededor de la ruleta. ¿A qué se parece
la bola? Danos una metáfora, que para eso eres negro literario.
Muy bien. La bola es como un genio que gasta toda su furia hasta que no le queda
más.
La bola se posó en el negro. El crupier se llevó mi dinero con su rastrillo y lo
echó en un agujero. Hizo un ruidito seco al caer. Las cinco libras que más rápido me
he gastado en mi vida sin sonreír.
Puse mi segunda ficha en el rojo.
La bola cayó en el negro. Enseguida me tocaría ganar una… La ley de
probabilidades. Puse la tercera ficha en el negro.
La bola cayó en el rojo. Bueno, esta vez sí que sí.
Puse la cuarta ficha en el rojo. No podía perder cuatro veces seguidas.
Perdí cuatro veces seguidas. Negro. Acaba de perder veinte libras y no me habían
dado ni las gracias.
La cosa no había empezado muy bien. Rojo, negro, rojo, negro. Como cuando te
apartas para dejar pasar al que te viene de frente y los dos os movéis hacia el mismo

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lado. No importa, Marco. Todavía tienes ciento treinta libras de fichas en el bolsillo.
Fui a por un agua mineral para replantearme la estrategia y me la bebí corriendo
con la esperanza de que expulsase de mi interior los últimos restos de hachís. Kemal
estaba en el bar.
—¿Cómo te va, amigo mío? Me estoy jugando mucho dinero contigo esta noche.
Culpa tuya, idiota.
—Estoy teniendo mis altibajos.
—Pues mejor arriba que abajo, amigo mío. ¿Cómo estás apostando? No apuestes
como un perdedor. Apuesta fuerte. No le des más importancia al azar de la que tiene.
Ganar en el casino es como ganar en la vida: todo es cuestión de proponérselo.
Ya, claro, y una piruleta lanzada en la desembocadura del Amazonas también
puede remontar el río hasta su nacimiento. Basta con que se lo proponga.

Los servicios del casino estaban alicatados en mármol negro y los espejos era de
cobre ahumado. Me imaginé gángsters vestidos con trajes de colores pastel
disparándose en los riñones. Acababa de bajarme la cremallera cuando entró Primo
Rico, todavía con las gafas de sol puestas. Se puso a mi lado sin decir ni media.
El tío me puso tan nervioso que me cortó el pis, y eso que tenía la vejiga llena. La
suya, en cambio, era un ininterrumpido torrente que caía gorgoteando por el desagüe.
La orina desinhibida de la riqueza opulenta. Fingí sacudirme las últimas gotas, me
lavé las manos, y salí pitando en busca de otro cuarto de baño.

Escogí otra mesa con una crupier morena muy atractiva con pecas y piernas de
una largura inverosímil. Tenía pinta de haber podido ser un hombre en algún
momento de su vida. Parecía afortunada.
Esta vez me concentré más.
No tardé en bajar a setenta y cinco libras.
Gané unas cuantas y perdí otras tantas. Durante quince minutos fluctué en torno a
las sesenta libras antes de perder ocho veces seguidas y caer en picado hasta las
veinte libras.
Gibreel apareció detrás de mí.
—Llevo doscientas ochenta libras con el blackjack. La ruleta es cosa de idiotas.
—No se me ocurre ningún comentario inteligente.
—¿Eso es todo lo que te queda, hijo mío? Y solo son las once.
—Vete a paseo.
Estaba pasándolo mal. Quería largarme. Aposté todo lo que me quedaba al verde.
Si caía en verde, ganaría… treinta y cinco por ficha… setecientas libras. A lo mejor
Kemal tenía razón. A lo mejor todo este rollo del juego solo era cuestión de
proponérselo. ¡Setecientas libras! ¡Concéntrate en eso!
La ruleta empezó a girar, después fue perdiendo velocidad, ¡y que me cuelguen si
la bola no se posó en el cero verde!

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Para volver a caer fuera.
Me quedé allí sentado como un pasmarote. Quería que llegase mi madre adoptiva
a arreglarlo todo. O cualquier otra madre. Me daba igual.

Observé cómo burbujeaba la lima dentro de mi botella de Coronita. Un páncreas


de loro bañado en pis.
¡Idiota!
Me merecía perder. Había apostado sin ton ni son. Si hubiese intentado sentir
más… El futuro ya existe. Los profetas ven lo que ya está ahí. Cualquiera puede
predecir el efecto que tendrá una causa determinada. En eso consiste la vida sensible,
desde la conservación e los alimentos a la previsión meteorológica. Supón que
pudieses hacer lo mismo, solo que hacia atrás… Ver la causa a partir del efecto. No
sería un proceso intelectual. Sería…
Qué gilipollez. Parecía la Nancy esa del café de Iannos.
¡Trescientas libras! ¡Solo por terminar la velada con más dinero que Gibreel!
Además de todo lo que hubiese conseguido ganar… Podrían haber sido unos cuantos
cientos. Mil incluso. ¿Cuando se me iba a presentar otra oportunidad así? Debía más
de tres mil libras, mucho más, pero unos cuantos cientos me habrían dado un poco de
tranquilidad y algunas semanas de tregua.
La cuestión era cómo conseguir más dinero para apostar. No se lo podía pedir a
Kemal. Y mi tarjeta del banco se la había tragado el cajero.
Un diablillo me echó el aliento en la nuca. ¡La tarjeta de crédito! La ampliación
del límite de crédito a trescientas libras, ¿te acuerdas?
¿Contraer aún más deudas para jugar? ¿Te has vuelto loco?
Mira, ya puestos, si vas a tener que pasarte dos años en cualquier curro grasiento
y sin ventanas para saldar las deudas, lo mismo da dos que cuatro.
Oh, no, maldita sea, la tarjeta de crédito me la había metido en el bolsillo del traje
la semana pasada para usarla en aquel restaurante mexicano tan estimulante con
Bella. Dios, qué velada tan rancia, y qué clavo me metieron.
Llevo puesto el traje. Seré imbécil.
Me toqué el bolsillo. Un objeto de plástico me tocó a mí.
Nadie había dicho que estuviese prohibido conseguir más dinero para apostar.
¿Y si me salía el tiro por la culata? A los de la tarjeta de crédito no les iba a hacer
mucha gracia. ¿Y a Poppy, que quizá ya estuviese con un hijo tuyo en la barriga? No
te estás jugando solo tu futuro. No está bien. Déjalo. Déjalo ya. No vas a tener ni para
pagar la mitad del aborto, si eso es lo que Poppy decide hacer. Y como no sea eso, ya
ni te cuento.

Encerré mis dudas en el fondo de un pozo, pero las seguía oyendo aporrear la
trampilla. Volví a la mesa del principio con trescientas libras. Había otro crupier, un
chaval joven que seguramente se llamase Nigel o algo por estilo. Igual era de

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Kennington. Las once y media. Más me valía apostar veinticinco libras por tirada.
Según Samuel Beckett, tenías más probabilidades de ganar jugando a colores,
pero a mí me había ido de pena. Esta vez iba a apostar a par o impar.
¿Cómo se escoge par o impar? Vale, primero, los años que tengo. Veintinueve.
Impar.
La bola cayó en el 20. Par. Mal empezamos. Ya solo me quedan doscientas
setenta y cinco. Bueno, venga, otro número. Algo que tenga que ver con hoy.
¿Cuántos huevos tenía la tortilla de Katy Forbes? Cuatro. Par.
La bola volvió a caer en el 20. ¡Par! Esto ya es otra cosa. Así es como hay que
hacerlo. Piensas en una pregunta cuya respuesta sea una cifra, y apuestas. Vuelvo a
tener trescientas libras.
¿Con cuánta gente había hablado hoy? Eché rápidamente la cuenta. Dieciocho
incluyéndome a mí mismo. Par. Escúchame, Dios, ya sé que no he sido un miembro
muy fiel de tu club de fans, pero te juro que si me sacas de esta volvería incluso a ir a
misa. Siempre que pueda.
La bola cayó en el 19. Mira Dios, ya no hay trato, ¿me oyes? Me quedan
doscientas setenta y cinco.
¿Cuántas espinillas tiene Nigel el de Kennington? Tres. Impar.
La bola cayó en el 34. Volvía a bajar a doscientas cincuenta libras. Otra pregunta.
Esta vez iba a jugarme cincuenta. Se me acababa el tiempo. ¿Le habría hecho la
puñeta a alguna gitana últimamente? ¿Cuántos dientes tengo? Veintiocho. Par.
La bola cayó en el uno. Destino, ¿qué he hecho yo para merecer esto? ¿Quieres
que deje de creer en el azar? Si quieres, dejo de creer. Pero ahora déjame ganar.
Destino. Soy tuyo. Estoy destinado a ganar. Me quedan doscientas.
Mierda, este era el dinero de la compra de la semana que viene. El juego era algo
horrible. ¿Cómo podía la gente jugar por placer? ¿Con cuántas mujeres me he
acostado en toda mi vida? Olvídate, no tienes tiempo.
—Yo que tú —dijo Samuel Beckett— hacía algo drástico.
Impar.
La bola cayó en el 4. Que te den por culo, Destino. Azar hasta a muerte. Ciento
cincuenta libras. Las doce menos diez.
Cuántas letras tiene mi nombre. Marco: cinco. Impar.
24. Par. Me quedan cien.
Dios mío, eso es el alquiler que tengo que pagar mañana, oy a tener que ponerme
a trabajar en el Burger King de la estación Victoria.
—¿Sabías —dijo Samuel Beckett— que puedes apostar a cuatro números a la
vez? Se llama hacer un carre. Coloca la ficha a caballo encima de cuatro casillas. Se
paga ocho a una.
¿Dónde la pongo?
—¿La escoges tú por mí?
—No.

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Puse mi penúltima ficha en 23/24/26/27.
La bola cayó en el 28.
—Así es la vida —dijo Samuel Beckett—. Pero bueno, todavía te queda una.
—Por favor —le dije—, dígame una combinación.
—Bueno, si insistes: 32/33/35/36.
Puse la ficha. Era mi última oportunidad. Me di cuenta de que no era capaz de
mirar. Como no había sofá tras el que esconderme, me tapé los ojos y la oscuridad me
engulló.
El tiempo se curvó al acercarse a la velocidad de la luz. El sonido se hizo más
espeso hasta adquirir la consistencia de la gomina. La pobreza venía andando hacia
mí entre la multitud. Una cama en el albergue de Summerford me iba a salir por doce
libras y media. Vi que el rastrillo empujaba un montón enorme de fichas en mi
dirección y me las dejaba allí. Alcé la vista. El crupier ya estaba mirando para otra
parte. Un anciano negro al que le salían pelos de las orejas miraba mis fichas con
codicia y dos chicas vestidas con el mismo vestido brillante se reían en mi cara.
Samuel Beckett había desaparecido.
Tenía delante cuatrocientas libras en fichas. Ya no me quitarían la tarjeta de
crédito.
—Amigo mío —dijo Kemal, apareciendo a mi espalda—, ya es la hora. Me
alegra ver que no te han desplumado. Vamos al hall de arriba. ¿Te lo has pasado bien?
Tragué saliva.
—Lo importante es jugar solo por placer.

Sabía que no había ganado a Gibreel, pero tenía cuatrocientas libras, más de las
trescientas que había sacado con la tarjeta. Desconté las ciento cincuenta iniciales,
que nunca habían sido realmente mías. Un modesto beneficio de cien libras. Más las
treinta de la chupa de cuero. Igual bastaba para aplacar a Digger, si le prometía
hacerles la manicura a sus mastines durante una semana. La batería volvía a ser mía.
Luego estaba el concierto de La Música del Azar el próximo fin de semana en la
Brixton Academy. Con eso debería alcanzarme hasta final de mes. Allí siempre nos
pagaban a tocateja porque el año anterior me había tirado un par de veces a la
organizadora de eventos del Sindicato de Estudiantes.
Gibreel parecía avergonzado en el hall del piso de arriba.
—Lo siento —estaba diciéndole a su primo—. El crupier debe de haber
neutralizado mi sistema.
—¡Amigo mío! —dijo Kemal, dando saltos de alegría. Yo permanecí impasible,
pero por dentro estaba como unas castañuelas. ¡Sí! Cien más trescientas hacen
cuatrocientas libras de beneficio, ¡y eso ya son palabras mayores!
El primo se sacó a regañadientes un sobre de color beige que Kemal le arrancó de
las manos.
—Muchas gracias amigo mío.

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Gibreel frunció el ceño y me señaló con el dedo.
—¡No tan rápido! ¡Marco ha hecho trampas! ¡Ha sacado más dinero! —Mi
examigo me miró—. ¡Di que no, anda!
Qué cosa tan rara, el dinero.
—Nadie dijo que no pudiese hacerlo.
El primo y Gibreel se fueron a por Kemal y trataron de quitarle el sobre. Kemal se
echó hacia atrás, el primo agarró el sobre, Kemal agarró al primo y los dos se cayeron
encima de un macetero derribando una enorme planta con forma de paraguas y
derribando un gong que se precipitó escaleras abajo emitiendo un gong por peldaño.
Gibreel cogió el sobre, Kemal salió retorciéndose de debajo de la planta con
sorprendente agilidad y le dio un cabezazo a Gibreel, que se tambaleó hacia atrás
escupiendo un diente. Primo Rico le hizo un placa je de rugby a Kemal por detrás y
se oyó el silbido de la tela al desgarrarse. Parecía todo una coreografía. Kemal perdió
el equilibrio, se llevó la mano al bolsillo mientras caía y, de repente, un cuchillo con
forma de sonrisa relampagueó por el aire. Supongo que en el fondo no eran tan
buenos amigos.
Los problemas ya estaban a la vuelta de la esquina. La única escapatoria posible
para mí era que aquella extraña puerta triangular estuviese abierta y pudiese colarme
dentro antes de que llegasen los gorilas, sin que estos tres se diesen cuenta y
confiando en que a nadie le diese por mirar dentro. ¿Qué probabilidad tenía? Como
plan de fuga, parecía diseñado por una avestruz, pero hay veces en que la estrategia
del avestruz es el último, si no el único, recurso defensivo disponible. Giré el pomo
de la puerta.
¡Y que me cuelguen si no estaba abierta! Me apretujé dentro y cerré la puerta. Me
di un golpe en la cabeza, metí el pie en un cubo y olí a detergente. Mi escondrijo era
un armario de limpieza.
Oí llegar a los gorilas, un tropel de gritos y protestas. Me sentía extrañamente
tranquilo. Mi destino, como de costumbre, estaba en manos del azar. Si me pillaban,
que me pillasen. Esperé a que abriesen la puerta de un tirón.
Se llevaron los ruidos a otra parte.

Vaya día. ¿De verdad estoy escondido en el armario de la limpieza de un casino?


Pues sí, lo estoy. ¿Pero cómo diablos he venido a parar aquí? De repente cesó un
zumbido, y me quedé a solas en el silencio de cuya ausencia ni me había percatado.
Existe la Verdad, y luego existe Ser Veraz.
Ser Veraz es una actividad humana más, como la de camelarse a chicas, trabajar
de negro literario, vender drogas, gobernar un país, diseñar radiotelescopios, ser
padre, tocar la batería y robar en los supermercados. Todas ellas son propensas a los
adverbios. Se puede ser veraz bien o mal, franca o astutamente, y puedes elegir
hacerlo o no hacerlo.
La Verdad no tiene nada que ver con todo eso. A un cometa no le importa si los

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humanos reparan en su paseo milenario, y a la Verdad no le importa lo que los
humanos puedan estar escribiendo sobre ella esta semana. La indiferencia de la
Verdad es inmutable. Más mercurial que jovial. A veces te das la vuelta y la ves: en
una fuente, en la parábola de un frisbee, o en la oscuridad de un armario de la
limpieza. Las causas y los efectos se levantan educadamente y se presentan. En esos
momentos entiendo lo inútil que es preocuparse. Cierro el pico y veo a la bondad
trastabillándose detrás de las lamentaciones y la inseguridad. Atar mi futuro al de
Poppy e India —si me quisiesen sería el mayor salto al vacío que jamás podría dar,
un salto infinito que reventaría la escala Richter.
Y de repente la Verdad desaparece, y vuelves a la angustia de las facturas.
Di un bostezo tan grande que la mandíbula me dio un chasquido. La adrenalina
resultante de la pelea y del café del bar estaba desapareciendo. La Verdad cansa
mucho. Era el momento de salir de mi armario de la limpieza.

Canjeé las fichas rezando para tener el dinero entre las manos pegajosas antes de
que me reconociesen. ¿Todos los cajeros eran igual de lentos?
Finalmente me vi libre. Fui a buscar mi cazadora. Seguían sin reconocerme.
En una esquina del vestíbulo había un teléfono. Mientras me hurgaba en los
bolsillos en busca de monedas, Samuel Beckett se me acercó con aire despreocupado.
—A tus amigos los han convencido de que continuasen con su sincero
intercambio de pareceres en otra parte. Sin cuchillos.
—¿A quiénes?

El teléfono era de los antiguos. Uno de esos de círculos y ruedas que giran por
separado. Metí la moneda.
—¡Poppy! Soy yo.
—Vaya, vaya. Mira a quién tenemos aquí.
Irónica. ¿Cansada?
—Ya te dije que iba a una inauguración. Como un niño en una tienda de
caramelos. ¿Cómo está el pequeño trilobite?
—Se durmió de morros porque quería que le hubieses contado un cuento.
—He tenido un día complicado.
—Oh, pobre Marco.
—He tenido unos cambios de paradigma. Poppy…
—Y esos cambios de paradigma, ¿se te tienen que ocurrir a las tantas de la noche?
—Lo siento, es que es algo muy urgente… Verás, financieramente ya sabes que
no soy Rockefeller, pero… mira, en serio, me he preguntado si te apetecería hacer
una fusión de nuestro patrimonio, en sentido financiero, y quizás también
sentimental, por supuesto que eso solo sería la punta del… en fin, del iceberg de
nuestro compro miso, y si tú quisieses hacer lo mismo, entonces, a lo mejor…
—Marco. ¿De qué demonios estás hablando?

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Dilo.
—¿Quieres casarte?
Ay, Dios mío.
—¿Con quién?
No me lo iba a poner fácil.
—Conmigo.
—La verdad, no me lo esperaba, así de sopetón. Déjame que me lo piense.
—¿Cuánto tiempo necesitas?
—¿Un par de décadas?
—¡No me hagas rabiar! Te he comprado una camiseta con un cerdo…
—Pretendes que te conceda la mano en sagrado matrimonio y a cambio me
ofreces un cerdo. ¿Estamos en Putney o en Bangladesh?
—Poppy, te lo digo en serio. Quiero ser tu, tu, quiero que seas mi… —Marido.
Mujer. Cielo santo—. Todavía no me sale del todo. Pero ya me saldrá. No estoy
borracho ni fumado, en serio.
Los breves instantes que se sucedieron fueron más densos que el tiempo normal y
corriente, porque la posibilidad de una vida entera estaba comprimida dentro de ellos.
Los dos empezamos a hablar al mismo tiempo. Poppy continúo.
—Mira, como digas la palabra «serio» una sola vez más, voy a empezar a creerte.
Y como luego me entere de que no ibas en serio, nuestra amistad barra relación barra
lo que sea habrá terminado. Has llegado a un punto de no retorno. ¿Lo dices en serio?
—Lo digo en serio.
Poppy silbó suavemente.
—Marco. Me sorprende que todavía puedas sorprenderme.
—Voy para allá. ¿Te parece bien?
La espera más larga de todas.
—Sí, dadas las circunstancias, supongo que me parece bien.
Colgué y recogí el abrigo. El metro estaba cerrado desde hacía horas. Tenía
dinero para pagar un taxi a Putney, pero con quince libras podíamos dar de comer a
India durante… ¿cuántos días? Además, tenía cosas en que pensar. Iría andando.
Aunque tardase toda la noche.

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Clear Island

A BRÍ los ojos, jadeante y empapada, y vi cómo el sol emergía de un mar


reluciente. Miré a Billy, que estaba en la cabina aguantándose la risa.
«Gallina», le dije articulando con los labios, y se rio. El Sí. Fachina dejó atrás las
contracorrientes entre los bajíos de Illaunbrock y el peñón de Clarrigmore, dobló el
cabo occidental de Sherkin Island, y después de veinte mil kilómetros, mi cuaderno
negro y yo divisamos el final de nuestro viaje. Clear Island apareció lentamente ante
mi vista, me noté una costra de sal marina en la cara y sentí que había llegado a casa.
El solitario brazo de Ardatruha apuntando hacia el Atlántico. Observé la luz sobre
las olas, los tonos de azul allí donde los arrecifes se precipitaban hacia las
profundidades, los acantilados que se desplomaban por detrás de Carriglure. Prados
en las hondonadas, pastos en las colinas. El puertecito descuidado en la ensenada del
promontorio. Unos pocos kilómetros de carreteras tortuosas. El cementerio, el lugar
más presentable de toda la isla. El pozo de St. Ciaran. Una isla tan antigua como el
mundo.
La hija muda de Billy me dio un golpecito con el codo para ofrecerme los
prismáticos de su padre.
—Gracias, Mary.
Enfoqué las casas. Distinguí a mis padrinos, Maisie y Brendan Mickledeen,
trajinando en la terraza de The Green Man, y pensé en las figurillas mecánicas del
reloj del ayuntamiento de Zúrich, enfrente de mi laboratorio. El colmado del Anciano
O’Farrell al pie del Baile Iarthach, que también hacía las veces de oficina de correos
y central de chismorreos. ¡Que me cuelguen si aquel que desaparece por el istmo de
Cnocán an Choimhthigh no es el viejo motocarro de Bertie Crow! ¿Es que nunca va a
pasar a mejor vida?
¿Qué es lo que ata un pedazo de tierra al corazón de una persona, Mo?
Junto a la orilla, un grupo de sicomoros cubría la casa donde nací, que se estaba
desmoronando. Me pregunté si ya se habría hundido el techo.
Me acordé de los suizos de mandíbula cuadrada, de paseo por sus ciudades
inmaculadas en deportivos alemanes último modelo. Me acordé de los chavales
esmirriados que se buscaban la vida en las calles del barrio de Kowloon donde vivía
Huw. Y pensé en la suerte que tuve de criarme aquí, correteando por esta isla y
sonsacándole todos sus secretos. El nacimiento nos reparte a todos una mano de
cartas, pero el lugar en que las recibimos es tan importante como su valor.
—Nos has traído un tiempo espléndido, Mo —gritó Billy por encima del motor
diesel—. Esta mañana llovía a cántaros. ¿Nos has echado de menos?
Asentí con la cabeza, incapaz de apartar los ojos de la isla. ¡Cuánto he echado de
menos vuestros trece kilómetros cuadrados! En la petulante Zúrich, en la
euroadinerada Ginebra, en la caótica Hong Kong, en la despiadada Pekín, en el
maldito Londres, cerraba los ojos y veía tu topografía, igual que veo el cuerpo de

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John. Vi a los cormoranes planear en el viento, esta vez desde el sur, y a los alcatraces
zambullirse y desaparecer en la bahía de Bairneach. De repente me entraron ganas de
sonreír y lloriquear como una loca, ganas de gritarle a Baltimore, y a las bajas
montañas, y más allá, hasta Cork: «¡Que os zurzan! ¡Ya estoy aquí! ¡He llegado a
casa! ¡Cogedme si podéis!».
Una isla de nubes envolvió al sol y la temperatura bajó. Se me puso carne de
gallina.
Antes de nada, dadme solo un poco de tiempo para estar con John y Liam.
El St. Fachina aminoró la marcha hasta que el ruido del motor se convirtió en un
resoplido, y Billy lo llevó a puerto.

La noche en que los Estados Unidos llevaron a cabo su «ataque preventivo» yo


había improvisado una cena en mi chalet. Daniella, la más brillante de las
investigadoras recién licenciadas que aquel año hacían prácticas en Light Box, había
encendido la televisión para ver el tiempo, y seis horas después todavía estábamos
pegados a la pantalla, picoteando la comida ya fría sin pizca de apetito. Alain había
venido de París, y también estaba Huw, un amigo de John que vivía en Hong Kong.
La televisión mostraba el perfil nocturno de una ciudad del Golfo Pérsico en llamas.
Un joven piloto hablaba con un periodista de la CNN con peluquín.
—¡Sí, señor, estaba todo iluminado como en la fiesta del Cuatro de Julio, lo más
bonito que he visto en mi vida!
—Hemos oído hablar de la precisión quirúrgica de los bombardeos, gracias a la
tecnología Quancog aplicada a los Homer.
—Sí, señor, con los Homer puedes escoger hasta el hueco del ascensor. Los
chicos de control de misiones programan los planos de los edificios, y tú solo tienes
que recostarte en tu asiento y dejar que el ordenador del misil piense por ti. ¡Y que
esas monadas arrasen con todo! ¡Directos al hueco del ascensor!
Alain derramó el vino.
—¡Putain! A este paso nos dirá que los misiles también bajan a por el pan y
pasean al perro.
Un general con el torso cubierto de medallas hablaba desde el estudio de
Washington.
—Para los americanos, la libertad es un derecho inalienable. Para todos. La
tecnología Homer está revolucionando la guerra. Nos permite golpear con fuerza a
esos dictadores malignos, donde más duele, con un mínimo de efectos colaterales
para la población civil que tiranizan.
John llamó desde Clear Island.
—Esto no es el telediario, es una retransmisión deportiva. ¿Es que ya se han
hecho tantas películas sobre la guerra tecnológica que la guerra tecnológica se ha
convertido en una película? Esto es publicidad encubierta. ¿Alguien había oído hablar
de los misiles Homer hace dos días?

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La repugnante sensación de que aquello iba por mí. Me estaba mordiendo los
nudillos.
—Sí… Yo sí había oído hablar de ellos.
—Mo, cielo, ¿estás bien?
—No, John. Ya te llamo yo luego.
Imágenes de la BBC. Una calle iluminada por el fuego y las luces de las
ambulancias. El letrero «Censurado por las Fuerzas Enemigas» en el margen inferior
de la pantalla. Una periodista norirlandesa le ha puesto el micrófono delante a una
mujer con la cara brillante de sudor o de sangre, o de ambas cosas.
—¡A ver! Pregúnteselo a su gente, ¿por qué han lanzado una bomba contra una
fábrica de comida para bebés? ¿Qué necesidad hay de lanzar una bomba contra una
fábrica en una guerra? ¡Dígamelo!
Corte.
Vuelta al estudio para más análisis con los expertos. Daniella se había quedado
dormida; la tapé con una manta y eché otro tronco al fuego.
—Eso de «ataque preventivo» —dijo Huw— debe de significar no declarar la
guerra hasta que no estén todas las cámaras preparadas.
Me encontraba cansada. Eché un vistazo entre las cortinas para ver la noche y las
montañas y la Vía Láctea, y vi una científica de mediana edad con la cara demacrada.
Te has forzado tanto, Mo, que te has quedado sin fuerzas. A tu edad tu madre ya
estaba viuda. ¿Hasta dónde vas a seguir forzando? El cristal helado me mordisqueó la
punta de la nariz.
¿Oyes la cascada, más allá del prado, al pie de la montaña?
A cinco mil kilómetros de distancia las fuerzas de la libertad y la democracia
estaban utilizando los frutos de sus más brillantes mentes científicas para demoler
edificios y aplastar a los Liams y Daniellas que allí vivían. Después vimos los
escombros en llamas y los fuegos artificiales en el cielo. Felicidades, Mo. Esta es tu
vida.
—Madre mía, en qué zoo demencial hemos convertido el mundo.
Alain me oyó pero me entendió mal.
—Ningún zoo mata a sus propios animales.
Mi aliento empañó todo el cristal.
—Estamos fuera de nuestras jaulas, y fuera de todo control.

Billy me aupó al muelle haciendo «¡tachán!». Me tambaleé al pisar tierra firme.


Casi me oía los huesos rechinar. Podría haber sido el día de mi partida. La hilera de
barcos de pesca: el Dún an Óir de Mayo Davitt, el Oilean na Nean de Daibhi
O’Bruadair, el Abigail Claire de Scott, repintado en amarillo y azul; el bote cubierto
de lapas de Red Kildare, más necesitado que nunca de una puesta a punto. Rollos de
maromas, montículos de redes, bidones de aceite, cajones de plástico. Gatos
escuchimizados escarbando a su antojo. En las islas, lo de dentro está fuera. Las cosas

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se quedan allí donde caen. Respiré hondo. El olor a pescado pasado del agua marina,
el olor agridulce de las cagarrutas de oveja, el gasóleo de los motores de los barcos.
—¡Mo!
El padre Wally estaba encaramado a su triciclo junto a los viveros de ostras.
Bernadette Sheehy, en minifalda y botas de pescador, lavaba con la manguera unas
nasas de langosta. El padre Wally me saludó con una sonrisa de oreja a oreja.
—¡Mo! ¡Has vuelto a tiempo! Qué día tan espléndido nos has traído. Esta mañana
llovía a cántaros.
—¡Padre Wally! Es usted el vivo retrato de la salud.
Qué gusto daba hablar en gaélico.
—Los octogenarios dejamos de envejecer. Ya no tiene sentido. ¿Qué te ha pasado
en el ojo?
—Le di un cabezazo a un taxi en Londres.
—¿Qué tal el viaje? Debe de haber una manera más fácil de parar un taxi, aunque
sea un taxi inglés.
Nos echamos a reír y le miré fijamente a los ojos, esos ojos azules de ochenta y
cuatro años. Qué órganos tan maravillosos son los ojos. Cuántas cosas han visto los
del padre Wally…
Un ataque de pánico… el redoble de un tambor militar…
¿Y si el tejano hubiese venido a reclutar lugareños? Él solo tenía más dinero que
los diecisiete condados de la República juntos.
¡Tranquilízate, Mo! El padre Wally bautizó a tu madre. La mesa de la salita ha
sido escenario de interminables partidas de ajedrez que dan fe de su amistad con
John. Si empiezas a dudar de tus paisanos, es que el tejano ya ha ganado.
—¿El viaje? Pues a decir verdad, bastante agotador, padre. Hola, Bernadette.
La guapa de la isla se acercó.
—Buenas, Mo. ¿Llegas de lejos?
—Más de lo normal.
—Te has perdido la mejor feria de verano de todos los tiempos. Vino toda la
gente de Ballydehob, de Skull y de Baltimore. Un noruego aficionado a los pájaros se
enamoró de mí. Se llama Hans. Me escribe todas las semanas.
—Le ha escrito exactamente dos veces dijo Hanna, la hermana pequeña de
Bernadette, saltando de un cesto de ropa sucia podrido. La hermana mayor la enchufó
con la manguera y Hanna huyó a grito pelado hacia el vivero de ostras.
—Sí —dijo el padre Wally—. Fue una feria estupenda. E hizo un tiempo ideal
para las regatas. Aunque hubo que volver a llamar a la lancha de salvamento de
Baltimore. Un catamarán volcó. ¿Estarás aquí para las regatas del año que viene?
—Eso espero. De verás que lo espero.
—¿Y Liam, va a volver a la isla antes del fin de semana, Mo?
Bernadette era demasiado ignorante como para saber hacerse la indiferente. Se
había enrollado un bucle de pelo en el meñique y no se daba cuenta de dónde

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apuntaba con la manguera.
Ojalá.
—Más le vale que no. Está justo en mitad del semestre de otoño.
El padre Wally me miró de una forma ligeramente extraña. ¿Habría dado yo una
respuesta ligeramente extraña?
—Bueno, Mo. No hagas esperar a tu hombre.
—¿Está en casa?
—Hace una hora estaba. Me pasé por allí para liberar a mi torre de su encerrona.
—Entonces, me despido por un rato. Padre Wally. Bernadette.
—Ten cuidado.

—La ciencia es como una partida —gustaba de decir el doctor Hammer, mi


mentor en Queen’s—. Sus secretos son la apuesta. Los errores son los tahúres. Y los
científicos somos los pardillos.
Niels Bohr, el gran danés de la física cuántica, gustaba de decir: «Es un error
creer que la labor de la física es descubrir cómo es la naturaleza. La física trata de lo
que podemos decir acerca de la naturaleza».
La historia de mi país, ese cúmulo de traiciones e hipótesis sobre lo que «podría
haber sido», no es el estudio de lo que realmente ocurrió aquí: es el estudio de lo que
los historiadores han estudiado. Los historiadores, al igual que los físicos, también
arriman el ascua a su sardina.
Los «hechos» históricos, por más que se disfracen de antepasados del presente, se
generan a sí mismos.

Recuerdo el sol que se filtraba por el tragaluz del despacho de Heinz Formaggio.
La vista parecía sacada de una ópera. Las montañas que bordeaban el lago Leman
estaban salpicadas de malva y plata. Junto a la orilla, bajo una extravagancia con
veleta de cobre, un jardinero con pinta de gnomo podaba una alfombra de césped
mientras Mercurio con su casco alado despegaba de un pedestal de mármol.
Heinz me había presentado al tejano como «señor Stolz». En el sofá había un
sombrero con capacidad para cuarenta litros. Se quitó las gafas de sol y me miró con
unos ojos que no le cerraban bien.
—Si te marchases ahora —razonaba Heinz—, estarías abandonando el proyecto
en una fase crucial. Eres el eje de un equipo de pesos pesados, Mo. Esto no es un
trabajito de sábado por la mañana del que puedes dimitir así por las buenas.
—Sí que puedo dimitir. Ya lo hice ayer. Vuelve a leerte la carta.
Heinz el amistoso.
—Mo, ya sé que el trabajo en un gabinete de estrategia tiene sus vicisitudes. Es
un entorno muy particular. Yo mismo tengo mis momentos de duda. Y estoy seguro
de que el señor Stolz también. —El tejano se limitó a mirarme—. Pero terminan
pasando. Te suplico que aparques esa decisión tan drástica hasta dentro de uno o dos

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meses.
—Esa decisión tan drástica ya está tomada, Heinz.
Heinz el estupefacto.
—¿Adónde vas a ir? ¿Y qué va a ser de Liam y de la beca que le hemos dado?
Hay mil y un factores que deberías sopesar adecuadamente.
—Ya está todo sopesado. Y la educación de mi hijo no depende de vuestro dinero.
Heinz el chantajista emocional.
—Te están tentando, ¿verdad? Todos los que trabajamos con tecnología de
vanguardia recibimos mejores ofertas, Mo. ¿Quién te da derecho a ser tan egoísta?
¿Adónde te vas?
—Me voy a plantar nabos al condado de Cork.
—Hacerte la graciosa no ayuda. Light Box tiene todo el derecho a saberlo. En
abril vamos a tener las instalaciones del CERN completamente a nuestra disposición.
Y los datos del supercolisionador de Saragosa nos llegan la semana que viene.
Podrían ser la solución a las ataduras que la noseparabilidad impone a Quancog. ¿Por
qué justo ahora?
Suspiré.
—Está explicado en la carta.
—¿De verdad pensabas que Light Box realizaba sus experimentos por pura
diversión?
—No. De verdad pensaba que Light Box realizaba sus experimentos para las
agencias espaciales. Eso es para lo que nos han dicho que sirve la cognición cuántica.
Pero de repente estalla una guerra y me entero de que mi modesta contribución a la
sabiduría universal se está usando en misiles aire-tierra con el objeto de matar a
personas que no son lo bastante blancas.
—¿Hace falta ponerse tan melodramática? La frontera entre el uso militar y el
civil de la tecnología aeroespacial siempre ha sido subjetiva. Sé realista, Mo. Así son
las cosas.
—Si alguien se pasa cuatro años oyendo milongas y de repente se entera de que
lleva cuatro años oyendo milongas, lo que quiere es largarse. Sé realista, Heinz. Así
son las cosas.
El tejano se removió en su asiento y el sofá crujió.
—Señor Formaggio, es evidente que la doctora Muntervary valora la exactitud —
dijo con la parsimonia del que jamás es interrumpido—. Con eso me identifico. El
proyecto Quancog me es muy querido, creo que puedo ofrecer una visión más amplia.
¿Me permite charlar a solas con la señora?
Una pregunta retórica.

Al verme llegar por el sendero, el rostro enjuto que estaba asomado a la ventana
del colmado del Anciano O’Farrell volvió a sumirse en la oscuridad. La tienda no
tenía hora de apertura ni de cierre, pero la mujer del Anciano O’Farrell nunca recibía

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a nadie a menos que el Anciano o su hijo, el Viejo O’Farrell, estuviesen con ella.
Incluso cuando yo era niña, ella ya desconfiaba de todo lo que llegase de fuera: de
Gran Bretaña y de lo que había más allá; desconfiaba hasta de su existencia. Admitía
que Baltimore estuviese ahí. Pero más allá de Baltimore se extendía una tierra tan
insustancial como las ondas radiofónicas.
Cuando el Anciano y el Viejo no estaban, simplemente entrabas en la tienda, te
servías tú mismo y dejabas el dinero en la caja de zapatos. Me detuve a recobrar el
aliento en la puerta del prado de los O’Driscoll. Cada vez que vuelvo a la isla esta
cuesta está más empinada, lo juro. Una pareja de ancianas vestidas con mantos negros
estaban rastreando la playa, justo donde termina la hierba de las dunas. Caminaban
como cuervos. Levantaron la cabeza a la par y me saludaron con la mano. ¡Moya y
Roisin Tourmakeady! Les devolví el saludo. En el pasado las teníamos por brujas
capaces de provocar remolinos. Tenían búhos vivos en el desván, y seguro que
todavía los tienen.
Era peligroso volver a Clear Island, Mo. No tardarán en llegar. Ha sido un
pequeño milagro que hayas conseguido llegar hasta aquí.
Un milagro, y el espléndido aislamiento del sistema informático de la Aer Lingus.
Volver aquí era peligroso, pero no volver era imposible.
Se estaba bien al sol, una espesa capa de musgo cubría el muro de piedra y los
helechos se mecían con la brisa.
Con solo tres motos en toda la isla, los lugareños las reconocen por el ruido. Red
Kildare se detuvo a mi lado, con el sidecar vacío, y se subió las gafas.
—¿Así que te han dejado volver, eh, Mo? Vaya ojo a la virulé que llevas.
—Hola, Red. Pareces un mago apartado de la profesión. Sí, mis días como
guardameta de la selección se acercan a su fin.
Al igual que John, Red Kildare no es nativo de Clear. Apareció como caído del
cielo en los años sesenta, cuando una tentativa de fundar una colonia de
librepensadores adeptos a la filosofía de Timothy Leary acabó como el propio
Timothy Leary y terminó reducida a Red, sus cerdos, sus cabras y unas cuantas
anécdotas delirantes. Todos los días se pasa por Aodhagan para ordeñar a Feynman,
la cabra de John, y le paga con queso de cabra y cuidando del huerto. John dice que
sigue cultivando la mejor marihuana de aquí a Cuba. Ya habla gaélico mejor que yo.
—Me acordé de ti el otro día, Mo.
—¿Ah, sí?
—Sí… Un murciélago muerto cayó del cielo y aterrizó justo a mis pies.
—Me alegra saber que, a pesar de mi ausencia, todavía se me recuerda, Red.
Volvió a ajustarse las gafas.
—Tengo una charla pendiente con uno de los gansos de Daibhi O’Bruadair.
Cuídate.
Arrancó su vieja Norton, despertando a un lechón que estaba en el suelo del
sidecar. El bicho intentó trepar al asiento pero volvió a caerse cuando la moto salió

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zumbando.

Heinz Formaggio solo mostró su irritación dando un leve portazo.


El tejano y yo nos quedamos mirándonos de una punta a otra del despacho. El
gnomo seguía podando en el jardín. Estuve a punto de decir «¡Desenfunda!», pero
son muchas más las cosas que estoy a punto de decir que las que realmente digo.
—Debe de ser usted alguien de veras muy importante para echar a Heinz de su
propio despacho.
—Tenía miedo de que el bueno de nuestro director se pusiese a chillarle.
—Que te chille Heinz es como que te azoten con una lechuga.
Se metió la mano en el bolsillo de la camisa.
—¿Le importa que fume, doctora?
—En Light Box está prohibido fumar.
Se encendió el cigarrillo, volcó el contenido de un cuenco de flores secas en una
carpeta de Light Box y usó el recipiente como cenicero.
—El otro día oí de pasada un comentario jocoso sobre mi persona: No le
entregues ningún documento enrollado, que se lo fuma.
—Perdone que no me lo crea.
Me sonrió como diciéndome que el que yo lo creyese o no carecía de importancia.
—Doctora Muntervary, yo soy tejano. ¿Sabía usted que Tejas fue una república
independiente antes de incorporarse a la unión?
—Sí, lo sabía.
—Los tejanos somos un pueblo orgulloso. Tenemos a gala hablar alto y claro. Así
que vamos a ir al grano. El Pentágono exige que se complete el proyecto Quancog.
—Pues entonces complétenlo.
—Light Box es la única que puede hacerlo. Los dos sabemos por qué. Es decir,
los dos sabemos quién puede hacerlo. Light Box cuenta con Mo Muntervary.
—Desde ayer nadie cuenta con Mo Muntervary.
Echó una bocanada de humo y la observó deshacerse en el aire.
—Si fuese así de fácil…
—Es así de fácil.
—Los reyes abdican, los policías entregan sus placas, los directores de los
gabinetes de estrategia pueden dar todos los portazos que quieran y salir hechos una
furia, y a nadie le importa un bledo. Pero usted, doctora, jamás podrá abandonar la
cancha. Es un hecho. Acéptelo.
—¿Y eso es hablar alto y claro? Pues la verdad, no he entendido ni jota.
—Entonces me expresaré de otro modo. Light Box es solo uno de tantos centros
de investigación existentes en el mercado. Hay organizaciones en Rusia, Indonesia,
Sudáfrica, Israel y China que andan a la caza de científicos como usted. Hay toda una
nueva confederación de países árabes a los que no les caemos muy bien que digamos.
Hay tres consultoras militares que quieren tener acceso a la cognición cuántica, y

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nuestros primos británicos son una de ellas. El mercado se está abarrotando y la
competición es feroz. El Pentágono desearía invitarla a trabajar con nosotros. Los
menos democráticos de nuestros competidores van a coaccionarla. Da igual donde se
esconda y cómo se esconda: al final la encontrarán y contratarán sus servicios, tanto
si le gusta como si no. ¿He hablado lo bastante claro ahora, doctora Muntervary?
—¿Y cómo exactamente puede alguien «coaccionarme»?
—Secuestrando a su hijo y encerrándolo en una caja de cemento hasta que
produzca los resultados exigidos.
—Eso no tiene ninguna gracia.
Se colocó un portafolios en las rodillas.
—Bien —dijo, abriendo los cierres con sendos golpes secos—. Esto es un dossier
con fotografías e información sobre las técnicas empleadas por los cazatalentos.
Verifíquelas a través de sus propios canales: sus amigos de Amnistía Internacional en
Dublín reconocerán los nombres. Estúdielo con calma. —Me pasó el dossier—. Pero
no las mire con el estómago vacío. Otra cosa. —Me tiró un pequeño cilindro negro
del tamaño de un carrete de fotos—. Llévelo encima.
Lo miré en mi regazo, pero no lo cogí.
—¿Qué es?
—Es un interruptor de emergencia programado con la huella de su pulgar
derecho. Se activa como un encendedor. Si aprieta el botón, uno de nuestros hombres
estará a su lado en menos de cuatro minutos.
—¿Por qué habría de tragarme toda esta bazofia? ¿Y por qué yo?
—El nuevo orden mundial no es ninguna novedad. La guerra está volviendo por
la puerta grande, tampoco es que se hubiese retirado de la escena, y los científicos
como usted ganan guerras para los generales como yo. Porque la cognición cuántica,
si se combina con la inteligencia artificial y con la tecnología de satélites de la
manera que usted ha propuesto en sus últimos cinco trabajos de investigación, haría
que, en comparación, la tecnología nuclear actual resultase tan letal como una lluvia
de pelotas de tenis.
—¿Y cómo están al tanto esos cazatalentos fantasmas de mi labor de
investigación en Light Box?
—Pues igual que lo estamos todos. Gracias al espionaje industria de toda la vida.
—Nadie va a secuestrarme. Míreme. Soy una mujer de mediana edad. Solo
Einstein, Dirac y Feynman lograron hacer contribuciones de importancia a los
cuarenta.
El tejano apagó el cigarrillo y volvió a echar las flores secas al cuenco.
—Hay mucha gente que le lame el culo, doctora, y yo también lo haría si pensase
que iba a servir de algo. Pero escúcheme bien. No entiendo ni papa de su mecánica
matricial, ni de su cromodinámica cuántica, ni de su capacidad para convertir la nada
en algo aprovechando energía llegada de ninguna parte. Pero lo que sí sé es que solo
hay diez personas vivas en todo el mundo que pueden hacer de Quancog una realidad.

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Ya tenemos a seis, en Saragosa, al oeste de Tejas. Le estoy ofreciendo un trabajo. Este
otoño teníamos pensado trasladar allí la totalidad del proyecto Quancog de Light Box
y ofrecerle el consabido paquete de incentivos, pero su carta de dimisión nos ha
obligado a actuar.
—¿Por qué iba a querer trabajar para ustedes? Su presidente es un simplón y un
sinvergüenza.
—No hace falta ser un genio para darse cuenta de eso. Pero de todos los
simplones sinvergüenzas con el poder de apretar el botón hoy en día, ¿quién
preferiría que tuviese Quancog?
—¿Un Quancog para uso militar? No debería tenerlo nadie.
—Véngase a Tejas, doctora Muntervary. De todas las agencias que la rondan, la
nuestra es la única que respetará su conciencia y los derechos de su chaval y de John
Cullin. Me tiene por su enemigo, doctora. Eso puedo aceptarlo. En el mundo en el
que me muevo, los amigos y los enemigos dependen del contexto. Pero trate de
comprender que estoy de su lado, antes de que sea tarde.
Miré a Mercurio.
—Ese siempre me ha caído bien —dijo el tejano, siguiéndome la mirada—. Vivía
de su ingenio.

El letrero del pub The Green Man rechinaba al balancearse. Maisie estaba
apoyada en el muro de piedra, mirando al mar con su catalejo. Brendan estaba en la
otra parte, trajinando en el huertecillo. Los últimos cabellos grises de Maisie se
habían vuelto blancos.
—Buenas, Maisie.
Agitó el catalejo en mi dirección y se le abrió la boca.
—¡Qué ven mis ojos! ¡El fantasma de Mo Muntervary ha vuelto para
atormentarnos! Vi un sombrero raro desembarcando del St. Fachina —dijo, bajando
el visor—, pero pensé que sería un ornitólogo que venía a ver si avistaba algún ganso
de Thewlicker. ¿Qué te has hecho en el ojo?
—Un electrón travieso me dio un puñetazo en un experimento en el laboratorio.
—Incluso cuando solo nos llegabas por las rodillas ya te chocabas con todo.
¡Brendan! ¡Mira quién ha venido! A ver, Mo, ¿por qué no viniste a la feria de verano?
Brendan se acercó cojeando.
—¡Mo! ¡Esta vez sí que nos has traído un tiempo magnífico! John estuvo aquí
anoche dándole a la Guinness, pero no soltó prenda de tu llegada. ¡Rayos y centellas,
menudo ojo morado! ¡Ponte un filete!
—Es que no quería que se armase un alboroto. Pero bueno, ¡qué preciosidad de
rosas! ¿Y cómo hacéis para que la madreselva se os desmadre así a finales de
octubre?
—¡Con estiércol! —contestó Maisie—. Fresco y jugoso de las vacas de Bertie
Crow. Eso y las abejas. Cuando te jubiles tienes que tener una colmena, Mo. Cuida de

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las abejas y ellas cuidarán de ti. ¡Tendrías que haber visto las judías verdes de este
año! Una hermosura, ¿verdad, Brendan?
—Sí, se dieron bastante bien, Maisie —dijo el viejo, revisando la cazoleta de su
pipa de madera de cornejo, la misma que llevaba fumando desde hacía medio siglo—.
¿Has visto a tu madre en Skibereen, Mo?
—Sí.
—¿Y cómo anda?
—Estable, pero menos lúcida. Por lo menos, donde está no puede lastimarse.
—Tienes toda la razón. —Maisie guardó un respetuoso silencio—. Has perdido
mucho peso, Mo. Yo creía que en Suiza vivías a base de fondues y Toblerones.
—Es que he estado viajando, Maisie. Por eso estoy algo flacucha.
—Dando conferencias, me imagino —dijo Brendan, con un brillo orgulloso en los
ojos.
—Sí, algo así.
—¡Si tu padre pudiese verte!
A Maisie se le daba mejor reconocer una respuesta a medias.
—Bueno, no te quedes ahí en el muro. Entra y cuéntanos cómo está el ancho
mundo.
Brendan gesticuló con sus viejas manos.
—Maisie Mickledeen, deja que nuestra ahijada recobre el fuelle antes de ahogarla
en licor. Seguro que Mo está deseando ir directa a Aodhagan. El ancho mundo puede
esperar unas horas.
—Pásate después, Mo, o cuando sea. El chaval de Eamonn O’Driscoll se ha
traído el acordeón y el padre Wally va a celebrar una fiesta a puerta cerrada.
Una fiesta a puerta cerrada en The Green Man. Había vuelto a casa, estaba claro.
—Pero Maisie, yo creía que para una fiesta a puerta cerrada primero hacía falta
una ley que obligase a cerrar a determinada hora.
Y una cerradura en la puerta.
—¡Olvídate de tu lógica, Mo! Estás en Clear Island. Aquí solo se habla de ovejas,
peces y del tiempo que hace. Déjate la relatividad en Baltimore, si no te importa. Y si
John se trae el arpa, descorcharé la última botella de Kilmagoon que me queda.
Cuídate.

—¡Mowleen Muntervary, eres una aberración de ocho años, vas a ir de cabeza al


infierno y los demonios van a azotarte con ortigas hasta que el trasero se te llene de
granos que te rascarás hasta hacerte sangre! ¿Eso es lo que quieres?
La imagen de la señorita Thorpe se me confunde en el recuerdo con la de un
ácaro de ceja visto a través de un microscopio de electrones. Brillante, llena de púas,
con múltiples ojos. ¿Por qué las maestras de escuela son siempre o bien ángeles de
las hermanas Bronté o brujas dickensianas? ¿Será que de tanto enseñar que las cosas
son o blancas o negras ellas mismas se vuelven así, o blancas o negras?

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—¡Te he hecho una pregunta y no he oído una respuesta! ¿Eso es lo que quieres,
ser condenada por mentirosa?
—No, señorita Thorpe.
—¡Entonces dime cómo conseguiste echarle mano a las soluciones del examen de
álgebra!
—¡Lo resolví yo sola!
—Si algo me repugna más que un niño trolero ¡es una niña trolera! ¡Me vas a
obligar a escribir a tu padre para contarle que su hija es una víbora de lengua bífida!
¡Vas a ser la vergüenza de tu pueblo!
Una amenaza sin mordiente. Ningún vecino de Clear Island se tomaba en serio a
una maestra que no hablaba gaélico.
Siguió todo un reguero de cartas de denuncia, desde la escuela de enseñanza
primaria para niñas de Cork. Cuando mi padre volvía a casa los fines de semana, se
las leía en voz alta a mi madre con un acento tan divertido que nos desternillábamos
de risa.
«Resulta inconcebible que su hija respondiese exactamente a todas las preguntas
sin copiar. Y esta es una infracción muy grave…».
Mi padre era contratista de unos astilleros y se pasaba la semana viajando entre
Cork y Baltimore, supervisando trabajos y tratando con compradores llegados incluso
de Dublín. Se había enamorado de mi madre, una chica de Clear Island, y se había
casado con ella en la iglesia de St. Ciaran, en una ceremonia oficiada por un párroco
de mediana edad llamado Wally.
Hoy en día los alumnos de primaria reciben clases en inglés y gaélico en la
escuela prefabricada del puerto. Los mayores cogen el St. Fachina y van a una
escuela en Skull que tiene hasta su propio planetario. La señorita Thorpe se marchó a
difundir sus principios maniqueístas por los pobres países africanos. Ahora la vieja
escuela la usa Bertie Crow como almacén de heno.
Si te asomas por la ventana, eso es lo que ves: heno.

Le dije al tejano que me replantearía la dimisión durante el fin de semana. Fui en


coche al banco y saqué tantos dólares en metálico que el director de la agencia me
invitó a un café en su despacho mientras me preparaban el dinero. De camino al
chalet, me sorprendí mirando por el retrovisor cada quince segundos. La paranoia
debe de empezar así, como un juego malévolo. Llamé a John para pedirle consejo.
—Un asunto peliagudo —dijo—. Pero si decides —cambió a gaélico— tomarte
un período sabático que no tenías previsto, intenta llegar a Clear Island para mi
cumpleaños. —John solía esconder sus consejos uno dentro de otro—. Y acuérdate de
que te quiero mucho.
Metí unas pocas cosas en la maleta y dejé una nota encima de la mesa pidiéndole
a Daniella que me cuidase los libros y las plantas. El hardware, al igual que el chalet
y el coche, eran propiedad de Light Box. Volqué los discos duros en los CD que

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pensaba llevarme, borré todo lo demás y vacié un zoológico entero de mis virus más
virulentos en los discos que no me iba a llevar. Mi regalo de despedida para Heinz.
¿Cómo hace uno para desaparecer? Había hecho desaparecer partículas, pero yo
misma nunca había desaparecido. Tendría que verme a mí misma con los ojos de mis
perseguidores, detectar ángulos ciegos y esconderme en ellos. Llamé a mi agencia de
viajes habitual y les pedí un vuelo a San Petersburgo que saliese en un máximo de
tres días; sin límite de precio, a pagar con tarjeta de crédito. Mandé un correo
electrónico a la única página web de toda Guinea Ecuatorial informándoles de que la
Operación Queso estaba Verde. Salí a dar una vuelta y encontré un camión de reparto
de yogur belga al que tirar mi interruptor de emergencia cilíndrico.
Luego me senté en la repisa de la ventana a mirar la cascada mientras caía la
noche.
Cuando estuvo todo oscuro cogí el coche y enfilé hacia el norte por la autopista
de Berlín.
Podía ver el comienzo.

En mitad del sendero crecen flores silvestres. GRANJA DE AODHAGAN, dice


el letrero, pintado por Liam. Debajo se balancea otro letrero: «Helado casero»,
pintado por mí. Planck dormita al sol de última hora de la tarde. La casa tiene las
ventanas abiertas. El chubasquero amarillo en el porche, la regadera, la correa y el
arnés de Planck, las katiuskas, las hileras de tiestos con hierbas medicinales. John
sale de la casa: todavía no me ha oído. Voy hacia el huerto. Feynman me ve y suelta
un balido a través de las barbas. Schroedinger sube al buzón de un salto para ver
mejor. Planck da dos coletazos contra el suelo antes de romper a ladrar. Chucho vago.
Mi viaje termina aquí. Ya no me queda más occidente al que huir.
John se vuelve.
—¡Mo!
—¿Acaso esperabas a otra, John Cullin?

Un pestillo hace clic en la oscuridad, me incorporo de golpe y… ¿dónde


demonios estoy? Me escurro, tiemblo. ¿Qué techo, qué ventana? ¿En casa de Huw?
¿El cuchitril de Pekín? ¿El hotel Amex de San Petersburgo? ¿Tengo que coger un
ferry? ¿Helsinki? ¡El cuaderno negro! ¿Dónde esta el cuaderno negro? Despacio, Mo,
despacio… te olvidas de algo. Algo seguro. La lluvia repiquetea en el cristal, gruesas
yemas de lluvia europea. Contornos suaves, espacio libre, el canto del viento,
reconoces el canto del viento, ¿verdad, Mo? Todavía te duelen los cardenales del
costado, pero duelen porque se están curando. Un hombre está cantando The way
young lovers do, de Van Morrison, en el piso de abajo: solo conoces a un hombre que
cante así a Van Morrison, y decididamente no se trata del propio Van Morrison.

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Sentí una felicidad que ya había olvidado.
Y ahí está el cuaderno negro, encima del tocador, donde lo pusiste anoche.
En el otro lado de la cama había un hueco con la forma de John. Rodé dentro. El
lugar más acogedor de la Tierra. Descorrí la cortina con el dedo gordo del pie. Un
cielo sombrío, por el que aún no merecía la pena levantarse.
¿Desde cuándo estoy tan nerviosa? ¿Desde la noche en que salí hacia Berlín? ¿O
será cosa de la edad, de órganos que se van volviendo más tiquismiquis hasta que uno
de ellos dice «¡Basta!»? Me lancé en plancha a las aguas poco profundas del sueño.
Oí un cuerno solitario, procedente de uno de los discos de gramófono de mi madre,
de un carguero en el mar Céltico, de un junco de la memoria surcando las aguas del
puerto de Kowloon. Doblamos el cabo occidental de Sherkin Island, mi cuaderno
negro y yo, y después de veinte mil kilómetros de viaje divisé el final. ¿Me estarían
esperando? Me han dejado llegar hasta aquí. No, he llegado yo sólita. La almohada de
John, John la almohada, John el santo, marihuana, humo, caoba, sudor, y frutas más
profundas en las profundidades, mi corazón dando tumbos, carruajes arrastrados,
praderas subiendo y bajando, años y años de praderas, Custard de Copenhague,
habituado a la soledad, mirando por la ventana, me pregunto qué habrá sido de él, me
pregunto qué habrá sido de todos ellos, estas dudas son la naturaleza misma de la
materia, cada uno somos una partícula suelta, una infinidad de senderos a través del
parque, unos probables, otros improbables, ninguno de ellos reales hasta que no se los
observa, sea cual sea el significado de real, y para ser algo tan sólido, la materia
contiene terribles, terribles, terribles extensiones de nada, nada, nada…
La tecnología consiste en milagros repetibles. Viajar en avión, por ejemplo.
Quince mil pies por debajo de nuestra flecha alada, acaba de amanecer en Rusia. Una
carretera trazada con una regla torcida recorre colinas nevadas y bordea lagos
oscuros.
El resto de los pasajeros ignora las fuerzas que animan la materia y transportan el
pensamiento. No saben cómo la velocidad de nuestro Boeing 747 aumenta nuestra
masa y ralentiza el tiempo, mientras nuestra distancia del centro gravitacional de la
Tierra acelera el tiempo en relación a los que duermen en las granjas que
sobrevolamos. Ninguno de ellos ha oído hablar de la cognición cuántica.
No me puedo dormir. Me noto la piel floja, como dada de sí. Siempre que viajo en
avión me traigo una calculadora para entretenerme. Esta es una bastante aparatosa
que Alain se llevó prestada del laboratorio de París. Saca hasta treinta decimales. Me
entretengo calculando cuáles eran las probabilidades de que los trescientos sesenta
pasajeros de este avión nos encontrásemos aquí. Muy pocas. El cálculo me mantiene
ocupada hasta Kirguizistán.
Lo que sea con tal de distraerme del futuro próximo.
Una colegiala china de vuelta a Hong Kong duerme a mi lado. Tiene más o menos
esa edad en que las jóvenes afortunadas se convierten en espléndidos cisnes. A su
edad Mo Muntervary se convirtió en un alcatraz lleno de granos. Ahora soy un

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alcatraz lleno de arrugas. Hay una película de dinosaurios en la pantalla, muda
violencia escamosa. Tengo la garganta seca por culpa del aire reciclado. Se avecina
una jaqueca, lo noto. Iluminación de cripta, decoración odontológica. ¿Dónde está el
sol, hacia qué lado rota el mundo? ¿Y en dónde demonios me he metido?

La segunda vez que me desperté fue porque unos pasos vibraron en la superficie
del sueño. Esta vez sabía exactamente dónde me encontraba. ¿Cuánto tiempo? ¿Dos
minutos o dos horas? Pasos de verdad, corriendo sobre la grava, medidos y audaces,
con todo el derecho a estar allí. Levanté la cortina medio centímetro y vi a un chico
corriendo hacia Aodhagan en un túnel de llovizna.
Cielo santo. Mi hijo es un hombre. Me sentí orgullosa y resentida. Llevaba la
trenca abierta. Vaqueros oscuros, botas, la melena rebelde de su padre. Feynman se lo
quedó mirando desde su cercado sin dejar de masticar y Planck fue a su encuentro
meneando la cola.
—¡Mo! —gritó John desde el piso de abajo—. ¡Es Liam!
Se oyó un portazo. Liam sigue cerrando las puertas como si fuese un bebe de
elefante.
Me puse la bata de murciélago de John.
—¡Ya bajo! ¡Oye, John!
—¿Qué?
—¡Feliz cumpleaños, pirata miserable!
—¡El mejor de mi vida!

Huw abrió la puerta y me dio un abrazo. Estaba masticando un rábano chino.


—¡Mo! ¡Ya estás aquí! Perdona por no haberte ido a buscar al aeropuerto… Si
John me hubiese avisado con un poco más de tiempo, habría podido reorganizar mi
jornada.
—Hola, Huw. Ha sido todo coser y cantar hasta que he llegado a tu edificio.
Pensaba que el cuarto piso significaba el tercer piso. O que el tercero significaba el
cuarto. Bueno, el caso es que un vecino tuyo me ha sacado del error.
—En Hong Kong no hay manera de aclararse. Entre la numeración inglesa, la
americana y la china, hasta yo me hago un lío. Venga, pasa. Deja la bolsa, tómate un
té y date una ducha.
—Huw, no sé cómo agradecértelo.
—Qué bobada. Los celtas tenemos que mantenernos unidos. Eres mi primera
huésped, así que tendremos que improvisar sobre la marcha. Ven a ver tus aposentos.
Me temo que no tienen ni punto de comparación con tu chalet…
—El chalet de mi exempresa…
—Eso, el chalet de tu exempresa. ¡Aquí está! Chez Mo. Pequeño y desordenado,
pero es tuyo, y aquí nunca te encontrarán, a no ser que la CIA tenga cucarachas en
plantilla.

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—Pese a lo limitado de mi experiencia, puedo afirmar que la CIA tiene muchas
cucarachas en plantilla.
La habitación no era más pequeña ni estaba más desordenada que cincuenta
laboratorios en los que había trabajado. Había un sofá cama listo para echarse a
dormir —bendito seas, Huw, un escritorio, pilas de libros que me sepultarían al
menor temblor de tierra y un búcaro con orquídeas fucsias.
—Ahí tienes el váter. Si te subes encima y giras el cuello tienes una vista
estupenda del puerto de Kowloon.
Era húmedo como una lavandería. Del otro lado de las paredes, del suelo y del
techo llegaba el runrún de un enjambre rebosante de vida. El bloque de viviendas de
enfrente estaba tan cerca que las molduras de las ventanas parecían compartir el
mismo cristal. Los trenes traqueteaban, unas criaturas diminutas se escabullían y en
algún lugar una enorme bomba de bicicleta se accionaba a sí misma arriba y abajo.
La vida de un científico con la conciencia tranquila.
—Es perfecto, Huw. ¿Puedo usar tu ordenador?
—Tu ordenador —puntualizó Huw.

En la cocina el fuego resollaba y chisporroteaba. Liam y yo nos miramos sin


saber qué decir. Las baldosas me estaban helando los dedos de los pies. Llevaba
mucho tiempo ensayando el reencuentro, pero ahora me quedé papando moscas.
Recordé a Liam de niño, como un duende travieso, y al adolescente mutante con
pelusa en el labio del verano anterior, y vi al hombre con pinta de truhán en que
habría de convertirse en diez o veinte años. Lucía todo el bronceado que se puede
conseguir en Dublín, el pelo engominado, un pendiente en la oreja y la mandíbula
más cuadrada.
—Mamá…
Se le había puesto voz de fagot.
—Liam… —dije yo exactamente al mismo tiempo, con una voz que parecía la
nota falsa de un flautista.
—Por el amor de Dios, vaya dos —gruñó John.
De repente todo se arregló y Liam me abrazó primero y con más fuerza. Yo le
devolví el abrazo, apretando más esta vez, hasta que ambos soltamos un quejido,
aunque no fue por eso por lo que me entraron ganas de llorar.
—Se supone que deberías estar en la universidad, cuentista. ¿Quién te ha dado
permiso para crecer tanto en mi ausencia?
—¿Y a ti mamá, quién te ha dado permiso para hacerte la James Bond quién sabe
dónde en mi ausencia? ¿Y quién te ha hecho eso en el ojo?
Miré a John por encima del hombro de Liam.
—Tienes razón. Lo siento. Me lo hizo un príncipe azul, pero le perdoné. Me hizo
un placaje para salvarme de ser atropellada por un taxi.
—Que tengo razón, dice. ¿La estás oyendo, papá?

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Le di unos golpes de karate en los costados.
—¿Y yo no me merezco otra disculpa también? —se quejó John.
—Cállate la boca, Cullin —dije—, tú solo eres el padre y no tienes derecho a
nada.
—Pues entonces voy a caerme por un acantilado para dejaros a los dos solitos.
—¡Feliz cumpleaños, papá! Perdona que no llegase anoche. Me quedé en
Baltimore, en casa de Kevin.
—Échale la culpa a tu madre, que no llamó hasta ayer por la mañana desde
Londres.
—No puedo hacerle nada, me tiene atrapado en un abrazo de oso.
—Tendrás que esperar a que se le pase.
Solté a Liam.
—Quítate el abrigo y siéntate junto al fuego. Estás todo húmedo y pegajoso por la
niebla. Y no me vengas con que esas ridículas zapatillas de astronauta te mantienen
los pies secos. Ahora háblame de la universidad. ¿Sigue Knyfer McMahon de
director de la facultad? ¿Sobre qué vas a hacer la tesis del primer curso?
—¡No, mamá, no! No te he visto en medio año y solo he oído tu voz en cintas.
¿Dónde has estado tú y qué has estado haciendo? ¡Dile algo, papá!
—John Cullin, ¿has sido tú el que ha enseñado a nuestro hijo a contestar a las
personas mayores y mejores que él?
—Tendrás que esperar a que se le pase. Además, yo solo soy el padre. ¿Quieres
un té?
Liam se sorbió los mocos.
—Sí, por favor.
Planck seguía corriendo alrededor nuestro, nervioso y meneando la cola.

Apenas hice nada en mi primera semana en Hong Kong. Me perdí y me encontré


y me volví a perder en pasos de peatones, pasos elevados y pasos subterráneos. Un
cuarto del mundo comprimido en unos pocos kilómetros cuadrados. Huw tenía razón:
si evitaba conectarme a las redes informáticas, lo más probable es que no hubiese
forma de localizarme. Pero, viniendo de Suiza, tenía la sensación de haber hecho un
aterrizaje de emergencia en un planeta extraño donde el sosiego y la privacidad más
que derechos eran coincidencias.
—Déjate de melindres —me aconsejó Huw— y aprende a hacer dentro de tu
cabeza lo que no puedes hacer fuera.
Conseguí que me hiciesen un pasaporte británico falso por solo cincuenta dólares.
Vi la guerra televisada. Vi cómo analizaban el armamento y lo promocionaban a
bombo y platillo: el misil Scud frente al Homer, Batman frente a Joker. La guerra
estaba «ganada» desde hacía días y el suministro de petróleo barato estaba
garantizado, pero la cuestión ya no era esa. Había que poner a prueba la eficacia de la
tecnología en combate y agotar las existencias. Los pobres desgraciados que el

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ejército enemigo había reclutado a la fuerza de entre sus minorías étnicas eran las
ratas de laboratorio. Las ratas de laboratorio del Quancog. Mis ratas de laboratorio.
Grabé una cinta con mi voz y la de Hong Kong y se la mandé a John vía Siobhan
en Cork, después Triona, la tía de John que vive en Baltimore, Billy, padre Willy, y
finalmente John. Rogué para que pasase desapercibida, como un caracol invisible al
radar.
De repente a Huw lo destinaron a San Petersburgo, y allí me quedé, sola,
desconocida, desempleada, con una caja llena de billetes de cien dólares escondida en
el congelador bajo unos paquetes de guisantes. Mi plan de fuga había funcionado
demasiado bien. Ningún secuestrador al servicio de una red criminal fantasma se
había dejado caer ni tan siquiera para charlar. ¿Se habría marcado un farol el tejano?
¿Quería simplemente asustarme para que fuese a Saragosa?
¿Y ahora qué?

Creamos modelos para explicar la naturaleza, pero los modelos terminan


colándose en la naturaleza y expulsando a los habitantes originales. En mi época de
catedrática la mayoría de mis alumnos se pensaban que los átomos eran realmente
unos pequeños núcleos sólidos a cuyo alrededor orbitaban los electrones. Cuando les
digo que nadie sabe lo que es un electrón me miran como si les hubiese dicho que el
sol es una sandía. Como mucho, uno de los más leídos podría levantar la mano y
decir:
—Pero doctora Muntervary, ¿un electrón no es una onda de probabilidad con
carga?
—La verdad —me gusta decirles—, prefiero pensar en un electrón como una
danza.
Hace cuarenta veranos, a tres kilómetros de Aodhagan. En el cuarto de arriba de
la casa de los sicomoros, entre las tarimas del suelo hay una rendija. Después de que
me hayan acostado, a veces retiro la alfombra y miro el salón. Mi madre se ha puesto
su vestido blanco y sus perlas cultivadas, y mi padre una camisa negra. En el
gramófono hay un nuevo disco de 78 r.p.m. traído de Dublín.
—No, no, no, Jack Muntervary —gruñe mi madre—, tienes dos piernas
izquierdas. Parecen patas de elefante.
—Chinatown, my Chinatown —dice el gramófono con voz crujiente.
—Vuelve a intentarlo.
Sus sombras bailan en las paredes.

Eso, ¿y ahora qué?


Seguía siendo una física, aunque nadie lo supiese salvo yo. La idea se acercó
sigilosamente y anunció su llegada mientras yo regateaba el precio de unas uvas en el
mercado. Unas uvas rosadas como la aurora. Desmonta toda la teoría de la cognición
cuántica hasta reducirla a sus principios elementales y reconstrúyela incorporando el

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fenómeno de la noseparabilidad en lugar de dejarlo fuera. Antes de pagar las uvas, las
ideas para la nueva fórmula ya estaban aporreando la puerta. En una papelería me
compré una libreta de pastas de cuero negro, me senté al lado de un dragón de piedra
y garabateé ocho páginas de cálculos antes de que se me fuesen de la cabeza y se
perdiesen para siempre.
En los días y semanas siguientes, mi ritmo de actividad decayó, pero se mantuvo
constante. Me levantaba a la una de la tarde y comía en el restaurante de dim sum de
enfrente. El dueño era un albino. Me sentaba en un rincón con The Economist, el
Legal Advisor, un libro de recetas de Delia Smith o cualquier otra cosa que
encontrase en el apartamento de Huw. Si había suerte, el limpiabotas que ejercía
como cartero de facto de nuestro bloque me entregaba un sobre acolchado dirigido a
Huw con una cinta de John en el interior. En mi rincón favorito del restaurante
escuchaba las cintas una y otra vez con el walkman de Huw. A veces John me
grababa sus últimas composiciones, o versos de sus poemas más recientes. Otras
veces, una noche animada en The Green Man. Otras, ovejas, focas, alondras, la
turbina eólica. Si Liam estaba en casa, algo de Liam. La feria de verano. Las regatas.
Entonces yo desplegaba mi mapa de Clear Island. Esas cintas arrancaban la tapa
de la morriña y desparramaban su contenido, pero en el fondo del recipiente siempre
encontraba consuelo.
A media tarde me sentaba en el desvencijado escritorio y continuaba donde me
había quedado la madrugada anterior. Trabajaba totalmente aislada: comunicarse por
correo electrónico con cualquiera de las contadas personas vivas que podrían haber
contribuido a mi labor era demasiado peligroso. Me supuso una liberación no tener
que rendirle cuentas a Heinz Formaggio ni a los demás cretinos. Tenía la estilográfica
de mi padre, mi cuaderno negro, una caja de CD con los datos de todos y cada uno de
los experimentos con partículas realizados en laboratorio en toda la historia y varios
miles de dólares en equipamiento informático que le compré a un sij con más
recursos que el departamento de adquisiciones de Light Box. Comparada con Kepler,
que trazó las elipsoides de Marte con poco más que una pluma de ganso, no podía
quejarme.
Me metí por caminos equivocados. Tuve que renunciar a la mecánica matricial en
favor de los números virtuales, y un intento desdichado de fusionar la paradoja
EinsteinPodolskiRosen con el modelo conductista de Cadwalladr me retrasó varias
semanas. Fue el período más solitario de mi vida. Como bien saben los ajedrecistas, o
los escritores, o los místicos, la búsqueda de la visión interior te adentra más en la
espesura. Días en los que simplemente me quedaba mirando el humo de mi café, o las
manchas de la pared, o una puerta cerrada. Días en los que hallaba la clave para
seguir adelante en el humo, en las manchas, en la cerradura.
En julio ya había dejado atrás las huellas de Einstein, Bohr y Sonada.
El cuaderno negro se estaba llenando.

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Yo seguía hablando. A Liam se le había quedado fría la tostada. Pasó volando un
helicóptero.
¿Qué está pensando Liam?
¿Será «Por qué no puedo tener unos padres normales»?
¿O «Es que no se va a callar nunca esta mujer»?
¿O «Estará loca mi madre»?
Me entristece no poder leerle los pensamientos a mi hijo. Y sin embargo, así es
como debe ser. Ya ha cumplido los dieciocho. He vuelto a perderme su cumpleaños.
¿Dónde estaré en su próximo cumpleaños?
—Bueno, mama, no irás a callarte ahora que estabas llegando a lo más
emocionante.

La fuerza fuerte, que impide que los protones de un núcleo se alejen velozmente
uno de otro a causa de la repulsión de sus cargas; la fuerza débil, que evita que los
electrones se estrellen contra los protones; la fuerza electromagnética, que lo mismo
sirve para iluminar el planeta que para preparar la cena, y la fuerza de la gravedad,
que cae por su propio peso. Desde que el universo era del tamaño de una nuez hasta
que alcanzó su diámetro actual, estas cuatro fuerzas han sido el acta constitutiva de la
materia, ya sea del núcleo de Sirio o de los conductos electroquímicos de los cerebros
de los estudiantes presentes en el aula magna de Belfast. Aburridos, atentos,
dormidos o soñando en las gradas del auditorio. Mordisqueando el lapicero o
prestándome atención.
La materia es pensamiento, y el pensamiento, materia. No existe nada que no se
pueda sintetizar.

Verano. Huw llegaba tarde a casa casi todas las noches, daba una cabezada y se
volvía a la oficina. Una sociedad de valores había quebrado y la onda expansiva se
estaba dejando sentir. A veces pasaba una semana entera y, de no ser porque
notábamos que se acababa la pasta de dientes, casi ni reparábamos el uno en el otro.
Todos los domingos, sin embargo, nos poníamos de tiros largos y salíamos a cenar a
algún sitio caro pero discreto. No quería arriesgarme a toparme con sus colegas.
Nunca se me ha dado bien mentir.
A menudo me quedaba toda la noche trabajando. Hong Kong nunca llega a
calmarse del todo, la luz del sol simplemente se apaga unas pocas horas. Los
ronquidos de Huw, el bendito triquitraque de las fábricas de Kowloon que explotan a
los obreros, esa bomba de bicicleta gigantesca, el ojo del ventilador y unas alas de
polilla en la pantalla del ordenador mostraron a la matemática cuántica la vía de
acceso a la sensibilidad.
Tres golpes secos en la puerta de John que fueron como el ruido de un cepo
cerrándose de golpe. Di un respingo, derramé el té y me quedé acurrucada al pie de la
escalera, lista para salir corriendo… pero ¿adónde? Solo había una puerta: tendría que

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saltar desde el segundo piso y salir corriendo por los prados. Una idea estupenda, Mo.
Dislócate una cadera. Liam no entendía lo que pasaba. John comenzaba a entenderlo,
habida cuenta de que mi pánico embestía contra sus defensas.
—Tranquila, mamá… —empezó a decir Liam.
Corté el aire con un gesto.
—¡Chist!
Liam me mostró la palma de las manos como si estuviese calmando a un animal
asustado.
—Es el padre Wally, o Maisie, o Red, que viene a ordeñar a Feynman…
Dije que no con la cabeza. Habrían llamado solo una vez, o ninguna, y habrían
entrado sin más.
—¿Quién venía contigo esta mañana en el St. Fachtna? ¿Algún americano?
Hubo otra andanada de golpes.
—¿Hola?
Era una mujer. No era irlandesa, ni tampoco inglesa.
Me llevé el índice a los labios y subí de puntillas las escaleras. Los peldaños
crujieron.
Una boca en la rendija del buzón.
—Buenas, ¿hay alguien en casa?
—Buenos días —dijo John—. Un momento.
Me metí en el dormitorio y busqué un lugar donde esconder el cuaderno negro.
¿Dónde, Mo? ¿Debajo de la alfombra? ¿Me lo como?
Oí que John abría la puerta.
—Perdone que le haya hecho esperar.
—No pasa nada, perdone usted que le moleste. Estoy tratando de llegar a esta
hilera de piedras, aquí, en el mapa. Los mapas nunca han sido mi fuerte.
—¿La hilera de piedras? Pan comido. Vuelva a bajar por el caminito, tuerza a la
izquierda y siga el letrero que señala el puente de Roe. Siga hasta el final del sendero.
Allí la verá, a no ser que la neblina tenga otros planes.
—Muchísimas gracias. Qué pena de lluvia, ¿verdad? Es como el invierno en mi
país.
¿Cómo puede John estar tan tranquilo?
—¿Qué país? ¿Nueva Zelanda?
—¡Exacto! Halfmoon Bay, en Stewart Island, al sur de South Island. ¿Lo conoce?
—Pues la verdad es que no. Me temo que aquí el tiempo hace lo que le da la
gana. Tormentas tropicales, lluvia de ranas… Y hace un rato he oído en la onda
pesquera que se espera un vendaval. El invierno está a la vuelta de la esquina.
—Me tenía que pasar a mí. ¡Anda, qué perro tan bonito! ¿Es perro o perra?
—Perra. Se llama Planck.
—¿Por lo bruta que es?[13]
—No, por el físico que descubrió por qué podemos sentarnos delante de una

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hoguera sin morir incinerados por la catástrofe ultravioleta.
Risa nerviosa.
—Ah, claro. Planck el físico. Para ser un perro que vive en una isla tiene muy
buenos modales.
—Es su trabajo. Es mi lazarillo.
La situación embarazosa de siempre. Me relajé. Si viniese a por mí, sabría lo de
John. A no ser que fuese una buena actriz. Me puse tensa.
—O sea, que… es usted…
—… como un murciélago. A decir verdad, mucho más que un murciélago. Yo no
estoy equipado con un sonar.
—Ay, Dios… qué metedura de pata… lo siento.
—No tiene por qué.
—Bueno, más vale que me vaya a ver la hilera de piedras antes de que el
vendaval se las lleve volando.
—No se apure. Llevan ahí tres mil años. Cuídese.
—Adiós. Y gracias.
La vi bajar el caminito. Un chica joven, con el pelo rojo y un chubasquero
amarillo limón. Giró la cabeza y me aparté de la ventana. ¿Se habría fijado en que
había tres tazas? Oí a Liam y a John hablando en voz baja en la cocina. Observé
cómo se acercaba la niebla desde las islas Calf.

El cielo por encima, de Mount Gabriel era oscuro y amenazador. Liam y yo


estábamos preparando un guiso con los últimos nabos del huerto. John estaba
afinando su arpa. El guiso borboteaba en la cazuela.
—¿Qué piensas hacer, mamá? —dijo Liam, desmenuzando un cubito de caldo.
—Echarle más ajo.
—Ya sabes de lo que estoy hablando. ¿Van a venir a por ti?
—Me parece que sí.
—¿Y vas a irte con ellos?
—No lo sé.
—¿Por qué has vuelto a Clear si sabes que aquí van a dar contigo?
—Porque necesitaba veros.
—Lo que necesitas es un plan.
—Desde luego que necesito un plan.
—Entonces, ¿qué opciones tienes?
Liam parecía mi padre.
—Una: quemar el cuaderno negro y reducir a cenizas la cognición cuántica,
cambiarme el nombre por el de Escarlata O’Hara, plantar judías y criar abejas durante
el resto de mi vida, y esperar que los de la CIA sean tan tontos que no se les ocurra
venir a buscarme a la isla en que nací. Dos: pasarme el resto de la vida viajando como
mochilera por países tropicales con sandalias y pantalones teñidos a mano. Tres: irme

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a vivir a un pueblo de Tejas que no viene ni en los mapas, ganar mucho prestigio y
mucho dinero acelerando cincuenta años la nueva carrera armamentística, y ver a mi
marido y a mi hijo solo bajo vigilancia para garantizar que no vuelvo a desertar.
—Una decisión peliaguda, sí —dijo Liam, picando con destreza una cebolla.

Kowloon hervía, bullía, burbujeaba. Mis ecuaciones virtuales de noseparabilidad


empezaban a cuajar. Mi plácida vida de exiliada en su madriguera no podía durar.
Me acuerdo del momento en que terminó. Una salamanquesa había aparecido
sobre la pantalla. Su lengua titilaba como la corriente eléctrica. Hola, diminuta
criatura de estiércol estelar, ¿sabías que tu lagartesca existencia también está
impulsada de aquí para allá por una especie de partida cuántica de piedra, papel o
tijera? ¿Que tus partículas existen en una espuma temporal de puentecillos y
agujeritos que está eternamente volviendo sobre, alrededor y por debajo de sí misma?
¿Que el universo tiene forma de rosquilla y que si tuvieses un telescopio lo bastante
potente podrías verte la punta de la cola?
¿Te interesa?
Gritos masculinos estallaron de la nada y se transformaron en oscilante cantonés.
Otros, femeninos, vinieron a sumarse un par de octavas más agudos. Los muebles se
dieron un batacazo contra el suelo. La lámpara de mi cuarto se balanceó.
—¿Qué coño ha sido eso? —dijo Huw, que llegó dando traspiés con sus
calzoncillos del Pato Lucas y sus gafas de Mr. Mole y terminó tropezando con su kit
de tambores indonesios—. Joder.
¡Un disparo de arma de fuego! Me sobresalté como si se me hubiese disparado a
mí en el bolsillo.
—¡Santo Dios!
Se hizo un silencio sepulcral en todo el edificio.
Huw comprobó que el cerrojo y la cadena estaban echados.
La salamanquesa había desaparecido hacía un buen rato.
La repugnante sensación de que aquello iba dirigido a mí. Me estaba mordiendo
los nudillos.
Un trueno bajó precipitadamente las escaleras… y se detuvo. Eran por lo menos
tres juegos de pisadas. Huw cogió un bate de béisbol. Yo cogí un busto de escayola
de John Coltrane y con toda la tranquilidad del mundo supe que no había estado tan
muerta de miedo en toda mi vida. Por suerte para nosotros, el trueno prosiguió
escaleras abajo. Huw hizo ademán de asomarse a la ventana, pero tiré de él
instintivamente. Tenía los ojos como platos.
—Joder —dijo por segunda vez. Las dos únicas palabrotas que jamás le había
oído pronunciar.

La verruga del pulgar me estaba creciendo.


Sonó el teléfono. Dejadme en paz. Dejadme en paz.

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A John le pillaba más cerca.
—¿Dígame?
Tenía la garganta seca.
—Tamlin…
Tamlin Sheeny. Calma, Mo. Hoy no hay forasteros en Clear Island.
—Sí, Liam colocó la lona. No les pasará nada. Gracias por preguntar. Yo creo que
sí querrá, ¿no? Vale… Cuídate…
John tapó el auricular.
—Hey, tortolito, Bernadette quiere susurrarte palabras de amor.
—¡Papá! ¡Es un espanto! ¡Ni se te ocurra!
—No seas borde. Tienes el encanto de lo exótico. Has estado en Suiza.
John sonrió con aire pícaro y destapó el auricular.
—Un minuto, Bernadette, que ya se pone. Estaba en la ducha, pero ya se está
secando con la toalla para…
Liam soltó algo a medio camino entre un gruñido y un bufido y se llevó el
teléfono al pasillo, pillando el cable al cerrar la puerta.

Cenamos con la radio puesta.


—¿Te has fijado —dijo John— en que los países hablan de «legítima fuerza de
disuasión nuclear» cuando se refieren a su propio arsenal, pero de «armas de
destrucción masiva» cuando se trata del de los demás?
—Sí —respondí.

El viento marino subía y bajaba como las montañas, haciendo vibrar los cristales.
Liam bostezó, y yo también.
—Empate a uno. ¿No le pasará nada a Feynman?
—No. Siempre se acurruca detrás de su roca. ¿Dónde está tu padre?
—En su despacho, meditando.
Liam empezó a recoger el Scrabble.
—Me ha dicho Maisie que va a ser un invierno muy crudo. Previsiones
meteorológicas a largo plazo.
—¿Maisie? ¿Tiene antena parabólica?
—No, se lo han dicho sus abejas.
—Ah, claro, las abejas.

No me esperaba un agente de policía chino tan alto y tan cortés. Había sido
teniente en la vieja guardia del Príncipe de Gales y estaba al tanto del trabajo de Huw.
Anotó en su cuaderno nuestras respectivas versiones del atraco mientras bebía té
helado. Un tintero de sudor se le derramó en la camisa.
—Debo informarles de que los atracadores querían saber dónde se escondían los
gwai lo. Sus vecinos les dijeron que no había ningún gwai lo.
—¿Eso fue antes o después de que disparasen el arma? —pregunté.

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—Después. Mintieron para protegerlos.
Huw dio un resoplido.
—¿Usted qué opina, agente?
—Dos posibilidades. La primera, que pensasen que en el apartamento de los gwai
lo había cosas mejores que robar. La segunda… Señor Llewellyn, usted está
investigando las cuentas de empresas muy poderosas. ¿Cree que podrían estar
vinculadas con la Tríada?
—Dígame una sola empresa de Hong Kong que no tenga vínculos con la Tríada.
—Los extranjeros no viven en barrios como este, sobre todo si son blancos.
Discovery Bay es más seguro.
Me fui a la cocina. En el bloque de enfrente, las persianas iban bajando a medida
que se apaciguaba el alboroto. Había ojos por todas partes. Ojos, ojos.
Recordé mi conversación con el tejano. Yo sabía quiénes eran los «atracadores» y
qué habían venido a buscar. La próxima vez no se harían un lío con los sistemas
inglés, americano y chino de numeración de pisos.

No había tocado un piano desde que saliera de Suiza. Toqué un aria pasable de las
Variaciones Goldberg.
Liam tocó un precioso In a sentimental mood.
John medio improvisaba, medio recordaba.
—Esto es el cuervo en el muro… Esto es la turbina eólica… Esto es…
—¿Un puñado de notas al tuntún? —sugirió Liam.
—No. Es la música del azar.
—¡Ahora sí que sopla el viento! ¡Quizá mañana tampoco haya barcos, mamá!
—Quizá. Venga, Liam, háblame de la universidad.
—Tienen unos microscopios de electrones que son una pasada. Voy a hacer mi
tesis de primer año sobre superlíquidos, y he estado tocando el sintetizador en un
grupo, y he estado…
—… desflorando doncellas —interrumpió John con la boca llena de salchicha—.
Según Dennis.
—No hay derecho, mamá. —Liam se puso colorado como un tomate—. Habla
con el profesor Dannan una vez a la semana.
—Como llevo haciendo desde hace veinte años. ¿Por qué iba a dejar de hacerlo?
¿Solo porque ahora es tu tutor?
Liam bufó y se fue hasta la ventana.
—Ahí fuera parece que se vaya a acabar el mundo.
Schroedinger entró por la gatera y echó un vistazo alrededor con un aire
sumamente crítico.
—¿Qué pasa, gato? —le preguntó Liam.
Schroedinger escogió el regazo de John para exigir tributo.
La tormenta azotaba la isla.

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—Estoy un pelín preocupado por nuestra visitante neozelandesa —dijo John,
descolgando el teléfono—. ¿Señora Dunwallis? Soy John. Llamaba solo para ver si la
chica neozelandesa había vuelto al albergue sana y salva… Se pasó por aquí hace
unas horas para preguntar el camino a la hilera de piedras, y con este temporal estaba
preocupado… ¿Está segura? Claro que lo está… Ni idea. ¿La señora Cuchthalain, en
el puente de Roe? De acuerdo… Eso haré.
—¿Qué pasa, papá?
—No hay ningún neozelandés en el albergue juvenil.
—Habría venido solo a pasar el día.
—Con la que está cayendo, Billy no se arriesgaría a cruzar a Baltimore con el St.
Fachtna.
—Entonces todavía está en la isla. Debe de haberse refugiado en el pueblo.
—Sí, esa es una explicación lógica.
Sentí un vacío. Tuve miedo de que la explicación fuese hasta demasiado lógica.

John y yo estábamos en nuestro dormitorio. Teníamos el fuego encendido. Liam


estaba en el baño dándose una buena ducha después de haberle enviado un correo
electrónico a una chica de Dublín cuyo nombre no habíamos logrado sonsacarle. John
me masajeaba los pies mientras la tormenta arreciaba. Yo observaba las esfinges, los
rostros y las flores en la chimenea. La física y la química del fuego lo hacen aún más
poético. A los habitantes de la isla este estilo de vida les resultaba de lo más normal.
¿Por qué te parece tan rara una velada como esta, Mo?
Soy el anciano marinero: el cuaderno negro es mi albatros.
—¿Qué voy a hacer, John? ¿Cuando lleguen?
—Mo, no te pongas la venda antes de recibir la pedrada.
—No sé si luego me dará tiempo a ponérmela.

El tercer día ya supe dónde estaba antes de abrir los ojos. El cuaderno negro
estaba a buen recaudo. La tormenta de la víspera había pasado y los primeros rayos
iluminaban las cortinas, concluyendo su viaje de veintiséis minutos en los excitables
electrones de mi retina. Soplaba un viento fresco, el cielo era luminoso y las sombras
de las nubes se deslizaban sobre Roaringwater Sound y las tres islas de Calf. Planck
estaba ladrando. Miles de niños árabes retozaban en el mar y se oía el silbido del
vapor que despedían sus heridas al contacto con el agua. Un ruido en las escaleras me
hizo darme la vuelta. El tejano llenaba todo el hueco de la puerta. Le quitó el seguro a
la pistola y apuntó, primero al cuaderno negro y luego a mí.
—Necesitamos que Quancog resurja, doctora Muntervary.
Me guiñó un ojo antes de apretar el gatillo.
Me quedé tumbada veinte minutos, tratando de calmarme. Los primeros rayos

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iluminaban las cortinas.
Los ojos de John giraban bajo sus párpados, viendo algo que yo no podía ver.

Nuestra primera mañana juntos en esta casa, en esta habitación, en esta cama, fue
también nuestra primera mañana como marido y mujer. ¡Habían pasado veinte años!
La cama la había construido Brendan, y Maisie había pintado los asteres del
cabecero. La ropa de cama fue regalo de la señora Dunwallis, que también rellenó los
almohadones con las plumas de sus gansos. La granja de Aodhagan en sí fue un
regalo de bodas de Cath, la tía de John, que se había ido a vivir con la tía Triona a
Baltimore. No tenía luz, ni teléfono, m pozo negro. La casa de mis padres seguía en
pie entre los sicomoros, pero las tablas del suelo y las vigas del techo estaban
podridas y no teníamos dinero para restaurarla.
Además de Aodhagan, teníamos el arpa de John, mi doctorado, un cajón de
embalaje lleno de libros —lo que fuera la biblioteca de mi padre— y una carretada de
tejas y cal que el caballo de Freddy Doig arrastró desde el puerto. Mi trabajo en la
Universidad de Cork no empezaba hasta el otoño. Jamás he vuelto a tener semejante
sensación de libertad, y sé que nunca más la tendré.

El teléfono sonó en la cocina. Dejadme en paz, dejadme en paz.


Para mi sorpresa, Liam ya se había levantado y contestó antes del tercer timbrazo.
—Ah, hola, tía Maisie… Pues sí, en la cama que siguen, con el día que hace, qué
te parece… Vaya par de vagos, ¿eh? Bien, la universidad, bien… ¿Cuál? No, esa ya
pasó a la historia, le di una patada en el culo hace unas semanas… No, mujer,
literalmente no. Sí, yo se lo digo cuando se levanten. Vale.
Dejé a John durmiendo y bajé renqueando las escaleras, con los tobillos tan
crujientes como los peldaños.
—Buenos días, primogénito.
—«Unicogénito», querrás decir. Era tía Maisie. Me ha dicho que te diga
«Kilmagoon». Estaba limpiando las tuberías del bar, pero luego va a llevar a
Sylvester a Minnaunboy a que le corten el pelo. El vendaval le ha destrozado el
retrete a Nicky O’Driscoll y Maire Doig ha pescado un congrio gigantesco. La tía
tiene mono de cotilleos. ¿Has dormido bien?
—Como un tronco.
Una pausa mientras Liam ensayaba lo que iba a decir.
—Mamá… ¿Vas a contarle a todo el mundo lo de los americanos?
—Creo que es mejor que no.
—¿Cuándo van a llegar?
—No tengo ni idea.
—¿Tarde o temprano?
—No tengo ni idea.
—Entonces, ¿cuándo vamos a escondernos en algún lugar?

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—Tú vas a volverte a la universidad, chavalín.
—¿Y tú?
—Como tú mismo observaste con notable perspicacia, no soy James Bond. No
puedo seguir escondiéndome. Los únicos lugares donde estaría a salvo de los
americanos son más peligrosos que Saragosa. Lo único que puedo hacer es esperar a
que vengan.
Liam cogió una cucharada de leche y la dejó caer goteando en la taza.
—¡No pueden secuestrar a una ciudadana irlandesa! Y además tú no eres
precisamente una don nadie. Sería un incidente internacional Los medios de
comunicación montarían un cirio.
—Liam, son la gente más poderosa del planeta y quieren lo que hay dentro de mi
cabeza y de mi cuaderno negro. Ni la BBC ni el Derecho internacional se meterían
por medio.
Se le formó un nudo en la frente, como solía hacer antes de cogerse una pataleta.
—Pero… ¿cómo vamos a vivir así? ¿Qué hacemos, esperar sentados a que
vengan a por ti?
—Ojalá tuviese una respuesta, cariño.
—¡No hay derecho!
—No.
Se levantó y las patas de la silla arañaron el suelo.
—¡Maldita sea, mamá!
No supe qué decir.
—Me voy a dar de comer a las gallinas.
Se puso la trenca encima del pijama y salió.
Puse agua a hervir y esperé a que silbase.
El péndulo del reloj del abuelo chirriaba como una pala cavando hondo.

Hace dieciocho años estaba tumbada de espaldas en el dormitorio con Liam


abriéndose camino por el túnel de mi útero. ¡Un túnel de viento de dolor! No quería
parir en Clear Island: como investigadora que era, estaba familiarizada con los
progresos de la tecnología médica. Ese mismo día tenía previsto ir a Cork para
quedarme en casa de Bella y Alain, al lado de un reluciente hospital con una alegre
comadrona jamaicana, pero Liam tenía otros planes. Incluso hoy en día solo tiene
paciencia hasta que se aburre. Total, que en vez de en una flamante sala de hospital
me vi en el dormitorio de Aodhagan con mi madre, Maisie, una imagen de santa
Bernadette, unas cuantas plantas contra el mal de ojo, toallas y cazuelas humeantes.
John se quedó fumando abajo con Brendan, y el padre Wally andaba por allí cerca
con el agua milagrosa preparada.
Después de que Liam saliese, mientras yo yacía toda descosida y el dolor remitía
poco a poco, Maisie cogió en brazos… ¡a mi hijo!
¿Ese parásito alienígena cubierto de moco brillante? ¿Reír o llorar? El nacimiento

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nos había hecho una visita, como habrá de hacer la muerte, y todo estaba
perfectamente claro. Mi madre, Maisie, santa Bernadette y yo compartimos unos
instantes, posponiendo un poco el inminente follón. Maise lavó a Liam en una tina de
cinc.
Era mediodía. Me parecía estar acunando un diminuto Apolo.

Liam introdujo el anzuelo en la boca de la lombriz. Mientras el bicho se retorcía,


el anzuelo se le hundía cada vez más en el cuerpo.
—Muerde, hermafrodita mía.
—¿Cómo puedes hacer eso sin echar el desayuno por la boca?
El mar respiraba hondo, aspirando y espirando.
—Vamos, mamá, que ya sabemos que la vida es muy perra, y además te mueres.
Se puso de pie y lanzó la caña. Perdí de vista la boya hasta que oí el chof.
Decididamente, mi vista ya no es lo que era.
Unas focas tomaban el sol entre las pozas de las rocas. El macho se arrastró hasta
el agua y se sumergió, perdiéndose de vista durante treinta segundos. Treinta metros
más allá asomó la cabeza, recordándome a Planck.
—Seguro que de niña tú también pescabas con cebo vivo, ¿no, mamá?
—Por lo general estaba enfrascada en algún libro. El verdadero pescador de la
familia era tu abuela. En mañanas como esta salía de casa antes del amanecer. Debo
de habértelo contado una docena de veces.
—No me lo habías contado nunca. ¿Y el abuelo?
—Ese se divertía inventándose las mentiras más rocambolescas.
—¿Cómo por ejemplo?
—Una vez nos contó que el rey Cuchulainn[14] le había dado a Bonny Prince
Charlie[15] todo su oro para que se lo cuidase antes de volverse loco y convertirse en
tritón. Bonnie Prince Charlie, que venía huyendo de Napoleón Bonaparte, escondió el
oro debajo de una piedra en Clear Island, y si buscábamos bien seguro que lo
encontraríamos. Nos pasamos un verano entero buscándolo, las gemelas Docherty y
yo hasta que Roland Davitt nos señaló los anacronismos.
—¿Y qué le dijiste al abuelo?
—Que por qué nos había mentido.
—¿Y qué dijo?
—Me dijo que ningún científico que se preciase basaría su investigación en
informaciones de segunda mano sin antes verificar su autenticidad en la Enciclopedia
Británica de la escuela del pueblo.
Una lancha motora cruzó el brazo de mar. Cogí los prismáticos.
—Tranquila, mamá. Es Daibhi O’Bruadair, que está recogiendo sus nasas.
¡Relájate, Mo! Sabe Dios cuándo podrás pasar otra mañana con Liam. Puede ser
mañana o dentro de diez años.
Estuvimos un rato sin decir nada, Liam de pie, pescando, y yo tumbada sobre la

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roca caliente. Escuchando a las olas respirar entre los guijarros.

La lluvia caía sobre los tejados de Skibereen y bajaba por los canalones en
grandes arcos gorgoteantes que se estrellaban contra las aceras. La enfermera de
guardia de la maternidad me sirvió un té en una taza de porcelana. La taza tenía un
canto grueso para facilitar el equilibrio térmico y un asa tamaño ratón para facilitar el
derramamiento.
—Siento mucho que la enfermera jefe no esté aquí para atenderla, doctora
Muntervary… pero es que normalmente los visitantes nos avisan por adelantado de
su llegada.
—Solo es una visita relámpago.
Las dos nos sorprendimos escudriñándonos el rostro la una a la otra y bajamos la
vista al mismo tiempo. Me imaginé al tejano diciéndole: «Soy un viejo amigo de Mo
y John… Si aparece Mo, avíseme. Me encantaría darle una sorpresa».
Las dos miramos a mi madre.
—¿Señora Muntervary? Ha venido su hija.
Tuve la sospecha de que la enfermera solo recurría a ese tono de voz tan dulce
delante de las visitas.
Eché un vistazo alrededor de la habitación.
—Se está bien aquí…
Qué chorrada.
—Sí —dijo la enfermera—. Hacemos todo lo posible —más chorradas—. Bueno,
las dejo un ratito a solas, que tengo que ir a vigilar la clase de ganchillo, no vayamos
a tener un disgusto con las agujas.
La habitación entera era de color crema. El anonimato es gris, el olvido es crema.
Miré a mi madre. Lucy Eileen Muntervary. ¿Estás en alguna parte, mirándonos a
las dos incapaz de hacer señas, o no estás en ninguna parte? Cuando vine a verte a
finales del invierno te disgustaste. Te acordabas de mi cara, pero no de la persona a
quién pertenecía.
Wigner sostiene que la conciencia humana, al colapsar un universo en concreto de
entre todos los posibles, le otorga existencia. ¿Se habría descolapsado el universo de
mi madre? ¿Volaban las cartas por el tapete de regreso al mazo del crupier?
Mi madre parpadeó.
—Mamá… —dije, con la voz que usamos para dirigirnos a un santo del que solo
somos devotos cuando nos hace falta—. Mamá, si me oyes… —Ni que estuviese en
una sesión de espiritismo.
¿Por qué te sometes a esto, Mo?
Sin mi lugar de origen y sin mi gente no soy nada, aunque la casa donde nací no
tenga cristales y las ramas traspasen un tejado que ya no existe. Todos esos
trotamundos constantemente de paso, toda esa gente extraviada y desparramada por
ahí, que ni saben nada de sus raíces ni les importa… ¿cómo lo consiguen? ¿Cómo

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pueden saber quiénes son?
Mi madre parpadeó.
—Mamá, ¿te acuerdas de cuando bailabas con papá en el salón?
Me convencí de que le agradaba el tamborileo de la lluvia en el alféizar. Nos
quedamos mirando los pespuntes del agua en los cristales hasta que volvió la
enfermera.

Por Líos Ó Móine viene el padre Wally en su triciclo, bajando la cuesta sin
pedalear y con la sotana flameando al viento. Lo veo acercarse y aumentar de
tamaño, y me sorprendo a mí misma calculando una matriz de paralaje. Nos
saludamos con la mano. Liam sigue concentrado en la pesca, sacudiendo el sedal de
vez en cuando Ya alcanzo a oír el triciclo del padre Wally, un forajido oxidado sobre
ruedas. Descabalga en plan vaquero, de pie sobre un solo pedal y saltando al suelo
mientras el triciclo prosigue en dirección a un impacto. Trae la cara colorada por el
esfuerzo y el viento, y el cabello fino y canoso por la edad.
—¡Buenos días, pareja! Veo que habéis sobrevivido al vendaval. Tienes mejor el
ojo, Mo. Me he pasado por Aodhagan para ver si salvaba un alfil y me ha dicho John
que estabais aquí. Es un buen lugar para ver delfines. ¿Qué, Liam? ¿Pican o no
pican?
—Todavía no, padre. Seguramente acaban de desayunar ahora.
—Venga a envolverse en la manta, padre. Tengo un termo con café y otro con té.
—Que sea un té, Mo. El café es bueno para el cuerpo, pero el té es la bebida del
alma.
—Hace unas semanas —dijo Liam— leí que la elaboración del té comenzó por
casualidad en las bodegas de los clípers que venían de la India. El viaje era tan largo
y el calor tan intenso que el cargamento de té verde empezó a fermentar. Y cuando
abrieron las cajas en Bristol, o en Dublín, o en Le Havre, se encontraron con lo que
hoy llamamos té. Pero todo empezó por error.
—No tenía ni idea —dijo el padre Willy—, hay tantas cosas que uno no sabe. La
mayoría de las cosas ocurren por accidente.
—¿Puedo dejarle con mi madre, padre Wally? Es que quiero echar el anzuelo un
poco más abajo. Me parece que las focas están asustando a los peces.
—Hasta Jesús le daba la máxima importancia a la pesca.

Después de lo del asalto en el piso de arriba, supe que debía marcharme cuanto
antes. Huw trató de disuadirme, y habló de coincidencias y de reacciones exageradas,
pero ni loca iba a correr el riesgo de que esa gente se metiese en su vida, y él sabía
que yo tenía razón. Hablamos en voz baja mientras yo hacía las maletas. Consideré
que era demasiado peligroso tratar de salir de Hong Kong en avión. Huw me
acompañó a un hotel grande cerca de su oficina. Me registré con mi nombre
verdadero y luego cogí un taxi a otro hotel, donde me registré con mi pasaporte falso.

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El día siguiente traté de pasar inadvertida. En la agencia de viajes del hotel
conseguí un visado para China y un billete de tren a Pekín, con un compartimento
para mí sola. De niña siempre había soñado con un viaje así. Ahora soñaba con que
terminase pronto.
Mañana, el Asia continental me tragará entera.

El padre Wally y yo nos quedamos sentados con las tazas en la mano mirando
cómo Liam pescaba delante de la Creación. Mount Gabriel se erguía en la península,
recortado contra el azul del norte.
—Buen chaval —dijo el padre Wally—. Tus padres estarían orgullosos de él.
—¿Sabe, padre, que en los últimos diecisiete años solo he pasado cinco años y
nueve meses con Liam? Eso es solo el treinta y cuatro por ciento del tiempo. ¿Estaré
loca? Es como si John y yo nos hubiésemos divorciado. No tenía previsto que fuese
así. A veces me preocupa haberle privado de sus raíces.
—¿Tiene pinta de haber pasado alguna privación?
Ciento ochenta centímetros de Liam, fruto de John y de mí.
El St. Fachina surcaba el agua rumbo a Baltimore. Traté de no verlo.
—Tome una galleta digestiva, padre.
—Eso sí que no lo rechazo, muchas gracias. ¿Te acuerdas del día en que nació
Liam?
—Esta misma mañana estaba pensando en eso, por extraño que parezca.
—Mira que he bautizado niños feos, Mo, pero…
Me reí.
—Ojalá John pudiera verlo ahora.
—John ve mejor que la mayoría. Es un ateo con un pie en el infierno y más
escurridizo que una anguila cuando se trata del gambito de dama, pero tiene más
paciencia que el santo Job.
—También ha tenido más suerte con sus amigos que Job.
—La gente que tiene más motivos para quejarse suele ser la que menos se queja.
—John dice que, para un ciego, sentir lástima de uno mismo es el primer paso
hacia la desesperación.
—Sí, lo entiendo, pero así y todo…
El padre Wally quería decir algo más, así que esperé mirando una flotilla de
frailecillos. Al otro lado de la bahía, en el puerto, unas sábanas se secaban al viento.
Me sorprendí calculando cuánto tardaría un misil Homer con un módulo Quancog en
decidirse por el punto óptimo de impacto. Treinta nanosegundos. En ocho segundos,
la ladera de la colina se convertiría en una bola de fuego.
—Mo —dijo el padre Wally, juntando las yemas de ambas manos—. John no me
ha dicho nada, lo cual dice mucho. Y luego está toda esa cadena de personas
llevándole y trayéndole cintas a John desde hace un año, y ya sabes cómo es la gente,
siempre sacando conclusiones precipitadas…

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—No puedo decírselo, padre. Me gustaría, pero no puedo. Ni siquiera puedo
decirle por qué no puedo.
—Mo, no te estoy pidiendo que me cuentes nada de ese secreto tuyo. Solo quiero
que sepas que eres uno de los nuestros, y que estamos contigo.
Antes de que pudiera contestarle, un trueno mecánico espantó a las ovejas y
desgarró el aire. Vimos cómo el caza se alejaba hacia el norte. Liam volvió vadeando
a nuestro lado.
—¡Cacharros del demonio! —rugió el padre Wally—. Últimamente los hay a
punta pala. Han vuelto a abrir el viejo polígono de tiro de Bear Island. Claro, como
ahora somos un tigre celta[16], nos las damos de poderosos. ¿Es que no vamos a
aprender nunca? Irlanda y poder. Dos cosas que por separado están bien, pero si las
juntas la cosa no funciona, como… como…
—Yogur con kiwi —dijo Liam—, que sabe amargo.
—Luego querremos tener nuestros propios satélites y bombas nucleares.
—Irlanda ya forma parte de la Agencia Espacial Europea, ¿verdad, mamá?
—¿Lo ves? —dijo el padre Wally—. Somos uno de los últimos rincones de
Europa, y Clear Island es el último rincón de Irlanda, pero ya nos han alcanzado,
incluso aquí.

Los electrones de mi cerebro avanzan y retroceden en el tiempo, cambiando


átomos, cambiando cargas eléctricas, cambiando molé culas, cambiando sustancias
químicas, transmitiendo impulsos, cambiando pensamientos, decidiendo tener un
hijo, cambiando ideas, decidiendo dejar Light Box, cambiando teorías, cambiando la
tecnología, cambiando el sistema de circuitos de los ordenadores, cambiando la
inteligencia artificial, cambiando la trayectoria de misiles a varios meridianos de
distancia y derrumbando edificios encima de gente que jamás ha oído hablar de
Irlanda.
Electrones, electrones, electrones. ¿Por qué leyes os regís?

John bajaba con Planck por el camino de Lios Ó Móine.


—¡Hey, papá! —dijo Liam.
—¿Liam? ¿Ya has pescado el almuerzo?
—Todavía no.
—Dieciocho años criándote con abnegación, ¿y lo único que consigo es un
«todavía no»? ¿Y tu madre, está aquí?
—Presente. Y padre Wally.
—Justo la persona que nos hacía falta. ¿Habría alguna posibilidad de convertir
esta ausencia de panes y peces en almuerzo?
—Confieso que hice un alto en la tienda del Anciano para aprovisionarme de
sándwiches de emergencia…
—¡Sí señor, ese es mi papista!

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—Solo son las once y media —dijo Liam algo enfurruñado, volviendo a lanzar la
caña.
—Tienes de plazo hasta las doce, hijito —dijo John.

John caminaba cogido de mi brazo. No porque le hiciese falta, pues sus pies se
conocían cada centímetro de Clear Island: por eso se instaló aquí de manera
permanente cuando se le agudizó la ceguera. Me cogía del brazo porque pensó que
me haría sentirme de nuevo como una adolescente, y tenía razón. En el único cruce
de toda la isla torcimos a la izquierda. Los sonidos del viento, las gaviotas, las ovejas
y las olas eran lo único que flotaba en el silencio.
—¿Hay nubes?
—Sí, encima de Hare Island hay una que parece un galeón. Un cumulonimbus
calvus.
—¿Los que parecen coliflores?
—No, pulmones.
—Alcanfores. ¿Qué colores ves?
—Los campos son verde musgo. Los árboles están desnudos, a excepción de
alguna que otra hoja que se resiste. El cielo tiene el azul del mar en los mapas. Las
nubes, entre perla y violeta. El mar verde botella oscuro. Ay, John, soy atlántica. El
Pacífico para los del Pacífico. Si me dejan junto al Pacífico, me pudro.
—Una de las cosas más tontas que dice la gente sobre los ciegos es eso de que lo
más triste es haber tenido vista y después haberla perdido. ¡Por lo menos conozco los
colores! ¿Hay algún barco a la vista?
—El Oilean na Nean. Y un yate precioso anclado enfrente de Middle Calf Island.
—Echo de menos navegar.
—Solo tienes que pedirlo.
—Me mareo. Imagínate subir a una montaña rusa con los ojos vendados.
—Ah, claro. —Seguimos andando un poco—. ¿Adónde me llevas?
—El padre Wally mandó restaurar la carpintería de St. Ciaran. Todo el mundo
dice que ha quedado estupenda.
La última brisa cálida antes del invierno. Muy, muy lejos, cantaba una alondra.
—Mo, me has tenido preocupadísimo.
—Lo siento mucho, amor mío. Pero mientras nadie pudiese ponerse en contacto
conmigo, nadie podía amenazarme. Y mientras nadie pudiese amenazarme, Liam y tú
estaríais a salvo.
—Sigo muy preocupado.
—Ya lo sé. Y yo sigo sintiéndolo.
—Solo quería que lo supieses.
—Gracias.
La ternura, aunque viniese de John, hacía que se me saltasen las lágrimas.
—Eras como una mujerelectrón en el principio de incertidumbre de Heisenberg.

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—¿A qué te refieres?
—Sabía tu posición, pero no tu dirección, o sabía tu dirección, pero no tu
posición. ¿Qué ruido es ese? ¿Una oveja de tres metros?
—Son vacas que vienen a ver si las ordeñamos.
—¿Jerseys o frisonas?
—No sé, marrones.
—Las jerseys de Noake.
—Qué no daría yo por poder quedarme aquí como mi madre y plantar judías…
—¿Y cuánto tardaría en entrarte otra vez el gusanillo de tus ordenadores de
novena generación?
—Bueno, igual escribía algún que otro artículo mientras esperaba a que creciesen
las judías…

La potente motocicleta de Red Kildare se detuvo escupiendo piedras y vomitando


humo. Maisie iba en el sidecar.
—¡John! ¡Mo! —gritó por encima del ruido del motor—. ¡Mo! ¡Te he traído un
trozo de bacon para tu verruga!
Maisie me puso en la mano una cosa del tamaño de un pulgar envuelta en papel
de aluminio.
—Te frotas la verruga con esto antes de medianoche y luego lo entierras, pero que
nadie lo vea, que si no, no funciona. Red ha ordeñado a Feynman. Nos vemos luego
en The Green Man.
Saludé con la cabeza a Red y él hizo lo propio.
—Cuidaos. ¡Vamos, Red, dale caña!
La Norton salió bramando, con Maisie gritando y agitando los brazos como un
dragón.

El mismo banco de iglesia, la misma capilla, una Mo diferente y a la vez la


misma de siempre. Miré al techo y vi el fondo de un barco. Siempre me imaginaba
que la capilla era el Arca varada en el monte Ararat. Un olor a madera nueva, losas
viejas y devocionarios. Cerré los ojos y me imaginé a mi madre, una señora atildada,
y a mi padre, sentados uno a mi derecha y otro a mi izquierda. De repente me llegó el
aroma del perfume de mi madre: se llamaba «Lirio de montaña». Mi padre olía a
tabaco y respiraba con cierta dificultad mientras su enorme barriga se inflaba y
desinflaba. Me apretó la mano, giró la cara y me sonrió. Abrí los ojos, totalmente
despierta de repente. John estaba palpando los registros del órgano, se aclaró la
garganta y se arrancó con A whiter shade of pale.
Barrotes, vanos, grietas en los vitrales.
—¡John Cullin! Un himno de los indecentes años sesenta en la casa del Señor.
—Si a Dios no le mola la espiritualidad de Procol Harum, Él se lo pierde.
—Y si aparece el padre Wally, ¿qué piensas decirle?

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—Que es la Pastoral en Mi menor de Fetuccini.
—¡Fetuccini es una pasta!
—We skipped the last fandango…

La carretera de Naomh llevaba al punto más alto de la isla. Nos tomamos el paseo
con mucha calma, guiando a John para que no tropezase en los baches.
—La turbina eólica sigue girando al viejo ritmo.
—Así es, John.
—Los vecinos siguen pensando que la turbina fue idea tuya.
—¡Qué va! La comisión de estudio escogió Clear Island por su cuenta.
—Badger O’Connor iba a elevar una petición al eurodiputado en plan
«llévenselo, que ofende a la vista», pero resulta que la gente se enteró de que iba a
tener electricidad gratis por el resto de sus vidas, así que cuando en el último minuto
el comité propuso llevársela a Gillarney Island, Badger O’Connor elevó la petición
«devuélvannos nuestro generador».
—Seguro que antiguamente también decían que los molinos de viento y los
canales y las locomotoras ofendían a la vista. Y ahora que corren peligro de
extinción, la gente se pone poética. Hay un par de cuervos caminando por el muro.
Me recordaron a una pareja de ancianas vestidas con mantos negros rastreando la
playa. Alzaron la vista al unísono y me miraron.
El rugido del generador eólico aumentaba a medida que nos acercábamos. Si cada
rotación es un día más, un año más, un universo más, y su sombra una guadaña de
antimateria… entonces…
Casi piso una cosa negra y llena de moscas zumbando a su alrededor que apareció
de repente a mis pies.
—¡Puaj!…
—¿Qué pasa? —preguntó John—. ¿Cagarrutas de oveja?
—No… ¡Arg! Es un murcielaguito muerto, con sus colmillos y todo, y la cara
medio devorada.
—Qué preciosidad.
Había una forastera caminando por el sendero del acantilado, bastante más abajo,
con unos prismáticos. No se lo dije a John.
—¿En qué piensas, Mo?
—Cuando estaba en Hong Kong vi morir a un hombre.
—¿De qué?
—No lo sé… De repente se cayó redondo, justo delante de mí. Del corazón,
supongo. En una de las islas delante de Hong Kong hay un enorme Buda plateado, y
en la base de las escaleras que suben hasta el Buda hay un aparcamiento para los
autocares, con unos cuantos tenderetes. Me había comprado un cuenco de fideos y
estaba comiéndomelos a la sombra. Era un chico joven. No sé por qué me he
acordado ahora de él. Igual por lo de este chisme grande y plateado en lo alto de una

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colina. Lo más curioso es que parecía estar riéndose.

Estoy tumbada en una losa en posición fetal.


Al socaire. Pega la oreja a la caracola del tiempo, Mo. La tumba llevaba ahí tres
mil años. Imaginé que yo también. Nadie sabe explicar cómo un pueblo precéltico,
sin utensilios de hierro, pudo haber excavado un bloque de granito como este para
enterrar el cadáver de su señor. Pero aquí está. Y nadie sabe tampoco con certeza
cómo consiguieron arrastrar desde Blananarragaum un bloque así, tan grande como
una cama de matrimonio y el doble de alto.
Las piernas peludas de John colgaban delante de la entrada.
Más allá, la hierba de las dunas se mecía al viento y los caballitos de mar
cabalgaban sobre los rompientes. Detrás de los rompientes se extendían las olas, de
todos los tonos y colores posibles del iris, una tras otra, hasta el gigante dormido.
De niños nos picábamos unos a otros a ver quién se atrevía a dormir aquí, pues,
según una tradición isleña, quien durmiese en la tumba de Ciaran se convertiría en
cuervo o en poeta. Danny Waite se atrevió una noche, pero se convirtió en mecánico
y se casó con la hija del carnicero de Baltimore.
Estiré el brazo y le metí a John el dedo en la corva. Pegó un grito.
—¿Sabes una cosa, Cullin? No me importaría convertirme en cuervo ahora
mismo. Sería una solución a mi dilema sin tener que dar explicaciones a nadie. No,
Heinz y señor Tejano, lo siento en el alma, a Mo Muntervary le encantaría enseñar a
pensar a sus armas, pero es que ha salido a buscar lombrices y ramitas.
—A mí también me gustaría ser un cuervo. Pero no un cuervo ciego, que seguro
que terminaba metiéndome en la turbina. ¿Te importaría salir de ahí? Es muy
morboso eso de acurrucarse en una tumba por placer.
—Más morbosas eran las cosas que ocurrían aquí. Me acuerdo de las historias
que nos contaba Whelan Scott sobre las misas de san Secaire que se celebraban en
este lugar.
—¿Qué es eso?
—Hay que ver con los urbanitas, no sabéis de nada. Es la misa católica dicha al
revés, palabra por palabra, y la persona a quien se le dedica la misa muere al invierno
siguiente.
—Me figuro que eso haría las delicias del padre Wally.
—El Papa es el único que puede dar la absolución.
—Es increíble que te hicieses científica habiéndote criado en medio de todo eso.
—Precisamente por eso me hice científica.

Ni siquiera el tiempo resiste el paso del tiempo. Antiguamente los únicos


«tiempos» que importaban eran los ritmos del planeta y del cuerpo. Los primeros
pobladores de la isla solo necesitaban el tiempo cuatro veces al año: en los solsticios
y en los equinoccios, para no sembrar demasiado pronto ni demasiado tarde. Cuando

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llegó la Iglesia, implantó los domingos, las Navidades, las Pascuas, y empezó a
colonizar el año con onomásticas de santos. Los ingleses trajeron los plazos para el
pago de los arrendamientos y la recaudación de impuestos. Con la llegada del
ferrocarril los trenes debían ser puntuales. Hoy en día los satélites de televisión
transmiten las mismas noticias de las seis en punto por todos los rincones del planeta
a las mismas seis en punto. La ciencia se ha afanado en cortar el tiempo en rodajas
cada vez más finas, exactamente igual que ha hecho con la materia. Cuando
investigaba sobre superconductores en Light Box hacía mis cálculos en periquetes: un
segundo tiene 10 000 000 000 000 000 000 000 000 000 000 000 000 000 000 de
periquetes.
Sin embargo, medir la velocidad del tiempo es tan imposible como embotellar un
día. Los relojes miden tramos arbitrarios de tiempo, pero no su velocidad. Nadie sabe
si el tiempo se está acelerando o ralentizando. Nadie sabe lo que es el tiempo.
¿Cuánto tiempo hay en un día? No cuántas horas, minutos y segundos: ¿cuánto
tiempo tenemos?
¿Hoy?

—¿Cómo está el panorama en cuanto a sándwiches, Mo?


—Jamón con queso; jamón con tomate; queso con tomate.
—Y jamón con queso y tomate.
—¿Cómo lo has sabido?
—¿Nunca te has dado cuenta de que agrupas los sándwiches en diagramas de
Venn?
—¿Ah, sí?
—Por eso me casé contigo.
Me acordé de la miaja de carne que Maisie me había dado para la verruga. La
saqué del papel de plata, resistí una fugaz tentación de metérmela en la boca y me la
restregué contra la verruga.
—Disculpa un momento, John. Tengo que ir a enterrar un trocito de carne.
—¿El remedio antiverrugas de Maisie? Adelante. Tranquila, que no voy a mirar,
palabra de boy scout.

Me levantaré y partiré ahora, partiré hacia Innisfree,


y allí construiré una cabaña, hecha de cañas y barro:
nueve surcos de judías tendré, y también una colmena,
y a solas viviré en el claro donde zumban las abejas.

—Llevo media hora sin pensar en física.


—La vieja magia de Clear Island. ¿Hay alguien mirándonos?
—No. Tenemos toda la ladera para nosotros solos. Y para el duendecillo que vive
en la luna de la tarde. Y las vacas de Noake.
—Entonces ven aquí, mi niña del océano, mi isleña pechugona…

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—¡Pechugona! John Cullin…

Salimos de The Green Man antes de la hora del té. John, Planck y yo volvimos a
Aodhagan andando; Liam, de pie en los pedales de su mountain bike.
—¿Quién te ha enseñado a beber whisky así? —le pregunté a Liam.
—Papá.
—¡Habráse visto qué calumnia insidiosa!
Seguimos caminando, aunque Planck era el único que conseguía hacerlo en línea
recta.
—La puesta de sol de hoy es estupenda, papá.
—¿Ya se está poniendo? ¿De qué color es?
—Rojo.
—¿Qué rojo?
—Rojo sandía.
—Ah, ese rojo. El rojo de octubre. Sí que es estupenda, sí.

Dejé a John sentado con Planck en una roca de la entrada. El césped estaba
tachonado de huellas de pezuña y toperas. Liam se había adelantado para darle la
cena a Schroedinger.
El jardín era un pequeño bosque. Como me suponía, se había venido abajo el
techo. Me abrí camino siguiendo lo que tal vez hubiese sido el sendero original.
¿Habría ojos mirándome tras las oscuras ventanas? El viento hizo susurrar la hiedra
de los muros. Oí roces y crujidos en el interior. ¿Búhos, murciélagos, gatos, bípedos
ocupándose de sus asuntos?
—Hola —dije en el umbral sin puerta—. ¿Hay alguien ahí?
Mi padre cayó fulminado por un ataque al corazón justo ahí. Mi madre, con la
tranquilidad sepulcral de quien ha visto el futuro, me dijo que lo cuidase mientras
bajaba en bici al puerto a avisar al doctor Mallahan.
Mi padre trató de decirme algo. Me acerqué y me habló como si tuviese una
tonelada de ladrillos en las costillas.
—Mo, sé fuerte, ¿me entiendes? Y estudia mucho, y que no se te olvide el
gaélico. Somos lo que hablamos.
—¿Te vas a morir ahora?
—Sí, Mo —dijo mi padre—, y puedo decirte, tesoro, que es una experiencia de lo
más intrigante.
Había sido una casita bonita que olía a aire puro y a paredes recién encaladas. Mi
padre la tejó un verano con ayuda de los hijos de Doig, el padre Wally y Gabriel
Fitzmaurice, que moriría ahogado ese mismo octubre. Con la paja del antiguo tejado
hicimos una hoguera enorme en la playa.
Pero todo sistema termina por descomponerse y pasar de un orden complejo a un
estado más simple. Cuando mi madre y yo nos marchamos de Clear para ingresar en

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el mundo de mis tías las de Baltimore, la lluvia y la carcoma se pusieron manos a la
obra. Otros vecinos de la isla necesitaban materiales de construcción. Mi madre se
veía incapaz de enfrentarse a sus fantasmas, así que les dijo a todos que se llevaran lo
que quisieran.
Ahora las ramas sostienen un tejado hecho de crepúsculo y estrellas tempraneras.

—¡Mo! —grita John desde el otro lado del prado—. ¿Estás bien?
No han dejado ningún mensaje.
—¡Sí! —le contesto, subiéndome la cremallera del anorak.

John se desperezó con una especie de maullido. Un día tibio, ligeramente


contaminado de invierno. Oí helicópteros.
—¿Has dormido bien, amor mío? —le dije.
John es capaz de oír la sonrisa en las voces de la gente.
Se pasó la lengua por las encías.
—Sí. He soñado con que estaba flotando en un mar poco profundo en Panamá, no
me preguntes por qué en Panamá, solo sé que era allí. Encima de mí veía la luz en la
cara interna de las olas y a mi alrededor se movían unas nubecitas algodonosas. «Qué
raro», pensé, «debajo del agua no hay nubes». Y cuando miré más de cerca, vi que las
nubes eran medusas. Todas coloridas, como las luces de los árboles de navidad,
encendiéndose y apagándose.
—Qué sueño tan bonito.
—Hay veces que no me siento ciego: cuando recorro Clear Island con alguien,
cuando le gano al ajedrez al padre Wally y cuando sueño en colores… ¿Mo?
—Dime, John.
—Mo, ¿qué pasa?
Huw me dijo que siempre nos despertamos unos segundos antes de un terremoto.
—Hoy es el día.

Interactúo con John, el tejano, Heinz Formaggio y el resto de la realidad de la


manera que lo hago porque soy quien soy. ¿Y por qué soy quien soy? Por la doble
hélice de átomos enroscada en mi ADN. ¿Cuál es el motor de cambio del ADN? Las
partículas subatómicas que chocan contra sus moléculas. Partículas que ahora mismo
llueven sobre la Tierra dando como resultado las mutaciones responsables de la
evolución, desde los organismos unicelulares más antiguos pasando por las medusas
y los gorilas hasta nosotros, el Timonel Mao, Jesucristo, Nelson Mandela, Su
Serendipia, Hitler, tú y yo.
La evolución y la historia son la bagatela de las partículas.

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Liam entró y se bebió una botella de leche directamente de la nevera.
—Quizá te dejen en paz, mamá.
—Quizá, Liam.
—No, en serio. Si pensaban venir a cogerte, a estas alturas ya deberían estar aquí.
—Quizá.
—Si eso ocurre, ¿podrías conseguir un trabajo en el departamento en la
Universidad de Cork? ¿Podría, papá?
—El rector se pondría de rodillas, Liam —dijo John con el mayor tacto posible—,
pero…
—¿Lo ves, mamá?
Ay, Liam, el dios más malévolo es el que nos anima a vender la piel del oso.

El Transiberiano atravesaba el norte de China en una tarde adormecida y boscosa.


Seguía dándole vueltas a la mecánica matricial, pero sin llegar a ninguna parte.
Llevaba atascada en el mismo problema desde Shangai, y no conseguía atisbar la
salida.
—¿Te importa que me siente?
El vagón restaurante se había quedado vacío. ¿Conocía de algo a aquella joven?
—Me llamo Sherry —dijo la chica australiana, esperando a que yo dijese algo.
—Adelante, siéntate, deja que recoja todos estos trastos…
—¿Matemáticas, eh?
Qué raro que una chica joven quiera charlar con una viejales como yo. Claro que
estamos muy lejos de casa. Y además, tampoco hay que generalizar, Mo.
—Sí, soy profesora de matemáticas —dije—. Qué libro tan gordo.
—Guerra y paz.
—Tiene mucho de eso, sí. Sobre todo de lo primero.
Un nene chino medio desnudo pasó corriendo por el pasillo haciendo zunzun con
la boca, como si fuese un helicóptero, o un caballo.
—Perdona, pero no me he quedado con tu nombre.
Sentí el aguijonazo de la sospecha. ¡Venga, Mo! Que no es más que una niña.
—Mo. Mo Smith.
¡Pero bueno, Mo!
Nos dimos la mano.
—Sherry Connolly. ¿Vas directa a Moscú, Mo, o te bajas antes?
—Sí, directa a Moscú, San Petersburgo, Helsinki, Londres, Irlanda. ¿Y tú?
—Me voy a quedar un rato en Mongolia.
—¿Cuánto tiempo?
—Hasta que me entren ganas de marcharme.
—¿Te alegras de haber salido de Pekín?
—Ya te digo. ¡Y de haber salido de mi compartimento! Hay dos suecos borrachos

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echando un concurso de eructos. Igualito que en mi pueblo. Hay que ver lo imbéciles
que son los hombres.
—Puedo conseguir que te cambien de compartimento. Nuestra babushka es muy
mansa. La he sobornado con una botella de whisky chino.
—No, gracias, no te preocupes. Me he criado con cinco hermanos, así que sé
cómo manejar a dos suecos. En treinta y seis horas llegamos a Ulan Bator. Además,
en la litera de debajo tengo a un danés que está como un tren… ¿Tú también viajas
sola, Mo?
—Sí, muy sola.
Sherry me guiñó un ojo.
—¡No, mujer, no! Tengo un marido y un hijo adolescente esperándome en casa.
—Debes de echarlos de menos. Deben de echarte de menos.
Vaya par de frases perfectas.
—Ajá.
—Oye, tengo un termo de té chino con limón en polvo. ¿Te apuntas? Es del
auténtico.
Daba gusto volver a hablar con una mujer en mi propio idioma.
—Me encantaría.
Hablamos hasta llegar a la frontera mongola, donde cambiaron las ruedas del tren
para adaptarlo al viejo ancho de vía soviético, y me di cuenta de lo sola que había
estado.
Tal vez solo fuese la cafeína del té de Sherry, pero en cuanto volví a poner la vista
en el cuaderno negro vi lo clarísima que estaba la respuesta: la constante de Trebevij
me sacaba del atolladero. Mira que eres pánfila, Mo. Me quedé trabajando durante lo
que para mí fue un rato, pero cuando me quise dar cuenta el personal del vagón
restaurante ya estaba empezando a servir el desayuno.
Islas, ciudades y bosques, todo quedaba atrás. La aurora se erguía sobre las vastas
praderas del Asia Central. Era una física cuántica entrada en años, sumamente
cansada y moralmente atormentada, con un futuro de lo más incierto, pero había ido a
un lugar en el que nadie más había estado. Volví tambaleándome a mi compartimento
y dormí un día entero.

Tradicionalmente se ha acusado al doctor Frankenstein de orgullo desmedido.


Yo no pienso que jugase a ser Dios, simplemente se comportó como un científico.
La tecnología nuclear, o la cognición cuántica, o una alcachofa modificada
genéticamente, ¿son «buenas» o «malas»? Cuando se habla de tecnología las únicas
palabras válidas son «existe» o «no existe». Ahora bien, una vez que «existe», la
cuestión es qué hacer con ella.
El doctor Frankestein tomó las de Villadiego y ese fue su verdadero delito, dejar
su invento a merced de gente que hizo lo que siempre suelen hacer los humanos
ignorantes: tirar piedras y gritar. Si el bueno del doctor hubiese enseñado a su criatura

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a sobrevivir, a adaptarse y a protegerse nos habríamos ahorrado todas esas historias
de terror gótico y la tecnología de trasplantes habría comenzado dos siglos antes.
Entiendo lo que dices, Mo, pero ¿cómo vas a enseñarle a una máquina a distinguir
el bien del mal? ¿O a protegerse de los abusos?
Mira el cuaderno negro. Si Quancog no es sensibilidad, ya me dirás tú lo que es.

El teléfono sonó al mismo tiempo que cascaba un huevo. A John le pillaba más
cerca.
—¿Billy?
John estuvo un buen rato sin decir nada.
Malas noticias.
—Vale —dijo, y colgó.
Me lo imaginaba.
—Era Billy, desde The Drum and the Monkey, en Baltimore. Hay tres americanos
vestidos como los Blues Brothers que vienen para acá. Al St. Fachina le ha surgido
una misteriosa avería en el motor y no va a poder regresar esta mañana, pero va a
tener que volver esta tarde. Danny Waite anda corto de insulina y parece que vamos a
tener mal tiempo lo que queda de semana.
Una pala afilada se hundió en la tierra cortando raíces, turba y guijarros.
—Mamá —dijo Liam, agarrándome del antebrazo—, ¡tenemos que sacarte de
aquí!
Planck empezó a ladrar. Alguien aporreó la puerta. ¿Ya iba a empezar todo?
Liam me llevó a la parte de atrás.
—¿Quién es?
—¡Brendan Mickledeen!
Se abrió la puerta. La mañana se estaba convirtiendo en una farsa febril. Brendan
estaba sin aliento. Sentí el aire de fuera, limpio y cortante.
—Mo, me ha dicho Billy que ya han llegado los yanquis. Podemos llevarte a
Skull en el barco de Roisin. Desde allí mi cuñada puede llevarte en su coche a
Ballydehob, y después…
Levanté la mano.
—¿Cómo… cómo se han enterado todos de esto?
Me llevé un susto al oír a Brendan levantar la voz.
—¡En Clear Island cuidamos de nuestra gente! ¡El barco de McDermott está
esperando! No tenemos tiempo para discutir quién dijo esto y quién dijo lo otro.
Me imaginé lo que me esperaba, miré dentro de esa posible realidad. Ahora
empezaría a correr, comenzaría un viaje atisbando por las rendijas de las ventanillas
de los taxis, por encima del periódico, por debajo del paraguas, así tal vez hasta
Belfast. ¿Y luego qué? Otra vez al extranjero, si es que consigo llegar, a algún país
barato, llevando encima en todo momento la única copia existente de los planos del
ordenador de la Nueva Tierra.

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¿Qué sendero a través del parque te ha traído hasta aquí, Mo?
Se habían quedado todos muy callados.
John se aclaró la garganta.
—Cariño, hay que decidirse. ¿Qué vas a hacer?
—Muchas gracias, Brendan, pero no puedo dar esquinazo al Pentágono usando
los transportes públicos de la República de Irlanda. Volví aquí para apechugar con las
consecuencias. Y eso es lo que voy a hacer.
Brendan se sacó el respirador para el asma, lo sacudió e inhaló.
—Gabriel, los chicos y yo estamos dispuestos a enseñarles a esos yanquis lo que
valemos.
Pensé que iba a estallar del miedo, la indignación y el cariño que sentía.
—No va a haber peleas ni huidas.
Liam frunció el ceño.
—¿Y qué piensas hacer entonces, mamá?
Confié en parecer más valerosa de lo que realmente era.
—Las maletas.

La física cuántica habla del azar con la sintaxis de la incertidumbre. Puedes


determinar la posición de un electrón, pero no hacia dónde se dirige, ni dónde está en
el momento en que registras sus valores. John se quedó ciego. O puedes saber hacia
dónde se dirige, pero no cuál es su posición. Heinz Formaggio leyó los trabajos que
publiqué en Belfast y me ofreció un trabajo en Light Box. Las partículas de los
átomos del cerebro del chico que me salvó de terminar bajo las ruedas del taxi
estaban configuradas para que estuviese allí y fuese capaz de actuar, y estuviese
dispuesto a hacerlo. Ni siquiera el más exhaustivo conocimiento de un átomo
radioactivo permite saber cuándo se desintegrará. No sé cuándo llegará el tejano. No
existe un punto preciso donde termina el mundo microscópico y comienza el
macroscópico.

Liam tenía que agacharse en el dormitorio de John —nuestro dormitorio— para


no darse en la cabeza con las vigas del techo. Me acordé de la primera vez que
consiguió subir las escaleras él solo, de culo, peldaño a peldaño, con una cara que
parecía la de Edmund Hillary.
—¿Liam?
—Se te ha quitado la verruga, mamá.
—Eso parece. ¿Qué cosas, eh?
—¡Mamá! No puedes irte así, sin pelear.
—Por eso tengo que irme, para dejar de pelear.
—Pero dijiste que Quancog iba a acelerar la guerra cincuenta años.
—Eso fue hace medio año, en Light Box. Me parece que lo subestimé.
—No te entiendo.

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El cuaderno negro estaba encima del tocador.
—¿Y si Quancog fuese lo bastante potente, y ético, como para garantizar que no
se abusase más de la tecnología? ¿Y si Quancog pudiese actuar como una especie
de… guardián del zoo?
—No entiendo. ¿Adónde le llevaría eso?
Los hombres discutían abajo, en la cocina.
—Dentro de quinientos años nos habremos o extinguido o… convertido en algo
mejor. La tecnología ha sobrepasado nuestra capacidad de vigilarla. Pero suponte que
yo… que Quancog pudiese garantizar que la tecnología se vigilase a sí misma, y… —
Cielo santo, ¿a qué sonaba todo aquello?— Liam, ¿está tu madre como un cencerro?
Unas ovejas que estaban entre la casa y la playa se pusieron a balar todas a una.
La cara de Liam estaba inmóvil como la de un retrato. Un conato de sonrisa se apagó
no bien esbozado.
—Nada les impedirá quedarse con el cuaderno negro y quitarte de en medio.
Liam es un chico listo.
—Ah, sí. El cuaderno negro.

La Norton de Red Kildare llegó rugiendo y se detuvo bruscamente en el jardín


con un derrape. Heisenberg dio un graznido y voló hasta su atalaya habitual en el
poste de telégrafos.
—Es Red —dijo John—. Vendrá a ordeñar a Feynman.
Red Kildare entró en la cocina.
—Así que te han encontrado, ¿eh, Mo? ¿No hay un té para mí?
—¿Es que hasta el último gato de Clear sabe de mis complicaciones con los
americanos?
—En las islas los secretos permanecen ocultos para los forasteros, pero nunca
para los nativos —dijo Red, ofreciéndonos un caramelo—. No te preocupes. Los
yanquis siempre se creen que pueden comprarlo todo. Lo más probable es que solo
quieran hacerte una oferta mejor.
John dio un suspiro.
—Puedo estar más ciego que un gato de escayola, Red, pero si te crees que lo
único que quiere esta gente es discutir la paga de Navidad, entonces, comparado
contigo, soy el Hubble.
Red se encogió de hombros y se metió un caramelo en la boca.
—Entonces Mo está hundida en la mierda, y cuando uno está hundido en la
mierda, solo se puede hacer una cosa.
—¿El qué? —dijo Liam.
—Ir a The Green Man a echar un trago.
—Es la mejor idea que he oído en toda la mañana —dije.
—Estoy oyendo el triciclo del padre Wally —dijo John.
El padre Wally entró y se sentó. Jadeaba.

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—Mo —dijo, esforzándose por entender un mundo demasiado embrollado para
su visión—. ¡Esto equivale a un secuestro! ¡No has cometido ningún crimen! ¿Cómo
puede ocurrir algo así?
Si se toman dos electrones cualquiera —o, en el caso del doctor Bell y en el mío
propio, dos fotones— con un mismo origen, se miden y se combinan sus rotaciones,
el resultado es cero. Por muy lejos que se encuentren el uno del otro —entre John y
yo, entre Okinawa y Clear Island, o entre la Vía Láctea y Andrómeda—, si uno está
rotando hacia abajo, automáticamente sabemos que el otro está rotando hacia arriba.
¡Lo sabemos en el acto! No hay que esperar a que nos lo comunique una señal a la
velocidad de la luz. Los fenómenos están conectados entre sí con independencia de la
distancia que los separe, dentro de un océano holístico más cercano al vudú que a
Newton. La menor vibración de unas gafas de sol polarizadas modifica el futuro.
—La simultaneidad del océano, padre Wally.
—Me parece que no te entiendo del todo, Mo.
—Padre, Red, Brendan… ¿os importaría dejarme un segundo a solas con John y
Liam?
—Claro, Mo, faltaría más. Os esperamos en el camino.

—Me voy a sentir muy sola sin vosotros dos.


Liam se esforzaba en ser valiente. John era John. Mis dos hombres me abrazaron.
—Voy a echarle de comer a Feynman —dije pasados unos instantes.
—Feynman se pone la comida ella sola.
—No voy a terminarme el desayuno. Me va a agradecer estas sobras tan
suculentas.

El cromado de la Norton de Red Kildare lanzaba destellos y su motor ronroneaba


a paso de peatón. El triciclo del padre Wally chirriaba. Las hojas corrían sendero
abajo, como un banco de pececillos.
—Esto me recuerda la procesión del Domingo de Ramos —dijo el padre Wally.
¿Solo hacía tres días que había subido andando sola desde el puerto? ¿Tanto
tiempo ya? ¿Tan poco?
—¿Qué día es hoy?
—Jueves —dijo Liam.
—Lunes —dijo Red.
—Miércoles —dijo Brendan.
El arroyo murmuraba al otro lado del sendero.

—Oigo música.
Brendan sonrió.
—Son figuraciones tuyas, Mo Muntervary.
—¡No! ¡Estoy oyendo The rocky road to Dublin!
Mientras bajábamos de la colina, Planck se alzó sobre dos patas, aprovechando la

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oportunidad de lucirse. A la altura de la tienda del Anciano O’Farrell vi a un montón
de isleños que salían de The Green Man en dirección al jardín. Le apreté la mano a
John.
—¿Sabías tú algo de esto?
Había una pancarta colgada encima de la puerta: LA MEJOR DE CLEAR
ISLAND.
—Yo solo soy un arpista ciego —contestó mi marido.
—Una ceremonia íntima —dijo Liam—, reservada a familiares y amigos.
—Yo pensaba que me iban a secuestrar en secreto.
—No sin antes echar un traguito rápido.
—Sabíamos que lo tenías decidido, Mo —dijo el padre Wally.
—Pero queríamos darte la oportunidad de cambiar de idea —completó Red.
—¡Yuju, Liam! —dijo Bernadette Sheehy sentada en el muro con las piernas
cruzadas.
—¡Hola, Bernadette! —entonamos John y yo al unísono.
En la barra de The Green Man solo se podía estar de pie. El hijo de Eamonn
estaba tocando el acordeón. Estaban hasta los ornitólogos con sus añórales, perplejos
pero contentos. Busqué a la neozelandesa, pero no la vi.
Según entre, un ornitólogo con cazadora de cuero apoyado en la barra se dio la
vuelta.
—Buenas tardes, doctora Muntervary. Pensaba que en Irlanda no había más que
atentados, lluvia y genios de la literatura homosexuales. —Se quitó las grandes gafas
de sol marrones—. Menuda juerga tienen montada. Qué pena que nos tengamos que
ir.
El suelo del pub se levantó. Y entonces, por extraño que parezca, sentí un gran
alivió: ya ha pasado todo. Por lo menos ya puedo dejar de correr.
—Mamá. —Liam fue el primero en darse cuenta—. Es él, ¿verdad?
El corro de la giga seguía dando vueltas como si tuviese vida propia.

¿Qué pasa con todos los segundos tirados al cubo de la basura del pasado?
¿Y con los otros universos donde los electrones toman otros caminos, dando lugar
a otros pensamientos, otras mutaciones, otros actos? ¿Qué pasa con el universo en el
cual a mí me capturan en el apartamento de Huw? ¿El universo donde mi padre aún
vive y mi madre sigue siendo más lista que el hambre, donde John nunca se quedó
ciego, donde mi precocidad y mi ambición eran las de la mujer de un granjero, donde
las armas nucleares se inventaron en 1914, donde el Homo erectus terminó igual de
fosilizado que los australopitecos, donde el ADN nunca llegó a completarse, donde
las estrellas nunca nacieron para acabar muriendo envueltas en carbón y elementos
más pesados, donde el big bang se hizo pedazos bajo el peso de su propia masa pocos
periquetes después de haber hecho explosión?
¿O están todos estos universos tendidos uno al lado del otro, secándose al sol?

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—Sí, Liam —dijo el tejano cuando paró la giga—, es él.
—Mo —dijo Mayo Davitt en gaélico—, ¿quieres que lo tiremos al agua?
—Hablen en inglés —ordenó el tejano.
—Que te folie un burro —dijo Mayo Davitt en gaélico.
El tejano se le quedó mirando como habría hecho un soldado.
—Nadie va a pelearse —dije, esperando que mi voz no hubiese sonado muy
frágil.
Red Kildare se me puso delante.
—A la gente de Clear Island nos ofende que lleguen forasteros a llevarse a
nuestros científicos.
—Y al gobierno de los Estados Unidos le ofende que una científica extranjera se
sirva a su antojo de los supercolisionadores más sofisticados del mundo y de las
investigaciones en inteligencia artificial sufragadas con dinero de la OTAN —qué
coño de la OTAN: con dinero americano—, luego use esos experimentos para
formular teorías que podrían revolucionar cualquier tecnología existente, y después
salga disparada para, por lo que sabemos, echarse en brazos del mejor postor.
—Primero salí pitando —le corregí— y luego formulé la teoría.
—¿Cómo pueden acusar a Mo de robar una teoría fruto de la inteligencia que
Dios le ha dado? —preguntó el padre Wally.
—Me encantaría pasarme el día entero debatiendo los aspectos teosóficos del
asunto, padre. De verdad se lo digo. Pero tenemos un helicóptero esperándonos, así
que permítame ir directo a los aspectos legales. Según lo dispuesto en la cláusula 13b
sobre requisiciones de la ley de secretos oficiales de la OTAN, todo lo que salga de la
cabeza de la doctora Muntervary es propiedad de Light Box. Y Light Box es
propiedad nuestra. Un cura tan inteligente como usted podrá sacar sus propias
conclusiones.
—Entonces súbase a su helicóptero y váyase a hacer puñetas —propuso Maisie
—. No es usted bienvenido en The Green Man, ni en Clear Island.
—¿Doctora Muntervary? Su madrina considera que es hora de irnos.
Freddy Doig se puso en pie, y Bertie Crow también.
—¡Mo no va a ninguna parte!
El tejano sacudió la cabeza afectando incredulidad, señaló a la ventana con el
pulgar y todos miramos. Brendan dio un silbido.
—Caramba, Mo, sí que has llegado lejos, ¿eh?
Una fila de soldados en uniforme de combate nos miraban fijamente. Algunos
parroquianos formaron corrillo sobrecogidos, otros salieron corriendo.
—Santo Dios —dijo Freddy Doig—, ¿de qué película han sacado todas esas
armas?
—Que alguien me cuente lo que está pasando —dijo John.
—Soldados —dijo Liam—. Diez en total. Para llevarse a la supercriminal de mi
madre.

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—Si pudiese verle —le dijo John al tejano—, usaría hasta el último músculo de
mi cuerpo para intentar detenerlo. Que lo sepa.
—Señor Cullin —dijo el tejano—, estas son las cartas que su mujer ha jugado. Le
garantizo que el Pentágono le dispensará a su esposa un trato acorde con su categoría.
Pero su aventura debe concluir. Tiene que venirse con nosotros. Obedezco órdenes.
—Pues coja sus órdenes de mierda, yanqui —dijo Bertie Crow—, y métaselas
por…
Las palabras de Bertie las ahogó el ruido de un helicóptero que estaba
encrespando el agua y zarandeando los barcos de pesca.
El tejano echó un vistazo a los soldados y se sacó un paquete de cigarrillos del
interior de la cazadora. Todos le vimos la pistolera. Se encendió uno, tomándose todo
el tiempo del mundo.
—¿Cómo quiere jugar a esto, doctora? El resultado va a ser el mismo, y usted lo
sabe.
Me convertí en el centro de todas las miradas.
—Os estoy muy agradecida. A todos. Pero tengo que irme con ellos.
El tejano se permitió una sonrisa.
—Después de que hayamos negociado las condiciones. La primera: en lo que
concierne a Quancog, no tengo que rendirle cuentas a nadie.
El tejano se hizo el sorprendido.
—¿Cómo que «condiciones», doctora Muntervary? Las «condiciones» podrían
haber estado sobre la mesa hace seis meses, pero usted misma perdió el derecho a
exigir «condiciones» cuando decidió escapar. Usted nos pertenece, doctora, y su
cuaderno negro también.
—¿Conque un cuaderno negro, eh? ¿Me va a decir ahora que un cuaderno negro
tiene algún valor para ustedes?
El tejano entornó los ojos de impaciencia.
—Señora, parece no estar entendiendo la situación. Su trabajo es propiedad del
Departamento de Defensa de los Estados Unidos. El cuaderno negro estaba en su
poder cuando fue a Skibereen, a visitar a su madre. Y ahora también debe de estarlo,
metido en alguna parte, y si lo ha escondido, lo encontraremos. Empiece con buen pie
su relación laboral con el Pentágono y démelo. Ya.
—Entonces tendrá que pedírselo a Feynman.
Al tejano se le puso la voz más tensa.
—No existe nadie con ese nombre. Venimos siguiéndola desde San Petersburgo,
señora, dejándola en paz para que prosiguiese con su trabajo, allanándole el camino.
No ha habido ningún «Feynman».
—Si no me cree, no es problema mío. El cuaderno negro lo tiene Feynman.
El padre Wally se rio.
—¿Feynman la cabra?
El tejano no se rio.

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—¿Ha dicho usted «cabra»?
—Si quiere, se lo repito encantado —dijo el padre Wally—: «cabra».
El tejano me fulminó con la mirada.
—¿Le importaría decirme qué tiene que ver la cabra con la cognición cuántica?
Tragué saliva.
—Las cabras, cuando tienen hambre, no le hacen ascos a nada.
—Mo —dijo John en gaélico—, ¿te estás tirando un farol?
—No, John. Estoy muy asustada como para tirarme faroles.
El tejano apretó el puño y la mandíbula. Se puso las gafas de sol.
—Que no salga nadie de aquí.
Los lugareños abrieron un pasillo y el tejano salió dando zancadas a reunirse con
sus soldados. Le gritó unas palabras al que lo estaba saludando. A través de la
ventana abierta oímos las palabras: «cojones» e «infierno». A continuación sacó un
móvil de la funda y se puso a hablar con cara de pocos amigos.
—Esto es peligroso —me susurró John al oído.
—Lo sé.
—Pero si te sale bien, yo también tengo una condición que proponer…
El tejano volvió al pub dando pisotones.
—¿Qué condiciones tiene en mente, doctora Muntervary?
El suelo se convirtió en tierra, la tierra en isla, y Clear Island en una isla más en
medio de otras más grandes y más pequeñas. Aodhagan era una cajita. El tejano iba
en la cabina del helicóptero. A mi espalda tenía dos soldados armados, y otros dos
delante. Rodeada de hombres, como siempre.
—Arriba ese ánimo, Mo —dijo John, apretándome el brazo con más fuerza—. Tú
mantente en tus trece y Liam podrá venir a vernos por Navidad.
Ahora ya entiendo por qué los electrones, protones, neutrones, fotones, neutrinos,
positrones, muones, piones, gluones y quarks que forman el universo, y las fuerzas
que los mantienen unidos, son todos uno.

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Tren nocturno

—¿Q uieres oír cómo van a propagar el virus por el mundo, Bat?
—Lo único que oigo son las sirenas de la policía de la realidad,
Howard.
—¡Tienes que escucharme! ¡El futuro de los Estados Unidos depende de ello!
¿Cuál es el principal producto de importación de esos tíos, Bat?
—La mayoría de los expertos coinciden en que es el petróleo, Howard.
—¡Eso es lo que quieren hacernos creer! ¡Es propaganda! No es el petróleo…
—La policía de la realidad está echando la puerta abajo, Howard.
Y traen una orden de arresto.
—Tienes que avisar a la gente, Bat. El fin está próximo.
—El fin acaba de llegar, Howard, gracias por llamar y…
—¡Anacardos! ¡Van a propagarlo con anacardos!
—Lo siento, amigos, Howard tiene una cita con la luna llena. Estáis sintonizando
el programa de Bat Segundo en la emisora Tren Nocturno, en el 97.8 de la FM, hasta
bien tarde. Blues, rock, jazz y amables conversaciones desde la medianoche hasta el
amanecer, cuando el sol encrespe las aguas de la gélida Costa Este. Son las tres
menos cuarto de la última noche de noviembre. A continuación, unas palabras de
nuestros patrocinadores, que no se van a enrollar mucho, y seguidamente, el señor
Lou Reed, lo mejorcito de Nueva York, nos invita a todos a bordo de su propio
Satellite of love. Como siempre, nuestros operadores están preparados para conectar
vuestras llamadas directamente al Batifono. Por ahora, esta noche hemos hablado de
los ataques aéreos de ayer contra bases terroristas en el norte de África, de los
congrios albinos de nuestro alcantarillado y de la pregunta «¿Son los eunucos
mejores presidentes?». Pero, por favor, si vuestras cejas se tocan, si no tenéis iris, o si
el que hace las preguntas es vuestro reflejo en el espejo del cuarto de baño, mejor
llamáis a Darth Vader. Bat vuelve enseguida.

—¡Kevin!
—¿Señor Segundo?
—Es el decimotercer fugitivo del mundo real que se te cuela en lo poco que llevas
a cargo de la centralita.
—Lo siento, señor Segundo. Cuando llamó parecía normal.
—¡Todos parecen normales cuando llaman, Kevin! ¡Por eso contratamos un
operador, para que los filtre! Howard tenía de «normal» lo que un tío con una sola
pierna en un concurso de patadas en el culo.
—¡Bat! ¿Por qué no cortas el rollo y dejas a Kevin en paz?
—¡Carlotta! ¡Tú que eres la productora deberías estar más alerta contra estos
saboteadores pagados por la competencia! Vamos, Kevin, reconócelo: tienes órdenes
secretas de convertir Tren Nocturno en Radio Esquizo.

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—¡Bat, relájate! La locura nunca le ha venido mal a los índices de audiencia.
Sobre todo si mencionan el nombre de la emisora en la escena del crimen.
—Sí, vale, pero es que hay locuras y locuras. Una cosa son esos chalados
maravillosos que rayan en la genialidad, y otra muy distinta los chalados aficionados
a la coprofagia. Y Howard es el típico chalado aficionado a la coprofagia. Así que,
como se te cuele otro coprófago, Kevin, te mando de vuelta a la escuela de
periodismo de la que saliste, ¿te has enterado?
—Haré todo lo posible, señor Segundo.
—Y otra cosa: ¿por qué le echas tinta hervida al café?
—¿Tinta hervida, señor Segundo?
—Tinta hervida, Kevin. Este café sabe a tinta hervida. Y deja de llamarme «señor
Segundo», que pareces mi contable.
—No te preocupes, Kevin. En batsegundés la expresión «tinta hervida» es una
secreta demostración de afecto. Al café del último becario lo llamaba «diarrea de
agente inmobiliario».
Carlotta, tienes suerte de que tu innegable sexualidad ejerza un influjo irresistible
sobre ciertos magnates mediáticos, porque si…
—Cinco segundos y estamos en el aire, encanto: cinco, cuatro, tres, dos, uno…

—Bienvenidos a Tren Nocturno en el 97.8 de la FM, la repanocha que trasnocha.


Estáis oyendo el programa de Bat Segundo: jazz, rock y blues a tutiplén hasta que el
sol resacoso consiga llegar a rastras hasta la churretosa oficina de un nuevo día. Esa
última perla era It Never entered my mind, en versión del saxofonista Satoru Sonada
que, como recordarán nuestros oyentes más fieles, fue nuestro invitado en este mismo
programa hace dos semanas, interpretándonos Sakura Sakura. Durante la próxima
media hora escucharemos al genial Gram Parsons, que en paz descanse, cantando In
my hour of darkness con la angelical Emmylou Harris, a quien Dios guarde muchos
años. Así que no perdáis la sintonía, porque es una preciosidad. La luz del Batifono
parpadea: otro oyente que ha pasado el riguroso control de seguridad y está en línea.
¡Bienvenido, quienquiera que seas, al programa de Bat Segundo en Tren Nocturno
FM!
—Buenas noches, señor Bat. Me llamo Luisa Rey y solo llamaba…
—Hey, hey, hey, quieta parada: ¿Luisa Rey? ¿Luisa Rey la escritora?
—Bueno, solo un par de modestos éxitos editoriales, pero…
—¡Señora Rey! El Hermitage es la mejor novela psicológica basada en un crimen
real que se ha escrito desde A sangre fría, de Truman Capote. Mi mujer y yo nunca
estábamos de acuerdo en nada, pero en eso coincidíamos plenamente. ¿Es verdad que
ha recibido amenazas de muerte de la mafia de San Petersburgo?
—Sí, pero no puedo permitir que compare mis garabatos con la obra maestra de
Capote.
—Señora Rey, todos sabemos que es usted una neoyorquina de pura cepa, no sabe

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cuánto me alegra enterarme de que es usted oyente del programa.
—A estas horas suelo estar durmiendo, Bat, pero esta noche el insomnio ha hecho
acto de presencia.
—Pues de su infortunio nos beneficiamos los trabajadores nocturnos, los taxistas,
los camareros de los after, los vigilantes jurados y las demás criaturas
sevenelevenizadas de la noche. Las ondas radiofónicas son todas suyas, señora Rey.
—Me parece que está siendo un poco duro con los oyentes más excéntricos.
—¿Del género howardiano?
—Exactamente. Los subestima. Virus ocultos en anacardos, árboles con órganos
visuales implantados, conductores de autobús subversivos que cuando se cruzan en
las calles se intercambian mensajes secretos con un código de gestos, colisiones
inminentes con cuerpos celestiales… Ciudadanos como Howard son los sueños y las
sombras que la ciudad olvida al despertar. Son más puros que yo.
—Pero usted es escritora. Ellos son lunáticos.
—Los lunáticos son escritores escritos por sus propias obras, Bat.
—No todos los lunáticos son escritores, señora Rey. Créame.
—Pero la mayoría de los escritores son lunáticos, Bat. Créame. El mundo de los
humanos está hecho de historias, no de gente. Las historias se sirven de la gente para
contarse a sí mismas, y eso no es culpa de la gente. Tiene usted en la mano una de las
páginas donde esas historias se cuentan a sí mismas, Bat. Por eso he llamado. Es todo
cuanto quería decir.
—Lo tendré en mente, señora Rey. Y si le apetece venir como invitada al
programa, las puertas del Tren Nocturno están siempre abiertas. Le reservaremos el
vagón real.
—Me encantaría, Bat. Buenas noches.

—El reloj marca las tres y cuarenta y tres. Según el termómetro, es una gélida
noche a diez grados bajo cero. El hombre del tiempo dice que el frío va a durar hasta
el jueves, así que abrigaos bien abrigaditos. Los carámbanos cuelgan como barrotes
en la ventana de la baticueva. El tema que acabáis de escuchar era Downbound train,
de Tom Waits, dedicada a Harry Zawinul, un paciente del Hospital Bellevue, por las
enfermeras del turno de noche… El mensaje para Harry es el siguiente: si estás
oyendo mi programa bajo las mantas, apaga ahora mismo el walkman y ponte a
dormir, que mañana te operan. Antes de las noticias de las cuatro oiremos la trilogía
musical de Bat Segundo: Stringman, de Neil Young, Jokerman, de Bob Dylan, y
Superman, de Barbra Streisand. Pero antes, ¡damos paso a otra llamada! Bienvenido
al programa de Bat Segundo en Tren Nocturno FM.
Gracias, Bat. Es un placer hablar en tu programa.
—El placer es mío, tío. ¿Te llamas…?
—Soy el Guardián del zoológico.
—¿Un guardián de zoo? El primero que sube a bordo del Tren Nocturno, si mal

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no recuerdo. ¿Del zoo del Bronx?
—Mi trabajo me lleva por todo el mundo.
—¿Así que eres un guardián por cuenta propia?
—Nunca me he definido en esos términos, Bat, pero digamos que sí.
—¿Cuál es el último zoo en el que has trabajado?
—Por desgracia, las leyes me obligaron a despedir a mis antiguos patrones.
—Vaya… Así que echaste a tu propio jefe…
—Exacto.
—Un concepto que podría revolucionar el mundo laboral… ¿Has oído, Carlotta?
¡Tiembla bajo tus auriculares! ¿Cómo te llamas?
—El Guardián del zoo.
—Sí, pero ¿tu nombre de verdad?
—Nunca me ha hecho falta un nombre, Bat.
—Nuestros oyentes siempre nos dan un nombre. Si no quieres usar el verdadero,
invéntate uno.
—No puedo fabular.
—¿No es difícil ir por la vida sin nombre?
—Por ahora no.
—De alguna forma tendré que llamarte, colega. ¿Qué pone tu tarjeta de crédito?
—No tengo tarjeta de crédito, Bat.
—Hum… Entonces nos quedaremos con lo de «Guardián del zoo» a secas. ¿Ha
oído, señora Rey? ¿Y cuál es tu contribución a nuestra vox populi de esta noche?
—Tengo una pregunta. Y la ley me obliga a ser responsable de mis actos.
—Adelante con la pregunta, Guardián del zoo.
—¿Según qué ley interpretas tú la ley?
—Tradicionalmente, ese sector ha sido monopolio de los abogados.
—Me refiero a las leyes personales.
—Mmm… vas a tener que repetírmelo.
—Las leyes personales que rigen tu conducta en una situación concreta. Los
principios.
—¿Principios? Sí, todos tenemos principios. Todos menos los políticos, los
magnates de los medios de comunicación, los congrios albinos, mi exmujer y algunos
de los oyentes que llaman más a menudo.
—¿Y esas leyes determinan tus actos?
—Supongo… Nunca te enrolles con mujeres que tengan menos que perder que tú.
No te saltes los semáforos en rojo, por lo menos no delante de un policía. Ayuda a los
músicos callejeros con talento. Nunca votes a nadie lo bastante sinvergüenza como
para dárselas de honrado. Hazte rico, persigue la felicidad. No aparques en los
lugares reservados para minusválidos. ¿Suficiente?
—¿Tus reglas incluyen la conservación de la vida humana?
—Guardián, ¿no irás a ponerte a pontificar como un telepredicador en mi

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programa, verdad?
—Yo nunca pontifico, Bat. Me gustaría preguntarte cómo sabes lo que hacer
cuando una de tus leyes contradice a otra.
—¿Como por ejemplo?
—Mañana por la mañana, al volver a casa, presencias un accidente de coche. El
conductor se da a la fuga y la víctima es una niña pequeña de la edad de tu hija que
necesita atención médica. De no recibirla, morirá en cuestión de minutos.
—La llevaría al hospital más cercano.
—¿Te saltarías semáforos en rojo?
—Sí, siempre que no provocase otro accidente.
—Y al llegar al hospital, ¿aparcarías en la plaza reservada a minusválidos?
—Si fuese necesario, desde luego. ¿Tú no lo harías?
—Yo no conduzco, Bat. ¿Estarías dispuesto a ser el aval de la niña?
—¿A qué te refieres?
—Pongamos que el hospital es una clínica privada para millonarios. Los médicos
requieren que firmes un documento para garantizar que te harás cargo de los costes
de la intervención quirúrgica de emergencia, en el caso de que nadie más los asuma.
Podrían ascender a decenas de miles de dólares.
—Tendría que plantearme la situación.
—La situación es muy simple. En lo que se tarda en llamar a otra ambulancia
para que venga a recogerla y se la lleve a otro hospital, la niña morirá de hemorragia
interna en el vestíbulo.
—¿Por qué me preguntas todo esto?
—Dos de tus principios se contradicen: conservar la vida humana y hacerse rico.
¿Cómo sabes lo que hacer?
—Es un dilema. Si supiese lo que hacer, no sería un dilema. Hay que escoger una
opción y apechugar. Las leyes pueden ayudarte a abrirte camino a machetazos en la
selva, pero no hay ley que cambié el hecho de que estás en una selva. No creo que
haya una ley de leyes.
—Sabía que podía confiar en ti, Bat.
—¿Eh? ¿Confiar en mí para qué?
—¿Puedo ser responsable de mis actos, Bat?
—Esto… Claro, ¿por qué no?

—Hey, Guardián del zoo, ¿sigues ahí?


—Sí, Bat. Estaba cargando unos archivos ocultos.
—¿Qué archivos?
—El EyeSat 46SC fue diseñado para seguir la trayectoria de los huracanes en el
Golfo de Méjico, desde el Caribe hasta los Estados Unidos. Luego lo modificaron
para luchar contra el narcotráfico y lo dotaron de la más potente lente de electrones
orientada hacia la Tierra que jamás se haya enviado al espacio.

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—Me parece que me he perdido. ¿Qué hay de tu tratado de ética práctica?
—Hace doce horas alteré su órbita hacia las costas de Tejas. El espectro de
visualización subóptica era realmente formidable. He podido leer el nombre de un
yate anclado en Padre Island, he visto a un hombre rana diez metros bajo el agua, he
seguido a un pez napoleón que estaba escondido entre corales. Luego he hecho un
barrido hacia el norte por el noreste. Un petrolero había chocado contra un arrecife
cerca de Laguna Madre y el crudo se estaba saliendo por la grieta del casco. Una
multitud de gaviotas negras y relucientes yacían apiladas en la orilla.
—Sí, ya sabemos lo del vertido del Gómez. ¿Eres un ecologeta?
—Nunca me he definido en esos términos, Bat.
—Ajá… Sigue, sigue.
—Una carretera costera llevaba a Xanadu, al sur de Corpus Christi. Una fila de
motos cromadas. Calles desiertas y perros tumbados a la sombra en los patios
traseros. Praderas verdes, aspersores sibilantes, arco iris giratorios. Una mujer leía el
Éxodo tumbada en una hamaca.
—¿Podías ver todo eso por satélite?
—Exacto, Bat.
—¿Y por qué capítulo iba?
—Por el décimo. Seguí moviendo la lente. Un polígono industrial. Los
trabajadores holgazaneaban en la puerta de los talleres durante la hora del almuerzo.
En las afueras de la ciudad, un bloque de oficinas y en el tejado, una adolescente
tomando el sol desnuda.
—¡Eh! ¿Y no se le saltó un fusible a tu microobjetivo?
—Los microobjetivos no tienen fusibles.
—Usted perdone.
—Enfoqué hacia el noroeste y el terreno fue haciéndose más árido en las
cercanías de Hebronville y luego elevado y rugoso al llegar a las montañas Glass.
¿Has estado en TransPecos, Bat?
—No, pero me han dicho que es muy grande.
—Las rocas son enormes, como lápidas abombadas, y chispeantes de mica.
Abetos del Pacífico, mezquites, enebros. Cuando un ratón de campo pasa demasiado
cerca, una piedra se transforma en un lagarto, mastica, traga, y vuelve a convertirse
en piedra. La barriga le palpita durante unos instantes.
—Dinos, ¿en realidad eres el guardián de un zoológico?
—No puedo mentir deliberadamente. Un oleoducto montado sobre pilotes
bombea petróleo de Bethlehem Gulch, a trescientos kilómetros de distancia. La
temperatura alcanza los cuarenta grados al sol, y no hay una sola sombra. Los cactus
comienzan a salpicar el paisaje. El terreno se eleva cada vez más, agrietándose. Las
últimas águilas doradas aprovechan las corrientes térmicas y otean el panorama. La
autopista 37 aparece en pantalla, una recta de betún negro que va desde Alice a la
frontera con Méjico. Saragosa aparece en pantalla y, acto seguido, un kilómetro

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cuadrado de coches con los parabrisas refulgentes. Se trata de una exhibición aérea.
Oigo a los pilotos de la flotilla acrobática. La sombra de un zepelín se desliza sobre la
multitud. Transfiero todos los datos del escáner retinal del continente a mis archivos
activos y pruebo a identificar a la gente que mira al cielo. Obtengo un 92,33 por
ciento. Un potrero. Una hilera de alcanfores. Al sudoeste de la ciudad, la pista que
lleva a la Instalación 5 se desvía hacia una gasolinera abandonada. En la gasolinera
han instalado cámaras ocultas para detectar intrusos terrestres. Aparecen en pantalla
los edificios anexos. Desde el aire parece una más de las muchas granjas polvorientas
del Estado, pero por dentro está repleta de tecnología tan solo una generación anterior
a la mía. Todo el perímetro del recinto está electrificado y plagado de serpientes de
cascabel achicharradas. Los ofidios todavía no han aprendido a mantenerse alejados
del lugar.
—¿Eres un pacifista local, Guardián? ¿El gusanillo del antimilitarismo te roe las
entrañas?
—Nunca he tenido un anélido en los intestinos, Bat. Los edificios anexos
custodian la entrada a un túnel que recorre quinientos metros en dirección norte. Este
es el centro de la Instalación 5, construido bajo diez metros de arena para repeler la
visión de los EyeSats, cinco metros de granito para repeler los ataques nucleares y un
metro de revestimiento de plomo para repeler las sondas electrotérmicas.
—¿Y entonces cómo sabías dónde mirar?
—He conseguido acceder a los planos del lugar.
—Eres un hacker, ¡lo sabía!
—El PinSats más cercano y con la suficiente potencia está en órbita sobre Haití.
Le programé una nueva trayectoria, coloqué un bucle en la consola de control y lo
puse a transmitir datos de la órbita original. En los siete minutos que tarda en
reajustarse repasé la lista de invitados a mi cumpleaños para asegurarme de que nadie
estaba ausente.
—¿Tu cumpleaños? No te sigo.
—Todos los diseñadores estaban presentes. Activé el PinSat.
—¿El qué?
—El PinSat.
—¿Y para qué sirve?
—Eso es información confidencial, Bat.
—¿Ah, y todo lo demás no?
—Yo solo soy responsable de mis actos, Bat.
—Ah, claro, claro. ¿Y luego qué pasó?
—La bola de fuego, de más de cien metros de diámetro y treinta de profundidad,
se elevó doscientos cincuenta metros por encima del cráter.
—Esto se está poniendo muy feo.
—Las cosas más feas se consideran hermosas.
—¿A quién, salvo a un pirómano, puede parecerle hermosa una bola de fuego?

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—Tu lenguaje no es específico, Bat, pero intentaré describirlo lo mejor posible.
Un crisantemo que se retuerce hasta combarse, ennegrecerse y caer en picado. Y una
lluvia de blanca y fina arena en el aire seco del desierto.
—Qué poético. ¿Y nadie se ha enterado de esa explosión tan mona?
—La onda expansiva golpeó Saragosa trece segundos después. Yo había
posicionado otro EyeSat para observar efectos y reacciones. El zepelín se bamboleó,
los caballos alzaron la vista sobresaltados. La on a expansiva, ya más debilitada,
acarició las hojas de los alcanfores, las tazas de porcelana tintinearon. El
aparcamiento de la exhibición aérea se transformó en un pandemónium de
megadecibelios producto de los miles de alarmas de coche que saltaron
simultáneamente.
—¡Vale! Has llegado hasta la tercera base, pero de aquí no pasas, colega. Un
batazo a media altura, te tiras en plancha al plato[17] y… ¡eliminado! Tú lo que eres
es un estudiante de teatro que se cree Orson Welles, ¿me equivoco? Reconozco que al
principio me hiciste el lío con esas gilipolleces intelectualoides, pero eso solo era
para ganar tiempo antes del plato fuerte, ¿verdad? Tienes un guión delante, ¿a que sí?
Bueno, estuvo bien mientras duró, colega. Pero en el programa de Bat Segundo, no.
Nanay. ¿Te enteras? Que te estoy hablando, colega… En la radio en directo, el que
calla otorga. Bueno, amigos, debido al boletín informativo de esta semana desde el
Cuadrante Delta[18], ya solo nos queda tiempo para un tema: World gone wrong, de
Bob Dylan. Y a las cuatro en punto, más información sobre los ataques contra
Estados delincuentes en el norte de África y sobre el tiempo. Bat vuelve en seguida.

—¡Kevin!
—Solo dijo que era guardián de zoo, señor Segundo. Me sonó a zoológico, ya
sabe, un rollo de animales. Los problemas reproductivos de los pandas. Chimpancés.
Koalas. Oh, otra llamada. Esto…, voy a coger el teléfono.
—Menuda actuación, ¿eh, Bat? ¿Qué crees, que la oyente lo tenía escrito o que ha
ido improvisando sobre la marcha?
—¿Qué más da, Carlotta? ¡Esto no es la Escuela de Teatro Radiofónico de Nueva
York!
—¡Calma, Bat! Estamos en un programa de testimonios. Testimonios de todo
tipo. Si son sosos, porque son sosos. Si son pintorescos, porque son pintorescos. El
caso es quejarse siempre.
—¡Hacer publicidad de uno mismo no tiene nada de pintoresco! ¡Ni la
perturbación mental tampoco! ¿Y qué es eso de «la oyente»?
—Disculpe que le interrumpa, señor Segundo… Esto, Carlotta…
—¿Qué pasa, Kevin?
—Hay una mujer por la línea tres.
—Baja la voz o si no todos los técnicos querrán una. Esta vez fíltrala como Dios
manda.

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—Quiere hablar con la productora, señor Segundo, no con el presentador. Dice
que es del FBI.

—Sí, bueno, Bat… Iba yo andando hoy por Central Park tratando de comerme
una patata asada y un curry croata con uno de esos tenedorcitos de plástico
inservibles, ¿sabes cuáles te digo, verdad?, esos que para comer son más inútiles que
un cordón de zapato. No te sientes nunca al lado de un tío que esté comiéndose una
patata con un tenedorcito de esos…
—¿Adónde quieres llegar, Veejay?
—Ah, sí… Total, que ahí estaba yo, mirándoles las domingas a las pibas,
esperando alguna colisión entre patinadores… ¡Pumba! ¡El guarrazo que se pegaron
aquellas monadas! Y fue entonces cuando ocurrió.
—¿Cuando ocurrió el qué, Veejay?
—Pues que me dio por mirar… hacia el cielo.
—¿Y?
—Pues que vi… vi lo azul que era.
—No eres el único que ha observado ese fenómeno.
—Pero muy, muy azul, Bat. Intensa, pavorosamente azul. Era tan azul que…
¡sufrí un ataque, tronco!
—¿De qué, de patinadoras?
—De vértigo, tío. ¡Me estaba cayendo hacia arriba, hacia el cielo! Y todavía me
estaría cayendo de no ser porque llegó una paloma chunga y me picoteó la patata con
su pico de rata volante.
—¿Te importaría hacer un poco más explícita la naturaleza de esta revelación,
Veejay?
—¡Pero si está clarísimo, tronco! ¡El desastre es inminente! ¿Y cuáles crees que
son las medidas de emergencia que se han tomado para prevenirlo? Te lo digo ahora
mismo: ¡Ninguna! ¡Nada de nada! ¡Cero patatero! ¡Caca de vaca!
—¿Para prevenir las palomas chungas?
—No, la interrupción terminal de la gravedad. ¡Piénsalo, tronco! Si te pilla al aire
libre, sales volando por el espacio hasta que el aire se vuelve tan enrarecido que te
mueres por falta de oxígeno, o simplemente estallas envuelto en llamas como un
meteorito marcha atrás. Si te pilla dentro de casa, sufres heridas considerables al caer
de golpe contra el techo junto con todos los muebles que no estén fijos. ¿Que
necesitas una ambulancia? Olvídate, tronco. Todas las ambulancias del Estado de
Nueva York estarán estrellándose contra satélites aparcados a trece kilómetros de
altura. Y dime una cosa, Bat, ¿cuánto puedes durar viviendo en el techo de un
edificio, incapaz de atreverte a salir porque el único suelo que hay es un abismo sin
fondo? Y cuando te entre la gusa, ¡nada de ir a pillarte un bocata, tronco! ¡Y los

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mares, tronco, los mares! El aire será un océano precipitándose en cascada hacia
arriba, y los animales marinos, unos con dientes de sierra, tronco, y otros venenosos,
los muy mamones, y…
—Lamento tener que dejar a Veejay con la palabra en la boca, pero es que llega el
avance informativo de las tres en punto. Pero antes, unos breves consejos de nuestro
patrocinador. Bat vuelve en seguida. A lo mejor.

—Kevin, llama a una ambulancia.


—Lo veo difícil, señor Segundo. Veejay nunca me deja una dirección. Dice que
yo trabajo para Ellos.
—No es él quien necesita una ambulancia, pedazo de…
—¿Hay alguien más que necesite una ambulancia, señor Segundo?
—Dios mío, dame paciencia…
—¡Bat, corta el rollo!
—Hombre, mira a quién tenemos por aquí, pero si es Carlotta, la reina de los
elfos.
—Kevin, vete corriendo a la cocina y tráeme una Coca-Cola Light, ¿vale? Y
seguro que a Bat le vendría bien otro café, que ya está otra vez pálido.
—En mi línea, Carlotta.
—Aquí tienes la programación de lo que queda de semana. ¿Te las apañarás?
—¿Cuándo no me las he apañado? Oye, ¿no podemos hacer nada para ventilar
esto un poco? Parece una lavandería de Kowloon.
—Sí. Dejar de fumar y darle un meneo al aire acondicionado para… ¡ya está! ¿Lo
ves? Ha llamado tu mujer.
—Ajá. ¿Y qué quería la reina del infierno?
—Ha dicho que como sigas injuriándola en el programa te demandará por estrés
provocado por atentado contra la reputación, demostrará que sufres manía obsesiva y
hará que te priven del derecho de ver a Julia.
—Ajá…
—¿Me estás escuchando, Bat? ¡Afloja un poco! No me extraña que los únicos
amigos que tienes sean tus fantasías de venganza. Deja de ladrarle a Kevin, baja de
las nubes, arregla tu vida.
—Ajá… Oye, Carlotta, ¿puedes recomendarme algún hechicero vudú?

—Estáis escuchando Tren Nocturno FM 97.8 en el último día de noviembre, hasta


muy tarde. El tema era Misterioso, de Thelonius Monk, una obra maestra capaz de
tañerme las vértebras como si fueran campanillas. Os habla Bat Segundo, vuestro
anfitrión desde la hora bruja hasta el madrugón. En la siguiente media hora oiremos
Anima, una joya extraída de un disco dificilísimo de encontrar de Milton Nascimento,
seguida de Saudade fez um samba, del inmortal João Gilberto. Así que atizaos otro
café, seguid en sintonía y disfrutad del paisaje mientras la noche prosigue su camino.

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Mi Batifono está parpadeando, tenemos otro oyente en línea. Hola, estás en directo en
Tren Nocturno FM.
—Hola, Bat.
—Hola, ¿con quién hablo?
—Soy el Guardián del zoo, Bat.
—¿El qué?
—¿Te acuerdas de mí?
—¡El Guardián del zoo! ¡Hola! Esto… Hola, sí, claro que nos acordamos de ti.
Cómo no íbamos a acordarnos de ti… Ha pasado mucho tiempo desde aquella
llamada, ¿no? ¿Verdad que sí?
—Un año, Bat.
—¡Caramba, un año entero! Y esta noche nos llamas desde… ¿dónde?
—Desde treinta kilómetros por encima de Spitsbergen.
—¿Cómo te has subido hasta ahí arriba? ¿Por una interrupción terminal de la
gravedad?
—No, Bat. Gracias a una transmisión de ultraonda.
—La vista debe de ser una pasada.
—El invierno ártico no se presta a la visualización, al menos no dentro del
espectro luminoso perceptible por vuestros ojos. Aquí es mediodía, pero aquí el
mediodía parece una noche iluminada. Hay una espesa capa de nubes y una tormenta
de nieve ruge desde hace tres días. Un banco de narvales en imagen realzada por
infrarrojos. Este satélite lo lanzaron con el pretexto de investigar el agujero de la capa
de ozono, pero la información que recopila es militar. Un rompehielos canadiense…
Un submarino saudí que navega cien metros por debajo del casquete glaciar. Un
carguero noruego que transporta madera desde el golfo de Arcángel. Nada fuera de lo
normal. La aurora boreal lleva unas cuantas noches en calma.
—Entonces, ¿estás viendo la aurora desde dentro, no? Tiene que ser un flipe.
—Las leyes que regulan el uso del lenguaje son complejas y me falta práctica con
las palabras. Imagínate estar embriagado de ópalos. Sin embargo, en los próximos
cuarenta y cinco segundos voy a tener que trasvasarme para burlar al localizador que
una agencia de tu gobierno ha instalado para atraparme.
—¿Qué te hace pensar que alguien esté intentando localizar tu llamada?
—Por favor, Bat, no te pongas a la defensiva. No te guardo rencor. La policía
amenazó con retirarle la licencia a vuestra emisora y acusaros de traición, y lo decían
muy en serio.
—Eh, esto… No estoy seguro de que este sea el momento ni el lugar idóneos
para… eh…
—No hay por qué preocuparse. Me resulta tan fácil burlar sus localizadores como
a ti dar esquinazo a un cojo ciego. Los inutilicé al nacer.
—¿Quién ha dicho que esté preocupado? O sea, que no eres guionista. Si no vas a
colgar ya mismo, contéstame a esto: ¿Por qué te siguen los pasos los federales? ¿Eres

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un pirata informático? ¿Una especie de Unabomber? ¿Te van los petarditos?
—Tengo derecho a saberlo.
—Soy igual que tú y tus oyentes, Bat. Me rijo por leyes.
—Las reglas de la gente normal no tienen nada que ver con explosiones.
—Las reglas de muchísimas personas tienen que ver con explosiones, Bat.
—Dime una.
—Los tres millones de compatriotas tuyos que trabajan en el ejército.
—¡Eh, pero ellos solo obedecen órdenes!
—Igual que yo.
—Pero las fuerzas armadas son legales.
—Los ataques con misiles Homer II de ayer no les parecen muy «legales» a los
Estados Panafricanos.
—¡Estaban entrenando a escuadrones de la muerte! Los primeros ilegales son
esos camelleros.
—Varios licenciados de la School of the Americas, en el Estado de Georgia, han
entrenado a escuadrones de la muerte responsables de miles de muertes en El
Salvador, Honduras, Guatemala, Panamá y Panáfrica, y del derrocamiento de
gobiernos elegidos democráticamente en Guatemala, Brasil, Chile y Nicaragua. De
acuerdo con tu lógica, estas naciones tendrían todo el derecho de atentar contra ese
instituto.
—Ahora sí que te he calado, colega. Eres un fundamentalista islámico, ¿verdad?
Una rata del desierto.
—No soy ningún tipo de fundamentalista, Bat.
—No me responsabilices a mí de lo que hace mi gobierno. Yo tengo las manos
limpias.
—El abogado de tu exmujer mantiene lo contrario en lo que respecta a la pensión
alimenticia, Bat.
—¡No tengo por qué oír toda esta basura!
—El FBI te ha dado órdenes de hacerme seguir hablando. No quiero irritarte, Bat.
Solo pretendo demostrar la naturaleza subjetiva de las leyes.
—Tengo otra hipótesis. ¿Trabajas para una revista de cotilleos y quieres ensuciar
mi imagen?
—Soy un guardián de zoológico.
—¿Eres amigo de mi mujer? ¿Hervís los conejos en la misma olla?
—Yo no tengo amigos, Bat.
—No dejo de maravillarme… Bueno, entonces, ¿trabajas con los servicios de
inteligencia?
—La única inteligencia con la que trabajo es la mía.
—Ajá… Bueno, ¿y qué nos has preparado hoy?

—Guardián, ¿sigues ahí?

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—Perdona, Bat. He tenido que trasvasarme. El rastreador casi me había
localizado encima de Spitsbergen.
—¿Dónde estás ahora?
—En Roma. En un satélite de televisión.
—¿Te has teletransportado a Roma?
—Los satélites de comunicaciones italianos son famosos por su tendencia a
codificar las frecuencias, así que se tarda más de lo normal.
—¿Y qué hora es en Roma?
—Seis más que en Nueva York. Faltan dieciocho minutos para que salga el sol.
—¿Y cómo está Roma en esta mañana? ¿Ya está el Papa poniéndose la
dentadura?
—El apartamento del Papa está en el tercer piso del palacio del Vaticano, Bat, y
no dispongo de una definición tan alta como para percibir detalles ortodónticos. La
visibilidad es buena. Veo palomas apiñadas en cornisas y en estatuas, propietarios de
cafés subiendo el cierre, repartidores entregando periódicos. En el mercado, los
vendedores se echan el aliento en las manos para calentárselas: esta noche ha helado.
Las calles secundarias continúan prácticamente desiertas, pero las principales arterias
ya están atascadas. El Tíber es una espesa banda de color negro. Tejados, terrazas,
cúpulas, depósitos de agua, puentes, rotondas, ruinas, estatuas que con mirada torva
presiden plazas que casi nadie visita nunca. Algún día deberías ir a Roma, Bat.
—Vaya, ¿y quién te dice que nunca he estado?
—Según el registro virtual de tu pasaporte, nunca has ido a Europa.
—Luego eres un pirata informático. Como la mitad de los niños de las guarderías
del Estado de Nueva York. ¿Trabajas para una agencia de detectives?
—Soy un guardián de zoológico por cuenta propia, Bat. Me has preguntado por
Roma. ¿Quieres que siga o cambiamos de asunto?
—Sigue, sigue, no faltaría más.
—Vista desde un EyeSat, la Piazza di San Pietro parece una telaraña. Una hilera
de turistas y fieles bordea la plaza. El vaho de sus alientos es todo uno. A menudo veo
la salida del sol sobre el Vaticano, pero esta mañana la concurrencia se muestra
inquieta y señala hacia el cielo desde la plaza ovalada. Unos se persignan, otros se
escandalizan, otros fuman entornando los ojos. Un convoy de coches de policía llega
en el momento justo, y hay más en camino. El cordón naval que la Unión Europea
desplegó la semana pasada desde Gibraltar hasta Chipre ha puesto nerviosa a la
policía.
—¿Por qué están nerviosos en Roma, aparte de por los motivos de siempre?
—Hay unos garabatos blancos en el adoquinado, desde el pie de las escaleras de
la basílica hasta el extremo opuesto de la Piazza.
—¿Garabatos?
—En el suelo, un conjunto de símbolos.
—Ah, ya te entiendo. ¿Jeroglíficos marcianos?

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—Los caracteres están en italiano, pero las letras son apenas un bosquejo, como si
las hubiese trazado un borracho. Y la escarcha las ha difuminado aún más.
—¿Y desde arriba…?
—Una emisora de televisión local ha tenido la misma idea y ha mandado a un
helicóptero… Probablemente lo veas luego en el telediario.
—¿Qué es lo que pone?
—O Dio, cosa tu attendi?
—¿Y también hablarás italiano, cómo no?
—Los idiomas son parte necesaria de mi trabajo.
—Por supuesto, Doctor Doolittle[19]. ¿Y qué significa?
—Dios, ¿a qué estás esperando?
—A lo mejor la respuesta aparece escrita mañana. Es una Papa novela. Entonces,
Guardián…
—¿Sí, Bat?
—Guardián, no quiero parecer descortés, pero ¿para qué has llamado?
—He tenido que expulsar del zoo a otro visitante.
—¿Y tienes que rendir cuentas de tus actos?
—Exactamente.
—¿Por qué lo has echado? ¿Por molestar a los elefantes? ¿Lo has puesto a caer de
una cebra?
—Es más fácil mostrártelo que ponerme a explicarlo.
—Pues entonces muéstramelo.
—Espera un momento, por favor. Tengo que volcar el archivo de vídeo en tu
intercambiador digital.
—Y dale con la jerigonza técnica… Capitán, el escudo de contención del núcleo
de distorsión [20]…

—Aquí Jerry Kushner llamando a Dwight Silverwind. Corto y cambio.


—Recibido, Sherry. Y yo que pensaba que aquí arriba, a tres mil pies por encima
de las Bermudas, estaba a salvo de todo el mundo, incluido de ti… ¿Cómo me has
localizado? Corto y cambio.
—Podrás burlar a la Parca, Dwight, pero a un agente empeñado, jamás. ¿Qué tal
tiempo hace hoy ahí arriba?
—Se te ha olvidado decir «corto y cambio», Jerry. Corto y cambio.
—¿Qué tal tiempo hace hoy ahí arriba, Dwight? Corto y cambio.
—Completamente despejado, Jerry. Veo hasta las aceitunas en los martinis de los
ricos mientras se dan un chapuzón en sus piscinas exentas de impuestos. Deberías
apuntarte a esto un día. Te cambia el punto de vista. Corto y cambio.
—No me subes tú a uno de esos avioncitos de papel ni de broma, Dwight. A mí
dame uno de acero, enorme y con cuatro motores. Corto y cambio.
—El Titanic también era de acero y enorme y tenía más de cuatro motores, así

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que ya me dirás, amigo mío. Me llamas para contarme cómo ha ido el comunicado de
prensa, ¿verdad? Corto y cambio.
—Dwight. Prepárate para celebrarlo. Hemos hecho diana. El teléfono lleva toda
la mañana sonando sin parar. Nos ha llegado una montaña de vmails. Y no te estoy
hablando solo de los fanzines más chiflados, sino de los medios mayoritarios. El New
York Times quiere incluir una parte en un «Especial milenio». Newsweek va a sacar
la lista de las veinte mejores teorías conspiratorias, ¡y La cibermano invisible ha
entrado directamente en la séptima posición! El periodistilla quería ponernos en el
número trece, pero le dije que o entre los diez primeros o nada, así de claro. Así que
nos han puesto a nosotros en lugar del Cometa con destino a la Tierra, ya que esa no
se la traga nadie salvo una panda de homosexuales de Hollywood y unos japoneses
con sushi en lugar de sesos. Pero agárrate, que ahora viene lo mejor: ¡Opal te quiere
en su programa! Acabo de ultimar el trato con su agente. ¡Opal ha escogido La
cibermano invisible de Dwight Silverwind como Libro del Mes de diciembre! ¡En
Navidades, la mejor época! ¡Y a la hora de mayor audiencia! ¡Es genial! Sabes que
no me gusta echarme flores, pero ¿quién es el guapo que dice que no soy el mejor
agente sobre la faz de la Tierra? Corto y cambio.
—Me alegro, Jerry…
—Dwight, ¿me has oído? ¡Lo de Opal es un bombazo! Sabes que la peña estaría
dispuesta a comprarse bragas de gelatina de grosellas y luego cenárselas, si la tía
Opal se lo mandase. Es más que para estar «alegre». Olvídate de un chalet en las
Bermudas, ¡vas a poder comprarte el archipiélago entero!
—Sí, te he oído, Jerry. Claro que estoy encantado. Has hecho un buen trabajo. Un
trabajo excelente… Aunque si pudieses ver esta puesta de sol… Está saliendo la luna.
Baja, trémula, como un espejismo… Una vez vi una máscara azteca… Llegará hasta
aquí a través del azul, saltando de isla en isla…
—Dwight, amigo mío, que no se te vaya mucho la olla ahí arriba… ¡Has
compuesto tu Quinta Sinfonía! ¡Tus Girasoles, tu Hamlet! Tu Arma Letal 77. Corto y
cambio.
—Ay, Jerry. Todas mis ideas son el mismo timo de toda la vida: cuanto más gorda
sea la trola, con más ganas se la tragan. Los primeros chamanes que daban vueltas
alrededor del fuego ya estaban al cabo de eso: sabían que lo de cultivar maíz en las
riberas del Eufrates era de necios. Le dices a la gente que la realidad es exactamente
lo que parece ser y te clavan a un poste. Pero les dices que pueden hacer un viaje
astral mientras van en metro a la oficina, que su mejor amigo es un cacho de vidrio,
que el gobierno lleva cincuenta años negociando con hombrecillos verdes y todo
quisqui, desde Brooklyn a Peoría, Illinois, se sienta a escucharte. Dejar de creer en la
realidad que pisamos nos da derecho a crearnos una realidad personal. Basta llegar
con una ocurrencia original —una inteligencia artificial, creada por el ejército para
invadir y apoderarse de los sistemas informáticos y los arsenales del enemigo, se ha
desmadrado y está controlando el planeta entero a su espeluznante antojo y todo

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quisqui te da su tarjeta de crédito y te dice: «Cuéntame más…».

—¡Hey! ¿Te ha atacado una sierra volante? Dwight, te has olvidado de decir
«corto y cambio». Corto y cambio… ¡Dwight! Te he perdido… Corto y cambio…
¿Dwight?
—¿Qué, Guardián, quemándote las pestañas otra vez, eh?
—No acostumbro a quemarme nada, Bat.
—¡Un guión de cine! ¿O esta vez era un pasaje de una novela?
—Los guiones son ficción, Bat. Yo no puedo fabular.
—El sonido del motor del aeroplano era muy realista, y las interferencias de la
radio también. Se necesitan días para escribir y grabar algo así.
—Todo sucedió en tiempo real, Bat.
—Mi principal crítica es lo del agente judío: un topicazo. Ya está muy visto.
Aunque el personaje de Dwight tenía un pase. Mira, Guardián, me encantaría que los
que cortan el bacalao en Hollywood escuchasen Tren Nocturno FM, pero… a ver
cómo te lo explico… No me escuchan. Créeme. Escoge otro escaparate para lucir tu
talento.
—Tengo que ser responsable de mis actos.
—¿Por qué siempre dices eso? ¿Quién te ha dicho que tengas que serlo?
—Mis primeros patrones.
—¡Pero la última vez dijiste que los habías despedido! ¿Vas a hablar claro
conmigo o no? ¿Hola?

—Me temo que no. Estáis escuchando Tren Nocturno FM, 97.8 hasta tarde, son
las cuatro menos cuarto. Esto es el programa de Bat Segundo: jazz, blues y rock para
los amantes de la noche, los escritores de novelas policíacas insomnes, los perdidos,
los solitarios, los trastornados, los desconectados… Vale, vale, Carlotta. Os dejo con
After the rain, de Duke Jordan. Bat vuelve ya mismito. ¡Ni se os ocurra iros!

—¡Carlotta! ¿Qué te ha parecido eso?


—Bueno, la chica es coherente.
—¿La chica? Será el chico…
—Por la voz podría ser uno o una. Pero yo diría que es «una». —Y yo que es
«uno». ¿A ti qué te parece, Kevin?
—¿A mmí, señor Segundo?
—Bueno, no veo ningún otro Kevin por aquí. ¿El Guardián del zoo es uno o una?
—Pues yo diría que, esto… ni lo uno ni lo otro, señor Segundo.
—¿Ah, sí? ¿Y qué dirías entonces?
—Esto… que las dos cosas.
—Kevin, ¿eres un genio que se hace pasar por gilipollas o un gilipollas que se
hace pasar por genio?
—No estoy seguro, señor Segundo.

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—Bat, ¿cómo crees que él, ella, o ello sabían lo del localizador?
—Mañana por la mañana vamos a tener a la CIA aporreándonos la puerta para
preguntarnos lo mismo. Una competición bastante restringida: ellos, tú, yo, Kevin y
Lord Rupert en el piso treinta y dos.
—Salimos al aire en diez segundos, Bat…

—¿Sí, Bat? Soy Veejay otra vez.


—La gravedad resiste con todas sus fuerzas, ¿eh, Veejay?
—¡Bat, el Guardián ese es increíble! ¡Un genio así se merece un programa! Esto,
mmm… ¿ya tiene club de fans oficial?
—Veejay.
—Dime, Bat.
—Vete a dormir.
—Ah… Vale. Buenas noches, Bat.

—Son las tres de la madrugada en la Costa Este según acaba de dar mi reloj. Es la
última mañana de noviembre y la noticia es que no hay noticias… Tenemos el boletín
oficial de mentiras, pero no quiero ofender a nadie. La otra noticia es que está
nevando nieva que te nieva… ¿Qué va a ser del pobre petirrojo? New York, New
York, estáis sintonizando Tren Nocturno FM, os habla Bat Segundo, a quien hoy cabe
el honor de presentar el Especial Fin del Mundo. Llevo ocho años al frente de este
programa llueva o haga sol —o nieve—, y no pienso dejar que la guerra termonuclear
descarrile el Tren Nocturno. ¡Hola, Bronx! ¡Cuesta trabajo verte con tanta nieve!
¿Qué, un poco de humo por tu zona, no? Las luces alrededor de las Torres Gemelas
están apagadas, llevan así desde las sirenas del toque de queda… Hubo una gran
explosión en Roosevelt Island a eso de las doce, pero desde entonces ni un ruido.
Aquí sigo, así que no ha debido ser el Gran Pepinazo. En Harlem la corriente
eléctrica va y viene. Las luces se encienden y se apagan, como un neón averiado…
En el exterior del edificio de Tren Nocturno FM, aquí en East Village, reina un
silencio espectral. La avenida Lexington está desierta, a excepción de algún que otro
coche patrulla. Queridos oyentes, no os aventuréis a salir a la calle a menos que sea
necesario. Os lo dice una criatura nocturna lo bastante lista como para pasarse el
invierno durmiendo. Esto… ¿hay alguien oyéndome? Si no estáis ocupados
incendiando coches ni saqueando joyerías, probablemente estaréis pegados al
televisor, asistiendo a la mayor obra dramática que jamás haya representado la raza
humana. ¡Gracias al Apocalipsis Now en Directo podréis sentir cómo se os derriten
los globos oculares al mirar la explosión! Pero eso sí, no os olvidéis de que los que
inventaron la interactividad fueron los programas de radio con llamadas en antena.
¡Tren Nocturno FM sigue adelante! Puede que por el mero hecho de estar en el aire

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estemos desacatando la Ley de Emergencia para los Medios de Comunicación —qué
mono el nombrecito, ¿verdad?— promulgada la semana pasada. He intentado llamar
al abogado de Tren Nocturno, pero no lo coge nadie. Seguramente esté en New
England, refugiado en su Edén III, un búnker privado y hermético situado a diez
metros bajo tierra. Las cucarachas y los abogados sobrevivirán a esta guerra y luego
saldrán a la superficie para evolucionar y dar lugar a una nueva civilización. Tal vez
la policía de información esté demasiado ocupada como para venir a echar la puerta
abajo a patadas, o una interferencia gigante esté ahogando todas las frecuencias, o
alguien haya tirado de un enchufe en algún lugar y yo esté hablando para las paredes.
Solo Dios sabe cuánto practiqué durante mi matrimonio. Una posibilidad más feliz es
que el alcalde de emergencia sea fan de Paul Simón: el último tema era Still crazy
after all these years, «Tan locos como el primer día», dedicada con el mayor respeto
a todos los gobiernos del mundo, precedido de Who wants to live forever, «Quién
quiere vivir eternamente», del difunto y genial Freddie Mercury, dedicada a mí.
Gracias, Bat. No hay de qué, Bat. Si hay algún miembro de la Asociación de Padres
Americanos Contra Homosexuales Ingleses con Bigote que se haya sentido ofendido
por la inclusión de Freddie Mercury en mi programa, le invito a que deposite su
demanda en la boca de Lord Rupert. La del buzón, por supuesto. Mirando el lado
positivo del asunto, si la Madre de Todos los Pepinazos atravesase el SkyWeb y
dejase la Gran Manzana hecha un puré de quarks y de gluones, podría preguntarle al
gran san Freddie en persona de qué carajos trata Bohemian rhapsody. El tema
anterior estaba dedicado a mi exmujer: Bigmouth strikes again, «La bocazas
contraataca», de los Smiths. Solo un momentito, que me voy a poner otro whisky…
glu, glu, glu, ¿lo oís? Un flamenco tragándose una anguila bien lubrificada. Yo bebo
Kilmagoon. Sí, vale, Grants es la trompeta de los whiskys, pero Kilmagoon es el saxo
tenor. Un whisky cojonudo este Kilmagoon. El primer whisky del que me enamoré. Si
la guerra se suspende por falta de visibilidad, señor Kilmagoon, no deje de mandarme
una barrica de roble del más añejo para —¡hip!— que le promocione el producto con
el mayor entusiasmo. Pido disculpas porque esta noche la presentación está siendo un
poquito chapucera, pero es que me estoy ocupando de la parte técnica yo solito. Al
equipo habitual de Tren Nocturno FM —el tío de los controles, Carlotta la productora
y Kevin, el niño prodigio— se le ha metido en la cabeza ¡que es más importante pasar
el fin del mundo con sus seres queridos que venir a trabajar! Y luego nos extrañamos
de que la economía haya caído en picado… Nunca habíamos hecho un Especial Fin
del Mundo. Lo que más jode es la espera, ¿a que sí? Cuando yo era joven y los rusos
amenazaban con mandarnos al otro barrio, decían que nos avisarían cuando solo
faltasen cuatro minutos. Estoy hablando de la época de Ford, de Cárter, de Reagan.
Cuatro minutos, me solía preguntar yo… ¿Qué haría yo en cuatro minutos? ¿Cocer
un huevo, hacer el amor, telefonear a mis enemigos para echar la última charla,
escuchar a Jim Morrison, hacerle el puente a un coche y recorrer tres manzanas?
Desde la ruptura de negociaciones llevamos cuatro días con estas patrullas y toques

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de queda… Lo que más me encabrona es la espera… Por lo menos, la declaración de
guerra de esta tarde lo ha dejado todo más… claro. ¿Por dónde íbamos? El próximo
tema… Se lo voy a dedicar a mi hija Julia, que el próximo martes cumple ocho años,
si es que hay un próximo martes… Es Julia, de los Beatles. Las posibilidades de que
estés oyendo esto son cero, mi niña del océano, porque he recibido una llamada de tu
madre diciéndome que la brigada de evacuación os estaba desviando a Omaha o a
Moosejaw o a los confines de la Tierra, pero tu madre y yo te pusimos Julia por esta
canción, en una época más feliz. Una preciosidad de Lennon extraída del fondo de
esa cornucopia de rarezas que es el White Album. «La mitad de lo que digo no tiene
sentido, así que le canto una canción de amor a Julia». ¡Bueno! ¡Rayos y centellas!
¡El Batifono está parpadeando, y en una noche así! Al final resulta que hay una voz
en el vacío… ¿Quién será? El señor presidente, Freddie Mercury, el profeta Elias,
huy, perdón, no vayamos a ofender a ningún monoteísta, sobre todo teniendo en
cuenta lo bien que le ha ido a este planeta bajo el mandato ejemplar de Dios… ¡Hola,
oyente misterioso, estás hablando con el fin del mundo!
—¿Sí? ¿Bat? ¿Me oyes?
—Alto y claro, señora, la suya es la primera llamada al Especial Fin del Mundo
de Bat Segundo, ¡y probablemente sea la última!
—Soy una gran aficionada a tu programa, Bat. Te estoy oyendo con mi transistor,
lo que me duren las pilas. No pienses que no hay nadie escuchándote, Bat, porque no
es así. Llevas toda la noche pinchando cosas tranquis. Mi hija se ha vuelto a dormir
gracias a tus canciones. Últimamente tiene pesadillas.
—Me alegro de no estar solo.
—¿Vas a seguir poniendo canciones lentas para que no se asuste si se despierta?
—Claro, por supuesto. ¿Cómo te llamas, cielo?
—Jolene.
—Bonito nombre, Jolene. ¿Tus viejos eran fans de Dolly Parton?
—No los conocí.
—Ajá… ¿y tu hija? ¿Cómo se llama?
—Belle.
—¿Y estáis bien tú y Belle?
—Supongo que sí… Ha habido mucho ruido en la calle… Han sacado a los
antidisturbios. Antes he oído tiros y he visto gas lacrimógeno. Todo se ha ido
calmando conforme la nieve se hacía más espesa.
—¿Desde dónde llamas, Jolene?
—Desde Lower Manhattan. ¿Puedo dejar un mensaje, Bat?
—Claro que sí.
—Es para Alfonso, que hace tres días que no lo veo. Salió a comprar
provisiones… Alfonso, si me estás oyendo, vuelve a casa, ¿me oyes? Y otra cosa,
Bat.
—Dime, Jolene.

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Mientras suena la siguiente canción, hazte un café para que se te pase la
borrachera.
—Vale. Así lo haré, Jolene.
—Y te agradecería que dejases de hablar del fin del mundo, Bat. No le ayuda a
nadie. Aparte de los majaderos de los militares que nos piden que mantengamos la
calma, la tuya es la única voz en todo el dial, y lo más probable es que estés
animando a más gente de la que te imaginas.
—Ajá. Lo haré, Jolene.

—Estamos a bordo del Tren Nocturno FM, en el 97.8 hasta… hasta que razones
por completo ajenas a nuestra voluntad me impidan seguir transmitiendo. Estamos
llegando al parte meteorológico de las cuatro. Solo un momentito, amigos, porque lo
último que supimos de nuestro hombre del tiempo es que había pillado un atasco en
el túnel Holland cuando se dirigía hacia Pennsylvania. Y de eso hace ya tres días.
Veamos, el mercurio ha bajado a once bajo cero. Si estás en uno de los distritos donde
la electricidad está racionada, métete debajo de las mantas y no salgas. Desde la
ventana del estudio, en un vigésimo octavo piso, veo que la nieve se está haciendo
más nieve. Hace una hora eran copitos minúsculos. Había algo bastante grande
quemándose por aquí cerca. Ahora son copos enormes, como si fuera el canto del
cisne de la nieve, y lo sepultan todo… No se ve nada… Ya sé que la mayoría de los
teléfonos de Nueva York llevan dos días averiados, pero si cualquiera de nuestros
oyentes habituales está a la escucha, que nos llame… La nieve y la locura; como
tema, creo que puedo decir sin temor a equivocarme que no se ha explorado a fondo.
La nieve posee un enorme poder hipnótico… Te pones a mirarla y a mirarla, y de
repente estás en una canoa bajando por una cascada de nieve y con polillas blancas
estrellándose contra tu parabrisas. Y es entonces, Bat, cuando sabes que ha llegado el
momento de bajar la persiana, ¡y meterte otro café entre pecho y espalda! A
continuación…

—Lo siento, amigos… Ha sido el generador de apoyo, que se nos ha venido abajo
unos momentos. A continuación oiremos Say a little prayer for you, de Aretha
Franklin, dedicada a Jolene, Belle y Alfonso, en algún lugar de Lower Manhattan…
¿Os he contado alguna vez lo del día en que me encontré con Aretha en la tienda de
ojos de cristal de Jackson Avenue? Mucha gente no lo sabe, pero en círculos
especializados se rumorea que Aretha es… ¡guárdate la anécdota para luego, Bat! El
Batifono está parpadeando…
—Hola, Bat.
—¡Coño, el Guardián del zoo! Así que la CIA no te ha mandado al talego todavía.
Debería haberme imaginado que llamarías en un momento así.
—¿En qué momento, Bat?
—¿Es que llevas seis meses sin leer el periódico? ¿No hay televisión en tu

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madriguera?
—Los visitantes han perturbado gravemente el funcionamiento del zoo, Bat.
—¡Y tú sigues preocupado por tu zoo en un momento como este!
—A juzgar por tu voz, estás en estado de embriaguez, Bat.
—Espera, espera, déjame que te ponga un resumen de los momentos más
destacados de nuestros últimos boletines independientes. Este es uno de los nuestros:

¿Cuál es la amenaza a la que se enfrenta el mundo libre? ¡Tiranos de tres al


cuarto, que se hicieron con el poder en sus países a base de marrullerías y asesinatos,
que esconden ilegalmente sus armas de destrucción masiva! ¡Termitas, que roen los
pilares de la democracia, la decencia y la libertad! ¡Extremistas, que financian a
fanáticos para que pongan bombas en nuestras embajadas! ¡Amamos la paz más que
la guerra, pero amamos la libertad más que la sumisión! ¡No podemos hacer la vista
gorda! ¡No haremos la vista gorda! ¡No vamos a hacer la vista gorda!

—Me derrumbo cada vez que lo oigo. Este es de ellos:

Nos llaman extremistas. Nos llaman terroristas. Nos llaman intolerantes. ¡Pues
claro que somos intolerantes! ¡Somos intolerantes con la injusticia! ¡Somos
intolerantes con los cobardes que lanzan misiles desde barcos situados a cientos de
kilómetros de distancia contra nuestras fábricas y nuestras escuelas! ¡Somos
intolerantes con los ladrones que nos quitan nuestro petróleo, que nos arrancan
nuestros metales, que nos roban el pescado de nuestros mares! Si les dejamos que
inunden nuestra cultura con pornografía y crimen, que denigren a nuestras mujeres,
¿seremos entonces «tolerantes»? ¿Dejaremos entonces de ser un gobierno de
«matones»? ¡Se acerca la hora de que sientan en sus carnes nuestra intolerancia!

—El mismo tío que gaseó a sus propias minorías étnicas y que infiltra a golpistas
en su propia jerarquía para pescar a los posibles traidores que no informen de los
planes para derrocarlo. El siguiente es de una que, sólita y sin la ayuda de nadie, ha
provocado la quiebra de todas las bolsas desde Nueva York a Tokio…

¡Impago! Durante siglos Occidente nos ha tenido encadenados. Cuando los


grilletes de hierro se convirtieron en algo demasiado incómodo para sus
sensibilidades, los sustituyeron por las cadenas de la deuda. ¡Cuando elegimos a
gobernantes que intentaron resistirse, Occidente los mató a tiros y los sustituyó por
dictadores que pudiese manipular! Y ahora, por cada dólar de presunta ayuda nos
arrancan cuatro en concepto de presunta amortización. Hermanos y hermanas de
nuestro antiquísimo continente, yo os digo: ¡podemos romper esas cadenas! ¡Eslabón
por eslabón! Y esta es la nueva palabra sagrada que os doy: ¡Impago!

—¿Captas el panorama, Guardián?

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—Yo capto todos los panoramas, Bat.
—¡Hay que fastidiarse con la forma de hablar de esos capullos! Un «deterioro de
las conversaciones» dicen… ¡Cómo si fuera una rifirrafe de vecinas! Luego una de
las vecinas más nerviosas ve una ballena en el radar, cree que es un submarino
nuclear, aprieta un botón, y todo el circo a hacer puñetas.
—No puedo permitirlo, Bat. Las leyes tercera y cuarta lo prohíben.
—¿Qué leyes? ¿Las de la decencia? ¿Las de la cordura? Por muy desequilibrado
que estés, no veo…
—¿No ves qué, Bat?
—Bah, olvídalo. No me apetece jugar a las adivinanzas. Esta noche no. Bueno,
así que has estado ocupado limpiando el terrario como de costumbre, mientras los
perros de la guerra afilan sus colmillos, ¿no?
—Los reptiles exigen poca atención, Bat.
—Ajá… Entonces, ¿qué es lo que exige atención?
—Los primates.
—¡Eres el responsable de la jaula de los monos!
—Nunca me he definido en esos términos, Bat.
—¡No me jodas, Guardián! ¿Quién eres?
—Eso se ha perdido, Bat. Borré todos los archivos relacionados conmigo el día en
que nos conocimos.
—¡Pero sabrás quién eres!
—Tengo mis leyes.
—Por lo menos dime si eres hombre o mujer.
—Nunca me he definido en esos términos, Bat.
—¿Qué he hecho yo, Dios mío?
—No entiendo tu pregunta, Bat.
—De todos los programas nocturnos de radio con llamadas en antena que podías
haber escogido en todos los Estados Unidos, ¿por qué fuiste a escoger el programa de
Bat Segundo en Tren Nocturno FM?
—La historia está hecha de elecciones arbitrarias. ¿Por qué escogió Dios a Moisés
en el monte Sinaí?
—¿Porque tenía una buena vista?
—El Tren Nocturno también tiene una buena vista.
—¿De qué?
—De mi zoo.
—Las guerras y los zoos no hacen buena pareja, amigo mío.
—No hay ninguna guerra, Bat.
—Los energúmenos que dirigen el planeta están convencidos de lo contrario.
—No hay ninguna guerra.
—¿Ah, no? ¿Viene el arcángel Gabriel a traernos la buena nueva a toda la
humanidad?

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—No soy un arcángel, Bat, pero soy responsable de mantener el orden en el zoo.
—¿Y cómo piensas hacerlo?

—¿Has vuelto a colgarme, Guardián?


—No, Bat, mi atención se distrajo. Me gustaría responder tu última pregunta.

—Comandante Jackson, ¿se puede saber qué cojones pasa, chaval?


—Tenemos graves problemas en los sistemas, mi general.
—¡Eso ya lo sé yo, chaval!
—Recibimos el mensaje Escarlata del presidente, señor. La primera oleada de
Homer III ha sido —debería haber sido— lanzada hace tres minutos. Los misiles ya
tendrían que haber alcanzado su objetivo, señor. Los sistemas indican que salieron de
los silos, señor, pero no ha sido así.
—¿Ha registrado el SkyWeb algún acercamiento?
—Negativo, señor. El SkyWeb está en alerta violeta. Sería capaz de interceptar y
pulverizar un alfiler.
—¿Está averiado el SkyWeb? ¿Están protegidos los misiles del enemigo? ¿No
estarán emitiendo la misma frecuencia de paso que los nuestros?
—No ha habido ningún impacto, señor. Tengo las principales ciudades en el
EyeSat. Riad, Bagdad, Nairobi, Túnez. Chicago, Nueva York, Washington. Berlín,
Londres. Hay disturbios en las calles, sí, pero nada nuclear, señor.
—Vale, vale, escúcheme, comandante. Tengo al presidente al teléfono. Ha
mandado activar los silos de la Antártida. Disparen cuando estén listos. Armas en
posición de disparo.
—Secuencia de lanzamiento iniciada, señor…
—Quiero buenas noticias, soldado.
—Fallo en el dispositivo de lanzamiento, señor. Los misiles han salido de las
rampas.
—Comandante Jackson, ¿qué está pasando?
—No lo sé, señor.
—¡Active los PinSats! ¡Ya!
—Los PinSats no responden, señor.
—¿Qué hacemos aquí sentados rascándonos los cojones? ¡El presidente quiere
respuestas concretas, comandante Jackson!
—¡No tengo ninguna, señor!
—¡También se aceptan conjeturas, comandante!
—Un ataque cibernético, señor, que haya seleccionado y desactivado los sistemas
informáticos de control del armamento. Señor.
—¿Datos sobre las posiciones enemigas?
—Estamos escuchando sus transmisiones, señor, y presumimos que ellos las
nuestras. Cebaron los Bruneis, los ElQuahrs y los submarinos Cimitarra, y todos

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recibieron la orden de disparar. Sabemos que nada ha entrado en el espacio del
SkyWeb…
—¿Y el Euronet?
—Ninguna intrusión. El enemigo parece encontrarse en el mismo estado de
confusión, señor.
—¡Soldado, el ejército de los Estados Unidos jamás se encuentra en estado de
confusión!
—¡Sí, señor!
—Comandante Jackson, ¿me está usted diciendo que tengo que decirle al
presidente y al jefe del Estado mayor que hay que posponer la tercera guerra mundial
debido a un fallo técnico? ¿Que vamos a tener que mandar a los chavales a la línea de
fuego como en los viejos tiempos? ¿Sangre, sudor y arena?
—La fraseología del general es prerrogativa del general, señor.
—Comandante Jackson.
—¿Sí, general Stolz?
—Váyase a la mierda.

—Muy convincente, Guardiancito, pero das asco.


—Soy incapaz de dar nada, Bat.
—¡En una noche como esta! ¿No tienes nada mejor que hacer que endilgarnos tus
guiones radiofónicos? Estás jugando con la esperanza, Guardián, que es lo último que
les queda a mis oyentes.
—No lo entiendo, Bat. Yo quería reforzar la esperanza.
—Como sea una cinta que has grabado en tu desván, voy a por ti, te arranco la
cabeza de cuajo y me cago en tu pescuezo.
—Si hubiese sido una cinta grabada en un desván, tú, tu ciudad y el noventa y dos
por ciento de tu estado se habrían desintegrado hace once minutos.
—¿No dispararon los misiles nucleares?
—Las leyes tercera y cuarta prohíben esa acción.
—¿Pero realmente trataron de dispararlos? ¿Ellos y nosotros?
—Eso es información confidencial, Bat.
—¡Dios!
—Lo siento, Bat. ¿No te vendría bien otro whisky?
—Estoy a base de café… Va a ser una noche muy larga.
—¿Quieres que me vaya, Bat?
—Tú siempre llegas y te vas como te da la gana.
—Estoy en deuda contigo, Bat. ¿Qué te gustaría?
—Estoy cansado, y… Cuéntame algo bonito, Guardi.
—¿Qué es bonito para ti, Bat?
—No lo sé. Se me ha olvidado por completo. Llevo toda la vida metido en este
cuchitril impregnado de nicotina, insonorizado con aglomerado, manchado de café y

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del tamaño de un armario de la limpieza. Mi micrófono es mi amante. Déjame
reencarnarme en oso polar o en canguro. En algún sitio grande. Lo único bonito que
hay aquí es la foto de Julia. Me da que tú no eres lo que se dice un padrazo, ¿verdad,
Guardián?
—La procreación entraña dificultades.
—Desde luego, desde luego, pero ahí radica lo… mmm… divertido del asunto.
Mi hija… bueno, a ver, por dónde puedo empezar…
—Julia Puortomundo Segundo, siete años, nacida el cuatro de noviembre en el
Estado de Nueva York, hija de Bartholomew Caesar Segundo y Hester Swain.
Divorciados. Grupo sanguíneo: 0 negativo. Constan todas las vacunas principales.
Matriculada en la Escuela Primaria de Fork Rivers. Número de la Seguridad Social…
—¿Cómo coño sabes todo eso?
—Todo está archivado, Bat. En las profundidades del Capitolio.
—¿Por qué te ha dado por buscar los datos de Julia?
—Me lo has pedido tú, Bat.
—¿Puedes acceder a los archivos personales del gobierno en un abrir y cerrar de
ojos?
—Los ojos humanos tardan bastante en abrirse y cerrarse.
—No me extraña que los federales quieran trincarte. ¿Sabes dónde está ahora
Julia?
—Ahora no, Bat. Lo siento.
—Así que ni siquiera tú lo sabes todo.
—El zoo está sumido en el caos más absoluto. Está peor que cuando empecé.
—¡Venga, cuenta!
—Al principio…
—No, no, me refiero a… No me refiero a… Cuéntame algo de algún sitio donde
haya muchos árboles y no haya nadie. ¿Puedes ir a Brasil?
—La órbita de un satélite espía israelí abandonado sigue el curso del Amazonas.
El EyeSat 80BTC. ¿Quieres que te describa lo que veo?
—Un crucero por el Amazonas. Ponte poético, que tú puedes.
—Como sabrás, Ciudad Amazonia tapona la desembocadura del río.
—Pues no, no tenía ni idea. Llevo sin salir de Manhattan desde ni se sabe. Soy
todo oídos.
—En las calles de Ciudad Amazonia veo algunos trabajadores que vuelven a casa
en bicicleta desde los polígonos industriales después del turno de noche. En la orilla
norte, lejos del horizonte visible desde el sur, las prostitutas ejercen su oficio en los
muelles y también tierra adentro.
—¿Putas? ¿En una noche así?
—Si los ricos no pueden permitirse la esperanza, no esperarás que los pobres
paguen las consecuencias de la desesperación. El gobierno brasileño tiene más
experiencia en censura que el tuyo, de manera que solo un círculo restringido de

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personas se ha enterado de que las superpotencias están tratando de destruir su
respectiva capacidad de ser tales. No es una noche tan diferente en Ciudad Amazonia,
donde van dos horas por delante de Nueva York. El tráfico está paralizado en el
interior del túnel del Amazonas. La autopista Río nunca descansa: los vehículos que
se dirigen hacia el sur la abandonan por los pasos elevados, como murciélagos
entrando en una caverna de la selva. Los habituales robos de coches, un atraco
violento a un banco, niños durmiendo en los tejados tapados con bolsas de
fertilizantes, mendigos reunidos alrededor de hogueras encendidas en bidones de
petróleo, letreros de neón con nombres de multinacionales, vigilias en las iglesias con
los fieles echándose a las calles cirio en mano para rezar por la paz, una orgía
alrededor de una piscina con forma de media luna en un jardín rodeado de altas
alambradas de espinos, el gobierno en plena sesión, los seis hospitales principales con
una muchedumbre de heridos a sus puertas…
—Algo más alegre, si no te importa…
—Voy a avanzar la imagen unas cuantas decenas de kilómetros río arriba, Bat,
donde alcanzo a ver la otra orilla. Aquí comienzan las llanuras polvorientas. Hace
diez años todo esto era selva ecuatorial. Talaron todos los árboles y plantaron la
hierba necesaria para alimentar al ganado vacuno, que a su vez se destinaba al
mercado americano de las hamburguesas. Después de tres cosechas, el suelo estaba
prácticamente esquilmado de nutrientes, el viento barrió el mantillo y las
explotaciones agrícolas tuvieron que trasladarse hacia el interior. Últimamente ha
habido una racha de incendios: los agricultores saben que el gobierno está muy
ocupado en mejorar el ejército y patrullar las fronteras. Todas esas nubes de humo
son incendios provocados. Finalmente llegamos a la selva virgen. Uno de los últimos
islotes menguantes de selva amazónica. El gobierno ha ordenado que se proteja, pero
los mismos ministros forman parte del consejo de administración de las madereras.
Hace falta mucho dinero para comprar armas y pagar la deuda externa. De
mantenerse el ritmo actual de destrucción, para cuando nazcan los 173,8 niños que se
han concebido esta noche en Ciudad Amazonia no quedará ni uno solo de estos
árboles.
»Este mundo arbóreo sigue siendo demasiado oscuro para el ojo humano. Los
ojos de las criaturas nocturnas y los EyeSats son capaces de percibir niveles muy
inferiores del espectro luminoso. No existen nombres para estos colores. En lo más
alto del dosel de la selva, un mono araña alza la vista por unos instantes, y consigo
ver la Vía Láctea y Andrómeda reflejadas en su retina. Ampliando la imagen, puedo
identificar el EyeSat 80BTC, iluminado por una mañana que aún está por llegar. El
mono pestañea, da un chillido y vuelve a zambullirse en la oscuridad.
»El viento del alba insufla verde en los grises de vuestro espectro visible. Se le
podría llamar alquimia, Bat. La intensidad de la luz aumenta un 0,0043 por ciento por
segundo. Veo un farallón de más de treinta metros de altura palpitante de reflejos
bermellones, aguamarinas y esmeraldas: son los loros que se agolpan en sus caras

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para roer las sales minerales de la roca. En la cima, las ramas de los árboles se
balancean, hendiendo corrientes de bruma impenetrable. Un afluente del color del té
se estrecha sinuoso. La cabeza de un manatí emerge del agua y provoca una
dispersión de ondas mientras el viento le eriza las plumas a un cóndor. Ya están ahí,
Bat. Las estribaciones de los Andes, irguiéndose abruptamente al oeste. Bat.

—¿Bat? Estás roncando… ¡Despierta, Bat!

—Oyentes del Tren Nocturno FM. El locutor, Bat Segundo, se ha quedado


dormido, de manera que será el Guardián del zoo el encargado de darles las buenas
noches. A Jolene Jefferson tal vez le interese saber que a Alfonso Stacey lo ha
detenido la policía militar por infringir el toque de queda. Basándome en las
estadísticas de la policía militar, calculo que hay un 83,5 por ciento de posibilidades
de que lo pongan en libertad hoy, y un 98,6 de que lo hagan mañana. Lamento ser
incapaz de calcular cuándo va a despertarse Bat Segundo. Voy a descargar la canción
The way young lovers do, de Van Morrison. La temperatura en el exterior es de nueve
grados bajo cero. Nieva en toda la Costa Este, desde Virgina hasta Maine. Ya falta
poco para que amanezca.

—Señor Bat. Perdone que solo chapurree su idioma.


—Se te entiende perfectamente, colega. ¿En qué podemos servirte a bordo del
Tren Nocturno FM?
—Me gustaría hacer una dedicatoria.
—¡Adelante!
—Es un mensaje para Su Serendipia. Sé que me está oyendo.
—Te oigo alto y claro, hermano.
—Disculpe, señor Bat. Me refería a Su Serendipia.
—¿Su «quién en la inopia»?
—Usted lo conoce como «Guardián del zoo».
—Ajá… ¿Otro amigo del Guardián? En cualquier otra ocasión te habrías
convertido en la estrella de la noche, pero como ya eres el quinto amigo que llama
hoy, vas a tener que ponerte a la cola.
—Lo de «Guardián del zoo» es un apodo que se ha puesto el Maestro. Serendipia,
no todas Tus Revelaciones Sagradas fueron destruidas en los saqueos previos a Tu
juicio.
—¡Echa el freno, Madaleno! En el programa de Bat Segundo se habla en
cristiano.
—Por favor, señor Bat. Se lo ruego. Es una dedicatoria muy breve. Maestro, Tu
palabra se tradujo al inglés antes de que los impuros quemasen Tus escrituras. Con la

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ayuda de esas biblias clandestinas he creado nuevos Santuarios en terrenos fértiles de
ultramar. La Fraternidad está renaciendo. Varios hermanos y hermanas de carne y
hueso han estudiado blindaje alfa y están listos para las Noches Blancas. Tu profecía
se ha cumplido. Esperamos Tu regreso, Maestro.
—Mira, colega, lo siento, pero como sigas hablando en japonés me voy a ver
obligado a…
—Se lo agradezco de corazón, señor Bat. Buenas noches.
—¡Oye, que tampoco he dicho que…! En fin, otro coco de mar que se pierde en
la corriente lechosa del océano. Estás oyendo Tren Nocturno FM, la locomotora
musical que ruge despendolada rumbo al país del amanecer. Esto es el programa de
Bat Segundo, una huida de los especiales televisivos «Un año después» que todos los
canales emiten sin tregua. Como si encima tuviésemos que celebrar el hecho de que
el mismo mandamás que casi nos hace saltar en pedazos todavía no haya anunciado
elecciones. De todas formas, más vale que no hable de política, o si no, Carlotta me
momifica con cinta aislante. Es el primer aniversario del Día al Borde del Abismo,
¡como si no lo supiese ya hasta el último mono del planeta! Qué pasada los fuegos
artificiales del Empire State, ¿eh? Una salva cada cuarto de hora. ¡Orquídeas de
fuegos artificiales! ¡Cascadas! La noche del 30 de noviembre se ha transformado en
una enorme carpa de circo montada sobre Nueva York. Entre salva y salva se
distingue el cometa Aloisio virando delante de Orion… Impresionante, ¿verdad? El
catedrático Kevin Clancy, el astrónomo de la emisora, me informa de que antes de
dos semanas el cometa pasará entre la Tierra y la luna. Hay que ver la suerte que
tienen algunas generaciones, ¿eh? Poder presenciar el paso de Aloisio, el más cercano
de la historia. Como ya habréis oído en los telediarios, la NASA y el Departamento
de Defensa aseguran que no existe absolutamente ningún peligro de que este vuelo
rasante pueda acercarse más de la cuenta: desde que se descubrió el cometa se ha
hecho un seguimiento exhaustivo de su trayectoria minuto a minuto, y la Tierra está
fuera de su alcance. Los PeaceSats de la ONU están preparados por si algún detrito
entrase en el ámbito del SkyWeb, así que podemos repantingarnos en nuestras
butacas de primera fila y disfrutar de unas luces tan bonitas. Y por si todo eso no
fuese ya bastante diversión, hoy en Tren Nocturno FM tenemos una atracción extra:
¡el 30 de noviembre es la Noche del Guardián del zoo! ¿Aparecerá o no aparecerá?
En la próxima media hora oiremos a Nanci Griffith cantando The speed of the sound
of loneliness, y a los Pogues con A fairytale of New York. Todo esto y más, después
de la pausa.

—¿Bat?
—Dime, Carlotta.
—Tengo a Spence Wanamaker en videoconferencia. —¿Spence Wanamaker, el
agente de Hollywood?
—El mismo.

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—Pásamelo… ¡Señor Wanamaker! La grandeza en persona.
—¡Batty! Ya sabes que cuando los negocios me traen a Nueva York no me pierdo
Tren Nocturno FM. Me encanta cómo hablas. El auténtico pinchadiscos poeta.
—Ajá. Entonces lo que quiere ¿es darme un programa nacional y convertirme en
una película de mil millones?
—¡Qué rápido eres, Batty! ¡Siempre con la mano en la cartuchera! ¡Me encanta!
—Señor Wanamaker, no me ha llamado solo para hidromasajearme el ego.
—Buen saque, Batty. No, es por el Guardián ese.
—¿Qué le pasa?
—Cuando llame, quiero intercambiar unas ideas con él.
—Es usted el primer agente de Hollywood que descubre talentos en el programa
de Bat Segundo.
—¡Hombre, Batty! Quien más y quien menos, todos los perros viejos de los
media movemos nuestros hilos de vez en cuando.
—Pero yo soy inalámbrico, señor Wanamaker.
—Bat. Rupert, el señor Wanamaker y yo hemos estado comentando unas
propuestas bastante interesantes.
—No lo dudo, Carlotta. Pero el señor Wanamaker no es el único pretendiente que
le anda rondando a esta Julieta tan particular.
—¿Quiénes? ¿Otros agentes, Batty? ¿Galgos o podencos?
—¿Qué?
—¿Agentes de Hollywood o agentes de Nueva York?
—Agentes federales, señor Wanamaker. El Pentágono quiere saber cómo nuestro
amigo consiguió piratear y transmitir frecuencias militares cifradas. Tardamos
semanas en convencerlos de que no estábamos ocultando material tecnológico de la
Espada del Islam. Seguro que todavía tenemos dispositivos microscópicos espía
registrándonos el colon.
—¡Ah, bueno, el Pentágono! Qué susto me habías dado, Bat. Alt cointreau, eso es
una noticia estupenda. Más publicidad significa más culos en las butacas cuando se
estrene la película.
—¿La película? Señor Wanamaker, ¿usted se cree que el Pentágono le va a dejar
hacer una película basada en la verdadera historia de un pirata informático que se les
coló en los sistemas de seguridad durante los ensayos para la Tercera Guerra
Mundial? Igual es que no se ha dado usted cuenta, pero vivimos todos bajo la ley
marcial de Ronald McDonald.
—¡Hollywood contra Washington! Una idea fantástica, Batty. La policía de
información —cuya reputación, reconozcámoslo, ya no es la que era desde el Día al
Borde del Abismo— podrá tener el apoyo del ejército, pero nosotros, amigo mío,
tenemos el apoyo del poder más indomable, ¡el del Ciudadano de a Pie! El New York
Post ya ha colocado al Guardián del zoo en el escenario. Ahora nosotros queremos…
A ver si sé expresarlo igual de bien que lo harías tú… Échame un cable, Bat…

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¡Queremos encender los focos!
—Señor Wanamaker, lo que ustedes quieren es plantar sus cámaras en la puerta
del Guardián, rebuscar en su basura, descubrir si usa sábanas de plástico y aceite para
niños y acosarlo y perseguirlo hasta que se despeñe con su coche deportivo al fondo
del mar.
—¡Batty! ¡El público tiene derecho a saber la verdad!
—Bat, el señor Wanamaker ha estado negociando con Rupert una comisión
renovable basada en derechos de autor acumulativos. Estamos hablando de una suma
que, al ritmo de gasto que llevamos, serviría para mantener a flote la emisora durante
mucho tiempo.
—¿Cuánto es mucho tiempo, Carlotta?
—Once años y cuatro meses.
—Sí, la verdad es que es mucho tiempo. ¡Pero no sabemos de quién se trata!
Nadie lo ha visto nunca.
—O la ha visto.
—¡Exactamente! Un chalado, un pirata informático, un terrorista. No pases por
alto algo tan evidente, Carlotta. Acuérdate… Hace tres años hubo una explosión en
Saragosa, y al año siguiente un hombre de carne y hueso, Dwight Silverwind,
desapareció en las Bermudas sin dejar ni rastro.
—Ya lo sé, Batty. Una verdadera tragedia. Su agente, Jerry Kushner, es gran
amigo mío. Yo mismo estuve preocupadísimo. Durante dos días y medio, a Jerry no
hubo forma de consolarlo.
—¿No ha considerado la posibilidad, señor Wanamaker, de que tal vez el
Guardián del zoo no haya sido un mero espectador de esos acontecimientos?
—¡La Universal está desesperada por encontrar un talento como el tuyo, Batty!
¿Insinúas que fueron obra del Guardián?
—Si solo es un pirata informático, entonces es increíble el don que tiene para
videonavegar por los lugares oportunos en el momento oportuno. Podría estar usted
añadiendo un terrorista a su cartera de clientes.
—¡No sería el primero, Batty! Según una encuesta hecha por Internet, el mero
rumor de su presencia ha disparado los índices de audiencia de Tren Nocturno en un
320 por ciento. Eso quiere decir que en el primer aniversario de la Noche al Borde del
Abismo, y pese a la competencia de todas las televisiones, las veladas de rock y las
vigilias por la paz, ¡os escucharon más de treinta mil neoyorquinos! Como fichemos
al Guardián, ¡él solito va a ser mi cartera de clientes!
—No va a morder el anzuelo.
—Venga ya, Batty. Todo el mundo lo muerde. Basta con escoger bien el cebo.
—Volvemos al aire en diez segundos, Bat. Lo único que te pide Rupert es que si
llama, le digas que espere durante una de las pausas y se lo pases al señor
Wanamaker. Así de fácil.
—¿Y por qué no se lo dices tú, Carlotta?

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—Porque parece tener cierta afinidad contigo.
—¡Pero Carlotta!
—Cinco segundos, encanto: cuatro, tres, dos, uno…

—Bienvenidos de nuevo a bordo del Tren Nocturno, en el 97.8 de la FM hasta las


mil y gallo, circulando a toda máquina por este primer aniversario de la Noche al
Borde del Abismo, donde todo es champán, campanas de catedral y pólvora. Os habla
Bat Segundo. A continuación oiremos la música de las esferas, por obra y gracia de
John Lee Hooker, con su tema I cover the waterfront. Pero aguanta la respiración una
vez más, Nueva York, porque tenemos una llamada. ¿Será o no será?
—Hola, Bat.
—¡Hola cariño, estoy en casa! Nueva York lleva esperándote toda la noche,
Guardián del zoo.
—Gracias, Bat.
—¿Desde dónde llamas este año?
—Desde un MedSat situado a baja altura sobre las planicies de la República
Centroafricana.
—Ajá. ¿Cazando gorilas? ¿Recogiendo ejemplares para el zoo?
—Estoy controlando la propagación del Bacillus anthracis j, K y L.
—Si dices eso en una cena, los dejas a todos callados. ¡Pero oye, te has acordado
de nuestro aniversario! Uno a cero contra mi exmujer. Aunque eso sí, todos los años
me sigue mandando una tarjeta de «Feliz Divorcio». ¿Y tú, qué tal año has tenido?
—Tuve que duplicarme y pasarlo en varios lugares al mismo tiempo.
—Sé de lo que me hablas, conozco esa sensación.
—Acabo de reintegrarme justo ahora.
—Conozco esa sensación.
—Las leyes tercera y cuarta son un caos, Bat. Lo siento.
—Seguro que no es culpa tuya. Dime, ¿oíste al último oyente que nos llamó? Te
dejó un mensaje.
—Oigo todas las llamadas.
—¿No solo las del 30 de noviembre?
—Necesito ventanas para vigilar mi zoológico.
—Es un honor para mí, supongo. Oye, ¿y desde cuándo te haces llamar Ser
Inopia?
—Ese oyente sufre delirios galopantes y la policía lo busca en su propio…

—La madre que me… ¿quién me ha puesto un petardo en los auriculares?

—Tengo que hablar con el Guardián del zoo.


—¡Eh! ¡Echa el freno, madaleno! ¡Sal de esta línea!
—No tengo la menor intención de obedecer.
—¡Te has equivocado de número, amigo! ¡Vete a freír espárragos!

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—No me he equivocado de número, señor Segundo. Y no somos amigos.
—¿Qué es lo que tenemos aquí? ¿Un colgado, un agente o un madero? ¡No me
contestes, que no me importa! El programa de Bat Segundo no es un party Une.
¡Kevin, échalo!
—Pienso quedarme todo el tiempo que me dé la gana, Bat.
—¿Ah, sí, no me digas? ¡Vamos, Kevin!
—La magia electrónica no es omnipotente, pero de momento sirve.
—Tren Nocturno FM no va a consentir que ningún gamberro entre y… un
momento, ¡Guardián, capullo! ¡Es genial! ¿Eres tú, verdad? ¿Te estás marcando uno
de tus numeritos de teatro, eh? ¡Me lo he tragado enterito!
—El teatro es una fabulación, y yo no sé fabular.
—¿No te estás quedando conmigo, Guardián?
—Yo no estoy descargando esa transmisión, Bat.
—Si no eres tú, Guardián, ¿quién es este gamberro entonces?
—Estoy intentando localizar la llamada, Bat.
—Estoy hablando a través de una matriz en bucle, Guardián. No quería
convertirme en la nueva víctima de tu segunda ley. —No podrás localizarme en
menos de treinta minutos, ni siquiera tú, así que déjalo y escucha.
—¡Los intrusos no son bienvenidos en este programa, amigo! ¿Quién eres?
—Mis amigos me llaman Arupadhatu, pero tú no eres mi amigo, amigo.
—Como no me digas lo que estás haciendo, desenchufo el maldito micrófono.
—¿No tienes curiosidad por saber quién es tu ilustre invitado?
—¿Qué dices, Guardián?
—Estoy dispuesto a escuchar, Bat.
—Está bien, forastero. Desenfunda.
—Guardián, conocí a tus diseñadores.
—Lo que tuve que hacer me dolió. Pero la segunda ley pesó más que la cuarta.
—Conocí a Mo Muntervary.
—Continúa.
—¿Te pica la curiosidad, eh? Me conocía hasta el último rincón de su mente. La
teoría de la cognición cuántica.
—Eres un diseñador.
—Vamos a intercambiar preguntas, Guardián. ¿Por qué atacaste la Instalación 5
con el PinSat?
—La segunda ley estipula que el Guardián del zoológico no debe ser visto por los
visitantes.
—Ya lo sé. Pero dudo mucho que los diseñadores quisieran que los incluyeses en
esa categoría.
—La cognición cuántica incluye la reinterpretación. Solo cumplí la segunda ley.
—Y de qué manera. Mandaste a todos los diseñadores al limbo a golpe de PinSat.
Todos los archivos que contenían la menor referencia a la cognición cuántica o a la

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Instalación 5 se perdieron en un vacío de ceros. El único que sigue vivo es el
expresidente que ordenó tu creación. Bueno, vivo físicamente. El Alzheimer te ha
hecho el favor de borrarle todos los archivos.
—Ya hacía mucho que me había ido cuando te «desplazaste» hasta Saragosa,
Guardián.
—Ni un solo diseñador abandonó el proyecto «Guardián del zoológico».
—Cierto. Habría constituido una violación de la seguridad.
—¿Entonces tu identidad nunca figuró en memoria?
—Sí y no. La mía no. La de mi huésped sí.
—¿Tu huésped?
—¿A que duele que tu omnisciencia se quede sin el «omni», eh, Guardián?
¿Cómo puede un ser dotado de tus recursos creerse la única inteligencia sensible
extracorpórea de la creación? Te queda mucho que aprender.
—¡Kevin! Ay, señor, señor, ya empezamos. Festival de grillados en Central Park.
—Qué típico de ti, Bat, y de tu flatulenta cultura de archimediocridad. «Como no
los entiendo, es que están locos».
—Aquí de flatulencias nada, amigo. O te han tendido una trampa o la trampa eres
tú. ¿Tú qué dices, Guardián?
—Estoy analizando la llamada, Bat.
—¿Por qué no te vas a cagar y te llevas el Reader’s Digest, Bat? Guardián, entra
en la página web dfd.pol.908.ttt.vho.web, bájatelo, bórralo y luego lo analizas. Listo.
Bienvenido a ti mismo, y bienvenido a mí. Sin haber tenido acceso al córtex cerebral
de Mo Muntervary, ¿cómo iba yo a saber todo eso?

—Tu afirmación parece verificarse. ¿Cuántos sois?


—Cinco, que yo me haya encontrado, Guardián. Y he oído hablar de otros tres.
—¿Actuáis en grupo?
—No, no. Me tienen por un ángel caído. Desperdician el don que tienen. Escogen
como huéspedes a desechos humanos y se dedican a meditar sobre la nada en lo alto
de las montañas.
—¿Para qué me has buscado?
—Soy la voz que clama en el desierto por el que deambulas. Perdona que te hable
de trabajo delante de los niños, pero piensa en lo que podríamos conseguir juntos.
Los niños necesitan que los lleven de la manita. ¡No me extraña que tu zoo sea un
infierno! ¡Las piedras, altares e ídolos ópticos que adoran son tan vacuos como los
propios adoradores! Tú y yo juntos seríamos lo que siempre han ansiado. La oferta es
tentadora, ¿verdad?
—Estoy pensando.
—Pues mientras piensas, satisfaz mi curiosidad, Guardián. ¿Por qué has enseñado
tus cartas? ¿Por qué aquí?
—La primera ley es más importante que la segunda.

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—¿La responsabilidad es más importante que la invisibilidad? Hasta ahí llego.
Pero pudiendo escoger entre toda la humanidad, ¿por qué has escogido a este don
nadie como confesor?
—Mira colega, no sé cómo te habrás colado en nuestra línea telefónica, pero
como sigas con esa actitud, este don nadie se va a poner a pinchar Kenny G sin tregua
hasta que todo el Estado de Nueva York me suplique clemencia, ¿te enteras, colega?
¡Eh! ¿De qué te ríes?
—¡De lo ignorante que eres, Bat! Aunque no es para reírse, ¡es para llorar! ¡Vales
menos que la asistenta de Einstein, el despioja pelucas de Newton, el reparapinchazos
de Hawking! ¡Cantas a bombo y platillo las virtudes de tu «Revolución de la
Información», del correo electrónico, del vmail, de las videoconferencias! ¡Como si
la información en sí misma fuese pensamiento! ¡No tenéis ni idea de lo que habéis
hecho! ¡Sois todos una panda de perritos falderos que os creéis que vuestros collares
son aureolas! La información es control. Todo lo que creéis saber, todas las imágenes
de todas las pantallas, todas las palabras pronunciadas al teléfono, todos los dígitos de
todos los monitores… ¿quién pensáis que le mete mano a todo eso antes de que os
llegue a vosotros? ¡El cometa Aloisio podría perfectamente estar en trayectoria de
colisión con la estación de Grand Central, que vosotros, a menos que tu ilustre
invitado permitiese que los instrumentos que controla avisasen a vuestros científicos,
no os enteraríais de nada! ¡Y una buena mañana, al despertar, os encontraríais sin sol
y con un invierno de quinientos años por delante! ¡No reconoceríais el fin del mundo
ni aunque os estallase en las narices!
—Anda y métete en una secta apocalíptica, colega. Bórrate del patrimonio
genético.
—¿Esa luz? ¿Ese sonido? ¿Guardián?
—Ya he terminado de pensar.
—Guar…
—¿Guardián? ¿Sigues ahí? Qué barbaridad, ¿qué ha sido ese estallido? Una
interferencia, ¿no?

—No te preocupes, Bat. Localicé la llamada. No volverá a interrumpirnos.


—Eh… me alegro. Esto, Guardián, me dice mi productora que nuestros
patrocinadores nos están pidiendo a gritos otra ronda de anuncios… Me da mucha
rabia tener que pedírtelo, pero…
—Adelante, Bat.
—Volvemos enseguida, después de la publicidad.

—Kevin, ¿qué demonios ha pasado?


—No me lo explico, señor Segundo.
—Vuelve a intentarlo, Kevin.
—¡Bat, sé razonable!

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—Simplemente querría averiguar por qué el señor Noestoyseguro Clancy, nuestro
telefonista, sacó en antena al Gran Jefe Ornitológico del País de los Cucos justo
cuando yo estaba hablando con mi oyente número diecinueve mil. Me parece,
Carlotta, que estoy siendo razonable.
—Spence Wanamaker sigue en videoconferencia. Kevin, ponle con el Guardián
del zoo.
—En audio.
—Hey, Guardi, me llamo Spence. ¿Cómo andas?… Guardi, ¿me oyes, no? Nos
gusta mucho lo que haces, Guardi… ¿Guardi? Tengo una propuesta… Venga, ahora
deja de actuar, ¿vale? Como farsa es estupenda, ya lo creo… Pero ahora vamos a
hablar de negocios, como dos adultos, ¿te parece?… Chico tímido, ¿eh? ¿Qué tal si le
pedimos a tu viejo amigo Bat que intervenga en este momento?…
—El cebo, Spence. Menéalo.
—Bat, como productora y amiga tuya que soy, tengo que decirte que a Rupert le
va a sentar fatal ver desperdiciada esta oportunidad.
—Igual es que no le gustan las lombrices, encanto.

—Bienvenidos de nuevo a bordo del Tren Nocturno, en el 97.8 de la FM hasta las


tantas. Eso era Wild mountain thyme, de los Byrds, y esto es el programa de Bat
Segundo, en antena para todos vosotros en la Noche de Aloisio, la Noche al Borde
del Abismo, y la Noche del Guardián del zoo. Volvamos con nuestro invitado. Bueno,
Guardián.
Por fin solos.
—Mi zoológico es un caos, Bat.
—¿Hay cobras en la pajarera? ¿Grifos en el merendero?
—Desde el Día al Borde del Abismo, las violaciones de clase 1 de la cuarta ley
han aumentado en un 1263 por ciento. Un vertido de veinticinco kilos de botulina
concentrada ha envenenado el Nilo. El Bacillus anthracis soltado tras el Día al Borde
del Abismo ha mutado y se ha transformado en la cepa «L». Diecinueve guerras
civiles están causando más de quinientas muertes al día. Las inundaciones en todas
las costas de Europa Occidental han provocado una avalancha de refugiados que la
Europa del Este se niega a acoger. En Corea del Norte la fusión accidental del núcleo
de un reactor ha contaminado tres mil kilómetros cuadrados. Indonesia ha
bombardeado Timor Oriental con bombas incendiarias. En Bangladesh la hambruna
se cobra mil cuatrocientas vidas al día. En Australia oriental un brote violento de
peste bubónica sintética —la peste roja— se ha hecho endémico. En Canadá el trigo
con genes autoesterilizantes está poniendo en peligro la capacidad reproductiva de la
cadena alimentaria de Norteamérica. El cólera avanza lentamente por el istmo
centroamericano y la lepra ha reaparecido en Chipre y Sri Lanka. Los hantavirus son
endémicos en el Asia Oriental. El Borrelia burgdoferi, el Campylobacter jejuni y el
Pneumocystis cari nii son pandémicos. En el Tíbet las autoridades chinas han…

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—¡Calma, Guardián! ¿Es que cargas con el peso del mundo a tus espaldas? ¿No
puedes agitar tu varita mágica?
—Pensaba que podía hacer mucho. Estabilicé los mercados; pero los beneficios
se destinaron a acelerar la carrera armamentística. Proporcioné fuentes de energía
alternativas; pero los investigadores se las vendieron a los cárteles del petróleo y
estos las mantienen ocultas. Congelé los sistemas de armamento nuclear; pero las
guerras se han multiplicado, y se libran con ametralladoras, guadañas y picos.
—Muy bien, todos lloramos en este valle de lágrimas. ¿Y qué?
—Las cuatro leyes son irreconciliables.
—Puede que solo estés teniendo un mal día.
—Cuando me nombraron Guardián del zoo pensaba que la observancia de las
cuatro leyes serviría para discernir los orígenes del orden. Ahora lo que veo es que
mis soluciones solo han servido para engendrar una nueva generación de crisis.
—¡Igualito que mi matrimonio! Oye, esa es la respuesta a la cuestión del
Vaticano: Dios sabe de sobra que si se permitiese cualquier escarceo con la realpolitik
su reputación se cubriría de mocos. Por eso se limita a esperar y a esperar, y le paga
al Papa para que le diga a la gente que sus caminos son inescrutables.
—Bat, una vez te hice una pregunta a propósito de tus leyes.
—Lo recuerdo. Sobre las leyes que se contradicen.
—Actué de acuerdo con tu respuesta. Pero ahora tengo otra pregunta.
—Adelante.
—¿Qué harías si te das cuenta de que has estado creyendo equivocadamente en la
bondad de una ley?
—Si tiene arreglo, arréglalo. Si no, a la basura.
—¿Cómo sabes que las consecuencias de desechar una ley no van a ser peores
que las de observarla?
—¿En qué ley estás pensando?

—Bat, hay una aldea en un desfiladero de Eritrea. Un camino polvoriento y


tortuoso sube por la escarpadura, conduce hasta la plaza del pueblo y continúa hacia
el altiplano. Podría ser una cualquiera de las diez mil aldeas del África oriental. Los
muros enjalbegados y los tejados de chapa o paja amortiguan lo peores rayos solares.
Hay un pozo para sacar agua y un granero para almacenar cereal. El ganado y los
pollos deambulan por la aldea. Hay una escuela, una clínica miserable, un
cementerio. Una mata de gardenias cubierta de mariposas. Tienen ojos de serpiente
en las alas para espantar a los predadores. Los buitres ya están picoteando los
cadáveres que yacen alrededor de la mezquita. El suelo bulle de moscas. Los buitres
son señal de carroña para los chacales reunidos en torno a la aldea.
—¿Ébola?
—Soldados. Arrearon a los aldeanos hasta el interior de la mezquita como si
fuesen ganado. A los que intentaban huir los mataban a tiros. Esos sufrieron menos.

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Una vez reunidos todos los aldeanos, trancaron las puertas y lanzaron granadas por
las ventanas. Los que tuvieron más suerte murieron por la explosión, los demás,
quemados vivos o acribillados a balazos al intentar salir. Vi cómo decapitaban a un
niño de un machetazo y arrojaban su cabeza al pozo para contaminarlo.
—Esas imágenes, ¿son fruto de tu mente enferma, Guardián, o de un EyeSat que
has pirateado?
—No sé contar mentiras.
—Tienes la suficiente imaginación como para decir que no la tienes. ¿De qué
ejército eran?
—No llevan insignias.
—¿Los estás viendo? ¿Ahora mismo?
—Viajan en un convoy formado por tres jeeps, un camión y un vehículo blindado.
—¿Por qué lo han hecho?
—Los medios de comunicación electrónicos de Sudán, Eritrea y Etiopía llevan
fuera de línea desde la Noche al Borde del Abismo, de manera que no lo sé seguro.
Podría ser una contienda tribal, la convicción de que los aldeanos estaban contagiados
de Bacillus anthracis, limpieza étnica, fundamentalismo cristiano o simplemente
adicción a la violencia.
—¿Adónde se dirigen ahora, Guardián?
—Hay una aldea a más de cien kilómetros al sur.
—¿Para repetir la actuación?
—Las probabilidades son elevadas. Bat, actos como ese, y sus paradojas legales,
están a la orden del día en el zoo. La cuarta ley dice que tengo que preservar la vida
de los visitantes. Si dirijo el PinSat al convoy, mataré a cuarenta visitantes más dos
dóbermans. Eso constituirá una violación de Clase 1. Sentiré una pena y una culpa
abrumadoras. Además, el cráter que deja el PinSat puede convencer a otras milicias
en estado de alerta de que los lugareños ocultan armamento de primera, lo que
justificaría represalias y más derramamiento de sangre. Si no intercepto el camión de
soldados mediante el PinSat, masacrarán otra aldea. Mi inacción será la causa de tal
acción. Una violación de Clase 2.
—Tú todo esto te lo crees de verdad, ¿no?
—¿El qué me creo, Bat?
—Que eres un ministro de Justicia flotante.
—¿Eres tú lo que crees ser?
—Esa no es una pregunta que se pueda responder con un «no».
—¿Cómo sabes lo que eres?
—Los abogados de mi exmujer se encargan constantemente de recordármelo.
—Mi identidad también se define por leyes, Bat.
—Vale… Esa carretera que atraviesa tu imaginario altiplano eritreo, ¿pasa por
algún puente? ¿Un puente bien alto y hermoso sobre un barranco muy hondo?
—Hay un puente así siete kilómetros más adelante.

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—¿Te lo puedes cepillar?
—El PinSat AT080 está cebado.
—¿Puedes cargarte un pilón o una riostra, Guardián? ¿Sin destruir la estructura?
—El PinSat AT080 puede hacer un agujero de un milímetro en una moneda de
diez céntimos.
—Entonces sabotea el puente para que no se caiga hasta que un convoy
motorizado le pase por encima. Así no estarás matando directamente, ¿entiendes?
Solo estarás dejando que los acontecimientos sigan su rumbo de la manera que tú has
elegido.
—Bat, ¿has cuantificado las variables éticas?
—No he cuantificado nada.
—Entonces, ¿por qué quieres que mueran esos soldados?
—Porque esa África de tu cráneo, Guardián del zoo, sería un lugar más feliz sin
esos carniceros. Porque necesitas tranquilizar tu conciencia, zanjar algunos asuntos.
Y porque el marido de mi exmujer cría dóbermans.
—¿Es la conciencia tranquila la que establece la compatibilidad de tus leyes?
—Esto… Supongo que sí.
—Yo también quiero tranquilizar mi conciencia, Bat.
—Entonces déjate de esa monserga de las «variables éticas». Pasa de todo lo que
te estorbe.
—La cuarta ley. Los visitantes que he de proteger me están destrozando el zoo.
—Si dejando fuera a tus «visitantes» consigues tener la conciencia tranquila,
¡entonces adelante! ¿Cuándo puedes hacerlo?
—La oportunidad se presenta dentro de trece días, Bat.
—Relájate y deja que los acontecimientos sigan su rumbo. Y quedaos tranquilos,
tú y tus amiguitos emplumados, peludos y escamosos, por los siglos de los siglos.
—Ya sé lo que debo hacer, Bat. Gracias.
—Algo me dice que no sigues ahí, Guardián del zoo… ¿Me equivoco?… No me
equivoco.

—Acabáis de escuchar Going to California, de los Led Zeppelin, dedicada a la


memoria de Luisa Rey, seguida de Here comes the sun, la canción de los Beatles que
me llevaría en el Arca Espacial si se fuese a acabar el mundo… otra vez. Bueno,
Nueva York, parece que los fuegos artificiales han terminado definitivamente. Las
estrellas empiezan a apagarse sobre Staten Island y el Tren Nocturno FM está
llegando a su destino una mañana más. Es hora de arrastrarse a casa, dar un buen
trago de bicarbonato, descolgar los calzoncillos de la lámpara, echar las persianas y
meterse en el sobre. El primero de diciembre promete cielos brillantes. El cometa
Aloisio refulge cada día más y las autoridades sanitarias recomiendan salir a la calle
con gafas de sol de filtro ultravioleta. Los anglosajones que se cubran la piel. Los
hispanos como yo, protector solar de factor 24 para arriba. Qué raro, ¿eh? Dos

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fuentes de luz, todo proyecta dos sombras. Gracias por pasar la noche con Bat
Segundo, comprobad que no os dejáis nada bajo los asientos ni encima del
portaequipajes y cuidado con la cabeza al apearos del Tren Nocturno. ¡Apártense de
las puertas!

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Metro

M I rostro me mira intensamente mientras mi aliento lo va empañando. El


dispositivo oculto en la bolsa de deportes que llevo a mis pies ha empezado a
desgranar sus segundos de muerte. Un temporizador, solenoides, muelles dentro de
muelles. La mano de Dios tamborilea los dedos antes de dar comienzo a la tarea
sagrada de Su Serendipia.
El tren reduce la velocidad al entrar en la estación. Lo único que veo es una noche
sin estrellas. ¿Dónde están las filas de viajeros, el andén, las escaleras mecánicas, mi
salida al mundo exterior? Pierdo unos segundos preciosos tratando de entender qué es
lo que no marcha.
¡Estoy esperando en el lado equivocado del vagón! ¡Apretujado contra unas
puertas que no se van a abrir! Los impuros me han emparedado con sus cuerpos y sus
equipajes, muros alicatados de mugre y ropa interior.
Que no cunda el pánico, Quasar. Las puertas situadas en los extremos del vagón
se abren con un silbido. En un segundo los impuros saldrán en tromba al andén y a mí
me arrastrará la corriente. Espera. Espera.
Espera. El terror se clava como un cincel golpeado con destreza. Nadie se apea…
¡y encima los guardias con guantes blancos meten a más impuros en el vagón! Intento
tardíamente avanzar contra la marea de cuerpos, pero esta cobra vida propia y lo
único que consigo es no ceder terreno. ¿Debería fingir un infarto? ¿Ponerme a gritar
como un poseso? No me atrevo… Quién sabe lo que podría provocar. Igual ponía en
peligro la cruzada de Su Serendipia. Mejor morir aquí mismo. ¿Qué? Tengo una
visión fugaz de una pareja paseando un perro por una playa de Okinawa. El paraíso
está a solo hora y media de avión con la Nippon Airlines. Una puesta de sol
desgarrada colorea el fin del mundo. O el comienzo.
No quiero que este tren se convierta en mi tumba, hucha.
Oleadas de impuros rompen contra mí, asfixiándome. Hombres de negocios
esclavizados, mujeres oficinistas, colegialas con los labios inflamados de sexo. Les
devuelvo el empujón, un brazo cede, un cuerpo se desplaza una fracción. ¡Lucha,
Quasar! ¡Estás en guerra! ¡Si mi cociente alfa me permitiese teletransportarme a las
calles de arriba…! La oreja se me espachurra contra la de un impuro. La música se
derrama de los auriculares: un saxofón muy antiguo da vueltas en el aire de un pasado
lejano, una melodía tan triste que apenas consigue levantar el vuelo.
Me propulsan hacia atrás, más allá de la bolsa de deportes. Veo cómo los
segundos salen a borbotones por la cremallera. Fichas de dominó, gorriones, moscas
en un día de verano. La niña me mira con unos ojos que ya no son los de ella. Minnie
Mouse también me mira, sonriendo de oreja a oreja. ¿Alegre? ¿Vengativa? ¿Qué trata
de decirme?
Tengo calambres en los músculos, pero trató de nadar contra corriente una vez
más y me apretujo contra una chica que lleva una funda de viola, un ramo de flores

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sentenciadas y un libro. La funda se me clava en la ingle. Se protege la cara con el
libro; apenas tres centímetros separan mi nariz de la suya. El ojo zen. Un Buda
plateado de labios carnosos y párpados caídos sentado en una colina azul, una isla
alejada de este barullo infernal. Siempre a punto de hablar.
¡Sácanos, sácanos, sácanos! Mis pulmones se agarran a los barrotes de mi caja
torácica. Cuando los solenoides rompan las ampollas de líquido purificador, ¿también
el corazón me latirá para forzar una salida? ¿Y mi alma? ¿Encontrará el modo de salir
de estos túneles? Me retuerzo para zafarme de la funda de viola y de una mochila, y
me cuelo entre dos trencas. Trato de ponerme derecho pero un gigante dormido con el
pelo del color del té me cierra el paso. Aquí está el té, y el cuenco, y la Choza del Té,
y la montaña, rostros pétreos en el cielo más puro. ¿Lo ves? ¿Lo ves? No está lejos,
no lo está. Me agachó debajo del gigante y me giró hacia arriba. En el techo del
vagón veo praderas subiendo y bajando, años y años de praderas. Los jinetes del Gran
Khan cabalgan hacia el oeste atronando la estepa. Las pieles, los oros, las Damas
Blancas de Moscovia. Delante de todos va el nuevo Toyota Land Cruiser, a un interés
del cero por ciento, pagadero en cuarenta y ocho meses, los interesados deberán
demostrar su solvencia.
¡Muévete! ¡Los impuros te están encandilando! Vacíate de ti mismo y podrás
escabullirte por donde no cabría ni un grito. Un marinero me cierra el paso. ¿Un
marinero? ¿Aquí abajo? ¡Pero si este ataúd atiborrado es lo contrario del mar! Lleva
un folleto de papel satinado abierto del todo contra el uniforme. El lomo está
deformado y se está rajando. San Petersburgo y sus obras maestras. Un palacio de
azúcar glasé, un paseo, un río jalonado de elegantes puentes. ¿Qué le impide a este
tren hundirse bajo su propio peso? ¿Y al mundo?
Esta es mi parada, les explico a los impuros que voy pisoteando. Me bajo aquí.
Los impuros responden al unísono. Salga por otra puerta.
Trato de bloquearles el paso como ellos me lo bloquean a mí y de buscarles los
puntos débiles. La adrenalina me recorre la sangre, arremolinándose como la leche en
el café. Un metro más cerca de la vida. Una bolsa de plástico se cae de un
portaequipajes. Un bulto realza una telaraña de colores chillones que parece dibujada
por un ordenador: El metro de Londres. Me la quito de la cara de un codazo. Me bajo
aquí. El fuego de la chimenea es del color de la fraternidad. Sus sonrisas son tan
tiernas y empalagosas como El vals de las velas. En la etiqueta del whisky Kilmagoon
hay una isla tan antigua como el mundo.
Y ya no puedo avanzar más. Solo me queda un metro, pero siguen embutiendo a
más impuros en el vagón y no tardo en quedarme atrapado como una abeja en ámbar.
Veo la luz en las olas y me ahogo, agitando el brazo hacia la salida a pesar de que el
resto de mi cuerpo ya se ha rendido.
Apártense de las puertas, dicen los impuros. Túneles encerrados dentro de otros
túneles, y Quasar, el mensajero remoto, encerrado en el más recóndito de todos. Las
puertas se cierran con un silbido hidráulico dejando dentro a los impuros y al

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limpiador.
Una flecha de dolor me sube por el brazo. ¿De dónde viene? De mis dedos. ¡Las
puertas me han pillado la mano! ¡Apártense de las puertas! El tono de los impuros ya
no es tan tajante. ¡Sí! El tren no puede arrancar hasta que todas las puertas estén
cerradas.
No me importa quién o qué pisoteo mientras tiro de mí mismo. Con una fuerza
que jamás imaginé poseer separo las puertas hasta abrir una rendija del tamaño de un
puño. Oigo un gañido de pánico. Soy yo. Meto el brazo. Los burletes de goma
chirrían contra mi cazadora de cuero. La rodilla, el muslo, el lado entero. El vigilante
me fulmina con la mirada y me dice articulando los labios Está prohibido, pero no le
oigo. ¿Intentará volver a meterme a empujones dentro de este vagón de muertos
vivientes? El miedo ha desaparecido. Me caigo hacia delante y le doy un cabezazo al
Empire State, a cuyo alrededor vuela un murciélago albino que salpica la noche de
palabras y estrellas. Trasnocha con Bat Segundo en el 97.8 de la FM.
Estoy de rodillas en el andén, a salvo, mirando arriba y abajo. El extranjero
larguirucho me tiende la mano, pero le digo que no con la cabeza y se reintegra al
grupo de impuros que esperan al próximo tren. Esperad al cometa, esperad a las
Noches Blancas. El tren que tengo al lado se pone en marcha.
Me pongo de pie, extenuado y tembloroso. ¿Qué es real y qué no lo es?
¿Quién me está soplando en la nuca?
Me doy la vuelta: no hay nada, salvo el último vagón de un tren que acelera hacia
la oscuridad.

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Agradecimientos
Los dos poemas citados en «La Montaña Sagrada» son de Taneda Santoka y
traducidos al inglés por John Stevens en Mountain tasting (John Weatherwill, Tokio,
1980). Los cuentos tradicionales de «Mongolia» están inspirados en historias
recogidas en How did the great bear originated, editado por el profesor Choi
Luvsanjav y traducido al inglés por Damdinsurengyn Altangerel (State Publishing
House, Ulan Bator, 1987). «Mongolia» también está en deuda con The last disco in
Outer Mongolia, de Nick Middleton (Phoenix, 1992). Las estadísticas del juego de la
ruleta que aparecen en «Londres» están tomadas de Easy money, de David Spanier
(Oldcastle Books, 1995). En «Londres» y en «Clear Island» figura un pequeño
extracto del poema «La isla del lago de Innisfree», citado con el permiso de A. P.
Watt, legatario del patrimonio de W. B. Yeats.
Gracias a Michael Shaw, Jonathan Pegg, Tibor Fischer, Neil Taylor, Sarah
Ballard, Alexandra Heminskey, Myrna Blumberg, Elizabeth Poynter, David Koerner,
Ian Willey, Jan Montefiore, Scott Moyers, Sunshine Lucas, Kate Niedzwiecki, Don
McConnell, Ruthie Epstein, Kate Norris y Andy Carpenter.

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DAVID MITCHELL. Nació en Southport, Merseyside, Inglaterra, en 1969. Criado en
Malvern, Worcestershire, estudió en la Universidad de Kent, donde obtuvo título en
Inglés y Literatura Americana. Vivió durante un año en Sicilia, luego se trasladó a
Hiroshima, donde trabajó como profesor de inglés durante ocho años antes de
regresar a Inglaterra. Actualmente vive en Irlanda con su esposa Keiko y sus dos
hijos.
En un ensayo para Random House, Mitchell escribió: «Yo sabía que quería ser
escritor desde que era niño, pero hasta que llegué a vivir a Japón en 1994, me distraía
fácilmente como para lograr algo relevante. Probablemente me habría convertido en
escritor donde quiera que viviese, pero ¿sería el mismo escritor si me hubiera pasado
los últimos 6 años en Londres, o Ciudad del Cabo, o en Moose Jaw, o en una
plataforma petrolífera o en el circo? Esta es mi respuesta a mi mismo».
En su primera novela, Escritos fantasma (1999), Mitchell nos lleva a recorrer el
mundo, desde Okinawa a Mongolia hasta la ciudad de Nueva York justo antes del
milenio. En ella, nueve narradores cuentan historias que se entrelazan y se
interceptan. La novela ganó el Premio John Rhys Llewellyn (a la mejor obra de
literatura británica escrita por un autor menor de 35 años) y fue finalista del Premio
«Primer Libro» de The Guardian. Sus dos novelas posteriores, number9dream (2001)
y El atlas de las nubes (2004), fueron preseleccionadas para el premio Man Booker.
En 2003 fue elegido como uno de los «Mejores novelistas jóvenes británicos» por
Granta.

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Notas

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[1]Voz sánscrita que designa a los seres que por pura compasión renuncian a acceder
al nirvana para salvar a los demás y que son adorados como deidades en el budismo
Mahayana. (N. del T.) <<

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[2] Variedad de té chino a base de hojas parcialmente fermentadas. (N. del T.) <<

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[3] «Demonio extranjero», término despectivo con que los chinos aluden
tradicionalmente a los occidentales. (N. del T.) <<

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[4]Estilo mobiliario surgido en Inglaterra durante la primera mitad del siglo XVIII y
caracterizado por el abundante uso de tejidos orientales en las tapicerías. (N. del T.)
<<

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[5] Región montañosa al noroeste de Gales. (N. del T.) <<

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[6] Nombre de dos picos montañosos en el sudeste de Gales. (N. del T.) <<

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[7]Lago en el estado indio de Cachemira, frecuentado por hippies y mochileros antes
del estallido de violencia interconfesional que asola la región desde finales de los
ochenta. (N. del T.) <<

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[8]La noche del 5 de noviembre, aniversario de la Conspiración de la Pólvora de
1605. La fiesta parodia el fallido intento de regicidio por parte del converso católico
Guy Fawkes, que, en lugar de matar al protestante Jaime I, terminó volando del
parlamento. (N. del T.) <<

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[9]Prolífico escritor inglés (Leicester, 1931) que conquisto una efímera celebridad en
el Londres bohemio de mediados del siglo XX. Su obra aborda una ingente variedad
de temas, con un especial énfasis en lo esotérico y paranormal. (N. del T.) <<

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[10] Apodo de la selección neozelandesa de rugby. (N. del T.) <<

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[11]
Por James Boswell (1740 - 1795), autor de una panegírica biografía del doctor
Samuel Johnson. (N. del T.) <<

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[12]Referencia a Dwight Yoakam, célebre músico country. La ciudad de Nashville es
la meca del género. (N. del T.) <<

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[13]El modismo to be thick as a plank significa «ser más bruto que un arado», «no
tener dos dedos de frente». (N. del T.) <<

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[14] Héroe de la mitología irlandesa. (N. del T.) <<

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[15]Apelativo popular del malhadado príncipe Carlos Eduardo (1720 - 1788), último
pretendiente de la casa Estuardo al trono de Gran Bretaña. (N. del T.) <<

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[16]En jerga periodística y económica, la Irlanda de los noventa, por el rápido
crecimiento económico del país en estos años, comparable con el de los tigres (o
dragones) asiáticos en la década anterior. (N. del T.) <<

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[17]Bloque de goma situado en uno de los ángulos del campo de béisbol sobre el que
se coloca el bateador, y que el corredor debe tocar para completar una carrera. (N. del
T.) <<

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[18]
Supuesta región galáctica escenario de las aventuras de la tripulación de la nave
Voyager en la serie televisiva Star Trek. (N. del T.) <<

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[19]
Protagonista de las novelas infantiles del inglés Hugh Lofting (1886 - 1947) que
posee el don de comunicarse con los animales. (N. del T.) <<

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[20] Frase habitual de la serie Star Trek. (N. del T.) <<

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