David Mitchell - Escritos Fantasma
David Mitchell - Escritos Fantasma
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David Mitchell
Escritos fantasma
ePub r1.0
Prometeus 17.12.14
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Título original: Ghostwritten
David Mitchell, 1999
Traducción: Víctor V. Úbeda
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A John
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… Y yo, que pretendo saber mucho más, ¿será posible que ni a mí me
hayan dejado los árboles ver el bosque? Hay quienes dicen que nunca lo
sabremos, que a los ojos de los dioses somos como las moscas que los niños
matan en los días de verano. Otros, por el contrario, afirman que ni los
gorriones pierden una sola pluma que el dedo de Dios no haya arrancado.
—THORNTON WILDER, El puente de San Luis Rey.
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Okinawa
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Impuros, impuros. Estos de Okinawa nunca fueron japoneses de pura cepa.
Antepasados diferentes, más débiles. Al darme la vuelta y dirigirme hacia el ascensor,
mi percepción extrasensorial me dijo que la recepcionista sonreía con suficiencia. No
sonreiría tanto si tuviera idea del calibre de la mente que tenía delante. Ya le llegara
su hora, como a todos.
No había un alma en todo el gigantesco hotel. A esa hora del mediodía, los
silenciosos pasillos se perdían en la distancia, vacíos como catacumbas.
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poco de incienso y dirigió los cánticos y toda la pesca.
Antes de que Su Serendipia iluminase mi vida yo era un crío indefenso. Me eché
a llorar y les grité que parasen, pero nadie me veía. Estaba muerto.
Al despertar por completo, me encontré con el tormento de una erección.
Demasiada interferencia de ondas gamma. Medité bajo la foto de Su Serendipia hasta
que remitió.
Si lo que los impuros quieren es funerales, durante las Noches Blancas los
tendrán en abundancia, antes de que Su Serendipia se levante y reclame Su reino.
Funerales sin cortejo fúnebre.
Bajé andando por la Kokusai Dori, la calle principal de la ciudad, volviendo sobre
mis pasos y haciendo eses para dar esquinazo a cualquiera que me estuviese
siguiendo. Por desgracia, mi potencial alfa todavía es muy débil para alcanzar la
invisibilidad, de modo que tengo que zafarme de mis perseguidores a la antigua
usanza. Cuando estuve seguro de que nadie me seguía entré rápidamente en un salón
de juegos recreativos y llamé desde una cabina telefónica. Es mucho más improbable
que un teléfono público esté pinchado.
—Hermano, soy Quasar. Pásame con el ministro de Defensa, por favor.
—Por supuesto, hermano. El ministro te está esperando. Permíteme felicitarte por
el éxito de nuestra reciente misión.
Me mantuve a la espera unos segundos. El ministro de Defensa es uno de los
favoritos de Su Serendipia. Se licenció en la Universidad Imperial. Antes de atender
la llamada de Su Serendipia era juez. Es un líder nato.
—Ah, Quasar. Estupendo. ¿Te encuentras bien de salud?
—Estando al servicio de Su Serendipia, Ministro, siempre me encuentro bien de
salud. He superado mis alergias, y hace nueve meses que no padezco de…
—Estamos encantados contigo. A Su Serendipia, la hondura de tu fe le ha
causado una poderosa impresión. Una muy poderosa impresión. Ahora mismo está en
Su retiro, meditando sobre tu alma. Solo sobre la tuya, para tu fortalecimiento y
enriquecimiento.
¡Ministro! Le ruego Le transmita mi más profundo agradecimiento.
Con sumo placer. Te lo has ganado. Esta es una guerra contra la miríada impura, y
en ella los actos de valor no deben quedar sin reconocimiento ni recompensa. Bueno,
me imagino que te preguntarás cuánto tiempo has de permanecer lejos de tu familia.
El Gabinete considera que siete días serán suficientes.
—Entendido, Ministro.
Hice una marcada reverencia.
—¿Has visto los telediarios?
—Evito las mentiras del Estado impuro, Ministro. ¿Por qué habría la serpiente de
atender de buen grado la voz del encantador? Aun estando lejos del Santuario, las
órdenes de Su Serendipia permanecen grabadas en mi corazón. Imagino que
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habremos agitado el avispero.
—Ya lo creo. Hablan de terrorismo, muestran a los impuros echando espuma por
la boca. Casi dan pena, los pobres animales. Casi. Como ya predijo Su Serendipia, se
les escapa el detalle fundamental de que se trata del castigo a sus pecados. ¡Siéntete
orgulloso, Quasar, de haber sido uno de los elegidos para administrar justicia!
Recuerda la 39.a Revelación Sagrada: El orgullo por el sacrificio personal no es
pecado sino amor propio. Trata, no obstante, de pasar desapercibido. No desentones.
Haz turismo. Confío en que tus dietas sean suficientes…
—El tesorero fue de lo más generoso, y mis necesidades son simples.
—Muy bien. Vuelve a ponerte en contacto con nosotros dentro de siete días. La
Fraternidad espera ansiosa el regreso al hogar de nuestro bienamado hermano.
Volví al hotel para mi aseo y meditación de mediodía. Comí unas galletas saladas,
algas marinas y anacardos, y me bebí un té verde de la máquina expendedora del
pasillo. Cuando al terminar mi refrigerio salí de nuevo, la recepcionista impura me
dio un mapa y escogí un lugar de interés turístico.
El cuartel general de la marina japonesa estaba enclavado en un parque cubierto
de maleza, en lo alto de una colina desde la que se dominaba Naha, hacia el norte.
Durante la guerra estaba tan bien escondido que los invasores americanos, después de
haber tomado Okinawa, tardaron tres semanas en encontrarlo. Los americanos no son
una raza muy inteligente. No captan lo obvio. Su embajada tuvo la desfachatez de
negarle a Su Serendipia un visado de residente hace diez años. Ahora, por supuesto,
Su Serendipia puede ir y venir donde le plazca utilizando técnicas de conversión
subespacial. Ha visitado varias veces la Casa Blanca, sin la menor traba.
Pagué la entrada y bajé las escaleras, recibido por un lóbrego frescor. En alguna
parte goteaba una cañería. A los invasores americanos les aguardaba otra sorpresa.
Con el objeto de tener una muerte honorable, los cuatro mil soldados, el contingente
al completo, se habían quitado la vida. Veinte días antes.
Honor. ¿Qué sabrán del honor los impuros, con su mundo banal, plagado de
ídolos? Recorrí los túneles acariciando los muros con las yemas de los dedos.
Acaricié las cicatrices de las paredes, causadas por la explosión de las granadas y las
piquetas que emplearon los soldados para cavar sus baluartes, y sentí que entre ellos y
yo existía una profunda afinidad. La misma afinidad que siento en el Santuario. Con
mi elevado coeficiente alfa, podía captar residuos de sus almas. Vagué por los pasillos
hasta perder la noción del tiempo.
Según salía de aquel monumento a la nobleza, llegó un autocar de turistas. Les
eché un vistazo, con sus cámaras fotográficas y sus bolsas de patatas fritas, sus
estúpidas expresiones de recién salidos de Osaka y sus mentes mutiladas con menos
capacidad alfa que una mosca, y lamenté que no me quedase una última ampolla de
fluido purificador para lanzarla escaleras abajo contra ellos y, acto seguido, dejarlos
encerrados. Se les habría purificado igual que se hizo con los avariciosos de Tokio. Y
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con ello habría apaciguado las almas de los jóvenes soldados muertos en nombre de
su fe unas décadas antes, tal y como yo mismo había estado dispuesto a hacer hacía
tan solo setenta y dos horas. Los gobiernos de títeres que al terminar la guerra
expoliaron nuestro país los habían traicionado. Igual que a todos nosotros nos ha
traicionado una sociedad convertida en mercado para Disney y McDonald’s. Todo ese
sacrificio, ¿para construir qué? Para construirles un portaaviones a prueba de
hundimientos a los Estados Unidos.
Pero no me quedaba ninguna ampolla, de modo que tuve que soportar a aquellos
cretinos impuros, charlatanes, defecadores, procreadores y profanadores.
Literalmente, me cortaron la respiración.
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pies, calzados con sandalias, y Su túnica violeta; acto seguido, el resto de Su bien-
amada figura apareció ante mi vista. Me sonrió, pues sabía por telepatía quién era yo
y qué había hecho.
—Soy el Gurú —dijo, y me dejó besarle el sagrado anillo de rubí mientras me
arrodillaba. Percibí Sus emanaciones alfa, igual que una brújula percibe el norte
magnético.
—Maestro —respondí—. He vuelto a casa.
Su Serendipia habló con claridad y hermosura, y las palabras brotaron de sus
mismísimos ojos.
—Te has librado del asilo de los impuros. Pequeño hermano. Hoy te has unido a
una nueva familia. Has trascendido tu vieja familia de sangre y te has unido a una
nueva familia del espíritu. Desde hoy tienes diez mil hermanos y hermanas. Para
cuando llegue el fin del inundo, esta familia contará con millones de miembros.
Crecerá y crecerá, arraigando en todos los países. Estamos hallando suelo fértil en
tierras extranjeras. Nuestra familia crecerá hasta que el mundo exterior sea el mundo
interior. No se trata de una profecía. Se trata de una realidad futura, inevitable.
¿Cómo te sientes, nuevo hijo de nuestra nación sin fronteras ni sufrimiento?
—Afortunado, Su Serendipia. Muy afortunado de poder beber de la fuente de la
verdad cuando todavía no he cumplido los treinta años.
—Hermanito mío, tanto tú como yo sabemos que no ha sido la fortuna lo que te
ha traído hasta nosotros: ha sido el amor.
Entonces me besó, y yo besé la boca de la vida eterna.
—Quién sabe —dijo el Maestro—, si continúas con tu autoamplificación alfa tan
rápido como me cuenta el ministro de educación, tal vez en un futuro se te
encomiende una misión muy especial…
El corazón me latió con más fuerza aún. ¡Habían hablado de mí! Solo era un
novato, ¡y ya hablaban de mí!
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no me harían daño, así que me puse a verla con ella. Veintiún purificados, y muchos
cientos de parcialmente purificados. Una advertencia inequívoca al Estado de los
impuros.
No me entra en la cabeza que haya ocurrido en Japón —dijo la recepcionista—.
En América, vale. Pero ¿aquí?
Un grupo de «expertos» debatía sobre la «atrocidad». Entre los expertos
figuraban una estrella de pop de diecinueve años y un catedrático de sociología de la
Universidad de Tokio. ¿Por qué los japoneses solo hacen caso a las estrellas del pop y
a los profesores? Repiten las mismas imágenes una y otra vez, una escena en la que
unos sujetos sin purificar salen corriendo de la estación de metro, con pañuelos
embutidos en la boca, dando arcadas y restregándose frenéticamente los ojos. Como
dice Su Serendipia en la 32.a Revelación Sagrada, Si tu ojo te ofende, arráncatelo.
Imágenes de los ya purificados, tendidos e inmóviles allí donde la purificación los
liberó. Sus parientes sollozando, ignorantes como son. Corte al primer ministro, el
más presuntuoso de entre los tontos, jurando que no descansará hasta «entregar a la
justicia a los culpables de perpetrar esta monstruosidad».
¿No resulta cegadora toda esta hipocresía? ¿No ven que la verdadera atrocidad es
la actividad del mundo moderno, la destrucción sistemática de la identidad entre el
hombre y su alma? La acción de la Fraternidad fue simplemente un contraataque
contra el auténtico monstruo de nuestra era. La primera escaramuza de una larga
guerra cuya victoria nos tiene destinada la evolución.
¿Y por qué la gente no se da cuenta de la futilidad del empeño? Un simple
politicastro, una de tantas cucarachas corruptas y chanchulleras, de las que te
apuñalan por la espalda y cuya mente es incapaz siquiera de concebir la cloaca en la
que se revuelca, ¿cómo puede semejante chusma impura albergar la menor esperanza
de coaccionar a Su Serendipia para que haga algo? A Él, un boddhisattva[1] capaz de
hacerse invisible a voluntad, un yogui volador, un ser divino que puede respirar bajo
el agua. ¿Entregarle a Él y a Sus siervos a la «justicia»? ¡Nosotros somos los
ministros de justicia flotantes! Por supuesto que todavía carezco del coeficiente alfa
necesario para protegerme con telepatía o telequinesis, pero me encuentro a cientos
de kilómetros de la escena de la purificación. Jamás se les ocurriría venir a buscarme
aquí.
Salí discretamente del gélido vestíbulo.
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vestidas con un exiguo retazo de tela. Los hombres de Okinawa, por su parte, se
dedican a imitar a los extranjeros. Pasé por los centros comerciales, presenciando la
incesante cadena de deseo y adquisición. Anduve hasta que me dolieron los pies. Me
senté en cafés umbríos cuyas estanterías se combaban bajo el peso de revistas repletas
de inmundicia mental. Escuché las conversaciones de hombres de negocios que
compraban y vendían lo que no era suyo. Seguí caminando. Los idiotas de siempre
contemplaban boquiabiertos el vacuo repiqueteo de las tragaperras, como yo mismo
hiciera antes de que Su Serendipia me abriese el ojo interior. Los turistas llegados de
fuera de la isla recorrían las tiendas de recuerdos, comprando cajas de porquerías que
en realidad nadie quiere jamás. Vi a los típicos emigrantes vendiendo relojes y
bisutería barata en las aceras, sin permiso. Pasé por las salas de juegos recreativos
donde los niños envenenados se reúnen al salir de clase, con los ojos clavados en
pantallas donde cíborgs malignos, fantasmas y zombis libran combate. Las mismas
tiendas que en cualquier otro lugar… Burger King, Benetton, Nike… Las calles
céntricas se están volviendo iguales en todo el mundo. Pasé por suburbios en los que
las amas de casa sacan los futones a la calle para airearlos, viviendo el mismo año
sesenta veces. Vi a un alfarero con la cara picada de viruelas, ensimismado en su
torno. Un moribundo que tosía sin quitarse el cigarro de los labios reparaba un
triciclo de niño sentado en una escalera. Una mujer desdentada colocaba flores
frescas en un jarrón bajo un altar familiar. Una tarde fui al viejo palacio de Ryuku. En
el patio había máquinas de refrescos y una tienda llamada El Espadachín Sagrado que
no vendía más que llaveros y carretes de fotos. Las antiguas murallas eran un
hervidero de alumnos de bachillerato llegados de Tokio. Los chicos parecían niñas,
con el pelo largo, agujeros en las orejas y las cejas depiladas. Las chicas hablaban con
sus móviles, riéndose como monos araña. Si los odias a ellos, tendrás que odiar al
mundo, Quasar.
Muy bien, Quasar. Pues odiemos al mundo.
El único sitio tranquilo de Naha era el puerto. Vi barcos, isleños, turistas y
enormes cargueros. Siempre me ha gustado el mar. Mi tío biológico solía llevarme al
puerto de Yokohama. Llevábamos un atlas de bolsillo para buscar los puertos de
procedencia de los navíos y sus países de origen.
Por supuesto, de eso hacía ya una eternidad. Antes de que mi verdadero padre me
llamase a su lado.
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—Sabía que no me olvidaría, señor —respondí, dejando que el insecto me
recorriese el cuerpo.
Después la metí en un tarro. Decidí comprar un poco de tira matamoscas para
cazar algunas presas y poder dar de comer a mi hermanita. Los dos éramos
mensajeros de Su Serendipia.
Continúan las conjeturas sobre la «secta del último día». ¡Qué latazo! La
Fraternidad cree en la vida, no en la muerte. La Fraternidad no es una «secta». Las
sectas esclavizan, la Fraternidad libera. Los líderes de las sectas son estafadores de
lengua viperina con harenes de putas y flotas de RollsRoyces entre bastidores. Yo he
tenido el privilegio de vislumbrar la vida en el círculo íntimo del Maestro, ¡y no he
visto ni una sola mujer! Su Serendipia está libre de la viscosa telaraña del sexo. Su
mujer fue escogida simplemente para dar a luz a Sus hijos. A los hijos menores de los
miembros del Gabinete y de los discípulos favoritos se les permite ocuparse de las
modestas necesidades domésticas del Maestro. Estos afortunados van vestidos
únicamente con el taparrabos de meditación a fin de estar preparados para adoptar la
postura alfa del zazen cuando el Maestro se digna otorgar Su bendición. Y en todo el
Santuario solo hay tres Cadillacs: bien sabe Su Serendipia cuándo exorcizar los
demonios materialistas que poseen a los impuros, y cuándo explotar esta obsesión
como un caballo de Troya para infiltrarse en la ciénaga del mundo exterior.
Para librar a la Fraternidad de toda sospecha, Su Serendipia ha permitido el
acceso de algunos periodistas al Santuario para filmar a los hermanos y hermanas
durante una sesión de potenciamiento alfa. También han inspeccionado nuestras
instalaciones químicas. El ministro de Ciencia les ha explicado que estábamos
fabricando fertilizantes. Siendo como somos vegetarianos, ha bromeado, ¡la
Fraternidad necesita cultivar muchos pepinos! He reconocido a mis hermanos y
hermanas, que a través de la pantalla han enviado mensajes telepáticos de ánimo a su
hermano Quasar. Me he reído a carcajadas. Las hienas impuras de los telediarios
estaban tratando de incriminar a la Fraternidad, sin percatarse de que la Fraternidad
los estaba utilizando para transmitirme mensajes. El ministro de Seguridad les ha
concedido una entrevista. Haciendo gala de gran inteligencia, ha defendido a la
Fraternidad de cualquier tipo de acusación de haber tomado parte en la acción
purificadora. Solo se puede burlar a los demonios, ilustra Su Serendipia en la 13.a
Revelación Sagrada, siendo más astuto que el Maligno.
Más preocupantes resultaron las entrevistas televisivas con los impuros ciegos.
Los apóstatas. Gente a quien la Fraternidad acoge con amor pero que lo rechazan y
recaen en el mundo de mierda que existe fuera del Santuario. Su Serendipia, en su
infinita misericordia, deja que estos gusanos vivan —si es que a eso se le puede
llamar vivir— a condición de que no difamen a la Fraternidad. Si ignoran esta regla y
se dedican a difundir mentiras en la prensa sobre el Santuario, el ministro de
Seguridad debe ordenar que se purifique a tales sujetos y a sus familias.
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En la televisión los rostros de los impuros ciegos aparecían pixelados, pero no
hay tratamiento de imágenes que pueda engañar a una mente con el coeficiente alfa
que yo tengo. Una era Mayumi Aoi, que se incorporó a la Fraternidad a través del
mismo Programa de Acogida que yo. Alababa a Su Serendipia, pero solo de boquilla:
al despertarnos una mañana, después de ocho semanas de Programa, nos encontramos
con que se había marchado. Todos teníamos la sospecha de que fuese una agente de
policía. Al oír las mentiras que contaba acerca de la vida en el Santuario, apagué la
televisión y decidí no volver a verla nunca más.
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—Ya estás perdonado, ¡hijo querido de Su Serendipia! Seguramente te sientes
solo, lejos de tu familia, ¿no es así?
—Sí, señor. Pero recibí los mensajes de onda alfa que mis hermanos y hermanas
me enviaron a través de los informativos de televisión. Y mientras medito, aquí en mi
exilio, Su Serendipia me comunica palabras de consuelo.
—Estupendo, Quasar. Bastará con un par de semanas más. Si se te acaba el
dinero, puedes ponerte en contacto con el Servicio Secreto de la Fraternidad
utilizando el código habitual. De lo contrario, guarda silencio.
—Solo una cosa más, señor. La apóstata Mayumi Aoi…
—El ministro de Información se ha percatado. Las cloacas de los impuros ciegos
habrán de sellarse para siempre. El ministro de Seguridad actuará cuando cesen las
investigaciones. Tal vez en el pasado nos hayamos mostrado demasiado clementes.
Ahora estamos en guerra.
Fui andando hasta el puerto bajo el calor astral de media tarde y cogí unos
horarios de barcos que había en un expositor. Desplegué mi mapa. Siempre he
preferido los mapas a los libros. Los mapas no te contestan de mala manera. Nunca
hay que tirar un mapa. Las islas resaltaban en un mar azul celeste como esmeraldas
imperiales. Escogí una, llamada Kumejima. A medio día de distancia hacia el oeste,
pero lo bastante grande como para que un visitante no llamase la atención. Solo había
un barco al día; la salida era a las 6.45 de la mañana. Compré un billete para el día
siguiente.
Me pasé el resto del día sentado en el muelle, recitando todas las Revelaciones
Sagradas de Su Serendipia, totalmente ajeno al ir y venir de almas perdidas a mi
alrededor.
Finalmente se puso el sol, trémulo y carmesí. No me di cuenta de que había
oscurecido. Volví andando al hotel, donde avisé a la recepcionista de que mi trabajo
había terminado y de que saldría hacia Osaka por la mañana temprano.
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podrida. Muías en una noria interminable de mentiras, sufrimiento e ignorancia.
Tenía un bebé a escasos centímetros, tocado con un gorrito de lana y atado a la
espalda de su madre. Estaba dormido, babeaba y desprendía ese olor agrio de los
lactantes. Una niña, deduje por la Minnie Mouse rosa que llevaba bordada en el
gorrito. Jubilados a quienes nada cabía ya esperar salvo la senilidad y una silla de
ruedas en asilos solitarios pintados de color crema. Jóvenes asalariados,
supuestamente en la flor de la vida, con las mentes programadas para la avaricia y la
intimidación.
¡Yo tenía la vida y la muerte de toda aquella chusma en mis manos! ¿Qué dirían?
¿Cómo tratarían de disuadirme? ¿Cómo justificarían sus vidas de insecto? ¿Por dónde
empezarían? ¿Cómo hace un renacuajo para dirigirse a un dios?
El vagón se bamboleaba y rechinaba, y por un momento la luz se atenuó hasta
hacerse marrón.
No me satisface del todo.
Recordé las palabras que Su Serendipia había pronunciado aquella mañana: «He
visto el cometa, mucho más allá de la órbita extrema de la mente común. Se avecina
La Nueva Tierra. El juicio de las alimañas está próximo. Dándole un empujoncito
para acelerar su llegada, los libraremos de su sufrimiento. Hijos míos, vosotros sois
los elegidos, los agentes de la Divinidad».
En esos últimos instantes, según llegábamos a la estación, Su Serendipia me
fortaleció con una visión del futuro. A la vuelta de tres años escasos, Su Serendipia
entra en Jerusalén. En el mismo año, La Meca humilla la cerviz y el Papa y el Dalai
Lama piden convertirse. Los presidentes de Rusia y de los Estados Unidos solicitan el
auspicio de Su Serendipia.
Después, en julio de ese mismo año, los observatorios de todo el mundo divisan
el cometa. Pasa rozando Neptuno y se aproxima a la Tierra, eclipsando la luna y
resplandeciendo incluso en pleno día por encima de los aeródromos, cordilleras y
ciudades del mundo. Los impuros se echan a las calles para recibir la última novedad.
¡Y esa será su perdición! Las microondas del cometa cubren la Tierra, y solo aquellos
que cuenten con un elevado coeficiente alfa serán capaces de aislarse a sí mismos.
Los impuros mueren dando arcadas, restregándose los ojos, apestando al hedor de su
propia carne asada. Los supervivientes emprenden la creación del Paraíso y Su
Serendipia se revela como Su Divinidad. Una mariposa que emerge de la crisálida de
Su cuerpo.
Tanteo dentro de mi bolsa de deportes y rasgo el precinto. Tengo que encender los
interruptores y sujetarlos durante tres segundos para conectar el temporizador. Uno.
Dos. Tres. La Nueva Tierra se acerca. El reloj de la Historia está en marcha. Cierro la
cremallera de la bolsa, la dejo resbalar hasta mis pies y la meto furtivamente debajo
de un asiento empujándola con el talón. El vagón va tan atiborrado que ni un solo
zombi se da cuenta.
La voluntad de Su Serendipia.
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El tren para en la estación, y…
Escuchó los ruidos bajo la rejilla del suelo, pero no me atrevo, no me atrevo a oír
sus palabras.
Si los ruidos llegasen a convertirse en palabras… Ahora no, todavía no. Nunca.
¿Dónde iríamos a parar?
Me incorporo a la corriente que fluye hacia las escaleras mecánicas y me aleja del
lugar.
A mis espaldas, el tren acelera hacia la oscuridad humeante.
Tenía las palmas de las manos sudadas y me picaban. Una gaviota se acercó
pavoneándose por el alféizar de la ventana y echó un vistazo al interior. Tenía una
expresión cruel.
—¿Su nombre, señor?
La anciana que regentaba la posada sonreía como las deidades de los templos.
¿Por qué sonreía? ¿Para ponerme nervioso? Tenía más agujeros en la dentadura que
dientes amarillentos.
—Me llamo Tokunaga. Buntaro Tokunaga.
Tokunaga… qué nombre tan bonito. Suena aristocrático.
—Jamás se me había ocurrido.
—¿Y a qué se dedica, señor Tokunaga?
Y dale con las preguntas. ¿Es que no se cansan, estos impuros?
—Soy un simple empleado. No trabajo en ninguna compañía famosa. Soy jefe de
departamento en una pequeña empresa informática en las afueras de Tokio.
—¿En Tokio? ¿De verdad? Nunca he estado. Nos llegan muchos turistas de allí,
aunque no en temporada baja, como ahora. Ya lo ve, estamos casi vacíos. Solo voy a
la isla grande una vez al año, a ver a mis nietos. Tengo catorce, sabe usted. Por
supuesto, cuando digo «la isla grande» me refiero a Okinawa, no a la del Japón. ¡No
se me ocurriría ir allí ni en sueños!
—Ya.
—Me han dicho que Tokio es enorme. Mayor todavía que Naha. ¿Jefe de
departamento? ¡Sus padres deben de estar muy orgullosos! Caramba, eso es
fantástico. Tengo que pedirle que rellene estas fichas repajoleras, sabe usted. Yo ni
me molestaría, pero es que me obliga mi hija. Cuestión de permisos e impuestos. Es
una verdadera lata, pero qué le vamos a hacer. ¿Y cuánto piensa quedarse en
Kumejima, señor Tokunaga?
—Pretendo quedarme un par de semanas.
—¿De verdad? Cielos, espero que encuentre algo que hacer. No es una isla muy
grande, sabe usted. Puede pescar, hacer surf, bucear, hacer submarinismo… pero
aparte de eso, la vida aquí es muy tranquila. Muy lenta. Nada que ver con Tokio, me
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imagino. Y su mujer, ¿no va a echarle de menos?
—No. —Ya va siendo hora de cerrarle el pico—. A decir verdad, estoy de
permiso por motivos familiares. Mi esposa falleció el mes pasado. De cáncer.
A la vieja bruja se le cambió la cara. Se tapó la boca con la mano y la voz se le
transformó en un susurro:
—Cielo santo. ¿De verdad? Cielo santo. Ya he vuelto a meter la pata, como
siempre. Mi hija estaría roja de vergüenza. No sé qué decir…
No paraba de resoplar en señal de disculpa, lo cual resultaba doblemente molesto,
pues el aliento le apestaba a langostino.
—No se preocupe. La muerte la ha librado definitivamente del dolor. Una
liberación cruel, pero una liberación al fin y al cabo. No se avergüence, por favor. Eso
sí, estoy un poco cansado. ¿Me enseña mi habitación?
—Sí, cómo no… Aquí tiene sus zapatillas, voy a enseñarle el cuarto de baño…
Este es el comedor. Venga por aquí… Pobre, pobre, pobre hombre… Cielo santo, por
lo que debe haber pasado… Pero ha venido usted a la isla adecuada. Kumejima es un
lugar maravilloso para recuperarse. Siempre lo he dicho…
Tras mi aseo vespertino sentí tal cansancio que no hubo concentración alfa capaz
de vencerlo. Me fui a la cama maldiciendo mi debilidad y me sumí en un sueño tan
profundo que parecía no tener fondo.
El fondo resultó ser un túnel. Un túnel de metro desierto, con raíles y tuberías de
mantenimiento. Yo estaba encargado de patrullar el túnel y protegerlo del mal que lo
habitaba. Un oficial superior se me acercó.
—¿Qué haces aquí? —me preguntó.
—Cumplo órdenes, señor.
—¿Y qué órdenes son esas?
—Patrullar este túnel, señor.
Silbó entre dientes.
—Lo de siempre, un follón en el Santuario. Aquí abajo hay una nueva amenaza.
El mal solo puede devorarte cuando sabe quién eres. Si te mantienes en el anonimato,
todo irá bien. Ahora, agente, dígame cómo se llama.
—Quasar, señor.
—¿Y en tu vida anterior? ¿Tu nombre de verdad?
—Tanaka. Keisuke Tanaka.
—¿Qué coeficiente alfa tienes, Keisuke Tanaka?
—16,9.
—¿Lugar de nacimiento?
De repente, ¡me di cuenta de que me habían tendido una trampa! El mal ha
tomado el aspecto de mi superior y me acribilla a preguntas para poder destruirme.
Mi única salida es no dejarle saber que me he dado cuenta. Todavía estoy titubeando,
sin saber cómo librarme, cuando por el túnel se nos acerca un nuevo personaje. Una
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chica con una funda de viola y unas flores a la cual ya he visto antes en alguna parte.
Alguien a quien conocí en mi época no purificada. El mal encarnado en la figura de
mi superior se vuelve hacia ella y empieza a desplegar idéntica estratagema.
—¿No has oído hablar del mal? ¿Quién te ha autorizado a estar aquí? Dame tu
nombre, dirección, profesión… ¡inmediatamente!
Quiero salvarla. A falta de mejor plan, la agarro del brazo y echamos a correr,
más rápido que una corriente de aire.
—¿Por qué corremos?
Una extranjera en una colina, observando un poste de madera que se hunde en la
tierra.
—¡Lo siento! ¡No me ha dado tiempo a explicártelo! Ese agente no era un agente
de verdad. Era un disfraz. ¡Era el mal que habita en estos túneles!
—¡Debes de estar equivocado!
—¿Ah, sí? ¿Y tú cómo lo sabes?
Sin dejar de correr, con los dedos de nuestras manos entrelazados, le miro a la
cara por primera vez. A mi lado, la chica sonríe, a la espera de que capte el más
espantoso de los chistes. Estoy contemplando el verdadero rostro del mal.
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Al volver a la posada me encontré con que estaba en marcha una gran velada de
cotilleo. El televisor destellaba y parpadeaba silencioso sobre el mostrador. En la
mesilla de centro humeaban cinco tazas de té verde. En torno a ella, sentados en sillas
bajas se encontraban un hombre que me imaginé sería un pescador, una mujer con
pantalón de peto sentada como un hombre, otra mujercilla flaca de labios finos y un
hombre con una verruga enorme que se le bamboleaba por encima de la ceja como un
racimo de uvas.
Saltaba a la vista que la vieja de la posada estaba recibiendo a su corte.
—Todavía me acuerdo de las imágenes de televisión de ese día. Todos esos
pobrecillos saliendo a trompicones, con pañuelos en la boca… ¡Qué pesadilla!
Bienvenido, señor Tokunaga. ¿Estaba usted en Tokio el día del atentado?
—No. Estaba en Yokohama en viaje de negocios.
Escudriñé las mentes de todos ellos en busca de alguna señal de recelo. Estaba a
salvo.
El pescador encendió un cigarrillo.
—¿Cómo fue el día después?
—Desde luego que a muchos los cogió por sorpresa.
La mujer del peto asintió con la cabeza y se cruzó de brazos.
De todas formas, parece que a esa panda de lunáticos se les acaba el cuento.
—¿A qué se refiere? —dije, controlando la voz.
El pescador se mostró sorprendido.
—¿No se ha enterado? La policía ha hecho una redada. Ya era hora, la verdad.
Han congelado las cuentas de la Fraternidad, al supuesto ministro de Defensa lo han
acusado de asesinar a antiguos miembros de la secta y han detenido a cinco personas
en relación con el atentado. De esos cinco, dos se han ahorcado en el calabozo. Las
notas que han dejado han servido de pruebas para una segunda tanda de arrestos.
¿Quiere echarle un vistazo al periódico?
Aquel revoltijo de mentiras impresas me echó para atrás.
—No, no hace falta. Pero ¿qué hay del Gurú?
Podrán arder las ramas en el incendio del bosque, pero del corazón puro brotarán
nuevos retoños.
—¿Del quién?
El Verruga se restregó la narizota. Me dieron ganas de pisarle el cuello y
rebanarle ese engendro repugnante con unas tijeras bien afiladas.
—El Líder de la Fraternidad.
—¡Ah, el gusano ese! ¡Está escondido, como buen cobarde que es!
¡El Verruga casi se atraganta con el odio que rezumaban sus palabras! En qué
zoológico enfermizo se ha convertido el mundo, donde hasta a los mismísimos
ángeles se los desprecia.
—Es un auténtico demonio. Un demonio del infierno.
—¡Un demonio ambulante, eso es lo que es! Aquí tiene, señor Tokunaga.
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La anciana me sirvió una taza de té verde. Sentí la necesidad de escaparme a mi
habitación para pensar, pero quería más noticias.
—Despluma a los pobres tontos que se le acercan. Luego se comporta como si
fuese su padre, les manda hacer el trabajo sucio, pone en práctica sus perversos
sueños y después sale pitando para librarse de las consecuencias.
¡La ignorancia de aquellas sabandijas me cortaba la respiración! ¡Si pudiera
hacerles entender!
—No me entra en la cabeza —dijo la mujer del peto— que pueda ocurrir algo así.
No estaba solo, ¿verdad que no? En esa Fraternidad había personas inteligentes, de
las mejores universidades, de buenas familias. Policías, científicos, maestros,
abogados. Gente respetable. ¿Cómo podían tragarse todos esos disparates de
Fraternidad alfa no sé cuántos y decidir convertirse en asesinos? ¿Tanta maldad hay
en el mundo?
—Lavado de cerebro —dijo el Verruga, señalándonos a todos—. Lavado de
cerebro.
La mujer flaca examinó el dragón enroscado que decoraba su taza.
—No decidieron convertirse específicamente en asesinos —dijo—. Lo que
decidieron fue renunciar a su yo interior.
No me gustaba aquella mujer. Su voz parecía provenir no de ella misma sino del
cuarto de al lado.
—No te entiendo del todo —dijo la mujer del peto.
—La sociedad —y por el modo en que aquella mujer flaca pronuncio la palabra
supe que se trataba de una maestra— es una renuncia externa. Renunciamos a ciertas
libertades a cambio de la civilización: un medio para proteger nuestras vidas de la
inanición, de los bandidos, del cólera. Es un trato justo, suscrito en nuestro nombre
por el sistema educativo desde el día en que nacemos. Sin embargo, todos tenemos un
yo interior que decide hasta qué punto cumplimos con ese trato. Ese yo interior es
responsabilidad personal de cada uno. Me temo que muchos de los chicos y chicas de
la Fraternidad entregaron esta responsabilidad personal a su Gurú, para que
dispusiera de ella a su antojo. Y esto —dijo, hojeando el periódico— es lo que se le
antojó.
—Parece tener usted las ideas muy claras —observé.
La mujer flaca me miró fijamente a los ojos. Le sostuve la mirada. A nuestras
hermanas en el Santuario se les enseña humildad.
—Pero ¿por qué? —El pescador encendió su pipa, inflando y desinflando los
carrillos—. ¿Por qué quisieron sus seguidores entregarle su voluntad?
La mujer flaca habló mirándome a mí.
—Eso habría que preguntárselo a ellos. Tal vez sean muchas las respuestas. Unos
porque obtienen placer degradándose y siendo serviles. Otros porque tienen miedo o
se sienten solos. Algunos anhelan la camaradería de los perseguidos. Otros prefieren
ser cabeza de ratón antes que cola de león. Otros quieren magia. Otros, vengarse de
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los padres y profesores que les prometieron que el éxito les proporcionaría todo.
Tienen necesidad de mitos más relucientes, mitos que nunca vayan a ensuciarse
haciéndose realidad. Para los creyentes, la cesión de la propia voluntad es un precio
más que aceptable. En la Nueva Tierra no les va a hacer falta una voluntad.
No podía seguir escuchando aquello.
—Quizá está usted buscándole tres pies al gato. Tal vez lo hayan hecho
simplemente porque lo amaban. —Me bebí la taza de un trago y me abrasé la lengua.
Estaba muy amargo—. ¿Me da la llave, por favor?
La anciana me pasó la llave con desidia.
—Debe de estar agotado después de un paseo tan largo. ¡La mujer de mi sobrino
lo vio junto al faro!
En las islas los secretos permanecen ocultos solo para los forasteros, no para los
isleños.
Tras mi aseo nocturno, salí a dar una vuelta por la aldea de pescadores. Unos
niños chillones jugaban a un juego incomprensible. Los adolescentes holgazaneaban
en las esquinas vestidos a la última moda, sin duda imitando a sus coetáneos de Tokio
que veían en las revistas. Unas madres cotilleaban en la puerta del supermercado.
Sentí deseos de gritarles: ¡El fin del mundo está próximo y vais a morir todos
achicharrados en las Noches Blancas! De un bar salía atronadora la música ratonera y
estridente típica de Okinawa… Y al final de la calle llegué a las montañas, al mar y a
la noche.
Anduve por una playa de guijarros. Boyas de plástico. Un coco de mar con forma
de pelvis de mujer. Basura y pedazos de madera traídos por la resaca. Latas, botellas,
guantes de goma, botes de detergente. Oí gemidos y resoplidos bajo una barca
desconchada que nunca más habría de flotar. A lo lejos una sombra encendió una
hoguera.
Su Serendipia se dirige a mí a través del fragor de las olas y del chasquido de los
guijarros. ¿Para qué usar el teléfono cuando existe la telepatía? Su Serendipia me dijo
que yo, Quasar, su leal purificado^ tenía que desempeñar el papel más importante.
Habían comenzado Los Días de la Persecución, tal y como profetiza la 143/
Revelación Sagrada. Mi Maestro me dijo que durante las Noches Blancas yo habría
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de ser pastor de fieles. Y que cuando el cometa marcase el comienzo de la Nueva
Tierra sería la mano derecha de Su Serendipia, impartiendo justicia y sabiduría en Su
nombre. Le respondí que estaba dispuesto a morir por Él. Que Lo amaba como un
hijo ama a su padre y Lo protegería como un padre protege a su hijo. Su Serendipia, a
cientos de kilómetros de distancia, sonrió. El cometa llegará por Navidad. La Nueva
Tierra no esta lejos. La Fraternidad Humana se reunirá en una isla más pura y los
supervivientes me llamarán «Padre Quasar». No habrá más matones ni más
discriminación. Todos los impuros egoístas, mezquinos e incrédulos morirán fritos en
la grasa de su ignorancia. Comeremos papayas, mangos y anacardos, y aprenderemos
a fabricar instrumentos tradicionales y hermosas piezas de cerámica. Su Serendipia
nos emparejará de acuerdo con nuestros coeficientes alfa y nos enseñará avanzadas
técnicas alfa para que podamos realizar viajes astrales y visitar otras estrellas.
Me arrodillé y di gracias a mi señor por Sus palabras de aliento. La luna se elevó
sobre la amplia bahía, y esas mismas estrellas se iluminaron una a una.
El bebé del gorrito de lana que iba amarrado a la espalda de su madre abrió los
ojos. Eran los míos. Una voz incorpórea entonaba el mismo estribillo una y otra vez.
La cara del bebé estaba reflejada en mis ojos. Sabía lo que me disponía a hacer. Y me
pidió que no lo hiciera. ¡Pero ya estaba condenada a morir de todas formas con la
llegada del cometa, Quasar! ¡Tú le acortaste el sufrimiento en la tierra de los
impuros! ¡Por supuesto que los inocentes volverán a nacer en el seno de la
Fraternidad de la Nueva Tierra! ¡Purifícate y afianza tu fe con firmeza, rápido!
Me han salido unas manchas en las palmas de las manos. Me lavo ocho o nueve
veces al día, pero tengo algo raro en la piel. Me ha dado por ver la televisión todas las
mañanas. Se están tomando medidas para disolver la Fraternidad y prohibir que nadie
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se haga miembro. Han publicado mi nombre y mi foto, tras el saqueo de los archivos
de la Fraternidad. Suerte que cuando me la hicieron tenía el cráneo rapado y un
circuito de energía alfa en la cabeza, así que no me parezco mucho. Soy el único de
los purificadores al que no han logrado capturar. Vi a mis padres de sangre
perseguidos hasta el interior del coche de mi hermana de sangre por una jauría de
periodistas. El brillo de los flashes iluminaba toda la escena. Han detenido a Su
Serendipia y lo han acusado de conspiración para cometer genocidio, estafa,
secuestro y posesión de agentes nerviosos de primera categoría. Los telediarios
mostraban las imágenes de unos policías impuros metiendo a empujones a Su
Serendipia en un coche y llevándoselo a través de una muchedumbre que pedía a
gritos Su cabeza. Las mostraban una y otra vez, con una siniestra música de fondo,
para informar a los necios de que es un villano, un Darth Vader al que hay que temer
y detestar. También han detenido al resto del Gabinete. Están denunciándose los unos
a los otros como descosidos, con la esperanza de que les conmuten la pena de muerte
por la de cadena perpetua. Yo mismo he sido denunciado por el ministro de
Educación. Hasta la mujer de Su Serendipia ha denunciado a nuestro Maestro,
diciendo que ella no sabía nada de la fabricación del gas. ¡Con lo entusiasmada que
estaba con la purificación! Una cadena de televisión ha enviado a sus chacales a Los
Ángeles para rodar unas imágenes del exclusivo internado de Beverly Hills donde
estudiaban los hijos de Su Serendipia.
He llamado por teléfono al Santuario desde el puerto.
—Dígame su nombre, profesión y lugar en que se encuentra —me ha respondido
una fría voz. Un policía. Hasta con el coeficiente alfa de un mosquito se les reconoce
a un kilómetro de distancia. He colgado el teléfono.
Pero la cosa está fea. He huido de Japón. Mi pasaporte lo tiene en custodia el
Ministerio de Exteriores de la Fraternidad, así que no puedo pedirles ayuda a nuestros
hermanos y hermanas rusos ni a los coreanos. Se me está acabando el dinero. Ni que
decir tiene que no tengo dinero propio: después de mi ingreso, transferí hasta el
último yen a las cuentas de la Fraternidad. Mi familia de sangre me ha repudiado, y
me entregarían a la policía. Y los amigos de mi época de ceguera, tres cuartos de lo
mismo. No me da ninguna pena. Cuando lleguen las Noches Blancas, recogerán lo
que han sembrado. Mi verdadera familia es la Fraternidad.
Me quedaba un último recurso. El Servicio Secreto de la Fraternidad. Los medios
de comunicación no habían dicho nada de su detención, así que tal vez habían
logrado esconderse a tiempo. Marqué el número secreto y dije la contraseña: «Hay
que dar de comer al perro».
Me mantuve en línea, sin decir nada, tal y como nos ordenaron durante las
sesiones de entrenamiento en el Santuario. El agente del Servicio Secreto al otro lado
de la línea colgó una vez transcurrido el tiempo suficiente para poder localizar mi
llamada. La ayuda estaría en camino. Enviarían a un levitador con una cartera llena
de billetes nuevecitos de diez mil yenes. Hará un barrido mental en busca de mi
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rúbrica alfa y me encontrará dando una de mis caminatas por la isla, a solas, o
sesteando en un palmeral. Y cuando me despierte, allí estará él, quién sabe si
resplandeciente, como el Buda o el arcángel Gabriel.
Kumejima es una cárcel miserable e incestuosa. Y pensar que en su día esta roca
fue el principal centro comercial del Imperio Ryuku con China… Barcos cargados de
especias, esclavos, coral, marfil, seda. Espadas, cocos, cáñamo. En el ajetreado
puerto, los gritos de los hombres saturaban el aire, y en el mercado, las ancianas se
sentaban de rodillas, con sus balanzas y sus pilas de fruta y pescado en salazón,
mientras unas jovencitas de pechos obedientes se asomaban por las oscuras ventanas,
por encima de los maceteros de flores, prometiendo, murmurando…
Todo eso ya ha desaparecido. Hace mucho. Okinawa se convirtió en un sórdido
feudo que unos caudillos se disputaron mucho más allá de la curva de su horizonte.
Nadie lo reconoce, pero estas islas se están muriendo. Los jóvenes emigran al Japón.
De no ser por los subsidios y el control de precios, la agricultura se vendría abajo.
Cuando los movimientos pacifistas japoneses consigan expulsar de aquí a los
violadores americanos, la economía se estancará, resoplará y expirará. Todos los
peces los pescan los buques factoría. Las carreteras no llevan a ninguna parte. Hay
proyectos de construcción que, al poco de iniciados, terminan siendo manchas de
cemento, cúmulos de grava y matas de hierbas altas y espinosas. ¡Un lugar así es el
propicio para la Misión de Su Serendipia! Estoy deseando abrirle los ojos a la gente,
hablarle de las Noches Blancas y de la Nueva Tierra, pero no quiero arriesgarme a
llamar la atención. Mi última baza defensiva es mi condición de persona normal y
corriente. Cuando la agote, la única protección que me quedará será mi potencial alfa
de novicio.
Ayer el bigotudo policía de la isla se dirigió a mí. Me crucé con él delante de una
tienda de submarinismo; estaba agachado, atándose los cordones de los zapatos.
—¿Cómo van esas vacaciones, señor Tokunaga?
—Muy reposadas, agente. Gracias.
—Siento lo de su esposa. Debe de haber sido un trauma terrible.
—Muy amable por su parte, agente.
Intenté concentrar toda mi capacidad de coacción alfa para que se largase.
—Así que se marcha mañana, ¿no es así, señor Tokunaga? La señora Mori, de la
posada, me había dicho que se quedaría un par de semanas.
—La verdad es que estoy pensando en alargar mi estancia unos cuantos días más.
—¿En serio? ¿No van a echarle de menos en su empresa?
—En realidad, estoy trabajando en un nuevo sistema informático. Puedo hacerlo
tanto aquí como en Tokio. De hecho, la tranquilidad y el silencio me ayudan a
inspirarme.
El policía asintió pensativo.
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—Se me estaba ocurriendo… Resulta que unos chicos del instituto acaban de
inaugurar un club informático. Mi cuñada es la directora. La señorita Oe. Creo que ya
la ha conocido, en la posada de la señora Mori. Estaba pensando… La señorita Oe es
tan educada que ni por asomo se le ocurriría abusar de su amabilidad, pero…
Esperé.
—Para el instituto sería un gran honor si usted pudiera pasarse por allí en algún
momento y explicarles a los alumnos cómo es el trabajo en una empresa informática
de verdad…
Intuí que estaban tendiéndome una trampa, pero sería más seguro escaquearse
después que rechazarlo ahora.
—Por supuesto.
—Sería muy amable de su parte. Se lo comentaré a mi hermano cuando lo vea el
próximo…
A la niñita del gorro de lana le gusté. ¿Cómo pude gustarle? Debió de tratarse de
algún reflejo facial, no cabe duda. Me hacía gorjeos y me sonreía. Su madre miró
para ver a quién estaba sonriendo, y también me sonrió. Tenía una mirada cálida. Yo
no le sonreí. Miré hacia otro lado. Me gustaría haberle sonreído, aunque ojalá no me
hubiesen sonreído ellas a mí. ¿Habrían sobrevivido? ¿O las habría alcanzado el gas?
Si no se cambiaron de sitio, al salir del paquete, les habría entrado directamente en las
narices, en los ojos y en los pulmones…
Mamá. Papá.
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¡Solo actuábamos en defensa propia! Recuerdo un día, durante mi trabajo con el
ministro de Información. Un pariente sanguíneo de una de nuestras hermanas, su tío
impuro, había emprendido acciones legales para impedir que vendiera la granja y las
tierras de la familia. Era un abogado especializado en herencias. El Servicio Secreto
lo trajo para interrogarle y, al instante, Su Serendipia supo que se trataba de un espía
enviado por los impuros. Al parecer, estaban urdiendo un complot para asesinarlo.
¡Qué ridículo! Todos en el Santuario sabíamos cómo, treinta años atrás, en el curso de
un viaje por el Tíbet, un ser de conciencia pura llamado Arupadhatu transmigró al
interior de Su Serendipia y le reveló el secreto de la liberación de la mente de toda
atadura física. Ese fue el comienzo del camino de Su Serendipia hacia la cima de la
montaña sagrada. Aunque el cuerpo de Su Serendipia resultase herido, Él podría
abandonar Su viejo cuerpo y transmigrar a otro, con la misma facilidad con que yo
cambio de hoteles e islas. Podría transmigrar al cuerpo de Su mismísimo asesino.
Sea como fuere, el caso es que al abogado se le inyectó suero de la verdad y lo
confesó todo. Tenía como misión echar un veneno inodoro en las ollas de arroz del
refectorio. Oí decir que fue la propia esposa de Su Serendipia quien realizó el
interrogatorio.
¿Lo veis? Solo actuábamos en defensa propia.
Se me están aflojando las uñas.
Pasé la tarde paseando hasta el faro. Me senté en una roca a mirar las olas y los
pájaros. Un tifón subía por las costas de China y, dejando atrás Taiwan, se cernía en
el horizonte de Okinawa. Hacia el oeste se acumulaban nubes y comenzaba a
levantarse viento. Se estaba hablando de mí, y se estaban tomando decisiones. ¿Qué
había salido mal? Unos pocos meses más y mi coeficiente alfa habría sido de 25, lo
que me habría colocado entre las doscientas personas con el coeficiente más elevado
de la Tierra: Su Serendipia en persona me lo había asegurado. Ingerí unas cuantas
pestañas de Su Serendipia. Tras lograr convertir a unos nuevos adeptos en el Curso de
Bienvenida me recompensaron con un tubo de ensayo lleno de esperma de Su
Serendipia. Me lo bebí y mi resistencia gamma se vio aumentada. Me sacaron del
laboratorio e hicieron de mí un purificador. Por primera vez en mi vida, me estaba
convirtiendo en alguien.
El tejado de chapa ondulada de un cobertizo abandonado traqueteaba sacudido
por el viento.
Nada ha salido mal, Quasar. Nada ha salido mal. Fue tu fe la que hizo que Su
Serendipia se fijase en ti. Es tu fe la que te servirá de guía durante los Días de la
Persecución, durante las terribles Noches Blancas hasta llegar a la Nueva Tierra. Es
tu fe la que ahora habrá de nutrirte.
En esta isla dejada de la mano de Dios todo se cae en pedazos a mi alrededor.
Debería haberme quedado en Naha. Debería haberme escondido en las provincias
nevadas, o en la gélida Hokkaido, o haberme perdido en una metrópolis de individuos
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como yo. Me pregunto qué habrá sido del señor Ikeda. ¿Dónde van a parar las
personas que se despeñan por el precipicio de nuestros mundos particulares?
Se acerca el tifón.
Tengo las cortinas echadas. Según unos informes recibidos por nuestro ministro
de Defensa, el gobierno de los impuros ha desarrollado unas microcámaras que
implantan en los cráneos de las gaviotas, a las cuales, a su vez, se adiestra para que
espíen. Por no hablar de los satélites secretos americanos que recorren el planeta
entero rastreando a la Fraternidad a instancias de los políticos y de los judíos, quienes
hace mucho tiempo fundaron la Masonería y financiaron a los chinos para que
contaminasen el pozo de la historia.
Estaba sentado en aquel promontorio solitario, con la espalda apoyada en el faro,
cuando vi aproximarse unas luces de coche que me apuntaban. Busqué un lugar
donde esconderme, pero no había ninguno. Me estaba mirando una gaviota. Tenía una
expresión cruel. Un coche azul y blanco se detuvo. Demasiado tarde, busqué un lugar
donde esconderme. Se abrió una puerta y una luz débil iluminó el interior.
¡Me han encontrado! El resto de mis días en una celda…
Y entonces, por extraño que parezca, siento alivio de que todo haya terminado. Al
menos puedo dejar de correr.
Una mano estaba quitando cosas del asiento delantero. El propietario de la misma
se inclinó hacia delante.
—Señor Tokunaga, supongo.
Asentí taciturno y caminé hacia el que me acababa de capturar.
—Estaba buscándolo. Me llamo Ota. Soy el capitán del puerto. Habló usted con
mi hermano el otro día, sobre lo de dar una conferencia en el colegio de mi mujer.
¿Quiere que le lleve de vuelta al pueblo? Debe de estar cansado, después de haber
venido andando hasta aquí a solas, ¿no?
Obedecí y, sin dejar aún de temblar, me subí al coche y me abroché el cinturón.
—Suerte que pasaba por aquí… Han avisado de que se acerca un tifón, ¿sabía?
He visto una silueta, todo encorvado, como si se fuese a acabar el mundo, y me he
dicho: ¿será el señor Tokunaga? No parece estar muy contento que digamos esta
tarde, ¿me equivoco?
—No.
—Tal vez se esté pasando un poco. El aire de la isla es bueno para despejar la
cabeza, pero patea usted a una marcha… Siento muchísimo lo de su esposa.
—La muerte forma parte de la vida.
—Eso es muy filosófico, pero no debe de ser fácil concentrarse y pensar en otra
cosa.
—Para mí, sí. Tengo gran poder de concentración.
Frenó y tocó dos veces el claxon para espantar a una cabra parada en mitad de la
carretera. La cabra nos olisqueó con altivez y se metió en un prado.
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—Tengo que decirle al señor Bessho que Calígula ha vuelto a escaparse. ¡Las
cabras se comen lo que les echen! Decía usted que tiene mucho poder de
concentración. Estupendo. Sería un pecado no salir a bucear mientras está aquí,
¿sabía? Dicen que tenemos los mejores arrecifes del hemisferio norte. Por cierto, que
los chicos están encantados de que un informático de verdad vaya a darles una charla.
No son lo que se dice unos expertos, pero son muy entusiastas. Si mañana estuviese
libre, a mi esposa le gustaría que viniese a cenar a casa. Bueno, señor Tokunaga.
Hábleme un poco de usted…
Tras una larga curva, la carretera nos condujo al puerto, donde terminan todas las
carreteras de esta isla.
Las nubes comenzaban a tachar las estrellas, una a una.
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Tokio
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tiempo que resta cualquier tipo de responsabilidad. «Tírate solo a aquellas mujeres
que tengan más que perder que tú», es uno de sus lemas—. De marcha hasta las
cuatro de la mañana. Me despierto el sábado por la tarde, con la ropa del revés, en un
hotel de Chiyoda. No me preguntes cómo llegué allí. Salió de la ducha toda desnuda,
morena y chorreando, y ¡la madre que la parió, todavía se moría de ganas por seguir
dale que te pego!
—Tuvo que ser divino. ¿Vas a volver a verla?
Pues claro que vamos a volver a vernos. ¡Ha sido un flechazo! Esta noche vamos
a ir a cenar a un restaurante francés en Ichigaya —en otras palabras: iban a hacérselo
en un motel de Ichigaya—. En serio, ¡si vieras qué culo tiene! Dos melocotones
pasaditos metidos a presión en una bolsa de papel. ¡Un pinchazo y explotan! ¡Zumo
por todas partes!
Tanto detalle me sobraba, la verdad.
—¿Y dices que está comprometida?
—Sí. Con un empleado del departamento de investigación y desarrollo de
cartuchos de tinta de las fotocopiadoras Fujitsu, un menda que conocía al
intermediario que conocía al jefe de sección del padre de la chica.
—Los hay con suerte.
—Bah, no importa. Ojos que no ven… Seguro que se convertirá en una óptima
esposa. Solo quiere unas pocas noches de lujuria y pecado antes de convertirse en
ama de casa para toda la vida.
A mí me sonó a pendón desorejado. Y Takeshi parecía haberse olvidado de que
tan solo dos semanas antes había intentado reconciliarse con su mujer, de la que
estaba separado.
La lluvia persistía, ahuyentando a los clientes. Chispeaba, diluviaba y volvía a
chispear. El siseo de la electricidad estática en las líneas telefónicas. La percusión de
Jimmy Cobb en Blue in green.
Takeshi seguía al teléfono. Parecía que me tocaba a mí decir algo.
—¿Cómo es? De carácter, me refiero.
—Ah, está bien —dijo Takeshi como si le hubiese preguntado por una marca
nueva de galletas—. Bueno, ahora tengo que pasarme por mi agencia inmobiliaria. La
cosa también anda un poco floja por allí. A ver si le aprieto las tuercas al director. Tú
vende un montón de discos y hazme ganar mucha pasta. Llámame al móvil si
necesitas algo…
Nunca necesito nada. Colgó.
En Tokio viven y trabajan veinte millones de personas. Es tan grande que nadie
sabe a ciencia cierta dónde acaba. Hace mucho que ha cubierto toda la llanura y ya
está empezando a trepar por las montañas situadas al oeste y a ganarle terreno a la
bahía en el este. La ciudad nunca cesa de reescribirse a sí misma. Apenas se publica
un nuevo callejero cuando ya se ha quedado obsoleto. Es una ciudad alta, profunda y
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extensa. Siempre hay cosas moviéndose por debajo de tus pies y por encima de tu
cabeza. Todas esas personas, pasos elevados, coches, pasarelas, túneles, oficinas,
torres, cables eléctricos, apartamentos, suponen un peso enorme. Tienes que hacer
algo para no hundirte o puedes terminar convertido en un desecho flotante o en una
hormiga en un túnel. En ciudades de menor tamaño, la gente puede utilizar el espacio
circundante para aislarse, para recordarse a sí mismos quiénes son. En Tokio no. Aquí
simplemente careces de espacio propio, a menos que seas el presidente de una
compañía, un gángster, un político o el emperador. En el metro se viaja apretujado
contra los demás, cuerpo contra cuerpo, y en los vagones varias manos agarran la
misma correa de la barra. Las ventanas de los apartamentos no ofrecen más vista que
la de otras ventanas de otros apartamentos.
No, en Tokio el espacio tienes que buscártelo dentro de tu cabeza.
La gente se busca este lugar de diversas maneras. El sudor, el ejercicio físico y el
dolor es una de ellas. Los ves en los gimnasios, en las ordenadas piscinas. Los ves
haciendo footing en los parquecillos deteriorados. Otra manera de hacerse con un
lugar es la televisión. Un lugar brillante y chillón, siempre bien iluminado y repleto
de diversión y chistes que te avisan de cuándo tienes que reír para que no te pierdas
nada. Noticias internacionales cuidadosamente presentadas para que no resulten
demasiado inquietantes, solo lo suficiente como para que el espectador se sienta feliz
de no haber nacido en un país extranjero. Noticias con fondo musical que te dicen a
quién odiar, por quién sentir lástima y de quién reírte.
El lugar de Takeshi es la vida nocturna. Las discotecas, los bares y las mujeres
que allí viven.
Hay muchos otros lugares, todo un Tokio invisible construido a base de ellos, un
Tokio que solo existe en las mentes de sus habitantes. Internet, manga, Hollywood,
sectas apocalípticas, lugares en los que puedes entrar y donde se te reconoce como
individuo. Hay gente que a la primera de cambio te revela su lugar y ya no habla de
otra cosa en toda la noche. Otros lo mantienen oculto como un jardín en un bosque de
montaña.
La gente sin lugar es la que termina tirándose al metro.
Mi lugar existe gracias al jazz. El jazz es un sitio estupendo en el que los colores y
las sensaciones no nacen de la vista sino de los sonidos. Es como ser ciego pero
viendo más. Por eso trabajo aquí, en la tienda de Takeshi. Nunca se me ha dado bien
explicarlo con palabras.
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—Buen chico.
Colgó el teléfono.
Me apetecía escuchar a Billie Holiday. Lady in satin, grabada una noche de
heroína y ginebra un año antes de morir. Una voz de oboe, fatídica y otoñal.
Pensé en mi verdadera madre. Sin nostalgia. La nostalgia no conduce a nada.
Mamasan me contó que poco después la deportaron a Filipinas y que jamás la
dejarían volver a entrar en Japón. No puedo evitar preguntarme, solo de vez en
cuando, en quién se habrá convertido, qué estará haciendo, y si alguna vez piensa en
mí.
Mamasan me ha dicho que cuando nací mi padre tenía dieciocho años. Con lo
cual soy lo bastante viejo como para ser mi padre. Por supuesto, fue a él a quien
adjudicaron el papel de víctima. El inocente violado por la seductora extranjera que le
clavó los colmillos para conseguir el visado de residencia. Es probable que nunca
llegue a saber la verdad, a no ser que me haga suficientemente rico como para poder
contratar un detective privado. Me imagino que la de mi padre debía de ser una
familia con posibles para que él se permitiese frecuentar bares de alterne a mi tierna
edad, y después pagar para que lavasen tan a fondo la mancha de un escándalo
semejante. Me gustaría preguntarle qué es lo que mi madre y él sentían el uno por el
otro, si es que sentían algo.
Una vez estuve seguro de que había venido a verme. Un tipo elegante, de treinta y
muchos. Llevaba unas botas bajas de piel vuelta y una americana de ante marrón
oscuro. Tenía un pendiente en la oreja. Supe que lo conocía de algo, pero pensé que
era un músico. Echó un vistazo a la tienda y me pidió un disco de Chick Corea que
daba la casualidad de que lo teníamos. Lo compró, se lo envolví y se fue. Solo más
tarde caí en la cuenta de que aquel tipo me había recordado a mí mismo.
Entonces me puse a calcular las probabilidades de un encuentro fortuito como
aquel en una ciudad tan grande como Tokio, pero la calculadora no tenía suficientes
decimales. Así que pensé que tal vez había venido a visitarme de incógnito, que
sentía tanta curiosidad por mí como yo por él. Nosotros los huérfanos pasamos tanto
tiempo obligados a pensar con sensatez que en cuanto se nos brinda la oportunidad de
fantasear, caray, fantaseamos a lo grande. Y eso que yo no soy un huérfano de verdad,
de los de orfelinato, que Mamasan siempre ha cuidado de mí.
Salí un momento para sentir la lluvia en la piel. Era como si alguien me echase el
aliento. El conductor de una furgoneta de reparto frenó en seco y pitó a una anciana
que iba empujando un carrito. La anciana le lanzó una mirada asesina y agitó las
manos en el aire como para echarle un maleficio. La furgoneta volvió a pitar como un
teleñeco irritado. Una mujer de piernas largas envuelta en un visón, que se tenía por
sumamente atractiva y que, como es lógico, estaría casada con un millonario, me
pasó por delante con un perrito repipi cuya enorme lengua le colgaba entre los dientes
blancos. La mujer cruzó conmigo una breve mirada, vio a un estudiante de
bachillerato que desperdiciaba su juventud metido en un cuchitril de tienda en la que,
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saltaba a la vista, nadie se gastaba mucho, y desapareció.
Este es mi lugar. Otro disco de Billie Holiday. Cantó Some other spring, y el
público aplaudió hasta desvanecerse en el calor de una noche de verano de Chicago
perdida hace largo tiempo.
El teléfono.
—Hola Satoru. Soy yo, Koji.
—¡Te oigo fatal! ¿Qué jaleo es ese?
—Es que estoy en la cafetería de la facultad.
—¿Qué tal el examen de ingeniería?
—Bueno, ya sabes que me lo había currado bastante…
Había sido coser y cantar.
—¡Felicidades! Así que tu visita al templo ha dado resultado, ¿eh? ¿Cuándo salen
las notas?
—Dentro de tres o cuatro semanas. Qué bien que ya se han acabado. Aunque
todavía es pronto para que me felicites… Oye, esta noche mi madre celebra una fiesta
y va a cocinar sukiyaki. Mi padre vuelve a Tokio esta semana. Se les ocurrió que
igual te apetecía ayudarnos a comerlo. ¿Podrás? Si se hace tarde, puedes quedarte a
dormir en la habitación de mi hermana, que se ha ido de excursión con el colegio a
Okinawa.
Por dentro yo estaba que si sí, que si no… Los padres de Koji son buena gente,
honrados, pero se sienten obligados a solucionarme la vida. No les cabe en la cabeza
que pueda estar satisfecho de estar donde estoy, con mis discos, mi saxofón y mi
lugar. Debajo de ese interés subyace lástima, y yo prefiero que me jodan a que me
compadezcan por el hecho de no tener padres.
Sin embargo, Koji es mi amigo, probablemente el único que tengo.
—Me encantaría ir. ¿Qué tengo que llevar?
—Nada, solo a ti mismo.
Es decir: flores para su madre y priva para su padre.
—Entonces me paso después del trabajo.
—Vale. Nos vemos.
—Hasta luego.
Era el momento justo para Mal Waldron. La tarde estaba cerrando el quiosco
antes de tiempo. El dueño de la verdulería de enfrente empezó a recoger sus cajas de
rábanos, zanahorias y raíces de loto. Echó el cierre, me vio y me saludó muy serio
con la cabeza. No sonríe ni a tiros. Un camión pasó dando bandazos y provocó una
desbandada de palomas. Las notas de Left Alone caían una a una, como gotas de
acero en un pozo profundo. El saxo de Jackie McLean trazaba círculos en el aire, tan
triste que apenas si lograba despegar del suelo.
Se abrió la puerta y sentí un aroma de aire lavado por la lluvia. Entraron cuatro
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estudiantes de bachillerato, pero una de ellas era total y absolutamente diferente.
Pulsaba, invisible, como un quásar. Sé que suena ridículo, pero así era.
Las tres cabezas de chorlito se acercaron haciendo aspavientos al mostrador. Eran
guapas, supongo, pero eran todas clones de un mismo óvulo. Tenían el pelo igual de
largo, los labios pintados del mismo color y las mismas curvas bajo el mismo
uniforme. La cabecilla me pidió con voz repipi de niñata malcriada el nuevo éxito del
último ídolo de quinceañeras.
Pero yo ni me molesté en oírlas. No sé describir a las mujeres, al menos no como
Takeshi o Koji. Pero si conoces After the rain, de Duke Pearson… bueno, pues así de
pura y hermosa era ella.
De pie junto al escaparate, mirando hacia fuera. ¿Qué había fuera? Se
avergonzaba de su compañía. ¡No me extraña! Era tan auténtica que a su lado las
otras parecían recortables de cartulina. Debían de haberle pasado cosas de verdad
para ser como era, y yo sentí el deseo de enterarme de esas cosas, de leerlas como si
fueran un libro. Era una sensación rarísima. No paraba de pensar… Bueno, la verdad
es que no sé muy bien si estaba pensando. No estoy seguro de haber estado pensando
en nada.
¡La chica estaba escuchando la música! Y no quería ni moverse por miedo a
espantar la melodía.
—Bueno, ¿lo tienes o no? —graznó una de las chicas de cartón piedra. Hace falta
mucho tiempo y esfuerzo para obtener una voz tan irritante.
Otra soltó una risita tonta.
Otra sintió la vibración de su teléfono móvil y se lo sacó del bolsillo.
Estaba furioso con ellas por obligarme a apartar la mirada de la otra chica.
—Esto es una tienda para coleccionistas. En el centro comercial que hay junto a
la boca del metro hay una juguetería que vende el tipo de productos que estáis
buscando.
Las niñas ricas de Shibuya son perritos criados a base de trufas. Las chicas que
trabajan para Mamasan han tenido que aprender a sobrevivir. Tienen que conservar a
sus clientes, conservarse guapas, conservar su integridad, y la vida les deja marcas.
Pero se respetan a sí mismas, y lo muestran. Se respetan entre sí. Yo las respeto a
ellas. Son personas auténticas.
Estas chicas de revista, sin embargo, no tienen nada de auténtico. Tienen
expresiones de revista, hablan con palabras de revista y se visten con prendas de
revista. Han elegido ser así. No sé si culparlas o no. A nadie le gusta que la vida le
deje marcas. Pero mira: igual de frívolas, satinadas, idénticas y desecha bles que las
revistas.
—Estás un poquito tenso, ¿verdad? ¿Te ha dejado la novia? Apoyada en el
mostrador, la cabecilla se meneaba a escasos centímetros de mi cara. Me la imaginé
recurriendo a esa misma expresión en bares, en coches, en moteles.
Su amiga soltó una carcajada histérica y se la llevó del brazo antes de que me
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diera tiempo a pegarle un corte. Fueron en rebaño hacia la puerta. «¡Te lo dije!»,
exclamó una de ellas. La tercera seguía hablando con el móvil.
No sé dónde estamos. En un sitio de mierda detrás de un edificio de mierda.
¿Dónde estáis vosotras?
¿Te vienes? —le preguntó la cabecilla a la que seguía escuchando a Mal con la
mirada perdida.
No, pensé con toda mi alma. Dile que no y quédate conmigo en mi universo.
—Te estoy diciendo que si te vienes —insistió la cabecilla.
¿Era sorda?
—Qué remedio —dijo, con una voz de verdad. Una hermosa voz de verdad.
Mírame, deseé con todas mis fuerzas. Mírame. Por favor. Solo una vez. Mírame a
la cara.
Según se iba, se volvió y me miró. El corazón me hizo una pirueta, y ella salió
detrás de las otras a la calle.
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caso es que las chicas estas nos contaron que en su país todo el mundo se esfuerza en
parecer diferente. Se tiñen el pelo de un color que nadie más lleva, se compran ropa
que nadie más viste, escuchan música que nadie más conoce. Extraño. Entonces nos
preguntaron por qué aquí las chicas van todas iguales.
—¡Pues porque son chicas! —respondió Koji. ¿Por qué todos los policías van
iguales? Pues porque son policías, ¿está claro, no?
Entonces una de ellas nos preguntó por qué los chicos japoneses copiaban a los
chicos americanos. Las ropas, la música rap, los monopatines, los peinados. Quise
explicarle que no es que copien lo que viene de América, es que rechazan el Japón de
sus padres. Y como no existe una cultura alternativa nacional, pues simplemente van
y agarran la que les pilla más a mano, que resulta ser la americana. Pero no es que la
cultura americana nos explote. Somos nosotros los que explotamos la cultura
americana.
Koji se perdió al intentar traducir esto último.
Traté de preguntarles por su lugar interior, porque me parecía que venía al caso,
pero no obtuve más que respuestas acerca de lo minúsculos que son aquí los
apartamentos, y de cómo todas las casas en Gran Bretaña tienen calefacción central.
Entonces llegaron sus novios. Dos gorilas gigantescos del ejército de los Estados
Unidos. Nos miraron indiferentes por encima del hombro, y Koji y yo decidimos que
era el momento de ir a la barra a por otra copa.
Pero sí que es verdad que aquí las cosas son diferentes. En el instituto todo el
mundo estaba siempre martirizándome con la historia de mis padres. Encontrar un
trabajo de media jornada también resultaba difícil, tanto como ser hijo de coreanos.
La gente acaba enterándose. Habría sido más fácil decir que habían muerto en un
accidente, pero no me daba la gana mentir por culpa de esos cabezas huecas. Además,
si dices que alguien ha muerto, el destino siente la tentación de rematarlos antes de
tiempo. En Tokio el cotilleo funciona por telepatía. La ciudad es enorme, pero
siempre hay alguien que conoce a alguien conocido de alguien. El anonimato no
impide la coincidencia: tan solo hace que resulte más descabellada. Por eso es por lo
que sigo creyendo que el día menos pensado mi padre entra en la tienda.
Así que desde la escuela primaria en adelante siempre anduve metido en peleas.
Solía salir perdiendo, pero no me importaba. Taro, el gorila de Mamasan, siempre me
decía que vale más pelear y perder que no pelear y sufrir, porque incluso si te peleas y
pierdes, tu espíritu permanece incólume. Taro me enseñó que la gente respeta el
espíritu, pero que a un cobarde no lo respetan ni los propios cobardes. Taro también
me enseñó cómo derribar de un cabezazo a contrincantes más altos, cómo dar un
rodillazo en las pelotas y cómo dislocarle la mano a un tío, de manera que para
cuando llegué al instituto nadie me molestaba. Una vez, una pandilla de jóvenes
cachorros de la yakuza me estaba esperando a la salida del colegio por haberle roto la
nariz a uno de sus hermanos pequeños. Todavía no sé quién avisó a Mama san —
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probablemente Koji—, el caso es que ese día mandó a Taro que viniera a recogerme.
Taro esperó hasta verme rodeado en el fondo de un callejón y entonces se acercó
como quien no quiere la cosa y los dejó a todos acojonados. Ahora que lo pienso,
Taro ha hecho de padre conmigo más que ninguna otra persona.
Un hombre de tez curtida y vestido con una chaqueta color rojo sangre entró en la
tienda ignorándome por completo. Dio con la sección de Charles Mingus y compró
como dos terceras partes de las existencias, incluidas las piezas de coleccionista,
desenrollando billetes de diez mil yenes como si fuesen papel higiénico. Los ojos
parecían latirle al ritmo del contrabajo. Se marchó con sus adquisiciones metidas en
una caja de cartón que él mismo se fabricó encima del mostrador. No me pidió
descuento, aunque se lo habría hecho de mil amores, y de repente me vi con un fajo
de billetes. Llamé a Takeshi para darle las buenas noticias y decirle que tal vez sería
conveniente que se pasase a buscar el dinero. Yo sabía que tenía problemas de
liquidez.
—¡Ah! —dijo con voz entrecortada—. ¡Así se hace, chaval! ¡Eso está muy, pero
que muy bien!
De fondo oí una música alucinógena que sonaba como una migraña, y a una
mujer a la que estaban torturando con cosquillas.
Tuve la impresión de haber llamado en mal momento, así que dije adiós y colgué.
Y solo eran las once de la mañana.
En el instituto Koji era el cerebrito de la clase, lo cual también lo colocaba al
margen del resto. Debería haber ido a un instituto mucho mejor, pero hasta los quince
años anduvo de aquí para allá porque a su padre siempre lo estaban trasladando, y no
siempre le fue fácil mantenerse al nivel del resto. Además, era negado para los
deportes. Juro que en tres años no lo vi batear una sola bola. Una vez fue a dar un
swing tremendo, pero el bate se le escapó de las manos y, tras surcar el aire veloz
como un misil, fue a impactar de lleno en el señor Ikeda, nuestro profesor de
gimnasia, que idolatraba a Yukio Mishima aunque dudo mucho de que en toda su
vida llegara a terminarse un solo libro, del autor que fuese.
Yo me desternillaba de risa, tanto que no me di cuenta de que era el único que se
reía. Eso me supuso tener que limpiar los servicios del instituto durante todo el
trimestre, con Koji. Fue entonces cuando me enteré de que le encantaba el piano. Yo
toco el saxo tenor. Así fue como conocí a Koji. Un profesor de gimnasia golpeado por
un bate y los retretes más repugnantes de toda la red de enseñanza media de Tokio.
El señor Fujimoto, uno de nuestros clientes habituales, vino durante la hora del
almuerzo. Sonó la campanilla y una ráfaga de aire sacudió todos los papeles de la
tienda. Entró riéndose, como siempre. Riéndose porque se alegraba de verme. Dejó
sobre el mostrador un pequeño paquete de libros para mí. Siempre trato de
pagárselos, pero él nunca me deja. Dice que son mis honorarios como consultor de
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jazz.
—¡Señor Fujimoto! ¿Cómo va el trabajo hoy?
—¡Horrible!
El señor Fujimoto solo posee un tipo de voz: la voz a todo volumen. Es como si
su mayor miedo fuese que no le oyeran. Y cuando se ríe el estruendo casi te tira de
espaldas.
La tienda está justo entre el distrito comercial de Otemachi y la zona de las
editoriales, en los alrededores de Ochanomizu, así que aquellos de nuestros clientes
que gozan de empleo remunerado suelen trabajar en uno de los dos barrios. Se les
distingue siempre. La pasta gansa confiere a sus propietarios una mirada particular.
Una especie de brillo acerado y hambriento. Cuesta identificarlo con claridad, pero
está ahí de todas, todas. Por cierto, que el dinero es otro de esos lugares interiores.
Una forma de medirse a uno mismo.
Los empleados de las editoriales, sin embargo, suelen tener una vena de
jovialidad maníaca. El señor Fujimoto es un típico ejemplar. No se cansa de perpetrar
espantosos juegos de palabras. Por ejemplo:
—¡Buenas tardes, Satorukun! Oye, a ver si le dices a Takeshi que se pase por aquí
de vez en cuando, que el muy granuja está siempre de farra.
—¿Eso piensa usted?
Ya me lo veo venir.
—¡Hombre, claro! ¡Ese Takeshi es muy díscolo!
—¿Cómo dice?
—¡Que es un díscolo! ¡Díscolo! ¡Díscolo!
El rostro se me crispa en una mueca de auténtico dolor y el señor Fujimoto gorjea
agradecido. Cuanto peor, mejor.
Esta vez el señor Fujimoto quería algo estilo Lee Morgan. Le recomendé A caddy
for Daddy, de Hank Mobley, y se lo compró en el acto. Conozco sus gustos. Le va el
funky más locuelo. De pronto, mientras le daba el cambio, se puso todo serio. Pasó a
hablar en un tono más formal, se quitó las gruesas gafas y comenzó a limpiar los
cristales.
—Me preguntaba si pensabas matricularte en la universidad el año que viene…
—Pues la verdad es que no.
—Entonces, ¿estás pensando en dedicarte a alguna profesión en concreto?
Lo había ensayado de antemano. Me imaginé lo que se me venía encima.
—Por ahora no tengo planes. Vamos a ver qué pasa.
—Sé perfectamente, Satoru, que no es asunto mío en absoluto, y perdona que me
inmiscuya en tus planes, pero el único motivo por el que te lo pregunto es que en mi
oficina acaban de quedar disponibles dos puestos. Nada del otro jueves. Ayudantes de
edición con pretensiones, en pocas palabras, pero si te interesa, estaría encantado de
recomendarte. Podría ayudarte a llegar hasta la entrevista personal, eso seguro. Con
eso ya tendrías un pie en la empresa. Yo mismo empecé así, ¿sabías? Todos hemos
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necesitado que nos echasen un cable en un momento dado.
Recorrí la tienda con la mirada.
—Es una oferta muy generosa, señor Fujimoto. No sé muy bien qué responder.
—Piénsatelo, Satoru. Me voy unos días a Kioto por trabajo. No empezaremos con
las entrevistas hasta que yo vuelva. Estaría encantado de hablar con tu jefe en tu
nombre, si eso es lo que te preocupa… Aunque sé que Takeshi te respeta mucho y
que nunca te pondría ninguna traba.
—No, no se trata de eso. Gracias. Lo pensaré detenidamente. Gracias… ¿Cuánto
le debo por los libros?
—Nada. Son tus honorarios como consultor. Solo son unas muestras, las
repartimos gratis entre la gente del gremio. Estos clásicos en edición de bolsillo se
venden como rosquillas. Recuerdo que me dijiste que te había gustado El gran
Gatsby, acabamos de publicar una traducción nueva de Mukarami de los cuentos de
Scott Fitzgerald; El señor de las moscas, por si quieres deprimirte, y lo nuevo de
García Márquez.
—Muy amable por su parte.
—No digas bobadas. Tú piénsate seriamente lo de trabajar en la editorial, que hay
formas peores de ganarse la vida.
Desde que la vi, pensaba en la chica a diario. Veinte, treinta, cuarenta veces al día.
Me sorprendía pensando en ella y luego no queriendo parar, como esas mañanas de
invierno en que no se quiere salir de la ducha caliente. Me pasaba los dedos por el
pelo y me miraba la cara utilizando un CD de Fats Navarro como espejo. ¿Podría
llegar ella a sentir lo mismo por mí? Ni siquiera me acordaba bien de cómo era. Piel
tersa, pómulos pronunciados, ojos rasgados. Como una emperatriz china. En realidad,
cuando pensaba en ella ni siquiera pensaba en su cara. Simplemente existía, como un
color que aún no tuviese nombre. La idea de ella.
Me irrité conmigo mismo. No existían muchas posibilidades de volver a verla.
Estamos en Tokio. Y además, aunque volviera a verla, ¿por qué habría de estar
mínimamente interesada en mí? Mi mente no es capaz de pensar en más de una cosa
al mismo tiempo. Más me vale que sea una cosa de provecho.
Pensé en la oferta del señor Fujimoto. ¿Qué estoy haciendo aquí? Koji sigue
adelante con su vida. Todos mis compañeros del instituto están en la universidad o
trabajando en una empresa. La madre de Koji no deja de mantenerme al corriente de
sus progresos. ¿Y yo qué estoy haciendo?
Un tipo pasó como una bala en una silla de ruedas.
Eh, eh, no te olvides, este es mi lugar. Es hora de oír jazz.
Undercurrent, de Jim Hall y Bill Evans. Una obra de agua, a veces encrespada y
barrida por el viento, otras fluyendo lenta y silenciosa al pie de los árboles. En otras
canciones, acordes que centellean en mares interiores.
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La chica también estaba ahí, desnuda, flotando de espaldas y arrastrada por las
corrientes.
Me hice un té verde y vi cómo el vapor se elevaba en la atmósfera agitada de
aquella tarde. Koji estaba llamando a la ventana, son riéndome como un memo y con
la cara apretada contra el cristal para parecer un gnomo maléfico.
No me quedó otra que sonreírle yo también. Entró en la tienda con sus zancadas
largas y saltarinas.
—Parecía que estabas en otro mundo. Me he pasado por la tienda de donuts. Te
he traído uno de vainilla, ¿te apetece?
—Gracias. Voy a hacerte un té. Este disco de Keith Jarrett me llegó ayer, es
fantástico, tienes que oírlo. Es increíble cómo va improvisando sobre la marcha.
—Señal de genialidad. ¿Te apetece que vayamos luego a tomar algo?
—¿Dónde?
—No sé. Cualquier sitio frecuentado por jovencitas núbiles a la caza de carne de
macho joven. El bar del sindicato de estudiantes, por ejemplo. Aunque si estás
ocupado buscando el sentido de la vida, podemos dejarlo para otro día. ¿Un cigarrito?
—Venga. Cógete una silla.
Koji disfruta imaginándose que es un seductor implacable como Takeshi, pero en
realidad sus sentimientos son menos implacables que un donut de vainilla. Y esa es
una de las razones por las que me cae bien.
Nos encendimos los cigarrillos.
—Koji, ¿tú crees en el amor a primera vista?
Se recostó en la silla y me sonrió como un lobo.
—¿Quién es?
—No, no, no. Ninguna. Solo te lo pregunto.
Koji el filósofo miró hacia arriba. Finalmente, soltó un anillo de humo.
—Creo en el deseo a primera vista. Hay que mostrar cierta dureza o de lo
contrario se cae en el sentimentalismo. Y el sentimentalismo no resulta atractivo. Y
hagas lo que hagas, no dejes que se dé cuenta de lo que sientes. Si no, estás perdido.
—Koji se puso en plan Humphrey—. Tienes que ser enigmático, chaval. Ir de duro,
¿entiendes?
—Sí, sí, como tú, por ejemplo. Que la última vez que te enamoraste fuiste tan
duro como Bambi. Venga, en serio…
Otro anillo de humo.
—¿En serio…? A ver, el amor se basa en el conocimiento, ¿no? Para poder amar
a una persona tienes que conocerla a fondo. Así que amor a primera vista es un
contrasentido. A menos que en esa primera vista se produzca una especie de
transferencia mística de no sé cuántos gigabytes de información de una mente a otra,
lo cual no parece muy probable, ¿no te parece?
—Mmm. No sé.
Le serví el té a mi amigo.
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Las flores de los cerezos aparecieron de repente. Mágicas, vaporosas y
espumantes, justo ahí, encima de nuestras cabezas, llenando el aire de tonalidades
demasiado delicadas para palabras como «rosa» o «blanco». ¿Cómo es posible que
unos árboles tan lúgubres creasen algo tan sobrenatural en un callejón anónimo? Un
milagro anual que escapaba a mi capacidad de comprensión.
Era una mañana para oír a Ella Fitzgerald. Después de todo, en el mundo hay
cosas hermosas. Dignidad, refinamiento, calidez y humor, donde menos te las
esperas. Incluso de anciana, amputada y en silla de ruedas, Ella seguía cantando
como una colegiala enamorada por primera vez.
Sonó el teléfono.
—Soy yo, Takeshi.
—Hola, jefe. ¿Todo bien?
—No, todo mal. Fatal.
—Lo lamento.
—Soy un imbécil. Un maldito imbécil. Un maldito, maldito imbécil. ¿Por qué los
hombres hacemos estas cosas? —Estaba borracho, y yo todavía con mi té matutino
—. ¿De dónde nos nace ese impulso, Satoru? ¡Dímelo! —Como si yo lo supiese y me
estuviese negando a iluminarlo—. Una refriega pegajosa en un dormitorio anónimo,
unos mordiscos, unos tres segundos de orgasmo, eso si tienes suerte, después una
cabezada agradable de media horita, y cuando te despiertas, de pronto te das cuenta
de que te has convertido en un canalla lujurioso y embustero que está tirando al váter
varios millones de espermatozoides y seis años de matrimonio. ¿Por qué estamos
programados para hacer eso? ¿Por qué?
Como no se me ocurría ninguna respuesta que fuese sincera y a la vez sirviese de
consuelo, opté por la sinceridad.
—Ni idea.
Takeshi me contó la misma historia tres veces seguidas.
—Mi mujer pasó a recogerme para ir a comer juntos. Íbamos a dar una vuelta,
hablar de lo nuestro, tal vez arreglar algo… Le había comprado unas flores, y ella a
mí una americana a rayas que había visto no sé dónde. Una horterada que no había
por dónde cogerla, para variar, pero por lo menos se acordaba de mi talla. Era una
pipa de la paz. Ya estábamos saliendo cuando de repente se mete en el baño, ¿y qué
es lo que se encuentra?
Casi se me escapa «una enfermera muerta», pero me contuve.
—¿Qué?
—El bolso. Y el camisón. De la enfermera. Y el mensaje que me había dejado
escrito con el pintalabios en el espejo.
—¿Qué ponía?
Oí el crujido de unos cubitos de hielo mientras Takeshi se ponía otra copa.
—Lo que a ti no te importa. Pero cuando mi mujer lo leyó, volvió tranquilamente
al salón, echó vodka en la americana, le prendió fuego y se marchó. La chaqueta se
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contrajo y se desintegró.
—El poder de la palabra escrita.
—Maldita sea, Satoru, cómo me gustaría volver a tener tu edad. ¡Qué fácil era
todo entonces, coño! ¿Qué es lo que he hecho? ¿De dónde viene este mito?
—¿Qué mito?
—El que nos atormenta a todos los hombres. Ese que dice que una vida sin
tinieblas, sin sexo y sin misterio es solo una vida a medias. ¿Por qué? Y encima no es
que me estuviese beneficiando a la Belleza Celestial en persona, que digamos. Solo
era una enfermera idiota, un zorrón de tres al cuarto… ¿Por qué?
Solo tengo diecinueve años. Terminé el instituto el año pasado. No lo sé.
Aquello resultaba bastante patético. Por suerte, Mamasan y laro llegaron en ese
momento y pude dejar sin responder las preguntas sin respuesta de Takeshi.
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—Un buen chaval ese Koji. Con la cabeza en su sitio. ¿Conocisteis alguna piba?
—Solo de esas que te preguntan si tu coche deportivo tiene los cristales
ahumados.
Taro gruñó contrariado.
—La inteligencia no lo es todo en una mujer. Justo esta mañana Ayaka decía que
un chaval de tu edad debería mojar más el churro, no es sano que…
—Taro, deja a Satoru en paz. —Mamasan me sonrió satisfecha—. ¿A que están
preciosos esos cerezos en flor? Taro me va a llevar de compras y luego nos vamos al
Parque Ueno, a ver los cerezos. Las chicas de la señora Nakamori han invitado a las
nuestras a una fiesta para celebrar la floración, esta tarde, y hemos decidido ir
nosotros también para vigilar que no hagan muchas travesuras. Ah, sí. Se me
olvidaba. La señora Nakamori me ha preguntado si Koji y tú podríais tocar en el
cóctel que va a dar el sábado que viene. Por lo visto, el trombonista de su banda se ha
visto envuelto en un accidente relacionado con un tubo doblado y unos animales del
zoo. He pensado que no era plan de entrar detalles. El pobre hombre no va a poder
estirar el brazo hasta junio y el grupo ha tenido que cancelar todos los bolos. Le he
dicho a la señora Nakamori que no sabía muy bien cuándo volvía Koji a la
universidad. ¿Podrías llamarle hoy o mañana? Vamos, Taro. Tenemos que irnos.
Taro cogió el libro que estaba leyendo.
—¿Qué es esto? ¿Madame Bovary? ¿Lo de la viejales francesa aquella? ¿Te lo
puedes creer, Mamasan? Cuando iba al colegio no había quien lo hiciese estudiar, y
ahora le da por leer en el trabajo. —Leyó en voz alta una frase que yo había
subrayado—: «No hay que tocar a los ídolos: su dorado se nos queda pegado a los
dedos». —Se quedó pensando unos segundos—. Unos chismes curiosos, los libros.
Sí, Mamasan. Más vale que nos vayamos.
—Gracias por traerme la comida.
Mamasan asintió con la cabeza.
—La ha hecho Ayaka. Congrio a la parrilla. Sabe que te encanta. Que no se te
olvide darle las gracias. Adiós.
El cielo se iba iluminando. Me comí el almuerzo deseando estar yo también en el
Parque Ueno. Las chicas de Mamasan son divertidas. Me tratan como a un hermano
pequeño. Seguramente habrían extendido una gran manta debajo de un árbol y
estarían cantando viejas canciones inventándose la letra. He visto a los extranjeros
emborracharse en los bares de Shibuya y por ahí, y se convierten en animales. Los
japoneses jamás se comportan así. Los hombres pueden volverse más traviesos, pero
nunca violentos. Para los japoneses el alcohol es un medio de soltar presión; para los
extranjeros, por el contrario, parece que sea un medio de aumentarla. ¡Y además se
besan en público! Los he visto metiéndoles la lengua en la boca a las chicas y
tocándoles los pechos. ¡En los bares, delante de todo el mundo! No consigo
acostumbrarme. Mamasan siempre le pide a Taro que les diga a los extranjeros que el
local está lleno, o si no, les mete tal palo en la cuenta que ya no se les ocurre volver
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más.
Aquella resultó ser una tarde bastante ajetreada. Muchos curiosos, pero también
muchos compradores. Enseguida dieron las siete. Hice caja, metí la recaudación en la
caja fuerte del diminuto despacho, dejé puesta la alarma y cerré con llave la puerta
del despacho. Me metí la tartera y Madame Bovary en la mochila, junto con un CD
de Benny Goodman que me llevaba prestado para esa noche —una de las ventajas de
un curro así—, apagué las luces y cerré la puerta.
Ya estaba en la calle echando el cierre cuando sonó el teléfono. ¡Mierda! Mi
primer impulso fue fingir que no lo había oído, pero luego pensé que iba a pasarme
toda la noche pensando en quién habría sido. Lo más probable es que hubiese
empezado a llamar a todo el mundo para ver si habían sido ellos, y si hacía eso iba a
tener que explicar por qué no había atendido el teléfono desde un principio… Mierda.
Al final lo más fácil iba a ser volver a abrir la tienda y atender la llamada.
Desde entonces he vuelto a pensar en ello muchas veces: si el teléfono no hubiese
sonado justo en ese momento, y si yo no hubiese decidido volver a entrar para
cogerlo, todo lo que ocurrió después no habría ocurrido.
Una voz desconocida. Baja, preocupada.
—Soy Quasar. ¡Hay que dar de comer al perro!
¿Cómo dice? Me mantuve a la escucha. El zumbido de la línea telefónica sonaba
como el batir de las olas del mar, ¿o era el barullo de una sala de juegos? No dije
nada: a estos majaras del teléfono es mejor no animarlos. No dijo nada más. Como si
estuviese esperando algo. Esperé un poco más y después colgué extrañado. Pues vale.
Estaba de espaldas cuando se abrió la puerta. Sonó el tintineo de la campanilla y
pensé: ¡Oh no, quiero irme a casa! Me di media vuelta y cuando alcé la vista casi me
caigo de espaldas encima de un cofre de edición limitada de Lester Young. El suelo
del Jazz Hole de Takeshi se elevó.
¡Eres tú! Y atisbo en la penumbra de mi lugar.
Me estaba hablando. Estaba realmente allí. Había vuelto sola. Había visualizado
aquella escena muchas veces en mi cabeza, pero siempre era yo el que llevaba la voz
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cantante. Y ahora apenas captaba lo que me decía. ¡Había vuelto de verdad!
—¿Todavía está abierto?
—¡… sí!
—Pues no parece muy abierto. Tienes las luces apagadas.
—¡… sí! Esto, es que estaba a punto de cerrar, pero hasta que cierro, estoy
absolutamente abierto. ¡Mira! —Volví a encender las luces—. ¡Ya está! —Esperé
parecerle un poco más enrollado. Debía de estar pareciéndole un colegial.
—No querría entretenerte.
—No querría… No, no, qué va. Esto, yo… Tómate todo el tiempo que quieras.
Por favor. Entra.
—Gracias.
La chica que vivía en ella se asomó a través de sus ojos, miro dentro de los míos,
y vio al chico que vivía en mí.
—Creía… —comencé a decir.
—Esto… —comenzó a decir.
—Dime —dijimos los dos.
—No —dije yo—. Dime tú, que eres la chica.
—Vas a pensar que estoy como una cabra, pero es que estuve aquí hace unos diez
días, y… —estaba girando sobre los talones, sin darse cuenta— y tenías puesta una
canción… No logro quitármela de la cabeza. Un piano y un saxofón. No tienes por
qué acordarte de ella, ni de mí, ni de nada… —Dejó la frase colgando. Había algo
raro en su forma de hablar. Una entonación que oscilaba de un lado a otro. Me
encantaba.
—Fue hace dos semanas. Dos semanas justas. Más un par de horas.
Eso le gustó.
—¿Te acuerdas de mí?
Casi no reconocí mi propia risa.
—Pues claro que me acuerdo.
—Estaba con la repugnante de mi prima y sus amigas. Me tratan como a una
imbécil porque soy medio china. Mi madre era japonesa. Mi padre es chino de Hong
Kong. Yo vivo allí.
No había el menor tono de disculpa en su forma de hablar. No soy japonesa pura,
y si no te gusta que te den.
Pensé en la percusión de Tony Williams en In a silent way. No, no lo pensé: la
sentí dentro de mí, en algún lugar.
—¡Hey, eso no es nada! Yo soy medio filipino. La canción era Left alone, de Mal
Waldron. ¿Quieres volver a oírla?
—¿No te importa?
—Claro que no… Mal Waldron es uno de mis ídolos. Siempre que voy al templo
me arrodillo ante él. ¿Cómo es Hong Kong, comparado con Tokio?
—Los extranjeros dicen que es sucio, ruidoso y agobiante, pero lo cierto es que
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no hay otro sitio igual en todo el mundo. En serio, no lo hay. Y cuando ya estás harto
de Kowloon, puedes huir a las islas. En Lantau hay un Buda enorme sentado en lo
alto de una colina…
Por un instante tuve la extraña sensación de estar dentro de una historia que
alguien estaba escribiendo, pero también esa sensación comenzó enseguida a
desvanecerse.
Apenas si habían brotado las flores de los cerezos cuando ya casi habían
desaparecido. Las hojas nuevas, aún tiernas y sedosas, se secaban en los árboles que
flanqueaban la calle, vivaces y ligeras como cítaras y mandolinas. Los trabajadores
inundaban las aceras. Ni un solo abrigo a la vista. Algunos, hasta sin chaqueta. No se
podía negar: la primavera ya no era ninguna novedad.
Sonó el teléfono. Era Koji, desde la cafetería de la facultad.
—Bueno, a ver, ¿quién es?
—¿Quién?
—¡Vale ya! ¡Sabes perfectamente a quién me refiero! La chica de anoche, en el
bar de la señora Nakamori, ¡la que se derretía con todas y cada una de tus notas! A
ver… El nombre empezaba por «Tomo» y terminaba por «yo». ¿Cómo se llamaba,
me pregunto? Ah, sí, eso es. «Tomoyo».
—Ah, aquella…
—¡No me vengas con esas! Vi cómo os hacíais ojitos.
—Son imaginaciones tuyas.
—¡Lo vi perfectamente! Es más, lo vio todo el bar. Hasta un erizo marino se
habría dado cuenta. El padre de la chica se dio cuenta. Y Taro también. Al terminar el
concierto vino y me preguntó quién era esa. Yo esperaba que me lo dijese él a mí. Me
ha dicho que te haga un interrogatorio. Y lo que Taro quiere, lo consigue, por eso te
estoy interrogando.
—No hay mucho que contar. Entró en la tienda hace cuatro semanas. Luego
volvió la semana pasada. Empezamos a hablar, de música nada más, y nos hemos
visto una o dos veces la semana pasada. Eso es todo.
—Una o siete veces, querrás decir.
—Bueno, ya sabes lo que pasa.
—No es que quiera cotillear ni nada por el estilo, solo que anoche no tuve
oportunidad de interrogarla… Pero, bueno, en fin, ya sabes, ¿le has deshecho ya los
lacitos y quitado el envoltorio?
—¡Oye tú, que la chica es una señorita!
—Sí, claro, pero antes que señorita es una mujer.
—No. No lo hemos hecho.
—Tan lento como siempre, Satoru. ¿Y por qué no?
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—Pues porque…
Me acordé de su cuerpo envuelto en mi trenca mientras caminábamos bajo el
mismo paraguas. Me acordé de su mano, que no solté durante toda la película. Me
acordé de sus ojos estrujados por la risa mientras contemplábamos a un artista
callejero que esperaba inmóvil en un pedestal a que alguien le echase una moneda en
la urna para cambiar de expresión y postura, hasta la siguiente moneda. Me acordé de
sus esfuerzos por no reírse de mi desastrosa actuación en la bolera. Me acordé de la
manta sobre la que nos tumbamos en el Parque Ueno, mientras las flores de los
cerezos nos caían en la cara. Me acordé de ella en esta misma habitación, en esta
silla, escuchando mi música favorita mientras hacía los deberes. Me acordé de su cara
de concentración, y del mechón de pelo suelto que casi le rozaba el cuaderno. Me
acordé de su nuca, que yo le besaba en el ascensor, entre piso y piso, y de cómo me
apartaba de un salto cada vez que las puertas se abrían de repente. Me acordé de ella
hablándome de sus peces de colores, y de su madre, y de la vida en Hong Kong. Me
acordé de ella dormida en mi hombro en el autobús nocturno. Me acordé de sus
gestos mientras la miraba a través de la mesa. Me acordé de la historia que me contó
de los antiguos Jomon, que enterraban a sus reyes en la llanura de Tokio. Me acordé
de su cara en el bar de la señora Nakamuri, cuando Koji y yo tocamos Round
midnight mejor que nunca hasta entonces. Me acordé…
—No lo sé, Koji. Igual no lo hemos hecho porque habríamos podido hacerlo. —
¿Era verdad? Habría sido fácil meterse en un motel. Mi cuerpo por supuesto que
quería. Pero… pero ¿qué?—. No te puedo decir. No es por timidez. No lo sé.
Koji hizo ese típico ruido que siempre hace en las raras ocasiones en que no
entiende algo.
—Bueno, ¿y cuándo podré volver a verla?
Tragué saliva.
—Probablemente nunca. Se vuelve a la escuela internacional de Hong Kong.
Viene a Tokio con su padre solo una vez cada dos años, por unas pocas semanas, para
visitar parientes. Hay que ser realista.
La noticia pareció deprimirlo más que a mí mismo.
—¡Pero eso es terrible! ¿Cuándo se marcha esta vez?
Me miré el reloj.
—Dentro de media hora.
—¡Satoru! ¡Detenía!
—En realidad, pienso que… Bueno, pienso que…
—¡No pienses! ¡Haz algo!
—¿Alguna sugerencia? ¿Qué quieres, que la secuestre? Tiene que continuar su
vida. Va a estudiar arqueología en la universidad en Hong Kong. Nos hemos
conocido, hemos disfrutado mutuamente de nuestra compañía, y mucho, y ahora nos
hemos separado. Son cosas que pasan. Podemos escribirnos. Y además, tampoco es
que nos hayamos enamorado perdidamente el uno del otro, ni nada por el estilo…
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—Piii, piii, piii.
—¿Y qué significa eso, si se puede saber?
—Ay, perdona, es mi alarma antichorradas, que se me ha disparado.
Sonó el teléfono. Sabía que iba a ser Tomoyo. Era Tomoyo. De fondo se oían
aviones y avisos de embarque.
—Hola —dijo.
—Hola.
—Estoy en el aeropuerto.
—Oigo aviones despegando al fondo.
—Siento no haberme despedido como Dios manda. Quería haberte dado un beso.
—Yo también, pero con todo el mundo delante y tal…
—Gracias por invitarnos a mi padre y a mí al bar de la señora Nakamori. Mi
padre también te da las gracias. Hacía siglos que no lo veía parlotear tanto como
anoche con tu Mamasan y con Taro.
—También hacía siglos que yo no los veía parlotear tanto a ellos. ¿De qué
hablaban?
—De negocios, supongo. Ya sabes que mi padre tiene una pequeña participación
en un club nocturno. A los dos nos encantó el concierto.
—¡No fue un concierto! Solo éramos Koji y yo.
—Sois unos músicos estupendos. Los dos. Mi padre no dejaba de hablar de
vosotros.
—Qué va. El bueno es Koji. Hace que hasta yo resulte pasable. Me ha llamado
hace cosa de veinte minutos. Espero que anoche no nos pasásemos de acaramelados.
Según Koji, dimos un poco el cante.
—No te preocupes por eso. ¡Hey!, además, mi padre ha insinuado, como siempre
con muchos rodeos, que podrías venir a vernos en vacaciones. Si quieres, a lo mejor
él podría conseguirte un bar donde tocar el saxo.
—¿Lo sabe? ¿Lo nuestro?
—No lo sé.
—Takeshi no me da exactamente vacaciones… Claro que tampoco yo se las he
pedido nunca.
—Ya… —Cambió de tema—. ¿Cuánto has tardado en llegar a ser tan bueno?
—Yo no soy bueno. ¡Bueno es John Coltrane! Espera un seg… —Cogí una copia
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de John Coltrane y Duke Ellington tocando juntos In a sentimental mood. Humeante,
reverente. La oímos juntos durante un rato. Habría querido decirle tantas cosas.
Sonaron unos cuantos pitidos imperiosos.
—Me estoy quedando sin monedas. Hay una cosa que… Ay, maldita sea. ¡Adiós!
—¡Adiós!
—Cuando vuelva, voy a…
Un zumbido solitario.
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Dejó de sonreír por unos instantes y miró hacia la calle.
—La última de las flores de cerezo. En el árbol, se va volviendo cada vez más
perfecta. Y cuando es perfecta, cae. Y por supuesto, una vez en el suelo, se hace
papilla. De manera que solo es absolutamente perfecta mientras va cayendo por el
aire, de aquí para allá, durante un suspiro… Creo que solo los japoneses podemos
realmente entender algo así, ¿no te parece?
Una furgoneta que difundía con estruendo el mensaje Vote a Shimizu, el único
candidato que tiene lo que hay que tener para combatir la corrupción, pasó
chirriando los neumáticos como un batmóvil borracho. Shimizu no traiciona, Shimizu
no traiciona, Shimizu no traiciona.
El señor Fujimoto trazó un arabesco en el aire.
—¿Por qué las cosas ocurren como ocurren? Desde el día del atentado con gas en
el metro, viendo las imágenes de la televisión, viendo a la policía investigar como un
escuadrón de tortugas ciegas, he estado tratando de entender… ¿Por qué ocurren las
cosas? ¿Qué es lo que hace que el mundo siga girando?
Nunca tengo claro si las preguntas del señor Fujimoto son realmente preguntas.
—¿Lo sabe usted?
Se encogió de hombros.
—No, no tengo la respuesta. A veces pienso que esa es la única pregunta, que
todos los demás interrogantes son afluentes que desembocan en ella —dijo,
pasándose la mano por el pelo, que comenzaba a ralear—. ¿Podría la respuesta ser «el
amor»?
Traté de pensar, pero no dejaba de ver imágenes. Me imaginé a mi padre —aquel
hombre que yo había imaginado que era mi padre— mirando por la ventanilla trasera
de un coche. Pensé en navajas de mariposa, y en la vez aquella, hace tres o cuatro
años, en que al salir del McDonald’s vi a un empresario estrellarse contra la acera
después de tirarse del noveno piso del mismo edificio. Se quedó tendido a tres metros
de mí. Tenía la boca abierta del asombro y de los labios le manaba una mancha
oscura que caía sobre la acera, entre los fragmentos de dientes y cristales rotos.
Pensé en las cejas de Tomoyo, en su nariz, en sus bromas, en su acento. En
Tomoyo dentro de un avión rumbo a Hong Kong.
—Prefiero ser demasiado joven para poseer esa clase de sabiduría.
La expresión del señor Fujimoto se transformó en una sonrisa que le ocultó los
ojos.
—Sabias palabras.
Terminó comprando un viejo disco de Johnny Hartman con una hermosa versión
de I let a song go out of my heart.
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mujer de Takeshi irrumpió en la tienda colocándose las gafas de sol como diadema de
su melena exuberante. La acompañaba un hombre vestido con un traje elegante que
inmediatamente intuí debía de ser abogado. Todos tienen la misma pinta. Cuando
Takeshi me ofreció este trabajo pasé una tarde entera con los dos en su apartamento
de Chiyoda, pero ahora, tras saludarme secamente con la cabeza, la mujer del jefe me
ignoró por completo. El abogado directamente ni se percato de mi existencia.
—El local es de alquiler —dijo la mujer de Takeshi— pero los discos valen una
pasta. Por lo menos eso es lo que siempre decía él —y pronunció el pronombre con
ese resentimiento inimitable de las exesposas—. De todas maneras, el grueso del
patrimonio está en las peluquerías. Esto en realidad solo es un hobby. Uno de sus
muchos hobbys.
El abogado planteó sus objeciones.
Se encaminaron hacia la salida. Según salía por la puerta, la mujer de Takeshi me
miró.
—Toma nota, Satoru. No tomes nunca una decisión importante, de las que te
cambian la vida, en función de una relación. Es como pedir una hipoteca por una casa
de bizcocho. Acuérdate.
Y se fue.
Pensé en lo que había dicho mientras ponía un disco de Chet Baker. Una trompeta
sin ninguna prisa por llegar a ningún lugar, y con todo el día para llegar allí. Y su voz,
un murmullo zen en un tenue vacío. My funny valentine, you don’t know what love is,
I get along without you very well.
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La luz murmuraba difusa. Las sombras de los tallos y las ramas se mecían con
extrema ligereza contra el muro de atrás. Me acordé de aquella vez, hace muchos
años, en que dos o tres de las chicas de Mamasan me llevaron a pasear en barca al
lago. Uno de mis primeros recuerdos.
Tu lugar evita que te vuelvas loco, pero no que te sientas solo.
¿Qué iba a hacer ahora? Me remangué la camisa y me miré el antebrazo. Ahí
estaba la serpiente que Tomoyo me había dibujado la tarde anterior con un bolígrafo
azul. Le pregunté que por qué una serpiente y se echó a reír como si fuera un chiste
que yo no hubiera pillado.
Dos pensamientos se introdujeron en mi cabeza.
El primero decía que no nos habíamos acostado porque el sexo habría cerrado la
entrada que teníamos detrás y abierto la salida que teníamos delante.
El segundo pensamiento me dijo con toda claridad lo que tenía que hacer.
Tal vez la mujer de Takeshi tuviese razón, tal vez fuese peligroso basar una
decisión importante en lo que sientes por una persona. Takeshi siempre lo dice
también. El precio de cada polvo, dice, se multiplica por cuatro a la mañana
siguiente. ¿Pero quiénes son Takeshi o su mujer para darle lecciones a nadie? Si no es
el amor, ¿qué es entonces?
Miré la hora. Las tres en punto. Tomoyo estaba a miles de kilómetros de distancia
y todo un huso horario. Podía dejar algo de dinero para pagar el coste de la llamada.
—Que puntería —contestó, como si le estuviese llamando desde la cabina de la
esquina—. Estoy deshaciendo el equipaje.
—¿Me echas de menos?
—Un poquito, quizás.
—¡Mentirosa! No pareces muy sorprendida de oírme.
Oí la sonrisa en su voz.
—Porque no lo estoy. ¿Cuándo vienes?
Y entonces hablamos del vuelo que podría coger, de dónde iríamos, de cómo
arreglaría las cosas con su padre, de lo que podría hacer para no fundirme los escasos
ahorros que tenía. Jamás he vuelto a sentirme tan cerca del Paraíso.
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Hong Kong
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Salgo a rastras de la cama y meto el pie en un plato con un gofre frío. ¡Mierda!
Hoy viene la chica, creo, ya lo limpiará ella. Al menos tendré algo de comida
preparada cuando vuelva. Será comida china, pero por lo menos no tendré que
enfrentarme a otro gofre.
Entro en el salón. Hay un mensaje en el contestador. Menos mal que me acordé de
quitarle el sonido antes de acostarme, de lo contrario habría dormido todavía menos.
Tiro al suelo toda la morralla que hay en el sofá, le doy a PLAY y me tumbo…
—¡Levántate y anda, Neal! Soy Avril. Gracias por esfumarte anoche. Te recuerdo
que a las nueve y media tienes reunión con los abogados del señor Wae, y que Theo
quiere un informe completo por adelantado, así que más te vale llegar aquí a las
nueve menos cuarto en punto. Ve dándole caña a la cafetera. Hasta ahora.
Avril. Un nombre bonito, una putilla idiota.
No te pongas tan cómodo, Neal. Un, dos, tres, ¡arriba! ¡He dicho que arriba! Ve a
la cocina, tira el filtro usado al cubo rebosante, mierda, se ha desparramado todo,
vaya por Dios, lo siento, mi querida asistenta, filtro nuevo, café nuevo, más de la
dosis recomendada, muchas gracias, dale al ON. Vamos, guapa, segrega tus más
espesos jugos para el tío Neal, así se hace. Se me ha olvidado. Abre la nevera. Medio
limón, tres botellas de ginebra, un cartón de leche caducado hace más de un mes,
judías secas, y… gofres. Aún existe un Dios: todavía me quedan gofres. Mete uno en
la tostadora. Rápido, Neal, al dormitorio. Tiene que haber una camisa blanca colgada
dentro del armario, donde ella te las cuelga todos los domingos, como las pieles de un
gwai lo[3] peludo y trasquilado. Como haya vuelto a arrancarlas de las perchas me
voy a pillar un mosqueo de la hostia… Hace lo que sea con tal de llamar la atención.
No, todo en orden. Están todas colgadas como Dios manda. Calzoncillos,
pantalones, colgados de la silla donde los dejaste anoche. Esa silla cutre de aluminio.
Echo de menos la otra, la Reina Ana[4], la única cosa en todo el apartamento que era
más vieja que yo. Otro trocito perdido de Katy. Pilla un chaleco, una camisa, la
americana, te falta algo: el cinturón. ¿Dónde está el cinturón?
—Vale. No me hace ni puta gracia. ¿Dónde está el cinturón?
Desde el salón llega el zumbido del aire acondicionado.
—Voy a ir al salón ahora mismo y, como no encuentre el cinturón en el brazo del
sofá, me voy a cagar en todo.
Entro en el salón. Encuentro el cinturón en el brazo del sofá.
—Joder, menos mal.
De repente me acuerdo de que me he vestido sin darme una ducha. Huelo que
apesto y esta mañana tengo una reunión con el fulano ese de Taiwan Consortium.
—Mira que eres gilipollas, Neal —digo, y nadie discrepa.
Es lo bueno de llamarte gilipollas a ti mismo, que nadie discrepa. La ducha va a
costarme lo que me quedaba de margen de seguridad. Como no haga mi recorrido
rutinario —«rutinario», sí— de todas las mañanas con la precisión de un reloj suizo,
perderé ese ferry crucial y tendré que inventarme unas cuantas excusas fabulosas.
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Apago el aire acondicionado.
—Que todavía estamos en mayo, coño. ¿Es que quieres matarme de frío? ¿Ya
quién ibas a desquiciar entonces con tu ruidito, eh?
En el baño me encuentro con que ella ha vuelto a hacer de las suyas con el bote
de jabón. Katy siempre compraba esos botes de jabón líquido de apretar, y la asistenta
hace lo propio, lo cual estaba muy bien hasta que ella descubrió lo divertido que era
aporrear sin piedad el aplicador. Hay jabón por todas partes, en las paredes, en el
inodoro, en el suelo de la ducha, y lo más probable es que también —efectivamente
— donde acabo de dejar apoyada la camisa. Rastros pringosos por doquier como el
semen de una paja.
—No le veo la puta gracia. ¿Vas a limpiar tú toda esta guarrería?
Lo curioso es que los artículos de tocador que se dejó Katy no los toca jamás.
Siempre son solo mis cosas. ¿Por qué no agarro y tiro todos esos chismes de mujer?
Todavía tengo una caja de tampax en el armario del cuarto de baño. Dos cajas. Flujo
intenso, flujo moderado. La asistenta no los toca nunca: no me lo explico. Igual es un
rasgo chino, como lo de no ponerles pañales a los bebés, que solo llevan un faldón
con una abertura en el culo a través de la cual cagan donde y cuando quieren. Eso sí,
luego no tiene reparos en meterle mano a los polvos de talco, las cremas hidratantes y
las perlas de baño. ¿Por qué iba a tener reparos, si no los tiene para ninguna otra
cosa?
El agua de la ducha me cae en aluvión sobre la cabeza. Empapa, pon champú,
frota, aclara, pon suavizante, recoge con el dedo un chafarrinón del jabón propulsado,
enjabona, aclara. Me concedo dos minutos largos. Dúchese ahora, ya lo pagará
después.
Mientras me seco con la toalla meto barriga, pero últimamente la diferencia es
mínima. ¿Cuándo empezó a crecerte eso, Neal? Se supone que el estrés adelgaza. Sí,
sin duda, pero un crédito dietético al noventa por ciento de gofres, caramelos,
cigarrillos y whisky seguramente supere el débito del estrés. Parece que estás
preñado. «¡Ay!», me ha dado un pinchazo. Si Katy se hubiese quedado embarazada…
¿habría cambiado la cosa? ¿Te habrías escaqueado mientras hubieses podido, o
habrías tenido más cosas por las que preocuparte? ¿Es posible preocuparse aún más
que yo sin… sin morirse? No lo sé.
¡Algo se está quemando! ¡Mierda, la plancha!
No, no había encendido la plancha. Ese olor es de gofre quemado. Cojonudo. Me
he quedado sin el puto desayuno. Tómatelo con calma, Neal, ese gofre ya no tiene
arreglo. Ese gofre ha ido demasiado lejos. ¿Cuándo deja un gofre de ser un gofre?
Pues cuando es un puto trozo de carbón, esa es la respuesta. Me parece que voy a
tener que conformarme con atiborrar el café de azúcar. Un desayuno líquido. Al
salón. Hay un hilito de color negro entrando por debajo de la puerta, y creo que es
sangre. ¿Sangre de quién? ¿De ella? En este apartamento ya no me sorprendería nada.
Entonces reparo en que es de color marrón oscuro. Cojonudo. He puesto dos filtros
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en lugar de uno, y ya se sabe lo que pasa en esos casos, ¿verdad, Neal?
A la cocina. Apaga la cafetera, apaga la tostadora, apágate el cerebro. ¿Te apetece
un delicioso vaso de agua para desayunar, Neal? Por qué no, gracias, Neal. Ni un solo
vaso limpio. Pues nada, hombre, un cuenco de agua. Estupendo. «Bon appetit, Neal».
Contemplo mi imperio culinario. Parece como si hubiera tenido a Keith Moon
alojado un mes en casa. Qué va, Keith Moon lo habría dejado todo más limpio. Lo
siento, mi querida asistenta. Intentaré compensártelo más tarde.
—Ya te encargarás tú de recordármelo, ¿verdad?
Ponte la corbata y sal pitando a la oficina, Neal. No debes hacer esperar a tus
ejecutivos de ojos rasgados más tiempo del que probablemente les vas a hacer
esperar. Vaya mañanita, ni siquiera me he asomado a la ventana para ver qué tal de
tiempo hacía. Lo miro en mi agenda electrónica: seco y nublado. Luego nada de
paraguas. Ese noclima tan asiático. Se me ha olvidado. La vista ya me la conozco:
colinas peladas deslucidas por la bruma y mar aletargado.
Apago el aire acondicionado. De nuevo. Le dejo la radio del despertador
encendida, como hacía mi madre con el perro. Desde el dormitorio oigo las noticias
económicas en cantonés. No sé si le gusta. Unas veces la apaga, otras la deja
encendida, y otras cambia de emisora.
—Pórtate bien —digo, embutiéndome los zapatos con los cordones anudados y
cogiendo el maletín y el manojo de llaves.
Katy siempre respondía: «A sus órdenes, mi cazadorrecolector».
Pero ella no responde nunca.
Me voy, me voy, ya me he ido.
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—¡Pero es que está justo delante de vuestra puerta!
—¿Y qué pasa? —dijo Katy, que ya había dejado de sonreír.
—¡Pues que las puertas del ascensor son fauces! Engullen la buena suerte. En este
lugar jamás la tendréis.
Alcé la vista y me vi a mí mismo mirando hacia abajo a través del cristal
ahumado, rodeado de cabezas inmóviles, como si estuviese en pleno viaje astral.
—También estáis en Lantau Island —apostilló como si fuese una reflexión tardía.
El timbre hizo din.
—¿Y qué tiene de malo Lantau Island? Es el único lugar en todo Hong Kong
donde se puede fingir que en su día el mundo fue bonito.
—No nos gustan las corrientes. Demasiado al norte, demasiado al este.
El timbre hizo din, din, din. Primer piso. O planta baja. O como se diga. El
autobús estaba esperando. Cruzamos la calle corriendo todos juntos y nos subimos a
bordo, con la música de James Bond atronándome la cabeza. Pensé en una pandilla
de niños pequeños subiéndose a un transporte de tropas de mentira en un juego de
guerra.
Me toca ir de pie, pero no me importa. Me recuerda cuando viajaba estrujado en
la vieja y querida Circle Line, en la vieja y querida Albion. Debe de estar empezando
la temporada de criquet. Por eso me gusta este autobús. Desde el momento en que
subo a bordo hasta el momento en que entro en la oficina, nada es responsabilidad
mía. No tengo que decidir nada. Soy libre de convertirme en zombi.
Hasta que, eso sí, el móvil de algún cabrón me taladra el tímpano. ¡Es que me
revienta! Cógelo. ¡Cógelo! ¡Coge el puto teléfono, sordo de mierda! ¿Por qué me
miráis todos así?
Vale, es el mío. Cuando estos chismes aparecieron por primera vez, parecían
estupendos. Cuando la gente se dio cuenta de que eran tan estupendos como las
etiquetas electrónicas que les colocan a los presos en libertad bajo fianza, ya era
demasiado tarde.
Lo cojo y permito que millones de electrones irrelevantes concluyan su viaje por
cables, a través del espacio, con destino a mi oído.
—¿Sí? Brose al habla.
Vale, ahora, hasta el último mono del autobús sabe que me llamo Brose.
—Neal, soy Avril.
—Avril.
¿Quién si no? Seguro que se había quedado a dormir en la oficina. Todavía estaba
enfrascada en el tema de Taiwan cuando me marché anoche/hoy por la
mañana/cuando demonios fuese. Jardine-Pearl tenía todo un equipo de abogados
trabajando en el caso. Cavendish nos tenía a mí, a Avril y a Ming, que ni siquiera fue
capaz de conseguir un contrato de alquiler decente para nuestro —perdón, para mi—
apartamento sin cagarla y dejar que me jodieran vivo con la fianza. Los chinos ya de
por sí son malos, los agentes inmobiliarios son todavía peores, pero los agentes
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inmobiliarios chinos son la mismísima guardia secreta de Satanás. Deberían ser
abogados, pero seguro que ganan más pasta con esto. ¡Que le den por culo a la cuenta
de Taiwan! Como si no tuviese bastantes preocupaciones, ahora encima tengo que
ocuparme de este galimatías de detalles, letra pequeña y trampas… Será estupendo
que Avril esté trabajando en el caso y todo lo que tú quieras, pero, joder, a veces me
toca las pelotas. La mandaron de Londres en enero y era toda devoción y entusiasmo
por el trabajo. Como yo hace tres años.
—¿Has dormido bien?
—No.
Avril seguramente quería que me disculpase por haberme marchado pronto
anoche. Hoy por la mañana. A la una de la madrugada. Sí, vamos, prontísimo. Ni de
coña iba yo a disculparme.
—Te llamo por lo del dossier de Mickey Kwan.
—¿Qué le pasa?
—Que no lo encuentro.
—¿Dónde está? Anoche lo tenías tú. Antes de que te fueras a casa.
Vete a la mierda, Avril.
—Yo lo tenía ayer por la tarde. Seis horas antes de irme a casa.
—Pues ahora no está en tu mesa. Ni en el despacho de Guilan. Así que debe de
estar en tu despacho, por alguna parte, porque yo no lo he tocado desde ayer a
mediodía. ¿No será que lo has… que alguien lo ha archivado donde no era? ¿No lo
habrán vuelto a dejar debajo de algo? ¿O en algún cajón por ahí?
—Estoy en un autobús en Lantau Island, Avril. No consigo ver muy bien mi
despacho desde aquí.
Me pareció oír una risita detrás del muro de trajes, corbatas y rostros que fingían
no escuchar. La risita de un colgaaaaaaaaaado. Tal vez solo fuese un estornudo.
Avril era la viva encarnación de la falta de sentido del humor. Debería llamarla
Spock.
—A veces no te entiendo. Sí, ya sé que desde ahí no puedes ver tu despacho,
Neal. Lo sé muy bien. Pero por si acaso te has olvidado, una vez más, Horace Cheung
y Theo quieren un informe sobre los avances en el caso Wae dentro de cincuenta y
tres minutos, de cincuenta y dos, mejor dicho. No estás aquí porque todavía estás en
un autobús en Lantau Island. Y no vas a llegar hasta dentro de treinta y ocho minutos,
que serán cuarenta si no has desayunado y te paras a comprar unas rosquillas. El
señor Cheung siempre llega diez minutos antes, lo cual significa que tengo que haber
terminado el susodicho informe para cuando tú entres tan campante en la oficina. Y
como para eso necesito el dossier de Mickey Kwan, pues lo necesito ya.
Suspiré y traté de pensar en alguna respuesta hiriente, pero estaba sin fuerzas.
Debía de haber pillado esa gripe que estaba haciendo estragos.
—Tienes toda la razón, Avril. Pero te lo digo sincera, honrada, verdadera,
desesperada y profundamente: no sé dónde ha podido ir a parar el dossier.
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El autobús iba dando bandazos. Entreví pistas de tenis, la escuela internacional, la
curva de una bahía y un junco de pescadores en el tibio y blanquecino mar asiático.
—Tienes una copia en el disco duro, ¿verdad?
Me despabilé de repente.
—Sí, pero…
—Me lo voy a bajar de tu disco duro para sacar una copia en mi impresora. Son
unas veinte páginas nada más, ¿no? Dame tu contraseña.
—Me temo que no voy a poder, Avril.
Una pausa mientras Avril pensaba.
—Me temo que sí vas a poder, Neal.
Me acordé de haber visto desollar a un conejo una vez, no recordaba dónde ni
cuándo. El cuchillo parecía estar abriéndolo en canal como si fuese una cremallera.
Visto y no visto, pasó de conejito adormilado a convertirse en un largo tajo sangriento
que iba desde los dientes de roedor hasta el pene conejil.
—Pero es que…
—Te prometo que si te has bajado de Internet unas fotos porno de dominantas
suecas, te guardaré el secreto.
Por muy bajo que hablase, diez personas iban a oírme.
—No puedo darte mi contraseña como si tal cosa. Constituiría una violación del
protocolo de seguridad.
—Neal, probablemente no te hayas dado cuenta, de hecho sé que no te has dado
cuenta, de lo contrario no te habrías ido a casa anoche, pero estamos a punto de
perder el contrato. La cuenta de Dae son ochenta y dos millones de dólares. Dutch
Barings y Citibank les están tirando los tejos a mansalva, y son mucho más guapos
que nosotros. Como no podamos usar las ganancias de lo de Mickey Kwan para
compensar las cagadas de Bangkok y Tokio, apaga y vámonos. D. C. se va a enterar
exactamente del por qué… y no pienso ser yo la que pague el pato. A ti igual te hace
feliz pasarte el resto de tu existencia como gerente de un McDonald’s en
Birmingham, pero yo espero algo más de la vida. ¡Así que dime la contraseña!
Cuando llegues a la oficina, si quieres, la cambias. Tu «violación del protocolo de
seguridad» solo va a durar cuarenta y nueve minutos. ¡Venga! Si no te fías de mí, ¿de
quién te vas a fiar?
Absolutamente de nadie, no te jode, de ese es de quien me fío. Me subí la
chaqueta hasta cubrirme la cabeza y sostuve el móvil con el sobaco. Cuasimodo
Brose.
—K-A-T-Y-F-O-R-B-E-S. —No le digas que no te fisgonee, porque entonces te
fisgonea—. Ahí la tienes. ¿Ya estás contenta?
Dicho sea en su honor, no se cachondeó de mí. Habría preferido que lo hiciese.
¿Habré llegado a ese punto en el que la gente se compadece de mí?
—Ya está. Te veo en el despacho de Theo. No dejaré que nadie toque tu
ordenador.
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El autobús llegó al puerto de Discovery Bay. El ferry ya estaba esperando, como
siempre. No hay por qué apurarse, está sonando la primera campana. La segunda
sonará dentro de un minuto. La tercera dentro de dos minutos. El barco no saldrá
hasta dentro de tres minutos, y del autobús al barco se tardan menos de sesenta
segundos, siempre que lleves a mano el abono, el cual todos llevamos. Un margen de
seguridad suficiente como para embarcar un Toyota Landcruiser. Las puertas del
autobús se abrieron con un ruido sibilante y la tropa se apeo en fila india, haciendo
que el autobús se zarandease con cada salto.
¿Estaba ella aquí, entre nosotros? ¿Cogida de mi mano? ¿Por qué siempre había
dado por hecho que se quedaba todo el día en casa? Es más lógico que se dedique a
dar vueltas por ahí. Le gusta llamar la atención.
Déjalo, Neal. Aquel es tu apartamento. Tu vida «doméstica». Vuelves a casa
porque no tienes otro sitio donde vivir. No la traigas a la isla de Hong Kong.
Probablemente no pueda atravesar el agua. ¿No dicen los chinos algo parecido? Que
no pueden saltar —por eso siempre hay peldaños en la entrada a los lugares sagrados
— y que no pueden cruzar por el agua. ¿No?
Veinte pasos hasta el control de tickets. Bueno, parece que la crisis matinal está
dejando de apuntarme con la pistola. El material realmente comprometedor está
guardado a cal y canto en lo más hondo de las entrañas de mi disco duro y Avril
simplemente no tiene tiempo de ponerse a husmear al azar. Tampoco tiene motivos. Y
además es imbécil. A medida que las idas y venidas de la Cuenta 1390931 se han ido
haciendo cada vez más complejas, mis medidas de seguridad se han hecho cada vez
más intrincadas, y mis mentiras más increíbles a medida que se sucedían las
ocasiones en que me salvaba de milagro. Lo que pasa es que los chupaculos de
Denholme Cavendish no quieren enterarse de la verdad, una verdad que hasta ellos,
que sufren la limitación de haber recibido una educación elitista, ya deben de estar
oliéndose a estas alturas. No te preocupes, Neal. Avril estará imprimiéndose su
queridísimo dossier de Mickey Kwan. Guilan estará haciendo un café tan espeso que
serviría para tapar grietas en el asfalto. A Theo me lo camelo con cualquier mandanga
sobre auditores con exceso de celo, y además, como les pasa a casi todos los
superiores, el orgullo le impedirá hacerme las preguntas más obvias. Theo se camela
al Comité de Cumplimiento de Cavendish con cualquier mandanga sobre capitales
bloqueados en bancos japoneses de doble cobertura. Ellos se camelan a Jim Hersch
con cualquier mandanga de que la empresa ha recibido órdenes taxativas de que
precisa poner las cuentas en orden durante el próximo trimestre, y este a su vez se
camelará al jefe de Llewellyn jurando y perjurando que tiene total y plena confianza
en que Cavendish Holdings está absolutamente limpia, en contra de lo que afirman
esos rumores propagados —y aquí voy a tener que ser sincero contigo, viejo amigo—
por los chinos, y no hace falta un doctorado en criminología para saber quién mueve
hoy en día los hilos de la policía popular de Hong Kong, ¿verdad, camarada? ¿Eh? Y
entonces, ale hop, todos cobramos nuestras bonificaciones de cinco ceros, cuatro de
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los cuales ya nos hemos gastado por adelantado, y el resto se esfumará en coches,
propiedades y divertimentos varios durante los próximos dieciocho meses. Has vuelto
a conseguirlo, Neal. Salvado por la campana. ¿Siete vidas? Setecientas setenta y siete
putas vidas, mejor dicho.
Todo en orden, Neal, esa es la segunda campana. Todavía te quedan sesenta
segundos.
—¿Neal? ¿Por qué no te subes al barco?
Esa sensación de cuando sabes que vas a vomitar y te preguntas qué es lo que has
comido.
No tengo lo suficiente en el estómago como para poder vomitar.
¿Qué está pasando? ¿Es ella, que me está reteniendo? ¿Tirándome del brazo?
No. No tiene nada que ver con ella. Yo sé cuándo ella está aquí, y ahora no lo
está. Y tampoco puede obligarme a hacer nada. Yo elijo. Yo soy el amo. Esa es una de
las reglas.
Había algo muchísimo más importante que ella.
Ayer por la noche, Avril y yo estábamos preparando un informe para el señor
Wae, el magnate de las navieras. El ordenador me estaba jodiendo los ojos. No había
probado bocado desde un sándwich mixto a media mañana, había atravesado por
diversas crisis de hambre y embotamiento, y el estómago me daba retortijones.
Alrededor de medianoche empezó a darme vueltas la cabeza. Bajé a la cafetería que
hay justo enfrente de la Torre Cavendish y pedí la mierdamburguesa triple más
grande que tuvieran, en realidad dos de ellas, y le eché diez terrones de azúcar al café.
Me lo bebí ayudándome de la lengua, y la sangre me empezó a cantar las mañanitas
del Rey David a medida que el azúcar entraba a raudales en mi organismo. Eso no es
normal, Neal. A la mierda la normalidad.
Observé cómo los coches, la gente y sus historias circulaban lentamente por la
calle. A lo lejos, una gigantesca bomba de bicicleta se accionaba a sí misma arriba y
abajo. Vi cómo los letreros de neón recitaban sus mensajes una y otra vez. Estaba
sonando una canción, un viejo éxito de Lionel Ritchie, el de la chica ciega. Un
dramón de tomo y lomo. Yo perdí mi virginidad al son de esa misma canción, debajo
de una montaña de abrigos en la fiesta de un colega en Telford. Vete tú a saber qué
coño hacía yo en Telford. Vete tú a saber qué coño hace nadie en Telford.
Entró un chaval con la novia. Él pidió una hamburguesa y una coca. Ella, un
batido de vainilla. El chaval cogió la bandeja, buscó una mesa libre —que no había—
y me pilló mirándolo. Se me acercó y en un inglés muy nervioso me preguntó si
podían sentarse en mi mesa. No era el inglés de un chino. Por lo general los chinos
preferirían morirse antes que sentarse con uno de nosotros. Eso, o simplemente llegan
y se acoplan ignorándote por completo. Le dije que sí con la cabeza, mientras sacudía
con un toquecito la ceniza de mi cigarrillo. Me dio las gracias muy serio, en inglés.
—Sankyou very mochi —dijo.
La chica era china, se notaba, pero hablaban en japonés. Él llevaba una funda de
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saxofón y una mochila pequeña con las etiquetas del avión todavía pegadas. No
tenían más de veinte años. Al chaval le hacía falta una buena siesta. No se abrazaban
en plan empalagoso ni se daban achuchones como muchos adolescentes chinos de
hoy en día. Simplemente tenían las manos cogidas encima de la mesa. Yo, por
supuesto, no entendía ni jota, pero supuse que hablaban de posibilidades futuras.
Estaban encantados de la vida. Entre los dos el aire rezumaba sexo, por lo que deduje
que todavía no lo habían hecho. No había ni rastro de esa atmósfera desidiosa de
dominio que se instaura tras las primeras veces.
Si Mefistófeles se las hubiese ingeniado para salir del grasiento bote de ketchup
en ese preciso instante y me hubiese dicho: «Neal, si te convirtiese en este chico, ¿le
entregarías tu alma al Señor del Infierno para toda la eternidad?», le habría
respondido: «Echando hostias». Por muy japo que fuera el chaval.
Me miré el Rolex: las doce y cuarto de la noche. ¿Qué vida era esa?
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El vuelo a media altura de Andy Nosecuántos termina con unas manos agarradas a
los barrotes y el aullido ahogado de un recluso enloquecido.
—¡Por favor!
El guardián chino señala el tablón HORARIO DE SALIDAS con un levísimo
movimiento de cabeza.
—¡Déjeme pasar!
El guardián sacude la cabeza y regresa a su cabina.
Andy Nosecuántos suelta un gañido, se busca a tientas el móvil y consigue que se
le caiga al suelo. Se aleja hablando con un tal Larry, inventándose excusas y soltando
una risa falsa.
El ferry sale del embarcadero y con un ronroneo se pierde en lontananza.
A veces no te entiendo.
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porque en su momento ninguno de los dos habíamos tenido voluntad, y tampoco la
teníamos ahora. Digo yo que sería por eso. Si la naturaleza no se tomaba la molestia
de enlazarnos en fecunda unión, ni de coña nos íbamos a molestar nosotros. No
mencionamos la palabra «divorcio» porque resultaba algo tan evidente y cercano
como esa montaña de ahí enfrente. Tampoco mencionamos la palabra «amor»: era
demasiado doloroso. Yo estaba esperando a que ella la dijese primero. Tal vez ella
estuviese esperando lo mismo de mí. O tal vez es que habíamos dejado aquellos días
y aquellas noches para los capullos de ojos soñadores nacidos siete u ocho años
después de nosotros. Los chicos del bar de anoche. El amor estaba hecho para ellos,
no para viejos pedorros de más de treinta años como nosotros. Olvídate.
Recuerdo que ya había sonado la campana del barco. En este sitio, justo aquí, en
esta misma losa de piedra rosada que estoy pisando ahora mismo. Lo sé muy bien
porque todos los días la rodeo para no pisarla. Fue aquí donde pensé que debería
darle un abrazo y tal vez un beso de despedida.
—Más vale que te subas al barco —dijo.
Está bien, si ella prefería hacerlo así.
—Adiós —dije—. Ha sido bonito haber estado casado contigo.
Me arrepentí inmediatamente de haber pronunciado esas palabras, y todavía me
arrepiento. Sonaron como una frase de despedida. Se dio media vuelta y se marchó, y
a veces me pregunto: si hubiese corrido tras ella, ¿nos habríamos visto catapultados a
un universo completamente diferente, o simplemente me habría partido la cara?
Nunca lo supe. Obedecí la llamada de la campana. Avergonzado como estaba, no
miré a ver si seguía en el muelle, así que no sé si me dijo adiós con la mano.
Conociéndola, lo dudo. En cualquier caso, tardé unos cuarenta y cinco segundos en
olvidarla. En la página cinco del South China Business News, diez renglones raptaron
mi atención. El Capital Transfer Inspectorate, un nuevo órgano investigador chino-
americano-británico especializado en transferencias de capitales, acababa de hacer
una batida en las oficinas de una compañía comercial llamada Silk Road Group. No
era muy conocida para el gran público, pero para mi si. El viernes anterior había
recibido la orden de transferir personalmente 115 millones de dólares desde la Cuenta
1390931 al Grupo Silk Road.
Mierda.
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realmente pasa toda su vida en Lantau Island.
Mi padre solía llevarme de pesca los fines de semana a un pantano de lo más
lúgubre, perdido en mitad de Snowdonia[5]. Era electricista. Un trabajo honrado, un
trabajo de verdad. Vas a las casas de la gente y les instalas los conmutadores, les
bajas la acometida, les arreglas las chapuzas de los electricistas piratas y de los
manazas del bricolaje para evitar que se les incendie toda la casa. Mi padre no paraba
de soltar los aforismos típicos del oficio. «Dale un pez a un hombre, Neal, y le quitas
el hambre un día. Enséñale a pescar y le quitas el hambre para toda la vida».
Estábamos pescando en el pantano cuando le anuncié que iba a estudiar empresariales
en la Politécnica. Simplemente asintió, me dijo: «Con eso igual consigues un buen
trabajo en un banco», y echó la caña. ¿Fue ese el comienzo del camino en el que aún
me encuentro? La última vez que fuimos a pescar fue cuando le dije que me había
contratado la filial de Cavendish en Hong Kong con un sueldo tres veces mayor que
el del director de mi antiguo colegio.
—Eso es estupendo, Neal —dijo—. Tu madre estará orgullosa de ti.
Yo había esperado una reacción mayor por su parte, pero por aquel entonces mi
padre ya estaba jubilado.
A decir verdad, la pesca me aburría. Prefería quedarme viendo el fútbol por la
tele, pero mi madre me insistía en que lo acompañase, y yo la obedecía. Ahora me
alegro de haberlo hecho. Incluso hoy en día, la palabra «Gales» me trae a la memoria
el sabor de los sándwiches de atún con huevo, del té con leche poco cargado, y la
imagen de mi padre contemplando un lago tenebroso rodeado de frías montañas.
Su aparición fue como el runrún de una nevera. Un sonido al que resulta fácil
acostumbrarse antes incluso de oírlo. Yo no sabía cuánto tiempo llevaban abiertos los
armarios, ni el aire acondicionado encendido, ni las cortinas descorridas de un tirón
antes de percatarme de su presencia. El hecho de vivir con Katy postergó el
descubrimiento. Katy pensaba que era yo el que hacía lo que hacía ella, y yo pensaba
que era Katy la que hacía lo que hacía ella. No llegó de esa forma tan dramática que
sale en las películas. No hubo objetos volando por la habitación, ni aparatos
embrujados, ni mensajes ridículos escritos en mi ordenador o compuestos con las
letras magnéticas de la nevera. Nada que ver con El exorcista ni con Poltergeist. Su
llegada fue más bien como una enfermedad que, pese a estar ya en fase terminal,
avanza de manera tan imperceptible que resulta imposible de diagnosticar hasta que
ya es demasiado tarde. Pequeñas cosas: objetos escondidos, la miel colocada en lo
alto del armario, libros que aparecen en el lavaplatos. Cosas por el estilo. Llaves.
Tenía fijación por las llaves. No, nunca fue una huésped descarada. Katy y yo
bromeábamos sobre ella antes incluso de creer en su existencia: Vaya por Dios, ya
está otra vez el fantasma.
Al final, sin embargo, creo que llegó a afectarnos a los tres más profundamente
que cualquier cantidad de vasos hechos añicos.
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Recuerdo muy bien el día en que el runrún se convirtió en ruido. Era un domingo
por la tarde, el otoño pasado. Por una vez yo estaba en casa. Katy había ido a hacer la
compra al supermercado. Yo estaba vegetando en el sofá con un ojo en el periódico y
otro en La jungla de cristal 3 doblada al cantonés. Me di cuenta de que había una niña
jugando delante de mí, tumbada boca abajo sobre la alfombra y haciendo que nadaba.
Sabía que estaba ahí, y sabía también que aquella niña no existía.
La conclusión era obvia.
El miedo me echó el aliento en la nuca.
Medio edificio saltó por los aires.
—Será mejor llamar a más agentes del FBI —dijo el asistente idiota que no
confiaba en Bruce Willis.
La Razón hizo acto de presencia, esgrimiendo una orden de arresto. Me ordenó
que me comportase como si no estuviese sucediendo nada malo. ¿Qué iba a hacer yo?
¿Salir gritando del apartamento a… dónde? Tarde o temprano habría tenido que
volver. También tenía que pensar en Katy. ¿Qué iba a decirle, que teníamos un
fantasma vigilándonos de la mañana a la noche? Si bajaba este puente levadizo, ¿qué
más podría suceder? Me obligué a fingir que iba a terminar de leer el artículo,
aunque, para el caso, podría haber estado escrito en mongol.
Había conseguido ponerle las esposas al miedo, pero no pude evitar que siguiese
gritando a pleno pulmón, ¡Hay un maldito fantasma en el apartamento! ¡Un maldito
fantasma!, ¿me oyes?
Ahí seguía, nadando. Ahora de espaldas.
Tuve que bajar el periódico. El hecho de que ella estuviese, o no estuviese, allí
¿significaba que me había vuelto loco?
¿Qué sabía yo de ella?
Solo que no me estaba amenazando.
Doblé el periódico y miré en la dirección en que había creído verla.
Nadie, ni nada. ¿Lo ves?, dijo la Razón con petulancia.
Neal, se dijo Neal a sí mismo, se te está yendo la olla.
Me dirigí con resolución hacia la cocina.
La oí reírse a mis espaldas.
Que te jodan, le dijo el Miedo a la Razón.
Oí un ruido en la cerradura y el tintineo de las llaves de Katy en el descansillo. Se
le cayeron. Fui hasta la puerta y se la abrí. Estaba agachada, de manera que no me vio
la cara, de lo cual me alegré.
—¡Uf! —exclamó Katy, sonriendo mientras se levantaba.
—Bienvenida a casa —dije—. Caramba, ¿es champán?
—Champan langosta y cordero, mi cazador-recolector. Te habías quedado
dormido, ¿verdad? Estás todo grogui.
—Eh… sí. No me digas que me he vuelto a olvidar de tu cumpleaños.
—No.
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—¿Entonces, qué pasa?
—Quiero cebarte para que fabriques un montón de espermatozoides y te pongas
retozón. He decidido que quiero tener un hijo. ¿Qué te parece?
Típico de Katy.
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mayoría de los que trabajan en Cavendish contrataban filipinas porque no tenían
permiso de residencia y en consecuencia estaban obligadas a ser más dóciles.
También sabían que cuanto más complacientes fueran, más probabilidades habría de
que cuando su amo se marchase de Hong Kong se las pasase a otro colega.
Tal vez Katy había oído esas historias en el club de mujeres. Tal vez eso explica
por qué prefirió una asistenta china. Me quedé sorprendido cuando me dijo que
quería una. Katy provenía de una familia de clase media-alta de Cambridge, pero con
un nivel de ingresos decididamente de clase media-baja; una de esas familias
obligadas a tirar de apellido y a apretarse el cinturón para poder mandar a los niños a
un buen colegio. Que nos habíamos conocido en un bufete de Londres, coño, no en la
Cámara de los Lores.
Pero ahora estábamos aquí, en las colonias. Bueno, en las excolonias. Me
decepcionó que se hubiese dejado influir por el club de esposas. Aunque, como Katy
señalaba, no era yo el que tenía que ir detrás de mí limpiando la porquería que yo iba
dejando. No tuve nada que objetar cuando me dijo que después de quedarse
embarazada iba a tener que tomarse las cosas con más calma. Yo tenía la sospecha de
que de repente le había dado por ese rollo de tender puentes entre culturas y había
decidido penetrar en la psique china por hobby.
Si mi sospecha era fundada, hay que reconocer que a Katy le salió el tiro por la
culata. Lo único que consiguió con su nuevo hobby fueron disgustos, disgustos que
luego ella me transmitía a mí en cuanto entraba por la puerta. Katy le hacía regalos,
pero la asistenta los aceptaba sin decir ni media. Katy decía que era arisca e
inescrutable, y que no hacía más que soltar indirectas muy directas sobre las penurias
de su familia en la China continental: que si estaban famélicos, que si les hacía falta
más dinero… Katy sospechaba que por las noches trabajaba en un bar de alterne para
ganar más dinero. No estaba segura, pero le parecía que le habían desaparecido unos
pendientes de oro. Ahora que lo pienso, me preguntó si aquello no sería obra de
nuestra pequeña huésped.
—Si no estás contenta con ella, despídela.
—¿Y qué va a ser de su pobre familia?
—¡No es problema tuyo! No eres la madre Teresa de Calcuta.
—Habló el típico abogado.
—Eres tú la que se pasa el día quejándose de ella.
—Quiero que hables con ella, Neal.
—¿Por qué yo?
—Yo ya lo he intentado, pero en esta cultura las mujeres solo respetan a los
hombres. Simplemente ponte firme. Voy a darle este sábado libre y pedirle que venga
el domingo. No vayas a faltar.
—Pero los pendientes no son míos.
No debí haber dicho eso.
Cuando conseguí calmarla, le pregunté qué es lo que tenía que decir.
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—Dile que quizá no nos explicamos bien cuando la contratamos, pero que
exigimos un cierto nivel de profesionalidad.
—A ver si es que simplemente es una vaga de mierda. ¿Qué te hace pensar que
mis palabras van a surtir efecto?
—Es la mentalidad china: si les enseñas quién es el que manda, te hacen caso. A
mí me mira como si yo fuese una mierda. La mujer de Theo me ha dicho que a ella le
pasaba igual. Da igual incluso que no te entienda del todo. Se enterará por tu tono de
voz.
Y el domingo siguiente conocí a la asistenta. Así pues, fue Katy la que hizo que
nos encontrásemos.
Yo me había imaginado a una señora de la limpieza. Más que asistenta, era una
doncella. Le eché unos veintiocho o veintinueve años. Llevaba un uniforme blanco y
negro, y unas medias negras. Aquel tejido debía de hacerla sudar. Me escuchó con
aire indiferente mientras yo le solté el típico discursito, evitando en la medida de lo
posible mirarme a los ojos. Tenía un melena de lo más sensual y la piel oscura. A los
treinta segundos de estar juntos en la misma habitación, me di cuenta de que
acabaríamos follando, y de que ella también se había dado cuenta.
Y desde entonces, incluso las noches en que Katy y yo hacíamos el amor tres
veces para que se quedase embarazada, cerraba los ojos y me imaginaba a la asistenta
debajo de mí.
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¡Qué coño he hecho! ¡Dios mío, por favor, despiértame! ¡Por favor!
La vaca mugió compungida. Mierda. Mierda. Doble mierda elevada al cuadrado.
Soy un abogado que se mueve en un mundo en el que «trece» significa «trece
millones de dólares», ¡y aquí estoy, faltando al trabajo como un colegial que se fuma
la clase de matemáticas! ¡Los taiwaneses! ¡Piensa, Neal! Necesitas una excusa
bastante grave, bastante verosímil, y al mismo tiempo demasiado inverosímil para ser
mentira. ¿Un secuestro? No. ¿Un infarto? Avril sabe que estoy tomando pastillas.
¿Un ataque epiléptico? ¡Piensa! Unos vómitos graves, violentos, que me han dejado
incapacitado… ¿Ah, sí?, y entonces, ¿por qué no estoy en el barco? Además, tendría
que pagar a un doctor, hacerme con una factura, y un testigo fiable…
¡Contéstame! ¡Que me contestes!
Apreté CONTESTAR, y dije, esto…
Neal, ¿no va siendo hora de que aprendas a reconocer una situación de crisis?
Estoo… Nada. Escuché el corazón de Neal. Sonaba como una granada de
percusión lanzada en un valle vecino.
—¿Neal? ¿Neal? —Era Avril, por supuesto—. ¿Dónde estás, Neal?
Una mosca enorme me aterrizó en la rodilla. Un triciclo gótico. Mi recaída había
terminado.
—¿Neal? ¿Me oyes? Chiang Yun está aquí. Está siendo muy cortés, pero le
gustaría saber qué es eso tan importante que te impide llegar puntualmente a esta
reunión. Y a mí también me gustaría saberlo. Y a Jim Hersch también. Y por si
Chiang Yun no es lo bastante importante como para merecer tu valioso tiempo, te diré
que el señor Gregorski de San Petersburgo ya te ha llamado dos veces, y todavía no
son ni las nueve.
Me miré el Rolex. Caramba, cómo pasa el tiempo. La vaca frunció el ceño.
Percibí el olor de su mierda por allí cerca.
—Sé que estás ahí, Neal. Te oigo respirar. Más vale que sea buena. Más vale que
sea de cine. Como mínimo que se ha hundido el ferry, porque si no esta vez no te
salvas. ¿Neal? ¿Me oyes, Neal? Muy bien, escúchame Neal, si no puedes hablar, dale
dos toquecitos al teléfono ahora mismo, ¿vale?
¡Ajá! ¡Una sombra de duda entre tanto desprecio! Me reí entre dientes. Avril, tan
ingeniosa como siempre. Esta chica llegará lejos, muy lejos.
—¡Neal! ¡No me hace ninguna gracia! ¡Estás tirando a la basura uno de los
contratos más importantes que jamás hayamos visto! ¡Uno de los más importantes
que jamás hayan existido! Vas a obligarme a contárselo a D. C. ¡No pensarás que voy
a comerme yo este marrón!
Ah, cállate la puta boca. Apagué el chisme y lo deje encima de la piedra caliente.
Un buitre volaba en círculos y había una nube con forma de yunque.
Nunca los ves llegar. Acechan en los rincones más recónditos, donde nunca
pasamos el polvo. Crecen desmesuradamente, y durante todo ese tiempo ni siquiera
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sueñas con ellos, no con su forma verdadera. Hasta que de repente un día se produce
un encuentro casual, un atisbo de lo que ignorabas desear, y una puerta se abre…
Avril me llamó al busca. Jesús, iba armado hasta los dientes con artefactos de
telecomunicaciones. Me lo quité del cinturón como John Wayne despojándose de la
cartuchera después de un día de trabajo agotador masacrando bandoleros chicanos de
dientes podridos. Abrí el maletín. Dentro estaban el dossier de Mickey Kwan —mira
tú por dónde— y la tarjeta de visita de Huw Llewellyn. Guardé dentro el busca y el
móvil. Me puse de pie, eché el brazo hacia atrás para coger impulso y lancé el
maletín al vacío. Describió una elegante parábola y aún pude oír el busca, maullando
como un gato de raza. El maletín se estrelló contra la ladera de la montaña y se
precipitó cuesta abajo dando saltos mortales… trazando hermosas y enormes elipses,
lo bastante rápido como para matar a alguien del impacto, como Mamá Leona, como
un acróbata, como un lemming, como Piggy, en El señor de las moscas.
Mi maletín se quedó por un instante suspendido en el aire, iluminado por el sol de
la mañana, ingrávido.
Y entonces se lanzó al mar en picado como un alcatraz.
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—Di que me quieres a mí, que no quieres a Katy la Puta.
—Sí.
—¡Dilo!
—Te quiero a ti, no a ella.
—Di: Katy la Puta es una mierda, yo soy mujer de verdad.
No puedo decir una cosa así.
Siempre con mis testículos como rehenes, se quitó el top con una mano y se
desabrochó el sujetador. Oí unas risas en la otra habitación. Los pezones se le
pusieron duros y oscuros como en un cuento.
—Era una zorra. Una mierda. Tú eres una mujer de verdad.
—Tú darás dinero. Tú darás cosas de ella. Todas. De regalo.
—Se llevó casi todo.
—Ha dejado muchas cosas. Ahora mías. Dilo.
Su mano me recorría la verga apretándomela cada vez más fuerte.
—Ahora son tuyas.
Me agarró la mano y se la puso en el pecho.
—Di: Eres más fuerte que yo.
—Eres más fuerte que yo.
Una vez concluidas las formalidades, finalizados los rituales y firmado el
contrato, se me tiró encima. Durante una milésima de segundo pensé en
contraceptivos, pero la calidez, la húmeda y el ritmo me arrastraron cada vez más
lejos.
En un momento dado traté de ponerme yo encima, pero me mordió y me clavó los
codos hasta volver a tumbarme de espaldas.
Más tarde, el ventilador zumbaba sobre nuestros cuerpos. No quedaba rastro de
todo aquel fuego salvo el olor de la bajamar. Me sentía… No sé cómo me sentía…
Igual no sentía nada. La sintonía de despedida de Barrio Sésamo tocó a su fin.
Se levantó y se sentó en el tocador de Katy. Abrió el cajón, cogió un collar de
perlas y se lo abrochó en torno al cuello. Un cuello más esbelto que el de Katy.
Volví a desearla. Esto iba a costarme mucho más que dinero, así que, ya puestos,
por qué no sacarle el máximo rendimiento a mi inversión y arruinarme a lo grande.
Me levanté y me la follé por detrás, encima del tocador. Rompimos el espejo.
El sexo con la asistenta se convirtió en una droga. Un pinchacito y ya estaba
enganchado. Pensaba en ella en el trabajo. Por las noches, al llegar a casa, era meter
la llave en la cerradura y ya tenía una erección. Si al entrar olía la colonia de Katy, es
que me estaba esperando. Si no, bueno, si no, tenía que conformarme con el whisky.
En la oficina, Hugo Hamish y Theo trataron un par de veces de convencerme de que
los acompañase a tomar unas copas al Mad Dogs, creyendo que estaba hecho polvo
por lo de Katy, pero, a decir verdad, tampoco es que pensase mucho en ella. Katy
ocupaba otro compartimento, y no tenía por qué encontrármela a menos que fuese a
buscarla ex profeso. La asistenta era diferente: era ella la que venía a buscarme a mí.
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Una noche, al llegar a casa y ver los zapatos de la señora Feng en la entrada, supe
que había problema a la vista. La señora Feng y Katy estaban sentadas en la mesa del
comedor. Las dos tenían esa expresión de «hablando del rey de Roma». El caso Neal
Brose estaba listo para sentencia.
—Neal —dijo Katy con su voz de directora de colegio, la que poma cuando
estaba hecha un manojo de nervios pero quería parecer tranquila—. La señora Feng
me estaba comentando lo de nuestra inquilina. Siéntate.
Yo quería una cerveza, quería una ducha, quería un filete con patatas, quería ver
el Manchester United Liverpool por la parabólica.
—¡Escucha a la señora Feng antes de ponerte a hacer nada!
Cuanto antes terminase aquello, antes podría retomar mis planes para aquella
noche.
La señora Feng esperó a que me sentase y dejase de revolverme inquieto. Me
miraba como si fuese un sospechoso en una ronda identificatoria.
—No estáis solos en este apartamento.
—Ya lo sabemos.
—Ahora está escondida. Es una niña pequeña y me tiene miedo.
No me extraña. La señora Feng tenía los ojos de cristal ahumado. Juro que cada
vez que parpadeaba se oía el silbido de unas puertas correderas.
—Hay tres posibilidades. Durante siglos, al anochecer, a los niños no deseados se
los abandonaba en Landau a merced de las bestias salvajes y de las frías noches de
invierno. La suya podría tratarse de uno de esos niños de antaño, aunque rara vez
habitan en edificios modernos. La segunda posibilidad es que sea uno de los
indeseables capturados por los japoneses cuando ocuparon Hong Kong durante la
Segunda Guerra Mundial. Los traían a Discovery Bay, los mandaban cavarse sus
propias tumbas, justo donde se construyó la Fase 1 en los setenta, y los fusilaban de
forma que cayesen de espaldas en las fosas. Tal vez la pobre había robado una
baratija. La tercera posibilidad es que sea una… No sé cómo se dice en inglés. Que
sea la hija de un gwai lo y una empleada doméstica. El hombre se habría marchado de
Hong Kong y la empleada habría arrojado a la niña por la ventana de uno de estos
edificios.
—Puericultura de vanguardia.
—¡Cierra el pico, Neal!
—Un niño supondría una desgracia, pero una niña, peor todavía. Ocurre a
menudo cuando los padres no son ricos, aunque estén casados y los dos sean chinos.
Las dotes de las hijas pueden comprometer la vida marital de una pareja. Me parece
que ella es una de esas.
¿Por qué me miraban las dos? ¿Era culpa mía?
—Hay algo más —dijo Katy—. La señora Feng dice que se siente atraída por los
hombres. Por ti.
—¿Sabes lo que me estás pareciendo?
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—La señora Feng dice que me ve como su rival y que mientras sigamos aquí,
nunca podré tener un bebé. Vamos a tener que irnos de Lantau. No puede atravesar el
agua para seguirnos.
—El doctor Chan nos comunicó una razón ligeramente más verosímil para la no
comparecencia de un Brose-Forbes junior, ¿no te parece, Katy?
Mierda, me salió mal el comentario.
—¿Me estás diciendo que todo es producto de mi imaginación?
—Es cierto que de vez en cuando aquí hay una presencia. Pero los precios
estratosféricos de los alquileres en Central y en Victoria Peak suponen una realidad
bastante más concreta. Y cuando se trata de pasta, hasta los chinos se olvidan del
sagrado feng shui de los cojones. Olvídate, Katy. No nos podemos permitir mudarnos
de casa. Y ni hablar de irnos a vivir a Kowloon con la Triada, la chusma y los
inmigrantes. Como tengas un bebé allí, te lo hacen picadillo y lo ponen a desecar para
venderlo como medicina.
La señora Feng nos observaba. Se estaba divirtiendo, seguro.
—Señora Feng —dije—. Usted que lo sabe todo, ¿qué es lo que tenemos que
hacer? ¿Llamar a un exorcista?
Mi sarcasmo ingresó cadáver. La señora Feng asintió levemente con la cabeza.
—En circunstancias normales, sí. Les podría recomendar unos cuantos
geománticos especializados. Pero este apartamento es de tan mal agüero que creo que
no tiene remedio. Tienen que marcharse de aquí.
—No vamos a mudarnos. No podemos.
La señora Feng se levantó.
—Entonces, con su permiso.
Katy se levantó y empezó a emitir sonidos en plan «¿no quiere quedarse a tomar
otro té?», pero la anciana ya estaba en el umbral.
—Cuidado —nos advirtió sin volverse— con lo que hay al otro lado de la puerta.
Mientras yo trataba de descifrar qué cojones significaba eso, Katy se levantó y se
metió en el cuarto de invitados. La oí cerrar con llave.
Una locura, una puta locura. Me cogí una cerveza y me tumbé en el sofá. Estaba
muy cansado como para prepararme algo de comer. Gracias, Katy. Has tenido todo el
puto día para poder preparar algo. ¿Qué más da que haya un puto fantasma?
Joder, no sabía que hubiera tantos cerrojos en esta casa.
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esterilidad y descubrió la verdad. Que yo sepa, el fiambre del Amor sigue ahí hasta
hoy mismo. Y esta, niños y niñas, es la Historia de lo que le sucedió al Amor.
Me gustaría volver al bar y decirles:
—Vosotros dos, oídme bien: estáis enfermos. No estáis viendo las cosas tal y
como son.
¿Quién eres tú para decirle a nadie que está enfermo, Neal?
Aquella noche llamó Katy. La asistenta acababa de irse hacía dos minutos. Estaba
metiéndome en la ducha en ese preciso instante, todo pringoso aún. ¿Cómo se las
arreglan las mujeres para ser tan oportunas? Se puso a hablar con el contestador
automático. Estaba borracha. Dejé que hablase y me quedé escuchando en pelota
picada, de pie en mitad del salón, oliendo a una sesión de sexo múltiple con la
asistenta que Katy había odiado.
—Neal, sé que estás ahí. Estoy segura. Aquí son las cinco de la tarde, no sé qué
hora será ahí, las once, creo. —Yo tampoco lo sabía—. Estoy viendo la paliza que les
están dando a los tenistas ingleses en Wimbledon… Solo quería saludarte, no sé muy
bien por qué te he llamado, la verdad. Yo estoy bien, gracias, y tú, ¿cómo estás? Yo
bien. Buscando piso. La semana que viene voy a firmar el contrato de alquiler de un
pisito en Islington. Las tuberías meten ruido pero por lo menos no hay fantasmas.
Perdona, no ha tenido gracia. Estoy trabajando un montón de horas como secretaria
en la OTT de Cecile, solo para no perder la práctica. Vernwood se ha ido a Wall
Street. Su puesto se lo han dado a un fiera recién salido de la Facultad de Economía.
Me preguntaba si en algún momento podrías mandarme la silla Reina Ana, que ya
sabes que vale una pasta. Hablé con tu hermana la semana pasada, me encontré con
ella por casualidad en Harvey Nichols. Me dijo que te acababan de ampliar el
contrato por otro año y medio… ¿Vas a venir en Navidades? Estaría bien vernos, en
fin, no sé, aunque seguramente tendrás que ver a mucha gente y tal… Me dejé
algunas joyas en tu apartamento. No nos haría ni pizca de gracia que las pillase esa
asistenta y se escapase a China con ellas, ¿verdad? Me parece que nunca me llego a
devolver las llaves. Yo que tú cambiaba la cerradura. Estoy bien, pero me hacen falta
unas vacaciones. Con cuarenta años me basta. Bueno, si cuando llegues no estás muy
cansado, dame un toque, que voy a pasarme las próximas dos horas viendo la final de
dobles… Ah, tu hermana me pidió que te dijese que llamases a tu madre… Tu padre
está otra vez con esa historia suya del páncreas… Bueno, adiós.
Nunca llegué a devolverle la llamada. ¿Qué iba a contarle?
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perfectamente a los chinos, que han logrado sobrevivir a través de los siglos
ocultando sus significados bajo sus similitudes para burlar a los extranjeros, y
permanecer en definitiva inmunes a cualquier intromisión. Ni siquiera el mismísimo
Mao consiguió modernizar el idioma.
Remonté la última cima y continué por el sendero. Vi un arroyo de agua salobre,
un arbusto repleto de pájaros y una mariposa de alas listadas como una cebra y tan
grandes como platillos de aperitivo. Extravié el sendero un par de veces, pero él
siempre terminaba por encontrarme. Me recordaba a los Brecon Beacons[6]. Me hice
adulto cuando me di cuenta de que todos los lugares son prácticamente iguales, como
las mujeres.
De repente se acabó el sendero. Era una pista falsa. Iba a tener que volver sobre
mis pasos y atravesar de nuevo aquel laberinto de grama y espino. Me senté a
contemplar el panorama. Estaban ampliando el nuevo aeropuerto sobre terrenos
ganados al mar. Unos bulldozers diminutos jugueteaban en las refulgentes marismas.
El sudor me caía por las muñecas, el pecho y la raja de las nalgas. Tenía los
pantalones pegados a los muslos. A esa hora me tocaba tomarme las pastillas, pero
estaban dentro de un maletín en el fondo de una bahía.
Me pregunté si habrían enviado a alguien a buscarme. A Ming, probablemente.
Sin duda, Avril estaría ocupadísima registrando a fondo mi disco duro, con Theo
Fraser a su lado. ¿En qué iba a acabar ese registro? ¿Todos esos correos electrónicos
desde San Petersburgo, todas esas transferencias de seis y siete ceros en plan «a mí
que me registren» a lugares tan a trasmano?
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—Está cerrada. Con el pestillo echado. Por dentro.
Ladrones. ¿En el piso catorce? Todavía debían de estar dentro.
No eran ladrones, y los dos lo sabíamos.
Ella había vuelto.
No sé cómo se me ocurrió, pero el caso es que saqué mis propias llaves, las agité
como un sonajero y probé a abrir.
La puerta se abrió en la oscuridad.
Katy no dijo nada, aunque sé que se paso casi toda la noche en vela. Ahora que lo
pienso, aquel fue el principio del fin.
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que decidí aprovechar para explorar la ciudad. Cogí el tranvía, sobresaltado por la
pobreza que veía ante mí, y crucé por los pasos elevados, sintiéndome seguro
solamente entre trajes, corbatas y maletines. Cogí el funicular hasta Victoria Peak y
me di una vuelta. Las mujeres adineradas paseaban en grupos, delante de las criadas
que se ocupaban de los niños, y las parejas de adolescentes caminaban cogidos del
brazo, mirando a las demás parejas. Había un par de tenderetes sobre ruedas, esos
trastos que mi padre solía llamar carretones. Vendían mapas, cacahuetes con cáscara
y esas chucherías ligeramente saladas que a los chinos y a los indios les vuelven
locos. Uno de ellos vendía mapas en inglés y postales, y le compré unas cuantas. De
pronto, una pila de latas que había junto al tenderete se movió y gritó algo en chino.
Apareció una cara toda arrugada y embadurnada de grasa que me miraba con odio. El
dueño del tenderete se rio y me dijo:
—No se preocupe, es inofensivo.
El hombre de la basura gruñó y me repitió lo mismo, solo que despacio y más
alto.
—¿Qué dice?
—Le está pidiendo limosna.
—¿Cuánto quiere?
Pregunta idiota.
—No quiere dinero.
—¿Y entonces qué quiere?
—Tiempo.
—¿Y por qué?
—Porque piensa que usted está perdiendo el suyo, así que debe de sobrarle
mucho.
Tenía la boca seca. Llevaba horas sin beber nada. Desde el cuenco de agua del
desayuno. Por lo general no bebo más que café y whisky. Un viejo campesino estaba
quemando algo que restallaba como si fuesen petardos. ¿Bambú? Un humo granulado
de color violeta cruzó flotando la carretera. Me lloraban los ojos. Estaba al pie de un
árbol que desplegaba su enorme copa contra el cielo ocultándolo parcialmente, como
hacen las palabras con todo lo que hay detrás de ellas.
Unas rosas rojas silvestres crecían encaramadas a una tapia de ladrillo que se
estaba desmoronando como la arena. Un perro encadenado se puso histérico a mi
paso. Una ráfaga de ladridos y colmillos. Me había tomado por un fantasma. Futones
ventilándose. Una canción de pop chino, metálica y atroz. Dos ancianos en un cuarto
sin muebles, frente a dos tazas humeantes. Inmóviles, inexpresivos. En espera de
algo. Ojalá pudiese entrar en su cuarto y sentarme con ellos. Les daría mi Rolex a
cambio. Ojalá me sonriesen y me sirviesen una taza de té de jazmín. Ojalá el mundo
fuese así.
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Observé cómo los coches, la gente y sus historias avanzaban lentamente por la
avenida nocturna. A lo lejos, una gigantesca bomba de bicicleta se accionaba a sí
misma arriba y abajo. Vi cómo los letreros de neón recitaban sus mensajes una y otra
vez. El chaval japonés y su chica se habían largado vete tú a saber adonde, y Lionel
Ritchie se había disuelto en su propia bañera de almíbar. Mi segunda hamburguesa se
me había quedado fría y estaba grasienta; no me la pude acabar. Sonaba una versión
increíble de Bohemian Rhapsody cantada en cantonés. Debería volver para seguir con
los informes del señor Wae o Avril empezaría a hacerse la mártir. Venga, solo otra
canción y otro café megaazucarado y me vuelvo a la ofi como un niño bueno. Era
Blackbird, de los Beatles. Nunca la había escuchado como Dios manda. Es preciosa.
—¿Neal Brose?
Una voz con acento galés, desconocida y familiar. Un tío bajito, con pinta de topo
y gafas de carey.
—¿Si?
—Me llamo Huw Llewellyn. Nos conocimos en nochevieja, en la fiesta de Theo y
Penny Fraser.
—Ah, sí, Huw… Claro, cómo no…
No lo conocía de nada.
—¿Le importa que coja una silla?
—Adelante Si es que se le puede llamar silla a estos asientos de plástico
atornillados a un armazón de hierro colado. Vas a tener que perdonarme, pero es que
tengo una memoria pésima, Huw. ¿Dónde trabajas?
—Estaba en Jardine-Pearl. Ahora estoy en el Capital Transfer Inspectorate.
Mierda. Ya me acuerdo. Estuvimos hablando de rugby, luego del trabajo. Me
había parecido el típico bien queda.
—De cazador furtivo a guarda forestal, ¿eh?
Huw Llewellyn sonrió mientras descargaba la bandeja y se quitaba penosamente
la americana de pana con coderas de piel. Galés hasta la puta médula. Una
hamburguesa vegetariana y un vaso de poliestireno lleno de agua caliente, con una
bolsita de té desangrándose en el interior.
—Siempre se ha dicho que nada mejor que un ladrón para pillar a otro ladrón.
Eso decía mi padre.
—He leído lo de tus redadas en… ¿dónde fue?, ¿en el Grupo Silk Road?
—Ajá. ¿Me pasas un sobrecito de ketchup, por favor?
—Me han llegado unos rumores bastante interesantes sobre blanqueo de dinero
para el mayor exportador de droga de Kabul. ¿Es verdad? Venga, que no se lo voy a
contar a nadie.
Huw le dio un mordisco a su hamburguesa vegetariana, masticó unas cuantas
veces sin dejar de sonreír y tragó.
—Y a mí me han llegado unos rumores bastante interesantes sobre la Cuenta
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Mierda. De repente me entraron ganas de vomitar la mierdamburguesa. Solté una
risita.
—No sé de qué me estás hablando.
Mierda. Eso es lo que siempre dicen los mentirosos.
Huw exprimió la bolsita de té con un tenedor de plástico.
—Venga, que no se lo voy a contar a nadie —dijo.
—¿Es la combinación de un candado de bici?
—No, es una cuenta del grupo Cavendish de la que solo tú tienes la llave.
Había subido la apuesta.
—¿Está solamente de excursión o trae una orden de arresto?
—Prefiero considerarlo como una charla amistosa.
—Señor Llewellyn, usted no sabe con qué gente está tratando.
—Señor Brose, conozco muchas más cosas de Andrei Gregorski que usted.
Créame. Le están tendiendo una trampa. Ya se lo he visto hacer antes. ¿Por qué cree
que ni el nombre de Gregorski —ni el de Denholme Cavendish— figuran en un solo
documento ni en un solo archivo de ordenador? ¿Porque les cae bien? ¿Porque
confían en usted? Le están usando de chaleco antibalas.
¿Cuánto sabía?
—No es más que un fondo de protección supersecreto para…
—No me gustaría verle atrapado en sus propias mentiras, señor Brose. Sé que su
vida privada está hecha pedazos. Pero a menos que colabore conmigo, este fin de
semana la cosa va a empeorar, y de qué manera. Soy su última escapatoria.
—No necesito ninguna escapatoria.
Se encogió de hombros y engulló el último bocado. Se había zampado la
hamburguesa visto y no visto.
—En ese caso, nuestra charla amistosa termina aquí. Aquí tiene mi tarjeta. Le
recomiendo encarecidamente que cambie de idea, de aquí a mañana al mediodía.
Buenas noches.
La puerta batió, y yo me quedé mirando los escombros de mi mierdamburguesa.
Volví a la Torre Cavendish, pero en el vestíbulo cambié de idea. Le pedí al
vigilante nocturno que esperase cinco minutos y luego le dijese a Avril que me había
ido a casa. En el puerto esperé veinte minutos a que saliese el barco, mirando por
encima de las oscuras aguas todos los rascacielos brillantes. Al llegar a Lantau Island
fui a un cajero y saqué —solo por precaución— tres cuartas partes de mi cuenta, por
si acaso me bloqueaban las tarjetas. El próximo autobús no iba a llegar hasta dentro
de media hora, así que fui andando hasta Fase 1 en mitad de esa noche fría.
Ella me esperaba en casa. El aire acondicionado vomitaba un estruendoso chorro
de aire gélido.
—¡Perdóname, joder! ¡He tenido mogollón de trabajo!
Un silencio rencoroso.
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—¡Tengo muchas cosas en la cabeza! ¿Vale? Me voy a dormir.
Escondí el dinero en una caja de zapatos en el fondo del tocador de Katy. Ya
buscaría otro escondite mejor antes de que llegase la asistenta. Podía haberse
convertido en una droga necesaria, pero seguía siendo una jodida ladrona.
—Yo le gusto.
La asistenta estaba de pie delante del espejo, desnuda, mirando cómo le quedarían
los modelitos veraniegos de Katy. Cuando veía uno que le gustaba, se lo probaba. Si
le quedaba bien, lo colocaba en la maleta Louis Vuitton de Katy. De lo contrario, lo
añadía al montón de los rechazados.
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Yo estaba flotando, anclado a la cama por el peso muerto de mis genitales.
—¿A quién le gustas?
—A la niña.
—¿A qué niña?
—A la tuya. A la que vivía aquí. Yo le gustaba. Quería hermana para jugar.
El viento mecía con delicadeza las cortinas. Estos chinos están como una puta
cabra.
El sendero dejó de ascender y coronó la cima. Vi la cabeza del Buda por encima
de los alcanfores, tan cerca que casi se podía tocar. Era un Buda enorme. De color
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platino, girando en un torno de intenso azul. Ahora los árboles parecían sacados de un
sueño. Un gato de sombra, la sombra de un gato.
Me hervía la piel. Mi inmortalidad se desvanecía poco a poco. Bajo ese sol debía
de estar convirtiéndose en bacon. Me pareció haberme roto una uña del pie: notaba
algo húmedo y cálido dentro del zapato. Tuve la sensación de que se me marchitaban
las vísceras una encima de la otra; me seguían funcionando, pero cada vez más lentas,
como nadadores fatigados.
¿Qué está haciendo la luna allí arriba, encima de ti, oh Buda? Blanca, azul,
fragorosa en su silencioso horno solar. La luna, la luna, en plena tarde.
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llama el órgano que procesa el azúcar?
¿Qué es lo que me ha traído hasta aquí?
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las montanas chinas, ¡y lanzan ataques por sorpresa! ¿Organismos de control?
¡Olvídate! Están todos untados. Hasta el ultimo mono. No, Nile, para que nuestras
plazas fuertes prosperen en Asia tenemos que jugar según sus reglas, ¡solo que mejor
que ellos! ¡Me refiero a ser originales en el manejo de capitales! ¡Reinterpretación!
¡Tienes que saber reconocer a primera vista cuáles son los postes reales aunque
invisibles! ¡Y utilizar todos los medios a tu disposición para meter goles! ¿Me sigues,
Nile?
—Al cien por cien, Sir Denholme.
¿De qué coño hablaba ese viejo?
—Quiero añadir una cuenta especial a tu cartera de Hong Kong. Es para un aliado
mío. Un ruso afincado en San Petersburgo, ya lo conocerás un día. Enseguida oirás
hablar de él. Un tipo estupendo. Se llama Andrei Gregorski. Es de los que corta el
bacalao. Nos ha hecho algún que otro favor.
Se inclinó sobre el escritorio para sacudir la ceniza en un historiado cenicero con
incrustaciones de ámbar y jade, y grabados de flores de loto y orquídeas.
—Me ha pedido que le abra una cuenta para sus operaciones con nuestra sucursal
de Hong Kong. Quiero que tú te encargues de eso.
—¿Qué es lo que tengo que hacer?
—Lo que él te diga. Sin importar cuánto, ni cuándo, ni dónde. Pan comido para
un soldado de tu experiencia.
Habíamos llegado al punto clave.
—Creo que puedo hacerlo, señor Cavendish.
—Esto que quedé entre tú, yo, Jim y el abuelo aquí presente, ¿eh?
Ya lo pillo. El viejo cabrón me estaba pidiendo que infringiese la ley.
—Lo único que importa es una cosa. —Todo ese tiempo había estado dando por
hecho que lo que crujía era su sillón de cuero, pero ahora me preguntaba si en
realidad no sería él—. ¿Tienes-los-cojones? —me preguntó, apuntándome con el puro
a cada palabra. Los puntos negros de su nariz pedían a gritos un apretón—. ¿Eh?
¿Eh?
Soy abogado financiero. Infrinjo la ley a diario.
—La última vez tuve que usarlos los tenía bien puestos, Sir Denholme.
D. C. se quedó dudando si le gustaba mi respuesta o no. De pronto estalló o en
carcajadas, lanzando un proyectil de saliva que me hizo impacto entre las cejas. Jim
Hersch también sonrió, con la sonrisa fotográfica de un gerente retratado en el
periódico del barrio. Y yo sonreí también. Con la misma sonrisa.
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nada haciendo que gran parte de la población se enganchase al opio, una droga que el
gobierno chino había declarado ilegal. Cuando los chinos, como es lógico, se
opusieron a semejante maniobra, les dimos de hostias, instalamos en Pekín un
gobierno títere que se dedicó a colgar letreros en los parques con las palabras
PROHIBIDO EL PASO A PERROS Y CHINOS y ocupamos este rincón del país
transformándolo en una base de importaciones. Un comportamiento de lo más
espantoso, si uno se para a pensarlo. Y luego somos nosotros los que les acusamos de
xenofobia. Es como si los colombianos invadiesen Washington a comienzos del siglo
XXI y obligasen a la Casa Blanca a legalizar la heroína. Y dijesen: «No os preocupéis,
que ya conocemos el camino de salida, y ya que estamos nos quedamos con Florida,
¿vale? Muchas gracias». Hong Kong se convirtió en el centro comercial del
continente más grande y más poblado del mundo. Lo cual ha dado lugar a una sed
insaciable de abogados corruptos especializados en cuestiones financieras.
La niña viene hacia mí a través del muro de piernas y torsos. Me mira y se sonríe.
Tiene mis ojos, y el cuerpo de la asistenta en miniatura. Me da la mano y avanzamos
con mucho cuidado entre una muchedumbre de boquiabiertos, asombrados,
embelesados y masca dores de chicle. ¿Qué puede haber ocurrido que los tiene tan
fascinados en una tarde así?
Cogidos de la mano, subimos la escalinata del gran Buda radiante, cada vez más
radiante, envueltos en una ventisca de silenciosa luz.
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La Montaña Sagrada
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—¡Té! —le gritó el lacayo a mi padre—. ¡El mejor que tengas en ese nido de
cucarachas, o esta noche los cuervos se cenarán los globos de tus ojos!
Mi padre se levantó de un salto y me arrastró con él detrás de la mesa. Me dijo
que le sacase brillo a los cuencos de té buenos mientras él colocaba carbón fresco en
el brasero. Yo nunca había visto un Hijo del Señor de la Guerra.
—¿Pero cuál de ellos es? —pregunté.
Mi padre me cruzó la cara de un revés.
—Eso no es asunto tuyo.
Echó una ojeada nerviosa a los hombres situados a su espalda, que se estaban
riendo de mí. Me empezó a latir el oído.
—Aquel caballero tan atractivo. El de la hermosa túnica —murmuró mi padre, lo
bastante alto como para que le oyeran.
El Hijo del Señor de la Guerra —que tendría unos veinte años— se quito e
sombrero y se atusó el pelo. El lacayo echó una ojeada a nuestros cuencos buenos y
puso los ojos en blanco.
—¿Cómo te atreves solo a pensarlo?
Uno de los porteadores sacó de su fardo unos cuencos de plata con motivos de
dragones de escamas de esmeralda y ojos de rubí. Otro criado desplegó una mesa. Y
un tercero la cubrió con un mantel blanco inmaculado. Me parecía estar soñando.
—La niña puede servir el té —dijo el Hijo del Señor de la Guerra.
Mientras se lo servía sentí mi cuerpo tocado por sus ojos. Nadie dijo nada. No
derramé una sola gota.
Miré a mi padre en busca de una mirada aprobatoria, o como mínimo
tranquilizadora, pero estaba ocupado en salvar su propio pellejo. Yo no entendía
nada.
Los hombres hablaban un mandarín nítido y reluciente. Era como un desfile de
palabras espléndidas y extrañas, palabras al respecto de un tal Sun Yatsen, una tal
Rusia y una tal Europa. Arsenales, impuestos, nombramientos. ¿De qué mundo
venían aquellos hombres?
Mi padre me quitó el chal y me dijo que me recogiese el pelo y me lavase la cara.
Me hizo servirles más té. Oculto en la penumbra, se escarbaba los dientes con un
palillo astillado y observaba con cautela a los hombres.
El aire se espesó de silencio. La niebla se hizo más densa. La ladera de la
montaña oscureció de puro blanca, y la tarde transcurría tan lentamente que terminó
por detenerse del todo.
El Hijo del Señor de la Guerra estiró las piernas y arqueó la espalda. Estaba
hurgándose los dientes con un palillo incrustado de gemas.
—Después de beber un té tan amargo, me apetece un sorbete. Tú, rata de ciénaga,
tráeme un sorbete de limón.
Mi padre se hincó de hinojos y habló mirando al suelo.
—Ese sorbete no lo tenemos, señor.
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El Hijo del Señor de la Guerra dirigió una mirada a sus hombres.
—¡Qué lata! Entonces me tendré que contentar con uno de mandarina.
—No tenemos sorbetes de ninguna clase, señor. Lo lamento mucho.
—¿Que lo lamentas? No puedo beberme tus lamentos. Me has destrozado el
paladar con ese mejunje de ortigas y mierda de raposa. ¿Qué te crees, que tengo el
estómago de una vaca?
Con su sola mirada, mandó reír a su séquito, que obedeció la orden.
—Muy bien, no pasa nada. Tendré que comerme a tu hija de postre.
Un espino venenoso penetró en la carne, se torció y se rompió.
Mi padre alzó la vista. El Hombre de Caqui carraspeó.
—¿Qué significa ese carraspeo? Mi padre solo me mandó hacer este maldito
peregrinaje. No dijo que no pudiese divertirme.
El lacayo escudriño a mi padre como si fuese mierda en la suela de su bota.
—Sube y adecenta tu cuarto lo mejor que puedas para Su Señoría.
Mi padre habló con voz ahogada.
—Señor… Excelencia. Yo, es que…
El Hijo del Señor de la Guerra imitó el zumbido de un tábano.
—¡Será gusano! Es increíble. Dadle uno de los cuencos. Fueron el regalo de
bodas de mi «suogro». Nunca me han gustado. Eran parte de la dote. Una recompensa
más que suficiente por abrirle el coño en canal a la hija de un campesino. Es de Siam,
una pieza de excelente factura, ¡así que más vale que sea virgen!
—Lo es, señor. Sin mácula. Palabra de honor. Pero es que he recibido algunas
propuestas de matrimonio por parte de pretendientes de elevada condición…
El lacayo desenvainó la espada y miró a su amo. El Hijo del Señor de la Guerra se
quedó pensando por unos segundos.
—¿Pretendientes de elevada condición? Pollas de carpinteros. Muy bien, dadle
dos cuencos. Pero se acabó el regateo, señor Gusano. Ya has arriesgado bastante tu
suerte por esta mañana.
—¡Merecida es la fama de generoso de que goza mi señor! No es de extrañar que
todo aquel que oye hablar de la gracia de mi señor vierta lágrimas de amor a la
mínima mención…
—Ah, cierra el pico.
Mi padre se volvió para mirarme.
—¡Ya has oído a Su Señoría, niña! ¡Ve a prepararte!
Me llegaba el olor a sudor de aquellos hombres. Estaba a punto de ocurrir algo
indecible. Yo sabía de dónde venían los niños. Mis tías las de la Aldea me habían
explicado por qué todos los meses perdía toda aquella sangre mala. Pero…
El Buda me observaba desde el altar situado tras el Árbol. Le supliqué que no me
doliese tanto como me temía.
—Arriba —dijo el lacayo, señalando la escalera con la espada—. ¡Arriba!
Un mirlo vino a llenar con sus trinos el silencio posterior al último jadeo del Hijo
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del Señor de la Guerra. Me quedé tendida, incapaz de cerrar los ojos. Él también,
incapaz de abrir los suyos. Enumeré mentalmente los lugares donde me dolía y
cuánto me dolían. Sentía un desgarro en los riñones. Algo se había rasgado en mi
interior. Me había clavado los colmillos en siete lugares de mi cuerpo. Me había
hincado las uñas en el cuello, me había torcido la cabeza hacia un lado, y me había
arañado la cara. Yo no había hecho el menor ruido. Ya se había ocupado él de hacer
ruido por los dos. ¿Se había hecho daño?
Por fin lo noté menguar dentro de mí. Abandonó su inmovilidad para meterse el
dedo en la nariz. Se me quitó de encima y, al cabo de unos segundos, algo salió de mi
interior y me corrió muslos abajo. Eché un vistazo. Una mezcla de sangre pegajosa y
otra cosa blanquecina estaba manchando nuestra única sábana. Se limpió con mi
vestido y me miró con aire crítico.
—Pobre de mí —dijo—, tampoco es que seas precisamente la diosa de la belleza,
¿verdad?
Se vistió. Me metió el dedo del pie en el ombligo y me miró desde la penumbra.
Un chorretón de saliva me dio de lleno en el caballete de la nariz.
—Conejita desollada.
—Señor Gusano —le oí decir según bajaba las crujientes escaleras—. Deberías
ser tú el que me pagase a mí. Por domarte la potranca.
Una explosión de carcajadas.
De haber sido hombre, me habría lanzado escaleras abajo y le habría clavado un
puñal en la espalda. Esa misma tarde, sin decirme ni media palabra, mi padre salió a
vender los cuencos.
Diez o veinte días después, mi padre volvió sin un céntimo. Le pregunté por el
dinero y amenazó con darme una azotaina. Cuando fuimos a pasar el invierno con
mis primos me contaron toda la Historia: se había ido a Leshan y se había gastado la
mitad de mi dote en opio y burdeles. La otra mitad se la había gastado en un caballo
sarnoso que se murió antes de llegar a la Aldea.
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Estaba ventilando mi ropa de cama en la ventana del cuarto de arriba cuando oí
sus voces. Un chico y una chica habían llegado sin que me diera cuenta: me estoy
quedando sorda. Los observé unos instantes a través de una rendija. Lleva la cara
maquillada como la hija de un mercader, o como una puta. Ya le apuntan los pechos,
y el chico tiene esa mirada que se les pone a los hombres cuando quieren algo. ¡Y ni
rastro de una carabina que los vigile! La chica tiene las manos a la espalda y está
apoyada contra la corteza de mi Árbol, por el lado oculto, allí donde hay un hueco
que acomodaría perfectamente el cuerpo de una niña. Encima de ella crece un ramo
de violetas, como todas las primaveras, pero ella no lo ve.
El chico traga saliva.
—Juro que siempre te amaré. De verdad.
Le pone las manos en las caderas, pero ella se las quita de un manotazo.
—¿Me has traído la radio que me ibas a dar?
La chica tiene el típico tono de voz del que está acostumbrado a conseguir lo que
quiere.
—Te he traído mi vida.
¿Me has traído la radio? ¿La pequeña de color plateado que coge Radio Hong
Kong?
Bajo renqueando las escaleras, con los tobillos tan crujientes como los peldaños.
Los dos están tan concentrados en conseguir lo que desean que no reparan en mí
hasta que no llego al gallinero.
—¿Les apetece té?
Se separan sobresaltados. Orejotas se pone colorada como un tomate. ¿Me está
agradecida por salvaguardarle la honra? No. Me mira con los brazos cruzados, sin
inmutarse lo más mínimo, y eso que está con las piernas tan separadas como un
hombre.
—Sí. Té.
Me acompañan hasta la entrada de la Choza del Té. La chica se sienta, cruza las
piernas y se saca del bolso un espejito y un pintalabios. El chico se sienta delante de
ella y se la queda mirando fijamente, como un perro a la luna.
—La radio —ordena ella.
El saca de su bolsa una cajita reluciente y desenrolla un largo cable. Ella la coge,
la toca por un lado, y de pronto se oye la voz de una mujer en el sendero, una voz que
le canta al amor, a la brisa sureña y a los sauces.
—¿De dónde viene?
La chica se digna percatarse de mi existencia.
—Es el último éxito en Macao. —Mira al chico y le pregunta—: ¿No lo has oído?
—Pues claro que lo he oído —responde él con brusquedad.
Hay cosas que jamás entenderé.
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Mi padre empezó a gritarme y los pollos se pusieron a graznar.
—¡Putilla idiota! ¡Después de todo lo que he hecho por ti, después de tanto
sacrificio, así es como me lo agradeces! ¡Si hubiese sido niño, el Hijo del Señor de la
Guerra nos habría inundado de regalos! ¡Inundado! ¡Nos habríamos ido a vivir a su
castillo! ¡Me habrían nombrado dignatario, con criados a mi servicio! ¡Con frutas de
las islas! Pero ahora, ¿quién va a querer reconocer esto?
Clavó la uña en el pubis de mi pequeña. El bebé dio un aullido. Menos de cinco
minutos de edad y ya estaba aprendiendo.
—¡Has desperdiciado toda posibilidad de un matrimonio decente a cambio de un
orinal de mierda aguada!
Una de mis tías se lo llevó fuera del cuarto.
El Árbol nos miraba sonriente.
—¿A que es preciosa? —le pregunté.
Las luces y sombras en el rostro de mi bebé eran verdes y frondosas.
Pocos días después quedó decidido que mi hija se criaría con unos parientes que
vivían a tres días a caballo río abajo. Era una gran hacienda de terratenientes en la
que una hija más podría colarse sin mayores complicaciones. Un tío me dijo que la
distancia serviría para ocultar la deshonra que yo le había infligido a nuestra ramilla.
Mi castidad, por supuesto, ya estaba perdida para siempre. Tal vez pasados unos años
cabría convencer a un porquero viudo de que me tomase como amante y enfermera
en sus últimos días. Eso si tenía suerte.
Allí mismo, en ese preciso instante, decidí no tenerla.
Esos mismos tíos estaban todos de acuerdo en que los japoneses jamás llegarían a
esta altura del Yangtsé, jamás se adentrarían tanto en las montañas. Pero aun
suponiendo que llegasen, todo el mundo sabe que los soldados japoneses necesitan
más oxígeno que los humanos, así que nunca podrían subir a la Montaña Sagrada. La
guerra no nos concernía. A muchos de los jóvenes de la Aldea los había reclutado el
Señor de la Guerra y los había enviado a luchar junto con otros soldados de una
especie de alianza, pero eso sucedía más allá del Valle, donde el mundo es menos
real. En lugares llamados Manchuria, Mongolia y más allá.
Mis tíos nunca supieron distinguir la verdad de las paparruchas. Soñé con una
tinaja de barro llena de arroz dentro de una cueva. Cuando le pregunté a un monje lo
que significaba, me dijo que era una sugerencia del Buda.
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No hablaban la lengua del Valle. Ni siquiera hablaban cantonés, o mandarín. Hacían
ruidos de animales. Espié a través de las rendijas del suelo. La luz de la lámpara no
deja distinguir gran cosa, pero parecían casi humanos. Mis primos los de la Aldea me
habían contado que los extranjeros tenían trompas de elefante y el pelo como el de los
monos moribundos, pero estos se parecían mucho a nosotros. En los uniformes
llevaban cosidas unas insignias que parecían una migraña: un punto rojo despidiendo
rayos rojos de dolor.
Unas luces nos iluminaron la cara y unas manos ásperas nos arrastraron escaleras
abajo. La estancia estaba repleta de haces de linterna, hombres y cacharros boca
abajo. Encontraron nuestra alcancía y la hicieron añicos. Esa insignia de la migraña.
Una cosa con alas se balanceaba sobre nuestras cabezas. Olor a hombres, hombres,
siempre hombres. Nos llevaron ante un hombre con gafas y el bigote encerado.
Yo era la que traía el pan a casa, pero no levanté la vista del suelo.
—¿Le apetecería una deliciosa taza de té verde, señor? —dijo mi padre,
pugnando por no tartamudear.
Este sí sabía hablar. Un cantonés extraño, como pasado por la calandria.
—Somos vuestros libertadores. Estamos requisando esta fonda de carretera en
nombre de Su Alteza Imperial el Huevo del Japón. A partir de ahora, la Montaña
Sagrada pertenece a la Esfera Asiática de Coprosperidad. Estamos aquí para depurar
a nuestra Enferma Madre China y librarla del mal de los imperialistas europeos.
Salvo de los alemanes, que son una tribu de hombres honorables y de pura raza.
—Ah —dijo mi padre—, eso está muy bien. A mí me gusta el honor. Y soy un
padre enfermo.
La puerta se abrió con estrépito —pensé que había sido un disparo— y entró un
soldado que lucía una colección de medallas. Bigotes de Cera saludó al Medallas y le
gritó unos ruidos animales. El Medallas le echó un vistazo a mi padre y luego a mí.
Esbozó una sonrisa, y les dirigió unos suaves ruidos animales a los otros soldados.
Bigotes de Cera gritó a mi padre:
—¡Has dado cobijo a fugitivos en tu fonda!
—¡No, señor, nosotros detestamos a ese cabrón malnacido del Señor de la
Guerra! ¡Su hijo violó a mi hija aquí mismo!
Bigotes de Cera tradujo las palabras de mi padre a ruidos animales para el
Medallas, quien, sorprendido, enarcó las cejas y le respondió con otros gruñidos.
—A mis hombres les alegra oír que tu hija proporciona consuelo a los
caminantes. Lo que ya no nos alegra tanto es la injuria que has vertido sobre nuestro
aliado el Señor de la Guerra. Está colaborando con nosotros para purgar el Valle de
comunistas.
—Naturalmente que cuando digo…
—¡Silencio!
El Medallas le metió el cañón del fusil a mi padre en la boca.
—Muerde —dijo.
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El Medallas le miraba a los ojos.
—Más fuerte.
Le metió un gancho en toda la barbilla y mi padre escupió esquirlas de dientes. El
Medallas se carcajeó satisfecho. La sangre goteaba sobre el suelo dejando
salpicaduras en forma de flor. Mi padre se cayó de espaldas dentro de una cuba, como
si ya tuviese ensayada toda la escena.
El soldado que me retenía se echó a reír y aflojó la presa. Le rompí la rodilla con
una botella de aceite y la lámpara que tenía en la cara salió volando por el aire.
Quienquiera que recibiera el impacto gritó y dejó caer algo que se rompió en pedazos.
Me agaché y corrí hacia la puerta. El Buda me pasó disimuladamente un palillo de
latón, me abrió la puerta apenas la rocé con los dedos y la volvió a cerrar a mi
espalda. Fuera había tres hombres; uno de ellos logró pillarme, pero le atravesé un
carrillo con el palillo de latón y me soltó. Los soldados japoneses me siguieron
sendero arriba, pero era una noche de luna nueva y yo me conocía todas y cada una
de las piedras, curvas, sendas de osos y veredas de zorros. Me salí del sendero sin que
me vieran y los oí esfumarse en la distancia.
Cuando llegué a la cueva el corazón ya me latía con normalidad. La Montaña
Sagrada se desvanecía debajo de mí, mientras el bosque se movía al viento como el
océano en mis sueños. Me envolví en el chal y vi cómo la luz del cielo brillaba en la
noche a través de los agujeros hasta que me quedé dormida.
Mi padre era un puro moratón, pero estaba en pie y cojeaba entre los escombros
de la Choza del Té. Tenía la boca que parecía una patata podrida.
—La culpa es tuya —dijo a guisa de saludo con el ceño fruncido—, así que tú lo
arreglas. Yo me voy a casa de mi hermano. Volveré en dos o tres días.
Se alejó renqueando sendero abajo. Cuando volvió, se había convertido en un
viejo en espera de la muerte. Que le llegó a las pocas.
Según me contaban mis tías, mi hija se estaba convirtiendo en la guapa del lugar.
Su tutor ya había rechazado dos propuestas de matrimonio, y eso que solo tenía doce
años. El tutor apuntaba alto: si las fuerzas del Kuomintang invadían pronto el Valle,
tal vez podría concertar un enlace con un administrador nacionalista. E incluso incluir
entre las cláusulas del acuerdo matrimonial un empleo lucrativo para él mismo.
Habían pagado a un fotógrafo para que retratase a la niña y las fotografías ya
circulaban entre posibles pretendientes situados en las altas esferas. Cuando bajé a
pasar el invierno al Valle, una tía me trajo una de esas fotos. Lucía un lirio en el pelo
y una sonrisa casta e imperceptible. El corazón se me hinchió de orgullo, y ya no
paró.
El padre de mi hija, el Hijo del Señor de la Guerra, no vivió lo bastante como para
llegar a ver a su vástago. No me dio ninguna lástima. Murió masacrado a manos de
un caudillo vecino, aliado del Kuomintang. Lo capturaron a él, a su padre y al resto
del clan, los ataron y los amordazaron, los amontonaron unos encima de otros, los
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rociaron con petróleo y los quemaron vivos abajo en el Valle. Los cuervos y los
perros se disputaron la carne asada.
El Buda me prometió proteger a mi hija de los demonios, y el Árbol me prometió
que volvería a verla.
Abajo, mucho más abajo, resuena el gong de un templo, la piel del alba se
encrespa y las tórtolas echan a volar desde el muro de bosque, arriba y arriba.
Siempre arriba.
Un funcionario del gobierno que bajaba hacia el Valle emergió de la niebla muy
ufano. Supuse que lo habrían llevado en coche hasta la cima. Lo reconocí por el
parecido que guardaba con su abuelo. Su abuelo se ganaba los garbanzos en los
caminos y mercados del Valle, recogiendo estiércol y vendiéndoselo a los granjeros.
Una manera honrada, aunque humilde, de salir adelante.
Su nieto se sentó en mi mesa y dejó encima su bolsa de cuero. La abrió, sacó un
cuaderno, un libro de cuentas, una caja de caudales metálica y un sello de bambú. Se
puso a escribir en el cuaderno, levantando la vista de cuando en cuando en dirección
a la Choza del Té, como si estuviese pensando en comprarla.
—Té —dijo al cabo de unos segundos y fideos.
Empecé a prepararle lo que me había pedido.
—Esto —dijo, mostrándome una tarjeta con su nombre y loto— es mi carné del
Partido. Mi documentación. Jamás se separa de mí.
—¿Por qué necesita ir por ahí con una foto suya? La gente puede ver
perfectamente cómo es usted. Lo tienen ante sus propios ojos.
—Aquí pone que soy dirigente de la Célula Local del Partido.
—Me atrevería a decir que eso la gente ya lo percibe por sí sola.
—Esta montaña ha sido incorporada a un Área Estatal de Designación Turística.
—¿Qué significa eso?
—Que se van a instalar peajes en las rutas de acceso para cobrar a los que suban a
la montaña.
—¡Pero la Montaña Sagrada lleva aquí desde que el mundo es mundo!
—Pues ahora es patrimonio del Estado. Y debe producir algún rédito. Cobramos
un yuan a los que la suban, y treinta yuanes a los cabrones de los extranjeros. Todo el
que comercie con propiedades estatales deberá tener un permiso de actividad
comercial. Tú incluida.
Eché los fideos en un cuenco, y vertí agua hirviendo sobre las hojas de té.
—Entonces dame uno de esos permisos.
—Con mucho gusto. Son doscientos yuanes, por favor.
—¿Qué? ¡Mi Choza del Té lleva aquí miles de años!
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Hojeó el libro de cuentas.
—En ese caso, tal vez debería pensar en cobrarte los atrasos.
Me agaché detrás del mostrador y escupí en los fideos. Luego los removí para que
la flema se mezclase con el resto. Me puse derecha, piqué una cebolleta y la esparcí
por encima. Se los puse delante.
—Es lo más absurdo que he oído jamás.
—Mira vieja, las reglas no las dicto yo. Esta orden viene directamente desde
Pekín. El turismo es un motor fundamental de modernización socialista. Con los
turistas ganamos dólares. Ya sé que no sabes ni lo que es un dólar, y que ni te
molestas en tratar de entender cómo funciona la economía, porque no eres capaz. Así
que entiende esto: el Partido te manda que pagues.
—¡Mis primos los de la Aldea ya me han contado todo lo del Partido! Lo de
vuestros baños burbujeantes y vuestros coches de lujo y vuestras estúpidas
conferencias y cómo os saltáis las colas y…
—¡Cállate la boca, so ignorante, si es que quieres seguir ganándote la vida con la
Montaña del Pueblo! ¡El Partido lleva más de medio siglo desarrollando la Patria!
¡Todo el mundo ha pagado! ¡Hasta los monasterios! ¿Quién eres tú, y todos los
palurdos folla gallinas de tus primos, para atreverte a pensar que sabes algo? O me
das doscientos yuanes ahora mismo, ¡o mañana por la mañana vuelvo aquí con la
policía del Partido para cerrarte el tenderete y meterte en la cárcel por impago! ¡Te
ataremos como a un gorrino y te arrastraremos montaña abajo! ¡Piensa en la
vergüenza que ibas a pasar! Si no, paga lo que debes. ¿Y bien? ¡Estoy esperando!
—¡Pues puedes esperar sentado porque no tengo doscientos yuanes! ¡Solo gano
cincuenta yuanes por temporada! ¿De qué voy a vivir entonces?
El funcionario sorbió ruidosamente unos fideos.
—Pues tendrás que cerrar el quiosco y pedirles a tus primos que te dejen sentarte
en un rincón a espulgarles los gorrinos. Y si no les echases tanta sal a los fideos, igual
vendías más.
De haber sido un hombre, por muy miembro del Partido que fuese, lo habría
tirado al pozo negro. Pero ahora era él quien tenía la sartén por el mango, y lo sabía.
Me saqué un billete de diez yuanes del bolsillo del delantal.
—Debe de ser un trabajo difícil, llevar la cuenta de todos los puestos de té de la
Montaña, quién ha pagado, cuánto ha pagado…
Se enjuagó la boca con té verde y escupió un chorro que salpicó toda la ventana.
—¿Soborno? ¿Corrupción? ¡Un cáncer en el pecho de nuestra Madre Patria! Si te
crees que voy a aceptar posponer la victoria del socialismo, o embarrar la radiante
nueva era que es el glorioso destino de nuestra nación…
Me saqué otros veinte yuanes.
—Esto es cuanto tengo.
Se guardó el dinero en el bolsillo.
—Cuece esos huevos y mételos en un paquete junto con aquellos tomates.
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Tuve que obedecerle. Quien recoge mierda una vez, recoge mierda diez.
Los árboles crecieron hasta hacerse tan altos como la mismísima montaña. El
dosel que formaban sus copas era una pradera celestial. Sígueme, decían los ojos del
unicornio. Pon tu mano en mi hombro. Pasillos de corteza y penumbra conducían a
otros pasillos de corteza y penumbra. Mi guía tenía pezuñas de marfil. Yo estaba
perdida, pero feliz de estarlo. Llegamos a un jardín situado en el fondo de un pozo de
luz y silencio. Orquídeas y flores de loto se mecían delicadamente sobre un historiado
puente con incrustaciones de ámbar y jade. Carpas de plata y bronce nadaban con los
búhos oscuros alrededor de mi cabeza. Este es un lugar tranquilo, le dije con el
pensamiento al unicornio. ¿Te quedas un rato?
Los comunistas llegaron a principios de verano. Era solo cuatro: dos hombres y
dos mujeres. Eran jóvenes, pulcramente uniformados y con pistola. Mi Árbol me
avisó de que venían. Yo avisé a mi padre, que, como siempre, estaba durmiendo en la
hamaca.
—Que se vayan a la mierda —dijo, abriendo un ojo—, son todos iguales. Solo
cambian las insignias y las medallas.
Mi padre se estaba muriendo igual que había vivido: con el mínimo esfuerzo
posible.
Los comunistas me preguntaron si podían sentarse en la Choza del Té y hablar
conmigo. Se llamaban «camarada» los unos a los otros y se dirigían a mí con respeto
y gentileza. Uno de los hombres era el amante de una de las mujeres: lo noté al
instante. Yo quería confiar en ellos, pero no dejaban de sonreír cuando yo hablaba. Y
a mí los que sonríen siempre me han hecho daño.
Los comunistas escucharon mis quejas. No parecían querer nada, salvo té verde.
Solo querían dar cosas. Cosas como educación, incluso a las niñas. Atención médica,
para derrotar la peste secular que asolaba China. Acabar con la explotación en
fábricas y latifundios. Acabar con el hambre. Querían devolverle la dignidad a la
maternidad. China, decían, ya no era el anciano enfermo de Asia. Una Nueva China
estaba emergiendo de un lugar llamado Feudalismo, y esa Nueva China acaudillaría
la Nueva Tierra. Llegaría en cinco años, porque la revolución internacional del
proletariado era históricamente mevi table En el futuro todo el mundo tendría su
propio coche, decían. Los hijos de nuestros hijos irían a trabajar en máquinas
volantes. Y como todos tendrían satisfechas sus necesidades, el crimen desaparecería
naturalmente.
—Vuestros líderes deben de conocer una magia muy poderosa.
—Sí —dijo una de las mujeres—. Una magia llamada Marx, Stalin, Lenin y la
Lucha de Clases.
Aquella magia no me sonó muy convincente, la verdad.
Mi padre se levantó de la hamaca.
—Té —me dijo—. Estamos muy contentos de ver que los comunistas están
trayendo un poco de orden a nuestro Valle y a nuestra Montaña —dijo, mirando a las
Aquel mismo año, cuando bajé al Valle a pasar el invierno, me llegaron de Leshan
unas noticias angustiosas. Mi hija, su tutor y la esposa de este habían huido a Hong
Kong después de que los comunistas hubiesen ordenado su arresto como enemigos de
la revolución. Todo el mundo sabía que de Hong Kong nadie volvía jamás. Una tribu
de bandidos extranjeros llamados ingleses propagaba mentiras acerca de Hong Kong,
diciendo que era el Paraíso, pero en cuanto alguien ponía el pie allí lo cargaban de
cadenas y lo obligaban a trabajar en fábricas de gas venenoso o en minas de
diamantes hasta que moría.
Aquella tarde mi Árbol me había prometido que volvería a ver a mi hija. No
entendía nada. Aunque ya he aprendido que mi Árbol dice verdades que no tienen
sentido hasta que no raya el alba.
La chica gorda iba vestida con una ropa a rayas que la hacía aún más gorda. Miró
Pensé en mi padre una o dos veces. No iba a aguantar otro año más, ni siquiera en
la Aldea, donde las comodidades eran mayores, y los dos lo sabíamos.
—Adiós —le dije en el cuartucho de la casa de mi prima. Nunca se levantaba de
la cama, salvo para cagar y mear.
Su piel tenía menos vida que un cascabillo atrapado en una telaraña. A veces
cerraba los pesados párpados, y el cigarrillo se le consumía. ¿Qué había bajo aquellos
párpados? ¿Remordimientos, rencor, indiferencia tal vez? ¿O simplemente nada? En
los hombres la nada a menudo se hace pasar por sabiduría.
La primavera llegó con retraso, el invierno goteaba desde retoños y brotes, pero
ningún peregrino emergía de la niebla. Una hembra de gato montés se aficionó a
tumbarse a lo largo de una rama de mi Árbol y vigilar el camino. Las golondrinas
anidaron bajo el tolla|e: un buen presagio. De vez en cuando pasaba algún monje.
Siempre los invitaba a tomar un té, encantada de tener compañía. Decían que mi
estofado de raíces con carne de paloma era lo mejor que habían comido en semanas.
—Hay familias enteras muriéndose. La gente come heno, cuero, trozos de tela. Lo
que sea con tal de llenar la barriga. Cuando se mueren no queda nadie para
enterrarlos ni para celebrar los funerales, así que no pueden subir al cielo, ni siquiera
reencarnarse.
Una mañana, al abrir los postigos, vi que el techo del bosque brillaba cubierto de
silenciosas flores. A la Montaña Sagrada le traían sin cuidado los hombres y su
mundo idiota. Ese día vino a visitarme un monje. La piel le ceñía tirante el rostro
hambriento.
—Según el último decreto de Mao, las golondrinas son los nuevos enemigos del
proletariado, porque se comen las semillas de China. Todos los niños tienen que
perseguirlas haciendo ruido con objetos metálicos hasta que caigan del cielo
extenuadas. El problema es que ahora no queda otro animal que se coma los insectos,
así que la Aldea está infestada de grillos, orugas y moscardones. En Sichuan hay
nubes de langostas. Esto es lo que ocurre cuando los hombres se ponen a hacer de
dioses y acaban con las golondrinas.
Los días se iban alargando, llegaron los cielos despejados y el sol caliente. Junto a
la cueva encontré una fuente de miel silvestre.
La primera vez que vi a un extranjero, ¡no supe qué pensar! El hombre —pues
supuse que era un hombre— se alzaba ante mis ojos tan grande como un ogro, ¡y
tenía el pelo amarillo! ¡Amarillo como el pis sano! Iba con un guía chino, ¡y tardé un
minuto en darme cuenta de que hablaba con palabras de verdad! A mis sobrinos les
habían hablado de los extranjeros en el colegio nuevo de la Aldea. Durante siglos
habían esclavizado a nuestro pueblo hasta que los comunistas, comandados por Mao
Tsetung, nos habían liberado. Seguían esclavizando a su propia gente y siempre
estaban luchando entre sí. Para ellos el mal era el bien. Se comían a sus propios
bebés, les encantaba el sabor de la mierda y solo se lavaban una vez cada dos meses.
Su idioma sonaba a pedos de cerdo. Se apareaban según les venía en gana, como
perros y perras en celo, hasta en los callejones.
Pero aquel era un demonio extranjero auténtico, en carne y hueso, que hablaba en
auténtico chino con otro chino auténtico. Hasta me felicitó por la frescura de mi té.
Estaba tan estupefacta que ni le respondí. Pasados unos minutos, la curiosidad se
impuso a la repugnancia.
—¿Es usted de este mundo? Me ha dicho mi sobrino que hay muchos lugares
fuera de China.
Sonrió y desplegó un hermoso dibujo.
Fui una de las afortunadas. Al día siguiente bajé a la Aldea para ver si me
prestaban unas provisiones. Habían saqueado y arrasado el Monasterio, y fusilado a
muchos de los monjes de rodillas en la sala de meditación. En el patio de la puerta de
la luna vi a un centenar de monjes arrodillados en torno a una hoguera Estaban
quemando los manuscritos de la biblioteca, almacenados desde los días en que el
Buda y sus discípulos recorrieran el Valle. Los mon|es teman la cabeza echada hacia
atrás, atada a los tobillos, y gritaban repetidamente: «¡Larga vida al Pensamiento de
Mao Tsetung! ¡Larga vida al Pensamiento de Mao Tsetung!». Grupos de Guardias
Rojas patrullaban las hileras y al que desfallecía lo apedreaban. En el exterior de la
escuela los maestros estaban atados al alcanfor. Llevaban un letrero colgado del
cuello que decía: CUANTOS MÁS LIBROS LEES, MÁS TONTO ERES.
Había carteles con la efigie de Mao por todas partes. Me puse a contarlos y
cuando decidí parar iba por cincuenta.
Mi prima estaba en la cocina. Su rostro tenía una expresión tan vacía como la
pared.
—¿Qué has hecho con los tapices?
—Los tapices son burgueses y peligrosos. He tenido que quemarlos en el patio
antes de que me denunciasen los vecinos.
—¿Por qué anda todo el mundo con un librito rojo en la mano? ¿Para protegerse
del mal de ojo?
—Es el libro rojo de Mao. Todo el mundo tiene que tener uno. Es la ley.
—¿Cómo puede semejante calvorota bola de sebo controlar así toda la China?
Es…
—¡Como te oiga alguien te lapidan! Siéntate, prima. Me imagino que la Guardia
Roja hizo una paradita en tu casa cuando subieron a la cima a quemar los templos. Te
hace falta un poco de vino de arroz. Toma. Una taza. Venga, bébetelo todo. Tengo que
darte una mala noticia. Los parientes que te quedaban en Leshan se han marchado.
—¿Adónde? ¿A Hong Kong?
—A los Campos de Reeducación. Los regalos que tu hija les mandaba
Una vez más, reconstruí mi Choza del Té. Recompuse el Buda pegando los
fragmentos con savia pegajosa. No se acabo el mundo, pero ese año el infierno vertió
sus aguas en China y el mundo se inundó de maldad. De vez en cuando me llegaban
historias, traídas por refugiados que tenían parientes en la cima. Historias de niños
que denunciaban a sus padres y se convertían momentáneamente en celebridades
nacionales. Camiones cargados hasta los topes de médicos, abogados y profesores
trasladados a zonas rurales para que los campesinos los reeducasen en los Campos de
Reeducación. Los campesinos no sabían qué era lo que tenían que enseñar, los
Campos de Reeducación nunca estaban construidos a tiempo para recibir a los
enemigos de clase, y entre los Guardias Rojos enviados para custodiarlos cundía poco
a poco la desesperación, pues se daban cuenta de que a ellos también los habían
deportado junto con sus prisioneros. Estos Guardias Rojos eran niños de Pekín y de
Shanghai acostumbrados a las comodidades de la vida urbana. A Cerebro lo habían
acusado de espiar para los holandeses y lo habían enviado a una cárcel en Mongolia
Interior. Hasta los ideólogos de la Revolución Cultural de Mao fueron denunciados y
sus nombres vilipendiados en la nueva oleada de noticias oficiales llegadas de Pekín.
¿Qué clase de lugar era esa capital, un lugar capaz de generar semejantes
barbaridades? Hasta el más cruel de los emperadores de antaño era un corderito al
lado de este loco.
Durante una larga temporada ningún monje rezó, ni las campanas repicaron en los
templos.
Como le dijera el guía a su demonio extranjero, era algo diabólico.
Querida Madre,
He oído decir que últimamente están dejando pasar algunas cartas, así que he
decidido probar fortuna. Como puedes ver en la foto, ya casi soy una mujer de
mediana edad. La joven de mi izquierda es tu nieta. ¿Ves el bebé que lleva en
brazos? ¡Es tu bisnieta! No somos ricos, y cuando murió mi marido perdimos
el arriendo del restaurante, pero mi hija trabaja limpiando casas de extranjeros
y nos las arreglamos bastante bien. Espero que un día podamos encontrarnos
en la Montaña Sagrada. ¿Quién sabe? El mundo está cambiando. Si no, nos
veremos en el cielo. Cuando mi padrastro vivía me contaba historias de tu
montaña. ¿Has subido alguna vez a la cumbre? ¡Igual alcanzas a ver Hong
Kong desde allí arriba! Cuídate mucho. Rezaré por ti. Y te ruego que hagas lo
mismo por mí.
—¡Mao ha muerto!
Mi Árbol fue el primero en decírmelo, una mañana de radiantes aguaceros. Más
tarde, un monje que iba camino de la cima entró de sopeton en la Choza del Té,
rebosante de felicidad. Y me confirmó la noticia.
—He ido a comprar un poco de vino de arroz para celebrarlo, pero todo el mundo
ha tenido la misma idea, y ya no queda ni una gota en ningún lugar. Los hay que se
han pasado la noche llorando. Otros diciéndole a todo el mundo que se preparen para
una invasión de la Unión Soviética. Los del Partido se han pasado la noche
escondidos con las puertas y ventanas cerradas a cal y canto. Pero la mayoría de los
aldeanos han estado celebrándolo y tirando cohetes toda la noche.
Subí al cuarto de arriba, donde una niña no conseguía conciliar el sueño por el
miedo. Supe que era un espíritu porque la luz de la luna brillaba a través de su cuerpo
y no me oía bien.
—No te preocupes —le dije—. El Árbol te protegerá. Él te dirá cuándo salir
corriendo y dónde esconderte.
Se me quedó mirando. Me senté en el baúl que había a los pies de la cama y le
canté la única nana que conozco, una que habla de una barquilla de mimbre, un gato
y el río que fluye en torno.
Fue un buen año. Uno a uno, los templos fueron reconstruidos, y volvieron a
colgarse las campanas, con lo cual el Sol y la Luna pudieron recibir un digno saludo,
Soñé con mi padre en el sitio oscuro donde más dolía. Eché un vistazo al estanque
salpicado de gotas que había cerca de la cueva y allí estaba él, mirándome
compungido, con las manos atadas en la nuca. A veces, mientras les preparaba el té a
los huéspedes, lo oía arrastrar los pies en el cuarto de arriba, buscando el tabaco y
tosiendo. El Buda me explicó que mi padre estaba atormentado por el remordimiento,
y que tenía el alma encerrada en una jaula de asuntos pendientes, en la más honda
penumbra. Allí habría de permanecer hasta que yo misma peregrinase a la cima de la
montaña.
No se equivoquen: para mí, mi padre era una mierda pinchada en un palo.
Encontrarle una virtud era más difícil que encontrar una aguja en el Yangtsé. Jamás
me dirigió una sola palabra amable o agradecida, y vendió mi castidad por dos
cuencos de té. Pero era mi padre, y las almas de los antepasados son responsabilidad
de los descendientes. Además, quería poder dormir tranquila, sin que su lloriqueo
autocompasivo me turbase el sueño. Por último, habría sido una descortesía por mi
parte pasarme toda esta vida trabajando en la Montaña Sagrada sin peregrinar una
sola vez a la cima. Ya estaba en esa edad en que las ancianas se despiertan incapaces
de levantarse de la cama y descubren que el último día que les quedaba para moverse
a su antojo había sido el día anterior, y ellas sin enterarse.
Era una hermosa mañana, antes de la estación de las lluvias. Me levanté al
amanecer. Mi Árbol me dio algo de comida. Cerré con tablas la Choza del Té,
Di un traspié y me topé con el futuro. ¡Había hoteles, de cinco y seis pisos! Había
tiendas que vendían chismes relucientes que nadie podría llegar jamás a querer ni
necesitar. Había restaurantes cuya comida olía a cosas que yo nunca había olido
antes. Había filas y filas de enormes autocares de cristales tintados, ¡y todos y cada
uno de los ocupantes eran demonios extranjeros! Los coches, abarrotados, hacían
sonar sus bocinas como piaras de cerdos. Una caja con gente dentro volaba por el
aire, pero nadie parecía sorprenderse. Rugía como el viento en la cueva. Pasé por
delante de una puerta atestada de personas y miré dentro. Vi a un hombre subido a un
escenario que estaba besando una seta de plata. A su espalda había una pantalla con
imágenes de amantes y palabras. En algún lugar de la sala estaban cortándole las
pelotas a un cerdo monstruoso. ¡Entonces me di cuenta de que aquel hombre estaba
cantando! Cantándole al amor, a la brisa sureña y a los sauces.
Casi me atropella un andero que cargaba con una mujer extranjera. La mujer
llevaba puestas unas gafas de sol, aunque estaba nublado.
—¡Mire por dónde anda! —dijo el hombre, echando el hígado por la boca.
—¿Por dónde se va a la cumbre de la Montaña Sagrada? —le pregunté.
—¡La tiene usted debajo!
—¿Esto?
—¡Esto!
—¿Dónde está el templo? Es que tengo que rezar unas plegarias para el descanso
de…
—¡Allí! —gritó, señalando con la cabeza.
Un andamiaje de bambú asfixiaba el templo. Por las escaleras y las plataformas
pululaba un enjambre de obreros. Otros estaban jugando al fútbol en el atrio, usando
estatuas de monjes antiguos como porterías. Me acerqué al portero para cerciorarme
de que era cierto lo que veían mis ojos.
—¡Vaya, vaya, pero si es el general Cerebro, de la Guardia Roja!
—¿Quién coño eres tú, vieja?
—La última vez que nos vimos me estabas pisando el cuello y estabas bastante
excitado, creo recordar. Me destrozasteis la Choza del Té y me robasteis el dinero.
Un hombre vino a verme a la Choza del Té. Dijo que era del periódico del Partido
Sherry se había quedado dormida, y por unos instantes Caspar se preguntó dónde
había aprendido aquella historia. Le cerré la mente y lo induje suavemente al sueño.
Me pasé un rato viendo cómo sus sueños iban y venían. En uno de ellos tenía que
defender un palacio gótico construido con tacos de billar sobre un banco de arena, y
en otro aparecían su hermana y su sobrina. Su padre también hizo acto de presencia,
empujando una moto por el pasillo del Transiberiano con un sidecar lleno de billetes
que salían volando por el aire. Tan borracho y exigente como siempre, le preguntaba
a su hijo que a qué demonios estaba jugando, e insistía en que este todavía tenía unas
cintas de vídeo muy importantes. Caspar era un nene medio desnudo y no sabía nada
de nada.
Pasé mi infancia al pie de la Montaña Sagrada. Reinaba una oscuridad que, como
más tarde descubrí, tuvo que durar muchos años, tantos como tardé en aprender a
recordar. Me imagino a un pájaro que nace como un «yo» y que poco a poco
comprende que es algo diferente del «eso», que es su cáscara. El pájaro percibe su
contenido y a medida que sus órganos sensoriales empiezan a funcionar, adquiere
conciencia de lo claro y de lo oscuro, del calor y del frío. Según se van agudizando
las sensaciones, el pájaro piensa en escapar. Entonces, un buen día, empieza a
forcejear con la gelatina pegajosa y los frágiles muros hasta liberarse y verse solo en
un mundo vertiginoso hecho de asombro, temor, colores, un mundo hecho de cosas
desconocidas.
Pero incluso entonces ya me preguntaba: ¿por qué estoy solo?
Fue el sol lo que despertó a Caspar. Tenía lágrimas secas en los ojos y el sabor de
la correa del reloj en la boca. Sintió unas ganas tremendas de comer fruta fresca.
—Bien —dijo Sherry cuatro horas después—. Estación Central de Ulan Bator.
—Extraña —dijo Caspar, que habría preferido expresarse en danés.
El encalado de los muros refulgía en aquel mediodía impecable. El viento,
incapaz de guardar un solo segundo de silencio, soplaba sobre la llanura en dirección
al punto de fuga de los raíles. Los letreros estaban escritos en cirílico, alfabeto que ni
Caspar ni ninguno de mis huéspedes anteriores conocían. Unos vendedores
ambulantes chinos se bajaron del tren a empellones, cargando con gran esfuerzo
bolsas rebosantes de mercancías y gritándose los unos a los otros en mandarín. Un
par de jóvenes soldados mongoles jugueteaban abúlicos con sus fusiles, pensando
dónde habrían preferido estar en ese momento. Un grupo de ancianas de aspecto
acerado esperaban para abordar el tren directo a Irkutsk. Sus familias habían venido a
despedirlas. Dos individuos de traje negro y con gafas de sol rondaban por el andén.
Unos cuantos adolescentes sentados en un muro miraban a las chicas.
—Me siento como si hubiese salido de un baúl oscuro y hubiese aparecido en
mitad de un carnaval de marcianos —dijo Sherry.
—Sherry, esto, en fin, ya sé que como chica que viaja sola no debes fiarte mucho
de la gente que te encuentras, pero estaba pensando que…
—No seas tan inglés, hombre. Sí, cómo no. Yo no te ataco, si tú no me atacas.
Bueno, a ver: tu Lonely Planet dice que hay un hotel medio decente en el barrio de
Sansar, en el extremo este de la calle Sambuu… Sígueme…
Dejé que Sherry se ocupase de mi huésped. Una preocupación menos. Los
austríacos se despidieron y enfilaron hacia el Kublai Khan Holiday Inn. Ya no se
reían. Los israelitas nos dijeron adiós con la cabeza y echaron a andar marcialmente
en otra dirección. Caspar ya se había olvidado del sueco.
Los mochileros son extraños. Tengo mucho en común con ellos. No vivimos en
ninguna parte y en todas partes somos extranjeros. Vagamos sin rumbo, casi siempre
a nuestro antojo, en busca de algo que buscar. Ambos somos parásitos: yo vivo en las
mentes de mis huéspedes, cribando sus memorias para entender el mundo. Caspar, y
los de su especie, también viven en un país que nunca es el suyo, y se aprovechan de
su cultura y paisaje para aprender, o para conjurar el tedio. Para el mundo en general,
ambos somos inmateriales e invisibles. Rumiamos los jugos de la soledad. La primera
vez que mis incrédulos huéspedes chinos vieron a un mochilero lo consideraron casi
Aquella noche Caspar le hincó el diente con gusto a un estofado de cordero con
cebollas. Él y Sherry eran los únicos comensales del hotel, situado en los pisos sexto
y séptimo de un bloque a punto de desmoronarse.
La mujer que le había traído la comida de la cocina lo miró con cara de póquer.
Caspar señaló la comida, alzó el pulgar, sonrió y dio un gruñido en señal de
aprobación.
La mujer se quedó mirándolo como si estuviese loco y se retiró.
Sherry soltó una carcajada.
—Igual de simpática que la funcionaría de la aduana.
Se agradecía salir de una mente occidental. Por mucho que se aprenda en cerebros
tan hiperactivos como el de Caspar, al final me marean. Un minuto era el tipo de
cambio del euro, al minuto siguiente una película que vio una vez sobre una banda de
ladrones de obras de arte de San Petersburgo, al siguiente, el recuerdo de una jornada
de pesca con su tío entre los islotes, una canción pop o la página de Internet de un
amigo. Sin tregua.
La mente de Gunga recorre un vecindario más íntimo. Se pasa el día pensando en
cómo conseguir suficiente comida y dinero. Se preocupa por su hija y por sus
parientes enfermos. Casi todos los días de su vida han sido muy parecidos uno del
Gunga se pasó la mañana en el hotel barriendo y calentando agua para lavar las
sábanas. Volver a ver a Caspar y a Sherry desde fuera fue como volver a la que fue tu
casa y encontrarte con un nuevo inquilino. Pagaron y esperaron a que apareciese el
jeep que habían alquilado. Mientras Caspar metía la mochila dentro me despedí de él
en danés, pero pensó que Gunga le había dicho algo en mongol.
Mientras hacía las camas, Gunga se imaginó a Caspar y a Sherry tumbados en una
de ellas, y luego pensó en Oyuun y en el benjamín de Gombo. Pensó en los rumores
que circulaban por la ciudad acerca de la prostitución infantil y de cómo sobornaban
con dinero extranjero a la policía para que hiciese la vista gorda. La señora Enchbat,
la viuda propietaria del hotel, llegó para ocuparse de la contabilidad. Estaba de buen
humor: Caspar había pagado en dólares, y le hacía falta dinero para la dote. Mientras
Gunga esperaba a que hirviese el agua para la colada, se sentaron a tomar una taza de
té salado.
—Mira Gunga, tú sabes muy bien que no soy ninguna cotilla —comenzó a decir
la señora Enchbat, una mujer menuda con la lengua más larga que un camaleón—,
pero ayer por la tarde nuestro Sonjoodoi volvió a ver a tu Oyuun paseando con el
benjamín del viejo Gombo. La gente va a empezar a darle a la lengua. Los vieron
juntos en el festival de Naadam. Sonjoodoi me ha dicho que el hijo mayor de Gombo
también bebe los vientos por tu hija.
Gunga decidió contraatacar.
—¿Es verdad que tu Sonjoodoi se ha hecho cristiano?
La señora Enchbat respondió con frialdad.
—Parece que ha estado un par de veces en casa del misionero americano.
El autobús iba hasta los topes y no pasaba de primera. La última parada era una
fábrica abandonada de cuando los rusos. Gunga ya no recordaba qué era lo que
producía. Tuve que buscar en su inconsciente para dar con la respuesta: proyectiles.
Unas flores silvestres le sacaban partido al efímero verano, y unos perros cimarrones
hurgaban en el cuerpo de algún animal. La tarde transcurría débil y difuminada. Los
pasajeros del autobús avanzaban a lo largo de la carretera que se desviaba hacia una
ladera poblada de gers. Gunga iba con ellos. La tubería gigante serpenteaba apoyada
en pilones. En el pasado había formado parte del servicio público de calefacción, pero
las calderas solo funcionaban con carbón ruso. El carbón mongol no servía porque
ardía a una temperatura demasiado baja. En consecuencia, la mayoría de los
lugareños habían retomado la costumbre de quemar estiércol.
La prima de Gunga había venido a ver a este chamán cuando no conseguía
quedarse embarazada. Nueve meses después dio a luz gemelos que, además, nacieron
con el amnios, un excelente presagio. El chamán era uno de los consejeros del
presidente y tenía fama de saber curar caballos. Corría el rumor de que había vivido
veinte años como ermitaño en las colinas de Tavanbogd, en la remota provincia
occidental de Bayan Olgii. Durante la ocupación soviética, las autoridades locales
habían tratado de arrestarlo por vagabundo, pero todos los que intentaron capturarlo
volvieron con las manos, y con la cabeza, vacías. El chamán tenía doscientos años.
No veía la hora de conocerlo.
Tengo mis dones: por lo que parece, soy inmune al envejecimiento y a la amnesia.
Gozo de una libertad que supera toda comprensión humana del mundo. Pero también
soy mi propia cárcel. Estoy atrapado en una constante vigilia. Nunca he encontrado el
modo de dormir ni de soñar. Y no consigo saber lo que más ansío: el origen de la
historia que me permitió nacer, y descubrir si existen otros como yo.
Cuando por fin salí de la aldea al pie de la Montaña Sagrada, recorrí todo el
sudeste asiático registrando hasta los últimos rincones de las mentes de los ancianos,
en busca de otras mentes incorpóreas. Encontré leyendas acerca de seres que podrían
ser de mi misma especie. Pero de testimonios palpables, ni rastro. En los años sesenta
atravesé el Pacífico.
El recuerdo siempre presente del médico enloquecido me llevó a o servar casi
siempre en silencio. No tenía intención de ir dejando una estela de místicos, lunáticos
—Entra, hija mía —dijo la voz del chamán desde el interior del ger.
Unas quijadas blanqueadas por el sol colgaban encima del dintel. Gunga se volvió
para mirar a su espalda, súbitamente asustada. Vio a un niño jugando con un balón
rojo. Lo lanzaba alto hacia el azul neblinoso y lo seguía con la mirada para cogerlo al
caer. También había un ovoo, un cúmulo sagrado de piedras y huesos cuya bendición
solicitó Gunga antes de entrar en la humeante oscuridad.
—Entra, hija mía.
El chamán estaba meditando sobre una estera. De la armazón del techo colgaba
una lámpara, y una vela de sebo chisporroteaba en un platillo de cobre. El fondo del
ger estaba tabicado con pellejos de animales. El aire estaba cargado de incienso.
Junto a la puerta había una caja tallada. Gunga la abrió y metió dentro casi todos
los tugriks que Caspar le había dejado de propina el día anterior. Se quitó los zapatos
y se arrodilló delante del chamán, en el lado derecho del ger, la mitad reservada a las
mujeres. Un rostro apergaminado; imposible calcularle la edad. Un pelo cano y
enmarañado, y unos ojos cerrados que se abrieron súbitamente. Señaló una tetera
agrietada que había en una mesilla.
Gunga vertió aquel líquido oscuro e inodoro en un cuenco de hueso.
—Bebe, Gunga —dijo el chamán.
Mi huésped bebió y empezó a hablar. El chamán la interrumpió levantando la
mano.
—Has venido porque tienes un espíritu dentro.
Para mí las memorias son como una red de túneles. Los hay que están cuidados y
bien iluminados, y los hay que parecen catacumbas. Unos están vigilados, y otros
tapiados a cal y canto. Hay túneles que desembocan en otros túneles, aún más
profundos. Pues con las memorias pasa lo mismo.
Sin embargo, acceder a los recuerdos no significa necesariamente acceder a la
verdad. Hay muchas mentes que desvían los recuerdos por nuevas rutas. En los
túneles de la memoria del chaman me encontré con lo que podrían ser espíritus de
personas muertas, o alucinaciones del chamán, de sus clientes o de ambos. ¡O
noncorpa! Puede que hubiera demasiadas huellas, o quizá es que no había ninguna. O
igual es que los indicios presentaban un aspecto que yo no era capaz de identificar.
Busqué más a fondo.
Y encontré esta historia, contada veinte veranos antes en el desierto, al calor de
una hoguera nocturna.
Hace muchos años la peste roja asoló el país. Miles de personas murieron. Los
sanos huyeron dejando atrás a los enfermos, diciendo simplemente: «Ya separará el
destino a los vivos de los muertos». Entre los abandonados en la tierra de los pájaros
se encontraba Tarvaa, un chico de quince años. Su espíritu abandonó el cuerpo y se
encaminó hacia el sur entre las dunas de los muertos.
Cuando apareció en el ger del Señor del Infierno, el Khan se llevó una sorpresa:
—¿Por qué has abandonado tu cuerpo, si todavía respira?
—Mi Señor —contestó Tarvaa—, los vivos pensaban que mi cuerpo ya había
muerto. He venido sin dilación a jurarte lealtad.
El Señor del Infierno quedó impresionado por la obediencia mostrada por Tarvaa.
—Declaro que aún no ha llegado tu hora. Toma el más rápido de mis caballos y
—Nunca te interesaron las viejas historias. —El viejo arrugado y vestido con una
chaqueta militar frunció el ceño—. Estaban prohibidas cuando estaban aquí los rusos.
Lo único que teníamos eran todas esas chorradas sobre los héroes de la revolución.
Yo era maestro por aquel entonces. ¿Te he contado ya lo del día en que Horloyn
Choibalsan vino a nuestro colegio? ¡El presidente en persona!
—No hace ni un cuarto de hora, viejo chocho —masculló un oyente grasiento.
En la radio del bar sonaban canciones pop en japonés y en inglés. Tres o cuatro
hombres jugaban al ajedrez, pero estaban tan borrachos que se les habían olvidado las
reglas.
—Se me llega a ocurrir contar alguno de esos cuentos populares en c ase
prosiguió el viejo y me habrían mandado a un campo e reeducación. Hasta Gengis
Khan era un personaje feudal, según los rusos ahora no hay un solo puñado de gers
con un charco cubierto para mear que no reivindique su recodo del río como lugar de
nacimiento de Gengis Khan…
—Qué interesante —comenté. Jargal estaba aburrido. Me estaba costando Dios y
ayuda retenerlo ahí, escuchando educadamente—. ¿Te sabes el de los tres animales
que piensan en el destino del mundo?
—No, pero puedo contarte unas cuantas historias de mi cosecha. ¿Te he contado
ya lo del día en que Horloyn Choibalsan vino a mi colegio? En un cochazo negro. Un
Al caer la noche, dejé que Suhbataar hiciese un alto para estirar las piernas y
tomarse un café. Se agradecía volver a ver las estrellas, el inmenso y profundo lago
que formaban. Los humanos espesan el cielo de sus ciudades hasta convertirlo en un
engrudo. Pero a Suhbataar no le va la contemplación astral. Por enésima vez se
preguntó qué estaba haciendo en un lugar así, y tuve que ocuparme de disipar ese
pensamiento. Pasamos la noche en una pensión para camioneros sin apenas
molestarnos en hablar con el dueño, a quien Suhbataar no tenía la menor intención de
pagar. Pregunté por Bodoo, el conservador del museo de Dalandzagdad, especialista
en folclore, pero nadie lo conocía. Mientras mi huésped dormía, aproveché para
ampliar las nociones de ruso que había adquirido de Gunga.
Al día siguiente las colinas se fueron achatando hasta convertirse en una llanura
de grava, y dio comienzo el desierto del Gobi. Empezaba a hartarme de todo aquello.
Otro día más de caballos y nubes y montañas a las que nadie se molesta en poner
nombre. La mente de Suhbataar tampoco ayudaba mucho. La mayor parte de los
seres humanos están imprimiendo constantemente recuerdos en su mente, repasando
conversaciones, mezclando imágenes, contándose chistes a sí mismos o
rememorando canciones. Pero Suhbataar no. Tenía la impresión de haber
transmigrado a un cíborg.
Suhbataar pasó por encima del cadáver de un perro y entró en Dalandzagdad, la
polvorienta capital de la provincia. Un lugar descolorido y surgido de la nada en
mitad de una planicie plagada de tolvaneras. Yermas franjas de parque donde mujeres
tocadas con pañuelos vendían huevos y productos desecados. Un puñado de edificios
de tres o cuatro pisos, y arrabales desparramados por los márgenes de la ciudad. Una
pista de aterrizaje de tierra batida, un hospital de mala muerte, una oficina de correos
decadente, unos grandes almacenes en ruinas. Aparte de las historias sobre los huevos
de dinosaurio vendidos en el mercado negro por 500 dólares y las pieles de leopardo
de las nieves llegados directamente de las montañas de Gov Altai, que podían
alcanzar los 20 000 dólares, Suhbataar no sabía mucho sobre la provincia más
meridional de Mongolia, y tampoco es que le importase lo más mínimo.
Mi huésped habría podido dirigirse a la comisaria a aterrorizar un poco al
personal, pero preferí llevármelo directamente al museo a preguntar por Bodoo. La
puerta estaba cerrada, pero en Mongolia a Suhbataar no hay puerta que se le resista.
El interior era parecido al del otro museo: un silencio atronador. El despacho del
Los remolinos de polvo chocaban contra la carrocería del jeep y salían rebotados
como canguros. A lo largo y ancho de la mañana, nada entre esas rocas salvo
escorpiones y espejismos.
El hermano de Bodoo paró delante de un ger solitario. Aparte del camello
amarrado fuera, no había ni un alma. Tal y como permite el protocolo del Gobi, mi
huésped entró en el ger, preparó algo de comer y bebió un poco de agua. El camello
bufaba como una persona. En el inconsciente de Baljin se encendió una señal de
Al día siguiente, las dunas; una larga carretera de ciento treinta kilómetros,
jorobas deslizantes, grano a grano. El hermano de Bodoo cantaba canciones que
duraban kilómetros y kilómetros, sin principio ni final. Las dunas de los muertos.
Huesos y piedras con agujeros.
Vimos un jeep parado a lo lejos. El hermano de Bodoo llegó a su altura, aparcó al
lado y apagó el motor. Había una figura durmiendo en la parte de atrás, cubierto por
un sombrajo improvisado.
—¿Estás bien, forastero? ¿Necesitas ayuda? ¿Quieres agua?
—Sí —dijo la figura, incorporándose de repente y mostrando la cara, que estaba
mascando chicle—. Necesito tu jeep. El mío parece estar averiado.
Punsalmaagiyn Subahtaar disparó dos veces a quemarropa: una bala para cada
uno de los ojos de mi huésped.
Nadie responde. La luz del fuego es incolora. Afuera debe de ser de noche, si es
que existe un afuera. Estoy desnudo y sin huésped. Todas las caras miran en la misma
dirección, y todas tienen todas las edades posibles. Una de ellas tose. Es el hermano
de Bodoo, curadas ya las heridas de sus ojos. Intento transmigrar a él, pero no puedo
habitar una sombra. Nunca he conocido un silencio tan profundo. Siendo lo que soy,
creía entenderlo casi todo. Pero no entiendo casi nada.
Una figura se levanta y sale del ger a través de una cortina. ¿Así de fácil? La sigo.
—Lo siento, no puedes pasar por aquí —me dice una niña en la que no había
reparado y que no tendrá más de ocho años, diminuta y delicada como una anciana.
—¿Me lo vas a impedir?
—No. Si encuentras una puerta, eres libre de franquearla.
Unos reyezuelos aletean.
Toco la pared. No hay ninguna puerta.
Volvía a estar dentro de un huésped humano y las paredes del ger latían llenas de
vida, un auténtico hervidero de vísceras, angustia y voces. Exploré los cuartos de
arriba, ¡pero no encontré nada! Nada de recuerdos ni de experiencias. Ni siquiera un
nombre. Apenas un «yo». ¿De dónde procedían esas voces? Busqué más a fondo.
Había susurros y una patente efusión de bienestar. Intenté abrirle los ojos a mi
huésped para ver dónde me encontraba, pero no se abrían. Comprobé que fuesen ojos
de verdad, y sí, lo eran, pero mi huésped nunca había aprendido a abrirlos, y por eso
Otro ger. Una hoguera, calidez y la sombra de unas astas. Procuré enterarme de
nuestra posición. Bien. Una noticia buena y otra mala: mi nuevo huésped era una
mongola y se encontraba en Mongolia… pero estaba mucho más al norte del lugar al
que Bodoo se dirigía. Estaba en la provincia de Renchinhumbe, no muy lejos de la
frontera rusa, cerca del lago de Tsagaan Nuur y de la ciudad de Zoolon. Ya era
septiembre y pronto llegarían las primeras nieves. La comadrona era la abuela del
bebé del que yo acababa de salir; sonreía a su hija mientras le anestesiaba el cordón
umbilical con un pedazo de hielo. Tenía el pelo enmarañado y la cara redonda como
la luna. Al fondo, una tía trajinaba con cazuelas de agua caliente y retazos de tela y
piel, canturreando. Lo único que se oía era esa melodía monótona y suave.
Eran las primeras horas del día. Había sido un parto largo y difícil. Le alivié el
dolor sumiéndola en un profundo sueño, y ayudé a su cuerpo a cicatrizarse. Mientras
mi huésped dormía, tuve tiempo de preguntarme dónde había estado desde que
Suhbataar disparó a mi huésped anterior. Aquel ger tan extraño, ¿habría sido una
alucinación mía? ¿Pero cómo iba a serlo? Yo soy mi propia mente… ¿O es que, como
los humanos, también tengo una mente dentro de mi mente sin tener conciencia de
ello? ¿Y cómo es que he vuelto a nacer en Mongolia? ¿Por qué, y por quién? ¿Quién
era el monje del sombrero amarillo?
¿Quién me dice que no hay otros noncorpa viviendo dentro de mí, controlando
mis actos, como un virus dentro de una bacteria? Si así fuese, me daría cuenta,
seguro.
Pero eso es justo lo que se creen los humanos.
El borracho había cerrado los ojos y tenía la cara metida en su plato de albóndigas
frías. Todo el mundo guardaba silencio. Había tres niños pequeños sentados al otro
extremo de la mesa, embelesados por el cuento. Beebee se acordó de su hija recién
nacida. Miré la foto de Bodoo en el periódico y me pregunté quién habría sido
realmente aquel hombre al que solo había conocido a través de los recuerdos de otros.
El restaurante fue quedándose vacío y las conversaciones volvieron a centrarse en
los últimos combates de lucha libre. La presencia de los dos comensales de ojos
redondos no había dado más que para un breve cotilleo. Vi cómo Sherry le
cuchicheaba algo a Caspar y cómo la cara del chaval se iluminaba con una sonrisa, y
supe que estaban enamorados.
Mi empeño era vano. Buscar el origen de un cuento es como buscar una aguja en
un pajar. Debería transmigrar a Sherry o a Caspar y reanudar mi búsqueda de
noncorpa en otras tierras.
El cazador barbudo entró arma en mano. Me vino a la cabeza el recuerdo de
cuando me dispararon, pero el cazador apoyó su rifle contra el muro y se sentó al lado
de Beebee. Empezó a desmontarlo y a limpiar todas las piezas, una por una, con un
trapo manchado de aceite.
Hay tres animales, dice el monje del sombrero amarillo, que piensan en el destino
del mundo. Soy un niño de ocho años. ¡Y tengo cuerpo propio! Estamos en una
cárcel, dentro de una celda más pequeña que un armario, iluminada únicamente por la
luz que filtra una rejilla diminuta, del tamaño de una mano, que hay en un rincón.
Aunque apenas mido un metro veinte, no quepo de pie. Llevo aquí una semana y los
dos últimos días no he probado bocado. Ya me he acostumbrado al hedor de nuestros
propios excrementos. El hombre de la celda vecina se ha vuelto loco y gime con voz
quebrada. Lo único que alcanzo a ver por la rejilla es la rejilla del sarcófago
paredaño.
Corre el año 1937. La política de ingeniería social del camarada Choibalsan, un
puro calco de la de Josef Stalin en la lejana Moscú, está en su apogeo. Cada semana
se celebran en Ulan Bator juicios ejemplares abiertos al público. Han ejecutado a
varios miles de agentes al servicio de la inminente invasión japonesa desde
Manchuria. Nadie está a salvo. Al ministro de Transportes lo han condenado a muerte
acusado de haber provocado accidentes de tráfico. La demolición de los monasterios
está bastante avanzada. Primero se dispararon los impuestos y luego dio comienzo la
«reeducación». A mi maestro y a mí nos han declarado culpables de adoctrinamiento
feudal, nos lo dijo ayer la mano que nos trajo un poco de agua. Creo que fue ayer.
Han abierto las tapas de los sarcófagos vecinos y se han llevado a rastras a sus
indefensos ocupantes.
—Tengo miedo, maestro —digo.
—Entonces voy a contarte un cuento —dice el monje.
—¿Nos van a fusilar?
—Sí.
A mi maestro le duele cuando habla. Los culatazos le han reducido los dientes a
unos cuantos trocitos puntiagudos.
—No quiero morir —digo, pensando en mis padres. Les puedo ver la cara. ¡Mis
padres! Humildes pastores que se deslomaron para poder colocar a su hijo en un
monasterio a base de sobornos. Cinco años después, su ambición me ha supuesto una
condena a muerte.
—No vas a morir. Le prometí a tu padre que no ibas a morir, y no morirás.
—Pero a los otros los han matado.
—No te van a matar. ¡Y ahora escucha! Esto son tres animales que piensan en el
destino del mundo…
Presente. La abuela está inmóvil. Me gustaría leerle la vida, averiguar por qué la
Sí, ha sido un verano frío y lluvioso en esta nuestra ciudad, ya de por sí fría y
lluviosa. Contaba Jerome que para convencer a la gente de que se viniese a vivir a
esta ciénaga de escarcha y lodo Pedro tuvo que prohibir a todos los constructores
trabajar en otro rincón del Imperio, desde el Báltico al Pacífico. Y me lo creo.
Ahora la sala está desierta —ni la estatua de mármol de Poseidón ni estos cinco
cuadros atraen a las masas, y eso que uno es de Delacroix—, así que me levanto y
voy hasta la ventana para estirar las piernas. ¿No se pensarán que Margarita Latunski
se pasa siete horas sentada sin moverse, verdad? El vidrio frío me besa la punta de la
nariz. Muros y muros de lluvia, remontando el Neva desde el Báltico. Pasan por
delante de la nueva refinería de petróleo construida con marcos alemanes, de los
muelles, del puerto, de la base naval, toda oxidada, del Fuerte de San Pedro y San
Pablo en la isla de Zayachi, donde conocí a Rudi, y por encima del puente del
Lugarteniente Schmidt, adonde hace muchos años solía ir con mi ministro del
Politburó, bebiendo cócteles en el asiento de atrás de su enorme Zil negro con
banderitas encima de los faros. Ven aquí, no te hagas la sorprendida. ¡Acuérdate de
con quién estás hablando! No le hacíamos daño a nadie: su mujer estaba feliz de la
vida tumbada en una playa del mar Negro con sus cándidos infantes. Probablemente
tuviese una fila de jóvenes sátiros cosacos guardando cola para masajearla debajo de
las paletillas.
Giro sobre mis talones para darle la espalda a todo eso y me marco una mazurca
por el resbaladizo suelo de madera. Quién sabe si ya hacían lo mismo en tiempos de
la emperatriz Catalina. Me la imagino improvisando, tal vez en esta misma sala, unos
pasos de baile con el joven Napoleón, o tonteando con el impetuoso Tolstói, o
excitando a Gengis Khan dejando entrever su pantorrilla imperial. Me identifico con
cualquier mujer capaz de tener a hombres poderosos y violentos comiendo aceitunas
de entre los dedos de sus pies. La emperatriz Catalina también era de origen humilde,
me contó Jerome. Sigo con mis vueltas y mis piruetas, recordando las ovaciones que
solía llevarme en el Teatro Pushkin.
Ya falta poco para mi cumpleaños. Uno más. Por eso Rudi no Ha tenido tiempo
de verme últimamente. Sabe que me encantan las sorpresas.
Las seis menos cuarto. Estamos echando a los rezagados. La lluvia no para y los
minutos no pasan. Ahora mismo el conservador jefe Rogorshev debe de estar
acicalándose en su cuarto de baño privado. No son muchos los hombres aficionados a
hacerle la manicura a su propio cadáver. Cómo me apetece un cigarrillo. Dios, cuanto
antes salgamos Rudi y yo de este maldito lugar, mejor. A veces le digo:
—Hey, Rudi, ¡vamos a llevarnos diez de los gordos en una noche! Unos picassos,
unos cézannes, unos grecos y en setenta y dos horas podíamos estar comprándonos
chalets en Suiza con la pasta que ya tenemos, y después ir vendiendo cada año un
trozo de nuestra gallina de los huevos de oro.
Lagos, yates, esquí acuático en verano. Ya tengo pensado cómo va a ser mi
tocador. Voy a tener un abrigo de leopardo hasta los tobillos. Los lugareños me
llamarán la Dama Bielorrusa, y todas las mujeres me tendrán celos y obligarán a sus
maridos empresarios a mantenerse alejados de mí. Pero no tienen por qué
preocuparse, que yo tendré a Rudi. Cuando se aleje de todas las distracciones de los
bajos fondos rusos sentará la cabeza. En verano enseñará a nuestros hijos a nadar, y
en invierno nos iremos todos a esquiar. Como una familia.
—¡Vamos a hacerlo! Gregorski nos consigue los visados —le digo—. ¡Es muy
fácil!
—¡Qué va a ser fácil! —me dice—. ¡Olvídate por un momento de que eres una
mujer y usa el cerebro! Si hasta ahora nos ha ido bien es porque no hemos sido
avariciosos. Si nos ponemos a robar cuadros sin que a Jerome le dé tiempo a
—¡Te amo! —grita el conservador jefe Rogorshev, dando saltos arriba y abajo
con mi sujetador enrollado en el cuello. ¡Que viene el conejito! ¡Vamos, trágame
entero, únete a mi, bomboncito mío! ¡Mira cómo te muerdo y te devoro! ¡Que viene
el conejito! ¡Destrózame, puta mía, hazme tu esclavo, te amo!
Sé que se está imaginando que soy Tatiana. Por mí no hay problema. Para poder
soportarlo yo me imagino que él es Rudi. A ver si acaba pronto y puedo fumarme un
cigarrito. Voy a robarle unos habanos para dárselos a Rudi, así podrá impresionar a
sus clientes. Coloco las piernas alrededor de la cintura de hipopótamo del
conservador jefe Rogorshev para que termine antes. Gime como un niño lanzado
cuesta abajo en un cochecito despendolado, y, gracias a Dios, enseguida suelta su
gruñido de ahogado y las patas de su chaise longue dieciochesca dejan de crujir.
—Dios mío, te amo —dice, besándome el esternón. Por un instante me pregunto
si lo dirá en serio, si existe una alquimia capaz de transmutar lujuria en amor—. ¿No
estarás celosa de Tatiana, verdad? Ella nunca podría sustituirte, que lo sepas,
Margarita, amor mío…
Hago un anillo de humo y lo veo girar en los rincones de su despacho, donde la
tarde se va espesando. Me imagino un corro de cisnes salvajes y le doy unas
palmaditas en la calvorota, ahora que está sin el peluquín. Últimamente no se molesta
ni en quitarse los calcetines. Un retrato suyo, ridículamente favorecedor, domina la
estancia desde detrás del escritorio. El verdadero hombre del destino.
Todos los alquimistas eran unos farsantes y unos embusteros, pero no importa.
Me ocuparé de Rudi. El todavía no lo sabe, pero en Navidades estaremos en Zúrich.
Menos en invierno, que cojo el metro, por lo general prefiero ir a pie. Si hace
bueno, voy andando hasta el puente Troiski y atravieso los Campos de Marte, donde
esperan las mujeres. Pero si llueve, bajo por la Perspectiva Nevski, una calle de
fantasmas donde las haya. Jerome dice que todas las ciudades tienen su calle de
fantasmas. Paso por delante del palacio Stroganov y de la catedral de Nuestra Señora
de Kazan, de las oficinas de la Aeroflot, del destartalado Café Armenio y del piso
donde hacía el amor con aquel miembro del Politburó, que ahora es una oficina de
American Express. Y de todas esas tiendas nuevas, Benetton, HäagenDazs, Nike,
Burger King, una que solo vende carretes de fotos y llaveros, otra que solo vende
relojes Swatch y Rolex. Las calles céntricas se están volviendo iguales en todo el
mundo. En el paso subterráneo, una fila muy ordenada de mendigos y músicos
callejeros. En un quiosco compro un paquete de cigarrillos y una botella pequeña de
vodka. En ningún lugar del mundo hay músicos callejeros como los nuestros. Un
saxofonista, un cuarteto de cuerda, un suspiro de mujer tocando el didgeridoo y un
coro ucraniano, todos compitiendo por calderilla. A veces les doy dinero a los curas.
No sé por qué, pues ellos nunca me han dado nada a mí. Los mendigos suelen llevar
letreros con su dramón particular, a menudo traducido a varios idiomas. Los únicos
que se molestan en leerlos son los turistas. San Petersburgo está repleta de historias
Jerome está preparando el té. Sus gestos son automáticos, como los de un
mayordomo. Rudi se retrasa, una vez más. Generalmente llega tres cuartos de hora
tarde. Es un precioso día de verano y las calles y parques de la isla Vasilevski
espejean en el calor del mediodía como si estuviesen bajo el agua.
—¿Por qué huele así el té?
Jerome se queda pensando un instante.
—No sé como se dice «bergamota» en ruso. Es la cáscara de un tipo de cítrico.
—Ajá —digo sin más—. Qué taza tan bonita.
Jerome me pasa una taza con un platillo y se sienta. Habla ruso con soltura, pero
Hoy es mi cumpleaños.
Para la edad que tengo no me deberían doler tanto los pies.
El local estaba vacío y olía a maderas oscuras y a café. Cuando empujé la puerta,
las motas de polvo se arremolinaron en las franjas de luz solar. Sonó una campanilla.
Al fondo se oía una radio. Tatiana no había llegado todavía, y eso que yo me había
retrasado.
—Hola, Margarita.
Tatiana se movió ligeramente, emergiendo de la oscuridad. El pelo le brillaba con
reflejos dorados. Llevaba un elegante vestido de terciopelo negro que realzaba su
esbelta silueta. Resultaba atractiva, había que reconocerlo. Para hombres como
Rogorshev.
—No la había visto.
—Pues aquí estoy. Bueno, siéntese. Muchas gracias por venir. ¿Qué quiere tomar?
El colombiano es excelente.
¿Qué quería? ¿Impresionarme?
—Pues entonces un colombiano, cuando se despierte la camarera.
Un hombre apareció al fondo.
—¿Un colombiano? —dijo con marcado acento ucraniano.
—Sí.
Chasqueó la lengua y volvió a desaparecer.
Tatiana sonrió.
—¿Le sorprendió que le llamase? —me preguntó con tono de psicoanalista.
De lo único que me acuerdo del piso de Tatiana es de un sobrio reloj que sonaba
como piedras lanzadas a un pozo muy hondo. Todo relucía y oscilaba, y tenía a
Tatiana cerca, diciéndome que quería algo, estaba muy cariñosa y por un momento no
quise irme. En un momento dado me acuerdo de que hoy es mi cumpleaños y trato de
decírselo a Tatiana, pero se me olvida lo que le iba a decir. Recuerdo a Tatiana
metiéndome en un taxi y dándole mi dirección al taxista mientras le paga la carrera
por adelantado.
Rudi estaba en casa cuando llegué. Serían más o menos las tres de la mañana.
Dudé un instante antes de entrar. Va a querer saber de dónde vengo. Puedo hablarle
tranquilamente de Tatiana, no creo que se lo tome a mal. Si quiere, que la llame para
comprobarlo, aunque por supuesto confía plenamente en mí.
Giré la llave, abrí la puerta y me llevé el susto de mi vida: Rudi en calzoncillos en
mitad del recibidor y apuntándome con la pistola. Un subidón de adrenalina me quitó
de golpe la tontería. A su espalda, la luz del baño estaba encendida y había un grifo
No hay nadie en la sala, así que voy hasta la ventana para desentumecer las
piernas. Se avecina una tormenta y el aire está tenso como la piel de un tambor. Hoy,
de camino al museo, la ciudad parecía hervir bajo las nubes. El Neva está tumefacto y
viscoso, como una mancha de petróleo. La semana que viene hay elecciones y la
ciudad está plagada de furgonetas con altavoces de sonido metálico que hablan de
reforma, integridad y confianza.
Un mosquito me zumba en el oído. Lo aplasto de un manotazo y le sale una gota
de sangre humana del fuselaje. Busco algo con que limpiarme y escojo la cortina. Se
acerca la guía, así que vuelvo a sentarme rápidamente. La guía dobla la esquina,
hablando japonés. Lo único que capto es la palabra «Delacroix». Dentro de ocho días
la mismo guía repetirá las mismas palabras señalando con el mismo puntero a un
cuadro completamente distinto, y solo lo sabrán seis personas en todo el mundo:
Rudi, Jerome, Gregorski, el tal Suhbataar, el comprador chino y yo. Jerome dice que
el crimen perfecto es aquel que nadie sabe que se ha cometido. Los borregos asienten
con la cabeza y yo me río para mis adentros. Hoy ya han fotografiado unas cuantas
falsificaciones, privilegio por el cual han pagado la tarifa especial para visitantes
extranjeros.
Una niña pequeña se me acerca y me ofrece un caramelo. Agita la bolsa y me dice
algo en japonés. Tendrá unos ocho años, y nuestro maravilloso patrimonio artístico la
aburre soberanamente. Tiene la piel color café con leche. Lleva trenzas y luce sus
mejores galas, un vestido rojo con puntillas blancas. Su hermana mayor la ve, suelta
una risita y varios de los adultos se vuelven a mirar. Cojo un caramelo y el flash de
Hoy el conservador jefe Rogorshev parece estar evitándome, y eso que es el día
de nuestra habitual cita vespertina. Por mí no hay problema. Rudi me ha prometido
que el delacroix será nuestra última presa. Dice que está empezando a atar los cabos
sueltos de sus negocios, pero que no es algo que se pueda hacer de un día para otro, y
yo le entiendo, por supuesto. Le ha explicado la situación a Gregorski sin peros que
valgan, y Gregorski no ha tenido más remedio que plegarse a su voluntad. También
me ha dicho que igual tengo que ir yo por delante y quedarme unas semanas en el
hotel más lujoso de Suiza, hasta que pueda reunirse conmigo. No estaría nada mal.
Podría darle una sorpresa, comprar un chalet y tenerlo todo listo para cuando venda
sus acciones al mejor postor. Además de la pizzería —y por supuesto de la agencia de
modelos en la que trabajo cuando no estoy en el Ermitage—, Rudi tiene una empresa
de taxis, una constructora, un negocio de importación y exportación, es copropietario
de un gimnasio y socio capitalista de una cadena de clubes nocturnos, donde se
encarga de la seguridad y de las pólizas de seguros y tal. Rudi también es amigo del
presidente, que lo ha definido como arquetipo de la nueva generación de rusos que
guían a la Nueva Rusia a través de las aguas turbulentas del nuevo siglo.
Una comitiva diplomática acaba de honrar con su presencia la sala Delacroix. Los
embajadores son idiotas que solo saben hacer una cosa: rendirse pleitesía unos a otros
en los actos oficiales. Lo sé bien. He visto a muchos en acción, en la época en que
frecuentaba los círculos del poder. Estaban el jefe de seguridad, un agregado cultural,
el director del Palacio de Invierno, el conservador jefe Rogorshev —que hacía como
que no me veía—, un intérprete políglota y ocho embajadores. Sé de qué países eran
porque yo misma hice las invitaciones. Al francés lo he reconocido de inmediato
porque no paraba de interrumpir al intérprete para llamar la atención de los demás
sobre otros objetos. El alemán no hacía más que mirar la hora. Al italiano lo he
pillado mirándome el escote. El inglés no paraba de asentir educadamente con la
cabeza en dirección a los cuadros y de decir «exquisito». El americano estaba
grabando la visita con una cámara de vídeo como si fuese el dueño del museo y el
australiano le daba furtivos lingotazos a la petaca. Solo me quedan el belga y el
holandés, pero no he podido distinguir al uno del otro, aunque, bueno, ¿a quién le
importan esos dos? Un guardaespaldas por cabeza. Sabe Dios a quién se le ocurrió
que estos microbios necesitaban guardaespaldas. En mi época también conocí a unos
cuantos, por cierto. Mucho más divertidos que los embajadores.
El aire acondicionado pega una sacudida. Suena como si tuviese el estómago
revuelto.
Tatiana me empujó hacia delante pero el ganso Thewlicker que tenía entre las
piernas volaba más rápido que el mío y desapareció dando graznidos por una salida
de incendios, con un agarrador cubierto de hollín colgándole de una pata. Catalina la
Grande pasó en una barcaza real. La emperatriz estaba en avanzado proceso de
descomposición, toda agujereada y manchada de barro, pero yo tenía una botella de
aceite de oliva extra virgen y le eché un poco en los orificios. Rayos de luz irradiaron
de su piel. Se incorporó plenamente restablecida.
—Señora dije, haciendo una reverencia.
—Ah, Margarita, ¿cómo estamos esta noche? El conde de Arcángel nos pidió que
le transmitiésemos sus felicitaciones y su agradecimiento. Tenemos entendido que la
otra noche le proporcionó usted cierta asistencia.
—Fue un placer, Majestad.
—Solo una cosita más, señorita Latunski.
—¿Majestad?
—Sabemos que está llevándose nuestros cuadros en nuestras propias narices.
Estamos dispuestos a disculpar las fechorías que ha cometido hasta la fecha. Las dos
Rudi y yo siempre hemos mantenido una relación muy liberal. ¡No se dejen
engañar por las apariencias! Mi hombre es un diamante en bruto, y el amor que
sentimos el uno por el otro es profundo, intenso y verdadero. Los amantes que tuve
antes de Rudi eran hombres más viejos, que me cuidaban y protegían. No voy a negar
que Rudi me despierta un sentimiento maternal. Pero eso de que una mujer tenga que
ser la esclava de su hombre y ni siquiera pueda mirar a otro es una chorrada que,
gracias a Dios, desapareció con la generación hipócrita de mi madre. Si ella pensaba
así realmente, ¿de dónde salí yo? Tanto Rudi como yo salimos con otras personas: de
manera muy informal y sin que signifique nada. En un trabajo como el de Rudi, las
señoritas de compañía son fundamentales para una buena imagen. A mí no me
importa. No podría sacar adelante sus negocios si no tuviese buena imagen. No es
que yo ya esté demasiado vieja para ir con Rudi ni nada por el estilo, solo que ya me
conozco todo ese numerito, y, francamente, me aburre soberanamente. Rudi suele
presentarme a sus amigos de más alcurnia que, como se podrán imaginar, son siempre
muy ricos. Sabe que solía ser muy fiestera y no quiere verme amargada dentro de
casa. Los amigos de Rudi suelen venir en viaje de negocios y solo quieren un poco de
compañía femenina que les saque de paseo. Rudi es consciente de lo bien que se me
da tratar a los hombres y hacer que se sientan a gusto. Luego siempre se lo agradecen
a nivel crematístico, y a veces Rudi se empeña en recompensarme por el tiempo
invertido, aunque bien sabe Dios que el dinero no me interesa. No significa nada para
mí. Rudi sabe perfectamente que él es el centro de mi vida, igual que yo sé que soy el
centro de la suya.
Llamo a mi propia puerta usando el estúpido código de Rudi, pero no hay nadie
en casa. Ni el señor Suhbataar, ni Rudi, ni siquiera a pequeña Nemya. Me doy una
ducha para quitarme la mugre del día y el maquillaje. La sombra de ojos de color
verde y el colorete de color salmón succionados por el desagüe. El baño está mucho
más limpio que de costumbre: el señor Suhbataar siempre limpia lo que ensucia.
Limpia hasta lo que yo ensucio. No me fío de los hombres que limpian lo que
ensucian. Jerome es otro de esos. Prefiero mil veces un cochino como Rudi. Me
obligo a comer un huevo duro y me siento junto a la ventana a mirar el canal. Un
barco de recreo resopla río arriba con un cargamento de turistas. Distingo a mi hijo y
a mi hija entre los pasajeros, riéndose de algo que no alcanzo a ver. Unos mocosos
rubios. Quiero salir a la calle pero no sé adónde ir. Por supuesto que tengo muchos
amigos por toda la ciudad. O podría coger el tren nocturno a Moscú y quedarme en
casa de cualquiera de mis colegas de los tiempos del teatro. Hace años que no voy a
Moscú. Siempre están insistiéndome para que vaya a verlos, pero ya se lo he dicho:
es un problema de falta de tiempo. Ya los invitaré a Suiza cuando esté instalada, por
supuesto. Pueden quedarse en el chalet de invitados que voy a construir. ¡Se van a
morir de envidia! He decidido que voy a vivir cerca de una cascada para poder beber
agua fresca de los glaciares todos los días. El agua de San Petersburgo contiene tantos
metales que es casi magnética. Y voy a criar gallinas. ¿Por qué lloro?
¿Qué me pasa esta noche? Igual es que necesito un hombre. Podría ponerme mis
medias rojas de rejilla sin carreras y el vestido de terciopelo negro que Rudi me
compró la semana pasada como regalo de cumpleaños extra… y ligarme a cualquier
chaval con moto y chupa de cuero y espesa mata de pelo negro y mandíbula
pronunciada, solo para divertirme. Hace mucho que no lo hago. A Rudi no iba a
importarle, sobre todo si no se enterase. Como ya he dicho antes, tenemos una
relación muy moderna de toma y daca.
Pero no. Yo solo deseo a Rudi. Adoro sus hombros, sus manos, su olor, su
cinturón. Quiero sentir sus arremetidas, aunque duelan un poco. Miro las azoteas, los
chapiteles, las cúpulas, las chimeneas de las fábricas… Rudi está por ahí, en algún
lugar, pensando en mí.
Se aproxima un frente tormentoso procedente de Laponia. Miro hacia el punto en
que la noche se funde con la tormenta, y veo el lengüetazo de un relámpago. Dónde
se habrá metido mi gatita.
Oh Dios mío, oh Dios mío, Nemya no, mi pequeña Nemya querida. Me agaché y
miré debajo de la mesa. En lugar de una de las patas traseras tenía un amasijo de
raíces desgarradas. Creo que estaba demasiado cerca de la muerte como para sentir
dolor. Me miró a los ojos, tan serena como un Buda que desafía al sol con la mirada,
encaramado en una colina cualquiera. Se murió, y dejó que me precipitase sola a un
abismo sin fondo.
Una forma espantosa salida de los pantanos bajaba flotando por el Neva. Yacía de
espaldas y se dirigía lentamente hacia el puente Aleksandra Nevskogo, donde
aprovecharía uno de los pilones para trepar y, arrastrando sus dientes y sus muñones
por las calles, venir a buscarme.
¿Qué hago? ¿Qué es lo que tú haces siempre?
—¡Pregúntale a tu deseo! —ordena la serpiente.
Fui al dormitorio y marqué el número del móvil de Rudi, el de emergencia. El
silbido de la línea recordaba el batir de las olas, o acaso una cascada de monedas.
Gracias a Dios, escuché el tono.
—Rudi —dije bruscamente—, me han destrozado el piso…
Me contestó una voz de mujer. Una voz fría y metálica, tan petulante como la de
la guarra de la Petróvich.
—El número al que llama ha sido dado de baja.
—¡Dios mío! ¡Pues dalo de alta, zorra!
—El número al que llama ha sido dado de baja.
—El número al que llama ha sido dado de baja.
¿Qué?
Colgué. ¿Y ahora qué? Deseos. Yo quería Suiza, Rudi y nuestros hijos. Así que
me hacía falta el delacroix. Así de simple. Rudi estaría orgulloso de mí.
Es verdad eso de que cuesta más encontrar un taxi cuando te hace falta; y cuando
es cuestión de vida o muerte, ya olvídate. Eché a andar. Traté de hundir todos los
malos pensamientos, pero volvían a la superficie una y otra vez. Me concentré en las
pequeñas cosas que me rodeaban. Recuerdo los adoquines de la calle Gorokhovaya.
Recuerdo la piel aterciopelada de la chica que besaba a su novio en las escaleras del
jinete de bronce. Recuerdo las corolas de las flores envueltas en celofán alrededor de
la catedral de San Isaac. Recuerdo las estelas de los aviones que despegaban del
aeropuerto de Pulkovo con destino a Hong Kong o Londres o Nueva York o Zúrich.
Recuerdo la camisa de seda malva de una mujer que se reía. Recuerdo el cuero
marrón de una cazadora de aviador. Recuerdo la silueta acurrucada de un indigente
durmiendo en un féretro de cartones. Pequeñas cosas. El mundo está hecho de
pequeñas cosas en las que normalmente no reparamos. Los músculos de la mandíbula
me estaban matando.
La puerta de Jerome estaba cerrada por dentro. La aporreé con tanta fuerza que
puse histérico a un perro en otra parte del edificio. Jerome la abrió de golpe y me
—La felicito, señorita Latunski —dijo Suhbataar, cerrando con suavidad la puerta
de la cocina al salir—. En todo el ojo. Otra cosa más que tenemos en común.
¿Suhbataar?
—¿Dónde está Rudi?
—Cerca.
Sonrió y vi oro oscuro. Hasta ese momento no le había visto los dientes.
—¿Dónde?
—En la cocina —dijo Suhbataar, señalando con el pulgar por encima de su
hombro.
¡Todo va a salir bien! Los ojos se me llenaron de lágrimas de alivio. ¡Mañana por
la noche estaremos en Suiza!
—Gracias a Dios, gracias a Dios, yo… no sabía… yo… Nemya está muerta…
Señor Suhbataar, espero que comprenda lo de Jerome…
—Lo comprendo, Margarita. Le ha hecho un favor a Rudi. Los ingleses no son de
fiar. Son un pueblo de homosexuales, vegetarianos y espías de pacotilla. Este de aquí
—dijo, girando la media cabeza de Jerome con la punta del zapato— tenía previsto
vendernos a usted, a mí, a Rudi y hasta al señor Gregorski.
¡Rudi estaba a salvo! Corrí a la cocina y abrí la puerta de un empujón. Rudi
estaba tirado sobre la mesa, todavía con el mono de la empresa de limpieza puesto.
¡Borracho en un momento así! Lo amo con toda mi alma, ¡pero no era momento de
darle al vodka!
—Rudi, cariño, despierta…
Le sacudí los hombros y la cabeza se le balanceó de un lado a otro, en un ángulo
imposible, igual que la de Jerome. Entonces le vi la cara. Mi grito desgarrado cesó
tan bruscamente como había estallado. Retumbó por toda la ciudad. Sí, durará un
buen rato. El ruido de mi cabeza no se apagará nunca, no hasta que la tierra me cierre
los oídos y me selle los ojos con un beso. Viscosas lombrices de sangre se escapaban
retorciéndose de los ojos y narices de mi amado. Blanco como la cera, blanco como
la cera.
Suhbataar habló desde el salón en tono pausado.
Me vestí deseando haber tenido ropa limpia. La camisa tenía una quemadura que
olía a costo, entre una mancha de carmín y otra que preferí ignorar. Tenía la vejiga
como una colchoneta hinchable. Salí a tientas del dormitorio, encontré el aseo y eché
una meada cósmica. En serio, me tiré cincuenta y cinco segundos meando. En la
estantería, junto al cestito de flores secas perfumadas, había una foto de mi anfitriona,
Katy Forbes, con un tío joven de incipiente calva, en una barca bajo un sauce. Por un
momento me pregunté si no debería pirarme antes de que volviese el maridito, pero
luego recordé vagamente que Katy había dicho que estaba divorciada. Los dos
habíamos estado de acuerdo en que, puestos a perderlo todo y destrozarse la vida, era
preferible meterse en uno de esos planes de ahorro piramidales, que por lo menos
eran menos estresantes. Bueno, a lo que íbamos. Se imponía un desayuno tranquilo y
sin agresiones. Aunque era un poco raro, la verdad, pues normalmente las divorciadas
solo utilizan las fotografías de sus exmaridos para practicar el lanzamiento de dardos.
Tal vez sea su hermano. Me sacudí las últimas gotas, limpié las salpicaduras de la
taza con un gurruño de papel higiénico. Tiré de la cadena y mandé los
espermatozoides de la víspera al Mar del Norte. Tres segundos después se oyó un
aullido procedente de la ducha.
—¡No toques la puta cisterna hasta que salga de la ducha!
—¡Perdona!
Sé cocinar y la cocina de Katy estaba bien surtida. Las resacas nunca me quitan el
apetito. De hecho, me gusta enterrarlas vivas en comida. Puse un poco de aceite de
Es fácil perderse en estas calles del noreste de Londres. Hasta yo mismo estaba
medio perdido. Se van curvando sobre sí mismas formando travesías, callejuelas y
callejones sin salida. Hace unos meses me pasé una noche entera beneficiándome a la
campeona galesa de kickboxing femenino en una caravana por la parte de
Hammersmith. La chica decía que Londres le parecía un inmenso laberinto de
madrigueras de ratas gigantes. Yo le dije sí, vale, pero qué pasa si a las ratas les gusta
estar en su laberinto.
Como bien saben los verdaderos habitantes de la ciudad de Londres, cada línea de
metro tiene su propia personalidad y estado de ánimo. Victoria Line, por ejemplo, es
alegre, simpática y digna de confianza. Jubilee Line es la hija que no para de dar
disgustos: se ramifica hacia la periferia, proyecta eternos planes de ampliación,
serpentea hacia Greenwich, vuelve a bajar por debajo del río y termina perdiéndose
en dirección este. District Line y Circle Line, bueno, hasta la Muerte preferiría pillar
un taxi. Abarrotadas de currantes en dirección a los transbordos de King’s Cross o
Paddington y de turistas que no se conocen los atajos a los museos, es tan horrible
como imagino que debe de ser Tokio. Una vez tuve un profesor que nos pidió que le
demostrásemos que el recorrido de la Circle Line era realmente circular. Nadie lo
consiguió. En su momento aquello me dejó impresionado. Hoy lo que me impresiona
es que el tío lograse que le pagasen un sueldo por venirnos con esas paridas.
Docklands Light Railway es el nuevo rico del vecindario, con sus flamantes
estaciones: Prince Regent, West India Quay, Gallions Reach, Royal Albert. Seguro
que la estentórea Piccadilly no aprobaría toda esta vanagloria artistoide, y Bakerloo,
su tía gemela, tampoco. Central Line es la prima talludita: práctica, directa, no se
anda por las ramificaciones ni da rodeos innecesarios. Eso por lo que respecta a las
líneas principales, excepto la Metropolitan, que es tan aburrida que ni merece la pena
mencionarla, si acaso comentar que es de un bonito color fucsia y que es la que coges
para visitar a los moribundos.
Luego están las líneas raras, como las piezas más raras de Shakespeare. Pericles,
Hammersmith & City, East Verona Line, Titus de Waterloo.
En el mapa del metro la North Line es de color negro. Es la más profunda.
Registra el mayor número de suicidios, es más probable que te atraquen en ella que
en cualquier otra, y sus estudiantes de bellas artes tienen más probabilidades de
convertirse en las chicas Bond del futuro. La North Line tiene un no sé qué fatídico.
Los nombres de las estaciones: Morden, Brent Cross, Goodge Street, Archway,
Elephant & Castle, la resucitada Mornington Crescent. Estuvo cerrada durante años:
recuerdo que cuando el tren la atravesaba me imaginaba que estaba dentro de una
sonda submarina escudriñando el interior del Titanic. Sí, la North Line es la psicópata
de la familia. Esas estaciones de paredes desnudas al sur del Támesis que no con
En el triquitraque de los vagones capto un buen ritmo. Con un riff de blues por
encima… o tal vez algo iraní… Me lo apunto en el dorso de la mano. Un tufo a
marismas y prados… Ah, sí, el perfume de Katy Forbes.
¡Mírala! Mira esa chica. Febril. Alerta. Vestida de terciopelo negro, pero sin un
gramo de vulgaridad. Inteligente y despierta, ¿qué libro está leyendo? Y la piel… ese
negro perfecto del África Occidental, tan negro que tiene matices azulados. Esos
labios, espléndidos y orgullosos. ¿Qué está leyendo? Anda, muévelo un poquito hacia
aquí, cariño… ¡Nabokov! Lo sabía. ¡Tiene cerebro! Pero si no respeto las reglas y le
hablo, incluso si no respeto la regla de sentarme a mitad de camino y me siento un
poco más cerca de lo necesario, se sentirá amenazada y activará todas sus defensas.
Si nos hubiésemos conocido por casualidad en una fiesta, no se me presentaría
ninguno de estos problemas. La misma chica, el mismo yo. Pero el azar ha querido
que nos encontrásemos aquí, donde no podemos conocernos.
Con todo, es una bonita mañana, aquí, en la superficie del mundo. Le he salvado
la vida a una persona hace cuarenta minutos. El universo me debe una. Me levanto y
voy hacia la chica antes de volvérmelo a pensar.
Ya iba a decir «Disculpa» cuando de repente se abre la puerta del vagón y entra
un mendigo. Sus ojos han visto cosas que ojalá los míos nunca vean. En lugar de
media ceja tiene un tajo enorme. Hay mucho farsante por ahí, pero este no lo es. Pero
aun así. Hay miles de indigentes verdaderos, y como tengas que darle un poco a
todos, al final terminas en la calle tú también. Cuando eres un Marco, el último
recurso contra la indigencia es el egoísmo.
—Perdonen —su voz delata una fatiga tan profunda que no puede ser fingida—,
siento mucho molestarlos, ya sé que es muy violento para todos nosotros, pero es que
no tengo donde dormir esta noche, y hace un frío que pela. Hay una cama en el
albergue de Summerford, pero tengo que juntar doce libras y media antes de que
anochezca para que me dejen entrar. Si pueden ayudarme, háganlo, por favor. Sé que
todos ustedes tienen otras cosas en que pensar, y de veras que lamento molestarlos.
Pero es que no sé qué otra cosa decirle a la gente…
La gente mira al suelo. Mirar a un indigente ya supone firmar un contrato con él.
Hubo una época en que me planteé entrar en la organización filantrópica de los
Samaritanos. El supervisor se había pasado tres años viviendo en la calle. Recuerdo
La casa de Alfred es una de esas con forma de sujetalibros, alta y con una torre en
la esquina donde uno se imagina que se celebran las veladas literarias. Así era, de
hecho. Por aquí pasaron el joven Derek Jarman, y Francis Bacon, y Joe Orton antes
de tener éxito, además de un reguero de filósofos menores y literatos en su día
famosos. Los visitantes de la casa de Alfred son como los grupos de rock que tocan
en las universidades: son todos o futuras estrellas o estrellas pasadas. Los que fueron
algo y los que podrían serlo. Aquí fue donde, en los años sesenta, Alfred intentó dar
comienzo a un movimiento humanista. Su idealismo lo condenó al fracaso. Los
obispos de la Campaña por el Desarme Nuclear y aquel otro tío, Colin Wilson[9],
todavía se dejan caer de vez en cuando. ¿Les suena de algo ese nombre? ¿A que no?
Pues a eso me refiero.
Por lo general, tardan bastante en venir a abrir la puerta. Roy es demasiado
espiritual como para percatarse de cosas como los timbres, sobre todo cuando está
componiendo. Alfred es demasiado sordo. Llamo educadamente al timbre cinco
veces, observando los hierbajos que crecen entre las grietas de la escalera, antes de
empezar a aporrear la puerta.
La cara de Roy se materializa en la oscuridad. Ve que soy yo, sonríe y se reajusta
el bisoñé. Abre la puerta de un empujón y casi me afeita la punta de la nariz.
—Oh —dice—, ¡hola! Pasa… esto… —Advierto que le pasa lo mismo que a mí
con los nombres—. ¡Marco!
—Hola, Roy. ¿Cómo estás esta semana?
Roy tiene un acento a lo Andy Warhol. Habla como si le dictasen las palabras
desde Andrómeda.
—Jolines, Marco… pareces un médico. Pero tú no eres médico… ¿verdad?
Mientras me alejaba de casa de Alfred las nubes se deslizaban hacia Essex dando
paso a una cálida tarde, dorada y luminosa. Cualesquiera que fuesen las
preocupaciones de Alfred y Roy, eran problema de ellos. Yo, por mi parte, me
dediqué a mordisquear los tropezones de trufa de mi helado de fresa. Sobre los
charcos flotaban columnas de mosquitos, y los árboles se secaban gota a gota. Pronto
se convertirían en árboles invernales. En alguna calle cercana una furgoneta de
helados tenía puesta la canción Oranges and lemons. Un par de chavales sentados en
una tapia aprendían a manejar el yoyó. Qué bien que todavía hay niños que juegan al
yoyó. Fi, mi madre biológica, llama a esta época del año «el veranillo del
membrillo». ¿A que es bonito? Me sentía bien. Roy me había dado un poco de dinero
de extranjís, enrollado alrededor del helado de fresa. También se había empeñado en
que me llevase una horrorosa cazadora de cuero verde. Al principio me resistí, pero
consiguió ponérmela no sé cómo, y mientras me subía la cremallera se acordó de que
Tim Cavendish había llamado por teléfono para pedirme que, si podía, me pasase a
verle esa misma tarde. Roy me pidió perdón al oído por no poder darme más dinero,
pero es que esa semana había tenido que denunciar ante la Cámara de los Lores a un
fulano que había huido a Zimbabwe con una maleta llena de dinero suyo, y los
honorarios del abogado ascendían a noventa y dos mil libras.
—Una pasta, Marco —me susurró Roy—, pero tenía que hacerlo, era una
cuestión de principios.
El fulano seguía en Zimbabwe, y la maleta también.
Ser íntegro es una putada. En serio. Mentir puede traerte complicaciones, pero si
lo que de verdad quieres es terminar hundido en la mierda, basta con decir siempre la
verdad y nada más que la verdad.
Oxford Street era un hormiguero cuando me apeé del autobús. Oxford Street es
una de esas cosas que nos siguen queriendo vender aunque ya se les ha pasado el
arroz, como el festival de Glastonbury o Harrison Ford. Aquí se siente el sabor
metálico de la contaminación. La tienda Doctor Martens me deprime. Las
pantagruélicas tiendas de discos excluyen toda posibilidad de descubrir algo
inesperado. Los grandes almacenes están repletos de objetos para personas que no
deben de mover un dedo cuando se cambian de casa: bañeras imperiales con
agarraderas doradas y collies de porcelana de tamaño natural. De los restaurantes de
comida rápida de Marble Arch sales con más hambre que cuando entraste. Lo único
bueno de Oxford Street son las chicas españolas que andan siempre por Tottenham
Court Road repartiendo propaganda de cursos de idiomas en oferta para pagarse las
clases de inglés. Gibreel se cepilló una vez a una fingiendo que acababa de llegar del
Líbano y que no hablaba inglés. En un puesto cercano a Oxford Circus le compré a
Poppy una camiseta con un cerdito para subirle el ánimo, lo bastante grande como
para que le sirviese de camisón. Luego pasé por delante del cartel de una agencia de
viajes, o más bien me aplastó contra él una súbita oleada de cuerpos, y me sentí
pequeño y más viejo de lo que soy y perdí de vista la franja de cielo allá en lo alto,
y…
—¡Marco!
Me había dejado llevar hasta Leicester Square atraído por las chicas europeas con
mochila, las luces y los colores, y un vago propósito de ver si en el laberinto que
rodea a la librería Henry Purdes de Charing Cross Road habría nuevos libros en
Poppy y yo tuvimos una discusión hace unas pocas semanas, y ella terminó
diciéndome:
—¿Sabes una cosa, Marco? Tonto no eres, pero para ser alguien tan inteligente a
veces estás completamente ciego.
No supe qué responderle, así que solté alguna gracia idiota. No me acuerdo cuál.
Es hora de volver a casa.
El sábado es día de mercado en Old Moon Road, así que The New Moon estaba
de bote en bote: ruido, humo, gruñidos, bolsas de verduras y antigüedades. Moya
estaba jugando a los dardos con su nuevo novio, un recluta llamado Ryan. Moya y yo
nos lo hicimos juntos una noche en la que andábamos con picores. No fue una buena
idea.
Sylv estaba haciendo su turno con Derek, el camarero a tiempo parcial.
—Marco, te ha llamado un tal Digger. Le he dado el número de tu casa.
Oh, no.
—¿En serio? ¿Y qué quería?
Como si no lo supiese.
—No me lo ha dicho. Pero menos mal que no se llama Kruger.
Sylv no está en muy buenas condiciones. Siempre tiene los párpados de un rosa
encendido, y en sus peores días se le ponen rojos y agrietados. El señor Entwhistle,
uno de los parroquianos, me contó que Sylv sufrió un aborto la noche de la bomba.
¿Cómo consigue la gente superar algo así? Yo que me desmorono solo con abrir las
facturas de la tarjeta… Pero estamos rodeados de gente que sobrevive. El mundo
funciona a base de gente anónima que supera adversidades. Y últimamente Sylv está
sonriendo un poquito más. Si me pasa eso a mí, cierro el quiosco —si tuviese quiosco
que cerrar— y me voy a vivir al condado de Cork. Pero The Old Moon perteneció a
la familia de Sylv desde hace generaciones y no piensa moverse del New Moon.
Cuando hay muchos clientes les echo una mano, sobre todo si ando retrasado con el
alquiler.
Hay cuatro tramos de escaleras entre el bar y mi habitación. La subida es
empinada, y de noche la escalera da un poco de repelús; a veces hasta de día. El
edificio tiene varios siglos de antigüedad. Tengo una vista muy bonita de la curva que
traza el Támesis hacia Greenwich formando un estuario. A lo lejos se divisa Tower
Bridge. Era una noche despejada y se veían las farolas hasta Denmark Hill y
Dulwich.
Si de verdad me fuese a vivir al condado de Cork, en menos de dos semanas
estaba cogiéndome el barco de vuelta.
«Marco, perdona que te moleste, soy Tim Cavendish. Estamos teniendo una ligera
crisis familiar. Al parecer, el bufete de mi hermano en Hong Kong se está yendo al
garete. Menudo lío… que si la policía china, que si cuentas congeladas, y yo qué sé
qué más… Esto, ¿por qué no te pasas a mediados de la semana que viene y vemos
cómo todo esto podría afectar a mi capacidad para publicar el libro de Alfred?…
Esto, lo siento en el alma. Adiós».
Habría preferido a Digger.
«Marco, soy Rob. Dejo el grupo y me voy a vivir con Maxine a San Francisco.
Adiós».
No hay problema; Rob deja el grupo una vez al mes. Además, así ya no tengo que
componer más canciones con partes para campanillas. A por el último obstáculo. Por
favor, Dios mío, que no sea Digger. Si no puede ponerse en contacto conmigo, no
podrá amenazarme.
«Querido Marco, soy Digger, del estudio de grabación Fungus Hut. ¿Cómo estás?
Yo bien, gracias. Este es un mensaje amistoso para recordarte que nos debes 150
libras y que como no pagues antes de las cinco de la tarde del martes, el miércoles me
Encima irónico, el muy cabrón. ¡Tanto alboroto por 150 libras de nada! ¡Soy un
artista, por el amor de Dios! Seguro que no se pondría tan gilipollas si la pasta se la
debiese Mick Jagger. Ya se me ocurrirá algo.
Eran ciento cincuenta libras en billetes de cinco, tan nuevos que crujían. Qué
simpática coincidencia: justo lo que necesitaba para liquidar la deuda con Digger y
recuperar mi batería. Por desgracia, el primo de Gibreel y Kemal me acompañaron al
cajero para cambiar la pasta por fichas antes de que pudiese pensar en un modo de
esfumarme por la boca de metro más cercana.
De manera que tuve que sonreír y aguantarme mientras cambiaba mi batería por
treinta redondelitos de plástico.
—Ahora —dijo Kemal— vamos a separarnos. Lo mío es el póquer. Nos vemos a
las doce en el hall de arriba. Gibreel y Marco: a las doce. No os retraséis ni un
minuto, o la apuesta quedará anulada y os convertiréis otra vez en calabazas.
Primo Rico entró pavoneándose en el bar para abanicarse con su dinero y escoger
a una mujer.
Antes de sentarme me di una vuelta para captar todos los detalles. Al pisar la
alfombra, de un lujoso violeta, me dieron ganas de ponerme en bata y zapatillas.
Hombres de esmoquin se mezclaban con mujeres con vestidos de seda. Había unas
cuantas mujeres raras y exóticas que estaban como pez en el agua bajo las lámparas
de cristal. Personajes sonrientes encerrados en oníricas cámaras de descompresión.
Un pijeras hacía pijadas y una señora mayor graznaba como un cuervo. El verde del
tapete y el dorado de las ruletas los habían robado del país de las hadas, debajo de la
colina. La ruleta giraba tan rápido que parecía que no se movía, y la bola parecía un
átomo de oro. Cuando salga de aquí habrán pasado tres siglos. Los tristes, los
aburridos, los discretamente desesperados, los locos de alegría y los mirones. Los
crupiers trabajaban como robots, sin mirar a nadie a los ojos. Alcé la vista para
localizar las cámaras, pero el techo estaba forrado de negro, como el de un plato de
televisión. No había ventanas ni relojes. Revestimientos de nogal, grabados de
caballos de carreras y galgos. Entré en una sala donde se jugaba al blackjack y al
póquer. Kemal ya estaba inmerso en una partida. Volví y me senté en un lateral para
poder ver la ruleta. Pedí un café esperando que fuese gratis. Eran las diez. Miraría
durante tres cuartos de hora para entender cómo se jugaba.
Pasaron veinte minutos. Un hombre que parecía Samuel Beckett unas pocas
semanas antes de morir se me sentó al lado, hurgándose en los bolsillos en busca de
un cigarro. Le ofrecí uno de los míos. Asintió con la cabeza, me cogió dos y comenzó
a mecerse reposadamente.
—Eres un novato que se pregunta por dónde empezar.
—Lo que me preguntó es cómo ganar —dije yo.
Vamos a ver —dijo. Se encendió el cigarrillo y dio una calada como un asmático
aspirando un inhalador—. ¿A qué quieres jugar?
—¿A la ruleta?
Habló con el cigarrillo en la boca, sin apenas mover los labios.
—Bueno, la americana tiene dos ceros, de manera que tienes más posibilidades de
perder. Quédate en la ruleta francesa. Si apuestas a los números, tienes un 2,7 por
ciento de posibilidades de perder. Si apuestas a los colores, un 1,35.
—No suena tan mal.
Samuel Beckett se encogió de hombros.
—Los porcentajes van sumando. Depende de cuánto tiempo juegues. Después de
Los servicios del casino estaban alicatados en mármol negro y los espejos era de
cobre ahumado. Me imaginé gángsters vestidos con trajes de colores pastel
disparándose en los riñones. Acababa de bajarme la cremallera cuando entró Primo
Rico, todavía con las gafas de sol puestas. Se puso a mi lado sin decir ni media.
El tío me puso tan nervioso que me cortó el pis, y eso que tenía la vejiga llena. La
suya, en cambio, era un ininterrumpido torrente que caía gorgoteando por el desagüe.
La orina desinhibida de la riqueza opulenta. Fingí sacudirme las últimas gotas, me
lavé las manos, y salí pitando en busca de otro cuarto de baño.
Escogí otra mesa con una crupier morena muy atractiva con pecas y piernas de
una largura inverosímil. Tenía pinta de haber podido ser un hombre en algún
momento de su vida. Parecía afortunada.
Esta vez me concentré más.
No tardé en bajar a setenta y cinco libras.
Gané unas cuantas y perdí otras tantas. Durante quince minutos fluctué en torno a
las sesenta libras antes de perder ocho veces seguidas y caer en picado hasta las
veinte libras.
Gibreel apareció detrás de mí.
—Llevo doscientas ochenta libras con el blackjack. La ruleta es cosa de idiotas.
—No se me ocurre ningún comentario inteligente.
—¿Eso es todo lo que te queda, hijo mío? Y solo son las once.
—Vete a paseo.
Estaba pasándolo mal. Quería largarme. Aposté todo lo que me quedaba al verde.
Si caía en verde, ganaría… treinta y cinco por ficha… setecientas libras. A lo mejor
Kemal tenía razón. A lo mejor todo este rollo del juego solo era cuestión de
proponérselo. ¡Setecientas libras! ¡Concéntrate en eso!
La ruleta empezó a girar, después fue perdiendo velocidad, ¡y que me cuelguen si
la bola no se posó en el cero verde!
Encerré mis dudas en el fondo de un pozo, pero las seguía oyendo aporrear la
trampilla. Volví a la mesa del principio con trescientas libras. Había otro crupier, un
chaval joven que seguramente se llamase Nigel o algo por estilo. Igual era de
Sabía que no había ganado a Gibreel, pero tenía cuatrocientas libras, más de las
trescientas que había sacado con la tarjeta. Desconté las ciento cincuenta iniciales,
que nunca habían sido realmente mías. Un modesto beneficio de cien libras. Más las
treinta de la chupa de cuero. Igual bastaba para aplacar a Digger, si le prometía
hacerles la manicura a sus mastines durante una semana. La batería volvía a ser mía.
Luego estaba el concierto de La Música del Azar el próximo fin de semana en la
Brixton Academy. Con eso debería alcanzarme hasta final de mes. Allí siempre nos
pagaban a tocateja porque el año anterior me había tirado un par de veces a la
organizadora de eventos del Sindicato de Estudiantes.
Gibreel parecía avergonzado en el hall del piso de arriba.
—Lo siento —estaba diciéndole a su primo—. El crupier debe de haber
neutralizado mi sistema.
—¡Amigo mío! —dijo Kemal, dando saltos de alegría. Yo permanecí impasible,
pero por dentro estaba como unas castañuelas. ¡Sí! Cien más trescientas hacen
cuatrocientas libras de beneficio, ¡y eso ya son palabras mayores!
El primo se sacó a regañadientes un sobre de color beige que Kemal le arrancó de
las manos.
—Muchas gracias amigo mío.
Canjeé las fichas rezando para tener el dinero entre las manos pegajosas antes de
que me reconociesen. ¿Todos los cajeros eran igual de lentos?
Finalmente me vi libre. Fui a buscar mi cazadora. Seguían sin reconocerme.
En una esquina del vestíbulo había un teléfono. Mientras me hurgaba en los
bolsillos en busca de monedas, Samuel Beckett se me acercó con aire despreocupado.
—A tus amigos los han convencido de que continuasen con su sincero
intercambio de pareceres en otra parte. Sin cuchillos.
—¿A quiénes?
El teléfono era de los antiguos. Uno de esos de círculos y ruedas que giran por
separado. Metí la moneda.
—¡Poppy! Soy yo.
—Vaya, vaya. Mira a quién tenemos aquí.
Irónica. ¿Cansada?
—Ya te dije que iba a una inauguración. Como un niño en una tienda de
caramelos. ¿Cómo está el pequeño trilobite?
—Se durmió de morros porque quería que le hubieses contado un cuento.
—He tenido un día complicado.
—Oh, pobre Marco.
—He tenido unos cambios de paradigma. Poppy…
—Y esos cambios de paradigma, ¿se te tienen que ocurrir a las tantas de la noche?
—Lo siento, es que es algo muy urgente… Verás, financieramente ya sabes que
no soy Rockefeller, pero… mira, en serio, me he preguntado si te apetecería hacer
una fusión de nuestro patrimonio, en sentido financiero, y quizás también
sentimental, por supuesto que eso solo sería la punta del… en fin, del iceberg de
nuestro compro miso, y si tú quisieses hacer lo mismo, entonces, a lo mejor…
—Marco. ¿De qué demonios estás hablando?
Recuerdo el sol que se filtraba por el tragaluz del despacho de Heinz Formaggio.
La vista parecía sacada de una ópera. Las montañas que bordeaban el lago Leman
estaban salpicadas de malva y plata. Junto a la orilla, bajo una extravagancia con
veleta de cobre, un jardinero con pinta de gnomo podaba una alfombra de césped
mientras Mercurio con su casco alado despegaba de un pedestal de mármol.
Heinz me había presentado al tejano como «señor Stolz». En el sofá había un
sombrero con capacidad para cuarenta litros. Se quitó las gafas de sol y me miró con
unos ojos que no le cerraban bien.
—Si te marchases ahora —razonaba Heinz—, estarías abandonando el proyecto
en una fase crucial. Eres el eje de un equipo de pesos pesados, Mo. Esto no es un
trabajito de sábado por la mañana del que puedes dimitir así por las buenas.
—Sí que puedo dimitir. Ya lo hice ayer. Vuelve a leerte la carta.
Heinz el amistoso.
—Mo, ya sé que el trabajo en un gabinete de estrategia tiene sus vicisitudes. Es
un entorno muy particular. Yo mismo tengo mis momentos de duda. Y estoy seguro
de que el señor Stolz también. —El tejano se limitó a mirarme—. Pero terminan
pasando. Te suplico que aparques esa decisión tan drástica hasta dentro de uno o dos
Al verme llegar por el sendero, el rostro enjuto que estaba asomado a la ventana
del colmado del Anciano O’Farrell volvió a sumirse en la oscuridad. La tienda no
tenía hora de apertura ni de cierre, pero la mujer del Anciano O’Farrell nunca recibía
El letrero del pub The Green Man rechinaba al balancearse. Maisie estaba
apoyada en el muro de piedra, mirando al mar con su catalejo. Brendan estaba en la
otra parte, trajinando en el huertecillo. Los últimos cabellos grises de Maisie se
habían vuelto blancos.
—Buenas, Maisie.
Agitó el catalejo en mi dirección y se le abrió la boca.
—¡Qué ven mis ojos! ¡El fantasma de Mo Muntervary ha vuelto para
atormentarnos! Vi un sombrero raro desembarcando del St. Fachina —dijo, bajando
el visor—, pero pensé que sería un ornitólogo que venía a ver si avistaba algún ganso
de Thewlicker. ¿Qué te has hecho en el ojo?
—Un electrón travieso me dio un puñetazo en un experimento en el laboratorio.
—Incluso cuando solo nos llegabas por las rodillas ya te chocabas con todo.
¡Brendan! ¡Mira quién ha venido! A ver, Mo, ¿por qué no viniste a la feria de verano?
Brendan se acercó cojeando.
—¡Mo! ¡Esta vez sí que nos has traído un tiempo magnífico! John estuvo aquí
anoche dándole a la Guinness, pero no soltó prenda de tu llegada. ¡Rayos y centellas,
menudo ojo morado! ¡Ponte un filete!
—Es que no quería que se armase un alboroto. Pero bueno, ¡qué preciosidad de
rosas! ¿Y cómo hacéis para que la madreselva se os desmadre así a finales de
octubre?
—¡Con estiércol! —contestó Maisie—. Fresco y jugoso de las vacas de Bertie
Crow. Eso y las abejas. Cuando te jubiles tienes que tener una colmena, Mo. Cuida de
La segunda vez que me desperté fue porque unos pasos vibraron en la superficie
del sueño. Esta vez sabía exactamente dónde me encontraba. ¿Cuánto tiempo? ¿Dos
minutos o dos horas? Pasos de verdad, corriendo sobre la grava, medidos y audaces,
con todo el derecho a estar allí. Levanté la cortina medio centímetro y vi a un chico
corriendo hacia Aodhagan en un túnel de llovizna.
Cielo santo. Mi hijo es un hombre. Me sentí orgullosa y resentida. Llevaba la
trenca abierta. Vaqueros oscuros, botas, la melena rebelde de su padre. Feynman se lo
quedó mirando desde su cercado sin dejar de masticar y Planck fue a su encuentro
meneando la cola.
—¡Mo! —gritó John desde el piso de abajo—. ¡Es Liam!
Se oyó un portazo. Liam sigue cerrando las puertas como si fuese un bebe de
elefante.
Me puse la bata de murciélago de John.
—¡Ya bajo! ¡Oye, John!
—¿Qué?
—¡Feliz cumpleaños, pirata miserable!
—¡El mejor de mi vida!
La fuerza fuerte, que impide que los protones de un núcleo se alejen velozmente
uno de otro a causa de la repulsión de sus cargas; la fuerza débil, que evita que los
electrones se estrellen contra los protones; la fuerza electromagnética, que lo mismo
sirve para iluminar el planeta que para preparar la cena, y la fuerza de la gravedad,
que cae por su propio peso. Desde que el universo era del tamaño de una nuez hasta
que alcanzó su diámetro actual, estas cuatro fuerzas han sido el acta constitutiva de la
materia, ya sea del núcleo de Sirio o de los conductos electroquímicos de los cerebros
de los estudiantes presentes en el aula magna de Belfast. Aburridos, atentos,
dormidos o soñando en las gradas del auditorio. Mordisqueando el lapicero o
prestándome atención.
La materia es pensamiento, y el pensamiento, materia. No existe nada que no se
pueda sintetizar.
Verano. Huw llegaba tarde a casa casi todas las noches, daba una cabezada y se
volvía a la oficina. Una sociedad de valores había quebrado y la onda expansiva se
estaba dejando sentir. A veces pasaba una semana entera y, de no ser porque
notábamos que se acababa la pasta de dientes, casi ni reparábamos el uno en el otro.
Todos los domingos, sin embargo, nos poníamos de tiros largos y salíamos a cenar a
algún sitio caro pero discreto. No quería arriesgarme a toparme con sus colegas.
Nunca se me ha dado bien mentir.
A menudo me quedaba toda la noche trabajando. Hong Kong nunca llega a
calmarse del todo, la luz del sol simplemente se apaga unas pocas horas. Los
ronquidos de Huw, el bendito triquitraque de las fábricas de Kowloon que explotan a
los obreros, esa bomba de bicicleta gigantesca, el ojo del ventilador y unas alas de
polilla en la pantalla del ordenador mostraron a la matemática cuántica la vía de
acceso a la sensibilidad.
Tres golpes secos en la puerta de John que fueron como el ruido de un cepo
cerrándose de golpe. Di un respingo, derramé el té y me quedé acurrucada al pie de la
escalera, lista para salir corriendo… pero ¿adónde? Solo había una puerta: tendría que
El viento marino subía y bajaba como las montañas, haciendo vibrar los cristales.
Liam bostezó, y yo también.
—Empate a uno. ¿No le pasará nada a Feynman?
—No. Siempre se acurruca detrás de su roca. ¿Dónde está tu padre?
—En su despacho, meditando.
Liam empezó a recoger el Scrabble.
—Me ha dicho Maisie que va a ser un invierno muy crudo. Previsiones
meteorológicas a largo plazo.
—¿Maisie? ¿Tiene antena parabólica?
—No, se lo han dicho sus abejas.
—Ah, claro, las abejas.
No me esperaba un agente de policía chino tan alto y tan cortés. Había sido
teniente en la vieja guardia del Príncipe de Gales y estaba al tanto del trabajo de Huw.
Anotó en su cuaderno nuestras respectivas versiones del atraco mientras bebía té
helado. Un tintero de sudor se le derramó en la camisa.
—Debo informarles de que los atracadores querían saber dónde se escondían los
gwai lo. Sus vecinos les dijeron que no había ningún gwai lo.
—¿Eso fue antes o después de que disparasen el arma? —pregunté.
No había tocado un piano desde que saliera de Suiza. Toqué un aria pasable de las
Variaciones Goldberg.
Liam tocó un precioso In a sentimental mood.
John medio improvisaba, medio recordaba.
—Esto es el cuervo en el muro… Esto es la turbina eólica… Esto es…
—¿Un puñado de notas al tuntún? —sugirió Liam.
—No. Es la música del azar.
—¡Ahora sí que sopla el viento! ¡Quizá mañana tampoco haya barcos, mamá!
—Quizá. Venga, Liam, háblame de la universidad.
—Tienen unos microscopios de electrones que son una pasada. Voy a hacer mi
tesis de primer año sobre superlíquidos, y he estado tocando el sintetizador en un
grupo, y he estado…
—… desflorando doncellas —interrumpió John con la boca llena de salchicha—.
Según Dennis.
—No hay derecho, mamá. —Liam se puso colorado como un tomate—. Habla
con el profesor Dannan una vez a la semana.
—Como llevo haciendo desde hace veinte años. ¿Por qué iba a dejar de hacerlo?
¿Solo porque ahora es tu tutor?
Liam bufó y se fue hasta la ventana.
—Ahí fuera parece que se vaya a acabar el mundo.
Schroedinger entró por la gatera y echó un vistazo alrededor con un aire
sumamente crítico.
—¿Qué pasa, gato? —le preguntó Liam.
Schroedinger escogió el regazo de John para exigir tributo.
La tormenta azotaba la isla.
El tercer día ya supe dónde estaba antes de abrir los ojos. El cuaderno negro
estaba a buen recaudo. La tormenta de la víspera había pasado y los primeros rayos
iluminaban las cortinas, concluyendo su viaje de veintiséis minutos en los excitables
electrones de mi retina. Soplaba un viento fresco, el cielo era luminoso y las sombras
de las nubes se deslizaban sobre Roaringwater Sound y las tres islas de Calf. Planck
estaba ladrando. Miles de niños árabes retozaban en el mar y se oía el silbido del
vapor que despedían sus heridas al contacto con el agua. Un ruido en las escaleras me
hizo darme la vuelta. El tejano llenaba todo el hueco de la puerta. Le quitó el seguro a
la pistola y apuntó, primero al cuaderno negro y luego a mí.
—Necesitamos que Quancog resurja, doctora Muntervary.
Me guiñó un ojo antes de apretar el gatillo.
Me quedé tumbada veinte minutos, tratando de calmarme. Los primeros rayos
Nuestra primera mañana juntos en esta casa, en esta habitación, en esta cama, fue
también nuestra primera mañana como marido y mujer. ¡Habían pasado veinte años!
La cama la había construido Brendan, y Maisie había pintado los asteres del
cabecero. La ropa de cama fue regalo de la señora Dunwallis, que también rellenó los
almohadones con las plumas de sus gansos. La granja de Aodhagan en sí fue un
regalo de bodas de Cath, la tía de John, que se había ido a vivir con la tía Triona a
Baltimore. No tenía luz, ni teléfono, m pozo negro. La casa de mis padres seguía en
pie entre los sicomoros, pero las tablas del suelo y las vigas del techo estaban
podridas y no teníamos dinero para restaurarla.
Además de Aodhagan, teníamos el arpa de John, mi doctorado, un cajón de
embalaje lleno de libros —lo que fuera la biblioteca de mi padre— y una carretada de
tejas y cal que el caballo de Freddy Doig arrastró desde el puerto. Mi trabajo en la
Universidad de Cork no empezaba hasta el otoño. Jamás he vuelto a tener semejante
sensación de libertad, y sé que nunca más la tendré.
La lluvia caía sobre los tejados de Skibereen y bajaba por los canalones en
grandes arcos gorgoteantes que se estrellaban contra las aceras. La enfermera de
guardia de la maternidad me sirvió un té en una taza de porcelana. La taza tenía un
canto grueso para facilitar el equilibrio térmico y un asa tamaño ratón para facilitar el
derramamiento.
—Siento mucho que la enfermera jefe no esté aquí para atenderla, doctora
Muntervary… pero es que normalmente los visitantes nos avisan por adelantado de
su llegada.
—Solo es una visita relámpago.
Las dos nos sorprendimos escudriñándonos el rostro la una a la otra y bajamos la
vista al mismo tiempo. Me imaginé al tejano diciéndole: «Soy un viejo amigo de Mo
y John… Si aparece Mo, avíseme. Me encantaría darle una sorpresa».
Las dos miramos a mi madre.
—¿Señora Muntervary? Ha venido su hija.
Tuve la sospecha de que la enfermera solo recurría a ese tono de voz tan dulce
delante de las visitas.
Eché un vistazo alrededor de la habitación.
—Se está bien aquí…
Qué chorrada.
—Sí —dijo la enfermera—. Hacemos todo lo posible —más chorradas—. Bueno,
las dejo un ratito a solas, que tengo que ir a vigilar la clase de ganchillo, no vayamos
a tener un disgusto con las agujas.
La habitación entera era de color crema. El anonimato es gris, el olvido es crema.
Miré a mi madre. Lucy Eileen Muntervary. ¿Estás en alguna parte, mirándonos a
las dos incapaz de hacer señas, o no estás en ninguna parte? Cuando vine a verte a
finales del invierno te disgustaste. Te acordabas de mi cara, pero no de la persona a
quién pertenecía.
Wigner sostiene que la conciencia humana, al colapsar un universo en concreto de
entre todos los posibles, le otorga existencia. ¿Se habría descolapsado el universo de
mi madre? ¿Volaban las cartas por el tapete de regreso al mazo del crupier?
Mi madre parpadeó.
—Mamá… —dije, con la voz que usamos para dirigirnos a un santo del que solo
somos devotos cuando nos hace falta—. Mamá, si me oyes… —Ni que estuviese en
una sesión de espiritismo.
¿Por qué te sometes a esto, Mo?
Sin mi lugar de origen y sin mi gente no soy nada, aunque la casa donde nací no
tenga cristales y las ramas traspasen un tejado que ya no existe. Todos esos
trotamundos constantemente de paso, toda esa gente extraviada y desparramada por
ahí, que ni saben nada de sus raíces ni les importa… ¿cómo lo consiguen? ¿Cómo
Por Líos Ó Móine viene el padre Wally en su triciclo, bajando la cuesta sin
pedalear y con la sotana flameando al viento. Lo veo acercarse y aumentar de
tamaño, y me sorprendo a mí misma calculando una matriz de paralaje. Nos
saludamos con la mano. Liam sigue concentrado en la pesca, sacudiendo el sedal de
vez en cuando Ya alcanzo a oír el triciclo del padre Wally, un forajido oxidado sobre
ruedas. Descabalga en plan vaquero, de pie sobre un solo pedal y saltando al suelo
mientras el triciclo prosigue en dirección a un impacto. Trae la cara colorada por el
esfuerzo y el viento, y el cabello fino y canoso por la edad.
—¡Buenos días, pareja! Veo que habéis sobrevivido al vendaval. Tienes mejor el
ojo, Mo. Me he pasado por Aodhagan para ver si salvaba un alfil y me ha dicho John
que estabais aquí. Es un buen lugar para ver delfines. ¿Qué, Liam? ¿Pican o no
pican?
—Todavía no, padre. Seguramente acaban de desayunar ahora.
—Venga a envolverse en la manta, padre. Tengo un termo con café y otro con té.
—Que sea un té, Mo. El café es bueno para el cuerpo, pero el té es la bebida del
alma.
—Hace unas semanas —dijo Liam— leí que la elaboración del té comenzó por
casualidad en las bodegas de los clípers que venían de la India. El viaje era tan largo
y el calor tan intenso que el cargamento de té verde empezó a fermentar. Y cuando
abrieron las cajas en Bristol, o en Dublín, o en Le Havre, se encontraron con lo que
hoy llamamos té. Pero todo empezó por error.
—No tenía ni idea —dijo el padre Willy—, hay tantas cosas que uno no sabe. La
mayoría de las cosas ocurren por accidente.
—¿Puedo dejarle con mi madre, padre Wally? Es que quiero echar el anzuelo un
poco más abajo. Me parece que las focas están asustando a los peces.
—Hasta Jesús le daba la máxima importancia a la pesca.
Después de lo del asalto en el piso de arriba, supe que debía marcharme cuanto
antes. Huw trató de disuadirme, y habló de coincidencias y de reacciones exageradas,
pero ni loca iba a correr el riesgo de que esa gente se metiese en su vida, y él sabía
que yo tenía razón. Hablamos en voz baja mientras yo hacía las maletas. Consideré
que era demasiado peligroso tratar de salir de Hong Kong en avión. Huw me
acompañó a un hotel grande cerca de su oficina. Me registré con mi nombre
verdadero y luego cogí un taxi a otro hotel, donde me registré con mi pasaporte falso.
El padre Wally y yo nos quedamos sentados con las tazas en la mano mirando
cómo Liam pescaba delante de la Creación. Mount Gabriel se erguía en la península,
recortado contra el azul del norte.
—Buen chaval —dijo el padre Wally—. Tus padres estarían orgullosos de él.
—¿Sabe, padre, que en los últimos diecisiete años solo he pasado cinco años y
nueve meses con Liam? Eso es solo el treinta y cuatro por ciento del tiempo. ¿Estaré
loca? Es como si John y yo nos hubiésemos divorciado. No tenía previsto que fuese
así. A veces me preocupa haberle privado de sus raíces.
—¿Tiene pinta de haber pasado alguna privación?
Ciento ochenta centímetros de Liam, fruto de John y de mí.
El St. Fachina surcaba el agua rumbo a Baltimore. Traté de no verlo.
—Tome una galleta digestiva, padre.
—Eso sí que no lo rechazo, muchas gracias. ¿Te acuerdas del día en que nació
Liam?
—Esta misma mañana estaba pensando en eso, por extraño que parezca.
—Mira que he bautizado niños feos, Mo, pero…
Me reí.
—Ojalá John pudiera verlo ahora.
—John ve mejor que la mayoría. Es un ateo con un pie en el infierno y más
escurridizo que una anguila cuando se trata del gambito de dama, pero tiene más
paciencia que el santo Job.
—También ha tenido más suerte con sus amigos que Job.
—La gente que tiene más motivos para quejarse suele ser la que menos se queja.
—John dice que, para un ciego, sentir lástima de uno mismo es el primer paso
hacia la desesperación.
—Sí, lo entiendo, pero así y todo…
El padre Wally quería decir algo más, así que esperé mirando una flotilla de
frailecillos. Al otro lado de la bahía, en el puerto, unas sábanas se secaban al viento.
Me sorprendí calculando cuánto tardaría un misil Homer con un módulo Quancog en
decidirse por el punto óptimo de impacto. Treinta nanosegundos. En ocho segundos,
la ladera de la colina se convertiría en una bola de fuego.
—Mo —dijo el padre Wally, juntando las yemas de ambas manos—. John no me
ha dicho nada, lo cual dice mucho. Y luego está toda esa cadena de personas
llevándole y trayéndole cintas a John desde hace un año, y ya sabes cómo es la gente,
siempre sacando conclusiones precipitadas…
John caminaba cogido de mi brazo. No porque le hiciese falta, pues sus pies se
conocían cada centímetro de Clear Island: por eso se instaló aquí de manera
permanente cuando se le agudizó la ceguera. Me cogía del brazo porque pensó que
me haría sentirme de nuevo como una adolescente, y tenía razón. En el único cruce
de toda la isla torcimos a la izquierda. Los sonidos del viento, las gaviotas, las ovejas
y las olas eran lo único que flotaba en el silencio.
—¿Hay nubes?
—Sí, encima de Hare Island hay una que parece un galeón. Un cumulonimbus
calvus.
—¿Los que parecen coliflores?
—No, pulmones.
—Alcanfores. ¿Qué colores ves?
—Los campos son verde musgo. Los árboles están desnudos, a excepción de
alguna que otra hoja que se resiste. El cielo tiene el azul del mar en los mapas. Las
nubes, entre perla y violeta. El mar verde botella oscuro. Ay, John, soy atlántica. El
Pacífico para los del Pacífico. Si me dejan junto al Pacífico, me pudro.
—Una de las cosas más tontas que dice la gente sobre los ciegos es eso de que lo
más triste es haber tenido vista y después haberla perdido. ¡Por lo menos conozco los
colores! ¿Hay algún barco a la vista?
—El Oilean na Nean. Y un yate precioso anclado enfrente de Middle Calf Island.
—Echo de menos navegar.
—Solo tienes que pedirlo.
—Me mareo. Imagínate subir a una montaña rusa con los ojos vendados.
—Ah, claro. —Seguimos andando un poco—. ¿Adónde me llevas?
—El padre Wally mandó restaurar la carpintería de St. Ciaran. Todo el mundo
dice que ha quedado estupenda.
La última brisa cálida antes del invierno. Muy, muy lejos, cantaba una alondra.
—Mo, me has tenido preocupadísimo.
—Lo siento mucho, amor mío. Pero mientras nadie pudiese ponerse en contacto
conmigo, nadie podía amenazarme. Y mientras nadie pudiese amenazarme, Liam y tú
estaríais a salvo.
—Sigo muy preocupado.
—Ya lo sé. Y yo sigo sintiéndolo.
—Solo quería que lo supieses.
—Gracias.
La ternura, aunque viniese de John, hacía que se me saltasen las lágrimas.
—Eras como una mujerelectrón en el principio de incertidumbre de Heisenberg.
La carretera de Naomh llevaba al punto más alto de la isla. Nos tomamos el paseo
con mucha calma, guiando a John para que no tropezase en los baches.
—La turbina eólica sigue girando al viejo ritmo.
—Así es, John.
—Los vecinos siguen pensando que la turbina fue idea tuya.
—¡Qué va! La comisión de estudio escogió Clear Island por su cuenta.
—Badger O’Connor iba a elevar una petición al eurodiputado en plan
«llévenselo, que ofende a la vista», pero resulta que la gente se enteró de que iba a
tener electricidad gratis por el resto de sus vidas, así que cuando en el último minuto
el comité propuso llevársela a Gillarney Island, Badger O’Connor elevó la petición
«devuélvannos nuestro generador».
—Seguro que antiguamente también decían que los molinos de viento y los
canales y las locomotoras ofendían a la vista. Y ahora que corren peligro de
extinción, la gente se pone poética. Hay un par de cuervos caminando por el muro.
Me recordaron a una pareja de ancianas vestidas con mantos negros rastreando la
playa. Alzaron la vista al unísono y me miraron.
El rugido del generador eólico aumentaba a medida que nos acercábamos. Si cada
rotación es un día más, un año más, un universo más, y su sombra una guadaña de
antimateria… entonces…
Casi piso una cosa negra y llena de moscas zumbando a su alrededor que apareció
de repente a mis pies.
—¡Puaj!…
—¿Qué pasa? —preguntó John—. ¿Cagarrutas de oveja?
—No… ¡Arg! Es un murcielaguito muerto, con sus colmillos y todo, y la cara
medio devorada.
—Qué preciosidad.
Había una forastera caminando por el sendero del acantilado, bastante más abajo,
con unos prismáticos. No se lo dije a John.
—¿En qué piensas, Mo?
—Cuando estaba en Hong Kong vi morir a un hombre.
—¿De qué?
—No lo sé… De repente se cayó redondo, justo delante de mí. Del corazón,
supongo. En una de las islas delante de Hong Kong hay un enorme Buda plateado, y
en la base de las escaleras que suben hasta el Buda hay un aparcamiento para los
autocares, con unos cuantos tenderetes. Me había comprado un cuenco de fideos y
estaba comiéndomelos a la sombra. Era un chico joven. No sé por qué me he
acordado ahora de él. Igual por lo de este chisme grande y plateado en lo alto de una
Salimos de The Green Man antes de la hora del té. John, Planck y yo volvimos a
Aodhagan andando; Liam, de pie en los pedales de su mountain bike.
—¿Quién te ha enseñado a beber whisky así? —le pregunté a Liam.
—Papá.
—¡Habráse visto qué calumnia insidiosa!
Seguimos caminando, aunque Planck era el único que conseguía hacerlo en línea
recta.
—La puesta de sol de hoy es estupenda, papá.
—¿Ya se está poniendo? ¿De qué color es?
—Rojo.
—¿Qué rojo?
—Rojo sandía.
—Ah, ese rojo. El rojo de octubre. Sí que es estupenda, sí.
Dejé a John sentado con Planck en una roca de la entrada. El césped estaba
tachonado de huellas de pezuña y toperas. Liam se había adelantado para darle la
cena a Schroedinger.
El jardín era un pequeño bosque. Como me suponía, se había venido abajo el
techo. Me abrí camino siguiendo lo que tal vez hubiese sido el sendero original.
¿Habría ojos mirándome tras las oscuras ventanas? El viento hizo susurrar la hiedra
de los muros. Oí roces y crujidos en el interior. ¿Búhos, murciélagos, gatos, bípedos
ocupándose de sus asuntos?
—Hola —dije en el umbral sin puerta—. ¿Hay alguien ahí?
Mi padre cayó fulminado por un ataque al corazón justo ahí. Mi madre, con la
tranquilidad sepulcral de quien ha visto el futuro, me dijo que lo cuidase mientras
bajaba en bici al puerto a avisar al doctor Mallahan.
Mi padre trató de decirme algo. Me acerqué y me habló como si tuviese una
tonelada de ladrillos en las costillas.
—Mo, sé fuerte, ¿me entiendes? Y estudia mucho, y que no se te olvide el
gaélico. Somos lo que hablamos.
—¿Te vas a morir ahora?
—Sí, Mo —dijo mi padre—, y puedo decirte, tesoro, que es una experiencia de lo
más intrigante.
Había sido una casita bonita que olía a aire puro y a paredes recién encaladas. Mi
padre la tejó un verano con ayuda de los hijos de Doig, el padre Wally y Gabriel
Fitzmaurice, que moriría ahogado ese mismo octubre. Con la paja del antiguo tejado
hicimos una hoguera enorme en la playa.
Pero todo sistema termina por descomponerse y pasar de un orden complejo a un
estado más simple. Cuando mi madre y yo nos marchamos de Clear para ingresar en
—¡Mo! —grita John desde el otro lado del prado—. ¿Estás bien?
No han dejado ningún mensaje.
—¡Sí! —le contesto, subiéndome la cremallera del anorak.
El teléfono sonó al mismo tiempo que cascaba un huevo. A John le pillaba más
cerca.
—¿Billy?
John estuvo un buen rato sin decir nada.
Malas noticias.
—Vale —dijo, y colgó.
Me lo imaginaba.
—Era Billy, desde The Drum and the Monkey, en Baltimore. Hay tres americanos
vestidos como los Blues Brothers que vienen para acá. Al St. Fachina le ha surgido
una misteriosa avería en el motor y no va a poder regresar esta mañana, pero va a
tener que volver esta tarde. Danny Waite anda corto de insulina y parece que vamos a
tener mal tiempo lo que queda de semana.
Una pala afilada se hundió en la tierra cortando raíces, turba y guijarros.
—Mamá —dijo Liam, agarrándome del antebrazo—, ¡tenemos que sacarte de
aquí!
Planck empezó a ladrar. Alguien aporreó la puerta. ¿Ya iba a empezar todo?
Liam me llevó a la parte de atrás.
—¿Quién es?
—¡Brendan Mickledeen!
Se abrió la puerta. La mañana se estaba convirtiendo en una farsa febril. Brendan
estaba sin aliento. Sentí el aire de fuera, limpio y cortante.
—Mo, me ha dicho Billy que ya han llegado los yanquis. Podemos llevarte a
Skull en el barco de Roisin. Desde allí mi cuñada puede llevarte en su coche a
Ballydehob, y después…
Levanté la mano.
—¿Cómo… cómo se han enterado todos de esto?
Me llevé un susto al oír a Brendan levantar la voz.
—¡En Clear Island cuidamos de nuestra gente! ¡El barco de McDermott está
esperando! No tenemos tiempo para discutir quién dijo esto y quién dijo lo otro.
Me imaginé lo que me esperaba, miré dentro de esa posible realidad. Ahora
empezaría a correr, comenzaría un viaje atisbando por las rendijas de las ventanillas
de los taxis, por encima del periódico, por debajo del paraguas, así tal vez hasta
Belfast. ¿Y luego qué? Otra vez al extranjero, si es que consigo llegar, a algún país
barato, llevando encima en todo momento la única copia existente de los planos del
ordenador de la Nueva Tierra.
—Oigo música.
Brendan sonrió.
—Son figuraciones tuyas, Mo Muntervary.
—¡No! ¡Estoy oyendo The rocky road to Dublin!
Mientras bajábamos de la colina, Planck se alzó sobre dos patas, aprovechando la
¿Qué pasa con todos los segundos tirados al cubo de la basura del pasado?
¿Y con los otros universos donde los electrones toman otros caminos, dando lugar
a otros pensamientos, otras mutaciones, otros actos? ¿Qué pasa con el universo en el
cual a mí me capturan en el apartamento de Huw? ¿El universo donde mi padre aún
vive y mi madre sigue siendo más lista que el hambre, donde John nunca se quedó
ciego, donde mi precocidad y mi ambición eran las de la mujer de un granjero, donde
las armas nucleares se inventaron en 1914, donde el Homo erectus terminó igual de
fosilizado que los australopitecos, donde el ADN nunca llegó a completarse, donde
las estrellas nunca nacieron para acabar muriendo envueltas en carbón y elementos
más pesados, donde el big bang se hizo pedazos bajo el peso de su propia masa pocos
periquetes después de haber hecho explosión?
¿O están todos estos universos tendidos uno al lado del otro, secándose al sol?
—¿Q uieres oír cómo van a propagar el virus por el mundo, Bat?
—Lo único que oigo son las sirenas de la policía de la realidad,
Howard.
—¡Tienes que escucharme! ¡El futuro de los Estados Unidos depende de ello!
¿Cuál es el principal producto de importación de esos tíos, Bat?
—La mayoría de los expertos coinciden en que es el petróleo, Howard.
—¡Eso es lo que quieren hacernos creer! ¡Es propaganda! No es el petróleo…
—La policía de la realidad está echando la puerta abajo, Howard.
Y traen una orden de arresto.
—Tienes que avisar a la gente, Bat. El fin está próximo.
—El fin acaba de llegar, Howard, gracias por llamar y…
—¡Anacardos! ¡Van a propagarlo con anacardos!
—Lo siento, amigos, Howard tiene una cita con la luna llena. Estáis sintonizando
el programa de Bat Segundo en la emisora Tren Nocturno, en el 97.8 de la FM, hasta
bien tarde. Blues, rock, jazz y amables conversaciones desde la medianoche hasta el
amanecer, cuando el sol encrespe las aguas de la gélida Costa Este. Son las tres
menos cuarto de la última noche de noviembre. A continuación, unas palabras de
nuestros patrocinadores, que no se van a enrollar mucho, y seguidamente, el señor
Lou Reed, lo mejorcito de Nueva York, nos invita a todos a bordo de su propio
Satellite of love. Como siempre, nuestros operadores están preparados para conectar
vuestras llamadas directamente al Batifono. Por ahora, esta noche hemos hablado de
los ataques aéreos de ayer contra bases terroristas en el norte de África, de los
congrios albinos de nuestro alcantarillado y de la pregunta «¿Son los eunucos
mejores presidentes?». Pero, por favor, si vuestras cejas se tocan, si no tenéis iris, o si
el que hace las preguntas es vuestro reflejo en el espejo del cuarto de baño, mejor
llamáis a Darth Vader. Bat vuelve enseguida.
—¡Kevin!
—¿Señor Segundo?
—Es el decimotercer fugitivo del mundo real que se te cuela en lo poco que llevas
a cargo de la centralita.
—Lo siento, señor Segundo. Cuando llamó parecía normal.
—¡Todos parecen normales cuando llaman, Kevin! ¡Por eso contratamos un
operador, para que los filtre! Howard tenía de «normal» lo que un tío con una sola
pierna en un concurso de patadas en el culo.
—¡Bat! ¿Por qué no cortas el rollo y dejas a Kevin en paz?
—¡Carlotta! ¡Tú que eres la productora deberías estar más alerta contra estos
saboteadores pagados por la competencia! Vamos, Kevin, reconócelo: tienes órdenes
secretas de convertir Tren Nocturno en Radio Esquizo.
—El reloj marca las tres y cuarenta y tres. Según el termómetro, es una gélida
noche a diez grados bajo cero. El hombre del tiempo dice que el frío va a durar hasta
el jueves, así que abrigaos bien abrigaditos. Los carámbanos cuelgan como barrotes
en la ventana de la baticueva. El tema que acabáis de escuchar era Downbound train,
de Tom Waits, dedicada a Harry Zawinul, un paciente del Hospital Bellevue, por las
enfermeras del turno de noche… El mensaje para Harry es el siguiente: si estás
oyendo mi programa bajo las mantas, apaga ahora mismo el walkman y ponte a
dormir, que mañana te operan. Antes de las noticias de las cuatro oiremos la trilogía
musical de Bat Segundo: Stringman, de Neil Young, Jokerman, de Bob Dylan, y
Superman, de Barbra Streisand. Pero antes, ¡damos paso a otra llamada! Bienvenido
al programa de Bat Segundo en Tren Nocturno FM.
Gracias, Bat. Es un placer hablar en tu programa.
—El placer es mío, tío. ¿Te llamas…?
—Soy el Guardián del zoológico.
—¿Un guardián de zoo? El primero que sube a bordo del Tren Nocturno, si mal
—¡Kevin!
—Solo dijo que era guardián de zoo, señor Segundo. Me sonó a zoológico, ya
sabe, un rollo de animales. Los problemas reproductivos de los pandas. Chimpancés.
Koalas. Oh, otra llamada. Esto…, voy a coger el teléfono.
—Menuda actuación, ¿eh, Bat? ¿Qué crees, que la oyente lo tenía escrito o que ha
ido improvisando sobre la marcha?
—¿Qué más da, Carlotta? ¡Esto no es la Escuela de Teatro Radiofónico de Nueva
York!
—¡Calma, Bat! Estamos en un programa de testimonios. Testimonios de todo
tipo. Si son sosos, porque son sosos. Si son pintorescos, porque son pintorescos. El
caso es quejarse siempre.
—¡Hacer publicidad de uno mismo no tiene nada de pintoresco! ¡Ni la
perturbación mental tampoco! ¿Y qué es eso de «la oyente»?
—Disculpe que le interrumpa, señor Segundo… Esto, Carlotta…
—¿Qué pasa, Kevin?
—Hay una mujer por la línea tres.
—Baja la voz o si no todos los técnicos querrán una. Esta vez fíltrala como Dios
manda.
—Sí, bueno, Bat… Iba yo andando hoy por Central Park tratando de comerme
una patata asada y un curry croata con uno de esos tenedorcitos de plástico
inservibles, ¿sabes cuáles te digo, verdad?, esos que para comer son más inútiles que
un cordón de zapato. No te sientes nunca al lado de un tío que esté comiéndose una
patata con un tenedorcito de esos…
—¿Adónde quieres llegar, Veejay?
—Ah, sí… Total, que ahí estaba yo, mirándoles las domingas a las pibas,
esperando alguna colisión entre patinadores… ¡Pumba! ¡El guarrazo que se pegaron
aquellas monadas! Y fue entonces cuando ocurrió.
—¿Cuando ocurrió el qué, Veejay?
—Pues que me dio por mirar… hacia el cielo.
—¿Y?
—Pues que vi… vi lo azul que era.
—No eres el único que ha observado ese fenómeno.
—Pero muy, muy azul, Bat. Intensa, pavorosamente azul. Era tan azul que…
¡sufrí un ataque, tronco!
—¿De qué, de patinadoras?
—De vértigo, tío. ¡Me estaba cayendo hacia arriba, hacia el cielo! Y todavía me
estaría cayendo de no ser porque llegó una paloma chunga y me picoteó la patata con
su pico de rata volante.
—¿Te importaría hacer un poco más explícita la naturaleza de esta revelación,
Veejay?
—¡Pero si está clarísimo, tronco! ¡El desastre es inminente! ¿Y cuáles crees que
son las medidas de emergencia que se han tomado para prevenirlo? Te lo digo ahora
mismo: ¡Ninguna! ¡Nada de nada! ¡Cero patatero! ¡Caca de vaca!
—¿Para prevenir las palomas chungas?
—No, la interrupción terminal de la gravedad. ¡Piénsalo, tronco! Si te pilla al aire
libre, sales volando por el espacio hasta que el aire se vuelve tan enrarecido que te
mueres por falta de oxígeno, o simplemente estallas envuelto en llamas como un
meteorito marcha atrás. Si te pilla dentro de casa, sufres heridas considerables al caer
de golpe contra el techo junto con todos los muebles que no estén fijos. ¿Que
necesitas una ambulancia? Olvídate, tronco. Todas las ambulancias del Estado de
Nueva York estarán estrellándose contra satélites aparcados a trece kilómetros de
altura. Y dime una cosa, Bat, ¿cuánto puedes durar viviendo en el techo de un
edificio, incapaz de atreverte a salir porque el único suelo que hay es un abismo sin
fondo? Y cuando te entre la gusa, ¡nada de ir a pillarte un bocata, tronco! ¡Y los
—¡Hey! ¿Te ha atacado una sierra volante? Dwight, te has olvidado de decir
«corto y cambio». Corto y cambio… ¡Dwight! Te he perdido… Corto y cambio…
¿Dwight?
—¿Qué, Guardián, quemándote las pestañas otra vez, eh?
—No acostumbro a quemarme nada, Bat.
—¡Un guión de cine! ¿O esta vez era un pasaje de una novela?
—Los guiones son ficción, Bat. Yo no puedo fabular.
—El sonido del motor del aeroplano era muy realista, y las interferencias de la
radio también. Se necesitan días para escribir y grabar algo así.
—Todo sucedió en tiempo real, Bat.
—Mi principal crítica es lo del agente judío: un topicazo. Ya está muy visto.
Aunque el personaje de Dwight tenía un pase. Mira, Guardián, me encantaría que los
que cortan el bacalao en Hollywood escuchasen Tren Nocturno FM, pero… a ver
cómo te lo explico… No me escuchan. Créeme. Escoge otro escaparate para lucir tu
talento.
—Tengo que ser responsable de mis actos.
—¿Por qué siempre dices eso? ¿Quién te ha dicho que tengas que serlo?
—Mis primeros patrones.
—¡Pero la última vez dijiste que los habías despedido! ¿Vas a hablar claro
conmigo o no? ¿Hola?
—Me temo que no. Estáis escuchando Tren Nocturno FM, 97.8 hasta tarde, son
las cuatro menos cuarto. Esto es el programa de Bat Segundo: jazz, blues y rock para
los amantes de la noche, los escritores de novelas policíacas insomnes, los perdidos,
los solitarios, los trastornados, los desconectados… Vale, vale, Carlotta. Os dejo con
After the rain, de Duke Jordan. Bat vuelve ya mismito. ¡Ni se os ocurra iros!
—Son las tres de la madrugada en la Costa Este según acaba de dar mi reloj. Es la
última mañana de noviembre y la noticia es que no hay noticias… Tenemos el boletín
oficial de mentiras, pero no quiero ofender a nadie. La otra noticia es que está
nevando nieva que te nieva… ¿Qué va a ser del pobre petirrojo? New York, New
York, estáis sintonizando Tren Nocturno FM, os habla Bat Segundo, a quien hoy cabe
el honor de presentar el Especial Fin del Mundo. Llevo ocho años al frente de este
programa llueva o haga sol —o nieve—, y no pienso dejar que la guerra termonuclear
descarrile el Tren Nocturno. ¡Hola, Bronx! ¡Cuesta trabajo verte con tanta nieve!
¿Qué, un poco de humo por tu zona, no? Las luces alrededor de las Torres Gemelas
están apagadas, llevan así desde las sirenas del toque de queda… Hubo una gran
explosión en Roosevelt Island a eso de las doce, pero desde entonces ni un ruido.
Aquí sigo, así que no ha debido ser el Gran Pepinazo. En Harlem la corriente
eléctrica va y viene. Las luces se encienden y se apagan, como un neón averiado…
En el exterior del edificio de Tren Nocturno FM, aquí en East Village, reina un
silencio espectral. La avenida Lexington está desierta, a excepción de algún que otro
coche patrulla. Queridos oyentes, no os aventuréis a salir a la calle a menos que sea
necesario. Os lo dice una criatura nocturna lo bastante lista como para pasarse el
invierno durmiendo. Esto… ¿hay alguien oyéndome? Si no estáis ocupados
incendiando coches ni saqueando joyerías, probablemente estaréis pegados al
televisor, asistiendo a la mayor obra dramática que jamás haya representado la raza
humana. ¡Gracias al Apocalipsis Now en Directo podréis sentir cómo se os derriten
los globos oculares al mirar la explosión! Pero eso sí, no os olvidéis de que los que
inventaron la interactividad fueron los programas de radio con llamadas en antena.
¡Tren Nocturno FM sigue adelante! Puede que por el mero hecho de estar en el aire
—Estamos a bordo del Tren Nocturno FM, en el 97.8 hasta… hasta que razones
por completo ajenas a nuestra voluntad me impidan seguir transmitiendo. Estamos
llegando al parte meteorológico de las cuatro. Solo un momentito, amigos, porque lo
último que supimos de nuestro hombre del tiempo es que había pillado un atasco en
el túnel Holland cuando se dirigía hacia Pennsylvania. Y de eso hace ya tres días.
Veamos, el mercurio ha bajado a once bajo cero. Si estás en uno de los distritos donde
la electricidad está racionada, métete debajo de las mantas y no salgas. Desde la
ventana del estudio, en un vigésimo octavo piso, veo que la nieve se está haciendo
más nieve. Hace una hora eran copitos minúsculos. Había algo bastante grande
quemándose por aquí cerca. Ahora son copos enormes, como si fuera el canto del
cisne de la nieve, y lo sepultan todo… No se ve nada… Ya sé que la mayoría de los
teléfonos de Nueva York llevan dos días averiados, pero si cualquiera de nuestros
oyentes habituales está a la escucha, que nos llame… La nieve y la locura; como
tema, creo que puedo decir sin temor a equivocarme que no se ha explorado a fondo.
La nieve posee un enorme poder hipnótico… Te pones a mirarla y a mirarla, y de
repente estás en una canoa bajando por una cascada de nieve y con polillas blancas
estrellándose contra tu parabrisas. Y es entonces, Bat, cuando sabes que ha llegado el
momento de bajar la persiana, ¡y meterte otro café entre pecho y espalda! A
continuación…
—Lo siento, amigos… Ha sido el generador de apoyo, que se nos ha venido abajo
unos momentos. A continuación oiremos Say a little prayer for you, de Aretha
Franklin, dedicada a Jolene, Belle y Alfonso, en algún lugar de Lower Manhattan…
¿Os he contado alguna vez lo del día en que me encontré con Aretha en la tienda de
ojos de cristal de Jackson Avenue? Mucha gente no lo sabe, pero en círculos
especializados se rumorea que Aretha es… ¡guárdate la anécdota para luego, Bat! El
Batifono está parpadeando…
—Hola, Bat.
—¡Coño, el Guardián del zoo! Así que la CIA no te ha mandado al talego todavía.
Debería haberme imaginado que llamarías en un momento así.
—¿En qué momento, Bat?
—¿Es que llevas seis meses sin leer el periódico? ¿No hay televisión en tu
Nos llaman extremistas. Nos llaman terroristas. Nos llaman intolerantes. ¡Pues
claro que somos intolerantes! ¡Somos intolerantes con la injusticia! ¡Somos
intolerantes con los cobardes que lanzan misiles desde barcos situados a cientos de
kilómetros de distancia contra nuestras fábricas y nuestras escuelas! ¡Somos
intolerantes con los ladrones que nos quitan nuestro petróleo, que nos arrancan
nuestros metales, que nos roban el pescado de nuestros mares! Si les dejamos que
inunden nuestra cultura con pornografía y crimen, que denigren a nuestras mujeres,
¿seremos entonces «tolerantes»? ¿Dejaremos entonces de ser un gobierno de
«matones»? ¡Se acerca la hora de que sientan en sus carnes nuestra intolerancia!
—El mismo tío que gaseó a sus propias minorías étnicas y que infiltra a golpistas
en su propia jerarquía para pescar a los posibles traidores que no informen de los
planes para derrocarlo. El siguiente es de una que, sólita y sin la ayuda de nadie, ha
provocado la quiebra de todas las bolsas desde Nueva York a Tokio…
—¿Bat?
—Dime, Carlotta.
—Tengo a Spence Wanamaker en videoconferencia. —¿Spence Wanamaker, el
agente de Hollywood?
—El mismo.