El Regreso de Los Rinhenduris - Pedro J Alcantara

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El imperio lleva dos años sumido en una guerra civil que las fuerzas rebeldes

de Lerac empiezan a dominar. El conflicto parece acercarse a su fin, pero la


aparición del Señor del Este al mando de un ejército muy superior a los
locales podría cambiar por completo el resultado. Además, los temibles
puncos se disponen a cruzar el Khor, aunque nadie conoce sus verdaderas
intenciones. Mientras tanto, desde el valle de Mélmelgor llegan los susurros
de una nueva amenaza, una que promete convertir la guerra actual en una
mera anécdota. Erol, encabezando una fuerza de miles de rinhenduris y una
docena de lagartos gigantes, ya no es el chico noble y comprensivo de antaño,
sino un caudillo sin piedad cuyo objetivo parece la destrucción absoluta de la
raza humana. Desde Kálahar, las propias velkra debaten tratando de decidir
cómo detener la incursión de sus enemigos ancestrales. Aunque para
conseguirlo deban renunciar a todo lo que han construido desde la fundación
de la ciudad.

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Pedro J. Alcántara

El regreso de los Rinhenduris


Erol - 03

ePub r1.0
Café mañanero 23-04-2024

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Título original: El regreso de los Rinhenduris
Pedro J. Alcántara, 2023

Editor digital: Café mañanero


Primera edición EPL, 04/2024
ePub base r2.1

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NOTA DEL AUTOR

Como siempre, que tengas este libro entre tus manos y que su calidad sea
aceptable, no recae solo en mi habilidad para escribirlo, sino en el equipo de
lectores beta voluntarios que he conseguido reunir a lo largo de los últimos
años. Son ellos quienes subsanan mis errores, plantean cuestiones y
contradicciones y, sin saberlo, no solo adecentan estas páginas, sino también
las ideas que tengo en la cabeza para la siguiente entrega.
No puedo permitirme dejar sin mencionar a Fran Fernández, que ha
diseñado la portada y que probablemente tenga mucho que ver en tu decisión
de echarle un vistazo a este libro.
Tampoco me olvido de esos lectores anónimos, los que no conozco de
nada y que seguramente no llegue nunca a conocer, que me escriben para
comentar cuánto les engancha mi obra, lo que sufren o no con Erol y sus
camaradas; lo que me odian por matar a cierto personaje o acabar una trama
de una forma que les pica, les duele o les intriga lo suficiente como para sentir
el impulso de contármelo. Os lo digo tan en serio como se puede: me alegráis
el día cuando contactáis conmigo para comentarme lo mucho que os
entretiene lo que escribo o para explicarme cómo creéis que avanzará la
historia.

Este libro lo firmo yo, pero sois vosotros quienes hacen posible que me
levante por las mañanas sintiendo el impulso de continuar; sois vosotros
quienes refináis mis ideas, mis palabras y las historias que después disfrutáis.
Espero que como poco este os guste tanto como LA FRAGILIDAD DE
UN IMPERIO. Y también que lo paséis mal esperando que llegue el cuarto.
Un poco al menos.
A todos vosotros, de corazón, gracias.

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1. MÉLMELGOR

Caía la noche en el valle de Mélmelgor. Las antorchas repartidas por la


empalizada de Lorkshire arrojaban tintes de luz a ese campo tan verde como
hostil que se alejaba de la civilización hacia los bastos troncos que formaban
Trenulk. Desde allí arriba, la sensación se asemejaba a la del capitán de un
barco en alta mar: la madera de la empalizada lo mantenía a flote mientras los
moradores del bosque rondaban a su alrededor como hambrientos tiburones.
Los reportes de los últimos días empezaban a inquietarlo, pero la guerra
iba bien y el poder de Laebius estaba deshaciéndose como un trozo de hielo
que flota en un vaso de agua tibia. Pronto su legado se diluiría entre las
páginas de la historia y, con el tiempo, nadie recordaría al hombre que fue
emperador durante un par de décadas en las que estuvo a punto de unir a
todos los clanes en su contra.
Los aldeanos se movían entre las calles inquietos, pero ¿a quién podía
sorprenderle? Los habitantes del valle llevaban desde su niñez escuchando
relatos sobre las velkra, viendo a sus seres queridos marchar por la mañana
llenos de vida y fuerza para volver por la noche partidos en dos mitades por la
espada de alguno de aquellos salvajes. Mélmelgor era un valle precioso, pero
como todos esos lugares idílicos de las leyendas, la belleza se cobraba un
precio terrible.
—¿Señor?
Áramer se dio la vuelta para recibir el informe. Le faltaban dos meses
para cumplir un año en el cargo de capitán de los Escudos Negros
acantonados en Lorkshire. Su obediencia, su lealtad y su valía se vieron
recompensadas con el ascenso de mano de Lerac, que confiaba en él desde
que se conocieran como reclutas en la Fortaleza Negra.
El soldado que acababa de llegar saludó, se llevó una mano al hombro y
agarró una correa que sostenía el mensaje a su espalda. Tuvo que inclinarse
hacia un lado para mostrarle a su capitán lo que traía. Las dos cabezas
cayeron al suelo como pesados sacos. Sus fauces eran enormes, llenas de
afilados dientes; el rostro de un depredador de ojos finos y pelo grisáceo. Su

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cuello seccionado en varios tajos revelaba la dureza de sus músculos, el
grosor de sus huesos.
—¿Dos más? —preguntó para sí sorprendido por el creciente número de
lobos de Trenulk que salían del bosque en los últimos días.
Las bestias, del tamaño de un caballo, aterrorizaban a los habitantes del
valle más que las propias velkra. Sus colmillos desgarraban el ganado con la
facilidad con la que una pluma se clava en el papel. Había aldeanos que
aseguraban haber visto a lobos llevarse a rastras una vaca adulta hasta sacarla
del vallado. Áramer negaba con la cabeza tratando de adivinar por qué
aparecían de repente, a esa escala, emergiendo del bosque al mismo tiempo.
Él no era de por allí, no tenía ni idea de cómo se comportaban los animales
que vivían en Trenulk, de si migraban o era la época de apareamiento y la
escasez de alimento lo que los obligaba a abandonar la espesura de su hogar
para encontrar nuevas presas.
—Buen trabajo —dijo a la vez que indicaba con un dedo que recogiera las
cabezas para apartarlas de su vista.
Necesitaba un trago.
Bajó de la empalizada y se dirigió hasta la taberna de Stling. Su mano
derecha, Ossjo, estaría allí con algunos de sus muchachos. Ossjo era el tipo de
oficial que se emborracha con los suyos, que se lanza el primero en cada
combate y que es capaz de dar la vida sin vacilar si con ello puede lograr
salvar a alguno de sus camaradas. No era un tipo inteligente. En absoluto.
Pero Áramer tampoco necesitaba que lo fuese. Le bastaba con que obedeciera
sin rechistar, y su carácter lograba inspirar al resto de Escudos. Ya pensaría él
cuando Lerac se lo permitiese.
Las calles aún bullían de mercaderes recogiendo sus pertenencias hasta la
llegada de la nueva jornada; de trabajadores caminando hacia las posadas y
bares donde olvidar las penurias de la vida de plebeyo. Mientras más años
cumplía, más claro tenía que la gente no bebía porque le gustara el sabor del
vino o la cerveza, sino porque el alcohol proporcionaba una pausa a las
fatigas de la vida, un paréntesis en el que las inseguridades, miedos y
problemas del día a día se ponían en suspensión y permitían a los desdichados
vivir unos momentos de felicidad.
Él también era uno de esos.
Los ciudadanos lo saludaban por el camino, a él y a todos sus muchachos,
que desde su llegada convirtieron Lorkshire en uno de los pueblos más
pacíficos de todo el imperio. El suelo estaba embarrado, pues no había

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empedrado en muchas de sus calles. El aspecto lúgubre de la tierra
ennegrecida contrastaba por completo con la mentalidad los ciudadanos.
Llegó hasta la posada. Ossjo permanecía de pie junto a la barra
acompañado de dos muchachos de los Escudos. Áramer los conocía
únicamente de vista; Ossjo había bebido con todos los miembros de la unidad
al menos en un par de ocasiones. El sargento saludó a su superior con un
gesto poco ortodoxo. Estaba borracho, pero era su día libre y su capitán ni
siquiera le habría obligado a seguir formalidades.
—Pon otra jarra por aquí, niño —voceó dando unas palmadas sobre la
barra.
El ambiente estaba cargado de humedad: olía a sudor, a cerveza seca, a
eructo de borracho y cera derretida. Como cualquier otra posada. El camarero,
que no debía tener más de diez años, trabajaba con una diligencia que sería la
envidia de cualquier adulto ocupando su profesión. Debía llevar sirviendo
prácticamente desde que pudo ponerse en pie, y se movía de un lado a otro
agarrando múltiples jarras con ambas manos, fregando y limpiando sin
detenerse un segundo y, de cuando en cuando, respondiendo a las bromas de
los clientes con la mordacidad propia de los más avispados. Los clientes lo
respetaban; también los soldados de los Escudos a los que servía desde que
ahuyentaran a las velkra dos años antes.
—Un vaso de agua fresquita —dijo sirviendo la jarra de medio litro de
cerveza.
—Trae también algo de tapeo, ¿eh?
El chico sonrió, se agarró el trapo que le colgaba de la cintura y se limpió
la espuma que le bajaba por la mano.
—La cocina está cerrada hasta dentro de una hora, pero siempre puedes
lamer la barra entre sorbo y sorbo.
—Seguro que sabe mejor que la comida de esa cocinera nueva tuya —
respondió Ossjo.
El crío asentía arqueando las cejas.
—Por los dioses buenos y los malos que mi padre ha escogido a la más
inútil de todo el pueblo.
—¿Por qué no la echáis entonces? Esta sería la mejor posada de Lorkshire
si tuviese unas raciones decentes.
Acabó de limpiarse las manos y recogió las jarras vacías antes de
responder.
—Mi padre dice que no hay más cocineras disponibles —se encogió de
hombros—, pero sé que no es verdad —levantó un dedo acusador para señalar

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al sargento—. Lo que sí es cierto es que no las hay con unas tetas como las
suyas —se puso las manos delante del pecho para indicar su tamaño y empezó
a moverlas arriba y abajo como si botaran—. Se balancean como dos toneles
en una hamaca cada vez que friega los platos. Además, seguro que su comida
sabe mejor que el culo de tus oficiales, y viendo a dónde has llegado, me
apostaría quince jarras a que sabes bastante de eso. No te quejes tanto,
sargento —concluyó.
Ossjo rio con ganas. También sus acompañantes. Desde el otro extremo
de la barra llegaban sin descanso las peticiones de los clientes.
—¡Voy! —gritó el chico antes de volver a su tarea.
Áramer alargó la mano hasta la jarra. Su sargento se limpiaba las lágrimas
con el dorso de la mano. Tenía las mejillas coloradas como si hubiera caído
de cabeza en un campo de ortigas, y reía tanto que le costaba respirar.
—Este niño es lo mejor que le ha pasado a este lugar —aseguró
acercándole la jarra a Áramer, a quién también saludaron los dos soldados—.
Si algún día tengo hijos, espero que sean como ese —y lo señaló con la
cerveza.
—Seguro que ya tienes hijos, Ossjo, pero si han salido a ti tendrán la
inteligencia justa para parpadear y respirar sin mearse encima —dio un largo
sorbo—. No pidas más.
Ossjo imitó a su capitán y dejó la jarra a medias de un trago. Asentía
limpiándose el bigote con la manga. Era un tipo regordete, de esos a los que
les sale una barriga voluminosa pero dura como una piedra. Sus mofletes
hinchados y su nariz redondeada le daban aspecto de bufón del rey, pero las
apariencias engañaban a menudo, y aquel era uno de los mejores soldados de
toda la sección. Cuando marchaban, Ossjo se ponía en cabeza y avanzaba a
una velocidad que conseguía que sus compañeros sacaran la lengua siguiendo
su estela; sus brazos rechonchos contenían músculos de acero que pasaban
desapercibidos porque, a diferencia de la mayoría de Escudos, no estaban bien
definidos.
—Mi padre siempre decía que la inteligencia es una cualidad útil
únicamente para los ricos. A nosotros, los pobres, suele irnos mejor siendo
obedientes y fuertes, y por mi madre que soy fuerte como el vinagre.
Rio con ganas. Fue el único. No hacía falta ser muy perspicaz para darse
cuenta de que empezaba a perder la batalla contra el alcohol.
—¿Qué te trae por aquí, capitán? Tú no eres de los que suelen frecuentar
este lugar —preguntó uno de los soldados.

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Áramer bufó y miró la espuma de su cerveza meciéndose como la que
lleva en su cúspide una ola del mar. Dio un trago.
—Los lobos siguen saliendo del bosque. Hace unas horas llegó un
granjero pidiendo ayuda porque dos no paraban de rondar su establo. Esos
demonios son enormes.
—Ayer escuché a un tipo diciendo que uno de ellos, en mitad de la noche,
se asomó por la ventana de la primera planta de su casa —añadió el otro
soldado.
—Yo también lo he oído, y que han sacado a aldeanos de sus habitaciones
metiendo las patas por la puerta o las ventanas como un gato saca a un
jilguero de su jaula —dijo Ossjo esta vez.
El capitán asentía con el rostro serio. No existían precedentes de lobos de
Trenulk que se comportaran así. Al menos no que él conociera. Por regla
general, jamás abandonaban el bosque una vez alcanzaban la edad adulta.
Solo sus crías, del tamaño de un lobo corriente, vagaban por Mélmelgor hasta
que tenían el tamaño suficiente para seguir a los adultos hasta la espesura del
bosque.
—Solo hay un motivo por el cual saldrían de Trenulk.
La voz, quebrada y débil, provenía de un anciano que se ganaba la vida
tocando el acordeón entre los clientes de Stling. Debía rondar los setenta y le
faltaban más dientes de los que tenía, pero sus dedos huesudos se movían por
las teclas de su instrumento con una habilidad admirable. Tenía el rostro
empapado en cerveza, el poco pelo que le quedaba se le apelmazaba en finas
hebras sobre la frente y las orejas, las pestañas pegadas a las cejas. Se
limpiaba el rostro con un trapo lleno de mugre del que emanaba un potente
olor acre.
—¿Y cuál es ese motivo, anciano? —inquirió Áramer.
—Hay algo en el bosque que los está espantando —aseguró con una mano
temblorosa mirando alternativamente a esos jovenzuelos a los que tantos
sufrimientos les deparaba todavía la vida.
—¿Qué podría asustar a una criatura de semejante tamaño? —preguntó
Áramer, que parecía el único que se tomara en serio sus palabras.
El viejo se guardó el trapo, alzó una mano para llamar la atención del
camarero y este le respondió con un guiño.
—Existen historias que hablan de situaciones parecidas —comenzó
explicando—, canciones que mencionan a lagartos del tamaño de una carreta
y su tiro de cuatro pares de caballos, con la cabeza tan ancha como una cama
de matrimonio. Criaturas llegadas de muy lejos que traen sobre sus lomos a

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los jinetes más peligrosos que el mundo haya conocido nunca —su voz, esta
vez, no perdió la firmeza.
Los soldados se echaron a reír; a Áramer se le encogió el corazón. Tenía
la piel de gallina y miró su brazo de soslayo tratando de adivinar si sus
hombres podrían percatarse entre la penumbra de la taberna. El niño volvió
con una palangana llena de agua y la dejó junto a las jarras. El viejo,
acostumbrado a que tratasen sus historias como mera herramienta de su
profesión, no le dio importancia al desprecio de los soldados. Se acercó al
agua, mojó el trapo y se lo pasó por la cabeza después de escurrirlo. Repitió el
proceso hasta quedar más o menos limpio y entonces se alejó un par de pasos
de la barra.
—No te vayas tan lejos, anda —pidió Ossjo, que sacó un billete al que le
derramó un chorro de cerveza.
El viejo se acercó y agachó la cabeza. Ossjo le pegó el billete mojado en
la frente, como era costumbre por aquellas tierras, y le pidió que tocara esa
canción de fantasía de la que hablaba. Áramer se abrió hueco entre sus
hombres, que le encontraron un taburete que colocaron en el centro del grupo.
Se sentó, agarró su cerveza con ambas manos y centró toda su atención en ese
anciano que no tardaría en contarle los detalles de una pesadilla olvidada
largo tiempo atrás.
En su mente, con la intensidad suficiente para alterar el ritmo de su pecho,
la imagen de Zúral esbozando su siniestra sonrisa a lomos de una de esas
bestias.

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2. EL FUGITIVO

El sudor le perlaba la frente mientras saltaba las cajas de fruta, bancos y


bolsas aglutinados en las aceras. Los tenderos gritaban a su paso y maldecían
levantando los puños acordándose de la profesión poco honorable de su
madre. Algunos incluso se lanzaban a la carrera tras él uniéndose sin saberlo a
la persecución. Aquellos mequetrefes gordos y poco acostumbrados a la
acción no le incomodaban lo más mínimo. Quienes lo pusieron en fuga, sin
embargo, sí lo aterrorizaban.
No era esa la vida que imaginó tras el duro entrenamiento, los años de
penurias y bien elaboradas farsas que debían haberlo colocado en un estatus
envidiable. Pero sus ilusiones, igual que el trueno que se oye en la distancia y
que se disipa entre las lejanas nubes que descargan en otra parte, no aliviarían
su angustia. Tenía las suelas de los zapatos gastadas, un agujero por el que se
le escapaba un dedo meñique encogido, ennegrecido y con la uña encarnada
que le mordía la piel como esos perros callejeros con los que compartía su
lecho en el suelo. El dolor no mermaba su capacidad. Nunca lo había hecho.
Huía sin mirar atrás, pues no importaba mucho cuánta ventaja les sacase si
en un descuido tropezaba con una de aquellas cajas y caía de bruces contra la
acera. El enfado de una verdulera flaca con la voz de pito sería el menor de
sus problemas cuando sus verdaderos enemigos lo alcanzaran.
Él, que había luchado como ninguno, que se esforzó más que nadie para
lograr su sueño de llevar una vida pacífica en la vejez rodeado de jovencitas
que le limpiaran la casa, le cocinaran y cubrieran todas sus necesidades; él,
que aprendió del mejor, que jamás falló a los suyos, no comprendía cómo
llegó a convertirse en la víctima de uno de esos juegos. Era como si la gallina
echara en la olla al cocinero; como si el perro sostuviera la correa que
mantiene al amo en su costado.
Llegó hasta un callejón que solo carecía de salida para aquellos cuyas
piernas y brazos no están adiestrados. Levantó la vista hacia el muro que
cortaba su huida, buscó algún saliente, una cañería, un ladrillo partido. Lo
encontró. Retrocedió tres pasos mirando por encima de su hombro. La carrera

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de sus perseguidores era audible a la vuelta de la esquina. Aceleró, apoyó un
pie contra el muro y saltó hacia el hueco del ladrillo, que agarró con la punta
de los dedos. Por un momento pensó que no sería suficiente, que caería sin
remedio, pero la adrenalina bombeando en sus venas hizo que sus falanges se
convirtieran en férreos ganchos que lo mantuvieran fuera de peligro. La otra
mano se aferró al balcón que sobresalía por encima de su cabeza. Subió como
un gato perseguido por una jauría de perros rabiosos. El sudor le chorreaba
por la calva hasta metérsele en los ojos. No tenía cejas. La cabeza rapada con
exquisito cuidado. Pero ni siquiera así confundía a sus perseguidores. No le
sorprendía.
Cuando doblaron la esquina, lo observaron trepar casi como un animal.
Jadeaba con fuerza, tanto que su respiración se oía sin dificultad a ras de
suelo. Sus perseguidores se detuvieron observando cómo escapaba una vez
más. Una vez arriba, el joven se dio la vuelta para mirar a la cara a aquellos
que no mucho tiempo atrás formaron parte de su familia.
En esa ocasión eran Linnah, Viera y Lukas. Y Viera le daba miedo desde
su primer encuentro. Ahora que sabía que quería verlo muerto, el terror se
multiplicaba. Era una mujer enorme, de cabellera dorada recogida en dos
trenzas, brazos de agricultor y facciones cuadradas como las de un guardia de
palacio. Levantó una mano para señalarlo.
—Daremos contigo —aseguró con su fuerte acento de la cordillera de
Lében.
—¡Os he dicho que cumplí con mi misión! ¿Por qué demonios no me
escucháis? ¡Estaba muerto, maldita sea! —gritaba como un niño travieso que
ve a su padre acercarse con el cinturón en la mano.
—Tú estarás muerto.
Esoj resopló. Las piernas le temblaban como a un cervatillo recién nacido.
Llevaba casi un año huyendo de los shámaros a los que ya no pertenecía. Su
fracaso no era aceptable, pero volver al cuartel general solo, con esa sonrisa
mientras mentía acerca de su último contrato, significaba una provocación
insoportable. Los asesinos como él podían cambiar para siempre la fama de
toda la organización, que tardó décadas en forjar una reputación conocida por
todos y cada uno de los habitantes del imperio. Si permitían que uno de los
suyos reclamase un pago sin terminar el contrato, pronto nadie confiaría en
ellos para realizar futuros trabajos.
Viera se llevó a sus camaradas al tiempo que les explicaba cómo buscarlo
a partir de ese momento. Esoj se dejó caer con las rodillas en el suelo para
sentarse después sobre sus talones. Estaba exhausto. ¿Cuánto tiempo había

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logrado eludirlos esta vez? ¿Una semana? ¿Menos? Todavía era joven, pero el
estrés continuo sin duda conseguiría decolorar su preciosa cabellera roja
pronto si es que le concedían la oportunidad de volver a dejarla crecer.
Esta vez era Viera, el mes anterior fue Hubben; dos semanas antes, el
escuadrón de Jukkah. Suspiró. Tenía tanta suerte de seguir vivo… Viera
volvió a girar para mirarlo antes de perderse por la esquina, alargó un dedo
acusador para señalarlo y después se lo pasó por el cuello de lado a lado.
—Sí, zorra, me ha quedado claro que quieres acabar conmigo —susurró
temiendo que la brisa llevara sus palabras a los oídos de la capitana.
Viera se marchó, pero tenía la certeza de que volvería a verla pronto. Esoj
al fin se dejó caer sobre su espalda para recuperar el aliento. No podía esperar
mucho, pues no tardarían en encontrar la puerta que condujese a ese balcón
para seguir su pista desde allí. Tenía que ponerse en marcha. Continuamente.
Para siempre. Hasta que acabaran con su vida o hasta que cumpliese su
contrato. Esta vez, de forma definitiva.

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3. LOS TRES

El suelo cubierto de piedras puntiagudas dejaba poco espacio para que los
caminos se extendieran y las bestias caminasen con comodidad. El aspecto
del terreno era el de una zona despoblada, abandonada y alejada de toda
civilización. Pero allí delante, a solo unas horas de distancia, se encontraba la
ciudad de roca basta y desgastada que siglos atrás levantaran los pobladores
originales y que, al parecer, no había sido reconstruida o reparada desde
entonces. Los muros eran bajos, semiderruidos y mordidos por el paso del
tiempo que los mellaba aquí y allá de forma irregular. Tras ellos, templos,
casas y graneros se amontonaban de forma desordenada.
Los escalones que llevaban a los sitios de culto veían cómo su antigua
gloria se partía ahora para dejar crecer malas hierbas entre la piedra. Las
columnas, llenas de porosidades amarillentas, sobrevivirían aun cuando los
techos se derrumbasen para cubrir los mosaicos del suelo. Dibujados con
exquisito cuidado, con piezas del tamaño de una moneda, el puzle que
componía los grabados se escondía tras un dedo de polvo que nadie se
molestaba ya en eliminar. Las palomas revoloteando entre las sombras de los
arcos, anidando en los recovecos destinados a albergar los espíritus de
antiguos dioses, parecían los únicos seres que se adentraban allí en busca de
paz.
A ras de suelo, tendida sobre el polvo que cubría el mosaico, una mujer
gemía entre los sudores propios de la lujuria. Sobre su cuerpo, un tipo de tez
morena, pelo oscuro y cara rasurada solo unas horas antes, la embestía con
ansia. El vestido pardo y ancho remangado hasta la cadera dejaba acceso libre
a su intimidad. Las palomas observaban a los intrusos con esa característica
estupidez que se refleja en sus rostros, curiosas ante los sonidos que ascendían
hasta la cúpula del templo.
Una mano en el cuello limitando su respiración, el pelo enmarañado lleno
de polvo; un generoso pecho capaz de llenar por completo su mano se mecía
como las olas en alta mar, que van y vienen sin rumbo fijo ni fin aparente,
escapando del escote del vestido, tan arrugado y encogido como la ropa de un

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mendigo. El guerrero, de torso pulido por toda una vida de entrenamiento, con
sus brazos morenos cubiertos de pulseras y tiras de cuero enrolladas desde la
muñeca hasta la mitad del bíceps, ponía a prueba su resistencia con cada
embestida. La joven se retorcía bajo su peso arañándole el pecho, aferrándose
a sus dorsales de piedra a los que se anclaba para atraerlo aún más hacia su
cuerpo.
Un gruñido animal, el desvanecimiento del clímax que lo hizo caer
jadeando sobre su compañera.
Sus pechos unidos se movían con fuerza tratando de aportar el oxígeno
que necesitaban para reponerse. Se retiró de ella para mirarla a los ojos. Sus
dedos encallados le apartaron el pelo de la cara: quería observarla una vez
más. Ella lo empujó con ambas manos para apartárselo de encima. El guerrero
se puso en pie, se subió el calzón corto que aún marcaba cada centímetro de
su virilidad y se despidió de ella con un gesto de la cabeza. La joven ni
siquiera respondió. Permaneció allí, tumbada bocarriba observando aquellos
deliciosos techos que ya nadie recordaba. Se quedaría así hasta que
considerara que su semilla se asentaba. Puede que varias horas.
Salió del templo desperezándose. Rehízo su coleta en un gesto que
mostraba los tatuajes de sus bíceps y comenzó a bajar la escalera mientras se
limpiaba el sudor de la cara con la palma de las manos. Suspiró. Tres pasos
más tarde, sus pies tocaban al fin la tierra amarillenta que cubría la ciudad. La
calle bullía entre voces de los mercaderes cuyos puestos se alzaban entre los
antiquísimos edificios de piedra. Sus telas sucias y polvorientas se mecían con
la brisa de la mañana, que transportaba su aliento hasta los oídos de los
posibles compradores. El guerrero apartaba a la multitud a empujones,
quienes lo veían se retiraban antes de que llegara hasta ellos. No era el
hombre más importante del lugar, pero todos conocían sus facciones. Nadie,
ni uno solo de los que lo reconocían, se atrevería jamás a contrariarle. Era uno
de los Tres, y él y sus dos hermanos eran famosos por haberse enfrentado
desarmados a doce enemigos con sus respectivos puñales y haber matado a
nueve de ellos. Los otros tres tuvieron la sensatez suficiente para escapar
antes de que los atraparan entre las calles de la ciudad.
Llegó pronto hasta la antigua plaza de la ciudad, que siempre se llenaba
de niños jugando al Tagueo. Observarlos le recordaba a su juventud. Aún
conservaba en su espalda múltiples cicatrices de las varas de sus hermanos.
Sobre el suelo, un chico inconsciente con un hilillo de sangre que le brotaba
desde la parte alta de la cabeza. Sonrió. Si nunca volvía a levantarse, el clan
se habría librado de un vástago enclenque y enfermizo que solo aportaría

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debilidad al grupo. Se detuvo para observarlo, el muchacho encogió la nariz
como si oliese algo desagradable y abrió los ojos llevándose una mano a la
cabeza. Él también sonrió mientras se ponía en pie y recogía su vara. Se
tambaleó hasta tal punto que creyó que volvería a caer, pero se apoyó en su
vara para mantener la compostura y sacudió la cabeza para quitarse de encima
el aturdimiento que lo perseguía. Entonces comenzó a caminar en dirección al
grupo que seguramente lo había dejado inconsciente pocos minutos antes.
El guerrero asintió y volvió a ponerse en camino.
La plaza estaba coronada por una fuente cuadrada que llevaba siglos sin
contener agua. En el centro, un obelisco mordido y gastado se levantaba un
par de metros por encima de sus cabezas. Toda la plaza estaba empedrada con
losas rectangulares que no pesarían menos de trescientos kilos, y entre ellas,
la hierba brotaba aprovechando cualquier resquicio con la tierra suficiente
para albergar sus raíces. Más templos como el que acababa de abandonar se
izaban por aquí y por allá, y entre ellos y el empedrado de la plaza, caminos
de tierra que recorrían innumerables mujeres que regateaban, reñían y
gritaban tanto como los vendedores.
Los tejados fueron rojos en algún momento, pero las inclemencias del
tiempo y las partículas que transportaba el viento acabaron por tintarlos de un
tono parecido al de los caminos. Frente a él, un edificio derruido hacia el
interior cuya fachada aún mantenía intactas tres columnas; a la cuarta solo le
quedaba la mitad de su altura. La construcción se asemejaba a un cadáver
gigante del que solo quedan unas cuantas costillas resistiendo todavía al
asedio de la putrefacción. Pasó entre sus paredes y el lateral de otro templo,
en un callejón tan estrecho que impedía a la luz del sol penetrar en su
totalidad. Agradeció la sombra y el frescor que traía el viento colándose por el
callejón, pero no tardó mucho en llegar al otro lado.
Allí, en mitad de una explanada que se extendía hasta el bosque de
Trenulk, un mar de tiendas de campaña, casas de madera y restos de edificios
de piedra por igual formaban la verdadera ciudad. Los soldados patrullaban
entre las casas, los hombres entrenaban dándose palos con varas parecidas a
las del Tagueo aunque mucho más recias. Primero golpeaba uno y después el
otro, turnándose en una tortura consentida y necesaria destinada a fortificar
sus espíritus, a convertirlos en amigos cercanos del dolor hasta un punto en
que su presencia les devolviera a la tranquilidad del hogar. No había mayor
gloria para un guerrero punco que morir sirviendo a los suyos, y controlar el
dolor para que no limitase sus capacidades era una buena manera de cumplir
con su objetivo llegado el momento.

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Siguió caminando entre varazos, patrullas y tiendas de telas raídas hasta
llegar al centro del campamento. Allí, rodeada por restos de estatuas
desmembradas, columnas partidas, bancos de piedra sin respaldar, losetas de
fuentes y establos de madera, el antiguo palacio de los reyes que gobernaran a
los primeros pobladores. El aspecto del edificio era tan lamentable como el
resto, pero su entrada estaba coronada por tiras de huesos atadas con cadenas,
calaveras y tibias que circundaban las enormes puertas de bronce como si
condujesen al mismísimo inframundo. Diez guardias a cada lado de la puerta
custodiaban el paso con falcatas al cinto y escudos ovalados a la espalda. Era
la guardia real del Primer Guerrero: el líder de todos los puncos.
La guardia lo saludó sin impedirle el paso. Su recia mano derecha, que
poco antes estrangulara a la joven a petición propia, agarró el pomo de hierro
y tiró de él. La puerta se abrió con pesadez dejando escapar las risitas
picaronas de varias jóvenes. Sentado en el trono como una especie de dios de
la lujuria, el Primer Guerrero reía alimentado por una de las muchachas al
tiempo que agarraba con fuerza las nalgas de otra que se sentaba a horcajadas
sobre su regazo.
Todos estaban desnudos.
El interior del palacio estaba oscuro, apenas iluminado por la luz del sol
que se colaba entre las grietas de su deterioro. La puerta crujió atrayendo la
atención del líder de aquel pueblo. Su voluminosa cabeza asomó tras el torso
de la joven que lo distraía.
—Ah, hermano, ¿qué te trae por aquí? —y enterró la cara entre los pechos
de la joven.
Él también tenía los brazos adornados por pulseras y cintas de cuero, pero
no era difícil apreciar la diferencia de tamaño con los del recién llegado. Sus
risotadas se apagaban entre las carnes de la joven, que a su vez reía
retorciéndose por las cosquillas. Pasaron unos segundos hasta que devolvió la
atención al centro de la sala. Él, a diferencia de la guardia y de su propio
hermano, sí tenía barba. No era abundante, sino más bien una perilla de la que
brotaba una trenza de al menos un palmo de longitud, fina y estilizada. Tenía
ojos almendrados y en la coronilla se dibujaba una calva que disimulaba el
pelo rasurado del resto de la cabeza.
—¿Qué ocurre? —insistió molesto.
Su hermano se rascó la nariz con el dorso de la mano antes de responder.
—Un mensajero de Laebius nos pide avanzar contra las tropas que sitian
Álea. Llegó esta mañana.

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Las risas desaparecieron. El Primer Guerrero enarcó las cejas; las chicas
los observaban sin perder detalle.
—¿Y me lo dices ahora? Ya es casi mediodía —rugió antes de respirar
con fuerza tratando de calmarse—. Apártate, bonita, ¿quieres? —pidió
dándole unos cachetes en la nalga. La joven le lamió la frente y bajó de su
montura mordiéndose los labios.
—Me entretuve por el camino —se justificó sin darle más importancia.
El Primer Guerrero comprendió a lo que se refería e ignoró el sentimiento
de ofensa que aún sentía: el deber era lo primero, y su hermano estaba
cumpliéndolo. En cualquier caso, tampoco tenían tanta prisa por atender aquel
mensaje.
—Así que ha llegado el momento, ¿eh? —sonrió apretando los dientes.
—Ha llegado el momento.
El Primer Guerrero se puso en pie y lanzó un aullido cerrando los puños
sobre su cabeza. La verga le bailaba de lado a lado como un péndulo. Recogió
las ropas que descansaban junto a su trono, se ató el cinto que contenía un
cuchillo de cazador y se enfundó un yelmo que le cubría la cabeza por
completo. De los laterales brotaban dos alas semejantes a las orejas de un can
en alerta. Su rostro quedó oculto tras una abertura en forma de cruz
ensanchada frente a los ojos y la boca, dejando que su perilla sobresaliera por
debajo del metal. No tardó ni un minuto en completar su transformación de
borracho de taberna a temible mole armada. Por último, se echó un enorme
martillo de guerra al hombro.
Cada uno de sus músculos se marcaba terso como el acero bajo la piel.
Las innumerables cicatrices blanquecinas le recorrían el pecho y los brazos
como los surcos que dejan las aguas torrenciales en las laderas. No era mucho
más alto que su hermano, pero sí podría pesar el doble.
—Recoge a tus hombres, salimos en media hora —la voz que emanaba
del yelmo no parecía pertenecer a la misma persona.
El mensajero salió seguido de cerca por su líder. El inclemente sol de
mediodía en la cara le obligaba a entrecerrar los ojos. Miró a izquierda y
derecha en busca de un rostro conocido, pero no lo encontró. Reemprendió la
marcha hacia la parte más occidental del asentamiento en busca de los suyos.
Él todavía no tenía la experiencia para liderar un regimiento. Su cara rasurada
lo delataba, pues solo a los veteranos se reservaba el derecho a dejarse crecer
la barba. Y solo podía llegarse a veterano tras veinticinco años de servicio.
Las reglas de los puncos eran muy estrictas al respecto, y definían
perfectamente las obligaciones de hombres y mujeres en dos puntos

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concretos: el mayor honor al que podían aspirar los hombres era el de morir
combatiendo por su clan; el de las mujeres, traer al mundo tantos hijos como
fuera posible.
Por ello era relativamente común que algunas mujeres tuvieran doce,
quince o incluso veinte hijos. Estaba tan mal visto que carecieran de una
barriga como que un hombre rehuyera el enfrentamiento. Las mujeres se
sentían poderosas trayendo hijos al mundo; los hombres, hundiendo los
cráneos de sus enemigos. Ninguno podía engendrar hijos hasta acabar con al
menos tres rivales en combate. Antes, muchos años atrás cuando tenían la
libertad de atravesar el Khor para asaltar las tierras vecinas, el número de
enemigos a abatir para obtener el derecho a la paternidad ascendía hasta siete.
Ahora, obligados por la fortaleza de Álea, la frontera que representaba el río y
su propio encierro entre sus limes, el número descendió hasta tres con el fin
de evitar que el clan acabara consumiéndose a sí mismo.
No había espacio para la debilidad; no se alimentaban bocas incapaces de
aportar.
Las mujeres daban a luz, pero ninguna de aquellas criaturas podía
llamarse su hijo. Los recién nacidos pertenecían al clan. Todas las mujeres
eran sus madres; todos los lactantes podían agarrarse a un pecho que
contuviera alimento. Las mujeres criaban a los pequeños por igual. A todos.
No existían favoritismos, ni apego especial por alguno en concreto. Para ellas,
los bebés eran su aporte a la sociedad; el embarazo, un deber tan necesario
como comer, dormir o excretar.
Su importancia para el futuro del pueblo era incuestionable, por lo que se
las trataba con profundo respeto. La comida más fresca se reservaba para
ellas: la escasa fruta, la partes más sabrosas y tiernas de un animal. Nunca
pasaban hambre, tampoco sed ni frío ni penurias. Si la comida escaseaba, los
hombres ayunaban; si no había espacio suficiente bajo una sombra, los
soldados se quemaban; si no existía una cabaña en la que guarecerse de la
nieve, eran ellos quienes se congelaban.
Las tareas más duras del campo y la minería debían afrontarlas los
esclavos, pero ya casi no quedaban. Así, la falta de mano de obra se suplía
con los niños que todavía no tenían edad para alistarse y con los soldados que
aún no contaban con el derecho a la paternidad.
El Primer Guerrero era siempre el hombre más fuerte del clan, y
normalmente no duraba más de un lustro en el trono. Las peleas por ocupar el
poder se sucedían cada poco tiempo, pues la ambición de los hombres es más
poderosa que su memoria, y a muchos guerreros se les olvidaba con

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frecuencia la letalidad de su líder. Una demostración solía poner a los más
osados en su sitio, pero pocas semanas después los detalles del duelo se
desvanecían y con ello, también el respeto que por él sentían.
Por eso Frunk Cabezamartillo procuraba siempre que sus combates fueran
no solo una demostración de poder, sino un auténtico espectáculo del que no
dejara de hablarse a los pocos días. Desde que ascendiera al trono tres años
antes fue retado hasta en cinco ocasiones, pero ninguno de sus rivales estuvo
siquiera cerca de poner en duda su capacidad. El gigantesco martillo que
llevaba al hombro y que le valió su apodo era un arma formidable que partía
escudos, huesos y ambiciones por igual. Sabía que todavía no había nacido
nadie en el clan, aparte quizá de sus dos hermanos, que pudiera acercarse a
acabar con su vida en combate singular.
Sus hermanos, por otro lado, formaban una dupla poco común en el clan.
Dada la naturaleza de los nacimientos, era muy difícil adivinar quién era hijo
de esta o aquella mujer, pero encontrar al padre era incluso más difícil. Sin
embargo, ellos no nacieron en la ciudad. Los tres quedaron huérfanos en
algún momento cerca de las orillas del Khor, donde una pareja poco
tradicional los crio hasta alcanzar la adolescencia. Nadie podía garantizar que
fuesen hijos de los mismos progenitores, pero tras convivir en tan estrecha
relación durante su infancia acabaron recibiendo el apodo de los Tres. Por
supuesto, tuvieron que demostrar su valía antes siquiera de pensar en habitar
la capital de los puncos, quizá la ciudad más extraña y salvaje de todo el
territorio conocido.
Nadie estaba obligado a vivir entre las antiquísimas ruinas que largos
siglos atrás constituyeran una civilización mucho más avanzada que la de sus
vecinos, pero solo quien habitaba entre sus tiendas, losas gastadas y calles
empolvadas, tenía derecho a reclamar el título de Primer Guerrero; nadie que
dedicase su vida a la agricultura o el comercio era digno de más respeto que
un perro callejero. Se les trataba con cierto decoro únicamente porque traían a
la ciudad los víveres que su siempre agitada población requería, pero ¿quién
demonios querría dedicar su juventud a cultivar tomates? Solo los
pusilánimes; solo los cobardes.
Ocupar el trono no garantizaba que la política de los puncos cambiara un
ápice, pero sí daba un estatus que todas las mujeres envidiaban. No existían
las parejas formales, ni las uniones matrimoniales ni el amor, pero sí los
buenos genes. Y ellas los buscaban tanto como los artistas a sus musas.
Quedarse embarazada del Primer Guerrero garantizaba una próxima

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generación de hombres y mujeres fuertes, saludables y preparados para
prolongar su estilo de vida varias décadas más.
Eso era lo único que de verdad importaba, y mientras cumplieran con su
objetivo, seguirían viviendo con la seguridad de que ningún clan enemigo las
convertiría jamás en esclavas, que nadie las expulsaría de su hogar.
El sentimiento de pertenencia a la comunidad era algo innato a los puncos,
pero se mantenía únicamente porque se entrenaba desde la más tierna
infancia. Las individualidades no eran aceptables, el egoísmo tampoco. Un
punco nacía, vivía y moría para los suyos. No quedaba espacio para otras
opciones.
Los traidores no existían. Al menos no sobrevivían durante mucho
tiempo. Y dado que la fuerza y la valía personal, dado el desconocimiento que
cada uno mostraba sobre el nombre de sus progenitores, el nombre de los
antepasados o los apellidos tampoco importaban lo más mínimo. Se premiaba
la fuerza, la valentía y la osadía. Y cualquiera que contara con ellas en la
proporción adecuada podía ascender hasta la cima de su sociedad. Solo se
necesitaba matar a los hombres adecuados.
Y Frunk Cabezamartillo podía matar a cualquier hombre.
Su hermano caminó hasta el extremo del campamento, donde los hombres
lo conocían de primera mano. Él no debía comandarlos directamente, no tenía
derecho a ello, pero Frunk podía decidir quién era su mano derecha, y este,
tuviese la cara rasurada o no, quedaba instantáneamente por encima de todos
los oficiales. Además, el Primer Guerrero podía elegir a tres más como
oficiales de su confianza. Frunk solo necesitó uno más: el tercer hermano,
Fez, que a pesar de ser el más joven gozaba de la reputación del único con
verdaderas posibilidades de vencer a Frunk.
Era a él a quien buscaba Barlohn, pues necesitaba que se preparase para la
marcha encabezando a sus soldados. Conociéndolo, a esas horas estaría
dedicándose a lo mismo que el propio Frunk entre las tiendas de la ciudad. El
sexo entre los puncos era tan natural como comer o lavarse, por lo que no
solían ocultarse más de lo necesario para practicarlo. El pudor apenas existía
ni siquiera entre los adolescentes. Los chicos tenían que ganarse el derecho a
acostarse con una mujer, y las jóvenes debían cumplir dieciséis antes de
perder la virginidad. Eran las únicas directrices que estaban obligados a seguir
aquellos que todavía no eran adultos, y rara vez se las saltaban. El castigo por
incumplir las leyes del clan era terrible e implacable.
Barlohn llegó hasta la tienda de Fez; los gemidos de una joven
confirmaron sus sospechas y decidió no interrumpir hasta que terminasen.

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Conociéndolo, no tardaría mucho.
Entró cinco minutos más tarde para encontrarlo tirado en la cama,
bocarriba, con su amante al lado.
—Tenemos que irnos, Fez.
—¿A dónde?
Respondió de mala gana, pues lo único que de veras le apetecía era tomar
un poco de cerveza.
—A cruzar el Khor.
Fez se levantó como un resorte escudriñando su rostro para confirmar que
no se burlaban de él.
—Así que es cierto.
—Vístete, salimos en cuanto estés —y abandonó la tienda para acabar de
poner en situación a los demás.
Fez se giró hacia su compañera, le pasó la mano por el vientre y suspiró
melancólico.
—Cómo voy a echar de menos esto…

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4. LA BATALLA DE ÁLEA

Zelca se mesaba la barba tumbado a la sombra del patio central. El verano


quedaba a la vuelta de la esquina y el sol comenzaba a calentar hasta resultar
desagradable. Sus hombres descansaban en el interior de la fortaleza a
excepción de los guardias que custodiaban los muros y de un pequeño
contingente de quinientos soldados que siempre se mantenía listo para el
combate. Si el asalto final comenzaba, contendrían al enemigo el tiempo
suficiente para que los demás se unieran a la defensa.
El veterano se hurgaba los dientes con un palillo. Su barba había perdido
el característico tono carbón que luciera durante toda su juventud. Ahora
formaba una masa de pelo basta y grisácea que delataba como una bandera
que los mejores años de aquel tipo comenzaban a convertirse únicamente en
buenos recuerdos. Sin embargo, su experiencia y posición ya no le obligarían
a combatir contra sus enemigos. Para ese cometido contaba con sus soldados.
—¡Señor, refuerzos enemigos!
Levantó la vista para observar al guardia que gritaba desde lo alto de la
muralla. Después observó la punta del palillo, que acababa de cumplir su
cometido sacando de entre sus muelas un trozo de ternera que llevaba
molestándole desde la noche anterior. Se balanceaba atrás y adelante en una
mecedora que le recordaba a la antigua casa de su abuela, lo que le transmitía
una sensación de paz que poco tenía de real en su situación actual. Al otro
lado del portón que limitaba la plaza, un ejército de seis mil hombres leales a
Laebius cercaba su posición. Esperaban una orden que los lanzara contra ese
escollo de piedra como una ola que choca contra el malecón.
—¿Vienen del este o del sur? —preguntó sin darle más importancia.
Tras las murallas de Álea, donde se cobijaba desde hacía más de tres
meses, dos mil Escudos Negros se encargaban de velar por su seguridad
aunque permaneciera rodeado por las tropas del emperador. Contaban con
provisiones para otro mes, y antes de que se les agotaran llegaría Lerac con el
resto del ejército para aliviar su situación. Álea era una fortaleza tan
formidable que Zelca creía que, contando con provisiones suficientes, sus

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Escudos Negros podían defenderla sin que el número de enemigos importara
lo más mínimo. Con un poco de suerte, sus murallas se convertirían en la
picadora de carne que Lerac necesitaba para, de una vez por todas, romper el
grueso de las fuerzas imperiales.
—Vienen del otro lado del Khor, señor —Zelca detuvo el balanceo para
centrar la atención en el vigía. Más le valía no estar burlándose de él—. Son
los puncos —confirmó.
—¡Por las hostias de mi padre! —exclamó tirando el palillo a un lado para
ponerse en pie justo después—. ¡Que todo el mundo se prepare para la
batalla!
Los soldados que patrullaban la plaza se adentraron en los pasillos de la
fortaleza para alertar a sus compañeros, que pronto emergerían del interior
como hormigas negras listas para abatir cualquier amenaza. Zelca se
encaminó a la escalera que conducía a la cima de la muralla. Desde allí
vislumbró la mancha difusa que formaba el ejército punco.
Era la primera vez que los veía. Igual que todos los que le rodeaban. Los
puncos llevaban tanto tiempo encerrados en su territorio que muchos al otro
lado del río maldito empezaban a dudar de su verdadera existencia. Pero
estaban allí, avanzando a buen ritmo hacia ellos.
Los puncos al fin habían llegado, y siguiendo sus movimientos, las tropas
de Laebius se preparaban para el asalto final. Zelca se giró para observar a sus
soldados. Estaban tan tranquilos como un monje en medio de su meditación.
Por los dioses que sus Escudos eran los mejores soldados de todo el maldito
imperio. Ni siquiera la visión de los puncos parecía perturbarlos. Aunque ello
significara que la batalla más difícil de sus cortas vidas estuviera a punto de
comenzar.
A unos doscientos metros del pie de la muralla, los soldados imperiales
recogían al menos cien escalas para colocarlas en vanguardia; un ariete
rodaba cubierto por gruesas pieles de color pardo que pronto empaparían para
evitar que la madera del armazón prendiese cuando comenzaran a llover las
flechas incendiarias. Por último, como la joya de la corona, una formidable
torre de asedio que llevaban construyendo casi un mes y que no debía medir
menos de cuarenta metros. Sería un armatoste difícil de mover, pero los dos
pisos superiores harían llover proyectiles sobre los Escudos en cuanto se
acercara a distancia de tiro. Aquella era sin duda la mejor baza con la que
contaban los hombres del emperador para conseguir su empresa.
Los Escudos Negros aparecieron preparados para la batalla y formaron
filas en la plaza central, cerca de la mecedora de Zelca. Este los miró desde

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las alturas buscando a su mano derecha, Séracar, que le devolvía la vista con
el casco bajo el brazo a la espera de órdenes.
—¡Trae a los arqueros a la torre que cubre el vado y dales munición como
para que disparen hasta que se les caigan los brazos! El resto, a las murallas
—voceó.
Séracar no tuvo que decir nada. Llevaban desde el mismo momento en
que tomaron la fortaleza preparándose para ese día. Ni siquiera a ellos les
resultó fácil reducir a la escasa guarnición que la custodiaba Álea en aquel
momento. De no ser por el ingenioso plan de Lerac, Laebius la habría
reforzado convirtiéndola en una roca inexpugnable. Como debía serlo ahora.
Los Escudos Negros habían combatido a ambos lados de esas murallas, por lo
que tenían claro cuáles eran sus puntos fuertes y débiles, los ángulos más
complejos y las paredes que no se podían escalar. Sin embargo, ninguno de
ellos conocía la verdadera capacidad de los puncos. ¿Estarían preparados para
repelerlos? ¿Serían capaces de luchar contra ellos de igual a igual?
Tras dos años de campaña e innumerables enemigos vencidos, los
Escudos Negros se sabían la fuerza más temible de todo el imperio. Pero los
puncos no eran parte del imperio y nadie los había visto combatir en
generaciones. Con un poco de suerte, su encierro tras el Khor los habría
vuelto débiles y gordos, pero también cabía la posibilidad de que hubiera
ocurrido todo lo contrario y que ahora que por fin podían resarcirse, lo
hicieran con la furia acumulada de esos años.
Zelca los observaba tratando de contener sus emociones. No traían equipo
de asedio; eran buenas noticias. Sin embargo, Lerac fue muy claro con él
antes de mandarlo a tomar Álea: «Estaréis solos durante meses antes de que
podamos abrir una vía que nos permita acudir en vuestro rescate. No os
resultará difícil resistir a menos que los puncos marchen contra vosotros».
Y allí estaban esos hijos de perra, caminando hacia un vado que ninguno
de ellos habría cruzado jamás, armados con las falcatas que inspiraron
auténticas historias de terror entre todos los reclutas de su época dorada. No
los acompañaba caballería alguna, pero no la necesitaban. Al menos no en la
batalla que estaba por venir. Se decía que los puncos podían combatir en
cualquier terreno, con cualquier arma, y vencer a soldados especializados en
ese tipo de combate. Zelca no dudaba que buena parte del miedo que los
precedía venía alimentado por leyendas similares a las que concentraban a su
alrededor las velkra. Pero ni las inmensas moles de Trenulk ni los salvajes
que se acercaban al vado tenían una fama del todo inmerecida. Las velkra
aplastaban cráneos con sus pesadas espadas como si se tratasen de fruta

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madura; y las falcatas de los puncos arrancaban miembros como un agricultor
desvareta sus olivos.
Eso, por supuesto, sin mencionar la efectividad de su formación en
falange.
El veterano apoyó ambas manos en la mella del muro observando el
exterior. La mancha grisácea iba definiéndose por momentos delimitando las
secciones que componían el ejército. Permanecían lejos, pero ya se apreciaba
el orden que reinaba entre sus filas. Solo los Escudos parecían tan
disciplinados. El sol calentaba más de lo que recordaba y una gruesa gota de
sudor le bajaba por la frente hasta llegarle a la nariz y perderse entre la
espesura de su bigote. Necesitaba su yelmo. Alzó la vista hacia el cielo, los
pájaros revoloteaban de un lado a otro sin saber que estaban a punto de
presenciar una carnicería. Los buitres pronto llegarían a escena como unos
macabros espectadores que, sin importar el desenlace de la batalla, siempre
resultaban vencedores.
El tintineo de armaduras, escudos y espadas resonaba escaleras arriba al
ritmo que sus muchachos ascendían hasta sus puestos de combate. La muralla
pronto quedó repleta de rostros férreos, idénticos, que como un ejército de
espectros daría muerte a cualquiera que se atreviera a asaltar sus posiciones.
En la plaza central, otros quinientos formaban con sus lanzas en ristre listos
para detener al enemigo si conseguía derribar las puertas. Apalancados allí en
formación de falange, los soldados de Laebius tendrían más posibilidades de
sobrevivir ascendiendo una escala en llamas que lanzándose de frente contra
ellos.
Todo estaba preparado, estudiado y controlado tras innumerables
simulacros realizados durante las semanas previas. No importaba si las
fuerzas de Laebius iniciaban el asalto de inmediato, pues sería únicamente
cuando los puncos cruzaran el vado que comenzaría la verdadera batalla.
Zelca esperaba que Lerac tuviese razón, que sus planes siguieran siendo
válidos como tantas veces antes.
Que él fuese capaz de ver el resultado era lo de menos, pues con el tiempo
aprendió a confiar en el joven general incluso cuando parecía que dirigía a sus
hombres a la boca del lobo. Al final, si de verdad era así, siempre se las
ingeniaba para que el lobo hubiera perdido los dientes, para que permaneciera
dormido o llevara ya días muerto. Lo que olía como una misión suicida
acababa convirtiéndose en un paseo entre las fauces de la fiera, y cada vez
que ocurría, sus hombres confiaban más en su pericia. De seguir la guerra el
rumbo que mantenía hasta entonces, pronto se lanzarían al vacío sin mirar

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siquiera la profundidad a la que se encontraba el suelo, pues confiarían en que
una gigantesca cama de paja los esperase allí, que la magia de algún dios los
hiciera levitar a salvo hasta el suelo o que, de algún modo que no podían
imaginar, su general pactaría con la muerte para privarla de llevarse a sus
muchachos.
Solo el adiestramiento era más valioso para un ejército que la moral, pero
este servía de poco si los hombres perdían las ganas de combatir. Lerac
contaba con unas tropas entrenadas de forma envidiable, pero además
rebosaban seguridad y confianza, y no era de extrañar que estuviese ganando
la guerra contra el emperador, que parecía haber perdido esa gracia que le
hizo encandilar a los pueblos unas décadas atrás cuando logró hacerse con el
trono.
Sin embargo, todo podía cambiar en cualquier momento, en batallas como
la que estaba a punto de comenzar. La reputación de invencibilidad de los
Escudos Negros podía deshacerse tras solo una derrota, y el daño que su
pérdida supondría para el resto de la campaña era aún incalculable. Las
personas que nunca habían combatido tendían a pensar que en una batalla un
bando aniquila al otro, pero no es así como sucede. La mayoría de las veces la
victoria se consigue cuando un ejército pone al otro en fuga; cuando desbarata
sus líneas desorganizando a sus hombres, impidiendo que lleguen nuevas
órdenes. Es así como se rompe al enemigo, como se logra que pierda terreno
y, eventualmente, una ciudad relevante, un puente, un lugar estratégico: una
guerra.
No era necesario matar a todos los hombres que comenzaban a formar
frente a las murallas de Álea: bastaba con ponerlos en fuga, con acabar el
asedio y echarlos de allí rompiendo el cerco. El miedo conseguiría que los
desertores brotaran de entre sus filas como las alúas salen del suelo bajo el sol
que brilla tras un día de lluvia. Si se usaba bien, el miedo causaba más bajas
que las espadas. Era un arma mucho más rentable, de mayor alcance y
eficacia siempre y cuando se mantuviera la capacidad disuasoria de los
Escudos Negros.
Por eso no podían perder.
Séracar apoyó las manos en la muralla junto a Zelca. Las filas de puncos
se hacían cada vez más nítidas. Ya se apreciaba la forma de sus escudos, sus
lanzas al hombro. También luchaban en falange, pero a diferencia de los
Escudos se sentían tan cómodos con la lanza como con cualquier otra arma.
Si sus filas se rompían, desenfundaban sus falcatas y comenzaban la lucha

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cuerpo a cuerpo con una eficacia de la que no existían testigos entre los
habitantes de este lado del Khor.
El viento transportaba una siniestra melodía de voces graves que subían y
bajaban para resaltar sus letras. Los puncos avanzaban cantando a viva voz.
Parecían tan seguros de sí mismos… Aquellos soldados no tenían nada que
ver con los de Laebius, igual que las velkra. ¿Estarían a su altura? ¿Estaría
alguno de ellos a la altura?
Pronto lo descubrirían.
—Prepara la sección especial.
El sargento vaciló. Zelca le lanzó un rayo con la mirada: odiaba que se
dudara de sus órdenes, más aún cuando lo hacía uno de sus subordinados
directos. Séracar, de quien Zelca todavía no se fiaba por completo a pesar de
rebelarse contra Lerac en Estepa siguiendo sus órdenes, asintió, saludó
marcialmente y bajó a toda prisa la escalera de piedra que lo llevaba hasta los
soldados mencionados. Parapetados tras la falange que bloqueaba el paso a la
entrada principal, un grupo de otros quinientos soldados formaba con los
yelmos bajo el brazo. Eran los únicos que aún mantenían el rostro
descubierto. Además, no portaban sus lanzas, sino únicamente las espadas
cortas de empuñadura hecha a medida.
Séracar pasó revista. Conocía personalmente a la mayoría de los soldados;
a todos los demás, lo suficiente como para que le respetaran.
—Descansad —comenzó diciendo. Los soldados relajaron la postura—.
Vamos a permanecer frescos hasta que Zelca dé la orden. Sabéis por qué
esperamos al enemigo aquí y no en las almenas. Si nuestro general está en lo
cierto —aún no se acostumbraba a referirse a Lerac de ese modo, pues solo
unos años antes entrenaba como uno más de aquellos muchachos en la
Fortaleza Negra, y por aquel entonces ni siquiera era muy querido por sus
compañeros—, nuestra sección será responsable de una tarea enorme; si no,
estaremos listos para reforzar las posiciones en las murallas.
Los Escudos saludaron al unísono como si llevaran desde su más tierna
infancia entrenando el gesto. Su precisión era perfecta. Demostraciones de
disciplina como esa eran lo que ponía a prueba los nervios de sus enemigos.
Tras el saludo, sin embargo, una voz tenebrosa comenzó a rebotar entre las
paredes que los ocultaban en el interior de Álea.
Era el canto de los puncos, que comenzaban a cruzar el vado.
Desde la muralla, la poderosa voz de Zelca se impuso sobre el resto de
sonidos.

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—¡Disparad! —gritó a los arqueros de la torre más ancha de Álea, que
tras décadas en pie por fin se enfrentaba a los enemigos que impulsaron su
construcción.
La batalla de Álea acababa de comenzar.
Una lluvia de flechas cubrió el cielo para caer como una maldición sobre
las huestes que avanzaban cruzando el vado con los escudos en alto, las filas
apretadas en perfecta formación. Sus voces se elevaban cada vez más nítidas:
ahora también se escuchaban sus risas. Era una canción, una cuyo estribillo
parecía una burla por la que el ejército entero reía al unísono. Cantaban, reían
y volvían a cantar como si todo el ejército compusiera un único ente que se
arrastraba por el agua. Zelca no entendía su idioma, pero las carcajadas, como
los aullidos de los combatientes desesperados, forman parte de una lengua
universal que comprende cualquier ser humano.
Desde allí arriba, poniéndose el yelmo que le traía uno de sus soldados,
Zelca susurró para sí.
—Llegó el momento… —y acordándose de Lerac, añadió—. Espero que
tengas razón, pequeño bastardo.

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5. LA BATALLA DE ÁLEA II

Los pendones de la casa de Nath ondeaban en primera fila. Su señor, Jagger


Nath, con su inconfundible armadura roja de brazales con púas y su casco
coronado por la característica cresta negra, se preparaba para el combate. Su
envergadura ya lo convertía en alguien fácil de distinguir entre sus hombres,
pero el brillante color carmesí que lo cubría conseguía que destacara incluso
más. Caminaba a paso decidido viendo cómo los puncos se acercaban al fin
por su flanco. Llevaban demasiado tiempo esperando ese momento.
Desde allí, Álea se asemejaba a un gigantesco monstruo de piedra que
pronto abatirían. Si por él fuera, habría atacado la fortaleza mucho antes, pero
Laebius insistía en esperar la llegada de los puncos. No tenía ni idea de qué
había prometido a aquellos salvajes para ganar su favor, pero esperaba que
una vez acabaran con los rebeldes, giraran sus talones para volver a
expulsarlos al lado del río maldito que les correspondía. Jagger Nath pensaba
sin descanso que su emperador había perdido la compostura, que los años de
paz acabaron convirtiéndolo en un ser poco preparado para las exigencias de
la guerra.
Los generales son como las espadas: necesitan la batalla para no oxidarse,
para mantenerse siempre agudos y listos para acabar con los enemigos.
Laebius ni siquiera parecía oxidado, sino quebrado y olvidado en el fondo de
un lago cuyas aguas lo carcomían a cada minuto. Si no era capaz de mantener
el imperio en orden, si por algún motivo se le pasaba siquiera por la cabeza la
descabellada idea de ceder territorio a los puncos o a cualquier otro enemigo
de la unidad de su nación, incluso alguien tan leal como él se plantearía
levantarse en armas contra su antiguo señor. La lealtad era un bien escaso y
muy preciado, pero tenía que entregarse únicamente a aquellos capaces de
usarla como una herramienta para construir algo mejor.
Jagger llevaba obedeciendo toda su vida. Y no le importaba. Pero había
ciertas líneas que no estaba dispuesto a cruzar: entre ellas, entregar su
voluntad a alguien más débil que él mismo.

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Además, el problema parecía acrecentarse desde que Laebius aceptara en
su regazo al mierdecilla empolvado y siempre bien peinado que representaba
los intereses de los Borroll. Eldian no era más que un niño listo criado entre
algodones que se creía mejor que los demás. ¿De qué demonios sirve la
inteligencia si no puedes detener la espada de tus enemigos? Jagger escupió
un salivajo recordando a ese enclenque. Le daba asco, más que cualquiera de
las boñigas que las bestias plantaban alrededor de su campamento. Echó un
vistazo a los puncos. Escuchaba sus risotadas entre uno y otro párrafo.
Avanzaban con las filas prietas, las lanzas al hombro que solo necesitaban
bajar para comenzar a masacrar enemigos. Aquellos malnacidos podían ser
unos salvajes, pero por todos los dioses que parecían los mejores soldados que
hubiese visto nunca. El guerrero de la armadura roja contuvo un gesto de
aprobación: los admiraba. O, mejor dicho, los admiraría si formasen parte del
imperio. Aquellos sí eran guerreros de verdad, no como los peleles que el
emperador fue capaz de reunir para rodear a los Escudos acantonados en
Álea.
—Empezad —dijo llevándose el yelmo a la cabeza. Ni siquiera se giró
para comprobar que su mano derecha, Tibrith Bent, le escuchaba. Él siempre
estaba ahí, listo para cumplir los deseos de su señor.
Oyó sus pasos alejarse antes de gritar a la vanguardia que agarrase las
escalas y avanzara contra las posiciones enemigas. Los seguían trescientos
arqueros que tratarían de contener a los defensores tras las almenas el tiempo
necesario hasta que las escalas tocasen muro y los asaltantes ascendieran para
comenzar la lucha cuerpo a cuerpo.
Los puncos seguían su imperturbable avance hacia la posición de Nath;
las flechas provenientes de la torre principal de Álea apenas tumbaron a un
par de ellos. Al frente de la formación, un formidable guerrero con un martillo
de guerra al hombro y el escudo a la espalda cantaba riendo con los demás.
Debía ser su general, y a pesar de que un yelmo escondía su cara, no era
difícil adivinar una sonrisa bajo el metal. Era el único que no se cubría de las
flechas, como si gozara de algún tipo de inmunidad natural frente a esa lluvia
de proyectiles capaz de diezmar a un ejército. El martillo se balanceaba de
lado a lado junto a su cabeza, los potentes brazos inflados por el esfuerzo y la
adrenalina previa al combate.
Era un tipo grande, quizá incluso tanto como el propio Nath.
Los aullidos de la avanzadilla resonaban junto a los cantos de los puncos.
Dos mil hombres trataban de plantar las escalas a los pies de la muralla
mientras las flechas de los Escudos Negros, que ya no alcanzaban a los

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puncos, caían sobre ellos. Los asaltantes devolvían los proyectiles con cierta
eficacia, pero los Escudos no sufrirían pérdidas relevantes mientras
permanecieran parapetados tras las almenas.
Jagger sonrió imaginándose a los puncos ascendiendo las escalas que sus
hombres ya apilaban en los costados de Álea. Los primeros valientes, que
jamás sobrevivían a un combate, subían los peldaños de madera sirviéndose
de una mano mientras la otra sostenía el escudo sobre sus cabezas. Detenían
algunos de los proyectiles que caían justo desde arriba, pero los costados
quedaban desprotegidos y los arqueros de los rebeldes demostraron ser muy
efectivos. Los asaltantes caían desde media altura, muertos o heridos, para
acabar de romperse la crisma contra el suelo. Otros, sin embargo, lograron
llegar hasta su objetivo; los Escudos los recibían con un lanzazo en el pecho
que los catapultaba de vuelta al exterior de la fortaleza.
La torre de asedio también avanzaba; desde sus pisos superiores, los
arqueros ocultos tras las aspilleras disparaban mortales dardos que gracias a la
altura aumentaban su precisión. Desde el suelo, los proyectiles ascendían
hacia las almenas para perderse casi siempre en el cielo y caer en tierra de
nadie; otras veces, las puntas de las flechas se deshacían, doblaban y partían
contra la roca de la muralla. Desde la torre de asedio, por otro lado, los
hostigadores veían a su enemigo a la misma altura y lograban acertar al
menos el doble de proyectiles que sus homónimos situados a ras de suelo.
—Que avancen los nuestros —ordenó desenfundando su propia espada.
Levantó la vista hacia su pendón, que comenzó a moverse tras la orden. Sus
propias tropas, reclutadas en la cordillera de Lében, se unieron a la batalla.
Tres mil de sus hombres más cercanos: la crema y nata de su ejército personal
puesto al servicio del emperador.
Las risotadas de los puncos volvieron a alzarse por encima del jaleo de la
batalla.
—Decid a esos imbéciles que avancen de una vez hacia Álea.
Tibrith Bent encomendó la tarea a un soldado cercano que espoleó su
montura hacia el hombre del martillo. Jagger avanzaba junto a los suyos
mirando de reojo al mensajero. En realidad, solo pretendía hacerles creer que
su ejército ascendería primero, pero no tenía ninguna intención de sacrificar
siquiera a uno de sus hombres mientras quedase un punco vivo. En cuanto el
tipo del martillo se acercara, le ordenaría tomar las murallas; él observaría la
maniobra en retaguardia.
El mensajero llegó hasta el ejército punco y se detuvo frente al gigantón
del martillo. Era un intérprete, uno de los pocos que conocían el idioma de

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aquellos aislacionistas separados de los demás clanes por el Khor. El soldado
alzó la voz, pero era apenas audible entre las risas que ahora ensordecían a
cualquiera a menos de veinte metros a la redonda. Frunk Cabezamartillo se
despegó el arma del hombro con la mano que lo sostenía, agarró el mango
también con la otra y en menos de un segundo descargó un golpe brutal
contra la cabeza del animal, cuyo cráneo se hundió hasta que la punta de
metal le llegó al paladar. El caballo cayó entre espasmos que le mantenían las
patas rígidas, su jinete rodó un metro y una lanza le abrió el abdomen antes de
que pudiera levantarse. Sus aullidos contrastaban a la perfección con las
risotadas de los puncos, que imitando al Primer Guerrero, despegaron sus
armas del hombro y bajaron sus escudos para adoptar la posición de combate.
De repente, una falange de cinco mil puncos tomó el flanco de las tropas
imperiales desplegadas a medio camino entre la fortaleza y su campamento.
Apretaron el paso, pero no por ello se abrió una fisura entre las filas de la
formación. Sus yelmos amarillos escupían los rayos del sol creando una
figura de miles de cabezas centelleando como las aguas de un lago al llegar el
ocaso.
Desde luego parecía que el ocaso se acercara para Jagger Nath y los
suyos.
Este centró su atención en los puncos solo un segundo después de que su
mensajero fuera derribado. No presenció el mazazo, pero tampoco fue
necesario. Entendió al instante cuánto había cambiado la situación y voceó a
sus hombres que detuvieran el asalto para defenderse del nuevo enemigo.
¿Cómo era posible que se levantaran contra ellos? Esos bastardos sin honor ni
palabra tenían un pacto con el emperador, y aunque desconociera los detalles,
se suponía que les ayudarían a terminar con las fuerzas rebeldes. Ahora,
atrapados por las temibles formaciones de puncos y una fortaleza en
apariencia inexpugnable contra la que se estrellaban los regulares de Laebius,
Nath supo que se encontraban en una situación insalvable.
Las puertas de Álea crujieron al abrirse. De su interior, como un chorro de
veneno que pronto acabaría con los hombres que ascendían las escalas,
manaban cientos de Escudos Negros para limpiar los pies de la muralla. Los
soldados del emperador, desesperados, miraban hacia el campamento
esperando refuerzos solo para encontrar a sus supuestos aliados ensartando
sin ninguna piedad cuanto quedaba de los suyos. No tardaron ni un minuto en
abandonar escalas, arietes e incluso la torre de asedio, de la que escapaban
decenas de arqueros a toda velocidad antes de que los Escudos los alcanzaran.
Otros soldados, menos afortunados, se vieron atrapados a media altura entre

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las almenas y el pie de la muralla, desde donde observaban con impotencia
cómo los Escudos atravesaban por la espalda a los que trataban de huir. Los
soldados de Zelca, a diferencia de los que conformaban las fuerzas de Frunk
Cabezamartillo, no necesitaban mantener la formación. Se desperdigaban
como zorros en un gallinero, cazando y asesinando a tantos enemigos como
quedaban a su alcance.
La mayoría arrojaba sus armas al suelo y se arrodillaba con las manos en
la cabeza esperando misericordia. Los Escudos Negros se la daban; Frunk, no.
Los puncos, desatados tras años de encierro, tras décadas limitando los
cupos de asesinatos necesarios para conseguir el permiso de paternidad, daban
rienda suelta a una crueldad nunca vista. El martillo de Frunk subía por
encima de su cabeza y cuando bajaba, la sangre de una nueva víctima
salpicaba por encima de su yelmo. Los puncos avanzaban sin dejar un solo
herido: las primeras filas clavaban sus lanzas casi únicamente en el tórax o el
cuello; los pocos que no morían al instante eran rematados antes de vaciar sus
pulmones en un solo aullido de dolor. Se movían con la misma diligencia que
antes de comenzar el combate, pero por donde pasaban solo quedaba muerte,
barro formado por la sangre y cadáveres destrozados.
Zelca observaba desde las almenas la escena. No le importaba lo que
ocurriese en los aledaños de Álea, pues Séracar tenía controlada la situación
desde el momento en que los puncos comenzaron su ataque deteniendo los
refuerzos enemigos. Aquellos salvajes, por otro lado, despertaban toda su
curiosidad. Incluso desde allí, a pesar de la distancia y el caos que se
adueñaba de las filas de las tropas imperiales, la monumental figura de Frunk
Cabezamartillo destacaba como la de un podenco entre lobos. No hería a
nadie: cada vez que descargaba su arma, una madre en alguna parte del
imperio perdía a su hijo. El espectáculo consiguió que se le formara un nudo
en el estómago.
Los puncos seguían cantando al unísono, riendo a carcajadas en cada
estribillo.
A su lado, los Escudos que aún custodiaban la muralla permanecían
inmóviles. Sus yelmos le impedían verles la cara, pero no lo necesitaba:
estaban aterrorizados. Aquellos salvajes no podían ser humanos como
tampoco lo eran las velkra.
Tibrith Bent trataba de mantener las filas, pero sus soldados se escurrían
de la vanguardia como la arena del desierto entre los dedos de un niño. Era
imposible contenerlos, y antes de darse cuenta, un enemigo apareció frente a
él. Este, sabiéndose perdido, lanzó una última mirada de despedida hacia su

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señor, que lo encontró en el momento justo en que una punta plateada le
atravesaba el cuello de lado a lado. Sus ojos se tornaron blancos y cayó a
plomo como un saco de heno. Su asesino continuó con su tarea como un
trabajador diligente que cumple con su jornada: levantaba la vista, localizaba
a su próximo enemigo y lo ensartaba antes de que tuviera tiempo de
reaccionar.
Algunos soldados, no obstante, lograban desenfundar y lanzar un par de
tajos contra la pared con púas que los diezmaba. La mayoría de las veces no
encontraba más que aire, pero de vez en cuando, el frente punco se veía
obligado a izar un escudo protector. La espada rebotaba contra la superficie
de metal y antes de lograr la oportunidad de volver a atacar, caían muertos
ensartados por una o dos lanzas a la vez. Frunk Cabezamartillo, entre
enemigo y enemigo, se daba golpes en el pecho con tal fuerza que habrían
roto una costilla a la mayoría de hombres. Gritaba a pleno pulmón llamando a
la pelea a aquellos seres escurridizos que poco tenían para él de hombres.
En el flanco izquierdo, el menor de sus hermanos, armado con su propia
falcata, desmembraba a un oficial de poca monta cuyo nombre jamás sería
recordado. El ejército entero se puso en fuga a excepción de los que se
agrupaban bajo los penachos de los Nath. Jagger, al frente de sus muchachos,
miraba hacia uno y otro costado tratando de evaluar sus opciones: no podía
ganar, no con tan pocos efectivos rodeados por ambos flancos por enemigos
de semejante pericia. Frente a él, los temibles puncos que en apenas unos
minutos demostraron que todo lo que se contaba de su fiereza quedaba corto;
a su costado, rematando a la vanguardia que chocaba contra las murallas de
Álea, otro muro de espinas, negro esta vez, comenzaba a formarse listo para
acabar con los restos de las fuerzas imperiales.
—¡Retirada! —gritó como un trueno.
Nunca una orden sonó tan dulce a oídos de sus soldados, que obedecieron
agradecidos de encontrarse allí, en tierra de nadie, en lugar de justo frente a
alguna de las dos picadoras de carne que se acercaban a su posición. Jagger
Nath buscó entre los pies de los puncos los restos de su compañero de vida,
pero era imposible distinguir algún rostro conocido entre la masa de cuerpos
ensangrentados.
La batalla de Álea, que debía desbloquear el norte para Laebius y acabar
de una vez con la mitad de los escurridizos Escudos Negros, terminó en
menos de una hora con el completo descalabro del ejército imperial. No eran
necesario los conocimientos de un genio militar para saber que Úhleur Thum
jamás podría recuperarse de semejante derrota. Laebius, a cientos de

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kilómetros de allí, sentado en su trono, tardaría un par de días en saber que su
título ya no le pertenecía y que pronto un nuevo general más joven y
ambicioso lo reclamaría.
Ahora solo quedaba adivinar cuánto tardaría en comenzar el asedio a la
capital.

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6. UN PADRE Y SU HIJA

La luna brillaba como un candil celestial. El azulado del cielo de madrugada


transmitía una calma a la que no terminaba de acostumbrarse. Por regla
general, se marchaba al catre poco después de que el sol se escondiese tras el
horizonte. Cada uno tenía su propio ritmo de vida, y su productividad
dependía en gran medida de las horas de luz. La noche venía siempre
acompañada de la modorra, y la calidez de los muslos de su mujer no
consiguieron más que acrecentar la necesidad de no malgastar las horas de
oscuridad.
Pero los llantos acabaron por sustituir los gemidos de placer; las noches
de descanso se convirtieron en largas horas de vigilia y la guerra, que tanto
consiguió desmejorar su aspecto en los dos últimos años, parecía llegar a su
fin de una vez por todas. Entre las sombras siempre danzarinas de los candiles
de palacio, el joven padre paseaba pensando en los últimos movimientos de
sus fuerzas. Aún no tenía noticias de Álea, pero si sus planes salían bien solo
una vez más, conseguiría doblegar a sus enemigos.
Sus ojos se detuvieron en el techo, su mano derecha reposaba con ternura
acariciando el escaso pelo de aquella criaturilla que representaba su legado.
Llegó hasta el final del pasillo para asomarse por la ventana. La noche aullaba
con el viento que se arrastraba entre las casas, el calor del verano seguía lejos
de las noches de primavera y, arrebujado bajo una manta, la temperatura era
agradable. Liria dormía; ella tampoco disfrutaba de mucho descanso
últimamente y a pesar de que no tendrían problemas encontrando una criada
que se encargase de la pequeña, ambos preferían que el bebé se acostumbrase
a sus olores, a sus voces y a la calidez de la piel de sus progenitores.
Lerac le daba golpecitos en la espalda para relajarla; la pequeña Elérea
dormitaba con la boca abierta y el moflete sobre el hombro de su padre. Las
babas pronto le mancharían la ropa otra vez. Sonrió. Por primera vez en su
vida, sentía que era feliz, que los problemas trascurrían a un ritmo que podía
controlar y que, dentro de poco, la vorágine de muerte y jornadas

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interminables calculando logística y firmando decretos, terminaría para
siempre.
Todos los clanes entre el Khor y el Bhar le juraron obediencia. Los que
bordeaban el río maldito hasta la Fortaleza Negra se sometieron después de
una demostración de fuerza, y tras asentarse en Álea, toda la rivera se vería
obligada a obedecer. Solo faltaba que los puncos se unieran a la rebelión, en
ese momento su posición se afianzaría de forma incuestionable. El emperador
solo había sufrido derrotas desde que comenzara la guerra; Lerac, por otra
parte, nunca perdió una batalla desde la fatídica mañana en que murió su
padre. La caballería de Rúeral trastocó por completo el equilibrio de poder no
solo por su eficacia en combate, sino porque Laebius nunca se anticipó a su
cambio de bando.
El jovencísimo general comenzaba a comprender con exactitud cómo
tratar con la mayoría de los jefes tribales, y ahora que la guerra parecía
acercarse a su recta final, su poder alcanzaba cotas en las que ya no necesitaba
contentarlos a todos: podía amedrentarlos.
Especialmente desde que los Hombres Largos cambiaron de bando. Aquel
fue el evento que cambió la guerra o, al menos, uno de los más relevantes. Y
Rúeral acabó acatando las órdenes del general pretendiendo que en realidad
seguía poseyendo un poder que ya no ostentaba. Lerac le dejaba seguir con la
farsa porque lo tenía bajo control. En el momento en que volviese a actuar
como un activo volátil, lo pondría en su sitio sin dilación.
Elérea se revolvió inquieta sobre el hombro de su padre. Este la calmó
acariciando su cabecilla por enésima vez y el bebé volvió a sucumbir al sueño
en un instante.
La luna se ocultó tras una nube pasajera que filtraba su luz amarillenta
entre algunos claros. La paz que se respiraba en el palacio no tenía nada de
real en cuanto se abandonaban sus muros. La zona colindante al río maldito
llevaba meses sumida en una calma similar, pues si existía algo parecido al
reino de Lerac, eran precisamente esas tierras. Su pequeña vino al mundo en
el palacio que viera nacer a su padre, en las tierras de la tribu neseka, junto al
mar. Su tío Filoas se convirtió en su padrino y murió poco después
defendiendo la costa de los piratas. Aquellos mal nacidos seguían suponiendo
un problema a tener en cuenta, pero Lerac ya tenía en mente un plan para
deshacerse de ellos. En cuanto depusiera a Laebius del trono, aprobaría una
campaña contra los corsarios derivando buena parte del tesoro a un proyecto
extremadamente ambicioso para construir una flota moderna. Muchos no
compartirían su idea, pero el joven general estaba decidido a traer una paz

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verdadera y completa, una que borrara del mapa cualquier enemigo que
amenazara la unidad de los clanes.
A veces, sus propios pensamientos conseguían que se revolviera inquieto,
pues sin poder evitarlo creía retomar los mismos designios que habrían
motivado a Laebius en su día, logrando que se plantease hasta qué punto sería
capaz de lograr lo que el emperador no pudo conseguir. No podía permitirse
ser como él, convertirse en otro Laebius. Acabaría con los piratas, añadiría la
isla de Sésima a sus dominios y la convertiría en un auténtico centro de
comercio para los pescadores, que se vieron obligados a abandonar su
profesión desde que Kurén se proclamase dueño de los mares. Las olas se
convirtieron en un camino a la destrucción; las flotas de piratas saqueaban,
mataban y asaltaban cualquier cosa que flotara llevando a alguien sin la
bandera de su señor coronando el palo mayor.
Una vez se deshiciera de Kurén y sus seguidores, solo le quedaría acabar
con las velkra. Ya tenía la herramienta precisa para conseguirlo, pues los
Escudos Negros no solo se compusieron para esa tarea, sino que los dos años
de guerra subsiguientes los dotaron de una experiencia imprescindible para
llevar a cabo su objetivo. Esta vez no los cogerían por sorpresa, pues si era
necesario talaría todo Trenulk para obligarlos a salir de su escondite.
Solo necesitaba matar a un puñado de ellos, ganar unas refriegas y hacerse
con el cuerpo de algunos de sus soldados caídos. Entonces demostraría al
mundo que esos seres ancestrales de fuerza descomunal y en apariencia
invencibles no eran más que hombres bien adiestrados a los que se podía
eliminar como a las tropas de Laebius. Antes de ese momento, pregonar a los
cuatro vientos la naturaleza de las velkra solo le habrían valido el desdén de
medio imperio, que creía tan ciegamente en la leyenda de las velkra que tal
vez incluso empezaran a dudar de la cordura de su nuevo emperador.
Lerac sacudió la cabeza con suavidad para no despertar a su hija y se pasó
una mano por la cara para arrastrar con la yema de sus dedos los
pensamientos que lo abrumaban. Aún faltaba mucho para eso: no debía perder
la concentración precipitándose para acabar antes de tiempo con aquella
amenaza. Si algo había aprendido de su padre era que los problemas siempre
deben tratarse de uno en uno. Y su principal problema, aunque ya no fuese tan
grave como al principio, seguía siendo Laebius.
La luna volvió a quedar al descubierto, mostrando un mar plateado que se
mecía con la tranquilidad de una balsa. Su naturaleza siempre cambiante,
como la del fuego, le transmitía una sensación de paz que lo transportaba
lejos de los problemas mundanos. Solo esperaba, en noches claras como

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aquella, no vislumbrar en su superficie un bosque de antenas, palos y velas
acercándose a sus dominios.
Cuando empezara la guerra contra Kurén, debía tener en mente la
posibilidad de no ganar de inmediato. Sésima llevaba tanto tiempo bajo su
control que tal vez no quedara demasiada madera en la isla como para que los
piratas pudieran recomponer su flota indefinidamente. Puede que la
deforestación de Trenulk pudiera aportar el material necesario para la
creación de su flota, así mataría dos pájaros de un tiro.
Volvió a pasarse la mano por la cara. Tenía que parar.
Giró sobre sus talones para volver a la alcoba, donde su mujer esperaba.
Siempre dormía desnuda, y la visión de su cuerpo entre las sábanas jamás
dejaba que permaneciese demasiado tiempo alejado de ella. Sin embargo,
entre la calma de la noche y los monótonos pasos de su guardia en las
habitaciones colindantes, logró distinguir el sonido de una montura que se
acercaba a galope desde el exterior. Volvió a asomarse a la ventana: era un
mensajero.
Lerac caminó hacia el exterior bajando la escalinata que lo conducía a la
entrada del palacio. A juzgar por la velocidad a la que se aproximaba el recién
llegado, debía tratarse de un asunto importante.
—Llama a la nana —ordenó a uno de sus guardias, que se perdió por una
de las puertas laterales.
El mensajero entró como lo hacían siempre aquellos valiosísimos
hombres: con aspecto demacrado, cubierto en sudor, el rostro marcado por las
ojeras y el polvo de los caminos pegado a sus sienes como la viva prueba de
los kilómetros que acababan de recorrer.
—¿Traes noticias de Zelca? —inquirió antes de que tuviera tiempo de
pasarle el mensaje.
El hombre negó y realizó el saludo marcial con el último resquicio de sus
fuerzas antes de hablar.
—Vengo de Mélmelgor, mi general —Lerac frunció el ceño—. Las velkra
han arrasado Lorkshire —aseguró cediendo el sobre.
La nana entró en escena siguiendo de cerca al guardia que la mandó
llamar. Caminaba con paso firme, como si llevara horas despierta y no se
encontrasen al borde del amanecer. Sus ropas siempre anchas cubrían el
contorno de su cuerpo, y una capucha caía hasta la mitad de su rostro. La
mujer extendió los brazos y Lerac le entregó a su hija antes de abrir el sobre.
La niña se desveló, pero la nana la consoló con una voz dulce y sosegada que
volvió a sumirla en el sueño más profundo. Se marchó caminando con

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delicadeza, como si sus pies flotaran sobre el suelo en un movimiento
practicado durante años para no turbar a los presentes con el ruido de sus
pasos. Volvería a la habitación conyugal para acostarla en su cuna y
permanecería cerca por si la necesitaban en otro momento.
—Eso es imposible —aseguró el general abriendo el mensaje.
El informe provenía directamente de Áramer, que controlaba una modesta
guarnición compuesta por regulares y trescientos Escudos destinados allí más
como apoyo moral que real contra el ataque de las velkra. Después de la
batalla en la que perdieron a Erol, los Escudos seguían gozando de una fama
que trascendía todos los territorios y conseguía transmitir la sensación de que,
mientras permanecieran en la zona, no existía ningún ejército proveniente de
Trenulk que pudiera amenazarlos.
Pero no era así.
La misiva estaba escrita a toda prisa y su contenido parecía más propio de
los delirios de un demente que de uno de sus capitanes. En él se hablaba de un
ejército salido de entre los árboles compuesto por guerreros de hasta tres
metros de altura, de una fuerza descomunal, que ascendieron la empalizada
que rodeaba Lorkshire usando únicamente sus manos. Espadas gigantescas
partían hombres por la mitad aunque llevaran sus armaduras puestas; arqueros
que disparaban proyectiles más pesados que los de la artillería; asaltantes que
tras ser abatidos se sacaban una espada de las tripas y volvían a arrastrarse
para continuar con su ataque. Lerac abrió los ojos como platos al llegar a la
última parte, que mencionaba la presencia de lagartos gigantes a lomos de los
cuales cabalgaban jinetes dotados de un poder incluso mayor al del resto.
El primer impulso de Lerac fue arrugar el papel entre los dedos. Después
volvió a aplanarlo para leer el relato una vez más. Los regulares perecieron
defendiendo la ciudad, pero Áramer logró escapar con la mayoría de los
Escudos en buen estado. Solo su formación les permitió marchar a la
velocidad suficiente para que no los alcanzaran sus enemigos. Los civiles, por
otra parte… Según el informe, Lorkshire era el escenario de una masacre sin
precedentes.
—¿Qué locura es esta? —preguntó con la carta de nuevo arrugada en su
puño.
—Señor, es la verdad.
—¿Acaso lo has visto? —sus ojos lo escudriñaban tratando de descubrir el
embuste.
El hombre asintió apretando los labios.

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—La ciudad arde, mi general. Las llamas se alzan en mitad de la noche
como una antorcha empuñada por los mismos dioses. Recibí la orden de partir
poco después de que el enemigo nos expulsara de la ciudad. De no ser por el
capitán, todos estaríamos muertos.
—Esto es una locura —comenzó a musitar mientras caminaba de un lado
a otro mirando el papel, planteándose si no estarían sus enemigos tratando de
engañarlo para mover a sus tropas hasta un lugar que facilitase a Laebius
romper sus posiciones.
La firma de Áramer, sin embargo, era correcta. El recuerdo del bastardo
de los rinhenduris, el pequeño y siempre peligroso Zúral, volvió a su
memoria. ¿Sería posible que estuviese ocurriendo? ¿Ahora, precisamente,
cuando se encontraba tan cerca de conseguir su objetivo? ¿Significaría su
aparición que acabaron con las velkra antes de cruzar el bosque?
De ser así, las velkra ya nunca supondrían un problema del que tuviera
que ocuparse, pero este acababa de ser reemplazado por uno mucho más
grave. Combatir a las velkra parecía complicado, pero detener un ejército de
inmortales cabalgando a lomos de lagartos gigantes parecía una tarea más
propia de alguna leyenda épica de grandes héroes hijos de dioses que de
simples mortales. Hasta ese momento había oído historias sobre los
rinhenduris, pero jamás acabó de creer que pudieran ser ciertas. Al menos no
en su totalidad. Ahora, uno de sus hombres de confianza aseguraba haberlos
visto y escapado por poco de sus garras.
Si lo que decía el mensaje era cierto, Laebius dejaba de ser su prioridad,
pues todos morirían con la llegada de los nuevos invasores. Dudaba que
pudiesen detenerlos aunque todos se unieran bajo una misma bandera, pero si
existía una mínima posibilidad debía pasar por ahí. Lerac no cometería el
mismo error que el rey Táscolo: confiaría en sus informes y comenzaría a
prepararse para repelerlos de inmediato. De momento, lo más importante era
reunir a sus tropas, confirmar el número de enemigos y la dirección en la que
avanzaban.
—Necesito escribas, mensajeros y a mi guardia —ordenó a los soldados
que custodiaban el salón—. Despertad a Assio y mandadlo a mi despacho de
inmediato.
El general se crujió los dedos de la diestra, que pronto agarraría la pluma
para redactar órdenes a toda prisa, y partió sin demora hacia su despacho. Los
pasillos oscuros y silenciosos ya no le proporcionaban paz. El silencio le
sonaba como la muerte; la oscuridad, a olvido. Pronto el imperio mismo

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compartiría esas dos cualidades del interior de su palacio en mitad de la
noche.
A menos que consiguieran detener a los rinhenduris.
Llegó hasta la puerta de su despacho y se revolvió el bolsillo buscando la
llave, que encontró sin dificultad. La puerta abierta reveló una habitación de
contornos borrosos marcados por la luz de la luna, que se filtraba sin esfuerzo
por el ventanal que quedaba a espaldas de su silla. Frente al escritorio, dos
asientos acolchados que usaba para recibir a los capitanes; los mensajeros
esperaban de pie y nunca permanecían allí lo suficiente como para sentarse.
Lerac agarró una antorcha y entró en la sala. Encendió un par de velas con
ella antes de volver a colgarla en la pared y dirigirse hacia la mesa. El
candelabro que usaba en noches como aquella siempre tenía velas nuevas y le
bastaba para iluminar el papel y el tintero. No necesitaba más. Se sentó,
encendió las velas del candelabro y dejó la que tenía en la mano en una
esquina del escritorio. Las sombras bailaban al son de las llamas, el papel
inmaculado le devolvía el mismo silencio de los pasillos. La tinta le aportaría
un significado. Así eran los hombres sin propósitos ni metas: como un papel
en blanco. Lo que pudieran lograr, las reacciones que consiguieran, las
personas a las que mataran, los sueños que persiguieran… Todo ello se
plasmaba en la persona a medida que vivía y que sus padres, amigos,
conocidos, amores y enemigos iban vertiendo tinta y caracteres sobre su
superficie. Un hombre sin metas era como ese papel vacío: inútil a menos que
se le imponga una voluntad, que se le dé la capacidad de transmitir algo.
Agarró la pluma, la hundió en el tintero y comenzó la que sería la primera
de muchas misivas. Necesitaba contactar con Zelca, pero también con Rúeral,
con sus banderizos custodiando los puentes que daban acceso a las tierras de
los Tharos, con los que defendían la Fortaleza Negra, las guarniciones que
evitaban el pillaje de los piratas a lo largo de la costa.
Tenía que contactar con Laebius.
Torció el gesto mientras lo pensaba. Aquella sería sin duda la carta más
complicada que había escrito en mucho tiempo, por eso la dejaría para el
final. La prosa debía ser perfecta; sus palabras, poner en evidencia la
gravedad de su situación sin hacerle parecer débil o asustado. Enarcó las cejas
cuando llegó a ese pensamiento: quizá mostrarse asustado fuera precisamente
lo que necesitaba para que el emperador atendiese a su voluntad. Después de
todo, estaba ganando la guerra y no tenía motivos por los que hacer las paces
con él. Puede que precisamente esa fuese la clave para atraer la atención del
emperador.

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La puerta del despacho volvió a abrirse con su chirrido habitual. Ese ruido
conseguía ponerlo de los nervios, pero solo lo recordaba en momentos así,
cuando estaba demasiado ocupado para salir en busca de alguien que
engrasara las malditas bisagras. Estaba demasiado ocupado para pensar en
ello cuando salía de la estancia.
El rostro de su mujer apareció por la abertura. Llegó con el rostro
impregnado de sueño, un abrigo fino que se cerraba sobre su escote gracias a
las manos que lo sujetaban desde el interior.
—¿A qué se debe semejante revuelo?
—Nos ataca un enemigo más grande que ningún otro —confesó antes de
devolver su atención al papel—, uno que tal vez no podamos detener.
Ella no dijo nada, pero en sus ojos se reflejaba un cúmulo de dudas. No
entendía lo que escuchaba. ¿A quién se refería? ¿Había sufrido su ejército una
derrota espantosa en Álea? ¿Estaban los puncos del lado de Laebius? ¿Eran
las velkra quienes turbaban su ánimo? Él le indicó con la cabeza que tomara
asiento.
Allí, mientras trazaba un plan que evitara la completa destrucción de todo
el mundo conocido, le contaría lo poco que conocía sobre aquella tribu de
leyenda que jamás esperó que saliera de los libros, de la cultura popular; le
hablaría de Zúral y de Kraen, de cómo este reaccionó cuando supo de la
existencia del rinhenduris que se adiestró con los Escudos Negros y que
conocía a la perfección su forma de operar. Lerac pensaba que en cualquier
caso, desconocer el sistema de lucha de los Escudos Negros no cambiaba un
ápice el resultado de la batalla.
—¿De qué enemigo hablas? —Lerac seguía escribiendo, así que se acercó
a él, le apartó la mano de la mesa y se sentó en su regazo mirándolo a la cara
—. Me estás poniendo nerviosa. Dime, ¿qué ocurre?
Lerac suspiró. No tenía tiempo que perder, pero sabía que Liria no lo
dejaría en paz hasta que le contara lo que pasaba.
—Acaba de llegar un mensajero de Mélmelgor diciendo que las velkra
han atacado el valle y quemado Lorkshire —Liria frunció el ceño, pero algo
en el rostro de su marido le decía que eso no era todo—. Pero no son las
velkra, sino algo peor.
—¿Peor que las velkra? —ahora lo miraba como si Lerac estuviera fuera
de sus cabales—. ¿De quién hablas?
—De los rinhenduris.
—¿Los quién?

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El general se llevó una mano al rostro. No podía pararse a dar
explicaciones, necesitaba enviar las misivas lo antes posible y la curiosidad de
Liria se lo impedía.
—Es una tribu de leyenda, una de esas que nadie cree cierta. Viven más
allá de Trenulk, como las velkra, aunque a diferencia de ellos nadie vivo los
había visto jamás hasta ahora —Liria asentía acariciándole el pelo. Sabía que
su tacto lo tranquilizaba—. Cabalgan a lomos de lagartos gigantes y destruyen
todo cuanto encuentran a su paso. Existen historias antiguas que hablan de su
última incursión hace mil años, y a diferencia de las velkra, estos no se
esconden ni vuelven a sus hogares cuando la batalla se complica.
Liria asentía como una madre que consuela a su retoño tras una pesadilla.
—Cuando yo era pequeña, los mayores hablaban de una criatura que
campaba a sus anchas tras la empalizada de Estepa. Por las noches se comía a
los caballos viejos, los que no podían escapar de sus fauces. También a los
niños que deambulaban por ahí tras el ocaso —Lerac suspiró—. Le teníamos
tanto miedo que en cuanto el sol comenzaba a bajar hacia el horizonte,
marchábamos a toda prisa a casa —los dedos se le enredaban en el pelo con
suavidad—. Era un buen truco para que nuestras madres no tuvieran que salir
a buscarnos.
—Imagina tu reacción si hubieras permanecido fuera de la ciudad al
anochecer y tu bestia mitológica apareciese —respondió agarrando su mano
para apartarla de sí. No era ningún niño asustadizo, no necesitaba su
condescendencia—. Los rinhenduris han arrasado Lorkshire quemándola
hasta los cimientos —el rostro de Liria comenzó a nublarse—. Puede que tus
monstruos no fuesen reales, pero los míos sí lo son —volvió a hundir la
pluma en el tintero—. Y vienen a por nosotros.
Lerac levantó la rodilla para que su mujer se pusiera en pie. Ya se había
distraído bastante. Si quería reaccionar a tiempo para contener la amenaza,
debía moverse de inmediato. Liria se levantó sin dejar de observar a su
marido. Nunca lo tuvo por un hombre supersticioso ni asustadizo, pero
agarraba la pluma como si se tratase de la empuñadura de su espada. Las
noticias sobre los rinhenduris enturbiaban su ánimo más de lo que cabía
esperar y no podía sentir que parte de su inseguridad se transmitía a ella
misma. Ni siquiera vaciló cuando tomó Estepa dos años atrás; tampoco
cuando puso en su sitio a Zelca en la misma ciudad ni cuando tuvo que
enfrentarse a Rúeral por el mando de los Hombres Largos. Ahora, por el
contrario, parecía un polluelo que se aleja por primera vez de los faldones de
su madre.

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Liria recordó algo, miró a su alrededor y finalmente devolvió la atención
al general.
—¿No tenías tú a Elérea?
—Está con la nana —respondió Lerac sin dejar de escribir.
—La nana estaba en la habitación conmigo cuando he venido.
El joven se detuvo, la confusión se reflejaba en su rostro.
—Eso es imposible, yo mismo la puse en sus brazos.
Liria negaba con la cabeza, su gesto comenzó a descomponerse. A Lerac
le sorprendió verla así. Era la primera vez que denotaba un atisbo de debilidad
en su mirada. Ni siquiera cuando sus hombres tomaron su ciudad natal y
sometieron al consejo pareció intimidada. Ahora sí parecía frágil, temerosa.
—Lerac, ¿dónde está mi hija?
El corazón del padre se arrugó como el papel que aún sostenía entre los
dedos. De repente, un miedo muy diferente al que le producían los
rinhenduris comenzó a apoderarse de su ser. ¿Quién era la encapuchada, si no
la nana, que llegó a dos palmos de su cara para recoger a su hija sin que este
lograra reconocerla?
En su mente, tras solo un instante, apareció la respuesta. Esperaba
equivocarse, esperaba con toda su alma que su esposa se confundiera, que
todo se tratase de un simple malentendido, que sus enemigos no usaran
tácticas tan viles para someterlo.
Pero sobre todo esperaba que la encapuchada no formara parte de los
shámaros.

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7. UN MAL PACIENTE

La sopa humeaba en el cuenco de madera, la cuchara hundida apoyada en el


borde. Un par de torpes dedos la agarraron para remover el contenido a la
espera de que el frescor de la tarde le ayudara a rebajar la temperatura.
Apenas lograba sostenerla con firmeza, y aun cuando lo conseguía, se la
llevaba a la boca gesticulando en exceso, como si sus labios pudieran reducir
la distancia que los separaban de su alimento. La espesa barba revuelta,
demasiado larga y poco cuidada, denotaba hasta qué punto se encontraba
enfermo. Tapado con sábanas pardas, rodeado por telas, vendas, un bacín y un
par de libros que ni siquiera se molestó en ojear, pasaba los días
mortificándose hasta que el sueño por fin acudía en su auxilio solo para, como
un aliado traicionero, sumirlo en noches de desasosiego, pesadillas e
inquietudes.
Amaranth se sentó al borde de la cama tras acomodarle un cojín en la
espalda. Su postura casi parecía conservar algo de la dignidad que algún día
poseyó, pero incluso respirar le causaba un dolor insoportable. El malestar
físico, las drogas que calmaban su estado y la pena que recorría sus
pensamientos se dibujaban en su cara con claridad. Ojeras anchas como
medios platillos se extendían hasta la mitad de sus mejillas, olía a sudor de
varios días y se negaba a que nadie lo cuidara. Solo comía, y ni siquiera lo
suficiente. Frenisek trataba de convencerlo en vano, pues aquel coloso venido
a menos, mutilado y vivo más por suerte que por sus propias habilidades
como sanador, había perdido todo lo que algún día lo motivara a seguir
adelante.
La cuchara volvió a hundirse en el cuenco, los dedos temblorosos
delataban que esa no era su mano buena. Pero era la única que le quedaba.
—Torek, amigo, deja que al menos te lave las ropas —rogó Frenisek.
Amaranth le observaba siempre con las lágrimas a punto de brotar de sus
ojos. El esfuerzo que realizaba para contenerlas era inhumano, pero siempre
conseguía su objetivo. Cada vez que visitaba a Torek, el recuerdo de Erol la
golpeaba como el fallido puño que Torek lanzó contra él. Algo se sacudía en

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su interior y se llevaba la mano a la barriga, en la que crecía una nueva vida
desde varios meses atrás. En Kálahar eran pocos los que conocían de cerca a
Erol, pero nadie hubiera imaginado jamás que volvería convertido en
semejante monstruo, que sería capaz de acabar con la vida de su propio
hermano y casi también con la de su padre. De no ser por los conocimientos
de Frenisek, en ese momento estaría pudriéndose junto a los restos de su
primogénito. Sthunk, dentro de lo terrible de su muerte, consiguió con ella
librarse de la incertidumbre que ahora apresaba los corazones de cualquiera
que habitara la Ciudad Blanca. Era imposible conocer los planes de Erol, pero
si lo que pretendía era atemorizar a las velkra, desde luego consiguió su
objetivo.
La joven era incapaz de apartar de su mente el momento en el que
reapareció en su vida, a lomos de ese animal gigantesco, seguido por miles de
rinhenduris y un puñado de jinetes de záiselar. Presenció su llegada allí
mismo, frente a la ciudad que habitaba, como la materialización de un viejo
sueño del que uno despierta inquieto, con sudores en la frente y la sensación
de no poder volver a dormir en toda la noche. Algo parecido a lo que ocurría
con Torek.
Se marcharon tan pronto como volvieron, pero ¿quién podía saber cuándo
volverían? A veces sentía que si hubiesen asaltado Kálahar de una vez, al
menos ahora sus habitantes descansarían con la misma paz que Sthunk. Sin
embargo, seguirían devanándose los sesos en busca de una solución, de algún
modo de negociar con los rinhenduris que permitiese a las velkra seguir
habitando el territorio que les pertenecía desde hacía tantas generaciones.
Después de ver el monstruoso ejército de Erol, con aquellas criaturas de
fantasía liderando a la infantería, no cabía duda de la imposibilidad de las
velkra para plantarles cara.
Desde ese mismo instante, el consejo se reunía hasta en dos sesiones al
día para debatir la mejor forma de garantizar la continuidad de su pueblo. Ya
no había espacio para las divisiones de antaño, en las que defensores y
detractores de la paz se enfrascaban sin remedio en discusiones de horas y
días con pocos resultados remarcables debatiendo si el ejército de las velkra
debía mantenerse neutral o enfrentarse de forma activa a los rinhenduris. No
tenían posibilidades de vencer. Era un hecho.
Ahora, lo que ocupaba las tardes de aquellos ancianos de renombre era la
forma de rendirse sin que ello supusiera una muestra de debilidad flagrante.
Frente a ellos, los que aseguraban que no había fuerza que demostrar ante un
enemigo tan poderoso. Era como si un gato se enfrentase a un tigre: tal vez

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pudieran lanzar algún zarpazo, pero las diminutas uñas de las velkra no
conseguirían ni siquiera traspasar el pelo de los rinhenduris.
—Dejadme en paz.
Era lo único que repetía durante los últimos días, desde que fue capaz de
vocalizar. Torek se maldecía una y otra vez por su estupidez suprema, que le
llevó a perder a sus dos hijos: primero, por confiar en ese bastardo pelirrojo
que mató a Erol convirtiéndolo en ese extraño que regresó a la cabeza del
ejército de rinhenduris; segundo, por no impedir la carrera de Sthunk a pesar
de sus sospechas acerca de la naturaleza de Erol. Debía haberlo visto venir.
Debía haberlo visto tan pronto, con tal claridad, que ambos seguirían vivos.
Pero no lo hizo, y ahora no era más que un inválido, un alma solitaria
parecida al hombre que era en su juventud, antes de conocer a Laiyira y
construir junto a ella algo mucho más grande que los dos.
Se recostó tras mirar su muñón de soslayo. Sus ojos estaban enrojecidos
como los de uno de esos adictos que fuman sustancias prohibidas. Había
llorado tanto que Frenisek temió que pudiera deshidratarse. Las noches lo
aterraban, pues veía en sueños aquella escena en la que uno de sus hijos partía
por la mitad al otro. ¿Qué había pasado con su pequeño? De todas las
personas que conociera, Erol era el que menos encajaba con una
transformación tan radical. Siempre fue un chico cariñoso, sensible y
empático. ¿Qué ocurrió en los dos años que pasó junto a los rinhenduris para
que cambiase tanto? ¿Era posible que ese muchacho, en apariencia igual a su
hijo, pudiera de hecho no ser él?
Creer que aquel no era Erol brindaba paz por unos instantes a su padre,
pero la idea se desvanecía de inmediato en su mente. Ese monstruo era su
hijo. El mismo que ahora se dirigía hacia el valle que le viera criarse con…
¿quién sabía qué intenciones?
En realidad, no necesitaba enviar espías para adivinarlas: los rinhenduris
acabarían con cualquiera que se interpusiera en su camino como ya hicieran
largo tiempo atrás, mucho antes de que ninguno de los habitantes de Kálahar
hubiera nacido. Pensaba sin descanso en los jinetes que montaban a lomos de
los záiselars. ¿Era posible que alguno de ellos hubiese marchado ya a través
de esas mismas tierras cuando los rinhenduris movilizaron a su ejército la
última vez? ¿Cómo logró Erol que guerreros tan experimentados, fieros e
imponentes lo siguieran mostrando esa obediencia?
¿Qué o quién era Erol?
Se arrebujó con la mirada perdida en la ventana, las cuencas secas a punto
de volver a generar un torrente de lágrimas. Ya no servía para nada. No podía

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pelear. Casi ni podía comer solo. En otro momento de su vida habría luchado
por volver a convertirse en el hombre que fue, pero ¿para qué? Su familia no
existía, su pueblo no tenía esperanza. Sabía que todos morirían cuando los
rinhenduris decidieran regresar, que estaban atrapados a la espera de su
destino. Como un puñado de pavos de corral que ya han visto al granjero con
el cuchillo en la mano en vez del cuenco de grano.
Miró de reojo a Frenisek, que se revolvió inquieto. Sabía qué
pensamientos se forjaban tras su frente, pues no era la primera vez que un
soldado le dedicaba una mirada parecida. Era la mirada del reproche, la del
hombre que se siente un fardo, una carga; la del que ha perdido la esperanza y
se martiriza pensando en esa muerte tan merecida que le niega la pericia de un
buen médico.
Torek tenía un pulmón perforado, varias costillas rotas y un muñón por
diestra. Sin embargo, aunque todavía no pudiera verlo, en el interior de ese
maltrecho cuerpo seguía habitando la mente despierta y decidida que liderara
a las velkra durante tantos años. Solo que él no lo sabía. Frenisek, igual que
conocía el reproche inicial de los enfermos que desean la muerte, también era
consciente de que en algún momento su amigo comprendería que aún era de
utilidad, que a pesar de haber perdido todo lo que creía relevante en su vida,
le quedaba mucho que aportar a los que le querían. Y cuando se diese cuenta,
las velkra recuperarían la posibilidad de sobrevivir al caos que estaba por
venir.
Amaranth se puso en pie para marcharse, pues ella conocía esa mirada tan
bien como Frenisek y supo que su presencia solo incomodaba al señor de las
velkra. Recogió la bandeja mirando a su maestro con gesto triste. Le dolía ver
así a Torek, que comenzó a tratarla como si fuese de la familia en cuanto supo
que ella y Erol intimaron. En el fondo, Torek siempre esperó que aquella
joven acabara atando a su hijo entre los muros de Kálahar. Esperaba que esa
barriga creciente fuese la prueba de su unión, y esperaba que si Amaranth
daba a luz a una niña, quisieran llamarla Laiyira.
Las lágrimas al fin volvieron a brotar de sus ojos.
—Dejadme en paz —repitió tirando de la sábana no sin dibujar una mueca
de dolor en su rostro antes de ocultarlo.
Frenisek no quería dejarlo, pero Amaranth posó una mano sobre su
antebrazo. No tuvo que decir nada. Salieron de la habitación dejándolo solo
con su pena, rezando porque en algún momento lograra salir de ese mundo de
tinieblas en el que Erol lo había sumido. Si tenían suerte, tal vez en unas

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semanas, con el tiempo necesario, Torek volvería a ser al menos una porción
del hombre que fue no mucho tiempo atrás.
Hasta entonces, lo único que les quedaba era esperar a que el consejo
tomara una decisión acertada. Y que lo hiciera antes de que Erol destruyera el
mundo al otro lado de Trenulk para volver a por ellos.

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8. ALIADOS

Los alrededores de Álea se convirtieron en un buffet libre para buitres,


moscas y todo tipo de alimañas. La batalla, si es que podía llamarse así a
aquella refriega, apenas duró una hora. Los soldados de Laebius fueron
masacrados a partes iguales por puncos y Escudos Negros, que desde que
vieran a la avanzadilla cargar contra los muros que custodiaban, sabían de la
posibilidad del cambio de bando de los recién llegados. Después de todo, ese
era el plan de su general.
Lerac les ofreció unirse al nuevo imperio entregándoles en el proceso una
buena porción de la Región de los Pequeños Bosques, que ya les pertenecía
históricamente. Sabiendo que eso contentaría sus deseos expansionistas pero
dificultaría la convivencia con sus vecinos, pues ser integrados en el imperio
implicaba que ya no tendrían enemigos con los que cumplir su siempre
deseado cupo de muertes, les ofreció también un salvoconducto para atravesar
el imperio a orillas del Khor hasta alcanzar el valle de Mélmelgor, donde
podrían combatir a las velkra. Los puncos no tenían miedo a ningún enemigo.
A ninguno. Y el general conseguía un valioso aliado para terminar con su
ancestral enemigo.
Todos salían ganando. En definitiva, permanecer aislados al otro lado del
río tampoco arreglaba el problema de su cupo. Combatir a las velkra ofrecía
una posibilidad de relación simbiótica para rebeldes y puncos.
El hijo de Kraen supo que Laebius, en su desesperación, quizá también
hubiese acudido en busca de su ayuda, pero a diferencia de lo que ocurría con
Lerac, muchos guerreros puncos aún recordaban al emperador.
Frunk Cabezamartillo se acercaba a la fortaleza con su arma al hombro, la
sangre de sus enemigos bañando su coraza de un cobrizo de salpicones que
compartía su característico casco. Sus hombres lo seguían en silencio esta
vez. La canción con el estribillo de risas se detuvo en el momento en que el
enemigo se dio a la fuga, y los pendones negros de los Nath ondeaban ya a
mucha distancia de allí como para que su presencia fuese relevante. Zelca lo
esperaba al frente de un muro de Escudos Negros que custodiaban las puertas;

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sobre sus cabezas, un grupo de arqueros apostados entre las almenas
dispuestos a disparar si los recién llegados decidían volver a cambiar de
bando.
La falange de los puncos gozaba de tal disciplina que marchaban al
unísono: tres mil piernas izquierdas avanzaban en una zancada idéntica; tres
mil piernas derechas las seguían con la misma precisión. No era un ejército,
sino un cuerpo gigantesco compuesto por soldados que, una vez entraban en
la falange, se convertían en pequeños engranajes de un organismo común
funcionando como las manecillas de un reloj.
Ni siquiera los Escudos Negros se acercaban a su nivel de precisión.
Aquellos guerreros aprendían a formar, marchar, combatir y sufrir desde
su más tierna infancia, y el antiquísimo arte de la guerra era en su sociedad
algo tan natural, tan innato, como lo eran la propia hambre o la sed.
Frunk levantó una mano y la máquina que lo seguía se detuvo. Avanzó en
solitario hacia la posición de Zelca, a una decena de metros de allí. El
veterano observaba a ese monstruo salido de las antiguas leyendas de
guerreros míticos, invencibles e inquebrantables que siempre derrotaban a sus
enemigos sin importar sus argucias o habilidad para la lucha. Su mera
presencia habría logrado incomodarle aunque nunca lo hubiese visto usar el
martillo. Ahora que lo tenía delante, salpicado por doquier de sangre,
esquirlas de hueso y pegotes secos de seso, temblaba como un recluta novato
de esos que mandaban a Mélmelgor a morir luchando contra las velkra.
El capitán de Lerac mandó llamar al intérprete, que avanzó desde la fila
de Escudos para ponerse a su lado y saludar. Frunk torció la cabeza hacia un
lado mientras escuchaba sus palabras, entonces miró sobre su hombro para
que sus soldados lo escucharan y dijo algo que Zelca no comprendió. Los
puncos rieron con ganas, como si no se encontrasen en mitad de un campo de
batalla; como si no estuvieran cansados ni tuviesen algo que temer de aquel
ejército que hacía temblar a los regulares de Laebius.
—Hablo vuestro idioma —aseguró con un marcado ceceo que también
habría arrancado una carcajada en Zelca si no fuese la boca de Frunk quien lo
producía—. Todos lo hablamos —dijo abriendo los brazos, la cabeza roja de
su martillo flotando junto a su hombro como una amenaza. No parecía pesar
lo más mínimo.
Zelca asintió acercándose a su vez para mostrar cortesía. No importaba lo
que pasara por su mente: no podía mostrarse débil ante los puncos. Lerac
insistió varias veces en ese tema. La cuestión era adivinar dónde estaba el
punto exacto entre demostrar seguridad y no ofender a sus nuevos aliados.

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Esa frontera nunca se veía delimitada con claridad, pues dependía en gran
medida de la personalidad de cada uno, y Zelca no era conocido por su
capacidad para la oratoria.
Por eso había una batida de arqueros sobre las murallas y el resto de
Escudos permanecían atentos a cualquier contratiempo.
—En ese caso, me complace saludaros en nombre de Lerac, hijo de
Kraen…
Frunk levantó una mano para detener a Zelca, que llevaba desde su
juventud sin que nadie le impusiera miedo. Tal vez desde que se cruzara con
Torek por primera vez en el campo de batalla.
—A nosotros no nos interesa quienes son los padres o madres de nadie.
Uno es quien es, no otra persona —interrumpió sin importarle lo más mínimo
que su actitud saliese de la cortesía estipulada por el encuentro—. Conocí a
Kraen hace muchos años, cuando todavía no se me permitía dejarme barba —
Zelca no entendió la referencia de la barba—, y no es alguien que merezca
ninguna mención por mi parte. Luchó para Laebius, que sí me interesa —giró
la empuñadura para acomodarse el martillo—. Este Lerac, tu general, me
parece otro niño más, otro Laebius nuevo que quiere jugar a la guerra.
Zelca trataba de mantenerse neutral, pero no dejaba de pensar que su
cabeza pronto correría el mismo destino que la del caballo del intérprete de
Nath.
—Viendo la habilidad de estos soldados —hizo un gesto con la cabeza
para señalar la alfombra de carne y sangre que dejaron a su paso—, no dejo
de preguntarme por qué hemos tardado tanto en cruzar el Khor —dio un paso
adelante; Zelca se llevó la mano a la empuñadura—. Me pregunto por qué
debería obedecer a tu general y conformarme con los restos del banquete
cuando parece que la mesa está servida y no se ven más comensales en el
salón.
El capitán de los Escudos mantuvo la compostura. Respiró hondo y
cuando su pecho volvió a bajar, las palabras llegaron a su cabeza ordenadas y
nítidas.
—Porque mi general está ganando esta guerra y porque con ello ha puesto
contra las cuerdas al niño —hizo especial énfasis para resaltar las palabras de
Frunk— que os desterró al otro lado del Khor hasta este mismo instante en
que se os ha dado vía libre para volver a cruzarlo —Zelca también avanzó un
paso—. Es mi general quien devolverá a los tuyos la oportunidad de salir de
su encierro, quien se encargará de que tengáis enemigos a los que combatir
para cubrir vuestros cupos —alzaba la voz para que todos le oyeran—, o

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quien os devolverá a patadas a vuestra apestosa llanura si pensáis siquiera que
podéis amenazarnos.
Se hizo el silencio. Frunk se llevó una mano al yelmo, que retiró para
dejar a la vista su corta barba parda rematada por la trenza que le bajaba hasta
la base del cuello. Tenía los ojos pequeños, hundidos en el cráneo como los
de un depredador, y el gesto serio de quien se encuentra a los albores de una
batalla.
Levantó el martillo, pero su vista estaba posada en el suelo, donde lo dejó
caer con todo su peso. Soltó el mango y estiró la mano hacia el capitán de los
Escudos. Este dejó la empuñadura de su espada y correspondió el gesto. La
mano de Frunk Cabezamartillo era dura como la corteza de un olivo
centenario, sus dedos carnosos se aferraron a Zelca y apretaron con firmeza.
—Creo que podremos entendernos bien —aseguró.
Zelca apretó los labios y, sintiendo que acababa de encontrar el balance
perfecto de osadía y respeto para tratar con los puncos, invitó a su líder al
interior de la fortaleza, donde discutirían los próximos movimientos de sus
fuerzas ahora combinadas. El veterano pensaba sin descanso que, si sus
Escudos se unían a los hombres de Frunk, podrían conquistar sin más ayuda
lo que quedaba del maltrecho imperio de Laebius.
Lo que pensaba Frunk Cabezamartillo era todavía un misterio para
cualquiera. Excepto, quizá, sus dos hermanos.

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9. LA JARRA Y SU BORRACHO

Fez agarró otra jarra de cerveza. Mientras vertía su contenido en el vaso, su


vista saltaba de un soldado a otro como una pulga en el lomo de un perro. En
su mesa no había sitio para nadie en esa ocasión, pero no era extraño
encontrarlo rodeado por camaradas a los que deleitaba con sus múltiples
historietas. Le gustaba beber en compañía, pero no la necesitaba siempre que
la jarra se mantuviese llena. Su hermano Barlohn se acercaba con la
característica coleta apretada que siempre indicaba que acababa de asearse.
Fez levantó la cabeza y lo saludó levantando el vaso; Barlohn asintió y su
hermano llenó otro para él.
—¿Cómo ha ido?
Fez balbuceó algo con desprecio.
—Vocaliza —pidió su hermano mayor agarrando la cerveza.
—Estoy tan borracho que si respiro más fuerte, vomito. No me pidas que
vocalice —creyó entender.
La mesa de madera grisácea, gastada, salpicada por doquier de cerveza,
sudor y quién podía saber qué más, lo acompañaba en cada campaña. Era uno
de los pocos privilegios de los barbas, que podían llevar efectos personales.
Barlohn dio un largo trago sabiendo que acababa de encontrarlo justo en el
estado en que pretendía. Él no era su hermano de verdad, como tampoco lo
era Frunk Cabezamartillo, pero a los tres les agradaba llamarse así por la parte
de pasado en común que compartían.
—¿Qué opinas de la decisión de Frunk? —preguntó cuando tomó asiento
frente a él.
Su acompañante levantó la vista para mirarlo a los ojos. Apenas mantenía
los párpados abiertos lo suficiente como para verlo a pesar de que solo los
separaba una mesa. Cualquiera pensaría que los puncos, debido a su
predisposición a la pelea, se mantendrían siempre listos para marchar contra
sus enemigos. Y tendría razón en su planteamiento. El error sería creer que
Fez no estaba en disposición de matar a cualquiera a pesar de su embriaguez.
No era la primera vez que lo encontraba así, a punto de derrumbarse por culpa

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del alcohol, y que sacaba fuerzas de flaqueza para ponerse en pie, tirar la
mesa sobre un oponente a cinco metros de distancia y poco después
abalanzarse sobre él como un obelisco para partirle la cabeza contra el suelo
usando únicamente sus manos.
Fez era un guerrero temible. Más que él. Muchos, incluido el propio
Barlohn, pensaban que era el único en todo el clan que tendría alguna
posibilidad contra Frunk. Pero a diferencia del mayor de los tres, a ellos no
les interesaba el poder tanto como al guerrero del martillo. Barlohn se
contentaba con ser el Segundo Guerrero, y Fez, que por fuerza propia podía
ocupar cualquiera de los dos puestos que tenía por encima, se conformaba con
emborracharse tras cada batalla. No necesitaba más a excepción de, si acaso,
la compañía de una mujer.
—Creo que Frunk sabe lo que hace mejor de lo que tú crees —alzó el
vaso hacia él como si lo señalase—. Frunk es listo aunque no pueda
deshacerse de esa cara de tonto que tiene —Barlohn se revolvió incómodo:
solo Fez se atrevería a insultar al Primer Guerrero—. Sabrá cumplir la
voluntad del clan —y dio otro largo trago antes de agarrar la jarra para volver
a llenar el vaso.
Barlohn se sentía extraño. Eran puncos, por la justicia de Varryk, y
estaban al otro lado del Khor por primera vez para servir a un muchacho que
acababa de proclamarse líder del nuevo mundo. Uno que ni siquiera formaba
parte del clan.
—Es más fuerte que nosotros, Barlohn, aunque admitirlo haga que se me
retuerzan las tripas —y alzó una mano para cerrar los dedos como si sus
entrañas se encontrasen allí.
—Sigue sin ser parte del clan; seguimos estando aquí porque él nos ha
pedido que avancemos. ¿En qué momento hemos degenerado hasta este
punto?
—Pregúntaselo a Frunk —zanjó Fez, que empezaba a sentirse atacado por
las palabras de su hermano.
Barlohn dio dos golpecitos en la mesa con el culo de su vaso y alzó una
mano para disculparse. Miró a su alrededor, hacia las tiendas del campamento
que los puncos levantaban frente a Álea. Parecían un ejército invasor, uno que
esperaba el momento oportuno para abalanzarse contra aquella fortaleza que
acababan de liberar. Sin embargo, ese potencial de brazos y piernas
entrenadas hasta la excelencia desde que pudieron sostener un arma, ese
ejército capaz de aniquilar las tropas de Laebius, las del mismo Lerac,

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acampaban allí esperando que ese jovenzuelo les dijera cuándo y hacia dónde
debían marchar.
—Es la primera vez que cruzamos el río en muchos años. No importa cuál
sea el motivo siempre y cuando esto nos conduzca a algo relevante.
Obedeceremos mientras sea necesario, mataremos cuanto podamos para
cubrir nuestros cupos —volvió a señalarlo con el vaso—, y después nos
preocuparemos por el resto. Como hemos hecho siempre.
Barlohn miraba a su hermano de arriba abajo preguntándose en qué
momento se intercambiaron sus personalidades. Fez hablaba como lo habría
hecho él mismo, y lo invadió una sensación extraña que logró que se sintiera
como un idiota. Si Fez, borracho como una cuba, aportaba más sensatez en
sus palabras que él mismo, ya no merecía su posición.
—Me marcho a buscar a Frunk —sentenció apurando su bebida de un
trago a la vez que se ponía en pie.
Fez lo miró de forma inquisitiva.
—Espero que no seas tan idiota como para hablarle del modo que me has
hablado a mí.
Barlohn miró al fondo de su vaso sopesando sus palabras antes de
devolverlo a la mesa.
—De los tres, tú eres el idiota, ¿recuerdas?
Fez le lanzó el vaso a la cabeza, pero Barlohn lo esquivó agachándose
como si por sus venas corriese la sangre de un felino. El vaso voló al menos a
diez metros de distancia y fue a estrellarse contra la tela de una tienda
cercana. Barlohn se marchó riendo como un chiquillo que escapa tras una
trastada.
—¡Cuando pueda volver a correr te arrancaré las piernas, bastardo! —
gritó tambaleándose en su asiento.
Pareció que iba a vomitar, pero contuvo el impulso en el último momento
empujando el contenido de su estómago con otro trago, esta vez directamente
de la jarra. Sacudió la cabeza como si tratara de secársela y recuperó la
serenidad de su rostro en un instante. Para ese entonces, Barlohn se
encontraba a la suficiente distancia como para escapar de cualquier proyectil
que le lanzara. Incluida una daga. Después de todo, no sería la primera vez
que le arrojaba una buscando su espalda. Echó un vistazo sobre su hombro,
por si acaso, y recuperó el paso tras comprobar que Fez estaba más interesado
en la espumosa que en vengar la afrenta.
Los soldados lo saludaban con respeto; él los ignoraba, pues no estaban a
su nivel. Si alguien merecía su saludo era Frunk Cabezamartillo, que llevaba

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en el interior de Álea desde que sus hombres y los Escudos se encontraran.
No tardó en alcanzar la puerta principal, que custodiaban dos de aquellos
muchachos de armadura color carbón. Ambos eran más altos que él,
seguramente escogidos a conciencia para intimidar a sus volátiles aliados.
Barlohn los miró con indiferencia: como si hubiera forma de intimidar a un
punco.
Los soldados le cerraron el paso. Uno de ellos le puso la mano en el pecho
para detener su avance.
—No se permite la entrada a ningún punco a excepción de su líder —
advirtió.
Barlohn miró la mano del soldado: parecía recia, curtida. Aquello le
agradaba: no quería matar polluelos.
—Deja de tocarme o perderás la mano.
El soldado miró a su compañero. Barlohn no necesitó más. A la velocidad
de una centella, desenfundó su puñal, agarró la mano del Escudo para poner la
palma hacia arriba y lanzó un tajo desde abajo sobre la muñeca.
—¡Alto!
El cuchillo detuvo su avance, pero el acero ya llegaba al hueso. El otro
Escudo ni siquiera tuvo tiempo para reaccionar: simplemente no sabía lo que
acababa de ocurrir. Desde el interior de la fortaleza, acercándose por el patio
principal, el Primer Guerrero de los puncos acababa de salvar la mano a aquel
desdichado que se retorcía en el suelo tratando de agarrar su propio puñal.
Barlohn empujó la palma hacia arriba amenazando con partirle la muñeca.
—Suelta la empuñadura o tendrás que aprender a limpiarte el culo con la
izquierda —volvió a amenazar.
Sus ojos clavados en el yelmo con la cara común de todos los Escudos.
Esta vez, el soldado obedeció sin demora y el punco al fin lo liberó. Su
compañero no se movió; Barlohn lo miró con un deje amenazador para
asegurarse de que se mantuviera así. Junto a Frunk, el líder de los Escudos
con la ira saliendo de sus ojos como el fuego aparece por las ventanas de una
casa en llamas. Zelca se acercaba a paso veloz; Frunk parecía tranquilo.
—Me ha tocado —se defendió el Segundo Guerrero.
—Seguía mis órdenes, ¡maldita sea! —bufó Zelca hecho una fiera.
Barlohn inclinó la cabeza en un gesto apenas perceptible, como si quisiera
oír mejor. En su rostro no había un ápice de arrepentimiento. Por el contrario,
parecía retar a Zelca a gritarle una vez más. Cambió su puñal a la diestra, que
manejaba de forma más cómoda, y estuvo a punto de lanzarse también contra
él. Frunk, a la espalda del capitán, levantó una mano; Barlohn varió su actitud

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al instante. Limpió la hoja con un pañuelo rojo que llevaba colgado junto a la
funda y guardó su arma.
—A esto me refería —intervino el líder de los puncos—, con que no
llevamos bien la falta de respeto. Di a tus hombres que no toquen a los míos,
que no los miren a los ojos y, si es posible, que tampoco les hablen. Ni
siquiera para advertirles de que algún desgraciado trata de apuñalarlos por la
espalda.
Zelca observaba al herido.
—Vete a la enfermería y pide tu relevo por el camino.
El soldado se repuso con admirable entereza, saludó marcialmente
manchando el suelo con su sangre en el proceso y, agarrándose la herida para
frenar la hemorragia, cruzó el portón. El líder de los Escudos Negros echó un
vistazo al recién llegado. La coleta prieta, el pelo raído en los lados y la nuca,
los brazos llenos de tiras de cuero a modo de adorno… Era sin duda la mano
derecha de Frunk, el segundo al mando en todo el clan punco y, por ende, el
mejor guerrero solo por detrás de este. Era joven, pero no tanto como sus
Escudos. Debía rondar los treinta, y en su mirada se reflejaba con nitidez la
confianza de los mejores veteranos, la de un soldado que no ha sido vencido;
la del guerrero que no tiene miedo al dolor, mucho menos a la muerte. Tenía
los hombros marcados por cicatrices alargadas, muy finas, que se estiraban
aparentemente hasta su espalda. Debían ser recuerdos de las sesiones de
tagueo de las que tanto oyó hablar. Si aquellos salvajes se criaban dándose
varazos capaces de cortar la piel desde la niñez, no podía imaginarse de lo que
serían capaces de soportar llegada la edad adulta.
—No tenía intención de llegar a esto, pero como te dije, urge que
comuniques pronto a tus hombres las directrices para tratar con los míos. Los
puncos solo tienen obligación de responder a quienes pelean mejor que ellos o
a los veteranos, que por derecho propio se ganan su respeto —explicó por
segunda vez Frunk, esta vez, para asegurarse de que los Escudos de las
murallas también lo escuchaban—. Mis soldados responden a mis barbas; mis
barbas a mis hermanos y mis hermanos a mí. Ese, y solo ese, es el orden —
insistió alargando su monstruoso martillo para señalar a Zelca, que miró el
arma planteándose si su gesto era una amenaza—. Al menos hasta que uno de
estos bastardos me rete —rio.
—Algún día convenceré a Fez para que lo haga. Con un poco de suerte os
mataréis los dos y me quedaré con el trono sin tener que ensuciarme las
manos —respondió Barlohn provocando la carcajada de Cabezamartillo.
—Siempre has sido el más listo de los tres —concedió.

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Era como si no hubiera pasado nada, como si dos soldados de uno y otro
ejército no hubiesen estado a punto de matarse. Para los puncos, las trifulcas,
peleas y asesinatos eran tan comunes que en realidad el incidente no tenía la
más mínima relevancia. Los Escudos no conocían sus costumbres, pero
gracias a casos como ese no tardarían en hacerlo. O no sobrevivirían lo
suficiente como para llegar junto a ellos hasta la capital.
—De poco sirven las ideas si no se tiene la fuerza necesaria para
defenderlas —respondió el Segundo Guerrero quitándose mérito y, a la vez,
recitando un dicho popular de su clan.
—¿Qué haces aquí aparte de enfadar a nuestros nuevos amigos, Barlohn?
—preguntó Frunk acabando de una vez con los rodeos.
¿«Amigos»? —pensó Barlohn sin que su cara ocultase por completo su
pensamiento. Zelca lo percibió.
—Me gustaría hablar contigo cuando tengas un momento —Frunk no dijo
nada y su hermano entendió que podía empezar en ese mismo instante si así
lo deseaba—. A solas, si es posible —insistió.
Frunk asintió, devolvió su arma al lugar en el que siempre descansaba y
avanzó hacia la salida.
—Espero las directrices de tu general —dijo a modo de despedida.
Zelca no añadió nada. No era necesario. Después de que Lerac lo pusiera
en su sitio durante su encierro en el calabozo de Estepa pasó por una racha en
la que no dejaba de pensar que ya no era el temible guerrero de antaño, que
había demasiados jovenzuelos que lo sobrepasaban y que, si esa no era la
última guerra que viese en vida, al menos sería la última en la que combatiría.
Pensó en Kraen, en el desdichado Kraen aplastado bajo las terroríficas
espadas de Rúeral y los suyos, que terminaron por convertirse en sus aliados,
y se planteó hasta qué punto había cambiado el mundo para encontrarse en
una situación como la actual. Los puncos podían darle la victoria a Lerac, no
quedaba un atisbo de duda al respecto, pero también era posible que alguna
estupidez los ofendiera y Frunk lanzase a sus hombres contra las tropas del
jovencísimo general. Los aplastarían como a briznas de hierba nueva a menos
que supiera controlarlos a la perfección.
Lerac jugaba con fuego, y Zelca se planteaba hasta qué punto era
consciente de ello. Él todavía no conocía a Cabezamartillo, pero si le costaba
tanto sentirse igual a Zelca, no podía ni imaginar la impresión que se llevaría
cuando viese a ese general que lo convocara y que era aún más joven que su
segundo al mando.
—Cierra las puertas —ordenó al guardia.

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Mientras cumplía la orden, Zelca permaneció mirando a los dos puncos
marcharse. La espalda de Frunk era tan ancha como la de sus Escudos con el
peto encima; su maza de guerra se balanceaba junto a sus cabezas como el
tercer miembro de la pandilla. La lámina de madera le tapó la visión al fin y
se puso de camino a su despacho dispuesto a redactar las nuevas a Lerac, que
debía esperar impaciente muy muy lejos de allí, en las tierras de su padre.

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10. EL COMANDANTE DERROTADO

Jagger Nath acampaba con sus maltrechas fuerzas cerca de las lindes que lo
sacarían por fin de la Región de los Pequeños Bosques. Pensaba sin descanso
en el descalabro que acababan de sufrir sus fuerzas y, en su desesperación,
aparecía constantemente la idea de abandonar a Laebius para encerrarse en
sus tierras, con sus hombres, esperando que los rebeldes no llegaran hasta la
cordillera de Lében. Pensándolo en profundidad, sus dominios no tenían un
valor estratégico real más allá de unas cuantas minas de hierro custodiadas
por fuertes aquí y allá dispuestos más para frenar las incursiones de maleantes
que de un ejército de verdad.
Los rebeldes lo perseguirían hasta allí, le sacarían el rabo de entre las
piernas primero y las tripas de la barriga después. No podía escapar. No había
lugar al que escapar. Dio un manotazo a la jarra de peltre cargada de agua que
reposaba a su lado. La imagen de Tibrith Bent atravesado por las lanzas de los
puncos lo perseguía con el mismo ahínco que aquellos bastardos de negro que
acabaron con su vanguardia. ¿Cómo iba a regresar a la capital para decirle al
emperador que acababa de perder su ejército del norte? Él, que se ofreció para
liderar a las huestes en su nombre, que había hostigado a los Escudos Negros
manteniendo el ritmo que impusieron en su huida hacia Álea a pesar de perder
decenas de hombres por agotamiento cada día. Él, que se sentía capaz de
acabar con cualquier enemigo en combate singular hasta que viera en acción a
los salvajes del otro lado del Khor.
Aún no podía comprender en qué momento perdieron la guerra. Los
jinetes de Hombres Largos los traicionaron para cerrar filas junto al enemigo;
ahora también los puncos. Antes que ellos, revueltas entre los clanes de
mercaderes y emboscadas en las tierras de las tribus guerreras. El imperio
entero a excepción de la capital parecía haberse vuelto contra su emperador.
Como esas enfermedades en las que el cuerpo comienza a devorarse a sí
mismo. En eso se transformó su imperio: en un cadáver putrefacto de
miembros ennegrecidos que se consumen por la gangrena. Úhleur Thum no

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aguantaría ni dos meses ante el empuje de los rebeldes. Ni siquiera
atrincherando tras sus murallas a sus mejores soldados.
A su alrededor, la moral no podía ser más pobre. En sus informes de tropa
pronto habría más desertores que muertos. Echó un vistazo a su alrededor. Su
ejército avanzaba de un lado a otro arrastrando los pies; otros, tumbados en el
suelo, miraban hacia el cielo acordándose de sus familias, de sus hogares y
sus seres queridos. Pronto, si los dioses de veras existían, estarían allí arriba
esperándolos hasta el día en que ellos también murieran.
Levantó la vista buscando la retaguardia de su ejército: solo esperaba que
no aparecieran los Escudos tras ellos. Estaban tan agotados, tan destrozados
moralmente, que no serían capaces de presentar batalla. Sus hombres se
desperdigarían a los cuatro vientos tan pronto como entendieran que el
enemigo se acercaba. Si aún mantenían la compostura hasta cierto grado era
únicamente porque sabían que regresaban a la capital y que no existía ningún
lugar para ellos más seguro que ese.
Ganar la guerra ya no era una opción, pero tal vez consiguieran resistir lo
suficiente como para forzar una paz que les permitiera volver a sus hogares.
Jagger Nath se limpió el sudor de la frente con el dorso de la mano y se
puso en pie. Su estatura aún conseguía que pareciera algún tipo de estandarte
alrededor del cual se agrupaban sus tropas. Agarró su yelmo, se lo metió bajo
el brazo y volvió a la vanguardia seguido por su escolta personal de tres
hombres. A lomos de su caballo, su figura era incluso más imponente.
La marcha hasta Úhleur Thum aún se prolongaría varios días; la mayoría
de sus soldados no llegarían si se veían obligados a forzar la marcha. Volvió a
mirar atrás; nada salvo el polvo que levantaban los suyos. ¿Por qué no los
perseguían? Tal vez los puncos y los Escudos Negros desconfiaran los unos
de los otros y no se atrevieran a abandonar la seguridad que brindaban sus
posiciones actuales: si los puncos avanzaban, dejaban indefensas las tierras de
su clan, sus mujeres y niños, sus ancianos; si lo hacían los Escudos, los
puncos podían atacarlos por la retaguardia, apoderarse de Álea o desatar el
caos bajando por la rivera del Khor para masacrar a cuantos clanes
encontrasen por el camino.
La jugada le salió bien a Lerac, pues sus hombres estaban a salvo y el
ejército de Laebius destrozado, pero ahora debían enfrentarse a un problema
nuevo: el de controlar a los recién llegados. Jagger sonrió imaginándose a los
dos ejércitos enfrentados en ese mismo instante a la par que ellos escapaban.
Deseaba con todas sus fuerzas que fuese una batalla equilibrada, que ningún
bando dominase al otro. Mientras más muriesen, mejor.

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También pensaba constantemente en Eldian, el pequeño listillo de los
Borroll que ya gobernaba su casa como si fuese el patriarca. Fue él quien
decidió que debían fortificar Álea a toda costa durante los primeros coletazos
de la guerra; quien quiso abandonar las tierras de los tharos usando como
freno los mismos puentes que Lerac bloqueó para neutralizar a la caballería
de Hombres Largos. Fue Eldian quien defendió hasta el último momento la
estrategia de mantener a los Escudos divididos para acabar con ellos más
fácilmente. Esos jóvenes eran un símbolo de la unidad de los clanes, del
nuevo orden. Y Laebius coincidió con él en que debían eliminarlos para
romper con su caída la moral de los rebeldes.
Pero los planes no salieron como se escribieron sobre el papel: la
caballería de Hombres Largos atacó por la retaguardia a las tropas de Laebius
que custodiaban los puentes causando un número de bajas casi apocalíptico;
la fortaleza de Álea fue tomada, defendida y después liberada por los Escudos
Negros y sus nuevos aliados; el grano, mineral y otros bienes procedentes de
Mélmelgor, requisado por las tropas de Lerac que custodiaban el vado de Esla
con la ayuda de los rebeldes procedentes de la tribu neseka y de las Tierras
Salvajes.
Eldian Borroll tal vez fuera más listo que ninguno de ellos, pero ni
siquiera él pudo contrarrestar el aluvión de contratiempos que se precipitaron
contra el emperador. La inteligencia, cuando se lucha contra un enemigo
varias veces más poderoso, no suele ser suficiente para derribarlo.
También tendría unas palabras para él cuando volviese a ver su cara
blanda carente de cicatrices, su cuerpo paliducho de ratón de biblioteca y su
mirada altiva de niño malcriado. Jagger apretó las manos sobre las riendas
deseando que fueran el cuello de Eldian. ¿Qué habría hecho él en su
situación? ¿Cómo, si era tan listo, no fue capaz de ver venir la traición de los
puncos? Por un momento, Jagger pensó que todos, incluido el propio
emperador, sobreestimaron sus capacidades o, que si de veras su inteligencia
era tan prominente, debía estar trabajando con el enemigo para entorpecer los
movimientos de Laebius.
De cualquier modo, consiguieron derrotarlos. Ese era el único hecho
verdadero, lo único que podía afirmar sin riesgo a equivocarse. Y aunque
acabara con Eldian Borroll, su destino estaría sellado del mismo modo. Tal
vez esa fuera la justificación precisa, el motivo que justificara que un
miembro del consejo de Laebius acabara con la vida del otro. Si todos iban a
morir, al menos podía darse el lujo de ser él quien acabara con la existencia
de ese bastardillo de poca monta que dirigió una guerra sin haber combatido

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una única vez en toda su vida. Los jóvenes como él representaban la nueva
aristocracia, la de esos engreídos suaves que gracias a la tranquilidad que
aportó Laebius se criaron sin tener que enfrentarse a los peligros del mundo
real.
Ya nada de eso importaba, pues solo un milagro podría salvar a Laebius, y
los soldados como Jagger, que llevan años pisando campos de batalla, no
creen en los milagros.

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11. EL NUEVO EMPERADOR

Mientras tanto, al otro lado del imperio, emergiendo desde las arenas del
desierto, el Señor del Este avanzaba con una sonrisa en el rostro. La
vanguardia pisaba la parte más oriental de la llanura de Térea.
Su caballería capturó un par de locales que les indicaron dónde estaban
los pozos más cercanos, los que utilizaban para abrevar al ganado. Debían
contener una ingente cantidad de agua para mantener rebaños de ovejas tan
numerosos. Allí, cerca del infierno en la tierra, los animales capaces de comer
cualquier cosa eran los únicos que prosperaban, y las ovejas, como las
salvajes cabras albas, masticaban hasta la hierba más dura y seca para
convertirla en alimento.
Necesitarían hierba fresca para la diezmada caballería faxoliana, que
empezó a perder efectivos tan solo dos días antes. Pensándolo bien, era un
milagro que las arenas no se hubieran tragado antes hasta el último caballo;
que no se hubiera cobrado la vida de todos sus hombres. Pero estaban allí, una
vez más, al final de una misión que se consideraba imposible. Esa noche
descansarían junto a los pozos, beberían hasta saciarse y cenarían carne de
oveja. La idea hizo que le rugieran las tripas.
Cuando llegó hasta el primer pozo, uno de sus guardias le acercó la
cantimplora llena. Estaba agotado, sediento y con el rostro quemado, pero la
rechazó. «Bebed vosotros primero», dijo. Sus hombres, que como en tantas
ocasiones dudaron de su empresa, retomaban la fe en su buena estrella cada
vez que lograban superar obstáculos tan insalvables como ese desierto. Esta
vez, sirviendo como precedente, se extendió el rumor de que el gran Érxan
había perdido la cabeza y que los conducía a todos hasta una muerte segura.
Nunca, en ninguna campaña desde que asumiera el liderazgo del ejército
expedicionario, alguno de sus subordinados se atrevió siquiera a esbozar un
insulto, un gesto de desdén o una mala cara. Pero para todo existe una primera
vez, y algunos de sus soldados renegaron de él a pleno pulmón entre las dunas
del desierto.

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Lasbos lo achacó a la sed, al calor extremo que convertía la piel en
madera y el cerebro en una pasa. Sus brazos enrojecidos y sus labios
agrietados no le impidieron empuñar la espada que acabó con la vida de los
insubordinados. El hambre, la sed, el dolor y la desesperación podían
tolerarse; las faltas de disciplina, no. Y ahora que había llevado al ejército
expedicionario hasta ese nuevo mundo, los supervivientes comprenderían que
la falta de fe en su general era más peligrosa que ningún enemigo, que los
contratiempos o las inclemencias de las estaciones más extremas. Sus
veteranos jamás dudaron de él; los nuevos reclutas, en su mayoría, tampoco.
Se criaban en Fáxolaar, la capital del imperio más grande jamás
nombrado, escuchando las historias de valor y arrojo de los veteranos.
Contaban los días del calendario esperando que corriesen de forma
antinatural, que avanzaran sin detenimiento hasta el momento en que
alcanzaran la edad suficiente para poder alistarse y ver mundo, vivir aventuras
y ganar riquezas junto a su ídolo, el general más exitoso que hubiese visto la
humanidad.
—Lasbos, junta un grupo de veinte soldados de entre la caballería. Que
beban agua ellos y sus monturas, que descansen una hora y después salgan
recorriendo los caminos en busca de ciudades, pueblos, pozos, graneros y
enemigos a tres horas de marcha desde aquí —ordenó parando a mitad de
camino para toser: apenas le quedaba saliva y sentía que la cabeza pronto le
explotaría.
Lasbos, que bebía como un dromedario, asintió aún con la boca llena. Tiró
de las riendas para volver grupas y le lanzó la cantimplora a su general, que la
agarró al vuelo.
—Si mueres deshidratado, no habrá esperanza para el ejército.
Espoleó su montura y se dirigió hacia los oficiales de la caballería para
transmitir las órdenes. Érxan por fin bebió. El tacto del agua sobre su lengua
habría logrado que se le saltaran las lágrimas de felicidad de no ser porque sus
ojos estaban tan secos que no podían producirlas. Dio un largo trago, paró
para respirar y se llevó la cantimplora de nuevo a los labios hasta que quedó
completamente seca. Uno de sus guardias, que en ese momento volvía del
pozo, se acercó para ofrecerle otra. Érxan la rechazó levantando una mano.
—Todos tenemos sed, soldado. Ve a llevarla a quien lo necesite más que
yo.
—Sí, mi general —saludó con luz en los ojos.
Eran esos pequeños gestos, esa sencillez y cercanía con sus hombres lo
que conseguía que el ejército sintiera verdadera devoción por su líder. Se

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moría de sed; podría haber apurado dos cantimploras más, pero ello habría
supuesto que dos de sus soldados tal vez incluso muriesen. El general se giró
para mirar a sus hombres: seguían llegando en perfecta formación a pesar de
la sed, de la necesidad acuciante de salir de la arena. Había muchos,
demasiados para que hasta el último de ellos bebiera antes de que llegara el
mediodía, pero cuando volviesen a estar alimentados y recuperasen sus
fuerzas, esos valientes le ayudarían a conquistar el mundo.
Volvió a levantar la vista hacia el frente. El suelo cambiaba
paulatinamente a poca distancia de allí: la hierba seca se expandía hasta
donde llegaba la vista agrupada en pequeñas plantas con la forma de una bola
redondeada de la que brotaban las briznas. Las bolas salpicaban el terreno
como piedras, algunas tan grandes como la cabeza de un hombre; otras,
apenas del tamaño de un puño. Entre ellas, las veredas de los animales que las
recorrían en busca de agua, de briznas más verdes que las demás. Las ovejas
de los granjeros fueron puestas bajo recaudo, al menos la mayoría de ellas,
pues algunas se desperdigaron en mitad de la llanura con el jaleo de la
caballería persiguiendo a sus amos. Érxan observaba ese mundo nuevo
pensando en cómo los grandes sueños llevan a los hombres a cumplir tareas
inimaginables y cómo ser parte de algo grande llenaba su espíritu. Entonces
devolvió la vista al pozo del que sus soldados sacaban agua con una cadencia
casi enfermiza. Los sueños impulsan la vida de los hombres en una u otra
dirección, pero los pequeños detalles como un pozo con agua fresca tras una
jornada sediento, una cama en la que descansar o una comida caliente eran lo
que de verdad lograba que pudiera disfrutarse del día a día.
Bajó de su montura y dio un par de saltitos para estirar las piernas. Su
guardia seguía en alerta aunque se tambaleara sobre sus caballos. Estaban en
territorio hostil otra vez, y la experiencia les decía que en cualquier momento
podía aparecer un ejército enemigo, una patrulla, cualquier peligro. El Señor
del Este dudaba que hubiera grandes guarniciones en la zona. Después de
todo, ¿quién se molestaría en proteger una frontera a ninguna parte?
—Mohallo, en cuanto tus hombres hayan bebido, quiero que se
disgreguen para formar un perímetro que nos permita estar alerta ante
posibles enemigos —ordenó a uno de sus capitanes más antiguos. Este asintió
y se marchó de allí con la misma diligencia que Lasbos—. Instalad el
campamento aquí, alrededor del pozo. Que los hombres que ya han bebido
marchen a la zona más alejada —trazó una línea imaginaria que delimitaba la
zona de acampada—, que monten sus tiendas y descansen apartados del sol.

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Otro capitán espoleó su montura para salir de allí. Habían ido llegando
hasta el general como moscas a un cadáver en cuanto supieron que la
vanguardia encontró agua y que, con ello, dejaban atrás el desierto que
diezmaba sus fuerzas durante los últimos días.
—Quiero prisioneros, cartógrafos, ingenieros… Que monten mi tienda lo
antes posible y vengan a verme de inmediato. Hay mucho que organizar —
siguió diciendo mientras señalaba aquí y allá como si su dedo fuese algún tipo
de varita mágica que hacía moverse a sus hombres—. También necesito un
mensajero que sea capaz de atravesar el desierto de vuelta en busca de mi
hermano. Tenemos que confirmar que el ejército expedicionario sigue en pie
y retomar la ruta de suministro.
Dos sargentos partieron con las órdenes. Quedaban frente a él únicamente
dos capitanes más: Lifástrolo y Morebio; el primero comandaba a los
lanceros; el segundo, la artillería que permanecía empaquetada en los trineos
tirados por camellos. Érxan levantó la vista: no había ni rastro de los carros.
Tenía sentido, pues los camellos que tiraban de ellos fueron devorados por el
camino y la madera de las armas de asedio, usada para tostar su carne. «Qué
desperdicio», pensó.
—Morebio, trae a tus ingenieros. Diles que se alojen, que descansen y
estén listos para ponerse a trabajar en cualquier momento. No quiero avanzar
sin artillería más tiempo del necesario —volvió la vista hacia el mar de bolas
de hierba seca—. No sabemos a qué enemigo nos enfrentamos.
—Así se hará, mi general —dijo antes de pasar el recado a uno de sus
sargentos, que como sus homónimos, salió de allí a toda velocidad.
Érxan se agachó para observar la extraña vegetación. Le maravillaba
encontrar plantas nuevas, animales que sus antepasados no habían visto
jamás. Trataba de parecer despreocupado, pero en su interior barajaba las
posibilidades que tenía en aquella extraña tierra. Al final siempre terminaba
imponiéndose a todos sus enemigos, pero el éxito era un amigo traicionero
que a menudo se marcha sin despedirse. Sabía que en algún momento
encontraría un rival al que no pudiese derrotar. Lo esperaba en el fondo de su
ser. Pero lo que de veras le preocupaba era saberse aislado de su gente. La
ruta de suministro se detuvo repentinamente y existían mil posibilidades que
explicasen lo ocurrido. Para empezar, que el desierto hubiera borrado el rastro
de sus hombres y las caravanas fuesen incapaces de localizarlos; puede que
alguna región se hubiese levantado en armas aprovechando su campaña. Tal
vez dentro de un par de días viesen aparecer tras su estela las caravanas
cargadas de agua y comida.

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Echó un vistazo a la hilera de hombres que continuaban llegando. Por allí
no aparecería ninguna caravana. Estaban solos. Completamente solos. Y, por
supuesto, también existía la posibilidad de que Lasbos tuviera razón y su
hermano Fasmar los hubiera abandonado a su suerte. En el fondo de su ser,
con el recuerdo del servicial Fáramir en mente, esperaba cualquier otra
respuesta.

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12. EL RELATO DE UNA PESADILLA

—Ya están aquí, señor —anunció el soldado.


Lerac le hizo un gesto con la cabeza indicando que podían pasar. La
puerta del salón se abrió y al otro lado apareció la característica melena rojiza
de Áramer. Llevaba el yelmo bajo el brazo, su escudo y lanza debían
descansar en otra parte. Parecía cansado, pero no era eso lo que enturbiaba su
ánimo. El general, sentado en el trono que presidía la sala, lo observó
acercarse sin perder detalle. Tenía la coraza sucia, las sandalias llenas de
polvo del camino que lo trajo a marchas forzadas hasta allí. Su sección ya
descansaba junto a los barracones de los regulares, que partieron el día
anterior comandados por Assio.
—Señor —saludó el pelirrojo llevándose el puño al pecho.
—Cuéntamelo todo, amigo —respondió su general.
El capitán miró a su alrededor; había demasiados oídos allí.
—Si es posible, general, me gustaría que pudiéramos hablar a solas.
Al hijo de Kraen le sorprendió en cierto modo su petición, pues llevaban
recibiendo refugiados varias horas y con ellos llegaban turbias noticias sobre
un enemigo jamás visto hasta entonces por los habitantes de Mélmelgor. Los
soldados ya conocían los rumores que sin duda venía a confirmar Áramer,
pero confiaba en su juicio y despidió con un gesto de la mano a los guardias
de la sala. Una vez los dejaron solos, el general se puso en pie para acercarse
a su antiguo compañero de sección. Alargó la mano para estrechar la suya y le
dio un par de palmadas en la espalda. Áramer no pareció más calmado.
—Nos encontramos a los albores de una batalla que no podemos ganar,
señor —comenzó diciendo. Se esforzaba por mantener un tono de voz firme.
—¿Cuántos son?
—No lo sé —confesó—. Llegaron en mitad de la noche y sobrepasaron
nuestras defensas antes siquiera de tener tiempo para prepararnos.
—¿Cómo?
Lerac tenía la piel de gallina y notaba su nuca como si alguien le pasara
una pluma por ella. Un escalofrío pugnaba por salir de su interior como un

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terremoto que estremecería su cuerpo entero, pero de momento conseguía
controlarse.
—Son enormes, general —negaba con la cabeza—. Enormes —insistió
mirándolo a los ojos.
—¿Te refieres a los lagartos? —su pregunta le hizo sentir estúpido, como
si fuese un niño que aún cree en los gamusinos—. Encontraremos la forma de
detenerlos, ya lo verás.
—Los lagartos no, me refiero a ellos —y sintiendo que a él también se le
erizaba el pelo, confirmó—, a los rinhenduris.
—Como las velkra —trató de calmarlo sin que sus palabras parecieran
surtir el menor efecto—, y también los destripamos.
Pero Áramer seguía negando con la cabeza.
—No tienen nada que ver con las velkra, Lerac, créeme.
—Ven —indicó poniéndole una mano en la espalda para guiarlo hasta la
mesa—, siéntate, descansa y cuéntamelo todo con calma.
Áramer se sentía como el loco del pueblo. Sabía lo que había visto, pero
le parecía tan increíble que en su mente, algo le decía constantemente que esa
noche no era más que el producto de su imaginación, que la veracidad de esas
imágenes que se agolpaban en su memoria no podían ser más que un mal
sueño demasiado real. Pero miles de personas fueron testigos de la misma
aparición, y la mayoría de ellos murió como consecuencia. Además,
Lorkshire entera fue devorada por las llamas tras el asalto. Ningún sueño
podía compartirse por tantas personas; ninguna historia ficticia reducía a
cenizas una ciudad pasando por la espada antes a todos sus habitantes.
Áramer se sentó y Lerac le acercó una copa de vino. Este alargó la mano
para cogerla, sus dedos temblaban alrededor del cristal.
—Estaba tomando unas cervezas con mis hombres cuando escuchamos la
alarma —lo miró a los ojos, sus pupilas temblaban como la llama de una vela
a la intemperie—. Creíamos que eran las velkra, y como lo teníamos
ensayado, los soldados subieron a las empalizadas en un santiamén —volvía a
negar con la cabeza. Dio otro sorbo que vació la copa. Lerac le sirvió una más
—. Bajaban tan rápido como subían.
—¿Muertos, dices? —inquirió el general, que empezaba a sentir que él
también necesitaba el alcohol para ayudarle a digerir su relato.
Lerac recordaba aquella noche en la que el mismo Áramer les contó a Erol
y a él la historia sobre la batalla de Dúrenhar, de la Fortaleza Negra. En esa
ocasión, Áramer parecía disfrutar con el relato mientras imaginaba a los
lagartos ascendiendo por las murallas, a los rinhenduris con sus armas tan

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grandes como un hombre atacando y destrozando las fuerzas del rey Táscolo.
Solo tras ver de primera mano a aquellos monstruos comprendió que su
historia no trataba de valentía, de coraje y sacrificio, sino de terror.
Una historia de la que ahora ellos formaban parte.
—Huían, general —suspiró—, incluso los Escudos.
Lerac asintió. Le sorprendía que sus Escudos, que jamás temieron a
ningún enemigo, pudieran abandonar sus puestos antes siquiera de comenzar
la batalla. Ellos no eran como los regulares enviados a combatir a las velkra,
sino el orgullo de los clanes más fieros, los mejores guerreros al lado
civilizado del Khor.
—Y no puedo culparlos. Supe de inmediato que eran los rinhenduris
quienes nos atacaban y que no tendríamos ninguna posibilidad de
enfrentarnos a ellos y sobrevivir —continuó antes de dar otro sorbo. Parecía a
punto de echarse a llorar, la vista clavada en el tinto que tanto le recordaba a
la sangre de sus compañeros caídos.
—Hiciste bien en retirarte, Áramer —Lerac volvió a ponerle una mano
sobre el hombro—. De otro modo no tendríamos ni idea de lo que se avecina.
Además, has salvado a la mayoría de tus muchachos. No tienes nada de lo que
avergonzarte, ¿me oyes?
Pero Áramer no parecía convencido.
—Con el debido respeto, señor, creo que aún no tenemos ni idea de lo que
se avecina —había recuperado la firmeza en la voz, resignado ya a albergar
ninguna esperanza, como la rata arrinconada que ataca al perro que viene a
cazarla.
Lerac asentía esperando que continuase con su relato. Nunca tuvo a
Áramer por un cobarde. Jamás. El pelirrojo era un soldado hábil y un tipo
inteligente que sabía de historia y otras materias a diferencia de la mayoría de
soldados. Ante su silencio, Lerac insistió.
—¿Cómo de grandes son?
Áramer soltó un bufido, después sonrió.
—Uno de ellos rompió la puerta de la empalizada embistiéndola una única
vez.
El general enarcó las cejas.
—He visto esas puertas, Áramer. Eso es imposible.
El pelirrojo negaba con la cabeza.
—Cuando la convirtió en astillas y se irguió —continuó explicando con
ambas manos sobre la mesa, acercándose a su general—, su cabeza quedaba
por encima de la empalizada.

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—La empalizada de Lorkshire mide más de tres metros.
Áramer volvió a asentir, dio otro trago y confirmó:
—Y aun así su cabeza quedaba por encima de la empalizada.
El general se recostó en la silla, sus manos entrecruzadas sobre la barriga.
¿Sería posible que Áramer, después de todo, hubiera perdido el juicio? ¿Eran
de veras los rinhenduris seres tan poderosos físicamente, tan diferentes a ellos
mismos?
—Éramos como enanos a su lado, como niños de cinco años que tratan de
luchar contra un adulto —aseguró mientras rebuscaba en sus recuerdos las
imágenes de la carnicería—. Uno de mis soldados acabó en el tejado de una
casa tras un puntapié.
Lerac, que seguía pensando en el rinhenduris de la empalizada, devolvió
toda su atención a su capitán: definitivamente había perdido el juicio. O eso
esperaba con todas sus fuerzas. Nunca, ni en sus peores pesadillas, imaginó
que el enemigo fuese tan poderoso.
—Nos aplastaban como a ratones, a pisotones y patadas, como si no
necesitaran armas para enfrentarse a nosotros —cerró el puño por la
impotencia—. Eso fue hasta que llegaron los que sí tenían armas. Eran más
pequeños, pero aún así le sacarían una cabeza al más alto de entre las velkra
—recordó mientras volvía a llevarse la copa a los labios.
Parecía un demente y temblaba como tal mientras los recuerdos seguían
llegando a su memoria. Logró aguantar con firmeza hasta llegar al palacio,
pero ahora que hablaba con su general, que rememoraba lo ocurrido,
empezaba a resquebrajarse como un pergamino viejo.
—Sus espadas partían a los hombres en dos de un solo tajo.
—Te refieres a los hombres de la guarnición, ¿verdad?
El general preguntaba porque esos no llevaban armadura.
—A los nuestros, general —confirmó. El tembleque de sus manos no se
detenía—. Algunos levantaban el escudo para protegerse, pero sus espadas
cortaban metal, carne y hueso hasta clavarse en la tierra dejando una mitad de
soldado a cada lado de la hoja —volvió a llevarse la copa a los labios, pero no
fue capaz de beber—. Y ahí ni siquiera habíamos visto lo peor —Lerac
frunció el ceño. ¿Lo peor?—. Todavía no sabíamos que también tenían
lagartos.
Lerac quería interrogar al resto de soldados de la sección, pues necesitaba
confirmar que todos compartían la misma visión que en apariencia logró
enloquecer a su capitán.
—¿Cuántos?

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—Yo solo vi tres, pero mis hombres hablan de seis; otros dicen que
cuatro… —se llevó las manos a la cara y suspiró con fuerza—. Es difícil
saberlo con exactitud porque para el momento en que aparecieron ya había
ordenado la retirada.
—Encontraremos la manera de detenerlos, Áramer, ya lo verás.
—General, aún no os he contado lo peor.
Lerac volvió a fruncir el ceño. ¿Acaso existía algo peor que los záiselars?
—Cuéntame —pidió con amabilidad.
—Verá, señor —dio otro sorbo, lo necesitaba para hablar—. Se trata de
Erol —confesó al fin.
—¿Erol? —el general dio un respingo que lo devolvió junto a la mesa—.
¿Acaso estaba con ellos?
Áramer se atusó el pelo, se relamió el tinto de los labios y miró la copa
vacía. Estaba un poco borracho, pero no habría sido capaz de contar lo que
acababa de vivir solo unas noches atrás sin el combustible que proporciona el
alcohol a su lengua.
—No estaba con ellos, señor.
Lerac no ocultó su confusión. Llevaba años queriendo conocer el paradero
de Erol, saber si seguía viviendo entre las velkra, al otro lado de Mélmelgor.
Las palabras del pelirrojo, sin embargo, lo confundían sobremanera.
—¿Qué quieres decir, capitán? ¿Qué pasa con Erol? —su tono, por
primera vez desde que se encontraran en el salón, parecía exigir algo de él.
Áramer se tomó unos segundos antes de responder. Pensaba en el
momento en que lo vio a lomos de aquella bestia gigantesca portando una de
esas monumentales espadas capaces de cortar la armadura como si de una
varita de madera se tratase. Recordaba su rostro serio, impasible, como si lo
que ocurría a su alrededor no tuviese nada que ver con él. Las llamas que
empezaban a brotar en los edificios cercanos iluminando su rostro de sombras
cambiantes; sus ojos amarillos por el reflejo del fuego.
—Erol no estaba con los rinhenduris, señor —comenzó sabiendo el
mazazo que producirían sus palabras en el ánimo de su general.
Lo miró a la cara sabiendo que si él mismo parecía un loco, lo que estaba
a punto de revelar no ayudaría a su general a pensar de otro modo.
—Era él quien los dirigía.

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13. EL PUNCO REBELDE

—Estaba gorda —aseguró con la incredulidad como la marca de su voz.


—¡Qué va! Rellenita, tal vez.
Los dos reían ante su defensa.
—Tenía el culo tan grande que si salía a cagar al campo, se cagaba fuera
—añadió el otro.
—¡A eso me refiero! —y con los ojos vueltos hacia arriba, añadió—. Era
maravillosa —volvieron a reír—. Lo que hice fue coger un buen puñado de
manteca para engrasarla como una espada nueva —levantó una mano
mostrando la palma, que mediante movimientos circulares representaba el
momento al que se refería.
Los pasos del recién llegado interrumpieron la anécdota. Los soldados
agacharon la cabeza en señal de respeto ante el hombre que portaba la coleta
más conocida de todo el clan.
—Fez, ¿tienes un momento? —preguntó Barlohn, que ignoró los saludos
de los soldados.
Fez soltó un gruñido. Le molestaba detener sus historias a la mitad,
especialmente cuando encontraba un público tan entregado.
—Imagino que no tengo más remedio —respondió dándose por vencido.
—No, no lo tienes —confirmó su hermano—. Largo —espetó a sus
acompañantes, que volvieron a saludar antes de perderse entre las tiendas
compartiendo impresiones sobre la historia de Fez.
El recién llegado volvía de ultimar ciertos detalles con Frunk sobre cómo
debía desarrollarse la próxima etapa de su campaña, y ya que Fez dirigía parte
de las tropas, tenía el deber de informarle. Era él y no Barlohn quien debía
ocupar el puesto de Segundo Guerrero por méritos propios, pero aunque los
puncos nunca perdieran la ocasión de alardear sobre sus habilidades para la
guerra, Fez reconocía que el mediano de los tres era también el más avispado
y que a Frunk, que ya podía doblegar a quien quisiera por medio de la fuerza
bruta, le vendría bien alguien que además fuese capaz de percibir los detalles
que a él se le escapasen.

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Fez era un tipo muy diferente cuando el alcohol no corría por sus venas
casi en la misma cantidad que su sangre, y su carácter poco amistoso de las
borracheras se evaporaba en el ambiente para dejar paso a un soldado al que
le gustaba reír y conversar tanto como empuñar un arma. Por norma, la
mayoría de los puncos compartían esa habilidad social y disfrutaban de la
compañía de sus pares, de la cerveza y las anécdotas que giraban en torno a
las mujeres. Que los cupos tuvieran que cumplirse para adquirir el derecho a
tener hijos no era más que un mero trámite y la mayoría de ellos nunca
mataba a más de tres hombres. Solo lo justo para ascender en la escala social.
Eso ocurría, por supuesto, porque su única opción era la de acabar con la
vida de sus congéneres. Ahora que habían cruzado al otro lado del Khor, no
se contendrían lo más mínimo.
De hecho, que un guerrero punco acabase con la vida de otro de los suyos
estaba considerado un bien para el clan. No se toleraba la debilidad, y el que
moría solo demostraba con su derrota que no era digno de que sus genes
pasaran a la próxima generación. Había pocas normas entre ellos, pero sí
estaba expresamente prohibido acabar con la vida de cualquier menor de doce
años, niño o niña. Ellos sí podían matarse entre sí, pero un adulto que
rompiese esta ley era castigado con la muerte por desmembramiento. El
condenado era atado de pies y manos a dos caballos que tiraban en
direcciones opuestas hasta que el cuerpo se desgarraba como un muñeco de
paja. A veces la muerte no era instantánea, pero rara vez se escuchaba un
grito de dolor o un quejido. Después de todo, el dolor era para ellos su más
cercano amigo.
—¿Hacia dónde vamos?
Barlohn se sentó en el banco que hasta entonces ocuparon los
acompañantes de su hermano. Apoyó un codo sobre la mesa y el otro puño en
la cadera.
—Marcharemos sobre la capital —informó el Segundo Guerrero—. Al
parecer, este generalillo —arrugó el labio recordando que todo su clan
obedecía ahora a ese tipejo— quiere que acabemos con el emperador lo antes
posible.
—¿Vienen también sus tropas o se supone que debemos avanzar solos?
Fez asentía. La idea de asaltar la ciudad más grande de todo el imperio le
parecía de lo más excitante. El resto del clan compartía su entusiasmo.
—Vendrán la mayoría de los que custodian esta fortaleza —Barlohn, a
diferencia de los suyos, seguía sin parecer contento con el plan—. Nos
uniremos al resto de sus fuerzas frente a las murallas.

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—¿Por qué tengo la impresión de que eres el único que hubiera preferido
quedarse atrás?
Barlohn miró a su hermano. Sus ojos oscuros se clavaban en su rostro
como dos puñales que llegaban hasta el fondo de su ser, revelando con detalle
hasta el último de sus pensamientos allí enterrados.
—Porque es justo eso lo que siento.
Fez abrió los ojos de par en par.
—¿Se puede saber qué cojones te pasa? —cerró los puños como si
quisiera estrangularlo con sus propias manos—. Nunca te tuve por un
cobarde, Barlohn, pero te juro que es justo lo que me pareces ahora mismo.
El Segundo Guerrero torció la cabeza como hiciera un rato antes al
escuchar los gritos de Zelca. Fez conocía a la perfección ese gesto que pasaba
desapercibido para la mayoría. Era la prueba de que estaba a punto de
lanzarse contra quien tuviese en frente; la seña que indicaba que la mecha
estaba encendida y que pronto haría explotar su ira: era justo lo que pretendía
ver.
Barlohn tenía más coraje que cualquiera y la habilidad suficiente para
acabar con quien fuese capaz de cuestionarlo. Su hermano simplemente no
comprendía que ahora que tenían la excusa para invadir, combatir y salir por
fin de su encierro, el Segundo Guerrero se mostrara tan infeliz.
—Nos están manipulando, Fez —respondió tratando de contenerse. No
era un cobarde, pero tampoco quería combatir con ninguno de sus hermanos.
Cualquier otro que se hubiera dirigido a él de esa manera tendría ya la cabeza
separada del cuerpo rodando sobre la mesa—. Se aprovechan de esa actitud
—lo señaló a él, después a las tiendas que los rodeaban. Su hermano siguió su
dedo con la mirada—, nos lanzan contra sus enemigos porque saben que
anhelamos salir de nuestras tierras para combatir.
—También son nuestros enemigos —concedió encogiéndose de hombros.
Barlohn se atusó el pelo y suspiró antes de proseguir.
—Estamos dejando atrás nuestro hogar, a nuestras mujeres y nuestros
niños solo porque un chico nos lo ordena —negaba con la cabeza—. ¿En qué
momento decidió él por nosotros? ¿Desde cuándo un extranjero elige cuándo
y hacia dónde se dirige nuestro ejército?
Fez se acomodó acercándose a la mesa para apoyar ambos brazos y
entrecruzar los dedos.
—Desde que es la única opción que tenemos para salir de nuestro encierro
—Fez, a pesar de su poderío físico y su cabeza de chorlito cuando bebía, tenía

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más seso de lo que él mismo reconocía—. Ya estamos rodeados de enemigos,
hermano, no busques contrariar al único que nos ha permitido estar aquí.
—Nos ha permitido —recalcó.
El semblante de Fez se tornó serio de repente.
—Sí, nos ha permitido —insistió—. La otra opción sería quedarnos en
nuestras tierras y esperar a que el mundo decida que ha tenido suficiente de
nosotros. Si queremos sobrevivir, mantener nuestras costumbres hasta cierto
punto y conseguir tierras en las que seguir existiendo, esta es nuestra única
oportunidad para lograrlo —dio un puñetazo sobre las tablas, que temblaron
como si acabara de desatarse un seísmo—. Cuando el imperio se recupere de
esta guerra, sus gentes forjaran una unión como no ha existido nunca. En ese
momento ni siquiera nosotros podremos resistir contra sus fuerzas renovadas.
Al menos no durante demasiado tiempo —aclaró enseñando las palmas de las
manos—. Y tampoco podemos defendernos solos de los otros.
Barlohn se puso en pie. Fue hasta allí para informar a Fez y ya lo había
hecho. Ahora se sentía tan enfadado que comenzaba a plantearse si de veras
quería o no cortarle la yugular al grandullón acomodado frente a él.
—Preferiría morir defendiendo nuestras tierras que convertirme en la
marioneta de otro —escupió las palabras; a Fez no le gustó su tono—, aunque
sea para hacer lo que mejor sabemos.
Y se marchó de allí sintiendo que, por primera vez en su vida, estaba solo.
Que a pesar de contar con el respeto de todos los que le rodeaban ninguno
compartía su visión del futuro. Parecía el único del clan que comprendía el
error que implicaba postrarse ante un gobernante extranjero, de poner a su
servicio al ejército mejor adiestrado de cuantos pudieran reunirse entre los las
tierras de los hombres.
Aunque fuese la única opción que tenían.

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14. LOS CONSEJEROS DE LAEBIUS

La sala de juntas estaba completa a falta de solo un sillón, que esperaba


pacientemente al último invitado. Los distintos miembros del consejo
debatían de forma acalorada las nuevas sin saber bien cómo afrontar la
situación. La puerta se abrió para dar paso a Jagger Nath, que ni siquiera tuvo
tiempo de asearse o descansar antes de ser reclamado por la guardia del
emperador. Se presentó allí con el rostro serio, el pelo lleno de polvo y la
armadura aún encima. Debía llevar días sin lavarse ni dormir más que unas
horas.
Cualquier hombre en sus circunstancias tendría un aspecto lamentable,
pero él parecía incluso más fiero. Un nubarrón oscuro como el fondo de un
pozo se había posado su cabeza impidiendo que pudiera ver la luz de un
nuevo día. Para Jagger, la guerra estaba perdida sin más remedio y el
emperador exigiría su cabeza en esa misma reunión.
Desde el lateral de la larga mesa, el insufrible Eldian Borroll lo miraba de
arriba abajo como si fuese un mendigo que no merecía su compasión. Incluso
a esa distancia, a pesar de su propio olor corporal, percibía el aroma de ese
niño perfumado que poco a poco iba haciéndose con el favor del emperador.
¿Cómo era posible que ninguno más viese lo que ocurría? No fue hasta ese
momento que sintió la tensión de la sala. El emperador presidía la mesa
sentado en su cómodo sillón acolchado, rematado con remaches de oro y un
respaldar que se alzaba un palmo por encima de su cabeza. Vestía su coraza
como si fuese él quien acababa de volver de una batalla. Contuvo el impulso
de asco que le subió por la espina. ¿De verdad seguía Laebius mereciéndose
su lealtad?
—Emperador —saludó en tono neutro.
—Siéntate —ordenó este con una frialdad que cortaba.
Jagger se acercó a su asiento, lo retiró sin cuidado, se descolgó el cinto,
que le impedía sentarse de forma apropiada, y se desplomó sobre el
acolchado. Estaba exhausto, pero sabía que sus problemas no terminarían
todavía.

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—¿Qué ha pasado, Nath?
El tono de su voz le sacaba de sus casillas. No lo soportaba de ninguna
manera.
—Los puncos se han unido a los rebeldes —respondió este mirando al
emperador y no a Eldian, que fue quien formuló la pregunta—. No tuvimos
más opciones que retirarnos. Nos pillaron por sorpresa.
—Teníais más efectivos que el enemigo, más recursos y una posición de
fuerza con la mitad de los Escudos encerrados en Álea —continuó Eldian.
Jagger cerró el puño y lo estrelló con violencia contra la mesa.
—¡Maldito crío insolente! ¿Qué sabes tú de la guerra? ¡Son mis hombres
los que han sido masacrados, no te atrevas a cuestionar mis habilidades o mi
juicio porque te juro que te arrancaré la cabeza con mis propias manos! —los
ojos se le salían de las órbitas, rojos como meteoritos a punto de abrir un
agujero en el suelo.
Eldian frunció el ceño. Parecía tranquilo, como si la ira de Nath no
pudiera alcanzarlo allí, al otro lado de la mesa, como ese perro diminuto que
ladra al mastín únicamente porque los separa una verja.
—¿Tus hombres, dices? ¿Acaso no son esos pendones negros los de tu
casa? —señaló a la ventana, desde la cual podía verse lo que quedaba del
ejército que marchó a sus órdenes—. Habéis perdido a los hombres del
emperador, Jagger de la casa Nath, no a vuestros hombres.
Jagger se puso en pie, agarró la empuñadura de su espada y se dispuso a
desenfundarla. La guardia se acercó a toda prisa dispuesta a proteger a los
miembros del consejo y a su emperador, pero fue el propio Laebius quien
golpeó la mesa esta vez.
—¡Siéntate! —gritó logrando que se creara el silencio en la sala.
Eldian se agarraba a la mesa con ambas manos preparándose para
empujarla y alejar su silla del gigantón enfurecido. Era la primera vez que
sintió que acababa de sobrepasarse con él, y en el fondo de su alma sintió que
aquel hombre acabaría por asesinarlo aunque fuese lo último que hiciera en su
vida.
Jagger miró al emperador. Tenía la mandíbula marcada con fuerza bajo la
piel y su puño se tornó blanco alrededor de la empuñadura. Acabó dejando de
lado su arma para obedecer. La guardia volvió a su posición de espera.
—Señor, no teníamos oportunidades. Los puncos se acercaban a nuestro
flanco, los Escudos arrojaban una lluvia de proyectiles sobre ellos, así que
ordené iniciar el ataque —miraba a Laebius como el esclavo que sabe que ha

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ofendido a su señor—. Cuando la vanguardia tocó los muros de Álea, los
puncos comenzaron a masacrar a los nuestros desde el flanco.
—¿Masacrar? —preguntó Erick Maddison con su característica voz de
pito. Tanto él como su padre, como siempre, tenían una copa de vino entre los
dedos.
Jagger asintió.
—¿Quién es el mejor guerrero que habéis conocido jamás, lord Erick? —
inquirió Jagger.
Este se encogió de hombros y tras pensar su respuesta solo un par de
segundos, dijo:
—Vos, seguramente —cabeceó hacia los lados revelando un debate
interno—. Vos o lord Hasbeik Dosfilos —concluyó.
Nath volvió a asentir asumiendo que esas eran las palabras que esperaba
oír.
—Pues si te imaginas un ejército compuesto únicamente por soldados
como nosotros, te harás una idea de lo que representan los puncos —
respondió antes de devolver la mirada a Laebius. Erick enarcó las cejas y dio
otro sorbo a su copa. Su padre lo imitó—. Y su líder es incluso peor —
concluyó recordando el enorme martillo de guerra cayendo como una
montaña que aplastaba sin piedad sus hombres—. No voy a mentir y decir
que hubiéramos ganado la batalla planteándola de un modo distinto —suspiró,
sabía que ya estaba perdido, así que nada sujetaba su lengua tras sus incisivos
—. Con un ejército así apoyando a los rebeldes, no podemos ganar esta
guerra.
Ya está, lo había dicho. El propio Jagger Nath, al que todos conocían
como el guerrero más temible de todo el imperio, un hombre sin miedo ni
dudas, acababa de confirmar que no podían vencer a los puncos. Al menos no
mientras la mayor parte del imperio permaneciera seccionada del resto.
Necesitaban sus recursos para pagar las nuevas levas, sus hombres para
empuñar las armas y su lealtad para garantizar que podían avanzar sin dejar
un solo soldado atrás. Todo ello era impensable en ese momento, cuando
Lerac controlaba más territorio que el propio emperador y sus soldados
combatían del lado de los puncos. Ganar la guerra era ya un sueño imposible,
y mientras antes despertaran de él, antes podrían enfrentarse a la nueva
realidad.
Eldian no le quitaba el ojo de encima. No le gustaba Jagger Nath. En
absoluto. Pero eso no le impedía reconocer que seguía teniendo una habilidad
para dar muerte incomparable a este lado del río maldito. Si decía que no

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podía derrotarse a un enemigo así, tenía que creerlo. Laebius cavilaba
tamborileando con los dedos sobre la mesa. Jagger no era un tipo en especial
inteligente, pero no estaba allí por su cerebro sino por su fuerza y su sangre
fría. Confiaba en su juicio en ese tema en particular, pero estaba seguro de
que no sospecharía nada de lo que estaban a punto de debatir allí.
—Has hecho bien trayendo de vuelta lo que has podido del ejército,
Jagger, y ni yo ni nadie de esta mesa o de cualquier otro lugar podrá jamás
decir que eres un cobarde sin faltar a la verdad —comenzó diciendo Laebius.
Jagger enarcó una ceja, confuso. Lo último que esperaba era un halago en un
momento como ese—. Pero puede que todavía no hayamos perdido esta
guerra.
Nath se dejó caer sobre el respaldo sin comprender. ¿Estaban todos
sordos? ¿Acaso no acababan de oír sus palabras? El emperador recogió un
rollo de papel que tenía sobre la mesa. Ni siquiera se había fijado en él hasta
ese momento. Lo sostuvo en su diestra, lo levantó para que lo viese con
claridad y se lo arrojó al comandante que acababa de perder a la mitad del
ejército imperial. Este lo recogió sin comprender bien lo que ocurría y
comenzó a desenrollarlo.
—Quiere que pongamos fin a las hostilidades —adelantó Laebius.
Jagger, que aún no había tenido tiempo para abrir el mensaje, bufó.
—¿Qué cabezas colgará de las puertas de la capital cuando se la
entreguemos? —inquirió pensando que, aunque no les quedase más remedio
que capitular, al menos les daba una oportunidad de acabar con todo sin que
lo que quedaba del imperio tuviese que arder.
—Ninguna —intervino esta vez Eldian—. Dice que hay una amenaza
mucho más grande que nosotros llegando desde Mélmelgor, una peor que
puncos, velkra y todos los demás.
Jagger le dedicó una mirada de desdén, pero el rostro del niño perfumado
había perdido todo rastro de hostilidad hacia él.
—Léelo —insistió.
El silencio volvió a la sala, Laethian Spanthinell observaba a los presentes
como siempre, sin intervenir ni molestar, esperando que nadie tuviese que
preguntarle. Estaba demasiado viejo y las inquietudes de la guerra terminaron
por añadirle a su rostro incluso más años de los que tenía. Seguía formando
parte del consejo porque Laebius aún necesitaba de su oro para continuar la
campaña, pero todos los presentes tenían cuidado de conservar para la
intimidad los planes u opiniones que pudieran comprometerlos por culpa del
viejo. Jagger no le tenía ningún respeto, pero a pesar de su reputación de

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traicionero, el general pensaba que Laethian era demasiado viejo y demasiado
cobarde como para cambiar de bando una vez más. Cuando Lerac conquistase
la capital, argumentaría que estuvo obligado a permanecer en la sala del
consejo, pero que no participó en ningún plan concreto y que su casa se
dedicó únicamente a actuar como prestamista del emperador. No era del todo
mentira, pero tampoco cierto.
Y esa mezcla componía las mejores bazas.
—¿Lagartos gigantes? —preguntó Jagger con la cara arrugada como si
acabase de encontrarse una cucaracha en la sopa—. ¿Qué locura es esta? —
los presentes no respondían, seguramente porque hicieron la misma pregunta
poco antes, cuando el emperador les mostró la misiva—. Tiene que tratarse de
alguna estrategia.
—No lo creo —dijo Eldian.
—Yo tampoco —confirmó el emperador—. No tiene sentido que quiera
una tregua ahora que está ganando la guerra. No necesita nada más que
marchar hacia la capital y ponerla bajo asedio.
—Claro que eso supondría unas pérdidas que quizá no esté dispuesto a
asumir —añadió Frink Maddison.
—No, ahora que tiene a los puncos de su lado no podríamos resistir
mucho tiempo —retomó la palabra Eldian, que volvía a juguetear con su
moneda entre los dedos.
—¿Señor? —inquirió Jagger sin saber bien qué añadir. Estaba confuso,
como todos los demás.
Hasta ese momento solo dos de los presentes habían oído los rumores
sobre los jinetes de záiselar: Laebius, cuyos antepasados los enfrentaron por
primera vez, y Eldian Borroll, que desde su más tierna infancia sintió
predilección por los libros que narraban historias increíbles. Se prohibió
durante generaciones hablar sobre la derrota de Táscolo y la maldición de la
Fortaleza Negra, pero el papel tiene mejor memoria que los hombres y los
escasos escritos de ese tiempo permanecían aún acumulando polvo entre las
bibliotecas más selectas del imperio. Entre ellas, la de los Borroll.
—Cabe una posibilidad de que sus palabras sean ciertas —Laebius se
puso en pie—. Si quisiera engañarnos para sacar lo que queda de nuestro
ejército de Úhleur Thum acortaríamos la guerra, pues entre puncos y jinetes
de Hombres Largos podrían aplastar a nuestros hombres sin dificultad —
reconocía su debilidad de forma tan clara que no parecía estar siquiera
hablando de su imperio, como si no le importara perder el trono—. Si lo que
dice es cierto —deambulaba entre los presentes, que se giraban mirándolo

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como si esperaran que los abofeteara en cualquier momento—, habremos
perdido la guerra de cualquier modo —al fin se detuvo.
El emperador no parecía contento, pero sin duda le inquietaban más las
palabras de su rival que a sus fuerzas. Si lo que decía era cierto, los
rinhenduris los masacrarían a todos cuando acabaran con los Escudos Negros
y los demás clanes que se alzaban entre ellos y la ciudad. Puede que Laebius
no fuese un buen gobernante, que los habitantes de los clanes no le
importasen lo más mínimo, pero la capital era diferente. Allí se concentraba la
cúspide de la civilización, los edificios más grandiosos, la cultura más elevada
de todo el mundo conocido. Y no estaba dispuesto a que desapareciera.
—¿Vamos a abandonar nuestras posiciones y unirnos a nuestros enemigos
para combatir una vieja leyenda? —inquirió Jagger con el papel entre la
mano, que alzaba para reafirmar sus palabras.
Envuelto en sus protecciones, el guerrero de la armadura roja no paraba de
plantearse sus dudas respecto al juicio del emperador, que parecía haber
perdido la cabeza tras dos años de guerra.
—Vamos a mandar mensajeros que confirmen la veracidad o no de esa
misiva. Cuando lleguemos al fondo de este asunto, decidiremos cómo actuar
—respondió Laebius.
Jagger volvió a dejarse caer sobre el respaldo. Estaba agotado, pero su
estado de abatimiento no tenía nada que ver con la falta de fuerza física. Se
sentía como un soldado que ha sido derrotado, como ese capitán que se ve
rodeado de enemigos mientras el resto del ejército huye. Estaban perdidos sin
importar lo que hicieran, ¿por qué deberían seguir luchando entonces? La idea
de volver a su hogar llevándose con él a sus hombres volvió a pasar por su
cabeza. Pensaba en traición. ¿En qué momento había caído tan bajo como
para llegar a eso? ¿Y si Laebius no era el único que terminó por desmoronarse
durante la corta guerra? ¿Seguía él mismo siendo el orgullo de la casa Nath en
ese momento o se habría convertido en un cascarón vacío y monumental que
ya no tiene valores ni convicciones?
—Hay más —continuó el emperador atrayendo de nuevo la atención de
los presentes. Los Maddison se sirvieron otra copa de vino para afrontar el
nuevo aluvión de calamidades—. Al este, en los lindes de Térea con el
desierto, acaba de aparecer un ejército monumental.
Eldian detuvo la moneda; los Maddison dejaron de beber; Nath ni siquiera
reaccionó: ¿cómo iba a sorprenderle algo a esas alturas? El viejo Spanthinell
se removió incómodo en su asiento.

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—¿Qué ejército? ¿Acaso se han rebelado también los clanes del norte? —
intervino Erick Maddison para romper el silencio.
—Lo que nos faltaba —musitó Jagger Nath.
El emperador negaba con la cabeza, sus manos apoyadas en la mesa como
si allí debajo se encontrara el imperio que se le escapaba; como si aferrándose
a la madera pudiera mantener sus territorios unidos como la cola y los clavos
mantenían firmes las tablas en las que descansaban sus dedos.
—Nadie conoce sus colores ni sus pendones.
—¿Qué significa eso? —preguntó Eldian, que terminó comprendiendo
pronto que la guerra real no tenía nada que ver con los relatos que
alimentaron su imaginación hasta entonces y que los contratiempos acaban
siendo tan relevantes como el número de efectivos agrupados bajo las
banderas de los distintos contendientes.
—Significa que han aparecido de ninguna parte, que han salido del
desierto —confirmó Laebius—. El mensaje llegó justo antes de comenzar la
reunión, y ya que teníamos bastante que discutir, decidí esperar a que todos
los sillones estuvieran ocupados antes de continuar añadiendo temas a la
mesa.
Los presentes intercambiaron miradas de confusión. ¿Acaso el emperador
pretendía, como había hecho Lerac poco antes, confundirlos con historias de
fantasía? ¿Cómo iba a emerger un ejército entero de las arenas del desierto?
Jagger Nath negaba con la cabeza. Sonrió, pero su sonrisa no era de júbilo
sino la de un hombre que ya no comprende nada, que se da por perdido;
cuando levantó la cabeza, Eldian sonreía mirando a Laebius, pero su gesto era
muy diferente.
—¿Podemos detenerlos? —preguntó Erick.
—¿Son muchos? —dijo casi a la vez su padre Frink.
—Son muchísimos —confirmó el emperador—. Los exploradores dicen
que el campamento debe contar con unos treinta mil hombres.
—¡Treinta mil! —exclamó Frink—. Ni siquiera teniendo todo el imperio
bajo control, reclutando también perros y gatos, podríamos alcanzar
semejante cifra —concluyó pasándose las manos por la cara.
Eldian descargó al fin una carcajada que logró atraer todas las miradas.
—¿Qué te resulta tan divertido, joven Eldian? —las palabras del
emperador caían como losas. Tal vez el muchacho aún no hubiese
comprendido que cuando perdieran la capital, él también perdería la cabeza.
El chico, sin embargo, seguía sonriendo. Entonces se encogió de hombros,
volvió a pasear la moneda entre sus dedos y dijo:

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—Ahí está la solución a todos nuestros problemas.

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15. EL SEÑOR DE TODOS LOS RINHENDURIS

Las últimas luces del día se extinguían tras la frondosidad de Trenulk. Las
aves que habitaban los alrededores acudían allí, a las copas más altas, en
busca de un refugio inaccesible a las criaturas que moraban a ras de suelo. La
hierba apenas se mecía, pues no corría un suspiro de viento. La luna, en
apariencia inmóvil sobre sus cabezas, observaba con indiferencia el destino de
los últimos habitantes de Lorkshire reunidos en una fila frente a los restos de
la empalizada carbonizada. Esperaban su sentencia con las manos atadas a la
espalda. A su alrededor, los conquistadores que parecían salidos de sus peores
pesadillas deambulaban de un lado a otro sin aparente rumbo fijo. Charlaban,
intercambiaban bromas o se tiraban bocarriba sobre la hierba para descansar.
No existía nada parecido a un perímetro defensivo ni había patrullas
controlando que algún enemigo se aproximara a las inmediaciones. ¿Quién
estaría tan loco como para atacar a un ejército así?
Stling era uno de los pocos supervivientes. Su hijo, el bribón que poco
antes se divirtiera emborrachando a los Escudos Negros, luchaba por no
perder el conocimiento arrodillado a su lado. Una brecha por encima de la
ceja conseguía que la sangre le bañara la cara como las lágrimas a sus
compañeros de cautiverio.
Entonces lo vio.
Acercándose a lomos de una bestia inmensa se encontraba el comandante
de aquella fuerza imparable recién llegada a Mélmelgor. Erol sujetaba las
riendas con una mano, la otra le apartaba un mechón de pelo de la frente. El
paso de la criatura era tranquilo como el canto de los pájaros que parecían dar
las buenas noches a quien fuera capaz de escucharlos. El color rojizo de sus
escamas contrastaba con la mayoría de los suyos, de tonos verdosos o pardos.
Pero eso no era lo único que lo diferenciaba de los demás. Su tamaño era
monstruoso, incluso para una bestia como esa. Debía medir al menos el doble
que los demás lagartos y pesar tres veces más. Solo su cuello era tan ancho
como el cuerpo de alguno de sus congéneres. Stling se atrevió a levantar la
vista para observarlo. La existencia de los záiselars no era lo que le

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sorprendía, sino que hubiera jinetes sentados en esas sillas que confirmaba
que las criaturas, salvajes desde su nacimiento o no, podían y de hecho eran
domesticadas.
Su mirada se cruzó con la de Erol. Era el único de entre los prisioneros
que no clavaba sus ojos en la verde hierba que pronto se tornaría roja con su
sangre. El jinete detuvo a su montura y bajó de un salto. La bestia se agachó
para facilitarle la tarea y su amo le agradeció el gesto con un par de palmadas
en el cuello. La piel, dura como el diamante, no impedía que se formasen
pliegues fláccidos como la cintura de esos ricos que nunca salen de palacio.
Stling fue testigo de algunos lances de la batalla, si es que podía llamarse así a
la matanza que se dio entre las casas de Lorkshire. También vio las flechas
rebotando contra esas cotas de malla naturales que parecían capaces de resistir
el impacto de una catapulta sin que el golpe fracturase sus huesos.
Erol se acercó a los prisioneros a paso tranquilo, como quien pasea con su
amada por los jardines de palacio. Llevaba una espada a la espalda tan ancha
como un hombre, en su empuñadura había espacio para cuatro manos. Junto a
él, un muchacho que debía tener su misma edad y que compartía esa frialdad
en la mirada. Llevaba una espada partida por la mitad, pero eso no impedía
que el arma tuviera unas proporciones dantescas.
—¿Me recuerdas? —dijo acercándose.
Stling devolvió la mirada a la hierba. Temblaba como un flan pensando
que había cambiado un destino por otro mucho peor, que su osadía
conseguiría convertir su muerte en un pasaje doloroso y lento al otro mundo.
—No, señor —respondió moviendo la cabeza, la mirada sobre sus pies.
—Mírame.
El tabernero obedeció. Lo miraba a los ojos como el cordero mira al
matarife que se acerca con el cuchillo en la mano. Tenía el aspecto de un
soldado curtido en mil batallas, los ojos del que no teme a la muerte, del que
ha visto innumerables cadáveres, de quien ha presenciado cientos de
calamidades que ya no le producen impresión alguna. Parecía un muchacho
que hubiera vivido diez vidas, uno que se hubiera reencarnado en ese cuerpo
que no guardaba relación con la madurez de sus pensamientos.
Entonces se dio cuenta. Allí, tras esos ojos oscuros cargados de
indiferencia, se escondía un atisbo de lo que un día fuese, un trocito de una
vida pasada en la que sus caminos se cruzaron en más de una ocasión.
—Erol… —susurró sin dar crédito a sus propias palabras.
Era él. ¡Claro que era él! ¿Cómo olvidar el rostro del hijo de uno de sus
más antiguos camaradas? Seguía pareciéndose mucho a ese crío que

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deambulaba entre las mesas de su taberna. Aunque hubiera crecido tanto. Sin
embargo, era su mirada, la energía que transmitía, lo que consiguió ocultar lo
poco que quedaba de ese niño en el adulto que ahora tenía delante.
El chico sonrió, pero su sonrisa solo logró inquietarlo. No era una sonrisa
normal, no como la que recordaba. Stling luchó por no retroceder frente a él.
Sus dientes aparecían tras una mueca de labios finos que se alargaban
demasiado hacia las orejas. Era un gesto antinatural, impropio de una persona.
Al menos de una persona cuerda.
—Sabes quién es Lerac, ¿verdad? —preguntó devolviendo a su cara la
impasividad.
Stling miraba de un lado a otro tratando de averiguar lo que ocurría.
Estaba nervioso, tanto que resoplaba y se mojaba los labios con la punta de la
lengua mientras buscaba las palabras que pudieran sacarlo de allí con vida.
—¿Lerac? ¿Lerac el general?
—El general, eso es.
—No lo conozco personalmente, claro, pero sé de quién me habláis.
Después de todo, parece que pronto se convertirá en el nuevo emperador —
aseguró recordando las noticias sobre sus victorias, que no paraban de llegar
al valle desde que empezara la guerra.
—Suéltalo —ordenó a Zúral, que sacó un puñal con el que cortó las
ligaduras que unían sus manos. Se acercó aún más, Stling se frotaba las
muñecas—. Vas a buscarlo para decirle que he vuelto, ¿me oyes? —el
tabernero asentía—. Le dirás que tenemos que hablar, que hay crímenes por
los que debe responder.
Stling esperaba que añadiera algo más, que le diera alguna indicación o
una montura con la que cumplir su cometido, pero aparentemente Erol había
terminado con él. Le hizo un gesto con la cabeza que le indicaba que partiera,
pero el tabernero miró de reojo a su hijo y sacó las fuerzas suficientes para
cometer la locura de volver a hablar.
—Erol —dijo cuando este se daba la vuelta—, mi hijo no está bien —le
puso una mano sobre la espalda para señalarlo; el chico apenas se enteró de lo
que sucedía—. Ha resultado herido durante el asalto y temo por su vida si no
lo ve pronto a un médico.
El señor de los rinhenduris miró al principio de la fila. Uno de sus
soldados le devolvía la mirada esperando una orden que indicara el comienzo
de su tarea. Atado al cinto, una espada que solo parecía corta por el tamaño de
su portador.

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—Llévatelo —concedió. Zúral pareció reprobar su decisión con una
mirada poco amistosa—. ¿Tienes algo que decir?
Negó con la cabeza una sola vez arrepintiéndose en ese mismo momento.
—No, señor.
—Bien. Libera a su hijo y consígueles un caballo —ordenó volviendo a su
záiselar.
—Gracias, Erol —musitó el tabernero con el rostro lleno de lágrimas,
pues sabía que acababa de salvar la vida de su vástago.
El hijo de Torek se agarró a la silla que portaba su bestia y volvió a su
lomo en un movimiento ágil que parecía llevar practicando toda una vida.
Desde allí arriba, como el rey que recibe una visita acomodado en su trono,
respondió.
—Corre a buscar refugio, Stling, pero no encontrarás salvación para tu
hijo —sus palabras sonaban como la profecía de algún dios—, pues el mundo
de los hombres llega a su fin —y cogiendo las riendas, añadió—. Las guerras
que han marcado el destino del imperio serán insignificantes en comparación
con lo que está por venir.
Miró al soldado que esperaba al principio de la fila y le hizo un gesto con
la mano. El rinhenduris desenfundó y, con una diligencia propia del más
entregado profesional, empezó a degollar a los prisioneros. Stling observó
horrorizado cómo la muerte se acercaba a él y su hijo.
—Ve, Stling, y recuerda con qué cometido has sido liberado.
El tabernero asintió, cogió a su hijo por los hombros y lo retiró de la fila.
Se arrancó un trozo de camisa para fabricarle una venda con la que cubrirle la
frente. Mientras esperaba que Zúral apareciera con los caballos, observó a ese
monstruo a lomos de un lagarto gigante, a ese joven que traería la destrucción
de todo cuanto los hombres hubieran construido nunca. Sus congéneres iban
cayendo a una velocidad constante con la garganta abierta; un reguero de
sangre bañaba la hierba del que hasta poco tiempo atrás fuese el lugar más
hermoso de todo el imperio. Ahora solo había cenizas y muerte.
Pronto todos los pueblos correrían la misma suerte.
Las palabras de Erol no dejaban lugar a dudas. Stling, mientras observaba
a la bestia alejarse de allí mostrando la misma indiferencia de su amo, pensó
que las velkra no eran de ningún modo un enemigo apenas comparable a esa
tribu surgida de… ¿De dónde?
Ya no importaba. Ni las velkra, ni las rencillas de los clanes con el
emperador, ni el imperio ni ningún maldito conflicto que hubiera presenciado
antes. Entre los cadáveres que se apilaban esparcidos por las calles, entre los

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que seguían apilándose tras el paso del decidido ejecutor, no había ni uno solo
de aquellos seres que de ningún modo podían ser humanos.
Un rinhenduris enorme regresó portando las riendas de un corcel, la
cabeza del animal le quedaba a la altura del pecho a pesar de caminar
erguidos. El soldado se lo entregó y Stling, que sabiendo que algún dios
benévolo cuidaba de él ese día, subió a su hijo a lomos del caballo y partió de
allí a galope esperando encontrarse al otro lado del Khor antes de que los
rinhenduris decidieran continuar con su campaña de terror.

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16. LA JOVEN ENCINTA

—¿Estás bien? —era Frenisek, que se acercaba con la preocupación de un


padre en la mirada.
Amaranth lloraba sin consuelo cada vez que visitaba a Torek. Se agarraba
la barriga con ambas manos y la acariciaba con dulzura sintiendo las patadas
de su vástago, que crecía con el ímpetu y la energía de la que carecían los
habitantes de Kálahar. Torek la trataba como si de su propia hija se tratase,
con ese cariño que supera todas las barreras, pues sabía que ella sufría por el
cambio en Erol tanto como él mismo. No importaba que estuviera
embarazada ni quién fuese el padre de la criatura, pues Amaranth nunca
dejaría de amar a Erol a pesar de la distancia; a pesar del tiempo que los
separó la expedición que acabó matando la dulzura del joven.
—¿Cómo voy a estar Bien, Frenisek?
En su voz no había una pizca de reproche, solo la amargura que la
situación le provocaba. No, no podía estar bien de ninguna forma. No después
de presenciar lo que presenció, de ver a Erol, que debía regresar como el
salvador de las velkra, convertido en su verdugo. Ella conocía bien a los
rinhenduris, sus costumbres y leyendas, pero nada pudo prepararla para ese
espectáculo. Había tantos de ellos como la mitad de habitantes debía albergar
toda Kálahar. Y eran solo sus soldados.
El médico apretó los labios. Sabía que su pregunta era absurda, pero solo
pretendía acercarse a su aprendiz para consolarla. Le posó una mano en la
nuca y la atrajo hacia sí para abrazarla. Amaranth, al contrario que su amado,
no creía haber cambiado lo más mínimo. Seguía siendo la misma joven de
pelo azabache sencilla y cariñosa que fue siempre. Era como si el paso del
tiempo no le afectase, como si su cara no se deteriorase ni sufriera el asedio
del tiempo que sí afectaba a los demás, incluido el propio Erol.
—No sé cómo, pero todo saldrá bien —aseguró Frenisek.
Ella se apartó de su pecho. Tenía el rostro desencajado por la pena. Nunca
le pareció tan hermosa como en esos días. El embarazo coloreó sus mejillas

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con un tono precioso; los labios le brillaban y sus ojos contenían ahora una
luz especial a pesar de que las lágrimas los nublaran.
—No, Frenisek —respondió limpiándose las lágrimas—. Parece que aún
no lo has entendido, que sigues albergando la esperanza del que se niega a
aceptar su destino. No importa lo que hagamos —luchaba por no levantar la
voz, por mantenerse serena a pesar de todo. Se dio la vuelta para alejarse de
allí, pero se giró en el último momento para mirarlo antes de continuar—.
Pase lo que pase, yo ya he perdido.
Y reemprendió el camino hacia su hogar mientras se limpiaba el rostro
con el dorso de la mano. Sus ojos no se levantaban de la tierra oscura de la
ciudad, pues sabía que si alcanzaba a ver un solo tejado, su vista acabaría en
el cielo buscando el Puño de Kiral que observó tantas noches desde que Erol
se marchara en busca de los rinhenduris. Fue ella la que lo convenció en su
hora de debilidad, la que insistió en que debía partir en busca de una solución
a la guerra entre sus pueblos. Erol no solo no encontró la solución al
problema, sino que acabó por convertirse en el eje principal del mismo.
Sin importar lo que ocurriese a partir de ese momento, Amaranth siempre
sentiría que ella fue la culpable de todo.

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17. UN TIPO LLAMADO JUKKAH

Transcurrieron dos días desde que Áramer regresara con el puñado de


Escudos supervivientes a la matanza de Lorkshire. Desde entonces, los
invasores no habían reanudado la marcha. Era como si esperasen algo, como
si existiera alguna razón que les impidiera continuar su campaña de
destrucción.
Assio recibió la orden de regresar con sus tropas al paso de Esla, donde se
les encomendó la misión de retener a los rinhenduris. El Khor representaba
una barrera natural difícil de sobrepasar sin puentes ni barcazas, y el
jovencísimo general no esperaba que los rinhenduris pudieran nadar de lado a
lado cargando las pesadas armas y armaduras que mencionó su capitán. Con
un poco de suerte serían capaces de ejecutar el mismo plan que les había
servido a los puncos durante décadas para mantener su territorio a salvo de
incursiones. No importaba que fuesen menos siempre y cuando lograran
cerrar filas e impedir que los rinhenduris cruzaran.
Para ello, Lerac mandó construir una serie de defensas a poco más de
cincuenta metros de la orilla. Una empalizada doble de cinco metros de altura
se erigía de lado a lado; su grosor aumentaba cada hora que pasaba. La
llegada de refugiados no se hizo esperar, pues cualquiera que comerciara con
Lorkshire tardó poco en encontrarse las ruinas, los cadáveres y al ejército de
rinhenduris. Las noticias del asalto corrían de aldea en aldea como las llamas
en un pajar, y el flujo de emigrantes buscando refugio era constante. Debían
darse prisa, pues la empalizada carecería de puertas con la amplitud suficiente
para permitir el paso de carros. Después de escuchar el relato de Áramer y de
varios de sus soldados, Lerac tenía claro que romperían su muro si dejaba un
solo hueco sin fortificar. Las puertas no eran una opción, como tampoco lo
era permitir que los rinhenduris atravesaran sus defensas.
Aún esperaba noticias de Zelca y los puncos, que debían abandonar sus
planes de atacar la capital para unirse a la defensa del vado. Lerac esperaba
que los refugiados hicieran por él un trabajo que quizá quedara fuera de su
alcance: convencer a Laebius de que su misiva no era una estratagema para

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decantar la guerra a su favor de una vez por todas. Si Laebius no enviaba al
resto de sus ejércitos hasta allí, sería el fin de los rebeldes. Puede que así
fuese aunque todos los hombres del imperio empuñaran sus armas y
marchasen a reforzar sus posiciones.
A pesar de todo, los rinhenduris no eran lo que más preocupaba al general.
Su hija seguía desaparecida y nadie era capaz de determinar su paradero.
Lerac encomendó a sus mejores hombres, a los de más confianza, la tarea de
encontrar a la pequeña Elérea y traerla de vuelta a su hogar. Sin embargo, con
cada nuevo día disminuían las esperanzas de verla con vida una vez más.
Liria permanecía encerrada en sus aposentos con el llanto como única
compañía. No quería ver a nadie, ni hablar con nadie, ni comía ni se lavaba.
Era la mujer más dura que hubiera conocido nunca, pero la desaparición de la
niña consiguió romperla hasta el punto de convertir su ser en una silueta de
pedacitos y polvo.
Lerac suspiró pensando en ella. No quería ser egoísta ni distraerse
pensando en Elérea, pues el destino de todos los habitantes del imperio estaba
ahora pendiendo de un hilo. Sin embargo, son los instintos los que nos hacen
humanos, y aunque supiera que tener a su hija con él no cambiaría que los
rinhenduris pudieran acabar con su vida poco después, la idea de haberla
perdido ya conseguía llevarse también sus ganas de continuar la lucha.
—Señor, un tipo que dice llamarse Jukkah afirma tener noticias sobre su
hija.
Las palabras de su guardia consiguieron sacarlo de su ensoñación.
—¿Dónde está?
—En la puerta, señor, esperando su permiso para entrar.
Su guardia seguía estando formada por los mismos hombres que lo
protegieron cuando tomó la ciudad de Estepa. Los bribones, como los
llamaba, habían mejorado hasta cierto punto sus modales, pero seguían siendo
animales salvajes, forajidos a sueldo y bandidos en potencia que no se
parecían en nada a los protectores de otros generales. Ellos no se arrodillaban
ni saludaban como los guardias de academia, y tampoco presentaban un
aspecto impoluto de armaduras brillantes y espadas con nombre propio.
Por eso le gustaban.
—¡Decidle que entre, maldita sea! —rugió.
Lerac se dejó caer en el asiento que hacía las veces de improvisado trono
hasta que capturase Úhleur Thum. No guardaba grandes esperanzas para las
nuevas del tal Jukkah, pues en el escaso tiempo que Elérea llevaba
desaparecida encontraron hasta a tres testigos que afirmaban vehementemente

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conocer el paradero de la niña. Lerac acabó descubriendo que lo único que de
verdad sabían era que querían ganarse unas monedas y el agradecimiento del
general.
El guardia regresó al minuto acompañado de Jukkah. Era un tipo alto, de
al menos un metro noventa. Su cabeza la coronaba una media melena rubia
que se ondulaba sobre su flequillo como las olas del mar, los ojos verdes; la
barba, espesa como un estropajo y perfilada con exquisito cuidado, se
levantaba dos dedos por encima de sus mejillas. La piel morena y las manos
curtidas delataban lo acostumbrado que estaba a pasar tiempo bajo el sol,
probablemente viajando de un lado a otro.
Lerac sintió un escalofrío: Jukkah no era un mercader de poca monta ni
tampoco un tabernero. Mostraba el porte de los soldados y una media sonrisa
que parecía tan característica de su persona como el color de su cabello.
—¿Y bien? —inquirió el general, que acabó incorporándose sobre la silla
sin darse cuenta.
La guardia se interpuso entre el recién llegado y su general en cuanto
consideró que se encontraba lo suficientemente cerca para mantener una
conversación con él. Jukkah se detuvo, su sonrisa seguía brillando en su
rostro como si ese fuese su estado natural.
—Tengo a tu hija —anunció con el tono de la esposa que pide un bollo al
panadero.
Los bribones desenfundaron en el mismo instante en que terminó de
hablar. Jukkah enarcó las cejas, incluso se llevó una mano a la boca, que se
tapó mirándolos uno a uno para fingir sorpresa. Si en vez de frente a Lerac se
encontrase junto a su guardia, no habría desencajado en absoluto entre ellos.
Lerac contuvo el impulso de ordenar su arresto. Se sentía como si Jukkah lo
tuviera agarrado por los huevos, con el frío tacto de sus dedos recordándole
que un apretón le haría anhelar la muerte. El general deseaba que fuesen sus
testículos y no el cuello de su hija lo que sostenía el mercenario.
—¿Qué quieres? —preguntó tras unos segundos en los que barajó sus
opciones.
Jukkah volvió a mirar a la guardia, se puso el dorso de la mano junto a los
labios como si estuviera a punto de revelarle un secreto al oído, se inclinó
hacia él y sin parar de mover los ojos de un lado a otro, respondió.
—Privacidad.
Volvió a erguirse antes de carraspear fingiendo no haber hablado. Se
colocó bien la camisa, apoyó la zurda en la empuñadura de una peculiar
espada curva y miró al general esperando que despidiera a sus hombres. El

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silencio volvió a reinar durante unos segundos. Lerac no dudaba de su propia
capacidad para la lucha, pero era consciente de que el mundo estaba lleno de
soldados mejores que él y algo en su interior, ese instinto que solo se
desarrolla cuando uno ha combatido lo suficiente, le decía que Jukkah podría
acabar con él antes de derramar una sola gota de sudor.
—¿Cómo sé que dices la verdad?
Se encogió de hombros.
—Porque se la diste a mi compañera Ghaasda en esta misma sala, bien
entrada ya la noche, tras llamar a tu nana. Tiene una marca de nacimiento en
la pierna izquierda, babea como un oso cuando duerme —volvió a encogerse
de hombros— aunque supongo que decir eso de un bebé es como afirmar que
tiene brazos y piernas —Lerac sentía el corazón en la garganta—. Lleva una
pulsera de lana finísima con los colores de tu padre —empezó a enumerar con
los dedos, pero no siguió. La cara del general revelaba que empezaba a
confiar en sus argumentos.
—Salid —ordenó—. Tú no, Elabo —miró hacia atrás para confirmar que
seguía allí.
Los guardias abandonaron a su general saliendo por la puerta principal.
En cuanto las dos láminas de bronce volvieron a encajarse, Jukkah avanzó
hacia él. Esta vez sí, Elabo sacó su arma y la levantó contra el recién llegado.
—Tranquilo, valiente —escupió. No quedaba nada del tipo burlón en su
rostro; su media sonrisa sí seguía presente—. Normalmente no hacemos las
cosas así, pero la situación requería medidas drásticas.
—Eres un shámaro —afirmó el general, que confirmó sus sospechas
viendo la facilidad con la que contaba Jukkah para cambiar su personalidad.
—Y tú más avispado de lo que tu cara sugiere.
—Insolente bastardo —respondió Elabo.
—¿Qué le pasa a este? ¿Acaso no ha quedado claro que tengo a tu hija?
—Lerac contuvo la respiración; había olvidado lo que era la impotencia—. Es
muy frágil, ¿verdad? Tiene unos deditos tan diminutos… Son como
brotecillos de hierba, carnosos y tiernos, y como tales solo se necesita un
pellizco para quebrarlos —volvía a mirar a Lerac, que trataba de contener sus
nervios ante la amenaza del rubio.
—Déjate de cháchara, Jukkah, y dime cuánto quieres.
El shámaro asentía con cara de satisfacción. Hablar de dinero mejoraba su
aparente estado de continua felicidad.
—Doscientas monedas de oro —reveló sin vacilar.

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El general no se dio cuenta, pero Elabo, aún con la espada en ristre, abrió
los ojos de par en par. Un recuerdo aparcado en lo más profundo de su
memoria volvió al presente como una maldición, como una deuda que debió
saldarse tiempo atrás.
—¿Doscientas? —Lerac se puso en pie—. ¿Desde cuándo los shámaros se
organizan para secuestrar a hijos de nobles y ricos en busca de un rescate? En
algún momento llegué a sentir respeto por vosotros, casi podría llamarse
admiración —reconoció bajando un escalón hacia Jukkah, que se mantenía
inmóvil—. Vuestra forma de proceder, sin embargo, no tiene ningún sentido
ahora.
—No pedimos un rescate, general, sino un pago por nuestros servicios —
corrigió en tono neutro.
—Yo nunca he contratado los servicios de tu organización. No sé de qué
me hablas.
Lerac decía la verdad, pero se sentía confuso. En su interior albergaba la
esperanza de que todo fuese un malentendido, que los shámaros le
devolvieran a Elérea sana y salva sin necesidad de ofrecer pago alguno.
Doscientas monedas de oro eran una pequeña fortuna. Nada que no pudiera
pagar, por supuesto, especialmente ahora que controlaba la mitad más rica del
antiguo imperio de Laebius. Sin embargo, la situación lograba confundirlo
por completo.
—No, eso es cierto —Lerac empezaba a perder la poca paciencia que le
quedaba—, pero tu padre sí lo hizo.
—Mi padre está muerto.
—Por eso estoy hablando contigo y no con él, con quien espero no
encontrarme hasta dentro de mucho tiempo —espetó.
Sabía que Kraen se sirvió de los shámaros en alguna ocasión, entre ellas la
muerte de Leerón el Implacable, pero jamás tuvo constancia de que se
encontraran en deuda con la organización.
—Tardaré unos días en reunir el dinero, pero ten por seguro que lo tendrás
—Jukkah hizo una reverencia. Los títulos, la sangre o el poder le eran
indiferentes; el dinero, por otro lado, sí conseguía que aflorara su yo más
educado—. Hasta entonces, quiero que me devolváis a mi hija. No hay razón
por la cual debáis retenerla. Todo esto no es más que un malentendido —
retrocedió hasta volver a su trono—. Si mi padre tenía una deuda con
vosotros, la saldaré.
Jukkah volvió a asentir. Parecía más contento de lo habitual, pero no se
desharía tan deprisa de su única baza para conseguir cobrar el dinero

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pendiente.
—La niña está bien, tienes mi palabra.
—La palabra de un shámaro vale poco. Os pagan para mentir y manipular,
así que no me sirve —escupió el general.
—Tampoco tenéis alternativa.
Lerac quería apresarlo, dar la orden para que sus bribones, que esperaban
al otro lado de la puerta, entraran y lo redujeran. Le sacaría los dientes con
pinzas y lo mutilaría lentamente por su osadía, pero cada vez que la idea se le
venía a la cabeza recordaba a su hija. Veía al instante sus deditos quebrados
como mencionó Jukkah, su delicada piel quemada, abierta y desgarrada de
mil formas, y la opción de detener al shámaro se evaporaba al instante. Como
si nunca hubiera pasado por su cabeza.
—Está bien —concedió de mala gana—. En tres días tendréis el dinero —
el asesino asintió. Estaba satisfecho y se dio la vuelta para salir de la
habitación de vuelta a donde fuese que se reunían los suyos—. Sin embargo,
ya que voy a pagar semejante cantidad de dinero por una muerte, me gustaría
saber el nombre de la persona a la que mi padre mandó a la tumba.
Jukkah se detuvo, no tenía motivos para negarle esa información. Después
de todo, él era el único que podía preguntar por los detalles del contrato.
—Se llama Erol y vive al otro lado de Trenulk, aunque no lo hará por
mucho tiempo —y se dio la vuelta para continuar su camino hacia la salida.
—¿Estás de broma?
Por primera vez desde que se encontraran, la sonrisa del asesino
desapareció por completo. No le agradaba que dudasen de su palabra cuando
hablaban de trabajo, pues en ese momento no representaba ningún papel: era
él, el verdadero Jukkah si es que se llamaba así, y si de algo podía presumir
un shámaro era de cumplir sus contratos.
—¿Por qué iba a estarlo?
—Erol —repitió—. El hijo de Torek, que vive más allá de Trenulk.
—Ese y ningún otro.
Lerac abrió los ojos de par en par, después comenzó a reír a carcajadas
ante la incredulidad de sus dos acompañantes.
—Así que vais a matar a Erol por orden de mi padre —levantó un índice
—, por una orden que dio hace… ¿Cuánto? ¿Dos años?
—El escuadrón asignado a este encargo murió tratando de completarlo.
Solo uno de sus miembros sobrevivió —informó como si de uno de sus
capitanes se tratara—. Cuando volvió aseguró haber cumplido con su misión,
pero después supimos que mentía y que el chico seguía respirando.

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—¡Dos años! —rugió el general—. Esto es ridículo. ¿Cómo habéis
esperado dos años para completar el contrato?
—Hemos estado ocupados desde que empezó la guerra —confesó
encogiéndose de hombros—. Ningún escuadrón tuvo tiempo de revisar los
encargos pasados hasta ahora.
—¡Dos años! —volvió a gritar—. Maldito seas, Jukkah, sois vosotros
quienes deberíais pagarme a mí por la demora.
La sonrisa volvió al rostro del shámaro.
—Sabíamos que podrías pensar así, por eso nos ocupamos de tener una
baza con la que asegurar que el contrato se cumple por ambas partes —una
baza, eso era Elérea desde el principio—. Todos los grupos tienen orden de
acabar con el traidor que aseguró cumplir el contrato —informó para
contentar al general, para convencerlo de que todo ese asunto podía arreglarse
aún sin más complicaciones—. Yo mismo estuve a punto de echarle mano
hace poco, pero se escabulló —en su mente, el recuerdo de Esoj perdiéndose
entre las calles de Úhleur Thum—. Mi grupo se dirige a Trenulk en este
mismo instante. Daremos con el tal Erol y acabaremos el contrato.
Y sabiendo que la situación quedaba aclarada y que ambas partes sentían
que alcanzaron el consenso, añadió.
—Los shámaros siempre cumplen sus contratos.
Repitió su mil veces ensayada reverencia y se dispuso a abandonar el
salón. Lerac, con la misma sonrisa del shámaro dibujada en el rostro, lo
detuvo una vez más.
—No será necesario que crucéis Trenulk para encontrarlo —Jukkah le
devolvió la atención una vez más—. Está en Lorkshire.
—Pues allí es a donde nos dirigimos entonces. Gracias por la información,
general, y no temas por la salud de tu hija. Dentro de tres días nosotros
tendremos el oro y tú a tu pequeña —aseguró antes de alcanzar la puerta para
abandonar la sala.
—Buena suerte —susurró el general para sí pensando que Jukkah,
valiente y cumplidor como cualquiera de los suyos, habría pedido una
tonelada de oro como pago por la locura en la estaba a punto de embarcarse.
Elabo enfundó su arma; el sonido de la hoja deslizándose por la vaina
recordó a Lerac que no estaba solo. Se giró para mirar al cabo de su guardia y,
pensando en el día en que regresó para encontrarlo ocupando el sitio de
Kraen, le dijo.
—Tú y yo tenemos que hablar.

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18. UN TRÍO CON UNA MISIÓN

Jukkah abandonó el palacio sintiéndose inquieto. Se cubrió la cabeza con la


capucha y caminó en dirección a las afueras de la capital de la tribu neseka.
Sus calles empedradas eran muy diferentes a las del resto de las ciudades
tribales que, salvando las estatuas y edificios que resaltaban el dominio de
Úhleur Thum, seguían presentando un aspecto muy parecido al de un par de
siglos atrás. En Puerto Piedra, por otra parte, la industria del metal estaba
transformando no solo el aspecto y el ambiente de la ciudad, sino sus propias
costumbres. La revolucionaria lata, creada tan solo cinco años atrás, suponía
un avance brutal a la hora de conservar alimentos. Desde su aparición, las
exportaciones de pescado se dispararon considerablemente y los sencillos
aldeanos veían su nivel de vida aumentar cada año.
Ahora, sin embargo, las nuevas del recién llegado invasor lograron que los
cimientos de todo lo que consiguieron construir se tambaleasen. Jukkah era
un tipo de acción y sabía que los aldeanos, poco acostumbrados a moverse
por el mundo, se dejaban llevar con facilidad por los rumores que con
facilidad se acrecentaban de oído en oído. Los refugiados llegaban como un
goteo regular que pronto se convertiría en un flujo continuo y traían con ellos
historias tan inverosímiles como que las velkra estaban compuestas de
monstruos cornudos que devoraban a los hombres. Él había visto a las velkra
de cerca, a las verdaderas velkra, y descubrir que la legendaria tribu no eran
más que hombres disfrazados le rompió un pedacito de su dura infancia.
Siempre soñó con matar a uno de esos monstruos de leyenda, y cuando al
fin lo consiguió a sus veintidós años, levantar el casco y ver a un tipo sin
dientes, con barba de dos semanas y el rostro sin vida de un soldado caído
más, hizo que su capacidad de creer en relatos fantásticos se desvaneciera
para siempre. Desde ese momento no creía en dioses, ni en leyendas ni en que
su espada curva no pudiera cortar cualquier cuello.
Su cabeza subía y bajaba con brío en cada zancada como si de una
lavandera blanca se tratase. Tenía prisa, pues dejar contratos a medias no
caracterizaba a su organización, que cobraba unas sumas tan elevadas

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precisamente por su intachable reputación. Doscientas monedas de oro
suponían una pequeña fortuna como para no reclamarla en dos años, pero no
podía compararse con lo que perderían si el rumor del engaño de Esoj se
extendía.
Se llevó una mano a la cara mientras pensaba en el joven con el pelo de
color pimentón. El chico le caía bien, apuntaba maneras y parecía hábil de
cuerpo y mente. No podía concebir que después del tiempo que pasó con los
shámaros fuese capaz de comportarse así. Las habilidades que desarrolló en la
sede de los asesinos debían emplearse para terminar los trabajos, no para
manipular a la propia organización. Chasqueó la lengua cuando se despegaba
la barba postiza, que se le aferraba a la piel como un becerro a la ubre de su
madre.
—¿Cómo ha ido? —preguntó una campesina colocándose en su costado.
Jukkah la miró de reojo aunque la reconociera antes de que hablase.
—Tenemos a su hija, ¿cómo crees que ha podido ir?
La mujer asintió. Parecía una anciana, pero a cada paso que daba, su
espalda iba irguiéndose un poco más. Pronto su aspecto débil desapareció por
completo.
—Hyuen espera al otro lado de la muralla con caballos frescos y comida
para cuatro días —se descubrió la cabeza para revelar un pelo rojo formando
tirabuzones anchos hasta la base del mentón.
—El general asegura que el objetivo se encuentra en Lorkshire, no al otro
lado de Trenulk.
La mujer torció la cabeza, contrariada.
—Llegan noticias perturbadoras desde Lorkshire —aseguró recordando a
los refugiados con los que se cruzaron esa misma mañana—. Noticias de
lagartos gigantes y hombres altos como una empalizada que aplastan cabezas
con los dedos y montan a campesinos en los tejados a puntapiés.
Jukkah escupió. Tenía restos de pegamento por la cara que no se veían,
pero que le provocaban una desagradable tirantez en la piel.
—Los habitantes de Mélmelgor son supersticiosos por naturaleza —y
señalándola con un dedo, espetó en tono severo—, debes ser más lista que
eso.
Retomó el camino hacia el vado de Esla, donde los esperaba el tercer
miembro del escuadrón. Ghaasda permanecería en la ciudad con la niña y se
encargaría de cobrar el pago del general. No necesitaba verla para reafirmar
sus órdenes, pues todo quedó pactado y planeado antes de su visita a Lerac.
La reunión transcurrió como tenía previsto, por lo que las órdenes de Ghaasda

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no cambiaban un ápice. Ella era la única en quien confiaba de verdad: una
asesina con más experiencia que la mayoría de capitanes de escuadrón. Si no
dirigía el suyo era únicamente por el vínculo que la unía a Jukkah.
Verfia apenas se unió al grupo tres años antes y todavía le quedaba mucho
que aprender. Era una chica joven y guapa, con las manos duras y el carácter
templado. Fue vendida a un prostíbulo con solo siete años, pero no la
obligaron a ejercer hasta los catorce. Ahora debía rondar los diecinueve o
veinte y aunque todavía no se hubiera manchado las manos de sangre, sus
habilidades en el arte de la seducción la convertían en un activo muy útil a la
hora de obtener información valiosa.
Así eran las cosas: el que era fuerte, usaba su fuerza; el guapo, su belleza;
y quien era inteligente, añadía a la mezcla sus ideas. Jukkah contaba con cada
una de las cualidades mencionadas, pero además estaba bendecido con el don
de la palabra y por sus venas corría la sangre fría que requería tomar
decisiones complicadas. Por eso lideraba su propio escuadrón.
Llegaron hasta el mercado de la costa, que se extendía como un apéndice
entre el puerto y las casas de la ciudad. Desde allí, el rumor del mar llegaba
siempre mezclado con los quehaceres diarios de sus habitantes, que dependían
de la pesca y la industria derivada de esta para salir adelante. Sin embargo,
desde que Kurén desatara su asedio constante contra las costas del imperio,
muchos de sus pesqueros terminaron atracados o en el fondo del mar. La falta
de materia prima detuvo la producción de enlatados y el medio de vida básico
de la tribu neseka se deterioró severamente.
El descontento reinaba entre las calles, que a pesar de todo recibieron con
los brazos abiertos al primogénito del que fuera hijo pródigo de la ciudad
desde la anterior guerra. El tío Filoas se encargó de mantener el orden cuando
los piratas trataron de imponer el caos, y su muerte supuso un mazazo terrible
para el ánimo de los nesekos. Lerac aprendió mucho de él no tanto por su
mano como por la de Kraen, que le contaba las proezas de Filoas las noches
que lo acompañaba a la cama.
De su ejemplo aprendió la importancia de conservar una buena reputación
y lo mucho que el pueblo llano valoraba las historias de arrojo, entrega y
sacrificio. Ahora que el mundo amenazaba con estallar, necesitaría hasta la
última lección aprendida para mantener su posición.
Jukkah se rascaba la cara quitándose el pegamento; su piel lisa como la
carne de un melocotón recibió la luz del sol como una bendición. No le
importaba vestirse de lo que fuese necesario, ni llenarse de mugre ni ponerse
pelucas, pero la barba postiza le asqueaba. Era incómoda, le picaba y le

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dejaba esa molesta sensación de tirantez a la que no terminaba de
acostumbrarse. Él jamás tuvo barba propia no por culpa de los genes
propicios para ello, sino porque se rasuraba religiosamente cada mañana. Para
él suponía un gesto de higiene básica tan importante como limpiarse después
de defecar.
Entre los puestos del mercado, un viejo se desgañitaba mostrando frutos
secos y especias venidas de no sabía dónde. Adoraba ese batiburrillo de olores
densos que lo transportaban a lejanas tierras, pero no paseaba por el mercado
por placer. Verfia lo seguía de cerca caminando con aire despistado. Sabía a
dónde se dirigían, por lo que no necesitaba prestar atención al camino.
Cuando por fin llegaron al puesto indicado, el líder del grupo se dirigió a la
tendera, agarró un par de naranjas y mirándola a los ojos, dijo:
—Las de Mélmelgor tienen mejor color.
La tendera, que acababa de cobrarle a otro cliente, le devolvió la mirada y
asintió. No necesitaba más. La información pasaría esa misma noche a
disposición de sus compañeros, que conocerían el destino de Jukkah durante
las próximas jornadas. No necesitaban dar parte de las actividades de cada
grupo, pero ayudaba que los demás tuviesen una idea de dónde realizaban una
misión sus compañeros. Pronto darían con Esoj, que aún se escabullía como
un conejo entre los túneles de su madriguera. Mientras tanto, él sellaría la
muerte de Erol para cerrar el contrato.
—Vámonos —dijo a Verfia pasándole una naranja. La tendera los ignoró.
Y sabiendo que no le quedaban tareas pendientes en Puerto Piedra, se
dirigió hacia las puertas de la ciudad en busca de Hyuen y sus caballos.

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19. EL MENSAJERO DEL EMPERADOR

El campamento presentaba un aspecto impoluto: el suelo despejado de


vegetación, las tiendas de telas tersas en verde y gris permanecían ordenadas
en cuadrículas con precisión matemática. Aunque el perímetro apenas contaba
con unas defensas básicas, careciendo de torres o foso. La tierra seca de Térea
no les facilitó clavar las estacas que delimitaban el contorno del campamento,
pero tras pasar tanto tiempo caminando sobre las cambiantes arenas del
desierto, los soldados del Érxan habrían aceptado acampar sobre roca pura si
fuese necesario.
La tienda del general era cuatro o cinco veces mayor que la de sus
soldados y se alzaba en el centro del campamento rodeada por una
empalizada propia con una única entrada. Dos soldados custodiaban el paso
mientras otros dos patrullaban los pasillos entre la tela y el muro de madera.
Érxan, refugiado del sol en el interior de la misma, ojeaba los informes que
traían sin descanso sus exploradores. Sus soldados aún se recuperaban de la
travesía por el desierto, pero consiguieron encontrar el agua suficiente para
mantenerse, a duras penas, en aquella llanura. Solo les concedería un día más
para descansar antes de volver a poner en marcha la gigantesca máquina que
conquistó su mundo antes de atravesar las fronteras de lo inimaginable para
encontrar uno nuevo.
La caballería faxoliana realizaba pequeñas incursiones en territorio
enemigo con la misión de recopilar información y elaborar los bocetos de un
mapa que indicara a su general hacia dónde debía dirigirse primero. Sus
órdenes eran las de avanzar hasta encontrar resistencia, y de momento se
toparon con algunos enemigos, pero no con resistencia como tal. Una pequeña
guarnición de doscientos hombres les salió al paso cerca de un poblado que se
alzaba en la ladera de una montaña. No tenían empalizada ni puertas que
indicaran que una entrada era más relevante que otra; tan solo un camino que
se alejaba del desierto en dirección suroeste y alguna vereda que llevaba hasta
los campos de los pastores. Aquella era una tierra pobre carente de la
fertilidad necesaria para levantar una gran civilización, pero allí donde

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aparecía un pozo, sus alrededores se volvían verdes como un oasis en medio
del desierto.
Los locales, acostumbrados a la carencia de agua, aprovechaban con gran
diligencia la que encontraban. Prueba de ello era la red de canales estrechos
que llevaban el agua hasta las tierras de cultivo. Cubiertos con finas láminas
de laja, el preciado líquido se mantenía alejado de la inclemente mirada del
sol. Los canales no representaban ninguna obra de ingeniería memorable,
pues ni su volumen, ni su longitud los convertía en una proeza, pero sí
facilitaban que aquellos infelices pudieran cultivar lo justo para sobrevivir.
A nadie le sorprendía que la caballería faxoliana no encontrara una
guarnición capaz de retarla todavía; esos pueblos no tenían ni siquiera su
propia caballería, pues no existían las reservas de agua suficiente para
sustentarla. Érxan sabía que ellos mismos no tardarían en secar los pozos con
los que mantenía a sus tropas, de los que se extraía el líquido sin pausa
durante todo el día y toda la noche. Tal vez les quedase uno o dos días más,
después se verían obligados a moverse en busca de una fuente de agua más
importante. La comida, por otra parte, no escaseaba, y a medida que
devoraban las ovejas de los ganaderos locales, disminuían la cantidad de
bocas sedientas que suplir.
Los pastores capturados e interrogados aseguraban que los puncos estaban
muy muy lejos de allí, refugiados tras un río enorme que muchos
consideraban maldito. Al Señor del Este no le resultaban extrañas las
leyendas locales, pues el hombre tiende a crear algo más elevado a esta
realidad que lo maltrata y encarcela en una vida que, por regla general, no le
satisface.
Las religiones, leyendas y mitos, brotaban como la hierba en primavera en
todos los pueblos sin excepción, y como tantas otras veces, en su mayoría no
guardaban ni pizca de similitud con la realidad. Sin embargo, muchas de esas
historias fantásticas sí contaban con una base hasta cierto punto real. Eran los
oídos de las personas, que escuchaban lo que la mente quería oír y a su vez
transformaban las palabras recibidas aportándoles su toque particular que, tras
generaciones, convertían a un soldado capaz de enfrentarse a dos hombres a la
vez en un coloso inmortal que tumbó a veinte sin derramar una gota de
sangre.
El general reposaba tumbado entre los cojines de su tienda; la jarra de
agua a medias a poca distancia. Aún tenía los labios secos, pero lo
embriagaba la tranquilidad de saber que dejaron atrás lo peor de su travesía y
que si lograron superar el desierto, doblegar a los puncos y demás gentes de

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esa tierra sería solo cuestión de tiempo. Los locales también informaron de la
situación del imperio, que llevaba más de dos años envuelto en una guerra
civil. Las nuevas llegaron a oídos del Señor del Este como la caricia de una
amante tras un duro día de trabajo. Nada facilitaba más una conquista que
adentrarse en un territorio ya en disputa, dividido y mutilándose a sí mismo.
La cuestión que quedaba por discernir era a qué bando apoyar para
derribar al otro, encontrar cuál de los dos líderes aceptaría con mayor agrado
convertirse en un súbdito suyo. Aún no llevaban en la región el tiempo
suficiente para conocer las versiones de ambos bandos, pero en la llanura de
Térea apostaban por el hombre que los gobernó durante las últimas décadas.
El tal Laebius parecía un tipo capaz, severo pero cauto y hasta cierto punto
justo. Que las gentes de su ciudad natal tuvieran privilegios sobre las demás
no le parecía sorprendente en modo alguno, pues resultaba típico entre todos
los pueblos que conquistara hasta entonces. Lo que sí le sorprendía era el
tamaño de ese nuevo mundo apenas más extenso que un pobre país de cuantos
dejara atrás con su bandera ondeando. Si sus cálculos eran correctos, la
campaña que le quedaba por delante, la última, apenas se alargaría un par de
meses.
Lasbos apareció en la entrada con aire marcial. Su general le lanzó una
mirada inquisitiva, pues entendía que su actitud implicaba la existencia de
noticias interesantes.
—¿Y bien?
—General —saludó poniéndose recto como una vela—, ha llegado un
emisario de parte del emperador Laebius.
Érxan enarcó las cejas. Llevaba un par de días esperando ese momento.
—Que pase —dijo poniéndose en pie para dirigirse hasta su escritorio.
Su mano derecha esperó que tomase la pose del regente que era antes de
traer ante su presencia al mensajero. Érxan tomó asiento, volteó los mapas
para no revelar a su invitado la información que poseía y le indicó a Lasbos
que lo hiciera pasar. Lasbos se ausentó un momento para regresar a la tienda
acompañado por un hombrecillo que llegó escoltado por dos de los guardias
del general. Se trataba un muchacho flaco y demasiado joven para tener el
poder de cerrar acuerdos en nombre del emperador, ¿verdad? El rostro de
Érxan también revelaba su juventud, pero llevaba tantos años guerreando y
doblegando a reyes que se creían superiores a él, que empezó a sentirse como
si ya hubiera vivido cincuenta veranos.
—General, os presento al enviado de Laebius proveniente de la ciudad de
Úhleur Thum —miró al joven para asegurarse de que su pronunciación era

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correcta. Este asintió.
No hablaban el mismo idioma, pero el nombre de la ciudad era el que
mismo en cualquier parte del mundo. Érxan, sabiendo desde el primer
momento que el idioma supondría un problema, se aseguró de traer a varios
intérpretes con él. Su hermano se mostró muy colaborativo en las tareas de
encontrar y entrenar a los hombres indicados para aportar a la expedición tan
valioso activo. Solo sobrevivieron tres, pues los otros dos, de manos y pies
suaves como las de los eruditos, perecieron bajo el calor y la sed que los azotó
cuando cruzaban el desierto.
Uno de los supervivientes, sin embargo, esperaba junto a la escolta.
—Tú —señaló al traductor—, has hablado con él, ¿verdad?
El traductor saludó, se inclinó y rebuscó entre su repertorio la forma más
adecuada de referirse a su emperador.
—Déjate de formalidades y estupideces, ¿me oyes? Traduce todo tal y
como suena, como si no estuvieses aquí y solo hablásemos él y yo —espetó
con desdén.
—Sí, señor —llegó a responder con voz temblorosa.
El mensajero observaba a ese líder que probablemente no lo supiera
todavía, pero tenía un ejército mucho mayor del que podrían reunir los clanes
y el emperador si marchasen bajo la misma bandera. Era joven, mucho más de
lo que esperaba, pero tal vez Laebius rondase la misma edad cuando
consiguió doblegar a los clanes.
—Mi nombre es Érxan, mensajero, aunque en mi tierra se me conoce
como el Señor del Este —no pretendía impresionarlo; las tiendas de su
ejército lo habrían hecho por él—. Preséntate y manifiesta los planes de tu
señor para esta visita —ordenó como si se tratase de su propio líder.
El enviado inclinó la cabeza en señal de respeto, vestía ropas propias de la
nobleza y carecía por completo de porte militar. Le pareció un estudioso, uno
de esos peleles de manos finas que llegan a una posición de poder porque su
padre es señor de alguna parte. Sin embargo, percibía algo en él que llamaba
poderosamente su atención. Su cuerpo tal vez pareciera frágil, pero portaba la
mirada ágil de un depredador, la llama de la astucia ardiendo como una
antorcha tras sus pupilas. Apenas entró en la tienda unos segundos antes, pero
solo precisó de esos segundos para observar desde allí los planos volteados de
la mesa, la textura de las telas, el porte del emperador y la calidad de las
armas de sus soldados.
No se trataba de un pelele más, de un simple erudito que se pasa la vida
entre libros y experimentos. Tal vez no tuviese lo necesario para empuñar una

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espada y ensartar a sus enemigos directamente, pero poseía un ingenio capaz
de empujar a otros para que cumplieran sus objetivos por él. Érxan lo
observaba disimulando la intriga que le transmitía. Hombres como él
heredarían el mundo, pues los demás seguirían demasiado ocupados
matándose entre sí para adelantarse a sus planes. El enviado se mantuvo en
silencio sopesando las palabras del traductor mientras miraba fijamente al
emperador. Su acento marcado le recordaba al de Jagger Nath, pero percibía
los detalles propios de una gran civilización en esos extranjeros que hablaban
su idioma con relativa soltura. Jagger sabría matar a un enemigo de cien
formas diferentes, pero todo lo que oliese a cultura le espantaría como los
linces a una bandada de guineas.
Érxan no necesitaba que hablara para saber lo que quería, pues a primera
vista comprendió que ambos, a su manera, ansiaban lo mismo.
—Mi nombre es Eldian Borroll, Señor del Este —pronunció el título del
emperador en su idioma natal, identificando al instante las palabras adecuadas
en su frase—, y el motivo de mi visita es acercar las posiciones de nuestras
dos naciones hacia una alianza contra los que combaten por el caos y la
barbarie.
El traductor pasó las palabras a su señor y este, mirando a los ojos del
joven Eldian Borroll, supo al instante que pronto se entenderían sin la
necesidad del intérprete.

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20. EL CRUCE DEL RÍO

La empalizada del vado se extendía en una media luna de estacas, púas


sobresaliendo del suelo y cimientos lo suficientemente anchos como para
sostener una muralla de piedra. Eran unas defensas formidables teniendo en
cuenta que solo transcurrieron un par de días desde que comenzaran a
levantarlas. En ocasiones como esa, el adiestramiento de los Escudos Negros
relucía como una espada nueva. Aún quedaba mucho trabajo, pero a juzgar
por el ritmo que mantenían los soldados, el proyecto finalizaría antes de que
llegaran los invasores. Las mujeres portaban cubos de agua y bandejas de
comida de un lado a otro de la construcción, que crecía sin detenerse en
ningún momento del día o de la noche. No podían permitírselo.
Existía un equipo encargado de traer madera para los postes; un centenar
de carpinteros rematando los bastos troncos para pulir impurezas y afilar las
puntas; otro grupo los llevaba hasta la empalizada, donde media sección
cavaba cimientos y pozos rellenos de estacas afianzadas al fondo con arcilla
endurecida. Cuando las ocultaran, si el plan transcurría según lo previsto, las
primeras filas de asaltantes se despedazarían en su interior.
Se asignó a Assio para dirigir las obras, y sus ingenieros apenas lograban
mantener el ritmo de sus continuas exigencias. Así funcionaba la cadena de
mando: cada eslabón trabajaba bajo la presión del que quedaba por encima, y
sin importar lo larga que fuese la escalera, el que ocupaba la cima rara vez se
mostraba contento con el trabajo de alguno de los de abajo. Era la única
manera de que cada uno pusiera el máximo de su esfuerzo. No podían
permitirse fracasar, pues se jugaban ni más ni menos que la supervivencia de
todos los pueblos que integraban el imperio.
Assio no se convirtió en la mano derecha de Lerac porque sí, pues se
empeñaba en probarse extremadamente eficiente en sus misiones. La
distribución de los grupos permitía turnos de nueve horas de trabajo
prácticamente ininterrumpido, de modo que después de terminar la jornada,
sus soldados disfrutaban del resto del día para descansar. Era imprescindible
que las defensas estuvieran listas llegado el momento, pero de poco servirían

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si cuando apareciese el enemigo sus fuerzas combatieran completamente
agotadas. Necesitaba encontrar el balance perfecto entre trabajo y descanso, y
a juzgar por la velocidad a la que crecía el coloso de madera, no resultaba
difícil comprobar que lo había encontrado.
Los Escudos lo respetaban a pesar de no pertenecer directamente a su
organización. Assio tomó el mando de dos secciones completas tras el asedio
de la Fortaleza Negra, cuya batalla nunca llegó a librarse. Todos sabían que
los Escudos representaban el futuro de los clanes, la integración completa y
absoluta, en plena igualdad, con los habitantes de Úhleur Thum. Por eso el
jovencísimo general no podía permitirse una guerra civil dentro de la propia
guerra civil, una que enfrentase a la mitad de los Escudos contra la otra.
La pérdida de efectivos habría supuesto un desgaste devastador, pero el
golpe psicológico para los clanes que implicaba ver a la mitad de sus hijos
matar a la otra mitad, sin duda hubiera supuesto el fin de las aspiraciones de
Lerac. Después de todo, ¿cómo lograría el jovencísimo general unir a todos
los clanes bajo una misma bandera si sus vástagos se mataban entre sí
incapaces de acomodarse a su mando?
En realidad, los Escudos tampoco querían matarse entre sí. No resultaba
complicado adivinar por qué teniendo en cuenta que provenían de los clanes
más fuertes del imperio y que, sin excepción, todos odiaban a Laebius. Por
ello, Lerac no tuvo más que asediar la Fortaleza Negra con sus Escudos para
que las dos secciones que la custodiaban depusieran a su líder, el carismático
y queridísimo Lariel, que llevaba desde el primer día ganándose la reputación
de ser el hijo de puta más grande jamás puesto al frente de una unidad.
Lariel empaló a cuarenta y tres de sus muchachos durante el primer año de
servicio, y a otros cinco en el segundo. Era el mismo oficial con el que Erol se
cruzó el día que llegó por primera vez a la Fortaleza Negra, el tipo bajito
carente de cuello que se movía impulsado por una rabia que parecía incendiar
sus ojos azules sin descanso. Arrojarlo pendiente abajo con las manos atadas a
la espalda y la cara arrastrando por el pavimento no solo les proporcionó una
vista placentera, sino que se convirtió en la imagen de la justicia para los
Escudos de sus secciones. Ese tipo de oficiales representaba lo peor del
imperio, la crueldad para con los clanes; Lerac, por otra parte, se presentó
como el ejemplo de la nueva era. A pesar de que naciera en la capital.
Ninguno de sus compañeros de los Escudos ponía en duda su dedicación
en la lucha contra Laebius y sus injusticias. Ese mismo día, cuando Lariel aún
rodaba cuesta abajo impulsado por los puntapiés de sus muchachos, Assio fue
nombrado nuevo líder de sus secciones. Desde entonces, el capitán solo

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consiguió ganarse el respeto de los muchachos, que veían en él a un tipo
humilde, corriente y cercano que se esforzaba por mejorar sus condiciones,
que pedía sandalias nuevas cuando las suyas se gastaban y buscaba la forma
de conseguir que en la sopa aparecieran siempre un par de albóndigas más.
Pero, sobre todo, confiaban en él porque era el único capaz de hablar con
franqueza a Lerac y llevarle la contraria si lo creía necesario. Claro que
obedecería como buen soldado, pero eso no le impediría hacerle saber a su
superior lo que él mismo o sus muchachos pensaban de la situación actual.
Por incómoda o necesaria que fuese. Y gracias a ello, la lealtad de los
Escudos, que se puso en entredicho desde el primer día de la rebelión, quedó
sellada hasta que la guerra terminase.
Jukkah avanzaba en paralelo a Hyuen; Verfia los seguía de cerca. El
camino desde Puerto Piedra no fue ni tranquilo ni cómodo. El número de
refugiados crecía por horas, y en la capital de la tribu neseka los más
avispados mandaban a sus hijos a pasar una temporada con los parientes que
tuvieran lo más lejos posible del Khor. Se formaron auténticas caravanas de
carros empujados por bestias y hombres, con ruedas de madera que les
llegaban al pecho y se tambaleaban como una barcaza en alta mar. Jukkah no
era de los que se dejan llevar por habladurías, pero le preocupaba el aspecto
que adquiría el camino. ¿Y si algo de lo que oían en los últimos días era
verdad? ¿Encontrarían a Erol en su transcurso hacia Lorkshire?
La idea conseguía turbarlo, pues entre semejante agitación resultaría
complicado localizar al muchacho. Tendrían que preguntar por los caminos en
busca de una pista que los condujera a una persona que acababa de
convertirse en la aguja que cae en el pajar. Al menos cuando el contrato fue
sellado contaban con una dirección concreta, algo al menos intuitivo que les
facilitara localizarlo. ¿Ahora? Su localización exacta se convirtió en un
auténtico misterio.
Escupió al suelo un salivajo espumoso y escaso. Tenía sed, pero el agua
no aliviaría la sensación que le pasaba por la lengua. Las posadas estaban
ocupadas por los refugiados hasta el punto en que no podía dormirse ni
siquiera en los establos. Las noches aún refrescaban, y pernoctar al raso con
tantos padres famélicos queriendo alimentar a sus hijos se convertía en una
tarea poco recomendable. No temían a ninguno de aquellos mequetrefes
andrajosos que se arrastraban empujados por el miedo que le mordía los
talones, pero llevaban demasiado tiempo trabajando en ciudades como para
aceptar de buen grado dormir con el cielo como techo. Empezaba a hacerse
mayor, a acomodarse más de lo recomendable a una vida como la suya, pero

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ya rondaba los cuarenta, y tras llevar desde su niñez sin disfrutar de un año
tranquilo, las inquietudes de su trabajo comenzaban a pasarle factura.
Si no le gustase tanto lo que hacía, habría abandonado a los shámaros
largo tiempo atrás. Después de todo, tuvo tiempo de ahorrar el dinero
suficiente para pagar su salida de la banda. El único problema al respecto era
su habilidad para matar, que como esos genios que se entregan a los brazos de
su talento a pesar de costarle amistades y familiares, lo mantenía
deambulando entre caminos de polvo y familias mugrientas en pos de cumplir
sus contratos.
Volvió a escupir. Hyuen silbó para atraer su atención y le alargó un odre
de tinto. Jukkah lo aceptó de buena gana y dio un largo sorbo. Verfia, como
siempre, tarareaba alguna cancioncilla que recordaba de la última posada en
la que pernoctaron. Era la única a la que le gustaba dormir al raso, pues pasó
tanto tiempo encerrada en el burdel que su idea de libertad era precisamente
esa, la de deambular de un lado a otro sin paredes ni techos ni ventanas que le
cortaran las alas. No solían reclutar a nadie tan tarde porque aunque contase
con la habilidad suficiente para el engaño o la muerte, resultaba difícil
garantizar que llevarían su empeño hasta el punto de pagar con su vida en el
intento.
Sin embargo, la mayoría de aquellos excelentes asesinos solían ser
huérfanos, maltratados, violados o esclavizados que veían en la organización
una forma de salir de esa existencia de miseria. Allí, en aquella granja en
apariencia mundana e irrelevante, los inadaptados encontraban una familia y
un propósito. Y si se desenvolvían bien en su empeño, también una buena
paga.
Un soldado se acercó al grupo levantando la mano. Era un Escudo Negro
con su yelmo encajado y su lanza en la mano.
—¿A dónde os dirigís, si puede saberse?
Jukkah saludó servilmente agachando la cabeza antes de devolver el
pellejo a su compañero.
—Hemos oído truculentas noticias de un mal que proviene del norte —
comenzó diciendo mientras Verfia seguía con su cancioncilla—. Somos
comerciantes de sal —se le acababa de ocurrir, pero Jukkah tenía la capacidad
de elaborar historias cargadas de detalles coherentes sobre la marcha—.
Llevábamos nuestros negocios en Puerto Piedra cuando oímos las noticias,
por lo que decidimos volver en busca de nuestras familias antes de que la
situación empeore.
El soldado asintió, pero el aire distraído de Verfia lo confundía.

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—Ella no parece preocupada —aseguró mirándola de arriba abajo.
—Oh —respondió Hyuen—, ella no nos acompaña hasta el hogar —y
acercándose al Escudo, que giró la cabeza para oír mejor, dijo—, es una puta.
Verfia dejó de tararear, pero ocultó en el último instante su enfado.
—Hemos pasado más de un mes alejados de nuestras mujeres,
¿comprendes? —añadió Jukkah—. Solo nos acompañará un día más, después
nos es irrelevante a dónde se dirija —aseguró encogiéndose de hombros.
El soldado asintió, luego miró hacia la empalizada que se extendía a
ambos lados del camino.
—Sabed que probablemente no podáis volver por aquí cuando sea que
encontréis a los vuestros —advirtió observando el crecimiento de la serpiente
de madera que levantaban sus compañeros—. Id hacia la costa, allí tendréis la
oportunidad de coger un barco y cruzar a este lado llegado el momento.
Jukkah frunció el ceño. La empalizada era más robusta de lo que
esperaba; los soldados se mostraban más inquietos de lo que un simple rumor
merecía.
—¿Acaso creéis que los rumores son ciertos?
El soldado no vaciló.
—No son habladurías —confirmó con la voz cargada de seriedad—. Hay
un ejército enorme de gigantes y de lagartos monstruosos en Lorkshire.
Nuestros exploradores lo han confirmado —entonces volvió a mirar a la
empalizada—. Esto no los detendrá, pero espero que podamos ganar tiempo
suficiente para que los refugiados lleguen a un lugar seguro.
Hyuen miró al líder del grupo; sus convicciones se resquebrajaban como
el cauce de un arroyo seco.
—En ese caso, arrearemos a los caballos y no perderemos tiempo
permitiendo que esta —hizo un gesto con la cabeza para señalar a Verfia—
gane más dinero.
Una risilla emergió del yelmo cuando el shámaro le guiñó un ojo.
—No perdáis tiempo, pues.
Y liberó el camino para que continuasen la marcha. A lo lejos, la tienda de
campaña de Assio atestiguaba una actividad frenética de carpinteros,
ingenieros y cocineros que entraban y salían sin descanso para avisar al líder
de la guarnición sobre la cantidad de materiales de los que carecían sus
almacenes.
Le disgustaba ese tipo. A decir verdad, a Jukkah le disgustaban todos los
soldados y sus generales. Especialmente aquellos como el que acababan de
cruzarse, que fingían preocuparse por los habitantes del imperio; si de veras le

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importaba el destino de los civiles, le disgustaría incluso más. El mundo era
un lugar peligroso en el que no quedaba espacio para los débiles: los fuertes
hacían lo que podían y los débiles sufrían lo que debían. Así fue desde el
principio de los tiempos, y los tipos que defendían a los que no podían valerse
por sí mismos no eran más que una mula cargando con más peso del que su
propio lomo soportaba. Los puncos y los shámaros eran los únicos a los que
verdaderamente respetaba. Volvió a escupir pensando que hubiera dado lo
que sea por reencarnarse en un niño que naciera en tierra de los puncos.
—Si vuelves a llamarme puta, te corto los huevos y te los meto en la boca,
¿me oyes, párpados lacios?
Hyuen sonrió y sus ojos se achinaron todavía más.
—No puedes ni formular una frase sin mencionar falos y cojones —espetó
sin darle la menor relevancia—. Es lo que eres, no te lo tomes tan a pecho.
Verfia apretó los labios en una fina línea que representaba su ira, pero
Jukkah la fulminó con la mirada y la muchacha se templó al instante. Hyuen,
a diferencia de ella, sí sabía manejar el cuchillo con soltura. También la
espada, el arco y la lanza. En algún momento fue un mercenario capaz, pero
decidió que los shámaros ofrecían mayor beneficio y probabilidades de salir
indemne que los combates en que se veía envuelto en su anterior ocupación.
Además, era uno de los pocos que dominaba la sutileza de la tortura.
Cualquiera puede pinchar un ojo o cortar un dedo, pero al contrario que la
mayoría, Hyuen sabía que cortar un dedo por la uña era más doloroso que
hacerlo por la falange, y cuando la intención es provocar dolor el mayor
tiempo posible sin que la víctima se desmaye o se desangre, los tipos como
Hyuen demuestran su valía. Detalles como esos marcaban la diferencia a la
hora de la verdad.
Sus habilidades revelaban pistas con la misma eficacia que una antorcha
encontraba el camino en mitad de la noche. Y como añadido, Jukkah
apreciaba su capacidad para la invención, la manipulación y la agilidad de
mente, que ideaba e improvisaba casi tan bien como la suya propia.
Verfia era un condimento, un extra que facilitaba su tarea. Hyuen, por otro
lado, representaba una herramienta versátil de utilidad mil veces probada.
Ellos se comparaban al filete; Verfia no aportaba más que la guarnición.
Llegaron hasta la empalizada y la atravesaron avanzando en contra del
aluvión de refugiados. Había miles de ellos, todos con sus características
caras largas cubiertas por la mugre del camino. El líder del escuadrón
escudriñaba sus rostros en busca de alguna pista relevante. No tenía ni idea de
cómo encontrar a Erol, pero si era necesario, cruzarían Trenulk para toparse

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con la fuente de información inicial de su contrato. Desde allí trazarían el
rumbo preciso como quien encuentra un hilo y lo sigue hasta el rollo que
contiene el resto. Sin embargo, algo le decía que Lorkshire tendría la
respuesta, que no sería necesario llegar tan lejos para cumplir con su
cometido.
Ni siquiera él adivinaría cuán acertada era su presunción.

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21. UN MÉDICO TALENTOSO

La tienda médica apenas atendía a veinte pacientes al día, pero siempre


aparecía alguno que pretendían pasarse de listo. El galeno, fino como pocos y
curado ya de mil espantos, lidiaba con la situación con empatía cuando era
posible y con la hoja de su puñal cuando era necesario. Llevaba ganándose la
vida como médico desde que su deuda quedó saldada y recuperó su vida para
decidir por sí mismo su propio destino. Su cara inexpresiva, su falta de chispa
y humor, eran junto a su habilidad para la sanación lo que definía por
completo su persona.
La guerra garantizaba que no le faltara trabajo cerca del frente, pero
prefería tratar a pobres desvalidos que a jóvenes amputados. Ese trabajo le
resultaba más propio para un carnicero que para alguien como él, que había
visto sangre suficiente como para terminar sus días alejado de la violencia.
—Tómate una cucharada de esto disuelta en agua cada noche antes de
dormir.
—¿Durante cuánto tiempo?
Ni siquiera tuvo tiempo de terminar su frase cuando lo interrumpió.
Odiaba a cualquiera que no pudiera mantener la boca cerrada más de dos
minutos.
—Hasta que se acabe —respondió con infinita paciencia.
El enfermo le alargó una moneda de cobre y le agradeció sus servicios
para, acto seguido, abandonar la tienda llevándose la mano al flemón que lo
empujó hasta allí. El médico guardó la moneda en un compartimento secreto
de su mesita y levantó la cabeza antes de llamar al próximo paciente. Un
instante después apareció un tipejo demacrado, sucio y delgado con una
verruga del tamaño de un garbanzo en la nariz. Frente a él, un niño que
rondaría los diez años con un vendaje manchado de sangre seca alrededor de
la cabeza. El chico se esforzaba por no caer de bruces contra el suelo.
—¿Qué le ocurre?
Su padre lo sostenía como la hoja de otoño que se mece ante las primeras
brisas heladas. Él tampoco tenía buen aspecto, pero el tratamiento que

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requerían sus heridas quedaban fuera de su terreno. Su rostro reflejaba la
incertidumbre que siempre acompaña las guerras, con esa preocupación por el
futuro inmediato que se desvanece como la esperanza de envejecer con cierta
tranquilidad en el negocio que se ha ocupado durante las últimas décadas.
Stling sabía que lo peor todavía estaba por llegar y que, con un poco de
suerte, al menos le quedaría un hijo que salvar de la debacle que se les venía
encima.
—Lo encontré tirado en el suelo con la cabeza abierta después de que
atacaran Lorkshire. Alguien debe haberlo golpeado.
El chico, cuya lengua se mostró siempre tan afilada como el puñal del
mejor asesino, no abría la boca. No lo hizo desde que su padre lo encontrara
inconsciente tras la barra. Su única suerte fue que contó con el tiempo
necesario para vaciar la caja y que al menos contaba con un puñado de
monedas que le permitieron llegar hasta allí. Aún debía buscar al general y
transmitirle el mensaje de Erol, pues esa era la razón por la que tanto él como
su pequeño fueron perdonados. Además, si el sentido del deber no lo
motivaba lo suficiente, sí lo era saber que toda la información que pudiera
transmitir a los soldados sobre ese ejército de monstruos aportaría cierta
ventaja en la lucha que sin duda se avecinaba para detenerlos.
El médico levantó una mano para pedirle que se acercara, el chico se
tambaleó hasta él sin levantar la mirada del suelo. Omer le quitó la venda,
sucia y tiesa como el papel que se ha mojado y vuelve a secarse, y examinó la
herida con cuidado. Apretó los labios cuando comprobó que había pus. Le
pareció un milagro que el muchacho se mantuviese en pie. La mayoría se
habría desmayado un par de días antes.
—¿Puedes curarlo?
Omer disimuló su enfado: le resultaba imposible soportar la impaciencia.
—Sí, pero después de que le limpie la herida debes dejarlo descansar.
Nada de deambular por las calles o mi trabajo no servirá de nada —anunció
devolviendo la atención al padre—. Si no tienes dónde alojarte, cruzando la
esquina hay un hostal en el que te darán cama. Hay una enfermera asociada
mía que pasa por allí todos los días para ver a los pacientes.
—¿Cuánto me costará? —preguntó calculando por enésima vez el peso de
la bolsa con sus últimos ahorros.
—Menos que perder a tu hijo.
Stling se pasó la lengua por los labios antes de hablar. Estaba de acuerdo
con el galeno, pero eso no significaba que pudiera afrontar el pago.

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—Esto es lo que tengo —aseguró alargando la bolsa. Omer la agarró y
bufó antes siquiera de mirar su interior.
—Esto basta para pagar la cura y tal vez una noche de hostal —agitó la
bolsa, pensativo— si soy generoso. Después tendrás que acostarlo en una
acera, y sin los cuidados necesarios morirá igualmente —le lanzó la bolsa de
nuevo—. Ahórrate las monedas, tal vez yendo solo puedas llegar a la capital.
—Por favor, te suplico que te apiades de él y lo cures al menos. Ya
encontraré la forma de conseguirle alojamiento. Te pagaría más si pudiera,
pero no tengo más dinero —Stling se puso de rodillas como tantos borrachos
arruinados se postraron antes frente a él mismo mendigando otra jarra de
cerveza.
—Tú no tienes dinero y pronto yo tampoco lo tendré si empiezo a trabajar
gratis.
—¡Míralo, por el amor de los dioses, es solo un niño! ¡Es mi hijo!
El galeno se recostó en la silla mientras el chico, en silencio frente a él, se
mecía manteniendo apenas el equilibrio.
—Para ti es un hijo, pero para mí no es más que otro niño —comenzó
respondiendo mientras la cara de Stling se tornaba blanca—. ¿Tienes una idea
de cuántos críos mueren cada día en estas calles? —se puso en pie para
acompañarlo hasta la puerta—. Y eso que la guerra ni siquiera ha llegado
todavía hasta aquí.
—Espera, por favor.
—Adiós, amigo —insistió indicándole con un gesto de la cabeza que
salieran.
Stling, en un alarde de valentía solo posible en alguien que ya no tiene
más que perder, cerró los puños y se quedó en plantado en el mismo sitio.
—¡No! —gritó. Omer se llevó la mano al puñal que siempre escondía bajo
el cinturón a la espalda—. No he logrado traerlo hasta aquí desde Lorkshire
solo para dejarlo morir en esta mierda de pueblo; no lo he sacado de la fila de
condenados para nada, ¿me oyes? Tengo un mensaje que entregarle al general
Lerac de parte de Erol y por todos los dioses que no lo haré dejando atrás a mi
hijo.
Omer mantenía el mismo rostro impasible, pero escuchar aquellos
nombres consiguió que recordara tiempos pasados.
—¿Vas a hablar con Lerac?
La expresión de Stling, por otra parte, varió como si acabara de recibir un
guantazo. No recordaba haberse enfadado tanto desde su juventud, pero el
galeno no parecía intimidado por ello. Era como si no hubiese hablado en

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absoluto de cuánto le importaba la vida de su vástago, como si acabara de
mencionar únicamente a Lerac.
—Sí —respondió en apariencia tan aturdido como el niño.
—¿Y ese Erol es…? —movió la mano como si enrollase algo con ella
para invitarlo a continuar.
—Es el líder de los invasores —Omer, esta vez sí, enarcó una ceja—. Lo
conocí cuando era más pequeño que mi hijo —lo señaló—. Su padre era
amigo mío y frecuentaba mi taberna de vez en cuando. Pero ya no queda ni
rastro de ese niño en el monstruo en que se ha convertido —negaba con la
cabeza mostrando verdadera aflicción. Su aldea fue destruida junto con su
hogar y su taberna; sus seres queridos, masacrados. Pero logró capturar la
atención de Omer otra vez—. Debo ver a Lerac para transmitirle su mensaje
—repitió.
—¿Qué mensaje?
Stling achinó los ojos y torció la cabeza como si sopesara una idea.
—¿Acaso conoces al muchacho?
Omer se apartó la mano del puñal. Sabía que no lo necesitaría ahora que
acababa de descubrir el verdadero carácter de aquel refugiado: no era un
combatiente, solo un padre asustado y desesperado que no quería enterrar el
último resquicio que le quedaba de su vida anterior a la guerra.
—Conozco a los dos —se limitó a decir.
Pasaron años desde que tuviera noticias de Erol por última vez, pero algo
en su interior siempre le dijo que estaría bien, que algún día regresaría. Es
cierto que compartieron apenas unos días en su camino hacia la Fortaleza
Negra aquella mañana en que los dos polluelos, él y Lerac, fueron separados
de su protector para convertirse en dos hombres de verdad. Erol ya mostraba
un espíritu fuerte y decidido, más que Lerac, pero por aquel entonces no
existía maldad alguna en su interior. Quería combatir, estaba dispuesto a
matar, sí, pero para proteger a los suyos; para acabar con los malvados. ¿Qué
habría ocurrido con él para que ese tipejo se refiriese al chico como un
monstruo? ¿Era de veras él quien lideraba el ejército de gigantes que invadía
su mundo?
—No sé cómo es el general, pero si conociste a Erol hace años, dudo que
guarde siquiera una mínima similitud con tu recuerdo.
—¿Cuál es el mensaje para Lerac? —inquirió con voz grave.
Stling vaciló un segundo. En realidad, las palabras de Erol no revelaban
ningún secreto inconfesable y, pensando en la salud de su hijo, respondió.

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—Te lo diré si prometes que tratarás a mi hijo y que le garantizarás una
cama hasta que se recupere por completo.
—Hecho —respondió Omer apenas Stling terminó de hablar.
El tabernero suspiró aliviado, pero su mirada se volvió sombría en cuanto
hizo memoria para traer de vuelta a su cabeza las palabras de Erol.
—Me pidió que le dijera que viene a por él, que hay crímenes por los que
debe responder.
Omer se llevó una mano al mentón mientras buscaba la causa de sus
palabras. ¿De qué crímenes hablaba? Stling se adelantó.
—Mira, no me importa a qué se refiera, no quiero que me preguntes más
porque ya te he dicho todo lo que sé. Ahora, por favor, atiende a mi hijo.
El médico había olvidado por completo a su paciente. En su mente, lo
único que tomaba forma era la imagen del frágil y noble Erol tirado en el
suelo con la brecha en el pecho que casi le cuesta la vida de camino a la
Fortaleza Negra. Él lo salvó aquella noche, ambos lo recordarían siempre. De
repente, una idea descabellada atravesó su pensamiento.
—Tili lo tratará —espetó saliendo por la puerta. Stling lo siguió.
—¡Has dicho que te encargarías de él! ¿A dónde demonios vas?
Pero el galeno no se detenía y el tabernero comenzaba a plantearse hasta
qué punto era un cobarde y en qué momento eso quedaba relegado a su deber
como padre.
Cuando llegaron a la calle, una adolescente que se fumaba un puro tan
largo como una daga les lanzó una mirada inquisitiva.
—Tili, tienes trabajo.
La chica apagó el puro, exhaló el aire espeso paladeando hasta la última
voluta y entró en la tienda. No necesitaba más indicaciones. Stling, a medio
camino entre ambos, dirigía miradas nerviosas a uno y otro sin saber bien a
quién seguir.
—¿A dónde vas? —insistió el padre.
Pero Omer no respondió. Alcanzó un caballo y saltó a su grupa sin
demora: le esperaba un largo viaje por delante que culminaría con la visita a
un viejo conocido.

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22. LA CANASTA DE ASSIO

Transcurrieron tres días desde que Lerac conociera a Jukkah. En ese tiempo
comprendió la importancia de garantizar la seguridad de su familia, de que la
pequeña Elérea tuviese la oportunidad de crecer sana en un mundo cálido y
tranquilo en el que no necesitara preocuparse por shámaros, rinhenduris ni
guerras. Hasta ese momento, la idea de apartar a Laebius del trono en pos de
la construcción de un nuevo imperio más igualitario y justo no representaba
sino el deseo de Kraen. No el suyo propio. No fue hasta que su mundo se
derrumbó por la amenaza de perder a su primera hija que sintió la necesidad
de elaborar sus propias metas, alejadas o no de las enseñanzas de Kraen que,
después de todo, ya no existía.
Las noches se llenaron del silencio que dejaban los llantos ausentes de la
cría; los días transcurrían pesados y lentos ante la ira de Liria alternada con un
profundo pesar que la mostraba rota, triste hasta un punto en que la tristeza la
atenazaba físicamente. Ni siquiera ella pudo concebir que perder a su hija
pudiera sumirla en un estado de ánimo tan grave.
Pero pronto terminaría.
El dinero se reunió con gran diligencia y a Lerac solo le quedaba esperar
que la mujer que le arrebató a su hija de sus propias manos se comunicara con
ellos. Se sentía un adolescente poco precavido; uno de esos enemigos a los
que logró derrotar en una emboscada. A él también lo pillaron por sorpresa
para quitarle lo que más quería, pero gracias a esa tragedia aprendió una
valiosa lección que recordaría por el resto de sus días.
Las horas de silencio, interminables como las del reo al que su carcelero
tortura, le otorgaron el tiempo suficiente para plantearse su estrategia, para
enviar mensajeros a todos los rincones del imperio informando de la llegada
de esa plaga que devoraría ciudades y campos por igual; de esos demonios a
lomos de lagartos que, según contaban los refugiados y los propios Escudos
que consiguieron escapar de Lorkshire, parecían imparables. No quería
separarse de su mujer en un momento como ese, pero no le quedaba otra

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alternativa. La misma ausencia del bebé le recordaba cuán importante era para
su supervivencia que lograra detener a las hordas de invasores.
Acababa de llegar a la empalizada solo unos minutos antes. Assio ni
siquiera sabía aún que ya caminaba hacia él. El capitán, que terminó
probándose no solo un oficial capaz, sino también un amigo valioso, sagaz y
honesto, dirigía a sus hombres como un ambicioso capataz. Como si aquella
fuese la obra en la que acabó invirtiendo los ahorros y esperanzas de toda su
vida y su éxito dependiera de su pericia para completarla. Lerac asintió ante la
comparación, pues no iba nada desencaminada.
Las defensas no consistían en una empalizada de madera como tal: su
construcción se modificó para darle una consistencia con la que Lerac no
contaba. Assio, como siempre, acabó superando sus expectativas. Aquella
media luna de troncos que levantaban sus Escudos formaba de hecho un muro
de madera. Los troncos, en vez de sostenerse clavados en el suelo con una
afilada punta señalando a las nubes, permanecían tumbados unos encima de
otros intercalados por postes verticales que los sostenían en su sitio ayudados
por cuerdas que reforzaban su encajonamiento. Assio consiguió crear un
auténtico muro de madera cuya apariencia se asemejaba al lateral de un
gigantesco cesto de mimbre. Aunque sus cantos y las uniones entre troncos
fuesen mucho más angulosos.
Áramer permaneció en Puerto Piedra con la misión de garantizar la
seguridad de Liria y de realizar el pago por el cual se le devolvería a su hija.
Los Escudos supervivientes de la carnicería de Lorkshire se mantendrían en
retaguardia para asegurar que la incesante marabunta de refugiados
continuase su marcha hacia el interior del imperio, alejándose dentro de lo
posible de los rinhenduris. Era imposible que Laebius no hubiera escuchado
ya los rumores de los miles de refugiados que caminaban hacia la capital en
busca de refugio. Los ciudadanos de Úhleur Thum, como el emperador, no
tendrían a bien abrir las puertas sin más a aquellas gentes que consideraban
inferiores.
Lerac contaba con ello. En los próximos días, los aldeanos desesperados
que se agolpaban frente a sus murallas sabrían que su única opción de poner a
sus familias a salvo era la de conseguir atravesar las puertas de la ciudad. Si
llegado el momento conseguían jugar sus cartas con astucia, los refugiados se
convertirían en un arma arrojadiza capaz de poner en jaque a las tropas
imperiales.
—Has variado el diseño —dijo Lerac a modo de saludo a un Assio que se
acercaba a paso veloz.

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Las ojeras le caracterizaban el rostro, pero sus ojos aún emanaban el
fulgor de la emoción. Parecía contento, radiante a decir verdad. Esa actitud
era lo que los soldados necesitaban para mantenerse en su puesto, pues les
ayudaba a comprender que aún quedaba esperanza, que la invasión de los
rinhenduris no suponía un problema diferente a los que existían cuando se
alistaron. Puede que Assio no se sintiera tan tranquilo como aparentaba, pero
seguía aparentándolo. Con eso bastaba.
—¿Os gusta, señor? Desde fuera parece la canasta de una frutera —Lerac
sonrió; echaba de menos hablar con el capitán—, pero es robusto como la
piedra.
Al fin se acercaron lo suficiente como para estrecharse las manos tras el
saludo militar.
—Tiene mejor aspecto de lo que esperaba. ¿Habéis terminado ya? —el
general levantó la vista y usó su mano derecha como visera. El sol de
primavera le calentaba la piel.
—Aún quedan algunos detalles que rematar en el interior —señaló hacia
una torre a medio construir. Había tantas de ellas que parecían formar el
propio muro—, pero está casi listo.
—¿Cómo habéis conseguido levantar esto en tan poco tiempo?
Assio suspiró enarcando las cejas.
—No ha sido fácil, pero muchos de los refugiados decidieron quedarse
para ayudar. La mayoría de mujeres y niños continúan su marcha hacia el
interior —puso los brazos en jarras, ahora sí parecía cansado de veras—, pero
muchos siguen trabajando aquí. Algunos incluso traen sus propias
herramientas y a menudo nos ha faltado más madera que manos para
colocarla.
Lerac le dio una palmada en el hombro. Si tuviese a tres como Assio,
habría ganado la guerra un año después de empezarla.
—¿Qué hay de su hija, general?
Por un momento, el silencio se apoderó de la reunión. La brisa mecía la
hierba, el ruido de hachas y martillos en la distancia golpeando
incesantemente los troncos colocados como un muro de arena que debía parar
un sunami; las voces de los capataces; su propio suspiro.
—He dejado a Áramer a cargo del pago. Deberían devolvérmela hoy.
Assio asentía convencido.
—Lo harán, general. No tienen motivos para retenerla y Áramer es un tipo
capaz, formal y decidido. Creo que lo peor ya ha pasado —aseguró
consolándolo como un amigo de toda la vida.

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Lerac quería creerlo, pero como todo lo que ocurría durante una batalla,
su mente alerta le decía que en cualquier momento, sin importar lo cercana
que pareciera la victoria, podía darse un giro de acontecimientos que acabara
con sus expectativas por tierra. No podía permitirlo, pero tampoco le serviría
de mucho recuperar a Elérea si los rinhenduris llegaban hasta el corazón del
imperio sin dejar un alma con vida por el camino. Centró su atención en la
empalizada y confió en que valiese para retener a los rinhenduris al menos un
par de días hasta que Zelca y los puncos consiguieran traer a sus fuerzas hasta
el vado y que los refugiados convencieran a Laebius.
Lo que aún desconocía era la existencia de otro ejército mucho mayor que
el suyo avanzando en ese momento hacia Úhleur Thum.
—Vamos, enséñame tu canasto de cerca y cuéntame qué dicen los
informes sobre nuestro enemigo.
El capitán le hizo un gesto con la cabeza para pedir que lo siguieran y se
puso en camino hacia el muro. Lerac lo acompañaba desde el costado
mientras sus bribones, como una pandilla de malhechores, vigilaban que
nadie pusiera sus vidas en peligro. A medida que se acercaban a la
fortificación, Lerac comprendió que a pesar de su formidable aspecto y su
innegable capacidad para repeler la incursión de cualquier tribu, aquel
amasijo de troncos y torres no sería suficiente para detener a un enemigo
como el que se acercaba.
Las dudas lo asaltaron como pronto lo harían los propios rinhenduris.
¿Habría errado en su estrategia? ¿Debería avanzar sin demora en busca de
Laebius para conquistar la capital en lugar de intentar ganar tiempo en el
vado?
De cualquier forma, un ejército como que encabezaba Erol daría caza a
los refugiados, que avanzaban con carretas cargadas de comida, pertenencias
de todo tipo y ancianos; quizá los rinhenduris ni siquiera necesitaran
descansar en todo el día. Assio hablaba dándole todo tipo de detalles: rango
de los arqueros desde las torres, número de pozos con estacas ocultos entre el
vado y la empalizada, cantidad de soldados capaces de defender la pasarela,
munición disponible, artillería, víveres, agua… Lerac oía, pero no escuchaba.
No lo necesitaba. Sabía que Assio habría dispuesto lo necesario para que la
defensa fuese, dentro de las posibilidades, lo más sólida posible. Lo que de
veras le preocupaba era tomar la decisión correcta: defender el vado o partir
en busca del resto de sus Escudos y de los puncos antes de que los masacraran
por separado.

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Todo dependería de los informes que trajeran sus espías repartidos por las
Tierras Salvajes y Mélmelgor. Necesitaba saber qué comían los rinhenduris, a
qué velocidad corrían sus lagartos, si erigían defensas en su campamento
cuando paraban para dormir… Una idea cruzó su mente; el corazón le dio un
vuelco. ¿Y si los rinhenduris nadaban? ¿Y si ellos no temían a las aguas del
Khor como las gentes del imperio? Después de todo, a nadie se le ocurriría
adentrarse en la espesura de Trenulk, pero los rinhenduris aparecieron
precisamente desde allí.
Lerac pasó la vista de punta a punta del muro; el río bajaba manso como
un tigre domado. Contenía la fiereza suficiente para ahogar a cualquiera en
ciertos tramos, pero allí discurría con una parsimonia que no impedía su
navegación o nado. Era un completo imbécil y acababa de darse cuenta. El
Khor solo actuaría como barrera natural si los rinhenduris no se mostraban
dispuestos a nadar, si sus aguas también suponían para ellos un peligro tan
importante como para no adentrarse en ellas. Assio se percató de su
inseguridad, pero no dijo nada. Puede que lo conociera lo suficiente como
para saber que algo no iba bien, pero nadie más debía enterarse de lo que
sucedía.
En la mente del general, repitiéndose con la cadencia que marcaban
martillos y hachas, sonaba la misma pregunta. ¿Y si cruzan nadando?
—Y ahí está la tienda de mando —añadió Assio, que dirigía la visita
como si de un guía profesional se tratase.
Lerac volvió a la realidad con sus palabras. Salió de ese enmarañado
mundo de inquietudes que se cernían sobre su conciencia tan numerosas como
las amapolas en un campo de trigo.
—Llévame allí, Assio. Necesito ponerme al día sobre el enemigo.
Su capitán aligeró el paso para llegar antes a la entrada, custodiada por
cuatro Escudos, que abrió dejando vía libre a su superior. El hijo de Kraen
entró a la tienda para encontrarla más desordenada de lo recomendable. Sobre
la mesa descansaba un plato de comida vacío y dos jarras sucias; una camisa
en el suelo y huellas de barro por aquí y por allá. Cuando miró a Assio en
busca de una explicación, este se encogió de hombros.
—No podía permitirme prescindir de nadie. Ni siquiera para mantener la
tienda limpia.
Lerac negó con la cabeza. Adoraba esa diligencia, esa capacidad para
poner el máximo esfuerzo en todo lo que se proponía. Llevaba toda la vida
tratando de conseguir lo mismo, pero en momentos como ese le resultaba
imposible no plantearse si su capitán lo superaba. Assio dejó que la tela

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cerrara la entrada, se quitó el peto con la ayuda de uno de sus soldados que
después mandó de vuelta a la calle y avanzó hasta su escritorio, frente al cual
tomó asiento el general.
—Señor, los informes no son alentadores.
—Dime algo que no sepa —espetó con desánimo Lerac.
—Muy bien —se preparó para cumplir sus órdenes una vez más—. Hace
una hora llegó un tipo que dice conocerlo bien. Asegura tener un mensaje que
le interesa escuchar.
—¿Quién es?
—No ha revelado su nombre, pero antes de salir a recibirle ordené a mis
hombres que lo trajeran en cuanto regresáramos aquí —informó—. Ya debe
estar al llegar.
No era de extrañar que alguien afirmara conocerlo, pues su nombre
sonaba en todos los rincones del imperio desde que se hiciera con el control
de Estepa al principio de la campaña. Tampoco le sorprendía que tantos
aldeanos y soldados quisieran darle un mensaje esperando algún tipo de
recompensa que les ayudara a alimentar a sus familias en los meses venideros.
Todo el mundo pretendía ganarse el favor de los poderosos. Desde siempre.
Los soldados de Assio trajeron al misterioso mensajero, que cruzó una
mirada con el general en cuanto lo tuvo delante. No lo saludó ni mostró
ningún respeto. Su rostro serio era su seña de identidad; la falta de buen
humor, su característica principal únicamente comparable a su habilidad para
la medicina.
—Omer… ¿Cuánto hace que no nos vemos?
El general le indicó con una mano que se acercara a la vez que señalaba a
sus hombres que permanecieran en el exterior. Se fiaba de él, no era necesario
que lo protegieran.
—La última vez vestías de negro, no tenías hijos ni mujer y te movías con
aire asustadizo cerca de las faldas de tu padre —Assio, sorprendido por lo que
oía, miró a su superior esperando algún tipo de reprimenda. Este rio.
—Sí, diría que ha pasado mucho desde entonces —se puso en pie para
acercarse a él y estrecharle una mano.
Omer correspondió su gesto, pero en su rostro, a diferencia del general, no
se reflejaba ni pizca de alegría o excitación. Estaba allí porque consideraba
que debía estarlo. Ni más, ni menos.
—Zelca me dijo en una ocasión que si alguna vez te veía haría lo posible
por meterte en problemas de los que después pudiera rescatarte. Así tendrías

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que volver a su lado —confesó el general recordando una de sus noches de
vino y charla con el hombre que ahora comandaba parte de sus fuerzas.
—Si eso ocurriese, me lanzaría contra el primer cuchillo que sostuvieran
apuntando a mi corazón.
Assio rio sin conocer la historia que unía a los dos, pero se imaginaba por
qué el recién llegado respondía de ese modo. Y como él, Assio también
encontraba a Zelca poco menos que insoportable.
—Dime, compañero, ¿por qué has venido a verme? —preguntó Lerac sin
borrar la sonrisa de su rostro.
—Porque tengo un mensaje de Erol para ti.
Ahora sí, los presentes cambiaron su gesto para asemejarlo sin darse
cuenta al de Omer.
—¿Lo has visto?
—Atendí al hijo de un refugiado que lo hizo. Aseguraba que solo le
perdonaron la vida para que pudiera reunirse contigo y decirte lo que yo he
venido a decirte.
—Habla.
Omer, honrando su personalidad fría, no dejó que las dudas revolotearan
la tienda para plantear posibilidades halagüeñas.
—Ha venido a por ti, Lerac —confesó con solemnidad—. Ha cruzado
Trenulk después de atravesar no sé cuántos infiernos y puede que masacrar a
las velkra en el camino solo para encontrarte a ti.
Assio, que siempre aportaba algún comentario jovial que rebajaba la
tensión en momentos así, sintió que la sangre se le congelaba en las venas.
—¿Por qué?
—Dice que tienes que pagar por algún crimen, por alguna muerte que
recae en tu conciencia.
Lerac no necesitaba que le indicaran nada más. Pensó en Kraen, en el plan
que adoptaron desde que él mismo era un niño y obedecía los designios del
que por aquel entonces fuese uno de los generales más temidos y respetados
del imperio. Kraen, que siempre quiso apartar a Laebius del trono por el bien
de todos los clanes, había urdido maquinaciones, trenzado hilos y cortado
gargantas para llegar sin que nadie se diese cuenta hasta un lugar que le
permitiese cumplir su objetivo. Como el león que se agazapa entre la hierba y
parece parte de ella en cuanto la presa dirige su atención hacia su posición.
Antes de su muerte consiguió colocarse a la distancia justa para lanzarse al
ataque, y así lo hizo. Que él desapareciera de escena no varió un ápice la
educación o determinación inculcada en su cachorro, que continuó la

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persecución de la presa hasta ese preciso momento en que esta, Laebius, se
encontraba arrinconada esperando la dentellada final.
Sin embargo, llegar hasta ahí supuso que Kraen conspirase para acabar
con la vida del mismísimo Torek. Solo la ausencia del líder de las velkra
aquel fatídico día en que Erol regresó a casa tras pasar la noche en medio de
los campos de Mélmelgor, derivó en el asesinato de Laiyira y la posterior
mentira que se prolongó durante años a la espera de que algún día Erol
regresara con su padre, lo convenciera de que tal ultraje merecía venganza y
sacara a las velkra de su maldito escondite, que usaban para combatir en ese
estilo de guerrilla que convertía en una tarea imposible para el imperio acabar
con ellos. Si la personalidad de Torek se probaba tan visceral como Kraen
pensaba, la historia de su hijo lograría que se lanzara sin compasión contra el
mismo imperio, contra las tropas de Laebius en una batalla definitiva, a la
vieja ultranza, en la que no quedaban despojos de uno u otro bando: solo
cadáveres y supervivientes, sin heridos, sin futuras escaramuzas: sin el
problema de las velkra amenazando la unidad del nuevo imperio.
No necesitaba ver a Erol para comprenderlo. En absoluto. Lo conocía
como a su propio hermano, pues así se criaron. Sabía que Erol ahora poseía la
verdad de cuanto ocurrió con Torek, con su madre y con el engaño de Kraen.
La única diferencia era que no había sacado a las velkra de Trenulk, sino a un
enemigo mucho más temible de lo que ni Kraen ni Lerac hubieran podido
concebir jamás.
Y ese terrible monstruo, imparable y cruel, venía a cobrarse la venganza
por los pecados de su padre.
Lerac sintió que las piernas perdían la capacidad de sostenerlo, que la
muralla de madera levantada por Assio no era más que una montaña de paja
que los rinhenduris saltarían con la facilidad con la que las hormigas escalan
el bordillo de la acera. Erol siempre fue más fuerte que él, desde que dejara de
ser un niño, y no podía ni imaginarse en qué clase de guerrero se habría
convertido ahora que los años pasaron sobre él, que las velkra lo adiestraron y
que se convirtió en parte de los mismísimos rinhenduris. Pero lo peor no era
eso, sino que demostró una valía que lo hizo ascender entre sus filas hasta
convertirse en el cabecilla que dirigía a los propios rinhenduris.
¿Cómo demonios lograría detenerlo?
Elérea lloriqueaba en sus pensamientos; Liria, desangrada en una esquina,
veía cómo el propio Erol se agachaba para recoger de entre los brazos
muertos de Lerac a la criatura desvalida que pronto se uniría a sus padres en
el otro mundo.

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Lerac vaciló antes de hablar, se tambaleó hacia la mesa y se dejó caer en
ella. Assio acudió veloz a tenderle una mano firme como su lealtad que lo
mantuviera hasta el fin en su sitio. Lerac sintió que Kraen había fracasado
después de todo, que sus ideas se probaron irrelevantes llegados a ese punto y
que sus fuerzas, a pesar de poder derrotar a Laebius o a las velkra, resultaban
insuficientes para combatir a los rinhenduris. Volvió a pensar en aquel día en
que su padre dio frente a sus hombres el discurso que iniciaba la guerra civil.
Pensaba en su crucifixión, en Erol arrancándole la cabeza con sus propias
manos mientras le susurraba al oído el nombre de su madre muerta.
Y resonando como las hachas y martillos que seguían trabajando en
aquella ilusión que suponía el muro de madera que custodiaba el vado de
Esla, la misma pregunta que logró atrapar entre sus manos su calma y corría
ahora, con aire jocoso, mientras se la mostraba para burlarse de él.
¿Y si los rinhenduris nadan?

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23. LA NIÑA PERDIDA

Áramer caminaba acompañado por dos de sus Escudos. La tarde lanzaba los
agonizantes reflejos anaranjados del sol a punto de sucumbir, como al final de
cada jornada, a ese enemigo ancestral que suponía la noche. El mar susurraba
la calma de un oleaje suave que llegaba hasta la orilla para deshacerse contra
la arena de la playa y mecer las embarcaciones del puerto. La ciudad se
levantó para aprovechar al máximo la costa y las riquezas que las
profundidades del mar escondían. La pesca era abundante; las fortificaciones
para defender el puerto, firmes.
Cerca del espigón en el que esperaba a la asesina de los shámaros que
retenía a la hija de su general, un niño lanzaba su caña con poca fortuna
acompañado por un perro pardo y flaco como una mata de maíz a finales de
verano. Sus costillas marcadas bajo la piel como los huesos de una mano
anciana revelaban que el muchacho a duras penas encontraba con qué
alimentarlo. Bajo sus ropas, él mismo presentaría un estado similar.
Áramer ensanchó el pecho llenándose los pulmones con el aire salado que
las olas llevaban hasta él. No muchos años atrás, en su propia infancia, él
también pasó noches arrebujado por hambre. Incluso más que sus propios
padres, por lo que estaba al corriente de que a veces solo esa desesperación
consigue sacar a las personas de la misma miseria en la que se ven envueltas.
Para un joven de su posición, formar parte de los Escudos Negros representó
la oportunidad perfecta para demostrar su valía. Los peligrosos trabajos que
aparecían entre la soledad de las noches y la oscuridad de sus calles poco
transitadas no lo alimentarían durante mucho tiempo hasta que acabara entre
las rejas de una prisión donde sus huesos se volverían tan visibles como los
propios barrotes que le impedían escapar de su interior.
Vestido de negro podía sufrir una muerte violenta, una increíblemente
dolorosa. Pero ¿acaso una espada clavada en el vientre dolía menos que la
tortura provocada por los mordiscos que le daba su propio estómago, vacío
dos de cada tres días? Además, gracias a su habilidad y entrega ahora ocupaba
una posición con la que jamás hubiera soñado. En días como ese, en los que

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apreciaba su buena fortuna, se planteaba por qué existía gente dispuesta a
arriesgarlo todo en nombre del poder. Suponía que quizá nunca hubieran
sufrido el azote de la desnutrición como él y que, de hacerlo, crecerían
conformándose con la recompensa de un plato de comida caliente tras una
jornada de trabajo. Honrado o no.
—Así que tú eres Áramer.
La voz de una mujer madura, tan grave como la de muchos hombres, lo
sacó de su ensoñación.
—¿Qué otro Escudo Negro esperaría en este preciso lugar a esta precisa
hora si no?
Giró sobre sus talones para encontrarse a la tal Ghaasda, la mujer que
arrebató a Elérea de los mismos brazos de su padre sin que este adivinara el
engaño. Áramer no dudó un segundo de su capacidad a pesar de parecer
mayor y frágil. Su espalda encorvada sugería que acababan de sacarla de una
mina, que la caracterizaban sus músculos rotos por el trabajo y huesos
debilitados por la misma desnutrición que estremecía al perro del joven
pescador.
Todo era una fachada. Estaba seguro. Después de todo, una de las
principales virtudes de los shámaros era el engaño.
—Admito que es una buena respuesta para alguien cuyo deber no tiene
nada que ver con el ingenio.
Al pelirrojo no le gustó la respuesta, pero entendió que su misión no era
defender su honor, sino recuperar al bebé de su general.
—¿Dónde está la niña? —preguntó tras echar un vistazo a su alrededor y
comprobar que nadie la acompañaba.
—En un lugar al que tus compañeros no pueden venir.
Áramer asintió y ordenó a sus guardias permanecer allí.
—Has traído el dinero, espero —torció la cabeza esperando oír el tintineo
de las monedas como confirmación.
—Por supuesto. ¿Dónde está la niña? —insistió molesto.
—Ven conmigo —empezó a caminar.
—¿A dónde?
—A donde no podáis clavarme una espada en la espalda en cuanto
termine la transacción.
Los Escudos miraron a Áramer con la duda reflejada en las pupilas. Era
lógico que Ghaasda no quisiera exponerse a una venganza, pero eso a su vez
colocaba a Áramer en una posición precaria. En cualquier caso, no barajaba
más opciones. Lerac no le permitiría fracasar; Liria se mostraría incluso más

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dura si no recuperaba a su pequeña. La propia madre insistió en acudir al
intercambio; Lerac se negó: no podía arriesgarse a perder también a su esposa
si Áramer caía en una emboscada cuando entregara el dinero del rescate. La
decisión consiguió que la sangre de Liria se convirtiera en lava y que de sus
ojos brotara el vapor típico de los hornos de los herreros, pero como ocurría a
menudo con los designios de Lerac, no tuvo más remedio que aceptar.
Liria, que cuando se conocieron mostraba una personalidad que infundía
inseguridad en el joven general, se terminó diluyendo a la sombra de su
marido, cuya aura crecía cada vez más fuerte a medida que la guerra avanzaba
a su favor. La maternidad también consiguió que Liria tuviese otras
prioridades y, como la pequeña Elérea era lo más importante en su vida,
acabó aceptando que el conflicto que comenzaran su marido y su suegro, al
que nunca llegó a conocer, se salía de todos los baremos en los que ella
hubiera medido sus designios cuando aún habitaba en la insignificante ciudad
de Estepa.
Se dirigirían allí si Lerac no conseguía detener a los rinhenduris al otro
lado del Khor. Estepa quedaba en una posición muy alejada de los problemas
que se agolpaban en el horizonte, y tanto si la guerra se extendía al sur como
directamente hacia la capital, pondrían entre ellos y los rinhenduris espacio
suficiente para dejarles huir a otra parte. Ahora que contaban con los recursos
del hombre más poderoso del momento, el dinero no sería un impedimento a
su supervivencia.
Áramer siguió a Ghaasda a lo largo del espigón hasta la orilla. Caminaba
arrugada como si el frío la consumiese; una joroba importante marcaba su
espalda cubierta por una tela andrajosa tan gastada que de su original negro
no quedaba más que un reflejo grisáceo. Un mechón de pelo blanco y
grasiento se escapaba por el lateral de su capucha. Aparentaba tener al menos
setenta años. «Es una ilusión», se repetía una y otra vez.
Llegaron hasta un parquecillo en el que los más pobres, la mayoría
refugiados, dormitaban para escapar del hambre que atenazaba sus estómagos.
Áramer miró hacia sus muchachos, que se mantenían fuera de su vista.
Cuando devolvió la atención a Ghaasda, llevaba un petate entre las manos.
¿Cómo era posible?
—El dinero —dijo con firmeza en la voz.
—No hasta que vea a la niña.
Ghaasda apartó con delicadeza la tela que cubría el petate. La carilla
rosada de Elérea asomó tras ella. Estaba dormida tan plácidamente que de no
ser por el color de sus mejillas, parecería muerta. ¿Dónde la escondía hasta

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ese momento? Áramer la miró de arriba abajo; tardó unos segundos en
comprender que la llevó encima todo el tiempo y que su postura, ahora
erguida, la ayudó a camuflarla.
—¿Está bien? —preguntó acercándose un paso.
Ghaasda giró el petate lo justo para mostrarle al capitán un cuchillo cuya
punta rozaba la espalda del bebé. Negó con la cabeza muy despacio. Elérea
apenas respiraba.
—Está drogada, por eso no llora.
—Hija de mil putas… —espetó apretando los dientes.
—Tranquilo, no es una droga mortal siempre que sepas cuál es el
antídoto. Por ahora solo duerme, pero si no la tratas convenientemente… —se
encogió de hombros.
—¿Qué?
—Que nunca despertará.
—Supongo que no me dirás cuál es el antídoto hasta que te entregue el
dinero.
—No te daré el antídoto hasta que me marche de aquí con el dinero —
corrigió.
—¿Cómo sé que lo harás?
—No lo sabes —respondió irguiéndose más, como si mantener esa
postura la cansara. Áramer pensó que regresaban a su cuerpo los años de vida
que el disfraz consiguió robarle y que, si continuaba la transformación, pronto
sería más alta que él—. Tampoco tienes alternativas.
Áramer dejó caer la palma de la mano sobre la empuñadura de su espada;
sus dedos tamborileaban en ella como si le pidiese consejo al metal. Los
shámaros siempre le sorprendieron, pero nunca hasta ese momento llegó a
toparse con uno de ellos cara a cara aunque recordase a los mayores relatar
sus hazañas desde pequeño. Eran unos tipos escurridizos y muy decididos,
pero no comprendía de qué modo conseguían salirse siempre con la suya.
Dedicar la vida a un oficio como el suyo a menudo resultaba más peligroso
que convertirse en soldado, pues los asesinos se movían siempre entre las
líneas enemigas, en territorio hostil. Por eso desarrollaron hasta el punto de la
maestría absoluta el arte del camuflaje: como un cazador astuto que se
mimetiza con su entorno para atrapar a su presa. A veces también ocupaban el
rol de presa, en concreto tras cometer alguna fechoría. Y lograban ocultarse
con tanta habilidad que uno dudaba de su verdadera existencia.
Áramer, movido por su curiosidad y sin apartar la vista del cuchillo que
amenazaba la vida de la pequeña, insistió.

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—¿Qué me impedirá mandar a mis hombres a buscarte en cuanto la cría
esté en mis manos para obligarte a darme el antídoto por la fuerza?
Ghaasda sonrió. No dijo nada, pero mostró una hilera de dientes perfectos.
Áramer tardó un poco en percatarse, pero al fin lo vio. Allí, alojada entre los
primeros molares, una perla del tamaño de una lenteja y el color de la
malaquita. Era el veneno que todos los shámaros usaban para evitar la tortura.
«Zorra», pensó.
—Aceptar la muerte es lo primero que aprende un shámaro. Con gusto me
tragaré esto antes que dejar que me torturen —no precisaba de explicación
alguna, pues Áramer acababa de confirmar que no le quedaba más remedio
que obedecer y confiar en que todo saliera según lo acordado—. Si me
capturas, moriré y también lo hará la pequeña; si me das el dinero, te la
entregaré y te diré dónde está el antídoto.
—¿Así de fácil?
—¿Por qué íbamos a complicarlo? Tú quieres a la niña y yo el dinero.
Ahorrémonos primeras citas, conversaciones interminables y bodas, y
vayamos a la cama de una puta vez.
—Está bien —concedió rebuscando entre sus ropas. La bolsa pesaba lo
suficiente como para tener que agarrarla con fuerza.
Elérea tosió; Áramer levantó la vista para mirarla, pero Ghaasda no
apartaba los ojos del soldado ni el cuchillo del bebé.
—Necesita el antídoto pronto —insistió.
Áramer tiró la bolsa a los pies de la asesina; esta se agachó para cogerla y
dejó en el suelo el petate.
—El primer frasco está debajo de tus hombres, en el espigón. Hay una
piedra roja y porosa muy característica que lo oculta, pero necesitarás
buscarla —levantó una ceja—. Los tres necesitaréis buscarla, porque no está a
la vista.
Áramer apretó los labios.
—Si no la encontráis antes de… —miró a la copa de los árboles,
pensativa—, unos cuarenta minutos, morirá. Eso debería disuadiros de
perseguirme. Si no basta, el segundo antídoto llegará a palacio cuando yo esté
a salvo y fuera de la ciudad o no llegará nunca. Quien debe enviarlo no lo
hará a menos que yo personalmente le dé la orden.
El pelirrojo se acercó a la niña y la cogió entre sus brazos. Su piel
permanecía tibia, su respiración parecía normal.
—Con esto concluye nuestra transacción. Espero que hayáis disfrutado de
nuestros servicios —dijo con retintín antes de terminar con su eslogan oficial

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—. Los shámaros siempre cumplen con su objetivo.
Ghaasda empezó a retroceder mirando aún al soldado hasta que consideró
encontrarse a una distancia prudente. En ese momento se dio la vuelta y
empezó a correr hacia el otro extremo del parque. Áramer volvió a mirar a
Elérea un instante; cuando levantó la vista, de la asesina solo quedaba la
andrajosa tela que ocultó su verdadera identidad tirada entre la hierba. Un
grupo de mendigos se acercó a recogerla y Ghaasda, ya entre la multitud,
desapareció para siempre. Posiblemente no la reconocería aunque volviese a
cruzarse con ella dentro de unos minutos. Su pose sería distinta, pero también
su ropa, su pelo y quizá hasta algún rasgo de su cara como la nariz o las cejas.
Los shámaros eran maestros del disfraz, y aquella mujer demostró una
habilidad como pocos en su arte.
Áramer volvió al espigón a paso ligero. Sus hombres conversaban en el
mismo lugar en que los dejó. Les ordenó que buscaran la piedra indicada
mientras él mismo deambulaba de un lado a otro estudiando las rocas del
suelo. Elérea no se despertó durante el ajetreo, así que Áramer empezó a
pensar que recuperarla solo para que muriese en sus brazos implicaba un
resultado más desfavorable que no recuperarla nunca.
El joven pescador y su perro aún lanzaban la caña con poca fortuna, pero
mientras el cebo se hundía, los observaba curioso, casi como si esperase algo.
—Muchacho, ¿quieres ganarte una de cobre?
El chico abrió los ojos como platos y asintió con una energía que no
aparentaba poseer.
—Si encuentras una piedra roja y porosa en este espigón, tendrás tu
moneda —aseguró Áramer.
Transcurrieron al menos veinte minutos desde que regresaran y el tiempo
se les acababa. Áramer, rozando el fracaso con la punta de los dedos, se
planteó si no habría cometido un error al no buscar ayuda en vez de emplear
únicamente las manos que Lerac puso a su disposición.
—La buscáis por la vieja, ¿verdad?
Los tres lo miraron de forma inquisitiva deteniendo su tarea.
—Me pidió que solo os informara si me pedíais ayuda, y que os dijera que
no existe ninguna piedra roja —el corazón de Áramer se detuvo—. Dijo que
me pagaríais por ahorraros la búsqueda.
—¿Cómo que no hay piedra?
Áramer se acercó a él furioso. Portaba a Elérea en un brazo; con el otro
agarró al niño por la muñeca sin ninguna delicadeza. El pequeño arrugó la
cara incómodo.

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—¡Dijo que no era necesario buscarla, que no necesitabais encontrarla!
¡No sé nada más, lo juro por el dios de las olas! —se encontraba al borde de
las lágrimas; su perro daba vueltas a su alrededor debatiéndose entre lanzar
una dentellada contra los que lastimaban a su dueño o no.
—¿Es todo lo que te dijo?
—¡Lo juro! —repitió moqueando su miedo.
Áramer lo soltó y por primera vez desde que salió de palacio ese día,
respiró aliviado.
—Nos vamos —ordenó a sus hombres antes de retomar el camino de
vuelta.
Por fin lo entendía todo: el antídoto del que habló Ghaasda nunca estuvo
allí. Lo único que pretendía con su mentira era mantenerlos entretenidos en el
espigón el tiempo suficiente para asegurarse de que no la seguían. Si Elérea
de veras necesitaba alguna medicina, la enviaría a palacio cuando se sintiera a
salvo tal como anunció. En ese momento debía encontrarse a una distancia
suficiente para que no pudieran perseguirla aunque tuviesen la capacidad de
reconocerla.
Los Escudos caminaron tras él echando un último vistazo entre las rocas.
—¿Y mi moneda? —se atrevió a preguntar el muchacho, demasiado
hambriento como para dejar pasar una oportunidad así a pesar del riesgo.
—¿Y la piedra? —respondió Áramer.
—Ya os he dicho que no está aquí.
El pelirrojo se encogió de hombros antes de voltearse a mirarlo por última
vez.
—Pues tampoco está tu moneda.
Y se marcharon de allí a toda prisa.
Cuando llegaron a palacio, Elérea parecía más despabilada. Durante el
camino de vuelta, se retorció un par de veces entre aquellas manos ásperas
que no sostuvieron un bebé hasta ese momento. Liria salió a su encuentro en
cuanto sus sirvientes le dijeron que Áramer estaba de vuelta. Llevaba la
desesperación dibujada en el rostro, pero ver que el hombre de su marido
volvía con la niña consiguió deshacer en parte su malestar. Se la arrancó de
los brazos para mirarla a la cara, tan tranquila y todavía dormida. Liria la
separó de sí tras comérsela a besos apretada contra su pecho. La pequeña
apenas se movía.
—¿Qué le pasa?
No era difícil adivinar que se mostraba demasiado tranquila,
especialmente para una madre que solo unos días atrás pensaba haberla

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perdido para siempre y que alertada por sus instintos, distinguía en su bebé
cualquier anomalía.
—La asesina dijo que estaba drogada y que mandaría el antídoto a palacio
en cuanto se encontrase a salvo.
Liria lo fulminó con la mirada. No necesitaba decir nada para que Áramer
entendiera lo que pasaba por su cabeza: jamás le perdonaría que no volviera
con el antídoto; tampoco que no le trajera los intestinos de Ghaasda para
colgárselos como una macabra bufanda.
Pero su frustración era comprensible. En cuanto la pequeña volviese a su
estado natural, el enfado de su madre se convertiría en una simple anécdota y
Lerac le agradecería siempre que hubiera devuelto a su hija al seno de su
familia. Él, que se encontraba a días de distancia preparándose para repeler a
los rinhenduris, tal vez no volviera a verla jamás. El recuerdo de los
gigantescos lagartos moviéndose entre las sombras que combatían las
antorchas de Lorkshire aún le ponía los pelos de punta. Y eso que él ya
conocía de la existencia, al menos en las leyendas de su clan, de tan temible
enemigo.
El shock que provocó esa misma visión entre sus compañeros fue incluso
más grave. Muchos no lograron recuperarse por completo de la batalla.
Siendo honestos, no se les podía reprochar nada: los Escudos Negros eran
soldados bien entrenados y motivados, pero seguían siendo muy jóvenes
como para resistir el desgaste que conlleva una vida como la suya. Eran los
tipos como los bribones de Lerac, que llevaban quince o veinte años viendo
cuerpos desgarrados, civiles masacrados entre sollozos en los que pedían
compasión, presos moribundos por el hambre o compañeros heridos, los que
de veras contaban con la habilidad de sobreponerse a la crueldad de la guerra.
Tal vez los veteranos no gozaran de un físico que se recuperase tan pronto
de la fatiga, pero lo que los convertía en soldados más capaces era que la
mayoría acabó perdiendo, después de ver morir a tantos conocidos, la
esperanza de regresar vivos algún día. Esa era la verdadera clave, el punto
concreto en que un soldado pasa de cumplir con su deber a convertir toda su
existencia en ese deber. Si morían, los que tenían esposas e hijos recibirían
una paga; si no, al menos contaban con el valor suficiente para afrontar el fin
sin titubear.
Lerac quería llevarse a los hombres de Áramer consigo hasta el vado
pensando que ellos ya conocían de primera mano al enemigo, pero temiendo
que su fragilidad mental consiguiera esparcirse por el campamento cuando

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contaran sus historias de terror, decidió que guardaran la paz en la capital de
los rebeldes asegurando también la supervivencia de la familia del general.
La madre, con su bebé envuelto entre mantas y cariño, observaba esa
carita regordeta incapaz aún de controlar sus nervios. La alimentaron bien y
su piel reflejaba lozanía, solo parecía muerta de cansancio. Pero el cuerpo de
una criatura tan frágil es sabio, y sus necesidades, tan básicas que siempre que
estuviese bien alimentada dormiría hasta recuperarse por completo.
—Espero por tu propio bien que el antídoto llegue —espetó aún sin dejar
de mirar a Elérea.
Áramer pensó en alguna respuesta mordaz, algo que le recordase que no
tenía ninguna opción salvo aceptar las condiciones de Ghaasda, pero supo que
sus palabras serían como el viento que aviva las llamas en un incendio y que
no aportarían nada salvo desolación. En cualquier caso, si toleraba su actitud
era únicamente por el respeto que sentía hacia Lerac, el único al que de
momento debía lealtad. Su esposa no ostentaba el título de reina ni
emperatriz, ni él era un siervo o plebeyo que tuviera que hincar la rodilla.
Lideraba una parte de los Escudos Negros, y Liria sin su matrimonio apenas
era una noble de una tribu sureña.
—Mis órdenes están completas —dijo recordándole que tenía a su hija
entre los brazos, como le encomendó Lerac. El resto ni le incumbía ni, hasta
cierto punto, le importaba—. Vuelvo a las murallas para asegurar la ciudad.
Liria no dijo nada, pero se moría por arañarle la cara. En realidad ni
siquiera ella misma comprendía su furia: el pelirrojo le devolvió a su hija
cumpliendo su cometido, pero una parte de su interior seguía ardiendo con
una fuerza incontrolable y no discernía si se trataba del miedo a que su
pequeña aún pudiese morir, si le preocupaba que Lerac no regresara nunca
tras enfrentarse a ese clan salido de la mitología más antigua o si, por otra
parte, era su propia fragilidad al encontrarse apartada de cuanto la convirtió
en una mujer poderosa lo que la provocaba.
Áramer, por otra parte, sintió que acababa de quitarse un peso de encima y
que Lerac quedaría satisfecho con el resultado de su misión. Después volvió a
acordarse de los lagartos, pensó en la batalla del vado y, por primera vez
desde que la campaña se torciese, se planteó quién asumiría el mando de los
Escudos si Lerac caía.

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24. UN AMIGO PORTANDO ESPERANZA

La estancia olía a pena, a enfermedad y a ganas de morir. El ambiente era


pésimo, como si al entrar uno atravesara alguna especie de portal que
conducía al visitante hasta un mundo de pesar. Torek, con los ojos abiertos
clavados en el techo, bajo la luz del sol que se filtraba por la ventana
calentándole los pies, escuchaba los pasos como si de gotas lejanas que caen
en el fondo de una cueva se tratasen. Los ojales tintineaban contra los botones
de la chaqueta; el cuero grueso y basto se rozaba contra su camisa como un
gato manso.
Era el caminar de un soldado, pero eso no hizo que se inmutara. Se detuvo
a un metro del paciente.
—Lo hemos encontrado.
La voz también parecía provenir desde otro lugar, uno a demasiada
distancia de allí como para importarle. Tardó unos segundos en procesar la
información, pero al final giró la cabeza para observar al recién llegado. Era
Krukshen, y en perfecto contraste con la sala, irradiaba ilusión.
—¿A quién? —balbuceó sin ganas.
—Al shámaro.
Torek repasó sus recuerdos en busca de la cara del pelirrojo que acabó con
la vida de su hijo. Ese pensamiento, el de la muerte de Erol, se le revelaba
ahora con una claridad innegable: Esoj mató a su hijo, al menos a la parte que
lo convertía en él.
—¿Y? No esperaba que siguieras buscándolo —confesó—. Ya no me
importa lo que le pase. No me importa lo que le pase a nadie —se giró para
darle la espalda no sin antes gemir por el dolor. Sus costillas seguían
machacadas.
Una mano lo agarró por las ropas para darle la vuelta. Torek gritó, pero
cerró pronto los labios para contenerse. Miraba a Krukshen como si quisiera
matarlo.
—Al fin un atisbo de vida en el interior de este cascarón de mierda —dijo
Krukshen agarrándolo por el pecho para levantarlo de la cama. Torek

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irradiaba furia por las pupilas—. Estoy harto de que te compadezcas, ¿me
oyes? He pasado años buscando a ese cabrón solo por ti, por nadie más —
Krukshen escupía las palabras; Torek esperaba que se enfadase lo suficiente
como para acabar con su miserable existencia—. Sé que has perdido a tus
hijos, pero no es suficiente para verte convertido en esto.
—¿Qué sabrás tú lo que se siente perdiendo a un hijo?
La respuesta de Torek solo consiguió avivar su enfado.
—Sé que tengo uno que no estoy dispuesto a perder —lo sacudió y Torek
gimió de nuevo—. Ahí afuera —señaló a la ventana— hay una ciudad repleta
de amigos y conocidos, de familias enteras que dependen de que encontremos
la manera de detener a esos mierdas montados en lagartos.
—No es mi problema. Ya nada lo es.
Krukshen soltó una mano de los ropajes de su pecho para propinarle un
fuerte guantazo del revés. Torek se sacudió como una marioneta y la nariz
empezó a sangrarle.
—¡Es tu puto problema, desagradecido de mierda! —los gritos hicieron
que nuevos pasos se acercaran hasta ellos—. No tienes derecho a
abandonarnos a todos, ¿me oyes? Necesitamos encontrar la forma de evitar
que destruyan Kálahar y a todos los que viven entre sus murallas.
—Pero ¿qué estás haciendo? ¡Aún sigue muy débil! —gritó Frenisek
desde el otro extremo de la sala.
—¡No te metas en esto, Frenisek, o te juro por las barbas de tu puñetera
cabra que te arranco la cabeza!
El galeno se detuvo; Torek aguantaba con admirable entereza la tortura a
la que lo sometía el movimiento de su cuerpo entre las poderosas manos de
Krukshen, al que el propio Erol logró reducir antes siquiera de convertirse en
uno de aquellos monstruos que amenazaban su existencia.
—Nadie te ha concedido tus poderes para tener hijos ni para decidir
estupideces. Tus padres no te criaron para ese fin sino para defender esta
ciudad llegado el momento —un nuevo meneo le sacó otro gemido—. Tu
misión no es ser un buen padre, nunca lo ha sido, sino ayudar a tu gente a salir
adelante.
Krukshen lo dejó caer en la cama, que después agarró para girarla hasta
que quedó encarada a la ventana. Apartó la cortina por completo y la luz le
bañó el rostro. No era suficiente para cegarlo, pero sí para transmitirle un
poco del mundo exterior del que quería escapar. Tumbado en su cama, Torek
se sentía como si el hospital fuese un lago en cuyas profundidades permanecía
atrapado.

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—¿Ves eso? —gritó Krukshen señalando al exterior.
Las calles de tierra, los edificios de su ciudad natal, el humo de las
chimeneas ascendiendo hasta unirse con las nubes. El sol calentaba los
cuerpecillos de los niños que jugaban corriendo de un lado a otro. Torek
creyó ver allí a sus propios hijos divirtiéndose como lo hiciera él muchos años
antes.
—Esos críos también tienen padres y madres, ¿me oyes? —Torek arrugó
el rostro a punto de llorar—. No tienes derecho a abandonarlos.
Volvió hacia la cama. Frenisek se planteó abalanzarse contra él temiendo
una nueva agresión, pero no reunió el valor suficiente para que sus pies se
movieran. Krukshen agarró tres cojines, tumbó a Torek de costado y los usó
para mantenerlo en esa posición. De esa manera, la única forma que tenía de
dejar de ver la ciudad era cerrando los ojos. Lo hizo. Krukshen se dirigió
entonces hacia la ventana y la abrió. Torek estaba demasiado débil para
apartarse los cojines y tumbarse bocarriba; también para taparse los oídos. La
risa de los niños jugando le taladraba los tímpanos como la uña sobre la
pizarra.
Las lágrimas brotaron de sus ojos en un nuevo torrente mientras recordaba
a Sthunk partido por la mitad como un queso, a Erol marchando frente a su
ciudad liderando ese ejército surgido de las tinieblas del inframundo.
—Llora lo que quieras, descarga tu pena si es lo que necesitas, pero no
sigas llenando tu alma con ella una vez empiece a vaciarse —Krukshen lo
señalaba desde tan cerca que parecía querer meterle el dedo en los ojos. Tal
vez así fuera—. Y recomponte de una vez o volveré a sacudirte mañana.
El soldado caminó entonces hasta la salida cruzándose a Frenisek por el
camino. Este lo miraba temiendo correr la misma suerte que su paciente, pues
pensaba que a pesar de no encontrarse tan débil como él, un meneo de
Krukshen podría partirle la crisma.
—Si se te ocurre siquiera apartar la cama de la ventana, Frenisek, te dejaré
peor que él.
Frenisek asintió. Torek moriría si mantenía esa posición demasiado
tiempo, era algo inevitable, pero entendió que no era el momento de hablar.
Él sabía a la perfección que Krukshen no deseaba la muerte de su amigo, que
solo pretendía devolverlo a la vida, igual que él. El problema recaía en que
Frenisek no sabía cómo curar la herida que afligía la mente del gigantón y
Krukshen, ejerciendo una medicina muy concreta, hacía sufrir a su
compañero con el único fin de mejorar su estado. Justo como cualquier
médico que curaba una herida infectada.

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Krukshen abandonó la sala y el médico se acercó a la cama de Torek.
Seguía llorando como tantas otras veces antes de ese día, pero esta vez sus
ojos permanecían abiertos mirando hacia Kálahar. Decidió no añadir nada y
viendo que el enfermo aún lograba respirar en esa posición, salió de la sala
para dejarlo solo con sus pensamientos. Volvería en una hora para asegurarse
de que su estado no empeoraba, pero si la intervención de Krukshen resultó,
Torek encontraría en su interior lo que su cuerpo necesitaba más que nada
para sanar: deseo de vivir.
El día amaneció soleado y la actividad en las calles era frenética. El
médico caminaba hacia su hogar esquivando niños que jugaban, carretas y
trabajadores que se dirigían de uno a otro lugar porteando las herramientas o
productos con los que se ganaban la vida. Quería ver a Amaranth, que daría a
luz pronto y empezaba a sentirse más pesada y débil que de costumbre. Su
embarazo fue tan sencillo que cualquier otra mujer hubiera pactado cumplir
así sus respectivos nueve meses. Las fuerzas nunca la abandonaron, no perdió
el apetito ni tuvo rachas en las que su estómago no soportaba uno u otro
alimento. Se sentía fuerte desde el primer día, pero como ocurría con Torek,
existía una pena en su alma que la atormentaba hasta el punto de mermar al
fin sus energías.
¿Quién era el padre? Solo Amaranth lo sabía. Frenisek no se vio con la
potestad de indagar en el tema más que en un par de vagos intentos. La joven
no se mostraba dispuesta a hablar del tema y el galeno sospechaba que quedó
embarazada en una noche en la que, tras una espera que prometía no acabar
nunca, dio por perdida su esperanza de recuperar a Erol y terminó tratando de
olvidar su anhelo entre los brazos de otro hombre. No creía que se quedara
encinta a propósito, pero la llegada de su primer hijo quizá consiguiera que
por fin pusiera los pies de nuevo sobre la oscura tierra de Kálahar, que
comprendiese que ese amor breve e intenso como las tormentas de verano, no
podía regir el resto de sus días.
Imaginaba sin descanso el dolor que le produciría encontrarse a Erol una
vez más, años después, para verlo convertido en alguien tan diferente al dulce
muchacho que una vez lograra atraer por completo su admiración y, más
tarde, su afecto. Tampoco adivinaba hasta qué punto el fruto de su vientre
traería para ella un atisbo de esperanza en el futuro que aún podía alcanzar,
como una semilla que se planta en la puerta del jardín y que, si todo va como
debe, aportará al porche sombra y confort dentro de muchos años.
En cualquier caso, no dudaba que hasta ese instante la barriga solo le
transmitía la sensación de haber fallado a Erol. ¿Conocería el hijo de Torek el

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estado de Amaranth? ¿Sabría que estaba embarazada? Y, sobre todo,
¿marcaría eso una diferencia en su comportamiento venidero? ¿Se volvería
incluso más cruel contra las gentes de Kálahar al ver que la joven de la que se
enamoró llevaba en su vientre el hijo de otro hombre?
Frenisek levantó la vista del suelo. Llevaba demasiado tiempo inmerso en
sus pensamientos y ni siquiera fue consciente de que la puerta de su casa se
encontraba ya unos metros por detrás. Volvió hasta ella y entró. Amaranth
ocupaba un sillón cercano a la ventana, se mecía con suavidad acariciándose
la tripa por encima de la ropa. La luz le bañaba el rostro del mismo modo que
a Torek y, de forma similar al gigantón, un brillo apenas perceptible le
decoraba las mejillas.
—¿Cómo te encuentras?
La joven se limpió la cara con el dorso de la mano antes de responder.
—Como si el mundo amenazara con acabarse antes siquiera de tener
tiempo para disfrutarlo —volvía a acariciarse la barriga.
El médico se acercó a ella, agarró una silla para colocarla junto a la
ventana y tomó asiento antes de cogerle una mano entre las suyas.
—Saldremos de esto, Amaranth. Aún no sabemos cuáles son los planes
de… —se detuvo antes de pronunciar su nombre. Ella lo miró a los ojos.
—Sí, sí que sé cuáles son los planes de Erol —luchaba por no deshacerse
en lágrimas—. Ha matado a su hermano sin vacilar y mutilado a su padre
justo después. Ya no es la misma persona, Frenisek. Tenemos que asumirlo,
que admitir que estará dispuesto a acabar con cualquiera que se cruce en su
camino.
Frenisek guardó un instante de silencio. Recordaba el día en que limpiaba
sus heridas tirado sobre la mesa del salón de su padre. Aquel momento en el
que su cadáver recobró el aliento para formular palabras de ultratumba. Fue él
quien con su silencio contribuyó a que el joven lograra llegar hasta el lugar
que lo colocaba al frente del poderoso ejército de los rinhenduris. Si hubiera
denunciado su recuperación antinatural, si hubiese reunido el valor suficiente
para oponerse a Torek y convencerlo de mantener a su hijo bajo vigilancia, tal
vez ahora no se encontraran en esa encrucijada. Tenía la certeza de que Torek
pensaba lo mismo; también Amaranth, pues fue ella quien en el último
momento lo instó a viajar a las tierras de los rinhenduris en busca de una paz
que, ahora sí, parecía por todos los medios inalcanzable.
¿Cómo demonios sobrevivirían a la guerra que estaba por venir? Puede
que si todo el mundo conocido se uniera contra ellos alcanzaran una
posibilidad. Por nimia que fuese. Pero ¿cómo conseguirían una proeza así?

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Incluso con un Torek motivado, sano y dispuesto a buscar soluciones, se
antojaba imposible arreglar una unión tan poco probable e innatural como la
vuelta a la vida del muchacho.
Amaranth seguía acariciándose la tripa, la vista perdida tras la ventana.
—El mundo nunca será igual, Frenisek. Pase lo que pase, gane quien gane
—lo miró a la cara—, ninguno de nosotros volverá jamás a ser lo que un día
fue.
El galeno, observando el brillo de su rostro y el reflejo de su pelo color
carbón, creyó atestiguar una visión. Sus palabras lo embriagaron y la
apariencia de Amaranth, hasta entonces tierna y sencilla, se convirtió para él
en la de un profeta que, como los iluminados por los dioses, hilan palabras
que cambian para siempre el destino de los hombres.

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25. EL HOGAR

El balanceo del záiselar conseguía sumirlo en una especie de letargo. La


sensación que le transmitía el vaivén de su lomo lo transportaba al salón de
casa, junto a la chimenea, no liderando un ejército de miles de rinhenduris
mientras avanzaba a lomos de una gigantesca bestia de veinte toneladas y
veintitrés metros de longitud.
Sus escamas rojizas le recordaban al incendio de Lorkshire, a la sangre de
sus ciudadanos. Khessyr era un auténtico monstruo, una criatura capaz de
acabar sin esfuerzo con cientos de soldados. La piel que protegía sus
músculos compartía la dureza de la piedra; sus huesos anchos como troncos
sostenían sin esfuerzo la presión de todo su peso cuando se lanzaba a la
carrera. Incluso después del tiempo que pasaron juntos le sorprendía su
agilidad, su capacidad para cambiar de un estado de calma parecido al suyo y
convertirse en un ariete con dientes capaz de escalar cualquier superficie.
Su guardia lo seguía de cerca aunque no lo necesitara. El cielo despejado
revelaba las primeras estrellas, las que gozan de mayor brillo, dibujando en el
firmamento la presencia de aquellos astros grandes y remarcables que sin
embargo quedarían pronto diluidos entre la abrumadora cantidad de sus
compañeras más corrientes. Ocurría lo mismo con los hombres ilustres, con
los guerreros prominentes y las mentes más despiertas: la mediocridad,
mucho más numerosa, siempre oculta su estela.
El ejército marchaba con la disciplina de un circo de títeres. No hablaban
ni reían. Dejaban los placeres mundanos para el final de cada batalla. La luz
del sol se marchitaba como la belleza de Mélmelgor, bañado en sangre a una
escala que no se recordaba desde que los antepasados de esos mismos
soldados lo visitaran por última vez. Pero llegarían antes de que los alcanzara
la noche.
—¿Qué piensas?
Preguntaba el más poderoso de cuantos le acompañaban. Su záiselar era el
de mayor tamaño y se decía que si se lo proponía, el guerrero que lo montaba
podría matar a la mitad de ese ejército antes de que consiguieran reducirlo.

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Pero él también le debía obediencia.
Erol siempre creyó que las leyendas sobre los rinhenduris se exageraban,
pero durante su estancia en la Espina comprendió que ellos no respondían a
los baremos de los demás. No eran humanos, y a pesar de su apariencia, su
forma de pensar y de actuar tampoco guardaba del todo relación con estos.
—Estamos llegando —respondió.
Subiendo el repecho, el único que existía en esa parte del valle, al fin
alcanzaron su objetivo. Erol echó un vistazo a las rocas que lo observaban a
poca distancia. Eran las mismas que lo vieron crecer, las mismas en las que se
tumbaba para observar las nubes cuando todavía era tan pequeño como para
temer a los lobos o las velkra. Transcurrieron muchos años desde entonces; un
tiempo en el que ocurrieron tantas cosas…
—Supongo que es esa —dijo Zúral esta vez.
Erol asintió viendo su casa desde la distancia. Nunca regresó desde el día
en que Kraen le ayudó a dar sepultura a su madre, pero ahora estaba allí,
como tanto tiempo atrás, y lo que veía le parecía tan ajeno como los recuerdos
de su propia niñez. No supo cómo reaccionaría cuando volviera. No podía
prepararse para el impacto que causaría en él reencontrarse con el edificio que
seguía siendo el símbolo de su más tierna infancia. Y ahora que se encontraba
allí sentía que a pesar de los años aún saboreaba los guisos de Laiyira, que
escuchaba su risa en la cocina y la veía tender la ropa cerca del huerto. Le
pareció escuchar la voz de Esoj llamándolo para salir a coger ranas; el tintineo
de las espadas sonando como dos copas de cristal por efecto de la distancia;
los gruñidos de Sthunk enfrentándose a Torek.
Pensar en ellos le devolvió al recuerdo de su madre, pero esta vez vio sus
ojos vacíos, su vestido desgarrado. Olió el estiércol de la cuadra y sintió el
aliento de Amer cuando gritaba a Kraen que no podían hacerse cargo de ese
huérfano enclenque y llorica. Su ánimo se enturbió: de repente el valle ya no
le parecía tan hermoso; su antiguo hogar lo componían únicamente un montón
de inútiles piedras; la tumba de su madre, apenas visible frente a los dos
taenáculos cubiertos de hierba, nunca mereció tanto pasar el resto de su
existencia oculta a la vista, desapercibida.
—Echadla abajo —ordenó sabiendo que Zúral le clavaba los ojos en la
nuca—. Y cuando lo hagáis, tirad los escombros al fondo del Khor. Que no
quede ni rastro de este lugar.
Y tirando de las riendas, volvió a poner en marcha la picadora de carne
que componían las formaciones de rinhenduris a su espalda. Zúral mostraba

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su característica sonrisa en toda su plenitud; el guerrero más poderoso de la
horda no se inmutó.
—¿Acamparemos cerca? —preguntó Zúral tras observar a dos záiselar
bajar la colina para cumplir las órdenes de su señor.
Erol negó sabiendo que este lo observaba. Como siempre.
—No vamos a acampar —se giró en su montura para mirarlo a los ojos—,
no hasta que lleguemos al vado.
Y chasqueó la lengua para transmitir la orden a Khessyr, que apretó el
paso sabiendo que pronto volvería a alimentarse.

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26. LA PROPOSICIÓN DEL EMPERADOR

Érxan cabalgaba a lomos de un precioso semental blanco. Como todos los


caballos de su ciudad natal, su tamaño era menudo en comparación con los
animales del lugar que acababan de descubrir. Lo comprobó al instante,
cuando los enviados del emperador llegaron hasta su campamento. Aún así, la
caballería faxoliana demostró mil veces su capacidad frente a enemigos de
toda índole, montados o no, saliendo siempre victoriosa de una u otra manera.
Esos mismos caballos recorrían ahora los caminos que se alejaban del
campamento muchos kilómetros en busca de posibles enemigos. A su lado, su
fiel amigo y mejor oficial levantaba la vista hacia las nubes. Grandes aves
revoloteaban en círculos como si acabaran de localizar los restos de alguna
res muerta. Tal vez fuera así: quizá solo se agrupaban para bajar hasta el lugar
en que el campamento desechaba las sobras.
No dejaron una oveja viva en toda la región. Los soldados del ejército
expedicionario consumían su carne con tanta frecuencia que el sudor les olía a
ovino y empezaban a plantearse si los pelos del culo se les convertirían en
lana.
—¿Qué opinas de nuestro invitado?
Lasbos seguía mirando las aves mientras rumiaba, como una oveja, su
respuesta.
—No me fío de él.
—Dime algo que no sepa —el emperador esbozó una media sonrisa.
—Creo que es tan inteligente como para saber que podemos derrotar a su
señor y también tan ambicioso como para desearlo si le proponemos algo a
cambio.
Érxan también lo sabía, por lo que no añadió nada en un gesto que
remarcaba su última intervención.
—Deberíamos ofrecerle algo —sentenció Lasbos tratando de cumplir los
designios del emperador.
—¿Y cuando nos ayude a conquistar la ciudad?

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Lasbos echó otra ojeada a las aves: si por él fuese, los tipos con lealtades
tan volátiles no merecían otro destino que pudrirse al sol después de que los
cuervos le arrancaran los labios y les sacaran los ojos a picotazos.
—Lo que le ocurra me importa poco, señor. No estoy aquí para decidir
qué hacer con vuestros súbditos sino para obedecer vuestras órdenes.
—Entonces te ordeno que me ayudes a elegir su destino una vez
conquistemos Úhleur Thum.
—Si es tan listo como parece y la información que nos proporciona se
muestra tan útil como esperamos, deberíamos permitir que los cuervos se lo
coman vivo. Dejar atrás a alguien así supondrá tener que movernos mirando
continuamente a nuestra espalda. Los tipos como él nunca atacan de frente,
pero esconden un puñal entre las ropas que no dudan en usar cuando su
enemigo duerme.
El ritmo del campamento era frenético y el ruido de hombres trabajando
en las nuevas máquinas de asedio se extendía fuera de la empalizada sin
dificultad. Érxan guardaba silencio sopesando las palabras de su mano
derecha. El jaleo que seguía al ejército lo reconfortaba tanto como los
susurros de una amada. Aquel era su hábitat natural, rodeado de espadas,
lanzas, caballos y sus jinetes todos dispuestos a derribar el mundo a una orden
suya.
—Si es tan listo como parece sabrá que no lo dejaremos salirse con la
suya y urdirá algún plan para congraciarse con su emperador y acabar con
nosotros —convino Érxan.
—Lo que yo decía —insistió Lasbos ajustando sobre sus hombros la capa
de puma del desierto con la que fue obsequiado por los lugareños.
La ofrenda de pieles consiguió su objetivo y calmó las ansias de sangre
del emperador extranjero, que siempre encontró gratificante la colaboración
que surgía del pavor que provocaban sus ejércitos. Las noches de travesía por
el desierto estuvieron a punto de provocar la congelación de muchos de sus
hombres, pues las temperaturas caían hasta unos niveles que muchos de ellos,
al menos los novatos que acababan de incorporarse desde Fáxolaar, no
experimentaron nunca.
Una patrulla que regresaba a galope se acercó directamente al emperador.
Este reconoció enseguida al sargento que la encabezaba, un tipo de tez
morena llamado Rylio que llevaba a su servicio nueve años. Lo acompañaban
tres jinetes de su propia caballería y al menos otros doce auxiliares de una
tribu cercana al otro extremo del desierto. Tenían órdenes de avanzar en busca

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de enemigos, y que regresaran todos con tanta presteza solo podía significar
que acababan de encontrarlos.
—¿Rylio?
Este saludó con voz grave. Los brazos llenos de cicatrices contaban la
historia de sus hazañas en el ejército; su barba negra como el hollín y tan
espesa que se parecía a un felpudo podía contener medio kilo del polvo de los
caminos que llevaba recorriendo dos días sin apenas descanso. Las monturas
de la caballería auxiliar parecían cansadas; no así la faxoliana.
—Señor, hemos encontrado una avanzadilla enemiga a unos sesenta
kilómetros de aquí.
—¿Cuántos?
—No más de mil, armados con espadas, sin arqueros ni caballería.
—¿Vienen hacia aquí?
—Hacia el sur, señor. Parece que se dirigen a la capital.
El emperador frunció el ceño. ¿Por qué tanta prisa entonces?
—Hemos capturado un prisionero —miró hacia los auxiliares y llamó con
la mano a uno de ellos, que se acercó sosteniendo las riendas de otro caballo
aparte del suyo. Sobre él, con las manos atadas tras la espalda, un tipo rubio y
corpulento con la cara marcada por las heridas del que se resiste a soltar la
lengua—. Dice que los puncos han destrozado al ejército de Laebius cerca de
los límites de sus tierras y que el emperador reposa sobre su trono apoyado en
su última pierna.
Lasbos miró al emperador, después a Rylio. Lo conocía bien, pues a lo
largo de sus campañas se cruzaron en múltiples ocasiones e incluso le había
ordenado alguna que otra vez personalmente.
—Esto no nos lo había contado nuestro nuevo amigo el listillo —espetó
Lasbos inclinándose hacia el emperador.
—Llevadlo a una celda y procurad que no se muera hasta que sepamos
todo lo que él sabe.
Rylio saludó marcialmente y salió de allí con la misma diligencia con la
que se presentó. Llevar intérpretes en las patrullas fue una idea que empezaba
a probarse útil, pero carecían de ellos tanto como de agua cuando atravesaban
el desierto. Un grupillo de valientes acudía cuatro horas al día a una carpa
dedicada especialmente a su educación. Se ordenó a las patrullas que no
arriesgaran a ninguno de ellos, que los protegieran incluso a costa de los
demás. Érxan no conocía los detalles de la captura del reo, pero confiaba en el
buen juicio de Rylio lo suficiente como para saber que cumplió su objetivo
sin jugarse la vida de intérprete. La cara del prisionero sugería que cayó de

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cabeza desde su montura sin frenarse con las manos, pero no fue el suelo sino
los puños de los jinetes auxiliares lo que le destrozó el rostro. Contemplando
su estado no parecía difícil adivinar que se trataba de un tipo valiente, uno de
esos que ya conocen el arte de la guerra y que se adiestran para ella desde la
adolescencia. Ello implicaba una señal buena y a la vez mala: resultaba más
excitantes abatir rivales preparados, pero también dificultaban el éxito de la
campaña.
En las tierras que conquistara al otro lado del desierto, la mayoría de
señores y reyes que acabaron hincando la rodilla frente a él apenas contaban
con ejércitos profesionales numerosos. Casi siempre se valían de un par de
miles de regulares que reforzaban en tiempos de necesidad con campesinos y
pobres rescatados de las ciudades para ponerles una espada en la mano y
lanzarlos al campo de batalla con la esperanza de que al menos cansaran a sus
enemigos. Normalmente no aguantaban lo suficiente para poner al ejército
expedicionario en apuros; los que resistían, terminaban masacrados poco
después.
—¿Debería convocar a Eldian a una reunión?
—¿Para que sepa que tenemos información que desconoce? —Érxan
arrugó los labios—. Veamos qué nos cuenta a su debido tiempo. Lo que me
interesa de veras es conocer los detalles de esos puncos. Algo me dice que
esta tierra tiene buenos soldados, pero que ninguno puede compararse con
ellos —de nuevo, la excitación que lo llenaba de vigor—. Tenemos que
encontrar la mejor forma de matarlos antes de encontrarlos en el campo de
batalla. Derrotar a Laebius no será complicado ni aunque se esconda tras las
murallas de una gran ciudad, pero si los puncos son remotamente parecido a
lo que se cuenta sobre ellos, sin duda podrían convertirse en un escollo.
Lasbos admiraba la prudencia de su señor. Cualquiera que hubiera
sometido a tantos pueblos como él se sentiría a esas alturas un ser invencible,
un elegido de los dioses con un destino imparable. Él, por otra parte, se
mostraba cauto y tan minucioso en sus preparativos como el primer día, como
en la primera batalla, pues era consciente de que grandes reyes y señores
cuyos ejércitos lo superaban en número y experiencia cayeron ante sus
fuerzas no únicamente por la pericia del propio Érxan comandando a sus
tropas, sino por esa enemiga ancestral de los poderosos que es la excesiva
confianza.
Los días se sucedían con rapidez y las tropas del Señor del Este se
recuperaban incluso más deprisa. Desde que tuvieron un suministro constante
de agua y descansaron unas horas fuera del abrasador sol que los derretía

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dentro de sus yelmos, los hombres recobraron la esperanza que los trajo hasta
allí. Nada mermaba más la capacidad de un ejército que la falta de moral. Ni
siquiera el hambre o el cansancio, y cuando llegara el momento de levantar el
campamento para marchar sobre la capital de aquel imperio, los soldados del
ejército expedicionario estarían listos para cumplir con su deber una vez más.
Érxan no hablaba del tema ni siquiera con el bueno de Lasbos, pero que
perdiesen la ruta de suministros por culpa de la codicia de su hermano era una
idea que conseguía turbar su ánimo. El fracaso nunca entraba dentro de las
opciones que barajaba, ni antes de embarcarse en esa campaña ni durante las
anteriores. Ni siquiera cuando en su juventud su padre los dejó huérfanos a
merced de los demás nobles siempre sedientos de poder que trataron de
repartirse las migajas que dejó su vacío. Sin embargo, existía un cariz
especialmente doloroso en la traición de quien comparte tu propia sangre, y si
los planes no evolucionaban como esperaba en la guerra que estaba a punto de
acontecer, tal vez la única forma de regresar a Fáxolaar fuese retomando la
línea vital de suministros que atravesaba las arenas del desierto. Sin darse
cuenta, levantó la cabeza en dirección a sus hombres: si los perdía, esperaba
que ocurriese durante una gloriosa batalla que se recordara hasta el fin de los
tiempos, no engullidos por el desierto y, por supuesto, no por culpa de su
propia torpeza.
—¿Sabemos algo de los exploradores que han vuelto al desierto?
Lasbos negó de forma lacónica.
—Siguen vivos, estoy seguro. El primer reporte debería llegar volando
dentro de dos noches —aclaró haciendo alusión a las palomas que los
acompañaban—. Estoy seguro de que llegarán al otro lado.
—¿Cómo es eso? —inquirió el emperador.
—Ya sabes cómo son los hombres: adentrarlos en un mundo de
incertidumbre es difícil, pero estos saben que al otro lado del desierto se
encuentra su hogar. Solo tienen que atravesarlo —Lasbos se detuvo, pero
Érxan lo conocía lo suficiente como para saber que su intervención seguía
inconclusa—. Lo que de veras me preocupa es que alguien los espere en
cuanto emerjan de las arenas.
—Alguien dispuesto a cortarles el cuello —aclaró Érxan. Lasbos asintió.
—Si Fasmar tiene algo que ver con esto, ten por seguro que no
volveremos a verlos.
Érxan se rascó la nariz con el dorso de la mano, la vista al frente sobre esa
tierra recién descubierta que se abría frente a ellos.

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—Si mi hermano tiene algo que ver, regresaremos a por él cuando
terminemos aquí.
Lasbos lo miró dubitativo. Durante años se negó a creer que Fasmar
pudiera conspirar en su contra, pero algo cambió entre los dos cuando Érxan
preparaba al ejército expedicionario para su última misión. El veterano
sospechaba que la estancia del emperador en palacio, más prolongada de lo
que Fasmar esperaba, podía ser la razón por la que Érxan terminó abriendo
los ojos. Las personas cuya ambición se convierte en una característica
principal suelen delatarse por sí mismas, y Érxan era tan avispado como para
percibir cuándo trataban de engañarlo. El verdadero problema en el caso de
Fasmar era que se trataba de su propio hermano, y como ocurre con las
convicciones por las que uno se rige durante toda la vida, cualquier evidencia
que la contradiga tiende a pasarse por alto. Aunque esta te golpee en la cara
con la fuerza de una mano abierta.
Érxan no contaba con muchos defectos como líder, no aparte de regirse
por un profundo sentido de la lealtad a quienes significaban algo para él. Y
como se exigía tanto a sí mismo en ese sentido, no esperaba una pizca menos
de los demás hacia él.
—¿Crees que podremos dominar un territorio tan extenso de forma
duradera con ese desierto separando uno y otro lado?
Lasbos lo creía imposible, pero su fe ciega en aquel joven le susurraba
una y otra vez que si existía una manera, él la encontraría.
—Ni siquiera sabemos lo extenso que es este lado del mundo.
—Por lo que dicen los lugareños, no es mayor que cualquiera de las
provincias que ahora controla Fáxolaar.
Érxan sonrió espirando. Lasbos era mayor que él, entregado, fiel y fuerte,
pero su mente seguía sujeta por las mismas pinzas que impedían a los
hombres corrientes alcanzar objetivos notables. El capitán siguió con la
mirada la de su superior hasta ese horizonte plano lleno de matorrales y
polvo.
—Los lugareños hablan del límite de estas tierras en un bosque que nadie
ha atravesado nunca y cuentan que el río más caudaloso que las recorre nace
en un lugar desconocido —miró a su mano derecha, que sentía que mientras
el Señor del Este siguiera respirando acabaría convirtiéndose en el Señor de
Todo el Mundo—. Cuando acabemos con Laebius y los puncos,
remontaremos ese río hasta donde mana del suelo convertido en poco más que
una meada de caballo —asintió con la felicidad iluminándole las mejillas—.
Someteremos por el camino a cualquiera que se interponga.

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Lasbos suspiró.
—Temo que tu éxito como comandante signifique también tu debilidad
para mantener unido un imperio tan extenso, Érxan. Es probable que ya hayan
estallado revueltas al otro lado del desierto, y me jugaría un brazo a que
ocurrirá lo mismo aquí cuando regresemos.
Érxan le devolvió una mirada cargada de compasión. Sus ojos brillaban
como si estuvieran a punto de humedecerse por las lágrimas. El capitán pensó
que las revueltas en realidad no le importaban, que su verdadero fin era
encontrar al rival que tuviera la fuerza suficiente para detenerlo y que
mientras eso no ocurriera, lo que le sucediera a su imperio tras su muerte le
resultaría irrelevante. Todos los pueblos desde Fáxolaar hasta dondequiera
que naciera ese río o el que encontraran una vez llegaran allí, contarían
siempre la historia del emperador que sometió a todos los hombres.
Sin embargo, su respuesta le sorprendió tanto que ni en diez años hubiera
conseguido anticiparla.
—No vamos a volver, Lasbos —este frunció el ceño temiendo que los
soldados se rebelaran al conocer sus intenciones, pero aguantó el aire en sus
pulmones esperando que su señor concluyera—. Al menos no los dos.
—¿A qué te refieres?
—Según Eldian, la esposa de Laebius sigue siendo joven y hermosa, los
nobles de la capital la temen y los ciudadanos la quieren.
—¿Piensas casarte con ella? —sus palabras lo sorprendieron más que
nada de lo que dijo con anterioridad. Después de todo, Érxan seguía sin
concebir herederos y la idea del matrimonio siempre le resultó poco más que
una conveniencia legal que impedía a un conquistador completar su tarea.
—No, mi más querido amigo —respondió observando cómo cambiaba la
cara de Lasbos, que por fin adivinó lo que seguía—. Lo harás tú.

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27. UN MÉDICO LLAMADO KRUKSHEN

El retumbar marcial de las botas delataba a quien las calzaba. Frenisek barría
el suelo tras cambiar las sábanas y vaciar el orinal. La sala permanecía vacía,
el olor a enfermedad se esfumaba por las ventanas. El galeno levantó la vista
para buscar al recién llegado, que observó la cama primero con sorpresa y
después con angustia. El rostro de Frenisek se reveló tintado de gris, ojeras y
la misma desgana de un moribundo.
—¿Dónde está?
Frenisek se encogió de hombros, después negó con la cabeza sin añadir
más.
—No me jodas, Frenisek, y dime dónde está —insistió Krukshen
temiendo lo peor.
—Se encontraba demasiado débil. No debiste zarandearlo así.
—¿Qué pretendes decirme? ¡Conozco a Torek desde siempre, maldita sea,
es imposible que haya muerto por eso!
Retomó el paso para acercarse a él. El médico volvió a encogerse de
hombros, Krukshen observaba la cama como si allí, bajo ese colchón de paja
enfundado, pudiera esconderse el enorme cuerpo de Torek. Como si Frenisek
adquiriera el espíritu del padre de ese niño remolón que se niega a ir a la
escuela permitiendo que se esconda en el armario.
—¿Qué quieres que te diga, Krukshen? Esta vez has ido demasiado lejos
—musitó con voz pesada—. Cuando regresé a buscarlo tenía la boca cubierta
de espumarajos rojos. Los pulmones le colapsaron, no podía respirar. No me
dejaste atenderlo, te advertí que se encontraba muy débil —cambió la pena
por el reproche—. Y se ahogó con su propia sangre.
Krukshen miraba de un lado a otro esperando encontrar las palabras que
se esfumaron de su lengua. Boqueaba como un pez fuera del agua tratando de
elaborar una frase, pero se arrepentía un instante después.
—¿Por qué nadie me ha avisado? ¿Dónde está su cuerpo?
Daba voces de impotencia con los brazos estirados hacia abajo mostrando
las palmas de las manos. Después se dio la vuelta atusándose el cabello y allí,

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a la entrada de la sala, bajo el marco de la puerta, apareció Torek tratando de
disimular su risa. Krukshen se convirtió en un basilisco y volvió a girarse en
busca del galeno. Cuando lo hizo, Frenisek se encontraba ya a varios metros
de distancia con la escoba aún en la mano y la velocidad propia de un espía al
descubierto.
—Ha sido idea suya —se defendió sin la certeza de poder salvarse por
ello.
Torek rio, pero su risa apenas fue audible un segundo. Las costillas
machacadas apenas le permitían moverse, mucho menos reír o respirar a
plena capacidad. Reposaba sobre una silla de ruedas que empujaba Fryena
con visible esfuerzo. Ella no gozaba de la constitución física de su hermana
Amaranth, y mover el maltrecho cuerpo de Torek de un lado a otro le
resultaba una tarea titánica a pesar de las características especiales de la silla.
Krukshen al fin mostró un atisbo de alivio.
—¿Te encuentras mejor?
—No —respondió con apenas un hilo de voz—, pero al menos no me
siento peor.
Fryena lo empujaba de vuelta a la cama. Frenisek buscaba sábanas limpias
con las que adecentar el resto de la estancia de su paciente. Llevaba allí tirado
sin moverse ni hablar con nadie más de lo estrictamente necesario desde que
recuperara la conciencia, y solo admitió darse un baño y cambiarse la ropa
tras la visita de Krukshen, que en cierto modo consiguió devolverlo a la
realidad. El mundo aún no había terminado y las inquietudes que acarreaba
mantenerse entre los vivos, tampoco.
La noche anterior, después de que Frenisek regresara para colocarlo
bocarriba una vez más, comenzó a plantearse las posibles opciones que
barajaban para enfrentarse al dilema de los rinhenduris y de su hijo. Cada vez
que recordaba a Erol de ese modo sentía que un puño le aprisionaba el
corazón como la mano del soldado sobre el mango de su espada.
Pero no tenía excusas. Ni siquiera después de lo ocurrido.
Él no era el único que perdió a su familia, que experimentó un cambio
radical en su mundo de la noche a la mañana tras un suceso traumático. Desde
que liderara a las velkra se encargó de encabezar las incursiones al valle de
Mélmelgor en decenas de ocasiones. Rara vez perdían efectivos, pero no
resultaba imposible que algún granjero más movido por el miedo que la
valentía se lanzara contra ellos por la espalda, tras esconderse en su granero,
para apuñalar a uno de esos condenados demonios que salían de Trenulk para
robar sus cosechas. Cuando regresaban a la ciudad e informaban a madres,

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padres, hermanos o esposas, alguien perdía un trocito de sí mismo para
siempre.
Torek los perdió todos. Todos a excepción del que necesitaba para
moverse, para aportar a los que aún retenían motivos por los que luchar y la
habilidad para hacerlo. No se sentía con fuerzas para asistir a la gran sala, ni
física ni anímicamente. La última vez que lo hizo fue acompañado de Sthunk,
al que llevaron hasta las lindes de Trenulk sin que su padre pudiera asistir al
funeral para despedirse de él. Estuvo inconsciente durante días, pero suponía
que quizá lo soportara mejor así. Al menos de ese modo no tenía más
recuerdos de angustia, más momentos en su cabeza en los que recrearse con el
dolor de su pérdida.
De cualquier modo, su pecho aplastado tampoco le permitía hablar con la
claridad ni la determinación que el evento exigía, por lo que hasta que se
recuperase no quedarían para él más que largas jornadas de cavilación
alimentadas por la quietud de la enfermería. La noche anterior no logró
dormirse hasta que las estrellas más débiles comenzaron a languidecer ante la
luz del amanecer, a pesar de ingerir las infusiones medicinales de Frenisek,
cuyo objetivo consistía precisamente en ayudarle a descansar. Empezaba a
desarrollar cierta resistencia a las sustancias que las componían, pero su
insomnio no se explicaba únicamente por esa razón. Su cuerpo no respondía,
pero su mente, a pesar de sufrir un daño incluso más severo que sus huesos o
sus músculos, recuperaba poco a poco ciertas aptitudes. Trataba de desarrollar
un plan que les permitiera plantar cara a los rinhenduris, aunque perdieran la
batalla, sintiendo que al menos infligieron entre sus filas todo el daño posible.
Que su derrota les costó a sus enemigos sangre, sudor y numerosos recuerdos
amargos.
No se le ocurría nada. Salvo, tal vez…
No, los sabios del consejo no lo aceptarían. Si su idea salía adelante, las
velkra perderían para siempre su identidad, su originalidad y también parte de
su esencia.
Sin embargo, la única alternativa restante era la de perecer. Torek suspiró
con cuidado cuando sus pensamientos lo llevaron por de nuevo al mismo
resultado.
Frenisek regresó con las sábanas y se las pasó a Fryena, que comenzó a
vestir la cama tras dejar al herido sentado en su costado.
—Te juro que por un instante dudé —confesó devolviendo la mirada al
galeno antes de volver a estudiar el estado de su camarada—. Pensaba que
nos habías hecho la faena de sucumbir a tus heridas.

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—Sus heridas lo trajeron a esta cama, pero fueron tus meneos lo que casi
consiguen llevarlo a la tumba —lo abroncó la ayudante.
Las palabras de Fryena no le sentaron bien. Tanto que si fuese Frenisek el
que las pronunciara, habría recibido un derechazo directo al mentón. El
médico, consciente de la posición en la que lo puso Torek convenciéndolo
para gastarle una broma a un tipo tan popular por su falta de humor como
Krukshen, sabía que lo mejor para garantizar su propia salud sería no cruzar
siquiera una mirada con él hasta que se le pasara el cabreo. Fryena, con su
cara dulce de mejillas redondeadas y mirada inocente, gozaba de un poder
para enfrentarse a hombres duros como el veterano con el que no contaba su
mentor. Ella también formó parte del complot que sacó de sus casillas a
Krukshen, pero la joven, por el hecho de ser mujer, quedaba a salvo de su ira.
—Cualquiera diría que mis meneos han sido más efectivos que vuestros
ungüentos —Fryena puso los brazos en jarras, pero Krukshen la ignoró—.
Tenemos que tratar asuntos importantes, Torek. La sala del consejo está
dividida y es justo lo que conseguirá que todos muramos.
Torek negó con la cabeza.
—Dudo mucho que sean nuestras divisiones internas y no los lagartos lo
que acabe con nosotros.
—Tú ya me entiendes.
—Háblame de Esoj.
Krukshen chasqueó la lengua. Los últimos días transcurrían entre un
ambiente tan intenso en la sala del consejo que la sombra de una guerra civil
se cernía sobre las murallas de Kálahar. Sería la primera vez que ocurría, pero
ya se olía la posibilidad. Por ello esperaba dejar de lado el tema del shámaro
hasta asegurarse de que Torek entendía la gravedad de su situación. El día
anterior, cuando estuvo a punto de matarlo en la misma cama que lo devolvió
a la vida, sí decidió regalarle la información que creía necesaria para que
reaccionara con más vehemencia. Ahora le parecía innecesario.
—El último informe recibido asegura que llegó hasta la capital. Tengo a
dos de mis hombres pisándole los talones, pero lo pierden y vuelven a
encontrar cada varios días —apretó los labios pensando que, si de él mismo se
tratase, hubiera regresado semanas antes a Kálahar arrastrando al traidor por
los tobillos—. Pero darán con él y la próxima vez acabarán el trabajo. ¿Quién
sabe? —preguntó enarcando las cejas—. Puede que ya esté muerto.
—¿Lo han seguido hasta la capital? —Torek se mostraba incrédulo, como
si tanto esfuerzo resultara vano sabiendo que el mal que causó Esoj era ya
irreparable.

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—Te dije que lo encontraría y que haría justicia —recordó Krukshen.
Torek asintió reprochándose dudar de su palabra. La cama parecía otra:
olía a limpio y no quedaba ni rastro del cerco de sudor, ni de las gotas de
sangre seca ni tampoco de las lágrimas. Ni siquiera comprendió con
anterioridad el tiempo que pasó sin lavarse y la suciedad que logró acumular
sin realizar otra actividad más allá que permanecer tumbado. Llevaba décadas
sin sufrir una herida tan grave como para obligarle a guardar reposo durante
más de un par de días. Aún le costaba respirar, pero al menos consiguió
recuperar un pedacito de la ilusión que Erol despedazó el día que volvieron a
encontrarse. Ese trozo de esperanza, de ánimo y de voluntad, debía ser
suficiente para que a partir de él lograra recomponer el resto. Como un brote
quebrado que mantiene el flujo de savia necesario para florecer a la primavera
siguiente.
—Te lo agradezco de veras, Krukshen, pero tenemos problemas más
importantes que afrontar —el veterano asintió—. ¿Dónde está Káler? —
preguntó recordando a su mejor amigo—. Diría que no ha venido a verme ni
un día.
Frenisek se acercó para ayudarlo a incorporarse. Fryena apenas contaba
con la fuerza suficiente para empujar la silla, por lo que la presencia de
Krukshen les sería de gran utilidad. Un gesto del médico hizo que este se
acercara.
—Vino los primeros dos días, cuando todos creíamos que no saldrías de
esta —explicaba mientras ayudaba a Torek a volver a la cama—. La mitad de
la ciudad creyó que no lo conseguirías; los demás pensaban que ya estabas
muerto y que no querían contarlo para no contribuir con la desazón de los
ciudadanos.
Torek gruñía como un cerdo arrinconado en una cueva cada vez que se
incorporaba o se tumbaba. Al menos sus piernas seguían intactas, de lo
contrario hubiera resultado imposible trasladarlo de un lugar a otro sin una
grúa o sin matarlo en el proceso.
—¿Y qué creías tú, si puede saberse? —inquirió volviendo a tumbarse.
—¿Yo? —vaciló un segundo—. Ayer creía que iba a matarte —Torek rio.
—Estuviste a punto.
—¡Bah, casi parece que solo necesitabas un poco de mano dura para
recuperarte!
—¿Has oído, Frenisek? —preguntó Fryena—. Al final acabará
atribuyéndose el mérito de su recuperación el mismo que casi remata al
paciente.

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Intentó ser divertida, pero no funcionó como en su cabeza y Krukshen
volvió a dedicarle una de esas miradas que solo reservaba para quienes no le
agradaban. Esta vez, Fryena sintió un escalofrío y pensó que por algún motivo
que no lograba comprender, el veterano empezaba a replantearse si el hecho
de tratarse de una mujer justificaba no cruzarle la cara. No sabía por qué, pero
aquella niñata con cara de buena y falda ligera que tonteaba con la mitad de
los jóvenes de la ciudad no le caía bien. Tal vez porque no podía propinarle
un guantazo si le incomodaba.
—Vámonos, Fryena. Aquí ya hemos cumplido hasta la hora de la cena.
Frenisek se la llevó sabiendo tan bien como Torek que la muchacha se
encontraba en terreno hostil.
—¿Y bien? —el rostro se le arrugaba por el dolor cada vez que hablaba, y
eso que Torek nunca fue un quejica.
—Está en el cuartel rodeado de capitanes, sargentos y miembros del
consejo que no pierden el tiempo tratando de ascender incluso en una
situación como esta —escupió en el suelo el asco que les profesaba—. Son
como perros que mordisquean la mano de su amo moribundo antes de que
pierda el aliento. Aún no estamos acabados, maldita sea, y ya intentan socavar
la autoridad de quienes la tienen —negó con la cabeza; los labios arrugados
como si una peste innombrable acabase de alcanzar sus fosas nasales—. Son
ratas, bastardos que treparían una montaña formada con los cadáveres de los
suyos solo por alcanzar una corona.
Torek suspiró. Krukshen no se daba cuenta, pero su mentalidad también
suponía un peligro teniendo en cuenta el delicado equilibrio que mantenía
ahora a las velkra moviéndose sobre la cuerda floja. Si permitían que aquellos
que querían ascender a pesar de conseguirlo como mencionaba Krukshen se
saliesen con la suya, estarían en problemas. Pero eso no cambiaba que los
veteranos como él también pudieran destrozar la balanza si normalizaban
hablar de los suyos en términos tan poco favorables. La guerra tiene ese
efecto en los pueblos: enfrenta a amigos y hermanos, por una u otra razón,
consiguiendo que el enemigo gane fuerza a costa de la división interna.
—Di al consejo que mañana hablaré con ellos.
Krukshen no ocultó su sorpresa.
—Estás hecho una porquería, amigo. Apenas puedes hablarme a mí —
negó con vehemencia—. En cuanto esos perros te vean así, ganarán la fuerza
de la que tú careces tratando de convencer a los demás de tu incapacidad para
llevarnos en la dirección correcta. Sería el fin de la ciudad.

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A Krukshen no le faltaba una pizca de razón: Torek no tenía fuerzas. De
lo contrario, habría interrumpido la intervención de su compañero. Pero eso
no importaba. No cuando había tanto en juego. Como tantas otras veces,
como en tantas batallas en las que el cuerpo tiembla por culpa del cansancio,
el agarrotamiento de los músculos y la desesperanza, necesitaba sacar fuerzas
de flaqueza y enfrentarse a los disidentes de uno y otro bando y recordarles
cuál era el motivo que mantuvo a las velkra a salvo hasta ese momento: la
unión de todos ellos en busca de un futuro común.
—Tú comunícalo, ¿quieres?
Podía explicarle a su colega lo que pensaba, pero implicaría un derroche
innecesario de energía que necesitaría cuando volviese entre las paredes de la
gran sala.
Krukshen aceptó sin convencerse, solo por fe; el líder de las velkra sintió
un escalofrío pensando en la titánica tarea en que acababa de embarcarse. Sin
embargo, los miembros del consejo no le preocupaban ni la mitad que los
rinhenduris.
El enfermo despidió a su compañero pidiéndole que convocara a Káler, su
amigo más antiguo y de mayor confianza, mientras descansaba pensando en
el discurso que debía recomponer la estructura deshecha de la sociedad de
Kálahar. ¿Cómo demonios conseguirían detener a los rinhenduris si ni
siquiera podían llegar al consenso entre ellos? Nadie, ni el más pesimista de
entre todos los habitantes de la ciudad, pudo imaginar un ejército tan
numeroso. En especial con tantos záiselars entre sus filas. Las murallas de
Kálahar no se levantaron para defender a las velkra de un enemigo común,
como tampoco sus piedras se cubrían del fino musgo níveo por casualidad. La
delicada capa vegetal irritaba las patas de los lagartos e impedía que se
agarrasen a sus piedras con facilidad.
Por supuesto que no quedaba nadie vivo para asegurar la veracidad de esa
teoría, pero desde el principio de la historia de sus gentes, desde que las
velkra se convirtieran en una única tribu, la leyenda de los poderes
antizáiselar del musgo resultaba familiar todos sus integrantes. ¿Quién sabe?
Tal vez explicara el motivo por el cual Erol decidió no marchar contra la
ciudad cuando sus tropas desfilaron frente a ella. Quizá pensaba que
necesitaría hasta el último de sus soldados para tomar el imperio, aunque
conociendo el poderío de los rinhenduris, el estado de desgaste de las tropas
de Laebius y la guerra civil que desgarraba clanes enteros durante los últimos
años, la conquista del imperio se asemejaría más a una caminata en la que se

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recogen sin esfuerzo los trozos rotos de algo más grande que pretende
reunificarse después.
¿Cuál era el objetivo de los rinhenduris? ¿Por qué volvían ahora, en ese
preciso instante, tantos años después de su primera aparición? Torek pensaba
sin descanso que necesitaba encontrar las respuestas para idear un plan que
asegurase su supervivencia.
El líder de las velkra abrió los ojos como platos. En realidad, las preguntas
que se agolpaban en su mente empequeñecían hasta el punto de convertirse en
un simple anexo a otra cuestión más elevada. Cuando invadieron a los
antiguos clanes arrasando todo a su paso hasta la Fortaleza Negra, ¿qué les
hizo regresar? ¿Por qué volvieron antes de culminar su tarea hasta las tierras
que los vieron partir poco tiempo antes? Esa y no otra era la respuesta que
necesitaba. Si adivinaban la manera de hacerlos regresar, no necesitarían
derrotar a su ejército para acabar con la amenaza.
Cada vez que pensaba en ello, el ánimo de Torek se nublaba: su hijo
menor lideraba esa máquina de destrucción sin igual. Entonces trataba de
mantenerse sereno pensando que en realidad, su cuerpo ya no contenía la
mente de Erol; que su pequeño murió aquel día frente a la puerta de su casa
apuñalado por un amigo de la infancia y que, cuando volvió a la vida, en
realidad no lo hizo como la misma persona. No necesitaba seguir buscando
explicaciones; tampoco quería encontrar alguna que pusiera en entredicho ese
pensamiento, pues a pesar de conocer las consecuencias de no acabar con él,
se negaría a indagar en la forma de detenerlo.
En cuanto llegase Káler, lo mandaría a la biblioteca de la ciudad con la
misión de buscar escritos que contuvieran la información de la que dependía
su supervivencia: la supervivencia de todos los humanos. Y mientras Káler se
ocupaba de poner a los eruditos y bibliotecarios a revisar los antiquísimos
libros que guardaban desde el día en que las velkra se asentaran allí, él
consultaría otra fuente de información distinta, una cercana y cálida que tal
vez muchos omitieran y que posiblemente contuviera todas las respuestas.
Necesitaba hablar con Amaranth.

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28. EL DUELO

El sol asomaba con timidez por el horizonte. Barlohn apuraba el aceite de su


cara arrastrándolo con el filo de la navaja, que después limpiaba pasando con
igual delicadeza por la superficie de un trapo. Repetía la misma rutina desde
los trece años, cada día, sin excepción ni peros, y en las escasas veinticuatro
horas que transcurrían entre uno y otro afeitado, la cara se le volvía de un gris
inapropiado y áspero como una lima. Seguía siendo muy joven para
completar el servicio militar obligatorio, por lo que sin importar su rango, no
se le permitía dejarse barba.
Siempre fue un puritano de las tradiciones puncas, como la inmensa
mayoría de los suyos. Sin embargo, los acontecimientos recientes lograron
que se planteara hasta qué punto los miembros de su clan percibían aún el
camino a seguir. El agua caliente de la palangana respondía con su familiar
chapoteo cada vez que la navaja la tocaba justo después de pasar por el trapo.
Barlohn la devolvía a su cara mirando al mismo espejo que le regalaran el día
que necesitó afeitarse por primera vez, como era tradición entre los suyos.
Jamás lo perdió, sin importar sus viajes, las peleas o los traslados a toda
prisa entre uno y otro campamento. Para él representaba una parte
fundamental de su vida, de su compromiso con su gente. Era su compañero
más íntimo, el que veía su cara cuando aún no era digna de presentarse ante
los demás. Como una amante.
Cuando terminó, pasó la yema de los dedos por su rostro, a contrapelo,
buscando alguna imperfección. Sabía que no la hallaría, pero no por ello
dejaba de suponer una parte del proceso tan fundamental como el resto. La
lona de su tienda se abrió; el guerrero echó mano a su puñal, el mismo con el
que estuvo a punto de mutilar al joven Escudo, y se giró dispuesto a entablar
el posible combate. Frente a él, un soldado ya rasurado con la cabeza gacha
en señal de respeto.
—Habla —espetó en tono de pocos amigos.
—Señor, sus hermanos están reunidos y quieren hablar con usted.

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Barlohn frunció el ceño. ¿Tan temprano? ¿Acaso se pondrían en marcha
hacia el frente de inmediato? No expresó sus dudas, pues aquel soldado no
necesitaba enterarse de nada antes de tiempo. Sus hermanos lo necesitaban a
él, y sus planes no eran de la incumbencia de nadie más a menos que el
Primer Guerrero así lo decidiera.
—Vete.
El soldado volvió a inclinar la cabeza y salió de la tienda a toda prisa.
Barlohn se secó la cara y agarró la camisa. Tenía los pezones duros como
perlas por culpa del frío matutino, pero esa formaba también parte de su
rutina. El aire fresco le ayudaba a despertarse, a mantenerse sereno en esas
primeras horas de la jornada en las que el instinto trata de convencer al deber
de permanecer en la cama solo unos minutos más. El Segundo Guerrero se
vistió, se calzó las sandalias y abandonó la tienda poco después. Su garganta
se asemejaba a una chimenea expulsando el vaho en que sus pulmones
convertían el aire helado. El día amanecía más frío de lo que esperaba, pero
eso solo mejoraba su humor. Odiaba el calor del sol veraniego, al que no se
podía combatir de ningún modo cuando de verdad apretaba. El frío, por otra
parte, se alejaba del cuerpo encendiendo una fogata o cubriéndose la piel con
una pelliza extra.
Caminaba entre las tiendas del campamento pensando en sus hermanos,
en el motivo de su reunión tan temprana. Fuera lo que fuese, debía tratarse de
un asunto grave.
Los pocos soldados que abandonaron su tienda tan temprano se estiraban
frente a ella con la cara tan lisa como la suya. Lo saludaban con el respeto que
merecía; Barlohn los ignoraba según el mismo baremo. Cuando llegó a la
tienda de mando, Fez y Frunk comían señalando los planos sobre la mesa.
Ambos se detuvieron para observarlo con atención en cuanto entró en la sala.
—¿Qué asunto requiere tamaña urgencia?
Fez se sentó junto a la silla de mando, la que debía ocupar Barlohn.
¿Habría comentado con Cabezamartillo sus dudas respecto a su liderazgo?
¿Sería ese el motivo por el cual lo sacaban de su tienda con tanta premura?
—Los rinhenduris han emergido de Trenulk y están arrasando el valle de
Mélmelgor —informó el líder de los puncos.
Barlohn no reaccionó de inmediato, como si la información no le
sorprendiera lo más mínimo.
—Esperábamos que lo hicieran, ¿no? Ya sabíamos semanas atrás que se
congregaban listos para marchar —respondió quitando hierro al asunto.

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—Nuestro nuevo generalillo quiere que marchemos contra ellos en el
vado de Esla. Cree que allí podremos detenerlos hasta que haga las paces con
Laebius y nos preste el resto de sus fuerzas para librar la última batalla en la
capital —continuó Fez.
Eso sí le sorprendió. Más que nada porque tenía la impresión de que sus
hermanos estaban dispuestos a cumplir la voluntad de ese mequetrefe venido
a más únicamente por la incompetencia de cuantos generales lideraban el
imperio.
—¿Y vamos a hacerlo?
—Por eso te he hecho llamar, Barlohn. Quiero tu opinión —dijo Frunk
esta vez.
Barlohn se pasó la mano por sus mejillas recién rasuradas. La suavidad de
la piel no solo lo reconfortaba haciéndole sentir que cumplía con su deber;
también le recordaba su posición. Suspiró.
—Combatir a los rinhenduris es una locura. Los dos lo sabéis tan bien
como cualquiera que los haya visto alguna vez —los miró a ambos. En su
gesto se reflejaba un: «como los hemos visto nosotros»—. Pienso que
debemos volver a nuestras tierras como hicieron nuestros antepasados cuando
se encontraron en la misma situación. Mantenernos neutrales en esta
contienda me parece lo más sabio.
—Así que te dan miedo —espetó Cabezamartillo.
Barlohn frunció el ceño.
—Claro que me dan miedo, Frunk —su tono se elevó, pero trató de
contenerse sabiendo que se encontraba frente a los dos únicos hombres que
podrían matarlo en combate singular—, ¿has visto el tamaño de esos hijos de
puta? —suspiró conteniendo al fin su genio—. Pero eso jamás me ha
impedido cumplir con mis obligaciones.
No dijo nada de lo que avergonzarse: a cualquier soldado se le permitía
sentir miedo en la batalla. Los que no lo experimentaban, no combatían
durante mucho tiempo. El miedo se convertía en una herramienta poderosa
que obligaba a los soldados a elegir entre opciones que representaban una
mejor oportunidad para sobrevivir. Los puncos lo aprendían poco después de
nacer: el miedo jamás es un enemigo a menos que te impida cumplir lo que se
espera de ti. Asustarse era permisible; dejar que el miedo tomase el control de
la mente, no.
—Así que Fez no mentía cuando me habló de tus reticencias a seguir el
plan que fijamos al abandonar nuestro hogar.

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Barlohn se sentía decepcionado. No le sorprendía que Fez confesara a su
hermano las dudas que manifestaba el segundo al mando, pero notaba el sabor
de la traición en la lengua al comprobar que no trató el tema con él antes de
hablar con Frunk.
—Creo que obedecer a este polluelo, a este crío que no forma parte de
nuestra gente, nos degrada como pueblo y como hombres —se defendió.
—A pesar de que posea un ejército más numeroso y poderoso que el
nuestro —insistió Frunk.
—Me molestaría servir a un extranjero aunque le juraran lealtad los
mismos Gréolos devueltos a la vida.
Los Gréolos eran semidioses muy populares en la cultura punca.
Veintidós guerreros alados que servían como guardia personal del padre de
todos los dioses: Varryk el Viejo. Se decía que solo la espada de Varryk,
bañada en las aguas de la Laguna Tibia, de donde procedían todos los seres
vivos, podía perforar la piel de los Gréolos. Estos obedecían sus órdenes
ciegamente, por pura devoción, llevando la destrucción allí donde Varryk
creía necesario. Fueron ellos quienes pusieron fin a la rebelión de los Ladisas,
que pretendían acabar con toda la humanidad cuando esta aún era demasiado
joven para conocer los secretos del metal y la forja. Ladis era la sede del dios
de la guerra, y sus vástagos, monstruosos seres de cuatro cabezas y la fuerza
de una montaña. Y el poderoso dios de la guerra controlaba a miles de ellos.
Varryk el Viejo ordenó a cuatro de sus Gréolos a poner orden, y según la
leyenda, solo dos tuvieron que combatir para acabar con hasta el último de los
monstruos. Desde ese momento, la humanidad se mantuvo siempre bajo la
protección de Varryk. Los puncos lo veneraban a él como su salvador y se
esforzaban en lo posible por alcanzar una pizca de la grandeza de los Gréolos.
—Creo que no entiendes la situación en la que nos encontramos, hermano
—dijo Frunk acercándose a él—. Este general, por joven o poco allegado a
nosotros que pueda parecerte, nos ha otorgado la oportunidad de sobrevivir.
—¿Desde cuándo necesita nuestro clan la caridad de ningún extranjero
para imponer nuestra voluntad?
Frunk dio tal puñetazo sobre la mesa que consiguió volcarla hacia él.
Antes de que la tabla tocara el suelo, le propinó una patada que terminó
colocándola al otro lado de la tienda. Los mapas planearon hasta el suelo con
la suavidad de las plumas de una cotorra derribada por el proyectil de una
honda. Barlohn no se inmutó.
—¡Desde que llevamos décadas encerrados al otro lado del Khor! —bufó
Frunk, que no le arrancaba la cabeza al Segundo Guerrero porque lo había

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escogido él, porque era lo más parecido a un hermano que tendría jamás—.
¡Desde que ya no podemos atacar a los demás clanes como nuestros
antepasados, sin preocupaciones ni miedos a represalias!
Barlohn, a pesar de conocer a Frunk y de saber lo que cerca que se
encontraba de enfrentarse a su ira, decidió insistir en sus planteamientos.
—Sí, e incluso cuando nuestro pueblo se encontraba en su cénit, cuando
nuestro nombre infundía pavor entre todos los clanes, nuestros antepasados
decidieron recular y refugiarse en sus tierras en lugar de enfrentarse a este
enemigo.
Su respuesta causó un incómodo silencio en la tienda de mando. Ningún
guardia patrullaba el exterior para empaparse de los temas que trataban.
Tampoco eran necesarios para asegurar las vidas de los tres mejores guerreros
probablemente de todo el territorio imperial.
—Y si no obedecemos, ¿qué pasará cuando los rinhenduris emerjan desde
Trenulk, no por Mélmelgor como ahora, sino para acabar con nosotros? —fue
Fez quien habló en esta ocasión.
Barlohn lo miró con cara de asco, como si en lugar de su voz escuchara
una flatulencia mientras cenaba. Era el rostro de la decepción, la del niño que
entiende que su padre no es más que un borracho común al que todos
menosprecian.
—Lucharemos contra ellos solos, como uno, hasta el último de nosotros
—miró a Frunk antes de terminar—. Como hemos hecho siempre.
—¿Cómo ayudará a nuestra gente que seamos exterminados? ¡Hasta el
último de nosotros! Los malditos rinhenduris no han dejado a nadie vivo en el
valle. Ni mujeres, ni niños ni ancianos lo suficientemente lentos como para
huir de su avanzadilla.
Frunk seguía esforzándose hasta lo indecible por contenerse. Exactamente
igual que sus hermanos, que por primera vez desde que se conocieran, querían
matarse por cuestiones políticas. Las peleas violentas se sucedieron entre los
tres de forma tan natural como lo son los halagos en el seno de las familias
nobles, pero jamás trascendieron de lo que, entre el pueblo punco, implicaba
la normalidad. Aquellos enfrentamientos tenían como único fin engrandecer
sus genes, demostrar su valía y mejorar sus cuerpos y posiciones en la
sociedad de los suyos. Esta vez, sin embargo, se enfrentaban por adivinar cuál
de ellos entendía de forma errónea el sentimiento mismo de pertenencia a ese
clan y sus obligaciones para con sus antepasados.
—No importa que sobrevivamos, Frunk. No si lo hacemos unidos a otro
clan. En el momento en que combatamos para proteger las costumbres y

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modo de vida de los demás, la esencia misma de los puncos se perderá.
Prefiero morir combatiendo por lo que somos que sobrevivir para convertirme
en algo diferente —esta vez sí, era consciente de que iba demasiado lejos,
pero siendo consecuente con lo que exponía, creía actuar de la forma correcta.
—Estás tentando a la suerte, Barlohn… —amenazó el Primer Guerrero
fuera de sus cabales.
—No, Frunk —respondió él antes de tomar una bocanada de aire—, pero
lo haré ahora mismo —Fez se puso en pie negando con la cabeza mientras
alargaba las manos pidiendo calma, pero ya era demasiado tarde—. Te reto,
Frunk Cabezamartillo, a un duelo a muerte por el derecho a liderar al clan de
los puncos.
Fez supo que ya era demasiado tarde para intervenir; el Primer Guerrero
entendió al momento que pronto dejarían de referirse a ellos como los Tres y
que, en una semana a más tardar, su martillo aplastaría la cabeza de ese
insolente que no supo cuándo cerrar la bocaza.
Barlohn salió de la tienda sin esperar respuesta alguna. No lo necesitaba.
Su destino ya estaba sellado, para bien o para mal, desde el momento en que
pronunció aquellas palabras que condenaban a uno de los dos a morir frente al
otro. No existían testigos, nadie salvo los Tres, pero eso no cambiaría las
consecuencias. Su orgullo, el de los dos contendientes, impediría que ninguno
se echara atrás. ¿Qué clase de líder serían entonces?
La reunión apenas duró unos minutos, pero el número de soldados en
planta se había multiplicado de forma considerable. Barlohn respiraba el
gélido aliento de la mañana disfrutándolo incluso en mayor grado que poco
antes. Era lo hermoso de la vida del soldado: saber que todo puede terminar
pronto, que tal vez nunca más sintiera el frío en los pulmones, el canto de los
pájaros, la fuerza de sus músculos.
No le costó escuchar los gritos de Frunk a su espalda; la mesa que volvió
a volar hasta el otro lado de la tienda, cayendo en un lugar parecido al que
ocupara cuando el Segundo Guerrero entrase poco antes. Ya nada importaba,
pues sabía que a pesar del aprecio que Frunk le manifestara, su orgullo y su
deber como líder del clan quedaban muy por encima de sus sentimientos
personales respecto a cualquiera. Incluido él mismo.
Las lonas de la tienda se abrieron de forma abrupta: no necesitaba mirar
para saber quién lo seguía.
—Espera de una vez, maldita sea —gritó Fez atrayendo la mirada de los
soldados cercanos.

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Todos conocían el carácter del pequeño de los Tres, su facilidad para
dejarse llevar por sus emociones en vez de mantenerse sereno en el lugar que
le correspondía. Y buena parte de culpa provenía de su habilidad para dar
muerte a quien le molestara, estuviese o no por encima suya en la cadena de
mando. Al final, el verdadero poder lo otorgaba la capacidad de matar a un
rival. Lo único que no dependía directamente de la fuerza era el derecho a
dejarse barba. Fez podía ser tan ducho como Barlohn en combate,
seguramente más, pero su posición en el clan quedaba por debajo del Segundo
Guerrero y nada justificaba que le hablase así. A menos que…
—No te dirigirás a mí de ese modo nunca más, Fez, no en público —dijo
bajando la voz mientras lo señalaba con un dedo que le apuntaba al corazón
como una saeta.
Quería a Fez más que a nadie, más que a Frunk a pesar de que se pelaran
en más ocasiones. Fez era más sencillo y bonachón siempre y cuando no
estuviese completamente borracho o iracundo. Ambas, a decir verdad,
ocurrían con mucha frecuencia. Sin embargo, igual que se dejaba llevar por la
tensión del momento, volvía a calmarse con sorprendente rapidez. Entonces
se convertía en ese hermano protector y cariñoso que tal vez solo Barlohn
conociera. A cualquier otro le habría atravesado la garganta por dirigirse a él
de ese modo, pero ya acababa de cruzar armas con Frunk y no quería irse del
mundo sin mantener lo bueno que le quedaba con Fez.
—¿A qué demonios ha venido eso? ¿Es que no ves dónde nos
encontramos? ¿Quién es el más poderoso de los tres?
—Fez…
—¡Tú eres el más listo, por los brazos de los Gréolos, no el más fuerte!
—¡Fez!
Este al fin tomó una bocanada de aire que pretendía retener en su pecho la
frustración que sentía. Barlohn iba a morir, pero no era su muerte lo que
enturbiaba su ánimo. Los puncos afortunados morirían en combate, aprendían
a aceptarlo e incluso desearlo desde la niñez, pero aquel combate no tenía
sentido ni para Barlohn ni tampoco para Frunk. Ningún hombre vivo
derrotaría a Cabezamartillo, y ninguno que se enfrentara a él viviría mucho.
Hasta el último de los que integraban su clan recordaba la facilidad con la que
su líder acababa con las aspiraciones de los pocos valientes capaces de
intentarlo, y aunque Barlohn fuese diestro como pocos, la tarea que se
propuso quedaba muy lejos de su alcance.
El Segundo Guerrero tenía los nervios a flor de piel. Pensaba sin descanso
en los ojos que los observaban, en el tono que usó Fez para llamar su

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atención. La muerte le era indiferente; perder el respeto de los suyos, no.
—Está hecho, Fez. No serviré a nadie cuyos motivos me parezcan
contrarios al espíritu de nuestro pueblo, por fuerte que sea.
Se acercó a su rostro para murmurar sus próximas palabras. Una cosa era
retar a Frunk y otra muy diferente permitir que se cuestionara su autoridad
frente a todos los presentes.
—¿Acaso lo has olvidado?
—¿Olvidar qué?
Fez apretó un puño que deseaba agarrar la garganta del Segundo
Guerrero. Las tiras de cuero en su brazo probaban sus logros; Fez apenas
poseía cuatro. Por un momento, el menor de los hermanos se planteó si de
veras Barlohn, con su intelecto superior, percibía algo que ni Frunk ni él
lograban comprender. Quizá fuese el único actuando con sentido común a
pesar de que los recientes acontecimientos indicaran lo contrario.
—Las bolsas de metal, los envíos que nos permitieron forjar estas hojas,
nuestras malditas órdenes —aún susurraba, pero necesitaba detenerse cada
pocas palabras para moderar su tono.
—No he olvidado nada.
—Explícame entonces este sinsentido, ¡maldita sea!
Barlohn estaba más tranquilo ahora que Fez logró contenerse, pues poco
antes temió tener que desenfundar para poner a Fez en su sitio o morir en el
intento.
—No tengo nada que explicarte, hermano —le dio una cachetada en la
cara—, las cosas son como son y acabarán como nuestra habilidad determine.
Como ha sido siempre —sentenció sin que la voz le temblara lo más mínimo
—. Vete a descansar, Frunk decidirá cuándo ha llegado el momento del reto.
Ambos sabemos que le gustan los espectáculos —la imagen del cráneo de uno
de sus rivales explotando bajo la enorme maza le vino a la memoria.
Y sin dejar tiempo a Fez para que respondiera, giró sobre sus talones y se
dirigió de vuelta a su tienda, donde esperaría a la llamada del Primer Guerrero
para encontrarse de cara con el posible fin de sus días.

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29. EL LAGARTO Y LA CARRETA

Esa misma mañana, a esa misma hora, un trío de shámaros descansaba en el


interior de una granja desocupada. Durante su viaje dejaron atrás varios
edificios como ese, abandonados por sus dueños con tanta premura que los
arcones aún contenían sábanas; los cajones, cubiertos; y las chimeneas el
último fulgor de sus ascuas. No se cruzaron con más refugiados desde la
mañana previa, por lo que asumieron que quien no hubiese escapado ya, se
ocultaría decidido a resistir en el interior de su morada hasta que los invasores
los masacraran o continuaran su camino dejándolos atrás.
Hyuen fue el primero en despertar cuando escuchó el tropel. La granja se
encontraba en una explanada que se extendía frente a un montículo tan alto
como el propio tejado. Varios árboles de silueta redondeada y tamaño medio
se mecían junto a un camino repartidos a uno y otro lado del mismo. Un muro
compuesto por piedras oscuras levantadas un metro sobre el suelo delimitaba
el antiguo cerco de un corral de ovejas. Más allá, rocas grandes como vacas
adormecidas sobre la suave hierba típica de Mélmelgor. Aún no estaban en el
valle, pero el Camino Real no tardaría en llevarlos hasta él.
El shámaro saltó del petate para correr, espada en mano, hacia la ventana
que daba a la parte frontal. Apartó la cortina con cuidado para observar el
exterior. Desde allí arriba, en la segunda planta, la vista alcanzaba distancias
de kilómetros a la redonda saltando entre las suaves pendientes del paisaje
que parecían formadas por bolas escondidas bajo una alfombra verde.
Pero no fue la reacción de Hyuen lo que puso en alerta a Jukkah; tampoco
el jaleo que llegaba desde el exterior, sino los ojos abiertos como platos del
shámaro. A menudo se burlaban de él porque, debido a los genes transmitidos
por su padre, sus párpados únicamente lograban separarse lo justo para
permitirle ver por dónde caminaba. Jukkah le recordaba regularmente que
parecía dormido, después le sugería que dejara de sospechar de todo el mundo
y otras bromas por el estilo. A Hyuen no le importaba, pues llevaba
escuchando los mismos chistes malos de borracho de taberna desde que tuvo
oídos. Su rostro no era común entre las gentes del imperio, lo cual no lo

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convertía en un shámaro ejemplar por su incapacidad para pasar
desapercibido.
—¿Qué es eso? —intervino Verfia ya en alerta.
Jukkah observaba con atención el nuevo rostro de Hyuen, que al fin
reaccionó con un movimiento de la mano que los invitaba a acercarse a la
ventana. Justo después se llevó un índice a los labios para advertirles de la
importancia de permanecer en silencio. No era necesario, no después de ver
su gesto de preocupación.
Se acercaron escuchando en la distancia los gritos de un hombre que
jadeaba a sus caballos. Dirigía una carreta de madera que traqueteaba sobre
las piedras del Camino Real como la yema de los dedos sobre la corteza de un
pino. En cuanto llegaron a la ventana, sus caras se tornaron idénticas a la de
su compañero de ojos rasgados. Allí afuera, a distancia de un tiro de flecha, al
fin vislumbraron al hombre de la carreta. Tras él, moviéndose a una velocidad
endiablada, el lagarto más grande que pudieran imaginar se acercaba
doblando su cuerpo como una «S» a cada zancada.
La bestia daba varios pasos a la carrera para después saltar apoyándose en
sus patas traseras, cogiendo así impulso en una persecución totalmente
inverosímil. El granjero gritaba aterrorizado sin dejar de fustigar a los
caballos, que no se mostraban más tranquilos que su amo. El lagarto era más
largo que la carreta y su tiro; el jinete que cabalgaba sobre su lomo rojizo no
parecía más que un muñeco de paja atado allí arriba como parte de una
macabra broma. Pero gritaba a su vez jadeando al gigantesco animal, que sin
duda disfrutaba con la persecución.
Daba la impresión de que la carreta fuese a desmoronarse de un momento
a otro; el lagarto no necesitaba el empedrado del camino para avanzar a esa
velocidad.
—¿Cómo es posible? —susurró Verfia temblando tras la cortina.
Hyuen no dijo nada; no tenía palabras. Jukkah, por otra parte, podía
formular una serie de respuestas coherentes que pusieran a su socia en
situación, pero para emplear dichas palabras necesitaba asumir antes que esas
criaturas de verdad existían. Y era algo tan irreal, tan imposible, que estuvo a
punto de pellizcarse la mejilla para asegurarse de que no se encontraba
atrapado en un sueño bien elaborado.
—Es un záiselar —respondió al fin sintiéndose sucio por pronunciar aquel
nombre.
¿De verdad? ¿Era posible que, después de todo, esas criaturas existieran?
¿Qué hubieran llegado hasta Mélmelgor?

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La bestia alcanzó la carreta antes de que los espectadores la perdieran de
vista tras varios árboles y la derribó de un zarpazo. La carga de toneles, sacos
y cacharrería se esparció por el camino y los alrededores; el hombre salió
despedido hacia la hierba y rodó convertido en una madeja de brazos y
piernas. No volvió a ponerse en pie. Los caballos, incapaces de soltarse del
atalaje, pataleaban en el suelo vencidos sobre el costado. Relinchaban
tratando en vano de incorporarse, pero el peso de la carreta se lo impedía.
El záiselar se acercó con calma. Ya no parecía la misma criatura, como si
al acabar la persecución se agotara también la energía capaz de poner a un
animal de ese tamaño a tanta velocidad. De repente, su cuerpo se tornó un
saco de carne y piel dura como el acero que se movía con pesadez por ese
terreno abierto tan poco común para los suyos.
—Tenemos que irnos de aquí —espetó Jukkah.
—¿Ahora? —inquirió Verfia, que creía más conveniente permanecer
escondida hasta que pasara el peligro.
—Ahora —respondió el líder del escuadrón.
Hyuen recogió su manta para colocarla sobre la mochila convertida en un
rollo; Verfia dormía tapada con su propia chaqueta. No había fuego que
apagar; los caballos pasaron la noche en el salón. Les preocupaba que alguna
patrulla los divisara en el establo o que las alimañas, que ahora gozaban de
total libertad para vagar por el valle, las atacaran mientras dormían. Las
puertas de la granja eran de buena envergadura y aunque los animales se
mostraron reticentes a pasar al interior, la presión del bocado los hizo
obedecer.
Saldrían por la puerta de atrás y cabalgarían durante un trecho para
colocarse a la distancia suficiente de jinetes tan peculiares como el que
perseguía la carreta. Jukkah pensaba sin descanso en las palabras del soldado
que los interceptó poco antes de cruzar el vado. Su advertencia resonaba
ahora en su cabeza como la de un padre que, cansado de soportar las
travesuras de su hijo, acaba por propinarle un tranquilizador guantazo. Ellos
no recibieron el golpe aún, pero acababan de notar el aire de la manaza
pasando a poca distancia de sus cogotes. Si aquel lagarto olía a los caballos,
lo único que mantuvo a salvo los suyos era que el desgraciado de la carreta
hizo las veces de cebo.
Bajaron la escalera aprisa procurando no dar zapatazos. Los animales
respondieron inquietos a su aparición, pues el salón seguía oscuro y apenas
quedaba espacio para comprobar por dónde se acercaban los potenciales
peligros. Hyuen ató su mochila junto a las alforjas y agarró las riendas para

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conducir a su caballo hasta la salida. Pasaron la noche con las sillas puestas,
preparados para escapar a la carrera si, como en ese momento, lo necesitaban.
Sus animales estaban tan acostumbrados a esa vida de ajetreo constante como
los propios shámaros, por lo que reaccionaban con tranquilidad a las mismas
prisas que pondrían de los nervios a otros.
Verfia miraba continuamente en dirección a las ventanas. Esperaba que de
un momento a otro, tras las cortinas, la sombra del gigantesco lagarto
apareciera tapando la luz del sol como el eclipse que anunciara el fin de sus
días. Pero afuera los pájaros seguían cantando con normalidad y la luz del sol
se llevaba la neblina que cubría el valle cada mañana en esa época del año. La
hierba relucía verde y húmeda tras las lluvias que trajeron los últimos
coletazos de la primavera.
A Jukkah siempre le fascinó la facilidad con la que contaba la vegetación
para renacer tras recibir un poco de sol y agua. Ellos no compartían esa
capacidad, por lo que si no se daban prisa, sus cuerpos pronto se pudrirían en
las inmediaciones de la granja.
Poco antes de llegar a la salida escuchó un algo proveniente del exterior.
Levantó una mano para detener a sus acompañantes. Obedecieron como
perros bien amaestrados y Jukkah se acercó a la ventana del salón para
averiguar en qué situación se encontraban. El sonido se repitió semejante a un
saco enorme que se arrastra sobre la hierba. Cuando su rostro se coló por el
costado de la cortina, comprendió que lo producía el vientre del lagarto
rozando el suelo. Y avanzaba en dirección a la granja.
Se giró llevándose el índice a los labios. Verfia se mordía el labio
planteándose si tomó la decisión correcta abandonando la casa de placer.
Entre sus paredes se sentía segura, pues contaba con la protección de los
guardias y un dueño del local que, por extraño que pareciera en ese entonces,
se preocupaba por el bienestar de sus chicas. Allí no se enfrentaría a más que
un guantazo puntual de un amante incapaz de controlar su impotencia, pero
perteneciendo a los shámaros se exponía a torturas inimaginables.
Frente a la granja, una laguna de diez metros de diámetro se formaba por
efecto de algún manantial cuyo flujo sobrevivía a lo más duro del verano. El
lagarto se acercó al agua con el hocico brillando como el rocío que cubría la
hierba. Sus escamas eran rojas, pero lo parecerían de todos modos tras el
festín que se dio con los caballos. La criatura metió la cabeza en la charca
para limpiarse pero apenas consiguió embarrarse la quijada, por lo que
introdujo las patas delanteras buscando la parte más profunda.

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Su jinete tiraba de las riendas tratando de evitarlo, pero el animal no
obedecía.
—Khessyr, no seas cabezón —insistía.
Sus palabras llegaban amortiguadas aunque perfectamente inteligibles, lo
cual no pasó desapercibido para los shámaros. ¿De veras hablaba su mismo
idioma? Criaturas así, que en teoría no existían, pertenecerían a tierras tan
lejanas que les sorprendía que los jinetes compartieran su idioma. El záiselar
alcanzó el centro de la laguna y comenzó a lavarse como un pichón en una
tarde de verano. Jukkah lo observaba sin perder detalle: el jinete era un joven
de brazos fibrosos y estatura media. Debía rondar los veinte, pero su instinto
de soldado le advertía que evitara a toda costa enfrentarse a él contara o no
con la ayuda del animal.
Jukkah pasó los dos últimos días tratando de encontrar la manera de dar
con su objetivo en medio de aquel éxodo que ahora al fin comprendía.
Cometieron un error monumental llegando tan al norte, pues si el tipo que
pretendían matar de veras paraba en Lorkshire, a esas alturas habría muerto o
huido hacia el otro lado del Khor junto con la mayoría de habitantes de
Mélmelgor. En cualquier caso, no lograrían encontrarlo a menos que llegaran
hasta su última posición conocida.
—Tenemos que irnos de una vez, Jukkah —susurró Hyuen.
—¿Ahora? ¡Imposible! —respondió Verfia temblando como un flan.
—Tienes razón —convino el líder, que comprendió que solo era cuestión
de tiempo que dieran con ellos en la granja.
Si conseguían sacar a los caballos por la puerta trasera antes de que el
lagarto terminara de lavarse, tal vez lograran escapar al galope. En el peor de
los casos la bestia correría tan deprisa como los caballos, pero no podría
dividirse en tres para atraparlos a todos. Huyendo de inmediato contaban con
al menos un sesenta y seis por ciento de probabilidades de sobrevivir,
mientras que si esperaban el resto de la avanzadilla podía alcanzarlos de un
momento a otro. No adivinaría cuántos de aquellos animales traían los
invasores ni si contaban con caballería propia, pero el capitán del escuadrón
fue testigo de los pillajes que deja la guerra y aquella granja, abandonada a
toda prisa por sus moradores originales, representaba un potencial botín para
cualquier soldado que pasara por sus inmediaciones.
El chapoteo se detuvo cuando Jukkah se giró buscando su caballo. El
silencio hizo que devolviera la atención a la laguna. El záiselar, con el cuello
estirado y la lengua paladeando el aire como una serpiente, observaba la
granja.

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—¡Hay que irse ya! —anunció avanzando hacia su caballo, que se
revolvió incómodo percibiendo el peligro.
El lagarto terminó de limpiarse la sangre de la cabeza, por lo que sus
sentidos no se saturaban por su olor. Volvía a percibir los alrededores con
cierta normalidad, y teniendo en cuenta lo cerca que se encontraba de ellos,
habría captado el aroma de los moradores de la granja.
Hyuen avanzó el primero tirando de las riendas con ímpetu. Su caballo lo
seguía con el hocico inclinado en línea con el cuello por la presión del
bocado. Atravesaron la cocina para llegar hasta el otro lado de la casa; el
shámaro de ojos rasgados abrió la puerta con cuidado tratando de evitar que
los mugrientos goznes los delataran. Cuando logró su cometido, se detuvo en
seco. Verfia lo apremiaba a continuar, pero Jukkah conocía bien a su
compañero y comprendió al instante que algo iba mal.
El líder del escuadrón suspiró relajando la presión ejercida en las riendas
y dio dos manotazos al cuello de su animal. Estaban perdidos, se daba cuenta
sin tener ni idea de lo que Hyuen veía. Este, bajo el marco de la puerta, se
mantenía inmóvil como un espantapájaros. Frente a él, cuatro lagartos
observaban al shámaro con indiferencia. No fue lo único que consiguió
paralizarlo, sino comprobar que todos los jinetes eran al menos dos veces más
corpulentos que el primero. No importaba que compartiesen o no el mismo
idioma, esos tipos no eran humanos sino auténticos monstruos a lomos de
otros.
Hyuen comprendió con tanta claridad como su capitán que acababa de
esfumarse su única oportunidad de escapar. El shámaro se llevó una mano a la
pulsera, coronada por una perla azulada, que acompañaba a los suyos tanto
como la maldición de completar siempre un encargo. Sin importar las
circunstancias.
—Espera, Hyuen —musitó su líder—. Tal vez no esté todo perdido.
—¿Por qué no iba a estarlo?
La voz a su espalda hizo que los tres se dieran la vuelta sobresaltados. Era
el jinete del lagarto rojo, el que acababan de ver en la laguna. ¿Cómo entró en
la casa de forma tan silenciosa también? La sombra de su montura oscureció
la ventana por la que se asomó poco antes y Jukkah supo que jamás se
encontró tan cerca de la muerte como en ese momento. Sin embargo, su
habilidad para permanecer sereno o dar esa impresión quizá jugase aún una
baza importante que les sacara las castañas del fuego.
—Porque a nosotros no nos interesa el juego político de ninguna nación o
clan —comenzó diciendo mientras Hyuen, con disimulo, desenganchaba la

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perla de su pulsera—. Somos shámaros —confesó al fin esperando que
supiera algo de ellos—, y vamos hacia Lorkshire en busca de uno de nuestros
contratos.
—¿Qué es un shámaro? —la voz salió justo desde la posición de Hyuen,
pero provenía de la garganta de otro de aquellos invasores, que del mismo
modo que el primer jinete, se acercó al asesino de ojos rasgados a una
velocidad sobrehumana.
Jukkah fue a responder, pero Erol se le adelantó.
—Son asesinos a sueldo que presumen de poder matar a cualquiera si uno
paga lo suficiente.
Jukkah asintió. Que los conociera le hacía sentir de algún modo más
seguro, pues todos los clanes independientemente de sus ideales los
respetaban y temían a partes iguales.
—Yo mismo puedo matar a cualquiera sin que tengan que pagarme —
aseguró el mismo rinhenduris agarrándose la camisa para centrarla sobre su
pecho.
Erol, con esa peculiar mueca semejante a una sonrisa, respondió.
—¿A cualquiera?
El soldado cabeceó midiendo sus palabras.
—A cualquiera a este lado de Trenulk —concedió.
Verfia, oculta por su montura, deslizaba una de sus manos hasta la otra
para sacarse un anillo del índice derecho, uno que contenía un fino aro
acoplado como una filigrana del mismo. Sostenía su superficie lisa entre las
yemas del índice y el pulgar lista para sacarlo de un rápido tirón. Erol la
observaba con ojo experto. Del mismo modo que conocía a los shámaros,
conocía ese característico veneno que todos sin excepción portaban como
último recurso para evitar la tortura. Recordaba con nitidez la noche en que
Esoj y su colega se adentraron en la casa de Torek, sigilosos como un felino,
dispuestos a acabar con su vida.
—¿A quién buscáis?
La voz de Erol les ponía los pelos de punta, pero no necesitaba hablar para
que la sensación atenazara sus corazones, pues permanecían rodeados por
todos los flancos en ese salón abandonado que olía a cuadra.
—A un tipo cuya pista perdimos en Lorkshire, un joven que debió ser
asesinado hará un par de años más allá de Trenulk —respondió Jukkah, que
solo dio la información sobre su contrato por lo extraordinario de sus
circunstancias.
—Erol —respondió este.

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Hyuen enarcó las cejas, curioso. Que aquel tipo lo conociera parecía una
buena señal se mirara como se mirase: si lo querían muerto, dejarían que
continuasen su camino; si no, su situación no podía empeorar.
—¿Sabes dónde podemos encontrarlo?
—¿Por qué lo buscáis?
Jukkah se mojó los labios antes de hablar. A decir verdad, era el único que
parecía capaz de contenerse. La muchacha que los acompañaba se removía
inquieta como un niño que despierta de una pesadilla.
—El capitán que aceptó el encargo no sobrevivió a la misión —sus
palabras devolvieron a Erol la visión de aquel rostro de calva brillante que
tuvo la culpa de que su madre fuese asesinada—. El único miembro que
regresó lo hizo asegurando que completó el contrato, pero acabamos
descubriendo que mentía. Por eso tenemos que acabar el trabajo —y
sintiéndose más seguro a medida que hablaba, remató su intervención—. Los
shámaros nunca fallan.
Aquella frase se convirtió en la guinda del pastel, la misma conjunción de
palabras que escuchó el día que murió por primera vez. Jukkah era un tipo
seguro de sí mismo, un buen profesional sin duda alguna, pero todo su
mundo, las concepciones adquiridas a lo largo de toda su existencia, estaban a
punto de venirse abajo como un castillo de naipes.
Erol se acercó a él mostrando su característica sonrisa, se llevó los dedos
al escote que formaba su camisa a medio abrir y les mostró su pecho. La
cicatriz que dejó el puñal de Esoj entre sus costillas era la prueba
inconfundible, como lo son las letras sobre el papel, de los hechos
acontecidos poco más de dos años atrás. Los asesinos como Jukkah no
encontraban dificultad en evaluar la gravedad de una herida que dejaba
cicatrices tan profundas como esa.
—Os equivocáis —los tres lo miraban incapaces de comprender lo que
sus ojos revelaban—, Esoj sí me mató.

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30. LA EMPERATRIZ LHADA

Jagger Nath caminaba por los pasillos de palacio como si le pertenecieran. No


saludaba a nadie, no quería ver a nadie. Sus pasos resonaban entre los arcos
del patio central, de columnas finas, sobre los que se sostenía la segunda
planta. Aquellos pilares flacuchos capaces de sujetar toda la decoración
superior representaban a la perfección lo que podían lograr los diferentes
clanes agrupados bajo una misma bandera. El aroma de las primeras camelias,
jacintos y hortensias de la temporada embriagaba el ambiente de una
agradable paz diametralmente opuesta a la situación en la que se encontraban.
Allí, entre los bancos del patio donde mojigatos y peleles tomaban asiento
para tratar nimiedades y leer poesía, el mundo se movía de un modo
totalmente distinto al del otro lado del imperio. Como si los problemas, a
pesar de dirigirse irremediablemente hacia la capital, no pudieran percibirse
aún entre el perfume de las flores. Como el mismísimo hedor a muerte que se
extendía frente a la fortaleza de Álea y que el viento dispersaba
diligentemente en todas direcciones hasta conseguir que solo los que
combatían lejos de palacio pudieran percibirlo.
Jagger miró hacia una de las acequias que se comunicaban con las tres
fuentes centrales. Su espada tintineaba, sus pantalones reforzados crujían a
cada zancada esforzándose por mantener en su sitio los poderosos músculos
del cabeza de familia de los Nath.
En aquel lugar, junto a las flores de festivos colores y abrumador olor, se
encontraba la emperatriz custodiada por Garreth y Tummo Gally, los dos
hermanos que servían como sus guardias más leales. Garreth era un inútil que
no protegería ni a un chivo de un granjero hambriento, pero Tummo gozaba
de una habilidad para dar muerte que compensaba lo que le faltaba al garrulo
de su hermano menor. Muchos decían que era precisamente Tummo quien
consiguió el puesto para Garreth; otros contaban entre bambalinas que la
habilidad que le faltaba con la espada le sobraba en la cama y que, de hecho, a
la emperatriz le importaba bien poco que lograra acabar con un agresor
siempre y cuando pudiera encargarse de ella.

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—Jagger Nath —saludó con su voz angelical—. Me alegra que hayas
regresado a salvo del frente. No es sencillo encontrar comandantes capaces en
momentos como este en los que la lealtad escasea tanto como los hombres
valientes.
Nath se inclinó mostrando su respeto. En su interior, las palabras de la
emperatriz despertaban una serie de sentimientos contradictorios. Él mismo la
cortejó largo tiempo atrás, antes de que consensuara su matrimonio con
Laebius. Nath aceptó como buen sirviente la voluntad de su superior y se
apartó de ella sabiendo que nunca lograría aportar a su nombre la grandeza de
la que la cubriría el emperador. Sin embargo, no por ello varió un ápice lo que
la emperatriz despertaba en él desde el mismo momento en que sus miradas se
cruzaron por primera vez. Después de todo, el delicado contorno de Lhada,
tan contrario al suyo, era el único cuerpo de mujer que alguna vez le
interesara.
—Emperatriz Lhada, mi lealtad siempre permanecerá junto a Laebius
sabiendo que al servir a mi señor garantizo también vuestra tranquilidad.
Cuando levantó la cabeza, los hermanos también lo saludaron. Los
conocía a ambos desde la juventud, pero solo respetaba a uno de ellos.
—Garreth, Tummo —los saludó. Tummo inclinó la cabeza.
—He oído que los puncos se han unido al enemigo —continuó Lhada.
—Así es, mi señora. Apenas nos quedan aliados entre los clanes.
La emperatriz lo agarró del brazo, ordenó a sus guardias que los siguieran
manteniendo la distancia y lo invitó a caminar por los jardines de su
compañía.
—Cuanto mayor es la boñiga, más moscas atrae —continuó la emperatriz,
que jamás necesitó contenerse hablando en presencia de Jagger—. Pero no
tiene por qué significar nuestra perdición. Si todos los desleales se unen bajo
una misma bandera, será más fácil erradicarlos de una vez y para siempre.
Jagger contuvo un suspiro antes de responder.
—Temo, mi señora, que haya demasiadas moscas para apartarlas a todas a
manotazos.
Lhada se detuvo para mirarlo a los ojos. Jagger era el hombre más
valiente y diestro con la espada o la maza de cuantos hubiera conocido nunca.
Acababa de regresar de Álea, de perder una batalla contra los subordinados de
ese jovenzuelo que tenía en jaque a su marido. Nath no era un derrotista, no
huiría pese a los contratiempos, pero le preocupó su falta de confianza. A
Laebius nunca le enseñaría un resquicio de debilidad, pero el temible general
de la armadura roja mostraba siempre un flanco al descubierto para ella.

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—¿De veras crees que perderemos esta guerra? —bajó el tono hasta el
nivel preciso para que ni siquiera sus guardias pudieran oírlos.
Jagger negó pensando su respuesta.
—La estamos perdiendo casi desde el principio —confesó—, pero todo
puede cambiar en un abrir y cerrar de ojos. Si los rumores sobre Mélmelgor
son ciertos, la contienda podría tomar un rumbo muy diferente.
—¿Acaso creéis todavía en historias de fantasía? —había una musiquilla
jocosa en su voz—. Nunca os tuve por uno de esos.
Él no se ofendió. No veía la forma en que Lhada pudiera conseguirlo.
—Sabes bien que nunca lo he hecho, pero no esperaba ver a los puncos
marchando para inmiscuirse en nuestras refriegas y lo han hecho; tampoco
esperábamos que un ejército pudiera surgir del desierto y ahora nos amenazan
desde el Este —la miró a los ojos, era fácil discernir gravedad en su gesto—.
Lerac quiere una tregua y no tiene motivos para pedirla, menos aún después
de nuestra derrota en Álea —por un instante, le pareció ver la sombra de la
tristeza entre las arrugas de su rostro cansado—, pero la quiere. Algo extraño
está ocurriendo, emperatriz, y creo que sea lo que sea no puede agravar
nuestra situación hasta colocarnos en una posición peor de la que nos
encontramos.
Lhada descubrió justo entonces que Jagger no era el mismo, que una parte
de su interior estaba resquebrajada aunque tratara de ocultarlo. Puede que
nadie lo notara aún, pero ella sí podía sentirlo.
Sonrió con los labios apretados en una fina línea.
—Sigamos caminando, ¿eh?
El gigantón obedeció esperando que continuase con la conversación.
—Lamento la muerte de Tibrith Bent —dijo con la voz cargada de
solemnidad.
—Yo también —confesó Jagger—. Era un buen compañero y un gran
soldado.
—Jagger —lo detuvo para volver a mirarlo a los ojos—. Sé que era más
que eso —él no se incomodó por su sinceridad—. Lo siento de veras.
Nath se apartó el brazo de la emperatriz con cuidado, con todo el respeto
que su figura merecía, y volvió a inclinar la cabeza en señal de respeto.
—Debo marcharme, emperatriz, lo que queda de nuestras tropas tiene que
ser puesto en orden para recibir al ejército del Este.
—Marchad pues, Jagger Nath, con mi bendición y buenos deseos, pues
como yo, todos sabemos que el futuro de esta ciudad depende en gran medida
de tu habilidad para defenderla de sus enemigos.

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El general asintió, después se despidió con la mirada de Tummo e ignoró
a su hermano menor, que no merecía ni su interés ni sus buenos modales.
Salió de los jardines con el mismo paso marcial que marcaba cuando lo
interceptó la emperatriz. Su tacto lo calmaba, su voz lo acariciaba. Pero el
mundo ardía y no tenía tiempo para delicadezas ni perfumes ni caricias. Si
Eldian Borroll convencía a los invasores para que los apoyaran en contra de
los rebeldes, quizá tuvieran una oportunidad de enmendar su penosa
situación. Si no, si se mostraban tan hostiles como los rinhenduris, estaban
condenados a perecer sin más remedio. Necesitaba preparar lo que restaba de
sus fuerzas para la llegada del ejército que emergió del desierto, pues si
contaban con alguna opción de llevarlos hasta su terreno sería
convenciéndolos de que aún poseían una fuerza que, llegados a ese punto de
la guerra, solo podían aparentar.
Si no lo conseguían, Jagger solo deseaba observar la batalla final desde la
posición de un mero espectador para disfrutar viendo cómo unos y otros se
sacaban las tripas por los despojos restantes del imperio. Jagger era un
hombre de acción, un bruto incluso: alguien que carece de la mesura y
paciencia de los sabios, pero esas cualidades no se desarrollan con tanta
facilidad cuando uno se acostumbra a conseguir sus metas por otros medios.
Tampoco creía ser, ni de lejos y desde su punto de vista, tan imbécil y
predecible como la mayoría aseguraba a sus espaldas.
Y puede que ese fuese su pensamiento más inteligente.

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31. EL PLAN DE LAEBIUS

La sala de guerra se vació tras la última reunión. Esta vez, el emperador pidió
a Frink Maddison, el cabeza de su familia, que permaneciera en su sitio. Los
demás consejeros, incluido su hijo, se marcharon tras un cordial saludo que
anunciaba la vuelta a sus obligaciones. El imperio estaba patas arriba, más
que nunca. La llegada de los dos ejércitos invasores a cada costado suponía el
fin de Laebius en el trono a menos que de algún modo consiguiera poner de
su lado a alguno de los bandos.
Frink tomó asiento antes de echar un vistazo a los demás, que se
dirigieron a la salida sin demora. El último de ellos, su hijo Erick, cerró la
puerta de la sala dejando a su padre con el que pronto dejaría de ser su
emperador.
—¿Otra copa? —preguntó Laebius sirviéndose una.
Frink asintió. Un Maddison rechazando una copa de vino supondría una
anécdota tan peculiar como la de encontrarse una vaca dando caza a un lobo.
Laebius preguntó por cortesía y Frink le agradeció el gesto alargando la mano
para alcanzar la bebida.
—Los Maddison siempre han apoyado mis intereses.
—Mi padre supo a quién apegarse —se encogió de hombros—. En un
mundo como el que nos ha tocado vivir apenas quedan hombres con el valor y
las ideas necesarias para inspirar lealtad —alargó el brazo para brindar con el
emperador, al otro lado de la mesa, en un choque de copas ficticio—. No le
resultó difícil apostar por alguien como vos. Y a mí tampoco —aseguró.
Laebius esperaba un halago por su parte, pero no dejaba de sorprenderle la
fluidez de lengua que caracterizaba a Frink a pesar de consumir alcohol con
tanta frecuencia.
—Tu padre era un buen hombre.
—El mejor Maddison que nunca haya vivido —volvió a levantar la copa
antes de llevársela con presteza a los labios temiendo que una nueva cortesía
retrasara el trago.

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—Todavía recuerdo la batalla contra los sirromes el año anterior al fin de
la guerra —dijo Laebius con la vista perdida en sus recuerdos—. Su carga por
el costado evitó que masacraran a la mitad de mis hombres —negó con la
cabeza—, y por dios que me salvó la vida.
—Lo recuerdo perfectamente, señor. Por aquel entonces el viejo Jorgos no
era tan viejo y no se cruzaba con muchos que tuvieran valor para enfrentarse a
él.
—Sí, lo vi partirle el cráneo a uno de los salvajes con el canto del escudo
a pesar del casco —continuó Laebius sonriendo.
—Ah, todos recuerdan ese momento. Por más que pasan los años, no dejo
de oír el relato.
—Fue un auténtico espectáculo. Los sirromes acababan de rendirse, pero
ese bastardo no quería aceptarlo.
—Por eso todos vieron el combate —continuó Frink recordando la
ferocidad de su padre—, porque solo quedaban dos contendientes en el campo
de batalla.
Laebius también bebió.
—Esquivó con su espada el tajo que le venía directo al costado y lo
golpeó con el canto del escudo en la mandíbula —rio recordando el momento
—. Los dientes salieron volando como un puñado de arroz.
—Mi padre era un grande, señor. Un auténtico soldado, querido y
respetado, justo y leal hasta el último aliento.
El emperador lo miraba con firmeza estudiando cada detalle de su rostro,
de sus labios pegándose a la copa y de su mirada lúcida tras ingerir un litro de
vino.
—Y sin embargo se postró ante mí. Tal vez fuese el único que de verdad
reunía las cualidades necesarias para ocupar el trono. Creo que, de haberse
opuesto a mi reclamo, le habría cedido el puesto sin más opciones —confirmó
esperando la reacción de su invitado.
—Es posible, señor, pero él le admiraba, ¿sabe?, y creía firmemente en el
poder de la juventud para encargarse de las dificultades que estaban por venir
—volvió a beber—. No creo ni por un segundo que errara en su decisión de
mantenerse fiel a vuestra proposición.
Laebius se recostó en el asiento. El tacto frío de los reposabrazos lo
reconfortaba, le recordaba que seguía vivo, que aún ocupaba una posición de
mando y que el frío era sin duda el menor de los sufrimientos que le
aguardaban si perdía la guerra.
—¿Crees que estaba borracho ese día?

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Frink Maddison enarcó las cejas.
—No lo creo, lo sé con toda seguridad.
—¿Cómo es posible que os mantengáis lúcidos, capaces de seguir
combatiendo después de semejantes ingestas de alcohol?
La pregunta del emperador era la misma que se movía entre la curiosidad
de cualquiera que conociera las costumbres de aquella familia.
—Estamos tan acostumbrados al vino como Jagger Nath a cortarse o
golpearse. Llega un punto en el cual sus efectos son parte del día a día y ya no
te limitan igual que el miedo no detiene al buen soldado —explicó—. Jagger
entrena sus músculos, nosotros el estómago y el hígado —continuo mientras
alargaba la mano hacia la botella de vino—, y los hombres de a pie admiran a
cualquiera capaz de llegar más lejos que ellos en algún aspecto.
«Ahí está», pensó Laebius confirmando sus sospechas respecto a los
motivos de los Maddison.
—Es curioso lo dispuestos que estamos a hacernos daño para ganar
respeto, ya sea combatiendo mediante las armas, bebiendo hasta destrozarnos
el hígado o perdiendo algo que amamos —continuo más serio de lo que
Laebius recordaba verlo en mucho tiempo—. Pero de eso se trata siempre,
¿no? De soportar más que los demás para merecer nuestros privilegios.
Laebius estaba de acuerdo, pero no dijo nada. En lugar de eso, se puso en
pie y caminó hacia las ventanas de la sala que daban al exterior, hacia la
ciudad. Allí debajo, Úhleur Thum se extendía como un charco cuyo borde
resaltaban las inmensas murallas coronadas por sus magníficas torres
defensivas. La ciudad estaba a punto de enfrentarse a su momento de mayor
peligro y no adivinaba hasta qué punto sería capaz de resistirlo.
—¿Por qué me habéis pedido quedarme, emperador?
Laebius no respondió de inmediato, pues seguía meditando sobre su
futuro mientras presenciaba las ajetreadas vidas de los ciudadanos, que
deambulaban de un lado a otro tratando de mantener la normalidad en un
momento en el que brillaba por su ausencia. En otros tiempos, la mitad de los
ciudadanos hubiera emigrado hacia tierras más seguras, a la cordillera de
Lében quizás, pero ya no existía ningún lugar seguro en ninguna parte del
imperio. Lerac controlaba el oeste tras la victoria de Álea y toda la costa hasta
las mismísimas fronteras de Térea; los rinhenduris, si de verdad existían,
marcharían contra él para arrebatarle sus dominios primero y asediar la capital
más tarde; el ejército recién surgido del desierto no tardaría en subyugar el
este.

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Laebius ya había perdido ese juego en el que se convertía la guerra, cuyo
tablero era la tierra y sus fichas, las vidas de los ciudadanos.
Frink se puso en pie, cogió la copa del emperador y caminó hacia él
después de rellenarla. Mirando hacia la ciudad, a su lado, comprendió que
algo estaba a punto de cambiar.
—La guerra que me trajo hasta este palacio se libró únicamente para
civilizar a esos salvajes, para extender la grandeza de esta ciudad a todos los
hombres y mujeres del mundo —comenzó diciendo antes de coger la copa
que le ofrecía Maddison—. Y no permitiré que los extranjeros la mancillen,
Frink —el señor de la casa Maddison no lograba discernir si lo que venía a
continuación era una declaración de valentía y fuerza, o la idea descabellada
de un loco que prefiere inmolarse a admitir la derrota.
—¿A qué os referir, señor?
Laebius lo miró a la cara.
—Sois un hombre leal, Frink, tanto como confío será vuestro hijo.
Frink frunció el ceño, pero guardó silencio. Se sentía incluso más confuso
que antes.
—Como bien acabas de mencionar, un hombre admira a otro por lo
mucho que puede sacrificarse o dañarse a sí mismo en pos de la victoria, de la
grandeza —Frink asintió antes de mirar su copa: sabía que la cirrosis se lo
llevaría por delante pronto—, y yo estoy dispuesto a sacrificarlo todo —puso
especial énfasis en esa palabra— para evitar que unos extranjeros se apoderen
de esta ciudad, tanto si han salido de Trenulk como si vienen del desierto o
del otro lado del mar.
Maddison seguía sin comprender de qué estaban hablando.
—Por eso voy a necesitar que me ayudes a convencer al consejo.
—Lo siento, señor, pero me temo que no entiendo. ¿A convencerlos de
qué?
Laebius avanzó hacia la mesa invitando a su acompañante a seguirlo. Este
caminaba tras él como un aprendiz junto a su nuevo tutor, esperando que le
revelase algo insólito que expandiese los límites de su conocimiento hasta
fronteras insospechadas. Cuando volvieron a ocupar sus asientos, Laebius
miró a su leal servidor y dijo:
—Sabes que Lerac nació en esta ciudad, ¿verdad?

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32. LA PARTIDA

Jukkah volvía a cabalgar a lomos de su caballo. Era el único de los tres con
permiso para marcharse, pues se le encargó una misión muy concreta. Una
que surgió de forma imprevista a medida que los gritos de Verfia le soltaban
la lengua. Erol no sabía que Lerac tuvo una hija hasta que el astuto shámaro le
reveló los secretos de su viaje y las garantías que los suyos se granjearon para
asegurarse de que el general pagaba la deuda pendiente por su asesinato. El
hijo de Torek no dejaba de pensar cuánto había cambiado el muchacho al que
no tanto tiempo atrás considerara su hermano. Él también lo había hecho.
Incluso más que Lerac.
Viendo cómo se alejaba, las esperanzas de Verfia y Hyuen parecían
marcharse tras él, a horcajadas sobre la grupa del animal que trotaba inquieto
por el mismo camino real que la mañana anterior fuese testigo de la
persecución más inverosímil presenciada jamás en el valle de Mélmelgor.
Erol les ofreció una salida, pero para que los dos shámaros que
permanecían bajo su custodia fuesen liberados, Jukkah necesitaba cumplir su
parte del plan.
—Me marcho.
Erol le dirigió una mirada inquisitiva a ese gigante a lomos del único
lagarto que podía asemejarse en tamaño y color al poderoso Khessyr. El
muchacho levantó la vista hasta el horizonte: el Khor se arrastraba en la
distancia lento y pesado como cualquier záiselar en las horas de mayor frío de
la jornada. Más allá, difuminado por la distancia y la neblina matutina, en
alguna parte entre las pocas montañas de la región, se izaba la poderosa
Fortaleza Negra.
—¿De verdad vas a ir solo?
El tipo se encogió de hombros.
—No necesito a nadie.
Erol agarró con ambas manos las riendas de Khessyr antes de encarar a
Zúral.

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—Llévatelos. Voy a acompañarlo hasta el Khor —su voz era la de un
general temido por enemigos y subordinados; como la de un padre que
maltrata a un hijo—. Nos veremos río abajo por la tarde.
Zúral, que ajustaba los correajes de su propio záiselar, tuvo la sombra de
una duda en las pupilas, pero no la manifestó.
—Así lo haré.
Y en un brinco tan ágil y elevado como antinatural para alguien tan
pequeño, alcanzó su silla de montar y avisó a los lugartenientes. Miró hacia la
formación para estudiar el estado de la nutrida columna de rinhenduris
equipados y listos para reanudar la marcha. Apenas se detuvieron unas horas
para descansar, pero no lo necesitaban de verdad. Erol avanzó en paralelo al
gigantón que debía pesar al menos media tonelada, sus brazos eran más
anchos que el torso del muchacho.
Zúral los observaba alejándose de la columna principal. No le gustaba la
idea, pero terminó aprendiendo por las malas que debía andarse con cuidado
al manifestar sus dudas o cuestionar las decisiones de Erol. Aún le costaba
creer que el mismo adolescente que conociera en los Escudos Negros siendo
aún frágil y moldeable como la arcilla húmeda se hubiera convertido en el
líder que ahora seguían todos los guerreros de su pueblo.
El Khor se extendía ancho como en ninguna otra parte de su prolongado
recorrido. Allí delante, entre esas aguas profundas y oscuras, se escondían los
mismos espíritus de los que oyera hablar alguna vez durante su infancia.
Recordaba la primera vez que presenció ese lugar, cabalgando con Kraen, y
cómo el mero brillar de la superficie le infundía un profundo pavor.
—Nos veremos en el lugar acordado —dijo Erol.
—Lo sé —respondió el rinhenduris, que chasqueó la lengua para indicar a
su montura que avanzara.
Las huellas del animal se marcaban como profundas cicatrices sobre el
barro de la orilla. El záiselar dio un trago al tiempo que comenzaba a
introducirse en el agua, levantó la cabeza para mantener sus fosas nasales por
encima de la superficie y antes de que pudieran darse cuenta, sus patas ya no
tocaban el suelo. Las extremidades extendidas hacia atrás en línea con el
cuerpo mientras la cola hacía las veces de remo y timón. Las gruesas escamas
que formaban las dos crestas de su cola asomaban por encima de la superficie
y a pesar de que la corriente era prácticamente inexistente, a medida que se
alejaban de la orilla iban desplazándose también a favor de las aguas. Erol
miraba sin descanso las profundidades. ¿Dónde demonios estaban los
espíritus de los que oyó hablar de niño?

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Y entonces, apareció el primero.
Desde las profundidades, a poca distancia del lagarto, una especie de
sábana blanca brillante como las escamas empapadas del animal, se acercaba
a toda velocidad. El záiselar giró la cabeza para mirarlo, pero no modificó su
avance lo más mínimo. Erol, desde la seguridad de la tierra firme, estuvo a
punto de advertir a su compañero, pero parecía tan tranquilo como las vacas
que encontraron pastando la tarde anterior. El espíritu se acercó a tiro de
lanza, a solo unos metros de los navegantes, pero guardó la distancia.
Entonces apareció otro, después otro. Y otro más. El líder de todos los
rinhenduris esbozó una sonrisa, una de las que aún parecían humanas, y
recordó las palabras de su colega cuando le confesó sus intenciones para ese
preciso instante.
Un pellizco de nostalgia le mordió el vientre.
—Vámonos, Khessyr —y le dio una palmada en el cuello como gesto
cariñoso.
El lagarto se dio la vuelta; la columna de rinhenduris avanzaba en la
distancia como un ciempiés kilométrico que se perdía entre los árboles y
suaves cambios de rasante del valle. Erol suspiró pensando en el vado de Esla,
en Lerac y su hija; en la muerte que la incursión de los tharos consiguió
robarle, y sintió que a pesar de las adversidades, de uno u otro modo,
cumpliría sus objetivos.

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33. EL PLAN DE AMARANTH

Amaranth caminaba entre el silencio que traía la noche a las calles de oscura
tierra de Kálahar. El sol se puso horas antes entre el aullido de un viento feroz
que gritaba la proximidad de una tormenta. Las nubes apenas dejaban ver la
luna, y de vez en cuando, un puñado de estrellas asomaba furtivo como un
recuerdo de que tras la espesura de los nubarrones siempre se esconde algo de
belleza.
La joven se arrebujaba en el interior de un abrigo púrpura coronado con la
piel de un zorro que calentaba su cuello. Sus pasos aún eran tan decididos
como siempre a pesar de su avanzado estado de gestación. Al igual que
ocurría con su determinación. Se dirigía hacia el hospital donde Torek se
recuperaba de sus heridas. Frenisek le contó cómo fue la intervención de
Krukshen, la broma que le gastaron al día siguiente y cómo poco después el
líder de las velkra reclamó su presencia. Que Krukshen lograra ponerse
nervioso le resultaba difícil de imaginar, pero Frenisek aseguraba que en su
cara se reflejó verdadera inquietud al convencerse de que sus actos acabaron
con la frágil existencia de su camarada.
Amaranth sabía por qué quería verla el señor de las velkra, pero por
primera vez en toda su vida no le entusiasmaba lo más mínimo hablar de los
rinhenduris. La peculiar raza ya no le parecía fuente de inspiración, de
conocimiento e inquietudes, sino un mal endémico del otro lado del Khor que
como una enfermedad se extendía sin remedio por la tierra. En cualquier caso,
le debía una visita a Torek. Se la debería aunque no conociese a Erol; aunque
no fuese tan importante para ella.
Torek dirigió con sabiduría y rectitud a las velkra durante muchos años,
tanto dentro como fuera del campo de batalla, y había pocos habitantes de la
ciudad que no le profesaran si no cierto grado de afecto, al menos sí un
profundo respeto. La oscuridad de las calles jamás la inquietó, pues no
resultaba frecuente que en Kálahar se dieran casos de asaltos, de robos o
violaciones. Prácticamente todos los integrantes de las velkra ocupaban

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trabajos que les proporcionaban un nivel de vida digno, lo cual dificultaba la
aparición de maleantes.
Sin embargo, sí había algo que la inquietaba. Cada vez que la luz de la
luna se filtraba para iluminar su camino sentía que allí, detrás de alguna de
esas esquinas que relucían durante unos segundos como las ideas que florecen
y se marchitan en los pensamientos, aparecería Erol para confesarle que se
encontraba inmersa en un mal sueño y que los rinhenduris seguían al otro lado
del río, en sus tierras, de las que jamás saldrían.
Su corazón se aceleraba cuando levantaba la vista y volvía a detenerse por
un instante cuando comprobaba que seguía sola. Terriblemente sola. Se pasó
la mano por la barriga; los guantes le impedían sentir con nitidez su tacto,
pero la caricia la reconfortaba. «Ahora solo estamos tú y yo», se decía a sí
misma al tiempo que repetía ese gesto. Llevaba embarazada ocho meses, por
lo que pronto saldría de cuentas. La idea de dar a luz no la inquietaba tanto
como la incertidumbre, como la posibilidad de no poder garantizarle a su hijo
un futuro decente. Un futuro al menos. Sentía a la criatura moverse en su
interior, patalear con genio como si pretendiera salir de allí con la actitud del
más temible guerrero para poner orden en ese mundo que se desmoronaba.
Suspiró antes de levantar la cabeza una vez más. Al fin divisó la fachada
del hospital, iluminada con un par de farolas de metal y forma cilíndrica que
se balanceaban como una de esas jaulas destinadas al castigo de los villanos
más crueles. La luz bailaba en su interior a pesar de que la carcasa la
protegiera de lo peor del viento, que seguía colándose entre las rendijas de
ventanas y puertas para aullar como un lobo hambriento.
Nadie custodiaba la puerta, pero en su interior descansaría algún médico.
Probablemente su hermana.
Ascendió con esfuerzo las escaleras que llevaban hasta la puerta principal
mientras sostenía su barriga con una mano y se apoyaba en la pared con la
otra. No era tan tarde como parecía, pero el frío asediaba a los viandantes con
tanto ahínco que pronto no quedaba nadie en las calles capaz de enfrentarse a
él. La embarazada empujó la puerta de entrada, que la recibió con el cálido
aliento del interior. Las estufas de metal refractario colocadas a cada extremo
de la sala la calentaban sin esfuerzo. Su diseño permitía que la estancia no se
llenara de humo, pues la puertecilla que las cerraba facilitaba que el aire
fluyera hacia su interior por una pequeña abertura. Una vez allí, la corriente
ascendía por el tubo metálico que hacía las veces de chimenea radiante que
escupía los gases nocivos por encima del tejado.

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Amaranth se detuvo frente a una de las estufas, alargó las manos y se
descubrió la cabeza. Tenía las chapetas coloradas y la punta de la nariz
helada, pero el calor que irradiaba el metal sobre su piel la reconfortaba.
Levantó la vista hacia la mitad de la sala, desde donde Torek la observaba.
Apenas quedaban enfermos en esa parte del hospital reservada únicamente a
los casos más graves. De nuevo, los nubarrones ocultaron la esperanza de la
muchacha cuando pensó que a pesar de la tranquilidad de esa noche, pronto
faltarían camas para tratar amputaciones, laceraciones, quemaduras y otras
heridas de los soldados que entregarían hasta la última gota de su sangre para
combatir la amenaza que se cernía sobre la ciudad.
Amaranth se acercó a Torek, que por primera vez desde el incidente con
Erol mostraba cierta vida en su semblante.
—Laiyira era una mujer muy hermosa, ¿sabes? Pero nunca estaba tan
radiante como cuando guardaba a nuestros hijos en su vientre —confesó con
una sonrisa bobalicona—. El embarazo le sentaba bien, y también te sienta
bien a ti.
Alargó su única mano para sostener la de la joven, que se esforzaba por
mantener la compostura.
—¿Me dirás en algún momento quién es el padre?
Ella lo miró a los ojos, sonrió dejando que una lágrima se le escapara y,
pensando que le encantaría decirle que el padre era Erol, que sería mágico que
él fuese su abuelo y que el pequeño se criara allí, entre los muros de Kálahar,
negó con la cabeza. Aquello solo suponía una fantasía, un sueño de niña boba
que imaginó desde la misma noche en que Erol y ella se abrazaron bajo las
estrellas, con el Puño de Kiral como testigo, y que nunca dejó de desear con
todas sus fuerzas. ¿A quién pretendía engañar? ¿A sí misma? A la vida nunca
le preocupaban los deseos de cada uno, pues transcurre llevada por las leyes
de la naturaleza como los rápidos de un río de montaña, y ningún mortal
podría cambiar nunca su curso. Los deseos y fantasías sobre un futuro
perfecto aguardaban solo al alcance de los dioses o aquellos tan poderosos
como para enfrentarse a ellos.
Y Amaranth no era más que una joven arrastrada por la corriente como
tantos otros antes.
—Frenisek me dijo que querías hablar conmigo —respondió tragándose
su malestar.
Torek se resignó y le indicó que se sentara en la silla reservada para las
visitas. Amaranth obedeció con la visible torpeza de las mujeres en su
condición. Suspiró aliviada cuando consiguió tomar asiento. Se sentía tan

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cansada… No le apetecía hablar con nadie, mucho menos con Torek, que
trataría de sacarle toda la información que poseyera respecto a los rinhenduris
para averiguar cómo derrotarlos. Amaranth no estaba preparada para la
tenacidad del hombre que todavía, a pesar de todos los contratiempos y
pesares, ostentaba el máximo poder entre las velkra.
—Cualquiera sabe lo mucho que conoces a los rinhenduris —hablaba con
dificultad tratando de contener la tos que se atoraba en su garganta. Amaranth
asintió—. Bien, bien… —no parecía preparado para lo que necesitaba
preguntar—. En ese caso, dime cómo encontramos a los que se esconden
conviviendo con nosotros en Kálahar.
La joven sintió un escalofrío, su mirada inquieta como si aquella fuese la
primera vez que se planteaba la posibilidad de que los rinhenduris tuvieran
espías entre las velkra. La idea no le parecía descabellada, pero sí del todo
inquietante. Los rinhenduris más viejos eran enormes, pero esa característica
la compartían la mayoría de los integrantes de las velkra. No le resultaba
imposible que los habitantes de la Espina se hicieran pasar sin muchas
dificultades por algún granjero llegado a la ciudad; un comerciante o un
herrero. ¿Por qué no se le había ocurrido a nadie, en ningún momento, antes
de que Torek tuviese la idea? Ahora que acababa de escucharlo, la posibilidad
le parecía tan evidente como inquietante.
—¿Qué te pasa, niña? —inquirió el herido con un tono más serio de lo
que pretendía.
Amaranth volvió en sí. La pregunta de Torek consiguió sacarla de aquella
sala por un instante mientras su mente repasaba un nutrido grupo de caras,
cuerpos y tonos de voz que pudieran darle una respuesta.
—No pensaba que me preguntarías algo así —confesó—. La idea de que
podamos identificar algún rinhenduris entre estos muros es… —entrecerró los
ojos buscando la palabra— perturbadora.
—¿Lo es porque no te parece creíble o porque ya sospechas de alguien?
—Porque no entiendo cómo es posible que nadie lo haya pensado hasta
este momento.
Torek se acomodó arrugando la nariz por el dolor. Las medicinas de
Frenisek lo mantenían sedado hasta cierto punto, pero ahora que sentía que lo
peor había pasado, no quería que las drogas le quitasen una porción de su
intelecto.
—Se me ocurrió esta tarde tras hablar con Krukshen —confesó—. Tiene a
dos de sus asesinos buscando a Esoj —el nombre provocó una punzada en el
pecho de ambos— en plena capital. Dos asesinos de las velkra —enarcó las

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cejas remarcando lo disparatado que parecía que sus hombres se encontraran
tan alejados de Trenulk—, y ni siquiera allí podrían adivinar su identidad.
Entonces pensé, «¿por qué no iban los rinhenduris a actuar del mismo modo
en Kálahar?» —volvió a mirarla estudiando la expresión de su rostro.
Amaranth asentía convencida. No necesitaba que Torek le explicase cómo
llegó a esa conclusión, pues ahora que acababa de escucharla, la idea le
sonaba perfectamente lógica.
—Tal vez llevemos años con espías en nuestras calles informando al otro
lado del Khor de cuanto ocurre aquí —esta vez sus ojos se movieron a uno y
otro lado de la sala, como si incluso las camas vacías pudieran esconder entre
sus sábanas a alguno de ellos—. Es posible que los conozcamos, que hayamos
hablado con ellos en más de una ocasión —no era difícil ver que Amaranth se
sentía inquieta—, como yo hablaba con los habitantes de Lorkshire antes de
volver aquí y atacar Mélmelgor en verano.
La joven se llevó una mano a la frente. Torek tenía razón. Tenía toda la
razón del mundo. ¿Cuántos rinhenduris convivirían con ellos compartiendo su
día a día con los mismos hombres que ahora amenazaba su ejército?
—¿Estás bien, niña?
Su piel perdió el color; las manos le temblaban barajando la idea de
identificar a alguno de sus enemigos en la ciudad. ¿Cómo podían derrotar a
los rinhenduris si además contaban con espías que informaran a Erol de todo
cuanto sucedía en la ciudad?
—Estoy bien —dijo tras alargar la mano hacia la mesilla y servirse un
poco de agua. Se la bebió de un trago que la ayudó a recuperar el semblante y,
mirando a Torek, aseguró—. Y sé cómo podemos identificarlos.

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34. LAS ÓRDENES DE ZELCA

Frunk Cabezamartillo estaba de un humor de perros desde que Barlohn


abandonara su tienda poco antes. La idea de matarlo le perturbaba, pero
sospechaba que la falta de sexo era lo que de veras conseguía enturbiar su
ánimo. Los puncos se estaban ablandando con su aislamiento, incluso él, que
echaba de menos los placeres como la piel de una mujer. El Primer Guerrero,
que contaba con su propio harén, sentía que avanzaba tan lejos de sus mujeres
que dejaba atrás algo tan importante como su propio martillo, que fue la llave
con la que abrió las piernas de todas ellas. Ahora solo le servía para aplastar
enemigos, como mera herramienta de un trabajo sin recompensa. ¿Por qué le
molestaba tanto? ¿En qué momento el mero hecho de combatir dejó de
producirle esa maravillosa sensación de plenitud que recordaba? Era como si
su mente supiera que matar por el clan representaba un fin hermoso, noble y
digno, pero su cuerpo no sintiera ninguna emoción al respecto. Como alguien
que devora un asado sin sentir su sabor en la lengua.
Quizá Barlohn tuviera razón después de todo y los puncos ya estuviesen
diluyéndose entre el resto de los clanes.
Seis Escudos Negros llegaron hasta los límites de su campamento
escoltando a Zelca, que quería ver de cerca la organización del clan
aprovechando la oportunidad que le brindaban sus nuevas órdenes. Los
puncos los miraban con recelo avanzando entre las tiendas; los Escudos, con
sus caras ocultas tras el yelmo, los observaban darse varazos entre risas y
sangre que salpicaba de uno a otro. De vez en cuando alguno se quejaba con
un mugido que se arrastraba entre sus mandíbulas apretadas; sus compañeros
se burlaban de él antes de recibir su golpe.
El tagueo era un juego brutal al que solo ese clan, acostumbrado al dolor y
la violencia desde la edad más temprana, jugaría con la misma naturalidad
con la que un noble agarra un libro para leer a la sombra de un limonero. El
espectáculo intimidaba a los Escudos, pero el hecho de que sus rostros
quedaran cubiertos bajo el yelmo los tranquilizaba.

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Zelca ni siquiera les prestaba atención. Pensaba sin descanso en las
nuevas órdenes de Lerac, en las palabras y el tono correcto para convencer a
Frunk Cabezamartillo de que avanzara según lo pactado por el general. Los
puncos se asemejaban a ese lobo salvaje que uno alimenta durante dos
semanas consecutivas y que en cualquier momento, debatiéndose entre seguir
obteniendo comida por ese medio o dejarse llevar su propia naturaleza, no
sabe si permitir que lo acaricien o lanzar una mortal dentellada. Zelca sabía
que jugaba con el Primer Guerrero un algo más peligroso que el tagueo. Si lo
contrariaba, su respuesta no consistiría en un simple varazo.
Cuando llegó hasta la tienda de mando escoltado por sus Escudos, a la vez
acompañados por tres puncos, dejó a sus muchachos en la puerta para acceder
siguiendo las indicaciones de los guardias de Frunk. Este, ocupando su sitio
tras la mesa que lanzó de un lado a otro de la tienda esa misma mañana, lo
miró en cuanto puso el primer pie en su interior. No necesitaba conocerlo para
leer en su rostro que algo iba mal, que su instinto homicida estaba a flor de
piel y que Zelca debía ser incluso más cuidadoso que en ninguna ocasión
anterior si quería volver a abandonar ese lugar.
—Frunk —agachó la cabeza en señal de respeto—, vengo a comunicaros
las órdenes de Lerac —levantó la mano derecha para mostrarle un rollo de
papel.
El punco carraspeó antes de alargar la mano. No realizó el más mínimo
esfuerzo para acercarse a su invitado, que avanzó hasta él para poner el rollo
en su palma. Lo agarró con ambas manos y deshizo el cilindro para revelar su
interior. Su cara no varió un ápice.
—A Esla —dijo en tono neutro.
Zelca asintió sin añadir más. No quería que Frunk sintiera que era él quien
dictaba las órdenes, sino un mero emisario.
—¿De veras cree que uniéndonos a él podremos derrotar a los rinhenduris
tras una empalizada de madera?
Zelca se alarmó, pero se esforzó lo imposible por no reflejarlo. Frunk no
parecía convencido, pero le preocupaba más su tono semejante al de alguien
que ha perdido el respeto por la persona de la que habla. Si ese era el caso,
nada le impedía volverse contra sus propios aliados para acabar con ellos
antes de comenzar una campaña de destrucción y saqueo por todo el norte del
imperio. Especialmente ahora que las fuerzas restantes de Lerac se dirigían
hacia el sur.
—Cree que representa nuestra mejor baza hasta que Laebius se una a
nosotros.

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—¿Y si no lo hace?
Zelca se encogió de hombros.
—Yo no dicto las órdenes, Primer Guerrero, solo las cumplo.
Frunk lo miró de arriba abajo: Zelca le agradaba y asqueaba a partes
iguales. Parecía uno de esos tipos fuertes y decididos capaces de enfrentarse a
cualquiera únicamente porque combate mejor que la mayoría, pero también
reconocía cuando un rival era superior y agachaba la cabeza en respuesta. Eso
le agradaba porque se necesitaba obediencia para que el mundo funcionara
debidamente; le asqueaba porque se sentía identificado con alguien tan
patético como él. Después de todo, como había puesto de manifiesto su
hermano Barlohn, él también agachó la cabeza ante alguien más poderoso.
—Creo en cualquier caso que una vez nos reunamos con el general
podréis preguntarle personalmente cuál es su plan si los rinhenduris nos
sobrepasan en Esla.
—Lo harán —confirmó Frunk en el mismo instante en que terminó de
hablar.
—¿Cómo estáis tan seguro?
Frunk arrugó el papel y lanzó la bola a un lado antes de responder.
—Porque los he visto combatir y he visto a tus soldados. Nadie tiene
ninguna oportunidad contra los rinhenduris, ni siquiera unidos bajo una
misma bandera. No cobijados tras una mierda de empalizada.
A Zelca le sorprendían sus palabras puesto que lo mostraban inseguro e
impotente frente a los rinhenduris, pero sobre todo le marcó que asegurase
haberlos visto combatir. Los puncos vivían entre el Khor y Trenulk, y no le
parecía extraño que tuvieran sus roces con las velkra, que tal vez asaltaran sus
tierras como asaltaban Mélmelgor. Los rinhenduris, por otra parte, procedían
de otro lugar, ¿no? ¿En qué momento los vieron combatir? No era tarea suya
desvelar esas respuestas, pero sí informaría a Lerac al respecto.
—Tu general se equivoca —se puso en pie y caminó hasta la salida—,
debemos marchar hacia la capital y forzar a Laebius a rendir la ciudad antes
de concentrar nuestras fuerzas en otra parte. En cuanto marchemos a Esla,
Laebius recuperará lo que ha perdido en estos dos años y pico de guerra,
entonces podrá decidir si quiere o no pactar con nosotros —levantó la barbilla
y enarcó las cejas—. Ahora no tiene opciones.
—Somos muchos los que dudamos de sus planes con anterioridad, Frunk,
yo mismo incluido —confesó—. Pero el chico tiene seso —confesó
recordando la campaña hasta ese momento—, más de lo que pueda parecer a

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primera vista. En no pocas ocasiones fue eso y no la fuerza de los Escudos lo
que nos condujo a la victoria.
Frunk pensó en Barlohn. Así pretendería acabar con él: siendo más
inteligente durante el combate. Sin embargo, la experiencia era la mejor de las
maestras, y Frunk aprendió de su mano que la fuerza bruta casi siempre
supera a la inteligencia cuando se enfrentan en un campo de batalla.
Zelca observó al punco acercarse. Tenerlo a escasos dos palmos le
impresionaba, pues no llegaba a acostumbrarse a estar frente a alguien más
corpulento que él.
—Tú no has visto a los rinhenduris —aseguró—. Un gato no puede
enfrentarse a un león aunque se trate del gato más inteligente del mundo.
Necesitamos las murallas de Úhleur Thum si queremos tener alguna
oportunidad de repelerlos.
—¿Significa eso que no nos acompañaréis a Esla?
Zelca no pertenecía a esa clase de persona que tiene la paciencia necesaria
para dar rodeos y escuchar contextos: quería respuestas directas y claras, y en
consecuencia formulaba preguntas que le llevaran directamente a
conseguirlas. El Primer Guerrero recordó el incidente de esa mañana, la
reacción de Barlohn a sus palabras.
—Mandaré un contingente a Esla encabezado por mi mano derecha, pero
el grueso de mis tropas partirá a la capital para negociar con Laebius. Cuando
la defensa del vado fracase, os vendrá bien tener Úhleur Thum bajo control —
Zelca sabía que tratar de persuadirlo resultaría inútil. Después de todo, no
contaba con el poder ni el derecho a contradecirlo—. Mis hombres estarán
listos para marchar en una hora. Que los tuyos marquen el paso, los míos os
seguirán —informó más tranquilo que al principio de la reunión.
El líder de los Escudos Negros en esta ocasión sí tenía algo que objetar.
—Mis hombres ya están preparados. Cuando podáis, emprended el
camino —sugirió—. Nosotros iremos detrás.
—No creo que podáis mantener nuestro ritmo.
Zelca, herido en su orgullo, no quería reconocer que la idea de marchar
delante de los puncos le inquietaba. Si decidían traicionarlos, podrían
machacar a los Escudos desde la retaguardia. Por eso quería que avanzaran
primero. Además, estaba convencido de que sus muchachos seguirían el paso
marcado por Barlohn sin ninguna dificultad. Después de todo, la movilidad de
los Escudos era uno de sus puntos fuertes.
—Avanzaremos a tan poca distancia que mis Escudos le pisarán las
sandalias a tus hombres.

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Frunk esbozó una media sonrisa que parecía decir algo como «ya lo
veremos», y acompañó a su invitado al exterior. Levantó la cabeza para
buscar con la mirada a uno de sus oficiales, un tipo que debía rondar los
sesenta años, enjuto y firme como una vara de tagueo, que se acercó entre el
balanceo de su barba blanca. Tenía una cicatriz en la cara que le bajaba desde
la ceja hasta la oreja.
—Nos vamos en una hora, que los hombres estén listos.
El oficial saludó y acto seguido se alejó a toda prisa.
—En el imperio no se ven oficiales tan mayores a pie de campo —aseguró
Zelca, en cuyo tono se vislumbraba su duda sobre la capacidad física de
hombres como ese para seguir el ritmo de la marcha que estaba a punto de
emprender.
El Primer Guerrero torció la boca, chasqueó la lengua e invitó a Zelca a
seguirlo antes de retomar la palabra. Avanzaron tras el veterano para verlo
pasar entre las tiendas de sus hombres, que lo saludaban con respeto.
—Entre mi pueblo existe un dicho popular que asegura que uno debe
cuidarse de un viejo en una profesión en la que normalmente se muere joven
—Zelca seguía la espalda del oficial sin perder detalle del respeto que le
profesaban los soldados más jóvenes—. Khykka —dijo señalando con la
cabeza— tiene un recuento de veintitrés.
—¿Veintitrés?
—Muertes en combate —aclaró el punco.
—Con la edad que tiene, un arquero cualquiera doblaría ese número —
respondió Zelca quitándole mérito.
—¿Luchando uno contra uno? —Zelca se mantuvo en silencio—.
Encabezaba una parte de mi flanco izquierdo en la falange el día que nos
conocimos, y te aseguro que no querrías encontrarte frente a él en el campo de
batalla —Frunk retomó el paso seguido de cerca por Zelca, que veía al líder
de los puncos incompleto ahora que su pesado martillo no se balanceaba
sobre su hombro—. Ese viejo es una leyenda entre los míos y ha inspirado a
muchos que ahora le sirven.
Zelca no sabía si creerlo. Observarlo desde la distancia convertía al
anciano en alguien incluso menos imponente. Entonces recordó la valiosa
lección que le enseñó Erol aquel fatídico día en que, a lomos de su caballo, le
puso un puñal en el pescuezo. Las apariencias engañaban, y era posible que el
tal Khykka no fuese capaz de mantener un combate prolongado por el
desgaste físico que suponía, pero Cabezamartillo y los suyos no creían
ninguna tontería con ese dicho típico de su clan, pues alguien capaz de

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sobrevivir tantos años en una sociedad como la suya debía combatir como un
auténtico animal.
Los Escudos Negros observaban la escena esperando que Zelca ordenara
su regreso a la fortaleza.
—¿Cuántos soldados nos acompañarán a Esla?
—Mandaré mil —respondió tan pronto como acostumbraba, como si ya
tuviese la frase lista antes de escuchar la pregunta—. No puedo prescindir de
más si pretendo imponer mi voluntad a Laebius. Normalmente mandaría a
Barlohn, mi segundo, a ocuparse de las negociaciones. Él es mucho más… —
pensó un instante en la expresión correcta; su extraño acento quitaba seriedad
a sus palabras—, comedido —enarcó las cejas satisfecho por encontrar la
palabra que buscaba.
El líder de los Escudos recordaba al Segundo Guerrero a punto de mutilar
a uno de sus guardias porque osó tocarlo. Entonces pensó que si ese tipo era
lo más comedido con lo que contaba Cabezamartillo, a su regreso de Esla, si
es que sobrevivirían al encuentro con los rinhenduris, encontrarían la capital
en llamas y uno de los dos bandos no contaría un solo hombre vivo entre sus
filas.
—Diré a mi general que parte de tu ejército nos acompaña, aunque dudo
que esté satisfecho cuando le cuente que marchas con el grueso de tus tropas
hacia la otra punta del imperio.
—Estamos en guerra, Zelca, y rara vez se encuentra satisfacción en ella
—entonces relajó el tono y sonrió—. A menos que formes parte de mi pueblo.
Zelca lo saludó y volvió a colocarse entre sus Escudos para regresar a la
fortaleza y sacar de allí a sus efectivos. Frunk parecía más amistoso que
cuando se conocieron, pero no podía fiarse de él. No después de observar
cómo sus hombres masacraron a los de Jagger Nath cuando supuestamente
acudían en su ayuda.
El Primer Guerrero lo vio alejarse, borró la sonrisa de su cara y escupió
una orden a uno de sus soldados.
—Busca a Barlohn y dile que se presente aquí de inmediato.
El soldado agachó la cabeza y abandonó la escena a toda prisa; Frunk
volvió a la tienda y por algún motivo su martillo fue lo primero en lo que se
fijó. Pensaba cómo conseguir que su hermano olvidase su reto por unos días y
cumpliese sus órdenes. Después de todo, contaba con que el viaje en el que
estaba a punto de embarcarse cambiara por completo su forma de ver la
situación en la que se encontraba su pueblo.

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35. EL NUEVO MENSAJERO

Los carpinteros trabajaban a destiempo, pero los soldados descansaban como


si estuvieran de permiso. Apenas se encontraba madera en los alrededores
para alimentar el esfuerzo de los carpinteros, por lo que no existía ninguna
empalizada que protegiera las tiendas de alguna incursión. De cualquier
modo, nadie atacaría a un enemigo tan poderoso sabiendo que sus acciones
significaban poco más que un suicidio. El ejército de Érxan era un oso
rodeado por zorros famélicos.
Los soldados se calentaban durante la noche quemando los abundantes
matorrales que crecían por doquier de forma redondeada, hojas espinosas y
tallos similares al cuerpo de una parra. El agua era tan escasa que la madera
de los matorrales se cuarteaba y despellejaba bajo el sol, y cuando los
hombres la cortaban usando hachas e incluso sus propias espadas, apenas
brotaba savia de su interior. En el poco tiempo que llevaban instalados allí
pelaron los alrededores de todo lo que creciera más de dos palmos por encima
del suelo.
Como ya no quedaban ovejas en la región, la caballería faxoliana se vio
obligada a viajar cada vez más lejos para encontrar recursos con los que
alimentar la maquinaria bélica de Érxan. Este, que por fin disponía de planos
del imperio y que recibió de buena gana las provisiones que llegaron a los
suyos de mano de los clanes sometidos por Laebius, consultaba los diferentes
nombres y ciudades, accidentes geográficos y dificultades logísticas que
presentaba el terreno. Después de atravesar un desierto, el reto de avanzar
hasta la capital le parecía un mero juego de niños.
Eldian Borroll trataba de acercarse a él salvo para dormir; el emperador lo
permitía salvo en alguna reunión con sus generales que podría revelar
demasiado si las negociaciones con Laebius no salían bien. El Señor del Este
y él se entendían como dos amantes, y sus consejos y apuntes sobre los mapas
se mostraron muy útiles desde su llegada. Érxan no confiaba en él, pero
fueran cuales fuesen sus motivos y ambiciones, aportaba una valiosa cantidad
de información sobre su imperio.

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Desde el día en que llegó, Eldian aseguraba que Laebius no tenía
intenciones de comenzar hostilidades contra él; Érxan, por lo poco que
conocía de su nuevo mundo, sospechaba que el emperador en decadencia no
tenía la fuerza, la voluntad ni el poder económico para oponerse a él aunque
así lo deseara. Estaba perdiendo la guerra contra un puñado de rebeldes a
priori inferiores en número y peor organizados. Si la campaña progresaba
como esperaba, sus hombres pasarían a los rebeldes por la espada y obligarían
a Laebius a convertirse en un títere como tantos otros al lado contrario del
desierto.
Cuando restableciera el orden, cruzaría ese magnífico río que llamaban
Khor para aniquilar a los puncos en su propio territorio.
—No, no se puede cruzar por ninguna otra parte a excepción de los vados.
—¿Por qué?
—Porque sus aguas son profundas en todo su recorrido y a pesar de la
calma aparente de su superficie, las profundidades se mueven entre corrientes
que arrastran a hombres y bestias hasta el abismo —Eldian insistía ante las
preguntas de Lasbos, que se empeñaba en levantar un puente que conectara el
imperio directamente con el corazón de Mélmelgor.
El emperador comprendía las objeciones de Eldian, pero no sabía si la
empresa de veras resultaba irrealizable o si aquellas gentes sencillamente
desconocían cómo construir un pontón de esa magnitud.
—Mélmelgor es un lugar extraño, señor —continuó chapurreando de vez
en cuando alguna palabra en el idioma de su pueblo—, con gentes
supersticiosas cuyas creencias no son del todo descabelladas.
—Sí, me contaste sobre las velkra —respondió Érxan, a quien la
necesidad de un traductor frustraba más de lo que conseguía ocultar.
—Exacto, y entiendo que os cueste creer en relatos tan inverosímiles, pero
el bosque de Trenulk es diferente a cuanto hayáis visto nunca.
Érxan lo miró con desdén.
—He visto mucho.
Eldian sintió que abusaba de su confianza, que por momentos olvidaba
que se encontraba frente al hombre del que dependía que volviese vivo a su
hogar en algún momento. También de que siguiera teniendo un hogar al que
volver.
—Jamás lo he dudado, señor —respondió llevándose una mano al pecho y
agachando la cabeza para mostrar arrepentimiento—, pero es mi deber insistir
en cuán sorprendente puede resultar ese lugar para el que nunca lo haya visto.

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El emperador empezaba a captar con claridad qué parte de la personalidad
de Eldian le resultaba tan llamativa: era su codicia, su amor al poder
escondido tras unos modales exquisitos que empleaba para acariciar el genio
de sus enemigos como un guante de terciopelo. En ese instante sintió una
punzada en el cogote y pensó en Fasmar sentado en su trono al otro lado del
mundo. Aún no llegaron noticias de él y pasarían semanas hasta que los
enviados, valientes entre los más distinguidos héroes, regresaran de ese
infierno de arena y sol en el que volvieron a adentrarse para llevar las nuevas
de su gesta a los que todavía se inclinaban ante Érxan.
Temía que Lasbos tuviera razón desde el principio, cuando aseguraba que
Fasmar solo pretendía usurpar el trono mandándolo al otro lado del desierto
para morir enterrado entre las cambiantes dunas o a manos de quienquiera que
morase más allá de estas.
Érxan seguía tan vivo como la mayor parte de su ejército, pero le quitaba
el sueño la posibilidad de que su imperio se resquebrajara si se extendía el
rumor de su muerte entre los cabecillas que gobernaban las distintas regiones
que lo componían.
—En Jayria los aldeanos aseguraban que los lagos de la montaña estaban
malditos y no se acercaban a ellos ni para beber. Mi ejército llegó hasta sus
tierras, sometió a sus gentes y celebró el fin de la campaña bañándose en sus
aguas —explicó sintiendo por un segundo la misma emoción de ese día—.
Los muy inútiles habrían muerto de sed con tal de no acercarse a los lagos,
pero mis hombres demostraron una inmunidad absoluta a la maldición.
Eldian comprendía perfectamente a lo que se refería el conquistador.
Hablaba del miedo como arma disuasoria, del poder que ejerce una leyenda
en la mentalidad de las gentes sencillas que, sin embargo, no afecta a quien la
desconoce. No era de extrañar que pensara así, pero sus ideas cambiarían
cuando se encontrase a las velkra de frente o diese en el campo de batalla con
rinhenduris y záiselars.
—Entiendo lo que decís, señor, y no contemplo siquiera la idea de
contradecir lo que exponéis con total claridad —la adulación no tuvo efecto
en Érxan, que no olvidaba la importancia de mantenerse neutro para
conservar el control de sus propias ideas frente al asalto de un emisario que,
sin duda, tendría en la palma de la mano al propio Laebius.
—¿Entonces?
—Espero que vuestros soldados puedan «bañarse» en Trenulk llegado el
momento. Solo digo que aunque hayáis sometido vuestro mundo al completo,
estas tierras quedan tan apartadas de él que lo que allí podría tratarse de una

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leyenda no es más que la realidad de este lugar —continuó hablando Eldian
Borroll, que sentía la imperiosa necesidad de ir mentalizando a Érxan para lo
que estaba a punto de acontecer—. He tenido la suerte de no enfrentarme
nunca a las velkra, pero sí conozco el tamaño de un lobo de Trenulk —
chasqueó la lengua—, de su cabeza al menos.
—Yo he visto gatos de trescientos kilos derribar a mis jinetes. Dudo que
tengáis por aquí nada que lo supere.
Eldian se llenó los pulmones antes de responder.
—La primera vez que mi padre me llevó al mercado exótico de Úhleur
Thum tenía once años. «Mira esa cabeza, hijo» —imitó su voz—. Era más
grande que su pecho, y el cazador que la trajo aseguraba que el lobo era tan
grande como un caballo.
—Si eso es cierto —comenzó respondiendo el Señor del Este—, cuando
acabe la campaña mis hombres volverán a casa con unos abrigos de piel que
serán la envidia de toda Fáxolaar.
Lasbos estuvo a punto de sonreír. A punto.
Eldian, por su parte, sí lo hizo. Admiraba el arrojo de Érxan, su capacidad
para enfrentarse a cualquier enemigo sin importar su fuerza. Era justo lo que
necesitaban si pretendían derrotar a los rinhenduris, y el joven Borroll empezó
a plantearse si esa sensación que embriagaba sus emociones, si esa valentía y
determinación que inspiraba en súbditos y enemigos era la misma que en su
día irradiaba Laebius. Su luz terminó por difuminarse a una velocidad
pasmosa cuando tuvo que enfrentarse a alguien tan superior a él como
demostró ser Lerac.
El día que fue nombrado oficialmente el nuevo señor de Borroll, su padre
le dijo que los viejos eran quienes manejaban el poder, pero que solo los
jóvenes como él albergaban la capacidad de transformar el mundo. Pensaba
en ello a diario: en Lerac y en él mismo como los dos filos de una misma
espada que pronto se forjaría. Ahora que Érxan se sumaba a escena, su figura
también perdía brillo, como la de Laebius, eclipsada por los ejércitos de esos
dos generales a quienes quería igualarse.
Eldian no comandaba tropas; era lo único que necesitaba para pedir su
trozo del pastel, pero si todo iba como pretendía, su situación cambiaría muy
pronto.
—Entonces, señor, ¿partimos ya?
El Señor del Este levantó la vista para estudiar el semblante de su mano
derecha, firme y duro como la reprimenda de un padre, pero también sereno y
cargado de sabiduría, que no se opuso al plan que llevaban tramando desde

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que el enviado de Laebius llegara al campamento. Después miró a Eldian
Borroll, e irguiéndose sobre la mesa, respondió:
—Sí, Señor de Borroll —pronunció en un perfecto acento—, puedes
informar a tu emperador de que ya vamos.
Eldian sonrió agachando la cabeza.
—Me aseguraré de que las puertas de la ciudad estén abiertas cuando
lleguéis.
Y salió de allí dispuesto a cumplir con el papel que el nuevo emperador
acababa de otorgarle.

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36. MIL PUNCOS

Barlohn regresó a su tienda incapaz de mostrar la quietud que lo caracterizaba


incluso envuelto en la tarea más frustrante. Pronto se enfrentaría a Frunk, por
lo que debía prepararse para el combate, asegurarse de que conseguía
encontrar una estrategia que le permitiera acabar con él. La idea hizo que se le
removiera la conciencia.
Escuchó los pasos decididos de alguien que se acercaba. Era un mensajero
que se limitó a pasarle la información de Frunk. Quería verlo. ¿Tan pronto?
¿Estaría dispuesto a enfrentarse a él en ese mismo momento?
Barlohn se llenó los pulmones y comprobó que su espada estaba a punto.
Salió de la tienda caminando con la mirada clavada en aquella tierra
extranjera que pronto sepultaría sus huesos y llegó hasta la morada de Frunk.
Lo esperaba de pie junto a la mesa; su martillo reposaba al otro lado de la
sala.
—Siéntate —el todavía Segundo Guerrero obedeció—. Voy a mandarte a
Esla con mil de nuestros hombres —el rostro de Barlohn, ya exaltado antes de
escucharlo, mantuvo la misma expresión—. Irás hasta el vado pasando por la
Fortaleza Negra —no tenía que señalarle nada en el mapa, pues ambos
conocían hasta el detalle más insignificante de su orografía: la estudiaron a
conciencia preparándose para la invasión—, y cuando los rinhenduris
sobrepasen las defensas levantadas por Lerac, te encargarás de que llegue
hasta la capital.
—¿Por qué debería hacerlo? —la cara de Frunk sí que cambió—. Te he
retado a un duelo, hermano, y hasta que no se libre estoy exento de seguir tus
órdenes.
Frunk se acercó a él con calma; Barlohn sabía que detrás de sus anchas
mejillas, de su cuello recio como un tronco, se fraguaba una tormenta capaz
de desatar la fuerza suficiente para convertir en astillas todo lo que se
encontraba en el interior de la tienda. Incluido él mismo.
—Sabes que te mataré cuando nos enfrentemos.

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—Es muy posible —respondió Barlohn; Frunk negaba con la cabeza, sus
fosas nasales se abrieron como dos túneles.
—Sabes que voy a matarte —insistió. Esta vez no recibió respuesta—.
Cuando eso pase, ¿a quién mandaré a Esla con mil de nuestros soldados
sabiendo que no desperdiciará sus vidas?
—Me trae sin cuidado a quién ma…
Barlohn no vio venir el guantazo que le cruzó la cara. Nunca olvidaba la
velocidad de sus manazas, pero a pesar de estar alerta resultaba difícil
apartarse a tiempo. El Segundo Guerrero se limpió con el dorso de la mano la
sangre que le brotaba del labio y volvió a mirar a quien todavía era su
superior.
—Te trae sin cuidado morir por lo que crees correcto. Como a todos los
demás —ahora sí parecía más calmado—, pero te preocupas por el bien de los
nuestros. Por eso quieres quitarme el mando o inmolarte en el intento —el
labio de Barlohn dejó caer otra gota de sangre; él parecía inmune al dolor,
como si no ocurriese nada—. Si te mato ahora tendré que mandar a Fez en tu
lugar. Tal vez a Khykka —Barlohn torció la cabeza. Fez era un guerrero
formidable, uno de esos que inspiran a los demás a cometer actos heroicos,
pero no era un estratega y tampoco un líder—. ¿Sabes lo que ocurriría
entonces?
Pero en la tienda seguía reinando el silencio.
—Contéstame.
—Fez acabaría enzarzándose en una lucha contra los rinhenduris —torció
la cabeza—, o con los regulares de Lerac —ahora la boca—, o con los
mismos Escudos si lo acompañan.
Frunk asentía convencido. Ambos lo conocían bien, sabían lo peligroso
que sería otorgarle el mando de un escuadrón para marchar tan alejado de los
buenos consejos de sus hermanos. Más aún si lo acompañaban mil de los
mejores guerreros que el mundo hubiese visto nunca.
—La ruta de la Fortaleza Negra no es la más rápida hasta Esla —continuó
hablando Barlohn.
—No, no lo es —convino el líder de los puncos cruzándose de brazos—,
pero hay algo allí que deberías ver antes de continuar tu camino hacia Esla.
—¿Qué?
Frunk se negó a revelarle esa sorpresa.
—Lo sabrás cuando llegues —aseguró regresando a su lado de la mesa
para tomar asiento—. Coge a tus hombres y parte de inmediato. A marchas

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forzadas hasta la Fortaleza Negra —Barlohn frunció el ceño: la curiosidad le
roía las entrañas como un parásito—. Los Escudos de Zelca te seguirán.
—Dudo que puedan mantener el ritmo.
—A eso me refiero —esta vez, la duda se reflejó de forma más notable en
el rostro de Barlohn—. Asegúrate de dejarlos atrás al menos hasta allí. Una
vez veas lo que quiero que veas, tu percepción de cómo estoy dirigiendo a
nuestro clan cambiará —suspiró antes de proseguir—. Nos enfrentaremos
cuando vuelvas a Úhleur Thum, y al menos me quedará el consuelo de saber
que te mando a la tumba comprendiendo que te equivocabas.
Barlohn se puso en pie sin añadir más, se despidió de su hermano y salió
de la tienda con la sensación de que algo se le escapaba, una vez más, a un
palmo de la cara. Sus hombres fueron informados con anterioridad y recogían
las tiendas y el equipo como si la vida les fuese en ello. El ejército punco
estaba diseñado para viajar rápido y ligero, y si llevaban tiendas con ellos era
únicamente porque la campaña debía ser relativamente estática, con
posiciones concretas que asaltar o defender, a excepción del viaje que les
esperaba hasta Esla. El capitán de aquellos mil hombres les ordenaría dejar
atrás todo lo que no fuese imprescindible para la batalla y la supervivencia
hasta llegar a ella.
De este modo, los paquetes de equipo quedaron perfectamente recogidos,
ordenados y apilados para que los Escudos que custodiaban la fortaleza lo
guardasen hasta su regreso. Los puncos se echaron al hombro su rhola, una
manta gruesa e impermeable por una de sus caras que haría las veces de
cobija, colchón y abrigo en las noches por venir, y cuando Barlohn llegó hasta
ellos ya formaban a una sola orden de avanzar.
Barlohn caminó hasta la vanguardia sabiendo que Frunk solo le otorgaba
una ínfima parte de la información necesaria para comprender hacia dónde se
dirigía exactamente y con qué fin. Repasando las palabras de su hermano,
reafirmó su teoría de que Frunk no quería perder a ninguno de sus hombres de
forma inútil. Eso implicaba que en realidad no marchaban con la intención de
enfrentarse a los rinhenduris en el vado, ¿verdad? Entonces, ¿por qué lo
enviaba allí?
Todo indicaba que su misión no era más que una excusa para pasar por la
Fortaleza Negra, pero ¿con qué intención? ¿Qué encontraría allí? ¿Se suponía
que debía tomarla y masacrar a los Escudos de Zelca? ¿Solo con mil
hombres?
Su rostro no mostraba ni un atisbo de las dudas que le saltaban de un lado
a otro de la cabeza como molestas pulgas. Cuando alcanzó la vanguardia, sin

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detenerse a mirar atrás, levantó una mano para que todos vieran sus pulseras
de cuero desde la muñeca hasta el hombro y gritó.
—¡Hombres, conmigo!
Y mil puncos comenzaron a trotar al unísono en dirección al vado de Esla.
Desde las torres de Álea, la escena no pasó desapercibida. Zelca,
previendo que los puncos se pondrían en marcha lo antes posible ya fuera
para humillarlos dejándolos atrás o para demostrar su impecable eficiencia,
dispuso todo lo necesario para avanzar. Lerac transmitía en sus órdenes la
voluntad de que los puncos se quedasen con el control de la fortaleza que, en
cualquier caso, les sería concedida cuando la guerra terminase. De ese modo,
nadie podría volver a amenazar el paso al Khor que los mantenía unidos como
un apéndice vital al resto del imperio. Estos almacenaron los pertrechos del
grupo de Barlohn y se dispusieron a su vez para realizar el camino hasta la
capital de Laebius.
Zelca dio la orden y los Escudos, a pocos cientos de metros de sus
acompañantes, se pusieron en marcha. Su capitán, encabezando la vanguardia,
susurró para sí.
—Por los ojos de mi madre que esos bastardos no van a dejarnos atrás.

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37. LA FORTALEZA NEGRA

Transcurrieron cuatro días de marcha hasta que los Escudos por fin
alcanzaron las tierras de los telurios, que albergaban la Fortaleza Negra.
Aquella era su patria, la que vio formarse a esos jóvenes que ahora luchaban
en nombre de todos los clanes. Los telurios poseían una antiquísima tradición
guerrera y aceptaron de buena gana la revuelta de Kraen. Fue uno de los
primeros clanes en enviar refuerzos al general, que murió antes de encontrarse
con ellos. Lerac, por otra parte, los recibió como agua de mayo. Por esa
misma razón también soportaron los ataques de Laebius antes que los demás.
La caballería real, blindada como auténticas moles de acero con patas,
barrieron cualquier resquicio de insubordinación que encontraron en su
camino. Aquella unidad era una de las pocas verdaderamente profesionales
con las que contaba Laebius, e hicieron honor a su reputación en los primeros
meses de la guerra. Lerac procuró que Rúeral no se cruzara con ellos, pues
aunque los tharos fuesen los mejores jinetes conocidos, su estilo de combate
no estaba diseñado para enfrentarse a un enemigo así. Eran los campos llanos
y la infantería en línea lo que lograba que destacaran, pues su poder para
barrerlos no tenía parangón. La caballería real, como un joven lujurioso,
embestía con todas sus fuerzas en un frenesí difícil de contener para poco
después quedar exhausta con la esperanza de haber cumplido su función para
entonces.
Barlohn al fin vislumbró en la cima de la montaña la monstruosa
Fortaleza Negra. Había escuchado hablar de ella en múltiples ocasiones, pero
jamás la imaginó tan imponente. En las tierras de su pueblo no existían
construcciones así, y aunque Álea tuviera también muros formidables, la
Fortaleza Negra conseguía empequeñecerla sin dificultad. Además, el hecho
de encontrarse allí arriba, coronando la montaña como su amo y señor, como
si los muros no fuesen más que la cabeza de un monstruo de proporciones
colosales, le otorgaba un aire sobrenatural y poderoso. No importaba que los
suyos fuesen los soldados más aguerridos: derrotar a una guarnición bien
pertrechada en aquel lugar parecía una tarea imposible.

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—Señor, hay algo que deberíais ver —anunció el explorador.
El soldado, a lomos de uno de los pocos caballos con los que contaba
Barlohn, hablaba con la voz cargada de peso, como si entre sus palabras se
ocultara el susurro de una tragedia. Había quinientos Escudos acantonados allí
arriba: suficientes para impedir que Barlohn pudiera tomar la posición. De
hecho, quinientos Escudos podrían defender la Fortaleza Negra contra un
ejército entero de miles de hombres. El Segundo Guerrero miró a sus
hombres: no quedaba ni un punco que no estuviera cansado, pero habían
dejado a los Escudos a más de tres horas de distancia. No era una ventaja
significativa teniendo en cuenta que llevaban días marchando, lo cual
sorprendió no solo a Barlohn sino a todos los de su clan.
—Esperad aquí —ordenó antes de lanzar un silbido con el que llamaba a
otro de los exploradores. Este se acercó y bajó de su montura para
entregársela—. Muéstramelo —ordenó pensando en Frunk y su enigmático
mensaje el día que partieron.
Ambos se lanzaron al galope pendiente arriba mientras los demás
descansaban. Los Escudos llegarían pronto y necesitaba ver con sus propios
ojos lo que ocurría antes de reunirse con Zelca. Desde el pie de la montaña no
se percibía nada extraño, pero a medida que se acercaban comprendió que la
Fortaleza estaba vacía. No había Escudos patrullando sus almenas; las puertas
permanecían cerradas y nadie controlaba el paso hacia el interior. Junto a la
entrada secundaria, estrecha como una zanja en el suelo, una robusta cuerda
que subía hasta los dientes de la muralla. En el otro extremo, el garfio que su
explorador usó para acceder al interior cuando nadie respondió a su llamada.
Ataron los caballos a la reja de la puerta secundaria y se aferraron a la cuerda
para ascender como si asaltaran la fortaleza. Barlohn no tuvo que ver el
interior para percibir lo que iba mal.
Olía a muerte. Cuando alcanzó el adarve, entre su propia respiración
acelerada escuchó los graznidos de cuervos y otras aves carroñeras que se
daban un festín. Los Escudos sí estaban allí; todos ellos.
Todos muertos.
Había restos de sangre a lo largo de las murallas, flechas clavadas en el
suelo o convertidas en astillas tras chocar con violencia contra la roca;
espadas quebradas, cadáveres desmembrados o aplastados.
—Es reciente —susurró para sí.
—De ayer como muy tarde —respondió el mensajero, que le hizo un
gesto con la mano para que lo siguiera.

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—¿Quién puede asaltar una fortificación como esta y eliminar a toda la
guarnición sin dejar rastro del combate en el exterior?
Entonces lo comprendió. No fue su intuición, ni las palabras de su
hermano ni tampoco alguna idea descabellada del explorador: allí mismo, a
dos pasos de distancia, un Escudo Negro partido en dos mitades, con su
armadura puesta y un tajo que seccionó carne y metal por igual. De repente, el
aire que olía a muerto dejó de serle ajeno y vio a su propio pueblo en llamas,
las mujeres y niños mutilados como aquel desgraciado.
—Sigue aquí, señor —confesó el explorador.
Barlohn lo miró fijamente; una de sus cejas se alzó inquisitiva.
—¿Quién sigue aquí?
El explorador levantó la cabeza y señaló hacia la torre principal, que se
elevaba en el centro de la fortaleza tallada en la misma roca que surgía de las
entrañas de la montaña.
—Me permitió volver para traeros hasta él —Barlohn desenvainó su
espada—. Señor, no es una trampa —se defendió levantando las manos—,
solo quiere hablar.
—¿Y tú cómo sabes eso? —el Segundo Guerrero se acercó a él con la
espada en ristre debatiéndose entre acabar con él de inmediato o escuchar
antes sus motivos.
—Porque asegura que Frunk Cabezamartillo os ha enviado aquí para
encontraos con él.
De repente, Barlohn se detuvo como si algún hechizo hubiese tomado
efecto sobre sus músculos. Eso era. Por fin lo comprendía. El Segundo
Guerrero envainó la espada y centró su atención en la torre.
—Que nadie entre hasta que yo salga de esa torre —ordenó.
—¿Y si llega Zelca?
Barlohn volvió a mirarlo.
—Nadie —repitió como una amenaza.
El explorador entendió que mientras su señor permaneciera en la torre, él
solo compondría un ejército defensivo que debía mantener a raya, a toda
costa, a cualquiera que se acercara allí. Punco o no. Barlohn caminó con
firmeza, la espalda recta y los hombros hacia atrás mientras se retocaba la
coleta. Suspiró parte de sus nervios sin saber con certeza lo que encontraría al
otro lado de esa hondonada negra que se adentraba en la piedra. Por el
camino, más cuerpos destrozados, sangre y unas características marcas en la
roca que confirmaban sus peores pesadillas. Allí adentro aguardaba un
monstruo de proporciones inimaginables, uno que Frunk conocía, pero del

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que él solo oyó hablar. ¿Sería ese el momento del que hablaba su hermano?
No podía tratarse de otro. Ahora solo quedaba adivinar si, como advirtió
Frunk, su encuentro sería suficiente para comprender que cometió un terrible
error al retarlo.
Pero Barlohn no tuvo que adentrarse en la montaña para encontrarse con
su destino. Desde la oscuridad de la entrada le llegó el susurro de un cuerpo
arrastrándose. Se detuvo. Esta vez no llevó la diestra a su empuñadura. ¿Para
qué? Desenvainar su arma no supondría ninguna diferencia.
Y por fin lo vio.
La criatura, con un morro más largo que el propio punco, emergió de entre
las sombras con el rinhenduris más colosal que pudiera imaginar sobre su
lomo. Aquello no era un hombre, ni siquiera podía parecerse a uno: eran dos
monstruos uno encima del otro.
—Me envía mi señor —dijo mientras la bestia aún se le acercaba, con una
voz que parecía provenir del interior de la montaña. A su espalda, la
monumental espada con la que descuartizó a los pobres infelices que osaron
enfrentarse a él—. Sabe que los puncos sois volátiles, que os sentís en la cima
del mundo y que tendéis a pensar en la gloria sobre la supervivencia propia —
Barlohn seguía inmóvil, incapaz de hablar; el lagarto olía el aire alrededor del
único humano vivo a su alcance—. Admiro eso, lo reconozco —esas palabras
consiguieron que Barlohn le devolviera toda su atención al jinete—, pero eso
no me impedirá cumplir con mi misión.
—¿Qué misión? —espetó Barlohn, que mantenía la compostura mejor de
lo que cabría esperar.
El gigante esbozó una media sonrisa. Tenía el gesto pétreo, duro como
una roca, grisáceo por las sombras de la entrada que en parte lo ocultaban.
—Voy hacia el norte —Barlohn frunció el ceño—, hacia tu pueblo.
—Bastardo…
El lagarto siseó mostrando los dientes; su jinete lo contuvo con un susurro
cálido como el de una madre.
—No olvidéis vuestras órdenes y no tendré que llegar hasta allí —
advirtió.
La imagen que tenía del «generalillo», como se refería a él desde que
Frunk Cabezamartillo mencionase su único encuentro, cambió por completo
cuando comprendió de primera mano que controlaba no solo un ejército de un
poder incalculable, sino también a un monstruo como ese capaz de tomar la
Fortaleza Negra matando a quinientos Escudos sin sufrir un rasguño; sin
demorarse más de una hora. Barlohn al fin comprendió lo que un guerrero

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más fuerte que él, como Frunk, supo ver en el momento en que aquel dios
entre hombres lo hizo doblegarse: si no cumplían la voluntad de los
rinhenduris, estos acabarían con hasta el último de los puncos antes de que
lograsen volver a sus tierras para defenderlas.
«Para morir defendiéndolas», pensó consciente de que su pueblo no
tendría ninguna posibilidad contra ellos.
Frunk solo se cruzó una vez con Erol, después de ese día siempre volvió a
comunicarse con ellos a través de ese coloso. El rinhenduris agarró las riendas
con ambas manos y siseó una orden. El lagarto comenzó a girar con la
pesadez de la piedra mientras su jinete lanzaba un último vistazo a Barlohn.
—No llegaréis a tiempo —y mirando al cielo, añadió—. Erol cruzará el
vado antes de la próxima mañana.
El záiselar terminó de darse la vuelta y avanzó hacia las murallas que lo
devolvían al lado que daba al Khor. Ascendería hasta el vado de Laek
siguiendo su curso y cruzaría hacia las tierras de los puncos, donde aguardaría
nuevas órdenes. Era imposible que trataran de alcanzarlo, que pudieran
regresar a tiempo para combatir por los suyos. Y aunque lo lograran, tampoco
conseguirían detenerlo. Erol los tenía agarrados por los huevos. A ellos y a
todos los demás; y Barlohn por fin comprendió que por mucho que le doliese
en el orgullo, los puncos acababan de convertirse en los mismos títeres
indefensos que siempre fueron los clanes incapaces de enfrentarse a ellos.
Por un momento sintió la mayor de las frustraciones, después impotencia
y, por último, una envidia terrible hacia aquel pueblo que superaba con tanta
facilidad a todos los demás.

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38. EL VADO DE ESLA

La mañana amaneció fría y oscura, y la niebla que exhalaba el Khor se


elevaba hasta mezclarse con las mismísimas nubes del cielo. Los rayos de luz
luchaban por abrirse paso entre la espesura de la humedad, pero solo
conseguían dibujar preciosos haces amarillentos filtrándose esparcidos hasta
el suelo.
La hierba estaba mojada, también la madera del muro y las protecciones
de los Escudos que lo patrullaban. Los informes de la tarde anterior indicaban
que los rinhenduris se encontraban a poca distancia, por lo que Lerac mantuvo
a sus efectivos alerta durante toda la noche. Una sección entera montaba
guardia mientras las otras reposaban junto a los regulares. Guardaba la
esperanza de que las tropas de Zelca llegaran en unos días, pero algo le decía
que para entonces no quedaría ni uno de ellos en pie esperando los refuerzos.
Apenas pegó ojo en toda la noche a pesar de sus intentos. En un par de
ocasiones consiguió dar una cabezada que no duró más que unos minutos,
pues en cuanto lograba adormecerse lo despertaba el clamor de la batalla. Se
sentía un soldado novato, uno de esos que se alistaron en los Escudos hacía ya
lo que parecía media vida. Se acomodó la capa sobre los hombros antes de
acercarse a los labios una taza de café que humeaba tanto como el río, y salió
a la puerta para recibir los primeros rayos de luz del día. El aire frío se le coló
hasta los huesos haciendo que un escalofrío semejante a una advertencia le
recorriera la espalda. Devolvió la taza a sus labios; el sabor era mejor ahora.
Y entonces lo oyó.
El cuerno que anunciaba la llegada del enemigo hizo que el poco sueño
que lo abrazaba se desvaneciera por completo. Arrojó la taza, entró a por su
casco y se dirigió a toda prisa hacia el muro, que se perfilaba borroso en la
distancia. Los gritos de sus oficiales pronto inundaron el ambiente; soldados
ataviados con sus armas luciendo el negro impoluto se lanzaban a toda prisa
hacia la explanada en la que se les ordenó formar en cuanto ocurriera
exactamente lo que estaba ocurriendo. La hierba aplastada por las pisadas se
doblaba hacia la tierra como pronto lo harían los cuerpos de miles de aquellos

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jóvenes dispuestos a dar su vida por honor, por orgullo y también por
obligación.
Lerac fue uno de los primeros en alcanzar las defensas; los arqueros se
preparaban para lanzar una andanada en cuanto rugieran la orden. Le parecía
increíble la diligencia mostrada por todos, la preparación y velocidad con la
que aquellos hombres recién despiertos eran capaces de pertrecharse y formar.
Tal vez, igual que le ocurría a él, ninguno hubiera podido pegado ojo.
—¡Arqueros, a vuestras líneas!
Un adolescente de unos doce corría frente a ellos encendiendo las fogatas
dispuestas cada dos metros para prender las flechas cuando fuese necesario.
Lerac alcanzó las escaleras y subió hasta el estrecho adarve que coronaba la
Canasta de Assio, como empezaron a llamarla los lugareños.
No se distinguía nada al otro lado, nada salvo la niebla apoderándose del
terreno; nada salvo la esperanza de que el sonido del cuerno fuese únicamente
producto de su imaginación, una falsa alarma. El rocío bañaba el verdor de la
primavera a la orilla del Khor; el río discurría plácido, ajeno como siempre a
los problemas de los mortales.
Assio llegó solo un minuto después con el casco asido por la correa y el
tintineo propio del metal de un soldado que lleva prisa.
—¿Son ellos?
Lerac no respondió de inmediato, pues él mismo esperaba que se tratase
de un simple error. Necesitaba las tropas que comandaba Zelca para sentir que
contaban con alguna posibilidad. Miró a uno de sus subordinados, que
caminaba hacia él a grandes zancadas.
—¿Qué ocurre? ¿Dónde está el enemigo? —inquirió el general.
Él señaló hacia el agua antes de hablar.
—Están ahí, señor —su voz temblaba como un carámbano—, entre la
niebla.
—¿Estás seguro?
Asentía con vehemencia, se sorbió los mocos y respondió.
—Yo mismo los he visto. Estaba destinado en la orilla del Khor.
—¿Qué has visto exactamente, soldado? —inquirió Assio, que parecía
más preocupado por no ver al enemigo que por saber que se encontraba en los
albores de una batalla.
—Son ellos, capitán. Las criaturas de las que hablan los refugiados.
Assio estuvo a punto de responder, pero oyó algo que atrajo la atención de
cuantos mantenían la posición en la Canasta. Al otro lado, como si la propia
niebla portara la maldición a punto de caerles encima, se dibujó la monstruosa

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figura de un záiselar. El vado era tan ancho que apenas se distinguía dónde se
encontraba el otro extremo, pero tampoco era necesario conocer su posición
exacta.
El záiselar avanzaba por el agua con un jinete sobre su lomo. Estaba solo;
la niebla imposibilitaba ver su rostro, pero parecía fuerte como un roble. Una
espada del tamaño de un hombre adulto destacaba envainada en su espalda.
Lerac avanzó un paso, puso las manos sobre la madera y se inclinó hacia el
río entrecerrando los ojos en un esfuerzo para ver mejor. Sus pulmones
sufrieron un shock momentáneo y dejaron de funcionar.
Era él.
—Erol… —susurró retrocediendo antes de girarse para llamar la atención
de sus hombres.
Por ello no fue testigo de lo que ocurrió a continuación, pero el jinete alzó
la mano y acto seguido señaló las defensas. Un clamor semejante al de las
olas que chocan contra la costa durante una tormenta se elevó asestando un
golpe mortal al silencio, que desaparecería de escena durante las próximas
horas, y las figuras de miles de aquellos soldados de leyenda comenzaron a
perfilarse en el horizonte.
—¡Disparad! —gritó Lerac desenfundando su espada.
Cientos de proyectiles silbaron en el cielo, cubiertos por la niebla, para
caer como una mortífera lluvia que sin embargo no derribó a ningún enemigo.
Las saetas se clavaban en sus cuerpos, pero su velocidad no menguaba.
—¿Qué demonios son esos tipos? —exclamó Assio agarrando su
empuñadura.
No desenfundaba. No podía. El miedo, por primera vez desde que
empezara la campaña que los llevara hasta allí, se apoderó de su cuerpo como
si de un recluta más se tratara.
Los Escudos levantaron sus lanzas y cerraron filas tras la muralla. Ellos
no eran testigos del espectáculo que se daba al otro lado, de cómo los
asaltantes parecían inmunes a las armas que tumbarían a cualquier enemigo.
Si conseguían superar la muralla, los esperarían allí como una segunda línea
defensiva compuesta por púas y valor. Al menos de momento.
—¡Disparad! —volvió a gritar esta vez el sargento que comandaba a los
arqueros.
La nueva andanada se elevó por encima de la muralla y consiguió tumbar
al fin a algunos rinhenduris que pronto llegarían hasta la orilla que defendían
los Escudos. El silbido de las saetas surcando la humedad del cielo resultaba
hasta cierto punto reconfortante: aquel era el sonido de un aliado que caía en

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picado para tumbar a tantos de aquellos bastardos como fuera posible. Los
cuerpos quedaban flotando mientras la escasa corriente los mecía como si la
mismísima muerte hubiese bajado hasta allí para acunarlos. Los
supervivientes, algunos con hasta tres flechas clavadas en el torso, corrían
hacia el obstáculo que abriría todo el imperio a su destrucción.
Los arqueros disparaban a una velocidad endiablada, las cuerdas liberando
la tensión acumulada retumbaban en los oídos de Lerac tanto como su propio
corazón, que bombeaba sangre a un ritmo frenético tratando de preparar sus
músculos para la carnicería que estaba a punto de comenzar.
—¡Mira! —gritó Assio señalando al río, donde algunos de los cadáveres
arrastrados por la corriente volvían a la vida para arrancarse las saetas del
pecho y regresar a la carga.
Lerac contuvo el aliento. ¿En qué momento pensó que tendrían siquiera
una posibilidad de retener a los rinhenduris al otro lado del vado? ¿Podrían
conseguir algo parecido aunque se guarnecieran en Úhleur Thum?
El chapoteo del río se mezclaba con los gritos de los asaltantes, que
emergían a lo ancho de todo el vado al unísono. Había miles de ellos. Miles,
pero ¿cuántos miles? Ocultos entre la espesura de la niebla era imposible
calcular si todos ellos se mojaban ya las rodillas o si algunos aún esperaban su
turno para adentrarse en las aguas del Khor.
¿Dónde estaban los malditos lagartos? Áramer dijo que sus chicos vieron
al menos a tres o cuatro de ellos, pero Erol era el único que montaba a lomos
de una de esas bestias. Allí parado, en medio de la marabunta de rinhenduris
que lo rodeaban como las aguas del río al propio záiselar, observaba la escena
con aire impasible.
—¡Cambiad el ángulo! —gritó el sargento que dirigía a los arqueros, que
orientados por un observador en la torre más cercana, indicó que el enemigo
se aproximaba lo suficiente como para disparar a mayor altura.
La idea era abatir a tantos de la primera oleada como fuera posible, pues
según comentaron algunos de los escasos supervivientes de Lorkshire, la
componían los guerreros más temibles de entre todos los rinhenduris.
Los primeros pozos comenzaron a abrirse cuando la vanguardia dejó atrás
el río. Los rinhenduris caían en su interior de tres en tres, a veces incluso
cuatro o cinco se precipitaban al mismo tiempo para acabar ensartados entre
las estacas de su interior. Pero la ola que amenazaba con ahogarlos a todos no
se detenía. De entre las aguas seguían manando más de ellos, muchos
completamente desnudos. Eran gigantes; al menos tan altos como dos
hombres. Los que no llevaban ropa ni armas parecían incluso más rápidos y

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resistentes que los demás. Lerac se fijó en uno en concreto, que con cinco
flechas clavadas en el tronco seguía corriendo para adelantar a sus
congéneres. Sus zancadas sorteaban sin esfuerzo a compañeros caídos y pozos
que otros no conseguían evadir. Un potente rugido surgió de su garganta y
Lerac, mirando a lo largo del adarve, comprobó que algunos regulares ya
arrojaban sus armas al suelo para lanzarse a tierra firme y darse a la fuga.
—¡Volved aquí, hideputas! —gritaba Assio con los ojos inyectados en
sangre, las venas a punto de reventar en su cuello y la espada ya en ristre.
Lerac sintió que su capitán también se gritaba a sí mismo. Su rostro, a
pesar de todo, infundía el mismo terror que el espectáculo que presenciaban y
pensó que sin ninguna duda, su capitán habría clavado su espada en la espalda
de aquellos malnacidos que los abandonaban a su suerte antes siquiera de
derramar la primera gota de sangre.
Los rinhenduris de vanguardia alcanzaron la línea de defensa entre la
lluvia de lanzas y flechas que caían desde las torres defensivas. El tipo
desnudo saltó y sus manos se aferraron a la cima del muro. Un fuerte tirón lo
empujó al adarve, donde a patadas y manotazos despejó en solo unos
segundos más de tres metros a la redonda. Las flechas volaban sin descanso,
pero parecía imposible lograr que retrocedieran. El rinhenduris del adarve
agarró a un Escudo y lo catapultó al otro lado del muro como si no pesara más
que un cachorro. El muchacho gritó su miedo en su descenso por el aire para
precipitarse sobre los demás asaltantes.
—¡Es inútil, Assio! —gritó Lerac agarrando al capitán por el hombro—.
¡Tenemos que quemarlo!
La batalla acababa de empezar. Tal vez ni siquiera pudiera llamarse a eso
el principio pues apenas comenzaron a intercambiar estocadas con el
enemigo, pero el resultado ya parecía decidido.
Assio, comprendiendo que pronto se encontrarían en una situación
insalvable, no perdió el tiempo en elaborar una respuesta: saltó hacia la base
del muro, rodó con increíble maestría para evitar el daño en sus piernas y
corrió como un poseso hacia los arqueros. Lerac observó a Erol por última
vez. Seguía allí, en mitad de la corriente, entre la niebla, observando a lomos
de su záiselar el asalto de sus tropas. ¿Qué habría ocurrido con él? ¿Cómo era
posible que una persona tan noble hubiese cambiado tanto en tan poco
tiempo? ¿Seguiría siendo el mismo?
Entendía su sed de venganza por lo que Kraen le hizo a su madre; también
que él formase parte del ajuste de cuentas, pero Erol siempre fue un

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muchacho sensible y empático. ¿Cómo mandaba a tantos de sus antiguos
compañeros a la muerte con semejante indiferencia?
Un golpe monstruoso hizo que le retumbaran las plantas de los pies. Lerac
se asomó y encontró a otro de los rinhenduris desnudos aferrado a la muralla.
El foso excavado en el exterior no era suficiente para mantenerlos alejados,
pues saltaban sin esfuerzo tanto el socavón como las estacas de la base para
encaramarse a los troncos que formaban la defensa principal.
—¡Lerac, sal de ahí! —gritó su capitán, que veía cómo más de aquellos
bastardos emergían con sus cabezas desproporcionadas y sus rostros
compuestos de ira y tenacidad. Las vergas colgando como péndulos, los
músculos tersos de quien basa su existencia en la entrega absoluta a la
actividad física.
Algunos poseían auténticas matas de pelo en el pecho y las piernas; otros
aparecían depilados, tan lisos como una escultura de yeso, mostrando las
heridas de sus cuerpos como si no les molestasen más que una arruga en la
piel. La sangre que brotaba de los agujeros que abrían las flechas era escasa,
pero algunos recibieron tantos impactos que se movían empapados por un
torrente carmesí. Los rugidos de los asaltantes no se asemejaban a los que
emitieran los humanos y pronto la línea defensiva al completo se deshizo.
Áramer contaba con una habilidad militar envidiable si logró salvar a
tantos de sus hombres el día que sufrieron el ataque en Lorkshire. Lerac por
fin comprendía lo imposible que resultaba defender una plaza que no contara
con defensas de piedra de al menos treinta metros de altura. Y eso que los
záiselars no entraron en acción.
—¡Baja de una vez! —volvió a vociferar Assio.
Lerac saltó en el momento justo en que la mano de un gigante lo atrapaba
por la capa. El tirón hizo que los enganches se abrieran y la tela se
desprendiera de sus hombros. Como consecuencia cayó de mala manera y se
dobló un tobillo.
—¡Ahora!
Veinte flechas de fuego salieron disparadas hacia el tipo que intentó
atrapar al general. Esta vez sí reaccionó a sus heridas, pues se apresuró a
apagarse las llamas que le consumían la piel.
—¡Assio! —llamó Lerac tras ver a su agresor caer de vuelta por donde
había subido. Más y más de ellos emergían como auténticos demonios a lo
largo de toda la Canasta—. ¡Préndela de una vez!
El capitán se agachó para recoger una bandera roja que reposaba a sus
pies y ondearla como un auténtico poseso tratando en vano de atraer la

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atención de la unidad indicada, que seguía demasiado ocupada defendiendo su
sección de muro. Finalmente uno de ellos se percató de la orden y corrió a
prender una serie de antorchas que repartió entre varios de sus compañeros.
Los hombres las lanzaron a la base de la muralla, impregnada en brea y a
cubierto de la humedad. Durante esa misma noche, previendo que la batalla se
decidiera del lado de los agresores, Lerac ordenó que se preparara lo
necesario para convertir el muro de madera en una gigantesca hoguera que les
proporcionara el tiempo suficiente para retirarse antes de que mataran hasta el
último de ellos.
Las llamas solo tardaron unos minutos en crecer por la muralla como si el
rocío que lo cubría no importara en absoluto. Largas lenguas de fuego se
alzaban como sinuosas serpientes ígneas que acabaron deteniendo el asalto
cuando los rinhenduris más pequeños, que no por ello dejaban de ser más
corpulentos que cualquier veterano de las velkra, empezaban a apartar las
estacas que les impedían alcanzar a la vanguardia. Ellos no podían saltar a esa
distancia; tampoco existían puertas por las que abrir una entrada a la Canasta
de Assio, que acababa de convertirse en la pila de leña más grande que el
Khor viese arder en los miles de años que llevaba repitiendo el mismo
recorrido.
Los pocos Escudos que quedaban en la muralla saltaron hacia sus
compañeros formados en tierra firme antes de que los alcanzaran las furiosas
llamas. Todos los rinhenduris volvieron al exterior salvo un par, que
asaetados hasta perder el conocimiento, se desvanecieron a los pies de la
formación. Uno de ellos yacía con las llamas consumiéndole una pierna.
Lerac ordenó que se los encadenara y pusiera a buen recaudo de inmediato. El
resto, mascullando con impotencia la derrota que acababan de sufrir en solo
unos minutos, seguía mirando a las orillas del río esperando que los
rinhenduris no los flanquearan por allí.
No sucedió.
—Nos vamos ahora mismo —vociferó el general.
Los Escudos dieron media vuelta y salieron de allí a marchas forzadas
esperando que la hoguera para la que apilaron leña día y noche durante varias
jornadas ardiera lo suficiente para mantenerlos alejados de esos demonios
que, sin importar cuánto se alargaran sus vidas, no olvidarían jamás.
—Cuando empiece a consumirse, quemad la segunda línea —ordenó a
uno de sus sargentos al que informaron la noche anterior.
La segunda hoguera la compondría todo lo que debían dejar atrás para,
según los cálculos de Lerac, llegar hasta Úhleur Thum antes de que los

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alcanzaran. Había tiendas, sillas, mesas, carros, comida, telas y una gran
cantidad de herramientas. Todo ardería para ofrecerles una oportunidad de
escapar. Los encargados de prenderla usarían caballos para alcanzar al cuerpo
principal y, si tenían suerte, la próxima vez que se enfrentaran a los
rinhenduris lo harían desde la ciudad mejor defendida de todo el imperio.
Las previsiones del joven general se probaron erróneas hasta un punto que
le dañaba el orgullo. Nunca pensó que tuvieran la capacidad de derrotar a los
rinhenduris allí. Ni por un momento. Pero sí esperaba retenerlos uno o dos
días, menguar sus fuerzas, desgastarlos lo suficiente como para marcar la
diferencia en las batallas que quedaban por librarse. La Canasta de Assio
sirvió tanto como un botijo sin orificios, y el trabajo empleado para levantarla
solo consiguió agotar a sus propias tropas. Al menos, se consolaba hablando
para sí, ahora sabían de lo que eran capaces los rinhenduris. Por lo menos la
primera oleada. ¿Qué ocurriría cuando los demás atravesaran las defensas?
¿Hasta qué punto los Escudos Negros, los puncos o las tropas de Laebius se
mostrarían eficaces derribando enemigos tan poderosos?
Las flechas no servían para nada. No a menos que prendieran a sus
enemigos. Quizá esa representara su mejor baza: armar a tantos arqueros
como fuese posible para lanzar tal cantidad de flechas ardiendo que pareciera
que el mismísimo infierno se encontraba ahora en el cielo y se desgajaba en
pedazos para volver a su lugar.
Lerac miró los restos de la batalla. El suelo estaba cubierto de cuerpos
aparentemente intactos, inertes sobre la hierba, a lo largo de toda la línea del
frente. No le sorprendía, pues los rinhenduris que los expulsaron del adarve se
valían únicamente de sus extremidades como arma, y los cadáveres, sin
heridas externas por las que se le derramaran las entrañas, morían con los
órganos reventados tras recibir una patada o un guantazo capaz de partir un
cuello.
El humo se alzaba deprisa tiznando la niebla de la misma oscuridad que
anunció la muerte de Lorkshire. Ya no quedaba ninguna barrera natural entre
presas y cazados; entre humanos y rinhenduris. Los refugiados de medio
imperio pronto formarían un rebaño demasiado numeroso para que la capital
los acogiera; las huestes de Erol masacrarían a cualquiera que encontraran en
su camino.
La imagen de Liria y su hija, una vez más, acudió a su mente como un
aviso de lo que ocurría si no encontraba la manera de detener a Erol y sus
huestes. Pensaba en ellas constantemente. ¿Habría conseguido Áramer
recuperar a su pequeña? No podía permitirse visitarlas antes de la batalla

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final. Ese pensamiento hizo que se le encogiera el corazón: quizá no volviera
a verlas nunca.
—Si Laebius nos cierra las puertas, estamos perdidos —aseguró Assio
interrumpiendo sus pensamientos. Boqueaba con el aliento entrecortado y la
espada aún en la mano.
Lerac compartía la preocupación de su capitán, pero tras su encuentro con
Omer sabía que contaba con una baza, con la llave que obligaría al emperador
a dejarlos entrar sin importar que todo el ejército rinhenduris les pisara los
talones. O eso creía.
—No te preocupes, capitán —aseguró volviendo la vista al muro—, nos
dejará pasar sin que tengamos que obligarle.
Los rinhenduris retomarían la marcha en cuanto las llamas se
extinguiesen, y contando con una fuente de agua a tan poca distancia,
apagarlas no supondría ninguna dificultad. Debían darse prisa, más que
nunca. Lerac, después de años, recordó el cadáver de Olier mordisqueado por
los lobos cuando comenzaron su adiestramiento en los Escudos Negros:
muchos de sus soldados no gozaban de la entereza suficiente para mantener el
ritmo y tendrían que dejarlos atrás. La idea le horrorizaba, pero no le quedaba
más remedio que avanzar a toda velocidad o arriesgarse a no alcanzar Úhleur
Thum.
Se consoló pensando que sus Escudos lo conseguirían sin ninguna duda y
deseó que también lo hicieran los regulares que servían a su padre antes que a
él.
Assio lo observó en silencio y decidió no preguntar, pues como tantas
otras veces antes supo que el general barajaba en ese momento soluciones que
solo él conseguiría encontrar. Los mensajeros partieron a toda velocidad para
informar a Zelca y los puncos por igual de la nueva situación. Cuando los
interceptaran en su ruta hacia el sur, deberían cambiar de rumbo para unirse a
las fuerzas de Lerac frente a las gruesas murallas de Úhleur Thum. Una vez
allí, el general rebelaría su estrategia para acceder a su interior sin perder a la
mitad de sus fuerzas en un asalto. Necesitarían hasta el último hombre
disponible para frenar esa plaga que amenazaba con devorarlos a todos. Puede
que incluso necesitaran a mujeres y niños si no para combatir con eficacia, al
menos para actuar como carnada que muriese mientras los soldados de verdad
derribaban a sus enemigos.
La idea le arrancó un suspiro. De todos modos, el destino de los civiles no
sería diferente si no lograban defender la capital. Como ocurrió en Lorkshire.

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Lerac trató de contener las náuseas; sus hombres no tenían mejor aspecto.
Muchos se asemejaban a cadáveres andantes, con el rostro gris y las sandalias
de plomo. Ese era el sabor de la derrota. Lo había visto muchas veces desde
que empezara la guerra, pero jamás entre sus filas. Si los Escudos no podían
detener a los rinhenduris, ¿quién demonios lo haría? Pasara lo que pasara, su
reputación debía mantenerse intacta o todo el imperio perdería la fe como la
perdieron los desgraciados que huyeron poco antes. Podía comprender sin
esfuerzo lo que sentían, por qué escaparon, pero eso no los libraría de su
destino. Los ajusticiaría a todos antes de enfrentarse a un posible motín.
Tomó otra profunda bocanada de aire y decidió expulsar los miedos de su
cuerpo de una vez por todas. Los demás contaban con el privilegio de
mostrarse frágiles; él no. Tampoco era la primera vez que se sentía perdido,
incapaz de afrontar la tarea que se interponía entre él y sus metas. Pero
siempre, a pesar de las dificultades, lograba prevalecer.
Lo haría una vez más. De cualquier manera.
Laebius dejó de ser su enemigo en el mismo instante en que otro mucho
peor apareció, y ahora que por fin se encontraron cara a cara sabía que las
peleas por el poder, por el trono o por los derechos de los clanes carecían de
importancia. Llegados a ese punto, la única razón válida para empuñar una
espada era la mera supervivencia.
Y así, marcando el camino con las huellas de la huida, las secciones
prácticamente enteras de Escudos y los regulares de Kraen marcharon a toda
prisa hacia el único lugar que ofrecía una posibilidad de refugiarse.

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39. EL HEDOR DE LA FORTALEZA NEGRA

Zelca lideraba la vanguardia a lomos de su caballo. Sus muchachos


avanzaban con el aliento entrecortado desde el primer día de marcha. Hasta
ese momento, ningún ejército logró mantener su ritmo, pero los puncos
consiguieron además aventajarlos. Se sentía un novato, un recluta con aires de
grandeza al que sus oficiales pronto tiemplan demostrando lo mucho que les
queda por aprender. Barlohn y los suyos ejercían ese efecto sobre él.
Después de horas sin descanso, sus aliados aparecieron al fin tirados por
doquier como un gigantesco rebaño de vacas que dormitan sobre la hierba.
Debían llevar al menos un par de horas allí, por lo que se encontrarían
preparados para continuar la marcha en cualquier momento. Se demoraron
más de lo necesario únicamente para esperarlos. Zelca lo sabía, y sentía que le
quemaba por dentro como si lo hubieran obligado a tragarse una bola de acero
incandescente. El dolor parecía muy real, casi físico, pero solo se trataba de
su orgullo.
Desde la pendiente que llevaba a la Fortaleza Negra se acercaron dos
hombres a caballo. ¿Dónde estaban los demás Escudos? Zelca pensaba
incorporar al menos a otros trescientos a sus filas esperando que cualquier
incremento en las fuerzas que comandaba marcaran la diferencia en las
batallas que quedaban por venir. Llegaron hasta los puncos y ordenó que
descansaran, pero solo a las unidades en retaguardia, pues quería que el resto
de sus muchachos, aún ocultos tras sus yelmos, parecieran tan recios y frescos
como cuando iniciaron la marcha. Aún no se fiaba de Barlohn y temía que
mostrar su debilidad, especialmente en un momento en que sus hombres
estaban frescos, propiciara un ataque.
Barlohn se acercó a ellos a lomos de su corcel, que se resistía al bocado
cabeceando cada pocos pasos.
—La Fortaleza ha sido saqueada y tus Escudos asesinados —anunció sin
rastro de empatía.
Zelca miró instintivamente al ejército punco; no percibía indicios de
batalla ni entre sus filas ni tampoco en la misma fortaleza.

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—¿De qué demonios hablas? Laebius no cuenta con ningún ejército capaz
de esa tarea —y mirando hacia las negras paredes, continuó—. ¿Dónde están
mis hombres?
—Sube a verlo por ti mismo y fíjate bien en las huellas.
—¿Qué huellas? —el tono de Zelca no era amistoso, pues cada vez que
hablaba con esos malnacidos su odio hacia ellos crecía.
—Lo entenderás cuando lo veas —afirmó tirando de las riendas para
controlar al caballo—. Cuando lo hagas sabrás que no tiene sentido que
sigamos avanzando hacia el vado. Tu general ya ha sido derrotado, no
importa si los rinhenduris han atacado ya o si están a punto de hacerlo.
Zelca cabeceaba como el caballo de Barlohn.
—Manda un par de hombres a la fortaleza —ordenó a su mano derecha.
—Cambiamos de rumbo hacia la capital, a reunirnos con las tropas de mi
hermano.
Zelca escupió una maldición confirmando su teoría de que los puncos
pretendían engañarlo, que aquel astuto oficial lo guio hasta la Fortaleza Negra
con un propósito que de momento desconocía, pero cuyo plan inicial
consistiría en apartarlo de Lerac o de Álea. Los exploradores marcharon a
toda velocidad hacia la fortaleza mientras el Segundo Guerrero cabalgaba de
vuelta con los suyos. Frunk Cabezamartillo no andaría lejos de la capital. No
más que unos días de marcha. Cuando su hermano se uniera a él contarían con
un ejército incapaz de asediar la ciudad de forma efectiva, pero sí lo
suficientemente fuerte como para evitar que el emperador los expulsara de sus
inmediaciones. Aunque no contaran con los números para cortar el suministro
de víveres a Úhleur Thum, sus saqueos unidos a la amenaza de un asalto
pronto conseguirían minar la moral de sus habitantes.
—¿Qué hacemos, señor?
Era Séracar, la mano derecha de Zelca desde que Áramer fue destinado a
Lorkshire.
—Descansar hasta que sepamos en qué estado se encuentra la Fortaleza
Negra —levantó la vista hacia la cima de la montaña; las aves carroñeras
revoloteaban sobre las torres emitiendo los característicos graznidos que
anuncian la muerte—. Mandad mensajeros a Esla, que confirmen la situación
de Lerac y, si es necesario, tomen nuevas órdenes.
Séracar partió presto a buscar los correos; Zelca picó espuelas hacia la
pendiente. En la cabeza le bullían mil ideas y no dejaba de sentir que tuvieron
la victoria al alcance de la mano, pero habían perdido la iniciativa y ahora se
movían empujados por los designios de los puncos. ¿Cometió Lerac un error

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al confiar en ellos? Algo le mordía la conciencia, las tripas le quemaban
tratando de digerir ese mismo orgullo que lo condujo hasta la posición que
ocupaba. Obedecer a un general tan joven le supuso un trago amargo, pero
seguir las indicaciones de los puncos parecía demasiado para él.
Los Escudos los vieron partir solo unos minutos después de su llegada. No
pasó desapercibido para nadie que ya no se dirigían al sur y muchos, posando
la vista en el lugar que llamaron su hogar hasta no mucho tiempo atrás, se
preguntaban por qué parecía abandonada la fortaleza.
Zelca no tardó en llegar hasta la entrada principal. Los puncos tuvieron la
decencia de dejar la cuerda que usaron para escalar hasta el interior, como una
puerta entreabierta que invita a pasar a los curiosos. Los exploradores,
extrañados porque nadie saliera a recibirlos, comenzaron el ascenso antes de
que su líder los alcanzara.
—¿Qué ocurre? —inquirió Zelca aún a lomos de su montura mirando
hacia los dientes de la muralla.
El sol lo cegaba y tuvo que usar una mano como visera. Fue entonces
cuando comprendió que los puncos no mentían.
—Están muertos, señor —informó uno de sus muchachos.
Zelca torció el gesto. Lo invadía un humor de perros y decidió ascender él
mismo para entender la magnitud del desastre. Al acercarse a un palmo de la
reja, observó las marcas en la roca: arañazos que subían por la pared hasta
alcanzar la cima y, con las manos alrededor de la cuerda, comprendió que no
necesitaba ver los cadáveres de la guarnición para confirmar sus peores
pesadillas. Los rinhenduris pasaron por allí a lomos de sus gigantescas
monturas. Que lo consiguieran solo podía significar dos cosas: la primera, que
cruzaron nadando el Khor ignorando las defensas de Lerac; la segunda, que
las tropas del general fueron derrotadas varios días antes y la avanzadilla de
los invasores ya cubría las tierras de medio imperio.
No era posible que ya se encontraran en una situación tan desalentadora.
No a menos que los lagartos fuesen tan veloces como un caballo y que no se
cansaran nunca. Había demasiada distancia. ¿Verdad? Zelca se giró para
observar a sus Escudos descansando al pie de la montaña; los puncos
alejándose en formación hacia el corazón del imperio. En su interior, la duda
que tanto odian los hombres acostumbrados a seguir órdenes.
¿Qué debería hacer ahora?

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40. LA FOGATA DEL VADO

El humo ascendía como una bandera de la destrucción. Allí arriba,


mezclándose con la pureza de la nívea niebla como el rojo de la sangre se
mezclaba con el verdor de la hierba, el choque entre rinhenduris y humanos
quedaba representado a la perfección. La mayoría de los cuerpos tendidos a la
orilla del Khor volvían a levantarse poco después de ser abatidos. Erol
avanzaba a lomos de Khessyr pisando los que se interponían en su camino
como si no importaran más que la propia hierba o el barro que marcaba los
pasos del animal. Tras él, Zúral acompañado por los demás jinetes de záiselar
que ni siquiera tuvieron que intervenir en la batalla.
Erol, apartándose el pelo de la cara, observaba las llamas ascendiendo en
esa frenética danza que emplea el fuego para devorar la madera. De los pozos
emergían rinhenduris heridos; los sanos buscaban nuevos socavones para
evitar que los lagartos sufrieran daños graves.
—Apagad ese fuego —ordenó Zúral a uno de los rinhenduris que volvía
del muro arrancándose flechas del pecho.
—Tú no me das órdenes —respondió este antes de mirar a Erol y agachar
la cabeza—. Los cautivos confirman que Lerac encabeza este ejército —
informó en tono de profundo respeto—. ¿Los perseguimos?
Erol observaba a Zúral sabiendo la quemazón que las palabras del
asaltante le provocaban.
—No hay prisa —se encogió de hombros—. No tienen a dónde huir y
nosotros aún esperamos a los demás.
El tipo se marchó por donde vino para ayudar a uno de los suyos a
desencajarse de entre las estacas de un pozo. Apenas perdieron a un puñado
de efectivos; sus záiselars seguían intactos y descansados para entrar en
combate cuando la situación de verdad los necesitara. Desde que regresara a
la tierra que lo vio crecer no dejaba de escuchar a quien se encontraba
hablando de Lerac como el hombre del momento, el general que conseguiría
unir a los clanes. Le parecía tan ridículo… Que alguien como él, despreciado
por sus propios compañeros de los Escudos durante años liderara las

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esperanzas de todos los clanes, solo conseguía confirmarle que el mundo
estaba lleno de pusilánimes y que esa proeza quedaba lejos del alcance de
todos y cada uno de ellos.
—Descansaremos hasta que eso se apague y les daremos alcance mañana
—arrugó la barbilla—. Pasado tal vez.
Los jinetes silbaron una orden y sus monturas los sacaron del río. La
niebla empezaba a despejarse ante el calor de la mañana y la visión mejoraba
por segundos. Allí, entre los nubarrones oscuros que emanaban de la madera
en combustión, los cuerpos de algunos soldados aparecían desperdigados
entre las estacas que circundaban el foso. No le costó reconocer sus
características armaduras, pues él mismo la llevó durante años. ¿Quién sabe?
Puede que incluso reconociera a alguno de los cadáveres si se acercara lo
suficiente.
Pero eso no cambiaría un ápice ni sus planes ni su determinación para
llevarlos a cabo. Tras de sí, la estela de destrucción apenas era visible. Los
pueblos de mayor tamaño quedaban lejos del vado; los puestos de vigía, torres
y enclaves comerciales del camino estaban abandonados y saqueados por los
pocos que aún conservaban la energía suficiente para seguir corriendo.
Cuando subía al lomo de Khessyr, Erol sentía que el mundo entero se
escurría de su sombra combinada, de la criatura que formaban unidos. Le dio
una palmada; Khessyr se sacudió el agua del cuello.
—Vamos a calentarnos, ¿eh?
Y el lagarto avanzó hacia las llamas.

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41. EL HÉROE DE LAS VELKRA

La sala del consejo recibía esa tarde a todos los personajes que ostentaban
poder en la ciudad. Torek, reposando en la silla de ruedas que empujaba su
buen amigo Káler, saludaba a los muchos representantes que se aceraban
interesados por su salud. Tuvo que ascender la escalinata en volandas en su
silla, levantada por Káler y Krukshen.
La reunión se convocó a petición del propio Torek, que a pesar de seguir
visiblemente débil, conservaba la entereza suficiente para desplazarse hasta
allí. Entre el público, aliados y detractores aguardaban por igual que el padre
del caudillo que puso sus vidas en jaque les mostrara una salida a semejante
embrollo. Él, tras pasar horas conversando con Amaranth, albergaba serias
dudas acerca de sus posibilidades en la guerra que se cernía sobre su pueblo.
No obstante, ahora al menos creía saber por dónde empezar a trabajar para
construir una victoria.
El revuelo inicial tardó más de lo acostumbrado en disiparse, pues ni las
razones por la que se convocó la reunión ni el estado de su orador principal
conservaban un atisbo de normalidad. Poco a poco, los nobles de Kálahar
fueron tomando asiento y los comentarios antes pronunciados a viva voz se
tornaron en susurros primero y en un silencio que sonaba como el respeto
absoluto después. En el exterior, la ciudad se movía como de costumbre,
portando de vez en cuando a través de las aberturas de la sala los chirridos de
los pájaros y los gritos de los niños que, ajenos hasta cierto punto al momento
que vivían, disfrutaban de sus vidas como solo la inocencia propia de su edad
permite.
—Señores —comenzó hablando con esfuerzo—, os agradezco que
comparezcáis hoy aquí a pesar de haber convocado la reunión con tanta prisa.
Era necesario —aseguró deteniéndose para recuperar el aliento. Las costillas
rotas le sacaban muecas de dolor a cada palabra—. Debido a mi estado,
trataré de ir al grano o temo no concluir mi mensaje.
—Déjate de formalidades, Torek, y habla como si lo hicieras entre amigos
—vociferó Loisher Phak, que controlaba una buena porción de tierra de

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cultivo a las afueras de Kálahar—. Después de todo, ahí es donde te
encuentras.
Torek asintió en señal de agradecimiento. Habría expresado su gratitud
con dulces palabras que deleitaran los oídos de Loisher, pero no le quedaban
fuerzas para lograrlo.
—He mandado a mis hombres más leales a cerrar las puertas de la ciudad
de forma indefinida —esta vez sí, un leve murmullo se levantó entre los
presentes—. Sospecho que los rinhenduris tienen espías entre nosotros y
pretendo encontrarlos.
—¿Espías? ¿Cómo sería eso posible? ¿Acaso crees que no distinguiríamos
a esos malnacidos de nuestros propios vecinos?
Torek, con un puño aprisionándole el corazón, retomó la palabra.
—Yo ni siquiera reconocí a mi hijo.
De nuevo, silencio absoluto. El sufrimiento del más ilustre de la sala no
era ajeno a nadie, pues a pesar de que pronto todos se encontrarían inmersos
en una guerra que podría eliminarlos de la historia para siempre, las primeras
bajas de esta las sufrió el propio Torek perdiendo a sus dos hijos.
—Cuéntanos cómo pretendes identificarlos —intervino esta vez Henss
Gharrik, dueño de los molinos que alimentaban la mayoría de panaderías de la
ciudad.
—Gracias a los conocimientos de una valiosa aliada, creemos que es
posible encontrarlos de una forma relativamente simple —Torek estiró el
brazo y Krukshen sacó su navaja. Los nobles de las velkra contuvieron la
respiración cuando el veterano le abrió un corte de cuatro centímetros—.
Todos los hombres de la ciudad deberán exponerse a una herida similar.
Dentro de tres días, cada uno de nosotros tendrá que mostrarla a nuestros
médicos, que juzgarán si la velocidad a la que sana es normal o no —Torek
contuvo el aliento analizando los rostros de los nobles, esperando alguna
réplica mordaz que pusiera en duda su estrategia.
—¿Vas a mutilar a todos los hombres de la ciudad a la vez?
—Mutilar… —musitó Krukshen pensando que se podría herir de más
gravedad levantando jarras en un bar.
—¿Habrá médicos suficientes para coser a tantos heridos? —intervino
otro de los nobles que, entre la multitud, le resultó difícil identificar.
—No los habrá, pero la herida no será tan grave como para imposibilitar
la vida normal.
—¡A mí no va a cortarme nadie!

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Torek supo que muchos de aquellos nobles compartirían la misma
mentalidad, pero en general las velkra formaban una piña y en general, la
mayoría de los que se sentaban en la sala habían servido en el ejército. Una
herida de esas características no los haría desmayarse.
—Estás en tu derecho a no someterte —levantó la voz el señor de las
velkra logrando que volviese el silencio—, pero en ese caso serás expulsado
de la ciudad y no se te permitirá regresar jamás. Tus bienes, tierras y
cualquier otra posesión serán incautados y perderás el derecho a ser parte de
nuestro pueblo.
—¡No tienes derecho a tomar esa decisión! —se quejó el mismo hombre.
Tal como advirtió Krukshen, los disidentes no tardaron en dar la cara.
Muchos de ellos esperaban una excusa, algo parecido a lo que estaba
ocurriendo, para sugerir a viva voz que Torek ya no estaba capacitado para
seguir al mando, que la muerte de sus hijos lo había traumatizado y que era el
momento de dar paso a un nuevo líder.
—¡Cállate, cobarde! —respondió Henss.
—¿Tú osas llamarme cobarde?
—Cualquiera que te conociera lo haría sin que se le acelerara el pulso.
Mira a Torek, pedazo de boñiga, que apenas puede moverse por sus heridas y
a pesar de todo acaba de cortarse frente a todos nosotros. Como si su estado,
independientemente de todo lo que ha hecho por nosotros, no fuese prueba
suficiente de que es uno de los nuestros. ¿Y tú te niegas a que se te haga una
herida, manos blandas?
Karel sonrió ante la intervención de Loisher Phak. Siempre resultaba
estimulante contemplar a esos empolvados que ya no recordaban lo que era la
vida de a pie darse de bruces con la realidad, sangrar un poco por el pueblo al
que pertenecían. Ofrecer algo personal a la causa, algo que supusiera un
sacrificio de verdad.
—¡Me niego a que alguien me obligue a obedecer de forma tiránica, no a
sacrificarme por esta ciudad!
—Está bien, Jufren, ya he dicho que no tienes que hacerlo —intervino
Torek viendo que los ánimos no dejaban de caldearse—. Quítate la toga y
abandona la ciudad. Krukshen se encargará de que no te entretengas por el
camino.
El veterano avanzó un par de pasos.
—¡No tienes derecho!
Los nobles se miraban sorprendidos. Henss sonreía; Jufren retrocedió
hasta caer de nuevo en su banco para observar a Krukshen acercarse con aire

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marcial. Ascendió las escaleras que lo llevaban hasta Jufren. Este permanecía
arrebujado en su asiento como un niño que se niega a ir al colegio y ve a su
padre, sin un gramo de paciencia, dispuesto a sacarlo de la cama.
—Quítatela —ordenó Krukshen alargando una mano para pedirle la toga.
—Espera, espera… —musitó apretando los dientes.
Jufren se remangó antes de alargar el brazo con el puño cerrado hacia él.
Este miró a Torek, que asintió desde el centro de la sala. Krukshen sacó su
puñal, lo limpió con un trapo blanco que usó con el mismo propósito antes de
cortar a su amigo y le dio un tajo al noble, que arrugó la cara y unió el
entrecejo hasta que desapareció formando una diminuta cordillera peluda. Un
gritito de terror se escapó de sus labios cuando el filo le abrió la piel y la
sangre comenzó a brotar. Krukshen le entregó el pañuelo y regresó junto a
Torek.
—Todos sin excepción se someterán al mismo procedimiento. Si en tres
días la herida no presenta un aspecto reciente, sabremos a qué especie procede
realmente ese brazo —sentenció dando por terminada la sesión.
—¿Quién va a cortar a tus hombres? —intervino de nuevo Jufren
apretando con fuerza el paño.
Torek dio una orden y en la sala entraron una veintena de soldados. Todos
ellos, sin excepción, con un vendaje poco ortodoxo en el antebrazo. La
mancha roja en la tela indicaba que la herida era reciente. Tan reciente que se
la hicieron justo antes de entrar.
—Cualquiera que quiera ver vuestro antebrazo tiene derecho a que le sea
mostrado; si pedís ver la herida de alguien, está obligado a mostrarla. A
cualquiera —recalcó—. Si alguien se niega, pedid a los soldados que lo
prendan sin dilación.
—¿Por qué tres días? —preguntó esta vez Loisher.
A Torek le dolía el pecho demasiado como para seguir hablando. Sentía
que estaba a punto de toser, y toser con las costillas rotas resultó una de las
experiencias más dolorosas que recordaba en mucho tiempo.
Karel respondió por él.
—Calculamos que los rinhenduris presentes en la ciudad no tendrán un
tamaño ni capacidad de regeneración tan exagerada como para llamar la
atención. Dentro de un solo día no apreciaremos diferencias, pero en una
semana, si los cálculos son correctos, podría curarse del todo.
Karel también gozaba del derecho a hablar en la sala, pero prefería
hacerlo solo cuando de veras le parecía imprescindible.

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Los soldados de Torek pasaron por las bancadas con el cuchillo en una
mano y un trapo bañado en alcohol en la otra. No tardaron en cumplir con su
cometido dentro de la sala; el resto ya bloqueaba las puertas de la ciudad y
pronto la orden de someterse al proceso de criba se anunciaría en cada plaza y
calle de Kálahar. Desde ese momento, cualquier infiltrado sabría que en tres
días su farsa se descubriría. Alguno podría tratar de escapar revelando su
identidad incluso antes, por eso triplicarían el número de vigilantes en los
muros.
La estrategia de Amaranth quizá no fuese perfecta, pero la joven demostró
una vez más que sus cualidades para la medicina no respondían únicamente a
sus años de estudio, sino también a una mente despierta y capaz que habría
resultado igual de provechosa en cualquier otra materia. La misma tarde que
pasaron discutiendo las posibilidades, los pros y contras de herir el antebrazo
de todos los hombres de la ciudad, Torek decidió que desde ese momento y
siempre que ella quisiera, dispondría de un asiento en su consejo. La guerra
suponía un asunto delicado, y las mentes despiertas un recurso tan importante
para ganarla como los brazos fuertes y los corazones henchidos de valor.
El calvo de las orejas, el rinhenduris al que el mismo Torek cortó una,
destacaba por su tamaño incluso entre las calles de Kálahar. Pero hasta él
tardó años en adaptar su cuerpo para que regenerase las heridas a una
velocidad perceptible de un día a otro. Si existían espías entre los ciudadanos
de Kálahar, pronto los encontrarían; si no, esa cicatriz recordaría para siempre
a los habitantes de la ciudad un momento tan oscuro como el que se cernía
sobre ellos y, como una seña de identidad del clan al que pertenecían, los
marcaría hasta el fin de sus días.

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42. UN MERECIDO DESCANSO

Avanzaba a pie por los caminos que se alejaban de la capital, la calva


mostraba chorreones allí donde el sudor permitía que el polvo se le pegara.
Estaba sucio, cansado y herido, pero ese no era ni de lejos uno de sus peores
días. Escapar de las garras de cuantos lo perseguían se convirtió en su único
modo de vida, pero tarde o temprano darían con él. ¿De veras merecía la pena
seguir viviendo así? ¿Caminar mirando hacia la espalda en uno de cada cuatro
pasos esperando el día en que lo sorprendiera el brillo de un puñal?
Levantó la vista hacia el cielo. Las nubes, perezosas como la espuma en la
orilla de un lago, lo observaban en silencio. Su último pensamiento lo llevó de
vuelta a la noche en que asesinó a su amigo de la infancia, a ese momento en
el que su vida cambió para siempre. Pero no del modo que imaginaba. Pateó
una piedra con rabia, como si estuviese compuesta por sus problemas,
deseando que así fuera para verlos rodar antes de abandonarlos en mitad del
camino y no volver a encontrarse con ellos jamás.
El destino se burlaba de él una y otra vez. Había perdido a su padre para
quedarse solo en el mundo y crecer a la sombra de su asesino, al que llegó a
querer como si de su familia se tratase. Más tarde acabó con la vida de la
única persona que de verdad se preocupó por su existencia desde su niñez.
¿Cómo era posible que los demás shámaros no lo comprendiesen? ¿Qué
imbécil extendió el rumor de que no completó su contrato? Debía ser rico, por
todos los demonios, y vivir lejos de allí rodeado de jóvenes desnudas que lo
masajearan, complacieran y alimentaran hasta que sus carnes se debilitasen y
su espíritu olvidara lo que se sentía cuando la adrenalina toma el control.
Volvió a mirar al cielo. ¿A dónde se dirigía de todos modos? No tenía ni
idea. Lejos, eso era todo lo que le pedía su instinto de supervivencia. Hacia
algún lugar en el que los shámaros no pudieran encontrarlo. Bufó buscando
otra piedra que patear. No existía ninguna parte del mundo en la cual pudiera
esconderse para siempre de los suyos.
Bajó la vista de las nubes y se detuvo al momento. Frente a él, un ejército
inmenso, el más grande que hubiera visto nunca, avanzaba en la dirección

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contraria a la suya. ¿Quiénes eran? Los soldados eran menudos, con la piel
tostada por el sol. Sus emblemas no compartían ninguno de los blasones del
imperio y sus caballos parecían demasiado pequeños para usarse en batalla.
Caminaban hacia él en dirección a la capital. ¿Habría contratado el emperador
un grupo de mercenarios tan numeroso? ¿Cómo? Allí había más hombres que
la combinación de todos los que quedaban bajo el mando de Laebius y sin
ninguna duda serían suficientes para acabar con la rebelión de un solo
manotazo. Mientras se acercaban, Esoj se apartó del camino para dejarlos
pasar. La vanguardia lo alcanzó y pasó a su lado ignorándolo por completo.
Hablaban una lengua extraña dotada de palabras y acentos nada familiares.
No importaba de dónde salieron, pero estaba claro que no pertenecían a
ninguna tribu conocida.
Entonces lo vio. Allí, junto a la que parecía la guardia real, cabalgaba
Eldian Borroll riendo y balbuceando términos en ese extraño dialecto. Solo se
cruzó con él una vez antes de ese día, entre la propia guardia del emperador,
caminando a su lado como uno de sus consejeros. Esoj, como su antiguo
mentor, tampoco olvidaba una cara. Le costó años dominar esa habilidad.
La guardia no lo perdía de vista, pero a nadie se le ocurriría atentar contra
un comandante tan bien protegido. ¿Sería posible que los Borroll se hubieran
levantado en armas contra Laebius y que ese ejército marchase a ocupar la
capital? El emperador no podría estar más jodido.
Esoj sonrió: aún había gente en el mundo con más problemas que él y
aunque eso no solucionara su vida, la perspectiva le sacaba un poco de
esperanza del cajón. Al menos él no tenía que preocuparse por la vida de
nadie más. No tenía familia, ni hijos ni amigos que perder. Estaba solo.
Completamente solo.
Se apartó del camino para sentarse a la frágil sombra de un manzano
raquítico que contaba sus frutos con los dedos de una sola mano. Esoj ni
siquiera se molestó en coger alguno, pues suponía que insectos y pájaros por
igual los picaban. En cualquier caso, por una vez en varios días no sufría
escasez de alimento. Antes de abandonar la capital robó una empanada y
varios bollos de pan que ahora comía a grandes bocados regados con agua que
los ayudara a bajar. Ni siquiera podía permitirse una bota de vino. La tristeza
volvió a su mente recordando la noche en que Fámariel fue devorado
atravesando Trenulk. Cómo echaba de menos sus guisos…
Suspiró, se recostó sobre la hierba y se dejó adormecer por el rítmico
sonido que emitían los pasos de los soldados en marcha. Había algo hermoso
en el orden de las formaciones, en la disciplina de quien se entrena bajo la

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amenaza de terribles castigos. Aunque todo ello llevara únicamente a una vida
de muerte y sufrimiento como la suya. Le parecía digno de admiración
dedicarse con el mismo ímpetu al estudio de cualquier materia, aunque fuese
a la cocina como el bueno de Fámariel.
—Si al menos tuviese a Fámariel… —dijo para sí.
Levantó una mano con la palma abierta hacia el sol de la mañana; el
reflejo de su anillo perlado le devolvía una sonrisa maliciosa. No sería la
primera vez que sus dientes lo rozaban, pues en más de una ocasión creyó que
no escaparía a sus perseguidores. ¿Y si decidía tragarse la perla de una vez,
allí mismo, bajo la sombra que proyectaban las cuatro ramas peladas del
manzano? Parecía un lugar tan bueno como cualquier otro para despedirse de
ese mundo, y al menos lo haría sabiendo que era él quien elegía la forma de
irse. Tampoco tenía muchas opciones, pero la idea de morir tras horas de
tortura en el sótano de alguna casa franca le aterrorizaba. No le importaba
morir, pero sí cómo hacerlo. Sobre todo, las razones por las que hacerlo. Era
un paria, un traidor y un impostor, y no comprendía por qué.
Al principio se planteó regresar al otro lado de Trenulk para averiguar qué
salió mal, pero tenía tan asumido que lo cazarían por el camino que no podía
permitirse otra ruta que una que lo alejase de los shámaros. Además, esta vez
estaba solo, y aunque sospechaba quizá pudiera volver a atravesar Trenulk
asegurándose de dormir bien alto en los árboles, el miedo a encontrarse con
las velkra, que debían seguir buscándolo con el mismo ahínco que los propios
shámaros, conseguía persuadirlo.
Volvió a suspirar; el sonido de las botas eclipsaba todos los demás. No
escuchaba el canto de los pájaros ni el roce de la hierba mecida por el viento.
Todo había cambiado tanto desde que fuese aquel niño que jugaba
despreocupado en Mélmelgor… El recuerdo de Capitán aún le encogía el
corazón. Él fue el causante de las desgracias de su infancia, pero también lo
acogió sin tener que hacerlo y lo convirtió en un hombre de provecho. La
patada en la cabeza que acabó con su vida no respondía a su sed de venganza
sino a la misericordia, pues comprendía que Torek lo torturaría hasta que una
muerte lenta pero segura lo alcanzara. Era cierto que el recuerdo de su padre,
tan bueno y noble, conseguía que echara de menos la vida sencilla que
aquellos tiempos, pero no podía engañar a nadie: su padre era un hombre
débil que habría muerto si no por acción de los shámaros, por la de cualquier
panda de asaltantes de caminos que encontraran su granja en mitad de la
noche. Capitán y Fámariel convirtieron su desgracia en un hogar. Era más de
lo que un huérfano como él merecía y, desde luego, más de lo que le habría

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ofrecido otro asesino. Poniéndose en el lugar de Capitán, él no habría
mostrado preocupación por un huérfano. Al menos no para cuidarlo, sino para
terminar también con su vida y ahorrarle un futuro de penurias.
Esoj seguía mirando su mano levantada contra la luz del sol, que
iluminaban la perla de veneno como si de un huevo en miniatura se tratase.
Casi podía ver su interior, el embrión a contraluz que se formaba ajeno a los
peligros del mundo exterior. Le parecía una crueldad que un ser tan frágil
tuviera que verse expuesto a las adversidades de ese entorno frío, incómodo y
hostil. Cada nuevo día se convertía en una nueva jornada de huidas,
maldiciones, hambre y cansancio. Fámariel ya se habría quitado la vida si
hubieran regresado juntos de Kálahar.
Lo que sea con tal de no correr a diario.
El ejército de tonos verdosos que se movía frente a él parecía no tener fin.
Lo ignoraban por completo, algo que conseguía relajarlo por encima de
cualquier cosa. Cuando vives perseguido, el anonimato y la indiferencia son
tus mejores aliados.
Se acomodó sobre la hierba; el sonido de los pasos seguía acariciándole
los oídos con esa musiquilla repetitiva y lejana que poco a poco consiguió que
el cansancio lo atacase. Bostezó una vez, después otra. Tenía tanto sueño que
una lágrima furtiva se escapó de su ojo tras el segundo bostezo. Esoj guardó
la perla, miró a las nubes durante unos minutos y tras asegurarse de que nadie
se acercaba a él para molestarlo, decidió dormir un par de horas allí, en mitad
de ninguna parte, como cuando era un crío despreocupado.
Despertó sintiéndose en paz; los pasos de los soldados aún retumbando a
poca distancia. ¿Habría dormido mucho? En los últimos años perdió por
completo la capacidad para discernir entre una siesta de veinte minutos o una
de tres horas: su cuerpo todavía joven se amoldaba a lo que le ofrecía, y a
menudo ambas le proporcionaban el mismo descanso. Abrió los ojos, el cielo
seguía despejado. Se los frotó con ambas manos antes de volver a bostezar.
—Parece que el perezoso ha terminado su siesta.
Aquella voz lo sacudió como una bofetada. No era posible… ¿Cuánto
tiempo llevaba dormido? Apenas pudo amagar con levantarse cuando un
característico filo tan frío como agudo se le posó en el cuello.
—Dime, niñito. ¿Has descansado bien?
—Oh, joder…
Era Viera. La inmensa y despiada Viera. Aún recordaba su dedo
señalándolo en la distancia la última vez que logró escapar de sus garras. No
necesitaba mirar a ninguna otra parte para confirmar que Linnah y Lukas la

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acompañaban. Pero lo hizo. Lukas se mondaba los dientes con la punta de un
punzón con el que puso fin a innumerables contratos. Linnah, siempre alerta,
aguardaba sin perder detalle a la formación de soldados de verde, al
movimiento de la hierba por acción del viento, a un pájaro que revoloteaba a
poca distancia, a un escarabajo que se arrastraba junto a Esoj y, por supuesto,
al puñal de su capitana reteniendo al fin a ese escurridizo bastardo pelirrojo
que llevaban persiguiendo demasiado tiempo.
—Sí, eso mismo pensaría yo.
Y sin tener tiempo para más, Lukas le golpeó en la cabeza con tanta
fuerza que perdió el conocimiento.

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43. LOS ENVIADOS DE ÉRXAN

La comitiva llegó a las puertas de la ciudad al trote. Jagger observaba desde la


muralla el grupo de cinco jinetes portando extraños estandartes. Arrugó el
labio cuando distinguió la figura esbelta, delicada y perfumada de ese
mierdecilla engreído que dirigía la casa Borroll. Se acercaba encabezando el
grupo como una especie de rey al que su séquito le lamía el culo. Incluso en la
distancia se apreciaba que cabalgaba descansado y limpio, sin signos de
violencia o maltrato. Sus ropas holgadas y cómodas representaban a la
perfección lo que había sido la totalidad de su vida desde su más tierna
infancia.
—Despejad la puerta —ordenó con desgana.
El sargento voceó a los soldados que se encontraban a ras de suelo y estos
apartaron carromatos y plebeyos que pudieran interferir en la entrada del
emisario. Jagger tenía sentimientos contrarios: por una parte, esperaba que la
habilidad de Eldian Borroll les granjeara un aliado poderoso; por otra, algo en
su interior deseaba que los extranjeros lo hubieran apresado, torturado y
mutilado de mil maneras diferentes antes de devolverlo por partes a Laebius.
Aunque eso significara que toda la ciudad sería pasada a cuchillo de forma
irremediable por uno u otro bando.
Escupió un salivajo que cayó con peso hasta la tierra reseca que bordeaba
el camino a la entrada principal. Le habría gustado que le cayera a Eldian
Borroll en medio de su precioso pelo limpio, en un hombro al menos, pero el
proyectil, como pasa a menudo cuando se inicia una batalla, se estrelló contra
el suelo. El sol y la sequedad de la tierra conseguirían que desapareciera
pronto; como ocurriría con sus nombres en los libros de historia después de
que perdieran la ciudad a manos de los extranjeros que atravesaban las
puertas.
Un mensajero se adelantó a Eldian para hacer saber al emperador que el
ejército expedicionario de Érxan se acercaba a la ciudad sin intenciones
hostiles, dispuesto a penetrar Úhleur Thum como un delicado amante en su
noche de bodas. Laebius corrió a ultimar los detalles que convertían el palacio

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de un emperador en el de un emperador poderoso, todavía en auge. Y Jagger
se dirigió a las murallas para asegurarse de que hasta el último de los soldados
apostados allí conservaba un aspecto impecable. Las puertas se decoraron con
banderas grandes como la fachada de una casa que mostraban el blasón de
Laebius; los soldados limpiaron sus armaduras a conciencia y las pulieron
tanto que cualquiera podría encontrarse las liendres de la cabeza reflejadas en
sus corazas. Los rayos de sol se reflejaban en la armadura roja del
comandante de todas las fuerzas del imperio, que se dirigió hacia la escalinata
del torreón para recibir a los recién llegados. Le molestaba sobremanera
ejercer de político, ocuparse de formalidades y expresarse en el lenguaje culto
propio de los hombres de músculo fino tratando de parecer poderosos.
Cuando llegó al pie de la muralla, una escuadra de veinte caballeros de la
guardia real, ataviados con el equipo completo, esperaban sus órdenes.
Debían escoltarlos hasta el palacio dando buena impresión a los extranjeros,
por lo que Jagger ordenó que se escogieran para esa tarea a los soldados y
caballos más grandes con los que contara la unidad. Aquellos veinte colosos
parecían estatuas de acero, blindados por cota de malla y armadura hasta el
punto en que solo las patas de los caballos parecían propias de un ser vivo.
Los guardias apartaron a los ciudadanos de la entrada a empujones y
gritos, y Eldian miró hacia el monumental arco que formaba la puerta, con el
escudo del emperador tallado en piedra, como si saludara a un viejo amigo. Se
encontraba en casa una vez más, y cuando hablase con el emperador para
revelarle lo que consiguió durante su misión, Laebius le debería tanto que
quizá se arrodillase para besarle los pies. La imponente figura roja de Jagger
Nath dentro de su armadura les cerraba el paso.
—Jagger Nath, me alegra ver que sigues bien.
—Ahórrate tus balbuceos, Eldian —espetó este agarrando las riendas de
su montura—. No hagamos perder el tiempo al emperador con formalidades
innecesarias.
Echó un vistazo a los recién llegados, que montaban a lomos de unos
caballos preciosos pero demasiado pequeños, a su juicio, para emplearse en
combate. Ninguno de aquellos ponis venidos a más podría avanzar cargando
el equipo de la guardia real, y como ocurría con el señor de Borroll, le
parecían criaturillas escurridizas y endebles presentes en un lugar que no les
correspondía.
El recorrido hasta el palacio presentaba un aspecto envidiable. Como en
los años que sucedieron al fin de la guerra, cuando Laebius alcanzó el apogeo
de su poder y convirtió Úhleur Thum en la capital de su imperio. En aquellos

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tiempos el oro de los botines que obtuvieron sus soldados en las campañas
contra los clanes consiguió que el nivel de vida aumentara entre su propio
pueblo, pero a medida que la tensión crecía por culpa de las levas que
terminaban enterradas en Mélmelgor, el emperador se vio obligado a recaudar
cada vez más incluso entre los suyos perdonando a su vez a los clanes más
belicosos. El resultado de la paz fue el detrimento de la capital. Se obligó a
los ciudadanos a barrer sus locales y limpiar la mugre acumulada entre el
empedrado; las casas de hasta tres plantas sostenían blasones que ocultaban
las grietas de sus paredes; había flores en las ventanas y el aire olía a limpio
en perfecto contraste con el resto de la ciudad. Ni siquiera se veían perros
abandonados merodeando las calles.
Jagger avanzaba a la par que Eldian, que comentaba con el intérprete lo
que significaban los símbolos de Laebius, lo antiguas que eran las casas que
se sucedían a ambos lados de la calle o los detalles de la construcción de los
muros y puertas que los convertían en impenetrables. A Jagger no le agradaba
que diese información sobre las defensas, pero si las cosas iban como se
suponía, pronto el nuevo emperador cruzaría aquellas mismas puertas para
poner a sus hombres sobre las almenas y repeler a los rebeldes.
¿Por qué debía hacerlo? Porque aquel lugar, tan alejado de todo cuanto
conocía, necesitaba un gobernante fiel que hincara la rodilla y le jurara
proteger sus tierras en nombre de Érxan. Todavía eran dos emperadores
distintos, pero pronto Laebius perdería su título si quería conservar caliente la
silla del regente. A efectos prácticos su vida no cambiaría, pero desde ese
momento dejaría de ocupar la cúspide del poder para bajar un escalón que lo
colocara a la sombra del recién llegado.
—El esfuerzo realizado para embellecer la ciudad ha dado sus frutos. Os
felicito, Nath.
Jagger escupió al suelo una vez más. Le habría encantado escupirle a la
cara. Para él, dejar entrar a unos extranjeros a la ciudad sin siquiera oponer
resistencia suponía un sacrilegio imperdonable. Sentía que Laebius estaba a
punto de prostituirse, de abrirse de piernas para que el tal Érxan le clavara con
ansias sus condiciones. No le importaba lo que ocurriese con los demás, pero
que su emperador se pusiera de rodillas implicaba que él también debía
hacerlo, y un sabor asqueroso le amargaba la boca hasta el punto en que le
costaba tragar su propia saliva. El problema era que, aparte de un férreo
patriota, también era fiel hasta el hueso, y si para mantener su lealtad debía
inclinarse y balbucear expresiones en otra lengua, lo haría mientras su señor
se lo encomendase.

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Aunque se asquease por ello y pensamientos de traición y asesinato
pasaran por su cabeza con la regularidad con la que cagan las palomas que
revolotean de tejado en tejado.
Jagger era el único miembro del consejo cuyos antepasados no provenían
directamente de la capital. Su madre nació en la cordillera de Lében; su padre
provenía de una antigua estirpe de comerciantes adinerados que se
remontaban a la época en que puncos y Tálier peleaban por hacerse con el
dominio de todos los clanes. En aquellos años, muchas generaciones atrás, fue
cuando se levantaron las murallas de Úhleur Thum, la Fortaleza Negra y otras
tantas, y desde entonces los Nath habían servido fielmente a los Tálier: la
familia de Laebius. Puede que por sus venas no corriese la sangre pura de los
nacidos allí, pero generaciones de servidumbre y esfuerzo acabaron dando el
derecho a los Nath a considerarse ciudadanos de primera. Con todo lo que
ello conllevaba. Laebius los apreciaba como aliados, grandes cumplidores y
soldados, pues aparte de comerciantes exitosos, los antepasados de Jagger
también fueron temibles guerreros. Algunos de ellos aún eran recordados con
estatus en ciertas partes de la capital, como la plaza de la Montaña, donde
reposaba eternamente Twaggen Nath en una figura de tres metros de altura
que sostenía una lanza apuntando al cielo frente a él.
Twaggen fue el primer Nath en arrodillarse ante los Tálier, y lo hizo
después de comandar las tropas de Lében en una campaña que arrasó la costa
desde las montañas hasta el Khor llevándose por delante una revuelta que
amenazaba con desestabilizar el reino que ya comenzaba a tomar forma bajo
la mano de los Tálier. Estos agradecieron sus servicios otorgándole a él y a
sus descendientes, hasta el fin de los tiempos, el estatus de ciudadanos de
primera, lo que los igualaba en derechos y deberes a los mismos nobles de
Úhleur Thum. Por supuesto, siempre y cuando juraran obediencia a sus
regentes.
—Ni toda la mierda que esparzan los extranjeros por las aceras podría
empequeñecer la gloria de estos edificios —respondió él sin girarse a mirarlo.
Se sentía enfadado y frustrado, y por regla general solo conseguía relajarse
después de matar a quien le provocaba ese desasosiego o de pasar la noche
con Tibrith Bent. Y Tibrith había muerto a manos de los puncos.
—Sí, pero al menos ahora vuelven a verse las aceras.
Jagger no quería hablar con él. Al menos no antes de que lo hiciera el
emperador, pues temía que su propia incapacidad para controlarse resultara en
una mala impresión a esos bastardos a los que debían impresionar. La guardia
real avanzaba a sus costados con el rítmico sonido del metal como una bolsa

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de monedas de dos metros que se balancea. Los enviados de Érxan miraban la
ciudad de arriba abajo hablando despreocupadamente en su idioma. Sus ojos
corrían por las paredes y las armaduras de la guardia, lo que inquietaba al
comandante de Laebius. ¿Y si lo único que pretendían era evaluar las
defensas antes de atacar la ciudad? A Jagger le importaba poco: si eso ocurría,
moriría feliz mandando al infierno a unos cuantos de esos mierdecillas de tez
morena y caballos de juguete.
—¿Has sacado algo de provecho durante tu visita? —se atrevió a
preguntar sonando tan seco como esperaba.
Eldian se mostró más conciliador que de costumbre, como si sus notables
diferencias ya no tuvieran tanto peso.
—He conseguido reunir una fuerza que pueda devolvernos el imperio que
estábamos perdiendo —Jagger se giró para mirarlo esperando que continuara
—. Pero los detalles los reservo para nuestro emperador.
—Resulta curioso observar a tipejos envueltos en seda arreglar las guerras
sin salpicarse las botas de barro ni mancharse las manos de sangre —espetó
con desprecio.
—Resulta curioso cómo los brutos engalanados en brillantes armaduras
pierden en dos años lo que ha tardado en construirse generaciones,
manchándose de mierda y sangre y perdiendo la vida de miles de jóvenes en
el proceso —respondió Eldian envalentonado. Se esforzó por evitar que las
hostilidades entre ambos se reiniciaran, pero no toleraba que lo
menospreciasen. Nadie. Y Jagger no perdía la ocasión de lanzarle pullas.
El rostro de Nath se volvió rojo como su armadura; la quijada se marcaba
bajo la piel a punto de rasgarla para dejar salir los dientes estallando por la
presión.
—Algún día, mierdecilla, te juro que te partiré el cuello con estas manos
—y le enseñó una palma cuyo dorso lo cubrían púas de metal.
Eldian no respondió, pero sentía que esta vez había ido demasiado lejos y
que el comandante, en cuanto se quitase del cuello la correa de Laebius que lo
mantenía ladrando y mostrando los dientes pero incapaz de morder, de veras
cumpliría su amenaza.
Su suerte era que había previsto esa situación y que, si los planes salían
como pretendía, Jagger pronto dejaría de representar una amenaza para él y
para el futuro que estaban a punto de construir de la mano de Érxan. El
jovencísimo señor de Borroll no respondió, pues no sería apropiado que sus
invitados percibieran la tensión entre los miembros del mismo bando que
Érxan decidió apoyar, así que durante los próximos minutos la comitiva

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avanzó entre guirnaldas que decoraban las columnas, entre flores y banderas
reposando sobre las fachadas.
Tardaron media hora en llegar hasta el palacio de Laebius, presidido por
la plaza de la Victoria. El suelo empedrado y gris se extendía como un óvalo
perfilado por gruesas columnas que sostenían una serie de arcos entre ellas a
tres alturas diferentes. El más alto igualaba la cima de las columnas
permitiendo una especie de pasillo sobre el que diferentes estatuas se erigían
como vigilantes eternas de cualquiera que quisiera adentrarse en el edificio.
Las estatuas de soldados montados o no llevaban allí desde que los Tálier
expulsaran a los puncos de sus tierras para siempre. El propio rey Táscolo,
que murió en la Fortaleza Negra a manos de los mismos rinhenduris que los
amenazaban ahora, ordenó que se construyera la plaza para recordar siempre
el momento en que el equilibrio de poder entre Tálier y puncos se rompió.
Él nunca la vio terminada, pero desde ese momento se convirtió en un
símbolo de la nueva era que regiría la ciudad. Era allí donde la guardia real
formaba cuando Laebius se disponía a dar un discurso o partir hacia alguna
campaña. Los ciudadanos se apelotonaban en las lindes de la plaza, donde
comenzaban los arcos, y a través de los espacios entre columnas observaban a
su líder hablar de su buena gestión o justificar que tuvieran que recortarse
gastos que afectaban directamente a su día a día.
Los emisarios observaban las columnas y estatuas, también la escalinata
que ascendía hasta el palacio, que era una fortaleza en sí. Tras los setenta y
seis peldaños, en la pequeña elevación de terreno que proporcionaba la colina
Trisia, las puertas de palacio custodiadas por los leones de Grun, dos bestias
de piedra negra y cinco metros de altura que, sentadas como gatos, abrían su
boca en un rugido sordo de advertencia. Las puertas de palacio eran casi tan
altas como la propia fachada, y estaba rematadas por remaches dorados y púas
de diez centímetros repartidas por toda su superficie. Seis soldados a cada
lado controlaban la entrada al mismo; seis miembros de la guardia real a pie
que, a diferencia de sus compañeros montados, no se pertrechaban con la
misma armadura. Por su parte, una coraza con los leones grabados a relieve
en el pecho, lanza, yelmo acabado en cresta de plumas azules, grebas y
brazales componían su equipo. La espada al cinto era larga y de doble filo,
pero se suponía que no la usaran en combate a menos que no les quedase más
remedio. La lanza era el arma de la guardia a pie; la espada, una prueba de lo
que superaban para llegar a esa posición.
Siguiendo el contorno de la fachada, de pura piedra marrón y ventanucos
estrechos como si de un torreón defensivo se tratase, se alzaba la muralla que

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protegía el palacio. Era un castillo dentro de las defensas de la ciudad, y como
tal, representaría la última línea defensiva en caso de que las murallas
cayeran. Levantando la vista podían verse las tres torres que guardaban la
entrada principal y daban un ángulo de tiro perfecto hacia la plaza de la
Victoria, donde el enemigo no podría refugiarse.
La comitiva bajó de sus monturas para ascender la escalinata y adentrarse
en el palacio. Solo el emperador ostentaba el derecho a recorrer ese último
trecho a lomos de su montura. Así se lo hizo saber Eldian al traductor, que
durante todo el trayecto intercambió opiniones con sus colegas además de con
el propio Borroll.
Jagger se sentía sucio, como si invitara a alguien nauseabundo a casa. Las
puertas permanecían abiertas siempre como símbolo de la paz que reinaba en
Úhleur Thum al menos de momento. Las monturas quedaron atrás y
ascendieron la escalinata; los enviados de Érxan se giraban de cuando en
cuando para observar la plaza desde allí arriba. Jagger no tenía ni idea del
criterio del emperador extranjero a la hora de escoger a aquellos hombres
como enviados, pero no le parecían más que un grupillo de mercaderes ricos
que viajaban hasta la capital para cerrar algún negocio con el emperador.
Sin embargo, se movían cómodos con la espada al cinto y su respiración,
a diferencia de Eldian Borroll, apenas se alteró cuando dejaron atrás el último
peldaño. A Nath le agradaba que los extranjeros parecieran curiosos
observando la ciudad, le transmitía la sensación de que verdaderamente
apreciaban la grandeza de la que para él era la ciudad más imponente y digna
del mundo.
El señor de la casa Nath también observó la plaza de la Victoria desde las
alturas sintiendo que una premonición atacaba sus sentidos. Observó el
empedrado manchado por la sangre de los soldados que le obedecían, las
huestes enemigas ascendiendo la escalinata sobre sus cadáveres con sus
lanzas en ristre dispuestas a tomar el palacio imperial. Las torres de la ciudad
ardían, los arcos atacados por los proyectiles de la artillería quebrándose
sobre las cabezas de los asaltantes que emergían de las calles como un
auténtico torrente. Bestias propias de las pesadillas de la infancia derribaban
casas y apresaban entre sus mandíbulas a varios hombres a la vez para
hundirles en el cuerpo dientes y esquirlas de metal a partes iguales.
Apenas duró un segundo, pero fue suficiente para que el comandante
comprendiera que los dioses acababan de tocarlo, que estaba en sus designios
que él conociera a lo que se enfrentaban. Eldian Borroll le dijo algo que se

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perdió en sus oídos como las palabras que uno cree escuchar en el viento. No
lo entendió; tampoco importaba.
Desde las puertas de palacio, observando la aparente tranquilidad que
invadía aún la plaza de la Victoria, sintió que Úhleur Thum caería y que ni él
ni Eldian ni ningún emperador extranjero podría evitar un destino que pronto
vendría a reclamarlos.

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44. UN NUEVO CONTRATO

Las noticias de la derrota sufrida por Lerac y los Escudos en el vado de Esla
se propagó por todos los clanes como un incendio de verano. Los civiles
siempre vivían la guerra desde la escasez de alimentos, la inquietud por los
hombres de la familia llamados a filas y la posibilidad de cambiar a un
gobernante terrible por otro incluso peor. Esta vez, con las fuerzas de los
rinhenduris libres para correr sin impedimentos de uno a otro rincón del
imperio, se enfrentaban también a la posibilidad de que una horda que lo
destruía todo a su paso llegara hasta las puertas de sus hogares para arrasarlos
con ellos dentro. A veces bastaba con rendir la ciudad y soportar un par de
días de pillaje, asesinatos y violaciones, pero a los rinhenduris no parecía
importarles más que la muerte de quienes se cruzaran en su camino, por lo
que el pánico se apoderaba de quienes aún tenían familias que proteger.
Los refugiados seguían llegando del oeste en cantidades cada vez mayores
hasta un punto en que la migración se convirtió en un auténtico éxodo.
Muchos creían que las estimaciones sobre la fuerza de los invasores las
inflaban las historias de bardos y soldados cobardes que magnificaban la
contienda ya fuera por darse más protagonismo o por justificar su huida, pero
a medida que avanzaban y los testigos difundían sus testimonios personales,
el peligro dejaba de sonar como un mero cuento para convertirse en una
amenaza muy real.
Entre un grupo de mendigos que hasta poco tiempo atrás poseyeron una
granja en las Tierras Salvajes avanzaba un jinete erguido de pelo rubio y ojos
rebosantes de confianza. Consiguió atravesar la canasta de Assio en el último
momento, cuando los soldados se preparaban para cerrar el pasillo que aún
permitía el paso de los rezagados que huían de la barbarie. La última vez que
cruzó el vado iba acompañado por dos de los suyos, pero no tuvo más
remedio que dejarlos atrás. Ahora, si quería recuperarlos con vida, necesitaba
cumplir un nuevo contrato.
Uno relacionado con la familia de cierto general.

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Conocía a la perfección el lugar al que se dirigía. Ghaasda seguiría en los
alrededores al menos dos días más. Si cobró el rescate de la pequeña Elérea
según lo acordado, en ese momento descansaría en el piso franco en el que
alrededor de una semana antes planearon el golpe. Los shámaros contaban
con una cantidad difícil de calcular de lugares en el que todos los miembros
de la organización eran bien recibidos. Era más fácil comunicarse con alguno
de estos hogares que regresar siempre a las tierras de los puncos, a la sede
principal, pues ahorrarse un viaje tan largo a menudo resultaba en más tiempo
disponible para cumplir nuevos encargos.
Este piso franco consistía en una casa de dos plantas cuya entrada se
encontraba en el interior de una plazoleta que daba acceso a tres casas más.
La plaza estaba cerrada por los edificios cuyas puertas custodiaba como una
especie de recibidor común, con una fuente en el centro y un par de bancos a
los lados. No había espacio suficiente para que los niños jugasen allí; tampoco
para que los adultos tuvieran una conversación que no oyeran los vecinos. Sin
embargo, el continuo correteo del agua aportaba cierta calma, y como solo se
accedía a través de un pasillo estrecho cubierto por un arco, en ocasiones daba
la impresión de que la ciudad no se extendía allí afuera hasta llegar a la
mismísima arena de la playa.
Jukkah desmontó, agarró a su caballo por las riendas y lo condujo con
calma hacia la plazuela. El suelo estaba cubierto de porquería, de paja,
boñigas y gallinas de una de las vecinas, que convino que si los caballos se
cagaban en su puerta, también podían hacerlo las aves. Nadie protestó. La
fuente era otro de esos lugares con encanto que se come la mugre y la miseria
de quienes lo habitan, y si se sustituyeran las gallinas por flores, si se limpiara
la verdina que se aferraba a sus piedras y se barriera la paja del suelo, el lugar
pasaría de gallinero a común a rincón de inspiración para poetas y pintores.
El shámaro ascendió las escaleras que lo llevaban a la primera planta,
donde se encontraba la puerta principal. Estaba cerrada, pero su cerradura
atascada guardaba truco. Tras echar un vistazo a su alrededor para asegurarse
de que no había mirones, agarró el pomo, empujó hacia arriba en un ángulo
determinado y en la madera a la que se clavaba se abrió una rendija estrecha
como el canto de una cuchara. Jukkah metió la uña, tiró hacia sí y con una
facilidad pasmosa la cerradura se desencajó. Entró sin demora a la vez que se
apartaba la capucha de la cabeza. Ghaasda estaba allí, justo detrás de la
puerta, para recibirlo con un puñal en la garganta.
—Apártame eso, ¿quieres?
Ella miró por encima de su hombro.

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—¿Dónde están los demás?
Jukkah gruñó su mal genio. Estaba exhausto.
—Muertos a menos que nos demos prisa.
—¿Qué ha pasado?
—Todo lo que decían los refugiados era cierto —confesó llevándose una
mano al rostro para frotarse la frente.
—¿Te burlas de mí?
—Ojalá lo hiciera. Nos interceptaron de camino a Lorkshire con sus putos
lagartos y sus soldados demasiado altos para colarse en una casa sin golpearse
la cabeza con el techo.
—Te burlas de mí —afirmó esta vez.
—No lo hago —sus ojos hablaban con tanta verdad como su boca—. Pero
lo peor es que nuestro objetivo fue quien nos encontró. Está vivo, como
aseguraban los informes —Ghaasda tenía un ojo entrecerrado mientras
escuchaba—, pero Esoj sí que lo mató. Nos enseñó la cicatriz de la puñalada.
—¿Cómo puede alguien seguir vivo después de que le atraviesen el
corazón?
Ghaasda no daba crédito a lo que oía, pero confiaba tanto en Jukkah que
debía existir alguna explicación posible. Si Esoj había cumplido su objetivo,
llevaban casi dos años persiguiéndolo por error; y si Jukkah hablaba de una
cicatriz concreta debía referirse a la marca de todo shámaro: una puñalada
certera cerca del pezón izquierdo que perforaba el corazón condenando a la
muerte a la víctima.
—Los rinhenduris no son humanos, Ghaasda. No sé ni si su corazón está
donde el nuestro ni qué se necesita para acabar con ellos, pero Esoj completó
el trabajo. Debemos informar a los demás para que dejen de buscarlo.
—A la mierda el pelirrojo —levantó la voz con la preocupación dibujada
en las cejas—. ¿Cómo has logrado escapar? ¿Dónde están Hyuen y Verfia?
—Los tiene él —Ghaasda lo instó con un gesto de la cabeza a seguir
hablando—. Y quiere a la niña de Lerac a cambio de sus vidas.
—Ya no la tengo —avisó señalando un saquito con monedas que reposaba
sobre la mesa.
Jukkah chasqueó la lengua. Aceptar que fracasaron como unos auténticos
novatos, que las píldoras que los mandarían directos al otro mundo hubieran
supuesto una salida mejor que dejarse capturar por Erol, enturbiaba su ánimo
hasta minarle las fuerzas. No quería imaginarse qué tipo de torturas podrían
sufrir sus compañeros, pero el propio Erol le dio un par de ideas. Los
capturaron por su culpa y sufrirían un infierno como consecuencia. El capitán

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del escuadrón compuesto ahora por solo dos miembros miró a su más antigua
compañera y confirmando el plan que llevaba rumiando desde que los
rinhenduris le permitieran volver, respondió.
—Pues volveremos a recuperarla.

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45. LA VISIÓN DE FRUNK

—Llevábamos dos días fuera de la ciudad y ya me costaba esperar a verla de


nuevo. Cada vez que me echaba en el catre recordaba sus nalgas mojadas y se
me ponía como el brazo de un Gréolo —sus compañeros rieron con ganas—,
pero sabía que no volvería hasta dentro de dos semanas.
—Suerte que teníais cabras.
—¿Cabras? —bufó divertido—. Sí, eso era justo lo que necesitaba —dijo
levantando el índice—, porque donde hay cabras, hay cabreras. Y aquel
rebaño tenía una.
—¿Era guapa? —preguntó Bullick.
—¿Cuántas cabreras guapas has visto en tu vida, cabezón? —negó con la
cabeza mirándolo a los ojos—. No, no era guapa, pero tampoco necesitaba
que lo fuese. Le dije que le daría dos de cobre si me dejaba ponerla contra el
tocón del olmo en el que descansaba, pero me respondió que no era ninguna
puta.
—Seguro que hasta parecía molesta.
—Eso es lo mejor, que sonreía como si en realidad no le importaran una
mierda las monedas. La vida de cabrero es solitaria y la muchacha llevaba
durmiendo al raso un par de noches —arrugó los labios—, quizá acordándose
de alguno de los mozos de su aldea.
—Adoro cuando sonríen así —añadió Bullick mordiéndose un labio
mientras el recuerdo de alguna mujer en concreto le asaltaba la mente.
—No tuve que esforzarme nada, os lo juro —a medida que avanzaba el
relato, se iba inclinando ellos para gesticular mejor, como si a menos
distancia de sus compañeros entendieran con más exactitud las proporciones
que dibujaban sus manos en el aire—. Tenía dos tetas como la cabeza de un
niño —volvieron a reír— y estaba mojada como el puto mes de octubre, os lo
juro, así que me dijo que me guardara mis monedas y que le enseñara cómo se
las gastaba un punco de verdad.
—Deberías haberme llamado a mí en ese caso —volvió a sugerir Bullick,
que esta vez rio solo.

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Fez le hizo un gesto de desdén con la mano, que aún dibujaba el contorno
de los pechos de la cabrera en el aire.
—No era ni guapa ni especialmente grácil en ningún sentido, pero llevaba
dos días sin tocar a una mujer y ya me costaba caminar erguido —se agarró
un antebrazo que levantó con el puño cerrado—, así que me acerqué a ella
desabrochándome el pantalón. Sus perros nos miraban como si hubiesen visto
la escena mil veces.
Bullick reía y su cara regordeta hacía que las mejillas coloradas que lo
caracterizaban le cerrasen los ojos.
—Parece que erais tal para cual.
—Pero lo mejor es lo que viene ahora —advirtió volviendo a inclinarse
hacia ellos—. Se levantó el vestido y apoyó los codos en el tocón, así que la
agarré por las caderas y empecé a darle como un tonto a una campana —
estalló una nueva carcajada—, y cuando estaba a punto de…
—¿Fez?
Fez lo miró como si quisiera matarlo. Odiaba que le interrumpieran, pero
entendía que nadie cometería esa insensatez a menos que hubiera poderosas
razones para ello. No sería la primera vez que asesinaba a algún hombre por
cortar uno de sus relatos: todos en el clan lo sabían. Por ello precisamente
supuso que debía tratarse de su propio hermano, Frunk, quien mandaba a ese
imbécil a buscarlo.
—¿Qué coño quieres? ¿No ves que estamos hablando sobre el amor?
—Lo siento, Fez, pero el Primer Guerrero reclama tu presencia.
—Por las manos de los Gréolos, os juro que acabaré retando a ese hombre
—aseguró poniéndose en pie para marcharse.
—¿Qué pasó al final? —insistió Bullick, que aún reía provocando que su
barriga saltara rítmicamente. No se veían muchos puncos regordetes, pero
tampoco existían demasiados capaces de vencer a Bullick.
—¿Al final? —preguntó torciendo la cabeza—. La historia no estaba ni
cerca del final, pero lo que ocurrió al final es que la desgraciada me envenenó
la verga —otra carcajada—. Estuvo oliéndome a queso rancio durante dos
meses, con unos picores que me hicieron querer desollarme —y pasó varias
veces un puño sobre la palma de la otra mano imitando lo que decía.
—Los dos minutos peor invertidos de tu vida, ¿eh? —balbuceó entre risas
Bullick, que apenas conseguía vocalizar.
—¿Dos? —el rostro de Fez se tornó serio y se acercó a él frunciendo el
ceño. La luz de la fogata en la cara le otorgaba un aspecto siniestro—. ¿De
veras crees que duré tanto?

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Y se giró para dirigirse a la tienda de su hermano mientras una nueva
explosión de risas se elevaba hacia la oscuridad del cielo de Térea. En la
distancia, la ciudad de Úhleur Thum se erigía como una montaña en mitad de
la llanura. Llegarían al día siguiente y si todo iba como Frunk esperaba,
Barlohn no tardaría mucho en unirse a sus fuerzas con sus mil hombres extra.
La cuestión residía en adivinar qué pasaría con las tropas de Lerac y sus
Escudos, si llegarían a tiempo para acompañarlos en la toma de la capital o si,
como esperaba Frunk, una demostración de fuerza sería suficiente para que
los propios soldados de Laebius les abrieran las puertas. Lo dudaba. Lo
dudaba de veras, especialmente cuando las únicas tropas presentes frente a la
muralla formaban bajo los estandartes de los puncos, que llevaban siendo sus
enemigos más acérrimos desde el principio de los tiempos. Como las velkra.
Pero Frunk, al igual que Lerac, guardaba una baza que usar contra
Laebius para asegurarse el paso a la ciudad si la amenaza de los rinhenduris
no les parecía convincente.
Fez caminó entre las tiendas con la seguridad de un cazador nocturno. La
luna no estaba llena ni había tantas antorchas como para dibujar el sendero
con claridad, pero el contorno de las tiendas se distinguía borroso entre las
sombras y conocía el camino hasta el centro del campamento lo
suficientemente bien como para que eso le bastara.
Los guardias patrullaban la periferia con antorchas en la mano, en grupos
de tres, que de vez en cuando se adentraban en el campamento en busca de
posibles intrusos. Frunk, debido a su cercanía a la capital, dispuso espías a
cierta distancia de las tiendas esperando que dieran la alerta si fuese necesario
antes incluso de que los propios guardias percibiesen el peligro. Pronto se
encontrarían frente a las murallas de las que tanto oyeron hablar a sus viejos,
y Fez pensaba que si les permitían el paso sentiría la mayor decepción de su
vida. Sabía que los rinhenduris representaban un peligro mayor y que su única
oportunidad de vencerlos residía tras las murallas de la ciudad, pero eso no
borraba de su mente la idea de tomarla por la fuerza, y su imaginación volaba
entre sombras dibujando como la noche dibujaba las tiendas, visiones de los
suyos ascendiendo escalas, prendiendo fuego a las entradas y sometiendo a
aquella gigantesca bastarda por la fuerza.
El rítmico sonido del metal chocando contra un tronco señalaba como una
campana dónde se encontraba la tienda de Frunk. Cuando la alcanzó, corrió la
tela de la entrada y entró sin avisar.
—¿Qué pasa?

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Frunk blandía su gigantesca maza estrellándola una y otra vez contra su
objetivo, que se astillaba y doblaba con cada nueva descarga. El Primer
Guerrero sudaba, pero no parecía cansado.
—Tres putos días sin combatir —dijo antes de lanzar un nuevo golpe que
consiguió que a Fez le vibrasen los pies—. Ya siento que mis músculos se
vuelven blandos.
—Casi una semana sin una mujer —respondió Fez antes de mirarse la
entrepierna—. Yo estoy más duro que nunca.
Ambos se echaron a reír y Frunk al fin dejó el entrenamiento. Soltó la
maza y agarró una jarra de agua. Bebió un par de largos tragos y se echó el
resto por la cara. Un vaho parecido al que levanta el sol de la hierba húmeda
en la mañana se elevó de su coronilla. Frunk sacudió la cabeza y se retiró el
exceso de agua de la cara usando ambas manos.
—¿Qué sabemos de Barlohn?
—Llegará pronto.
—Bien —agarró un trapo y terminó de secarse la perilla—. En cuanto
llegue tendremos que avanzar hacia la capital.
—¿Vas a dejar que sea él quien negocie?
—No van a salir de la ciudad para hablar y no pienso entrar sin más para
que me asesinen de forma absurda.
—¿Acaso te da miedo morir? —preguntó con tono sarcástico y una
sonrisilla dibujada en el rostro.
—Me da miedo que no haya nadie dispuesto a quitarte el título de Primer
Guerrero después de mi muerte. Sería el fin de nuestro pueblo.
Fez se encogió de hombros.
—Sería un fin glorioso.
—Sí, pero un fin prematuro.
—Me sirve —concedió Fez.
—Eso es justo lo que me preocupa, tarugo, que ni tú ni Barlohn sois
capaces de ver más allá de esta campaña. Por los dioses buenos —susurró
mirando al techo de la tienda—, ¿cómo es posible que estéis tan ciegos?
Fez agarró un banco y tomó asiento frente a su líder.
—Es lo bueno de no tener responsabilidades, hermano. Lo único que
necesito ver es a quien debo matar, el resto es cosa de quien quiera una vida
más complicada —alargó un brazo hasta la mesa y agarró un racimo de uvas
que empezó a devorar sin descanso. Se tragaba las pipas, la piel y hasta
alguna ramita que le cayera en la boca.
—A veces lo echo de menos, ¿sabes?

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—¿Qué cosa? —balbuceó con la boca llena.
—La simplicidad de antes de sentarme aquí.
—Deja que Barlohn te mate.
Frunk bufó.
—No podría aunque me atase una mano a la espalda.
—Creo que lo subestimas, Frunk. El hijo de perra es pequeñito y rápido
—hizo un par de movimientos de cabeza como si lo imitara esquivando
estocadas—, no te será fácil aplastarlo con eso —esta vez señaló la maza.
—¿Recuerdas aquel mierdecilla de hace tres meses?
—He conocido a muchos mierdecillas en el último año.
—El de la espada curva y los brazales de metal azul.
—El de la espalda rota que terminó con la nuca pegada al culo, querrás
decir… —sugirió Fez recordando el resultado de aquel combate entre Frunk y
ese tipejo.
—Ese mismo. También decías que era rápido.
—Y lo era —confirmó Fez agarrando otro racimo de uvas—, pero no
puedes comparar a ese inútil con Barlohn.
—En cualquier caso, no tengo planes de enfrentarme a él hasta que acabe
la batalla que está por venir —Frunk se sentó en su cómodo sillón de
campaña—. Y es probable que cuando vuelva haya dejado de pensar del
mismo modo sobre mí.
Apenas terminó de hablar, la tela de la tienda se abrió de forma repentina.
Fez soltó el racimo y echó mano al cuchillo de su cinto, que desenfundó antes
de que las uvas tocaran el suelo. Frunk alzó la vista para observar al recién
llegado.
—Justo hablábamos de ti.
Barlohn presentaba un aspecto lamentable. Tenía los brazos y el pecho
cubiertos de sangre seca y el sudor hacía que las llamas de las antorchas
levantaran destellos de su piel morena. El aliento entrecortado sugería que
viajó hasta allí a toda prisa.
—¿Vienes de combatir o acabas de yacer con una jovencita en «esos
días»?
—Sé que no te sorprenderá, Fez, pero no tenemos tiempo para tus
tonterías —alargó la mano para mostrarles una cabeza humana—. Ya vienen
—advirtió—. Y vienen a toda prisa.
—¿De quién es ese hermoso rostro? —preguntó el hermano menor sin
inmutarse lo más mínimo.
—No parece un rinhenduris —advirtió Frunk.

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Barlohn sorbió por la nariz antes de responder.
—Pues lo es —y tras arrojarla al centro de la tienda, se acercó a la mesa
en busca de la misma jarra de agua que acababa de usar el Primer Guerrero.
—Está vacía —informó este—, pero hay otra allí. ¿Qué demonios pasa,
Barlohn? ¿Dónde están esos perros?
Barlohn se acercó al lugar indicado; la expresión de su rostro mostró
cierto alivio cuando comprobó que el peso revelaba el contenido de la misma.
La levantó sin vacilar, abrió la boca de par en par y bebió a chorro dejando
que parte se escurriera por sus pectorales hasta mojarle la entrepierna. Cuando
terminó, se frotó con ella los brazos para despegarse la sangre y el polvo del
camino.
—El grueso de su ejército marcha durante el día, pero dos lagartos nos
siguen por la noche.
Por primera vez desde que regresara Barlohn, el rostro despreocupado de
Fez cambió.
—¿Os persiguen a vosotros? —Barlohn asintió antes de dar otro trago—.
¿Y los Escudos?
—Lo ignoro —confesó arrugando la barbilla—, los dejamos atrás en la
Fortaleza Negra. Quizá si nos persiguen a nosotros hayan terminado con ellos
antes.
—¿Solo dos záiselars? —frunció el ceño—. Zelca llevaba miles de
Escudos.
Barlohn asintió, agarró un trozo de pan y lo mordió con ansia. ¿Habría
comido en los últimos días?
—Espero que no basten dos jinetes para matarlos a todos o no tendremos
ninguna posibilidad de vencer. Los Escudos no son nada del otro mundo, pero
al menos saben combatir hasta cierto punto —admitió solo porque Zelca no se
encontraba presente—. No como los hombres de Laebius.
—¿A qué distancia se encuentran tus hombres?
—A menos de un día, pero no puedo asegurarlo con exactitud. Si los
jinetes los hostigan, es posible que se retrasen. ¿Quiénes son los tipos que he
visto ahí afuera?
—Se están congregando voluntarios de distintos clanes. Lerac ha hecho
correr la voz por todo el imperio instando a cualquiera capaz de blandir una
espada a acercarse a nuestro campamento para unirse a la nueva guerra —
respondió Fez esta vez.
—¿Hay alguno que merezca la pena?
—Valdrán aunque sea para cansar a los rinhenduris —dijo Frunk.

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Pero Barlohn, que acababa de tragarse un trozo de pan, negó con la
cabeza.
—No, no lo creo.
Entonces volvió a beber y se dirigió a la salida dando por terminada la
conversación.
—¿A dónde demonios vas?
—Me has mandado a la Fortaleza para que los viese con mis propios ojos,
ahora lo entiendo. Y si no has mencionado nuestro duelo es porque pretendes
que sea yo quien negocie con Laebius. ¿Me equivoco?
Frunk sonrió.
—No.
—Pues voy a negociar con Laebius.
—¿Ahora? —intervino Fez.
—No tenemos tiempo que perder, hermanos. Se nos echarán encima antes
de que podamos preparar la defensa si no entramos en la ciudad de inmediato.
Cogeré un caballo de refresco y saldré hacia Úhleur Thum ahora mismo —no
necesitaba que Frunk confirmase las órdenes, pues sabía que estaría de
acuerdo con su plan—. Os sugiero que levantéis el campamento y marchéis
de inmediato. Me vendría bien tener al ejército a la vista de las murallas a
mediodía como muy tarde. Ayudará a convencer al emperador.
—Cuenta con ello —aseguró Frunk mirando a Fez, que no necesitó más
para levantarse y salir a dar las órdenes precisas para cumplir los plazos—.
Ten cuidado, hermano.
Barlohn le dedicó una mirada profunda desde la entrada de la tienda.
—Tenías razón, Frunk —confesó.
Y salió de allí con la misma presteza con la que apareció.

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46. EL NUEVO EMPERADOR

Apenas comenzaba a salir el sol cuando los primeros soldados de Érxan


alcanzaron las puertas de Úhleur Thum. Los enviados que acompañaron a
Eldian Borroll con el fin de estudiar el clima político en la capital, así como
sus defensas si el emperador debía doblegarla, regresaron a tiempo para
transmitir las buenas noticias a su señor. Érxan ordenó que sus tropas
doblaran el ritmo, pues junto a las buenas intenciones de Laebius transmitidas
por sus emisarios llegó también un informe asegurando que las fuerzas de los
puncos se encontraban a solo un día de distancia. No se suponía que tuviesen
más de cinco o seis mil efectivos, que languidecían frente a los casi treinta mil
soldados de Érxan. Sin embargo, él mismo doblegó a enemigos que lo
superaban en número en una proporción parecida, y sabiendo que la
prudencia había sido siempre su mejor aliada, decidió no tomarse al enemigo
a la ligera antes de conocer con exactitud sus capacidades.
Eldian salió a recibirlo como un viejo amigo; Jagger Nath los esperaría
con la guardia real en las puertas de palacio, desde donde se haría cargo de la
seguridad de sus invitados. El comandante de Laebius no fue capaz de
protestar ante su señor, que sostenía que necesitaban a Érxan entre sus muros
para detener a los rinhenduris. Había pasado demasiado tiempo desde que los
rumores dejaran de parecerles simples habladurías, pues los refugiados
llegaban en masa a la llanura de Térea buscando refugio. Esos seres de
leyenda devueltos a la vida tras largos siglos de inexistencia avanzaban
inexorablemente hacia el corazón del imperio, y por lo que se contaba de
ellos, Laebius comprendió que solos no tendrían ninguna oportunidad. Que
Érxan hubiera aparecido en ese preciso momento le parecía una obra de los
dioses. A pesar de que tuviera que doblegar su voluntad a la del joven
conquistador.
En cualquier caso, la charla que mantuvo con Frink Maddison sobre el
futuro de la capital seguía pululando entre sus pensamientos más
conservadores. No estaba dispuesto a dejar el destino de sus ciudadanos en

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manos de un extranjero, pero de nada serviría oponerse a estos si después
carecían de la fuerza suficiente para detener a los rinhenduris.
La línea que dibujaba sobre la llanura las formaciones del ejército
expedicionario ofrecía un espectáculo nunca visto por los presentes. Nadie
había presenciado jamás un ejército tan numeroso como el que se acercaba
ahora a la capital. Tal vez los puncos no reunieran los números para rodear la
ciudad de forma efectiva, pero aquel nuevo enemigo recién surgido de las
arenas del desierto podía permitirse asediar Úhleur Thum y atacarla desde
múltiples frentes de forma simultánea. Laebius apenas contaba con un puñado
de hombres capaces de defender las murallas, un número insignificante en
comparación al de sus enemigos. Por eso accedió de buena gana a dejarlos
pasar.
Laebius no llegó al poder por contar con el ejército más numeroso, sino
por saber manipular a sus rivales para que se mataran entre sí. La política era
su arma más poderosa, y pensaba volver a blandirla contra esos bastardos que
creían tenerlo postrado frente a ellos.
—Bienvenidos seáis, amigos —saludó Eldian.
Érxan levantó la mano para saludarlo, pero sus ojos recorrían las murallas,
las torres y a los soldados que las custodiaban. Observó con cuidado las
armaduras de la guardia real y se maravilló en silencio de su robustez. Los
caballos de aquellas tierras eran mucho más poderosos que los de Fáxolaar,
pero no conseguirían marchar al ritmo al que lo hacía su ejército
expedicionario bajo semejante cantidad de metal.
—Me alegra que vuestro emperador haya accedido a dejarnos pasar sin
impedimento, señor de Borroll.
—Os dije que así sería.
Érxan asintió, pero esta vez fue Lasbos quien intervino.
—La vanguardia entrará primero —anunció.
—¿Vuestros veteranos?
—Así es —continuó el oficial—. Solo como medida preventiva.
Eldian y Érxan intercambiaron una mirada inquisitiva.
—No hay razón para desconfiar de las intenciones de Laebius, mi señor.
Ni siquiera ha convocado a todas sus fuerzas para cubrir la muralla —señaló.
Era mentira. Laebius llamó a filas hasta al último de sus hombres. Los
necesitaba a todos enfundados en su coraza sobre las murallas y torres de la
ciudad, y otros tantos a pie de calle para escoltar a sus invitados. A pesar de
todo, la muralla clareaba en múltiples secciones donde deberían apostarse

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arqueros. El emperador sencillamente carecía de los soldados necesarios y
Eldian lo sabía, pero trató de convertir su debilidad en un gesto de buena fe.
En su idioma, Lasbos se inclinó hacia su emperador para recordarle una
anécdota de campañas pasadas.
—Son como los Ujbetos.
Eldian asintió vehementemente recordando aquel pueblo. De un modo
parecido, su rey les abrió las puertas de la capital asegurando que podía
convertirse en un valioso aliado y que sus fuerzas marcarían la diferencia en
los conflictos que estaban por venir. Fue el propio Lasbos, que gozaba de un
don para percibir similitudes en los rostros de las personas, quien descubrió
que durante el desfile de las tropas en la ciudad los mismos hombres
regresaban por callejuelas secundarias para colocarse de nuevo a la cola de la
formación aumentando así su número de forma indefinida. A medida que se
prolongaba el desfile, los soldados parecían más cansados, y tras dos horas
algunos apenas podían mantenerse en pie.
—Algo me dice que los puncos, por pocos que sean, se convertirán en un
enemigo mucho más temible.
Eldian se mostró confuso. Hablaban en su idioma y el traductor no movía
los labios, por lo que comprendió que sus palabras podrían resultar ofensivas.
Su secretismo lo inquietaba: aquel tipo no era como Laebius. Érxan poseía un
intelecto más despierto y casi diez veces más soldados que este. Por primera
vez desde que llegara a conocerlo, sintió que tal vez sus planes no saliesen
como pretendía y que, si fallaba, moriría sin importar el resultado de la batalla
que estaba por venir. El recuerdo de Jagger Nath enfundado en su armadura le
vino a la cabeza como una advertencia, sus poderosas manazas aferrándose a
su cuello para estrangularlo con un gesto de pura satisfacción dibujada en el
rostro. Tragó saliva sin darse cuenta y se recolocó el cuello de la camisa.
—No desconfiamos de tu señor, Eldian, pero no habríamos llegado tan
lejos si nos expusiéramos a un gobernante al que no conocemos todavía —
espetó Érxan mirando al traductor, que comenzó de inmediato a transmitir el
mensaje—. Y yo siempre camino mirando de reojo a mi propia sombra.
Cuando los veteranos entren en la ciudad, lo haremos nosotros.
Eldian asintió. No tenía nada que añadir, ninguna exigencia que formular.
Los diez mil veteranos del Señor del Este serían suficientes para tomar la
ciudad dos veces en cuanto cruzaran sus puertas, así que Laebius perdería
cualquier oportunidad de atentar contra su vida.
Lasbos se giró para mirar a uno de los oficiales bajo su mando y le hizo
un gesto con la cabeza. El grupo de trompetas tocó una orden y los veteranos

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avanzaron siguiendo a su superior, que encabezaba una fuerza que había
conquistado el mundo al otro lado de las arenas de Tórema. La caballería
faxoliana formaba a ambos flancos de la hilera de infantería, cerca de donde
Érxan se encontraba. El emperador ordenó que el resto del ejército se
detuviera para descansar hasta que la vanguardia asegurase el paso a Úhleur
Thum, y Eldian Borroll regresó al interior de la ciudad para comunicar a
Laebius los planes de tan distinguido invitado. No iba a gustarle que lo
hicieran esperar, pero tampoco estaba en posición de quejarse.
Los veteranos apenas tardaron media hora en adentrarse en la ciudad. La
ausencia de revuelo confirmaba que todo iba según lo previsto, pero Eldian no
decidió seguirlos hasta que sus hombres tomaron las almenas y sus oficiales
confirmaron que la situación estaba bajo control. Cuando avanzaron,
reconoció que Úhleur Thum poseía unas defensas formidables: gruesos muros
de piedra capaces de soportar los impactos de sus catapultas, puertas robustas
y anchas que permitieran salir a las tropas para formar con rapidez y recibir al
enemigo si fuera necesario, numerosas torres que proporcionaban una
plataforma elevada desde la que lanzar una lluvia de flechas a una distancia
considerable de la propia muralla. Por un momento se planteó si esas torres
serían lo suficientemente amplias como para colocar artillería en ellas; solo
tuvo que acceder a la ciudad y mirarlas desde dentro para confirmar que sí
parecía posible.
Al acceder al interior, Úhleur Thum se mostró como una amante decidida
a conquistar a su galán: los penachos de Laebius colgados sobre las fachadas,
el suelo limpio cubierto de flores aún húmedas por el rocío de la mañana, las
armaduras brillantes de la guardia real, que montaba tras dos hileras de sus
propios veteranos custodiando el camino hasta el palacio. Se congregó una
gran cantidad de curiosos asomados a las ventanas o agolpados tras la guardia
real, mirando entre maravillados y escandalizados a ese ejército de hombres
bajitos y tez morena que acababa de tomar su ciudad sin derramar una gota de
sangre.
Muchos sentían que llegados a ese punto habían perdido la guerra sin
importar quien se declarase vencedor. Eldian ya le habló del sentimiento
clasista que respiraban los habitantes de la capital y de cómo el propio
Laebius se sentía superior al resto de los ciudadanos de su imperio. A Érxan
no le sorprendió, pues en cierto modo compartía esa opinión. Después de
todo, los líderes de cualquier nación recibían una formación, alimentación y
educación con la que el pueblo llano ni siquiera podía soñar.

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Sin embargo, por mucho que a Laebius le doliese dejarlos pasar sin
oponer resistencia, cedió sabiendo que así salvaría a la mayoría de sus
congéneres de un asedio que caería sobre la ciudad a manos de unos u otros
de sus múltiples enemigos. Ese gesto, esa capacidad para tragarse su orgullo a
pesar de que le doliese, era la prueba de que no estaba loco ni era un déspota
aferrado al poder, y aunque Érxan se sorprendió por la facilidad con la que le
abrió las puertas, sintió cierto alivio al confirmar que doblegaba su voluntad
sin necesidad de una carnicería.
Siempre resultaba más sencillo controlar a líderes así, pero aún no se
encontraron cara a cara y no podía esperar a ver cuánta falsedad conseguía
fingir en su modestia o cuánta humildad estaba dispuesto a exponer en pos de
la paz entre sus pueblos.
Lasbos estudiaba cuidadosamente a la guardia real. No se enfrentaron
nunca a una caballería tan pesada. En ninguna de sus múltiples campañas.
—Será difícil parar una carga de jinetes como estos —confesó
acercándose a su señor.
—Estoy de acuerdo, pero no aguantarán mucho combatiendo y su
maniobrabilidad debe resultar un auténtico suplicio. Seguro que si llega el
momento podremos usar en su contra lo que cuentan como su mayor virtud.
El oficial asintió sin dejar de observarlos. Sus animales debían cocerse
vivos bajo el metal en verano y hundirse en el barro que formaba la helada a
media mañana en invierno. Sin embargo, en una llanura polvorienta como la
que rodeaba la ciudad debían comportarse como un auténtico rodillo gigante
que aplastara al nivel de la hierba a la infantería enemiga.
—Nos vendrán bien para defender las avenidas más anchas si el enemigo
consigue entrar en la ciudad —concluyó el emperador.
Al fin llegaron hasta la plaza de la Victoria. Érxan había visto muchas
ciudades en su corta vida, pero siempre disfrutaba contemplando nuevos
monumentos, admirando el arte típico de los pueblos recién descubiertos que
en ocasiones difería tanto de cuanto conocía. Aquella plaza representaba una
obra de ingeniería preciosa y poco a poco comenzó a sentir que la ciudad,
engalanada con cuidado para recibirlo, empezaba a conquistar en parte su
corazón.
Frente a la escalera que ascendía hasta la entrada a palacio, Jagger Nath
esperaba a pie enfundado en su armadura. Una larga espada colgada del cinto
se mecía con su paso a solo unos dedos del suelo. Las proporciones del
comandante destacaban como un faro junto a los soldados del ejército
expedicionario, y sin duda era uno de los hombres más corpulentos que

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Lasbos o su emperador hubieran visto nunca. A su lado, Érxan parecía un
adolescente vestido de gala. Como Eldian Borroll.
—Bienvenidos seáis a la ciudad, señor —dijo de mala gana Jagger.
Parecía un luchador de verdad, uno de esos cuya fiereza solo puede ser
doblegada por su obediencia. No quería verlos allí y no le importaba que lo
supieran, pero su emperador le ordenó recibirlos y mientras sus órdenes no
cambiaran, como un perro bien amaestrado, no mordería aunque enseñara los
dientes.
—Solo el emperador puede ascender las escaleras que llevan a palacio
montando a caballo —anunció Jagger con el mismo tono.
—Baja, Lasbos, no queremos ofender a nuestros invitados.
El oficial obedeció sin titubear, pero Jagger no parecía satisfecho.
—Señor, solo nuestro —puso especial énfasis en la palabra— emperador
puede ascender estas escaleras montando a caballo.
Érxan echó un vistazo atrás. Sus soldados formaban tomando la plaza de
la Victoria, la caballería real languidecía en una fina línea tras sus veteranos;
su propia guardia imperial sin más ayuda podría tomar el palacio que se
alzaba frente a ellos como un gigante agonizante.
—Tal vez no te hayan informado como es debido, pero yo soy vuestro
emperador.
Jagger arrugó el rostro como si acabara de pisar una boñiga y el olor
subiese dulzón hasta su nariz, pero no dijo nada. Se giró y comenzó a subir
hasta el palacio sin querer ver cómo aquel extranjero profanaba la tradición de
Laebius. Mientras ascendía los peldaños, maldecía para sí sintiéndose una
puta. Se había vendido a los tipejos enanos que vestían de seda bordada con
hilo de oro, a unos sucios extranjeros que ni hablaban su idioma. Y lo
hicieron sin combatir. Poco a poco sentía creciendo en su interior una idea
que jamás se le hubiera pasado por la cabeza tan solo unos años atrás: la de
dejar de servir a Laebius. Sus antepasados se habrían arrancado la piel del
rostro con sus propias uñas de conocer los pensamientos que cruzaban la
mente del actual señor de Nath, pues servir a los Tálier fue siempre el
propósito primero para los de su casa, pero también lo era subyugarse a la
familia más fuerte de la ciudad, a quien inspirase temor en sus enemigos y
respeto entre los aliados.
Y Laebius había perdido la cualidad de cumplir ambos.
Los soldados que custodiaban las puertas de palacio se miraron confusos
cuando Érxan apareció a lomos de su caballo. Jagger llegó primero, con su
yelmo rojo de cresta negra y el rostro duro como una piedra. La ciudad

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extendida debajo de la colina quedó eclipsada por la aparición del jinete
recién llegado acompañado por su propia guardia, engalanada en un precioso
verde esmeralda con símbolos desconocidos en dorado de oro sobre el pecho,
las hombreras y los brazales. Sus yelmos grises coronados con un penacho del
mismo verde impoluto. Parecía que no habían combatido nunca, pues sus
protecciones no mostraban ni un rasguño, ni siquiera una abolladura. Eran
bajitos, sí, pero los linces sin ser tan grandes como un león también pueden
matar a una persona.
Cuando alcanzaron la explanada que daba entrada al palacio, Érxan y su
nuevo súbdito al fin se vieron las caras por primera vez. Laebius tuvo que
disimular el mismo gesto que Jagger no pudo, pero lo consiguió en el último
momento. De todos modos, ¿qué esperaba? Le abrió las puertas porque no
podía vencerle y todos lo sabían. Ahora no era más que su mascota tanto
como los líderes de los clanes le pertenecieron a él hasta el momento en que
el maldito Kraen inició su revuelta.
Érxan bajó de su caballo cuando llegó a la altura del emperador; sus
consejeros aguardaban unos metros por detrás. Jagger Nath se colocó junto a
su señor, que saludó agachando la cabeza en señal de respeto. Mostraba una
amplia sonrisa servicial que reflejaba gratitud. A su lado, Lhada, la
emperatriz, menuda y hermosa con la piel tan delicada como el pétalo de una
rosa. Su mirada era profunda, y a pesar de mostrar una cordialidad tan
envidiable como la de su marido, sus ojos contenían la misma rabia que
Jagger Nath. Aunque ella disimulaba mejor.
El Señor del Este miró de soslayo a Lasbos, que no reaccionó pero clavó
sus ojos en la emperatriz.
—Es un placer para mí encontrarme frente a un palacio tan magnífico.
Vuestra ciudad es sin duda una maravilla de la arquitectura.
Laebius miraba al traductor sin perder la sonrisa, pero cada vez le costaba
más ocultar la repulsión que le producía esa lengua áspera tan diferente a los
dialectos de los clanes.
—Es para mí un honor aceptar a un invitado tan ilustre y a sus súbditos en
mi hogar —respondió Laebius, que en ese momento le presentó a Lhada y le
confirmó que el tipo de la armadura roja era Jagger Nath, el comandante de
todas sus fuerzas.
Eldian le habló de él con anterioridad, pero el porte del comandante
consiguió sorprender a Érxan. El Señor del Este también era más bajito que
Laebius y tan joven que podría tratarse de su hijo. Sin embargo, como parecía
ocurrir en todo el mundo, los jóvenes como él no dejaban de apartar de sus

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tronos a líderes más maduros. La comitiva se adentró en el palacio seguida
por la guardia imperial de Érxan. Laebius parecía confuso, como si no
esperase tales medidas de seguridad por su parte, pero la experiencia convirtió
a Érxan en un tipo precavido, así que sus guardias marchaban en dos filas tras
él. Cuando llegaron hasta el salón principal, quinientos guardias de verde
esmeralda ocupaban la sala. Laebius no podría atentar contra su vida aunque
lo deseara.
—¿De dónde venís exactamente, si puede saberse? —inquirió Laebius
tratando de rebajar la tensión que se respiraba con el sonido marcial de las
botas de jade.
—Cruzamos el desierto que llamáis de Tórema, pero mi hogar queda
mucho más allá. El desierto representaba la última frontera de lo conocido, así
que decidimos cruzarlo para descubrir si existía algo al otro lado.
Laebius asentía escuchando al traductor.
—Así que habéis conquistado todo lo que hay entre el desierto y vuestro
hogar.
—Todo el mundo conocido —confesó—, desde el mar del Oeste hasta el
del Este, desde Fáxolaar hasta el yermo sur. Y ahora estamos aquí —lo miró a
los ojos.
—Yo también lo conquisté todo cuando tenía más o menos vuestra edad,
es esta revuelta la que ha complicado nuestra situación.
—Vuestro «todo» no es mayor que una de mis provincias, Laebius —
sabía que el comentario conseguiría herirlo, pero necesitaba comprobar hasta
qué punto le temía—, y según tengo entendido hay un bosque que no
conseguisteis atravesar. Se llamaba… —se hizo el tonto, pues recordaba el
nombre a la perfección.
—Trenulk —concedió Laebius.
—Eso es. Y según me contaba Eldian, también hay un río que nadie sabe
dónde nace.
—Así es —volvió a confirmar con frialdad.
Érxan sonrió como un padre sonríe a un hijo que cree haberlo superado
antes de tiempo.
—En ese caso, me temo que no lo conquistasteis todo a mi edad.
Laebius guardó silencio; Jagger sintió que la sangre le hervía dentro de las
venas. Observando al recién llegado de cerca, pronto entendió que la
diferencia entre él y Eldian Borroll era notable. El Señor del Este poseía unos
brazos llenos de cicatrices, las manos curtidas y ásperas de quien empuña una
espada a diario y el porte confiado de quien no tiene miedo a la muerte. Eran

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los hombres como él, quizá un poco más altos, los que merecía la pena matar
en combate.
—Pasad por aquí, señor. Os mostraré la sala de guerra, donde podréis
conocer a mis consejeros y comenzar a abordar de inmediato lo que está por
venir —indicó con una suavidad impropia de un emperador—. Según me
informa Eldian, sois consciente del problema que tenemos con los
rinhenduris.
—Eldian se ha esforzado por haceros parecer más fuerte de lo que sois,
Laebius —Érxan no esperaba agraciar a sus nuevos súbitos, pero tampoco
quería humillarlos. Tenía que encontrar el equilibrio perfecto entre miedo y
respeto, y esa era una habilidad con la que pocos contaban—. Sé que tenéis
un problema con los rebeldes de un tal Lerac, que los puncos se han unido a él
y que parece que un ejército de monstruosos lagartos —hizo un ademán con
las manos y varió el tono para indicar cuánto dudaba de esta última parte— ha
llegado desde Trenulk para acabar con todos por igual.
—Así es.
Laebius no contaba con la fuerza para oponerse a ese jovenzuelo que ya
percibía como su superior. Cada vez que pensaba en protestar, en defenderse
de la humillación que le provocaba que expusieran con tanta claridad las
debilidades de su imperio ya casi extinto, recordaba que la vida de todos sus
congéneres, la de su esposa y la existencia propia de Úhleur Thum estaban en
juego.
—Son los puncos quienes me han traído hasta aquí.
—¿Cómo es eso, señor? —inquirió Frink Maddison con profundo respeto
en la voz.
—Permitid que os presente a Frink Maddison, señor. Uno de mis más
antiguos consejeros —explicó Laebius.
Érxan lo saludó con un gesto apenas perceptible.
—Los puncos cruzaron el desierto mucho antes que nosotros y sometieron
a las tribus que poblaban el otro lado. Cuando llegamos hasta esas gentes,
logramos encontrar indicios de la existencia de otra civilización a este lado de
las arenas. Por eso estamos aquí.
Laebius y Jagger Nath intercambiaron una mirada inquisitiva. Era la
primera vez que tenían constancia de que los puncos hubieran llegado tan al
este en alguna de sus campañas. Ambos entendieron que los hechos
mencionados por Érxan se remontaban a los tiempos en que las guerras entre
puncos y Tálier se sucedían sin descanso, cuando los salvajes gozaban de su
pleno apogeo.

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—Entiendo en ese caso que pretendéis librarnos de la existencia de los
puncos de una vez por todas —inquirió Frink, que en esta ocasión permanecía
más sobrio que de costumbre.
—Mi misión es doblegar a los guerreros más indómitos de todo el mundo
conocido y después extender mis dominios más allá para repetir la gesta —
Frink parecía complacido con la respuesta, pero Laebius entendió el
menosprecio en sus palabras: los puncos eran rivales dignos; ellos no.
Érxan se encaró entonces a Jagger Nath, que mantenía la mirada al frente
evitando cruzar sus ojos con los del nuevo emperador, casi dos palmos por
debajo.
—Tú sin duda eres el soldado con el aspecto más fiero que he visto en
muchos años. ¿No estás de acuerdo, Lasbos? —se giró para ver su cara. El
veterano no parecía impresionado.
—Es ciertamente grande, emperador, pero los grandes también se mueren.
Jagger no pudo resistir más y desvió sus ojos de la pared para dirigirlos a
los del oficial.
—¿Quieres intentarlo?
Su voz sonó tan áspera como si surgiera de la garganta de un puma
enfurecido. Érxan sonrió satisfecho. Era ese carácter y no el de Laebius el que
admiraba.
—Ya habrá tiempo para matar, ¿eh? Si lo que decía Eldian era cierto,
pronto tendremos a miles de enemigos a las puertas de la ciudad —continuó
Érxan mientras el comandante y su mano derecha intercambiaban una mirada
retadora.
Lhada quedó a las puertas de la sala. Desde allí, acompañada por sus
guardias, observaba los rostros tan dispares de su esposo y Jagger Nath: uno
parecía un perro apaleado; el otro, un monstruo a punto de desatar el caos sin
importarle las consecuencias. Bajó la mirada y juntó las piernas sintiendo un
escalofrío en el cuerpo al descubrir por primera vez en mucho tiempo que
Jagger Nath aún conservaba un poderoso efecto sobre sus instintos más
primarios.
Estaban a punto de tomar asiento cuando un mensajero llegó a la sala.
—¿Qué ocurre? —inquirió Laebius.
—El Segundo Guerrero de los puncos se encuentra a las puertas de
palacio para entregar un mensaje al emperador —anunció.
La cara de Érxan se llenó de luz cuando el traductor pronunció aquellas
palabras. Por fin estaba a punto de encontrarse a uno de esos guerreros de los
que tanto había oído hablar.

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—Que pase —ordenó imponiéndose a la voluntad de Laebius.
El mensajero miró al que hasta entonces fuese su señor, que asintió
confirmando la orden.
—¿Qué es un Segundo Guerrero? —preguntó entonces al traductor.
Este formuló la pregunta solo para encontrar en sus huéspedes su misma
incomprensión. Nadie lo sabía, pero imaginaban que se trataría de algún título
importante entre su pueblo. Tomaron asiento alrededor de la mesa en la sala
de guerra y ordenaron que les trajeran vino, agua, cerveza y comida mientras
esperaban al punco, pues convinieron que resultaría inútil planear nada antes
de que este les manifestara las intenciones con las que lo enviaron allí. Quizá
guardara información capaz de cambiar su visión respecto a la guerra contra
los rinhenduris.
Apenas pasaron unos minutos hasta que Barlohn, el primer punco que
pisara jamás el palacio imperial de Úhleur Thum, llegara hasta la sala de
guerra. Jagger no lo reconoció, pero tener delante a uno de los responsables
de la muerte de Tibrith Bent amenazaba con acabar definitivamente con su
paciencia.
—¿Cuál es tu mensaje? —la aspereza de Laebius hacia él solo se
comparaba a la sumisión que mostraba a Érxan.
El emperador observaba al recién llegado con auténtica perplejidad.
Esperaba a un tipo más corpulento, más fiero. Alguien parecido a Jagger
Nath. Aquel mensajero, sin embargo, no parecía especial en ningún sentido.
Su coleta prieta y su rostro recién rasurado contrastaban por completo con el
resto de su apariencia descuidada. Una espada curva al cinto y un cuchillo de
cazador al otro lado parecían todo lo que necesitaba para plantarse en la sede
de su enemigo sin titubear. No, aquel no era un tipo más: sus poros rebosaban
confianza y autocontrol, las cicatrices que le recorrían los brazos probaban su
estrecha relación con el dolor. No aparentaba ser más que otro bruto, otro de
esos soldados tribales arrojados y llenos de osadía que vivían para dar muerte
a hombres más débiles, pero sus ojos se movían rápidos de uno a otro lugar y
la expresión inteligente que dibujaban sus cejas reflejaba sin ninguna duda
que no se trataba de un simple soldado. Aquel tipo debía ser importante entre
los suyos, algún cabecilla. Y sin duda le sorprendió encontrarse a todo un
ejército extranjero entre las murallas de la ciudad.
No importaba el número exacto de efectivos que lo compusieran: serían
demasiados para tomar Úhleur Thum por la fuerza. La forma en la que
hablase definiría si viajó hasta allí únicamente para entregar un mensaje o, por
el contrario, para desempeñar además otro cometido. La situación de Úhleur

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Thum cambió por completo, por lo que tal vez necesitara adaptar sus palabras
para cumplir su misión.
—Soy Barlohn, Segundo Guerrero de…
—Ve al grano —interrumpió Laebius.
—No vuelvas a interrumpirme —escupió él con osadía.
Sus palabras acabaron de encender a Jagger, que avanzó contra él
desenfundando su espada para ensartarlo. Érxan disfrutaba de la escena como
si atendiese a una obra de teatro. Nadie respetaba a Laebius, que parecía haber
perdido por completo el control de la situación. Solo las increíbles murallas
que construyeron sus antepasados conseguían que todavía conservara parte de
su poder. Como esos niños mimados hijos de familias ricas que se habrían
muerto de hambre si hubieran tenido que cazar un conejo para alimentarse.
—Apártate de mi vista —continuó Barlohn mirando directamente a
Jagger. Él sí lo reconoció.
—Maldito gusano, ¿cómo te atreves a hablarle así al emperador?
Érxan levantó una mano y su guardia de jade se interpuso entre ambos.
Fue la primera vez que Barlohn y él cruzaron miradas. El punco levantó un
dedo para señalarlo.
—No lo conozco, pero viendo que han tomado la ciudad y que seguís
vivos, deduzco que os habéis arrodillado ante este. Él es, en todo caso, el
emperador.
Jagger echaba chispas, el rostro tan rojo como su armadura.
—Siéntate —ordenó esta vez Érxan señalando su silla junto a la mesa.
Jagger tardó unos segundos en obedecer, lo cual no agradó a su nuevo señor,
que se puso en pie para gritar esta vez—. ¡Siéntate!
La orden, que retumbaba entre las paredes de la sala de guerra en ese
idioma desconocido para las piedras que la formaban, tomó un cariz incluso
más humillante.
El comandante se planteó si de veras quería obedecer, si no sería mejor
lanzarse contra esos insolentes y morir allí, en un lugar tan noble, luchando
contra el batiburrillo de extranjeros que se hicieron con el control de su
capital de la noche a la mañana. Pero fue Laebius, que trataba en vano una y
otra vez de convencerlo de sus intenciones desde que le confesara que
abrirían las puertas a Érxan y su ejército expedicionario, quien consiguió que
recapacitara. Jagger tomó asiento, la guardia de jade enfundó sus espadas y
Barlohn se mantuvo tan sereno como si nada de lo ocurrido fuese con él.
El punco se encaró entonces hacia el nuevo emperador para hablar con él
directamente. El hecho de que necesitara un traductor para comunicarse con

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los presentes indicaba que debía venir de un territorio del todo desconocido
para los suyos, como los rinhenduris, pero no lograba comprender en qué
dirección se encontraba.
—Los rinhenduris vienen a por todos nosotros —comenzó acercándose un
paso a él—. Lerac ha tratado de contenerlos en el vado de Esla, pero si sigue
vivo dudo que haya resistido más de unos minutos contra ellos. Mi hermano
se dirige hacia aquí con el grueso de nuestro ejército acompañado por dos mil
Escudos Negros. Si abrís las puertas, entraremos en la ciudad y pondremos
nuestras armas a disposición de sus defensas para acabar de una vez por todas
con esta amenaza.
—Eres muy osado para venir hasta aquí solo y amenazar a los presentes
sin titubear —respondió Érxan.
A Barlohn no le gustó que cambiara de tema, pero la diferencia entre Fez
y él era que él podía controlar su carácter de forma mucho más efectiva.
—Ya estoy muerto de todos modos —confesó recordando su duelo con
Frunk—. Que caiga aquí o en otra parte no cambia mi suerte.
Érxan quiso indagar en sus palabras, pero comprendía que había algo en
juego mucho mayor que su propia curiosidad.
—He venido hasta aquí para acabar con tu pueblo —Barlohn no parecía
sorprendido—. Dime, ¿por qué deberíamos dejar que vuestras huestes entren
en la ciudad en lugar de presenciar desde las murallas cómo esos rinhenduris
os masacran para después terminar yo el trabajo?
Barlohn se llevó una mano a la espalda. La guardia de jade se abalanzó
contra él poniéndole sus hojas en la cara, el cuello y el vientre.
—Tranquilos, pequeñines —susurró haciendo alusión a su tamaño.
Érxan les indicó que lo dejaran moverse y Barlohn se desató de la espalda
lo que parecía una especie de losa de pizarra verdosa. Barlohn la lanzó a sus
pies, pero no se resquebrajó, sino que rebotó dos veces antes de detenerse.
—¿Qué es esto? —preguntó Lasbos agachándose para recogerlo. Parecía
de origen animal.
—Es una escama… —adivinó Eldian Borroll tan maravillado como
asustado.
Los presentes le dedicaron toda su atención al enviado punco una vez
más.
—Porque se dirigen hacia aquí y la última vez que lo hicieron arrasaron
cuanto encontraron a su paso. Mis antepasados se retiraron a nuestras tierras y
no los persiguieron. No hay nada que nos impida volver y dejar que os hagan
pedazos a todos —confesó encogiéndose de hombros.

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—Tengo treinta mil hombres tras estas murallas, Segundo Guerrero, ¿por
qué iban a suponer una diferencia cinco mil puncos más?
Barlohn sonrió por primera vez desde que llegara, y con la voz cargada de
la confianza que le otorgaba saber que ya había cumplido la misión que Frunk
le encomendó, concluyó:
—Porque nosotros sabemos cómo matarlos.

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47. LA NOCHE DE LOS ASALTOS

La noche caía en Kálahar con el manto de la tranquilidad habitual. Los perros


callejeros se movían entre las sombras buscando restos de comida donde
durante el día se levantaban tiendas y negocios. Alguna vez eran tan
afortunados como para dar con algo que les llenase el estómago, pero la
mayoría de las noches no les quedaba más remedio que conformarse con
lamer el suelo allí donde la carne goteó por la mañana o un comensal arrojó la
ternilla de su bistec.
Esa misma tarde, los más allegados a Torek se encargaron de llevar a cabo
el plan de localizar a los rinhenduris infiltrados en la ciudad. Todos los
varones a partir de quince años tuvieron que someterse a la hoja del cuchillo
si no querían verse expulsados de la ciudad. Los rostros de algunos se
arrugaron como pasas cuando el filo de acero les abrió la piel; otros se
remangaron orgullosos con el deseo de mostrar a qué bando pertenecían.
Tres días enteros. Ese fue el comunicado oficial. Pero no podían confiar
en que los espías no volvieran a cortarse un día antes de la revisión para
mostrar así un tajo tan fresco como el de cualquier ciudadano de las velkra.
Por eso Krukshen se arrastraba entre las sombras, silencioso como los perros
que hurgaban en la basura, acompañado por seis de sus soldados de mayor
confianza. Los muros llevaban siglos sin contar los pasos de tantos vigías al
mismo tiempo, pero resultaba esencial evitar que los sospechosos pudieran
escapar. Eso limitaba la capacidad de Krukshen a ras de suelo, pero si todo
iba como Amaranth preveía, bastaría de ese modo.
Torek aguardaba noticias en el hospital custodiado por dos hombres. Se
resistió como un niño en el dentista, pero terminó por ceder ante la insistencia
de Karel, que desde que surgió el tema de los posibles espías temía que
atentaran contra la vida del ciudadano más ilustre de Kálahar. A fin de
cuentas, Erol, que se probó líder de todos los rinhenduris el día que se
reencontraron, mató a Sthunk y trató de acabar con la vida de su padre. ¿Por
qué no mandaría ese demonio a sus secuaces para que terminaran el trabajo en
cuanto se enterase de que seguía respirando?

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Por supuesto, Karel no mencionó tales pensamientos a Torek por razones
obvias, sino que insistió en que guardaran su sueño como mera medida
cautelar. Pero Torek tampoco era idiota y sabía que tras la formalidad de
Karel se escondía el miedo a que Erol quisiera terminar con su vida.
Krukshen llegó hasta la puerta indicada arrastrándose bajo la ventana. No
había luz en su interior, como esperaba, y tampoco encontró signos de
actividad. El jefe de la escuadra se llevó el índice a los labios mirando a uno
de sus subordinados, que aguzó el oído acercándolo a la puerta.
—Oigo ronquidos —susurró con tanta delicadeza que Krukshen creyó
imaginarse su voz.
Desenfundaron antes de cruzar la esquina que los llevaba hasta la puerta,
así que las hojas de sus espadas, como peces en el fondo de un riachuelo,
lanzaban reflejos plateados de cuando en cuando delatando su posición.
Krukshen miró al cielo y esperó acuclillado. El frío les abrazaba la espalda en
cuanto se detenían, pero no había llegado el momento. Ninguno hablaba ni se
movía; el sonido rítmico de los ronquidos despertaba su envidia. Ellos
también querían encontrarse en la cama envueltos en pieles y rodeados por las
piernas de una mujer, pero al deber le importan poco los designios personales
de quien es cumplidor, y por todos los dioses si existían que los subordinados
de Krukshen los eran.
Los búhos ululaban entre los tejados buscando su presa; los brillantes que
coronaban los ojos de los gatos se dibujaban sobre los tejados, lejos del
alcance de los perros. Aparte de los animales que recorrían las calles, no se
veía un alma. Krukshen adoraba ese momento como ningún otro, cuando
todos duermen y un oído entrenado puede escuchar hasta la bota que pisa una
cagada de mosca. Ese era su terreno, su hábitat natural, donde se desenvolvía
como ningún otro explorador de las velkra. Por eso le concedieron a él la
misión de asaltar esa y no otra de las cinco casas que correrían el mismo
destino dentro de poco.
Al fin, tras una espera que concibieron más larga de lo que pensaron, la
señal en forma de reflejo que indicaba el comienzo de la operación. De
repente, un estruendo sacudió la noche cuando las puertas de madera fueron
derribadas con violencia para dejar paso a los asaltantes, que irrumpieron
como ladrones todavía a oscuras gritando que nadie se moviese. No
necesitaban ver nada para identificar el sonido de una hoja que se deslizaba
fuera de su vaina. El chisporroteo de los pedernales acabó encendiendo las
antorchas que devolvieron a los ojos alguna utilidad.

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—¡Detente, Derj! —gruñó Krukshen alargando una mano abierta hacia él
mientras la punta de su espada le apuntaba al pecho.
El dueño de la casa, que solo unos segundos antes roncaba plácidamente,
tenía el gesto de quien no distingue si sigue soñando o no. Su confusión no
impidió que desenfundara su arma de forma instintiva. Krukshen no se
sorprendió. Se conocían desde hacía doce años y Derj siempre fue uno de los
mejores soldados de la ciudad. Era lógico pensar que alguien así estuviera
preparado para el combate incluso con sus capacidades mentales mermadas
por el sobresalto al que acababan de someterlo.
—¿Krukshen? —se frotó el rostro con una mano tratando de aclarar su
visión. Las antorchas le herían los ojos y la situación le parecía tan
inverosímil que acabó dándose un guantazo para asegurarse de que no seguía
dormido—. ¿Qué demonios significa esto?
—Enséñanos tu brazo, Derj.
—¿Mi bra…? —se miró el brazo de la espada.
—El otro —aclaró señalando el vendaje.
Derj comprendió al fin a qué se refería, pero entonces frunció el ceño
como si la situación volviese a carecer de sentido.
—¿Cuánto tiempo he dormido?
—Probablemente tres o cuatro horas.
—¡Me cortaron ayer por la tarde, por todos los dioses del infierno, el
bosque y sus hijos bastardos! —si quedaba alguien despierto en los
alrededores, la maldición de Derj terminó por devolverlo a la vigilia—. ¿No
se supone que nos revisarían a los tres días?
Krukshen abrió mucho las fosas nasales, era obvio que se le agotaba la
paciencia. Puede que Derj acabara de despertar y se sintiera perdido y
confuso, que hubieran combatido en Mélmelgor codo a codo en más de una
ocasión, pero se encontraban en un momento muy delicado para toda la
ciudad y no tenía tiempo que perder insistiendo en una orden tan simple.
—Por última vez, Derj, enséñame el brazo —advirtió. Derj sabía que
Krukshen no era uno de esos tipos que amenazan en balde y comprendió que
le urgía obedecer—. Y tira la espada —añadió izando la suya un poco más.
Derj dejó caer su arma con un estruendo metálico. Los guardias que
acompañaban al explorador no se mostraban más tranquilos que el propio
dueño de la casa. Si al levantarse la venda la herida no parecía reciente,
significaría que se trataba de un enemigo de Kálahar. Aunque lo conocieran
desde al menos doce años atrás.

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—Se suponía que ningún rinhenduris presente tendría la capacidad de
regenerarse tan deprisa —habló mientras se quitaba con cuidado la venda, que
mostraba aún un hilillo rojo.
—Solo un idiota idearía un plan tan simple. Cualquier infiltrado podría
cortarse de nuevo mañana o pasado y presentar una herida tan fresca como la
nuestra.
El sospechoso asintió comprendiendo que lo que oía no carecía de
sentido. ¿Por qué no lo habría pensado él mismo con anterioridad? Cuando la
tela se despegó de su piel, la herida se mostró tan fresca como solo en alguien
que acabara de cortarse la tarde anterior.
—¿Por qué yo? —se atrevió a preguntar sabiendo que no sería el único al
que sacaran de su sueño de forma abrupta esa noche—. Hemos combatido
juntos mil veces, joder.
Krukshen se acercó a él bajando su espada por primera vez desde que
entrara esa noche en su casa. Uno de sus hombres acercó la antorcha para que
el explorador comprobase que mostraba el aspecto correcto. Lo parecía, pero
tenía que cerciorarse, así que puso un pulgar sobre la herida y apretó.
—¡Hijo de una perra del Nimbus! —gritó apartándose mientras se
planteaba si a pesar de formar parte de la misma especie no debía recoger su
espada y atravesarlo en ese mismo instante.
—Te has hecho más sangre cagando, Derj. No te quejes tanto —espetó
Krukshen haciendo que una sonrisa cambiara la forma de su barba—.
Tenemos que estar seguros, ¿entiendes? Son las órdenes.
—Está confirmado —concluyó otro de los intrusos.
—Así es —respaldó Krukshen—. Eres uno de los mejores, Derj, nadie
que te haya visto combatir puede negarlo. Precisamente por eso y porque no
te criaste aquí no podíamos asegurar con certeza que alguien te haya visto
envejecer, hacerte un hombre —a medida que hablaba, el interpelado sentía
que la situación, por inesperada que le pareciese, no carecía de sentido.
—¿Estamos bien entonces?
—Estamos bien —confirmó Krukshen.
Derj enarcó las cejas, asintió y volvió a colocarse la venda para cubrir la
herida, que sangraba otra vez.
—Pues salid de mi puta casa de una vez y cerrad la puerta cuando lo
hagáis —se dio la vuelta y se dejó caer en la cama.
—Es posible que no cierre —informó otro de los asaltantes
comprendiendo que la abrieron por la fuerza y trozos de astillas del marco
cubrían el suelo.

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Derj, desde la cama, levantó la cabeza para mirarlos. Después echó un
vistazo a su espada tirada en el suelo. Estaba enfadado hasta un punto
peligroso y Krukshen, tratando de evitar cualquier altercado, arreó a sus
hombres fuera de allí a toda prisa. Cuando todos estuvieron de vuelta en la
calle, encajó la puerta que, efectivamente, ya no cerraba.
—Menuda pérdida de tiempo —musitó uno de ellos.
—No lo ha sido. Al menos ahora sabemos que Derj es uno de los
nuestros, aunque conociéndolo como lo conozco, os aconsejaría no cruzaros
en su camino en los próximos días a menos que estéis dispuestos a perder los
dientes.
Krukshen sabía que fue su presencia lo que evitó que le desencajara la
mandíbula a la mitad de los hombres que lo acompañaban en cuanto
demostrase que era tan humano como ellos. Suspiró mirando al cielo.
—No sé si espero que los demás hayan corrido la misma suerte o no —
intervino el mismo soldado.
Ninguno de ellos lo sabía. Que todos los sospechosos se probaran
humanos podía significar dos cosas: que de veras no había espías rinhenduris
entre los blancos muros de Kálahar o que su plan para identificarlos no
hubiera dado resultado. En cualquier caso, las noticias de los asaltos correrían
como un rayo al día siguiente entre todas las casas de la ciudad: si existía
algún espía, no volvería a dormir tranquilo, lo que significaba que al día
siguiente no podrían repetir las incursiones buscando nuevos sospechosos.
El plan de Amaranth no carecía de sentido. De hecho, era lo mejor que
tenían para encontrarlos. Pero su método no era infalible. Lo que se contó a
los miembros de la sala del consejo solo tenía como fin revelar una porción de
la estratagema, lo justo para que los posibles espías se sintieran confiados.
Además, cortar a los nobles antes que a los demás mandaba un mensaje que
decía: «los más ilustres velan por el resto dando ejemplo con su propio
sufrimiento». Todo eso estaba muy bien, pero Amaranth insistió en observar
los rostros de los ciudadanos cuando se sometían al cuchillo. Para alguien
acostumbrado a herirse y regenerarse deprisa, el dolor tal vez no fuese más
que una anécdota, un leve recuerdo del pasado. Había soldados educados
desde la niñez que soportaban castigos terribles casi sin inmutarse. ¿Por qué
no podrían hacer lo mismo aquellos seres que vivían siglos?
Elaboraron con mucho cuidado la lista de sospechosos basándose en
varios aspectos concretos. Debían ser hombres adultos de buen tamaño,
guerreros a los que nadie hubiese conocido en la niñez como era el caso de
Derj, que se crio en una pequeña aldea levantada al costado de un arroyuelo a

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un día de camino de Kálahar. O eso decía. Comprobar que sangraba y sanaba
como el resto casi supuso una desazón, pues la joven doctora esperaba
encontrar al menos a uno de los posibles infiltrados y Derj tenía la mayoría de
papeletas para encajar en el perfil que buscaban.
Mientras caminaba de vuelta al hospital para informar a Torek del fracaso
o éxito de la misión, según se mirase, Krukshen pensaba sin descanso cuál de
los demás sospechosos sí podría demostrarse un rinhenduris. Karel también se
movió esa noche entre las sombras con un pequeño escuadrón con el mismo
objetivo. Pronto los demás líderes de los otros comandos se presentarían ante
la cama de Torek para reportar. Amaranth esperaba allí, junto a la cama,
cuidando al gigantón. La salida a la sala del consejo le costó un dolor terrible
que ahora le controlaba a base de opiáceos. Torek se sentía lento, con la
mente abotargada y el ánimo turbio. De no ser por la medicina, puede que
incluso se mostrase nervioso.
Se jugaban mucho esa noche.
Krukshen no fue el primero en regresar. Dos capitanes más destinados
cerca del hospital tuvieron tiempo de informarle del fracaso en su búsqueda y
de retirarse para seguir con sus rondas de vigilancia. El estado de ánimo era el
de quien fracasa en su misión, como si no encontrar a los espías manifestara
solo su incapacidad para localizarlos y no la ausencia de enemigos.
A la mañana siguiente, Torek despertó entre sudores fríos que lo
devolvieron al mundo de la vigilia entre tiritones. Estaba solo en la sala, el sol
apenas arrojaba unos rayos de luz sobre la ventana que ejercía de cordón
umbilical con el mundo exterior y Frenisek no andaría cerca todavía para
revisar su estado de salud. Aún le dolía llenarse los pulmones de aire más de
lo mínimo para no ahogarse; las costillas aplastadas conseguían que viese las
estrellas cada vez que trataba de incorporarse, pero al menos ya no pensaba
que moriría postrado en aquella cama lúgubre y, sobre todo, no quería
hacerlo.
Se durmió tarde recibiendo a los capitanes que regresaban en cuanto
terminaban sus incursiones para informar del resultado de las mismas. No
hubo suerte. Aunque esa afirmación tampoco era del todo correcta: no habían
localizado a ningún rinhenduris, y por el bien de su propia cordura, decidió
que era una buena noticia. Antes de dar por terminada la jornada, Krukshen se
encargó de transmitirle las nuevas que traían sus exploradores repartidos por
Mélmelgor y Trenulk, pero también los que se encontraban mucho más allá
internados en el imperio. Ahora sabía que Lorkshire fue destruida hasta los
cimientos y sus habitantes pasados a cuchillo.

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Erol no era su hijo. No podía serlo.
Pero eso no era todo. Los puncos también se movilizaron y avanzaban
junto a imperiales y rebeldes para enfrentarse unidos a los nuevos invasores.
Esa fue la gota que colmó el vaso, la pizca de información extra que
necesitaba para tomar una decisión que cambiaría para siempre el curso de la
historia de su clan. Las velkra formarían parte de esa unión en contra de los
rinhenduris, y sin importar si entre todos lograban su cometido o si fracasaban
por completo, no se quedarían de brazos cruzados viendo cómo sus enemigos
ancestrales mataban a cuantos encontrasen en su camino. En cualquier caso,
ellos ya estaban en guerra con los rinhenduris.
Al menos ahora no estaban solos en su lucha.
La dificultad de su cometido residiría convencer al resto de los nobles
para que apoyaran salir de las sombras de los gigantescos árboles de Trenulk
y rebelarse al mundo como lo que realmente habían sido siempre: una tribu de
guerreros temibles, sí, pero tan humanos como cualquiera que viviera en la
cordillera de Lében o cualquier otra región del imperio. Por alejada que
estuviera del bosque.
Torek no se hacía ilusiones: a pesar de lo grave de su situación, muchos
de aquellos distinguidos habitantes de Kálahar se opondrían argumentando
que si los humanos ganaban la guerra y conocían la verdadera naturaleza de
las velkra, después de acabar con los rinhenduris irían a por ellos. Otros
recordarían la amenaza de Erol el mismo día que acabó con la vida de su
hermano y estuvo a punto de mandar al propio Torek a la tumba. «No os
interpongáis o no tendré piedad», la frase aún conseguía que al gigantón se le
erizara la piel. No tardó mucho en demostrar que estaba dispuesto a cumplir
sus palabras. Lorkshire lo experimentó de primera mano.
Pero ¿qué ocurriría si las velkra se mantenían neutrales? Los rinhenduris
volverían a Kálahar en algún momento para terminar el trabajo cuando
arrasaran el imperio. Si ganaban los humanos, su unión acabaría con las
tensiones entre bandos de un modo u otro, y las velkra permanecerían aisladas
confiando en que la próxima vez que los rinhenduris volvieran decidieran no
arrasar la Ciudad Blanca primero. El riesgo era muy alto sin importar la
decisión que tomaran, pero mantenerse neutrales también significaba decidir.
Y su pasividad no podía salvarlos del peligro.
No importaba cuánto le costara convencerlos: antes de que acabara la
semana, el ejército de las velkra al completo abandonaría la ciudad para atacar
a los rinhenduris por la espalda. Por primera vez desde que la ciudad se
fundara, los suyos marcharían más allá de los límites de Mélmelgor para

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enfrentarse a un enemigo que llevaba existiendo más tiempo que ninguno de
ellos; más que la propia ciudad que les daba cobijo.
La puerta de entrada se abrió y Torek, con gran esfuerzo, se giró para
buscar con la mirada a Frenisek. Sin embargo, frunció el ceño al comprobar
que no era el médico quien lo visitaba con la misma prontitud que los propios
rayos del sol.
—¿Derj? ¿Eres tú?
Sí, sí que era Derj. Entre las sombras cambiantes que aún dibujaba el
candil colgado en la entrada y que todavía aportaba más luz que la ventana, se
recortaba la figura del soldado que Krukshen visitó esa misma noche. Torek
entrecerró los ojos tratando de aguzar la vista; volvió a abrirlos de par en par
al momento. Apenas transcurrieron dos segundos desde que entrara hasta ese
instante en que vio que portaba una espada ensangrentada. Las gotas de
sangre todavía caliente caían con la cadencia de las manecillas de un reloj,
pero no fue eso lo que hizo que se estremeciera. Conocía a Derj desde hacía
años, le caía bien y era uno de sus mejores guerreros, pero lo que vio lo dejó
sin habla, magnificando el problema al que se enfrentaban. Incluso a pesar de
las sombras, del shock que le provocó verlo allí a esa hora con la espada
ensangrentada, Torek se dio cuenta de que su brazo no estaba vendado. Quizá
perdió la cobertura mientras asesinaba a los dos guardias de la puerta. No veía
la herida que le hicieron la tarde anterior, pero no lo necesitaba para
comprender lo que ocurría.
—Derj, maldita sea, ¿tú también?
Él no respondió. Su suspiro resonó en la habitación como una súplica,
como una explicación que justificara a su compañero lo que tenía que hacer.
Torek tampoco necesitaba palabras: sabía por qué había venido.
Derj apretó la mano sobre la empuñadura, volvió a suspirar y comenzó a
caminar hacia la cama de Torek…

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48. EL ARMA SECRETA

—Así que fuego.


Barlohn asintió antes de proseguir. El silencio se hizo dueño de la sala,
como si solo él y el Señor del Este ocuparan sus sillas junto a la mesa.
Laebius pensaba en la manera de ganar protagonismo: abrió las puertas de la
ciudad para dejar que sus enemigos la defendieran de un rival incluso más
peligroso, pero su orgullo le impedía aceptar que su nombre pasara a la
historia únicamente por esa proeza. Debía aportar algún plan, una estrategia
defensiva que les garantizara el éxito y que solo él pudiera encontrar.
—Se regeneran muy rápido.
—¿Cómo de rápido?
—Algunos pueden recuperar un miembro amputado en tan solo unos días
—aseguró recordando un caso en particular.
—Eso es imposible —intervino Frink Maddison, que empuñaba una copa
de vino con tanta soltura como un veterano su espada.
La cara del punco se leía como un libro abierto. Aquella suponía quizá su
peor cualidad a la hora de negociar: le costaba ocultar lo que pasaba por su
mente, y para un guerrero tan confiado como él, que dudaran de su palabra a
menudo suponía una sentencia de muerte.
—No cuestiones lo que digo, anciano, a menos que estés dispuesto a
perder la lengua.
Jagger Nath era el único que le aguantaba la mirada tras una amenaza. Él
no le tenía miedo a pesar de conocer de lo que eran capaces los suyos. Los
soldados se entrenaban para matar o morir matando, así que la idea de acabar
sus días desangrado dejó de quitarle el sueño largo tiempo atrás. Además,
tenía motivos personales para odiar a ese tipejo que logró hacerse con la
atención de todos los presentes.
—Llama a Morebio —ordenó Érxan provocando que Lasbos saliera de la
sala en un santiamén. Entonces se inclinó sobre la mesa para señalar las torres
defensivas del mapa que Laebius les proporcionó—. Mis ingenieros
perfeccionaron una máquina de guerra que los krittos usaron para defender su

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ciudad de mi ejército. Es un artilugio simple pero muy eficaz, y desde que
Morebio le puso las manos encima a su diseño ha mejorado tanto que no
parece la misma.
—¿Qué clase de máquina? —intervino Laebius inclinándose para mirar
las torres que señalaba el extranjero.
—Ellos lo llamaban aliento de infierno —miró a uno de sus oficiales
esperando que le confirmara si la memoria le fallaba. Este asintió—, pero mis
hombres empezaron a referirse al él sencillamente como fuego líquido. Y no
es más que eso, a decir verdad —a Barlohn le desesperaban las historias
innecesarias y los rodeos, pero había aprendido a controlar su impaciencia a la
hora de entablar conversaciones diplomáticas con personalidades tan
importantes.
—Explícate —sonó brusco, pero a Érxan no le molestó.
—Es un sifón que expulsa un combustible especial gracias a un fuelle.
Una cámara de presión aguanta el fluido dentro del sifón, que al abrirse lanza
la mezcla a una distancia considerable —puso las manos sobre la amplia
mesa, tan ancha que un hombre tumbado en su parte estrecha cabía
perfectamente sin que sus pies o cabeza saliesen del borde. Era esa distancia
entre invitados lo que mantenía una apariencia de cordialidad que en realidad
no existía—. Una llama cerca de la boca prende la mezcla, lo cual convierte el
líquido en una auténtica corriente de lava que podemos dirigir con bastante
precisión montando la máquina en una plataforma pivotante.
Barlohn asintió. La idea de poseer una máquina de esas características le
parecía una maravilla de la tecnología que podía cerrar calles o asegurar que
ningún enemigo se acercara a las puertas de la ciudad. Entendió que esa era la
idea de Érxan, pues sus dedos seguían fijos sobre las torres que custodiaban la
entrada.
—¿Tus hombres podrían manejarlas desde ahí arriba? —era la voz de
Eldian Borroll, que observaba el mapa con una mano en la barbilla.
—Creo que hay espacio suficiente para ello.
—¿Cuántas pueden construirse antes de que lleguen los rinhenduris? —
inquirió Barlohn.
—Lo sabremos cuando llegue Morebio, pero necesitaremos todos los
carpinteros y herreros de la ciudad si queremos tener alguna oportunidad.
Perdimos nuestra artillería en el desierto y a pesar de que mis hombres no han
dejado de reconstruirla desde que lo dejamos atrás, solo Morebio conoce con
precisión el material del que disponemos.

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—Harán falta proyectiles y una gran cantidad de combustible para
mermarlos antes de que alcancen la muralla —volvió a añadir el punco.
—Cuenta con ello —dijo Laebius.
—¿Qué impide que el fuego no arda en la dirección contraria y acabe
provocando una explosión en el artilugio? —Eldian Borroll preguntaba esta
vez.
Barlohn se puso en pie atrayendo la atención de los presentes antes de que
Érxan pudiera responder. Para él, la conversación había terminado. No
necesitaba los detalles sobre el funcionamiento del arma de Érxan, ni la
composición de su combustible ni la distancia a la que podían arrojar sus
llamas. Su pueblo no construía edificios de piedra ni murallas ni torres como
las de Úhleur Thum, ni armas de asedio capaces de derribarlas. No era su
estilo y no quería que lo fuese. Pero aquel prodigio de la tecnología lo
devolvió a la mañana en que retó a Frunk, al momento en que creyó que se
equivocaba. Los tiempos estaban cambiando le gustase o no, y la misma
cualidad que convertía a los suyos en unos guerreros sin parangón también los
condenaría en las guerras venideras. Las costumbres eran sagradas no solo
porque se respetasen desde los primeros días, sino porque se mostraron muy
eficaces para mantener el estatus y fortaleza de su pueblo.
Todo había cambiado desde que los suyos dominaran el norte largos
siglos atrás, y seguiría cambiando hasta que dentro de un par de generaciones
se enfrentaran a hombres con armas como esas y otras que se veía incapaz de
imaginar tanto como los suyos serían incapaces de contrarrestar.
—¿A dónde crees que vas?
—Mi hermano estará a punto de llegar con los míos. Me marcho de la
ciudad para informarle de lo hablado aquí —echó un vistazo a todos los
presentes antes de caminar hacia la puerta, donde la guardia de jade le cortó el
paso—. Apartaos de mi camino —ordenó como si él mismo fuese su
emperador.
—No lo harán —informó Érxan—, no a menos que yo se lo ordene —se
puso en pie para acercarse al punco un par de pasos—. He venido hasta aquí
para acabar con los tuyos, Segundo Guerrero, y ya tengo la información que
necesitaba para salvar a la ciudad de los rinhenduris. Te quedarás aquí hasta
que tu hermano llegue, después negociaré con él tu liberación a cambio de
que rinda a su ejército.
Barlohn rio. No parecía ni sorprendido ni preocupado. Miró a los
hombrecillos engalanados en metal y telas de color verde y entonces se giró
hacia su señor.

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—Para ser alguien que ha conquistado el mundo seguís teniendo mucho
que aprender —el rostro de Érxan se volvió rojo de ira. Odiaba que alguien lo
aleccionase, que tuviese el valor de hacerlo sentir pequeño—. Mi hermano me
quiere muerto, nuestro ejército no se rendirá para salvar a un hombre, tus
guardias no pueden retenerme…
—Eso crees, ¿eh? —Érxan tenía los labios apretados en una fina línea.
—Y no sois el único con un arma que nadie de por aquí conoce.
En cuanto terminó de hablar, desenfundó su puñal para degollar al
primero de los guardias. El segundo retrocedió un paso, sacó su espada y lo
atacó hasta en dos ocasiones. Barlohn esquivó las estocadas con una maestría
que no dependía solo del férreo entrenamiento al que se sometían los suyos,
sino de un don natural que los dioses concedían únicamente a unos pocos
iluminados. El Segundo Guerrero lanzó su cuchillo contra el guardia y este
impactó en la coraza justo sobre el corazón. La hoja debía rebotar para caer
con un característico sonido metálico sobre los azulejos de la sala de guerra,
pero para sorpresa de todos, penetró en la armadura como si estuviese
compuesta por mera piel reblandecida.
El guardia cayó fulminado al instante; todos los presentes contuvieron el
aliento. Jagger Nath abrió los ojos de par en par incapaz de contener la
sorpresa. ¿Qué clase de metal era ese? ¿Cómo podía un simple cuchillo
penetrar de forma tan limpia sobre una coraza?
Barlohn dio dos pasos, se arrodilló junto al cadáver y recuperó su arma.
La sangre resbalaba de su superficie incapaz de adherirse a ella, como el agua
sobre el aceite.
—No os confundáis —dijo señalando a cada uno de ellos con su puñal—,
todavía nos necesitáis si queréis ganar esta guerra.
Cuando iba a enfundar, cuatro guardias más lo rodearon, así que los miró
uno a uno calculando sus próximos movimientos.
—Dejad que se marche —ordenó Érxan.
—Sé dónde está la salida —anunció él retomando el paso.
El palacio era grande, pero sus palabras denotaban tanta seguridad que
nadie dudó que llegar hasta la sala de guerra una única vez le bastaba para
conocer el camino de vuelta. Barlohn le dedicó una mirada de soslayo al
emperador y enfundó su arma a medida que avanzaba por el pasillo que lo
devolvería al salón y poco después al recibidor que conducía a la entrada
principal.
Jagger revivió al instante el día en que los puncos los traicionaron. Si
todos poseían armas forjadas con el mismo metal del cuchillo, no le

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sorprendía lo más mínimo que barrieran su flanco con tanta facilidad. Los
escudos y armaduras no servían contra algo así, y comprendió por primera
vez, como todos los demás en la sala de guerra, que necesitaban la ayuda de
los rebeldes para acabar con la horda que amenazaba con devorarlos a todos.
—No me fio de él —dijo Frink Maddison poniendo voz al pensamiento de
todos los demás—. Los puncos nunca han sido de fiar, pero este tipo me
parece el peor de todos. Es un salvaje que no conoce ni la disciplina ni el
respeto —chasqueó la lengua antes de acercarse la copa a los labios—, y si
dejamos que los suyos entren en la ciudad, nos degollarán a todos antes de
que tengamos tiempo para reaccionar.
—¿Cuál era tu nombre?
Frink se apartó la copa de la cara antes de inclinarse en una reverencia
formalísima dirigida a su nuevo emperador.
—Soy Frink, de la casa Maddison: consejero del emperador Laebius
desde antes de que adquiriera ese título.
Érxan lo miró de arriba abajo, después a Laebius, que parecía leerle la
mente. ¿Un borracho como consejero?
—Puedes conservar tu puesto, Frink de la casa Maddison, pues es
privilegio de cada gobernante escoger a sus consejeros. Sin embargo, desde
este momento dejarás de sentarte a la misma mesa que yo y de asistir a mis
reuniones, ¿entendido?
Frink empezó a balbucear una respuesta, pero la lengua se le trabó y no
fue capaz de elaborarla antes de que Laebius interviniera.
—Vete, Frink —este miró a Laebius como quien encuentra a su esposa
con otro en la cama—. Hablaremos después.
Él y su hijo se pusieron en pie y abandonaron la sala. La guardia de jade
cerró la puerta tras ellos y retomó su posición de vigilia.
—Mientras yo asista a estos consejos, solo Eldian podrá acompañarte —
Laebius aceptó la orden; Jagger Nath se puso en pie dispuesto a marcharse en
el momento en que Lasbos regresaba—. Jagger Nath, tú irás con Lasbos para
mostrarle las defensas de la ciudad, las puertas y zonas más vulnerables.
Tengo entendido que tú diriges las fuerzas de Laebius, ¿es así?
—Así es, emperador —pronunciar aquella palabra dirigida a alguien que
no fuese Laebius conseguía que se le encogiera la espalda.
Entonces dio una orden directa a Lasbos. Los traductores se mantuvieron
en silencio. Laebius ya contaba con varios de sus expertos estudiando la
lengua de los recién llegados. Si alguno lograba descifrar lo suficiente para
enterarse de lo que hablaban cuando el traductor del emperador callaba, los

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premiaría con un torreón y un título nobiliario. Aquello motivó a muchos de
ellos, pero apenas les quedaban unos días hasta que los rinhenduris llegaran a
la capital y la tarea parecía demasiado compleja para completarla en tan poco
tiempo.
—Muy bien —e hizo un gesto con la mano para que uno de los tres
traductores los acompañara.
Una porción de la guardia de jade también los siguió. Lhada, la emperatriz
que había dejado de serlo sin darse cuenta, esperaba conversando con una de
sus criadas en el salón principal. Observó al guerrero punco atravesar aquella
misma puerta solo unos minutos antes; ahora era Jagger seguido de otro
desconocido y su pequeño séquito quienes abandonaban la sala de guerra. La
misma sala que fue construida para evitar que tipejos de esa calaña pusieran
nunca un pie en el interior del palacio. Las cristaleras del techo arrojaban una
preciosa luz anaranjada que entraba inclinada para reflejarse en las paredes y
columnas. La luz le recordó a una llamarada, como si el cielo le mostrara un
preludio del destino que pronto correrían los mismos que ahora la
acompañaban paseando por el que había sido su hogar durante las últimas
décadas.
—Que alguien siga al señor de Nath y le diga que quiero verle en cuanto
sus obligaciones se lo permitan —ordenó a Garreth Gally.
El soldado salió tras el pertinente saludo a su señora, en el mismo
momento en que los Maddison abandonaron el lugar. La puerta de la sala de
guerra volvió a cerrarse. En su interior, Érxan y Laebius trataban junto a
Eldian Borroll la cuestión de la estancia del nuevo emperador en el palacio.
Consiguió humillar a Laebius más de lo recomendable violando su tradición
de ascender la escalinata a caballo y ordenándole como un perro en su propia
sala de guerra, y sabía por experiencia que quien se acostumbra al poder
como lo había hecho él, rara vez olvida una ofensa.
Laebius no se rebelaría mientras necesitara a sus hombres para salvar el
cuello, pero cada vez tenía más claro que debía reemplazarlo con alguien en
quien pudiera confiar. Su nueva provincia la gobernaría Lasbos. De ese modo,
cuando lo casara con Lhada, que a decir verdad era más hermosa de lo que
imaginó, ambos costados de su imperio se mantendrían bajo el poder de los
dos hombres en quienes más confiaba.
Aún no llegaban noticias de su hermano allá en la lejana Fáxolaar, pero
sintió que el ánimo se le enturbiaba cuando el recuerdo de Fasmar le vino a la
cabeza. No le preocupaba su capacidad para ponerlo en su sitio si decidía

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rebelarse como Lasbos trató de advertirle en innumerables ocasiones, pero
algo en su interior se rompería para siempre si ese fuese el caso.
En cualquier caso, una idea cada vez más clara ganaba peso en su cabeza:
sin importar quien venciese en la guerra contra los rinhenduris, esa sería su
última campaña.

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49. EL EJÉRCITO EN FUGA

Lerac usó una mano como visera para mirar hacia el horizonte. Reconocía
aquel lugar de punta a punta. Su padre siempre usaba el mismo camino para
regresar a la capital desde el oeste. No tardarían ni dos días en llegar, pero
algo en su mente le sugería que no sería suficiente. Se giró sobre su montura
para repetir el gesto observando la retaguardia esta vez. No había ni rastro de
los rinhenduris. ¿Por qué? ¿Acaso no los perseguían?
Los informes de los exploradores aseguraban que sí avanzaban tras ellos,
pero como pasa siempre antes de una batalla, la calma reinante sugería que se
encontraban fuera de peligro.
—Es una sensación extraña, ¿verdad?
—¿Cuál, Assio?
—Saber que el peligro está cerca a pesar de no poder verlo —se acomodó
en la silla de montar antes de continuar—. Cuando los exploradores informan
que el enemigo se encuentra cerca y te preparas para atacarlo o defenderte de
él. No puedes verlo, no está tan cerca, pero sabes que pronto te encontrarás
con él. Tal vez esa misma noche o en un par de horas, es irrelevante —se
puso una mano frente al pecho con la palma hacia arriba y empezó a mover
los dedos como si fuesen gusanos—. Me produce un cosquilleo en las tripas y
nunca tengo claro si la idea me emociona o si sencillamente estoy cagado de
miedo.
Lerac negó con la cabeza.
—La mayoría se caga de miedo —se encogió de hombros—, así que la
duda en este caso ya me parece positiva.
—No lo sé. No suelo asustarme cuando ya tengo la espada entre los
dedos, cuando el enemigo aparece frente a mí —si hubieran mantenido la
misma conversación antes de la batalla del vado, habría afirmado que nunca
se asustaba cuando ya empuñaba su espada—. Es ese momento, la calma
entre la certeza de que pelearás y el momento de hacerlo lo que me transmite
un sentimiento extraño —Lerac agarró un pellejo y dio un trago de agua. La

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columna los seguía a marchas forzadas; los veteranos de su padre apenas
mantenían el ritmo—. Estos rinhenduris, sin embargo…
Lerac lo miró directamente a los ojos. No necesitaba escuchar el resto
para conocer lo que venía a continuación. Él también sentía lo mismo. La
enorme cabeza del que consiguió agarrarlo por la capa justo antes de
abandonar la empalizada le perseguía en sus sueños desde entonces. Se
despertaba por las noches con una extraña angustia en el cuerpo, incapaz de
descansar de veras. Esperaba que tras los muros de Úhleur Thum pudiera
concebir al menos una noche de descanso reparador.
Si es que Laebius de veras les abría las puertas.
Pensaba en su familia, en la tarea de Áramer de mantener a salvo a Liria y
a su hija. Miró al cielo despejado de Térea como si le suplicara que las
protegiese.
—Al menos ahora sabemos de lo que son capaces. No podrán saltar tan
alto como para aferrarse a las almenas y solo la vanguardia parece gozar de
una agilidad sobrehumana —levantó el tono de su voz para que sus hombres
también lo oyeran, aunque trataba de convencerse a sí mismo tanto como a
ellos—. Cuando nos parapetemos tras un muro de piedra se convertirán en un
enemigo mucho más mundano.
Assio no continuó por el bien de la moral de sus tropas, pero en su mente
resonaba la misma pregunta una y otra vez: «¿Cómo detendremos a los
záiselars?». En el fondo se alegraba de no poder ver las caras de sus Escudos
casi tanto como de no ver la suya. La batalla del vado de Esla, si es que podía
llamarse así, los sumió en una profunda impotencia. Habían trabajado sin
descanso para levantar la Canasta de Assio en un tiempo récord; pusieron
especial esfuerzo en la construcción de fosos, estacas y torres que mejoraran
sus opciones de victoria. Todo fue inútil hasta un punto que les hizo
plantearse la invencibilidad de los rinhenduris.
Entre los Escudos no existían los desertores, pues ni su férreo
adiestramiento ni su sentimiento de hermandad les permitía irse. Los
regulares de Kraen, por otra parte, aprovechaban la noche para escabullirse
entre las sombras y alejarse de aquel ejército perseguido por su depredador
como una presa herida. Aún no veían las columnas de rinhenduris en
retaguardia, pero eso no significaba que no estuviesen allí, avanzando tras
ellos, preparándose para el asalto final.
No existía avanzadilla alguna, ni jinetes de záiselar ni de caballos, quizá
porque no contasen con los suficientes para formar una unidad medianamente
numerosa; quizá porque no lo necesitaran. Lerac, que se resistía a volver la

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vista sobre sus hombros por el bien de la moral de su ejército, sospechaba que
los rinhenduris de la vanguardia podrían correr durante horas sin cansarse y
avanzar en una jornada tanto como lo harían ellos mismos a grupas de sus
monturas. ¿Por qué no los hostigaban entonces? ¿A qué esperaba Erol para
asestar el golpe final?
Se sentía impaciente por llegar a la capital, por encontrarse cara a cara con
Laebius. Transcurrieron dos años desde que se declarasen enemigos, pero sus
caminos nunca se cruzaron en ese tiempo. Ni siquiera en la distancia de sus
centros de operaciones en cada batalla. Laebius no abandonó el palacio para
dirigir a sus fuerzas. Jagger Nath, por otra parte, sí le resultaba conocido. Se
enfrentó a él en un par de ocasiones; sus soldados de la cordillera de Lében se
demostraron ser una fuerza competente, disciplinada y bien adiestrada. Su
verdadero problema residía en que las levas de Laebius dejaban mucho que
desear y que los propios Escudos eran sencillamente superiores a ellos. Jagger
tal vez no fuese de su agrado, pero probó sus dotes como comandante y como
tantos otros estrategas antes de ese tiempo, debía sentirse impotente viendo
que a pesar de todos sus esfuerzos continuaba perdiendo una batalla tras otra.
Tal vez esa misma impotencia también se convirtiera pronto en maestra de
Lerac, que cuestionaba en silencio sus posibilidades de victoria.
Las noticias volaban en tiempos de guerra más rápido que en ninguna otra
circunstancia. El correo se convertía en una necesidad vital para los ejércitos
que debían maniobrar esquivando o emboscando a su enemigo, pero los
cambios políticos también suponían un factor relevante del que merecía la
pena informarse. Así, esa misma mañana Lerac recibió el informe de ejército
extranjero que apareció a principios de mes al otro lado del imperio. Sus
informantes aseguraban que contaba con unos veinticinco mil hombres, lo
cual lo colocaba a una escala totalmente inalcanzable para él. Su aparición
supuso una auténtica sorpresa, pero escuchar que Laebius lo dejaba entrar en
Úhleur Thum sin oponer resistencia consiguió que se sintiera confuso y
preocupado a partes iguales. Ya no contaban con la fuerza necesaria para
tomar la ciudad por la fuerza. Además, el ejército extranjero de por sí,
estuviese compuesto por mercenarios o dirigido por un gobernante
desconocido, era tan grande que podía someterlos a todos sin esfuerzo.
Si Laebius los había contratado para defender su trono, Lerac debería
asumir que a pesar de todos sus esfuerzos y victorias, la guerra estaba
perdida; si su gobernante solo quería añadir una nueva provincia a sus
dominios, entonces necesitaba encontrar la manera de convencerlo para que
Laebius fuese depuesto del poder. No le importaba quién gobernase en su

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lugar, pero sí que lo hiciera de un modo justo. De otra manera, la revuelta que
inició Kraen no habría servido para nada.
Un nuevo mensajero llegó a galope desde el frente. Se acercó a Assio,
saludó y espero a que el oficial le diese permiso para hablar.
—Señor, los puncos ya han acampado frente a las murallas de Úhleur
Thum.
—¿Y Zelca? —inquirió Lerac.
—Aún no hay noticias de ellos. He enviado a dos de los míos para
averiguar en qué situación se encuentran.
—Retírate —ordenó el general agradeciéndole la información con un
gesto de la cabeza.
Los puncos. Los malditos puncos… Quería soltar las riendas para llevarse
las manos a la cara y frotarlas contra ella hasta que despertase de ese mal
sueño. Siempre pensó que la guerra consistía en acabar con los enemigos
hasta que no quedase nadie capaz de oponerse a tus designios, pero
prácticamente desde que empezó la rebelión fue aprendiendo que en realidad
eliminar rivales es tan importante como evitar crearse otros nuevos. También
saber manipularlos y controlarlos de modo que no causen problemas futuros.
Al final, la guerra no suponía más que un modo muy agresivo de hacer
política, y empuñar una espada era mucho más sencillo que la política.
Aunque a menudo y al contrario de la creencia de la mayoría, acarreaba los
mismos riesgos.
Frunk Cabezamartillo le inquietaba. Como ocurría con Laebius, tampoco
se habían encontrado cara a cara. Solo conocía de él sus escuetas respuestas
cuando a través de cartas lo convenció para que se uniera a su rebelión.
Aparte de eso, escuchó rumores sobre la volatibilidad de su carácter y las
terribles consecuencias que a menudo acarreaba contrariarlo. Frunk se
encontraba a un día de marcha, justo a las puertas de la ciudad que trataban de
someter desde que empezara la rebelión. Cómo reaccionaría a su presencia
era todo un misterio.
Por eso quería reunirse antes con Zelca. Necesitaba conocer sus
impresiones, saber cómo hablarle para encontrar el equilibrio preciso en el
que pudieran seguir colaborando. No podía engañarse pensando que seguía en
una posición de poder: sus fuerzas estaban divididas entre los soldados que lo
acompañaban, los que seguían a Zelca y la caballería de Hombres Largos con
Rúeral a la cabeza, que también debía acudir a Úhleur Thum cuanto antes.
Frunk contaba con pocos soldados de infantería menos que el propio
Lerac. Pero eran puncos, y no creía que pudiera vencerlos con facilidad. La

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caballería de Rúeral podría marcar la diferencia en la llanura de Térea,
facilitando un ataque por la espalda que rompiera las formaciones puncas
cuando los Escudos los mantuvieran ocupados en el frente. Necesitaba a la
caballería para ayudarle a persuadir a Frunk de oponerse a él. En cualquier
caso, si Laebius de veras les abría las puertas y los puncos entraban en la
ciudad, los jinetes de Rúeral perderían su efectividad y los puncos,
acantonados en falange entre las casas, supondrían una fuerza difícil de
doblegar.
Suspiró tratando de calmarse. Eso también parte imprescindible de la
guerra: la constante sensación de peligro, el estrés continuo, los pensamientos
desalentadores. La mente funciona de manera caprichosa, y del mismo modo
que susurra en tu oído que te detengas cuando tu cuerpo se fatiga hasta el
extremo, también te dice que los planes pueden fallar, que has pasado por alto
algún detalle que te costará la vida. Pero al igual que un soldado debe
sobreponerse aprendiendo a callar la voz interna que le pide cautela y
descanso, un general necesita encontrar la forma de controlar sus instintos. Le
había ido bien hasta entonces, por eso seguía vivo.
Ese era el precio a pagar si erraba en un momento tan delicado: la muerte.
Exactamente igual que los hombres que combatían por él.
Volvió a sentir el impulso de mirar por encima de sus hombros en busca
de los rinhenduris. Sabía que hasta el último de sus soldados compartía esa
sensación, pero a diferencia de los demás, él no podía permitirse caer en la
tentación. Si los rinhenduris le pisaban los talones, los exploradores vendrían
a informarle de inmediato. Aunque si ocurría, no le quedaba ningún as en la
manga para alejarse de ellos. Los Escudos ya marchaban a un ritmo que
pronto tumbaría a algunos.
No podía permitirse aparecer frente a Úhleur Thum con las migajas de un
ejército. No si quería conservar alguna posibilidad de convencer a Frunk
Cabezamartillo para que combatiera a su lado.

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50. LA CENA

Las noches rara vez aportaban calma a las calles de la capital. La ciudad era
demasiado grande como para que todos los ciudadanos durmiesen cuando
caía el sol. Había bandas de asaltantes que peleaban entre las sombras por
hacerse con los restos de las provisiones que llegaban hasta los almacenes del
ejército; jefes de grupillos de maleantes con la osadía suficiente para sobornar
a guardias y oficiales o degollarlos si era necesario con tal de adquirir su parte
del pastel. Las voces que viajaban con el viento cantando historias sobre un
prolongado asedio convertían un simple saco de trigo en mercancía que
multiplicaría su precio por dos, cuatro o hasta diez cuando los soldados
empezaran a morir, la comida escaseara y las madres desesperadas no
tuvieran pan con el que alimentar a sus vástagos.
Laebius nunca se vio envuelto en una situación así, aunque sus tropas sí la
provocaron en territorio enemigo. Para Érxan, por otro lado, la guerra era una
vieja amante con la que yacía frecuentemente desde la adolescencia. Su
ejército había asediado hasta la inanición capitales extranjeras, pero también
se encontró al borde de la muerte cuando un enemigo más numeroso los
rodeaba. El ejército expedicionario se vio al borde del exterminio en múltiples
ocasiones, por eso parecía no tener miedo ni siquiera a esos monstruos de los
que hablaban los lugareños.
En la mesa apenas cabía un plato más. Sus cocineros prepararon puré de
verduras, guiso de ganso, venado en salsa, pichones rellenos, morcilla de
buey, costillas de cerdo, pan dulce con frutos secos y hasta trucha de Lében,
que los mercaderes atrapaban salvaje y transportaban vivas a la capital. Una
jarra de vino tinto y otra de blanco, cerveza para Jagger y pasteles de postre.
—¿Qué estamos celebrando, querido?
Era Lhada, que acababa de llegar para encontrarse a Laebius sentado junto
a Jagger Nath. Bebían hablando con brío mientras la esperaban y ambos
parecían preocupados.
—Celebramos que todo está saliendo bien por el momento —no había ni
rastro de cariño, ni una pizca de amor en el tono de Laebius. Se casó con

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Lhada por cuestiones meramente políticas, y aunque su belleza siempre le
agradó, jamás le proporcionó un heredero.
—Se me ocurren pocos escenarios peores que en el que nos encontramos.
Lhada tomó asiento y despidió a Garreth y Tummo Gally. Los tres
permanecieron solos en el comedor, algo poco usual en palacio. Jagger Nath
no se comportaba como un noble aunque lo fuese. No carecía de modales,
sino que la etiqueta le incomodaba. Las comidas copiosas solo servían para
que el estómago trabajase más de la cuenta, cuya consecuencia era el
adormecimiento. Y no le gustaba sentirse cansado, ni débil ni incapaz. Sin
embargo, si la situación no cambiaba pronto, no le quedaría más remedio que
adaptarse.
—¿Se te ocurre que nuestras cabezas podrían estar clavadas en una pica a
las puertas de palacio? —Lhada no respondió, pero miró a la comida de un
modo muy diferente—. Estamos vivos, contamos con un ejército capaz de
defender la capital de los rebeldes y quizá también de los rinhenduris, y el
cocinero ha preparado truchas de Lében —mostró las palmas de las manos,
las cejas arqueadas mientras señalaba la mesa—. Creo que desde que empezó
la guerra nunca hemos estado en una posición mejor.
Jagger dio un largo sorbo a su cerveza. No estaba de acuerdo con Laebius,
pero tampoco tenía por qué hacérselo saber.
—¿Cómo hemos perdido esta guerra, Jagger?
Este miró a su emperador con el recuerdo de Eldian Borroll en mente. La
imagen consiguió que la cerveza le supiera a pis.
—Con el debido respeto, señor, creo que dejando que un niño mimado
dirija la campaña —era una de las cualidades que más apreciaba del señor de
Nath: si le preguntaban, respondía lo que pensaba. De verdad, sin medias
tintas.
—¿Crees que hemos perdido el imperio por culpa de Eldian Borroll? —
Laebius agarró la fuente del venado y se sirvió una buena cantidad—. Es
conveniente eso de culpar a otro, ¿no te parece? Eldian no ha perdido ninguna
batalla.
—Es difícil perder una batalla si nunca se va al frente, emperador —
estaba frustrado y enfadado, pero la presencia de Lhada le ayudaba a
mantener la compostura. Tal vez Laebius lo supiera, por eso cenaba con ellos.
—No, en serio, Jagger. ¿Qué hemos hecho mal?
El comandante apartó la vista de la comida para responder al emperador.
—Todo. Enviar al grueso de nuestro ejército hacia el vado de Esla para
proteger las rutas de suministros de Mélmelgor fue el primer error. Aún

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recuerdo nuestra primera reunión en la sala de guerra cuando nos
convocasteis para idear un plan de respuesta —él no se servía nada, sino que
miraba su copa meciéndola para observar la cerveza en movimiento en su
interior—. Recuerdo el dedo de Eldian Borroll sobre el mapa y su vocecilla
remilgada diciendo que ahí ganaríamos la guerra —la mirada de Laebius lo
instaba a continuar—. Podría haber funcionado en otro contexto, pero en
cuanto los Hombres Largos se declararon del lado de los rebeldes, la
retaguardia del ejército quedó expuesta. Prácticamente agarramos el escudo y
la espada solo para inclinarnos, levantamos la falda y pedirles a esos hijos de
puta que nos dieran por el culo, señor.
Laebius miró a Lhada. Sabía que Jagger y ella fueron amantes en la
juventud y que posiblemente aún quedaran ascuas de ese incendio a pesar de
los años. Ella parecía tranquila, inmune a la vulgaridad del comandante a la
que tan pronto se acostumbró y que, conociéndola, quizá tuviese parte de
culpa de que se enamorasen.
—Continúa —pidió llevándose el venado a la boca. La salsa goteó sobre
el plato espesa como la jalea y Laebius, masticando, agarró un trozo de pan
crujiente para rebañarla.
—Creo que era más importante reforzar las fronteras de Térea, cerrar los
puentes sobre el río que usó la caballería para rodearnos y asegurar la lealtad
de todos los súbditos antes de atacar a los rebeldes. Esos Escudos están
compuestos por jóvenes de todos los clanes que merecen la pena. Quizá si
hubiésemos identificado a sus padres y amenazado con crucificarlos, muchos
de ellos habrían depuesto sus armas —esta vez sí, alargó la mano para
servirse un pichón.
—¿Y después?
—¿Quién sabe? Lo único seguro es que perdimos la guerra en el momento
en que la planteamos según los designios de Eldian Borroll. Nunca pudimos
recuperarnos de la primera derrota. Fue catastrófica —recalcó con gravedad
—. Desde ese momento hemos intentado defender cada fuerte, cada ciudad y
cada torreón con uñas y dientes, pero nunca pudimos reunir el músculo
necesario para contraatacar —el olor del pichón le tentaba, pero sabía que
Laebius le pediría que continuase hablando.
—Hasta la batalla de Álea —volvió a llevarse otro trozo de venado a la
boca. Jagger perdió el apetito recordando la derrota que sufrió a manos de los
mismos puncos que ahora acampaban frente a la capital.
—Sí —no tenía más que decir, ambos sabían que la derrota no fue culpa
suya. De hecho, el emperador agradecía que al menos salvara a parte de su

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ejército de una muerte segura.
Laebius agarró su copa de vino y la vació en un sorbo. Su sirviente se
acercó para llenarla una vez más. Lhada comía en silencio, como si no
estuviera allí, mientras se preguntaba por qué la convocaron para tratar
semejantes asuntos.
—Lárgate.
Dejó la jarra sobre la mesa y salió del salón sin hacer un ruido. Se
encontraban en un comedor pequeño reservado únicamente para las cenas
íntimas. Aún así, la sala habría impresionado a cualquiera. Las paredes
cubiertas de papel pintado en oro y azul oscuro estaban decoradas con
cuadros magníficos de batallas históricas, el suelo enmoquetado en un marrón
rojizo con filigranas de hilo de oro tan numerosas que apenas quedaba un
hueco libre. Los muebles de madera clara brillaban como recién salidos de la
carpintería gracias a la capa de barniz que suavizaba su superficie. Las copas
eran de cristal fino; la vajilla, de porcelana color vainilla.
Jagger dio un mordisco a su pichón obligándose a comer a pesar del
recuerdo de Tibrith Bent, que le puso el estómago patas arriba. Parecería
inapropiado que lo invitaran a la mesa del emperador y no probar bocado.
—Estoy de acuerdo contigo, Jagger —este miró a Laebius esperando que
continuase. ¿Con qué parte en concreto?—. Creo que debería haberte hecho
caso desde el principio. Al fin y al cabo, tú eres el comandante de mis fuerzas.
—Eso ya no importa, señor. Lo hecho, hecho está. Vos sois el emperador
y yo sirvo vuestras órdenes.
Laebius dio otro trago. Bebía a un ritmo que enorgullecería al propio
Frink Maddison.
—Eso es lo que más me gusta de ti, ¿sabes? —alargó el brazo para
acercarle la jarra de cerveza. Jagger la cogió y rellenó su copa—. Siempre has
sabido dónde está tu lugar, sin pedir más ni esperar algo diferente.
—Los Nath somos fuertes y leales, señor. Para eso me educaron.
—Cierto, pero no todos siguen los pasos para los que son educados.
—Perdonad mi torpeza, emperador, pero ¿estáis tratando de decirme algo?
Laebius se apoyó en el respaldar de su silla, agarró su servilleta y se
limpió la boca y las manos antes de continuar hablando.
—No creo que Eldian Borroll se equivocase en su forma de dirigir esta
campaña.
—Si así fuera, la cabeza de Lerac estaría en una pica desde hace dos años
y el resto de los clanes volverían a postrarse a sus pies —aseguró Jagger antes
de dar otro sorbo.

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—No necesariamente.
—¿Señor?
—¿Y si esta guerra ha llegado precisamente hasta el punto que él
deseaba? Es demasiado listo para no prever situaciones que hasta tú
anticipaste —levantó una mano para disculparse.
—No me ofende, emperador. Él es más listo que yo, de eso no cabe duda
—levantó su copa para señalar a Laebius antes de proseguir—, pero creo que
subestimáis su valor si lo que sugerís es que nos ha hecho perder a propósito.
Además, ¿con qué fin conspiraría contra el trono?
—Los hombres que se tienen en tan alta estima a menudo consideran
inferiores incluso a los que están por encima de ellos mismos.
—¿Creéis que ha llegado a algún tipo de acuerdo con Lerac para mejorar
su posición una vez perdiésemos la guerra?
Laebius se llevó otro trozo de venado a la boca; Lhada había dejado de
comer y miraba ahora a su esposo movida por la curiosidad. Un gobernante
debía estar siempre preparado para reaccionar ante una traición, pero como le
ocurría a Jagger Nath, dudaba que Eldian Borroll fuese capaz de jugarse el
pescuezo en una trama tan intrigada.
—Pactar con el enemigo no es menos arriesgado que permanecer fiel a un
bando que perderá la guerra —convino la emperatriz—. Si tienes razón,
esposo, quizá Eldian juzgase que venderse a los rebeldes resultaría más
provechoso para sus intereses que permanecer fiel a su casa y a tu poder.
—Eso es justo lo que opino, mi querida Lhada —y devolviendo la mirada
a Jagger, continuó—. Pero eso no es todo.
—Os escucho.
—Frink Maddison está con él.
Esta vez, la cara del comandante pasó de la incredulidad a la sorpresa.
—¿Cómo…?
—Mantuvimos una conversación muy interesante hace un par de días.
Nos reunimos una tarde después de una sesión del consejo y le sugerí que,
llegado el momento, tal vez podríamos ofrecerle a Lerac un acuerdo que
quisiera aceptar a cambio de abrirle las puertas de la ciudad —recordaba la
cara de Frink en el momento exacto en que mencionó que Lerac había nacido
en la capital. El viejo, a diferencia de Eldian Borroll, no gozaba de la misma
agilidad mental. Y el vino no le ayudaba a disimularlo.
—¿Qué acuerdo?
—Eso es irrelevante. Ni siquiera necesitó escuchar los detalles del plan.
Se mostró decidido a pactar con él, fingí que estaba desesperado y el imbécil

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se lo creyó.
—¿Por qué me contáis esto, señor?
—Porque solo puedo fiarme de ti y de mi amada esposa, Jagger Nath.
Porque veo la ira de tu alma cada vez que puncos, faxolianos o cualquiera de
esa escoria que nos rodea pone los pies en esta ciudad. Los odias más de lo
que amas tu propia seguridad, y eso es justo lo que necesito —Laebius vio la
luz en su rostro; sentía que su fe en él se restauraba por momentos—. Come.
Jagger agarró otro pichón y comenzó a devorarlo esperando que su
emperador continuase hablando.
—Si estaban dispuestos a traicionarte por Lerac también es posible que
ahora quieran abandonarnos en favor de ese Érxan —añadió Lhada arrugando
su preciosa naricilla.
—Eso mismo creo yo —afirmó Laebius agarrando una de las delicadas
manos de la emperatriz para besarla—. Por eso tengo que seguir
mostrándome débil ante Érxan, ¿comprendes?
—Sí, señor.
—Y en cuanto hagan algún movimiento en falso, los colgaremos por ello.
Hasta entonces se vería feo entre la gente de la ciudad que atentara contra mis
propios consejeros. Eldian es casi un héroe, pues ha salvado Úhleur Thum de
que el ejército de Érxan entre con la espada en la mano.
—Dé la orden y los quitaré de en medio de forma discreta. Conozco a
quien podría encargarse del trabajo sin levantar sospechas.
—No, Jagger, eso sería quemar una carta que aún podemos usar a nuestro
favor. Cuando mueran, la gente sabrá por qué.
—Como digáis, señor. Sabéis que siempre podéis contar con mi lealtad.
—Por eso estás sentado a mi mesa.
Jagger le agradeció sus palabras; Lhada le dedicó una sonrisa y se contuvo
de alargar su otra mano para coger la del comandante.
—¿Y qué ocurre con Érxan? ¿Cómo nos encargaremos de ese problema?
Laebius sonrió con malicia. Recordaba aquel gesto, el mismo que vio en
innumerables ocasiones durante la guerra contra los clanes, el que lo convirtió
en el único emperador que estaba dispuesto a servir hasta el fin. Laebius
seguía vivo, allí debajo, enterrado bajo esa apariencia de debilidad que solo
formaba una cáscara que lo recubría impidiendo que los demás vieran la dulce
fruta de su interior.
—¡Oh, no debes preocuparte por eso, amigo mío! —y señalando el plato
de Jagger para animarle a seguir comiendo, añadió—. Lo tengo todo pensado.

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51. LA PRIMERA BAJA

Khessyr bebía de una poza poco profunda que poco antes formó parte del
arroyo que discurría a pocos metros de distancia. El sol calentaba más de lo
normal desde que llegaran a Mélmelgor. Sus dientes amarillentos apenas
dejaban escapar chorros del preciado líquido a cada bocanada y la bestia
quedó saciada pronto. Erol, a su lado, se lavaba la cara arrodillado en la orilla.
—Tenemos un problema —anunció Zúral.
El joven se puso en pie. El agua fría le ayudaba a mantener sus
pensamientos en orden.
—¿Qué ocurre?
Pero no tuvo que responder para comprender lo que pasaba. A su espalda,
acercándose sobre su propio záiselar renqueante, uno de los pocos jinetes que
componían su ejército.
—Han matado a Ghimmick y Nimotha —dijo este.
Erol sintió que su respiración se detenía por un instante, pero el frío en las
mejillas húmedas consiguió que mantuviera la compostura. Se secó la cara
con la manga y comprobó el estado del záiselar del recién llegado. No parecía
nada grave, pero tenía una herida fea en la pata trasera.
—Estamos en guerra —dijo Erol—, no será el único que muera antes de
que podamos volver a casa —su tono era frío; su determinación, implacable.
Le hizo un gesto con la cabeza y el jinete desmontó—. Acompáñame, Visen,
cuéntame qué ha pasado.
El guerrero obedeció. A diferencia de su líder, él sí parecía afectado por la
pérdida. ¿Quién podía adivinar la fuerza de los lazos que forjaban los
rinhenduris sabiendo que vivían tantos años? La idea de perder a un hermano
en la vejez resultaba dolorosa, pero cuando esa «vejez» duraba siglos, el
sentimiento que provocara su pérdida quedaba fuera de la imaginación de un
humano.
Khessyr echó un vistazo al lagarto herido, de color verde oscuro, y
después a su alrededor como si buscara a alguien. No lo encontró, así que con
la misma parsimonia que su dueño, volvió a hundir el hocico en el agua. Erol

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ya caminaba junto a la orilla con el recién llegado, que parecía incapaz de
caminar erguido por la aflicción que le provocaba la pérdida de sus
compañeros.
Zúral, en la distancia, seguía con la mirada cada movimiento de Erol. Giró
sobre sus talones y, dirigiéndose al resto de los jinetes, observó sus
reacciones. Todos seguían pendientes de Erol, de su modo de caminar, de su
brazo sobre los hombros de aquel rinhenduris apenas tan alto como él. Todos
los demás eran mucho más corpulentos, pero ese en concreto podría pasar por
un humano corriente.
—¿Cómo habrán conseguido matar a Ghimmick? —dijo Zúral hablando
para sí mismo.
Pero sus palabras llegaron a oídos de los jinetes-.
—No somos inmortales, bastardo —escupió uno de ellos, grande como
dos hombres, que portaba un escudo rectangular tan alto como él mismo atado
a la silla—. Algún día me encargaré de demostrártelo.
Y le mostró una hilera de dientes afilados antes de tirar de las riendas para
volver a la formación que avanzaba persiguiendo a los hombres de Lerac.

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52. EL TROFEO DE ZELCA

—Están a un día de distancia, señor —informó el explorador.


Lerac asintió satisfecho.
—Lo conseguiremos —aseguró.
Assio, a su lado como siempre que carecía de órdenes, arrugó la barbilla,
pensativo.
—Me pregunto por qué han permitido que lleguemos hasta aquí. Estoy
seguro de que podrían habernos alcanzado de haber forzado el paso.
El general pensaba lo mismo, pero no quería sembrar más dudas que
pudieran quebrar la frágil moral de sus hombres tras la derrota en el vado.
—Hemos recorrido ciento cincuenta kilómetros en tres días, Assio. No sé
si algún ejército hasta la fecha ha sido capaz de imitar esta gesta. Puede que
los rinhenduris tengan más fuerza y agilidad que nosotros, pero es posible que
su resistencia no se equipare a la nuestra —pronunció sus palabras tan alto
como para que quienes los rodeaban pudieran enterarse y hacer llegar el
mensaje a los demás.
Assio, sin embargo, no parecía convencido. Si pudieran moverse al ritmo
al que lo hacían ellos, ya habrían llegado a la capital varios días antes. Lerac,
que no perdía detalle del rostro de su mano derecha cuando las dudas le
pasaban por la cabeza, esperaba que entendiera lo que pretendía conseguir
con sus palabras: perdieron a más de cien hombres el día anterior por culpa de
su mala preparación física. Los Escudos aún resistirían al menos dos días más
a ese ritmo, pero después caerían incapaces de moverse un paso más.
En cualquier caso, llegarían a la capital esa misma jornada. Estarían
preparados para combatir en ese mismo instante, pero no dejaba de pensar que
los regulares de su padre parecían tan agotados que si los tirase a un lago, se
desharían como un terrón de azúcar. Los pies les sangraban, la espalda les
crujía a cada paso y su cabeza no paraba de gritarles que parasen, sin importar
el peligro, para recuperar el aliento antes de continuar.
Ya descansarían en Úhleur Thum.

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Assio no insistió en su hipótesis, pero seguía pensando en las razones por
las cuales los rinhenduris no los alcanzaron antes. Tal vez lograra encontrar
una explicación lógica que pudieran usar contra ellos en las batallas
venideras. Eso, por supuesto, contando con que sobrevivieran a la primera.
—Que alguien se adelante para informar a los puncos de nuestra llegada
—ordenó el general.
—No creo que sea necesario, señor —intervino Assio señalando con la
cabeza a un jinete vestido con ropas de cuero que se acercaba cabalgando con
la confianza como seña de identidad—. Los puncos apenas cuentan con un
puñado de caballos, pero cualquiera diría que esos bastardos lo hacen todo
bien —añadió negando con la cabeza—. Míralo, se mueve sobre la grupa
como si hubiera nacido ahí. Si llevara dos espadas largas, diría que es uno de
los hombres de Rúeral.
Lerac observaba con cuidado. Assio tenía razón: había algo extraordinario
en el talento de los puncos para combatir o adquirir cualquier habilidad
relacionada con ello.
Cuatro bribones se interpusieron entre su líder y el punco, que los miró
con desprecio en un gesto que parecía advertir: «podría mataros a los cuatro
sin derramar una gota de sudor». A Lerac le encantaba lo que veía: eso era
justo lo que necesitaban, un buen número de guerreros sin miedo capaces de
inspirar al resto. Sería mejor que todos tuvieran ese talento de forma natural,
pero le bastaba con que motivaran a los demás.
—Habla, punco —ordenó el general.
—El Primer Guerrero me manda para haceros saber que os espera en el
campamento frente a la ciudad. No entrará hasta que lleguéis, como estaba
acordado, para apoyar vuestra incursión si Laebius se niega a abrir las
puertas.
Assio recordó las noticias recientes sobre el ejército extranjero que el
emperador había dejado pasar y que ahora custodiaba las murallas de la
capital. Ni siquiera uniendo a Escudos y puncos tendrían posibilidades de
conquistarla, pero aquel tipo y su Primer Guerrero los esperaban para asaltar
las murallas si era necesario.
—Por los dioses que estos tipos los tienen bien puestos —susurró Assio
satisfecho.
—Dile a tu Primer Guerrero que agradecemos el gesto y que pronto nos
encontraremos con él.
—Llegaréis esta tarde, ¿sí?

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Lerac miró hacia atrás. Si seguían forzando el paso, llegarían antes de que
el sol abandonara su cénit. Por otra parte, lo harían con un ejército tan
cansado que no supondría ninguna amenaza para Laebius o los puncos.
—Llegaremos esta tarde —concedió asumiendo que reducirían el paso. El
punco miraba con ojo experto a los soldados, agotados tras la dura marcha,
evaluando el estado del ejército.
El jinete tardó un poco en responder, pues seguía contando efectivos,
evaluando equipo, suciedad, cansancio, moral… Todo. Assio estaba seguro de
que aquel jinete en concreto no solo era bueno cabalgando, sino también
anotando cada detalle en las fuerzas de sus posibles rivales.
—Así lo informaré —tiró de las riendas para encarar su montura hacia el
otro lado del camino, pero Lerac lo interrumpió.
—¿Sabéis algo de Zelca?
El mensajero volvió a mirar al general antes de responder.
—Está más cerca que vosotros —miró al cielo calculando la hora por la
posición del sol—. Es posible que ya hayan llegado.
Lerac sintió que perdía parte de la presión que le mantenía los pulmones a
mitad de capacidad. Ni siquiera era consciente de cuánto le preocupaba que
Zelca se hubiese quedado atrás y los rinhenduris los alcanzaran.
—Y han matado a uno —añadió.
—¿Un rinhenduris? —inquirió Assio.
—Un lagarto.
Un murmullo se levantó entre los presentes. Assio y Lerac se miraron
maravillados por la proeza de Zelca. El jinete tiró de las riendas una vez más
y sin despedirse hincó talones y salió de la escena tan deprisa como llegó.
—El viejo estará insoportable —dijo Assio sacando una sonrisa en su
general.
—Nos vendrá bien tenerlo de buen humor —a su alrededor, la noticia
empezaba a revivir el ánimo de sus hombres como la lluvia hace que la hierba
marchita consiga erguirse—, pero es cierto que será insufrible.

Lejos de allí, cerca del campamento punco, la vanguardia de Escudos Negros


de Zelca apareció por fin en el horizonte. Barlohn había vuelto de la ciudad y
esperaba a Zelca junto a Frunk Cabezamartillo, que desde la distancia
observaba las murallas de Úhleur Thum. Había escuchado hablar de ellas
desde su niñez, por lo que tenerlas delante despertaba en él un sentimiento
contenido en su pecho largo tiempo atrás. Parecían más altas de lo que

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esperaba; también más robustas. La fortaleza de Álea era un gigante
únicamente por uno de sus costados, pero la capital de Laebius estaba
diseñada de un modo muy diferente. Sus murallas quedaban eclipsadas por
torres inmensas, y en su cima los ingenieros de Érxan montaban las máquinas
de las que Barlohn le habló a su regreso.
—No se me ocurre ningún lugar mejor que este para acometer la locura
que nos hemos propuesto —confesó tomando una bocanada de aire.
Barlohn, a su lado, pensaba en el interior de la ciudad. Las máquinas
estarían bien como refuerzo de las defensas, pero no albergaba dudas de que
la batalla final se daría entre las calles de Úhleur Thum. Quizá incluso en el
palacio real. No importaba que los rinhenduris no trajeran equipo de asedio,
pues sabía que debían contar con algún medio que les permitiera escalar las
murallas. Los defensores necesitaban conocer su estrategia, pues solo de ese
modo tendrían alguna oportunidad de rechazarlos.
—No sobreviviremos a esto —añadió Barlohn.
Su hermano soltó una carcajada.
—A esta vida se viene a morir, Barlohn. Al menos nosotros decidiremos
dónde y cómo lo hacemos. No me gustaría irme por una enfermedad que me
tumbe y me consuma hasta que no pueda ni limpiarme el culo.
—Nadie quiere algo así.
Frunk señaló a la ciudad.
—Ahí tienes a miles que lo desean. La gente teme más a una espada que a
la vejez, pero es solo porque la espada parece más inmediata, más definitiva.
—¿Acaso vas a dedicarte a la filosofía ahora, Frunk?
—Es posible que la proximidad de mi muerte me esté convirtiendo en un
sabio.
—Espero por la bondad de Varryk el Viejo que mueras pronto entonces.
Frunk le dio un palmotazo en la espalda que lo hizo zarandearse. Barlohn
pensó que en comparación con la vara de tagueo, sus manazas se sentían
como una suave caricia. Ambos se dirigieron al otro extremo del campamento
para recibir a Zelca y sus muchachos, que según decían los exploradores
traían la cabeza de un záiselar consigo.
Los Escudos Negros marchaban con el ánimo por las nubes, como si el
dios de la guerra hubiera henchido con su aliento el pecho de cada uno de
ellos. Matar a un záiselar no estaba al alcance de cualquiera, pero lo que más
sorprendía a los puncos es que consiguieran cortarle la cabeza.
—¿Cómo se las habrán ingeniado? —preguntó Frunk viendo el carro de
madera que contenía el trofeo.

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Barlohn arrugó la barbilla incapaz de encontrar la respuesta.
—No tengo ni idea, pero podemos preguntarle a tu amigo.
Zelca, que se acercaba a lomos de su caballo con una sonrisa en la que se
veía hasta el último de sus molares, bajó frente a los dos hermanos que ahora
eran sus aliados. Los saludó con la mesura requerida de cortesía y fuerza y los
invitó a comprobar por sí mismos la veracidad de su gesta. Los hermanos
llegaron hasta el carro, Zelca destapó la cabeza cubierta hasta entonces por
una lona y la monstruosa testa quedó a la vista de los curiosos.
Frunk no parecía sorprendido; Barlohn, sí.
—Es marrón —dijo el mayor.
—¿Crees que podría tratarse de uno de los Doce?
Zelca los miraba a uno y a otro sin comprender por qué no lo tocaban, no
se acercaban para ver el tamaño de sus dientes o meterle un dedo en el ojo,
pero sobre todo despertaba su curiosidad que hablaran como si no fuese la
primera vez que veían a uno de esos animales de cerca.
—¿Qué Doce?
Los puncos intercambiaron una mirada antes de responder.
—La Guardia de los Doce —dijo Frunk sin añadir más.
—Espero que no lo sea —añadió Barlohn volviendo a tapar la cabeza.
—¿Qué demonios ocurre? ¿Queréis explicármelo de una vez?
—¿Y qué si lo es, Barlohn? Los dos sabemos por qué estamos aquí, que
sea o no uno de ellos no cambia en nada nuestra tarea —el buen ánimo de
Zelca terminó por esfumarse de un plumazo—. No te preocupes, amigo —
continuó Frunk dirigiéndose a él—, tu general llegará pronto. Entonces os
contaremos a ambos lo que has hecho —se acercó a él, Zelca contuvo el
impulso de retroceder un paso. Frunk le daba miedo aunque no llevase su
característica arma al hombro—, y tú nos dirás cómo conseguiste cortarle la
cabeza, ¿eh?

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53. EL ASALTANTE DEL HOSPITAL

—¿Cómo ha ocurrido esto…?


Krukshen, con los labios apretados en una línea bajo su espesa barba
negra, negaba con la cabeza mirando al cadáver. Frenisek, arrodillado junto a
él, trataba en vano de devolverlo a la vida. Fryena le limpiaba la herida: una
hendidura que se colaba por encima de la clavícula izquierda penetrando hasta
el corazón. Era la estocada de un profesional, de alguien capaz de ejecutar a
sangre fría.
—Soy un maldito inútil… ¡Joder! —Krukshen pateó una cama, que se
volcó dejando que la almohada y el colchón cayeran en mitad de la sala entre
un revoltijo de sábanas—. Dos guardias no eran suficientes, ¿cómo iban a
serlo?
Daba vueltas alrededor de Frenisek como una leona a la que le roban su
cachorro. Se sentía desesperado, impotente, inútil…
—Cálmate, ¿quieres?
Krukshen se acercó mucho a él y, mirándolo a la cara con los ojos
desencajados, respondió.
—¿Cómo voy a calmarme, chiflado? —señaló el cuerpo con un dedo—.
Está muerto, ¿no lo ves? Quiero decir, tú eres el médico, ¿verdad?
Frenisek empezaba a perder su infinita paciencia, pero no se atrevía a
decírselo a su acompañante.
—Sí, está muerto, pero sabíamos que esto podría pasar, ¿no? Formaba
parte del plan. Si hubieses puesto cuatro guardias en la puerta en lugar de dos,
seguramente ahora no tendríamos este cadáver entre manos —convino el
galeno llenando sus pulmones para contenerse.
—Puede que no esté todo perdido —intervino Torek.
Frenisek le dedicó una mirada inquisitiva.
—¿Quieres decir…?
—Sí.
—¿Qué ocurre? —preguntó Krukshen.
—Es posible que esté muerto y…

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—Y que no lo este de forma definitiva —añadió Torek culminando la
frase del médico, que asintió recordando la noche en que Erol se levantó tras
permanecer horas como un cadáver—. Tenemos que encadenarlo de
inmediato, Krukshen.
Este los miraba a ambos como si se hubieran vuelto locos. ¿Acaso sus
cerebros dejaron de razonar súbitamente?
—¿Has visto esta herida? —Krukshen se acercó al cuerpo de Derj, lo
agarró por el pelo ignorando a Frenisek y lo acercó con un fuerte tirón para
mostrarle a su compañero la hendidura que ya no sangraba—. Si esto no es
una herida mortal, mi cuchillo está forjado en algodón de azúcar —y metió
dos dedos en ella hasta los nudillos para mostrarle la profundidad del tajo—.
Puedo meterle la mano entera si así te quedas más tranquilo —insistió al
tiempo que se limpiaba la sangre en la camisa de Derj.
—Hazme caso, ¿quieres? Encadénalo cuanto antes y luego siéntate aquí
—Torek cargó la orden de amabilidad—. Tengo que hablarte de Erol.
Krukshen mostró las palmas de las manos y volvió a mirar el cadáver sin
comprender lo que ocurría, pero seguía siendo un tipo obediente y salió de
escena a toda prisa para conseguir una cuerda gruesa con la que maniatar a
Derj.
—Esto es ridículo… —repetía una y otra vez de camino a la puerta.
Frenisek rio mientras ponía a Derj bocabajo.
—Krukshen tiene una personalidad del todo… peculiar —convino.
Torek, que seguía observando la puerta que acababa de dejar atrás
esperando que regresara, asentía dando la razón a su amigo.
—Muy peculiar, pero es gracias a él que Derj está muerto y yo sigo aquí
hablando contigo.
—Según tengo entendido, incluso así ha faltado poco. ¿Estás bien?
—Estoy tan bien como se puede estar después de comprender que
cualquiera puede traicionarte, sin importar que sea tu hijo o un compañero
con el que has combatido mil veces —su voz sonaba cansada, pero el
cansancio que sentía volvía a no ser físico—. Esperaba que alguien lo
intentara, pero me sorprende que fuese Derj —resopló mirándolo—. No sé si
quiero que se levante porque no sé si estaré preparado para lo que va a pasarle
cuando lo haga.
—Yo sí estoy preparado —exclamó Krukshen regresando con la cuerda
en la mano—. Si este hijo de puta se levanta, os juro que después de volverme
loco lo tumbo otra vez. Aparta, Frenisek —ordenó haciendo ademanes—,
nuestro colega dejó de estar en tu terreno hace un rato.

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Krukshen le puso las manos sobre la espalda y se las ató con tanta fuerza
que Derj se habría quejado de conservar la capacidad de sentir. No contento
con eso, le agarró las piernas y también se las ató doblándolas sobre su trasero
para unir las ligaduras de sus tobillos con las de las muñecas.
—Ahí lo tenéis —exclamó observando a Derj como un escultor que
presenta su obra—, el cadáver más inmóvil de los últimos tiempos. Bien,
Torek, no pienso sentarme, pero espero que me cuentes de una vez de qué va
todo esto.
Fryena sí se sentó en la cama frente a la que se encontraba Torek. Este la
miró pensando hasta qué punto quería continuar hablando con la chica como
testigo. Lo que estaba a punto de revelar era un secreto que, de no haberse
convertido en tal, quizá hubiera evitado la muerte de Sthunk y la invasión de
los rinhenduris. Ya no importaba, pues ahora todos conocían la verdadera
naturaleza de su hijo.
—El día que hirieron a Erol, no lo hirieron de verdad —dijo esforzándose
por mantener un torrente de voz continuo y sereno—. Lo mataron —
Krukshen enarcó las cejas—. De hecho, estuvo muerto durante al menos tres
horas.
—Y volvió a la vida sin más.
—Sí —confirmó Frenisek esta vez—. Yo estaba presente en ese
momento. Lo había examinado, comprobado su pulso y limpiado su cadáver.
—Pero volvió a la vida sin más —insistió Krukshen incrédulo.
—Sí.
—¿No es posible que estuviese drogado y su pulso apenas fuese
perceptible?
Frenisek volvió al cadáver de Derj, señaló la puñalada que acabó con su
vida y continuó hablando.
—Presentaba una herida similar a esta que le perforaba el corazón desde
el pecho. Su pulso no estaba ralentizado, Krukshen, se detuvo por completo.
Igual que su respiración —el veterano bufó, pero Frenisek siguió hablando sin
darle importancia—. Tú sabes cómo matar a alguien y yo cómo curarlo. Mira
esta herida, ¿crees que volvería a levantarse?
—Este no se levanta, te lo digo yo.
—Si se trata de un rinhenduris, es muy probable que lo haga.
—Frenisek, si este tío se levanta —exclamó señalándolo—, te permitiré
darme una patada en los cojones.
Torek, sabiendo que Krukshen era un hombre de palabra, deseó por un
instante que Derj volviera a la vida. En cualquier caso, la idea nunca consistió

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en matarlo, sino capturarlo vivo con el fin de someterlo a un interrogatorio
poco amistoso. Krukshen no tuvo más remedio que acabar con su vida en una
pelea que por poco le cuesta la suya. No fue herido de gravedad, pero tenía el
cuello marcado de arañazos, un corte en la mejilla y en un par de días le
aparecerían numerosos moratones en la espalda y los brazos. Derj era uno de
los mejores soldados de las velkra, pero Krukshen seguía estando por encima
a pesar de su edad.
Pensando en ello, Torek cayó en la cuenta de que probablemente el propio
Derj fuese décadas más viejo que ninguno de los presentes.
—Si se levanta, te prometo que te recordaré gustoso esas palabras.
Krukshen soltó una carcajada; la herida de la mejilla dejó caer una gota de
sangre.
—Entonces tu hijo volvió a la vida como si nada, ¿eh? ¿Y después qué?
—Después combatió contigo mano a mano y consiguió tumbarte —la
sonrisa de Krukshen se esfumó—. Míralo —señaló a Derj—, ni siquiera él
tenía la fuerza suficiente para conseguir lo que sí logró Erol. Era más fuerte
que tú, ¿lo recuerdas? Incluso con unos brazos tan delgados. Pero eso no es
todo —luchó por contener las lágrimas que se esforzaban por salir de sus ojos
—. Poco después de unirse a nosotros peleó con Sthunk y también lo tumbó.
La expresión de Krukshen iba cambiado poco a poco de la incredulidad a
la incertidumbre. No concebía que un muerto volviese a la vida, pero era
evidente que el jovencísimo Erol no parecía un tipo corriente.
—¿Crees que Erol ha sido siempre un rinhenduris?
Torek vaciló.
—No lo sé. Ni siquiera comprendo cómo alguien puede convertirse en
uno, si lo es de nacimiento o se necesita algún tipo de… —movió su única
mano tratando de elaborar una teoría que nunca emergió.
—Tal vez el chico del que hablaba, el que fue a ver a la Espina, le diese
algo cuando estaban juntos en los Escudos Negros —añadió Fryena atrayendo
la atención de los presentes—. Mi hermana me habló de él.
—Eso explicaría que Erol fuese un rinhenduris y Sthunk no —convino
Frenisek, que como todos los presentes, no se planteaba una infidelidad de
Laiyira.
—¿Darle qué? —preguntó Torek volviendo a mirar a Fryena.
—No tengo ni idea, Torek. He dicho lo primero que me pareció lógico,
pero cabe la posibilidad de que no lo sea en absoluto.
—Espero que este de verdad vuelva a la vida. Si lo hace, podremos
sacarle la información que necesitemos de uno u otro modo.

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Algo perverso despertó en la mirada de Krukshen, que ya se imaginaba las
posibilidades que abría para él poder torturar a alguien sin preocuparse de
matarlo de forma definitiva.
—¿Y si…? —Frenisek se detuvo para estudiar su idea antes de soltar
alguna ridiculez—. ¿Y si es posible que los rinhenduris, como sugiere Fryena,
puedan convertir a voluntad a los humanos que deseen? —señaló a Derj, aún
inmóvil en el suelo—. ¿Y si no necesitan a un rinhenduris como tal para
espiarnos?
Torek al fin comprendió a qué se refería.
—La promesa de una vida eterna y una capacidad de regeneración como
la suya sería suficiente para convertir a cualquier humano en un traidor —
confirmó Krukshen asintiendo—. No necesitan que haya rinhenduris entre
nosotros, Torek: pueden sobornar con su poder a cualquiera de los nuestros.
Torek suspiró.
—Puede que te libres de la patada en los cojones después de todo.
—Eso me haría feliz —dijo Krukshen volviendo a reír como si la herida
de su mejilla no existiera—. Debo confesar que por un momento empecé a
notar cómo se me subían a la garganta por culpa de vuestras teorías.
Y en ese momento, el cadáver de Derj sufrió un espasmo. Fryena dio un
salto de la cama y cayó del otro lado apartándose. Frenisek, Torek y Krukshen
se miraron dejando espacio alrededor cuerpo. Otro espasmo seguido de un
gruñido en esta ocasión. La mirada de Krukshen y el galeno se cruzaron. El
espía distinguió un brillo malicioso en las pupilas de Frenisek.
—Prepárate, amigo, porque se te van a subir de verdad…

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54. DOS DE TRES

Despertó maniatado sintiendo un dolor de cabeza tan intenso que le


provocaba náuseas. La espalda dolorida por la postura que guardaba desde las
últimas horas. El aire olía a hierba seca, a polvo y a sangre. ¿Su sangre? Trató
de abrir los ojos, pero tenía el rostro tan inflamado que apenas consiguió ver
algo. Estaba desnudo, con la piel de gallina por el frío y los pezones tan duros
como el cristal. Cuando trató de ponerse en pie recordó que sus piernas
seguían inmovilizadas. Entonces le vino un recuerdo esclarecedor.
Cuando consiguió reunir el valor para mirar a su alrededor, confirmó sus
sospechas: Viera se sentaba frente a él con la cabeza torcida mientras
estudiaba su estado. Sus nudillos estaban hechos de puro callo, endurecidos
más de lo que parecía posible para la naturaleza de un humano. Llevaba tanto
tiempo golpeándolo que las manos de cualquier otro habrían quedado peladas
y heridas como la cara de Esoj.
—Ya van dos —anunció Viera recordando sus desmayos.
Esoj no necesitaba más para comprender lo delicada que era su situación.
Cuando un shámaro traicionaba a la orden, lo torturaban hasta la muerte. Así
de simple. El cuerpo humano es tan sabio como ignorante la esperanza, y a
pesar de que esta intenta que uno sobreviva, el cuerpo desconecta como
método de defensa cuando se sufre más dolor del que puede soportar. De
pronto, mil sensaciones le invadieron la piel.
Y ninguna era buena.
Sentía que lo habían cortado, golpeado y quemado en tantas partes
diferentes que no lograba distinguir qué tipo de tortura le provocaba uno u
otro sufrimiento. Trató de hablar con sus captores, pero tenía la mandíbula
rota y de su garganta solo salió un quejido ininteligible. La saliva mezclada
con sangre se derramaba de su boca para caer sobre las piernas, la barriga y la
verga. Al menos seguía sintiendo la verga, lo cual dentro de sus
circunstancias le pareció un alivio. Viera no permitiría que fuese así por
mucho tiempo. Tal vez la reservara para conseguir que se desmayara por
tercer y última vez.

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Las lágrimas le brotaron de los ojos limpiando en parte la sangre seca que
le cubría el rostro.
—Sí, sí —convino Lukas esta vez—, ya sabemos que cumpliste el
acuerdo y que no has traicionado a la organización. Lo dijiste varias veces
cuando todavía podías hablar.
Solo podía llorar. Los puños de Viera parecían compuestos por pura
piedra, y se estrellaron contra él tantas veces que no recordaba cuándo
empezaron a golpearlo.
—Viene alguien —anunció Linnah agazapada tras una rendija que usaba
como mirilla.
—¿Quién?
—Un mendigo con un sombrero de paja y una bufanda morada.
—Es el correo —avisó Lukas.
Linnah abrió la puerta y el tipo entró en la sala sin detenerse para llamar.
Una vez dentro, su espalda encorvada se enderezó y las ropas que parecían
quedarle a medida se tornaron ridículamente pequeñas para alguien de su
altura. Viera se puso en pie para volver al trabajo mientras sus acompañantes
leían la misiva. Esoj no reunió fuerzas para tratar de resistirse a su destino. No
recordaba los intentos previos de librarse de sus ataduras, pero sabía que si
había perdido el conocimiento dos veces le sería imposible escapar llegado a
ese punto.
—Espera, Viera —dijo el recién llegado cuando esta levantó el puño. La
capitana lo miró molesta—. Te interesa leerlo antes de continuar.
—¿Quién te ha dado esto? —inquirió Lukas con la duda marcada en la
voz. Sacudía el mensaje como habría sacudido a Esoj en busca de respuestas
si hubiese compartido la misma ligereza que el papel.
—Es de Jukkah.
—¿Qué quiere? —preguntó Viera acercándose. Linnah levantó la vista
para observar a Esoj, apenas consciente con la barriga llena de saliva y
sangre.
—Joder… ¿Está seguro de esto?
—Es Jukkah…
—¡Joder! —volvió a gritar dándose la vuelta para pasarle el papel a su
capitana.
Esoj no podía verlo, pues el lado por el que se acercaba Lukas era el de su
ojo cerrado. El asesino se puso tras él y Esoj contuvo el aliento con un único
deseo en mente: que pusieran fin a su agonía de una vez por todas. Viera no le
dijo nada, pero supo que ocurría algo poco común. Leyó la carta aprisa, pero

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al igual que los demás, no daba crédito a lo que leía. Jukkah era uno de los
capitanes más respetados de toda la organización y según sus palabras, Esoj
no mentía. Él mismo se había topado con el propio Erol cerca de Mélmelgor y
confirmaba que, en efecto, el escuadrón de Capitán logró llevar a cabo su
misión. El objetivo de la misma, sin embargo, parecía gozar de la habilidad
sobrenatural de regresar a la vida.
Nadie creería algo tan inverosímil viniendo de otra persona, pero si los
que conocían a Jukkah tenían algo claro, era que el capitán no se dejaba
influir por rumores absurdos. La carta estaba certificada y marcada por él con
un código interno que nadie salvo los propios capitanes comprendía.
—Esto no tiene sentido.
—Sigue leyendo —pidió el mensajero.
Viera le hizo caso. En la siguiente mitad de la carta, Jukkah hablaba de los
rinhenduris, de su invasión y del efecto que ejercían las armas normales en
sus cuerpos. Aquellos bastardos resucitaban tras una puñalada que mandaría a
la tumba a cualquier humano, y parecía que el objetivo de Esoj era uno de
ellos. Puede que Erol no estuviese muerto, pero Esoj sí lo mató. ¿Cómo iba a
saber que volvería a la vida?
La capitana agitó el papel como poco antes lo hiciera Lukas.
—¿Estás completamente seguro de que ha sido Jukkah quien ha escrito
esto?
—Mira las marcas, Viera. No tienes que preguntarme nada. Tú ves lo
mismo que veo yo.
Lukas desató a Esoj y lo agarró para evitar que la fuerza de la gravedad lo
atrajera como si su tumba lo esperase abierta en el suelo de aquel cobertizo.
—¿Cuándo lo has recibido?
—El pájaro llegó esta misma mañana.
Los shámaros contaban con la red de comunicación más exacta de cuantas
se conocieran. Compuesta por aves adiestradas para volar a lugares
específicos situados en todas las ciudades de tamaño considerable y también a
algunas aldeas menores que se levantaban cerca de cruces de caminos o
puntos estratégicos. Los encargados de mantenerlos vivían siempre en el
mismo lugar, integrados entre los vecinos como un ciudadano más, y a pesar
de no ejercer como asesinos, pertenecían a la organización. Su misión
consistía en mantener a los diferentes comandos informados de sus posiciones
actuales así como hacerles llegar los detalles de nuevos contratos, última
posición conocida de algún objetivo o cambios en los mismos. En esta

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ocasión, el ave llegó volando desde el territorio de la tribu neseka, cerca del
vado de Esla, donde Jukkah y los suyos operaban ya durante varias semanas.
El mensaje fue enviado solo un par de días antes, y la presteza del ave y
su dueño acababan de evitar que Esoj recibiera la última paliza de su vida.
Linnah no se separaba de su rendija, pero de vez en cuando dirigía una
mirada de soslayo a Esoj, que no comprendía lo que ocurría. El recién llegado
acababa de salvarle la vida, aunque el chico no habría podido agradecérselo ni
intentándolo con el resto de sus fuerzas. Su mandíbula destrozada le impediría
hablar o comer algo sólido durante un buen tiempo, pero si recibía atención
médica sobreviviría. Cuando Lukas lo ayudó a ponerse en pie, tanto Viera
como el propio Esoj fueron conscientes de la gravedad de sus heridas. Casi no
le quedaba una cuarta de piel que no mostrase cortes o quemaduras.
Pero respiraba.
—Haz que venga un médico.
El mensajero volvió a encogerse, se puso su sombrero y salió del
cobertizo de inmediato. Linnah lo vio alejarse encorvado y frágil como el
anciano que fingía ser.
Lukas llevó a Esoj hasta un rincón que su sangre todavía no manchaba.
Viera tiró una manta raída y su compañero tumbó a la víctima sobre ella. La
capitana se acuclilló a su lado antes de indicar con un gesto a Linnah para que
trajera el cubo de agua en el que hasta poco antes se limpió la sangre de las
manos y lo puso sobre la trébede en el que hasta ese momento se calentaba la
comida. Observaba el patético estado en el que habían dejado al chico por un
crimen que nunca cometió. Si Jukkah decía la verdad, Esoj fue torturado sin
un motivo real. La capitana suspiró mirándolo a los ojos; Esoj se sentía
incapaz de hacer lo mismo. No entendía qué pasaba, pero esperaba que fuera
cual fuese el motivo por el cual acababan de desatarlo, no le proporcionara
más dolor.
Viera pensaba en la proeza del chico, que no solo cumplió el contrato sino
que consiguió darles esquinazo a todos los escuadrones de shámaros cercanos
por más de un año. Hasta ese momento pensó que el pelirrojo no era más que
un cobarde escurridizo, pero aguantó la tortura con admirable entereza. Le
miró la verga, encogida hasta la casi inexistencia por culpa del frío, el miedo
y la falta de riego.
—Parece que vas a conservarla después de todo —Esoj balbuceó
nuevamente—. Supongo que quieres saber por qué no voy a cortártela, ¿no?
—sorbió por la nariz—. Jukkah te ha salvado la vida.

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El muchacho pensaba en Jukkah, que también estuvo a punto de darle
caza no mucho tiempo atrás. ¿Por qué iba a salvarle la vida? Esperaba que
Viera no hubiera parado solo para permitir que Jukkah también disfrutara de
su trozo de pastel cuando regresara a la capital, cerca de la cual suponía que
se encontraban.
—El doctor llegará pronto y te arreglará. No te hemos cortado nada que
no pueda crecerte otra vez, aunque pasará un tiempo hasta que puedas
comerte un coño —añadió Lukas.
—Mírame —ordenó Viera. Esoj obedeció a duras penas—. No pienso
pedirte perdón, ¿me oyes? Da las gracias a ese mensajero en cuanto puedas,
porque de haberse retrasado solo media hora, ahora estarías desangrándote
como un gorrino en esa silla.
Viera retiró el cubo del fuego, metió una mano y arqueó los labios.
—Así bastará.
Y le echó el agua por encima para limpiarle la sangre, la saliva y el sudor
que convertían su piel en una alfombra perfecta para las infecciones. Esoj se
retorció un poco, el vapor del agua caliente ascendía sobre su cuerpo como lo
habría hecho su espíritu a esas alturas de no ser por el mensajero.
—Sécalo y tápalo. Sería una pena que muriese congelado ahora —ordenó
a Lukas, que cumplió su cometido con poca delicadeza.
Esoj era incapaz de quejarse de verdad, pero un gemido lastimero se
escapaba de su garganta cuando la tela pasaba sobre sus cortes. Cuando
llegara el médico lo cosería tanto como a una manta vieja, pero al menos se
recuperaría.
El muchacho seguía preguntándose qué habría ocurrido para que le
perdonaran la vida, pero en cuanto Lukas terminó de secarlo, el calor volvió a
su maltrecho cuerpo. El confort que lo invadió se lo proporcionaba la
sensación de tranquilidad que perdió en el mismo momento en que los
shámaros empezaron a perseguirlo. No le importaba la razón por la que
dejaron de torturarlo, solo que por fin se detuvieron.
Y a pesar del dolor que le mordía la piel, sintió que lo peor ya había
pasado y que la vida, aunque lo golpeara sin descanso durante las últimas
horas, seguía siendo maravillosa.

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55. EL ENCUENTRO

Pasaron meses desde que Lerac comenzara a afinar los instrumentos de la


orquesta que por fin se reunió en el lugar en que comenzaría la función.
Frente a ellos, levantándose como un único espectador enorme y exigente, se
erigía la ciudad de Úhleur Thum, que fue su hogar hasta que un par de años
antes declarase la guerra a su gobernante. Entre las tiendas de los puncos, la
pequeña comitiva formada por la guardia de bribones de Lerac liderada por
Elabo, avanzaba hacia el centro del campamento en busca de Frunk
Cabezamartillo, que no salió a recibirlo. Tampoco Zelca.
Los puncos, con sus caras lisas como la superficie de sus escudos,
observaban a los recién llegados manteniendo una distancia prudente. El
ejército encabezado por Frunk se mostraba alerta frente a posibles ataques,
pero las diferentes secciones se turnaban para descansar en un número que no
comprometiese la seguridad de los demás. La organización no tenía nada que
envidiar a la de los Escudos Negros o cualquier otro grupo de élite. Todo se
mantenía en orden, en su sitio, como si aquellos hombres conocieran a la
perfección el lugar exacto que debían ocupar entre la compleja maquinaria
que formaban unidos.
Cuando llegaron al centro del campamento, Frunk los esperaba con sus
dos hermanos a cada lado; Zelca aguardaba en un costado. Lerac sabía que
Cabezamartillo era un tipo corpulento, pero por algún motivo no se imaginaba
lo que encontró. Le recordaba a los soldados de las velkra, a esos monstruos
de cuernos en la cabeza que partían armaduras de un solo golpe. Lo único que
le faltaba para convertirse en uno de ellos era precisamente un par de cuernos
y un yelmo que le cubriese la cara.
Mientras avanzaba, echó un rápido vistazo a sus hermanos. El más alto
sería Fez, a quien Zelca solo mencionó por encima. El otro, de mirada ávida
que rebosaba curiosidad, estudiaba cada movimiento del general con una
chispa de luz en los ojos. Lerac siempre se vio imponente ataviado con sus
protecciones de los Escudos Negros, pero ese tipo parecía ver bajo ella al

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soldado que en realidad era, mucho más enclenque de lo que la armadura
sugería.
—Me alegra que nuestros caminos al fin se crucen, Frunk Cabezamartillo,
y saludo también a tus hermanos —inclinó la cabeza en cuanto terminó de
hablar.
—Tus hombres y tú sois bien recibidos aquí, Lerac.
Este esperaba que se dirigieran a él como general, que le devolviesen el
gesto de cortesía que simbolizaba inclinar la cabeza o que el tono de su voz
sonase más sumiso. Pero no fue así. Tampoco le sorprendía: los puncos no
eran sus súbditos, no los había doblegado ni conquistado en modo alguno, y
dudaba que pudiera conseguirlo aunque se lo propusiera. Frunk no se
encontraba frente a él como un vasallo sino como aliado, uno tan fuerte como
él mismo. Quizá más.
Las fuerzas combinadas de los Escudos Negros y los veteranos de Kraen
superaban en número a las de Frunk, pero eso no implicaba que pudieran
vencerlos. De hecho, Lerac llevaba planteándose desde el mismo momento en
que Zelca mencionó cómo barrieron el flanco de Jagger Nath en la batalla de
Laek, la posibilidad de que Frunk quisiera dirigir la campaña él mismo. Que
hubiesen marchado hacia la capital directamente cuando él pidió que lo
ayudaran a defender el vado de Esla supuso una verdadera declaración de
intenciones. Aquellos guerreros formaban parte de un clan temible en la
batalla, orgulloso y capaz, que vivía sin vacilar lo que cualquiera con dos
dedos de frente temía durante toda su vida.
—Os agradezco el recibimiento. ¿Podríamos discutir cuanto antes el
modo de tomar la ciudad sin que el asalto acabe en una carnicería?
—Mi hermano Barlohn ya ha garantizado el acceso de los puncos a la
capital. Os estábamos esperando como mera formalidad —levantó la vista
para observar al puñado de Escudos que lo acompañaban. Presentaban un
aspecto lamentable, agotados tras la larga marcha que los llevó hasta allí en
un tiempo récord—, aunque viendo el estado en que se encuentran tus
hombres, quizá quieras que descansen unas horas antes de formarlos frente a
la muralla.
—Mis hombres han recorrido en estos días una distancia imposible para
cualquier otro ejército —miró sobre su hombro para asegurarse de que
ninguno se desplomaba por el cansancio. Frunk tenía razón, pero Lerac no
parecía cansado y no dudaba que el líder de los puncos no lo pasaba por alto
—. Ellos pueden descansar, nosotros no tenemos tiempo que perder —
sentenció reduciendo la distancia que los separaba.

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A Frunk pareció agradarle la respuesta.
—Acompañadme a mi tienda.
Se dio la vuelta y entró en ella sin esperar respuesta. Lerac, Zelca y Assio
lo siguieron pasando entre Fez y Barlohn, que entraron tras ellos cerrando la
comitiva. La temperatura era agradable en el interior, había copas con vino,
jarras de cerveza, agua, uvas y un pastel de carne seco como la madera que
los puncos adoraban. Las sillas se dispusieron alrededor de la mesa para dar
cabida a todos los presentes, y Frunk invitó a Lerac a ocupar un extremo
mientras él se sentaba al otro. A ambos lados, los hombres de Lerac y también
Barlohn; Fez permaneció en pie junto a la entrada.
—Dices que los puncos han garantizado la entrada a la ciudad. ¿Cómo?
—a Lerac le preocupaba que Frunk se hubiese tomado la libertad de negociar
con Laebius por separado, pero entendía la urgencia de agilizar el proceso
sabiendo lo que se acercaba.
—Barlohn —indicó Frunk.
Este entendió la orden.
—Laebius ya no manda en la ciudad. Existe un ejército muy numeroso en
su interior que controla las puertas con tanta facilidad como al mismo
emperador. Su líder es joven, pero me parece inteligente y decidido. Es él con
quién he negociado nuestro paso a la ciudad.
—¿A cambio de qué?
Barlohn no se inmutó.
—De nuestra ayuda cuando los rinhenduris lleguen.
—Me sorprende que no aproveche su posición para sacar ventaja de algún
otro modo —Lerac vio al instante cómo cambiaba el rostro de Barlohn y
temió haber llegado demasiado lejos cuestionando su sinceridad.
—Tumbé a dos guardias antes de salir de la sala de guerra de Laebius —
se defendió el Segundo Guerrero—. Uno no necesita más que ver a un punco
combatiendo para saber que tenerlo a su lado en un momento como este vale
más que cualquier migaja que puedan ofrecer. No te equivoques, muchacho,
nuestro ejército no será tan numeroso como el que han traído desde el
desierto, pero te garantizo que se lo pensarían dos veces antes de
menospreciar nuestra fuerza —le sostenía la mirada sin pudor, sin respeto,
pero lo hacía. A cualquier otro le habría costado la vida, pero ese gesto
denotaba que lo percibía como a un igual en estatus.
Lerac, que fue informado por Zelca sobre lo mal que se tomaban los
puncos que los miraran directamente a la cara, se sintió halagado aunque no
lo mostrase.

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—Nadie duda de vuestra pericia para la guerra, Barlohn, pero lo que se
avecina no es un enemigo común —avisó el jovencísimo general.
—Nosotros tampoco somos hombres comunes —interrumpió Fez desde la
entrada, que en pie con su larga espada al cinto parecía el protagonista de
alguna leyenda antiquísima.
Frunk volvió a sonreír. Lerac esperaba a alguien con la reputación de
Frunk como una persona mucho más seria, con cara de pocos amigos y
miradas que insinuaran que estaba a punto de degollar a cualquiera. Pero no
era así. Frunk no lo necesitaba. Incluso sonriendo de cuando en cuando su
aspecto era temible, y el mero hecho de no necesitar aparentar seriedad ponía
de manifiesto cuanto confiaba en su destreza. Casi parecía, por el contrario,
que con su actitud despreocupada esperase que alguno lo desafiara. Zelca no
se dejaba engañar, pues recordaba a la perfección cómo su poderosa maza
aplastó la cabeza del caballo en el golpe que iniciaría la derrota de las fuerzas
imperiales en Laek.
—¿Cómo pretendéis lograr que Laebius os acepte en la ciudad? El nuevo
emperador estuvo a punto de negarse a que nosotros mismos defendiéramos
sus murallas. Creen que no necesitan más soldados para repeler a los
rinhenduris —continuó Frunk.
—Porque no los ha visto —respondió Assio—. Cuando aparezcan aquí
mismo con sus lagartos —señaló el suelo de la tienda— y salten sobre las
murallas para matar a cualquiera que se encuentre en su camino, se cagarán
de miedo y se arrepentirán de no contar con más soldados para defender la
ciudad.
—Apuesto a que tú te cagaste de miedo en Esla —sugirió Fez sacando
otra sonrisa del rostro de Frunk.
—Claro que lo hice, en Esla y también durante las cuatro horas que he
dormido desde entonces. Esos gigantes me dan tanto miedo como a cualquier
hombre cuerdo, pero estoy aquí, ¿no? —el tono de su voz denotaba
sinceridad. Era la cualidad de Assio: caía bien a casi todo el mundo porque se
mostraba tan natural como el agua misma—. Volveré a cagarme de miedo
cuando tengamos que enfrentarnos a ellos, no lo dudo ni un minuto, pero ten
por seguro que moriré con las tripas en la mano antes de abandonar mi lugar
entre las almenas.
Su declaración representaba una de las máximas de los puncos: el miedo
es permisible siempre que no interfiera con el deber.
—El pequeñito me cae bien —convino Frunk haciendo que esta vez fuese
Fez quien riese. Barlohn, por su parte, parecía indiferente a sus encantos

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aunque Assio le agradase más que ninguno de sus invitados.
—Me alegro, y no pretendo ser descortés, pero no estamos aquí para
caernos bien sino para averiguar cómo acabar con los rinhenduris.
—El pequeñito tiene razón —dijo esta vez Barlohn, que no era mucho
más corpulento que él—. Los extranjeros están construyendo algún tipo de
máquina capaz de lanzar chorros de fuego.
—¿Hablas en serio?
—Sí.
—¿Sabes cómo funciona esa máquina? ¿La has visto? —preguntó Lerac.
—No, pero me basta con que funcione.
—Los extranjeros, imperiales, voluntarios de los clanes y tus veteranos
cubrirán las murallas —continuó Frunk, que tenía claro el plan de defensa
aunque no lo hubiera consultado aún con sus pares—. Tus Escudos y mis
guerreros defenderán las calles formando falanges en las vías principales que
podamos bloquear de forma efectiva.
A Lerac no le gustaba su tono, lo hacía sentir pequeño e insignificante.
Como cuando aún no era el general más poderoso del tablero. Quizá porque
no seguía siéndolo.
—¿A qué te refieres con «de forma efectiva»? —inquirió Assio.
—Tú mismo lo has visto, ¿no? Los rinhenduris saltan —respondió
Barlohn.
—Queréis ocupar las calles desprovistas de edificios altos que puedan
usar para sobrepasarnos —aseguró Lerac, a quien la idea no sonaba
descabellada.
—Exacto. Hemos informado al emperador de la necesidad de derribar
algunos edificios específicos que podrían suponer un puente para que los
rinhenduris saltaran por detrás de nuestras líneas. Si lo hacen bien, los
contendremos en las inmediaciones del palacio, donde lo último que nos
quede deberá acabar con los rinhenduris restantes o perecer bajo su mano.
El silencio se apoderó de la tienda durante unos segundos. La idea de
fracasar en la defensa parecía lejana, casi imposible. Contaban con decenas de
miles de soldados bien adiestrados sobre murallas de robusta piedra, lanzas
capaces de bloquear calles e incluso máquinas que escupían fuego. ¿Cómo
iban a perder? Por otro lado, la superioridad de los rinhenduris en la batalla
del vado casi parecía insalvable.
—Aún no nos has dicho cómo pretendes conseguir que te permitan entrar
en la ciudad. Si te dejan fuera, acabarán contigo antes o después y con ello

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terminará la guerra civil que ha dividido el imperio en los últimos dos años —
insistió Barlohn.
—Es precisamente por eso que me dejarán entrar —miró a los dos
hermanos antes de rebelarles su plan maestro—. Viene a por mí.
—¿Cómo es eso?
Lerac suspiró antes de responder al Primer Guerrero.
—Su líder tiene una deuda pendiente conmigo.
Fez bufó su incredulidad, el ceño fruncido remarcaba lo absurdo que le
sonaba lo que acababa de oír.
—¿Lo conoces?
—¿Qué deuda?
Las preguntas de Barlohn y Frunk respectivamente se superpusieron.
—Se llama Erol —Zelca, desde su costado, le clavó la mirada en la sien
esperando que reafirmara sus palabras. Lerac lo miró y asintió confirmando
sus sospechas—. Resumiendo mucho, mi padre es el responsable de la muerte
de su madre. Él quedó huérfano y fue adoptado por mi padre. Nos criamos
como hermanos —hizo un verdadero esfuerzo por evitar que se le notara en la
voz lo mucho que le afectaba que las diferencias entre los dos hubieran
llegado a ese punto—. En algún momento descubrió lo que ocurrió en su
infancia, se alió con los rinhenduris y ha vuelto para buscarme.
Los presentes se miraron unos a otros tratando de descubrir en sus rostros
si ellos eran los únicos a los que las palabras de Lerac les parecían una
invención de lo más rebuscada.
—Suponiendo que eso sea verdad, sigue sin responder a mi cuestión.
—Si Laebius me impide entrar, me iré de aquí llevándome a mis hombres
conmigo. Deambularemos escapando de los rinhenduris por todo el imperio
—rebeló sintiendo que se le revolvía el estómago por lo que su plan implicaba
—. Si nos persiguen, todo lo que queda fuera de la capital terminará arrasado
de un modo parecido al valle de Mélmelgor.
—¿Y si no? —preguntó Frunk.
—Como sugería tu mano derecha, la guerra civil habrá terminado cuando
acaben con Úhleur Thum. Si queremos detener a los rinhenduris, nuestra
única posibilidad reside en colaborar en la defensa de la ciudad.
—Si acabamos creyendo lo que dices, ¿qué nos impide apresarte ahora y
entregarte a los rinhenduris antes de que lleguen aquí? —insistió el Primer
Guerrero.
Lerac guardó silencio un instante. Esperaba esa pregunta desde el mismo
momento en que abandonaron el vado para encontrarse con los puncos. No se

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detuvo porque necesitara estructurar lo que estaba a punto de decir, sino
porque aún no era capaz de adivinar la repercusión que tendrían sus palabras.
—Puede que hayan venido a buscarme, pero dudo que se den la vuelta
para volver por donde han llegado después de reunir un ejército así. Creo que
pase lo que pase conmigo, los rinhenduris seguirán atacando y matando
cuando encuentren a su paso. Enfrentarlos ahora, aquí, representa la mejor
oportunidad que tenemos para vencer —había llegado el momento que tanto
temía—. Si me entregáis, la guarnición de Laek tiene orden de cruzar el vado
y quemar vuestra capital —Fez desenvainó su espada y dio un paso adelante.
Frunk levantó una mano para pedirle que se detuviera, pero no resultaba
sencillo controlar a Fez. Assio también desenvainó, a la velocidad de una
centella, para colocarse entre el gigantón y su general. Lerac, con la vista
clavada en Cabezamartillo, no se inmutó—. No son muchos, pero seguro que
mil hombres bastarán para incendiar hasta la última de vuestras chozas con
sus habitantes dentro.
—No hay mil hombres en Laek —aseguró Frunk.
—La caballería de Rúeral no nos será útil entre las calles de la ciudad, así
que le ordené que enviase al vado una parte de sus jinetes. Junto a la
guarnición de Álea… —dejó que el silencio terminase su frase—. Me parece
más que suficiente para completar su tarea y borrar todo rastro de vuestra
capital —ni siquiera Zelca conocía esas órdenes—. No llegaréis a tiempo de
ninguna manera, os lo garantizo.
—Solo un cobarde ordenaría algo así —afirmó Barlohn, cuya diestra ya
acariciaba su peligroso puñal.
—No soy un cobarde, Segundo Guerrero. No me importa perder la vida
cuando sea necesario, pero si no hacemos esto bien, los rinhenduris matarán a
miles de civiles antes de detenerse —Lerac pensaba en su hija y en Liria, y en
cuántos como ellas morirían si no frenaban la invasión allí mismo—. Y no
voy a permitir que eso ocurra.
—Envaina, Fez —ordenó su hermano, que los miraba alternativamente a
Assio y a él a punto de matarse.
No conocía la habilidad del oficial, pero no lo necesitaba para saber que
no era rival para Fez. Probablemente él también lo supiera, pero seguía allí,
erguido, movido por su deber de defender a su general. Sin ninguna duda,
Assio le agradaba. Puede que no contara con un físico impresionante, pero
derrochaba el valor de los más grandes.
El punco seguía comiéndoselo con la mirada, así que Frunk agarró el
mango de su maza; Fez lo vio por el rabillo del ojo y bajó su arma, después la

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envainó con calma y levantó la mano de su empuñadura mostrando los dedos
separados al tiempo que retrocedía.
—Cálmate, hermano —pidió Fez, que de pronto parecía mostrar más
sentido común que ninguno de los presentes.
El rostro de Frunk por fin reflejó un atisbo del monstruo que se escondía
tras su aspecto relajado. Soltó la empuñadura para alargar la mano y agarrar
una copa de vino que se llevó a los labios tratando de enjuagarse con ella el
regusto de querer matar a Fez que le quedaba.
El silencio reflejaba la tensión que se respiraba en el ambiente. Lerac
había agarrado por los huevos a Frunk, pero el Primer Guerrero parecía uno
de esos que está dispuesto a perderlo todo con tal de no quedar por debajo de
su rival. El general rebelde, ese tipejo al que no respetaba en absoluto hasta
ese momento, acababa de demostrar una osadía imprescindible para empezar
una guerra y ganarla. Estaba sentado allí, frente a él, entre los hombres más
peligrosos de cuantos acamparan a las puertas de la capital, y se sentía capaz
de amenazarlos con destruir su patria.
La cabeza de Barlohn quedó inundada por una cascada de pensamientos
que discurrían desde todas las direcciones posibles tratando de encontrar una
solución que devolviera la mano de Lerac a su bolsillo liberando así no solo
los testículos de su hermano Frunk, sino los de todos ellos.
Fez solo pensaba que si sobrevivía a la batalla mataría a ese muchacho
con sus propias manos.
—¿Y bien? ¿Creéis que podremos entendernos?
Assio seguía en pie sin perder de vista a Fez; su mano acariciando sin
descanso la espada.
—Siéntate, pequeñito —ordenó Frunk con el mismo tono que usó para su
hermano. Assio obedeció. El Primer Guerrero se levantó apoyando ambas
manos sobre la mesa, que crujió bajo su peso—. Podremos entendernos,
general… Al menos hasta que acabemos con los rinhenduris.
Lerac ignoró su amenaza. Se levantó y con él también Zelca y Assio.
—Me basta con eso.
Y tras dejar claras sus intenciones, salieron juntos de la tienda esperando
que Zelca les mostrara el trofeo conseguido por sus Escudos.

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56. EL PUNCO Y LA DAMA

La decoración del palacio de Laebius no se asemejaba en nada, salvo en el


uso de las columnas, a lo que pudiera encontrarse en su patria. En Fáxolaar, la
nobleza cubría las paredes de sus hogares con mil detalles que no dejaban en
blanco ni el rincón más apartado, ya fuese por medio de pinturas y telas o
mediante la talla de las propias paredes. Aquel lugar era mucho más simple,
pero la suavidad de las columnas y amplias cortinas y vidrieras, aportaban un
aire de grandeza y solemnidad que lo conmovía.
El arte de los faxolianos expresaba su encanto en la unidad que formaban
las miles de pequeñas filigranas y grabados repartidos por doquier, pero en
Úhleur Thum las proporciones exageradas y las superficies límpidas se
convertían en las protagonistas. Las columnas se creaban a partir de un mismo
bloque de mármol; las paredes sin tallar recordaban a la propia roca de la
cantera antes de convertirse en un bloque de construcción, en un trozo de
artificialidad humana. Los candelabros que iluminaban las salas se erguían a
la altura de un hombre, y en la sala principal no colgaban las banderas
arrebatadas a ejércitos enemigos aplastados para conseguir el título de
emperador, como en Fáxolaar. Por el contrario, el palacio de Laebius sugería
que fue construido con el fin de demostrar que con esa grandeza natural daba
comienzo una nueva era.
La de Úhleur Thum.
Pero Érxan no pretendía que durase demasiado. Igual que ocurre en los
océanos, el pez grande siempre se come al pequeño. Y Érxan era el pez más
grande de todas las aguas.
Caminaba seguido por su guardia de jade como si llevara viviendo en
aquel lugar desde el día de su nacimiento. Los hombres de Laebius lo
saludaban con respeto; las mujeres lo miraban y cuchicheaban entre risitas
mal disimuladas; Jagger Nath quería matarlo. Podía sentirlo en sus ojos, pero
no movería un músculo a menos que Laebius se lo ordenase. Aquel noble
fuerte y descerebrado no sabía que en su inquebrantable lealtad residía su
cualidad más valiosa. También la que quizá lo condenase a muerte: si Érxan

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no podía fiarse de él, no quería tenerlo cerca. Laebius, por otra parte, se
mostraba suave como un guante, como si llevara toda la vida sirviendo a
Érxan.
Algo en su actitud le recordaba a Fasmar, su hermano, que seguía
reinando en su nombre muy muy lejos de allí. La comparación consiguió que
un escalofrío le recorriese la espalda.
Lasbos permanecía fuera, en las murallas, controlando el campamento
conjunto que se alzaba frente a ellas compuesto por puncos y Escudos
Negros. No necesitaba verlos de cerca para comprender por qué Laebius
estaba perdiendo la guerra: sus enemigos contaban con un ejército
disciplinado y bien entrenado. Se notaba en la forma del campamento, en la
marcha de las patrullas, la organización y funcionamiento que desde que salía
el sol se convertía en un inquietante espectáculo. Además, ya habían visto a
un punco de cerca: uno que apenas necesitó un breve encuentro para justificar
la inquietud que provocaba el clan en el entorno de Laebius.
Unos pasos a su espalda hicieron que se detuviera, pues la cadencia que
marcaban sus botas no pertenecía a su guardia.
—Señor, ha llegado un mensajero de los puncos.
—¿Barlohn?
—Eso parece.
Érxan se planteó durante un segundo si debía avisar a Laebius y los demás
antes de escuchar lo que tuviera que decirles, pero decidió pronto que no era
asunto suyo.
—Llévalo a la sala de guerra.
El soldado saludó antes de partir. Érxan miró a uno de sus guardias, que
no necesitaba que hablara para comprender lo que solicitaba. Giró sobre sus
talones y se marchó por la misma puerta por la que acababa de salir el
mensajero. Cuando llegó a la sala de guerra, de nuevo lo invadió esa
solemnidad que tanto le embriagaba. ¿Y si se quedaba allí durante un tiempo
cuando acabaran con la amenaza que se cernía sobre la ciudad? Después de
todo, en su nueva provincia quedaban mil historias que leer, paisajes que
visitar y gentes que encandilar.
Tomó asiento en el lugar hasta entonces reservado para Laebius; él ni
siquiera se presentaría a la reunión. Por la puerta apareció un guardia, pero no
era Barlohn quien lo acompañaba.
—La luz del palacio os sienta bien.
Érxan la miró de arriba abajo. Lhada, la emperatriz, era una criatura sin
duda hermosa y delicada en apariencia, pero la experiencia le demostró que

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como ocurría con los insectos y serpientes más venenosas, la belleza de una
mujer a menudo advierte que alberga cualidades peligrosas.
—¿A qué habéis venido?
Lhada no estaba acostumbrada a que le hablasen como a una plebeya;
Érxan no sabía tratar a una mujer de otro modo. Muchos dirían que tampoco a
los hombres.
La emperatriz se acercó a la mesa con la cadencia de un diente de león
mecido por el viento. Llevaba un vestido azul celeste, la melena cayendo
grácil sobre sus hombros; el cuello al descubierto mostrando una piel suave y
blanquecina como la primera nevada del invierno. Sus ojillos se movían
escurridizos como un ratón de una a otra esquina de la mesa estudiando la
forma de acercarse sin ser devorada a ese temible depredador que acababa de
doblegar a su esposo.
—¿Acaso no se trata con delicadeza a las mujeres de vuestra nación,
emperador?
Su voz era dulzona, embriagadora, pero no creía que quisiera seducirle.
Tenía la impresión de que buscaba acercarse a él, sí, aunque con una
intención que no lograba descifrar aún. Tal vez solo intentara acercar
posiciones entre su esposo y él. Las buenas esposas a menudo ejercían de
amarre entre dos barcos que la corriente pugnaba por separar, aunque en este
caso Érxan fuese tan grande como para arrastrar a cualquiera con él.
—Los que buscan esposa las cubren de flores y miel. Creo que ocurre y
ocurrirá siempre que haya hombres enamorados y mujeres hermosas.
—Y vos, ¿estáis enamorado?
Uno de los guardias se acercó un paso hacia ella, que captó el mensaje al
instante. Miró al emperador esperando que mediara entre ambos, pero Érxan
no dijo nada.
—El amor es una distracción que nunca he podido permitirme.
—Diría que el amor es la más bella de las distracciones.
—No estoy aquí por la belleza ni por las distracciones. Mi única
motivación es la grandeza y el deber. Nada más —su tono seco le impedía
acercarse tanto como la guardia de jade—. ¿Qué habéis venido a hacer aquí?
Su rostro no se agrió a pesar de la frialdad de Érxan. Laebius era capaz de
encandilar a cualquiera, y si él no lo había conseguido y al jovencísimo
emperador no le interesaban las mujeres más que la guerra, ella no tenía
forma de aprovechar la única habilidad que su esposo no poseía.
Lhada quiso contestar, pero esta vez fue Barlohn quién se presentó en el
marco de la puerta atrayendo por completo la atención del emperador.

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—¿Qué nuevas traes, Segundo Guerrero?
Barlohn entró en la sala mirando a la emperatriz como el tigre que
encuentra un ciervo atrapado en el barro. Era bajita, manejable y hermosa.
Justo como le gustaban. Tras la negrura de sus ojos se percibía el brillo de un
fuego que ardía como un volcán.
—Si sigues mirándome así, haré que te saquen los ojos.
Barlohn esbozó una sonrisa pícara que logró que a la emperatriz se le
acelerara el pulso. Era un soldado fuerte, con el torso marcado por la dura
vida de aquellos salvajes; las tiras de cuero en su brazo mandaban un mensaje
que ella no sabía interpretar. Pero lo que más le llamaba la atención era su
cara suave en la que nunca creció la frondosa barba típica de quienes quieren
aparentar madurez. Barlohn no la necesitaba.
El punco miró a sus guardias, los hermanos Gally, antes de morderse un
labio y responder.
—Tendréis que sacarme también la lengua, cortarme los dedos y borrar de
mi mente la suavidad de vuestra piel, la blancura que irradia vuestra belleza,
para conseguir que deje de desearos —Tummo Gally desenfundó su espada
dispuesto a terminar con su osadía, pero Barlohn no se inmutó.
—Sois muy zalamero para provenir de un clan que trata a las mujeres
como objetos.
Barlohn frunció el ceño.
—Debéis equivocaros de clan, mi señora, si pensáis que los puncos
hacemos tal cosa.
Su voz era dulce, sus gestos suaves y cálidos. Érxan, cuyo traductor
hablaba a su oído describiendo la conversación, los observaba como un
ornitólogo que presencia las sutilezas de una danza de cortejo.
—¿Acaso no las obligáis a parir un mínimo de diez veces?
—No las obligamos, lo hacen por voluntad propia.
—¿Y si no lo hacen? ¿Acaso permitís que vivan como una más? ¿No
dictan vuestras leyes que tengan tantos hijos como les sea posible para ser
respetadas?
—Diez veces debe parecer una exageración para alguien que no esté
acostumbrado a nuestras formas —concedió Barlohn, que veía la frustración
de Lhada proyectada contra él sin que necesariamente fuese el causante.
—Se nota que no habéis parido nunca. Solo un hombre obligaría a una
mujer a quedarse embarazada diez veces —ella también lo miró de arriba
abajo, pero en su gesto se reflejaba un profundo desprecio.

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—Deben jugarse la vida por nuestro clan diez veces. Eso es todo —
comenzó explicando él si variar un ápice la dulzura de su voz, como un padre
paciente que educa a sus hijos—. Nosotros nos enfrentamos a la muerte desde
la niñez, sin descanso, hasta que nos alcanza. Si hubiese arriesgado mi vida
solo diez veces, a los quince años ya gozaría del respeto que consiguen
nuestras mujeres con su décimo hijo —Lhada permaneció en silencio, los
labios apretados en una delgada línea—. En nuestro clan son las únicas que
no pasan hambre, ni frío, ni se las puede asesinar. Ni a ellas ni a los niños.
¿Nosotros? —se encogió de hombros—. Morimos a diario para protegerlas o
ganar nuestro derecho a yacer con ellas. Y a nadie le importa.
—Solo un salvaje ligaría la valía de una mujer a su capacidad de procrear
—sentenció escupiendo las palabras.
—Sí, somos unos salvajes —reconoció sonriendo con el mismo gesto
pícaro al que Lhada trataba de resistirse—. Pero decidme, emperatriz,
¿cuántos hijos habéis tenido vos?
Lhada sintió que la pregunta era demasiado para su orgullo.
—No perderé el tiempo hablando con alguien como tú —se despidió de
Érxan con una reverencia y se encaminó hacia la salida.
—Si en algún momento queréis tener alguno, no dudéis en reclamarme.
Estoy seguro de que es vuestro esposo y no vos quien no cumple con su
cometido.
Tummo Gally lo desafiaba con la mirada, erguido hacia él con la espada
en ristre, pero Lhada le ordenó que enfundara y lo siguiera ignorando las
palabras del Segundo Guerrero.
—Tú no vuelvas a mirarme así —sacó su puñal y lo hizo girar sobre la
palma de la mano antes de proseguir—, o te quitaré la posibilidad de
engendrar bastardos —y señaló con la punta de la navaja a su entrepierna.
Lhada y los hermanos Gally salieron de allí a toda prisa. Barlohn se giró
para mirar a Érxan, que permanecía oculto tras seis de sus guardias desde el
momento en que sacara el puñal. El punco volvió a enfundarlo, mostró las
manos vacías a los guardias y se acercó al emperador solo cuando este indicó
a sus hombres que se apartaran. Barlohn no tenía motivos para acabar con su
vida a menos que lo empujaran a una situación de la cual no pudiera escapar
de otro modo. Érxan conocía bien a los tipos como él, a esos que cuando se
ven entre la espada y la pared eligen siempre la espada.
—¿A qué habéis venido, Segundo Guerrero?
Érxan seguía embelesado por la danza que acababa de presenciar. Nunca
le interesó el sexo más allá que como mero trámite para crear herederos, pero

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espectar la conversación entre Lhada y Barlohn le ofreció una visión muy
diferente de lo que entendía sobre el tema. Él era un emperador; no tenía que
danzar. Si se ponía en pie, las pretendientas le caían del cielo buscando su
poder, su posición e influencia. Barlohn debía ser todo un conquistador en su
clan, pero allí donde no se apreciaban los dones que lo convertían en un
alguien atractivo entre los suyos, necesitaba demostrar su valía de otro modo.
El tono de su voz, los suaves gestos de su cuerpo al hablar, su mirada
penetrante que desnudaba en su imaginación a la emperatriz… Puede que
Érxan no dominara el arte de la seducción para conquistar a una mujer, pero sí
sabía seducir a sus adversarios políticos. Lo que acababa de presenciar no
difería en nada a lo que hacía él desde que comenzara a tratar con los
diferentes dignatarios que ahora componían su gran nación.
La única diferente residía en lo que pretendía conseguirse del encandilado.
—Ya estamos todos.
El emperador esperaba que elaborara el mensaje, pero Barlohn acababa de
agotar su galantería con la única persona que de veras le interesaba dentro de
aquella sala. Érxan nunca dejaba de preguntarse qué hacía la gente con el
tiempo que se ahorraba proporcionando detalles necesarios para comprender
lo que dicen. La pereza era una de las pocas cualidades capaces de
enfurecerlo de inmediato, y consideraba ahorrar palabras una de sus formas
más elevadas.
—¿Por qué no está aquí Lerac para jurarme su lealtad?
—Tendréis que preguntárselo a él cuando lo veáis —respondió con
indiferencia, como si no se encontrase frente al hombre más poderoso de
cuantos conociera.
El emperador se puso en pie para acercarse a él antes de proseguir.
—Tú no temes a nadie, ¿verdad? —había un deje de provocación en su
tono, como si esperase que Barlohn pronunciase las palabras que lo
convirtieran en un mártir para los suyos.
Él, sin embargo, parecía tan relajado como si tomase un baño caliente en
el mejor hostal de la ciudad.
—Solo temo a dos hombres, emperador, y ninguno de ellos está aquí en
este momento.
Le sostuvo la mirada, una mirada retadora que denotaba las buenas
intenciones de Barlohn. A veces resultaba difícil interpretar a los puncos con
esa actitud en apariencia indomable, chulesca e intimidante, pero en el poco
tiempo que llevaba en aquella tierra desconocida, Érxan había aprendido que
los puncos solo soportaban que los mirasen a los ojos quienes consideraban

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sus iguales. Ganarse el respeto de guerreros tan capaces se convertía en un
auténtico privilegio, pero Barlohn se equivocaba si pensaba que Érxan y él
eran iguales.
—No volverás a mirarme a los ojos.
Barlohn sonrió.
—Ya he dicho que no te tengo miedo.
—No necesito que me tengas miedo, Segundo Guerrero. Me basta con que
puedas sentir dolor, asustado o no. La próxima vez que sostengas mi mirada,
mi guardia de jade te apresará, te cubrirá de cadenas y te encerrará en un
agujero tan oscuro que creerás haber caído en el culo de un gigante, ¿me
oyes?
El rostro del punco se volvió pétreo. Llenó sus pulmones, miró a los
veinte guardias que los rodeaban y sopesó sus posibilidades. Incluso un león
rodeado por tantas hienas acabaría sucumbiendo a las mordeduras de criaturas
tan inferiores.
Barlohn bajó la mirada; Érxan sintió esa satisfacción parecida a un
orgasmo que experimentan aquellos acostumbrados a conseguir siempre lo
que quieren y que se vuelve más intensa cuando el rival parece imbatible.
Pero no lo demostró de ninguna forma y su vista siguió clavada en el rostro
del punco, que ahora miraba hacia algún punto indeterminado de su pecho.
—No lo olvidaré —aseguró pensando que, si lo encarcelaban, fracasaría
en la misión que Frunk le encomendó.
Y él sí le daba miedo.

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57. TODO LISTO

—Ya están aquí.


En la distancia, dibujados como una línea borrosa de hormigas bien
disciplinadas, distinguió la columna culpable de que no hubiesen alcanzado a
las tropas de Lerac. No le importaba: no existía un lugar en el cual esconderse
de los rinhenduris.
—Por fin —exclamó uno de los jinetes a lomos de su bestia.
Erol asintió. Llevaba sin sonreír, ni siquiera con la característica mueca de
los suyos, desde que le informaran de la muerte de Ghimmick. Sabía que
algunos de sus compañeros morirían, pero lo asumió antes de dejar la Espina.
Había asuntos más importantes que su muerte, la de Sthunk o la del mismo
Torek. Pero Ghimmick era diferente. De todos a cuantos esperaba perder, él
era uno de los últimos.
Los recién llegados se movían en parejas a paso rápido compartiendo una
carga sobre los hombros. Envuelto en una tela marrón que evitaba el lesivo
roce con la piel y atado en un compacto bloque, parecía que portasen troncos
recién cortados. Ahora que habían llegado, estaban listos para asaltar la
capital. El recuerdo de la primera baja importante para los rinhenduris
enturbiaba su ánimo como las nubes grises con los rayos del sol. Llovería
pronto, podía olerlo. La lluvia le gustaba desde siempre, pues sentía que
lavaba sus malos pensamientos arrastrándolos hacia la tierra, que se los
tragaba para expulsarlos más tarde en alguna otra parte en la que ya no le
afectasen.
Los záiselars se movían aletargados: no les gustaba el tiempo húmedo,
pero eran bestias resistentes capaces de soportar tanto aguaceros como el
calor más tórrido. Sus jinetes, por otra parte, se ajustaban en sus sillas
impacientes. Erol sabía que añoraban la guerra.
Siempre.
—Pongámonos en marcha —ordenó dando un palmotazo en la cabeza a
Khessyr, que se sacudió el golpe y comenzó a moverse.

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Tras ellos, los miles de rinhenduris que avanzaron renqueando por culpa
de los rezagados que llegaban directamente desde la Espina. ¿Se debería su
retraso a la acción de las velkra? Lo dudaba mucho, pues el mensaje enviado
al clan de su padre fue muy claro. El recuerdo de la cara de Sthunk antes de
que su cuerpo se separase en dos aún aparecía en su mente de vez en cuando.
La de su padre, desesperado, también. Entonces veía a Ghimmick y a
Nimotha, su záiselar, y esperaba que lloviese pronto para que el agua lo
ayudara a librarse de sus recuerdos.
Su frente se arrugó mientras miraba al horizonte. Casi podía vislumbrar
Úhleur Thum allí delante, en la distancia, preparándose para su caída. No se
cruzaron con ningún refugiado en los últimos dos días y sus guerreros
empezaban a tener hambre, pero el ánimo era bueno: estaban tranquilos,
confiados, siempre obedientes.
La lluvia rompió sobre sus cabezas convertida en aguacero. Ni siquiera
cayeron unas gotas de advertencia y Erol, con la cara empapada, sintió que el
gris del cielo deshaciéndose sobre su cuerpo se llevaba en su escurridizo
camino hacia la tierra lo que encogía su corazón. Sonrió como solo lo hacían
los de su especie y miró a los jinetes que componían la vanguardia, lo mejor
de entre todos los rinhenduris, para comprobar que seguían allí, a su lado.
Todos menos Ghimmick; todos menos el monstruoso rinhenduris que envió a
limpiar la Fortaleza Negra.
Había perdido a un compañero, sí, pero la campaña avanzaba según lo
previsto. Inspiró con profundidad, se sacudió el crecido pelo con una mano y
chasqueó la lengua. Khessyr apretó el paso. Ya no quedaban razones para
demorar el asedio a la capital de aquel imperio moribundo, roto y frágil que
pronto perdería su esencia para siempre. La sangre de sus habitantes se
llevaría hacia la tierra, como el agua de lluvia, lo mismo que los convirtió en
la superpotencia que sometió a todos los clanes que los rodeaban.
—Llegaremos en un par de días.
—¿Acaso has estado alguna vez en Úhleur Thum, Zúral?
—No —respondió este arrugando la barbilla—, pero te conozco lo
suficiente como para adivinarlo en tu rostro.
Erol miró por encima de su hombro, sonriendo con esa mueca de boca
demasiado larga que mostraba hasta el último de sus dientes.
—Tú no me conoces.
Sus jinetes también rieron. Uno de ellos abrió los brazos hacia el cielo
para dejar que la lluvia lo refrescase; su záiselar se relamía la cara para beber.
Zúral, contrariado, observaba la cara de Erol preguntándose si de veras tenía

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razón. Desde luego no se parecía en nada al muchacho inocente y noble que
conociera años atrás en la Fortaleza Negra.
Y pensando hasta qué punto había cometido un error dos años antes
cuando lo recibió en la Espina, puso en marcha a su propio lagarto para seguir
al que ahora lideraba a todos los rinhenduris.

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58. LA CABEZA DE NIMOTHA

—Es jodidamente enorme —dijo Assio, que alargó una mano para tocar las
escamas.
—Y es solo la cabeza —añadió Lerac, tan maravillado como su oficial—.
¿Cómo conseguisteis abatirlo?
Zelca parecía un niño que vuelve a casa para mostrarle a sus padres el
trabajo que lo mantuvo ocupado desde el principio de la semana.
—Tuvimos que inmovilizarlo primero y quitarle de encima a su jinete.
—No debió ser fácil —exclamó Frunk con el ceño fruncido y el rostro
serio.
—No, no lo fue. El hijo de puta mató a trece Escudos después de que
detuviéramos a su záiselar. Llevaba una lanza muy larga que giraba en
derredor como si no pesara. No sé de qué metal estará hecha, pero sus
estocadas atravesaban la coraza de los nuestros como si no las llevaran
puestas.
Barlohn y Frunk intercambiaron una mirada inquisitiva.
—¿Cómo lo inmovilizasteis?
—Con una trampa, mi general. Venían persiguiéndonos de cerca, matando
a las patrullas que se alejaban lo justo para saber dónde se encontraba el
enemigo. Los esperaban ocultos y saltaban sobre los jinetes a la velocidad del
rayo. No corren tanto como un caballo, pero si están lo suficientemente cerca,
los lagartos aceleran mucho más deprisa. Así es como los atrapaban.
—Eso no les servirá en campo abierto.
—No hay campo abierto en Úhleur Thum —dijo Barlohn.
Lerac asintió. Ya aclararon con anterioridad que la caballería sería
prácticamente inútil en la batalla que estaba por venir.
—Cuéntanos lo de la trampa —insistió Frunk.
Zelca sacó pecho y tomó aire antes de empezar.
—Lo metimos en el agua. Dejé un grupo de trescientos Escudos atrás para
retenerlos en una zona cercana a las montañas que rodean la Fortaleza Negra.
Hay una parte del camino que se estrecha pasando entre dos riscos, junto a un

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lago poco profundo que se ha encajonado ahí a medida que las paredes subían
a sus costados. Mis hombres los esperaban escondidos tras las rocas, sin
moverse más que para respirar. Uno de mis muchachos, de los sirromes,
sugirió que tal vez tuvieran buen olfato, así que la idea era que el viento no
nos delatara —todos escuchaban con paciencia; Lerac sabía que a Zelca no le
gustaba hablar de más, que todo lo que contaba era relevante para lograr su
gesta—. Cuando se acercó a la orilla para beber, dos Escudos hicieron de
cebo para atraerlo. Y funcionó.
Usó la pausa para observar los rostros de sus oyentes. Por un momento,
sintió que recuperaba el protagonismo del que algún día gozó antes de que
puncos, generales y emperadores lo convirtieran en una figura insignificante.
—Se lanzó contra los muchachos —torció la cabeza—, los mató a ambos
—suspiró apretando los labios—. Pero estamos en guerra, ¿no? Estas cosas
pasan. La cuestión es que quedó a medio camino en el callejón que
levantaban las rocas, con la pared a un lado y el lago al otro. Mis hombres
hicieron rodar rocas grandes desde la cima, pero también barriles de aceite y
brea que sacamos de la Fortaleza Negra para ayudar en el asedio a Úhleur
Thum.
—Bien pensado —concedió Assio consciente de que el fuego fue lo único
que evitó la masacre en el vado de Esla.
—Los barriles se convirtieron en astillas contra el suelo y un puñado de
arqueros fue suficiente para convertir el callejón en un infierno. Las rocas
cayendo amenazaban con aplastar al bicho —señaló la cabeza con un índice
—, y el fuego no mejoraba sus expectativas de supervivencia, así que se lanzó
al agua para escapar de las llamas.
—Y entonces tus hombres aparecieron desde la otra orilla —adivinó
Lerac.
—Así es. En un santiamén, el lago estaba bordeado por Escudos que se
movían para agolparse en mayor número allí por donde intentaban salir.
Estuvo casi una hora nadando en círculos pensando cómo escapar de esa
encrucijada.
—Parece que no adivinó la manera de conseguirlo —añadió Fez sacando
una carcajada de Zelca.
—Sí, cuando abandonó el agua estaba cansado y sangraba por una pata
aplastada por las rocas. No podía correr.
—No buscaban un plan para escapar; esperaban a que la pata se curase —
dijo Barlohn trayendo el silencio a la comitiva.

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—¿En una hora? —Lerac parecía sorprendido. Había visto a rinhenduris
levantarse minutos después de recibir un flechazo mortal en el pecho, pero no
contaba con que los lagartos gozaran de una capacidad de regeneración
similar.
El Segundo Guerrero se encogió de hombros.
—Supongo que depende del záiselar —señaló con la cabeza—. Este no
fue capaz de conseguirlo.
—Pues esa fue nuestra suerte —continuó Zelca—, porque si hubiera
podido correr dudo que consiguiéramos evitar su fuga. Cuando salió, lo
esperaban espadas, lanzas y maromas gruesas como para atar un barco —
devolvió la vista a la cabeza y apretó los labios—. E incluso así no fue fácil
acabar con ellos. El jinete llevaba seis flechas clavadas en el torso.
—¿Seis? —la cara de Assio era la viva imagen de la incredulidad.
—Seis —insistió Zelca—. Y para el momento en que salieron del agua, ya
eran nueve. Apenas podía lanzar estocadas porque las saetas le limitaban los
movimientos, pero incluso así mató a varios de mis hombres. Se sacaba las
flechas del pecho como si no fuesen más que espinas de una zarza. La sangre
le chorreaba como un torrente hasta la silla de montar —negó con la cabeza
recordando la gesta—. Era una bestia, una criatura casi inmortal —había un
deje de miedo en su voz—. Pero conseguimos tumbarlo. El lagarto chillaba
como un condenado porque nuestras armas, a diferencia de lo que ocurría con
el rinhenduris, no penetraban sus escamas. Son duras como la misma piedra.
—Pero has traído su cabeza —volvió a hablar Assio.
—Tuvimos que arrancarle las escamas para poder cortar la carne.
—¿Se las arrancasteis mientras aún seguía vivo? —era Lerac quien
hablaba esta vez.
—Por eso digo que chillaba como un condenado.
Los puncos no se inmutaron, pero a Lerac le disgustaba la idea de torturar
así a un animal tan fantástico. Sin embargo, estaban en guerra. Y la guerra
justifica la brutalidad absoluta si la meta es sobrevivir.
—¿Cómo las arrancasteis?
—Atándolas a un caballo y tirando de ellas. Es imposible separarlas con la
fuerza de un solo hombre, así que metíamos la cuerda entre los espacios que
se abrían cuando giraba la cabeza y tirábamos hasta sacarla —miró a Lerac y
señaló a la criatura—. No se parten, eso es seguro.
—¿Y el otro záiselar? —preguntó Fez.
—Cierto, dijiste que os perseguían dos.

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—Lo ignoro —confesó Zelca—. Queríamos acabar con ambos, pero este
estaba solo cuando lanzamos la emboscada.
Lerac no le dio más importancia y continuó maquinando el plan que los
ayudara a vencer a los jinetes.
—En Úhleur Thum no podremos detenernos para inmovilizar a cada uno
de los jinetes y acabar con sus lagartos —dijo Lerac, que después miró a
Barlohn y Frunk esperando que ellos aportaran información valiosa sobre sus
enemigos—. Si el fuego de esos artilugios que mencionaba el Segundo
Guerrero no es suficiente, es probable que no podamos frenar su avance.
—No os preocupéis por eso —comenzó diciendo Barlohn—. Nosotros
acabaremos con ellos.
—No dudo de vuestra capacidad, Segundo Guerrero, ni de la de ninguno
de vuestros soldados. Pero ¿cómo se supone que vais a hacerlo?
Barlohn desenfundó su puñal, lo hizo girar sobre la palma de la mano con
una maestría envidiable y lo agarró por la punta, se lo colocó por encima del
hombro y lo lanzó contra la cabeza. El cuchillo se hundió tres dedos en ella.
Zelca abrió tanto los ojos que por un momento pareció que las cejas le
llegarían al flequillo.
—Nosotros acabaremos con ellos —insistió antes de acercarse para
recoger su arma y volver a enfundarla.
Assio, con los labios enarcados mientras asentía en una mueca muy
característica en él, se acercó a Barlohn para preguntarle en un susurro, como
si pretendiera que nadie más lo oyese.
—Oye, Segundo Guerrero, ¿dónde puedo conseguir uno de esos? —
señaló el puñal.
Barlohn sonrió por primera vez desde que llegara al campamento. Tal vez
pudieran llevarse a Assio a sus tierras cuando acabara la guerra, como una
mascota. Como un trofeo de guerra.
Frunk soltó una carcajada; Lerac miraba el extremo puntiagudo de su
martillo, que se mecía por el movimiento del poderoso pecho del Primer
Guerrero: comparaba su color con el de la hoja de Barlohn. Los puncos
demostraron ser mucho más poderosos de lo que ninguno hubiera adivinado
jamás, de eso no cabía duda, pero su habilidad no era lo único que les
otorgaba ese poder. Aquellas armas antinaturales les otorgaban una ventaja
impensable para cualquier otro ejército.
Frunk miró entonces a Lerac y señaló a Assio antes de hablar. No pasó
por alto lo que el general observaba ni las dudas que le alimentarían la
imaginación en las próximas horas.

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—Si sobrevive, nos llevaremos al pequeñito con nosotros cuando
regresemos a casa —y volvió a reír a carcajadas.
Barlohn asintió al oír las palabras de su hermano, que reflejaban su propio
pensamiento. Assio miró a Lerac como un niño que pide permiso a sus padres
para pasar la noche en casa de un amigo. El general seguía demasiado
ocupado pensando en lo que acababa de presenciar como para distraerse con
nimiedades así. Sin embargo, por primera vez desde que comenzara la
invasión sintió que tal vez la victoria no fuese una quimera fuera de su
alcance.

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59. EL EJÉRCITO DE KÁLAHAR

Sentada frente a la hoguera, rememoraba en bucle el momento en que conoció


a Erol. Fue un día parecido a ese, más soleado, cuando le trajo por primera
vez una cesta repleta de comida que preparó esa misma mañana. Lo veía allí
mismo, sentado junto a ella, devorando como un animal salvaje cuanto caía a
su alcance. Debía encontrarse exhausto después de haber muerto.
Literalmente. No conseguía imaginarse la cantidad de sangre que tuvo que
reponer, de tejidos que cicatrizar hasta en su propio corazón.
Se acarició la barriga crecida como un globo a punto de estallar. Pronto lo
haría.
El calor que expulsaba la chimenea la reconfortaba como un bálsamo.
Aunque no hiciera frío. Como si el fuego le aportase el amor que le faltaba;
como si ese calor que nadie le transmitía en un abrazo sí pudiera sentirlo por
efecto de la combustión de las llamas. Aún no se creía cuánto amaba a Erol a
pesar de compartir con él tan poco tiempo.
Suspiró su tristeza sin dejar de acariciarse la tripa.
Su lugar estaba allí, con ella, volviendo del trabajo para traerle la luz y el
calor que la chimenea trataba en vano de proporcionarle. Debía ser el padre
que su hijo necesitaba, el hombre junto al que quería envejecer. Recordaba su
rostro descompuesto tras matar a su propio hermano, su odio ardiendo en las
pupilas cuando descubrió el pecado imperdonable que revelaba la barriga de
la única joven que amó. ¿Habría sido diferente si fuese ella misma, con el
vientre plano, quien corriese hacia él como lo hizo Sthunk? De haberlo
intentado, quizá en ese mismo instante se encontraría en las lindes de Trenulk
pudriéndose partida en dos mitades.
Volvió a suspirar, los ojos le lanzaban punzadas de advertencia; las
lágrimas se agolpaban preparándose para la fuga corriendo libres por el
camino que la gravedad dibujaba sobre sus mejillas. Pero las contuvo. Seguía
siendo fuerte, tenía que serlo.
Las patadas del bebé dibujaban ondas bajo la piel. Estaba sano, lo
presentía. Y era fuerte como un roble.

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Sonrió.
En algún momento debería revelar quién era el padre. La gente se lo
preguntaría: Torek insistiría. ¿Qué les diría entonces? Que no era de su
incumbencia. Aunque se atrevieran a tacharla de indigna. Su barriga y su vida
eran asunto suyo, y quien quisiera venir a contarle qué o cómo debería
comportarse con ambas, podía volverse directamente al infierno.
Esa mañana había revuelo en la ciudad. La noticia del intento de asesinato
de Torek recorrió las calles como el viento de invierno, tocando a cada
ciudadano sin excepción para empaparlo con una información que les caló
hasta los huesos. Los rinhenduris estaban allí, entre ellos, del mismo modo
que estuvo el propio hijo de Torek. Amaranth se sentía satisfecha, pues su
plan acabó dando resultado. No sabía si Derj era el único infiltrado, pero lo
dudaba de veras. Y ahora que los demás presenciaron su captura, resultaría
prácticamente imposible localizarlos.
La Gran Sala se llenaría esa mañana otra vez para debatir la propuesta de
Torek, que solo unas semanas después de escapar a las garras de la muerte ya
reunía las fuerzas necesarias para dictar su voluntad a la ciudad.
Frente a la escalinata de la Gran Sala, en el mismo lugar en que Krukshen
y Erol se conocieron, el veterano empujaba la silla de ruedas. Krukshen
caminaba renqueando como si sus calzones fueran de esparto, y a cada dos
pasos se le entrecerraban los ojos por el dolor.
Frenisek no tuvo piedad; Krukshen juró que nunca volvería a apostar en lo
que le quedaba de vida.
Karel, que no descansó ni un momento desde que el líder de las velkra fue
herido, se acercó para echarles una mano subiendo la escalinata. Fue él quien
asumió las funciones de defensa, como todos esperaban, controlando la
guardia que vigilaba las murallas y mandando patrullas que buscaran intrusos
en cuanto caía la noche. La amenaza de un nuevo intento de asesinato se
cernía sobre ellos desde que los shámaros se infiltraran en la ciudad dos años
antes, pero ahora que Torek estaba herido y que no consiguieron rematarlo de
milagro, los nervios de la guardia se mantenían a flor de piel.
Los nobles de la ciudad acudieron a la reunión temprano. La mayoría de
ellos, incluidos los que se opusieron a la medida la sesión anterior, lucían con
orgullo la venda que ocultaba el corte de su antebrazo como símbolo de su
pertenencia a las velkra.
Torek, al llegar al centro de la sala, se preguntaba observándolos cuántos
de ellos esconderían una herida de verdad bajo la venda. Cuántos habrían

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vuelto a cortarse esa misma mañana para disimular, como hizo Derj, su
verdadera naturaleza.
Ya no importaba. No después de lo que estaba a punto de decidirse.
Los asistentes ocuparon sus asientos y guardaron silencio tras una breve
charla con sus compañeros más allegados. Torek los observaba con aparente
calma, como si la noche anterior no hubieran tratado de eliminarlo. Sus
costillas seguían proporcionándole un dolor continuo que no podía permitirse
tratar si pretendía mantener su capacidad mental intacta. Aunque el dolor
amenazara con volverlo loco.
—Compañeros, os agradezco que hayáis acudido a pesar de avisaos con
tan poca antelación —ahora sí, el silencio era absoluto y las palabras de Torek
volvían a sus oídos por efecto del eco—. Como ya sabréis, anoche intentaron
asesinarme y solo estoy aquí, entre vosotros, porque Krukshen aguardó
agazapado a mi lado esperando que algo así ocurriera —observó los rostros
de los nobles, pero ninguno mostraba un gesto que levantara sospechas—.
Los rinhenduris están entre nosotros, conviviendo con las velkra como
nuestros vecinos, amigos… Como nuestros propios hijos —el muñón de su
brazo derecho le recordaba sin descanso el increíble poder de su enemigo—.
No conocemos mucho de su naturaleza ni de su sociedad a pesar de tenerlos a
las puertas de nuestra ciudad desde hace siglos. Son escurridizos, poderosos,
inteligentes e implacables. Eso es innegable.
Krukshen estudiaba la sala como si tuviera ojos en la nuca. No se le
escapaba un detalle. Miraba de un lado a otro esperando que cualquiera
saltara sobre ellos para cumplir con el objetivo que Derj, su antiguo camarada
Derj, no completó la noche anterior.
—Por eso no tiene sentido que sigamos aguardando aquí, encerrados tras
nuestras murallas, con la esperanza de que esta amenaza desaparezca sin más
—los nobles se miraban unos a otros de forma inquisitiva. La mayoría se
imaginaba lo que Torek quería proponer—. No lo hará. Por ello, es mi
voluntad que nuestro ejército forme al completo, con hasta el último de los
nuestros que tenga la capacidad de luchar, y parta de inmediato a la estela de
ese enemigo que marcha con el único fin de destruir a tantos de nuestra
especie como encuentren en su camino.
—Torek tiene razón. No importa si aguardamos aquí hasta el fin de los
tiempos, en algún momento los rinhenduris volverán y estaremos solos contra
ellos. Si queremos enfrentarlos, debemos unirnos a los clanes que habitan al
otro lado de Trenulk —convino uno de los nobles.

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—¿Y revelarnos como hombres a los que nos tienen por monstruos? ¿Qué
ocurrirá si por algún milagro conseguimos vencer a los rinhenduris junto a
ellos? ¿Acaso piensas que nos dejarán volver a Kálahar como si nada?
—Nos convertiremos en sus aliados relacionándonos con ellos como
iguales —respondió él mismo.
—¡Sueñas! —gritó otro—. Llevamos demasiados veranos masacrando a
sus hijos, a sus padres y hermanos, como para que nos consideren menos
salvajes que a los propios rinhenduris. En cuanto esta amenaza se disipe, si
conocen nuestra verdadera naturaleza, seremos los próximos en caer.
Un griterío de amenazas, advertencias y correcciones se alzó en la sala
como una tormenta de verano, repentina y violenta, que sacudió los cimientos
del edificio. Torek observaba en silencio negando con la cabeza. Si no eran
capaces de ponerse de acuerdo en un momento así, no lo harían nunca. Por
suerte, seguía vivo. Y mientras respirase, contaba con la influencia necesaria
para imponer su voluntad.
Por eso quisieron matarlo la noche anterior.
—¡Silencio! —su poderosa voz salió tronando de su pecho quebrado
como si no lo estuviera.
Los senadores recobraron la calma mirando al gigante herido que, como
un cocodrilo fuera del agua, aún contaba con unas poderosísimas fauces a
pesar de su torpeza.
—Esta amenaza no se disipará, compañeros. Si los rinhenduris ganan,
volverán a por nosotros y no podremos defendernos solos; si el imperio
consigue detenerlos de algún modo, se sentirán invencibles y vendrán a por la
última amenaza conocida que les queda.
—Nosotros —convino otro noble.
Torek asintió y un murmullo de voces dispares se alzó una vez más.
—No existen más opciones que unirnos al imperio para acabar con los
rinhenduris, y quien no quiera verlo, es un cobarde, un necio o uno de ellos.
Sabía que sus palabras levantarían ampollas, pero estaban en guerra, por
todos los demonios, y no existía ningún margen para delicadezas ni dudas.
—Estamos contigo, Torek.
—¡Habla por ti! —gruñó otro—. Mandarás al ejército a donde quieras
porque tienes el poder para hacerlo, Torek, pero este será tu último error.
Cuando salgamos de este valle y sepan que nuestra fuerza se basa en una
mentira, será nuestra destrucción.
Krukshen enarcó una ceja; Torek esbozó una media sonrisa. El pecho le
ardía, pero esta vez no se debía al dolor. Sentía que por fin, de una manera

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que no hubiera imaginado nunca, se acercaba el momento para el que se
preparó durante toda su vida.
—Solo alguien que no haya visto nunca al ejército de las velkra podría
afirmar que nuestra fuerza se basa en una mentira —entonces miró a Káler,
que no necesitaba oír más para saber lo que venía a continuación—. Convoca
a los hombres, amigo —Káler asintió—. Hasta el último de ellos.

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60. LA MISIÓN DE JUKKAH

La lluvia caía con intensidad dibujando una cortina traslúcida en el horizonte.


Por la tarde, el cielo pasó del gris a un azul intenso con tonos de morado allí
donde el agua de las nubes se concentraba con mayor espesor. Ahora se
encontraban en medio de la noche avanzando entre charcos y oscuridad.
Los truenos eran tan potentes que a cada estallido lograban estremecer los
órganos de cada ser viviente sobre la tierra. Era como si el mismo cielo se
confabulara con el deseo de los rinhenduris, como si su desgarrador grito
lanzara advertencias a la guarnición de Úhleur Thum, apostada en las
murallas a la espera de que los monstruos que arrasaron Mélmelgor repitieran
su gesta en la ciudad.
Los záiselars se movían como sombras bajo la lluvia, como rocas difusas
con piernas y zarpas que pronto escalarían las murallas de la ciudad que
albergaba las últimas esperanzas del reino de los hombres. Acercándose a la
vanguardia por un costado, como un intruso sigiloso y mortal, la silueta de un
hombre a lomos de un caballo. Una capucha le cubría el rostro, pero Erol
reconoció pronto su figura y sus intenciones.
Levantó una mano para detener la columna. Dos de sus jinetes se
acercaron al recién llegado. Los monstruosos lagartos siseaban al caballo.
Tenían hambre, y el animal podía sentirlo. Cabeceó un par de veces reacio a
acercarse más, se levantó sobre las patas traseras tratando de deshacerse de su
jinete para escapar de allí a toda velocidad, pero este sostuvo las riendas y
terminó reduciendo su voluntad.
—Has tardado mucho.
La voz de Erol le llegaba amortiguada por el aguacero.
—Pero las he traído —voceó.
Erol miró por encima de su cabeza. En efecto, dos caballos más lo seguían
a una distancia prudente que permitiese a las monturas mantener la calma. Si
él caía del caballo se daría un buen golpe, pero nada más. Para un bebé, sin
embargo, el accidente tal vez significara la muerte.

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Sus llantos se oían sin dificultad incluso por encima del siseo de los
záiselars, de las gotas estrellándose contra el metal que formaba las corazas a
los rinhenduris.
—¿Las?
Jukkah asintió satisfecho. Estaba nervioso, podía verlo a pesar de las
sombras que proyectaba la cortina de agua. ¿O interpretaba un nuevo papel?
—Tráelas —ordenó indicando con un gesto de la mano que sus soldados
abrieran paso.
Una de las siluetas desmontó para ayudar a la otra. Los llantos eran de
verdadera agonía. La pequeña debía estar helada, aterrada y muerta de
hambre. Su madre, por otra parte, avanzaba con una entereza envidiable
teniendo en cuenta su situación. Era lo que más le gustaba de una mujer, la
capacidad de enfrentarse a monstruos como ellos para defender a sus retoños.
¿Sería Amaranth una madre tan fiera? Erol no tardó mucho en
comprender que no, que ella lo sería incluso más.
Se descubrió el rostro cuando se acercó a solo unos pasos de él. Parecía
más mayor de lo que en principio imaginaba, pero mirando esos ojos llenos
de furia y firmeza comprendió por qué Lerac se enamoró de ella. Esa mujer le
infundía el coraje del que él mismo carecía. El pelo mojado se le pegaba a la
frente, igual que a Erol. Este se sacudió el agua de la cabeza alborotándose la
media melena que le había crecido desde que se marchara a la Espina.
De nuevo, los llantos del bebé oculto bajo las ropas de su madre.
—Así que tú eres Liria.
—Y tú el bastardo que ha masacrado Mélmelgor.
Erol frunció el ceño. Tenía coraje, pero ese mismo insulto que antes
habría pasado por alto adquiría un cariz muy distinto desde que comprendiera
lo que significaba para los rinhenduris. «Bastardo», repitió para sí con el
rostro convertido en piedra.
—¿Vas a matarnos también a nosotras?
—Enséñamela —pero la madre se negó a exponer a su bebé al aguacero.
Erol chasqueó la lengua y Khessyr, el monstruoso Khessyr, cuyo tamaño
destacaba como un faro entre los de su especie, torció la cabeza para mirarla
directamente a los ojos. Liria se estremeció. No distinguía las líneas de sus
escamas; tampoco el número de dientes que poblaban sus fauces, pero eso
solo lograba asustarla más. Aquella criatura no emergió de las pesadillas de su
marido como pensaba al principio. Era mucho peor. El záiselar movió una
pata delantera, después la otra, y giró hasta colocarse de frente a la mujer, que
temblaba por el frío y también por el miedo. Si gozaba de algún don, era el de

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juzgar el carácter de las personas. Sabía que podía impresionar a Lerac
cuando se vieron por primera vez, que conseguiría seducirlo y convencerlo
para que actuara hasta cierto punto siguiendo sus designios. En aquella
ocasión, cuando Lerac amenazó con matar a su pueblo si Rúeral y sus jinetes
no se entregaban, supo que quizá estuviera dispuesto a llegar tan lejos si lo
empujaban a ello, pero que la idea le desagradaba profundamente.
Erol era muy muy diferente. ¿De veras se trataba del chico que se crio con
su marido? ¿El mismo del que le habló en tantas ocasiones? Le parecía
imposible.
A él no le temblaría el pulso, no sentiría remordimientos ni le costaría una
mala noche de sueño acabar con quienquiera que le contrariase. Tanto si se
trataba de una persona como de una ciudad completa, y supo por primera vez
desde que llegó que exponer a su hija a la lluvia implicaba el menor de sus
problemas en presencia del caudillo.
Khessyr se acercó a ella con calma; Liria contuvo el impulso de apartarse.
Ghaasda, a su lado, la mantenía en su lugar con una mano firme posada en la
espalda. Un relámpago iluminó el paisaje a su alrededor como la visión
confusa y breve que caracteriza una premonición. Apenas se prolongó el
fragmento de un segundo, pero Liria se quedó sin respiración. Por un
momento dudó estar despierta, dudó incluso seguir viva, pues si existía un
lugar parecido al infierno estaría poblado por criaturas semejantes a esa. Las
caras de todo un ejército de hombres demasiado grandes para ser de carne y
hueso se centraban en ella, en silencio, como miles de marionetas
manipuladas por un solo par de manos. Las manos de Erol, que gracias al
relámpago pudo ver con claridad a lomos del monstruoso lagarto.
Khessyr tenía los ojos amarillos; las pupilas orientadas hacia ella. Erol,
agarrando las riendas con ambas manos, con una gigantesca espada a la
espalda y el cielo rompiéndose al fondo, se asemejaba más a un dios de la
destrucción que cualquier imagen, cuadro o estatua que jamás se hubiera
creado para representar tal deidad.
—Enséñamela —repitió sin un atisbo de paciencia en la voz.
Liria, sin dejar de mirarlo, aún incapaz de respirar, se abrió la capa que
protegía a su pequeña del aguacero. Desde donde Erol se encontraba era
imposible que viese sus rasgos, nada aparte de una bolita que lloraba y
pataleaba inquieta sin saber que nunca se encontró tan cerca de la muerte
como en ese momento. Ni siquiera cuando los shámaros la raptaron la primera
vez.

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Pero sin comprender cómo, supo que Erol sí conseguía ver con claridad.
A pesar de la oscuridad, a pesar del aguacero. La miraba directamente a la
cara.
—Llévatela, Zúral, y procura que no se congelen.
Este avanzó hacia ella a lomos de su propio animal, se colocó a su lado y
alargó una mano. Liria dudó, pero sus dudas se disiparon cuando volvió a
observar el rostro de Erol. La aterrorizaba, así que cogió la mano de Zúral y
este la subió a su záiselar como si no pesara más que el bebé que llevaba entre
los brazos. Erol tiró de las riendas para volver a colocarse de cara a la capital
cuando Jukkah se atrevió a hablar.
—Erol, he cumplido con mi parte del trato. Incluso hemos traído a su
madre.
El líder de los rinhenduris, ya de espaldas a él, asintió en un gesto
imperceptible por culpa de la oscuridad.
—Has tardado ocho días —el shámaro asintió—, y te los devuelvo con
ocho trozos menos —indicó a uno de sus subordinados que trajeran a Hyuen y
Verfia, que a lomos de sus respectivos caballos, con la piel tan pálida como
un fantasma y las manos y pies vendados, se acercaron para salir de ese
infierno—. Podéis marchar sabiendo que ahora estamos en paz, aunque dudo
que estos dos puedan seguir trabajando en vuestra organización.
Ghaasda, habituada durante décadas a la crueldad de su oficio, a las
torturas y palizas, no necesitaba los detalles para comprender que mutilaron a
sus compañeros cada día que Jukkah necesitó para cumplir su parte del
contrato. Verfia lloraba y sus lágrimas caían con tanta fuerza como las gotas
del cielo; Hyuen mostraba una mano intacta con la que transmitía las órdenes
a su caballo. El rostro serio, los ojos muertos. Quizá tuvieran fiebre y las
heridas infectadas. Con suerte solo habrían perdido ocho dedos. Muchos
soldados cambiarían con gusto sus lesiones por ocho dedos amputados de
forma limpia.
Jukkah y Ghaasda se acercaron a sus colegas para comprobar su estado.
Poseían un refugio a menos de un día de camino, allí podrían descansar,
curarlos y tal vez incluso conseguir que recobraran las ganas de vivir tanto
como su propia salud. Ghaasda, que se acababa de encontrarse con un záiselar
por primera vez en su vida, contuvo con admirable entereza la emoción que le
produjo escapar indemne de un enemigo tan peligroso.
Y retomando la marcha hacia el objetivo de toda la expedición, entre
truenos y relámpagos que anunciaban su llegada como la orquesta del

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apocalipsis, se alejaron de los shámaros llevando consigo el primer botín
importante de la campaña.

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61. LOS DOCE

—¿Quiénes son los Doce?


Fez, que disfrutaba contando historias tanto como combatiendo, inspiró
sintiendo que llegaba su momento.
—Los rinhenduris más fuertes que han existido jamás, una guardia de
élite que protegía al caudillo que acabó con la Fortaleza Negra —su voz salía
de su garganta con la solemnidad de un novelista.
—Eso ocurrió hace mil años —intervino Assio.
—Sí, pero eso no significa que no sigan vivos.
Lerac se inquietaba cada vez que sus volátiles aliados compartían
información sobre los rinhenduris. ¿Cómo podían conocer tantos detalles
acerca de ellos? ¿Qué relación mantenían puncos y rinhenduris? A pesar de su
facilidad para relatarles historias fantásticas sobre sus enemigos, dudaba que
confesaran toda la verdad respecto a las fuentes de las que provenía su
información.
—¿Acaso viven eternamente?
—No sé si eternamente, pero mil años… —asintió arrugando la barbilla
—. Ya ha ocurrido antes.
—Aunque lo que dices fuese verdad… —dijo Lerac.
—Lo es —a Fez le molestaba sobremanera que dudaran de su palabra.
Lerac tomó nota.
—En ese caso, ¿significa su regreso que siguen sirviendo al mismo líder?
¿A su linaje tal vez?
—Más bien lo segundo. Sabemos más sobre los rinhenduris que vosotros,
aunque eso no implique que conozcamos demasiado. Si el jinete que abatió
Zelca es uno de los Doce, tened por seguro que la tarea que tenemos por
delante se complicará incluso más.
—Cómo no…
Assio, que todavía no se había enfrentado a los záiselars, no quería ni
imaginarse de lo que serían capaces los doce jinetes mejor entrenados de entre
todos ellos.

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—Solo nos faltaba que el único záiselar que hemos matado sea el de uno
de los mejores amigos de Erol —dijo Assio.
—No mostrarán más piedad mates a sus amigos o no —aseguró Barlohn
llegando a escena—. Serán implacables, no lo dudéis ni por un momento.
Y de alguna manera, sin conocer toda la historia sobre los Doce que
esperaban que Fez les relatara en profundidad, sintieron que la gesta de Zelca
no mejoraba un ápice sus posibilidades.

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62. LA LLEGADA

Faltaba poco para el amanecer.


Los soldados de Laebius y Érxan en conjunto ultimaban los detalles de los
últimos sifones de fuego que coronaban las murallas. Úhleur Thum contaba
con una inusual cantidad de torres intercaladas con la muralla como las
puntadas que dan seguridad a las diferentes piezas que componen una tela.
Sobre ellas, un puñado de arqueros en apariencia insuficientes para marcar
alguna diferencia. Apenas quedaba espacio para ellos tras instalar las
plataformas pivotantes de las máquinas. Fue por esa razón que Jagger acordó
con el Señor del Este apostarlos al pie de las murallas, en el interior,
preparados para lanzar sus andanadas por encima del muro. Así caerían sobre
los asaltantes como una lluvia continua que, si no lograba matarlos, al menos
los ralentizara lo suficiente para que el fuego rematara su trabajo.
Los ciudadanos fueron informados de lo que estaba por venir, y
cualquiera que fuese capaz de alzar un arma defendería las calles con su vida.
Muchos de los inmigrantes colaboraron de buena gana conscientes de lo que
la caída de la ciudad significaría el posterior exterminio de sus familias.
Otros, sin embargo, continuaron su marcha a toda prisa en dirección a la
cordillera de Lében y las tierras del norte.
Lhada se opuso en rotundo a que mujeres y niños formaran parte de la
defensa, pero Barlohn consiguió convencerla con un simple argumento: «Si
son capaces de superarnos, los pasarán a cuchillo igualmente». No era su
forma de pensar lo que consiguió enturbiar su ánimo, sino la frialdad con la
que sugirió que la masacre era inevitable. Combatieran o no.
Jagger montaba guardia con sus hombres sobre las puertas encaraban el
campamento de puncos y rebeldes. Él nunca fue un noble de espíritu, uno de
esos que se sienten por encima de los demás únicamente por ser el hijo de.
Por el contrario, sentía que su posición como líder exigía de él más que de sus
propios vasallos: si su cometido era el de dirigir e inspirar, debía también ser
más fuerte y capaz que quienes lo servían. Por eso soportaba el aguacero con

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espíritu de hierro. Por eso y porque le gustaba la sensación que le producía el
peligro, el hecho de verse expuesto constantemente a sus límites.
Frente a la ciudad, a una distancia poco más allá del rango de sus
arqueros, las tiendas de puncos y rebeldes se diferenciaban sin ninguna
dificultad en cuanto el horizonte comenzaba a clarear. Adoraba ese momento
del día en el que todos duermen salvo los soldados. El frío que erizaba la piel,
el aire que rejuvenecía sus pulmones y aguzaba sus sentidos. A veces sentía
una atracción irracional por la vida de los puncos, salvajes e indómitos como
él mismo a pesar de desfilar a las órdenes de Laebius y montar guardia con
sus abanderados.
Miró hacia el cielo, que seguía negro como la noche que empezaba a
desvanecerse. Ya no llovía con tanta intensidad. De todos modos, los mojaba
una llovizna insuficiente para desmejorar la visibilidad pero sí para evitar que
la tierra absorbiera los charcos que se formaron durante las horas previas.
Las levas de Érxan se distinguían sin esfuerzo junto las demás. Sus
soldados casi parecían adolescentes tempranos que no terminaron de
desarrollarse por completo. Incluso bajo sus corazas, hombreras y yelmos,
pocos eran más corpulentos que los habitantes de la capital. Y eso que su
tamaño languidecía comparado con los integrantes de algunos clanes. Sin
embargo, ese mismo ejército había conquistado el mundo y atravesado un
desierto para llegar hasta allí, hasta esa región tan pequeña que no suponía
más que una provincia comparada con el tamaño de su imperio.
Esperaba mucho de ellos. A pesar de su apariencia. Si Érxan de veras
logró doblegar el mundo acompañado por ellos, su valía superaría con creces
a las propias levas de Jagger y, por supuesto, las de la capital.
El continuo martilleo le machacaba los tímpanos como el mortero unos
granos de cereal. Los sentía del mismo modo, convirtiéndose en polvo que
pronto se desvanecería con el aire que le mecía el cabello. Admiraba de los
herreros, su capacidad para soportar un tintineo infinito tan distinto al
entrechocar de espadas, que le sonaba como un bálsamo familiar que
terminaba transportándolo a una niñez en la que todo parecía más sencillo.
También menos excitante.
Los soldaditos de Érxan trabajaban a una velocidad que hizo pensar a
Jagger que por eso no crecían más. Terminaron de montar las máquinas en un
tiempo récord. No había una en cada torre como su nuevo emperador pidió,
pero si los rinhenduris les daban un par de días más, las habría. Era el
suministro de combustible lo que les preocupaba. La mezcla, hecha con una
receta que solo los extranjeros conocían, estaba compuesta en parte por aceite

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y azufre. El resto lo guardaban como un secreto celosamente protegido por los
ingenieros del emperador. La suerte para los defensores fue que Zelca tuvo la
genial idea de traer consigo barriles de brea desde la Fortaleza Negra. Puede
que no sirviera para alimentar los sifones, pero sí servirían como proyectiles
incendiarios que lanzaran las catapultas.
Además, Eldian Borroll, que por supuesto se negó a participar de forma
activa en la batalla, aportó al menos una genial ocurrencia que quizá se
mostrase efectiva en la batalla. Mediante el uso del combustible que usaban
los sifones, ideó una serie de proyectiles incendiarios portátiles que arrojarían
a las calles una vez los rinhenduris las invadieran. Si funcionaba como en los
ensayos previos, cualquier persona con un solo brazo podría arrojarlo una vez
se prendiera la mecha de trapo que los coronaba. El recipiente que guardaba
la mezcla, hecho de arcilla fina, sencillamente explotaba en mil pedazos
cuando se estrellaba contra el suelo y la mecha prendía su contenido.
Ni siquiera Jagger se opuso al invento de Eldian, que bautizó como
«granada». Mientras funcionase, le bastaba.
Pero había más acero, madera y herramientas que azufre, así que la
producción de máquinas fue mucho más rápida que la de la sustancia que
alimentaba su capacidad de escupir torrentes de fuego. Por ende, el número de
granadas disponibles ni se acercaba a lo recomendable.
Las tórtolas más madrugadoras ya cantaban, arrebujadas en los huecos de
los tejados, preparándose para un nuevo día. Los problemas de los hombres
no les incumbían, igual que a estos no les importaba que una nueva pareja de
halcones anidara en la ciudad.
Desde la cima de los muros se distinguía con facilidad cómo el
campamento cobraba vida poco a poco, como un oso que despierta con la
llegada de la primavera. Los puncos salían de sus tiendas para formar, aunque
se decía que no necesitaban recuento al comenzar la jornada, pues entre ellos
no existían los desertores. Si algún hombre enfermaba, sus compañeros
informaban a los barbas. Nada más. Aunque para que esos animales
decidieran que no se encontraban en condiciones de formar, debía faltarles al
menos un pulmón y las dos piernas.
A ras de suelo, entre las tiendas que componían la ciudad temporal que
levantaron los rebeldes, los Escudos Negros seguían descansando tras las
largas jornadas que los trajeron hasta allí. Los hombres de Kraen apenas
conservaban fuerzas para moverse, y la sola idea de volver a marchar a paso
ligero provocaría que un buen número desertara o plantease un motín. La
cantidad de valor es irrelevante: el cansancio siempre acaba por doblegar al

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cuerpo. Y como el paso del tiempo, su amenaza es constante, implacable y
segura. Después de una derrota, el cansancio era el mayor enemigo de la
moral. Lerac lo sabía, por eso atrasó el recuento de la mañana dos horas. Él
mismo se encontraba agotado, pero no podía permitirse ni un minuto de
descanso extra. Laebius estaba allí, a unos pasos de distancia, tras dos años de
una guerra brutal en la que sin encontrarse nunca en el campo de batalla,
habían enfrentado sus fuerzas en múltiples ocasiones.
Pero él no era quien más le preocupaba. Sí, necesitaban entrar para contar
con alguna oportunidad contra los rinhenduris, pero lo necesitaban los dos.
Laebius ya estaba postrado sobre sus rodillas pidiendo auxilio para defender a
sus ciudadanos: los únicos civiles que le importaron alguna vez. Érxan, por
otra parte, le inquietaba.
La noche anterior Barlohn le dio los detalles que aprendió sobre él en los
escasos dos encuentros que mantuvieron. Era joven, prácticamente tanto
como el propio Lerac, pero a diferencia de este, Érxan era un gran
conquistador con más experiencia en combate que todos los demás reunidos
en la corte juntos. A excepción de los puncos, tal vez, que a pesar de conocer
a la perfección el arte del combate cuerpo a cuerpo también ignoraban por
completo cuanto rodease un asedio. Ahí era precisamente donde Érxan
marcaba la diferencia.
Lerac tenía que impresionarlo, que seducirlo y convencerlo de que
merecía la pena, de que su causa era justa y, sobre todo, que nada importaba
más que detener a los rinhenduris. Por un momento pensó que si ganaban,
Érxan le obligaría a doblar la rodilla. Quizá incluso le cortara la cabeza para
acabar de una vez por todas con la rebelión y devolver el orden a su recién
adquirida provincia. Sin embargo, esperaba despertar su simpatía si no podía
ganarse su afecto, y esperaba que Laebius quedase en segundo plano. Desde
que apareciera Erol con su ejército, su visión sobre la guerra había cambiado
de forma drástica. Ya no le importaban la gloria ni el poder: solo quería que
aquel infierno acabase para marcharse a casa con su mujer y su hija.
Suspiró pensando en ellas. Debía ser fuerte, aguantar un poco más. Su
único consuelo residía en que al menos su hija se encontraba lejos del
escenario de la batalla y que, tanto si ganaban como si no, Áramer las cuidaría
manteniéndolas alejadas de los rinhenduris.
Elabo entró en la tienda.
—¿Qué ocurre?
—Es un mensaje de Frunk Cabezamartillo, señor. Quiere que metamos al
ejército en la ciudad de inmediato.

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Lerac torció la cabeza. Aún no había ultimado los detalles de su
conversación con Érxan, de sus alegatos contra Laebius y sus condiciones
para cuando la guerra contra los rinhenduris terminase. ¿Por qué tanta prisa?
Elabo pareció leer la duda en su mirada. Se movía inquieto, nervioso.
—Están llegando, señor.
Lerac no necesitó más para comprenderlo.
—¿A qué distancia se encuentran?
Elabo, tomando una bocanada de aire, señaló hacia el exterior. Lerac
comprendió al instante lo que su indicación significaba y abandonó la tienda
de inmediato. No le dio tiempo a ponerse la armadura, ni a colgarse el cinto ni
tampoco a adecentarse. Una vez fuera, bajo la llovizna que le mojaba la cara,
comprendió que se les echaban encima más deprisa de lo que anticiparan. En
el horizonte, a una distancia que facilitaba confundir la visión con un
espejismo, la mancha difusa que formaban los rinhenduris en su inexorable
camino hacia la venganza de su caudillo.
—Tenemos que avisar a todo el mundo ahora mismo, ¡díselo a tus
hombres!
Se acabó el descanso para los Escudos. Elabo aseguró que los puncos, por
otro lado, recogían su equipo a una velocidad endiablada. Entonces se dio la
vuelta y ordenó a seis bribones que buscaran a los oficiales para ponerlos en
planta. Los bribones montaron a caballo y salieron disparados entre telas,
lluvia y rostros somnolientos. ¿Cómo habían llegado tan rápido? ¿Por qué
modificaron hasta ese punto su marcha?
Una gota gruesa como un dedal le bajó corriendo por la nariz
provocándole un cosquilleo incómodo. Lerac miró hacia el cielo, encapotado
hasta donde alcanzaba la vista. Se giró para mirar a su espalda; las nubes le
devolvían la mirada desde su trono azul y gris. Después buscó a los
rinhenduris otra vez, apenas visibles en la distancia. Recordó cómo ardía la
Canasta de Assio.
—Era esto lo que esperabas, ¿eh?
Habló para sí mismo, pero Deal estaba a su lado y escuchó sus palabras.
Aquel tipo se ganó su respeto en el mismo momento en que recibió un
flechazo frente a la empalizada de Estepa. Todos los que formaban bajo su
estandarte conocían la anécdota que le ganó la fama de héroe de Estepa. El
general aún lo veía corriendo entre maldiciones como un recluta novato que
cree que alcanzará la gloria en su primera batalla.
—Esta vez no podremos alimentar una hoguera que nos separe de ellos,
general.

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Lerac asintió estudiando las defensas de la capital por enésima vez. Sus
elevados muros de piedra parecían invitar a cualquier invasor a tratar de
superarlos.
—Tienes razón —concedió con calma, consciente de que él era el único
que no podía mostrarse débil—, pero tenemos eso —señaló los muros con la
cabeza. La figura basta de Fez apareció caminando deprisa hacia la tienda—.
Y tenemos a los puncos.
Deal centró su atención en él, se puso de cara al recién llegado y agarró la
empuñadura de su espada. Fez no le dio importancia, como si fuese un mastín
entre gatos.
—Nuestro ejército estará listo para la batalla en diez minutos. Frunk
quiere que entréis en la ciudad en cuanto sea posible. Cubriremos a tus
hombres hasta entonces.
Se dio la vuelta y se marchó sin esperar respuesta. Los puncos eran
arrogantes y despreciaban la autoridad que no viniese únicamente de sus
oficiales, pero había que concederles una competencia y determinación
envidiables.
—A sus órdenes, señor —bromeó Lerac sacando una sonrisa del rostro de
Deal, al que dio un palmotazo en el hombro que se hirió en Estepa—. Daos
prisa recogiendo, marchamos hacia el interior en media hora.
Y aprovechando que la lluvia le empapaba la cara, se la frotó con las
manos para acabar de llevarse con ella lo que quedaba de sus preocupaciones
mientras pensaba que, una vez más, se encontraba a las puertas de una de esas
jornadas que marcarían para siempre el resto de su vida.

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63. LOS SÚBDITOS DE EROL

Apenas pasaron unos minutos desde que la noticia llegara a las murallas
cuando Érxan apareció en escena. Venía rodeado por su guardia de jade,
como de costumbre, cabalgando a lomos de uno de sus diminutos caballos.
Entró a una de las dos torres que custodiaban la entrada y subió a una
velocidad endiablada para ver con sus propios ojos al enemigo del que tanto
le hablaban desde que llegara a esa tierra extraña. Jagger se sorprendió al
verlo allí tan pronto. Laebius debía seguir durmiendo y aunque no lo hiciera,
desayunaría antes de salir de palacio. ¿Para qué tanta prisa teniendo a Jagger
Nath organizando las defensas? Los rinhenduris ni siquiera atacaban aún.
El Señor del Este, apoyando las manos entre las almenas, miró hacia abajo
buscando a las fuerzas de Lerac, que ya caminaban a toda prisa hacia la
ciudad. Jagger lo miró de soslayo planteándose cuán grande sería su nombre
si avanzaba un solo paso, lo agarraba por los tobillos y lo catapultaba al vacío.
Debía haberlo pensado durante un segundo más de la cuenta, pues cuando
apartó los ojos de él, dos guardias de jade lo vigilaban dispuestos a intervenir.
Bajo el yelmo que les cubría la frente, la nariz y la boca, unos ojillos oscuros
lo miraban como diciendo: «Atrévete a intentarlo». Jagger devolvió la
atención a los rebeldes mientras Érxan, seguro entre su guardia, empezó a dar
órdenes.
—¡Abrid las puertas!
Jagger no lo entendió. Su intérprete no estaba con él, pero sí sus hombres,
que desde que asumieran el control de la ciudad habían hecho suyos todos los
turnos de vigilancia de las murallas. Los acompañaban algunos soldados de
Laebius, pero en un número tan inferior que apenas se distinguían entre el
verde de los extranjeros. Sus soldados obedecieron mucho antes de que los
primeros Escudos llegaran hasta las puertas. En la distancia, muy lejos
todavía como para distinguir a los záiselars de sus jinetes, la mancha difusa de
los rinhenduris se acercaba tan deprisa como una nueva tormenta.
—Asegúrate de traer todos los barriles de combustible.
—Los han subido antes de que llegarais, emperador.

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—¿Y las antorchas?
—Construimos la base para levantar un techado sobre las máquinas que
evite que se mojen —señaló hacia la más cercana en el momento en que una
tela se alzaba confirmando sus palabras.
—¿Los arqueros?
—Están informados, emperador, y llegarán en cualquier momento.
Érxan asintió con firmeza una sola vez. ¿Cómo podía perder con hombres
así a su lado? El corazón le latía a una velocidad endiablada, como si quisiera
escapar de su pecho. Era el único que sonreía y Jagger sintió con claridad, por
primera vez en su vida, que había pecado contra Laebius. Como ese marido
que tras treinta años de matrimonio duda seguir enamorado de su esposa
porque conoce a una mujer que lo hace sentir un adolescente otra vez. El
nuevo emperador era un auténtico ejemplo de gallardía, disciplina, esfuerzo y
dedicación. Y Jagger adoraba esas cualidades que Laebius, todavía en palacio,
parecía haber perdido largo tiempo atrás.
La cena con él y Lhada logró encandilarlo una vez más, acercarlo al
sentimiento de pertenencia que le llenaba el espíritu siempre que andaba cerca
de su líder. Pero ahora sentía más que nunca que ese amor, esa lealtad
incondicional, empezaba a flaquear por encima de sus propias expectativas.
Érxan seguía sonriendo, sus dedos tamborileaban sobre la piedra que
pronto se mancharía de sangre, humana o no. Su aspecto era radiante; se
encontraba en su hábitat natural, y el señor de la casa Nath, que hasta
entonces dudaba de que las hazañas de ese ejército extranjero fuesen poco
más que una exageración con el fin de ganarse su colaboración, empezó a
convencerse de su valía. Los soldaditos de verde no temblaban, no parecían
sentir nada salvo la necesidad inquebrantable de obedecer a su emperador.
Los arqueros llegaron poco después; los primeros Escudos ya desfilaban
por el pasillo que abrían las tropas de Érxan. No se conocían, nunca se vieron
de cerca, pero se convirtieron de inmediato en camaradas unidos por la
amenaza de un enemigo común.
Por fin distinguió la figura de Lerac entre los Escudos. Este levantó la
vista poco antes de cruzar el umbral que daba acceso a la ciudad que llevaba
dos años combatiendo para someter. No entraba como conquistador, pero no
solo no le importaba, sino que hasta cierto punto le transmitía una sensación
de plenitud. Ahora todos estaban del mismo lado, tanto imperiales como
rebeldes con los soldados que los clanes habían aportado a medida que
avanzaba la contienda. Después de todo, ese era el objetivo de la rebelión, el

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verdadero motivo que impulsó a Kraen cuando inició la revuelta: que todos se
unieran bajo una misma bandera.
Ahora solo necesitaban que la unión sobreviviera a los rinhenduris.
Las miradas de Lerac y Érxan se cruzaron; Lerac, desde el umbral, agachó
la cabeza en gesto de respeto. Era más joven de lo que esperaba, pero no tenía
dudas de que se trataba del hombre del que todo el mundo hablaba. En cuanto
estuvo en el interior, se apeó de su caballo y junto a Assio ascendió la
escalera que el propio emperador usó poco antes. Por el camino, los escasos
soldados de Laebius le dedicaban miradas de desdén, pero él las ignoró. Ya
verían si cuando acabase la batalla los pocos que conservaran la cabeza
seguían sin respetarlo.
Cuando alcanzó el adarve, Érxan lo esperaba entre su guardia. Era la
confirmación que necesitaba. Lerac agachó la cabeza y, para su propia
sorpresa, acabó arrodillándose frente al emperador, que pareció complacido
con su gesto. Aquel no era un pelele como Laebius, no se arrodillaría ante
cualquiera, pues llevaba dos años ganando la guerra contra todo un imperio.
Sus hombres provenían de dos partes tan distantes como él mismo: unos
mostrando diferentes tipos de escudo, espadas, yelmos y ropas; otros, de
negro impoluto, idénticos en su forma de caminar, con la disciplina como
seña de identidad.
Esos eran sus soldados, los demás solo se fueron congregando a su
alrededor a medida que ganaba fama tras cada victoria.
—¿Dónde están mis malditos traductores?
La pregunta era en realidad una orden que causó que uno de sus guardias
partiera como alma que lleva el diablo escaleras abajo. Quería hablar con él
más que con ningún otro, pues sentía que quizá hubiera encontrado en ese
general, por fin, al candidato perfecto para reinar en su nueva provincia en
cuanto la pacificara. La idea de alejarse de Lasbos después de tantos años
para abandonarlo tan lejos de sí con la amenaza de una guerra contra su
propio hermano le cortaba la respiración. Así, a pesar de que Lhada le
resultara una esposa propicia para su mano derecha y la regencia una
recompensa adecuada a sus muchos años de servicio implacable, albergaba la
esperanza de que otro ocupara con las mismas garantías esa posición.
El emperador decidió no perder el tiempo y buscó informantes fiables que
le hablasen del tal Lerac desde el momento en que Eldian Borroll mencionó la
guerra civil. El chico era hijo de un general respetado que murió en la guerra,
y tuvo el valor y la entereza necesarias para hacerse con el control de sus
tropas justo después de su desgracia. Era muy joven, apenas rondaba los

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veinte años, y ya se mostraba capaz de poner en jaque a un emperador y de
asegurar la completa obediencia de los veteranos. Érxan pasó por una
situación muy parecida y comprendía lo difícil que resultaba su gesta.
Lerac empezó a hablar, pero fue el propio Jagger Nath quien le informó
que sus intentos eran fútiles.
—Os saludo con mi más profundo respeto, señor de Nath, y lamento la
pérdida de vuestro amigo Tibrith Bent.
—Si se os ocurre nombrarlo una vez más perderéis la lengua —en su tono
se escuchaba implícito un «aunque me cueste la vida»—. Sus asesinos son
quienes os acompañan, no necesito vuestra compasión.
Érxan no necesitaba entenderlos para comprender lo que ocurría: eran
enemigos que se sentaban a la misma mesa después de intentar matarse sin
descanso durante los últimos dos años. No esperaba que se llevaran bien de
buenas a primeras, pero sí que fuesen capaces de centrarse en la tarea que
tenían por delante. Era lo único que necesitaba.
—Todas las guerras tienen víctimas. Vos lo sabéis tan bien como yo —
recordó la última mirada de su padre antes de perecer frente a los jinetes de
Rúeral—, pero no tengo nada personal en vuestra contra. Mi hostilidad es
para Laebius.
—Os equivocáis entonces, jovencísimo general. Si tenéis algo contra mi
emperador, lo tenéis contra mí.
—Me parece justo —admitió Lerac revelando respeto a una afirmación
como la de Jagger—, pero espero que dejemos nuestras diferencias aparcadas
al menos hasta que acabemos con los rinhenduris. ¿Creéis que podremos
llegar a eso?
Érxan seguía observando en silencio. El traductor llegó a tiempo para
reproducir las palabras de ambos desde la intervención de Jagger. Hablaba
con el aliento entrecortado, pues lo trajeron prácticamente a rastras hasta su
presencia. Jagger no respondió, en su indiferencia mostraba su acuerdo.
—Acompañadme —pidió el traductor pillando por sorpresa a Lerac.
Érxan le hizo un gesto con la mano y obedeció.
Jagger los vio alejarse para conspirar contra él y Laebius. Se sentía la fea
del grupo, la marginada, la que es expulsada de su posición privilegiada por
culpa de una recién llegada. Apoyó un codo en las almenas mientras miraba a
los rebeldes. ¿En qué momento se había convertido en un envidioso? ¡Él, por
todos los demonios! No estaba acostumbrado a desear la fortuna de otros, sino
a despertar en ellos el deseo de alcanzar una pizca de su propia grandeza. Los

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odiaba. A ambos. Y se odiaba a sí mismo por sentirse como una adolescente
rechazada por su primer amor.
Ya no quedaba ni rastro del campamento punco, pero estos seguían en su
posición formados y listos para la batalla. ¿Qué pretendían esos imbéciles?
¿Acaso aguardaban a los rinhenduris para enfrentarse a ellos sin más apoyo?
Si era así, Jagger disfrutaría del espectáculo como una doncella en el teatro.
Aunque la masacre de los puncos supusiera su propio final. Moriría feliz en
ese caso. De nuevo, para su propia decepción, esa sensación de envidia que
amenazaba con convertirse en una de sus nuevas características. «Qué
extraordinaria forma de morir», pensaba observando a los salvajes que
acabaron con la vida de Tibrith Bent.
—Tus hombres defenderán el interior de la ciudad, ¿verdad?
—Mis Escudos Negros lo harán, emperador, si estáis de acuerdo con el
plan de los puncos.
Lerac no creyó necesario puntualizar quiénes eran sus Escudos Negros.
Había visto la forma en que Érxan los observaba desfilar y su atuendo era
suficiente para confirmar por qué respondían a ese nombre.
—Los demás en la muralla, ¿verdad?
Lerac se planteó por un momento si la pregunta al final de cada frase era
una manía del traductor o del propio emperador. Esperaba que del primero,
pues le molestaba más de lo que podía entender.
—Verdad.
Y cuando el traductor repitió la respuesta, supo que acababa de aprender
su primera palabra en aquel idioma. Ahora podría adivinar de quién era la
coletilla. Había algo en el emperador que resultaba atractivo, una especie de
energía que concentraba la voluntad de sus allegados a su alrededor y la
sometía sin que estos se dieran cuenta. No tenía ni idea de cómo se sentiría
Jagger en su presencia, pero era él quien debía encandilar al nuevo gobernante
y no al revés. Quizá, como ocurría con todos los soldados, acababa de
encontrar a un oponente más fuerte en ese campo al menos.
Érxan le recordaba a Liria el día que se conocieron: se sentía inexperto y
maleable en su presencia. Tal vez lo fuera en ambas ocasiones aunque ya
hubiese superado a Liria. Ahora la duda por saber si ocurriría lo mismo
cuando Érxan y él se encontraran dentro de dos o tres años conseguía ponerlo
de buen humor. Era la única forma en que una persona confirmaba si de veras
crecía o no: comparándose con quienes en algún momento los hicieron sentir
insignificantes.
—¿Y los puncos?

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Lerac torció la cabeza y enarcó las cejas antes de responder.
—Son indomables, eso no se puede negar —ambos los observaron desde
las alturas—. Creo que definitivamente no es culpa de Laebius que se
mantuvieran fuera del imperio. Yo tampoco podría doblegarlos —confesó
despertando más simpatía por parte de Érxan—. Es difícil saber cómo
actuarán, aunque las opciones parezcan tan limitadas como esta mañana.
Los rinhenduris se acercaba a buen ritmo hasta que por fin las formas de
cada cuerpo individual comenzaron a recortarse entre la amalgama que
formaba el ejército. Los lagartos, antes indistinguibles, ahora adquirían la
consistencia de las pesadillas transportadas a la realidad.
—¿Es cierto que no se puede matar a los lagartos?
Lerac se sentía extraño hablando por medio de un traductor. Temía que el
tono de sus palabras, los sinónimos y nombres no fuesen del todo apropiados
para transmitir el mensaje exactamente como lo deseaba.
—Uno de mis oficiales ha matado uno.
Érxan se mostró sorprendido. No dijo nada, pero miró a Lerac esperando
que le contase más.
—Aquí no podremos matarlos del mismo modo —confesó.
El emperador no preguntó nada. No lo necesitaba. Le agradaba saber que
los rebeldes acabaron con uno, pero si no podían repetir la gesta por culpa de
las circunstancias, los detalles de la misma le resultaban indiferentes. ¿Para
qué?
—¿Cuándo vienen los puncos?
Lerac, con la llovizna cayéndole en los ojos por culpa del viento que
empezaba a azotarlos desde que saliera el sol, se preguntaba lo mismo desde
que abandonaran su campamento. Al principio pensaron que solo protegían la
retirada del ejército rebelde, pero a medida que pasaban los minutos
empezaba a plantearse cuál era su verdadero objetivo.
—No tengo ni idea.
En ese momento apareció Lasbos, que se mantuvo ocupado organizando
las divisiones de infantería sobre el muro y tres de las otras puertas que
quedaban en lo que aparentemente acabaría convirtiéndose en el sector que
abarcaría la batalla. El resto de la ciudad permanecería custodiado por una
guarnición meramente simbólica que debía garantizar que nadie atacara otras
puertas, pues no suponían un contingente suficiente para defenderlas de forma
efectiva. En cuanto se colocó junto al emperador y lo informó, este respondió
algo y Lasbos saludó a Lerac. Entonces lo comprendió: aquel no era otro
oficial más, era su «Assio», su mano derecha. El hombre que todo gobernante

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necesita para que sus ideas se conviertan en acciones y sus acciones den
resultado.
Lasbos miró a los puncos y los señaló diciendo algo que el traductor no se
molestó en interpretar. Los rinhenduris estaban muy cerca, pero desde allí no
se apreciaba equipo de asedio. Incluso a esa distancia resultaría sencillo ver
arietes, escalas o torres de asedio. No traían ninguna de ellas.
Nada.
Lerac miró a los lagartos del mismo modo que el emperador. Aquella
debía ser su maquinaria de asedio, sus arietes y escalas. ¿Verdad? El general
se mordió el labio inferior sin darse cuenta. Estaba nervioso. ¿Cómo iban a
matar a los záiselars si los puncos no se encontraban en la muralla? ¿Serían
suficiente un par de lagartos para controlar las puertas y romperlas o abrirlas
de alguna manera? ¿Podrían repeler sus ataques dependiendo únicamente de
las máquinas del emperador? ¿Escupirían fuego de verdad incluso bajo la
lluvia? ¿Resistirían las llamas los záiselars ahora que sus escamas estaban
empapadas?
Un sinfín de preguntas parecidas lo asaltaban como pronto los rinhenduris
asaltarían los muros. Pero Érxan, observando desde el adarve, parecía tan
tranquilo como una vaca en mitad de un prado. Lerac sonrió. No lo estaba. No
importaba que pareciese tranquilo. Su deber, como el de Lerac, le obligaba a
serenarse en presencia de sus hombres.
El general comprendió la importancia de mantener las apariencias desde
que se hiciera con el mando de las tropas rebeldes y sabía que Érxan, mucho
más experimentado que él, dominaría ese arte hasta un punto en que el propio
Lerac solo podía imaginar. Llevaba tanto tiempo liderando que terminó
olvidando lo que suponía servir a alguien más poderoso. Puede que sus
hombres supieran que en los albores de una nueva batalla a su propio general
lo invadía su misma inquietud, pero no importaba mientras fuese capaz de
ocultarlo y, del mismo modo, Lerac sintió que la actitud de su nuevo
emperador lo calmaba como un bálsamo, como la caricia de Liria o un
bostezo de su hija Elérea.
Las echaba de menos muchísimo, más que a nada. Y tal vez no volviera a
verlas nunca.
De repente, el adarve entero centró su atención en los puncos. El viento,
entre el tintineo de las gotas sobre el metal de quienes defendían el bando de
los humanos, trajo el rumor de un canto levantado al unísono por miles de
voces que formaban una única y monumental garganta.
Eran los puncos, y se preparaban para la batalla.

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Zelca, a ras de suelo, buscó con la mirada a su general. No lo encontró,
pero sabía que era lo suficientemente perspicaz para saber lo que ocurría. Él
mismo le contó poco después de su reencuentro cómo los puncos cantaban al
tiempo que masacraban a los hombres de Jagger Nath frente a las murallas de
Álea. ¿Acaso habían perdido la cabeza por completo? ¿De verdad pretendían
marchar solos contra los rinhenduris?
Lerac avanzó hasta colocarse entre los dientes de la muralla,
sobresaliendo de la misma como si pretendiera alcanzar a los contendientes
con una mano y traer bajo su regazo a sus aliados. Érxan no necesitaba hablar
con él para entender que algo iba mal, que los planes que acordaron entre las
partes aliadas no incluían que los puncos siguieran en tierra de nadie entre
aliados y monstruos.
Pero no dejaban de cantar.
Jagger, a poca distancia de ellos, sintió que la piel se le erizaba y
agradeció encontrarse cubierto por su flagrante armadura roja para que nadie
lo notara. Volvió a ver el rostro de Tibrith Bent; volvió al momento en que
comprendió que la guerra estaba perdida y que nunca debieron confiar en los
puncos. Ahora, en ese mismo momento, sentía que se equivocaron con ellos
una vez más.
Los soldados de Érxan ocuparon su lugar en la muralla hasta formar
cuatro líneas paralelas en el adarve. Sus cintos guardaban extrañas espadas
curvas más anchas en la parte posterior que junto al mango. La forma debía
ayudarles a imprimir más fuerza en el golpe y viendo su estatura, no le
sorprendió que lo necesitaran. El general no era especialmente corpulento, por
lo que estaba acostumbrado a que la mayoría de sus rivales lo sobrepasaran en
ese aspecto. Sin embargo, muy pocos compatriotas de Érxan alcanzaban su
altura. Muy pocos salvo el propio Lasbos, que pasaría sin dificultad por uno
más de los habitantes de Úhleur Thum.
—¿Qué están haciendo? —inquirió Érxan.
Lerac, sin dudar de sus intenciones lo más mínimo, sí se planteó decir en
voz alta lo que pensaba.
—Creo que van a atacar por su cuenta.
Lasbos y él lo miraron incrédulos en cuanto el traductor hizo su trabajo.
Lerac negó con la cabeza.
—No tiene sentido, lo sé, pero los puncos son del todo impredecibles.
Mientras tanto, allí abajo, a unos cientos de metros de la muralla, a la
distancia exacta para que sus proyectiles no los diezmaran, el ejército punco
formado al completo y listo para la batalla cerraba filas frente a los

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rinhenduris. Frunk, con su maza al hombro en una figura tan característica en
él que podría usarse para acuñar monedas en su honor, parecía retar al líder de
los rinhenduris. La barbilla alta, el pecho henchido frente las huestes mejor
adiestradas de todos los clanes. Sus hermanos a cada uno de sus costados. Las
fauces de los gigantescos lagartos se abrían de cuando en cuando como si
amenazaran a sus contrincantes; como si el gesto pudiera compararse al de un
perro que muestra los dientes. Los puncos, sin embargo, aguardaban firmes
como estatuas.
Los jinetes de záiselar hablaban y reían a carcajadas escuchando los
cantos de los puncos como si la fiesta que pretendían montar no tuviese nada
que ver con ellos. Los rinhenduris eran los únicos que parecían por completo
indiferentes a la batalla que pronto daría comienzo. Su tranquilidad, a
diferencia de la que mostraban los líderes humanos, no guardaba ninguna
apariencia forzada. La lluvia se hizo más intensa y entre su neblina, Frunk
consiguió distinguir la figura de Erol. Tenía que ser él, montado a lomos de
una bestia roja gigantesca que hacía parecer pequeños a los de su especie.
Tras él, los demás jinetes; y tras ellos a su vez, la primera línea de rinhenduris
que se movían prácticamente desnudos. Eran la élite: los más aguerridos, los
de más edad y experiencia; los que contaban con la capacidad de regenerar
sus heridas a una velocidad imposible. Fueron esos mismos rinhenduris los
que sin ayuda de los demás consiguieron expulsar al ejército de Lerac del
vado.
Ahora estaban allí, y el muro que debían sobrepasar era mucho mucho
más alto. Incluso desde esa distancia no se veía ningún tipo de maquinaria de
asedio. Los puncos no tenían ni idea de cómo pretendían asaltar la ciudad, de
si aquellos rinhenduris destacados entre los suyos poseían además algún tipo
de cualidad que les permitiese acceder a la cima de las murallas sin necesidad
de atravesar las puertas.
Erol avanzó hacia ellos con calma. A su espalda, varios rinhenduris
pasaban por delante de la primera fila dejando en el suelo una serie de fardos
largos que al abrirse se revelaron como lanzas. Eran lanzas muy gruesas, con
la punta fabricada a partir de un metal que los puncos conocían a la
perfección. Había miles de ellas.
Frunk no le dio importancia; Barlohn al fin entendió cuál era su finalidad.
El caudillo detuvo a Khessyr a poca distancia de los puncos, que seguían
cantando sin descanso. Frunk miró a sus hermanos, listos para combatir a una
orden suya, y levantó su martillo para que todos lo viesen. Los cantos se
detuvieron y Frunk, avanzando lo suficiente para quedar a una distancia

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apreciable de los suyos, apoyó el mango de su arma en el suelo e hincó una
rodilla sin levantar la vista del mismo.
Su ejército entero, hasta el último de sus hombres, incluyendo a Fez y
Barlohn, lo imitaron.
—¿Están todos dentro? —inquirió Erol, que no parecía sorprendido en
absoluto.
—Todos, mi señor: los dos emperadores y el general rebelde —respondió
Frunk con la vista clavada en la tierra mojada—. Han instalado sobre las
torres unas máquinas que lanzan fuego —Erol frunció el ceño, extrañado—,
pero no las hemos visto en acción y no podemos conocer su eficacia. Lo que
sí sabemos es que los Escudos Negros tienen planeado defender el interior de
la ciudad mientras el resto protege las murallas. Cuando estos se vean
obligados a abandonar los muros, los Escudos cubrirán su retirada hasta el
palacio imperial, donde se librará la última batalla.
Frunk seguía sin mirarlo a la cara. No podía. Pero habían cumplido su
parte del trato y revelado a su verdadero líder la estrategia que usarían los
defensores para enfrentarse a los rinhenduris.
Erol parecía satisfecho con su respuesta. Todo estaba saliendo justo como
lo planeó. Incluso aunque en algún momento hubiese dudado de la lealtad de
los puncos. Pero estaban allí, de rodillas frente a él y sus hombres, sometidos
como solo su figura podía exigir. Desde su záiselar, el temible ejército punco
capaz de masacrar a cualquier enemigo siempre y cuando no los flanqueasen,
se postraba frente al poderoso señor de todos los rinhenduris.
Desde las murallas, el silencio absoluto primero; después, un clamor que
hacía temblar a los hombres como corderos en el matadero. No importaba la
altura de la cerca que hubiesen levantado alrededor del corral, pues ahora
todos se encontraban a merced de un enemigo demasiado numeroso para ser
repelido. Érxan, totalmente inmóvil mientras observaba a los temibles
lagartos, reales y mucho más grandes de lo que imaginaba, llegó a la
conclusión de que por primera vez en su vida había sido demasiado
ambicioso. Esta vez, el enemigo se salía de todos los patrones concebidos.
Y prometía ser implacable.
Erol levantó la vista hacia la ciudad. Vivió allí mucho tiempo, junto a
Kraen y Lerac, que lo mantuvieron engañado durante tantos años. Ahora,
después de cuanto había ocurrido hasta llegar a ese momento, al fin se
encontraba en el lugar indicado para cumplir con su misión. Recordó las
palabras de Zúral cuando se conocieron en la Fortaleza Negra, en aquel
momento en que le confesó que juntos devolverían el orden correcto al

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mundo. Había llegado el día que los situaba en los albores de ese nuevo
mundo.
El señor de todos los rinhenduris volvió a centrar la atención a sus nuevos
súbditos antes de hablar.
—Comencemos.
Los puncos se pusieron en pie y dieron media vuelta para encarar la
ciudad; los rinhenduris de la primera fila se agacharon para recoger las lanzas:
se quedaban dos y pasaban otras dos a la línea posterior, que repetía el
proceso hasta que las primeras cuatro líneas, compuestas por los soldados más
aguerridos y voluminosos, contaban con la misma cantidad de munición.
Los záiselars se dispersaron por el frente tras saludar a su comandante en
un gesto que en realidad pedía la confirmación para proceder según acordaron
durante la invasión. Erol, aún al frente del ejército, levantó una mano por
encima de su cabeza para que todos supieran que había llegado el momento.
Khessyr, con su cabeza girada para mirar con el ojo derecho a su jinete,
parecía tan impaciente por comenzar la batalla como el resto de sus efectivos.
Erol bajó la mano; el ejército encabezado por los jinetes de záiselar y
reforzado por las formaciones de puncos al fin quedó completo.
Y bajo las nubes que se concentraban sobre sus cabezas, con la promesa
de una tormenta de leyenda que prometía limpiar la sangre que a punto de
verterse, las fuerzas combinadas de rinhenduris y puncos se pusieron en
marcha hacia las murallas de Úhleur Thum dispuestos a acabar por siempre
con el corazón del imperio.

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64. LA BATALLA DE ÚLEUR THUM

La andanada de flechas que anunciaba el inicio de la batalla voló desde la


cima de la muralla con timidez. La primera línea de defensa estaba compuesta
por arqueros, pero el grueso de los suyos se encontraba a ras de suelo
esperando que los rinhenduris se acercaran lo suficiente para quedar a su
alcance. La actividad era frenética; los sifones de fuego llenaban sus buches
con el líquido que los convertía en artilugios de destrucción sin precedentes
en esas tierras. Los soldaditos de Érxan parecían cómodos entre las almenas,
en su propia salsa, como si hubieran nacido para batallas similares a esa. Las
fuerzas de Jagger mantenían el tipo, pero solo porque se movían, daban
órdenes, obedecían y se preparaban sin detenerse un segundo. De ese modo
no era tan evidente el terror que les hacía temblar.
Los civiles armados esperaban en las calles. El rumor de que los puncos
también marchaban en su contra logró que muchos de ellos se desbandasen
esperando recoger a sus familias para sacarlas de la ciudad por el otro costado
antes de que los asaltantes rebasaran las defensas. Los Escudos Negros,
inmóviles entre los edificios que usaban para proteger sus costados, cerraban
las vías que llevaban al centro de la ciudad.
Se suponía que los propios puncos les ayudarían en esa tarea, pero ahora
que su traición se hizo evidente, muchos tuvieron que partir a toda velocidad
para defender calles que antes quedaban fuera de sus competencias. Eso
redujo considerablemente la cantidad de Escudos en cada posición, pero no
tenían más remedio que adaptarse. Al menos hasta que sus superiores
contaran con el tiempo preciso para plantear otra estrategia defensiva.
Una nueva andanada salió disparada hacia los rinhenduris.
Ni Érxan, ni Lerac ni tampoco Jagger podían permitirse el lujo de
detenerse a pensar cómo suplir la falta de efectivos que implicaba no contar
con las fuerzas de los puncos.
Los salvajes, aquellos traidores que acababan de aliarse con el peor
enemigo de la humanidad, esperaban pacientes a que sus nuevos amigos
abrieran para ellos las puertas de Úhleur Thum. Seguían sin contar con equipo

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de asedio, por lo que no les quedaba más remedio que esperar a que los
rinhenduris hicieran su trabajo. Entonces se unirían a la batalla.
—Consígueme un mensajero y dile de inmediato que busque a Rúeral,
¿me oyes? —otra andanada. Assio tenía las venas del cuello hinchadas como
si se asfixiara: era la rabia que lo consumía—. Debería estar esperando cerca
de la puerta oeste de la ciudad a menos que también haya decidido
traicionarnos —en su voz se oía una súplica—. Si los rinhenduris consiguen
pasar nuestras defensas en los muros, quiero que ataque a esos hijos de puta
por la espalda —terminó señalando a los puncos.
Otra andanada. Esta vez, el capitán que dirigía a los arqueros lanzó una
orden desde las alturas y las unidades a ras de suelo se prepararon para tensar
sus arcos. ¿Se encontraban ya tan cerca? Assio salió disparado de la escena.
Encontraría al mensajero, le transmitiría las órdenes y después se marcharía al
otro lado de la torre para dirigir a los veteranos de Kraen situados allí. Lerac
observó a los rinhenduris acercarse a toda velocidad. Corrían como auténticos
diablos, como espíritus arrastrados hacia las profundidades del abismo,
cargando las lanzas que acababan de desempaquetar. Su longitud apenas
superaría el metro y medio, porque parecían diminutas en sus manos. Las
saetas llovían mezcladas con las gotas de lluvia que arrojaban las nubes, y por
el efecto que ejercían en los atacantes, parecían importunarles exactamente lo
mismo.
Apenas había bajas entre la élite de los rinhenduris, cuyos integrantes
seguían avanzando a pesar de las dos, tres y hasta cuatro flechas clavadas en
el torso. Los lagartos, esta vez sí, se separaron del resto del ejército
colocándose entre la vanguardia y el grueso del ejército. Eran enormes, fieros
como ninguna otra criatura, y parecían hambrientos. Solo cuando se
colocaron en esa posición lograron distinguir el brillo de sus protecciones.
Llevaban placas de metal cubriendo sus costados, la cabeza y el cuello, y lo
que parecía cota de malla bailando sobre sus patas a cada nuevo paso. ¿De
verdad lo necesitaban? ¿Acaso sus escamas no los protegían contra cualquier
filo salvo los que portaban los puncos?
No importaba, no implicaba ninguna diferencia para los defensores. La
única forma que tenían de detenerlos era mediante las máquinas de Érxan,
para las que las corazas no ofrecían protección. En el momento en que los
puncos cambiaron de bando en un movimiento que parecían natural a los
suyos, sus oportunidades de acabar con las záiselars se redujeron
prácticamente a cero.

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Otra andanada. Esta vez, los arqueros del suelo también participaron en
ella. En cuanto las saetas estuvieron en el aire, la línea de arqueros de las
almenas colocó los arcos a su espalda y comenzaron a descender para unirse
al resto de los suyos.
La voz de Érxan se elevó por encima del tintineo de metal, el silbido de
las saetas y el goteo de la lluvia para ordenar a su infantería que desenfundara.
Los soldaditos de verde obedecieron y avanzaron un paso hacia los dientes de
la muralla. Incluso los poderosos rinhenduris de la vanguardia, los más
grandes de todo el ejército, languidecían vistos desde la cima de las murallas.
Lerac pensaba sin descanso que a pesar de todo, incluso tras la traición de los
puncos, contaban con una muralla gruesa y alta que los protegía de lo peor de
su enemigo. Si lograban repeler a la vanguardia, si conseguían matar a varios
záiselar achicharrados entre las llamas de las máquinas, tal vez no tuvieran
que combatir a los puncos después.
La vanguardia corría a toda velocidad hacia los muros. Las astas
blanquecinas de sus lanzas se movían arriba y abajo acompañando sus
zancadas. Estaban muy cerca, apenas a unos veinte metros de la base. ¿Acaso
pensaban escalar usando sus propias manos como los záiselars? Pero no era
así, y al fin quedó clara la función de sus armas arrojadizas. Los rinhenduris
cargaron sus brazos levantando las lanzas por encima de su cabeza y lanzaron
una andanada directamente hacia la piedra. Érxan y Lerac, al unísono,
avanzaron para colocarse entre las almenas y mirar hacia abajo.
Las lanzas se clavaron en el muro como si estuviese hecho de barro
húmedo y los asaltantes, sin detener su carrera, saltaron para aferrarse a ellas
como si fuesen peldaños colocados a mitad de altura de las defensas. Una
nueva andanada lanzada por la segunda fila impactó por encima de los
proyectiles ya fijos en la piedra. Después otra.
Cuando la cuarta y última línea armada lanzó, algunos de los proyectiles
ya impactaban directamente sobre las almenas.
Una nueva orden en aquel idioma desconocido para los habitantes de la
capital acabó por disipar las dudas de Lerac en cuanto al funcionamiento de
los sifones de fuego. Llevaba desde que oyó hablar de ellos pensando cuál
sería su alcance, su capacidad real, maniobrabilidad… Y en cuanto empezó a
llover, también sobre su eficacia bajo el agua. Todas sus dudas ardieron
cuando los ingenieros que operaban el sifón que coronaba la torre de su
derecha escupió la primera llamarada. Contuvo su sobresalto, pero la imagen
que vio en ese momento le calentaría el corazón y también el rostro mientras
siguiera con vida. Aunque todo apuntaba que no duraría mucho. El chorro de

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fuego salió como el que emanaría de una tubería llena hasta arriba que coge
impulso tras una pendiente. La presión mantenía un caño muy estable, amplio
como la cabeza de un hombre, que volaba al menos a veinte metros de
distancia.
Eso, contando con la altura de la muralla, multiplicaba su rango y
efectividad muy por encima de lo que ninguno de los locales hubiera
imaginado.
Lerac volvió a asomarse al vacío. Abrió los ojos como platos cuando
observó a los rinhenduris a punto de alcanzar la cima, a solo dos o tres
peldaños de ella. Sus caras amplias, sus musculosos brazos aferrándose a las
lanzas para subir a toda velocidad, las piernas levantándose para apoyarse en
el siguiente nivel. La pared entera estaba cubierta de ellos como si de
hormigas furiosas ascendiendo por un tronco se tratasen.
Y entonces, la primera llamarada cayó sobre ellos como si un majestuoso
dragón apareciera para ayudarles. El fuego los cubría como una manta y en un
instante, los asaltantes perdían su forma humana para convertirse en la cabeza
de una cerilla incandescente que caía al vacío entre sus propios gritos. La
mayoría de ellos moría completamente carbonizado antes de alcanzar el suelo.
El poder de las máquinas demostró ser tan efectivo que el calor generado por
el combustible tocaba un cuerpo y lo deshacía casi en el mismo momento,
convirtiendo el chorro de fuego en uno de fuego y carne descompuesta que
bañaba al rinhenduris de debajo.
Desde donde se encontraban los puncos, el panorama parecía propio de
una leyenda ancestral de esas que explican el nacimiento de alguna deidad.
Los muros oscurecidos por la escasa luz de la hora que precede el amanecer;
la lluvia cayendo con intensidad; el cielo de un azul oscuro que amenazaba
con descargar todavía lo peor de su interior. Y las llamas lamiendo el exterior
de las murallas como la lengua de oso hormiguero sobrenatural e inmenso que
hacía desaparecer a los insectos que trataban de colarse en el interior de la
ciudad. Las llamas adquirían un tono anaranjado en cuanto se alejaban de la
boca del artilugio para transformarse en un marrón pardo cerca de la base de
la muralla. Lo que Barlohn no comprendía era si ese color se debía a la
incapacidad del combustible para seguir ardiendo a esa distancia o a la carne
desprendida de los huesos que arrastraba en su descenso.
—La hostia puta… —musitó Fez admirando el panorama como un crío en
su primer espectáculo de magia.
Barlohn y Frunk no hablaban, pero pensaban lo mismo que su hermano.
La batalla que presenciaban alcanzó una magnitud que no volvería a repetirse

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jamás, pues las máquinas de los extranjeros no pertenecían a esas tierras y
cuando los rinhenduris acabaran el trabajo, no quedaría nadie en el interior de
la gran ciudad para reconstruirlas.
Erol se encontraba por delante de ellos, que quedaron encajonados entre
las dos mitades del ejército de regulares de los rinhenduris. Los jinetes,
blindados como la caballería real, contaban con una pieza muy particular en
su armadura: una especie de cuello doble de metal que ascendía desde los
hombros hasta la nariz impidiendo que sus enemigos pudieran cortarles la
cabeza. Ese debía ser su punto débil.
Las máquinas dejaron de escupir la mortal mezcla. Sus depósitos estaban
vacíos a pesar de que los ingenieros no parasen de recargarlas. Simplemente
lanzaban el combustible mucho más deprisa de lo que podían llenarse.
Morebio, el ingeniero principal de Érxan encargado también de la artillería,
diseñó un sistema de alimentación para las máquinas que facilitaba su recarga
mediante un embudo conectado a una rampa de un metro de largo en cuyo
extremo se volcaban los barriles. Para esta batalla, adaptó el diseño añadiendo
otra rampa. De ese modo podían volcarse dos barriles a la vez. Mientras se
descargaban, los operarios contaban con el tiempo suficiente para agarrar otro
barril, abrirlo y prepararlo para su turno.
Sin embargo, seguía sin ser suficiente para mantener el ritmo y los
primeros rinhenduris consiguieron llegar al adarve. Habían perdido muchas
de sus lanzas por efecto del fuego, pero algunos asaltantes no necesitaban más
que los pocos centímetros de metal que sobresalían de la hendidura en la roca
para aferrarse con la punta de los dedos e impulsarse hacia arriba.
Jagger Nath, que a pesar de su experiencia como combatiente seguía
siendo un completo novato en un asedio de esas características, esperaba al
primero de los asaltantes con los dedos alrededor de su empuñadura. Una
mano enorme se aferró a la cima del muro y un soldado de verde se adelantó
para darle un tajo que devolviera al rinhenduris al abismo, pero el asaltante
fue demasiado rápido y antes de que tuviera tiempo de cumplir con su
cometido, un potente impulso hizo que el rinhenduris se alzara por encima de
las almenas.
No llevaba armas; no las necesitaba.
Giró sobre sí mismo con los brazos abiertos como un ventilador y una
sección de muro de tres metros a la redonda quedó despejada cuando los
defensores que lo rodeaban salieron disparados en todas direcciones. Jagger, a
solo unos pasos de él, quedó a su espalda. El rinhenduris emitía unos gritos
feroces, sobrehumanos, que amedrentaban a cualquiera que los escuchase.

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Pero no al señor de la casa Nath, que se acercó a él por la espalda cuando
agarraba a dos soldados de jade y le lanzó un tajo con todas sus fuerzas
directo a la cabeza. La testa se abrió como un melón maduro, partiéndose en
dos desde la coronilla hasta la base del cuello.
El monstruoso guerrero cayó como un fardo.
—¡Echadlo fuera! —gritó Jagger a los soldados de Érxan, que sin conocer
su idioma entendieron a la perfección lo que quería por su índice señalando a
los arqueros de la base.
Fue el propio Barlohn quien les habló de su capacidad de recuperación
fuera de todo lo concebible. Y fue también él quien les aseguró que no
podrían recuperarse si perdían la cabeza. Lo averiguó en su regreso desde la
Fortaleza Negra, poco antes de reencontrarse con su hermano Frunk y
dirigirse hacia Úhleur Thum por primera vez en su vida. Aquel día dejó a los
suyos como obsequio la cabeza de su primer rinhenduris.
Pero Jagger no la separó de su cuello, solo la había abierto y no estaba
seguro de que fuese suficiente para mandarlo al otro mundo. En la base de la
muralla, la segunda misión de los arqueros era la de cortar la cabeza de todos
los rinhenduris que cayeran desde la muralla para evitar así que volvieran a
alzarse contra los defensores cuando menos lo esperasen. Matarlos en una
ocasión ya resultaba complicado, pero si además debían repetir la gesta dos o
tres veces, estarían sin duda condenados al fracaso.
Jagger echó un vistazo al lugar donde antes se levantaba el campamento
de los puncos. Los bastardos que los traicionaron junto al vado de Laek
seguían allí plantados tras su segunda traición. Lo que no comprendía era qué
les habrían ofrecido los rinhenduris para convencerlos. Tal vez no necesitaran
mucho. Quizá ni siquiera se unieran a su bando recientemente. Después de
todo, contaban con armas forjadas en el mismo metal que usaban los
asaltantes para las lanzas que se clavaron en la muralla.
¿Y si siempre fueron sus aliados? ¿Y si de hecho los puncos se unieron al
bando de los humanos solo para medir sus fuerzas e informar después a su
verdadero líder?
Lerac, a poca distancia de allí, se planteaba exactamente las mismas
cuestiones. Pensándolo en frío, hasta ese momento los puncos habían matado
únicamente a soldados imperiales. Sí, también a uno o dos rinhenduris, o eso
aseguraba Barlohn, pero nada más. Fueron los Escudos de Zelca quienes
acabaron con un záiselar y su jinete, y los puncos ni siquiera parecieron
alegrarse por ello. Eso, por supuesto, sin mencionar sus conocimientos sobre
los Doce.

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¿Cómo era posible que no se fijase antes? Pensaba en Frunk, en Barlohn y
en Fez, pero también en todos los demás. Los suyos desafiaban con la mirada
a emperadores y generales, pero al mismo tiempo se arrodillaban frente a los
rinhenduris con la mirada clavada en la tierra. Como perros dóciles
obedeciendo a su amo.
Érxan no tenía tiempo para pensar. Ya lo haría después si es que lograban
sobrevivir.
Asomado entre las almenas cada poco tiempo, voceaba órdenes por
doquier con un índice firme como una espada, la voz serena y lo que Lerac
interpretaba como maldiciones que animaban a los hombres a cumplir con su
cometido. Si existía algo que pudieran agradecer al destino era que hubiese
puesto a un líder como él al frente de la defensa. Érxan era tan nuevo como
los demás en ese tipo de batalla, pero no lo parecía en absoluto. Transmitía la
seguridad de alguien que se dedica a una tarea similar a diario, que sale del
catre por la mañana dispuesto para mandar a la tumba a miles de rinhenduris
y que después llega a casa, se mete entre las piernas de su mujer y se duerme
como un bendito, exhausto pero feliz, a la espera de una nueva jornada.
No adivinaba el tipo de gobernante que sería, si la justicia se integraría en
sus valores como una máxima y si las gentes lo amarían por ello; si se
preocupaba por el pobre tanto como por el noble y si, en definitiva, sus leyes
contribuirían a forjar un imperio del que todos quisieran formar parte. Lo que
sí parecía claro era que como general, no vio nunca a un tipo como él.
Los sifones, instalados cerca del borde de las torres para facilitar un
disparo claro sobre las murallas, volvían a lanzar su carga. Esta vez, sin
embargo, apenas funcionaron unos segundos. ¿Qué ocurría? ¿Acaso se
sobrecalentaron y su integridad corría peligro? ¿Era posible que se hubiera
agotado ya su combustible?
La respuesta no importaba: perderían pronto el control del adarve si no
volvían a escupir fuego de inmediato.
Desde su posición, Jagger gritaba como un condenado a aquellos
extranjeros que, sin entenderle, le obedecían tanto como a sus propios
oficiales. Eran pequeños pero valientes como un tejón melero, y si bien los
veteranos de Kraen en la sección de muro contigua caían como moscas y
empezaban a desbandarse, los soldaditos de verde resistían en sus posiciones
lanzando tajos como posesos. No tardaron ni dos asaltantes en aprender su
método de expulsarlos del adarve, girando y lanzando manotazos que los
catapultaban al precipicio, por lo que algunos se agachaban en cuanto veían
aparecer a otro rinhenduris para clavarle la espada en el vientre.

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La estrategia no habría sido mala si perforarles las tripas a esos monstruos
bastara para detenerlos. Los hombres de Érxan que sobrevivían de este modo
al ataque inicial, a menudo recibían un puntapié que los mandaba lejos de allí
con el tórax molido en una papilla de huesos rotos y órganos reventados.
Jagger se detuvo para tomar aire justo en el momento exacto en que un
defensor perecía de ese modo. El soldado voló a tanta distancia que terminó
cayendo sobre un tejado cercano. Desde allí, el señor de Nath comprobó que
no era el único y que, de hecho, decenas de cuerpos vestidos de verde
salpicaban los tejados de las casas con tanta claridad como las amapolas en un
campo de trigo.
Habían matado a cuatro rinhenduris, pero apenas quedaba un tercio de los
defensores iniciales sobre esa parte del muro. A ese ritmo, pronto todos
estarían muertos. Jagger no quería asomarse al otro lado del muro para
confirmar cuántos enemigos seguían ascendiendo. ¿Qué importaba? No tenían
más opciones que seguir combatiendo hasta el último aliento. El problema, el
verdadero problema, era que las máquinas de Érxan, que acababan de
probarse su mejor arma con mucha diferencia, no escupían fuego. ¿Por qué
demonios se detenían? Los soldados que las manejaban colocaron dos barriles
más en las rampas, pero seguían cerrados. Los depósitos estaban repletos, el
encargado del fuelle no bombeaba porque la presión se mantenía al nivel
indicado.
¿Por qué entonces no disparaban?
Los oficiales que controlaban las escuadras de las máquinas, elevados
sobre los demás por la altura extra que ofrecían las torres, se asomaban al
precipicio calculando la dirección a la que dirigir el torrente de fuego. Érxan,
a diferencia de Jagger, no se separaba de su mirador. Hasta él no llegó
ninguno de los asaltantes, pues se encontraba en el tramo de muro que
quedaba justo sobre la puerta y esta contaba con la protección de dos torres
con sus respectivas máquinas coronándolas. Ni siquiera la vanguardia de los
rinhenduris era rival para un poder como ese.
Pero ellos tampoco disparaban y Lerac por fin se atrevió a acercarse a él
para observar el panorama. Apenas quedaban rinhenduris ascendiendo por los
restos de las lanzas calcinadas que perforaban la roca cada varios palmos de
distancia. Diría que consiguieron detener la primera oleada con una eficacia
envidiable, pero esa impresión tal vez no fuese del todo acertada. Lerac miró
a sus costados tratando de adivinar si alguna sección de muro había caído y si
los rinhenduris campaban ya a sus anchas por las calles de Úhleur Thum

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masacrando en su camino a la retaguardia formada por arqueros y civiles
entre el muro y los Escudos Negros.
Érxan retrocedió con presteza apartándose de las almenas. Lerac vio en
sus ojos, durante solo una fracción de segundo, la duda que brillaba con el
fulgor de las estrellas en una noche despejada. Apenas seguía en pie una
fracción de los defensores de los muros y quizá se quedasen sin combustible
pronto. Pero la vanguardia de los rinhenduris había sufrido bajas catastróficas
y los defensores seguían controlando el adarve. No iban tan mal, ¿no?
Entonces lo comprendió.
Allí abajo, en la explanada que se abría entre la ciudad y los asaltantes, el
enemigo que temieron desde el principio de la contienda al fin inició su
ataque. Los záiselars, encabezados por un Erol que blandía una espada
monumental sobre su cabeza, galopaban a toda velocidad hacia los muros.

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65. LA BATALLA DE ÚLEUR THUM II

Érxan agarró por los hombros a Lerac y gritó algo en su idioma, pero no
necesitaba al traductor para comprenderlo. Tenían que abandonar el muro de
inmediato o los záiselars los atraparían allí mismo. Ellos no suponían una
diferencia real combatiendo cuerpo a cuerpo, pero sin sus órdenes y sin su
liderazgo, el ejército entero se derrumbaría.
El traductor permanecía agazapado junto a la puerta de la torre que daba a
la escalera. Podría haberla bajado si lo deseara, podría haber huido y nadie se
lo impediría, pues a su alrededor todo sucedía a demasiada intensidad como
para preocuparse por él. Pero estaba en estado de shock, sentado en el suelo
agarrándose las piernas contra el pecho, con la mirada perdida en el suelo.
Murmuraba algo ininteligible incluso para sus compatriotas y se mecía a un
ritmo frenético. Aquel tipo no era un soldado sino un civil obligado a
adentrarse en la batalla más surrealista de toda la historia. Una nueva
llamarada hizo que enterrara la cabeza entre las rodillas.
Ya venían. Por eso los torrentes de fuego se mantuvieron a la espera,
porque sabían que todos morirían si los lagartos lograban alcanzar la cima.
Por supuesto que los rinhenduris podrían atacar otras secciones de muro, pero
ni siquiera el propio Erol contaba con la efectividad de las máquinas de
Érxan. Además, sin equipo de asedio más allá que sus lanzas de ascenso, el
grueso de las tropas tal vez no bastara para tomar los muros de forma efectiva.
Mucho menos los puncos, que aunque contaran con el músculo necesario para
ascender de ese modo, serían incapaces de lograrlo cargando sus pesadas
lanzas y escudos con ellos.
Los záiselars eran las bestias de guerra más impresionantes de cuantas
existieran, pero ni siquiera los diez o doce que acompañaban a Erol serían
suficiente para tomar la ciudad por sí mismos. Habían perdido la vanguardia
que debía abrir las puertas para el resto de los invasores, que ya avanzaban
hacia las murallas a buen paso tras los lagartos. Si querían que la incursión
tuviese éxito, necesitaban tomar las puertas en ese mismo momento o retrasar
su ataque hasta construir escalas, arietes y torres de asedio. Apenas había

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bosques en las cercanías y el tiempo que necesitaran para lograrlo podía dar a
Érxan y sus ingenieros el margen necesario para coronar el resto de sus torres
con la poderosa invención que achicharró a la primera oleada de rinhenduris.
Lerac y el emperador bajaron a toda velocidad cruzándose por el camino
con soldados de refuerzo que subían más flechas hasta las torres, donde un
puñado de arqueros completaba la guarnición de artillería. Los barriles de
combustible ascendían por medio de una polea instalada en el borde interior
del muro, y trabajaban sin descanso. ¿Cuántos barriles les quedarían? Era la
pregunta que se repetía una y otra vez hasta el último de los defensores.
La guardia de jade los seguía a poca distancia con el traqueteo propio del
metal que los protegía; los bribones de Lerac quedaron desperdigados entre
las diferentes secciones de Escudos como enlace con el general. La escalera
era más ancha que en el resto de las torres, por lo que podían avanzar dos filas
de soldados, una en cada dirección, a pesar de las estrecheces. El ambiente
allí adentro estaba cargado de humedad, de sudor, humo y el terrible olor a
carne quemada. Incluso allí adentro se oía sin dificultad el silbido que
producían los sifones cuando la boca de las máquinas liberaba su carga
incandescente.
Tardaron demasiado en salir de la torre, pues encontraron dos
embotellamientos en su descenso. Érxan gritaba para que todos se apartaran
de su camino, pero no era fácil obedecer aunque lo intentaran. Simplemente
no quedaba espacio suficiente para todos. En ese mismo momento, Jagger
combatía en su sección de muro. Tenía la espada ensangrentada hasta la
empuñadura y esperaba el próximo ataque junto al oficial de Érxan destinado
con él. Era un tipo maduro, de unos cuarenta y tantos, con la piel ennegrecida
por el sol, la barba negra como el carbón y la cabeza lisa como la barriga de
un bebé. Resultaba imposible ver su calva en ese momento, pero estuvo a su
lado justo antes de que se enfundara el yelmo. A esas alturas de la batalla su
cabeza se asemejaría a un huevo mojado y la idea de que el yelmo le bailase
sobre la piel no le divertía, pero sin duda aquella imagen sacaría una sonrisa a
Tibrith Bent.
Jagger reconocía a los valientes con un solo vistazo, y ese tipejo delgado
de brazos fibrosos era uno de ellos. Con el aliento entrecortado, ambos se
miraron y asintieron a la vez en un gesto típico de los soldados que significa
algo como, «seguimos vivos, ¿eh?». Los gritos de alerta provenientes de la
torre los sacaron del breve momento de reposo que disfrutaban. El oficial de
la escuadra de artillería señalaba como un poseso hacia algún punto concreto
de la base de la muralla. Los arqueros se acercaron al borde para concentrar

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sus disparos allí; la máquina giró con más agilidad de la que cabía esperar en
un armatoste de semejante tamaño y se preparó para disparar.
El calvo se asomó al precipicio; también lo hizo Jagger. A ninguno le
costó identificar el motivo del nerviosismo del oficial. Uno de los záiselars,
con su jinete lanzando gritos de batalla agudos como los chirridos de las aves,
se acercaba a punto de tocar muro.
—¿Es una tía? —preguntó Jagger para sí.
Su compañero lo miró con el ceño fruncido. Se tocó la sien y desplazó la
mano moviendo los dedos hasta llegar por debajo del hombro. Jagger asintió
con una media sonrisa en el rostro.
—Sí, pelo largo. Eso creo.
El záiselar saltó hacia adelante para aferrarse a la piedra. En cuanto sus
cuatro patas se posaron en ella, comenzó el ascenso a tanta velocidad como
avanzaba en horizontal. Las zarpas arañaban la muralla desprendiendo en su
camino trozos de los bloques que la componían, ya dañados por los miles de
impactos de las lanzas. Los gritos de su jinete, balanceándose como un
muñeco de trapo sobre la silla, sonaban al réquiem de cuantos quedaran al
alcance de su montura. Otro grito, esta vez del calvo cayendo al vacío, lo sacó
de su ensoñación. Estaban tan embobados mirando al záiselar que no se
fijaron en el rinhenduris que ascendía justo bajo ellos. Debía ser uno de los
últimos con vida de la primera oleada, pero no se necesitaban muchos más
para terminar con los restos de la guarnición del muro.
Jagger retrocedió en el momento justo en que el rinhenduris lanzaba otra
de sus manazas contra él. No llegó a tocarlo, pero sus dedos le pasaron tan
cerca del rostro que notó la brisa que producía su intento. El comandante de
los imperiales, que maldecía su suerte por tener que enfrentarse a otro de esos
malnacidos, miró a su lado buscando apoyos. Apenas quedaban doce
soldados, la mayoría pertenecientes al ejército expedicionario.
Comprendieron al instante que estaban a punto de enfrentarse a otro asaltante
y, haciendo gala de un valor que parecía típico de su etnia, cerraron filas a su
alrededor. El rinhenduris por fin se asomó del otro lado. Le faltaba un ojo,
tenía una oreja convertida en un colgajo y el brazo que usó para catapultar al
calvo, completamente negro.
No cabía duda de que el fuego le había mordido con fuerza allí donde la
piel se le arrugaba ennegrecida como un pan que se olvida sobre la brasa, pero
no fue suficiente para que perdiese la movilidad del miembro. Quizá porque
ocupaba la base del muro cuando cayó el primer torrente de fuego y este llegó

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con su capacidad mermada por la distancia y la proporción de líquido
mezclado con la carne de sus congéneres.
El rinhenduris puso los pies en el adarve; los soldados vacilaron
esperando que comenzara a girar. Pero no lo hizo. No lo necesitaba ahora que
el muro permanecía prácticamente despejado. Abrió las fauces mostrando una
hilera de dientes puntiagudos para dejar salir un rugido animal de su garganta.
Su cara era la de un tipo que acaba de descubrir a su mujer con otro en la
cama. Y ellos eran ese otro. Jagger levantó su espada dispuesto a morir
llevándose al hideputa por delante, pero antes de que lanzara su estocada, una
flecha se le incrustó en el cráneo.
El rinhenduris puso los ojos en blanco y se tambaleó como si de un
borracho se tratase. Nath no se lo pensó un instante y lanzó un tajo con todas
sus fuerzas hacia su cuello. La cabeza, dos veces más grande que la de un
hombre corriente, rodó por el suelo y cayó al interior de la ciudad. Su cuerpo
se desplomó inerte produciendo un eco sordo. Desde la torre más cercana,
elevada cuatro metros por encima de sus cabezas, un soldado saludó
levantando su arco. Era su salvador, pero no le quedaba tiempo para
entretenerse. El silbido de los sifones se confundía con el siseo de los
záiselars que ya alcanzaban la cima de la muralla en todas las secciones del
frente.
Jagger le agradeció su puntería con un gesto de la cabeza. Quizá aquellos
extranjeros no fuesen ni la mitad de malos de lo que creía cuando los vio por
primera vez. Desde luego tenían más huevos que la mayoría de los que
compartían nación con él, de eso no cabía duda.
Pero la alegría que provoca ser salvado en mitad de una batalla a menudo
se desvanece tan rápido como un terrón de azúcar en el té, y tras el arquero
que acababa de eliminar al gigante que amenazaba con matarlos, apareció
otro de los suyos. Sus compatriotas le gritaron para advertirle, pero ya era
demasiado tarde y para cuando quiso darse la vuelta, el rinhenduris lo asió por
la cabeza. El gigante apretó la mano y tras un crujido demoledor, la testa se
convirtió en una masa sanguinolenta entre la chatarra del casco. En cuanto lo
eliminó, se dio la vuelta para encarar a lo que quedaba de la escuadra de
artillería: dos arqueros, el operario del fuelle y el que dirigía las llamas hacia
donde apuntaba su oficial.
El tipo del fuelle observó la escena sin perder detalle. Sabía que se
encontraba en los últimos instantes de su vida, pero también que moriría sin
importar lo que intentara, así que siguió bombeando mientras el artillero
trataba de quemar al lagarto que atacaba la torre contigua. Los arqueros

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dispararon una vez más, pero ninguno alcanzó su objetivo, que se movía con
una agilidad impecable para esquivar los proyectiles a pesar de la poca
distancia que los separaba. Acabó con uno propinándole un manotazo; al otro
lo agarró por una pierna para estrellarlo como si de una maza se tratase contra
el artillero, tan concentrado en su tarea que no se percató de la presencia del
rinhenduris.
El artilugio dejó de escupir fuego y los gritos de los hombres que se
arrojaban al vacío sabiéndose con más posibilidades de sobrevivir así que
luchando contra el monstruoso animal empezaron a sucederse a lo largo de
toda la muralla. Los que no se arrojaban, eran empujados por la poderosa
cola, que serpenteaba sobre por el suelo barriendo con una eficacia mortal a
sus contrincantes. Lo que su cola no abarcaba, las garras y la boca sí lo
conseguían. El animal daba manotazos, aplastaba hombres con armadura o sin
ella, lanzaba dentelladas que atrapaban a cuatro o cinco enemigos a la vez y
los aplastaba como si el metal que los cubría estuviera compuesto por fino
algodón.
Su jinete, demasiado alejado de la acción a lomos de la bestia como para
usar su espada, lanzaba sus molestos chirridos que atacaban los oídos de los
hombres hasta que terminaban entrecerrando los ojos. Jagger echó un último
vistazo al exterior para comprobar que el grueso de las fuerzas enemigas
llegaría pronto a escena. Su única esperanza residía en que los Escudos
Negros, que tanta fama adquirieron en la guerra contra Laebius, se probasen
tan útiles como se creían. Después de todo, vencer a sus soldados o a las
velkra era una cosa; enfrentarse a los rinhenduris, otra muy diferente.
Otro par de manos aparecieron entre las almenas. Jagger supo que no les
quedaban más posibilidades y, gritando aunque no le comprendiesen, ordenó
a los demás supervivientes que abandonaran el muro para buscar refugio en la
siguiente línea de defensa.
No se detuvo a comprobar si lo seguían. Abrió la puerta que daba a la
escalera con un potente empujón que hizo que chocase con violencia contra la
pared. Quizá la abertura resultase demasiado estrecha para los rinhenduris de
élite y así consiguiera salvarse, pero mientras bajaba los escalones a toda
velocidad, la idea de que su enemigo pudiera saltar a los tejados para una vez
allí regenerarse y atacarlos desde arriba, consiguió que su moral flaquease por
primera vez desde que comenzara la batalla.
Recordaba a Érxan hablando en la sala de guerra sobre el asedio, pero lo
que ocurría no guardaba relación con un asedio. La ciudad no fue rodeada, su
población no se vio asaltada por el hambre, la sed y la enfermedad durante

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largos meses o incluso años. No, lo que afrontaban en Úhleur Thum era una
batalla en toda regla, y fuera cual fuese el resultado de la misma, al final del
día solo quedarían vivos los miembros de un único bando.
Sin medias tintas, sin rendición posible ni tregua ni cuartel.
Mientras Jagger bajaba las escaleras de la torre, Érxan y Lerac llegaban a
ras de suelo entre un mosaico de cadáveres pertenecientes a ambos bandos y
todos los ejércitos salvo los Escudos, que seguían acantonados en mitad de la
avenida preparados para repeler a los lagartos. Los arqueros aún disparaban,
pero en un ángulo diferente esta vez y repartidos en grupos de quince o
veinte, que apuntaban a los diferentes enemigos que iban apareciendo por los
tramos de muro. Algunos caían convertidos en auténticos blancos de tiro, con
diez o doce flechas atravesándolos, pero pronto tuvieron que retirarse por la
amenaza de los záiselars.
Desde el suelo, en su camino hacia el refugio que ofrecían las formaciones
de Escudos, escucharon un estruendo sobre sus cabezas. Una de las máquinas
de Érxan explotó en mil pedazos consumiendo en un instante todo el
combustible de su depósito unido al de los barriles que se apilaban como
reserva. Una lluvia de fuego repartida en bolas gruesas como puños salió
disparada en todas direcciones quemando por igual a hombres y rinhenduris
en las cercanías. Algunas teas provenientes de la madera de la máquina
humearon en su camino hacia los tejados para extinguirse sobre los mismos
sin causar más problemas. Las bolas de aceite, por otra parte, ardían hasta
consumirse a pesar de la lluvia, que caía con más fuerza en los últimos
minutos. Un chorro de combustible cayó desde la torre resbalándose y
ennegreciendo la piedra en su recorrido hasta el suelo.
Era como si la propia fortaleza, convertida en un titán, recibiera una
herida mortal por la que se derramaba su sangre antinatural.
Cuatro soldados de Érxan salieron despedidos hacia el suelo. El cuerpo de
uno cayó a poca distancia de Lerac, rebotó una vez y volvió a caer para
permanecer, esta vez sí, inmóvil para siempre. Solo quedaba una escuadra de
artillería defendiendo la puerta, pero no tardaría mucho en perecer. A poca
distancia, justo en el lugar por el que se precipitaron los soldados, apareció un
záiselar lanzando silbidos, zarpazos y mordiscos. La bestia limpió el adarve
en un santiamén; un trozo de muro debilitado por la explosión que arrancó
cascotes en todas direcciones, se partió por el peso del animal y cayó a plomo
para acabar de hacerse añicos sobre los cadáveres.
Desde el otro lado de la calle, al frente de los Escudos, Zelca vociferaba
entre enérgicos aspavientos. «Venid aquí de inmediato —parecía decir—,

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antes de tenga que ir yo para traeros a rastras». Y con la misma presteza y un
miedo todavía mayor en el cuerpo, corrieron hacia él sin atreverse a mirar
atrás. Zelca, sin dejar de gritar, mantenía la vista fija en el muro cuyo control
ya habían perdido. No se veía capaz de calcular el número de efectivos caídos
entre las filas del emperador, pero al menos la mitad de su ejército estaría
hecho trizas para ese momento. Lerac pensaba que la defensa de Úhleur
Thum avanzaba infinitamente mejor que en la del vado de Esla, donde apenas
resistieron unos minutos, pero cuando se giró para ver a su primer záiselar de
cerca, comprendió la verdadera complejidad de la tarea que les quedaba por
delante.
Los lagartos eran muy grandes, sí, pero su tamaño no representaba su
única fortaleza. No contaban con armas capaces de perforar sus escamas sin la
ayuda de los puncos. Los mismos puncos que pronto cruzarían las puertas
tratando de atravesar después sus propios corazones. ¿Cómo se suponía que
iban a derrotarlos a todos? Aún les quedaba un as bajo la manga, eso era
cierto, pero quizá no bastara ni para repeler a los regulares de los rinhenduris.
Lerac miró al cielo implorándole piedad. Necesitaba que dejara de llover. Ya.
De inmediato. Pero parecía que las nubes confabularan de parte de los
rinhenduris y que el fuego, el aliado más valioso de los hombres en esa
batalla, se aplacaría pronto por la copiosa cortina de agua que no cesaban de
arrojar las nubes.
Apenas se encontraban a una decena de metros de los Escudos, que
mantenían un pasillo abierto en el centro y las lanzas en ristre para permitir a
la vanguardia retroceder hasta la plaza de la Victoria y la última línea
defensiva situada en el palacio imperial. La cara de Zelca cambió mientras
señalaba al muro gritando todavía con más intensidad. Érxan se giró a tiempo
para ver cómo la última de sus escuadras de artillería, los soldados más
valientes agrupados bajo su estandarte, dirigían la boca del artilugio contra el
lagarto que se arrastraba por el adarve. Este se abalanzó contra ellos, pero el
artillero fue más rápido. Una lengua de fuego salió disparada hacia la cima
del muro en el que se encontraba a horcajadas el záiselar: el chorro
incandescente lo bañó desde el cuello hasta la mitad de la cola. Aún quedaban
hombres allí; se achicharraron entre los alaridos de la tortura. Morirían de
todos modos, por la acción del fuego o del animal. Y pensando en ello, les
resultó menos cruel acabar con un puñado de aliados si la recompensa era
eliminar también a un záiselar.
El animal envuelto en llamas, siseando y retorciéndose como una
serpiente herida, cayó hacia el lado de la ciudad. Tirado panza arriba con su

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jinete calcinado y aplastado bajo el lomo, se retorcía mientras las gruesas
escamas que lo protegían de las armas blancas tanto como su propia armadura
se derretían bajo el calor abrasador del azufre mezclado con aceite.
Los Escudos gritaron de júbilo celebrando la muerte de la primera
criatura. Perder el control de los muros podía suponer que la ciudad entera
sucumbiera, pero comprobar que las armas de Érxan funcionaban de una
forma tan efectiva les insufló un hálito de esperanza. Los puncos eran ahora
sus enemigos y no contaban con espadas, lanzas o flechas que pudieran
perforar las escamas de los záiselars, pero el fuego funcionaba con tanta
eficacia que si conseguían encajonar a los demás záiselars entre las calles,
donde su movilidad reducida los convirtiera en blancos fáciles, quizá pudieran
eliminarlos antes de que hasta el último de los defensores pereciera.
Pero parecía demasiado pronto para celebraciones. Si las demás escuadras
de artillería no habían tenido éxito, aún debían quedarle al menos diez
záiselars con sus respectivos jinetes. Y justo en ese momento, mientras los
Escudos aún coreaban vítores observando el lomo carbonizado del monstruo,
apareció otro por encima del muro. Este era más grande que el anterior.
Más grande que ningún otro.
Su cabeza roja asomó por la sección de muro que quedaba entre las dos
torres que protegían la puerta: una destrozada y ennegrecida por la explosión;
la otra, desde la cual el artillero acababa de eliminar a un jinete, seguía
cargando barriles como si no hubieran perdido ya el control de la primera
línea defensiva. Quedaron aislados entre los asaltantes y los defensores que
huían hacia los Escudos, pero se mantuvieron firmes a pesar de saber que no
saldrían vivos de allí. Tal vez fuese esa misma falta de esperanza la que los
empujara a seguir combatiendo hasta el último suspiro.
Solo quedaba un arquero en la escuadra, el artillero sangraba
profusamente por un brazo inutilizado; el oficial había muerto y el arquero
hacía las veces de observador e indicaba al artillero hacia dónde dirigir sus
ataques. El encargado de subir los barriles también estaba herido y se deshizo
del casco, cuyo peso a esas alturas de la batalla le molestaba más de lo que
conseguía protegerlo.
El arquero señaló a Khessyr entre voces, pero el artillero, con un único
brazo, resultó incapaz de girar la máquina a la velocidad suficiente para
apuntarle antes de que los alcanzara. El cargador se acercó a él, agarró la
manivela que movía la plataforma rotatoria y puso todo su empeño y fuerzas
restantes en girar su única oportunidad de mantenerse con vida. Apenas

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quedaba una cuña de treinta grados hasta que la boca del artilugio apuntara al
jinete, pero nunca alcanzaron su objetivo.
Khessyr, que levantó desde el muro las patas delanteras para aferrarse al
torreón, asomó su cabeza por el lateral. Su ojo, redondo y grande como un
escudo, los miró a los tres en una fracción de segundo. El cargador soltó la
manivela y se abalanzó contra el monstruo blandiendo su espada. Sabía que
no lo mataría así, pero al menos lo dejaría tuerto. Demostrando un valor
admirable, lanzó un tajo contra él como último acto de su vida. Khessyr cerró
los párpados y la hoja rebotó como si golpeara un bloque de piedra idéntico a
los que componían la torre. El záiselar no les dio tiempo a más: sus fauces se
abrieron como si de un pez gigante se tratase y lanzó un mordisco que cubrió
toda la superficie de la torre. La máquina y lo que quedaba de la guarnición
que la manejaba quedó destrozada entre los dientes del animal, que dejó caer
al vacío el amasijo de carne, metal y madera que se mezclaba en su boca.
Los restos se estrellaron cerca del jinete carbonizado. Y Lerac por fin lo
vio en toda su plenitud. Era Erol, el mismo Erol subido a la misma bestia que
les lanzara la ira de todos los rinhenduris en el vado de Esla. Esta vez, sin
embargo, no parecía el mismo. En los albores de aquella batalla se mantuvo
tranquilo, sosegado, como si la masacre que cometería su ejército no guardase
relación con él. Ahora, por el contrario, alzaba sobre su cabeza una
monumental espada ancha como la espalda de Frunk que no mediría menos
de dos metros y medio. Su cara desencajada por un grito de batalla helaba la
sangre.
Érxan comprendió que una espada así solo podía manejarla uno de esos
sobrenaturales jinetes y que sus proporciones responderían más a la necesidad
de enfrentarse a otros záiselars que a combatir en tierra. Después de todo, los
animales eran tan voluminosos que una espada normal no alcanzaría a cubrir
la distancia entre uno y otro cuando estos se enfrentaran a menos que sus
costados se pegaran por completo.
Las nubes seguían derramando sus lágrimas, que se mezclaban con la
sangre del suelo y absorbían parte del humo que desprendían los sifones.
Desde allí arriba, en lo más alto de las murallas, la figura de Erol se recortaba
con su espada levantada entre el gris del cielo que observaba la llegada de los
demás rinhenduris. Sobre sus cabezas, la oscuridad que se dirigía hacia el
centro de la ciudad agrupando las sombras que pronto engullirían lo que
quedaba de sus defensores. Erol, a lomos de Khessyr, admiraba el panorama
de muerte y desolación como ningún otro. Los Escudos, sus antiguos
compañeros de armas, aguardaban allí mismo esperando para reencontrarse

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con él de un modo muy distinto al que imaginaran tras su marcha hacia
Trenulk, junto a su padre, hacía ya… Una eternidad.
Ahora, entre otras muchas cosas, era un desertor de esa unidad de élite a
sus ojos semejante a un grupo de niños armados con espadas y lanzas de
barro. Las escamas de Khessyr resistirían sin problema sus ataques, y estaba
tan seguro de su ventaja que a diferencia de los demás lagartos, no portaba
ninguna armadura. Las cintas de cuero que mantenían la silla en su sitio
bajaban formando varias cruces y equis superpuestas que iban desde el
asiento hasta el vientre y también los muslos delanteros. La silla contaba con
un diseño muy simple, con un respaldo bajo y un par de perneras que solo
cubrían desde el pie hasta la mitad de la pantorrilla. El empeine del jinete
debía ejercer como punto de anclaje cuando el lagarto se moviese en posición
vertical.
Erol, tras recorrer con la vista la fila de Escudos, divisó la figura de Lerac.
Había algo de bondad en su rostro, una pizca de arrepentimiento por los
crímenes perpetrados contra la familia de Erol. Pero quizá solo se tratase de
miedo.
El jinete dobló el codo poniendo la espada cerca de su espalda, entonces
lo tensó y el arma salió disparada hacia sus antiguos compañeros. Lerac ni
siquiera tuvo tiempo de ver la hoja volando hacia él; Érxan rodó por instinto
apartándose de la trayectoria. La espada se clavó en el suelo, apenas a un
metro del propio Lerac, que cayó de espaldas tras un tirón de Zelca que quiso
salvarle la vida. Erol falló, pero su espada se clavó sobre el empedrado de la
calzada hasta la mitad de su longitud. Como si la hubiera lanzado sobre un
bloque de mantequilla.
El señor de todos los rinhenduris pasó su vista a lo largo de la muralla: sus
jinetes ya comenzaban a bajar de la misma tras acabar con las torres que hasta
ese momento escupían el molesto fuego que eliminó a toda su vanguardia. No
importaba: consiguieron adentrarse en la ciudad y mantenían el control de las
puertas. Una voz gutural que no parecía la suya salió de su garganta en un
idioma desconocido para los defensores. Los tres jinetes más cercanos
respondieron con el mismo sonido y saltaron hacia la base de la muralla.
El panorama era desolador.
Khessyr miró hacia el suelo y su cuerpo se agazapó como el de un gato
que se prepara para bajar de un árbol. La bestia se puso en movimiento
avanzando por el muro hacia el suelo. El señor de todos los rinhenduris,
aferrado con una sola mano a la silla mientras la otra se alzaba en un puño,
repitió la orden antes de que su montura llegara a ras de suelo. Apenas lo

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hizo, se agarró las caderas y saltó de su silla. Khessyr abrió sus fauces tanto
que por el hueco que formó su garganta podrían desfilar dos hileras de
soldados. Erol se dirigió hacia la cola ante la mirada atónita de sus antiguos
compañeros. ¿Qué pretendía? Érxan seguía mirando la espada clavada junto a
ellos. Sabía que sería inútil tratar de recuperarla. También su dueño, que no
dudaba que ninguno de los presentes podría apropiársela a pesar de tenerla
justo frente a sus propias narices.
Zelca volvió a agarrar a Lerac para levantarlo como un guiñapo.
—¡Salid de aquí de una vez, los dos! —señaló al emperador.
Lerac se acercó a él y lo agarró por un brazo antes de perderse corriendo
por el pasillo que los Escudos aún mantenían abierto solo para ellos, pues
ahora que Khessyr bloqueaba la entrada a la calle ninguno de los defensores
sería capaz de regresar al centro de la ciudad por esa zona.
—¿Qué demonios haces ahí detrás, niño? —susurró Zelca para sí, pues el
lagarto seguía inmóvil ocultando la figura de su jinete.
Erol se dirigió hacia las puertas, más robustas que las de la Fortaleza
Negra. No necesitaba a nadie para abrirlas. Se acercó al madero de cuatro
metros de largo que las bloqueaba, lo agarró con ambas manos y tiró de él
hacia arriba. La viga de madera se levantó liviana como una simple ramita y
cuando la lanzó, el traqueteo que provocó consiguió revelarle a Zelca su
cometido.
—Qué hijo de puta —masculló entre dientes pensando que cada una de
las vigas debía pesar al menos doscientos kilos. Después miró de reojo su
espada y se sintió un imbécil por dudar de su fuerza descomunal aunque fuese
por un instante—. ¡Escudos, preparaos!
La formación se cerró tras él y el pasillo por el que escaparon Lerac y el
emperador desapareció para siempre. El segundo tablón salió disparado por
detrás de Khessyr hacia un lateral y justo después, las dos láminas de la puerta
comenzaron a separarse abriendo una vía para que el veneno que acabaría con
los habitantes de Úhleur Thum se adentrase de una vez en su sistema.
Erol volvió a aparecer, pero esta vez no regresó a lomos de su lagarto. En
lugar de eso, caminó hacia los Escudos. Khessyr se mantenía inmóvil; Erol
apretó el paso hasta convertir su paseo en trote y después en carrera. Iba
directo hacia ellos. ¿De verdad pensaba que podría acabar con todos los
Escudos sin ayuda? ¿Acaso su piel la reforzaban las mismas escamas de los
lagartos? De forma instintiva, echó un vistazo a las fachadas de las casas a
ambos lados de la calzada. Eran viviendas de dos y tres plantas fabricadas en
madera y mortero en su mayoría, por lo que no resistirían el peso de los

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lagartos si estos decidían flanquearlos. ¿Por qué lo intentarían si tan solo uno
de sus jinetes parecía suficiente para enfrentarse a todos los Escudos de una
calle?
Zelca retrocedió hasta colocarse en la formación; los Escudos bajaron las
lanzas para completar la falange que bloqueaba el paso y se dispusieron a
combatir a ese joven que quizá antaño fuese su compañero, que tal vez
salvase a muchos de ellos durante su primera y única batalla contra las velkra,
pero que ahora no parecía el mismo ni por asomo. Erol, corriendo a su
encuentro a toda velocidad, apenas necesitó unos segundos para alcanzar su
espada, que agarró por la empuñadura y desencajó del empedrado sin
esfuerzo. El filo se mantenía impoluto, intacto, brillante y afilado como si no
se hubiera usado nunca.
—¡Ahora! —gritó Zelca.
Erol, en ese mismo instante, lanzó un tajo contra la primera línea de
Escudos. Su espada era tan larga que podía alcanzarlos a pesar de que sus
lanzas le apuntaran al pecho. Ninguno de los Escudos llegó a tocar blanco,
pero Erol sí lo hizo. Cuatro Escudos cortados a diferentes alturas por un
mismo ataque cayeron en dos partes que iban desde la cintura hasta el cuello
dependiendo del lugar que ocuparan en la trayectoria de la espada. El
rinhenduris apenas tuvo tiempo de volver a cargar el brazo, pues desde los
pisos superiores, obedeciendo las órdenes de Zelca, comenzaron a llover
tinajas cargadas de aceite y coronadas por un trapo ardiendo que explotaban
al tocar el suelo.
Erol, sorprendido, alzó la vista hacia las fachadas mientras el suelo se
convertía en un infierno a su alrededor…

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66. LA BATALLA DE ÚLEUR THUM III

Una llamarada de dos metros se levantaba de inmediato cada vez que un


proyectil se estrellaba contra el suelo. A pesar de la lluvia. Pero a diferencia
del combustible que expulsaban las máquinas, este fuego se consumía mucho
más deprisa.
Erol retrocedió un paso para alcanzar una zona segura, después otro.
Permanecía agazapado como un depredador, con la empuñadura asida al revés
y la punta de la espada apuntando hacia Khessyr. Tras un primer ataque muy
intenso, los hostigadores se detuvieron un segundo para coger más munición.
Las puertas de las casas se encontraban tapiadas, así que miró hacia las
ventanas de las que seguían lloviendo proyectiles incendiarios y, tras dedicar
una mirada de soslayo a Zelca, clavó su espada en el suelo y saltó hacia una
de las fachadas. El capitán de los Escudos se quedó estupefacto, pues Erol se
agarró a la pared como los propios záiselars y ascendió por ella a toda prisa
para colarse por una de las ventanas desde la que arrojaban las tinas.
Los gritos de pánico de los civiles convertidos a última hora en
combatientes, que no soldados, se sucedieron en el interior del edificio. Una
mujer salió disparada por la ventana para caer al vacío entre aspavientos con
los que pretendía frenar la velocidad a la que se precipitaba. Después otra, un
viejo, otras dos mujeres… Salían despedidos por diferentes ventanas, por
distintas habitaciones que se destinaron por orden del mismo Érxan como
apoyo a las tropas que combatían a ras de suelo. Si eso no bastaba para acabar
con los záiselars, los puncos ni siquiera tendrían que ensuciarse las manos en
la batalla, que habría acabado mucho antes de que llegaran al frente.
Erol volvió a aparecer cuando el edificio quedó despejado y,
compartiendo el mismo gesto de Khessyr antes de bajar del torreón, se
agazapó detrás de la barandilla de un balcón. En vez de descender, saltó hacia
la fachada que tenía en frente cruzando en el aire toda la extensión de la calle.
Puede que tuviese el rostro de Erol, pero aquella criatura, fuera lo que fuese,
no compartía ninguna otra cualidad física con él. Tampoco parecía guardar un
ápice de la bondad del muchacho que conocieran años atrás. Zelca, que nunca

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se caracterizó por su sentimentalismo, sintió una punzada en el corazón.
Había visto crecer al chico durante muchos años, convirtiéndose en el proceso
no solo en un gran soldado, sino en un líder, en uno de esos pocos iluminados
capaces de imponer su voluntad sin que los demás sientan la opresión. Entre
los Escudos, sus hazañas en los círculos de combate le valieron el respeto de
pares y superiores, y ahora que se encontraba de vuelta junto a los soldados
que lo acompañaron en sus inicios, sus habilidades se probaron muy por
encima de lo que pudieran prever.
Quizá Zelca y los demás oficiales hubieran convertido a Erol en un
soldado magistral, pero los rinhenduris lo transformaron en algo diferente, en
un guerrero en apariencia imbatible. ¿Serían los demás jinetes tan hábiles
como su líder? De nuevo, una plegaria inconsciente se escapó de su mente
pidiendo que no fuese así.
Erol se coló directamente en el edificio atravesando las contraventanas de
madera en su caída. Las ventanas del edificio vieron salir a sus inquilinos
volando como si la vivienda los vomitase de su interior, como si se trataran de
parásitos expulsados por fin de sus entrañas. Khessyr, al fondo de la calle,
permanecía impasible al espectáculo. Las gotas le rebotaban produciendo a su
vez una infinidad de gotas mucho más pequeñas que volaban desde allí, como
los moradores de las viviendas en las que entraba Erol, para estrellarse contra
el suelo en su viaje final. Zelca sabía que sin ellos les resultaría imposible
detener al lagarto. Tal vez ni siquiera pudieran acabar con Erol, así que
decidió incumplir su parte del plan y ordenó a sus hombres que retrocedieran.
Khessyr no permanecía allí sin motivo: controlaba que nadie tratase de
volver a cerrar las puertas. Como si quedaran defensores en las inmediaciones
capaces de completar semejante peripecia.

Poco antes de ese momento, Jagger Nath abandonaba las escaleras que
descendían desde el mismísimo infierno. Cerca de donde se encontraba, una
sección completa de muro ardía tras derribar a un záiselar que se quemaba
inmóvil en el suelo. La sensación de victoria apenas le insufló ánimo durante
un instante, pues el jinete que gritaba con voz penetrante ya se movía a ras de
suelo rematando a cuantos quedaban a su alcance. El lagarto parecía más
pequeño que el que se consumía carbonizado, pero no por ello aumentaban las
posibilidades de Jagger de sobrevivir a un enfrentamiento con él. Tardó poco
en comprobar que apenas quedaba alguno de los suyos en las inmediaciones.
Los soldaditos de verde aparecieron tras él abandonando la misma puerta,

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pero estos no se detuvieron a mirar a sus costados. Corrían tan rápido como
trabajaban y el comandante pensó que pronto lo dejarían atrás.
Un nuevo chirrido atrajo su atención: el záiselar que montaba la guerrera,
bajo el amparo del muro, lo miró como un camaleón que descubre a una
mosca. Giró la cabeza y su jinete, que no se había percatado de la presencia
de aquel soldado engalanado en una flagrante armadura roja, también lo miró.
Era como si bestia y jinete se conectaran mentalmente, como si el záiselar
hubiera encontrado una nueva víctima, pedido permiso a su ama para atacar y
esta, tras comprobar su posición y situación, le permitiera cumplir sus
designios. Un nuevo grito puso al záiselar al galope en su dirección.
La armadura de jinete y montura les impedía avanzar con la rapidez que
los caracterizaba, pero su velocidad seguía superando con creces a la de
cualquier hombre. Jagger corrió calle adelante hacia las formaciones de
Escudos en esta ocasión lideradas por el propio Assio, que con un hilo de
sangre brotando desde su frente hasta caerle sobre el pecho, donde la lluvia lo
difuminaba, aguardaba con la espada en ristre y un escudo en la otra mano.
Jagger ya no veía al jinete, pero sus enormes zarpas golpeando el suelo y el
tintineo de su armadura se oían acercándose a la esquina a toda velocidad.
Un nuevo chirrido salió de su garganta cuando descubrieron a la víctima
huyendo hacia lo que creía una posición segura. Jagger sintió un escalofrío a
su espalda; los extranjeros acababan de llegar hasta el pasillo que abrían los
Escudos, que se cerró tras ellos. Assio aún permanecía con la espada en alto.
—¡Atentos, mis valientes! —su voz sonaba más fiera que nunca, su pose
era digna de una estatua que coronase la plaza de algún asentamiento
importante—. ¡Aguantad! —volvió a gritar mientras Jagger se acercaba
seguido de cerca por la jinete.
Ella, a lomos de su espectacular corcel, preparó su lanza para atravesar al
comandante, que ahora sí, tuvo la certeza de que nunca sobreviviría a ese día.
La única esperanza que albergaba residía en que si los dioses de veras existían
y eran mínimamente justos, le permitirían ver a Tibrith Bent al menos una
última vez antes de enviarlo al infierno al que sin duda que pertenecía.
—¡Preparados! —su voz se elevaba incluso por encima del clamor de la
lluvia, de los gritos ahogados de los combatientes, del eco sordo que
producían las zarpas del lagarto y del tintineo de su armadura.
Los Escudos Negros, ocultos bajo el yelmo que los convertía en soldados
idénticos, transmitían cierta tranquilidad. Como si no necesitaran que los
arengaran para cumplir a pesar de lo descomunal de su tarea.
Pero Assio no les gritaba a ellos.

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—¡Ahora!
Jagger ni siquiera se detuvo a mirar al cielo. Assio, desde su posición
privilegiada, observó la escena como si de un espectáculo de fuegos
artificiales se tratase. Al menos treinta tinas cayeron al mismo tiempo con sus
trapos encendidos y su forma redondeada. Se le asemejaron a un puñado de
estrellas en mitad de la noche más oscura. La jinete, mirando hacia las
ventanas desde las que manaba fuego, dejó de emitir sus molestos gritos por
primera vez desde que entrara en escena. Assio percibió en su rostro la
impotencia, la humildad a la que acababan de rebajar a un dios que se cree
intocable.
—Arde, zorra —susurró al tiempo que caían las tinas.
Nath oyó los gritos de desesperación que provocaban las llamas
mordiéndole la piel. El lagarto se retorcía entre un mar de llamas incapaz de
apagárselas. El pelo rizado de la jinete se consumió tan deprisa que pensó que
nunca lo tuvo. Arrojó su lanza para tratar de apagarse las llamas a manotazos,
pero su tarea resultaba inútil. El záiselar acabó por tumbarse bocarriba,
desesperado, para apagarse el lomo de cualquier manera. Aplastó a su jinete
en el proceso, pero su ocurrencia no ayudó lo más mínimo a cumplir con su
objetivo.
Nuevas granadas cayeron sobre la panza del animal, que se incendió sin
provocar la más mínima reacción en su cuerpo. Assio, maravillado, observaba
la escena incapaz de asimilar la increíble eficacia que acababa de demostrar el
invento de Eldian Borroll. Jagger, detuvo su huida para volver la vista hacia
su perseguidora, que desapareció bajo la tumba de carne y fuego en que se
convirtió su montura.
Los Escudos vitoreaban llenos de júbilo; Assio lanzaba al gigantesco
cadáver una cantidad de obscenidades propias de un borracho de taberna
profesional.
—¡Buen trabajo, demonios! —levantaba un puño en dirección a las
ventanas; los ciudadanos asomados a ellas también mostraban su emoción.
Pero Jagger, a pesar de celebrar que seguía con vida, no parecía tan
contento. Les estaba agradecido por su tarea, no cabía duda, pero acabar con
un záiselar no bastaba para inclinar la balanza a su favor. No a menos que las
demás secciones demostraran la misma efectividad que ellos. Si acababan con
los lagartos, quizá pudieran enfrentarse a los puncos o a los rinhenduris, pero
no a ambos. En cualquier caso, estaban perdidos a menos que lograran matar
a Erol y con su muerte el resto de sus huestes se desbandara.

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Assio pensaba en su hazaña incapaz de asimilar que de veras lo
consiguieron. Recordó la historia sobre la maldición de la Fortaleza Negra
forjada en los tiempos de la primera incursión de los rinhenduris. En aquel
entonces, los invasores lo conquistaron todo a su paso sin siquiera perder
efectivos por el camino. No sería justo obviar que el rey Táscolo no contaba
con las invenciones de Érxan ni tampoco con el revolucionario método para
prender las calles ideado por el joven Eldian Borroll, pero eso no cambiaba
que consiguieron eliminar al menos a dos de los jinetes y que toda la
vanguardia de los rinhenduris de élite sucumbió ante las murallas.
Su gesta se probaría digna de enmarcarse en los anales de la historia, y
tanto si lograban vencer como si perecía hasta el último de ellos en la defensa,
ni los hombres que sobrevivieran ni ningún rinhenduris olvidaría jamás que
aquella ciudad logró quebrar la punta de su lanza, que se defendió hasta el
último aliento y que la victoria, lejos de lo que pudieran asumir antes de
comenzar la invasión, no resultó ni de lejos tan sencilla.
Las llamas terminaron de consumirse, el sol apenas arrojaba algo de luz
cubierto por completo tras el espeso manto de las nubes. Al otro extremo de la
calle, marchando con su característica disciplina, aparecieron las primeras
líneas de las formaciones puncas. Llegaba el tercer escollo a superar. Si todo
avanzaba según lo previsto, la escasa guarnición de civiles apostados en los
edificios al costado de las calles sería suficiente para cubrir su retirada hasta
la plaza de la Victoria, donde un bando se declararía victorioso, aunque
dudaba que se tratase de los locales.
—Vamos, Jagger, tenemos que irnos de aquí ahora mismo —advirtió el
capitán sin apartar la vista de los puncos. Su sonrisa se desvaneció—. ¿Estáis
herido?
—No tanto como para que tengáis que tratarme como a una mujer —
respondió acomodándose una hombrera que desajustada.
—Me alegra saberlo, comandante, porque aunque me tentase la idea no
creo haber llevado nunca al catre a una tan pesada como vos —lo miró
directamente a los ojos antes de continuar—. Ni tan fea —enarcó las cejas,
tiró el escudo y se limpió la sangre del rostro con el dorso de la mano. Jagger
lo miró como si quisiera partirle el cuello—. Aunque bueno, hubo una vez…
—¿De veras creéis que es buen momento para bromear?
Assio recobró la compostura, se llenó de aire los pulmones y miró hacia el
final de la calle, donde los puncos esperaban que el resto de sus hombres
penetrase en la ciudad antes de avanzar. Aguardaban allí para asegurar las
puertas hasta ese momento, en el cual avanzarían limpiando lo que quedase de

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las defensas antes siquiera de que el resto de rinhenduris interviniese en la
batalla. Después de todo, los puncos necesitaban cumplir sus cupos y vivían
para morir en combate. Esa era su finalidad, para eso se adiestraban desde la
niñez.
—Vamos a morir, ¿acaso no lo veis? —Jagger también los miró—.
Llegados a este punto, se trata de pasar los últimos instantes riendo o
cagándose en los pantalones.
Assio miró el cadáver del záiselar recordando el instante previo a la lluvia
de tinas ardiendo e hizo un movimiento de cadera como si valorase el estado
de sus calzones. Entonces, arrugando la nariz, añadió:
—Creo que definitivamente ya solo me queda reír.
Jagger soltó un bufido con el que pretendía ocultar su risa.
—¿Cómo ha podido ganar la guerra Lerac con hombres como tú
dirigiendo a sus tropas…?
No necesitaba responder, ambos lo sabían. Assio rio la broma de buena
gana antes de indicarle con la cabeza que lo siguiera y los Escudos volvieron
a abrir un pasillo para comenzar a retroceder por secciones hasta el centro de
la ciudad, donde todos ellos, cagados o riendo, afrontarían su final.
Jagger, de cualquier modo y a pesar de que hasta entonces no le inspiraran
respeto los payasos, no olvidaría nunca la pose confiada de Assio al frente de
los Escudos Negros, inmóviles y preparados para morir en su puesto aunque
les arrojaran un lagarto gigante con su jinete encima y tuvieran que derrotarlo
con sus propias manos. El comandante atravesó las líneas de la falange
mirando de reojo a sus integrantes, que sudaban valor y fuerza a partes
iguales. Por supuesto que derrotaron a Laebius, que ni siquiera se dignó a
aparecer en el frente en un momento en que todos, hasta los que no conocían
la ciudad ni la habían pisado jamás, daban su vida por los habitantes de la
misma y su propio futuro en común.
Y mientras caminaba a paso ligero tras Assio, recordando su fuga al límite
de las zarpas de la jinete y su montura, Jagger, señor de la casa Nath,
comenzó a plantearse que tal vez a él también le quedara ya únicamente la
risa para afrontar su momento final.

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67. LA BATALLA DE ÚLEUR THUM IV

Un batiburrillo de tropas llegaba a la plaza de la Victoria desde diferentes


ángulos. Algunos regresaban en aparente orden; otros, huyendo tan deprisa
que abandonaron sus armas en la carrera. No era difícil adivinar qué unidades
consiguieron frenar a los záiselars y cuáles sucumbieron al poder de sus
monstruosas zarpas.
La guardia de jade los rodeaba por todos los flancos. Seguían allí, al lado
de su emperador, a pesar de que varios perecieron defendiendo las secciones
de muro contiguas a las puertas. Aquella zona gozaba de las mejores defensas
de todo el frente, pero ni siquiera de ese modo consiguieron detener el avance
de su enemigo. Lerac dejó atrás la calle que desembocaba en la plaza y apenas
pisó su empedrado, comenzó a mirar en todas direcciones para calcular la
cantidad de efectivos con los que aún contaban. No sobrevivieron muchos,
pero sí más de lo que temía tras presenciar cómo arrasaron las murallas.
Además, albergaba la esperanza de que aún quedaran varias unidades
marchando hacia allí. No quería pensar en Zelca y los Escudos que lo
acompañaban, pues sin saberlo se colocaron frente al líder enemigo, cuyas
habilidades parecían incluso por encima de las del resto de los suyos.
Frente al palacio, en la escalinata que conducía hasta las estancias del
emperador que no se dignó a aparecer en escena, los Escudos Negros
restantes formaban para proteger el ascenso hacia la última fortaleza de
Úhleur Thum. Los civiles huían hacia el otro extremo de la ciudad esperando
que todos y cada uno de los soldados presentes muriese antes de dejar pasar al
enemigo que los perseguía.
Pero no había ni rastro de los rinhenduris.
El humo se elevaba desde las murallas e incluso a esa distancia podía
observarse sin problema el lugar exacto en el que explotó la máquina que
protegía la entrada que abrió Erol. La lluvia decidió darles un respiro, pero no
dejaba de caer a pesar de disminuir su intensidad. Hacía frío, pero los tiritones
que provocaba ocultaban los que producía el miedo. Quizá bajo esas

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circunstancias concretas el agua y las bajas temperaturas no representaran un
factor perjudicial para la moral.
Érxan oteaba el horizonte buscando a los suyos. Su ejército, sin embargo,
había quedado devastado. Fueron ellos quienes absorbieron el golpe inicial y
más duro de los rinhenduris. Como consecuencia, apenas restaba un puñado
de hombres desperdigados vistiendo las protecciones decoradas con su
precioso verde característico. Salvando a la caballería faxoliana, aguardando a
las afueras de la ciudad con Lasbos a la cabeza, el resto de sus unidades
fueron diezmadas, desmembradas o aniquiladas por completo. El emperador
pensaba una y otra vez en los motivos que lo trajeron hasta esa tierra lejana,
tan apartada de todo lo que conocía que no parecía pertenecer al mismo
mundo del que él provenía, cuestionándose si habría cometido un error
llegando tan lejos en sus ansias expansionistas.
Se consolaba al menos sabiendo que Lasbos se encontraba a salvo
esperando sus órdenes para avanzar con la caballería si fuese necesario.
Lasbos era su subordinado, sí, pero también su amigo más leal, su compañero
más cercano y la única figura paterna que le acompañaba desde que perdiera a
su padre.
Los mensajeros enviados al desierto en busca de los motivos que
explicaran el corte en la línea de suministros debían pensar que les encargaron
a una tarea imposible cruzando el desierto de vuelta, pero de hecho, puede
que fuesen los más afortunados de cuantos acompañaron a su emperador en
esa campaña. Al menos ellos solo tendrían que luchar contra el calor y la sed,
y si todo iba bien, regresarían pronto a la comodidad de la comida abundante
y un lecho en el que descansar.
Ambos llegaron hasta la base de la escalinata cuando Érxan ordenó a uno
de sus guardias que buscase a un traductor. No le quedaban muchos efectivos,
pero seguía siendo el gobernante de la ciudad. ¿Verdad?
—¿Dónde están los demás?
—Assio viene hacia nosotros en este mismo momento, señor. Séracar
también —respondió uno de sus bribones apostado en la plaza desde que
comenzara la batalla.
Se sirvió de la mayoría de su guardia para actuar de enlace entre las
diferentes ramas que formaban sus defensas, así lo informarían de las posibles
variables de la batalla sin perder un instante. La información actualizada era
vital para organizar una respuesta efectiva en los diferentes frentes, que ahora
ya no consistían en una línea de muro sino una infinidad de calles y avenidas
que terminaban desembocando en la plaza. Allí se demolieron varios edificios

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que los soldados de los rinhenduris podrían usar para bordearlos siguiendo el
plan de defensa elaborado por puncos, imperiales y extranjeros. Los puncos se
alineaban ahora frente a los aliados, no a su lado. Y conocían al dedillo todos
los entresijos de la defensa.
Lerac se giró en busca de los Escudos de Zelca. Quería preguntar él, pero
sabía que acababan de regresar precisamente del embotellamiento que
controlaba su sección y que las expectativas de victoria frente a Erol eran
prácticamente nulas. En cualquier caso, si había un grupo capaz de detenerlo
sin duda era el que encabezaba el veterano.
De pronto, los hombres de Assio llegaron hasta la plaza. Acudían en
formación, ordenados como si encabezaran un desfile y no un cuerpo del
ejército que se retira del frente. Lo idóneo sería que todas las bocacalles que
conducían al palacio presentaran el mismo aspecto, pero solo unos pocos
elegidos consiguieron abatir a sus objetivos. Llegados a ese punto, los
rinhenduris no perderían de vista las ventanas desde las que podían
emboscarse a sus záiselars, y la infantería no permitiría que los jinetes
avanzaran sin asegurar antes los flancos de la calle. Si no lo habían hecho ya,
pronto barrerían las casas junto a las que se parapetaban las falanges para
después caer sobre ellos como una maldición.
Su único consuelo lo aportaba el hecho de que los rinhenduris, que
comenzaron la batalla lanzando ataque tras ataque sin preocuparse lo más
mínimo por sus propias bajas o el poderío bélico de los hombres, avanzaban
con cierta cautela sabiendo que, de lo contrario, miles morirían antes de tomar
la ciudad. Érxan, a pesar de haber perdido a la mayoría de sus hombres,
seguía dando órdenes como si no se encontraran al filo de la derrota.
Con un índice diligente señalaba a las escuadras de artillería restantes, que
se preparaban para cargar los onagros situados en la explanada. Si los cálculos
eran correctos y la precisión tan buena como presumía el emperador, cuando
rinhenduris y puncos quedasen encallejonados por las falanges, los
proyectiles de los onagros causarían verdaderos estragos en sus filas. La idea
sonaba bien sobre el papel, pero su efectividad se debería a que los sifones de
fuego acabaron con la primera oleada, que de otro modo los sorprendería
saltando por los edificios o sobre las formaciones para alcanzar la artillería
antes de que representara un peligro real para los suyos.
Desde luego, si los artilleros acumulaban la mitad de experimentados que
aquellos que usaron los sifones de fuego y si las falanges de Escudos resistían
lo suficiente, la idea de alcanzar la victoria quizá no fuese del todo
descabellada. Pero a Érxan le preocupaban dos cosas en ese momento: la

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primera, que los puncos también combatían en falange y sus armas se forjaron
con un metal para el que los escudos corrientes no servían en absoluto; la
segunda, que todavía no sabían cómo combatían los regulares de los
rinhenduris y no le sorprendería que fuesen mejores soldados que los puncos.
En ese caso, ni los Escudos resistirían ni los defensores sobrevivirían.
Assio llegó al trote hasta ellos. Contaba con un caballo esperando en la
calle que defendía por si necesitaba huir a toda prisa, pero el animal sufrió un
ataque al corazón cuando las explosiones, el humo y el siseo de los záiselars
se acercó lo suficiente como para que temiese por su vida. Las riendas le
impedían escapar y entre tirones, fatiga y terror, cayó tieso como una tabla
para no levantarse nunca más.
Jagger Nath no se detuvo junto al emperador: se adentró en el palacio con
la determinación de un toro encerrado que encuentra al fin la salida.
—Va en busca de Laebius.
Lerac, que observaba su espalda roja ascendiendo la escalinata entre el
negro de sus muchachos, asintió esperando que lo buscase para cogerlo por
los huevos y lanzarlo a la batalla a cumplir con su deber como mínimo con la
mitad del arrojo que hasta las mujeres y niños de la ciudad demostraron.
Érxan, que solo entendió de boca de Assio el nombre del emperador, escupió
una maldición en su idioma antes de salir de escena a toda velocidad para
ayudar a una escuadra a colocar en posición su onagro.
—Un tipo admirable, ¿eh?
—Lo es, Assio. Estaríamos todos muertos de no ser por sus ingenieros y
sus soldados.
—Sí, pero aparte tiene carisma. Míralo ahí, empujando como un infante
más, levantando la moral de cualquiera aunque mire estas piedras blancas —
afirmó con la vista clavada en el suelo mojado de la plaza— y sepa que sus
huesos se pudrirán aquí mismo.
—Aún no hemos perdido, Assio.
Este echó un vistazo a su alrededor evaluando la situación. La mayoría de
Escudos se encontraban allí, pero era prácticamente todo lo que les quedaba.
—Quizá debamos encontrarle uso a la caballería, general —sugirió
preocupado por la fragilidad de las líneas que cerraban las calles—. Parados
no nos sirven, pero con una lanza en la mano o algún arco… —bufó
sintiéndose perdido.
—Tengo algo pensado para ellos, no te preocupes por eso.
Assio frunció el ceño.

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—Oh, no me lo digáis, general —dijo fingiendo sorpresa—, tan solo
procurad descubrir el pastel antes de que me maten, ¿eh?
—Tú procura no morir demasiado pronto.
Assio bufó una vez más.
—Ya debería haber muerto cuatro veces hoy —confesó sin tener que
pensar, como si llevara contando las ocasiones una y otra vez mientras
regresaba al interior de la ciudad—. Apuesto a que estar muerto es mejor que
congelarse de frío corriendo como pollo sin cabeza esperando a que te maten.
—Piensa en lo fácil que lo tendrás para encontrar pretendientas cuando
esto termine. Serás un héroe —la lluvia le resbalaba por la cara, pero un
nítido rayo de sol encontró por primera vez en el día su camino hasta el suelo.
—Sí, de hecho creo que ya está funcionando —sus palabras despertaron la
curiosidad de su general—. Le he salvado la vida a Jagger Nath.
—Supongo que me alegra oírlo. ¿Y?
—Y creo que está receptivo.
Lerac olvidó por un momento que se encontraban a punto de enfrentarse a
un enemigo invencible y estalló en una carcajada.
—Pero no se lo digáis, os lo ruego —miró hacia el palacio como si
esperase verlo aparecer por la cima de la escalinata en cualquier momento—.
Creo que podría convertirse en una fiera si sabe que lo sé.
Lerac volvió a reír, esta vez con tanta intensidad que se le escapó una
lágrima. Los Escudos los miraban sin comprender lo que ocurría, si sus
líderes perdieron definitivamente la cabeza o si la batalla terminó con ellos
como vencedores y no se hubiera corrido la voz todavía. No importaba cuál
fuera la causa. Todos habían perdido amigos en lo que llevaban de jornada y
los ánimos estaban por los suelos, pero contar con superiores capaces de reír y
mostrarse seguros en un momento así siempre levantaba la moral. Desde
luego, mucho más que verlos compungidos y nerviosos.
—Ve con tus hombres y ayuda a organizar sus filas.
—Sí, señor —saludó antes de salir a toda prisa dispuesto a desempeñar su
cometido.
—¡Y procura que no te maten! —voceó antes de que se alejara lo
suficiente como para que su voz se difuminara en el ambiente.
Assio, sin detenerse, levantó una mano por encima de la cabeza para
señalar que haría lo posible por cumplir sus expectativas. Érxan regresó como
un basilisco en cuanto descubrió a su traductor volviendo con el guardia de
jade. Él no tenía ánimos para reír ni tiempo que perder con distracciones
superfluas. Su mirada hacia Lerac era de reprimenda, pero no dijo nada. El

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general se sintió como un cabo borracho pillado de guardia y su sonrisa
desapareció tan deprisa como Assio la sacó de su rostro.
Un nuevo grupo de Escudos llegó hasta la plaza corriendo a toda prisa
entre gritos de advertencia.
—¡Allí! —señaló Lerac ordenando a los Escudos que lo rodeaban que
avanzaran hacia el lugar para cubrir la retirada de los demás.
Apenas empezaron a moverse hacia la calle indicada, apareció un jinete
de záiselar empuñando un arco: uno de sus extremos rozaba el suelo; el otro
se alzaba por encima de su cabeza. Sus proporciones solo podían aplicarse a
uno de los rinhenduris más recios. Lerac se planteó cuánta fuerza podría
generar la tensión de su cuerda; Érxan solo pensaba en la manera de
detenerlo.
Un Escudo se giró en el momento justo en que la criatura le lanzaba un
mordisco y este, sabiéndose en el último segundo de su vida, cargó contra él
clavándole la lanza en la lengua. El animal cerró la boca y cabeceó siseando
por el dolor, pero el arquero hizo caso omiso a sus lamentos, agarró otro
proyectil y tensó la cuerda. El tamaño de la flecha era mayor que las usadas
por las balistas, y tras apuntar durante lo que parecía un latido del corazón, la
liberó con una precisión imposible. El proyectil apenas voló una fracción de
segundo hasta clavarse desde el costado en la formación que cerraba una de
las calles.
Cinco Escudos cayeron al mismo tiempo atravesados como si de una
brocheta grotesca se tratase. La punta de la flecha, como ocurría con los filos
de las armas que portaban los puncos, atravesó sus armaduras sin esfuerzo.
Un par de soldados murieron al instante, pero los otros tres se retorcían
lanzando alaridos incapaces de moverse o levantarse por la herida y por el
peso de sus compañeros caídos. Lerac supo que ninguno de ellos sobreviviría
aunque todavía contaran con la capacidad de respirar y lamentarse.
Érxan, tras él, gritó algo mirando hacia el palacio. Coronaron sus torres
con dos sifones de fuego, pero a ras de suelo, desde la cima de la escalinata,
se instaló una escuadra de artillería compuesta por cuatro balistas. El
emperador señalaba al arquero ordenando a sus hombres que lo abatieran.
Seguro que a él también le maravillaba su presencia, sus características de
leyenda, pero no le sobraba tiempo para entretenerse con nimiedades. Sabía
que disparaba a una velocidad endiablada, pues apenas descargó el primer
proyectil ya recogía otro del carcaj que portaba su montura. De hecho,
contaba con dos de ellos colocados en paralelo junto al costado derecho.

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Disparó una vez más consiguiendo que otros cinco soldados cayeran
empalados; los Escudos se apartaban de él corriendo como ridículas figurillas
negras. A Lerac le recordó a un insecto demasiado grande para un grupo de
hormigas que ni rodeándolo desde todos los flancos conseguiría abatirlo. Y no
les faltaba razón, pues la coraza del záiselar unida a la dureza de sus escamas
lo convertían en un blanco imbatible. Su jinete, por otra parte…
Érxan volvió a gritar y la escuadra de balistas disparó. Los cuatro
proyectiles fallaron: dos se estrellaron contra el suelo, uno se clavó en la
fachada que quedaba justo detrás y el cuarto rebotó contra la armadura del
záiselar. Lo que sí consiguieron los artilleros fue atraer la atención del jinete,
que tensando de nuevo su arco apuntó hacia ellos.
Él no falló.
Su flecha alcanzó de lleno al artillero que recargaba una de las balistas, lo
clavó contra ella y esta salió catapultada hacia los muros del palacio, donde se
convirtió en un amasijo de astillas. Érxan miró a su espalda y volvió a gritar
la misma orden. Quedaban dos balistas tras él, dos diferentes al resto, más
pequeñas, con un sistema de recarga que funcionaba gracias a una cadena.
Solo necesitaban dos operarios para cada una: el que giraba una manivela que
tensaba la cuerda y otro que colocaba los cargadores de cinco proyectiles
sobre la misma. Cuando la manivela acababa de tensar, la fuerza de la
gravedad dejaba caer el virote, el artillero disparaba y volvía a tensar para
recargar su arma en poco más de siete u ocho segundos.
Ambas dispararon, pero también fallaron. Sin embargo, se encontraban a
menos distancia que la artillería que coronaba la escalinata, que aún recargaba
cuando las balistas más modernas dispararon otra vez. El arquero centró su
atención en ellas. Sus proyectiles eran más menudos que los de las balistas
tradicionales, pero su capacidad de disparo muy superior las convertía en una
seria amenaza. El rinhenduris lanzó otra flecha que impactó de lleno en el
pecho de un artillero abriéndole un agujero del tamaño de un melón. El pobre
desdichado ni siquiera tuvo tiempo para saber que había muerto y su cuerpo
cayó inerte sobre la máquina. En ese momento voló el tercer proyectil de su
compañero, que sí hizo blanco. El virote atravesó el abdomen del jinete, que
se retorció más por la sorpresa que por el dolor. Lo agarró con una mano que
pronto quedó ensangrentada y, sabiendo que sobresalía por su costado más
que por el orificio de entrada, tiró con fuerza de la punta y lo sacó por detrás.
Otros tres proyectiles salieron desde la cima de la escalinata; uno volvió a
impactar en el objetivo, esta vez en el pecho; los dos restantes pasaron muy

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muy cerca, y el jinete tiró de las riendas para volver por donde había venido
antes de que lo derribaran.
Érxan levantó el índice que gobernaba el mundo para señalar a sus
hombres cómo proceder. Estaba furioso, casi fuera de sí, porque sabía que
herir al rinhenduris no serviría de nada. Antes de que terminase la batalla sus
heridas habrían sanado y necesitarían eliminarlo otra vez. Lerac pidió un
caballo para moverse con más facilidad entre las diferentes calles bloqueadas
y poner orden. Mientras se lo traían, observó a Assio cogiendo a un grupo de
Escudos para tapar el hueco que abrió en la defensa el záiselar.
Casi no fue consciente hasta ese momento de lo mucho que aportaba
Assio, lo que lo ayudaba en todo y lo animaba cuando su moral flaqueaba. Él,
además de Liria, era el único testigo de su debilidad en los pocos momentos
en que esta relucía.
No podían detenerlos. Era sencillamente imposible. Un único záiselar
acababa de abrir sus defensas. ¿Qué ocurriría cuando atacaran todos al
unísono? ¿Cuántos quedarían aún con vida? ¿Habrían abatido sus Escudos
alguno o solo cayó el que eliminaron en las puertas?
—Tenéis que ir a por la caballería y atacarlos por detrás antes de que
terminen de entrar a la ciudad.
Era el traductor. Lerac permanecía tan inmerso en sus pensamientos que
ni siquiera oyó la voz del emperador.
—Rúeral debe marchar en este momento a cumplir esas órdenes —
informó deseando que así fuese.
El traductor transmitió el mensaje, pero Érxan negó molesto.
—No esa caballería, la de la ciudad.
Lerac se detuvo a pensar en sus palabras. Se refería a la guardia real, a la
caballería blindada de Laebius que únicamente le obedecía a él. El general no
contaba con ninguna potestad para mandarlos y ellos, ciegos seguidores de la
mentalidad supremacista de los habitantes de la ciudad sobre los demás
clanes, se negarían en rotundo a seguir sus órdenes. No es que Lerac no
quisiera obedecer, es que resultaba imposible cumplir con lo que le
ordenaban.
Pero había alguien que sí podía dirigirlos y, si seguía vivo, era únicamente
gracias a Assio.
—Así lo haré —indicó antes de partir a toda velocidad hacia el interior del
palacio en busca de Jagger Nath.

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68. LA BATALLA DE ÚLEUR THUM V

Erol les ordenó marchar delante de sus regulares como punta de lanza que
abriese las calles de los bloqueos formados por los Escudos Negros. No es
que no confiara en el poder de sus soldados para eliminarlos, sino que
resultaría más sencillo para los puncos, que combatían en falange, y de ese
modo no caerían innecesariamente más rinhenduris. Los soldados de Frunk
formarían un émbolo que, empujando desde un extremo de la calle, expulsaría
de su interior cuanto encontrase a su paso hasta llegar a la plaza de la
Victoria.
Zúral y él se movían todavía a paso calmo, observando las llamaradas que
caían desde las torres derritiendo a los rinhenduris como si estuviesen hechos
de cera. Largas manchas negras de aceite consumido y carne derretida
tintaban los muros de Úhleur Thum. Nadie, ni siquiera Barlohn que estuvo
presente en el único momento que Érxan habló de aquella invención, imaginó
que pudieran aportar una ventaja tan abismal en la defensa. Él y Frunk se
miraron un momento en el que, sin hablar, se transmitieron un mensaje que
decía: «¿Cómo íbamos a imaginarnos esta masacre?».
Tal vez se hubieran equivocado de bando, quizá tuvieran la oportunidad
de combatir a los rinhenduris desde las murallas, junto al resto de los
humanos, y contra todo pronóstico detenerlos en aquella ciudad que hasta ese
preciso instante en que los torrentes de fuego empezaron a limpiar las
murallas, parecía condenada sin remedio.
Los rinhenduris intercambiaban impresiones, algunos incluso exclamaban
señalando cómo una sección entera de muro por la que ascendían los
asaltantes quedaba despejada después que un chorro de fuego los bañase
desde la cima hasta la base.
Fez, por su parte, observaba el espectáculo con la emoción de un bebé que
ve el rostro de su madre reaparecer tras sus manos. Mirando a los rinhenduris
deshacerse entre las llamas, debía esforzarse por no gritar de emoción. Habría
disfrutado igual siendo él uno de los achicharrados, pues lo que le embriagaba

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de emoción era presenciar algo tan aterrador, tan sobrenatural e increíble
como lo que ocurría frente a él.
Formaban tras los lagartos gigantes esperando para atacar una ciudad que
se defendía con lo que, a su juicio, podían tratarse de armas dignas de un
relato sobre los Gréolos. ¿Cómo era posible que la humanidad hubiese creado
un artilugio tan inverosímil? ¿Qué otros prodigios lograrían construir si
contaban con el tiempo suficiente para seguir investigando formas de dar
muerte a una escala tan descomunal?
Los rinhenduris, no menos sorprendidos que él, barajaban las mismas
cuestiones.
Erol se giró en su silla para mirar a Frunk.
—Prepara a tus hombres y empezad a marchar de inmediato. Vamos a
abrir las puertas.
—Sí, señor —y agachó la cabeza como un perro apaleado.
Erol lanzó un grito de batalla y la fila de jinetes que formaban al frente de
la formación compuesta por diez záiselars se puso en marcha. Los lagartos
empezaron a correr en paralelo a Khessyr separándose poco a poco para
quedar en una posición que permitiese a cada uno asaltar una parte distinta del
muro. Erol, con Zúral a su derecha, se dirigía directamente al único punto que
los suyos se mostraron incapaces de alcanzar: la puerta principal.
—Ya lo habéis oído —dijo dirigiéndose a sus hermanos—. Colocaos en
posición y avanzad hasta el muro. Yo entraré primero y aseguraré las calles
para que el resto del ejército pueda penetrar en la ciudad. Avanzad con
firmeza, empujad a los Escudos hasta el centro de la ciudad y matad a cuantos
se resistan por el camino —ambos asintieron antes de ponerse el yelmo—. Ya
sabéis lo que hemos venido a hacer.
Fez reía como el tonto del pueblo mirando las monstruosas figuras de los
záiselars corriendo a toda velocidad hacia los muros. Aquellos eran los
guerreros más peligrosos, grandes, fuertes e imbatibles que viese jamás, y
ellos marchaban tras su estela. Sentía el corazón henchido de fuerza, de ganas
y de gloria antes siquiera de afrontar su cometido, de poner su granito de
arena en la batalla más colosal que jamás tuviese lugar en la historia de la
humanidad. Se golpeó el pecho con ambos puños y lanzó un grito de batalla a
los cuatro vientos. Barlohn y Frunk, sin mirarlo, sintieron que las ganas de
Fez también los inundaba.
Por fin, después de tantos años preparándose para su destino, estaban a
punto de asaltar la ciudad que sus antepasados ni siquiera tuvieron la fuerza
de llegar a ver de cerca. Úhleur Thum se defendía como un auténtico gigante,

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pero ningún guerrero puede alcanzar la gloria derrotando a un enemigo
pequeño, y ningún punco pudo jamás soñar enfrentarse contra un enemigo tan
poderoso como el que aguardaba justo delante.
Apenas pasaron unos minutos, Frunk supo que sus hermanos ya ocupaban
la cabeza de sus propias secciones del ejército y ordenó que comenzaran a
marchar a paso rápido. Los defensores se encontraban tan ocupados con la
vanguardia de los rinhenduris que Frunk dudaba que tuviesen tiempo para
observar a los lagartos acercarse. Entre las primeras luces del alba, los chorros
de fuego lamiendo la piedra brillaban más espectaculares. El naranja que
expulsaban casi de continuo aportaba un aire sobrenatural a los defensores,
pero sin detenerse nunca a contar cuántos de aquellos artilugios había en
funcionamiento al principio de la batalla, sabía que algunos se detuvieron
aguardando ese momento. Apenas un puñado de asaltantes alcanzaban las
almenas, pero los pocos que lo conseguían causaban auténticos estragos entre
las filas del ejército expedicionario.
Columnas de humo negras como las armaduras de sus enemigos se
elevaban al cielo igual que las plegarias de los ciudadanos. Y del mismo
modo que ocurría con la lluvia eliminando del aire el humo, también
arrastraba en su camino las súplicas de los civiles.
Una ráfaga de viento trajo el hedor dulzón a carne abrasada, a sangre y
destrucción que avanzaba hacia el interior de la ciudad como los propios
rinhenduris. Además, del aceite quemado emanaba un olor muy particular que
los puncos no reconocían y que conseguía irritarles la nariz. Aquello era
bueno, pues si a esa distancia les molestaba, los defensores debían asfixiarse
junto a las torres.
Barlohn avanzaba solo un paso por delante de sus hombres, lo suficiente
para que su figura se distinguiera entre ellos. Buscó con la mirada a los
rinhenduris, que permanecían inmóviles a la espera de sus propias órdenes. La
mayoría de ellos se asemejaban a simples hombres, pero de vez en cuando,
entre sus filas aparecía un tipo que le sacaba dos cabezas al resto. Su tamaño
no tenía nada que envidiar al de la élite, pero por algún motivo no pertenecían
a la vanguardia. Sus armaduras, diferentes entre sí como si pertenecieran a
múltiples clanes, no se forjaron con el mismo metal que sus armas. Barlohn
pensó que ese material debía ser tan escaso como valioso y que, a pesar de
que al parecer contaran con grandes reservas, no bastaba para cubrirlos a
todos.
De hecho, ni siquiera había tantos rinhenduris. No muchos más que los
propios puncos. Nunca se enfrentaron a ellos, pero Barlohn sospechaba que a

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pesar de su tamaño y fuerza superior, de su capacidad para regenerar heridas
o volver a la vida, la verdadera fortaleza de los rinhenduris residía en los
záiselars así como en la vanguardia que se estrellaba contra los muros.
Posiblemente en su primera incursión, en la que barrieron la Fortaleza Negra,
los regulares ni siquiera tomaran parte activa en la batalla.
Volvió a mirar a los muros: los záiselars pronto los alcanzarían y pensó
que sin las máquinas de Érxan, la batalla ya se encontraría en la recta final en
ese mismo momento, casi tan pronto como empezó.
Una orden pronunciada a viva voz puso a los rinhenduris en marcha. ¿Por
qué no avanzaban ellos justo tras los lagartos? Frunk sabía que se debía a su
equipo, a que los puncos estaban armados con lanzas, pero Barlohn
sospechaba que Erol no se fiaba de ellos por completo y que, mientras se
movieran entre záiselars y el grueso de su ejército no podrían cambiar de
bando sin quedar atrapados por ambos costados. Era una medida inteligente,
de eso no cabía duda, pero ¿sería suficiente?
Frunk observó a Erol lanzarse contra el muro para ascenderlo como una
centella sobre el monstruoso Khessyr, que ocupaba casi la mitad de la pared
en vertical cuando su cabeza llegó a las almenas. Hubo una explosión sobre
las puertas y una nube naranja se levantó por encima de la ciudad escupiendo
restos incandescentes de madera, soldados y metal fundido. Abrió los ojos
como platos cuando una llamarada bañó por completo a uno de los záiselars,
que se retorció como una lagartija que pierde el rabo y cayó entre siseos al
interior de la ciudad. Los defensores habían acabado con uno, pero los demás
ya limpiaban lo que quedaba de sus fuerzas sobre el adarve.
Erol ascendió hasta lo más alto de la torre que guardaba la entrada
principal y acabó con los defensores que permanecían apostados en ella.
Desde la explanada frente a la ciudad, su figura sobre el záiselar con la cola
colgando en paralelo a la muralla se intuía más voluminosa.
Aquel rinhenduris no era como los demás. No podía serlo.
Aulló una orden tras comprobar el estado de sus flancos y los jinetes que
lo acompañaban saltaron hacia el interior de la ciudad. Todos menos dos, que
volvieron a tierra y empezaron a correr en paralelo al muro a toda velocidad.
Pretendían flanquear a los defensores.
Al otro lado de las puertas, el sonido de casas viniéndose abajo, gritos de
soldados desesperados, aterrados o heridos; el ensordecedor siseo de los
záiselars y los chirridos de una rubia con el pelo rizado que montaba a la
izquierda de Erol y que le producía el sonido más molesto que hubiera oído
nunca. Khessyr quedó parapetado tras las puertas de entrada, que crujieron

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primero y se tambalearon después. Apenas restaban setenta metros para llegar
hasta ellas cuando las láminas de madera reforzadas con planchas de acero se
separaron. Frunk, con su martillo al hombro, contuvo la reacción que le
produjo la visión de Erol agarrando ambas con sus propias manos.
¿Cómo no arrodillarse ante alguien así?
Ningún hombre obligaría a Frunk Cabezamartillo a someterse, pero Erol
no era un hombre, y desde luego no necesitaba a Khessyr para impresionarlo.
El gigantesco animal solo suponía un añadido más a las cualidades físicas que
ostentaba ese «generalillo» como se refería Barlohn a él antes de
encontrárselo cara a cara.
El Primer Guerrero se planteó preguntarle a su hermano si, después de
evaluar su fuerza, seguiría refiriéndose a él de forma tan despectiva. Podía
comprender que en su orgullo no cupiese la posibilidad de arrodillarse ante
nadie. Menos aún ante un desconocido que ni lo superaba en edad, pero ahora
que demostraba sus cualidades sobrehumanas, seguro que sus ideas variaron
por completo.
En especial tras observar los intentos fallidos de los defensores por
mantener en el exterior al ejército rinhenduris. Y eso que Úhleur Thum
contaba con buenos muros.
Erol, tras abrir las puertas de par en par, los invitó con un gesto con la
mano a colarse en la ciudad. El lomo de Khessyr tras él, inmóvil, les hizo
pensar que ni siquiera los Escudos se mantendrían en sus puestos tratando de
detener su avance.
Barlohn miraba la base de las murallas observando el espectáculo. Había
visto muchos cadáveres a lo largo de su vida, pero el amasijo de cuerpos
carbonizados no se asemejaba en nada a sus recuerdos. Los muros siempre
concentraban en su base montones de muertos ensangrentados, pero allí
apenas se veía sangre. Solo ceniza, miembros ennegrecidos y charcos de un
líquido viscoso con la textura y el color de la cera que se acumula en los
oídos. La lluvia conseguía aguar la mezcla disimulando en buena medida el
olor que emanaría en cuanto el sol la calentase.
Frunk miró a sus costados; Fez y Barlohn, al unísono, levantaron sus
armas para indicar a los suyos que se detuvieran.
—¡Seguidme!
Frunk alzó su martillo y las filas de puncos giraron sobre las cuatro
columnas que quedaban tras él sin detener su marcha. A medida que
avanzaban, los hombres formados en los costados formaban para seguir
nutriendo las cuatro columnas perfectas que se adentraban en la ciudad. Era

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un espectáculo coreográfico digno de un concurso que, visto desde la cima de
las torres debía asemejarse al de un embudo que alimentaba la puerta de la
ciudad.
Cuando Frunk cruzó el umbral encontró un mosaico de muertos en el
suelo. La mayoría pertenecían al ejército de Érxan, pero ni él ni ninguno de
los suyos pasó por alto gigantesco cadáver del lagarto que taponaba la mitad
de la calle. Erol, que había vuelto a lomos de Khessyr, agarró las riendas con
una mano mientras lo llamaba con la otra. Frunk indicó a sus barbas que
avanzaran para cubrir las bocacalles, como acordaron, y se acercó al primer
caudillo no perteneciente al clan al que hubieran servido los puncos a lo largo
de su historia. La calle que se extendía frente al lagarto quedó despejada a
excepción de un pelote de Escudos Negros que huían en desbandada hacia el
interior.
—Las casas de los laterales están infestadas de ciudadanos que arrojan
tinas con aceite que explotan convirtiéndose en bolas de fuego —Frunk miró
hacia el pavimento y observó los restos de cerámica y llamas tenues
consumidas por la lluvia—. Que tus hombres las limpien y avancen hasta el
centro de la plaza.
—Sí, señor.
—No quiero arriesgar a mis jinetes metiéndolos en callejones donde los
puedan emboscar —Frunk asintió sin la certeza de encontrarse al final de la
conversación—. Cuando limpiéis las casas, los záiselars os seguirán para
llevar a cabo el asalto al palacio. Espero que no les queden más de esas —
miró a la torre que explotó poco antes—, por lo que cuando estemos en la
plaza, habrá llegado el momento de terminar con esto.
—Sí señor —repitió sintiendo una punzada de excitación en el pecho.
Erol tiró de las riendas y Khessyr, con una agilidad que siempre lograba
sorprender a todos los presentes, giró para avanzar en paralelo al muro
dispuesto a llevar las órdenes al resto de sus jinetes. A la izquierda, hacia
donde se dirigían los puncos encabezados por Frunk, no quedaba ningún
jinete. Los molestos chirridos de la mujer del pelo rizado cesaron poco antes,
lo cual mejoró su ánimo. No la conocía, pero odiaba tanto el sonido que
producía que esperaba que hubiera caído achicharrada del mismo modo que
intentaron acabar con Erol y Khessyr.
Frunk lo vio alejarse mientras el torrente de puncos inundaba la ciudad.
Apenas quedaban más defensores que los pocos Escudos que sobrevivieron al
contacto inicial con los záiselars. La batalla estaba perdida, ¿acaso no podían
verlo?

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En cualquier caso, el resultado no cambiaba un ápice sus convicciones: no
tenían más remedio que continuar según lo planeado. Aunque le costara la
vida hasta al último de los hombres de su clan.

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69. LA BATALLA DE ÚLEUR THUM VI

Las puertas de palacio permanecían abiertas para facilitar el tránsito de los


soldados que entraban y salían sin descanso. Unos traían heridos que se
acumulaban en el interior, donde ni todos los médicos del imperio bastarían
para atender a la cantidad de pacientes que ya se agolpaban en salones,
cocinas y pasillos; los otros, cargados con carcajes llenos o las camillas que
usaban para recoger más heridos.
El ruido se elevaba hasta ensordecerlo, pues la algarabía de gente
moviéndose a toda prisa conseguía que las mismas paredes del palacio
temblaran. Laebius se opuso a que los soldados extranjeros mancharan con su
sangre sucia el suelo del palacio, pero comprendió pronto que sus pataletas ya
no surtían efecto y que su nuevo emperador no contaba con la paciencia
requerida para escuchar sus quejas. Cuando Érxan dictó la orden, Laebius
tuvo que tragarse su orgullo y asimilar que ya no ostentaba poder para negarse
a las medidas que no le convencían.
¿Dónde estaba Laebius de todos modos? Necesitaba encontrarlo para que
su caballería atacase la retaguardia de los rinhenduris, aunque dudaba de
veras que le obedecieran. Por eso Lerac no buscaba a Laebius sino a Jagger
Nath, que sin ser de su agrado y a pesar de sus ideales totalmente opuestos,
contaba con el valor y el compromiso con el honor suficiente para obligarle
cumplir con ese cometido. Puede que Laebius prefiriese suicidarse si sentía
que la batalla estaba perdida y que los rinhenduris lo alcanzarían, que se
arrinconase en su alcoba esperando que nunca lo encontraran allí. Pero Jagger
estaba hecho de otra pasta, y si existía alguien capaz de liderar de forma
efectiva a la caballería real, ese era el comandante de la armadura roja.
Los quejidos de los heridos se sucedían a medida que avanzaba hacia el
interior del palacio, donde se agrupaban la mayoría. No quedaban vendas
limpias y el suelo estaba tan manchado de sangre que algunos sanitarios se
resbalaban y caían en su camino entre un paciente y otro.
La luz del sol, que parecía empezar a ganarle la batalla a la tormenta que
los sacudió durante toda la batalla, se colaba por las ventanas como si un

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atisbo de esperanza tras los nubarrones pudiera todavía calentar los corazones
de los defensores. Pero no lo conseguía.
Nadie, ni uno solo de ellos, creía todavía que la victoria fuese posible. En
otra ocasión quizá, bajo otras circunstancias, quedarían aún hombres luchando
por la gloria y la fama, pero en ese momento, bajo la lluvia que regaba las
entrañas de Úhleur Thum tanto como la sangre de sus habitantes, todo
combatiente que sostuviera su arma en ristre lo hacía únicamente porque no le
quedaba otra opción. Morirían sin importar lo que ocurriese, por lo que
rendirse nunca fue una alternativa.
—¿Has visto a Jagger Nath? —preguntó a un soldado con el que se cruzó.
El muchacho no era mayor que él, pero tenía el rostro pétreo de un
veterano o de aquel que ya ha asumido su destino. Negó con la cabeza, pero
señaló hacia el interior del palacio y dijo que si estaba en alguna parte, debía
ser con Laebius, en sus aposentos.
Lerac se dirigió allí a toda prisa, alcanzó las escaleras que ascendían en
cuadro hasta las plantas superiores y subió los escalones de tres en tres hasta
que la falta de aliento le mordió los pulmones y las rodillas le temblaron
como a los soldados de la primera línea. Aún le quedaban tres plantas, pero
aunque su cuerpo le pidiera un descanso, aunque su corazón amenazara con
explotar por el sobreesfuerzo, se obligó a seguir avanzando sin descanso. Su
tarea no resultaba ni de lejos tan ardua como la de sus Escudos, que seguían
combatiendo a monstruos salidos de sus peores pesadillas sin flaquear un
instante. ¿Cómo iba a permitirse él un descanso cuando su rival no lo
componían más que un puñado de peldaños?
Llegó hasta la planta superior sintiendo que la vista se le nublaba y que
pronto caería al suelo exhausto, caminó con pesadez quitándose las hombreras
por el camino. Había dejado la espada y el cinto en algún punto entre la
tercera y la cuarta planta, pues su armadura ya pesaba lo suficiente como para
anclarlo al suelo por encima de sus fuerzas. Una guarnición de cinco guardias
guardaba las puertas, que se abrieron ante el estruendo del metal chocando
contra los azulejos del palacio. Al otro lado de la puerta, el rostro de Jagger,
con el ceño fruncido y cara de pocos amigos, que sin abrir la boca transmitía
sin duda las palabras que le pasaban por la cabeza.
—El emperador no quiere verte —espetó evitando decirle que podía
volverse por donde había venido, morirse o caer en el infierno con su
bendición con tal de no molestarle.
—Que le follen al emperador —escupió Lerac tratando de no morirse por
el esfuerzo.

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Pero Jagger, que en cualquier otro momento habría desenvainado su
espada para partirlo por la mitad como un panecillo puesto junto al plato de
los comensales, levantó una ceja incrédulo. Sus guardias, frescos como rosas
tras permanecer allí parados durante toda la batalla defendiendo a un
pusilánime, sí tuvieron el valor suficiente para desenfundar frente a un
enemigo que había ofendido a su líder mientras su pueblo moría masacrado
por una raza que no perdonaba a nadie.
Jagger, para sorpresa de todos los presentes, los contuvo.
—Te necesito a ti, no a Laebius.
—¿Para qué?
—Para que lideres a la guardia real en una carga por la espalda a los
rinhenduris.
Nath chistó negando con la cabeza.
—¿Para qué?
Aunque usara las mismas palabras, estas revelaban una pregunta diferente.
—¡Para no morir encerrado tras una puerta en la última planta de este
palacio mientras tu gente es masacrada! —el grito salió desde tan profundo de
su ser, alimentado por tanta energía, que Lerac dudó un instante que fuese su
propio cuerpo quien lo emitía—. ¡Ahí afuera yacen los cadáveres de miles de
soldados que no habían visto esta ciudad jamás hace un mes; los de mis
Escudos que supuestamente son enemigos de todos los habitantes de Úhleur
Thum antes de que llegaran los rinhenduris; los de los veteranos de mi padre
que siempre quisieron la destrucción del régimen de Laebius! ¡Todos están
muriendo para defender esta ciudad y sus habitantes, a todos los humanos del
imperio! ¿Y tú preguntas por qué?
Jagger permanecía en silencio observándolo; los gritos de los heridos a los
que tapaban brechas o amputaban miembros ascendían hasta allí desde las
plantas bajas. Lo habrían hecho aunque los aposentos del emperador se
encontraran tres niveles más arriba.
—¿Es esto por lo que has luchado siempre? ¿Es este el emperador que
merece que dediques todo tu esfuerzo, tu inteligencia y tus capacidades? ¿Un
emperador que ni siquiera es capaz de presentarse ante sus hombres mientras
literalmente todos los que no son de esta ciudad luchan? ¡Todos, maldita sea!
¡Hasta las mujeres y los niños!
Lerac no fue consciente hasta ese momento de lo mucho que odiaba a
Laebius. Creía que no, que solo se trataba de un enemigo al que vencer para
que las vidas de la mayoría mejorasen, pero ahora comprendía que lo que él
representaba era una idea de egoísmo disfrazada de simple supremacía. Al fin

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comprendía el odio que le producía a su padre, y tuvo que verse envuelto en
la peor batalla imaginable para comprender lo profundas que se clavaban las
raíces de Laebius en aquella tierra y lo difícil que sería gobernar la capital del
imperio sin arrancarlas por completo.
Por suerte, el asalto de los rinhenduris creó miles de testigos de su
incompetencia y egoísmo. La contraparte descansaba en el hecho de que
ninguno sobreviviría para sacar rédito de ello.
—Ahórrate los sermones, general. No los necesito.
Abandonó la sala sin mirar atrás y cerró la puerta a su espalda. Su
armadura roja disimulaba bien la sangre. Muchos aseguraban que su propósito
era precisamente el de evitar que sus enemigos averiguasen si se encontraba
herido; otros, que el rojo lo presentaba como un guerrero cubierto
precisamente por la sangre de sus rivales abatidos. Lerac pensaba que
sencillamente le agradaba ese color con el que destacaba entre el resto tanto
como diferente a ellos se sentía.
—La caballería real está dispuesta cerca de la plaza Gálata, a unos
minutos a caballo desde aquí.
—¡Pues id a por ellos y llevadlos a la batalla, por todas las maldiciones!
Si no es por el emperador ni por vuestra propia gloria, al menos mostrad el
valor de hacerlo por los habitantes de la ciudad.
Jagger Nath comenzó a caminar hacia él, torció la cabeza hacia un lado y
empezó a negar lentamente con un puño en alto. Mostraba los dientes como
un perro rabioso y de su guantelete caían gotas carmesí como si la armadura
se deshiciera.
—Todo lo que he hecho desde que tengo uso de razón ha sido por las
gentes de esta ciudad y de Lében, y no permitiré que ni tú ni nadie, venga del
otro lado del desierto o desde los mismos troncos de Trenulk cuestione eso
nunca, ¿me oyes?
Lerac seguía agotado, y ahora que le faltaba la mitad de su armadura
parecía más pequeño y frágil que nunca. Jagger lo agarró por el cuello justo
donde la coraza terminaba. Lerac, sin fuerzas para enfrentarse al coloso rojo
aunque se encontrase en circunstancias normales, solo pudo agarrar su brazo
sintiendo que los dedos alrededor de su gaznate le cortaban la respiración.
—No tienes ni idea de lo que he hecho por esta ciudad y sus habitantes,
renacuajo —la presión aumentaba; Jagger, a pesar de haber combatido en
primera fila, de llegar corriendo hasta la plaza de la Victoria y ascender los
escalones que lo condujeron allí poco antes, seguía gozando de una fuerza que
Lerac no contenía ni descansado—. Y no consentiré que mi nombre caiga en

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el olvido por culpa tuya o de ese nuevo emperador que se ha adueñado de
nuestra ciudad.
Lerac se aferró al poderoso brazo del comandante cuando sintió que los
dedos de sus pies apenas tocaban el suelo. No podía respirar, y lo necesitaba
con urgencia. Pero se sentía incapaz de resistirse a un rival tan superior. ¿Así
terminaba su vida? ¿Se sintió de esa manera la vanguardia cuando se
enfrentaba a la primera oleada de rinhenduris?
El general, ahogándose sin remedio, golpeó el pecho de Jagger Nath como
un bebé que patalea en brazos de su padre. El tintineo sordo de la coraza le
respondía que su intento resultaba fútil. La vista se le nublaba. Pensó en Liria
y en su hija, y sintió que si tan solo pudiera verlas antes de morir, dejaría que
el comandante de Laebius cumpliese su voluntad sin resistirse, yéndose en
paz, sabiendo que moría haciendo lo correcto, en el lugar que debía,
defendiendo siempre a los débiles como su padre trató de enseñarle.
Jagger, mirándolo fijamente, no aflojaba un ápice la presión; Lerac,
sabiendo que la cara de rabia del comandante sería la última imagen que sus
ojos verían jamás, creyó vislumbrar una lágrima mojando sus pestañas. Jagger
no parecía triste, solo enfadado hasta un punto que no podía controlar.
Y sabiéndose perdido, dejó de resistirse pensando que al menos Áramer
había cumplido con su misión, que Liria se encontraba lejos de aquella
matanza, que su hija crecería huyendo de los rinhenduris y que su legado,
como el de Kraen, se mantendría vivo a pesar de su prematura muerte.

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70. LA BATALLA DE ÚLEUR THUM VII

Varios pisos más abajo, donde hombres y rinhenduris mantenían su cruel


duelo a muerte, los heridos entraban a palacio sin descanso. La mayoría
presentaban un estado tan grave que apenas los conducían hasta allí para
morir al resguardo de la lluvia, por lo que un grupo de civiles retiraba los
cadáveres para dejar sitio a los nuevos soldados que pronto se unirían a ellos
en el otro mundo. No había tiempo para lamentarse ni recursos ni espacio que
desperdiciar.
Ya llorarían si es que los rinhenduris no los masacraban a todos.
Apenas había heridos que presentaran quemaduras, lo que sorprendió a
prácticamente todos los locales. Las máquinas de Érxan parecían un arma
entregada por los dioses, y como tal, su uso implicaría pagar un precio
elevado en las vidas de quienes las manipulaban. La mayoría de los veteranos
de Kraen e imperiales sintieron que se les encogía el corazón cuando las
surrealistas invenciones de los extranjeros empezaron a escupir fuego. Creían
que estallarían, que los barriles de combustible acabarían prendiéndose para
diezmar sus filas antes de que sus enemigos tuvieran que esforzarse por
expulsarlos de las murallas. Pero no fue así.
La mayoría necesitaba tratarse contusiones severas más que cortes o
amputaciones. Muchos estaban en la enfermería porque fueron golpeados
contra el suelo, sus propios compañeros, el muro o los inmensos puños de los
rinhenduris de élite. Las corazas salvaron innumerables vidas, pero ni siquiera
las protecciones de metal impidieron que sus órganos se machacasen tras salir
despedidos desde la cima de la muralla para precipitarse al vacío. Sin
embargo, desde que el combate se extendió a las calles, empezaron a llegar
los primeros Escudos con incisiones tan limpias que sus armaduras apenas
mostraban desperfectos en los bordes de los tajos. Como esas botellas de
cristal que se cortan frotando una cuerda pacientemente sobre su superficie.
Los cirujanos agradecieron la naturaleza de las lesiones, pues resultaba
más sencillo coser una brecha limpia que reparar un miembro machacado o
que amputarlo para contener la hemorragia.

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Los médicos operaban de urgencia a cuántos podían; los enfermeros,
armados con hilo y aguja, daban puntadas con la cadencia de los trabajadores
de un taller de costura.
—Dejadlo por aquí —señaló un doctor antes darse la vuelta para indicar a
sus ayudantes que sacaran los cadáveres de dos muchachos de apenas veinte
años que murieron juntos allí, en esa tierra extraña para ellos, a miles de
kilómetros de su hogar.
—Omer, por todas las maldiciones de esta tierra… —susurró sin fuerzas.
El galeno, que trataba de coser una pierna amputada antes de que el
enfermo se desangrara, reconoció su voz sin necesidad de mirarlo. No levantó
la vista para responder.
—¿Qué haces aquí, Zelca?
Este rio con el aliento entrecortado cuando confirmó que de veras se
trataba de Omer y no de una alucinación.
—Soy un soldado, Omer. La enfermería es nuestro hogar tanto como los
barracones. ¿Y tú, qué haces aquí? Llevaba años sin verte.
Su voz sonaba fatigada, pesada, y el dolor interrumpía sus palabras cada
pocos suspiros. Estaba tan débil que ni siquiera gritaba a pesar de sus heridas,
como si su cuerpo hubiera decidido sumirlo en una especie de letargo suave
que le ayudara a soportar sus últimos instantes de vida.
—Soy médico.
Zelca entendió en su respuesta el resto de la frase que se guardaba para sí:
«la enfermería también es nuestro hogar tanto como el de los soldados».
Omer nunca fue un tipo dado a muchas palabras; tampoco al humor, y aunque
Zelca no solía simpatizar con nadie, Omer recorrió buena parte del imperio a
su lado, compartió su comida y el techo de estrellas bajo el que durmieron
pasando frío y calor en innumerables ocasiones, y sentía un gran afecto por él.
Aparte de Kraen, Omer tal vez fuese el único a quien consideraba su amigo.
—Pues me alegro de que seas tú quien intente curarme, compañero,
porque creo que no las tengo todas conmigo.
Omer por fin se giró para observar su estado. Echó un vistazo rápido.
Suspiró.
—Soy médico, no mago.
Zelca, que había perdido las piernas en un corte limpio a poca distancia de
los genitales, sangraba como un cerdo en el matadero. Los Escudos que lo
rescataron le colocaron un par de cintas que hacían las veces de torniquete,
pero no bastaría para cambiar su destino. Su piel antaño morena por la acción
del sol durante tantos años de maniobras reflejaba ahora una palidez extrema

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en perfecto contraste con el pelo negro como un tizón que aún le quedaba
entre las canas. No podía ayudarlo aunque quisiera. Ambos lo sabían.
—Sí, lo sé. Pero eres el mejor médico que he conocido nunca. Recuerdo
que hasta conseguiste salvar al bastardo que me ha hecho esto —trató de
incorporarse para mirar sus muñones, pero no lo consiguió—. Reconoce que
sí tienes cierta mano para la magia.
Omer, que ahora conocía la verdadera naturaleza de Erol, dudaba que lo
hubiera salvado nunca. El capitán de los Escudos temblaba y los tiritones
provocaban que se le escapara el aire de los pulmones. Omer se acercó a él
para ponerse de rodillas a su lado y echar un vistazo más de cerca a la herida.
—No es tan grave, ¿verdad? Un par de puntos, unas vendas y a casa en
una semana.
Omer negó una única vez con la cabeza.
—Estás acabado, Zelca —lo miró a la cara antes de continuar. Seguía
teniendo el mismo rostro serio de siempre, la misma mirada indiferente—. No
entiendo cómo puedes seguir hablando.
Zelca tomó con esfuerzo otra bocanada de aire y, sintiéndose feliz por
encontrarse frente a la figura de su antiguo compañero, esbozó una media
sonrisa antes de hablar por última vez.
—De verdad que eres insufrible, Omer…
Y perdió el conocimiento para morir allí, frente a Omer, entre cientos de
víctimas de aquella batalla infernal, como un bulto más; como otro pedazo de
carne mutilado y maltratado, olvidado por los que aún luchaban para evitar el
mismo destino. Algunos llorarían su muerte, pero solo cuando acabase la
batalla.
Omer, que agradeció el momento en que su deuda con Zelca quedó
saldada y recuperó por fin su libertad, observó el cadáver de aquel tipo
peculiar con el que pasó tanto tiempo de su vida. Zelca nunca le cayó bien,
pero tampoco le deseaba la muerte.
El galeno alargó una mano para cerrarle los ojos abiertos hacia el vacío al
que ahora se dirigía su alma y, con la frialdad que lo caracterizaba, levantó
una mano para pedir a los auxiliares que se lo llevaran y limpiaran el lugar
antes de traer al siguiente herido. Con un poco de suerte, sus habilidades
servirían con su próximo paciente para algo más que convertirse en testigo de
sus últimas palabras.
Y así, el poderoso Zelca, mano derecha de Kraen durante años y de su
hijo después de este, capitán de todos los Escudos Negros y conquistador de

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la fortaleza de Álea, acabó sus días en el interior del palacio imperial, tirado
contra un rincón bajo una sábana ensangrentada.
Como los cientos de soldados sin nombre junto a los que yacía.

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71. LA BATALLA DE ÚLEUR THUM VIII

Frente a la escalinata, los últimos Escudos Negros que bloqueaban las calles
retrocedían hasta la plaza. Lerac no regresaba, así que Assio actuaba bajo los
dictados de su propio sentido común. Sabía que ante la ausencia de su general
la máxima autoridad la representaba Érxan, que ayudado por sus traductores
trataba de mantener las líneas defensivas en su posición. Él también se sabía
perdido, pero su corazón de guerrero, de conquistador que jamás en toda su
vida cedió ante las adversidades, le impedía tirar la toalla.
Combatiría mientras le quedase un hálito, mientras tuviese una mano con
la que sostener la espada o una pierna con la que patearle la entrepierna a esos
malnacidos prácticamente inmortales que se lanzaban contra ellos.
Los puncos avanzaban entre sus característicos cantos de batalla, y entre
estrofa y estrofa, reían a carcajadas. Su risa congelaba el corazón de los
hombres apostados frente a ellos. Aquellos traidores a su propia especie
conseguían insuflar más odio entre las filas de Escudos que los propios
rinhenduris, los lagartos o sus jinetes. Debían encontrarse al otro lado de la
calle, con sus armas especiales apuntando al corazón de los záiselars, no
abriéndoles paso como en una cabalgata.
Assio distinguió sin dificultad la figura de Frunk Cabezamartillo
desfilando hacia su posición con su enorme arma al hombro.
—¡Espero que mueras gritando, traidor hijo de una perra!
Levantaba su espada como si con su grito pudiera invocar un rayo que lo
fulminase al instante, pero parecía claro que los dioses no estaban de su lado
ese día. La lluvia se detuvo y Assio, temblando de miedo y agotamiento,
creyó distinguir una sonrisa bajo el yelmo de Frunk. Se sintió sucio pensando
que en algún momento se le pasó por la cabeza marcharse con los puncos
cuando la guerra terminase. «Cobardes traidores…», masculló entre dientes.
—¡Preparados!
Los Escudos cerraron filas tras él. Apenas formaban un bloque de treinta y
cinco hombres en el frente y diez filas de fondo. Los puncos, mejor armados y
adiestrados, se acercaban por esa misma calle contando con al menos el triple

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de efectivos. Un jinete a lomos de su záiselar avanzaba como si los empujara
hacia el enemigo. Frunk no cantaba, pero caminaba tan feliz como si
marchase hacia su coronación como rey del mundo. Quizá la clave residiera
ahí, en que los rinhenduris le hubieran prometido el mundo de los hombres a
cambio de su ayuda.
Levantó su martillo y las lanzas de los puncos bajaron para apuntar a la
formación de Escudos. Apenas se encontraban a veinte metros de distancia
cuando Frunk frenó para integrarse en la falange. Él no portaba una lanza, así
que no contribuiría a la refriega hasta que las formaciones se rompiesen y
pudiera usar su martillo. Assio no lo había visto en acción, pero no le costaba
imaginarse la mortalidad de un arma así que además podía penetrar escudos y
armaduras sin esfuerzo. Viendo los poderosos brazos de Frunk, su pecho
ancho como un tronco y las bastas manazas que sostenían el mango, el
capitán supo que no necesitaba un martillo de metal especial para acabar con
él. Sin importar si se enfundaba en su armadura o no.
Entonces escuchó las trompetas. Su música celestial consiguió que
recuperase la respiración: era la señal de Érxan para que abandonaran las
calles y formasen una línea defensiva en la propia plaza. Desde allí, la
artillería del emperador concentraría su fuego donde aparecieran los záiselars
sin que los edificios bloquearan su tiro. La señal llegó en el momento en que
más lo necesitaba. Si no conseguían repeler a los invasores allí, habrían
perdido la batalla definitivamente, pues el palacio no suponía más que un
escollo moral, un lugar más lleno de heridos y muertos que de combatientes.
Sus torres, sin embargo, aún contaban con dos sifones de fuego, alguna balista
e incluso una catapulta que dispararía barriles de combustible a la espera de
que los arqueros los prendieran en el suelo.
Assio pidió a sus muchachos que retrocedieran y estos obedecieron como
si les ordenara comer pan con miel. El capitán miró hacia el cielo: había
dejado de llover y la luz del sol empezaba a calentar el frío metal que los
recubría. Sentía la piel helada, la ropa pegada como una amante empalagosa
que le impedía moverse con comodidad. Pero la lluvia por fin se detuvo y el
sol brillaba una vez más, y aunque supiera que no llegaría a secarse ni a
calentarse antes de morir, la perspectiva de caer bajo los límpidos rayos del
sol le aportaba cierto consuelo.
Los Escudos de todas las calles retrocedieron al unísono, de forma
escalonada, hasta llegar a la plaza. Los puncos no apretaron el paso, pues sus
hombres se colaban en los edificios laterales para asegurarse de que no

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quedaban enemigos que arrojasen granadas cuando comenzara la refriega. En
cualquier caso, no tenían prisa: su presa estaba acorralada.
Barlohn, que caminaba en la esquina de su formación con la espada en la
mano y un escudo en la otra, echó un vistazo a su espalda. Erol y Khessyr
avanzaban tras su sección y se le encogió el corazón cuando se dio cuenta de
que el propio Erol lo miraba fijamente a los ojos. Su mirada le penetró el alma
como si aquel jovenzuelo del que dudó antes de verlo en acción gozase de la
habilidad de leer sus pensamientos; como si con su sola mirada pudiera
agarrar su voluntad y someterla a pesar de la distancia y los cientos de
soldados que se interponían entre ambos.
Khessyr apenas cabía entre las casas; sus garras arañaban las fachadas a
cada paso, en ocasiones abriendo oquedades en ellas y otras, quedando a
media altura sobre la pared.
Barlohn devolvió la vista al frente. No le avergonzaba sentirse pequeño
frente a Erol, pero sí haber dudado de Frunk cuando le garantizó que su única
manera de sobrevivir era proceder exactamente como lo hacían. Sus
pensamientos se centraron entonces en Fez: sabía que Frunk no fallaría en su
cometido, que su sección procedería según lo previsto. ¿Fez? Quizá no
recordase nada en cuanto llegaran a la plaza para colocarse frente a un
enemigo frágil, indefenso y preparado para el sacrificio como un pavo con el
cuello desplumado.
Los Escudos que taponaban su calle también retrocedieron. «Mejor aún»,
pensó. Así no tendrían que mermarlos antes de alcanzar la plaza, donde
tendría lugar la última fase de la batalla. En la distancia, el palacio imperial se
alzaba como un titán de piedra domesticado, con sus preciosas vidrieras
donde deberían existir aspilleras; sus jardines en el lugar que pertenecía a un
foso; la preciosa puerta decorada con filigranas de plata relucientes en lugar
de púas, remaches y refuerzos.
Puede que aquel lugar retuviera ciertas cualidades de castillo, pero en
realidad se asemejaba a una fortaleza tanto como una princesa mimada con
una espada en la mano se parecía a un guerrero.
Las torres, por otra parte, seguían siendo robustas y ahora que las
coronaban escuadras de artillería sin duda causarían numerosas bajas en sus
filas. Volvió a sentir el impulso de buscar con la mirada a Erol, pero no se
atrevió. Sentía constantemente que lo vigilaba, que su bestia lanzaría
dentelladas sobre los puncos si no mermaban a los Escudos a la velocidad
exigida. ¿Por qué demonios lo había colocado Frunk allí? ¿Por qué no
marchaba el caudillo de los rinhenduris tras el Primer Guerrero? Ya no

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importaban las razones: no importaba nada salvo terminar el trabajo para el
que dejaron atrás sus tierras llegando más al sur que ningún otro punco en
siglos.
Fez, a la cabeza de su sección, sonreía como un borracho oyendo chistes.
Era el único de los tres que parecía encontrarse lejos de allí. Su mente
repasaba una y otra vez los cuerpos de las mujeres con las que se había
acostado: la cabrera del tocón, la pelirroja de las trencitas que cumpliría
dieciséis ese invierno y que lo buscaría el mismo día en que según las leyes de
los puncos se le permitiera quedarse embarazada. Cuando terminasen allí,
volvería a su hogar con la única misión de acostarse con tantas mujeres como
le fuera posible, como una bestia en celo que se entrega al frenesí llegado el
momento y muere de agotamiento, feliz, cuando termina la temporada.
Ni siquiera se planteaba morir ese día.
—¡Vamos, guerreros, hoy cubriremos nuestros cupos! —gritó antes de
volver a cantar a pleno pulmón con sus hombres.
Desde la plaza de la Victoria, Érxan observaba impotente cómo
retrocedían todas las formaciones. Solo esperaba que los záiselars quedasen a
tiro antes de que los puncos los aplastasen. Ese era su objetivo, su única
misión: si no conseguían vencer, al menos acabarían con los jinetes como
acabaron con la primera oleada. Si perdían la batalla pero lograban eliminar lo
mejor de los rinhenduris, tal vez pudiera escapar, reunir otro ejército y
terminar con esa amenaza para siempre dentro de un par de años.
Los siseos de las bestias llegaban retumbando entre las calles junto a los
cantos y carcajadas de los puncos. El emperador lanzó una maldición contra
ellos gritando a pleno pulmón. Miraba en todas direcciones como si esperase
encontrar aliados ocultos, como si buscando cuidadosamente encontrase más
artillería apostada sobre las casas, algunos arqueros extra, caballería armada
con lanzas forjadas en el mismo metal que el de los puncos.
Nada.
¿Dónde se había metido Lerac? Jagger Nath salió del palacio como un
basilisco un rato antes, corriendo a toda velocidad y maldiciendo en su
camino entre empujones a cualquiera que le entorpeciera el paso. Pensó
enviar a uno de sus guardias a buscarlo, pero aunque no conociera a Lerac no
lo tenía por un cobarde y dudaba de veras que hubiera aprovechado su misión
para escapar de la ciudad. De todos modos, allí estaba él, completamente solo
en una ciudad desconocida, mandando a soldados que no eran de su ejército
por medio de traductores porque ni siquiera compartían la misma lengua.
Estaba furioso, tanto como el propio Jagger.

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—Traedme mi caballo —voceó pensando que debería moverse con
presteza por las diferentes bocacalles poniendo orden en lo que pronto se
convertiría en una desbandada del frente.
Solo tenían que chocar contra los puncos para empezar a caer como
moscas, entonces perderían la esperanza por completo y en un santiamén todo
habría terminado. En realidad, admiraba a los Escudos Negros. Aquella
unidad acababa de probarse recia y valiente como pocas, y aunque no
hubieran entrado en combate directo con el grueso de las tropas enemigas
todavía, ganaron el tiempo suficiente reteniendo a los záiselars para que los
supervivientes de los muros regresaran hasta la plaza. Los informes
aseguraban además que consiguieron eliminar a tres záiselars, pero los
mensajeros reportaron que solo cinco de ellos avanzaban tras los puncos.
Faltaban dos, y Érxan tenía la certeza de que no habían muerto. Puede que
los informantes cometieran algún error al contar a los soldados enemigos
abatidos o las propias bajas, pero las gigantescas criaturas resultaban
demasiado llamativas para pasarlas por alto.
Miró en derredor hacia las calles vacías de la retaguardia. Si los
bordeaban, estarían perdidos. Desde esa dirección no se veía ni un soldado
enemigo, pero un jinete se aproximaba a toda velocidad. Sus cascos rebotaban
como tambores entre las fachadas de piedra de los edificios más cercanos a la
plaza. No se trataba de viviendas comunes, sino edificios administrativos y
mansiones de los nobles. La mayoría estaban compuestas por robusta piedra
blanca; otras se erigían sobre bloques de caliza.
Los puncos al fin alcanzaron la plaza; los Escudos Negros formaron una
media luna alrededor del palacio, a los pies de la escalinata, para presentar su
última batalla. Los puncos, cantando a pleno pulmón, emergieron de las calles
como si de una fuga de agua se tratase: avanzaban despacio pero con fluidez,
repartiéndose por el frente para formar otra línea que confrontase a los
Escudos. Un gran número de puncos seguían encallejonados, pues no existía
espacio suficiente para todos en la plaza. No al menos hasta que hicieran
retroceder a los Escudos. Los cantos de los puncos cesaron cuando ocuparon
sus posiciones.
Esperaban una orden.
Érxan escuchó un caballo acercándose a él, se giró para agarrar las riendas
y cuando se disponía a saltar sobre él, encontró a Lerac bajando la escalinata
de palacio a toda prisa. Quedaba un pasillo estrecho por el que descender,
pero Erol no necesitó más para identificarlo.
—¡Lerac!

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La voz de Erol, como un trueno, congeló la sangre de quienes la oyeron.
Incluso los puncos parecieron sobrecogerse. El general, a medio camino de la
escalinata, estaba tan centrado en volver junto a sus hombres que ni siquiera
se fijó en él. Le ardía el cuello y apenas podía hablar, pero tuvo suerte de que
Jagger liberase la presión de su mano cuando perdió el conocimiento. Érxan,
que comprendió a quién se refería al momento, también observaba al
poderoso líder de su enemigo.
—¡Matasteis a mi madre! —volvió a gritar entre un silencio que
únicamente interrumpían los quejidos de los heridos.
Erol se giró sobre su silla e hizo un gesto con la mano. Desde su posición
elevada, Lerac distinguía sin ninguna dificultad a Erol a lomos de su
monstruosa montura. También vio cómo dos rinhenduris empujaban a una
mujer que portaba algo en sus brazos hasta colocarla entre el záiselar y los
puncos. No conseguía distinguir su rostro en la distancia, así que entrecerró
los ojos tratando de afinar la vista. Los rinhenduris la dejaron y ella avanzó
sola dos pasos más.
El corazón se le encogió hasta el punto en que creyó que se derrumbaría.
No necesitaba reconocer su cara, pues conocía a la perfección esa forma de
moverse, su porte digno de una reina; la cabeza alta propia de quien posee un
alma indomable. Y llevaba a Elérea entre los brazos.
—¡Espera, Erol!
Pero su voz apenas salía de su garganta y el otrora confiado general se
lanzó escaleras abajo, como un poseso, presa de la desesperación. Sus
bribones, que se agruparon a su alrededor después de transmitir órdenes entre
una y otra sección en su ausencia, lo detuvieron.
Liria acunó a su hija contra su pecho. Pataleaba mojada y asustada, con el
humo irritándole los pulmones y el frío mordiéndole la piel. Ella, sin
embargo, mantenía la cabeza alta tratando en vano de contener las lágrimas
que le corrían por las mejillas. Se sintió agradecida, a pesar de todo, por ver a
su marido una última vez antes de morir.
—¡Erol, hablemos, por favor! —forcejeó con sus hombres—. ¡Dejadme
de una vez, os lo ordeno! —gesticulaba como una fiera rabiosa; los bribones
no obedecieron.
Pero Erol no tenía más que decir. El señor de todos los rinhenduris
chasqueó la lengua y Khessyr, girando la cabeza para abrir la boca como una
morena, lanzó un mordisco que las hizo desaparecer para siempre entre sus
fauces.

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72. LA BATALLA DE ÚLEUR THUM IX

El grito de desesperación de Lerac retumbó entre cada piedra que componía la


plaza de la Victoria desgarrándole la garganta. Érxan, que no conocía a Liria,
entendió como todos los presentes que existía una relación muy estrecha entre
ella y el general. Lerac se derrumbó entre sollozos preso de la impotencia. Ni
siquiera cuando Kraen cayó víctima de la caballería de Rúeral se le partió el
alma como en ese momento. Ya no le importaba la batalla, ni la guerra, ni los
motivos que lo habían llevado hasta allí ni tampoco si todos morían frente a
ese joven que tiempo atrás amase como a un hermano. Y a pesar de todo,
sintió que lo merecía, que tanto él como su padre lo usaron a su antojo como
una marioneta y que ahora, devolviendo el golpe como un guantazo
insoportable propinado por el destino, sus pecados regresaron a su vida para
cumplir el daño que en algún momento infligieron en nombre del imperio, de
los clanes y del bienestar de sus habitantes.
El castigo, sin embargo, le resultaba completamente desproporcionado.
¿Más que encontrar a su propia madre estrangulada entre el estiércol de la
cuadra? Sí, incluso más.
Pero el general no era el único que sufría, pues a su alrededor casi todos
habían perdido hermanos, camaradas y familiares durante la lucha y Érxan,
dispuesto a continuar con la defensa hasta el último aliento, levantó la mano
para indicar a la artillería que abriese fuego contra el enemigo. Sus órdenes
pasaban por abatir primero a los jinetes sin importar por cuánto perdiesen los
Escudos. Y de momento había tres de los cinco jinetes a tiro.
Pero antes de que bajase el brazo, Frunk lanzó su propia orden.
—¡Ahora, mis hermanos!
Los puncos giraron sobre sus talones para sorprender hasta al último de
los presentes y en un instante, avanzaron contra los záiselars que se
encontraban a solo unos pasos de distancia. Los jinetes apenas contaron con
tiempo para reaccionar cuando las lanzas de las falanges comenzaron a
apuñalar el morro de los animales, que encallejonados entre las casas y las

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propias lanzas de los puncos no tenían más remedio que retroceder aplastando
en el camino a sus propios soldados.
Erol tiró de las riendas de Khessyr cuando la primera lanza se le clavó un
palmo en la nariz. El lagarto siseó apartándose como si una abeja descomunal
le clavase el aguijón. Erol abrió los ojos de par en par con la expresión de la
más absoluta sorpresa dibujada en el rostro, pero esta no respondía al cambio
de bando de los puncos: lo que causaba su asombro era que sus lanzas
pudieran perforar la piel de Khessyr. Él también se encontraba atrapado entre
los edificios de piedra que no le dejaban ver lo que ocurría en las calles
paralelas, pero el siseo de los lagartos y el estruendo de la batalla
reanudándose le confirmaron que todos los frentes sufrían la misma traición.
Érxan permaneció inmóvil durante un segundo mientras evaluaba la nueva
situación. No comprendía los motivos de los puncos, si se habían vuelto locos
o si volverían a cambiar de bando en algún momento. Aquel clan no solo lo
componían buenos guerreros, sino personalidades de una naturaleza
totalmente imprevisible.
Cuando al fin bajó la mano, los proyectiles de las balistas y catapultas
surcaron el cielo para caer en medio de las calles. El záiselar que atacaban los
hombres de Frunk cabeceaba desesperado tratando de escapar de la trampa
cuando tres saetas procedentes de las balistas situadas sobre las torres de
palacio impactaron a su alrededor. Una de ellas atravesó el cuello del jinete,
que escupiendo sangre en un torrente, se aferraba a las riendas como si la
herida no bastase para detenerlo. Los záiselars enfrentados a los puncos no
tenían más opción que retroceder, por lo que los regulares de los rinhenduris
quedaban aplastados sin remedio bajo sus patas y el monstruoso peso de sus
barrigas.
Los puncos, cantando otra vez y riendo como auténticos enfermos
mentales, avanzaban a paso ligero lanzando estocadas a las bestias y
rematando a los rinhenduris heridos o aparentemente muertos que aparecían
bajo su figura. La última fila de cada falange empuñaba una espada en lugar
de su característica lanza y decapitaba los cuerpos a medida que el grueso de
las fuerzas avanzaba.
Fez, en la plaza, aulló una orden y los puncos que no seguían en las calles
lo siguieron para enfrentarse a los rinhenduris que avanzaban sin el apoyo de
un jinete.
—¿Qué demonios está ocurriendo? —musitó Érxan observando desde la
distancia el verdadero poder de los puncos.

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Erol, que retrocedía a duras penas, veía cómo los puncos herían a Khessyr
en la cabeza una y otra vez. No lograba avanzar tan deprisa como necesitaba
ni pasando sobre los suyos, y aunque sintió el impulso de ordenar a Khessyr
que se lanzara contra las tropas de Barlohn, creyó que en esa posición
resultaría herido de muerte en cuanto los puncos hincaran la parte posterior de
sus lanzas en tierra para dejar que el animal se abriera el cuello en su
embestida.
Pero los lagartos no llegaron muy lejos, pues pronto los propios
rinhenduris se apelotonaron impidiendo el paso. Tras ellos, la caballería real
encabezada por Jagger Nath cargaba entre gritos de batalla.
Khessyr siseaba con el hocico sangrando en abundancia. Erol gritaba a los
atacantes como un perro acorralado que se sabe inferior a su rival. De repente,
el poderío de los záiselars parecía inútil entre las calles convertidas en
auténticas jaulas que sellaban su destino. A medida que retrocedían, más y
más rinhenduris heridos, aplastados o atontados por el peso de sus
compañeros aparecían bajo los vientres de los lagartos hasta que la
retaguardia, agobiada por el ataque de la caballería y la apisonadora que
suponían los záiselars, presa del pánico y sabiéndose en su lecho de muerte,
comenzaron a apuñalar a los propios lagartos para evitar que estos acabasen
con ellos.
Apenas un puñado poseía armas capaces de penetrar la dura piel de los
lagartos, pero no se necesitaba más.
Las criaturas siseaban desangrándose; sus jinetes, alrededor de los cuales
caían los proyectiles de artillería sin descanso, parecían tan desesperados y
frágiles como un mortal más. Un barril de aceite cayó sobre el tejado de una
casa, se hundió en el tejado y explotó en su interior. Otro fue a parar
directamente en el centro de la calle por la que retrocedía Erol causando una
explosión entre las filas de rinhenduris. Khessyr detuvo su avance un instante
cuando los soldados, tratando de huir del fuego y de su propio peso,
empezaron a lanzarle tajos a los cuartos traseros y la cola. Erol se giró furioso
para mirar a la cara a los traidores, demasiado numerosos y desesperados
como para ponerlos en firme. El momento en que el retroceso se detuvo fue
aprovechado por los puncos para lanzar varias estocadas más contra el
animal, que recibió un impacto directo en un ojo. Este se vació como un
globo y el lagarto cabeceó retrocediendo sin importar que le hiriesen por la
espalda.
—¡Khessyr!

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Erol, el omnipotente Erol, gritaba tan desesperado como poco antes lo
hiciera el propio Lerac. Saltó de la silla dispuesto a frenar a los hombres que
osaron enfrentarse a los suyos. Con su enorme espada entre las manos lanzaba
estocadas que cortaron las puntas de varias lanzas. Sin embargo, cuando
trataba de acercarse a los puncos nuevas hojas aparecían desde la segunda y
tercera fila para frenar su avance. Logró agacharse por debajo de ellas y
lanzar un único tajo que cortó cinco piernas antes de que le apuñalaran un
hombro. La espada se le cayó, pero la agarró con la otra mano y retrocedió a
toda prisa. Había ganado el tiempo suficiente para que no remataran a su
záiselar, pero el suelo estaba cubierto por la sangre que le manaba del rostro.
Miró a uno y otro lado: los edificios ya no eran de basta piedra a esa altura de
la calle y saltó de nuevo hacia el záiselar. Cayó sobre la base de su cabeza y
de allí volvió a saltar hasta la silla. Khessyr seguía retrocediendo, pero en
cuanto Erol agarró las riendas dio un fuerte tirón hacia el costado y el lagarto
hundió la cabeza en una casa.
Los puncos apenas tuvieron tiempo de perforarle la pata que les quedaba
delante cuando el lagarto se adentró en los edificios echando abajo buena
parte de los mismos. Erol volvió a saltar de la silla para evitar empotrarse
contra las fachadas y, trepando como los propios záiselars por los muros de la
ciudad, ascendió a toda prisa hacia los tejados. Khessyr, corriendo entre los
edificios como si sus paredes fuesen de papel, atravesaba estancias llevándose
por delante cuando encontraba a su paso. Parecía un gigantesco ariete de
cuatro patas fabricado en acero puro, y abandonó la calle para quedar fuera
del alcance de los puncos en un santiamén.
Las fuerzas de Barlohn aún tenían delante a una gran cantidad de
rinhenduris. Al fondo de la calle, un nutrido grupo de jinetes de la guardia
real se preparaba para cargar a toda velocidad contra ellos. La retaguardia
perdió la forma para convertirse en una masa poco consistente de rinhenduris
que huían hacia los muros. La caballería los embistió con su pecho de plata
tumbándolos contra el mismo empedrado ennegrecido por las granadas de los
combatientes instalados en las plantas superiores de los edificios.
Erol, saltando por los tejados, miraba hacia uno y otro lado de la calle
tratando de evaluar la situación. A dos manzanas de distancia, un záiselar
retrocedía envuelto en llamas por el impacto de un barril. Su jinete se
mantenía en la silla, pero tres lanzas atravesándole el pecho para salirle por la
espalda parecían suficiente para mandarlo al otro mundo al menos por el
momento. Levantó la vista para mirar más allá, a lo lejos, sin encontrar lo que

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buscaba. ¿Dónde demonios estaba Zúral? Ya deberían estar en la plaza, pero
parecía que se hubieran desvanecido por el camino. ¿Qué los retrasaba?
Erol se mordió los labios esperando verlo pronto, pues lo contrario
significaría que desobedeció sus órdenes. Algo del todo impermisible.
Los puncos apenas necesitaron unos minutos para demostrar que,
encallejonados, con los flancos cubiertos y sus largas lanzas forjadas en ese
metal para el que no existía defensa posible, ni siquiera los rinhenduris podían
enfrentarse a ellos.
Frunk, que encabezó la vanguardia hasta la plaza, quedó en retaguardia
cuando sus hombres dieron media vuelta para atacar a los lagartos. Assio, que
sí seguía en la primera fila de la formación de Escudos, no se decidía entre
acercarse a él para darle las gracias o lanzarle una estocada que acabase para
siempre con la incertidumbre que merodeaba siempre alrededor de su lealtad.
Observaba la escena maravillado, temblando; y a Frunk con la ira
marcándole el rostro al rojo vivo.
—Qué bastardo hijo de puta… —musitó mientras al fondo de la calle los
puncos remataban a otro de los lagartos—. ¡Maldito traidor!
Assio no sabía si estaba feliz o enfadado. Puede que las dos.
—Tranquilízate, pequeñito, o a pesar de tenerlas todas contigo puede que
no salgas vivo de esta calle.
—¿Crees que a estas alturas me importa, Frunk? ¡No sé ni cuántas veces
me he visto muerto hoy, por todos los dioses! —bufó sintiéndose débil—. Ni
siquiera tú puedes asustarme ya.
Frunk asintió satisfecho.
—Cuando se te pase la adrenalina, veremos si repites tus palabras —
empezó a darse la vuelta para regresar con los suyos, que avanzaban a buen
ritmo cumpliendo con la tarea que mejor conocían—. Ah, y no hemos matado
a ninguno de vosotros —lo señaló con su maza—, así que técnicamente no os
hemos traicionado.
El Primer Guerrero salió al trote hacia el frente de sus fuerzas, donde le
correspondía, esperando aumentar su propio cupo antes de que todos los
rinhenduris muriesen.
Assio dejó caer la espada en un tintineo que para un soldado significaba
únicamente victoria o rendición, y tomó asiento en mitad de la calle. Sus
Escudos observaban esperando órdenes. Levantando la vista hacia los puncos,
el espectáculo resultaba desolador. El suelo se convirtió en una alfombra de
cadáveres ensangrentados; los cascotes de las casas semiderruidas por los
proyectiles de las catapultas caían con un eco sordo sobre ellos. El fuego

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emergía del interior de los edificios lamiendo las fachadas como si la lluvia
que cayó durante horas no contase más que como mera anécdota.
—Descansad —les ordenó llevándose una mano a la frente, por la que
seguía manando un reguero de sangre desde no sabía cuándo.
Le dolía la cabeza, estaba exhausto y mareado. Se quitó el yelmo y se
pasó una mano por el pelo apelmazado por más sudor que agua. Sintió por el
tintineo de las protecciones que sus Escudos relajaban su posición para
obedecer sus órdenes y con la sensación del deber cumplido, estuvo a punto
de llorar de felicidad celebrando que acababan de sobrevivir a un evento del
que se hablaría mientras los hombres tuviesen voz.
Recordó a Lerac y su grito de desesperación poco antes de que los puncos
marcharan contra los rinhenduris. ¿A qué se debería? Suspiró desde el suelo
tras pasar únicamente unos segundos tumbado, reunió las pocas fuerzas que le
quedaban y se puso en pie para buscar a su general pensando que le molestaba
hasta lo insoportable ser siempre tan cumplidor.

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73. LOS APOSENTOS DE LAEBIUS

Los salones rebosaban de enfermos; también los pasillos y recepciones.


Apenas quedaba espacio para agolpar más cuerpos, la mitad de ellos ya sin
vida, mientras la grandeza del palacio se desvanecía entre los gritos de los
amputados y quienes esperaban a serlo. Subió las escaleras como si arriba le
esperase el asesino de su hijo. Tenía el rostro de un demonio, la
determinación de quien sabe que pase lo que pase no responderá por sus
actos. Arriba, en sus estancias, esperaba encontrar al líder que debía
encabezar lo poco que quedaba de las fuerzas de la ciudad.
—Apartaos de mi camino —gruñó a los soldados que guardaban la puerta.
Uno hizo el amago de interponerse en su camino, pero Jagger, con su
armadura roja brillando por la lluvia y la sangre de quienes amenazaban con
acabar hasta con el último de ellos, no guardaba una pizca de paciencia para
explicaciones. Lo agarró por la abertura que la coraza dejaba cerca del pecho
y lo empujó contra la pared sin soltarlo. La puerta se abrió de inmediato, justo
a tiempo para evitar altercados. El comandante no se encontraba de humor
para que nadie le impidiese moverse a voluntad, mucho menos un
insignificante guardia de Laebius. Al otro lado de la puerta, el delicado rostro
de Lhada que invitaba a Jagger al interior. Este le dedicó una mirada de
soslayo al guardia, que como su compañero ya sostenía la empuñadura en la
diestra. Fue la aparición de la emperatriz lo que, como si de una hechicera se
tratase, los paralizó por completo.
Jagger empujó al soldado contra la pared otra vez antes de soltarlo. Lhada
se apartó de la puerta para dejarle espacio y el comandante entró en la sala.
Allí, mirando desde el gran ventanal que coronaba los aposentos del
emperador, la figura de aquel emperador temido por los clanes se recortaba
entre las sombras de las nubes grises. El humo ascendía como un silencioso
lamento del desgarro que sufría la ciudad; los gritos de los heridos no
llegaban hasta allí y Laebius observaba la defensa del palacio como si no se
encontrase en su interior; como si aquella habitación fuese de hecho una nube

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desde la que, a salvo, observaba cómo los simples mortales morían para
proteger a su dios.
Ni siquiera se dignó a enfundarse en su armadura.
—Pronto todo habrá acabado —dijo girándose para mirarlo a la cara. Se
mostraba tranquilo, seguro—. Los extranjeros han perdido hasta el último de
sus hombres y los puncos no tardarán en acabar con los Escudos Negros —
sonrió como si no se encontrara en una situación tan grave como el panorama
sugería—. Los rinhenduris volverán por donde han venido cuando Lerac
muera, y los puncos no se quedarán más del tiempo justo para llenarse los
bolsillos con el pillaje. Cuando eso ocurra, volverán al otro lado del río
maldito para dejarnos en paz.
—¿Y Eldian Borroll? ¿Y Frink Maddison? ¿Crees que se mantendrán
neutrales tras esta jornada? ¿Crees que aún te obedecerán?
—No te preocupes por ellos, Jagger. Tummo y Garreth ya están de
camino para ocuparse de ellos —le dedicó una media sonrisa a su comandante
—. Diremos que fueron los extranjeros quienes acabaron con ellos —parecía
tan convencido, tan tranquilo—. Sin sus casas, nadie ostentará el linaje o el
poder suficientemente para oponerse a mí.
Nath abrió los ojos de par en par. ¿Pensaba matarlos a sangre fría? ¿Qué
clase de cobarde obraba así? No sentía ninguna simpatía por Eldian Borroll.
De hecho, la idea de su muerte le aportaba cierto consuelo. Pero ¿acaso no
comprendía que traicionasen a Laebius después de demostrar semejante falta
de coraje en un momento tan trascendental? El emperador se paseaba por la
estancia como si un verdadero conquistador. Uno que pretendía gobernar
sobre las ruinas de su capital y los cadáveres de sus congéneres.
Jagger respiraba con fuerza; sus pulmones trabajando a plena capacidad
no bastaban para relajar su cuerpo ni tampoco su ánimo.
—¿Acaso habéis perdido la cabeza? —se atrevió a rugir totalmente fuera
de sus casillas.
Laebius frunció el ceño. Lhada caminó dos pasos desde la puerta para
colocarse junto al comandante y agarrarlo por un brazo.
—Cálmate, Jagger. Estás hablando con tu emperador.
Jagger la miró sin variar un ápice su gesto y Lhada, sorprendida,
retrocedió. Conocía esos ojos, esa mirada asesina tras la que sus enemigos
perdían la cabeza. Pero nunca hasta ese momento la dirigió contra ella.
—Eso es precisamente lo que me nubla el juicio —Laebius abandonó la
ventana para acercarse a él con aire conciliador, pero Nath continuó hablando
—, que mi emperador está aquí, encerrado en sus aposentos mientras la

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capital de su imperio, defendida por extranjeros y rebeldes, muere para
impedir que masacren a su pueblo.
—No podemos frenar a los rinhenduris, Jagger, ya hemos hablado de esto.
—¡Pues entonces salid ahí y morid con ellos!
El grito hizo que la puerta se abriese. Los dos guardias aparecieron con la
espada en la mano, pero Laebius levantó una mano para detenerlos y los
mandó afuera con la orden de no volver a menos que él específicamente así lo
ordenara.
—Saldremos de la ciudad, mi querido amigo, y volveremos aquí cuando
nuestros enemigos terminen matándose entre ellos. Ya está todo dispuesto.
El ruido de una casa derrumbándose atrajo la atención de los tres, que se
acercaron para observar el desarrollo de la batalla. Jagger acababa de volver
de ese infierno mientras el máximo representante de su gobierno, el líder al
que juró lealtad de por vida, probaba ser el cobarde que sospechaba que fuese.
La figura de Érxan rodeado por la guardia de jade, corriendo de un lado a otro
para afianzar las posiciones, ejemplificaba idea de la gallardía. Justo al revés
que Laebius.
Jagger, sabiendo que acabarían perdiendo, sintió que su momento había
llegado por fin; que intentó todo lo que quedaba a su alcance para defender a
los Tálier y al imperio y que ambos, cuyo poder se apoyaba en su
superioridad moral, demostraron ser inferiores incluso a los tipejos bajitos de
piel tostada y ropas verdes que morían a espuertas, en su posición, a las
órdenes del verdadero emperador de la ciudad.
La batalla se recrudeció cuando un záiselar apareció en escena disparando
flechas contra los defensores. Desde allí arriba observaron cómo las balistas
lo ensartaban obligándolo a ponerse a cubierto antes de que lo derribasen.
—Vámonos, comandante. Ha llegado la hora de abandonar el barco.
Laebius no esperó a que su subordinado respondiese. Caminó hacia la
puerta, pero Jagger no lo dejó llegar hasta ella. El silbido de su espada
escapando de la vaina avisó al emperador de la traición; la hoja de metal se le
incrustó entre las costillas. Laebius emitió un gruñido inerte; Lhada sí gritó.
—¡Jagger! ¡Detente, por todos los dioses!
El comandante no tenía motivos para no obedecerla. La espada
ensangrentada ya había cumplido su cometido y Laebius, agarrándose al
brazo que sostenía el arma, mirándolo a los ojos como un perrillo al que
abandonarán junto al camino, cayó de rodillas con un hilo de sangre manando
de su boca. No dijo nada.
Al menos no con palabras.

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Lhada se abalanzó sobre el cuerpo de su marido, que levantó una mano
señalando a su asesino. Jagger limpió la sangre de su espada sintiéndose un
traidor, un extranjero: un paria.
Pero lo prefería todo a servir a alguien como Laebius.
—Lárgate, Lhada, antes de que esos bastardos lleguen aquí.
—¡Estás loco! ¡Mira lo que has hecho! —sollozaba con la ira brotando de
sus párpados. Miró al rostro de Laebius, que ya era el de un muerto—. ¡Has
traicionado a tu emperador! ¿Qué será ahora de nosotros?
Jagger caminó hacia la puerta enfundando su espada.
—Es él quien nos ha traicionado a todos.
—¡¿A dónde demonios vas si puede saberse?!
El comandante ni siquiera la miró antes de responder. No soportaba ver a
Lhada llorando junto al cadáver de ese pusilánime. Sin darse cuenta, se vio
envuelto en la peor pesadilla de un caballero honorable: la misión de servir a
alguien indigno.
—A morir como tendría que haberlo hecho él.
Jagger salió cerrando la puerta a su espalda. La guardia ni siquiera
preguntó. ¿Para qué? Su emperador les dio órdenes específicas de no
interferir, y aunque las puertas contenían bien el sonido de la habitación,
sospechaban que pronto quedarían libres de todas sus obligaciones. Y en ese
momento apareció Lerac, con el aliento entrecortado y la determinación de
evitar la masacre. Nath lo observó con detenimiento: apenas podía hablar,
estaba agotado. Vestía media armadura sucia y mojada, tenía un aspecto
lamentable y la convicción absoluta de luchar hasta la última gota de sangre.
Se sintió sucio pensando que él se parecía más a un emperador que el
propio Laebius, tranquilo, descansado y seco, observando la batalla que
decidía el destino de los habitantes de Úhleur Thum como si no se tratase más
que de una obra de teatro. Pero no fue su aspecto lo que le hizo desear la
muerte de Lerac, sino los sentimientos que emergían de su interior en su
presencia. Fue en el momento en que le pidió salir a liderar la caballería real
cuando sus nervios volvieron a alcanzar el clímax. ¿A dónde creía que se
dirigía? Lo agarró por el cuello pensando que después de acabar con un
emperador nada le impedía repetir la gesta con ese mequetrefe, pero lo que de
veras le molestaba era lo apropiado de su mentalidad; su petición, que
coincidía con sus deseos, sonaba a una orden que merecía la pena cumplir.
De nuevo, ese sentimiento al que no quería acostumbrarse. Como el
marido que se enamora de una desconocida que le llena el corazón con un
calor que ya no creía posible y termina planteándose dejarlo todo por ella.

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Lerac era esa jovencita, la que merecía la pena seguir. Una a cuyas órdenes
podría recuperar la gloria y la valía de un verdadero caballero. Se enfrascó tan
profundamente en sus pensamientos que apenas notó el momento en que
Lerac perdió el conocimiento. A pesar de que hubiera pasado los últimos
segundos golpeándole la coraza con más impotencia que fuerza.
Lo dejó caer con su propio peso y bajó a toda prisa hacia la plaza en la
que esperaba la caballería. Más le valía que siguieran allí y que, por el bien de
todos, mostrasen más valor que su emperador. Cuando llegó a la planta más
baja, cubierta de alaridos, sangre y muerte, se dirigió sin demora hacia la
salida. Encontró entre los heridos a Zelca balbuceando con un doctor. Le
faltaban las dos piernas; el torniquete que trataba de mantenerlo en el mundo
terrenal apenas le aportaría unos minutos más de vida.
Abandonó el palacio real alegrándose por la muerte de aquel bastardo que
tanta culpa tuvo en la derrota de sus fuerzas en el vado de Laek. «Al menos el
día de hoy traerá cierta justicia», pensó. Agarró un caballo, saltó a la grupa y
lo espoleó como si el pobre animal fuese un rinhenduris. El jaco relinchó y se
levantó sobre los cuartos traseros tratando de librarse del jinete, que se aferró
a las riendas y lo obligó a ponerse en marcha bajo la amenaza de varios
talonazos más. Partió a tanta velocidad que quienes lo vieron pensarían que
huía si no se tratase de Jagger Nath.
El empedrado de las calles escupía el sonido de los cascos haciendo que
rebotase entre las fachadas hasta escaparse hacia el cielo gris que aún los
cubría. Apenas quedaba gente en las calles: la mayoría abandonó la ciudad en
la víspera de la batalla; los que no lo hicieron, se escondían en sus casas de
ventanas y puertas atrancadas esperando que la crueldad de los rinhenduris no
los alcanzara allí. Aquellos infelices distaban poco de los niños que se tapan
la cabeza con la sábana ante los monstruos que pululan entre la oscuridad. La
sábana no conseguiría salvarlos de sus monstruos, y las tablas tampoco
servían contra los rinhenduris.
Jagger cabalgaba a toda velocidad espoleando a su montura sin
detenimiento. El animal chorreaba espuma por la boca, los ojos desencajados
por el dolor y el esfuerzo, pero avanzaba sabiendo a ciencia cierta que
detenerse implicaría un castigo mucho más severo. Un tipo asomó la cabeza
desde una ventana baja y volvió a esconderse al paso del jinete, que tuvo el
tiempo justo para identificarlo como una silueta cargando entre ambos brazos
un saco producto del pillaje.
Ratas condenadas, animales egoístas y rastreros como su propio
emperador. Jagger volvió a hincar los talones gritando al jaco para que

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acelerase. Lo habría hecho aunque cabalgara a lomos de una centella.
Y por fin llegó hasta la plaza. Los soldados de la guardia real esperaban
agrupados junto a sus caballos cubiertos por su característica armadura
escamada y cota de malla.
—¡Subid a vuestros caballos, guardias, la gloria nos requiere!
Saltó de su propia montura, de la que brotaban hilos de sangre por ambos
costados, y se dirigió hacia uno de los animales de la formación, al que saltó
con la misma presteza que lo caracterizaba. El dueño de ese caballo lo
observaba preguntándose cómo actuar a continuación.
—¡Seguidme!
No se detuvo para comprobar si obedecían sus órdenes. Más les valía,
porque estaba dispuesto a ensartar hasta al último de ellos como a su propio
emperador si osaban siquiera vacilar ante su cometido. Cabalgarían por las
calles paralelas a la muralla buscando la retaguardia de su enemigo. Si
conseguían atacar a los rinhenduris por la espalda, tal vez aguantaran lo
suficiente para que la artillería de Érxan, con el blanco encallejonado e
inmóvil, pudiera causar daños severos entre sus filas.
La caballería real, un vestigio de los primeros reyes Tálier que no
modificó su nombre cuando Laebius se erigió emperador, componía una
unidad temible. No se trataba de la caballería más rápida ni tampoco la que
gozaba de más maniobrabilidad; además, tanto jinete como animal se
cansaban pronto por culpa del peso de sus protecciones, pero era
precisamente esa cantidad de metal lo que los convertía en la única caballería
capaz de resistir el combate cuerpo a cuerpo de forma prolongada cuando se
detenía la carga.
Su armamento consistía en una lanza corta para la carga inicial y una
maza que blandían cuando se detenía la carrera. No necesitaban matar a todos
los rinhenduris, solo formar un tapón de acero que retuviese al enemigo en su
posición. Los jinetes que lo seguían formaban la élite de los soldados
imperiales, y del mismo modo que Escudos e infantería de verde,
demostrarían su compromiso y su valía en la lucha contra los rinhenduris.
Apenas tardaron diez minutos en rodear las formaciones de invasores.
Alcanzaron la zona de muralla en la que Jagger combatió poco antes y
recorrieron la parte que al principio compuso el frente de batalla. A medida
que avanzaban, las calles embotadas de rinhenduris marchando a su espalda
se fueron sucediendo.
—¡En escuadras, dos por cada calle! —voceó atrayendo la atención de los
enemigos que se amontonaban al frente—. ¡En orden!

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Un jinete sobre su lagarto, al frente de la formación, avanzaba demasiado
lejos para oírlo. Las escuadras las formaban noventa hombres liderados por
un sargento, y siguiendo las indicaciones de Jagger, fueron repartiéndose tras
él, que llegó hasta la penúltima calle para encarar al enemigo antes de que las
dos escuadras restantes continuaran su camino. Cuando encaró su objetivo, la
carga de las primeras escuadras ya se lanzaba contra los rinhenduris.
Alertados por el estruendo y los gritos de sus aliados, los asaltantes situados
frente a Jagger se lanzaron a la carrera hacia ellos. Una lluvia de fuego y
dardos caía sobre los jinetes de záiselar, que retrocedían aplastando por el
camino a los suyos.
—¡Adelante, mis valientes! ¡Por Úhleur Thum!
—¡Por Úhleur Thum! —gritaron todos al unísono antes de bajar sus
lanzas en dirección al pecho de sus amigos.
Jagger hincó espuelas y su caballo, resoplando ya por el peso de su carga,
volvió a lanzarse al galope. Esta vez, contra los rinhenduris que huían hacia
ellos. Algunos eran tan altos como el propio Jagger sobre su montura, pero la
mayoría compartían la estatura de un hombre corriente.
La caballería pasó sobre los cuerpos desmembrados de Escudos y
extranjeros; algunos tropezaron con ellos, pero no detuvieron su avance. El
comandante gritaba su rabia como un poseso y las voces de cientos de
guardias reales lo acompañaron en ese estruendo amenazador que pretendía
barrer de su ciudad a cualquiera que la amenazara. Sin importar su naturaleza
o su fuerza.
Cuando la montura de Jagger golpeó al primer rinhenduris, se sintió el ser
más poderoso de la creación. Aquellos bastardos con sangre de lagarto huían
del frente de forma desordenada, lo que facilitaba que la caballería continuara
avanzando. Los enemigos caían, casi siempre desmayados, muertos o
atontados por el golpe, para que los pisotearan los animales que avanzaban
tras las primeras filas. Mataron al menos a doscientos hasta que la velocidad
de los caballos disminuyera, pues las formaciones se compactaban a medida
que se acercaban a los lagartos. Jagger detuvo por completo su carga mientras
lanzaba estocadas con la misma espada que dio muerte al emperador al que
juró servir.
Su odio no tenía límite: mataba a los rinhenduris que encontraba delante,
pero en su interior sentía que del mismo modo habría acabado con Escudos
Negros, regulares de Kraen o soldaditos de verde, que luchaban por el mismo
objetivo que los propios rinhenduris: someter la ciudad.

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Un rinhenduris enorme esquivó la estocada del comandante, se agachó
frente a su montura y la cogió del pescuezo. El animal trató de retroceder ante
la tenaza que le clavaba la cota de malla sobre el gaznate, pero la calle se
encontraba completamente taponada por el resto de jinetes y le resultaba
imposible moverse. El rinhenduris giró la muñeca colocando la cabeza del
animal en una posición poco natural que le hizo perder el equilibrio. Jagger se
tambaleó y terminó cayendo entre una amalgama de armaduras, relinchos,
gemidos y entrechocar de mazas con carne y corazas por igual. El sonido se
volvió ensordecedor; el calor a pesar de la lluvia que cesaba, asfixiante. Los
rinhenduris trataban de empujar a los jinetes para salir de la trampa mortal en
la que acababa de convertirse el callejón, sobre el que llovían dardos y
barriles que explotaban contra los tejados y sobre los soldados indistintamente
causando numerosas bajas y destrozos.
Jagger, tumbado entre un millar de patas, trató de ponerse en pie antes de
que lo pisotearan. Lo consiguió, pero apenas le quedaba espacio para
moverse. Los caballos lo meneaban de un lado a otro mientras ellos mismos y
sus jinetes intentaban acabar con sus enemigos sin caer a esa zona en la que la
mayoría moría antes de levantarse. El señor de la casa Nath supo que, sin su
armadura, el peso de los caballos contra su costado lo asfixiaría, pero no
duraría mucho vivo en cualquier caso. Necesitaba salir de allí y la única
forma de conseguirlo era avanzando hacia los propios rinhenduris.
La línea de contendientes se encontraba tan junta que los rinhenduris
apenas lograban levantar los brazos para atacar a la caballería. Los jinetes
descargaban mazazos que destrozaban cráneos, hombros y espaldas en un
ataque que apenas dejaba heridos.
Le resultaba imposible adivinar la situación en la que se encontraban las
calles paralelas, pero esperaba que al menos se pareciera a lo que ocurría allí.
Jagger veía los rostros de los rinhenduris muy similares a los de cualquier
soldado que hubiera conocido enfrentándose a lo que sin duda parecía su fin.
Su sangre era del mismo rojo que la de los imperiales, y aunque no fuesen
humanos, al borde de la muerte se asemejaban mucho a ellos.
A pesar de los esfuerzos de la caballería real, los rinhenduris más grandes
empezaron a crear espacios entre sus filas. Empujaban a los caballos
agarrándolos por el pecho o el cuello y aunque no consiguieran levantarlos, sí
gozaban de la fuerza suficiente para hacerlos trastabillar. La carga demostró
una efectividad admirable; el ataque posterior logró mantener la presión
durante unos minutos. Pero poco a poco los rinhenduris los expulsaban hacia
el otro extremo de la calle. Armados con espadas tan largas como ellos

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mismos no necesitaban lanzas para enfrentarse a los jinetes, y cuando al fin se
creó el espacio suficiente para que pudieran blandirlas, la carnicería cambió
de bando.
Los caballos relinchaban cuando la punta de una espada les perforaba la
piel a pesar de la cota de malla. El caos, el calor y el olor a sangre de sus
congéneres conseguía que muchos perdieran la calma a pesar de su recio
entrenamiento, por lo que cabeceaban nerviosos tratando de retroceder hasta
que su jinete, incapaz de mantener el control, caía hacia su muerte. Jagger se
perdió entre rinhenduris, caballos y espadas cuando la línea de caballería se
rompió definitivamente. El empuje de los záiselars retrocediendo consiguió
que ni siquiera un centenar de caballos blindados pesaran lo suficiente para
contenerlos. Las filas de retaguardia, que aún no entraron en la refriega,
mantenían la presión de la que carecía la vanguardia.
Pero su esfuerzo era inútil.
Apenas veinte minutos después de la carga y tras causar numerosas bajas
a los asaltantes, la caballería perdió la ventaja inicial y los jinetes caían como
moscas, como si sus valiosas armaduras se transformasen en mantequilla
caliente.
—¡Replegaos! —gritó un sargento al mando de apenas cuarenta jinetes.
Sus soldados tiraron de las riendas y los caballos, exhaustos pero
agradecidos, dieron media vuelta para escapar por donde vinieron. El resto de
rinhenduris, sin záiselars que encabezaran la vanguardia, se vieron empujados
por la falange punca hacia la misma puerta por la que entraron poco antes. La
guardia real no perdió detalle de la caída de los jinetes de záiselars, que se
vieron superados por las puntas de las lanzas puncas que los ensartaban sin
piedad.
Habían cumplido con su misión dejándose literalmente la piel, los huesos
y la vida. No encontraban a su comandante ni les quedaban órdenes a seguir
ahora que los rinhenduris los expulsaron de las calles. Apenas sobrevivieron
veinte o treinta de cada grupo, pero sus números no solo hablaban de la
crudeza de su batalla, sino de lo que aguantaron en su posición a pesar de las
bajas, de la desesperanza y la brutalidad de su enemigo. Los pocos jinetes
restantes se agruparon junto a la muralla para lanzarse después a la carrera
hacia un lugar seguro alejado de la masa de rinhenduris que huía de puncos y
proyectiles.
No importaba su formación ni tampoco su fuerza: aquellos seres venidos
de otro mundo perdieron a sus líderes, a la vanguardia que los inspiraba y a
los lagartos que abrían para ellos las puertas de las ciudades. Caían a

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espuertas, y ahora que los puncos los atraparon en las calles, su único anhelo
pasaba por salir de la ciudad antes de que un nuevo ataque de caballería u otra
falange les cerrase la retaguardia.
El estruendo de una calle entera viniéndose abajo agitó el poco
temperamento que aún mantenían los caballos. Las casas de madera caían en
bloque, una detrás de otra, de una manera totalmente antinatural. Los
proyectiles no las alcanzaban; tampoco se veían incendios que mordieran sus
vigas provocando que se derrumbaran de ese modo, en fila, una tras otra.
Cuando cayó la última antes de la muralla, al fin lo comprendieron. Un
lagarto enorme, el más grande de cuantos atacaran la ciudad, emergió de entre
los escombros. Logró escapar corriendo a toda velocidad entre los edificios
para evitar aplastar a los suyos. Los proyectiles seguían lloviendo en zonas
muy concretas desde la plaza de la Victoria.
Desde allí abajo, a los pies de la muralla, observaron al záiselar con el
hocico ensangrentado y un ojo vacío aferrarse a la piedra para trepar hasta la
cima. Sobre ellos, apareciendo entre tejado y tejado, la silueta de un jinete que
corría tratando de alcanzar su montura. Khessyr llegó a la muralla y se detuvo
esperando a Erol, que saltó hacia su cola y se aferró a las escamas. El záiselar
reanudó la marcha mientras Erol ascendía al mismo tiempo sobre el lomo del
animal. Llegaron al adarve en un suspiro.
El señor de todos los rinhenduris, con el orgullo más herido que el cuerpo,
echó un vistazo al interior de la ciudad destrozada que acababa de expulsar a
los rinhenduris de las calles. En su mente, antes de ordenar a Khessyr que
bajara por el otro lado de la muralla para reunir los despojos de su ejército en
retirada, la misma duda que le hervía la sangre desde que los puncos tornaran
sus lanzas contra ellos.
¿Dónde se había metido Zúral?

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74. LA BATALLA DE ÚLEUR THUM X

Frunk Cabezamartillo blandía su arma como si se tratase del mismísimo dios


de la guerra. Los rinhenduris atrapados entre ellos y la caballería real tuvieron
la entereza de lanzarse contra las filas de los puncos. Algunos incluso
ascendieron por los escombros hasta colocarse en los tejados para saltar
después hacia el centro de la formación. No resultó una buena idea, pues
aunque varios lograran llevarse la vida de uno o dos enemigos, la mayoría
terminó ensartado en su descenso por las lanzas de las filas posteriores.
El Primer Guerrero abatió a dos soldados enemigos antes de encontrarse
con un grupo de los grandes, de los que debían formar parte de la vanguardia.
La formación se abrió cuando se abalanzaron sobre ellos. Frunk lanzó un
golpe descendente buscando la cabeza de su rival, que esquivó sin dificultad
antes de atacar con un tajo directo al corazón. Frunk también lo esquivó, pero
tuvo que moverse tan deprisa para conseguirlo que perdió el equilibrio. Su
rival, mucho más rápido y fuerte, le cortó profundamente en la pierna. El
Primer Guerrero cayó, pero la falange se recompuso a tiempo para protegerlo
y dos lanzas perforaron el pecho y el cuello del gigantón, que cerró los ojos y
se derrumbó como un tronco.
Agarrándose la pierna, estudió la gravedad de la herida para comprobar
que no llegaba hasta el hueso. Recordó a Barlohn y pensó que, después de
todo, ningún rinhenduris lo abatiría. Se levantó como si no tuviese más que un
rasguño e izó su maza para rematar al rinhenduris que casi acaba con su vida.
Seguía tumbado, inerte, cuando de repente abrió los ojos. Frunk, con su maza
a medio camino de su testa, creyó contar con el tiempo suficiente para
neutralizarlo.
Pero no fue así.
El rinhenduris levantó una mano que frenó el golpe astillándose como una
rama en el proceso. Con la otra mano agarró a Frunk por el costado y apretó
tanto sus dedos que la coraza se le hundió sobre las costillas. Frunk aulló
volviendo a cargar la maza y, esta vez sí, le estalló la cabeza.

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Sin embargo, le faltaba el aliento. La coraza se aplastó tanto como si la
hubiera pisado un záiselar. Y eso que la agarró durante unos segundos con
una sola mano. La fuerza de los rinhenduris jamás dejaría de sorprenderlo.
Frunk se dejó caer esforzándose por recobrar el aliento. La sangre le
manaba en un torrente hasta la cintura; sus hombres avanzaban limpiando la
calle con la picadora de carne que formaba su línea frontal. Uno de los barbas
se acercó a su señor para comprobar su estado.
—Seguid con el ataque, no os detengáis por mí. Los Escudos vendrán a
recoger a los heridos pronto y a rematar a esos malnacidos.
El tipo asintió ignorando su estado por completo. Frunk, que fue herido en
una cantidad incalculable de ocasiones y que había matado incluso más veces,
supo que las costillas se le clavaban en el pulmón y que se encontraba en el
ocaso de sus días.
Se tumbó bocarriba; la sangre le asfixiaba. Tosió un espumarajo rojo y
torció el gesto por el dolor.
—Por la sangre de los Gréolos… —susurró cuando de retaguardia lo
ayudaron a ponerse en pie para llevarlo a la enfermería—. Yo que siempre
creí que moriría en el vado de Laek combatiendo a los mierdas que habitan
esta ciudad…
Y perdió el conocimiento pensando en sus hermanos.

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75. LA LEALTAD DE LERAC

A medida que los puncos se alejaban presionando a los rinhenduris hacia la


muralla, los pocos que alcanzaron la plaza se dirigieron a reforzar las
posiciones en las que los Escudos Negros se enfrentaban a la infantería
enemiga. Si bien los jinetes fueron derribados por los puncos, las calles
secundarias en las que no había záiselars aún presionaban para colarse en la
plaza. Los Escudos, cerrados en falange, resistían con una destreza admirable
y a pesar del empuje inicial, pronto el suelo quedó cubierto por cadáveres de
los asaltantes. Algunos lograban acercarse lo suficiente a pesar de recibir
varias lanzadas, agarraban a los Escudos y los lanzaban volando hacia sus
posiciones, donde sus compañeros los ensartaban antes de caer.
Sin embargo, las noticias de su derrota se extendieron pronto entre sus
filas. Los jinetes de záiselar murieron a excepción de un par, los puncos se
volvieron en su contra y no albergaban posibilidades de atravesar el bloqueo
formado por las falanges que los diezmaban a un ritmo endiablado. Apenas
oyeron el clamor de la carga de caballería contra su espalda, acabaron por
romper filas y huir a toda velocidad. Los Escudos Negros liderados por
Séracar no los persiguieron. Alzaron sus lanzas y celebraron la victoria entre
vítores que arreaban al enemigo fuera de la ciudad.
Érxan, que bajó de su montura en cuanto los puncos dieron media vuelta,
se sentó junto a Lerac al principio de la escalinata que conducía al palacio.
Estaba devastado, roto, deshecho entre sus propias lágrimas. Lo que acababa
de presenciar no lo abandonaría nunca, y mientras recordaba la última mirada
de Liria con la pequeña Elérea entre sus brazos, sintió que a pesar de la
victoria aquel día le proporcionaría por siempre un sabor amargo que le
revolvía las tripas. Consiguieron detener la invasión de los rinhenduris, sí,
pero ¿a qué precio?
Para él, sin ninguna duda, a uno que no le compensaba en absoluto.
Trataba de consolarse pensando en la cantidad de niños, mujeres y también
hombres que consiguieron salvar con su resistencia feroz, con su
determinación en la defensa, pero aunque en su mente supiera que hizo lo

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correcto, no le levantaba el ánimo. Alzó la vista buscando a Erol en la
distancia, pero se había esfumado saltando por los tejados. Su muerte
tampoco le aportaría consuelo. Ni siquiera verlo aullar su dolor a manos de un
torturador. Su familia estaba muerta, y ahora, por primera vez desde que
Kraen le revelase su plan para con Erol y Torek, comprendía de primera mano
la crueldad que implicaban sus indicaciones. ¿De verdad estaba Kraen
dispuesto a matar a la mujer de Torek solo para llegar hasta él?
Erol, ordenando a Khessyr que devorara a Liria, llevó al corazón de Lerac
el mismo dolor que sintió Torek cuando regresó a su hogar para encontrar las
tumbas de su esposa y su hijo. La única diferencia residía en que nadie podría
devolverle a Elérea a su padre. El dolor dio paso por un instante a la ira, a una
ira capaz de levantarlo de las escaleras mojadas que llevaban a un palacio sin
gobernante para reunir un ejército y perseguir lo que quedase de los
rinhenduris hasta más allá de Trenulk si fuese necesario.
Ese era el motivo de Kraen: plantar en Torek un odio lo suficientemente
fuerte como para sacar a las velkra del bosque, donde pudieran acabar con
ellos de una vez por todas.
Assio llegó trotando hasta las escaleras, donde un grupo de veteranos de
Kraen regresaba con regularidad para llevar a los heridos hasta el palacio. Se
acercó a su general, de rostro descompuesto, y miró entonces a Érxan.
Consiguieron vencer, pero en el rostro del Señor del Este no se reflejaba un
atisbo de victoria. Se dejó caer exhausto en el suelo y acabó tumbándose para
permitir que los primeros rayos de sol le calentasen la cara. Se llevó las
manos al rostro para lavar el regusto amargo que una victoria tan ajustada
dejó en su piel. Ya no ostentaba el título de líder más poderoso de los
presentes, y si el propio Laebius o Lerac o cualquier otro gobernante local
decidía encarcelarlo, su guardia de jade no podría impedirlo.
Érxan saltó como un resorte para observar a los puncos que combatían en
el flanco izquierdo con los rinhenduris que no sabían que ya habían perdido la
batalla. Los malditos puncos, los mismos soldados que vino a aplastar, que
motivaron toda su campaña, terminarían la jornada como los verdaderos
vencedores. A este lado de las murallas de Úhleur Thum, con sus formaciones
prácticamente intactas y sus armas capaces de perforar cualquier escudo o
coraza, contaban con todo lo necesario para acabar con quien se negara a
postrarse frente ellos.
—¿Cómo estáis, general? ¿Qué ha ocurrido?
Assio ignoraba el resto del panorama, pues en ese momento solo le
interesaba averiguar qué le ocurría a Lerac.

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—Mi familia, Assio —confesó mientras el traductor se acuclillaba junto a
Érxan—. Erol las capturó a ambas y las ha matado ahí mismo —señaló hacia
el lugar. La mano le temblaba como a un anciano con Parkinson.
Assio siguió su índice con la mirada. Una falange punca empujaba hasta
el final de la calle a los últimos enemigos. Sobre el suelo cubierto de
cadáveres no se distinguía la figura de Liria. Tampoco quiso insistir. Sintió el
impulso de abrazarlo, de decirle que lo sentía y que el tiempo cerraría su
herida, pero Lerac no era su amigo. Al menos no delante de su ejército. Le
puso una mano sobre el hombro; no necesitaba decir nada.
No fue hasta ese momento que Lerac fue consciente de cuánto ocurría aún
a su alrededor. La batalla no había terminado aunque los záiselars fuesen
neutralizados y el grueso de los rinhenduris se batiera en retirada: quedaban
reductos de enemigos enfrentándose a sus Escudos, no había ni rastro de la
caballería real y el propio Assio sangraba por la cabeza. Se dio la vuelta para
observar la escalinata, manchada de sangre como si una fuente roja manase
desde la parte posterior. El agua de la lluvia ayudó a magnificar el efecto.
—¿Estás bien?
—Un poco mareado, señor, pero nada que no arreglen una ducha, una
buena comida y…
—Y una mujer —se adelantó Lerac.
—Si me deja dormir un día entero antes, bienvenida sea.
El general no fue capaz de esbozar una sonrisa ni por compromiso.
Necesitaba sobreponerse a su dolor hasta que pudiera encerrarse en sus
aposentos y descargar la balsa de lágrimas que ya se cargaba tras sus ojos.
El jinete que se acercaba poco antes a toda velocidad por una calle
desierta llegó hasta ellos. La concentración de tropas en el mismo flanco por
el que llegaba le impidió avanzar con la presteza que la ocasión merecía.
Érxan lo recordó en el mismo momento en que desmontó. El tipo fue en busca
de Lerac, que miró de soslayo a Érxan antes de atenderlo.
—Señor, un grupo de rinhenduris trata de bordearnos por el flanco —
señaló hacia una calle vacía.
—Assio, encajona a tus Escudos en cualquier calle por la que no avancen
los puncos.
—Sí señor —y volvió a salir de escena a toda velocidad.
—Has hecho un buen trabajo, soldado, pero de ahora en adelante
infórmale antes a él —le indicó a Érxan con la cabeza.
El soldado, confuso, lo miró antes de dirigirse de nuevo a Lerac.

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—¿Puedo hablar con franqueza? —Lerac asintió—. A ese no lo conozco
de nada, señor. No le debo ninguna lealtad.
El traductor seguía trabajando; el rostro de Érxan se convirtió en un trozo
de hierro en la forja, pero Lerac levantó una mano pidiéndole calma.
—Entiendo que si has llegado hasta aquí para darme el reporte, sabes que
tu emperador no ha dado la cara y nosotros sí —el mensajero, perteneciente a
las milicias de la ciudad, asintió a su pesar—. Si Laebius hubiese muerto, ¿me
servirías a mí?
—Aunque no hubiese muerto —se giró para mirar a los puncos y Escudos
restantes en la plaza—, solo los Escudos podrían interponerse entre nosotros y
los puncos. El ejército extranjero ha sido aniquilado.
—Así que me debes lealtad a mí —volvió a asentir—. Mira esto —ordenó
antes de levantarse para acercarse a Érxan, que se irguió frente a él.
Los últimos rinhenduris se pusieron en fuga cuando llegaron los puncos
para reforzar las posiciones de los defensores. Los Escudos sufrieron muchas
bajas, pero mantuvieron la línea. Solo Assio marchaba ahora con cierta prisa
llevando a sus secciones de un extremo al otro de la plaza. Los hombres de
Fez levantaron sus lanzas y se mantuvieron a la espera de las próximas
órdenes de Frunk, que llegaban únicamente hasta expulsar a los rinhenduris
de la plaza cuando acabaran con los jinetes.
—¡Soldados, escuchadme todos!
Los rostros de los presentes fueron tornándose hacia él. El clamor de la
batalla se difuminó tanto que no representaba más que un rumor lejano. Como
el fluir de un río tranquilo en mitad de la noche. Los Escudos de Assio
alcanzaron a su posición y cuando se detuvieron, en la plaza reinó el silencio.
Los rostros de los presentes reposaban sobre la figura de Lerac, que ascendió
varios escalones para que pudieran observarlo desde la distancia.
—Trataré de ser breve y espero que con ello se disipe cualquier duda
sobre mis intenciones o se malinterpreten mis palabras. ¡Hemos vencido! —
un grito de júbilo se extendió en la plaza como una explosión que, con la
misma rapidez, desapareció—. Pero no lo habríamos hecho sin sus tropas, sin
sus máquinas, sin su artillería y sin su liderazgo —señalaba a Érxan, en un
espacio abierto más abajo, a la vista de todos—. Ha sido él quien ha diseñado
el plan de defensa, quien ha colocado las piezas de artillería en el lugar
correcto para derribar a los jinetes, quien ha replegado a los supervivientes
cuando cayó la primera línea y quien ha mantenido unido cada eslabón de esta
cadena que imperiales, rebeldes, puncos y extranjeros hemos formado para
mantener los pedazos de la ciudad unidos —seguía sin oírse una mosca. Lerac

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miró instintivamente a la calle por la que se acercaban los rinhenduris; seguía
vacía—. Las murallas no están cubiertas por el rojo de nuestra sangre sino por
el verde de sus uniformes —señaló entonces a la guardia de jade, que a pesar
de contar con un equipo diferente, compartía el color de las unidades de
Érxan—. Sin su ayuda, la primera oleada nos habría arrasado a todos.
Fez, desde la bocacalle que bloqueaban sus hombres, apenas oía las
palabras de Lerac. Los Escudos desconfiaban de ellos y aunque no los
atacasen, Séracar los mantenía en guardia previendo otra posible traición. Si
habían llegado hasta allí, ¿qué les impedía rematar el trabajo y adueñarse de
la ciudad?
—¿Dónde está Laebius? ¿Dónde está Eldian Borroll? ¿Dónde vuestra
emperatriz? —el silencio seguía siendo sepulcral. Los imperiales se
escudriñaban el rostro unos a otros buscando respuesta a las preguntas del
general rebelde. Lerac señaló al palacio—. ¡Escondidos mientras nosotros —
alargó el brazo y realizó un movimiento circular con el índice que repasaba la
media luna de plaza formada frente a él—, todos nosotros, nos enfrentamos al
enemigo sufriendo mutilaciones, perdiendo amigos y hermanos, familia! —
apretó la mandíbula para contener las lágrimas que le producía el recuerdo de
Liria y Elérea desapareciendo entre las fauces de Khessyr—. La mayoría lo
hemos perdido todo —apenas quedaban imperiales vivos, ni regulares de
Kraen, ni caballería real. Casi la mitad de los Escudos fueron diezmados—,
pero hemos ganado un emperador —de nuevo, el clamor. ¿Estaba
declarándose el nuevo gobernante de la ciudad?—. Prometí ser breve, así que
concluiré este discurso diciendo que no puedo obligar a nadie a elegir, pero
yo sí tengo claro quién se ha ganado mi lealtad y mi respeto demostrando
valía y coraje, pero también justicia y sacrificio. En los Escudos Negros nos
enseñaron a luchar no por Laebius, sino por el imperio. Por la igualdad y la
justicia que aportase a los clanes una vida digna. Estos extranjeros han dado
su vida por nosotros cuando contaban con la opción de huir o esconderse
como Laebius.
Lerac bajó la escalinata entre un murmullo de soldados que observaban la
escena inquietos. La guardia de jade le dejó paso. Lerac señaló a Érxan
colocándose frente a él y, mirando a la muchedumbre, volvió a gritar:
—¡Érxan es mi emperador, y a él someto mi voluntad y ofrezco mi lealtad
para que obre con ambas según lo que juzgue más conveniente para nuestras
gentes!
Y mirando hacia el suelo frente a él, desapareció de escena cuando se
arrodilló a sus pies. Su rodilla ni siquiera había tocado el suelo cuando los

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Escudos de la escalinata lo imitaron. Tras ellos, los que todavía bloqueaban
las calles por las que huían los rinhenduris. Los puncos se mantuvieron en
firme, pero estudiaban el panorama expectantes.
Érxan, que había perdido un ejército pero garantizado la lealtad de su
nueva y más exótica provincia, apenas parecía orgulloso. Él también quería
dar un discurso emotivo, pero carecía de los conocimientos suficientes en
aquel idioma para lograrlo y no quería que los locales recordaran ese
momento bajo la voz de su traductor.
Tampoco le quedaba más remedio, pero le gustaría contar con la presencia
de Lasbos en un momento tan importante. Su mano derecha llegaría pronto
con la caballería faxoliana.
—Levantad, Lerac —dijo el traductor.
Este obedeció y con él, el resto de Escudos. Érxan habló con su intérprete
en tono serio transmitiéndole un mensaje únicamente para él, que tragó saliva
y asintió. El emperador, ascendiendo varios peldaños como poco antes hiciera
su nuevo súbdito, se colocó en una posición desde la que todos fueran testigos
de sus palabras. Assio, que miraba hacia la calle tanto como al palacio, trataba
de enterarse de lo que ocurría. Se le nublaba la vista y de cuando en cuando
sentía que el suelo se movía como si en realidad caminase sobre una rama
mecida por el viento.
—No negaré que cuando mi ejército y yo partimos hacia estas tierras,
nuestra intención era la de conquistarlas para nuestra propia grandeza y la de
nuestra patria —su idioma era suave, las palabras contenían muchos sonidos
parecidos a los de la equis; la voz firme y cargada de seguridad de alguien
acostumbrado a actos similares contrastaba por completo con el acento
extraño del intérprete y su tono comedido—, pero lo que hemos encontrado
aquí ha superado con creces nuestras peores predicciones. Vinimos a por los
puncos —los señaló—, y ni ellos estaban preparados para vencer sin ayuda a
los rinhenduris, que los habrían aplastado sin compasión de encontrarse en
sus tierras y no aquí, en Úhleur Thum —los imperiales asentían sonriendo—.
Los valerosos Escudos Negros lo intentaron en el vado de Esla, pero también
fracasaron. La supervivencia de ambos se debe únicamente a que se
congregaron en esta plaza.
Vítores de los locales que silbaban y gritaban el nombre de su ciudad. Los
ciudadanos asomaban con timidez en sus casas para comprobar que de veras
sobrevivieron a la incursión.
—Pero tampoco los habitantes de esta ciudad habrían detenido a los
rinhenduris de no ser por su ayuda, por el apoyo de mis hombres y el valor de

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todos nosotros unidos combatiendo bajo una misma causa. ¡Ese es el
verdadero espíritu de mi imperio! ¡El propósito de unir a todas las
civilizaciones bajo una misma bandera! —esta vez, los Escudos manifestaron
su júbilo junto a los ciudadanos de Úhleur Thum—. ¡Ahí afuera vive un
enemigo mucho más poderoso que ninguna nación, uno capaz de sobrepasar
los muros de cualquier ciudad que no se proteja por la fuerza de todos los
demás!
Los presentes ya ni siquiera oían la voz del intérprete, pues la pasión de
Érxan era tal que sus palabras les llenaban el corazón aunque no las
comprendiesen. Lerac, observándolo con admiración, pensaba que el plan de
Kraen de unificar a todos los clanes bajo una misma bandera no habría
resultado de no ser por la llegada de Érxan y los suyos; tampoco sin la
reciente batalla contra los rinhenduris.
—¡Se acabaron las rencillas internas, las guerras por disputas territoriales
o culturales! ¡Que cada uno venere a los dioses de sus ancestros si es lo que
desea, que siga sus costumbres siempre y cuando no afecten a la convivencia
de sus vecinos! —los puncos, semejantes a un desconocido que se cuela en
una fiesta a la que no ha sido invitado, rieron ante aquella última frase
pensando en sus cupos—. ¡Soy consciente de las diferencias que existen entre
la ciudad y los clanes, pero acabáis de comprobar este mismo día de quién es
nuestro verdadero enemigo y quienes han venido a luchar por la humanidad!
La exaltación era tal que el estruendo de la celebración se escuchaba cerca
de las murallas, donde Barlohn y los suyos apuñalaban por la espalda a los
últimos rinhenduris embotellados contra las puertas. Assio miraba hacia el
otro extremo de la calle, pero no aparecían nuevos contendientes. La sangre
aún le brotaba de la cabeza; las piernas le temblaban. Estaba agotado, sentía
náuseas y antes de darse cuenta, vio cómo el suelo se movía a toda velocidad
hacia su cara. No tuvo tiempo de poner los brazos para frenar el impacto y
cayó a plomo, tan inerte como el proyectil de una catapulta, sobre el
empedrado de la plaza.
—¡Compañeros y aliados, el enemigo sigue estando entre nosotros
poniendo en peligro nuestra existencia!
—¡Sí, matemos a los rinhenduris!
—¡A por ellos!
—¡Viva el nuevo imperio!
Los gritos de ciudadanos y soldados al unísono contrastaban con la
impasividad de los puncos, que no se arrodillarían ante ningún hombre que no
perteneciera a su clan.

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—¡Escudos! —se pusieron en firme al unísono. Las fuerzas de Séracar
encajonadas en la calle. Los puncos de Fez, formando una media luna rodeada
por los soldados de negro—. ¡Rodead a los enemigos del imperio! —y señaló
a los puncos.
Miles de lanzas bajaron al unísono contra los puncos liderados por Fez.
Apenas quedaba un tercio de ellos en la plaza, pues el resto de las fuerzas
encabezadas por Frunk y Barlohn marchaban todavía hacia las murallas para
expulsar al resto de los rinhenduris. Fez dio un respingo cuando cerraron filas
a su alrededor. Pensaba que en cuanto formasen una posición defensiva frente
a Séracar y a los Escudos de la plaza, serían capaces de repeler a los Escudos
hasta que llegasen sus hermanos.
Levantó la vista hacia las torres de palacio: en su cima, fuera de su
alcance como la morada de los dioses, las catapultas y balistas que los
diezmarían a una velocidad pasmosa en cuanto apretaran filas para mantener
las posiciones. Los Escudos, como en la batalla contra los rinhenduris, solo
necesitarían crear una barrera para dejar que el fuego, los dardos y los barriles
incendiarios se encargaran del trabajo pesado. A Fez no le importaba morir.
Nunca le había importado, pero los planes de los suyos se orientaban hacia
otra dirección.
Lerac se acercó a Érxan para pedirle calma. Les había prometido la
desmilitarización de Álea para permitirles entrar y salir de su territorio, y la
concesión de un buen pedazo de tierra en el que asentarse y seguir
multiplicándose sin las limitaciones a las que se veían sujetos al otro lado del
Khor. Érxan lo sabía, pero temía que lo hubiera olvidado. El emperador le
pidió silencio levantando la palma de una mano a una altura que impedía que
nadie fuera de su círculo más cercano viera.
—Vine a por vosotros y os tengo en un puño —sentenció. Sabía que podía
eliminarlos antes de que volvieran los demás, que el cuerpo que formaban los
puncos quedaría muy debilitado sin el brazo de Fez.
Fez gritaba a sus subordinados que encarasen a los enemigos en ambos
costados. Sus barbas se movían entre líneas con la tranquilidad de un aguador
repartiendo su carga entre la cuadrilla. Como si la inminencia de su muerte no
les incumbiera.
—¡Podrías tener mis cojones en un puño, cortarme los brazos y aún te
arrancaría la cara a mordiscos, pedazo de mierda! —gritó Fez desde la
primera fila levantando una carcajada entre sus hombres.
Érxan miró a su intérprete y también rio cuando este le transmitió el
mensaje. Lerac, contrariado, aguardaba el desenlace de aquella historia cuyo

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final no conseguía prever. Podrían acabar con la sección de Fez, sí, pero
cuando llegasen Barlohn y Frunk se verían envueltos en otra sangría. Derrotar
a Fez y a sus hermanos después desembocaría en una batalla de la que nunca
se recuperarían. ¿Dónde habían quedado las recientes palabras de Érxan
hablando de los verdaderos enemigos de la humanidad?
—Eso era justo lo que pretendía oír —confesó en voz baja—. ¡Escudos,
romped filas!
Los obedientes soldados levantaron sus lanzas y retrocedieron dejando a
los puncos un margen de espacio suficiente para sentirse seguros. Eso, por
supuesto, contando con que no se sintieran seguros antes. Érxan avanzó hacia
ellos, que a diferencia de los Escudos mantenían una formación idónea para
luchar. Los pillaron por sorpresa la primera vez, pero no ocurriría una
segunda.
El emperador se coló por el pasillo que abrían sus nuevos súbditos y llegó
hasta el frente. Las lanzas de los puncos le apuntaban amenazantes; sus
escudos cubiertos de arañazos y magulladuras como la espalda de quien
duerme con una amante salvaje, revelaban la crueldad de la vida que los
caracterizaba desde la niñez.
—Manda a alguien de tu confianza a buscar a tus hermanos.
—Yo solo obedezco órdenes del Primer Guerrero. ¿Por qué debería
escucharte?
Érxan sonrió antes de responder.
—Porque os haré una oferta que no podéis rechazar.

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76. LA SANGRE DE LAS VELKRA

Sus gritos llevaban sucediéndose una hora prácticamente sin descanso.


Frenisek y Fryena trataban de consolarla mesándole la cabeza, pasándole
un paño húmedo por la frente y convenciéndola de que todo saldría bien. Pero
Amaranth también poseía conocimientos médicos y aunque se encontrara en
su primer parto, su cuerpo le advertía de que algo no marchaba como debía.
El bebé tardaba demasiado en salir y la mirada de Frenisek sugería que tal vez
tuvieran que cortarla para sacarlo. Amaranth, testaruda y fuerte como pocas,
se empeñó en expulsar a la criatura de su cuerpo aunque tuviera que
desgarrarse entera en el proceso. Empujaba hasta la extenuación una y otra
vez; el dolor la estremecía y gemía con tanta fuerza que sentía en la garganta
un puñado de cristales molidos.
—Empuja, Ami, tú puedes —la animaba su hermana, que decidió en ese
momento que nunca se quedaría embarazada.
Un nuevo grito; Frenisek enarcó las cejas mirándola a la cara.
—¡Veo la cabeza! ¡Sigue empujando, Amaranth!
Ella respiraba a grandes bocanadas tratando de subsanar el esfuerzo de su
cuerpo.
—¡Ya casi está, Ami!
Frenisek agarró la cabecita en cuanto salió y tiró con cuidado de ella para
extraer al bebé, que empezó a llorar apenas abandonó el cuerpo de su madre.
Fryena le cogió una mano para besarla entre felicitaciones. El galeno, que
miraba la entrepierna de Amaranth con ojo clínico, le pasó el bebé a Fryena
pidiéndole que lo limpiara y abrigara antes de volver con ella de inmediato.
Pinzó el cordón umbilical y lo cortó antes de coger a su sobrina, una niña
hinchada y fea como cualquier bebé que, a pesar de todo, siempre parecen la
criatura más hermosa del mundo para sus padres.
—Dámela, Frenisek, dame a mi hija.
El médico le puso una mano en el vientre antes de volver a mirarla a la
cara con gesto divertido.
—Aún no hemos terminado, jovencita.

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A ella no le divertía.
—¿Se puede saber por qué te ríes, malnacido?
Era la primera vez en toda su vida que Amaranth lo insultaba, pero
tampoco había parido hasta entonces.
—Hay otro.
Fryena se detuvo un instante para mirar a su hermana. ¿Otro?
—Ya lo has conseguido con el primero, Amaranth, este no será más que
una anécdota.
Pero a la joven le parecía la anécdota más dolorosa de su vida y no tenía
intención de prolongarla un minuto más. Volvió a gritar agarrándose a las
sábanas de la camilla, que de contar con la capacidad de sentir habrían
aullado por el dolor incluso más que ella.
—¡Sal de una vez!
—¡Eso es, eso es!
La segunda cabecita apareció y Frenisek, cumpliendo con su palabra
cuando dijo que el segundo no sería más que una anécdota, agarró al bebé y lo
sacó solo unos minutos después de su hermana. Amaranth levantaba la cabeza
para ver a su bebé; el médico lo examinó antes de darle una cachetada que lo
puso a llorar con un genio que anunciaba un carácter fuerte.
—Un niño —sentenció sonriendo—. Un niño precioso y sano, Amaranth.
Ella se recostó solo un segundo, después alargó los brazos para reclamar a
sus hijos. Fryena regresó con la pequeña envuelta en una mantita, seguía
llorando, pero su llanto era muy distinto al de su hermano, que parecía haber
nacido con los pulmones de un niño de tres años.
Frenisek lo limpió con cuidado y se lo llevó a su madre, que lloraba de
felicidad con uno a cada costado.
—Qué bonitos son… —susurró mirando a uno y a otro alternativamente
—. Los dos.
—Sí que lo son —Fryena también lloraba emocionada.
Los bebés, con el pelo negro de su madre y los labios regordetes, estaban
exhaustos. Amaranth respiraba aliviada como cualquier madre que ve a sus
hijos por primera vez. Su mayor miedo era que naciera con alguna
deformidad, débil o raquítico, pero acababa de tener dos en vez de uno y
ambos parecían tan fuertes como su padre. Esta vez, el llanto de felicidad se
vio interrumpido por una mueca de pena. No importaba que Fryena y
Frenisek se encontraran a su lado en ese momento, que contase con su apoyo
hasta el fin de los días.
—¿Cómo vas a llamarlos? —preguntó Frenisek.

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Amaranth lo miró conteniendo las lágrimas. Se sentía tan sola…

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77. EL PRIMER GUERRERO

Barlohn caminaba hacia el centro de la plaza bajo la atenta mirada de los


suyos. Los Escudos, formados frente a la escalinata para proteger a su nuevo
emperador, parecían desafiarlo. Pero Barlohn acababa de expulsar de Úhleur
Thum a los guerreros más temibles que el mundo hubiera conocido. Sus
brazos, su pecho, su pelo y su misma cara seguían cubiertos por su sangre
como una advertencia a sus futuros enemigos: «este es el aspecto que tendré
cuando acabe con vosotros», parecía decir. El humo le dibujó un rostro
parecido al de los soldados de Érxan, pero su cara lisa y sus facciones
marcadas lo distinguían sin esfuerzo de ellos. Fez salió de la formación para
acompañarlo caminando a su izquierda.
—¿Qué crees que va a ofrecernos?
Barlohn miró a su hermano como si no lo conociera.
—No tiene ejército, Fez, y aunque lo tuviera no hay nadie que se parezca
a nosotros —su voz no albergaba un atisbo de duda—. Para un tipo como él,
que aspira a doblegar el mundo, solo existe una cosa que pueda querer de
nosotros.
Fez asintió como si en su cabeza se hubiera forjado la misma conclusión;
Barlohn sabía que no era así. Acababan de enterarse de la muerte de Frunk a
manos, literalmente, de uno de los rinhenduris. Sus hombres lo llevaron hasta
la enfermería de palacio, pero el gran guerrero se asfixió con su propia sangre
antes de que pudieran tratarlo. Tampoco hubieran podido salvarlo en
cualquier caso.
Su pérdida no les dolió más que unos minutos, pues sabían que morir por
el clan significaba alcanzar el fin deseado por todo guerrero punco. Además,
fue el propio Frunk quien decidió arrodillarse frente a Erol para traicionarlo
después, por lo que su plan salió a la perfección. Como resultado, llevó a los
humanos a la victoria. También fue él quien recibió al traidor de entre los
rinhenduris que les proporcionó el metal necesario para forjar las mismas
armas que usaron para acabar con los jinetes.

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Lo que tal vez no imaginara Barlohn es que Frunk no pretendía sobrevivir
a esa batalla. No después de que su hermano lo retara.
Si Barlohn hubiera ocupado el puesto de Primer Guerrero en ese
momento, se habría negado de inmediato llevando a todos los puncos a una
muerte segura contra los rinhenduris. La capital de los puncos apenas quedaba
protegida por una empalizada parcial de madera, y la batalla del vado de Esla
demostró a los rebeldes lo poco que servía una defensa así contra la
vanguardia de los rinhenduris. Mucho menos contra los propios jinetes.
Barlohn se sentía agradecido por cumplir con su misión a las órdenes de
Frunk; por aprender de alguien en apariencia menos avispado que, sin
embargo, demostró la suficiente perspectiva como para decidir lo mejor para
el clan sin llevarlo a la desaparición segura.
Cuando llegó hasta la escalinata, Érxan lo esperaba entre su guardia de
jade acompañado por Lerac y Lasbos.
—Supongo que ahora tú eres el Primer Guerrero.
Barlohn miró a Fez, que poseía la fuerza y el derecho a disputarle ese
título. Su hermano menor agachó la cabeza frente a él por primera vez en su
vida.
—Supongo que así es —concedió sin darle mayor importancia.
—¿Por qué marchasteis junto a los rinhenduris? ¿Cómo sabíais que no os
eliminarían antes de atacar la ciudad?
—El plan era de Frunk, no mío —explicó con la voz cargada de
indiferencia, como si su jugada no hubiera estado a punto de costarles la
batalla—. No lo reveló porque temía que alguno de los vuestros se fuese de la
lengua o que los rinhenduris contaran con espías en la ciudad. Si hubieran
sospechado que los atacaríamos, habría resultado imposible abatir a los
záiselars.
—¿Cómo sabemos que no seguís sirviéndolos? —preguntó Lerac esta
vez.
Barlohn echó un vistazo a las calles repletas de cadáveres de la infantería
rinhenduris; a los lagartos carbonizados o desangrados sobre el empedrado.
—¿Sirviendo a esos, dices?
Sí, demostraron su lealtad al bando de la ciudad en cuanto tornaron sus
lanzas contra los invasores, pero eso no garantizaba que no ocultasen otro
plan tan intrincado como el que usaron para engañar al propio Erol.
En cualquier caso, no contaban con ninguna baza que asegurase sus
intenciones futuras. Érxan lo sabía, así que decidió posponer la cháchara para
tratar algo más tangible.

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—Siendo así, me gustaría proponerte a ti y a los tuyos que sigamos
formando una alianza hasta que acabemos con la amenaza de los rinhenduris.
—¿Y después?
A Lerac no le sorprendió aquella pregunta tras la que se ocultaba una
exigencia. ¿Por qué no iban a estrujar el trapo para sacarle hasta la última gota
de jugo? Se encontraban en una posición de poder, pues los necesitaban para
acabar las fuerzas de Erol, que según los exploradores se dirigía a toda prisa
hacia el Khor.
—Cuando los rinhenduris atraviesen Trenulk para volver al lugar del que
sea que provienen, añadiré el valle de Mélmelgor a las tierras que os fueron
prometidas por Lerac.
Fez levantó una ceja. Mélmelgor fue arrasado por los rinhenduris, que
masacraron hasta el último de sus pobladores antes de alcanzar el vado de
Esla, lo cual solo suponía una ventaja añadida. Sus colonos podrían asentarse
y cultivar la tierra más fértil de toda la nueva provincia de Érxan, que decidió
nombrar Vystilla, lo que en su idioma significaba algo como «castigo de
dragones». El nombre no suponía más que otra de sus estrategias para
convertir a la población local en fieles seguidores de la cultura de Fáxolaar.
«Castigo de dragones» sonaba mucho más fiero que «fin de los lagartos» o
«castigo de los rinhenduris», y sus nuevos provincianos, engrandecidos por el
nombre que rememoraba su gesta elevando los záiselars a esas bestias
ancestrales, pronto abrazarían de buen grado el idioma que su emperador
empezaba a colarles de forma sutil.
A pesar de la aparente convicción de Fez, Barlohn se mostraba reacio a
aceptar las promesas de Érxan.
—Así nuestros guerreros defenderán la frontera contra una nueva invasión
—Érxan torció la cabeza como si aprobara sus palabras—. Por no mencionar
las incursiones de las velkra.
—Tendréis la oportunidad de asentaros en la tierra más fértil de Vystilla
—el nombre aún les sonaba a una provincia lejana, no a la suya—, que
además cuenta con una gran cantidad de minas y un río que os cubre el
costado. Gozaréis de un terreno fácil de defender contra el resto del imperio si
es que algún tirano que trate de quitarme mi título osa enfrentarse a los
vuestros—sabía que la parte de su aislamiento les resultaría agradable—,
contaréis con las incursiones de las velkra para cubrir vuestros cupos sin tener
que mataros entre vosotros, lo cual aumentará vuestra población y, por
consiguiente, el poder del clan —pero Barlohn, mucho más exigente que su
hermano, no parecía convencido todavía—. Aunque con esta concesión de

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tierras viene la obligación de abrir vuestros mercados al resto del imperio —
advirtió como punto en el que no estaba dispuesto a ceder. Después de todo,
así era como pretendía acostumbrarlos al trato con los demás clanes, lo cual
los sacaría de su completo aislacionismo—. Y sí, si dentro de otros mil años
vuelven a aparecer los rinhenduris, tu clan representará el primer escollo
hacia el resto de Vystilla, pero en el caso de que ese día llegara, contaréis con
el apoyo de los demás para detenerlos.
Parecía que de veras estaba ocurriendo, que aquel tipejo de idioma
extraño acostumbrado a poner de rodillas a cuantos se encontraba en su
camino, lo había conseguido una vez más. Ya no existían las tierras de los
puncos, ni las de los sirromes, de los tharos o de la tribu neseka como
regiones antagonistas: ahora todo componía Vystilla, y dentro de esa nueva
región, vivían como vecinos unos y otros formando una única patria que los
rinhenduris, sin pretenderlo, construyeron con su incursión.
Barlohn pensó en lo que diría Frunk, en lo que opinarían sus antepasados.
Los puncos llevaban encerrados demasiado tiempo soñando con la gloria de
antaño. Una gloria inalcanzable desde su posición actual. Adquirir las tierras
de Mélmelgor suponía ganar más territorio del que los suyos hubiesen
ocupado en siglos y, desde luego, una recompensa mayor de la que esperaba
conseguir Cabezamartillo cuando pactó con Lerac.
—¿Qué opina de esto Laebius?
—Está muerto —intervino Lerac—. Jagger Nath lo encontró en sus
aposentos en medio de la batalla y lo atravesó con su espada.
Barlohn arrugó la barbilla asintiendo en señal de aprobación.
—¿Y Jagger Nath? —preguntó el emperador esta vez.
—Lo encontramos nosotros —respondió Barlohn—. Estaba tirado en
mitad de la calle entre los cuerpos de la caballería real.
—¿Está muerto? —volvió a preguntar Lerac.
Barlohn asintió.
—Aplastado por los rinhenduris en fuga o por sus propios caballos. Ni lo
sé ni me importa.
—Supongo que eso zanja la siguiente cuestión —aseguró Érxan mirando
a Lerac, que se encogió de hombros.
Los puncos ni siquiera preguntaron. No les importaba mientras les dieran
lo que acababan de prometerles.
—Entonces, Primer Guerrero, ¿aceptáis mi oferta?
—No pienso arrodillarme ante ti —espetó con desprecio apenas terminó
de hablar.

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—Ni yo exigir que lo hagas.
De cualquier modo, no lo necesitaba. Si aceptaban, se arrodillasen o no,
habría conseguido doblegarlos. Las demostraciones de poder no siempre
necesitaban ser tan gráficas, no debían someter al otro de un modo que los
humillase. Esas exigencias tal vez consiguieran la apariencia de poder, pero
arrodillar a un hombre contra su voluntad solo sembraba el germen de la
traición. Barlohn partiría de Úhleur Thum como el Primer Guerrero que más
había aportado al clan en mil años, y Érxan conseguía una frontera fuerte
contra los rinhenduris, que suponían un enemigo mucho más peligroso que
los propios puncos.
—En ese caso, acepto tu oferta.
Érxan rio de buena gana pensando que en cuanto terminaran con Erol, su
nueva provincia quedaría pacificada y podría regresar a casa para exigir
explicaciones a Fasmar. Alargó la mano para agarrar la de Barlohn, que
correspondió el gesto.
Ya estaba hecho: los puncos, sin darse cuenta, acababan de someterse.

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78. SANGRE DE LAGARTO

Khessyr se lamía las heridas de la cara con una lengua tan larga que le
alcanzaba los párpados. Erol examinaba sus cortes para asegurarse de que
ninguno fuese lo suficientemente profundo como para acarrear problemas. El
záiselar no se curaba tan deprisa como su jinete, cuya herida en el hombro se
cerró unos minutos antes. Sin embargo, solo necesitaría unos días para que
sus tajos se convirtieran en un lejano recuerdo. El ojo pinchado, por otra
parte, tardaría más en llenarse de nuevo.
Los rinhenduris supervivientes marchaban a paso ligero de vuelta a
Mélmelgor con la esperanza de volver a casa antes de reunir un nuevo
ejército, si es lo que su señor deseaba, para terminar el trabajo. Ninguno de
ellos, ni siquiera el más pesimista, hubiera imaginado jamás que la ciudad
consiguiera repelerlos. Su suerte, por patético que les pareciera, era que al
menos un puñado de ellos lograra escapar. ¿De dónde salieron esas máquinas
que asaron viva a su vanguardia? ¿Cómo era posible que las armas de los
puncos estuvieran forjadas con un metal que solo se encontraba en la Espina?
Erol apoyó los codos sobre la dura piel de Khessyr y metió la cabeza entre
las manos. Los restos de su ejército desfilaban a su lado a un paso tan rápido
que casi trotaban. Entonces oyó los pasos. Levantó la cabeza y miró a
retaguardia, por la que se acercaban dos de sus jinetes. Dos de once. Apretó
los dientes conteniendo un grito de rabia, pero eso no le impidió levantar un
índice acusador a medida que se acercaban.
—¿Dónde estabas, Zúral? —espetó ignorando al otro.
—Flanqueando las formaciones de Escudos, como pediste.
Erol estalló por fin y su ira consiguió que el lagarto de Zúral cabeceara
nervioso.
—¿Y por qué demonios no atacaste?
Zúral mostraba un aspecto impoluto. Sin sangre, sin heridas: sin signos de
batalla.
—No tuvimos tiempo. Cuando llegábamos a la posición indicada vimos al
grueso del ejército retirarse.

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El señor de los rinhenduris caminó hacia él ignorando por completo al
otro jinete. Él era irrelevante; Zúral, no.
—¡Debías atacar de todos modos, inútil! Si los hubieras cogido por la
espalda como te dije habríamos roto sus líneas.
—Lo siento, Erol —su rostro impasible no daba peso a sus palabras.
—Nos han traicionado —aseguró el otro jinete.
—¡Oh, ¿de veras?! No me di cuenta hasta que lo has mencionado.
—Solo ponía de manifiesto que los puncos tenían puntas de haljir.
Fue demasiado para él, que hasta entonces se esforzó lo indecible para
contener su ira. Se acercó al jinete, echó mano de su espada y desenfundó
rápido como un rayo. El jinete se irguió tanto en su asiento que por un
momento pareció que caería por la espalda del záiselar; el rostro impasible de
Zúral se mostró al fin sorprendido y el ejército, que seguía marchando a toda
velocidad, no dejaba de observar la escena.
—¡Mira a Khessyr, Harjoryn! ¿Ves la sangre que brota de sus heridas?
¿Acaso crees que no me di cuenta cuando casi nos matan en esa calle
mugrosa?
—Cálmate, Erol —pidió Zúral—. Aún seguimos vivos, eso es lo que
importa.
Los regulares seguían marchando, pero la mayoría dejó de mirar al frente
para observar el desenlace de aquel enfrentamiento.
—Sí, y después de saber que alguien nos traiciona, vosotros dos llegáis
intactos de la ciudad, admitiendo haber incumplido mis órdenes sin mostrar
un atisbo de arrepentimiento o vergüenza —tenía los ojos ardiendo de rabia,
los músculos de la cara marcados bajo la piel.
—¿Dónde está él? —el tono de Zúral escondía la sombra de una
recriminación que no agradó a su comandante.
—Donde debe estar, que no es junto a nosotros —sentenció poniendo fin
al tema antes de que se desarrollase.
Khessyr miraba a los soldados de a pie en lugar de a Zúral y Harjoryn, un
tipo que rondaría los cincuenta si fuese humano y lucía una barba pajiza que
le llegaba hasta la mitad del pecho. El gigantesco lagarto produjo un siseo tan
corto y agudo que Erol dudó haberlo escuchado, pero entonces se giró para
observar a sus soldados, que no le quitaban la vista de encima. Suspiró
tratando de contenerse y volvió a enfundar. El arma era tan larga que la
llevaba sobre la espalda, inclinada, para que no tocase el suelo mientras
caminaba.

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—Averiguaremos lo que ha ocurrido cuando regresemos —sentenció
volviendo junto a Khessyr.
Zúral y Harjoryn intercambiaron una mirada inquisitiva antes de colocarse
en su lugar a la cabeza de la formación. A lo lejos, la silueta de Úhleur Thum
humeando como un horno alimentado por la carne de los rinhenduris.
Erol dejó caer la cabeza una vez más contra la pétrea piel de su mejor
amigo y suspirando para tratar de contener sus nervios, le dio una palmada y
subió hasta su silla sintiendo que, sin importar cuánto se hubiera esforzado en
su empeño, terminó fracasando. Solo le quedaba un ápice de ilusión, una
última esperanza, pero pasarían todavía días hasta comprobar si de veras esa
posibilidad se mantendría en pie.
Puede que se hubiera precipitado, que no calculase bien sus posibilidades
o no colocara todas las piezas debidamente sobre el tablero. Pero el juego
empezó y ya no podía detenerlo hasta que terminase.
Quizá, a pesar de las medidas que tomó, de los sacrificios que tuvo que
realizar, se hubiera equivocado.

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79. LA DEUDA SALDADA

Jukkah avanzaba a lomos de su montura pensando en todo lo que ocurrió


recientemente. Las noticias de la victoria contra los rinhenduris llegaron hasta
allí solo unos minutos antes, pues el temor a los invasores seguía tan latente
que las nuevas de su situación volaban de un rincón a otro del imperio más
deprisa que las propias nubes. Las fuerzas combinadas de todos los humanos
consiguieron vencer y los despojos restantes del ejército enemigo se retiraban
a toda prisa de vuelta al escondrijo verde que formaban los árboles de
Trenulk.
Tras él, Verfia, Ghaasda y también Hyuen. Los rinhenduris no los hirieron
de muerte, pero ambos perdieron todos los dedos de los pies a excepción de
los gordos y no podían caminar. Los pies les sangraban y montaban sin
apoyarse en los estribos para evitar roces o golpes. Solo necesitaban unos
minutos más para llegar hasta el refugio donde reposarían hasta recuperarse.
Después planearían sus próximos golpes. Jukkah sabía que los torturaron por
su culpa, porque él les insistió en no tomar la píldora que los condenaba a su
muerte.
Ghaasda, por su parte, creía que si consideraba la crudeza de la vida de los
shámaros, perder los dedos de los pies era lo menos que podían esperar.
Después de todo, trabajaban infiltrándose en las líneas enemigas, traicionando
a compañeros y atacando a personajes poderosos. Hyuen y Verfia podían
agradecer a la suerte que no les cortaran las manos y las piernas.
Si hubiera sido Ghaasda y no Erol quien los capturase…
Abrieron la puerta del refugio tras las señales indicadas. En su interior,
Viera seguía al cuidado de Esoj, que sorbía la sopa ayudándose por una pajita
de madera. Le inmovilizaron la mandíbula para permitir que el hueso se
soldase, así que no podía articular palabra. No hasta dentro de unas semanas.
Además de la mandíbula rota, los puños de Viera le sacaron tres muelas, le
reventaron los labios y le partieron el pómulo izquierdo. Viéndole la cara,
cualquiera diría que acababa de pasarle por encima una carreta.
—¿Cómo están?

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—No tan mal como para quejarse —respondió Ghaasda—. ¿Y él?
Viera miró a Esoj con indiferencia.
—Vivo.
Jukkah entró en el refugio, saludó a Viera y se dirigió caminando
directamente hacia Esoj, que lo miró de soslayo temiendo que el rubio le
propinara otra paliza. Jukkah pensó en la noche en que rescataron a Hyuen y
Verfia, en el monstruo sobre el que se sentaba Erol y en lo difícil que debió
resultar la misión de Esoj la noche en que se adentraron en Kálahar para
cumplir su contrato. Apartó un taburete y se sentó al otro lado de la mesa.
Esoj, con la cara hinchada y restos de sangre en las cejas y la frente, lo
observaba con cautela.
—Debo reconocer —comenzó diciendo mientras rebuscaba entre sus
ropas— que te subestimé —miró hacia sus acompañantes antes de continuar
—. Creo que todos lo hicimos.
Jukkah sacó una bolsa de monedas que debía pesar un quintal y la puso
sobre la mesa. Esoj, que dejó de sorber en cuanto el capitán tomó asiento,
esperaba que Jukkah le explicase la situación en que se encontraba. Debía ser
la cuarta vez que Jukkah y él se cruzaban, y solo la segunda que no se veía
obligado a huir.
—Sé que lo mataste, yo mismo vi la herida en su pecho —empujó la bolsa
de monedas que le entregaron por la hija de Lerac hasta colocarla frente a él.
Entonces la señaló—. Este es el pago que te corresponde por ese contrato.
Esoj miró a Viera como si esperase que esta se opusiera. Pero no abrió la
boca. ¿Por qué iba a hacerlo? Esoj había demostrado ser un shámaro
competente, y si su cara se parecía a una albóndiga hecha con poco cariño, se
debía únicamente a un simple malentendido. Jukkah, intimidado por aquel
jovenzuelo que dirigía un ejército de lagartos y gigantes, solo sentía respeto
por el muchacho que no solo acabó con él, sino que tuvo la habilidad para
escapar de los demás shámaros durante tanto tiempo.
—Hay suficiente como para que pagues tu cuota y salgas de la
organización si lo deseas.
En ese momento entró una joven de cintura estrecha y pechos pequeños
dibujados bajo un vestido fino. Saludó, se dirigió hacia la chimenea y se
calentó las manos durante un minuto antes de comenzar a limpiar el salón.
Jukkah reconoció el modo en que el joven la miraba. No era preciosa, pero
tenía una sonrisa cálida que transmitía cierta luz al alma.
—Incluso para que te la lleves a algún lugar tranquilo en el que hacerle
niños y permitir que te amargue la vejez.

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Esoj volvió a mirarla. La conoció solo un par de días antes, pues no
pertenecía a la organización ni sabía que sus empleadores eran en realidad
shámaros. A juzgar por su aspecto, debía tratarse de una pandilla de
maleantes de poca monta que paraban para que uno de sus miembros se
recuperase. En cualquier caso, mostró la inteligencia suficiente como para no
inmiscuirse con preguntas que le complicaran la vida. Esoj no conocía a
mujeres fuera de la hora que pagaba su compañía, pero tampoco necesitaba
demasiado para que lo hicieran feliz. Aquella chica de mirada cálida y cabello
rubio le transmitía una sensación de paz que, después de que la muerte le
mordiera la cara transformada en los nudillos de Viera, se convirtió en su
única prioridad.
Recordó las palabras de Capitán antes de llegar a Kálahar, la muerte de
Fámariel en Trenulk, vio los rostros tristes de Hyuen y Verfia sentados en un
sillón mugriento con los pies en alto, y sintió su propio dolor cuando la idea
de hablar se le pasó por la cabeza. La jovencita, llamada Jaylea, apenas le
prestaba atención cuando su trabajo no lo requería, pero Esoj se encontraba en
un momento de su vida en el que aportaba una pobre compañía: no contaba
con la capacidad hablar, tenía la cara destrozada y su característico pelo rojo
desapareció, bajo el filo de la navaja, al igual que tantos de sus compañeros.
En ese momento, las cualidades que lo convertían en alguien interesante
quedaban ocultas bajo el aspecto de un enfermo machacado, mudo, hinchado
y débil.
Pero todo cambiaría con un poco de tiempo. Por eso, pensando en formar
una familia, en la granja en la que se crio y en los peligros y adversidades que
logró superar hasta entonces, decidió que ya había tomado su decisión. No
quería morir torturado en el trastero de un refugio mugriento, ni huir durante
años sin dejar de mirar atrás, sin dormir dos veces en la misma cama; sin
comida caliente, lamiéndose las heridas de la pelea a muerte de la tarde
anterior. Aún no era tan viejo como para sentirse incapaz de cumplir nuevos
contratos, pero el tiempo que pasó ocultándose de los mismos que ahora lo
cuidaban le demostró la importancia de meterse en el petate para conciliar un
sueño reparador, con los dos ojos cerrados y los pulmones cargados del aire
que calentaba la chimenea.
Solo le faltaba por experimentar el cariño de una mujer. No necesitaba su
amor: le bastaba que lo acompañara, que le evitara la sensación de continua
soledad que camina siempre junto a quien lleva una vida tan peligrosa.
Y ahora que su merecido retiro reposaba entre Jukkah y él, comprendió
que aunque jamás recuperase su aspecto natural, contaba con la seguridad que

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proporcionaba esa bolsa de monedas que le facilitaría engatusar a la futura
madre de sus hijos.
Esoj miró a Jukkah, después a Jaylea y, alargando la mano para agarrar la
bolsa, asintió con un gesto que se habría convertido en una sonrisa si su cara
no estuviese destrozada.

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80. LOS RESTOS DE LA BATALLA

Los cadáveres de Eldian Borroll y Frink Maddison fueron identificados en sus


villas de la ciudad poco después de que terminara la batalla. Erick Maddison,
su hijo y nuevo señor de la casa, consiguió sobrevivir al ataque perpetrado por
Garreth Gally, que murió en el salón de los Maddison. El asesinato de los
miembros del consejo supuso un duro golpe para la estabilidad de la ciudad,
pero encontrar a Garreth Gally entre los asaltantes consiguió rebajar la tensión
hasta cierto punto.
La caída del Laebius supuso un duro golpe para el sector más conservador
de la ciudad, que se mostraba reacio a aceptar que el propio Laebius ordenara
la muerte de sus consejeros. Érxan decidió darle un funeral de estado, pero no
de la forma que él hubiera deseado. Su cuerpo se presentó al pueblo en la
plaza de la Victoria junto al de Eldian Borroll y Frink Maddison. Los tres, en
piras del mismo tamaño y forma, fueron cremados en un acto solemne al final
del acto principal, en el que se quemó a aquellos que murieron combatiendo
contra los rinhenduris.
Zelca, Frunk Cabezamartillo y Jagger Nath se presentaron como artífices
imprescindibles de la victoria. Junto a ellos, una docena de extranjeros de
renombre que los locales no conocían, pero que llevaban sirviendo a su nuevo
emperador más de siete años. Los ciudadanos asistieron entre las ruinas y los
edificios que aún se mantenían en pie gracias a esos y otros miles de valientes
que dieron sus vidas para que el resto sobreviviera. La ceremonia sirvió como
símbolo de sacrificio y de esfuerzo, pero también de poder, de colaboración y
unidad. Solo luchando juntos lograron un objetivo tan elevado, y mientras
continuaran colaborando, ni siquiera los rinhenduris los derrotarían.
Cuando el fuego se extinguió, se prendieron las piras del antiguo
emperador y sus consejeros. Y para entonces apenas quedaban un puñado de
locales en escena.
Los Escudos se quedaron en Úhleur Thum para ayudar a los locales a
retirar los cadáveres, los escombros de las viviendas medio derruidas por la
acción de los záiselars y la lluvia de artillería, y también para garantizar que

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ninguno de los posibles enemigos de Érxan tomara el control de la ciudad. De
todos modos, los muchachos liderados ahora por Séracar durante la
convalecencia de Assio, no servían de nada en la misión que quedaba por
delante.
El valiente Assio, inconsciente durante la ceremonia, recibió una mención
especial por su papel en la defensa de la ciudad. Se recuperaría, pero solo
porque lo llevaron frente a Omer unos minutos antes de que fuese demasiado
tarde.
Lerac fue anunciado como nuevo gobernante de Úhleur Thum, y se
encargaría de aplicar las leyes de Érxan a pesar de la distancia que los
separaría. Desde esa posición, su misión principal consistiría en asegurar que
Vystilla permaneciera en armonía, que cada uno de sus integrantes se sintiera
parte de esa nación que acababa de crearse y que contaba con la protección
del emperador más exitoso que los habitantes de Vystilla conocieran. Los
Escudos, que por fin cumplieron el propósito para el que se entrenaron, se
convertirían en la nueva guardia real en cuanto acabase la guerra contra los
rinhenduris. Habría otra ceremonia y muchos de los Escudos abandonarían la
unidad para encargarse de formar a los nuevos regulares y liderarlos cuando
fuera preciso.
Los ciudadanos, que durante tanto tiempo temieron a los Escudos por las
historias que la propaganda de Laebius vertió sobre ellos, comprendieron
pronto que esos muchachos bien adiestrados y obedientes que provenían de
los clanes más fieros del imperio se convirtieron en una pieza clave de la
victoria. Y ahora, mientras los puncos siguieran recorriendo las calles de
Úhleur Thum, también parecían los únicos capaces de hacerles frente.

Lejos de allí, tres días después de la ceremonia, el emperador cabalgaba al


frente de la caballería faxoliana en busca de los últimos rinhenduris. Fez y
Barlohn los seguían a toda velocidad encabezando la maquinaria punca, que
sin importar cuánto destacaran en sus marchas frente a otras unidades de
infantería, no serían capaces de mantener el ritmo de la caballería. Los
rinhenduris marchaban tan rápido que solo las unidades montadas podrían
darles caza. Érxan armó a tantos de sus jinetes como pudo con dardos y arcos
para hostigar al enemigo en la retirada mientras que Rúeral, que ya atacó la
retaguardia de los invasores en un par de ocasiones con cierta efectividad,
suponía la punta de lanza que debía romper las líneas enemigas llegado el
momento del combate final.

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Sin embargo, surgió un problema en apariencia insalvable. Las fuerzas de
Erol se dividieron en dos en el momento en que comprendieron que no
alcanzarían a tiempo el vado de Esla para volver a Mélmelgor y desde allí a
Trenulk. Podrían cruzar por el vado de Laek y desde allí desplazarse por las
tierras de los puncos en dirección al bosque, pero todavía existía una
guarnición en Álea y el camino era más largo. Aunque los záiselars
consiguieran limpiar la fortaleza sin mucha dificultad, para ese momento la
caballería habría causado tantas bajas en sus filas que Rúeral podría rematar
el trabajo sin mucha dificultad. Las tornas cambiaron por completo y ahora
los invasores eran los perseguidos.
Por eso Erol avanzaba en dirección al Khor, justo hacia el lugar en el que
se despidió de su guerrero más temible: el mismo por el que se interesó Zúral
cuando recibió la reprimenda de su líder. Ahí residía el problema insalvable:
si llegaban hasta el río antes que ellos, lo cruzarían para colocarse
definitivamente fuera del alcance de la caballería. Ni siquiera los jinetes de
Érxan, ágiles y rápidos como ningún otro, conseguirían rodear a tiempo el
vado y bordear el río antes de que Erol alcanzara el bosque y se perdiera para
siempre al otro lado de este.
Érxan, que había derrotado a más enemigos que ningún hombre vivo,
conocía a la perfección la importancia de descabezar una rebelión, una
facción o una idea antes de que creciera demasiado como para convertirse en
un gigante.
Y Erol reunía esas características a la perfección.
—Señor, los lagartos no son tan rápidos como los caballos, pero
mantienen un ritmo endiablado que apenas nos permite recortar distancias. Es
como si no necesitaran descansar.
Era Lasbos, que permaneció apartado de la batalla de Úhleur Thum en
contra de su voluntad. Érxan quiso que se quedara en retaguardia, junto a la
caballería faxoliana, porque sabía que si moría no tendría a nadie que
garantizara la estabilidad cuando se marchara de Vystilla. También porque si
perdían, solo la caballería faxoliana le aportaría la posibilidad de escapar de
vuelta a Fáxolaar.
En cualquier caso, ahora que Lerac le había demostrado su valía, la idea
de volver a casa junto a su mejor amigo no abandonaba su cabeza.
—¿Podemos interceptarlos?
—La vanguardia los hostiga y me consta que el general enemigo ha sido
herido, pero los proyectiles rebotan sobre su montura y el jinete no cae
aunque lo atraviesen nuestras flechas.

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—Ni caerá —intervino Lerac a destiempo, pues resultaba difícil mantener
el ritmo de su conversación por el intérprete.
—Explícate —pidió Lasbos.
—Lo vi cuando nos lanzó su espada frente a las puertas de la ciudad —el
recuerdo de ese momento le helaría la sangre mientras le corriera por las
venas—. Cuenta con algún tipo de sujeción que lo mantiene pegado a la silla.
No te equivocas cuando dices que no caerá.
—Aunque lo matemos —sentenció este.
Lerac asintió y Érxan lanzó una maldición al cielo.
—Que lo sigan intentando, Lasbos. Y procura que tus hombres construyan
balsas para cuando lleguemos.
Lerac negó con la cabeza una única vez, pues le advirtió en varias
ocasiones, igual que Eldian Borroll, de la peligrosa naturaleza del río maldito.
—Vamos a cruzar ese río de una vez, Lerac. Los rinhenduris no pueden
escapar o nos veremos envueltos en otra cruzada antes de que consiga reunir
un nuevo ejército para detenerlos.
Cualquier otro gobernante habría dado media vuelta y abandonado aquella
provincia maldita a su suerte, pero Érxan no estaba dispuesto a rendirse ante
ningún enemigo. Ni siquiera frente a los rinhenduris.
—Aunque logremos cruzar, ¿cómo vamos a alcanzarlos, señor?
Érxan tejía sus palabras con una convicción absoluta que no permitía la
duda o el desánimo entre los suyos.
—Esos lagartos son más lentos que nosotros, tú mismo lo has dicho. No
importa lo que parezca, tendrán que descansar en algún momento —Lerac y
Lasbos enarcaron las cejas esperando que su emperador tuviera razón—.
Creen que no los perseguiremos al otro lado del río, por eso avanzan tan
deprisa. Os garantizo que esos bichos están exhaustos y se tirarán sobre la
hierba para recuperar el aliento en cuanto se sientan a salvo.
—Espero que tengas razón —convino Lerac.
—La tengo.
Y espoleó a su montura para seguir recortando distancia con las bestias
que trataban de regresar al abismo del que Erol las sacó. Debido a la
imposibilidad de Rúeral para avanzar junto a la caballería faxoliana, se le
encomendó la tarea de perseguir a la infantería rinhenduris y reducir su
número en pequeñas escaramuzas durante todo el camino. Cuando cruzaran,
sus fuerzas estarían tan mermadas que no supondrían un peligro real.
Apenas dos mil rinhenduris escaparon de la ciudad, de los cuales solo los
tres jinetes representaban aún una seria amenaza. El resto, huyendo en campo

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abierto y sin la capacidad de repeler a la caballería, no duraría demasiado.
Erol lo sabía, por eso los abandonó a su suerte para dirigirse a toda velocidad
hacia el Khor. Cuando el reflejo plateado de sus aguas se distinguió al fin en
la distancia, la caballería faxoliana incrementó la frecuencia de sus ataques.
Querían retrasarlos tanto como fuera posible, y lo estaban consiguiendo.
—Ya casi estamos —dijo Harjoryn aliviado.
Una flecha le atravesó la garganta en el mismo instante en que terminó de
hablar. La sangre manó en un torrente sobre su pecho mientras la punta de la
flecha se le enredaba en la barba. Cuando asaltaron Úhleur Thum, la
armadura le protegía hasta la altura de las orejas, pero la acabó abandonando
al igual que las protecciones de su záiselar. Este, exhausto a pesar de la
reducción de peso, apenas conseguía mantener el ritmo de Khessyr, que
enfriaba su cuerpo abriendo la boca como un perro.
Aún quedaban tres jinetes, y no existían enemigos entre ellos y la Espina
con la capacidad de retenerlos. El cansancio y sus heridas no importaban: los
záiselars seguían contando con escamas de piedra y un peso que los convertía
en auténticos arietes blindados capaces de arrasar las filas de cualquier
ejército que se interpusiera en su camino.
Pero la caballería faxoliana no se colocaba frente a ellos. Los asaltaban
una y otra vez, repartiéndose el esfuerzo entre diferentes grupos que se
alternaban para permitir el descanso de los demás, y cuando los záiselars se
giraban para atacarlos, los jinetes hincaban espuelas y sus caballos
desaparecían con la velocidad de un ratón sorprendido en la cocina. Los
lagartos los destrozarían sin esfuerzo si lograran acercarse a distancia de una
dentellada, y los hostigadores lo sabían.
—¡Démonos prisa!
Erol instó a Khessyr a retomar la carrera. Sus gruesas patas levantaron el
pesado cuerpo del suelo y lo lanzaron a toda velocidad hacia las aguas del
Khor. El animal de Harjoryn lo imitó, pero apenas consiguió moverse unos
pasos antes de posar el vientre sobre el suelo una vez más. No podía seguir, y
los primeros en confirmarlo fueron precisamente los hombres de Érxan, que
redoblaron sus esfuerzos por tumbar al jinete. Zúral sintió el impulso de
volver a por él, pero la lluvia de proyectiles era tan intensa que se arriesgaba a
caer él mismo en su intento. Además, su záiselar tampoco resistiría mucho
más.
Erol miró hacia atrás entre los vaivenes que producían los saltos de
Khessyr. Las flechas volaban alrededor de Harjoryn como un enjambre de
molestas moscas: algunas le perforaban el cuerpo; otras se astillaban contra la

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piel de su záiselar y la mayoría se perdían silbando a poca distancia de su
objetivo.
Estaba perdido, y cuando una lanza le atravesó el cráneo, cerró los ojos
sobre su montura por última vez.
Los jinetes, armados con antorchas y granadas como las que usaron
durante la batalla de Úhleur Thum, se acercaron lo suficiente para lanzarlas
con efectividad sobre el lagarto. Este, agotado hasta el extremo, consiguió
reunir las fuerzas suficientes para darse la vuelta en un parpadeo y tras una
carrera breve, atrapar a dos caballos con sus respectivos jinetes entre las
fauces. Los relinchos de los animales se oyeron sin dificultad donde se
encontraban los rinhenduris a pesar del estruendo que provocaban las carreras
de los záiselars.
El ataque quemó su última reserva de energía; el último recurso de un
majestuoso animal desesperado, acorralado y acribillado por cientos de
rivales muy inferiores aunque más persistentes. Erol, que miró solo para
observar su final, sintió que la escena guardaba mucha similitud con la de una
manada de lobos que acorrala a un bisonte al que hostigan, cansan y hieren
sin prisa para acabar con él tanto como el propio cansancio.
Zúral esperó hasta llegar al río para imitar a Erol. Harjoryn y su montura
se convirtieron en una fogata enorme que siseaba entre las llamas. Suspiró sin
decir nada. Erol sabía que su infantería no correría mejor suerte y que pronto
la caballería terminaría con ellos al igual que con Harjoryn. Ya nada podía
evitar su destino.
Zúral, mirándolo de soslayo, mascullaba una idea que por algún motivo se
negaba a revelar. Alguien los había traicionado, de eso no cabía ninguna
duda, pero ¿quién contaba con la capacidad de organizar envíos del preciado
haljir hasta los puncos sin que los rinhenduris lo percibieran? ¿Cómo era
posible que los propios puncos, que se arrodillaron ante Erol, reunieran el
valor para apuntar sus armas contra ellos? La batalla de Úhleur Thum supuso
un auténtico descalabro para las fuerzas de Erol, pero nada terminaba
mientras continuara respirando. Por eso Zúral lo observaba con cuidado. Ya
no quedaba ni un atisbo del chico sensible, noble e inocente al que acogiera
primero en la Fortaleza Negra y más tarde a las faldas de la Espina. Erol no
solo se convirtió en el señor de todos los rinhenduris, sino en algo más.
Algo mucho más grande.
¿Cómo entonces habían perdido contra un enemigo en apariencia tan
inferior? ¿Qué ocurriría cuando regresaran a la Espina? ¿Cómo reaccionarían
los suyos ante la derrota?

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Zúral, a lomos del monstruoso animal que surcaba las aguas del río, se
olvidó por completo de las leyendas que se mecían entre las aguas del Khor
como ellos mismos. Necesitó percibir el rápido movimiento bajo las aguas
para volver a la realidad, al momento actual. Y parecía asustado. A un
rinhenduris no le preocupaban las alturas, pero el agua tan profunda como
para ocultar el lecho sí les inquietaba. Especialmente si se trataba de un río
como ese.
—No nos pasará nada —aseguró Erol con la vista posada en la otra orilla,
donde comenzaban las tierras del que fuera su hogar durante la niñez.
Los espíritus de los muertos de antaño se acercaban a los lagartos desde la
oscuridad de las aguas más profundas solo para darse la vuelta y desaparecer
una vez más. Ni siquiera ellos, cubiertos con sus ropas holgadas y
blanquecinas, contaban con la fuerza necesaria para arrastrar a los záiselars
hacia su morada. Los jinetes, por otra parte, estarían perdidos si caían de sus
sillas.
Una nueva lluvia de flechas produciendo un chapoteo a su alrededor. El
ataque no fue ni intenso ni continuado, y tras un par de salvas quedaron a una
distancia segura de la caballería faxoliana. Erol miraba de reojo a las aguas;
estaban allí, muy cerca, tanteando sus posibilidades contra una bestia tan
voluminosa que se asemejaba a una isla en miniatura.
—Tranquilo —insistió.
Zúral lo observaba a lomos de Khessyr, con la espalda recta y una mano
sobre el muslo. Parecía tan relajado… Incluso feliz. Como si la idea de
regresar a la Espina le devolviera la vitalidad. Ahora que Harjoryn había
muerto, el resto del viaje se asemejaba más a una de sus aventuras juntos
entre riscos, montañas y arroyos que al fracaso catastrófico que significaba en
realidad. Khessyr se sacudió como si acabara de sufrir un calambre. El hocico
herido no sangraba, pero la sangre seca empezaba a mezclarse con el agua
logrando que los cazadores, siempre atentos al mundo de los mortales, se
volvieran más atrevidos de lo que Erol recordaba. De pequeño se veía capaz
de acercarse a las lindes de Trenulk durante el día, pero el lago que surcaban
ahora le provocaba auténtico pavor. Sonrió mirando hacia su derecha, a la
parte del río que llenaba el lago. Claro que aquellas aguas le aterraban de
niño: en esa época solo era un crío, un crío humano.
Dio una palmada a Khessyr en el cuello para tranquilizarlo.
—Vamos, tonto, ya casi estamos en casa.
El sol de mediodía les calentaba la espalda y Erol respiró el aroma del
valle, con su hierba mojada y su tierra fértil. Recorrieron ese mismo lugar

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apenas dos semanas antes, pero ya no quedaba ni rastro del paso de su ejército
en las inmediaciones. Cuando llegaron a la orilla, los záiselars se encontraban
al límite de sus fuerzas. Erol desmontó y se tumbó en la hierba junto a
Khessyr, que dejó caer su pesado vientre en la tierra húmeda como si el frío
no le incomodara lo más mínimo. Zúral y su záiselar los imitaron.
—¿Y ahora qué?
Erol observaba el cielo. La luna dibujada con la timidez de una
adolescente enamorada le devolvía la mirada.
—Ya se me ocurrirá algo.
No parecía quedarle un atisbo de ira en las venas, como si la derrota que
sufrieron hubiera ocurrido mil años atrás. Como si no fuese él quien encabezó
la expedición que, contra todo pronóstico, fracasó.
—Necesito dormir —volvió a hablar Erol—. Despiértame cuando pase
una hora.
—¿Ya no te preocupa que sea yo quien te ha traicionado?
Las palabras de Zúral consiguieron que su rostro se enturbiara por un
segundo. Miró su espada de reojo y después a Khessyr, cuyo ojo derecho lo
observaba con cuidado. El izquierdo, apenas funcional, vigilaba a Zúral. Erol
sonrió de la forma que caracterizaba a los suyos.
—Tengo a Khessyr conmigo.
Zúral se sintió observado por el monstruoso lagarto. No necesitaba más:
sabía que ni siquiera él a lomos de su propio záiselar conseguiría acabar con
el poderoso Khessyr.
—Una hora —sentenció antes de volver a recostarse.

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81. EL FIN DEL CAMINO

—Despierta, Erol.
Este salió de su letargo como si acabaran de sacudirlo. Abrió los ojos de
par en par en un segundo: la luna seguía en el mismo lugar; también el sol.
—¿Ya ha pasado una hora?
Sentía que apenas durmió unos minutos en los que soñaba que era otra
persona, en otro lugar, con otra compañía. Una más agradable. Casi siempre
tenía pesadillas, pero no ese día. Su sueño le pareció dulce, plácido, de esos
que no quieres despertar. Pero no recordaba mucho aparte de la sensación de
plenitud.
—Menos, pero la caballería ha empezado a construir balsas.
Erol frunció el ceño antes de sentarse, frotarse los ojos y abrirlos con
pesadez para observar la otra orilla. Veía maderos y cuerdas, sí, pero nada que
se pareciese a una balsa. Era pronto para que su trabajo hubiera avanzado
tanto, pero ¿qué más otra cosa fabricarían allí en ese preciso momento? La
conclusión estaba clara: el único medio que les permitiera alcanzarlos antes
de que desaparecieran para siempre más allá de Trenulk.
—Vámonos.
Khessyr se puso en pie y Erol ascendió por su pata hasta la silla. Zúral lo
imitó y reemprendieron la marcha mientras la actividad en la otra orilla se
volvía frenética. El señor de los rinhenduris quería quedarse allí observando a
los extranjeros acabar sus balsas para echarlas al agua y perseguirlo.
Comprobar si resistían el ataque de los espíritus le llenaría de emoción, pero
no podía permitírselo.
La caballería faxoliana demostró ser una fuerza a tener en cuenta, pues sus
caballos pequeños y ágiles parecían incansables. Los záiselars avanzaban con
sus últimas energías tras la batalla y la intensa fuga que la sucedió, y si los
faxolianos cruzaban el Khor, quizá tampoco les intimidara adentrarse en
Trenulk como sí ocurría con los imperiales. Los lagartos avanzaban despacio
entre la vegetación espesa y los troncos demasiado anchos como para pasarles

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por encima. Trenulk conformaba un laberinto de obstáculos para unas
criaturas tan grandes, por lo que no debían entretenerse.
Y no lo hicieron.
Al anochecer del día siguiente pasaron por el lugar que poco antes
albergara las ruinas de su antigua casa. Los jinetes bajo su mando cumplieron
con su deber eliminando todo rastro de la granja. No quedaban ni los pies de
las paredes, ni puertas, ni azulejos ni la madera mugrosa del emparrado: solo
un camino bordeado por un murillo de piedra que conducía hasta ninguna
parte, hasta una mancha en el suelo que pronto devoraría la hierba que se
adueñaba del suelo de Mélmelgor.
Fue Ghimmick quien derrumbó la casa, y como siempre, el resultado de
su misión se probó impoluto. Ni siquiera el propio Erol, que se encontraba
presente durante el entierro, conseguiría identificar el lugar en el que yacían
los huesos de su madre. Antes de darse cuenta, se encontraban en medio de
las que antaño fuesen las tierras de Esoj, ahora baldías y hermosas bajo el
cuidado de los elementos.
Zúral tiró de las riendas mirando hacia el horizonte. Erol seguía inmerso
en sus pensamientos y no se dio cuenta de que ocurría algo hasta que lo miró
a la cara. El gesto serio, la vista al frente oteando la línea de árboles. El señor
de los rinhenduris buscó lo que le preocupaba: allí delante, emergiendo del
bosque como una maldición, el ejército de las velkra al completo.
El sol arrojaba una luz rojiza sobre la hierba de Mélmelgor, que se mecía
por la brisa. La noche anterior llovió y del suelo aún manaba el delicioso olor
a tierra mojada que tanto le recordaba a aquel lugar, a las noches en que los
tambores de las velkra, que ya retumbaban a poca distancia, le quitaban el
sueño. Llenó sus pulmones una vez más con los aromas que lo vieron crecer y
bajó de su silla sin prisa, como si hubieran llegado a su destino.
—¿Qué vamos a hacer?
Zúral parecía nervioso por primera vez en mucho tiempo. Erol estudió su
rostro antes de responder.
—Haz lo que quieras.
Entonces desenfundó su espada y la clavó en la tierra antes de abrazar la
cabeza de Khessyr. A poca distancia, la caballería faxoliana acercándose a
toda velocidad. Se las habían ingeniado para que sus balsas cruzaran el río.
No existía otra explicación.
—¿Lo que quiera? —preguntó incrédulo—. ¡Tenemos que escapar ahora
mismo!

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Erol seguía abrazado a Khessyr como si no le importase nada más en el
mundo; como si se encontrasen solo ellos dos allí, en Mélmelgor, en mitad de
ninguna parte. Como si las velkra no se acercaran y la caballería faxoliana,
armada con sus efectivas granadas, dardos y flechas, no cabalgara hacia su
posición dispuesta a acabar con sus vidas.
—Pues inténtalo.
—¿Y tú?
Se encogió de hombros, miró a las velkra y después a la caballería. El
sonido de los tambores, constante y profundo, se parecía mucho al latido de
su propio corazón.
—No podemos escapar, Zúral —sentenció como un monje, en paz—. Este
es nuestro final.
Zúral buscaba a uno y otro costado una puerta mágica, un risco por el que
su záiselar pudiera ascender dejando atrás a sus perseguidores. Pero no
estaban en la Espina sino en Mélmelgor, y el lugar más elevado en las
cercanías lo componía el suave promontorio que Erol usaba como mirador en
aquellos años en los que Laiyira seguía viva, cuando su hermano y su padre
entrenaban a esa hora con unas armas parecidas a las que ahora empuñaban
las velkra para acabar con ellos.
Erol ignoró a Zúral, que se removía inquieto sobre su silla.
—No voy a dejar que te quemen vivo, amigo.
El gran ojo de Khessyr lo miraba fijamente. Empujó a su dueño con la
cabeza para apartárselo; el jinete sonrió, agarró su empuñadura y desclavó la
espada de la fértil tierra de Mélmelgor. Entonces chasqueó la lengua y
Khessyr se dejó caer sobre la hierba, alargó el cuello y cerró los ojos como si
se sumiera en un profundo letargo. Erol, que no vaciló cuando cortó a Sthunk
por la mitad ni tampoco cuando mutiló a Torek, sintió que le temblaban las
manos.
—¡¿Qué demonios estás haciendo?! —gritó Zúral, que no tuvo tiempo
para intervenir.
Erol levantó la espada por encima de su cabeza, se detuvo un segundo que
le pareció interminable, contempló el gesto tranquilo de Khessyr y volviendo
a sonreír un instante, lanzó un único tajo que le seccionó el cuello. El corte
fue tan limpio que daba la impresión de que no se produjo, pero cuando retiró
la espada, el charco de sangre que manaba de su enorme cuerpo rojo ya le
llegaba a los pies.
Retrocedió unos pasos tambaleándose; la espada ensangrentada desde la
empuñadura a la punta le pesaba como una montaña. Suspiró observando a las

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velkra acercarse a buen ritmo; el rumor de los jinetes jadeando a sus caballos
en la distancia.
El señor de todos los rinhenduris clavó la espada en la tierra una vez más
y se arrodilló junto a ella encarando el bosque. La sangre de Khessyr manaba
en un torrente.
—¡Has fracasado! —gritaba como si en realidad se reprochase a sí mismo
— ¡Lo tenías todo y has fracasado!
Zúral tiró de las riendas y puso a su animal en fuga. No llegaría lejos,
incluso él debía saberlo.
Erol, que sentía una extraña paz en su interior, dejó que sus sentidos lo
embaucaran. Los tambores, el olor a tierra mojada, la brisa acariciándole la
piel… Una flecha lo alcanzó por la espalda y pronto notó el sabor metálico de
su propia sangre. Otro impacto le atravesó el abdomen. El dolor era un viejo
amigo, el único que le quedaba, y cuando una lanza le atravesó el corazón
entrando por su omoplato, la oscuridad regresó para llevárselo entre sus
brazos una vez más…

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Epílogo

Poco después de la muerte de Khessyr, el mismo jinete que eliminó a la


guarnición de Escudos en la Fortaleza Negra, el que amenazó a Barlohn con
masacrar a su clan si no obedecían las órdenes que les impuso, regresaba a su
hogar en la Espina.
El viaje resultó más corto de lo que recordaba, más insípido. Como
cuando se regresa a la playa que uno visitaba con los padres y ya no parece
tan espectacular pasados los años. Estaba cansado, pero no por culpa del
viaje. Su záiselar, tan grande como Khessyr y del mismo color, se tumbó
sobre las piedras de la explanada formada frente a su refugio. Bajó de su lomo
y caminó hacia la cueva que lo mantenía seco y caliente desde hacía siglos.
La mañana se tornó cálida y el sol brillaba con más fuerza de la que
correspondía a esa época. Estaba de vuelta, pero no se sentía feliz.
De pronto, notó la presencia de un intruso. La oscuridad que reinaba en
las entrañas de la cueva le impedía vislumbrar su interior. Su záiselar también
lo percibió. El guerrero se detuvo, pero no necesitaba volver a por la lanza
que descansaba junto a su silla de montar. Sin importar quien fuese su
enemigo.
La brisa sopló y el olor que percibió no le resultó en absoluto
desconocido.
—¿Qué haces tú aquí?
La figura de una mujer de dos metros emergió de entre las sombras. Era
imposible confundirla con otra. Su pelo claro brillaba bajo el sol con la
tonalidad del platino. Dos trenzas por encima de su oreja izquierda, pegadas
al cráneo, se arrastraban hacia la nuca para perderse entre su larga cabellera.
La derecha quedaba oculta tras varios mechones que le llegaban hasta la
mitad del cuello. Sus característicos ojos de un azul tan claro que parecían de
un blanco azulado; la piel nívea cubierta por una cantidad incontable de
cicatrices. Su cara, con un costurón apenas visible y tan antiguo como las
primeras fortalezas de los Tálier, saltando de lado a lado de su nariz,

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completaba una expresión seria por la que apenas pasaba la risa una vez cada
cien años.
Sus mejillas amplias la dotaban de una apariencia poco femenina, pero
existía algo dulce en su mirada. Su vestimenta se componía de protecciones
de cuero y metal por cuyos bordes sobresalía una tira de lana, y no le cubrían
más que los pechos, los hombros y la entrepierna. Sus abdominales sin un
gramo de grasa y bien definidos siempre quedaban a la intemperie. Lloviera o
nevara.
Portaba una cajita entre las manos.
—Me pidió que te entregara esto a tu regreso.
Él frunció el ceño.
—¿Erol?
—¿Quién si no?
Se acercó a él extendiendo los brazos.
—¿Qué es?
—No lo sé —confesó pasándole la caja.
El guerrero, casi un cuerpo más alto que ella, la abrió usando dos dedos.
Enarcó las cejas, divertido, en cuanto reveló su interior.
—¿Qué es? —preguntó ella esta vez.
Pero él negaba con la cabeza, riendo. Tardó un momento en contenerse,
entonces volvió a mirar en su interior antes de responder:
—Qué hijo de puta tan listo…

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PEDRO J. ALCÁNTARA (Córdoba, 1991 - España), me crie en un pueblo de
casi mil habitantes. Las grandes ciudades me ahogan y acabo echando de
menos el aire fresco, las noches sin ruido y las mañanas en las que te
despiertan los gallos. Por eso he vuelto a casa después de casi seis años
viviendo en República Checa y Serbia.
Adoro viajar. Conocer sitios nuevos siempre despierta algo en mí que me
llena de energía, me motiva y me inspira; las noches de mal tiempo, también.
Adoro las historias en las que no hay situaciones sin sentido (tipo
«separémonos para buscar al asesino»), en las que los protagonistas no son
intocables y en las que los finales no siempre son felices. Porque la vida, nos
guste o no, a veces amarga; y los libros también deberían.

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