Tema 4. La Sociedad

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TEMA 4 LA SOCIEDAD

1.- El imperio de los letrados.


2.- «El arte de la escritura artificial».
3.- Los libros se hacen públicos.
4.- El nacimiento de la historia.
5.- El cristianismo marca el rumbo.
6.- El descubrimiento de la prehistoria.

1.- El imperio de los letrados.

Durante miles de años, la memoria personal reinó en los


entretenimientos y la información, la perpetuación y la perfección de los
oficios, la práctica del comercio y el ejercicio de las profesiones.
Mediante la memoria y en la memoria se acumulaban, conservaban y
almacenaban los frutos de la educación.
Todo el mundo precisaba del arte de la memoria que, al igual que
las demás artes, podía cultivarse. La capacidad memorística podía
perfeccionarse y se admiraba a los virtuosos.
Se dice que el arte de la mnemotecnia fue inventado por el
polifacético poeta lírico griego Simónides de Ceos (c. 556-468? a.C).
También se dice de él que fue el primero en aceptar una compensación
económica por sus poemas.
El arte de Simónides, que dominó el pensamiento europeo durante
la Edad Media, se basaba en los sencillos conceptos de lugares (loci) e
imágenes (imagines). Éstos constituyeron los elementos perdurables de
las técnicas memorísticas de los retóricos, filósofos y científicos
europeos.
«La memoria es la madre de la sabiduría», dijo Esquilo. «La memoria
es el erario y el guardián de todas las cosas», convino Cicerón. En la
época de apogeo de la memoria, antes de la difusión de la imprenta, el
actor, el poeta, el cantor, el médico, el abogado y el sacerdote, todos
precisaban de una memoria altamente desarrollada. Los primeros
grandes poemas épicos europeos fueron producidos por la tradición
oral. La Ilíada y la Odisea se perpetuaron verbalmente, sin recurrir a la
escritura. Homero llama al poeta «cantor».

Los primeros manuscritos del Mediterráneo antiguo estaban


escritos en hojas de papiro pegadas y enrolladas. Pero resultaba
engorroso desenrollarlos y si se hacía con frecuencia se borraban las
palabras escritas. Puesto que no había «páginas» numeradas, era tan
difícil comprobar cualquier cita que la gente tendía a fiarse de su
memoria.

Las leyes se conservaron en la memoria antes de conservarse en


documentos. La memoria colectiva de la comunidad fue el primer
archivo legal. También los rituales y la liturgia se conservaban en la
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memoria y sus principales guardianes eran los sacerdotes. Los servicios


religiosos, repetidos con frecuencia, eran el medio para inculcar las
plegarias y los ritos a los jóvenes de la congregación.

Los biógrafos de santo Tomás de Aquino (1225-1274) afirmaban que


memorizó todo lo que sus maestros le enseñaron en la escuela. En
Colonia, Alberto Magno le ayudó a ejercitar la memoria. Y en las visitas
realizadas a numerosos monasterios recogió, no copiando sino
simplemente viendo, las máximas de los padres de la iglesia que luego
entregó al papa Urbano IV.

A partir de Gutenberg, la vida diaria, que había estado regida y


servida por la memoria, pasaría a ser gobernada por la página impresa.
A fines de la Edad Media, los libros manuscritos habían constituido una
ayuda y, en algunos casos, un sustituto de la memoria para la reducida
clase culta. Pero el libro impreso se podía transportar con mucha más
facilidad, era más preciso, más susceptible de ser consultado y, por
supuesto, más público.
El libro impreso sería un nuevo almacén de la memoria, superior
en muchos sentidos al almacén interno de cada persona. Cuando el
códice de páginas manuscritas encuadernadas suplantó al rollo, se
facilitó en gran medida la referencia a las fuentes escritas. A partir del
siglo XII algunos manuscritos incluían ya tablas, títulos de página e
incluso índices rudimentarios, lo cual demuestra que la memoria estaba
ya comenzando a perder parte de su importancia. Pero se hizo todavía
más fácil encontrar referencias cuando el libro impreso incluyó título y
numeración en todas las páginas. Cuando, como ocurría a veces en el
siglo XVI, estaban dotados de índices, lo único que le restaba a la
memoria era recordar el orden del alfabeto.

Los primeros libros y bilbiotecas.


El antiguo imperio romano dejó un legado vivo en toda Europa. Los
vestigios del derecho romano han definido la propiedad, los contratos y
los delitos en este continente y en gran parte del resto del mundo. La
memoria de la unidad política ha animado a los federalistas europeos
durante siglos. El lenguaje de Roma ha sobrevivido, ha dado lugar a
una literatura escrita y ha creado una comunidad europea del saber.
Pero ese legado que unió la cultura de Europa también dividió a sus
comunidades, pues se dieron en todo el continente comunidades de dos
lenguas. El latín mantenía unida a la comunidad erudita de la iglesia,
las universidades y la comunidad de lectores de la Edad Media.
Mientras el latín fue la lengua de las universidades existió un sistema
universitario europeo único, al menos en sentido lingüístico.
Pero el latín, lazo de unión de los hombres cultos se convirtió en
una barrera que se interponía entre los hombres cultos de cada nación
y el resto de sus compatriotas. Y el vulgo no hablaba latín sino una
lengua «vernácula», es decir, la lengua propia del lugar (del latín
vernaculus, que significa ‘indígena’, ‘doméstico’, derivado de verna,
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‘esclavo nacido en casa’, ‘poblador nativo’). En toda Europa el lenguaje


de los cultos era una lengua extranjera.

Saber latín era un requisito previo indispensable para asistir a una


universidad medieval. Todas las clases se daban en latín y los
estudiantes no podían hablar otra lengua que no fuese latín fuera de las
aulas.
El latín de las universidades medievales se convirtió en una lengua
más rica y flexible. Las «artes liberales» —las materias más adecuadas
para los liberi, hombres libres— podían haberse llamado «artes
literarias». El trivium, programa completo de una licenciatura de la
Edad Media, constaba de gramática, retórica y lógica, todo ello
estudiado en las obras latinas de la antigua Roma. Sólo para obtener el
grado superior, los estudiantes se examinaban de las disciplinas del
quadrivium, que abarcaba un campo más amplio formado por
aritmética, geometría, astronomía y música.
Los textos de Aristóteles y otros escritores griegos y árabes se
enseñaban en traducciones latinas. También la Biblia era conocida por
las clases cultas, principalmente a través de la Vulgata (editio vulgata,
edición popular) que era una traducción latina (383-405) basada en la
de san Jerónimo.

La cultura latina de la época medieval apenas hubiera prosperado


sin el entusiasmo, la pasión y el buen sentido de san Benito de Nursia
(480?-543?). Padre del monaquismo cristiano en Europa, fue también el
padrino de las bibliotecas. La conservación de los tesoros literarios de la
antigüedad y del cristianismo a lo largo de la Edad Media fue obra de
los benedictinos. San Benito, disgustado por la relajación de las
costumbres ciudadanas, se retiró durante tres años a una cueva de los
montes Abruzzi. Cuando se hizo famoso, le invitaron a hacerse abad de
un monasterio, donde sometió a los monjes a una estricta disciplina.
La regla (regula) de san Benito ofrecía un compromiso factible entre
el espíritu ascético de alejamiento del mundo y las debilidades de la
naturaleza humana. Después de pasar un año de prueba, los monjes
jóvenes hacían voto de obediencia a la regla y de residencia vitalicia en
el mismo monasterio. Los hermanos debín en ciertas estaciones
ocuparse con el trabajo manual y a ciertas horas con la sagrada lectura.
Cada monasterio debía tener su biblioteca. El chantre tenía el deber
de sacar los libros de la biblioteca y asegurarse de que eran devueltos.
Era costumbre que los monasterios se prestaran libros entre sí, e
incluso de que los prestaran, con las debidas precauciones, al público
seglar. Los pioneros benedictinos del «préstamo entre bibliotecas»
pusieron al alcance de los pocos hombres cultos una especie de
biblioteca pública.
Los clérigos errantes y los viajeros piadosos confiaban sus tesoros
manuscritos a las bibliotecas monásticas y catedralicias, que
rivalizaban en la posesión de las versiones mejor cotejadas de los textos
sagrados y recibían sustanciosas compensaciones por permitir que
fueran copiados.
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En las bibliotecas monásticas estaban las Sagradas Escrituras, los


escritos de los padres de la iglesia, y comentarios de éstos. Las
colecciones mayores, en ocasiones alojadas en las bibliotecas
catedralicias, incluían crónicas como la Historia eclesiástica de Beda y
los escritos de san Agustín, san Alberto Magno, santo Tomás de Aquino
y Roger Bacon. Entre los libros seglares estarían las obras de Virgilio,
Horacio y Cicerón. Platón, Aristóteles y Galeno.
Los benedictinos no se limitaron a acumular libros para sus
bibliotecas sino que también los crearon. «Hacer» (es decir, copiar), al
igual que leer libros, se convirtió en un deber sagrado, y el scriptorium,
la sala donde trabajaban los copistas, era una dependencia usual en
todos los monasterios.
No se esperaba que un libro fuera un vehículo de ideas nuevas que
transportara mensajes de un contemporáneo a otro contemporáneo. Era
más bien un instrumento que protegía y ampliaba las obras literarias
atesoradas.
Si san Benito fue el santo patrón del libro manuscrito durante la
Edad Media, el patrón terrenal fue Carlomagno (742-814), coronado
emperador del Sacro Imperio Romano Germánico el día de Navidad del
año 800. Carlomagno heredó el trono de rey de los francos en el año
768. Como aliado del papa y apasionado creyente, le preocupaba
sobremanera la decadencia de la cultura cristiana. Le desagradaba
profundamente la tosquedad del latín utilizado en las cartas que
recibía, incluso de obispos y abades. El renacimiento carolingio que él
inspiró era un renacimiento del latín.
Encargó al monje inglés Alcuino (732- 804) organizar una reforma
de la lengua y de la educación. Carlomagno entendía que el
conocimiento correcto de la escritura exigía el dominio del latín.
Carlomagno ordenó que: «En cada obispado y en cada monasterio se
enseñarán los salmos, las notas, los cantos, el cálculo y la gramática, y
todos dispondrán de libros cuidadosamente corregidos».
La nutrida biblioteca del palacio que Carlomagno tenía en Aachen se
convirtió en un centro cultural que atraía a los eruditos cristianos que
huían de los moros de España, e incluso a otros procedentes de las
distantes islas de Irlanda. Como emperador, Carlomagno ordenó que
cada escuela tuviera un scriptorium.
Los discípulos de san Benito y los estudiosos del renacimiento
carolingio modificaron la forma de las letras. Mejoraron al tiempo la
función y la belleza de nuestro alfabeto escrito inventando varias formas
nuevas. Hasta entonces, el latín sólo se había escrito en letras
mayúsculas, que eran las utilizadas por los romanos. Cuando pasaron
a ser escritas con pluma sobre papiro o pergamino, las letras romanas
adoptaron otra forma. Todas seguían siendo mayúsculas, pero las
características de la pluma producían trazos verticales finos que se
hacían más gruesos en las curvas y ángulos oblicuos.
Gradualmente, los monjes y copistas comenzaron a experimentar
con letras pequeñas de formas diversas. Se fijaron en la escritura
cursiva de las cartas comerciales. La escasez de papiros y el elevado
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coste del pergamino les animó a buscar un modo de escribir con mayor
densidad para ocupar menos hojas.
Alcuino estableció una forma estándar para las letras minúsculas.
La minúscula carolingia de Alcuino tuvo un éxito mucho mayor de lo
que se esperaba. Clara y atractiva, fácil de escribir y de leer, dominó los
scriptoria y las bibliotecas. Setecientos años después, cuando los tipos
móviles llegaron a Europa, y tras un breve intervalo gótico, las letras se
dibujaron de acuerdo al modelo de minúscula carolingia. Lo que
llamamos alfabeto romano es en realidad el alfabeto de Alcuino.

A fines de la Edad Media las letras sencillas y legibles de Alcuino


hubieron de enfrentarse a cierta competencia. En el siglo XI, época de
las catedrales góticas, su alfabeto fue adaptado a una escritura llamada
gótica. Esta escritura producía una sensación de solemnidad, lo cual
explica su supervivencia en los documentos legales y en los diplomas.
El Renacimiento revivió la sencilla y legible minúscula carolingia, que
dominó todo el mundo occidental, sólo en Alemania y Escandinavia
perduró la letra gótica.

Cuando miramos un manuscrito o inscripción anterior a la época de


Carlomagno, nos sorprende ver todas las letras seguidas, sin
separaciones entre palabras y sin puntos, comas ni párrafos. Ésta fue
la forma de escribir generalizada durante la mayor parte de la historia
occidental. El verbo «puntuar» no apareció hasta principios del siglo
XIX.
Con la reforma carolingia de la escritura se instauró la nueva
práctica de separar las palabras mediante un espacio en blanco.
Después de Carlomagno, cuando se generalizó la puntuación, ésta
favoreció la pronunciación y la lectura de un texto impreso en voz alta
ante una audiencia analfabeta. Para ayudar al lector, los signos de
puntuación indicaban pausas de distinta duración, A fines del siglo
XVII la mayor parte de la producción impresa estaba destinada a la
lectura silenciosa. Entonces la puntuación pasó a regirse por la sintaxis
y pretendía representar la estructura de una frase. En la actualidad
puntuamos de conformidad con la sintaxis.

2. «El arte de la escritura artificial»

Gutenberg fue inventor de «los tipos móviles», pero además fue un


profeta de mundos nuevos en los cuales las máquinas harían el trabajo
de los copistas, en los cuales la imprenta desplazaría a los scriptorium y
el saber se difundiría a incontables comunidades desconocidas.

Johann Gutenberg (c. 1394-1468). Su trabajo fue la culminación


del de muchos otros. Unió lo que otros no habían unido, y lo arriesgó
todo en su intento.
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Antes de Gutenberg ya existía la impresión en Europa, y por


impresión entendemos la fabricación de imágenes por contacto. Su
invento no era en realidad un sistema nuevo de «imprimir» sino un
nuevo medio de multiplicar los tipos de metal de las letras individuales.
Observó que imprimir una página completa era la tarea acumulativa de
imprimir letras individuales, frecuentemente repetidas. ¿Por qué no
hacer muchas copias de cada letra, que podrían ser usadas tantas
veces como se las necesitara?
La habilidad adquirida por Gutenberg como orfebre y moldeador de
metales le ayudó a ver los problemas a que habría de enfrentarse el
impresor. Era preciso que todas las letras empleadas tuvieran
exactamente la misma altura. Lograr que las piezas fueran móviles era
lo menos difícil. Todos los ejemplares de una letra determinada debían
ser intercambiables.
El gran invento de Gutenberg fue el molde especial para fabricar
rápidamente y en grandes cantidades piezas tipográficas (letras)
similares. Gutenberg ideó un dispositivo móvil que permitía que la
anchura de la caja se ampliara o redujera para adecuarse a las diversas
matrices insertas en el fondo.
En la prensa de Gutenberg, la impresión se lograba mediante una
adaptación de la prensa de tornillo de madera que usaban los
encuadernadores. El paso siguiente era disponer de una tinta que se
adhiriera de forma uniforme a las piezas de metal. Para elaborar esa
tinta, utilizó la experiencia de los pintores flamencos, que mezclaban los
pigmentos con aceite de linaza.
Existen numerosas pruebas de que para Gutenberg y su generación
la impresión no era solamente una técnica sino un arte. Los bibliófilos
coinciden en que el primer libro que se imprimió en Europa era uno de
los más hermosos. La calidad técnica del trabajo de Gutenberg, la
claridad de la impresión y durabilidad del producto no se mejoraron
sustancialmente hasta el siglo XIX.
La imprenta no les quitó trabajo de modo inmediato a los copistas.
Los calígrafos continuaron acaparando el sector de obras de lujo, para
los clientes que podían pagarlas. Algunos de los primeros libros
impresos eran tan caros, incluso de segunda mano, que resultaba más
barato encargar una copia manuscrita. Pero a medida que el precio de
los libros impresos fue bajando, los copistas comenzaron a tener
dificultades para hallar trabajo.
Durante las primeras décadas de la imprenta resultaba arriesgado
ganarse la vida con una tecnología tan nueva. En muchos sentidos el
período más interesante de la historia del libro impreso es el siglo
inmediatamente posterior a la Biblia de Gutenberg. Lo viejo y lo nuevo
competían directamente.

El triunfo del libro impreso llevó consigo el triunfo de las lenguas del
mercado, que se convirtieron en lenguas de cultura en toda Europa.
Cuando las obras de ciencia aparecieron no solamente en latín, sino
también en inglés, francés, italiano, español, alemán y holandés,
nuevas comunidades fueron de repente admitidas en el mundo de la
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ciencia. La ciencia se hizo más pública que nunca. Pero al quedar el


latín, lengua internacional de toda la comunidad culta europea,
desplazado por lenguas nacionales o regionales, el saber tendió a
hacerse también nacional o regional.
A medida que la palabra escrita, ahora impresa, se popularizaba, la
literatura adquiría una mayor proporción de fantasía, diversión y
aventura. El entretenimiento tenía una nueva respetabilidad.

Cien años después de Gutenberg, la publicación de libros era un


negocio floreciente no sólo en las principales ciudades europeas.
Dondequiera que hubiera una universidad, un tribunal superior o un
parlemento provincial, había un mercado seguro para la imprenta. A
medida que se multiplicaban los libros, crecía también el número de
personas capaces de leer y escribir y se enriquecía la literatura de las
lenguas vernáculas. Entre los compradores de libros no sólo estaban ya
los clérigos, abogados y funcionarios del gobierno sino también los
comerciantes prósperos y algunos artesanos burgueses.

El pionero del libro portátil fue el gran estudioso e impresor


veneciano Aldo Manucio (1450-1515). La Imprenta Aldina, fundada por
él, fue la primera editorial moderna. Su catálogo de publicaciones
incluía poesía y libros de consulta y demostró que un impresor podía
prosperar publicando libros elegantes y bien diseñados. A diferencia de
Gutenberg, Aldo encargaba a otros el trabajo de moldear los tipos
diseñados por él, pero seguía supervisando todo el proceso de
impresión. Poco a poco fue imprimiendo cada vez más libros en latín, y
luego abarcó también el italiano, con las obras de Dante y Petrarca. El
siempre creciente catálogo de publicaciones de Aldo demostraba que
había elegido el criterio correcto, pues sólo publicaba obras que ya
hubieran tenido aceptación en forma de manuscritos.
La era de los incunables difundió muchas más obras científicas
antiguas que nuevas. En medicina el poder de Galeno, y en botánica el
poder de Dioscórides se vieron reforzados por los voluminosos textos
recientemente impresos.

Las dos grandes innovaciones de Aldo, la letra itálica o bastardilla


(apropiada para incluir el mayor número posible de palabras legibles en
una sola página), y el tamaño «octavo», dieron forma a los hábitos de
lectura. El primer libro impreso con las nuevas letras fue la edición de
1501 realizada por Aldo en tamaño octavo de la obra de Virgilio Ese
tamaño daría lugar a libros más pequeños, menos pesados y por tanto
portátiles. «Octavo», el término que describía este formato pequeño,
designaba originalmente el tamaño de un libro hecho doblando un
pliego de papel de impresor de modo que cada fragmento resultante
fuera un octavo del pliego entero.

Los manuscritos no tenían portada. Tampoco la había en los


primeros libros impresos. Para saber cuál era el contenido del libro
había que hojearlo, y no se indicaba el nombre de su autor. En el libro
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impreso apareció pronto la página en la que se identificaba al autor (que


ya no era un mero «escritor»), el título y el tema, junto con el nombre del
editor y el impresor, el lugar y la fecha de publicación. En el futuro, el
autor sería responsable, para bien o para mal, del libro, y recibiría parte
de los beneficios que produjera. La portada también señaló el comienzo
de una nueva era comercial en el sector editorial, pues el editor
anunciaba allí dónde podían comprarse ejemplares del libro. La fecha
que indicaba que el libro acababa de salir de la imprenta contribuyó
incidentalmente a hacer de la novedad un bien apreciado.
Estas nuevas características del libro impreso sirvieron tanto para
normalizar como para individualizar los productos en el mercado. La
originalidad se transformó en una cualidad respetable y provechosa.

En 1499 encontramos un libro, procedente de la imprenta aldina, en


el que cada página está numerada consecutivamente. Cuando,
siguiendo el ejemplo de Aldo, todos los impresores adoptaron la
costumbre de numerar las páginas, esta innovación aparentemente
trivial posibilitó otros cambios que hicieron el libro mucho más útil y
atractivo para un público más amplio. La paginación facilitaba,
naturalmente, las referencias a pasajes determinados y la búsqueda o
comprobación de datos y citas. La numeración de las páginas también
posibilitó por vez primera la elaboración de un índice que contribuyera
a la utilización del libro según las necesidades personales.

3. Los libros se hacen públicos

A mediados del siglo XV, antes de que se produjera el auge del


Renacimiento italiano, la realización (es decir, transcripción) de libros
era una próspera industria secularizada y centrada en las poblaciones
universitarias.
La imprenta multiplicaba los libros en proporciones jamás
imaginadas hasta entonces. Los cálculos más ajustados sugieren que
antes de Gutenberg los libros manuscritos existentes en Europa se
contaban todavía por millares. En el año 1500 existían unos diez
millones de libros impresos en circulación (algunos expertos calculan el
doble), aparte del número todavía creciente de manuscritos.

Los diccionarios, herramienta moderna del descubrimiento,


comenzaron como guías para atravesar las barreras entre lenguajes
antes de guiar a los lectores y hablantes dentro de sus propias lenguas.
«Un diccionario y una gramática mantendrán nuestra lengua en
perfecto uso para siempre», declaraba uno de ellos con gran optimismo
a fines del siglo XVI.
Los primeros esfuerzos encaminados a elaborar diccionarios
completos para lectores adultos no corrieron a cargo de serios maestros
de escuela sino de personas con tiempo libre, o de escritores
mercenarios.
Hasta mediados del siglo XVIII no existió un diccionario idóneo de
toda la lengua inglesa. Entonces, el Dictionary del doctor Johnson
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demostró de manera espectacular el poder de los diccionarios. El doctor


Johnson, al recurrir a las 114.000 citas, aplicó el nuevo espíritu de la
ciencia acumulativa al antiguo mundo de las palabras.

4. El nacimiento de la historia

La exploración occidental del pasado fue tan trascendental como la


de los continentes del Nuevo Mundo, o de los océanos. Una vez más, la
historia comienza con el enigma del porqué del espíritu investigador de
los griegos.
Uno de los mayores inventos griegos fue la idea de historia. La
palabra «historia», junto con todos sus parientes en las lenguas
europeas, deriva del término que los griegos usaban para indicar
«investigación».

Hecateo de Mileto (c. 550-489 a.C), uno de los primeros y más


conocidos pioneros de la literatura histórica griega, compiló genealogías
y estudió a fondo las leyendas de las grandes familias míticas. En sus
viajes, Hecateo observó la diversidad de las costumbres y percibió una
relación entre el lugar donde vivía la gente y cómo vivía.
Se atribuye a Hecateo el Ges Periodos ("Viajes alrededor de la
Tierra"), obra en dos libros, cada uno de los cuales se organiza a
manera de periplo (navegación costera con escalas). El primero, sobre
Europa, es esencialmente un periplo mediterráneo, describiendo una
por una cada región visitada, llegando incluso a Escitia. El segundo,
sobre Asia, se organiza de modo similar al Periplo del Mar Eritreo, del
que sobrevive una versión del siglo I. Hecateo describe los países y
pueblos del mundo conocido, siendo la parte de Egipto particularmente
completa.
Hecateo fue el primero en intentar una seria historia en prosa y en
emplear el método crítico para distinguir el mito del hecho histórico,
aunque acepta a Homero y otros poetas como autoridades fidedignas.
Al ser el primer geógrafo científico se le considera el padre de la
geografía. En su mapa representó en él la Tierra como un disco circular,
de unos 8.000 kilómetros de diámetro, rodeado de océano con Grecia en
el centro.

Un naciente sentido de la historia incitó muy pronto a los escritores


más audaces a bajar los dioses a la tierra. En dos obras literarias
inconfundiblemente griegas destacan con nitidez elementos del espíritu
histórico moderno. Heródoto y Tucídides, ambos del siglo V a.C, se
convertirían en padres o, mejor dicho, padrinos de los historiadores
modernos.

Heródoto (c. 480-c. 425 a.C), que escribía en prosa, pertenecía a la


nueva tradición de logógrafos. Nació en Halicarnaso, una población
jonia de la costa sudoccidental de Asia Menor. Lejos de los centros de
Atenas o Esparta, Heródoto se relacionaba a diario con pueblos no
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griegos. Heródoto proyectó un estudio de la geografía y el sistema de


vida de los no griegos. Viajó por Asia Menor, las islas del Egeo, Egipto,
Siria, Fenicia, Tracia, Escitia e incluso Babilonia, centrándose en los
núcleos urbanos. En el año 445 a.C, mientras estaba en Atenas y era
amigo de Pericles y Sófocles, decidió reformar su estudio etnográfico
para convertirlo en una historia de las guerras persas (500-449 a.C).
Sin ningún relato de la época, sin las memorias de ningún general, y sin
ningún documento del ministerio de la guerra, tuvo que reconstruir la
historia a partir de la tradición oral, los viajes y la observación.

Heródoto se sentía más libre para especular sobre los comienzos y


poseía un sentido crítico más agudo que los historiadores cristianos de
los dos mil años siguientes. No estaba constreñido por un dogma rígido
de la creación y podía extender el tiempo histórico en el pasado sin
límite alguno.

Tucídides (460-c. 400 a.C) fue un político destacado de Atenas


durante el periodo llamado siglo de Pericles (siglo V a. C.), que llegó a
dirigir la facción conservadora o aristocrática, opuesta a la facción
popular o democrática de Pericles.
En su Historia de la guerra del Peloponeso, se centró en la historia
política relatando la lucha entre Atenas y Esparta en el siglo V a. C. Su
obra fue el primer análisis político y moral registrado de las políticas de
guerra de una nación.
Los ocho libros de su Historia dejaron un magnífico modelo de
historia científica, es decir, una historia concebida como discurso
racional, basada en hechos conocibles y entendibles por la razón, y de
historia política, esto es, centrada en el hombre como miembro de una
polis.
Tucídides se suele considerar el primer historiador en usar ideales
"modernos" por sus metodologías e ideologías, así como por la manera
en la que usa los testigos oculares como fuentes de información y los
entrevista.
La diferencia principal con Heródoto es metodológica puesto que
este recurre con frecuencia a la divinidad como agente causal mientras
Tucídides abandona por completo dicho planteamiento de forma
explícita.

2. El cristianismo marca el rumbo

El judaísmo estaba orientado hacia el pasado. Las Escrituras


contaban la historia del mundo desde la creación, y las fiestas judías
eran celebraciones o representaciones del pasado. Cada semana, el
sabat recordaba los seis días de la creación y el regalo de Dios del
séptimo día de descanso.
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Aunque el Dios de Israel era un Dios universal, la religión de Israel,


el pueblo elegido, seguía siendo tribal. Sus leyes y costumbres se
limitaban al pueblo que se suponía tenía un origen común.
El cristianismo era una religión histórica en un sentido nuevo. Su
esencia y su significado emanaban de un hecho único, el nacimiento y
la vida de Jesús.
La misma palabra «Evangelio» (del latín tardío evangelium, ‘buena
nueva’) proclama que esta religión está sólidamente arraigada en la
historia, en un acontecimiento sin precedentes de trascendencia
universal. La llegada de Jesús al mundo fue la primera y mejor noticia.
El calendario cristiano conmemora por lo tanto acontecimientos del
nacimiento y la vida de Jesús: la Anunciación (25 de marzo), la Navidad
(25 de diciembre), la Circuncisión (1 de enero), la Epifanía (6 de enero,
en que se conmemora el bautismo de Jesús, la visita de los reyes Magos
a Belén y el milagro de Caná), la Candelaria (2 de febrero, en que se
celebra la purificación de la virgen María y la presentación de Jesús en
el templo) y la Transfiguración (6 de agosto). La festividad de la Pascua
conmemora los acontecimientos que sucedieron en torno a la
Resurrección.

Aunque el cristianismo sería justificado por la historia, sus verdades


no podían desarrollarse, sino que simplemente se cumplían. Los
cristianos añadieron a la perspectiva judía del pasado sus propios
textos sagrados. El Nuevo Testamento, según ellos, hacía realidad las
profecías del Antiguo. Las dos Escrituras juntas constituían las
revelaciones del Dios único, no solamente para el pueblo elegido sino
para toda la humanidad.
Cuando los eruditos dirigentes del cristianismo escribieron sus
crónicas, no estaban interesados en la investigación. No tenían
necesidad de buscar respuestas, lo único que debían hacer era
documentarlas.

Entre los escasos fugados de la ortodoxia cristiana hubo algunos,


como el inglés Beda el Venerable (673-735), que nos hicieron el favor
de incorporar abundantes documentos de su época. Entre tanto, los
compiladores de anales como la Crónica Anglosajona recogían las
acciones de los reyes y el desarrollo de la existencia de iglesias y
monasterios.

El Renacimiento italiano constituiría el primer cuartel general en


Europa de la exploración del pasado. Italia fue para la historia lo que
Portugal era para las exploraciones geográficas.

El pionero de la crítica histórica moderna fue Lorenzo Valla (1407-


1457). Nació en Roma y era hijo de un abogado de la corte papal. Valla
atacaba el estoicismo, defendía a Epicuro y ridiculizaba el bárbaro latín
usado por Bartolo (1314-1357), la reverenciada autoridad del derecho
romano. Expulsado de la universidad de Pavía, encontró refugio
temporal en Milán y luego en Nápoles.
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Las necesidades políticas del rey Alfonso de Aragón le


proporcionaron a Valla la oportunidad de llevar a cabo su mayor
hazaña de crítica histórica. El papa Eugenio IV demandaba, en contra
del rey Alfonso, autoridad secular sobre toda Italia. La demanda del
papa estaba fundada en la llamada «Donación de Constantino»,
contenida en un antiguo documento, por el cual el emperador
Constantino el Grande (280?-337) concedía al papa Silvestre I (314-335)
y a sus sucesores el poder temporal sobre Roma y todo el Imperio de
Occidente. Su De falso credita et ementita Constantini donatione
declamatio (Tratado sobre la donación de Constantino) demostró que el
documento era falso recurriendo a su profundo conocimiento de la
gramática histórica latina.
Contradijo al filósofo estoico Boecio, revisó las interpretaciones de
Aristóteles, criticó el estilo de Cicerón y demostró que Ad Herrenium, el
famoso manual de retórica y memoria atribuido a éste, no había sido
escrito por él. Valla insistía también en que el Credo de los Apóstoles no
podía haber sido compuesto por los doce apóstoles. La Inquisición lo
declaró culpable de ocho cargos de herejía, entre ellos su intento de
revisar a Aristóteles; hubiera sido quemado en la hoguera si el rey
Alfonso no lo hubiera evitado.

La guerra de los Treinta Años (1618-1648) engendró en toda Europa


numerosas controversias entre los príncipes católicos y protestantes
que reclamaban jurisdicciones basadas en documentos antiguos. La
ciencia de la «diplomática», esencial para la investigación histórica
moderna, se desarrolló como respuesta a esas necesidades. La
«diplomática» tiene muy poco que ver con la diplomacia; deriva de la
palabra griega diploma (‘doblado’ o ‘plegado’), utilizada para describir
documentos que generalmente estaban doblados.
En la antigua Roma los documentos importantes, grabados en un
díptico de bronce, se doblaban, cerraban y sellaban, no sólo porque era
más cómodo guardarlos así, sino también para mantener en secreto su
contenido. El término «diploma» no se usó mucho en la Edad Media,
pero los escritores del Renacimiento lo empleaban para referirse a un
documento antiguo, especialmente el que establecía derechos de
propiedad o autoridad política. Ya en el siglo XVIII esta palabra
designaba en inglés un certificado académico.
Uno de estos pioneros de la historia crítica, el activo Daniel
Papebroech (1628- 1714), de cuya pluma salieron dieciocho volúmenes
de este tipo, elaboró una serie de reglas para detectar los documentos
falsificados, que luego aplicó a las cartas benedictinas para demostrar
que eran falsas.

El brillante Jean Mabillon (1632-1707), que había entrado en la


orden benedictina hacía poco tiempo, estaba providencialmente
capacitado para defender a su orden y al mismo tiempo elaborar las
técnicas de la crítica textual moderna.
Mabillon escribió su De Re Diplomatica (‘Sobre el estudio de cartas
medievales’, 1681, 1704), donde la diplomática se convertía en una
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técnica sutil y completa para autentificar los documentos antiguos.


Pasó revista a la escritura latina desde las letras mayúsculas de la
antigua Roma hasta la caligrafía del siglo XVII. Al estudiar la amplia
gama de datos, inició las ciencias «auxiliares» de la escritura
(paleografía), los materiales de escritura, los sellos (sigilografía), las
fechas (cronología) y el vocabulario (filología). Mabillon, con sus
principios para examinar la evidencia histórica, insistió, con mucha
sensatez, en que la autenticidad de un documento dependía de la
coherencia lógica de todos los datos.
Cuando Mabillon centró su crítica en las leyendas de los santos
populares se arriesgó a que lo procesaran. Cerca ya del fin de su vida,
después de haber cuestionado la autenticidad de las supuestas
reliquias de los santos que se guardaban en Roma, hubo de ser
defendido por el propio papa Clemente XI. Incluso fue amenazado con el
estigma del índice de libros prohibidos, pero se negó a retractarse, lo
que le convertiría para lord Acton en «un historiador notablemente serio
y honrado, y el primer crítico del mundo».

La arqueología primitiva.

El comercio medieval de materiales de construcción fue un


subproducto muy provechoso del esplendor de la antigua Roma que
pasó desapercibido. Durante al menos diez siglos los marmolistas
romanos se dedicaron a excavar ruinas, levantar pavimentos y
desmantelar edificios antiguos con la esperanza de encontrar modelos
para sus obras y materiales para las construcciones nuevas. Los
marmolistas continuaron a su modo el violento saqueo de Roma
cometido por los godos en el año 410, los vándalos en el 455, los
sarracenos en el 846 y los normandos en el 1084. El despojo de estos
artesanos era continuo, pacífico y absolutamente legal. Era más sencillo
arrancar un bloque de una ruina, o desenterrarlo del suelo romano que
extraerlo de las canteras de Carrara.
En toda Italia la ambición competitiva de las florecientes ciudades
medievales creó una demanda de iglesias nuevas que parecía
interminable. Los duomos y campaniles necesitaban fuertes cimientos
de piedra, gruesas paredes y arcos monumentales.
A medida que la industria se desarrollaba y que el botín de Los
marmolistas romanos llegaron a enviar los mármoles al extranjero. En
la catedral que Carlomagno hizo edificar en Aix-la-Chapelle, en la
abadía de Westminster y en las iglesias de Constantinopla se pueden
identificar fragmentos de mármol romano.
Los yeseros romanos medievales prosperaron fabricando cemento
con los fragmentos de los templos, baños, teatros y palacios
desmantelados, y con los despedazados ornamentos y estatuas de
mármol.
Un documento del Vaticano fechado el 1 de julio de 1426 autorizaba
a una empresa de yeseros a derribar la basílica Julia de la vía Sacra
para que pudieran alimentar sus hornos con trozos de travertino con
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una única condición, que las autoridades papales recibieran la mitad


del producto.
Los papas renacentistas, entusiastas de la cultura clásica, hicieron
muy poco en defensa de las reliquias de la antigüedad. La demolición de
los templos paganos y las estatuas idólatras parecía más bien un deber
piadoso.

Los pioneros de la arqueología romana llegaron por varios senderos.


En el siglo XIV Petrarca tachó de herederos de los godos y vándalos a
todos aquellos que desmantelaban el esplendor antiguo. Uno de los
primeros en sentir la fascinación de la arqueología fue un comerciante
viajero, Ciriaco de Ancona (1391-1452), que dibujaba los monumentos
y copió cientos de inscripciones en el sur de Italia, Grecia y el
Mediterráneo oriental.
Un nuevo sentido de la historia transformaría poco a poco la cantera
de mármol romana en un vasto museo al aire libre donde el público
poco educado podría descubrir el pasado.
La columna romana llegaría a ser un símbolo de elegancia
arquitectónica, y la antigüedad «clásica» un modelo de belleza a escala
continental.

El fundador de la arqueología moderna fue Johann Joachim


Winckelmann (1717-1768).
Hijo de un zapatero pobre de Stendal, Prusia, logró con mucho
esfuerzo estudiar en Halle y en Jena. En 1748, a la edad de treinta
años, ayudó al conde von Bünau a reconstruir la historia del Imperio
alemán.Con una reducida pensión que le había concedido el elector de
Sajonia se fue a estudiar a Roma. Allí obtuvo techo y comida gracias a
la relación que mantuvo con un pintor rico, y se las arregló para
conseguir el patrocinio de algún cardenal. Comenzó como bibliotecario y
acompañante del cardenal Albani y llegó a ser bibliotecario jefe y,
finalmente, encargado de las antigüedades del Vaticano.
Hacía muy poco tiempo que habían sido desenterrados cerca de
Nápoles los restos de Pompeya y Herculano, ciudades que fueron
repentinamente sepultadas por la lava y las cenizas del Vesubio a
mediados de agosto del año 79 d.C. Estas excavaciones ofrecían una
visión providencial de la vida de la antigua Roma, pero la excavación,
financiada por el rey borbón de las Dos Sicilias, era una operación
secreta y estaba estrictamente prohibido hacer dibujos de los hallazgos.
Winckelmann, como supervisor de las antigüedades romanas, consiguió
ser admitido en el museo que albergaba los descubrimientos. Escribió
entonces sus «Cartas Abiertas», donde describía los objetos
desenterrados y defendía el derecho de todo el mundo erudito a recibir
los mensajes que transmitían los objetos del pasado.
Con la publicación de su Historia del arte de la Antigüedad, en
1764, que incorporaba estos hallazgos, Winckelmann se convirtió en un
eminente hombre de letras cuya fama se extendió a todo el continente.
El legado de Winckelmann fue un movimiento popular, la
incorporación de la historia del arte a la vida del arte. Más que ningún
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otro, él fue el responsable de la exaltación de la antigüedad griega y


romana hasta convertirla en sinónimo de «clasicismo».

Heinrich Schliemann (1822-1890) también ascendió de la pobreza


a la celebridad, en casi todo lo demás era lo opuesto a Winckelmann.
Schliemann se financiaba personalmente sus actividades. Era su propio
patrón. Incorporó a la arqueología el carácter emprendedor y el amor a
la acción que le habían ayudado a amasar su fortuna en el comercio,
primero en Rusia, y luego en Estados Unidos con la fiebre del oro.
Siempre tuvo obsesión por Troya y los inicios le llevaron a una
colina turca llamada Hissarlik.
En septiembre de 1871, con una cuadrilla de ochenta obreros,
comenzó las excavaciones en el montículo de Hissarlik. Exactamente
como había previsto, encontró varias capas sucesivas de ciudades y
fortificaciones, una debajo de otra. Sabía que a medida que se alejaba
de la superficie iba destruyendo monumentos de épocas más recientes,
pero su objetivo era Troya. Entre los siete y los diez metros de
profundidad halló las ruinas de una ciudad que creyó era Troya.
Cuando encontró objetos de oro, los escondió de la mirada de los
obreros. Mantuvo el secreto durante un tiempo y consiguió sacar de
contrabando el oro (nueve mil objetos) de Turquía.

Schliemann se dirgió a Grecia, donde, gracias a la intervención del


primer ministro británico, Gladstone, y de su embajador, había
conseguido permiso para excavar en el emplazamiento de la antigua
Micenas. Insistía en que allí estaba enterrado el tesoro de Agamenón.
En diciembre de 1876 dio con la primera de cinco tumbas
superpuestas. Durante cuarenta y cinco días Schliemann y su esposa
Sofía continuaron desenterrando el círculo de tumbas, excavando con
las manos. Su recompensa —el tesoro más rico del pasado jamás
extraído— fue un conjunto de cuerpos «literalmente cubiertos de oro y
joyas».
En realidad, no había dado con la tumba de Agamenón, como él
proclamaba. La tumba por él encontrada era varios siglos más antigua.
Aun estando equivocados, Heinrich y Sofía ampliaron en gran medida el
conocimiento público.
La contribución de Schliemann a las técnicas de la arqueología de
campo fue amplia. Fue un pionero de la estratigrafía al aplicar a los
restos humanos los principios que otros ya habían aplicado a la
geología. Pese a sus errores, Schliemann demostró la realidad de la
civilización homérica desenterrando la civilización prehomérica en la
que se originó.

5.- El descubrimiento de la prehistoria.

En el siglo XVIII el arzobispo Usher había fijado la Creación en el


año 4004 a.C. Los sucesos antiguos que concernían a los cristianos
habían tenido lugar exclusivamente en el Mediterráneo y en las zonas
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próximas a este mar, y la herencia de la humanidad era la herencia de


Grecia y Roma.
Pero ¿qué había ocurrido con anterioridad a los tiempos bíblicos?
Entre tanto los europeos reflexivos habían excluido de algún modo la
mayor parte del pasado de la tierra de sus conocimientos históricos.
Los misioneros, comerciantes, exploradores y naturalistas traían a
Europa objetos producidos por la mano del hombre que eran
destinados a las «vitrinas de curiosidades»-. Así nacieron las grandes
colecciones del Vaticano, los Uffizi y Pitti de Florencia o el Louvre de
París.
En el siglo XVIII apareció en Europa otro tipo de colección, el museo
público, una institución nueva. En toda Europa el nuevo público de los
museos esperaba aprender, gozar y entretenerse. La palabra tourist fue
introducida en la lengua inglesa después del 1800 para designar a la
comunidad móvil de espectadores ambulantes.
Cuando nacieron los museos europeos, al principio sólo exhibían el
tipo de objetos que los aficionados aristócratas habían coleccionado en
busca de prestigio o simplemente por curiosidad.

Christian Jürgensen Thomsen (1788-1865), sin formación


académica, trabajó en la ordenación de la cámara Real de Antigüedaes
de Dimamrca. Cuando Thomsen abrió el museo al público en 1819, los
visitantes vieron los objetos repartidos en tres vitrinas. La primera
contenía objetos de piedra; la segunda de bronce; y la tercera de
hierro. Este ejercicio de conservación de museos llevó a Thomsen a
sospechar que los objetos hechos con los mismos materiales podían ser
restos de la misma era. Su perspectiva de aficionado le decía que los
objetos de piedra podían ser más antiguos que los de metal, y que los de
bronce debían ser más antiguos que los de hierro.

En 1836, sacó a la luz la ‘Guía de las antigüedades escandinavas’,


que se difundió por toda Europa, traducido a muchas lenguas. Y era,
ciertamente, una invitación a la prehistoria.
El esquema de Thomsen transmitía el sencillo mensaje de que la
historia humana se había desarrollado en etapas homogéneas en todo el
mundo. Los objetos de su museo estaban ordenados de acuerdo con su
«principio de cultura progresiva».
Siguiendo las ideas apuntadas por Thomsen, los arqueólogos
descubrieron y exploraron los montones de basura del pasado.
Estos profetas de la prehistoria hubieron de enfrentarse a ciertas
dificultades evidentes. ¿Cómo se podía ampliar la experiencia humana
para llenar los millares de años de pasado expuestos por los geólogos?

La inquietante teoría, sugerida por los pensadores audaces desde


Buffon hasta Darwin, de que el hombre había existido mucho tiempo
antes de la fecha bíblica de la Creación (4004 a.C), comenzaba a ser
aceptada por la comunidad científica. Gradualmente, a medida que el
uso de la palabra «prehistoria» se generalizaba en las lenguas europeas,
la idea penetró también en la conciencia popular. La prehistoria entró
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en el programa de la educación pública junto con las ideas de la


evolución.

El discípulo de Charles Darwin y principal popularizador de la


teoría, John Lubbock 1834-1913, se hizo famoso en toda Europa por
incluir la prehistoria en la evolución y acuñó los términos «paleolítico»
y «neolítico» para referirse a la «Edad de la Piedra Pulida».

La invención de las grandes «eras», «épocas» o «edades» históricas


que rebasaban las fronteras políticas proporcionaría recipientes
temporales lo suficientemente amplios como para incluir todos los datos
de comunidades culturales del pasado, y lo bastante pequeños como
para ser definidos con certeza. Pocos conceptos han contribuido tanto a
universalizar el pensamiento humano. Las edades de la historia
acabarían dominando (y a veces tiranizando) al historiador moderno,
que centraría su visión en conjuntos de experiencias pasadas —el
esplendor de Grecia, la Edad Media, el feudalismo, el Renacimiento, la
Ilustración, la Industrialización, la aparición del capitalismo, etc.
Estas ideas eran al tiempo lo que las «especies» eran a la naturaleza,
un modo de clasificar la experiencia para hacerla útil. Eran la
taxonomía de la historia.
La cómoda agrupación de hombres, sucesos, realizaciones e
instituciones ayudó a ordenar el oscuro revoltijo del pasado.

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